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LA METAMORFOSIS Franz Kafka Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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LAMETAMORFOSIS

Franz Kafka

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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ICuando Gregor Samsa se despertó una

mañana después de un sueño intranquilo, seencontró sobre su cama convertido en unmonstruoso insecto". Estaba tumbado sobre suespalda dura, y en forma de caparazón y, allevantar un poco la cabeza, veía un vientreabombado, parduzco, dividido por partes du-ras en forma de arco, sobre cuya protuberanciaapenas podía mantenerse el cobertor, a puntoya de resbalar al suelo.

Sus muchas patas, ridículamente pe-queñas en comparación con el resto de su ta-maño, le vibraban desamparadas ante los ojos.«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sue-ño. Su habitación, una auténtica habitaciónhumana, si bien algo pequeña, permanecíatranquila entre las cuatro paredes harto conoci-das.

Por encima de la mesa, sobre la que seencontraba extendido un muestrario de pañosdesempaquetados – Samsa era viajante de co-

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mercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hac-ía poco había recortado de una revista y habíacolocado en un bonito marco dorado. Represen-taba a una dama ataviada con un sombrero yuna boa” de piel, que estaba allí, sentada muyerguida y levantaba hacia el observador unpesado manguito de piel, en el cual había des-aparecido su antebrazo.

La mirada de Gregor se dirigió despuéshacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oíancaer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizarde la ventana – le ponía muy melancólico.«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un pocomás y olvidase todas las chifladuras?» Pero estoera algo absolutamente imposible, porque esta-ba acostumbrado a dormir del lado derecho,pero en su estado actual no podía ponerse deese lado.

Aunque se lanzase con mu cha fuerzahacia el lado derecho, una y otra vez se volvía aba lancear sobre la espalda.Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no

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tener que ver las patas que pataleaban, y sólocejaba en su empeño cuando comenzaba a no-tar en el costado un dolor leve y sordo que an-tes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.«iQué profesión tan dura he elegido! Un día síy otro también de viaje. Los esfuerzos profesio-nales son mucho mayores que en el mismo al-macén de la ciudad, y además se me ha endo-sado este ajetreo de viajar, el estar al tanto delos empalmes de tren, la comida mala y a des-hora, una relación humana constantementecambiante, nunca duradera, que jamás llega aser cordial.¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre elvientre un leve picor, con la espalda se desli zólentamente más cerca de la cabecera de la camapara poder levantar mejor la cabeza; se en-contró con que la parte que le picaba estabatotalmente cubierta por unos pequeños puntosblancos, que no sabía a qué se debían, y quisopalpar esa parte con una pata, pero inmediata-mente la retiró, porque el roce le producía esca-

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lofríos. Se deslizó de nuevo a su posición ini-cial.

«Esto de levantarse pronto», pensó, «lehace a uno desvariar. El hombre tiene quedormir. Otros viajantes viven como pachás”. Siyo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvoa la pensión para pasar a limpio los pedidosque he conseguido, estos señores todavía estánsentados tomando el desayuno.

Eso podría intentar yo con mi jefe, enese momento iría a parar a la calle. Quién sabe,por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si notuviera que dominarme por mis padres, ya mehabría despedido hace tiempo, me habría pre-sentado ante el jefe y le habría dicho mi opinióncon toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa!Sí que es una extraña costumbre la de sentarsesobre la mesa y, desde esa altura, hablar haciaabajo con el empleado que, además, por culpade la sordera del jefe, tiene que acercarse mu-cho.

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Bueno, la esperanza todavía no estáperdida del todo; si alguna vez tengo el dinerosuficiente para pagar las deudas que mis pa-dres tienen con él – puedo tardar todavía entrecinco y seis años – lo hago con toda seguridad.Entonces habrá llegado el gran momento, aho-ra, por lo pronto, tengo que levantarme porqueel tren sale a las cinco», y miró hacia el desper-tador que hacía tictac sobre el armario. «¡Diosdel cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillasseguían tranquilamente hacia delante, ya habíapasado incluso la media, eran ya casi las menoscuarto. ¿Es que no habría sonado el desperta-dor?» Desde la cama se veía que estaba correc-tamente puesto a las cuatro, seguro que tam-bién había sonado. Sí, pero... Cera posible se-guir durmiendo tan tranquilo con ese ruido quehacía temblar los muebles? Bueno, tampocohabía dormido tranquilo, pero quizá tanto másprofundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? Elsiguiente tren salía a las siete, para cogerlo

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tendría que haberse dado una prisa loca, elmuestrario todavía no estaba empaquetado, yél mismo no se encontraba especialmente espa-bilado y ágil; e incluso si consiguiese coger eltren, no se podía evitar una reprimenda deljefe, porque el mozo de los recados habría espe-rado en el tren de las cinco y ya hacía tiempoque habría dado parte de su descuido. Era unesclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pa-saría si dijese que estaba enfermo? Pero estosería sumamente desagradable y sospechoso,porque Gregor no había estado enfermo ni unasola vez durante los cinco años de servicio. Se-guramente aparecería el jefe con el médico delseguro, haría reproches a sus padres por tenerun hijo tan vago y se salvaría de todas las obje-ciones remitiéndose al médico del seguro, parael que sólo existen hombres totalmente sanos,pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en estecaso no tendría un poco de razón? Gregor, aexcepción de una modorra realmente superfluades pués del largo sueño, se encontraba bastan-

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te bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientrasreflexionaba sobre todo esto con gran rapidez,sin poderse decidir a abandonar la cama – eneste mismo instante el.despertador daba lassiete menos cuarto –, llamaron caute losamentea la puerta que estaba a la cabecera de su cama.Gregor – dijeron (era la madre) –, son las sietemenos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Quédulce voz! Gregor se asustó, al contestar, es-cuchó una voz que, evidentemente, era la suya,pero en la cual, como des de lo profundo, semezclaba un doloroso e incontenible piar, queen el primer momento dejaba salir las palabrascon clari dad para, al prolongarse el sonido,destrozarlas de tal forma que no se sabía si sehabía oído bien. Gregor querría haber contesta-do detalladamente y explicarlo todo, pero enestas circunstancias se limitó a decir: – Sí, sí,gracias madre, ya me levanto. Probablemente acausa de la puerta de madera no se notaba des-de fuera el cambio en la voz de Gregor, porquela madre se tranquilizó con esta respuesta y se

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marchó de allí. Pero merced a la breve conver-sación, los otros miembros de la familia se hab-ían dado cuenta de que Gregor, en contra detodo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya elpadre llamaba suavemen te, pero con el puño, auna de las puertas laterales. – iGregor, Gregor!– gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos instantesinsistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor,Gregor! Desde la otra puerta lateral se lamen-taba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no teencuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor con-testó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado –y, con una pronunciación lo más cuidadosaposible, y haciendo largas pausas entre las pa-labras, se esforzó por despojar a su voz de todolo que pudiese llamar la atención. El padre vol-vió a su desayuno, pero la hermana susurró:Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor notenía ni la menor intención de abrir, más bienelogió la precaución de ce rrar las puertas quehabía adquirido durante sus viajes, y esto in-cluso en casa. Al principio tenía la intención de

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levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,vestirse y, sobre todo, desayunar, y des puéspensar en todo lo demás, porque en la cama,eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones auna conclusión sensata. Recordó que ya en va-rias ocasiones había sentido en la cama algúnleve dolor, quizá producido por estar mal tum-bado, do lor que al levantarse había resultadoser sólo fruto de su imagi nación, y tenía curio-sidad por ver cómo se iban desvaneciendo pau-latinamente sus fantasías de hoy. No dudaba enabsoluto de que el cambio de voz no era otracosa que el síntoma de un buen resfriado, laenfermedad profesional de los viajantes. Tirarel cobertor era muy sencillo, sólo necesitabainflarse un poco y caería por sí solo, pero elresto sería difícil, especial mente porque él eramuy ancho. Hubiera necesitado brazos y ma-nos para incorporarse, pero en su lugar teníamuchas pati tas que, sin interrupción, se halla-ban en el más dispar de los movimientos y que,además, no podía dominar. Si quería do blar

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alguna de ellas, entonces era la primera la quese estiraba, y si por fin lograba realizar con estapata lo que quería, enton ces todas las demás semovían, como liberadas, con una agita cióngrande y dolorosa. «No hay que permanecer enla cama inútilmente», se decía Gregor. Queríasalir de la cama en primer lugar con la parteinferior de su cuerpo, pero esta parte inferiorque, por cierto, no había visto todavía y que nopodía imaginar exactamente, demostró ser difí-cil de mover; el movimiento se producía muydespacio, y cuando, finalmente, casi furioso, selanzó hacia adelante con toda su fuerza sinpensar en las consecuencias, había calculadomal la dirección, se golpeó fuertemente con lapata trasera de la cama y el dolor punzante quesintió le enseñó que precisa mente la parte infe-rior de su cuerpo era quizá en estos momentosla más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacarde la cama la parte superior del cuerpo y volvióla cabeza con cuidado hacia el borde de la ca-

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ma.Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchuray su peso, el cuerpo siguió finalmente con lenti-tud el giro de la cabeza.Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgandoen el aire fuera de la cama, le entró miedo decontinuar avanzando de este modo porque, sise dejaba caer en esta posición, tenía que ocu-rrir realmente un milagro para que la cabeza noresultase herida, y precisamente ahora no podíade ningún modo perder la cabeza, preferíaquedarse en la cama.

Pero como, jadeando después de seme-jante esfuerzo, seguía allí tumbado igual queantes, y veía sus patitas de nuevo luchandoentre sí, quizá con más fuerza aún, y no encon-traba posibilidad de poner sosiego y orden aeste atropello, se decía otra vez que de ningúnmodo podía permanecer en la cama y que lomás sensato era sacrificarlo todo, si es que conello existía la más mínima esperanza de liberar-se de ella.

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Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar devez en cuando que reflexionar serena, muy se-renamente, es mejor que tomar decisiones des-esperadas.En tales momentos dirigía sus ojos lo más agu-damente posible hacia la ventana, pero, pordesgracia, poco optimismo y ánimo se podíansacar del espectáculo de la niebla matinal, queocultaba incluso el otro lado de la estrecha ca-lle.«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo eldespertador, «las siete ya y todavía semejanteniebla», y durante un instante permaneciótumbado, tranquilo, respirando débilmente,como si esperase del absoluto silencio el regre-so del estado real y cotidiano. Pero después sedijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengoque haber salido de la cama del todo, como sea.Por lo demás, para entonces habrá venido al-guien del almacén a preguntar por mí, porqueel almacén se abre antes de las siete.» Y enton-

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ces, de forma totalmente regular, comenzó abalancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuerade la cama.

Si se dejaba caer de ella de esta forma, lacabeza, que pretendía levantar con fuerza en lacaída, permanecería probablemente ilesa. Laespalda parecía ser fuerte, seguramente no lepasaría nada al caer sobre la alfombra.

Lo más difícil, a su modo de ver, era te-ner cuidado con el ruido que se produciría, yque posiblemente provocaría al otro lado detodas las puertas, si no temor, al menos pre-ocupación.

Pero había que intentarlo. Cuando Gre-gor ya sobresalía a medias de la cama – el nue-vo método era más un juego que un esfuerzo,sólo tenía que balancearse a empujones – se leocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en suayuda. Dos personas fuertes – pensaba en supadre y en la criada – hubiesen sido más quesuficientes; sólo tendrían que introducir susbrazos por debajo de su abombada espalda,

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descascararle así de la cama, agacharse con elpeso, y después solamente tendrían que habersoportado que diese con cuidado una vueltaimpetuosa en el suelo, sobre el cual, segura-mente, las patitas adquirirían su razón de ser.

Bueno, aparte de que las puertas estaban cerra-das, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar dela necesidad, no pudo reprimir una sonrisa alconcebir tales pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, albalancearse con más fuerza, apenas podíaguardar el equilibrio y pronto tendría que de-cidirse definitivamente, porque dentro de cincominutos se rían las siete y cuarto, en ese mo-mento sonó el timbre de la puerta de la calle.«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, ycasi se quedó petrificado mientras sus patitasbailaban aún más deprisa.

Du rante un momento todo permaneció en si-lencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido

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por alguna absurda .esperanza. Pero entonces,como siempre, la criada se dirigió, con natura-lidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.

Gregor sólo necesitó escuchar el primersaludo del visitante y ya sabía quién era, elapoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregor a prestar sus servicios en unaempresa en la que al más mínimo descuido seconcebía inmediatamente la mayor sospecha?¿Es que todos los empleados, sin excepción,eran unos bribones? ¿Es que no había entreellos un hombre leal y adicto a quien, simple-mente porque no hubiese aprove chado para elalmacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente noestuviese en condiciones de abandonar la ca-ma? ¿Es que no era de verdad suficiente man-dar a preguntar a un aprendiz – si es que este«pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir elapoderado en persona y había con ello quemostrar a toda una familia inocente que la in-vestigación de este sospechoso asunto solamen-

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te podía ser confiada al juicio del apoderado? Y,más como consecuencia de la irritación a la quele condujeron estos pen samientos que comoconsecuencia de una auténtica decisión, selanzó de la cama con toda su fuerza.

Se produjo un golpe fuerte, pero no fueun auténtico ruido. La caída fue amortigua daun poco por la alfombra y además la espaldaera más elásti ca de lo que Gregor había pensa-do; a ello se debió el sonido sordo y poco apa-ratoso.

Solamente no había mantenido la ca beza con elcuidado necesario y se la había golpeado, lagiró y la restregó contra la alfombra de rabia ydolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo elapoderado en la ha bitación contigua de la iz-quierda.

Gregor intentó imaginarse si quizá al-guna vez no podría ocurrirle al apoderado algoparecido a lo que le ocurría hoy a él; había almenos que admitir la posibilidad.

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Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, elapoderado dio ahora un par de pasos firmes enla habitación contigua e hizo crujir sus botas decharol.

Desde la habitación de la derecha, lahermana, para advertir a Gregor, susurró: Gre-gor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijoGregor para sus adentras, pero no se atrevió aalzar la voz tan alto que la hermana pudierahaberlo oído.– Gregor Dijo entonces el padre desde la habi-tación de la derecha –, el señor apoderado havenido y desea saber por qué no has salido deviaje en el primer tren.

No sabemos qué debe mos decirle, además des-ea también hablar personalmente con tigo, asíes que, por favor, abre la puerta.

El señor ya tendrá la bondad de perdonar eldesorden en la habitación. – Buenos días, señorSamsa – interrumpió el apoderado amablemen-

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te. – No se encuentra bien – dijo la madre alapoderado mien tras el padre hablaba ante lapuerta –, no se encuentra bien, créame usted,señor apoderado.¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! Elchico no tiene en la cabeza nada más que elnegocio.A mí casi me disgusta que nunca salga por latarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad,pero pasó todas las tardes en casa. Allí está,sentado con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de tre-nes.

Para él es ya una distracción hacer tra-bajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o trestardes ha tallado un pequeño marco, se asom-brará usted de lo bonito que es, está colgadoahí dentro, en la habita ción; en cuanto abraGregor lo verá usted enseguida. Por cier to, queme alegro de que esté usted aquí, señor apode-rado, no sotros solos no habríamos conseguidoque Gregor abriese la puerta; es muy testarudo

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y seguro que no se encuentra bien a pesar deque lo ha negado esta mañana. – Voy ensegui-da – dijo Gregor, lentamente y con precau ción,y no se movió para no perderse una palabra dela con versación. – De otro modo, señora, tam-poco puedo explicármelo yo dijo el apoderado–, espero que no se trate de nada serio, si bientengo que decir, por otra parte, que nosotros,los comer ciantes, por suerte o por desgracia,según se mire, tenemos sencillamente que so-breponernos a una ligera indisposición porconsideración a los negocios. – Vamos, ¿puedepasar el apoderado a tu habitación? – preguntóimpaciente el padre. – No – dijo Gregor. En lahabitación de la izquierda se hizo un penososilencio, en la habitación de la derecha comenzóa sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con losotros? Seguramente acababa de levantarse de lacama y todavía no había empezado a vestirse; y¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba yde jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en

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peligro de perder el trabajo y porque entoncesel jefe perseguiría otra vez a sus padres con lasviejas deudas? Estas eran, de momento, preocupaciones innecesarias.

Gregor todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia.De momento ya cía en la alfombra y nadie quehubiese tenido conocimiento de su estadohubiese exigido seriamente de él que dejaseentrar al apoderado.

Pero por esta pequeña descortesía, para la quemás tarde se encontraría con facilidad una dis-culpa apropiada, no podía Gregor ser despedi-do inmediatamente. Y a Gregor le parecía quesería mucho más sensato dejarle tranquilo enlugar de molestarle con lloros e intentos de per-suasión.

Pero la verdad es que era la incertidum-bre la que apuraba a los otros y ha cía perdonarsu comportamiento. – Señor Samsa – exclamóentonces el apoderado levantan do la voz –

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.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupausted grave e inútilmente a sus padres y, dichosea de paso, falta usted a sus deberes de unaforma verdaderamente inaudita.

Hablo aquí en nombre de sus padres yde su jefe, y le exijo seriamente una ex plicaciónclara e inmediata. Estoy asombrado, estoyasombra do. Yo le tenía a usted por un hombreformal y sensato y aho ra de repente parece quequiere usted empezar a hacer alarde de extra-vagancias extrañas. El jefe me insinuó esta ma-ñana una posible explicación a su demora, serefería al cobro que se le ha confiado desdehace poco tiempo.

Yo realmente di casi mi palabra dehonor de que esta explicación no podía ser cierta.

Pero en este momento veo su incom-prensible obstinación y pierdo del todo el deseode dar la cara en lo más mínimo por usted, y suposición no es, en absoluto, la más segura.

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En prin cipio tenía la intención de decir-le todo esto a solas, pero ya que me hace ustedperder mi tiempo inútilmente no veo la ra zónde que no se enteren también sus señores pa-dres. Su ren dimiento en los últimos tiempos hasido muy poco satisfacto rio, cierto que no es laépoca del año apropiada para hacer grandesnegocios, eso lo reconocemos, pero una épocadel año para no hacer negocios no existe, señorSamsa, no debe existir. – Pero señor apoderado– gritó Gregor fuera de sí, y en su irritaciónolvidó todo lo demás –, abro inmediatamente lapuerta. Una ligera indisposición, un mareo, mehan impedido levantarme.

Todavía estoy en la cama, pero ahora yaestoy otra vez despejado. Ahora mismo melevanto de la cama. ¡Sólo un momentito de pa-ciencia! Todavía no me encuentro tan bien co-mo creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puedeatacar a una persona una cosa así! Ayer por latarde me encontraba bastante bien, mis padresbien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tar-

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de tuve una pequeña corazonada, tendría quehabérseme notado.

¡Por qué no lo avisé en el almacén! Perolo cier to es que siempre se piensa que se supe-rará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Se-ñor apoderado, tenga consideración con mispadres! No hay motivo alguno para todos losreproches que me hace usted; nunca se me dijouna palabra de todo eso; quizá no haya leídolos últimos pedidos que he enviado.

Por cierto, que en el tren de las ochosalgo de viaje, las pocas horas de sosiego mehan dado fuerza. No se entretenga usted, señorapoderado; yo mismo estaré enseguida en elalmacén, tenga usted la bondad de decirlo y desaludar de mi parte al jefe.

Y mientras Gregor farfullaba atropella-damente todo esto, y apenas sabía lo que decía,se había acercado un poco al arma rio, segura-mente como consecuencia del ejercicio ya prac-tica do en la cama, e intentaba ahora levantarseapoyado en él.

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Quería de verdad abrir la puerta, desea-ba sinceramente dejarse ver y hablar con elapoderado; estaba deseoso de saber lo que losotros, que tanto deseaban verle, dirían ante supresencia. Si se asustaban, Gregor no tendría yaresponsabilidad alguna y podría estar tranqui-lo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dadentonces tampoco tenía motivo para excitarsey, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a lasocho en la estación.

Al prin cipio se resbaló varias veces delliso armario, pero finalmente se dio con fuerzaun último impulso y permaneció erguido; ya noprestaba atención alguna a los dolores de vien-tre, aunque eran muy agudos.

Entonces se dejó caer contra el respaldode una silla cercana, a cuyos bordes se agarrófuertemente con sus patitas. Con esto habíaconseguido el dominio sobre sí, y en mudecióporque ahora podía escuchar al apoderado.¿Han entendido ustedes una sola palabra? –preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que

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nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! –exclamó la madre entre sollo zos –, quizá estégravemente enfermo y nosotros le atormentamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué,madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Seco municaban a través de la habitación de Gre-gor –. Tienes que ir inmediatamente al médico,Gregor está enfermo.Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oírhablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijoel apoderado en un tono de voz extremada-mente bajo comparado con los gritos de la ma-dre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en direc-ción a la cocina, a través de la antesala, y dandopalmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente uncerrajero! Y ya corrían las dos muchachashaciendo ruido con sus faldas por la antesala¿cómo se habría vestido la hermana tan depri-sa? – y abrieron la puerta de par en par.No se oyó cerrar la puerta, seguramente la hab-ían dejado abierta como suele ocurrir en lascasas en las que ha ocurrido una gran desgra-

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cia.Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo.Así es que ya no se entendían sus palabras apesar de que a él le habían parecido lo suficien-temente claras, más claras que antes, sin dudacomo consecuencia de que el oído se iba acos-tumbrando.

Pero en todo caso ya se creía en el hechode que algo andaba mal respecto a Gregor, y seestaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisióny seguridad con que fueron tomadas las prime-ras disposiciones le sentaron bien.

De nuevo se consideró incluido en elcírculo humano y esperaba de ambos, delmédico y del cerrajero, sin distinguirlos deltodo entre sí, excelentes y sorprendentes resul-tados.

Con el fin de tener una voz lo más claraposible en las decisivas conversaciones que seavecinaban, tosió un poco esforzándose, sinembargo, por hacerlo con mucha moderación,porque posiblemente incluso ese ruido sonaba

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de una forma distinta a la voz humana, hechoque no confiaba poder distinguir él mismo.Mientras tanto en la habitación contigua rein-aba el silencio. Quizá los padres estaban senta-dos a la mesa con el apoderado y cuchicheaban,quizá todos estaban arrimados a la puerta yescuchaban.

Gregor se acercó lentamente hacia lapuerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, searrojó contra la puerta, se mantuvo erguidosobre ella – las callosidades de sus patitas esta-ban provistas de una substancia pegajosa – ydescansó allí, durante un momento, del esfuer-zo realizado. A continuación comenzó a girarcon la boca la llave, que estaba dentro de lacerradura.

Por desgracia, no parecía tener dientespropiamente dichos ¿con qué iba a agarrar lallave? –, pero, por el contrario, las mandíbulaseran, desde luego, muy poderosas, con su ayu-da puso la llave, efectivamente, en movimiento,y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba

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causando algún daño, porque un líquido par-duzco le salía de la boca, chorreaba por la llavey goteaba hasta el suelo.

– Escuchen ustedes – dijo el apoderadoen la habitación contigua –, está dando la vuel-ta a la llave. Esto significó un gran estímulopara Gregor; pero todos de bían haberle ani-mado, incluso el padre y la madre. «iVamosGregor! – debían haber aclamado –. ¡Duro conello, duro con la cerradura!» Y ante la idea deque todos seguían con expecta ción sus esfuer-zos, se aferró ciegamente a la llave con todas lasfuerzas que fue capaz de reunir. A medida queavanzaba el giro de la llave, Gregor se movía entorno a la cerradura, ya sólo se mantenía de piecon la boca, y, según era necesario, se colgabade la llave o la apretaba de nuevo hacia dentrocon todo el peso de su cuerpo. El sonido agudode la cerradura, que se abrió por fin, despertódel todo a Gregor. Respirando profun damentedijo para sus adentros: «No he necesitado alcerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte

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para abrir la puerta del todo. Como tuvo queabrir la puerta de esta forma, ésta estaba yabastante abierta y todavía no se le veía.

En primer lugar tenía que darse lenta-mente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de lahoja de la puerta, y ello con mucho cuidado sino quería caer torpemente de espaldas justoante el umbral de la habitación. Todavía estabaabsorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención aotra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzaren voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbidodel viento, y en ese momento vio tam biéncómo aquél, que era el más cercano a la puerta,se tapaba con la mano la boca abierta y retro-cedía lentamente como si le empujase una fuer-za invisible que actuaba regularmente.

La madre – a pesar de la presencia delapoderado, estaba allí con los cabellos desenre-dados y levantados hacia arriba de haber pasa-do la noche – miró en primer lugar al padre conlas ma nos juntas, dio a continuación dos pasos

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hacia Gregor y, con el rostro completamenteoculto en su pecho, cayó al suelo en me dio desus faldas, que quedaron extendidas a su alre-dedor.

El padre cerró el puño con expresión amenaza-dora, como si qui siera empujar de nuevo aGregor a su habitación, miró insegu ro a sualrededor por el cuarto de estar, después setapó los ojos con las manos y lloró de tal formaque su robusto pecho se estremecía por el llan-to.

Gregor no entró, pues, en la habitación,sino que se apoyó en la parte intermedia de lahoja de la puerta que permanecía cerrada, demodo que sólo podía verse la mitad de sucuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado,con la cual miraba hacia los demás. Entre tantoel día había aclarado; al otro lado de la calle sedistinguía claramente una parte del edificio deenfren te, negruzco e interminable era un hos-

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pital'º , con sus ventanas regulares que rompíanduramente la fachada.

Toda vía caía la lluvia, pero sólo a gran-des gotas, que se distinguían una por una, yque eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayu-no se extendían en gran cantidad sobre la mesaporque para el padre el desayu no era la comi-da principal del día, que prolongaba duranteho ras con la lectura de diversos periódicos.

Justamente en la pa red de enfrente hab-ía una fotografía de Gregor, de la época de suservicio militar, que le representaba con uni-forme de te niente, y cómo, con la mano sobrela espada, sonriendo des preocupadamente,exigía respeto para su actitud y su unifor me.

La puerta del vestíbulo estaba abierta y,como la puerta del piso también estaba abierta,se podía ver el rellano de la es calera y el co-mienzo de la misma, que conducía hacia abajo.

Bueno dijo Gregor, y era completamente cons-

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ciente de que era el único que había conservadola tranquilidad , me vestiré inmediatamente,empaquetaré el muestrario y saldré de viaje.¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apo-derado, ya ve usted que no soy obstinado y megusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podr-ía vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñorapoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará us-ted todo tal como es en realidad? En un mo-mento dado puede uno ser in capaz de trabajar,pero después llega el momento preciso deacordarse de los servicios prestados y de pensarque después, una vez superado el obstáculo,uno trabajará, con toda seguri dad, con máscelo y concentración. Yo le debo mucho al jefe,bien lo sabe usted.

Por otra parte, tengo a mi cuidado a mispadres y a mi hermana. Estoy en un aprieto,pero saldré de él. Pero no me lo haga usted másdifícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte enel almacén! Ya sé que no se quiere bien al via-

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jante. Se piensa que gana un montón de dineroy se da la gran vida.

Es cierto que no hay una razón especialpara meditar a fondo sobre este prejuicio, perousted, señor apoderado, usted tiene una visiónde conjunto de las circunstancias mejor que laque tiene el resto del personal; sí, en confianza,incluso una visión de conjunto mejor que la delmismo jefe, que, en su condición de empresa-rio, cambia fácilmente de opinión en perjuiciodel empleado.

También sabe usted muy bien que elviajante, que casi todo el año está fuera del al-macén, puede convertirse fácilmente en víctimade murmuraciones, casualidades y quejas in-fundadas, contra las que le resulta absoluta-mente imposible defenderse, porque la mayoríade las veces no se entera de ellas y más tarde,cuando, agotado, ha terminado un viaje, sientesobre su propia carne, una vez en el hogar, lasfunestas consecuencias cuyas causas no puedecomprender.

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Señor apoderado, no se marche ustedsin haberme dicho una palabra que me de-muestre que, al menos en una pequeña parte,me da usted la razón. Pero el apoderado ya sehabía dado la vuelta a las primeras palabras deGregor, y por encima del hombro, que se movíaconvulsivamente, miraba hacia Gregor ponien-do los labios en forma de morro, y mientrasGregor hablaba no estuvo quieto ni un momen-to, sino que, sin perderle de vista, se iba desli-zando hacia la puerta, pero muy lentamente,como si existiese una prohibición secreta deabandonar la habitación.

Ya se encontraba en el vestíbulo y, ajuzgar por el movimiento repentino con quesacó el pie por última vez del cuarto de estar,podría haberse creído que acababa de quemar-se la suela.

Ya en el vestíbulo, extendió la mano de-recha lejos de sí y en dirección a la escalera,como si allí le esperase realmente una salvaciónsobrenatural.

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Gregor comprendió que, de ningúnmodo, debía dejar marchar al apoderado eneste estado de ánimo, si es que no quería verextremadamente amenazado su trabajo en elalmacén.Los padres no entendían todo esto demasiadobien: durante todos estos largos años habíanllegado al convencimiento de que Gregor esta-ba colocado en este almacén para el resto de suvida, y además, con las preocupaciones actua-les, tenían tanto que hacer, que habían perdidotoda previsión.

Pero Gregor poseía esa previsión. Elapoderado tenía que ser retenido, tran quiliza-do, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futu-ro de Gre gor y de su familia dependía de ello!¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella eralista; ya había llorado cuando Gregor toda víaestaba tranquilamente sobre su espalda, y segu-ro que el apoderado, ese aficionado a las muje-res, se hubiese dejado lle var por ella; ella habr-

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ía cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo lehubiese disuadido de su miedo.

Pero lo cierto es que la hermana no es-taba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidadde movimiento, y que sus palabras posiblemen-te, seguramente incluso, no ha bían sido enten-didas, abandonó la hoja de la puerta y se des-lizó a través del hueco abierto.

Pretendía dirigirse hacia el apodera doque, de una forma grotesca, se agarraba ya conambas ma nos a la barandilla del rellano; pero,buscando algo en que apoyarse, se cayó inme-diatamente sobre sus múltiples patitas, dandoun pequeño grito.

Apenas había sucedido esto, sintió porprimera vez en esta mañana un bienestar físico:las patitas tenían suelo firme por debajo, obe-decían a la perfección, como advirtió con alegr-ía; incluso intentaban transportarle hacia dondeél quería; y ya creía Gregor que el alivio defini-tivo de todos sus males se encontraba a su al-

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cance; pero en el mismo momento en que, ba-lanceándose por el movimiento reprimi do, nolejos de su madre, permanecía en el suelo justoenfrente de ella, ésta, que parecía completa-mente sumida en sus propios pensamientos,dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, yexclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, soco-rro! Mantenía la cabeza inclinada, como si qui-siera ver mejor a Gregor, pero, en contradiccióncon ello, retrocedió atropella damente; habíaolvidado que detrás de ella estaba la mesapuesta; cuando hubo llegado a ella, se sentóencima precipita damente, como fuera de sí, yno pareció notar que, junto a ella, el café de lacafetera volcada, caía a chorros sobre la alfom-bra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja,y miró hacia ella.

Por un momento había olvidado com-pletamente al apode rado; por el contrario, nopudo evitar, a la vista del café que se derrama-ba, abrir y cerrar varias veces sus mándibulas al

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vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente,huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,que corría a su encuentro. Pero Gre gor no teníaahora tiempo para sus padres.

El apoderado se encontraba ya en la es-calera; con la barbilla sobre la barandilla miróde nuevo por última vez.Gregor tomó impulso para al canzarle con lamayor seguridad posible.

El apoderado debió adivinar algo, porque saltóde una vez varios escalones y desa pareció;pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda laesca lera.Lamentablemente esta huida del apoderadopareció des concertar del todo al padre, quehasta ahora había estado rela tivamente sereno,pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado, o, al menos, no obstaculizar a Gregoren su persecu ción, agarró con la mano derechael bastón del apoderado, que aquél había deja-do sobre la silla junto con el sombrero y el ga

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bán; tomó con la mano izquierda un gran pe-riódico que había sobre la mesa y, dando pata-das en el suelo, comenzó a hacer retroceder aGregor a su habitación blandiendo el bastón yel periódico.

De nada sirvieron los ruegos de Gregor,tampoco fueron entendidos, y por mucho quegirase humildemente la cabeza, el padre pata-leaba aún con más fuerza. Al otro lado, la ma-dre había abierto de par en par una ventana, apesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera secubría el rostro con las manos.

Entre la calle y la escalera se establecióuna fuerte corriente de aire, las cortinas de lasventanas volaban, se agitaban los periódicos deencima de la mesa, las hojas sueltas revolotea-ban por el suelo. El padre le acosaba implaca-blemente y daba silbi dos como un loco. PeroGregor todavía no tenía mucha prác tica enandar hacia atrás, andaba realmente muy des-pacio.

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Si Gregor se hubiese podido dar la vuel-ta, enseguida hubiese es Tado en su habitación,pero tenía miedo de impacientar al pa dre consu lentitud al darse la vuelta, y a cada instantele ame nazaba el golpe mortal del bastón en laespalda o la cabeza.

Finalmente, no le quedó a Gregor otrasolución, pues advirtió con angustia que an-dando hacia atrás ni siquiera era capaz de man-tener la dirección, y así, mirando con temorconstante mente a su padre de reojo, comenzó adarse la vuelta con la mayor rapidez posible,pero, en realidad, con una gran lenti tud.

Quizá advirtió el padre su buena volun-tad, porque no sólo no le obstaculizó en su em-peño, sino que, con la punta de su bastón, ledirigía de vez en cuando, desde lejos, en sumovimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido porese insoportable silbar del padre! Por su culpaGregor perdía la cabeza por completo.

Ya casi se había dado la vuelta del todocuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se

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equivocó y retrocedió un poco en su vuelta.Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabezaante la puerta, resultó que su cuerpo era dema-siado ancho para pasar por ella sin más.

Naturalmente, al padre, en su actual estado deánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo másremoto abrir la otra hoja de la puerta para ofre-cer a Gregor espacio suficiente.

Su idea fija consistía solamente en queGregor tenía que entrar en su habitación lo másrápidamente posible; tampoco hubiera permi-tido jamás los complicados preparativos quenecesitaba Gregor para incorporarse y, de estemodo, atravesar la puerta.

Es más, empujaba hacia adelante a Gre-gor con mayor ruido aún, como si no existieseobstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorcomo si fuese la voz de un solo padre; ahora yano había que andarse con bromas, y Gregor seempotró en la puerta – pasase lo que pasase.

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Uno de los costados se levantó, ahoraestaba atravesado en el hueco de la puerta, sucostado estaba herido por completo, en la puer-ta blanca quedaron marcadas unas manchasdesagradables, pronto se quedó atascado y solono hubiera podido moverse, las patitas de uncostado estaban colgadas en el aire, y tembla-ban, las del otro lado permanecían aplastadasdolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerteempujón que, en esta situación, le produjo unauténtico alivio, y Gregor penetró profunda-mente en su habitación sangrando con intensi-dad. La puerta fue cerrada con el bastón y acontinuación se hizo, por fin, el silencio.

II

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Hasta la caída de la tarde no se despertóGregor de su profundo sueño similar a unapérdida de conocimiento. Seguramente no sehubiese despertado mucho más tarde, aun sinser molestado, porque se sentía suficientementerepuesto y descansado; sin embargo, le parecíacomo si le hubiesen despertado unos pasosfugaces y el ruido de la puerta que daba alvestíbulo al ser cerrada con cuidado.

El resplandor de las farolas eléctricas de la callese reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techode la habitación y en las partes altas de losmuebles, pero abajo, donde se encontraba Gre-gor, estaba oscuro.

Tanteando todavía torpemente con susantenas, que ahora aprendía a valorar, se des-lizó lentamente hacia la puerta para ver lo quehabía ocurrido allí.

Su costado izquierdo parecía una únicay larga cicatriz que le daba desagradables tiro-nes y le obligaba realmente a cojear con sus dos

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filas de patas. Por cierto, que una de las patitashabía resultado gravemente herida durante losincidentes de la mañana – casi parecía un mila-gro que sólo una hubiese resultado herida –, yse arrastraba sin vida.

Sólo cuando ya había llegado a la puertaadvirtió lo que le había atraído hacia ella, habíasido el olor a algo comestible, porque allí habíauna escudilla llena de leche dulce en la quenadaban trocitos de pan.

Estuvo a punto de llorar de alegría por-que ahora tenía aún más hambre que por lamañana, e inmediatamente introdujo la cabezadentro de la leche casi hasta por encima de losojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilu-sión, no sólo comer le resultaba difícil debido asu delicado costado izquierdo – sólo podía co-mer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –,sino que, además, la leche, que siempre habíasido su bebida favorita, y que seguramente poreso se la había traído la hermana, ya no le gus-taba, es más, se retiró casi con repugnancia de

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la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centrode la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veíaGregor a través de la rendija de la puerta, esta-ba encendido el gas, pero mientras que, comoera habitual a estas horas del día, el padre solíaleer en voz alta a la madre, y a veces también ala hermana, el periódico vespertino, ahora no seoía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbrede leer en voz alta, tal como le contaba y le es-cribía siempre su hermana, se había perdidodel todo en los últimos tiempos.Pero todo a su alrededor permanecía en silen-cio, a pesar de que, sin duda, el piso no estabavacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!»,se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente laoscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado;sin embargo, le parecía como si le hubiesendespertado unos pasos fugaces y el ruido de lapuerta que daba al vestíbulo al ser cerrada concuidado.

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El resplandor de las farolas eléctricas dela calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, enel techo de la habitación y en las partes altas delos muebles, pero abajo, donde se encontrabaGregor, estaba oscuro. Tanteando todavía tor-pemente con sus antenas, que ahora aprendía avalorar, se deslizó lentamente hacia la puertapara ver lo que había ocurrido allí.

Su costado izquierdo parecía una únicay larga cicatriz que le daba desagradables tiro-nes y le obligaba realmente a cojear con sus dosfilas de patas. Por cierto, que una de las patitashabía resultado gravemente herida durante losincidentes de la mañana – casi parecía un mila-gro que sólo una hubiese resultado herida –, yse arrastraba sin vida. Sólo cuando ya habíallegado a la puerta advirtió lo que le habíaatraído hacia ella, había sido el olor a algo co-mestible, porque allí había una escudilla llenade leche dulce en la que nadaban trocitos depan.

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Estuvo a punto de llorar de alegría por-que ahora tenía aún más hambre que por lamañana, e inmediatamente introdujo la cabezadentro de la leche casi hasta por encima de losojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilu-sión, no sólo comer le resultaba difícil debido asu delicado costado izquierdo – sólo podía co-mer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –,sino que, además, la leche, que siempre habíasido su bebida favorita, y que seguramente poreso se la había traído la hermana, ya no le gus-taba, es más, se retiró casi con repugnancia dela escudilla y retrocedió a rastras hacia el centrode la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veíaGregor a través de la rendija de la puerta, esta-ba encendido el gas, pero mientras que, comoera habitual a estas horas del día, el padre solíaleer en voz alta a la madre, y a veces también ala hermana, el periódico vespertino, ahora no seoía ruido alguno.

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Bueno, quizá esta costumbre de leer envoz alta, tal como le contaba y le escribía siem-pre su hermana, se había perdido del todo enlos últimos tiempos. Pero todo a su alrededorpermanecía en silencio, a pesar de que, sin du-da, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apa-cible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mien-tras miraba fijamente la oscuridad que reinabaante él, se sintiómuy orgulloso de haber podidoproporcionar a sus padres y a su hermana lavida que llevaban en una vivienda tan hermo-sa.

Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquili-dad, todo el bienestar, toda la satisfacción, lle-gase ahora a un terrible final? Para no perderseen tales pensamientos, prefirió Gregor ponerseen movimiento y arrastrarse de acá para allápor la habitación.

En una ocasión, durante el largo ano-checer, se abrió una pequeña rendija una vez enuna puerta lateral y otra vez en la otra, y ambasse volvieron a cerrar rápidamente; probable-

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mente alguien tenía necesidad de entrar, pero,al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación.

Entonces Gregor se paró justamente de-lante de la puerta del cuarto de estar, decididoa hacer entrar de alguna manera al indecisovisitante, o al menos, para saber de quién setrataba; pero la puerta ya no se abrió más yGregor esperó en vano.

Por la mañana temprano, cuando todaslas puertas estaban bajo llave, todos queríanentrar en su habitación, ahora que había abiertouna puerta, y las demás habían sido abiertas sinduda durante el día, no venía nadie y, además,ahora las llaves estaban metidas en las cerradu-ras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, seapagó la luz en el cuarto de estar y entonces fuefácil comprobar que los padres y la hermanahabían permanecido despiertos todo ese tiem-po, porque tal y como se podía oír perfectamen-te, se retiraban de puntillas los tres juntos eneste momento.

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Así pues, seguramente hasta la mañanasiguiente no entraría nadie más en la habitaciónde Gregor; disponía de mucho tiempo parapensar, sin que nadie le molestase, sobre cómodebía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba laimpresión de estar vacía, en la cual estaba obli-gado a permanecer tumbado en el suelo, leasustaba sin que pudiera descubrir cuál era lacausa, puesto que era la habitación que ocupa-ba desde hacía cinco años, y con un giro medioinsconciente y no sin una cierta vergüenza, seapresuró a meterse bajo el canapé, en donde, apesar de que su caparazón era algo estrujado ya pesar de que ya no podía levantar la cabeza,se sintió pronto muy cómodo y solamente la-mentó que su cuerpo fuese demasiado anchopara poder desaparecer por completo debajodel canapé.

Allí permaneció durante toda la noche,que pasó, en parteinmerso en un semisueño,

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del que una y otra vez le despertaba el hambrecon un sobresalto, y, en parte, entre preocupa-ciones y confusas esperanzas, que le llevaban ala consecuencia de que, de momento, debíacomportarse con calma y, con la ayuda de unagran paciencia y de una gran consideración porparte de la familia, tendría que hacer soporta-bles las molestias que Gregor, en su estado ac-tual, no podía evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi denoche, tuvo Gregor la oportunidad de poner aprueba las decisiones que acababa de tomar,porque la hermana, casi vestida del todo, abrióla puerta desde el vestíbulo y miró con expecta-ción hacia dentro. No le encontró enseguida,pero cuando le descubrió debajo del canapé –¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, nopodía haber volado! – se asustó tanto que, sinpoder dominarse, volvió a cerrar la puerta des-de fuera.

Pero como si se arrepintiese de su com-portamiento, inmediatamente la abrió de nuevo

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y entró de puntillas, como si se tratase de unenfermo grave o de un extraño. Gregor habíaadelantado la cabeza casi hasta el borde delcanapé y la observaba.¿Se daría cuenta de que se había dejado la le-che, y no por falta de hambre, y le traería otracomida más adecuada? Si no caía en la cuentapor sí misma, Gregor preferiría morir de ham-bre antes que llamarle la atención sobre esto, apesar de que sentía unos enormes deseos desalir de debajo del canapé, arrojarse a los piesde la hermana y rogarle que le trajese algo bue-no de comer.Pero la hermana reparó con sorpresa en la es-cudilla llena, a cuyo alrededor se había vertidoun poco de leche, y la levantó del suelo, ciertoque no lo hizo directamente con las manos, sinocon un trapo, y se la llevó.

Gregor tenía mucha curiosidad por sa-ber lo que le traería en su lugar, e hizo al res-pecto las más diversas conjeturas. Pero nunca

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hubiese podido adivinar lo que la bondad de lahermana iba realmente a hacer.

Para poner a prueba su gusto, le trajomuchas cosas donde elegir, todas ellas extendi-das sobre un viejo periódico. Había verduraspasadas medio podridas, huesos de la cena,rodeados de una salsa blanca que se había yaendurecido, algunas uvas pasas y almendras”,un queso que, hacía dos días, Gregor había cali-ficado de incomible, un trozo de pan, otro trozode pan untado con mantequilla y otro trozo depan untado con mantequilla y sal.

Además añadió a todo esto la escudilla,que, a partir de ahora, probablemente estabadestinada a Gregor, en la cual había echadoagua.Y por delicadeza, como sabía que Gregor nuncacomería delante de ella, se retiró rápidamente eincluso echó la llave, para que Gregor se diesecuenta de que podía ponerse todo lo cómodoque desease.

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Las patitas de Gregor zumbaban cuandose acercaba el momento de comer. Por cierto,que sus heridas ya debían estar curadas deltodo, ya no notaba molestia alguna, se asombróy pensó en cómo, hacía más de un mes, se habíacortado un poco un dedo y esa herida, todavíaanteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora me-nos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con vo-racidad el queso, que fue lo que más fuerte-mente y de inmediato le atrajo de todo.

Sucesivamente, a toda velocidad, y conlos ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró elqueso, las verduras y la salsa; los alimentosfrescos, por el contrario, no le gustaban, ni si-quiera podía soportar su olor, e incluso alejó unpoco las cosas que quería comer.

Ya hacía tiempo que había terminado ypermanecía tumbado perezosamente en elmismo sitio, cuando la hermana, como señal deque debía retirarse, giró lentamente la llave.

Esto le asustó, a pesar de que ya dormi-taba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé,

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pero le costó una gran fuerza de voluntad per-manecer debajo del canapé aún el breve tiempoen el que la hermana estuvo en la habitación,porque, a causa de la abundante comida, elvientre se había redondeado un poco y apenaspodía respirar en el reducido espacio.

Entre pequeños ataques de asfixia, veíacon ojos un poco saltones, cómo la hermana,que nada imaginaba de esto, no solamente barr-ía con su escoba los restos, sino también losalimentos que Gregor ni siquiera había tocado,como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómolo tiraba todo precipitadamente a un cubo, quecerró con una tapa de madera, después de locual se lo llevó todo.

Apenas se había dado la vuelta, cuandoGregor salía ya de debajo del canapé, se estira-ba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor sucomida diaria una vez por la mañana, cuandolos padres y la criada todavía dormían, y lase-gunda vez después de la comida del mediodía,

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porque entonces los padres dormían un ratito yla hermana mandaba a la criada a algún recado.

Sin duda los padres no querían queGregor se muriese de hambre, pero quizá nohubieran podido soportar enterarse de sus cos-tumbres alimenticias, más de lo que de ellas lesdijese la hermana; quizá la hermana queríaahorrarles una pequeña pena porque, de hecho,ya sufrían bastante.

Gregor no pudo enterarse de las excusascon las que el médico y el cerrajero habían sidodespedidos de la casa en aquella primera ma-ñana, puesto que, como no podían entenderle,nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que élpudiera entender a los demás, y, así, cuando lahermana estaba en su habitación, tenía que con-formarse con escuchar de vez en cuando sussuspiros y sus invocaciones a los santos.

Sólo más tarde, cuando ya se había acos-tumbrado un poco a todo – naturalmente nuncapodría pensarse en que se acostumbrase deltodo –, cazaba Gregor a veces una observación

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hecha amablemente o que así podía interpretar-se: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuandoGregor había comido con abundancia, mientrasque, en el caso contrario, que poco a poco serepetía con más frecuencia, solía decir casi contristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras queGregor no se enteraba de novedad alguna deforma directa, escuchaba algunas cosas proce-dentes de las habitaciones contiguas, y allídonde escuchaba voces una sola vez, corríaenseguida hacia la puerta correspondiente y seestrujaba con todo su cuerpo contra ella.

Especialmente en los primeros tiemposno había ninguna conversación que de algunamanera, si bien sólo en secreto, no tratase de él.A lo largo de dos días se escucharon durantelas comidas discusiones sobre cómo se debíancomportar ahora; pero también entre las comi-das se hablaba del mismo tema, porque siem-pre había en casa al menos dos miembros de lafamilia, ya que seguramente nadie quería que-

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darse solo en casa, y tampoco podían dejar deningún modo la casa sola.

Incluso ya el primer día la criada (no es-taba del todo claro qué y cuánto sabía de loocurrido) había pedido de rodillas a la madreque la despidiese inmediatamente, y cuando,cuarto de hora después, se marchaba conlágrimas en los ojos, daba gracias por el despi-do como por el favor más grande que pudiesehacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo unsolemne juramento de no decir nada a nadie.

Ahora la hermana, junto con la madre,tenía que cocinar, si bien esto no ocasionabademasido trabajo porque apenas se co mía na-da. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo unoanima ba en vano al otro a que comiese y norecibía más contestación que: «¡Gracias, tengosuficiente!», o algo parecido.

Quizá tam poco se bebía nada. A vecesla hermana perguntaba al padre si quería tomaruna cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ellamisma a buscarla, y como el padre permanecía

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en silencio, añadía, para que él no tuviese repa-ros, que también podía mandar a la portera,pero entonces el padre respondía, por fin, conun poderoso «no», y ya no se hablaba más delasunto.

Ya en el transcurso del primer día el pa-dre explicó tanto a la madre como a la hermanatoda la situación económica y las perspectivas.De vez en cuando se levantaba de la mesa yreco gía de la pequeña caja marca Wertheim*,que había salvado de la quiebra de su negocioocurrida hacía cinco años, algún do cumento olibro de anotaciones. Se oía cómo abría el com-pli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después desacar lo que busca ba.

Estas explicaciones del padre eran, enparte, la primera cosa grata que Gregor oíadesde su encierro. Gregor había creído que alpadre no le había quedado nada de aquel nego-cio, .al menos el padre no le había dicho nadaen sentido contrario y, por otra parte, tampocoGregor le había preguntado.

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En aquel entonces la preocupación deGregor había sido hacer todo lo posible paraque la familia olvidase rápidamente el de sastrecomercial que les había sumido a todos en lamás com pleta desesperación, y así había em-pezado entonces a trabajar con un ardor muyespecial y, casi de la noche a la mañana, ha bíapasado a ser de un simple dependiente a unviajante que, naturalmente, tenía otras muchasposibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitosprofesionales, en forma de comisiones, se con-vierten inmediatamente en dinero contante ysonante, que se podían poner sobre la mesa encasa ante la familia asombra da y feliz.

Habían sido buenos tiempos y despuésnunca se habían repetido, al menos con ese es-plendor, a pesar de que Gregor, después, gana-ba tanto dinero, que estaba en situación de car-gar con todos los gastos de la familia y así lohacía. Se habían acostumbrado a esto tanto lafamilia como Gregor, se aceptaba el dinero con

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agradecimiento, él lo entregaba con gusto, peroya no emanaba de ello un calor especial.

Solamente la hermana había permane-cido unida a Gregor, y su intención secreta con-sistía en mandarla el año próximo al conserva-torio sin tener en cuenta los grandes gastos queello traería consigo y que se compensarían dealguna otra forma, porque ella, al contrario queGregor, sentía un gran amor por la música ytocaba el violín de una forma conmovedora.

Con frecuencia, durante las breves es-tancias de Gregor en la ciudad, se mencionabael conservatorio en las conversaciones con lahermana, pero sólo como un hermoso sueño encuya realización no podía ni pensarse, y a lospadres ni siquiera les gustaba escuchar estasinocentes alusiones; pero Gregor pensaba deci-didamente en ello y tenía la intención de darloa conocer solemnemente en Nochebuena.

Este tipo de pensamientos, completa-mente inútiles en su estado actual, eran los que

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se le pasaban por la cabeza mientras permanec-ía allí pegado a la puerta y escuchaba.

A veces ya no podía escuchar más depuro cansancio y, en un descuido, se golpeabala cabeza contra la puerta, pero inmediatamen-te volvía a levantarla, porque incluso el peque-ño ruido que había producido con ello, habíasido escuchado al lado y había hecho enmude-cer a todos.¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasadosunos momentos y dirigiéndose a todas luceshacia la puerta; después se reanudaba poco apoco la conversación que había sido interrum-pida.

De esta forma Gregor se enteró muybien – el padre solía repetir con frecuencia susexplicaciones, en parte porque él mismo yahacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas,y, en parte también, porque la madre no en-tendía todo a la primera – de que, a pesar de ladesgracia, todavía quedaba una pequeña fortu-na, que los intereses, aún intactos, habían hecho

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aumentar un poco más durante todo este tiem-po.

Además, eldormía ni un momento, y serestregaba durante horas sobre el cuero.O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo deempujar una silla hasta la ventana, trepar acontinuación hasta el antepecho y, subido en lasilla, apoyarse en la ventana y mirar a través dela misma, sin duda como recuerdo de lo libreque se había sentido siempre que anteriormentehabía estado apoyado aquí.

Porque, efectivamente, de día en día, ve-ía cada vez con menos claridad las cosas que nisiquiera estaban muy alejadas: ya no podía verel hospital de enfrente, cuya visión constantehabía antes maldecido, y si no hubiese sabidomuy bien que vivía en la tranquila pero centralCharlottenstrasse, podría haber creído que veíadesde su ventana un desierto en el que el cielogris y la gris tierra se unían sin poder distin-guirse uno de otra.

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Sólo dos veces había sido necesario quesu atenta hermana viese que la silla estaba bajola ventana para que, a partir de entonces, des-pués de haber recojido la habitación, la colocasesiempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta lacontraventana interior.

Si Gregor hubiese podido hablar con lahermana y darle las gracias por todo lo quetenía que hacer por él, hubiese soportado mejorsus servicios, pero de esta forma sufría conellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacermás llevadero lo desagradable de la situación,y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba,tanto más fácil le resultaba conseguirlo, perotambién Gregor adquirió con el tiempo unavisión de conjunto más exacta.

Ya el solo hecho de que la hermana en-trase le parecía terrible. Apenas había entrado,sin tomarse el tiempo necesario para cerrar lapuerta, y eso que siempre ponía mucha aten-ción en ahorrar a todos el espectáculo queofrecía la habitación de Gregor, corría derecha

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hacia la ventana y la abría de par en par, conmanos presurosas, como si se asfixiase y, aun-que hiciese mucho frío, permanecía durantealgunos momentos ante ella y respiraba pro-fundamente.

Estas carreras y ruidos asustaban a Gre-gor dos veces al día; durante todo ese tiempotemblaba bajo el canapé y sabía muy bien queella le hubiese evitado con gusto todo esto, si esque le hubiese sido posible permanecer con laventana cerrada en la habitación en la que seencontraba Gregor.

Una vez, hacía aproximadamente unmes de la transformación de Gregor, y el aspec-to de éste ya no era para la hermana motivoespecial de asombro, llegó un poco antes de loprevisto y encontró a Gregor cuando mirabapor la ventana, inmóvil y realmente colocadopara asustar.

Para Gregor no hubiese sido inesperadosi ella no hubiese entrado, ya que él, con suposición, impedía que ella pudiese abrir de

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inmediato la ventana, pero ella no solamente noentró, sino que retrocedió y cerró la puerta; unextraño habría podido pensar que Gregor lahabía acechado y había querido morderla. Gre-gor, naturalmente, se escondió enseguida bajoel canapé, pero tuvo que esperar hasta mediod-ía antes de que la hermana volviese de nuevo, yademás parecía mucho más intranquila que decostumbre.

Gregor sacó la conclusión de que su as-pecto todavía le resultaba insoportable y conti-nuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que do-minarse a sí misma para no salir corriendo alver incluso la pequeña parte de su cuerpo quesobresalía del canapé.

Para ahorrarle también ese espectáculo,transportó un día sobre la espalda – para ellonecesitó cuatro horas – la sábana encima delcanapé, y la colocó de tal forma que él quedabatapado del todo, y la hermana, incluso si seagachaba, no podía verlo.

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Si, en opinión de la hermana, esa sábanano hubiese sido necesaria, podría haberla reti-rado, porque estaba suficientemente claro queGregor no se aislaba por gusto, pero dejó lasábana tal como estaba, e incluso Gregor creyóadivinar una mirada de gratitud cuando, concuidado, levantó la cabeza un poco para vercómo acogía la hermana la nueva disposición.Durante los primeros catorce días, los padresno consiguieron decidirse a entrar en su habita-ción, y Gregor escuchaba con frecuencia cómoahora reconocían el trabajo de la hermana, apesar de que anteriormente se habían enfadadomuchas veces con ella, porque les parecía unachica un poco inútil.

Pero ahora, a veces, ambos, el padre y lamadre, esperaban ante la habitación de Gregormientras la hermana la recogía y, apenas habíasalido, tenía que contar con todo detalle quéaspecto tenía la habitación, lo que había comidoGregor, cómo se había comportado esta vez ysi, quizá, se advertía una pequeña mejoría.

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Por cierto, que la madre quiso entrar aver a Gregor relativamente pronto, pero el pa-dre y la hermana se lo impidieron, al principiocon argumentos racionales, que Gregor escu-chaba con mucha atención, y con los que estabamuy de acuerdo, pero más tarde hubo que im-pedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba.«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijomío! ¿Es que no comprendéis que tengo queentrar a verle?» Entonces Gregor pensaba quequizá sería bueno que la madre entrase, natu-ralmente no todos los días, pero sí una vez a lasemana; ella comprendía todo mucho mejorque la hermana, que, a pesar de todo su valor,no era más que una niña, y, en última instancia,quizá sólo se había hecho cargo de una tareatan difícil por irreflexión infantil. El deseo deGregor de ver a la madre pronto se convirtió enrealidad.

Durante el día Gregor no quería mos-trarse por la ventana, por consideración a suspadres, pero tampoco podía arrastrarse dema-

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siado por los pocos metros cuadrados del suelo;ya soportaba con dificultad estar tumbadotranquilamente durante la noche, pronto ya nisiquiera la comida le producía alegría alguna yasí, para distraerse, adoptó la costumbre dearrastrarse en todas direcciones por las paredesy el techo.

Le gustaba especialmente permanecercolgado del techo; era algo muy distinto a estartumbado en el suelo; se respiraba con más li-bertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo;y sumido en la casi feliz distracción en la que seencontraba allí arriba, podía ocurrir que, parasu sorpresa, se dejase caer y se golpease contrael suelo.

Pero ahora, naturalmente, dominaba sucuerpo de una forma muy distinta a como lohabía hecho antes y no se hacía daño, inclusodespués de semejante caída.

La hermana se dio cuenta inmediata-mente de la nueva diversión que Gregor habíadescubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por

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todas partes huellas de su substancia pegajosa –y entonces se le metió en la cabeza proporcio-nar a Gregor la posibilidad de arrastrarse agran escala y sacar de allí los muebles que loimpedían, es decir, sobre todo el armario y elescritorio, ella no era capaz de hacerlo todosola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre;la criada no la hubiese ayudado seguramente,porque esa chica, de unos dieciséis años, resist-ía ciertamente con valor desde que se despidióla cocinera anterior, pero había pedido el favorde poder mantener la cocina constantementecerrada y abrirla solamente a una señal deter-minada, Así pues, no leque sólo Gregor eradueño y señor de las paredes vacías, no se atre-vería a entrar ninguna otra persona más queGrete.

Así pues, no se dejó disuadir de suspropósitos por la madre, que también, de purainquietud, parecía sentirse insegura en estahabitación; pronto enmudeció y ayudó a la

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hermana con todas sus fuerzas a sacar el arma-rio.

Bueno, en caso de necesidad, Gregorpodía prescindir del armario, pero el escritoriotenía que quedarse; y apenas habían abando-nado las mujeres la habitación con el armario,en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gre-gor sacó la cabeza de debajo del canapé paraver cómo podía tomar cartas en el asunto lomás prudente y discretamente posible.

Pero, por desgracia, fue precisamente lamadre quien regresó primero, mientras Grete,en la habitación contigua, sujetaba el armariorodeándolo con los brazos y lo empujaba solade acá para allá, naturalmente, sin moverlo unápice de su sitio.

Pero la madre no estaba acostumbrada aver a Gregor, podría haberse puesto enfermapor su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás,se alejó asustado hasta el otro extremo del ca-napé, pero no pudo evitar que la sábana se mo-

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viese un poco por la parte de delante. Esto fuesuficiente para llamar la atención de la madre.

Ésta se detuvo, permaneció allí un mo-mento en silencio y luego volvió con Grete.A pesar de que Gregor se repetía una y otra vezque no ocurría nada fuera de lo común, sinoque sólo se cambiaban de sitio algunos mue-bles, sin embargo, como pronto habría de con-fesarse a sí mismo, este ir y venir de las muje-res, sus breves gritos, el arrastrar de los mue-bles sobre el suelo, le producían la impresiónde un gran barullo, que crecía procedente detodas las direcciones y, por mucho que encogíala cabeza y las patas sobre sí mismo y apretabael cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarseirremisiblemente que no soportaría todo estomucho tiempo.

Ellas le vaciaban su habitación, le quita-ban todo aquello a lo que tenía cariño, el arma-rio en el que guardaba la sierra y otras herra-mientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojabanel escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual

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había hecho sus deberes cuando era estudiantede comercio, alumno del instituto e inclusoalumno de la escuela primaria – ante esto no lequedaba ni un momento para comprobar lasbuenas intenciones que tenían las dos mujeres,y cuya existencia, por cierto, casi había olvida-do, porque de puro agotamiento traba jaban ensilencio y solamente se oían las sordas pisadasde sus pies.

Y así salió de repente – las mujeres esta-ban en ese momen to en la habitación contigua,apoyadas en el escritorio para to mar aliento –,cambió cuatro veces la dirección de su marcha,no sabía a ciencia cierta qué era lo que debíasalvar primero, cuando vio en la pared ya vac-ía, llamándole la atención, el cua dro de la mu-jer envuelta en pieles, se arrastró apresurada-men te hacia arriba y se apretó contra el cuadro,cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor desu vientre.

Al menos este cuadro, que Gregor tapa-ba ahora por completo, seguro que no se lo lle-

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vaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta delcuarto de es tar para observar a las mujerescuando volviesen.

No se habían permitido una larga tre-gua y ya volvían; Grete había rodeado a su ma-dre con el brazo y casi la llevaba en vo landas.¿Qué nos llevamos ahora? – dijo Grete, y miró asu alre dedor. Entonces sus miradas se cruza-ron con las de Gregor, que estaba en la pared.

Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinósu rostro hacia la madre, para impedir que ellamirase a su alrededor, y dijo temblando y atur-dida: – Ven, ¿nos volvemos un momento alcuarto de estar? Gregor veía claramente la in-tención de Grete, quería llevar a la madre a unlugar seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre sucuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle aGrete a la cara.

Pero justamente las palabras de Greteinquietaron a la ma dre, se echó a un lado, vio

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la gigantesca mancha parduzca so bre el papelpintado de flores y, antes de darse realmentecuen ta de que aquello que veía era Gregor,gritó con voz ronca y estridente: – ¡Ay Diosmío, ay Dios mío! – y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como si renunciase atodo, y se que dó allí inmóvil.–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levan-tando el puño y con una mirada penetrante.Desde la transformación eran estas las primeraspalabras que le dirigía directamente. Corrió a lahabitación contigua para buscar alguna esenciacon la que pudiese despertar a su madre de suinconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar –había tiempo más que suficiente para sal var elcuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvoque des prenderse con fuerza, luego corriótambién a la habitación de al lado como si pu-diera dar a la hermana algún consejo, como enotros tiempos, pero tuvo que quedarse detrásde ella sin ha cer nada; mientras que Grete re-volvía entre diversos frascos, se asustó al darse

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la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pióy un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara;una medici na corrosiva se derramó sobre él.Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos losfrascos que podía llevar y corrió con ellos haciadonde estaba la madre; cerró la puerta con elpie.

Gregor estaba ahora aislado de la ma-dre, que quizá estaba a punto de morir por suculpa; no debía abrir la habitación, no queríaechar a la hermana que tenía que permanecercon la madre; ahora no tenía otra cosa quehacer que esperar; y, afli gido por los remordi-mientos y la preocupación, comenzó a arras-trarse, se arrastró por todas partes: paredes,muebles y te chos, y finalmente, en su desespe-ración, cuando ya la habita ción empezaba adar vueltas a su alrededor, se desplomó en me-dio de la gran mesa. Pasó un momento, Gregoryacía allí extenuado, a su alrede dor todo esta-ba tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre.

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La chica estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y Grete tenía que ir a abrir. Elpadre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fue-ron sus primeras palabras.El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete con-testó con voz ahogada, sin duda apretaba surostro contra el pecho del padre: – La madre sequedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gorse ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo elpadre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vo-sotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregorse dio cuenta de que el padre había interpreta-do mal la escueta información de Grete y sos-pechaba que Gregor ha bía hecho uso de algúnacto violento.

Por eso ahora tenía que intentar apaci-guar al padre, porque para darle explicacionesno tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues,Gregor se preci pitó hacia la puerta de su habi-tación y se apretó contra ella para que el padre,ya desde el momento en que entrase en elvestíbulo, viese que Gregor tenía la más sana

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intención de re gresar inmediatamente a suhabitación, y que no era necesario hacerle re-troceder, sino que sólo hacía falta abrir la puer-ta e inmediatamente desaparecería.Pero el padre no estaba en si tuación de adver-tir tales sutilezas.

– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si almismo tiem po estuviese furioso y contento.Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantóhacia el padre.

Nunca se hubiese imaginado así al pa-dre, tal y como estaba allí; bien es verdad queen los últimos tiempos, puesta su atención enarrastrarse por todas partes, había perdido laocasión de preocuparse como antes de los asun-tos que ocurrían en el resto de la casa, y teníarealmen te cpe haber estado preparado paraencontrar las circunstan cias cambiadas.Aun así, aun así.¿Era este todavía el padre? El mismo hombreque yacía sepultado en la cama, cuando, en

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otros tiempos, Gregor salía en viaje de nego-cios? ¿El mismo hombre que, la tarde en quevolvía, le recibía en bata sentado en su sillón, yque no estaba en condiciones de levantarse,sino que, como señal de alegría, sólo levantabalos brazos hacia él? ¿El mismo hombre que,durante los poco frecuentes paseos en común,un par de domingos al año o en las festividadesmás importantes, se abría paso hacia delanteentre Gregor y la madre, que ya de por sí anda-ban despacio, aún más despacio que ellos, en-vuelto en su viejo abrigo, siempre apoyandocon cui dado el bastón, y que, cuando queríadecir algo, casi siempre se quedaba parado ycongregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestidocon un rígido uniforme azul con botones, comolos que llevan los ordenan zas de los bancos;por encima del cuello alto y tieso de la cha que-ta sobresalía su gran papada; por debajo de laspobladas ce jas se abría paso la mirada, despier-ta y atenta, de unos ojos ne gros.

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El cabello blanco, en otro tiempo des-greñado, estaba ahora ordenado en un peinadoa raya brillante y exacto.Arrojó su gorra, en la que había bordado unmonograma dorado, pro bablemente el de unbanco, sobre el canapé a través de la habi taciónformando un arco, y se dirigió hacia Gregor conel rostro enconado, las puntas de la larga cha-queta del uniforme echadas hacia atrás, y lasmanos en los bolsillos del pantalón. Probable-mente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sinembargo levantaba los pies a una altura des-usada y Gregor se asombró del tamaño enormede las suelas de sus botas.

Pero Gregor no permanecía parado, yasabía desde el primer día de su nueva vida queel padre, con respecto a él, sólo considerabaoportuna la mayor rigidez.Y así corría delante del padre, se paraba si elpadre se paraba, y se apresuraba a seguir haciadelante con sólo que el padre se moviese. Asírecorrieron varias veces la habitación sin que

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ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiesetenido el aspecto de una persecución, comoconsecuencia de la lentitud de su recorrido.

Por eso Gregor permaneció de momentosobre el suelo, especialmente porque temía queel padre considerase una especial maldad porsu parte la huida a las paredes o al techo. Porotra parte, Gregor tuvo que confesarse a símismo que no soportaría por mucho tiempoestas carreras, porque mientras el padre dabaun paso, él tenía que realizar un sinnúmero demovimientos.

Ya comenzaba a sentir ahogos, bien esverdad que tampoco anteriormente había teni-do unos pulmones dignos de confianza. Mien-tras se tambaleaba con la intención de reunirtodas sus fuerzas para la carrera, apenas teníalos ojos abiertos; en su embotamiento no pen-saba en otra posibilidad de salvación que la decorrer; y ya casi había olvidado que las paredesestaban a su disposición, bien es verdad que

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éstas estaban obstruidas por muebles llenos deesquinas y picos.

En ese momento algo, lanzado sin fuer-za, cayó junto a él, y echó a rodar por delantede él. Era una manzana; inmediatamente siguióotra; Gregor se quedó inmóvil del susto; seguircorriendo era inútil, porque el padre había de-cidido bombardearle.

Con la fruta procedente del frutero queestaba sobre el aparador se había llenado losbolsillos y lanzaba manzana tras manzana sinapuntar con exactitud, de momento. Estas pe-queñas manzanas rojas rodaban por el sueñocomo electrificadas y chocaban unas con otras.Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espal-da de Gregor, pero resbaló sin causarle daños.

Sin embargo, otra que la siguió inmedia-tamente, se incrustó en la espalda de Gregor;éste quería continuar arrastrándose, como si elincreíble y sorprendente dolor pudiese aliviarseal cambiar de sitio; pero estaba como clavado yse estiraba, totalmente desconcertado.

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Sólo al mirar por última vez alcanzó aver cómo la puerta de su habitación se abría depar en par y por delante de la hermana, quechillaba, salía corriendo la madre en enaguas,puesto que la hermana la había desnudadopara proporcionarle aire mientras permanecíainconsciente; vio también cómo, a continuación,la madre corría hacia el padre y, en el camino,perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, ycómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre,y abrazándole, unida estrechamente a él – yaempezaba a fallarle la vista a Gregor –, le supli-caba, cruzando las manos por detrás de su nu-ca, que perdonase la vida de Gregor.

III

La grave herida de Gregor, cuyos dolo-res soportó más de un mes – la manzana per-

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maneció empotrada en la carne como recuerdovisible, ya que nadie se atrevía a retirarla –,pareció recordar, incluso al padre, que Gregor,a pesar de su triste y repugnante forma actual,era un miembro de la familia, a quien no podíatratarse como un enemigo, sino frente al cual eldeber familiar era aguantarse la repugnancia yresignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, pro-bablemente había perdido agilidad para siem-pre, y por lo pronto necesitaba para cruzar suhabitación como un viejo inválido largos minu-tos – no se podía ni pensar en arrastrarse porlas alturas –, sin embargo, en compensación poreste empeoramiento de su estado, recibió, en suopinión, una reparación más que suficiente:hacia el anochecer se abría la puerta del cuartode estar, la cual solía observar fijamente yadesde dos horas antes, de forma que, tumbadoen la oscuridad de su habitación, sin ser vistodesde el comedor, podía ver a toda la familia en

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la mesa iluminada y podía escuchar sus con-versaciones, en cierto modo con el consenti-miento general, es decir, de una forma comple-tamente distinta a como había sido hasta ahora.Naturalmente, ya no se trataba de las animadasconversaciones de antaño, en las que Gregor,desde la habitación de su hotel, siempre habíapensado con cierta nostalgia cuando, cansado,tenía que meterse en la cama húmeda.

La mayoría de las veces transcurría eltiempo en silencio.El padre no tardaba en dormirse en la silla des-pués de la cena, y la madre y la hermana serecomendaban mutuamente silencio; la madre,inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropafina para un comercio de moda; la hermana,que había aceptado un trabajo como depen-dienta, estudiaba por la noche estenografía yfrancés, para conseguir, quizá más tarde, unpuesto mejor.

A veces el padre se despertaba y, como si no

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supiera que había dormido, decía a la madre:«¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamen-te volvía a dormirse mientras la madre y lahermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se ne-gaba a quitarse el uniforme mientras estaba encasa; y mientras la bata colgaba inútilmente dela percha, dormitaba el padre en su asiento,completamente vestido, como si siempre estu-viese preparado para el servicio e incluso encasa esperase también la voz de su superior.

Como consecuencia, el uniforme, que noera nuevo ya en un principio, empezó a ensu-ciarse a pesar del cuidado de la madre y de lahermana. Gregor se pasaba con frecuencia tar-des enteras mirando esta brillante ropa, com-pletamente manchada, con sus botones doradossiempre limpios con la que el anciano dormíamuy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre inten-

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taba despertar al padre en voz baja y conven-cerle para que se fuese a la cama, porque ésteno era un sueño auténtico y el padre tenía nece-sidad de él, porque tenía que empezar a traba-jar a las seis de la mañana.

Pero con la obstinación que se había apoderadode él desde que se había convertido en orde-nanza, insistía en quedarse más tiempo a lamesa, a pesar de que, normalmente, se quedabadormido y, además, sólo con grandes esfuerzospodía convencérsele de que cambiase la sillapor la cama.

Ya podían la madre y la hermana insis-tir con pequeñas amonestaciones, durante uncuarto de hora daba cabezadas lentamente,mantenía los ojos cerrados y no se levantaba.La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oídopalabras cariñosas, la hermana abandonaba sutrabajo para ayudar a la madre, pero esto notenía efecto sobre el padre.

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Se hundía más profundamente en su si-lla. Sólo cuando las mujeres le cogían por deba-jo de los hombros, abría los ojos, miraba alter-nativamente a la madre y a la hermana, y solíadecir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidadde mis últimos días!», y apoyado sobre las dosmujeres se levantaba pesadamente, como si élmismo fuese su más pesada carga, se dejaballevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía unaseñal de que no las necesitaba, y continuabasolo, mientras que la madre y la hermana deja-ban apresuradamente su costura y su plumapara correr tras el padre y continuar ayudándo-le.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo yrendida de cansancio, iba a tener más tiempodel necesario para ocuparse de Gregor? El pre-supuesto familiar se reducía cada vez más, lacriada acabó por ser despedida.

Una asistenta gigantesca y huesuda, conel pelo blanco y desgreñado, venía por la ma-

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ñana y por la noche y hacía el trabajo más pe-sado; todo lo demás lo hacía la madre, ademásde su mucha costura.

Ocurrió incluso el caso de que varias jo-yas de la familia, que la madre y la hermanahabían lucido entusiasmadas en reuniones yfiestas, hubieron de ser vendidas, según se en-teró Gregor por la noche por la conversaciónacerca del precio conseguido.

Pero el mayor motivo de queja era queno se podía dejar este piso, que resultaba de-masiado grande en las circunstancias presentes,ya que no sabían cómo se podía trasladar aGregor.

Pero Gregor comprendía que no era sólola consideración hacia él lo que impedía untraslado, porque se le hubiera podido transpor-tar fácilmente en un cajón apropiado con unpar de agujeros para el aire; lo que, en primerlugar, impedía a la familia un cambio de pisoera, aún más, la desesperación total y la idea deque habían sido azotados por una desgracia

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como no había igual en todo su círculo de pa-rientes y amigos.

Todo lo que el mundo exige de la gentepobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: elpadre iba a buscar el desayuno para el pequeñoempleado de banco, la madre se sacrificaba porla ropa de gente extraña, la hermana, a la ordende los clientes, corría de un lado para otrodetrás del mostrador, pero las fuerzas de lafamilia ya no daban para más.

La herida de la espalda comenzaba otravez a dolerle a Gregor como recién hecha cuan-do la madre y la hermana, después de haberllevado al padre a la cama, regresaban, dejabana un lado el trabajo, se acercaban una a otra,sentándose muy juntas.

Entonces la madre, señalando hacia lahabitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta,Grete», y cuando Gregor se encontraba de nue-vo en la oscuridad, fuera las mujeres confund-ían sus lágrimas o simplemente miraban fija-mente a la mesa sin llorar.

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Gregor pasaba las noches y los días casi sindormir. A veces pensaba que la próxima vezque se abriese la puerta él se haría cargo de losasuntos de la familia como antes; en su menteaparecieron de nuevo, después de mucho tiem-po, el jefe y el encargado; los dependientes y losaprendices; el mozo de los recados, tan corto deluces; dos, tres amigos de otros almacenes; unacamarera de un hotel de provincias; un recuer-do amado y fugaz: una cajera de una tienda desombreros a quien había hecho la corte seria-mente, pero con demasiada lentitud; todos ellosaparecían mezclados con gente extraña o yaolvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a sufamilia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorse sentía aliviado cuando desaparecían.

Pero después ya no estaba de humor pa-ra preocuparse por su familia, solamente sentíarabia por el mal cuidado de que era objeto y, apesar de que no podía imaginarse algo que lehiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómopodría llegar a la despensa para tomar de allí lo

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que quisiese, incluso aunque no tuviese hambrealguna.

Sin pensar más en qué es lo que podríagustar a Gregor, la hermana, por la mañana y almediodía, antes de marcharse a la tienda, em-pujaba apresuradamente con el pie cualquiercomida en la habitación de Gregor, para des-pués recogerla por la noche con el palo de laescoba, tanto si la comida había sido probada,como si – y éste era el caso más frecuente – nisiquiera había sido tocada. Recoger la habita-ción, cosa que ahora hacía siempre por la no-che, no podía hacerse más deprisa.

Franjas de suciedad se extendían por lasparedes, por todas partes había ovillos de polvoy suciedad. Al principio, cuando llegaba lahermana, Gregor se colocaba en el rincón mássignificativamente sucio para, en cierto modo,hacerle reproches mediante esta posición. Peroseguramente hubiese podido permanecer allísemanas enteras sin que la hermana hubiesemejorado su actitud por ello; ella veía la sucie-

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dad lo mismo que él, pero se había decidido adejarla allí.

Al mismo tiempo, con una susceptibili-dad completamente nueva en ella y que, engeneral, se había apoderado de toda la familia,ponía especial atención en el hecho de que sereservase solamente a ella el cuidado de lahabitación de Gregor.

En una ocasión la madre había sometidola habitación de Gregor a una gran limpieza,que había logrado solamente después de utili-zar varios cubos de agua – la humedad, sinembargo, también molestaba a Gregor, queyacía extendido, amargado e inmóvil sobre elcanapé –, pero el castigo de la madre no se hizoesperar, porque apenas había notado la herma-na por la tarde el cambio en la habitación deGregor, cuando, herida en lo más profundo desus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, apesar de que la madre suplicaba con las manoslevantadas, rompió en un mar de lágrimas, quelos padres – el padre se despertó sobresaltado

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en su silla –, al principio, observaban asombra-dos y sin poder hacer nada, hasta que, tambiénellos, comenzaron a sentirse conmovidos; elpadre, a su derecha, reprochaba a la madre queno hubiese dejado al cuidado de la hermana lalimpieza de la habitación de Gregor, a su iz-quierda, decía a gritos a la hermana que nuncamás volvería a limpiar la habitación de Gregor;mientras que la madre intentaba llevar al dor-mitorio al padre, que no podía más de irrita-ción, la hermana, sacudida por los sollozos,golpeaba la mesa con sus pequeños puños, yGregor silbaba de pura rabia porque a nadie sele ocurría cerrar la puerta para ahorrarle esteespectáculo y este ruido.Pero incluso si la hermana, agotada por su tra-bajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor comoantes, tampoco la madre tenía que sustituirla yno era necesario que Gregor hubiese sidoabandonado, porque para eso estaba la asisten-ta.

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Esa vieja viuda, que en su larga vidadebía haber superado lo peor con ayuda de sufuerte constitución, no sentía repugnancia al-guna por Gregor.

Sin sentir verdadera curiosidad, una vezhabía abierto por casualidad la puerta de lahabitación de Gregor y, al verle, se quedó pa-rada, asombrada, con los brazos cruzacios,mientras éste, sorprendido y a pesar de quenadie la perseguía, comenzó a correr de un ladoa otro. Desde entonces no perdía la oportuni-dad de abrir un poco la puerta por la mañana ypor la tarde para echar un vistazo a la habita-ción de Gregor.

Al principío le llamaba hacia ella conpalabras que, probablemente, considerabaamables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajopelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo pelote-ro!».

Gregor no contestaba nada a tales lla-madas, sino que permanecía inmóvil en su si-tio, como si la puerta no hubiese sido abierta.

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¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta quelimpiase diariamente la habitación en lugar dedejar que le molestase inútilmente a su antojo!Una vez, por la mañana temprano – una inten-sa lluvia golpeaba los cristales, quizá como sig-no de la primavera, que ya se acercaba –, cuan-do la asistenta empezó otra vez con sus impro-perios, Gregor se enfureció tanto que se dio lavuelta hacia ella como para atacarla, pero deforma lenta y débil.

Sin embargo, la asistenta, en vez deasustarse, alzó simplemente una silla, que seencontraba cerca de la puerta, y, tal como per-manecía allí, con la boca completamente abier-ta, estaba clara su intención de cerrar la bocasólo cuando la silla que tenía en la mano acaba-se en la espalda de Gregor.¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, alver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, yvolvió a colocar la silla tranquilamente en elrincón.

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Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasabapor casualidad al lado de la comida tomaba unbocado para jugar con él en la boca, lo manten-ía allí horas y horas y, la mayoría de las veces,acababa por escupirlo.

Al principio pensó que lo que le imped-ía comer era la tristeza por el estado de su habi-tación, pero precisamente con los cambios de lahabitación se reconcilió muy pronto.Se habían acostumbrado a meter en esta habita-ción cosas que no podían colocar en otro sitio, yahora había muchas cosas de éstas, porque unade las habitaciones de la casa había sido alqui-lada a tres huéspedes. Estos señores tan severos– los tres tenían barba, según pudo comprobarGregor por una rendija de la puerta – poníanespecial atención en el orden, no sólo ya de suhabitación, sino de toda la casa, puesto que sehabían instalado aquí, y especialmente en elorden de la cocina. No soportaban trastos inúti-les ni mucho menos sucios. Además, habían

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traído una gran parte de sus propios muebles.Por ese motivo sobraban muchas cosas que nose podían vender ni tampoco se querían tirar.

Todas estas cosas acababan en la habita-ción de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubode la ceniza y el cubo de la basura de la cocina.

La asistenta, que siempre tenía muchaprisa, arrojaba simplemente en la habitación deGregor todo lo que, de momento, no servía; porsuerte, Gregor sólo veía, la mayoría de las ve-ces, el objeto correspondiente y la mano que losujetaba.

La asistenta tenía, quizá, la intención derecoger de nuevo las cosas cuando hubiesetiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas deuna vez, pero lo cierto es que todas se queda-ban tiradas en el mismo lugar en que habíancaído al arrojarlas, a no ser que Gregor se mo-viese por entre los trastos y los pusiese en mo-vimiento, al principio, obligado a ello porqueno había sitio libre para arrastrarse, pero mástarde con creciente satisfacción, a pesar de que

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después de tales paseos acababa mortalmenteagotado y triste, y durante horas permanecíainmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cenaen el cuarto de estar, la puerta permanecía al-gunas noches cerrada, pero Gregor renunciabagustoso a abrirla, incluso algunas noches en lasque había estado abierta no se había aprove-chado de ello, sino que, sin que la familia lonotase, se había tumbado en el rincón más os-curo de la habitación.

Pero en una ocasión la asistenta habíadejado un poco abierta la puerta que daba alcuarto de estar y se quedó abierta inclusocuando los huéspedes llegaron y se dio la luz.

Se sentaban a la mesa en los mismos si-tios en que antes habían comido el padre, lamadre y Gregor, desdoblaban las servilletas ytomaban en la mano cuchillo y tenedor. Almomento aparecía por la puerta la madre con

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una fuente de carne, y poco después lo hacía lahermana con una fuente llena de patatas.

La comida humeaba. Los huéspedes seinclinaban sobre las fuentes que había anteellos como si quisiesen examinarlas antes decomer, y, efectivamente, el señor que estabasentado en medio y que parecía ser el que másautoridad tenía de los tres, cortaba un trozo decarne en la misma fuente con el fin de compro-bar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá;la madre y la hermana, que habían observadotodo con impaciencía, comenzaban a sonreírrespirando profundamente.La familia comía en la cocina. A pesar de ello, elpadre,antes de entrar en ésta, entraba en lahabitación y con una sola reverencia y la gorraen la mano, daba una vuelta a la mesa.

Los huéspedes se levantaban y murmurabanalgo para el cuellc de su camisa. Cuando yaestaban solos, comían casi en absolu to silencio.A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de

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to dos los variados ruidos de la comida, una yotra vez se escuchasen los dientes al masticar,como si con ello quisieran mostrarle a Gregorque para comer se necesitan los dientes yque,aún con las más hermosas mandíbulas, sindientes no se podía conseguir nada.– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor;preocupa do –, pero no me apetecen estas co-sas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me mue-ro! Precisamente aquella noche ¿Gregor no seacordaba de haberlo oído en todo el tiempo – seescuchó el violín.

Los hués pedes ya habían terminado decenar, el de en medio había sa cado un periódi-co, les había dado una hoja a cada uno de losotros dos, y los tres fumaban y leían echadoshacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonarescucharon con atención, se levantaron y, depuntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo,en la que permanecieron quietos de pie, apre-tados unos junto a otros.

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Desde la cocina se les debió oír, porqueel padre gritó: ¿Les molesta a los señores lamúsica? Inmediatamente puede dejar de tocar-se. – Al contrario – dijo el señor de en medio –.¿No desearía la señorita entrar con nosotros ytocar aquí en la habitación, donde es muchomás cómodo y agradable? – Naturalmente –exclamó el padre, como si el violinista fuese élmismo.Los señores regresaron a la habitación y espera-ron.

Pronto llegó el padre con el atril, la ma-dre con la partitura y la herma na con el violín.La hermana preparó con tranquilidad todo lonecesario para tocar.Los padres, que nunca antes habían al quiladohabitaciones, y por ello exageraban la amabili-dad con los huéspedes, no se atrevían a sentar-se en sus propias sillas; el padre se apoyó en lapuerta, con la mano derecha colocada en tredos botones de la librea abrochada; a la madrele fue ofreci da una silla por uno de los señores

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y, como la dejó en el lugar en el que, por casua-lidad, la había colocado el señor, permane cíasentada en un rincón apartado.

La hermana empezó a tocar; el padre yla madre, cada uno desde su lugar, seguían conatención los movimientos de sus manos; Gre-gor, atraído por la música, había avanzado unpoco hacia delante y ya tenía la cabeza en elcuarto de estar.

Ya apenas se extrañaba de que en losúltimos tiempos no tenía consideración con losdemás; antes estaba orgulloso de tener esa con-sideración y, precisamente ahora, hubiese teni-do mayor motivo para esconderse, porque, co-mo consecuencia del polvo que reinaba en suhabitación, y que volaba por todas partes almenor movimiento, él mismo estaba tambiénlleno de polvo.

Sobre su espalda y sus costados arras-traba consigo por todas partes hilos, pelos, res-tos de comida... Su indiferencia hacia todo erademasiado grande como para tumbarse sobre

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su espalda y restregarse contra la alfombra, talcomo hacía antes varias veces al día.Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenzaalguna de avanzar por el suelo impecable delcomedor.

Por otra parte, nadie le prestaba aten-ción. La familia estaba completamente absortaen la música del violín; por el contrario, loshuéspedes, que al principio, con las manos enlos bolsillos, se habían colocado demasiadocerca detrás del atril de la hermana, de formaque podrían haber leído la partitura, lo cual sinduda tenía que estorbar a la hermana, hablandoa media voz, con las cabezas inclinadas, se reti-raron pronto hacia la ventana, donde permane-cieron observados por el padre con preocupa-ción.

Realmente daba a todas luces la impre-sión de que habían sido decepcionados en susuposición de escuchar una pieza bella o diver-tida al violín, de que estaban hartos de la fun-

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ción y sólo permitían que se les molestase poramabilidad.

Especialmente la forma en que echabana lo alto el humo de los cigarillos por la boca ypor la nariz denotaba gran nerviosismo.

Y, sin embargo, la hermana tocaba tanbien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un lado,atenta y tristemente seguían sus ojos las notasdel pentagrama. Gregor avanzó un poco más ymantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá,poder encontrar sus miradas.¿Es que era ya una bestia a la que le emociona-ba la música? Le parecía como si se le mostraseel camino hacia el desconocido y anhelado ali-mento. Estaba decidido a acercarse hasta lahermana, tirarle de la falda y darle así a enten-der que ella podía entrar con su violín en suhabitación porque nadie podía recompensar sumúsica como él quería hacerlo.

No quería dejarla salir nunca de su habi-tación, al menos mientras él viviese; su horribleforma le sería útil por primera vez; quería estar

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a la vez en todas las puertas de su habitación ytirarse a los que le atacasen; pero la hermana nodebía quedar se con él por la fuerza, sino por supropia voluntad; debería sentarse junto a élsobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y éldeseaba confiarle que había tenido la firme in-tención de en viarla al conservatorio y que, si ladesgracia no se hubiese cruzado en su caminola Navidad pasada – probablemente la Na vi-dad ya había pasado – se lo hubiese dicho atodos sin preo cuparse de réplica alguna.

Después de esta confesión, la her manaestallaría en lágrimas de emoción y Gregor selevantaría hasta su hombro y le daría un besoen el cuello, que, desde que iba a la tienda, lle-vaba siempre al aire sin cintas ni adornos.– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio alpadre, y se ñaló, sin decir una palabra más, conel índice hacia Gregor, que avanzaba lentamen-te. El violín enmudeció, en un princi pio elhuésped de en medio sonrió a sus amigos mo-

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viendo la cabeza y, a continuación, miró haciaGregor.

El padre, en lu gar de echar a Gregor,consideró más necesario, ante todo, tranquilizara los huéspedes, a pesar de que ellos no estabannerviosos en absoluto y Gregor parecía distra-erles más que el violín. Se precipitó hacia ellos eintentó, con los brazos abier tos, empujarles asu habitación y, al mismo tiempo, evitar con sucuerpo que pudiesen ver a Gregor.

Ciertamente se enfada ron un poco, nose sabía ya si por el comportamiento del pa dre,o porque ahora se empezaban a dar cuenta deque, sin sa berlo, habían tenido un vecino comoGregor. Exigían al padre explicaciones, levan-taban los brazos, se tiraban intranquilos de labarba y, muy lentamente, retrocedían hacia suhabitación.

Entre tanto, la hermana había superadoel desconcierto en que había caído después deinterrumpir su música de una forma tan repen-tina, había reaccionado de pronto, después de

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que durante unos momentos había sostenido enlas manos caídas con indolencia el violín y elarco, y había seguido mirando la partitura co-mo si todavía tocase, había colocado el instru-men to en el regazo de la madre, que todavíaseguía sentada en su silla con dificultades pararespirar y agitando violentamente los pulmo-nes, y había corrido hacia la habitación de allado, a la que los huéspedes se acercaban cadavez más deprisa ante la insistencia del padre.

Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas delas camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban.

Antes de que los señores hu biesen lle-gado a la habitación, había terminado de hacerlas ca mas y se había 'escabullido hacia afuera.El padre parecía estar hasta tal punto domina-do por su obstinación, que olvidó todo el respe-to que, ciertamente, debía a sus huéspedes.

Sólo les empujaba y les empujaba hastaque, ante la puerta de la habita ción, el señor deen medio dio una patada atronadora contra el

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suelo y así detuvo al padre.– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano ybuscaba con sus miradas también a la madre ya la hermana – que, tenien do en cuenta las re-pugnantes circunstancias que reinan en estacasa y en esta familia – en este punto escupiódecididamente sobre el suelo –, en este precisoinstante dejo la habitación.

Por los días que he vivido aquí no pa-garé, naturalmente, lo más mínimo; por el con-trario, me pensaré si no procedo con tra ustedescon algunas reclamaciones muy fáciles, créan-me, de justificar. Calló y miró hacia adelantecomo si esperase algo.

En efec to, sus dos amigos intervinieroninmediatamente con las si guientes palabras: –También nosotros dejamos en este momento lahabita ción. A continuación agarró el picaportey cerró la puerta de un portazo.

El padre se tambaleaba tanteando conlas manos en dirección a su silla y se dejó caeren ella. Parecía como si se preparase para su

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acostumbrada siestecita nocturna, pero la pro-funda inclinación de su cabeza, abatida como sinada la sos tuviese, mostraba que de ningunamanera dormía. Gregor ya cía todo el tiempoen silencio en el mismo sitio en que le ha bíandescubierto los huéspedes.

la decepción por el fracaso de sus pla-nes, pero quizá también la debilidad causadapor el hambre que pasaba, le impedían mover-se.

Temía, con cierto fundamento, que de-ntro de unos momentos se desencadenase sobreél una tormenta general, y esperaba.

Ni siquiera se so bresaltó con el ruidodel violín que, por entre los temblorosos dedosde la madre, se cayó de su regazo y produjo unsonido retumbante.queridos padres – dijo la hermana y, como in-troducción, dio un golpe sobre la mesa –, estono puede seguir así.

Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me ladoy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el

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nombre de mi hermano, y por eso sola mentedigo: tenemos que intentar quitárnoslo de en-cima. hemos hecho todo lo humanamente posi-ble por cuidarlo y acep tarlo; creo que nadiepuede hacernos el menor reproche.

– Tiene razón una y mil veces – dijo el padrepara sus adentros. La madre, que aún no teníaaire suficiente, comenzó a toser sordamentesobre la mano que tenía ante la boca, con unaexpresión de enajenación en los ojos.

La hermana corrió hacia la madre y lesujetó la frente. El padre parecía estar enfrasca-do en determinados pensamientos; gracias a laspalabras de la hermana, se había sentado másde recho, jugueteaba con su gorra por entre losplatos, que desde la cena de los huéspedes se-guían en la mesa, y miraba de vez en cuando aGregor, que permanecía en silencio.– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima– dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al

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padre, porque la ma dre, con su tos, no oía na-da –.

Os va a matar a los dos, ya lo veo venir.Cuando hay que trabajar tan duramente comolo ha cemos nosotros no se puede, además, so-portar en casa este tormento sin fin.

Yo tampoco puedo más – y rompió allorar de una forma tan violenta, que sus lágri-mas caían sobre el ros tro de la madre, del cuallas secaba mecánicamente con las manos. – Pe-ro hija – dijo el padre compasivo y con sor-prendente comprensión –.¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo seencogió de hombros como signo de la perpleji-dad que, mientras lloraba, se había apoderadode ella, en contraste con su seguridad anterior.– Si él nos entendiese... – dijo el padre en tonomedio inte rrogante.

La hermana, en su llanto, movió violen-tamente la mano como señal de que no se podíani pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repi-tió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la

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convicción de la hermana acerca de la imposibi-lidad de ello –, entonces sería posible llegar aun acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse –exclamó la hermana –, es la única posi bilidad,padre.

Sólo tienes que desechar la idea de quese trata de Gregor. El haberlo creído durantetanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgra-cia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor? Sifuese Gregor hubiese comprendido hace tiem-po que una convivencia entre personas y seme-jante animal no es posible, y se hubiese mar-chado por su propia voluntad: ya no tendría-mos un hermano, pero podríamos continuarviviendo y conservaríamos su recuerdo conhonor.

Pero así esa bestia nos persigue, echa alos huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos lanoche en la calle. ¡Mira, padre – gritó de repen-te –, ya empieza otra vez! Y con un miedo com-pletamente incomprensible para Gregor, la her

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mana abandonó incluso a la madre, se arrojóliteralmente de su silla, como si prefiriese sacri-ficar a la madre antes de perma necer cerca deGregor, y se precipitó detrás del padre que,principalmente irritado por su comportamien-to, se puso tam bién en pie y levantó los brazosa media altura por delante de la hermana paraprotejerla. Pero Gregor no prentendía, ni por lomás remoto, asustar a nadie, ni mucho menos ala hermana.

Solamente había empe zado a darse lavuelta para volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de suestado enfer mizo, para dar tan difíciles vueltas,tenía que ayudarse con la cabeza, que levantabauna y otra vez y que golpeaba contra el suelo.

Se detuvo y miró a su alrededor; subuena intención pareció ser entendida; sólohabía sido un susto momentáneo, ahora todosle miraban tristes y en silencio.

La madre yacía en su silla con las pier-nas extendidas y apretadas una contra otra, los

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ojos casi se le cerraban de puro agotamiento.El padre y la hermana estaban sentados unojunto a otro, y la hermana ha bía colocado subrazo alrededor del cuello del padre.«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensóGregor, y em pezó de nuevo su actividad. Nopodía contener los resuellos por el esfuerzo yde vez en cuando tenía que descansar.

Por lo demás, nadie le apremiaba, se ledejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo da-do la vuelta del todo comenzó enseguida a re-troceder todo recto... Se asombró de la grandistancia que le separaba de su habitación y nocomprendía cómo, con su debilidad, hacía unmomento había recorrido el mismo camino sinnotarlo.

Concentrándose constantemente enavanzar con rápidez, apenas se dio cuenta deque ni una palabra, ni una exclamación de sufamilia le molestaba. Cuando ya estaba en lapuerta volvió la cabeza, no por completo, por-que notaba que el cuello se le ponía rígido, pero

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sí vio aún que tras de él nada había cambiado,sólo la hermana se había levantado.

Su última mirada acarició a la madreque, por fin, se había quedado profundamentedormida. Apenas entró en su habitación secerró la puerta y echaron la llave.

Gregor se asustó tanto del repentinoruido producido detrás de él, que las patitas sele doblaron. Era la hermana quien se habíaapresurado tanto.

Había permanecido en pie allí y habíaesperado, con ligereza había saltado hacia ade-lante, Gregor ni siquiera la había oído venir, ygritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echa-ba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, ymiró a su alrededor en la oscuridad.

Pronto descubrió que ya no se podíamover.No se extrañó por ello, más bien le parecía an-tinatural que, hasta ahora, hubiera podido mo-verse con estas patitas.

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Por lo demás, se sentía relativamente agusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuer-po, pero le parecía como si los dolores se hicie-sen más y más débiles y, al final, desaparecie-sen por completo.

Apenas sentía ya la manzana podridade su espalda y la infección que producía a sualrededor, cubiertas ambas por un suave polvo.Pensaba en su familia con cariño y emoción, suopinión de que tenía que desaparecer era, sicabe, aún más decidida que la de su hermana.

En este estado de apacible y letárgicameditación permaneció hasta que el reloj de latorre dio las tres de la madrugada. Vivió todav-ía el comienzo del amanecer detrás de los cris-tales. A continuación, contra su voluntad, sucabeza se desplomó sobre el suelo y sus orifi-cios nasales exhalaron el último suspiro.

Cuando, por la mañana temprano, llególa asistenta – de pura fuerza y prisa daba talesportazos que, aunque repetidas veces se le hab-ía pedido que procurase evitarlo, desde el mo-

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mento de su llegada era ya imposible concebirel sueño en todo el piso –, en su acostumbraday breve visita a Gregor nada le llamó al princi-pio la atención. Pensaba que estaba allí tumba-do tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendi-do, le creía capaz de tener todo el entendimien-to posible.

Como tenía por casualidad la larga es-coba en la mano, intentó con ella ha cer cosqui-llas a Gregor desde la puerta.Al no conseguir nada con ello, se enfadó ypinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sinque él opusiese resistencia, le había movido desu sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuen-ta de las verdade ras circunstancias abrió mu-cho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no seentretuvo mucho tiempo, sino que abrió de paren par las puertas del dormitorio y exclamó envoz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la hadiñado, ahí está, la ha diñado del todo! El ma-trimonio Samsa estaba sentado en la cama e

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intentaba sobreponerse del susto de la asistentaantes de llegar a com prender su aviso.

Pero después, el señor y la señora Sam-sa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamen-te de la cama, el se ñor Samsa se echó la colchapor los hombros, la señora Samsa apareció encamisón, así entraron en la habitación de Gre-gor.

Entre tanto, también se había abierto lapuerta del cuarto de estar, en donde dormíaGrete desde la llegada de los huéspe des; estabacompletamente vestida, como si no hubiesedormi do, su rostro pálido parecía probarlo.¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y levantó losojos con gesto interrogante hacia la asistenta apesar de que ella misma podía comprobarlo, eincluso podía darse cuenta de ello sin necesi-dad de comprobarlo.– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, comoprueba, em pujó el cadáver de Gregor con laescoba un buen trecho hacia un lado. La señoraSamsa hizo un movimiento como si quisie ra

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detener la escoba, pero no lo hizo.– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemosdar gracias a Dios – se santiguó y las tres muje-res siguieron su ejemplo. Grete, que no aparta-ba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flacoestaba, ya hacía mucho tiempo que no comíanada, las comidas salían tal como entraban.

Efectivamente, el cuerpo de Gregor es-taba completamente plano y seco, sólo se dabanrealmente cuenta de ello ahora que ya no lelevantaban sus patitas, y ninguna otra cosa dis-traía la mirada.– Grete, ven un momento a nuestra habitación –dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancó-lica, y Grete fue al dormi torio detrás de lospadres, no sin volver la mirada hacia el cadáver.

La asistenta cerró la puerta y abrió deltodo la ventana. A pesar de lo temprano de lamañana, ya había una cierta ti bieza mezcladacon el aire fresco.

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Ya era finales de marzo. Los tres hués-pedes salieron de su habitación y miraronasombrados a su alrededor en busca de su des-ayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dóndeestá el desayuno? – preguntó de mal humor elseñor de en medio a la asistenta, pero ésta secolocó el dedo en la boca e hizo a los señores,apresurada y silenciosamente, se ñales con lamano para que fuesen a la habitación de Gre-gor.

Así pues, fueron y permanecieron enpie, con las manos en los bolsillos de sus cha-quetas algo gastadas, alrededor del cadáver, enla habitación de Gregor.ya totalmente ilumina-da.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y elseñor Samsa apareció vestido con su librea, deun brazo su mujer y del otro su hija. Todos es-taban un poco llorosos; a veces Grete apoyabasu rostro en el brazo del padre.– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente –

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dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltara las mujeres.¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de enmedio algo aturdido, y sonrió con cierta hipo-cresía.

Los otros dos tenían las manos en la es-palda y se las frotaban constantemente unacontra otra, como si esperasen con alegría unagran pelea que tenía que resultarles favorable. –Quiero decir exactamente lo que digo – con-testó el señor Samsa; se dirigió en bloque consus acompañantes hacia el huésped.

Al principio éste se quedó allí en silen-cio y miró ha cia el suelo, como si las cosas sedispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. –Pues entonces nos vamos – dijo después, y le-vantó los ojos hacia el señor Samsa como si, enun repentino ataque de humildad, le pidieseincluso permiso para tomar esta decisión.

El señor Samsa solamente asintió bre-vemente varias veces con los ojos muy abiertos.A continuación el huésped se dirigió, en efecto

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a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dosamigos lleva ban ya un rato escuchando con lasmanos completamente tranquilas y ahora da-ban verdaderos brincos tras de él, como si tu-viesen miedo de que el señor Samsa entraseantes que ellos en el vestíbulo e impidiese elcontacto con su guía.

Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sussombreros del perchero, saca ron sus bastonesde la bastonera, hicieron una reverencia en si-lencio y salieron de la casa.

Con una desconfianza completa menteinfundada, como se demostraría después, elseñor Sam sa salió con las dos mujeres al rella-no; apoyados sobre la ba randilla veían cómolos tres, lenta pero constantemente, baja ban lalarga escalera, en cada piso desaparecían trasun deter minado recodo y volvían a aparecer alos pocos instantes.

Cuanto más abajo estaban tanto más in-terés perdía la familia Samsa por ellos, y cuan-do un oficial carnicero, con la carga en la cabe-

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za en una posición orgullosa, se les acercó defrente y luego, cruzándose con ellos, siguiósubiendo, el señor Samsa abandonó la barandi-lla con las dos mujeres y todos regresaron ali-viados a su casa.

Decidieron utilizar aquel día para des-cansar e ir de paseo; no solamente se habíanganado esta pausa en el trabajo, sino que, inclu-so, la necesitaban a toda costa.

Así pues, se sentaron a la mesa y escri-bieron tres justificantes: el señor Samsa a sudirección, la señora Samsa al señor que le dabatrabajo, y Gre te al dueño de la tienda.

Mientras escribían entró la asistenta pa-ra decir que ya se marchaba porque había ter-minado su tra bajo de por la mañana.

Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin levantar la vista; cuandola asistenta no daba sañales de retirarse levan-taron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntóel señor Samsa. La asistenta permanecía de piejunto a la puerta, como si quisiera participar a

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la familia un gran éxito, pero sólo lo haríacuando se la interrogase con todo detalle.

La pequeña pluma de avestruz colocadacasi derecha sobre su sombrero, que, des de queestaba a su servicio, incomodaba al señor Sam-sa, se ba lanceaba suavemente en todas las di-recciones.

¿Qué es lo que quiere usted? – preguntóla señora Samsa, que era, de todos, la que másrespetaba la asistenta. – Bueno contestó la asis-tenta, y no podía seguir hablan do de puro son-reír amablemente –, no tienen que preocuparsede cómo deshacerse de la cosa esa de al lado.Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Grete se inclinaronde nuevo sobre sus cartas, como si quisierancontinuar escribiendo; el señor Sam sa, que sedio cuenta de que la asistenta quería empezar acon tarlo todo con todo detalle, lo rechazó de-cididamente con la mano extendida. Como nopodía contar nada, recordó la gran prisa quetenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a

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todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonóla casa con un portazo tremendo.– Esta noche la despido dijo el señor Samsa,pero no re cibió una respuesta ni de su mujer nide su hija, porque la asis tenta parecía haberturbado la tranquilidad apenas recién con se-guida.

Se levantaron, fueron hacia la ventana ypermanecie ron allí abrazadas. El señor Samsase dio la vuelta en su silla hacia ellas y las ob-servó en silencio un momento, luego las llamó:– Vamos, venid.

Olvidad de una vez las cosas pasadas yte ned un poco de consideración conmigo.Las mujeres le obedecieron enseguida, corrie-ron hacia él, le acariciaron y terminaron rápi-damente sus cartas.

Después, los tres abandonaron el pisojuntos, cosa que no habían hecho des de hacíameses, y se marcharon al campo, fuera de laciudad, en el tranvía.

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El vehículo en el que estaban sentadossolos es taba totalmente iluminado por el cálidosol.

Recostados comó damente en sus asien-tos, hablaron de las perspectivas para el futuroy llegaron a la conclusión de que, vistas las co-sas más de cerca, no eran malas en absoluto,porque los tres trabajos, a este respecto todavíano se habían preguntado realmente unos aotros, eran sumamente buenos y, especialmen-te, muy pro metedores para el futuro.

Pero la gran mejoría inmediata de la si-tuación tenía que producirse, naturalmente, conmás facili dad con un cambio de piso; ahoraquerían cambiarse a un piso más pequeño ymás barato, pero mejor ubicado y, sobre todo,más práctico que el actual, que había sido esco-gido por Gregor. Mientras hablaban así, al se-ñor y a la señora Samsa se les ocurrió casi almismo tiempo, al ver a su hija cada vez másanimada, que en los últimos tiempos, a pesarde las calamidades que habían hecho palidecer

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sus mejillas, se había convertido en una jovenlozana y hermosa.

Tornándose cada vez más silenciosos yentendiéndose casi inconscientemente con lasmiradas, pensaban que ya llegaba el momentode buscarle un buen marido, y para ellos fuecomo una confirmación de sus nuevos sueños ybuenas intenciones cuando, al final de su viaje,fue la hija quien se levantó primero y estiró sucuerpo joven.