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Dan ganas de matar y otros cuentos

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cuentos de ficción criminal

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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1era ed. 2009 dan ganas de matar ©Sandro Centurión

2da ed. 2012 dan ganas de matar y otros cuentos

©Sandro Centurión

Todos los derechos reservados.

Diseño de tapa e interior

Ed. Tinta interior. Formosa- Argentina

Impresión bajo demanda

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No se hace buena literatura con

buenas intenciones ni con buenos sentimientos.

André Gidé

“Cuando mozo fue casao,

Aunque yo lo desconfío;

y decía un amigo mío

que, de arrebatao y malo,

mató a su mujer de un palo

porque le dio un mate frío.”

Canto XIV “La vuelta de Martín Fierro”

José Hernández

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Dedicado a los criminales imperfectos

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Cuentos

Dan ganas de matar, 9/ Tercer tiempo, 19/ Punto muerto, 33/ El mate asesino, 43/ Made in Taiwán, 57/ Alguien

quiere matar a María, 77/ Reciclaje, 93

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Dan ganas de matar

Estoy seguro de que usted es un tipo tran-

quilo, igual que yo. Es un ser racional y emo-

cionalmente abierto. Le gusta la mayoría de las

cosas que le gustan a todo el mundo, bailar, es-

tar con amigos, beber una cerveza, comer un

asado, jugar al fútbol. Son pocas las cosas que

no le agradan. Sin embargo, al igual que a mí,

de vez en cuando le dan ganas de matar, de

destruir al prójimo. Ganas de mandar todo al

mismísimo demonio, ganas de convertirse por

un rato en el Sr. Hyde, ganas de dejarse llevar

hasta las últimas consecuencias por la fiera

que duerme dentro de su cabeza. Ganas de

hacer desaparecer en ácido sulfúrico la hu-

manidad del primero que se cruce en el

camino o arrojarlo a un horno de hierro fundi-

do y luego escupir sus cenizas. Ganas que, por

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el bien de la civilización, han sido reprimidas

en lo más hondo de la moral durante genera-

ciones. Sentimientos primigenios, instinto pu-

ro, necesidad terrible e incontrolable. Ganas de

matar. No se trata de sed de venganza o justi-

cia anónima contra la cruel sociedad; tampoco

es un trastorno psicológico o un estado de

emoción violenta, porque usted, al igual que

yo, es un tipo sano y honesto. Sin embargo,

usted sabe que cualquier minucia podría en-

cender la mecha de la ira y entonces sentiría

esa necesidad asesina que cada tanto se

apodera de su alma.

Su control emocional, al igual que el mío,

pende de un hilo muy pero muy delgado, por

nada en especial, sólo porque así son las cosas,

y para qué complicarse con explicaciones que

a esta altura del partido no ayudan en nada.

Digamos que un día usted quiere encender el

auto y éste se niega a arrancar. Es un auto usa-

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do, en el que ha gastado no poca plata para

ponerlo a punto. Todo parece estar en su lugar

pero sin embargo no arranca. Usted y yo sa-

bemos que hay veces en que parece que las co-

sas están poseídas por el mismísimo demonio.

Y es como si se rieran en la cara de uno. Como

si le dijeran "Jodéte, me cansé de ser tu escla-

vo, mamífero inútil". Entonces usted lo deja,

paciente y acostumbrado a no hacer nada cu-

ando no hay nada que hacer, se sienta en su

sillón favorito en el living o en el patio a pen-

sar mientras espera que todo se arregle, pero

nada se arregla. Hurga en sus bolsillos como si

no terminara de convencerse de que al igual

que yo está en bancarrota, porque usted está

sin un peso, y con la tarjeta vencida. Porque es

tan buen tipo que le ha prestado plata a medio

mundo y nadie se ha acordado de devolverle el

favor. Y ahora no tiene un peso. Y piensa, no

para de pensar ni un instante. Y le duele la

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cabeza de tanto pensar y buscarle una solución

al problema, que a esa altura del día ya es un

problema porque el mediodía se acerca y algo

hay que poner en la olla para el almuerzo,

porque usted tiene que comer, quisiera no

hacerlo pero su estómago, su mujer y alguno

que otro hijo le recuerdan a cada instante que

tiene que hacerlo. La televisión no lo relaja, la

gente corta rutas, hace piquetes, se agarra a las

trompadas con la policía. Y nadie se hace car-

go. Usted y yo sabemos que desde hace tiempo

todo está patas para arriba. No, no tengo repite

usted de pie en la puerta ante la mirada in-

crédula de doña Rosa, la encargada de la pen-

sión, que se empecina en llamar a la puerta ex-

actamente cada una hora; la vieja es un reloj

en cuenta regresiva. No se preocupe, le voy a

pagar, dice usted con su mejor cara de lástima.

La vieja solo lo mira con sus enormes ojos ne-

gros y se rasca la cabeza. Se queda ahí, parada,

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estática sin decir nada, sólo mira como sólo el-

la sabe mirar. Doña Rosa es una especialista en

miradas. Luego, da media vuelta y se va. Usted

y yo sabemos que es una vieja chusma y que

muerta le sería más útil a la humanidad. En-

tonces escapa hacia la calle, para no des-

quitarse con la pobre vieja. En su huida

encuentra a Miguel, o a Juan o a José, para el

caso da lo mismo, un amigo con quien suele

jugar al fútbol los sábados a la tarde. Está

comprando cigarrillos en un kiosco, lo saluda

con su mejor cara y de buena manera usted le

pregunta si tiene algo del dinero que le ha

prestado. El otro se enoja, no puede creer que

le esté reclamando dinero, a un amigo no se le

hace eso, la plata va y viene, los amigos son pa-

ra siempre, ¡Carajo! Y usted quiere decirle que

en su caso la plata sólo va, nunca regresa, pero

no lo dice, le pide disculpas por su atrevi-

miento. Se va casi avergonzado. Sabe, al igual

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que yo, que hay gente que tiene una extraña

capacidad para hacer sentir mal a sus semejan-

tes. De todas maneras anda un rato divagando.

Se detiene frente a un teléfono público, y

piensa en llamar a alguien que le dé una mano

pero se encuentra con que primero, no tiene la

moneda de 25 centavos para hacer la llamada

y, segundo, no tiene a quién llamar. A quién

pedir lo que tanto necesita: dinero. Regresa ca-

bizbajo a su casa luego de un rato. Le duelen

los hombros, el cuello, las piernas y el trasero;

está exhausto y transpirado. No tolera más.

Hace calor, como siempre, porque acá siempre

hace calor y usted, como yo, odia el calor.

Piensa, no deja de pensar ni un instante, se pa-

sea de un lado a otro por la casa y le duele la

cabeza de tanto pensar al pedo. El timbre de la

puerta suena y usted lo siente como una

alarma de incendio, y ojalá lo fuera y las llamas

se devoraran todo de una buena vez. No

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atiende y deja que el timbre suene bajo el dedo

impertérrito de doña Rosa. Más tarde sale a la

vereda, mira el horizonte e intuye que otra vez

no va a llover. Escupe el suelo caliente tra-

tando de quitarse el mal sabor que persigue su

boca. Un auto pasa a toda velocidad y la pol-

vareda ingresa en la casa y se pega a su cuerpo

transpirado. No dice nada, ni una mala palabra

escapa de su boca, se guarda la bronca e inten-

ta que se diluya en su sangre. Quiere bañarse

pero la vieja, esa sádica y fea mujer, le ha cor-

tado el agua y la luz, le ha hecho un piquete a

su dignidad en espera de que se le pague lo

que le adeudan. Y usted quisiera cortarla en

pedacitos y luego ofrecer sus restos a los per-

ros que buscan sobras y desparraman las bol-

sas de basura. Son las dos de la tarde, y el día

que hoy le toca vivir no se termina, pareciera

estancado en cada segundo. Su estómago le

recuerda que aún no ha almorzado y que es

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probable que no lo haga. Entonces llega su mu-

jer de la casa de la madre y en el rostro pueden

leerse los reproches dibujados por la lengua

venenosa de su suegra. Usted y su mujer se si-

entan, como es costumbre en el verano, a

descansar bajo la sombra perenne de una en-

redadera y usted acepta el tereré tibio que ella

le ofrece. La mira, y los ojos de gringa, celestes

como el frío cielo patagónico de donde usted la

trajo con mil promesas, recorren la fisonomía

escuálida, sucia y maloliente del hombre que

tiene enfrente. Lo mira pero no dice nada,

porque las mujeres nunca dicen nada, odian en

silencio. Sin embargo, usted sabe lo que ella

está pensando, que es un inútil, un pobre infe-

liz que no es capaz de conseguir un empleo y

pagar sus cuentas. Que no hay remedio, que no

va a cambiar más y será un fracasado como su

padre. Que lo mejor sería que se fuera con el

primero que se le cruce y lo abandone, como

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se lo ha dicho su madre. Por ejemplo, con ese

muchacho joven con quien usted la ha visto

charlar animadamente y reírse y sonrojarse. Y

que además tiene un auto nuevo y anda en la

política. A usted le duele la cabeza en cada

pensamiento. Sorbe el agua tibia que le quema

la garganta y la mira con los ojos bien abiertos.

Ella esquiva la mirada con desdén, como si se

negara a ver en sus ojos su propia bronca re-

flejada. Los ojos de ella recorren el suelo y se

fijan ansiosos en un enorme trozo de ladrillo

que se ha desprendido de la pared; los de ust-

ed se clavan, extasiados, en un viejo caño de

hierro oxidado. En ese momento, usted, que al

igual que yo es un tipo tranquilo e incapaz de

hacer daño a nadie, siente ganas de matar.

Siente que hasta sería placentero hacerlo.

Siente que las ganas lo ganan desde adentro y

ya no hay cómo detenerlas. Tal vez usted logre

controlar esas ansias asesinas, tal vez pueda

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reprimirlas mejor de lo que yo lo hice, pero es

sólo cuestión de tiempo para que su instinto

rompa las cadenas. Y créame no es culpa suya,

con el instinto no se puede, no se puede, señor

juez.

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Tercer tiempo

A pesar de todo, tenía el rostro de siempre.

El cabello ondulado sobre la frente, los ojos

grandes y la expresión serena. Se lo veía bien,

sin embargo estaba muerto. Sus pies se

balanceaban a medio metro del suelo y su

cuello pendía de un cable que se estiraba,

tirante, de una de las vigas del techo del club

San Martín. El cuerpo de Ariel Martínez "el

toro", colgaba como el péndulo de un reloj

antiguo y cada oscilación marcaba los

segundos de su muerte. Tenía puesta la

camiseta con los colores del club, short y

botines. Cerca de sus pies una silla de plástico,

testigo inmaterial de aquella muerte, yacía

volcada. Más allá, una pelota de cuero con

restos de barro. Decenas de huellas de manos

y pies anónimos quedaron hacinados en la piel

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del balón. La lluvia aún repicaba en el techo de

chapa.

_ El toro no pudo haberse matado_ sentenció el

más gordo de los hombres y quebró el silencio

fúnebre que se había instalado en la mesa del

bar donde se había reunido el plantel titular de

los veteranos de San Martín. _ Justo ahora. Es

raro_ agregó un hombre calvo y de barriga

prominente. Y recordó que estaban en su

mejor momento como equipo, con grandes

posibilidades de ascender a la primera.

_ No somos nada_ se lamentó alguien. Y

aquella frase gastada por el uso cobraba un

nuevo sentido. _ Esto es cosa de los Fernández_

aseguró otro, la última palabra la pronunció

lento como si le costara decirlo._ Esos se la

tenían jurada al toro desde que les hizo cinco

goles el año pasado. _ Hijos de puta. Hay que

hacer algo_ dijo uno de ellos y luego vació en

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su garganta el contenido de la botella de

cerveza.

Señoras y señores el toro Martínez está en la

cancha, el goleador, la promesa del barrio San

Francisco, al que se lo quieren llevar los

grandes clubes de Buenos Aires. Apenas tiene

dieciséis años pero ya es todo un señor. Está

en la cancha y es el dueño de la pelota. Juega

de nueve y puede patear tanto con la zurda

como con la derecha, es un león, un tigre, es el

toro Martínez, el temor de los defensores que

saben que hay que voltearlo porque si no es

gol seguro. Todos en el barrio lo saben, todos

lo conocen, todos quieren jugar con él o contra

él, poder patear la misma pelota que el toro

Martínez es un honor. Todos saben que cuando

el toro juega, el partido es otra cosa, es un

acontecimiento. Ya no importa que la cancha

sea de tierra y esté llena de pozos, ya no

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importa que no tenga las medidas

reglamentarias y que uno de los travesaños

esté notoriamente inclinado, cuando juega el

toro Martínez, señores, es una final de la

Libertadores o de la Copa del Mundo. No hay

referí en este partido, en las canchas del barrio

nunca hizo falta un tipo que diga que esa

jugada es una falta, que corte la jugada o que

cobre un penal. En la cancha hay códigos que

se respetan con la vida. Aquí se hacen y se

deshacen los hombres. Todo se resuelve en

este rectángulo de tierra, las diferencias, los

malos entendidos, las deudas; aquí, Señores,

las cosas se definen a favor de quien sea mejor

con la pelota. En el barrio se gana o se pierde

el respeto al trote y con la pelota en los pies.

Por eso todos respetan al toro Martínez,

porque simplemente es el mejor. No hay

silbato que suene para dar inicio al encuentro,

el partido comienza cuando alguien se la pasa

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a Martínez. Como siempre, hay dos cajones de

cerveza en juego pero, hoy, hay un extra, algo

que sólo el toro Martínez y el diez del otro

equipo saben, y que los demás sólo se atreven

a adivinar con las miradas. Una diferencia que

huele a perfume de mujer. Algo que puede

hacer que el partido se salga de su cauce. Los

rumores dicen que los dos se vieron antes del

partido, y hablaron e hicieron un trato y que

este partido va a definir la disputa. Señoras y

señores, el toro Martínez recibe la pelota.

El occiso tiene entre treinta y cuarenta años,

de profesión albañil, changarín, ex jugador de

fútbol, con residencia en Miraflores y tercera,

sexta casilla por el callejón en dirección Norte

a Sur. Sin antecedentes en esta dependencia.

Testigos afirmaron que vivía con su mujer de

nombre Lucía, alias la luci, madre de un niño,

actualmente con paradero desconocido.

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No se le conocen otros familiares al difunto.

Acostumbraba jugar al fútbol en el club de

veteranos San Martín de esta ciudad. No se le

conocen enemigos. El resultado de las

primeras observaciones forenses no dio

cuenta de lesiones ni marcas que pudieran ser

el resultado de lucha o ataque por lo cual se

sostiene la hipótesis inicial de suicidio. Los

análisis de alcoholemia arrojaron resultado

positivo. Un alto grado de alcohol se halló en la

sangre, algunos testigos afirmaron que estuvo

bebiendo hasta altas horas de la noche con sus

compañeros de equipo en inmediaciones del

club San Martín. Sin embargo una mujer

declaró haberlo visto discutir con el encargado

de un alojamiento del barrio. La testigo dijo

que la víctima, en estado de ebriedad, cruzó

unas palabras con un hombre que intentó

impedirle el ingreso, sin embargo Martínez

entró y unos minutos después volvió a salir a

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paso veloz. Este último dato es materia de

investigación. Se desconoce la relación entre

ese lugar y la víctima. El encargado del

alojamiento niega que la víctima haya estado

en ese lugar la noche del sábado.

_ Necesito verte. Soy Lucía_ dijo la voz grabada

en el contestador y Martín no necesitó volver a

escucharla para saber de quién se trataba. A

pesar de los años la voz de esa mujer le era

inconfundible. Tampoco necesitó volver a

escuchar el mensaje para decidir que iría. Luci,

Lucía, la linda, la estrella, la princesa, la reina

de la comparsa y del carnaval. La jovencita de

ojos claros y curvas delineadas que solía

pasearse por la vereda con un short bien corto

y recibía las miradas libidinosas de los

hombres, y la envidiosa crítica de las señoras

del barrio. Después de todo volvería a ver a

Lucía. Estaría hermosa como siempre. Los

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años completaron la obra de arte iniciada en la

adolescencia. La vería en el lugar de siempre

donde en el transcurso de veinte años se

habían encontrado en contadas ocasiones. Un

café, una sonrisa, ¿cómo andás?, ¿qué es de tu

vida? Y luego al hotel por un par de horas, para

después desaparecer y olvidarse de que alguna

vez se habían encontrado.

El toro Martínez reposaba como una bestia

cansada, junto a otros, sentado en el piso de la

vereda del club, rodeado de mugre bebía litros

y litros de cerveza. Ésa era la rutina de los

sábados y domingos entrada la tarde y hasta

que ya no hubiera nada que tomar, ni a quien

pedir fiado, ni nada que empeñar. Entonces

volvía a la casa y vomitaba toda la

podredumbre que llevaba dentro y desquitaba

su fracaso y su impotencia con la luci a fuerza

de golpes y de insultos hasta que caía rendido,

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harto de ser él mismo. Junto a Martínez

estaban los diez hombres del plantel titular.

Sentados con las piernas hacia adelante

exhibiendo los muslos y los botines, que

parecían encarnados en los pies. Los cordones

desatados, las medias bajadas hasta los

tobillos, canilleras y vendas esparcidas por

doquier como si fueran las tripas de un

matadero. Se habían quitado las remeras y

todos lucían la marca evidente de los años

traducida en kilos de grasa que se acumulaban

en las panzas cargadas de alcohol. _Fondo

blanco, campeón_ le dijo el volante central y le

acercó una botella de cerveza fría recién

abierta. Mientras bebía, el teléfono del toro

sonó, leyó el mensaje con esfuerzo y sin bajar

la botella de la inclinación que le había dado.

Bebió hasta la última gota y luego se levantó. _

¡Mierda!_ exclamó y estrelló la botella contra la

pared.

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A todos les dolió la muerte del toro Martínez.

La policía dijo que había sido suicidio pero en

el barrio nadie creía jamás lo que decían las

fuerzas de la ley. Nadie se tragó ni por un

instante que ese hombre, el goleador, el

capitán del equipo, el que había jugado en las

inferiores de Boca, el que había vuelto al

barrio porque los grandes clubes no lo sabían

cuidar, el que pudo haberse ido a Europa pero

eligió quedarse, se hubiera matado así nada

más. Dos noches después de su muerte el

plantel de veteranos de la primera de San

Martín, apedreó la casa de los mellizos

Fernández, que según decían se la tenían

jurada al veterano campeón. Corrió la voz y a

la violenta manifestación se sumaron vecinos y

conocidos del difunto, que reclamaban justicia

por mano propia. Llovieron insultos y piedras

sobre la casa. El viejo 504 estacionado en la

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vereda recibió los castigos más violentos. Los

manifestantes se subieron al techo y saltaron

sobre él. Rompieron los vidrios, entre varios lo

volcaron y lo dieron vuelta. Luego alguien tuvo

una idea, del tipo de ideas que surgen en estos

casos. Devolvieron al vehículo a su posición

anterior. Una botella con nafta, una mecha

hecha de un trapo viejo, un encendedor y en

unos instantes el viejo Peugeot ardía. Luego lo

empujaron entre todos hacia el interior de la

casa. La turba enardecida gritaba victoriosa.

Luego vino la policía y la disputa se enfocó en

los uniformados, conocidos rivales de los

domingos cuando iban al estadio. La familia

Fernández a duras penas pudo escapar. Las

llamas consumieron la casa y la sed de

venganza, por aquella muerte cargada de

misterio, se apagó al amanecer.

Martínez entró por el pasillo que se metía

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hasta el fondo de la pensión. Por sobre el

repiqueteo de la lluvia contra las chapas

escuché sus pasos y la corta discusión con el

turco que atendía la entrada de los huéspedes.

Le había enviado un mensaje anónimo lo

suficientemente convincente para que fuera a

ese lugar. Siempre quise que nos volviéramos

a ver para restregarle su fracaso en la cara. Un

golpe seco abrió la puerta y el toro Martínez

me vio, desnudo con Lucía. Adiviné su cara

seria. La habitación estaba apenas iluminada

apenas por el reflejo de las luces de la calle. Se

quedó un momento observándonos con la

mirada perdida en la nada, como si hubiera

errado un penal. Enseguida me reconoció. No

hizo falta que prendiéramos la luz ni que

alguien quebrara el silencio con una inútil

explicación. Lucía se largó a llorar, no seas

tonta le dije. Él balbuceó algo parecido a una

puteada y luego se fue. La cosa no podía

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terminar ahí, así que lo seguí por varias

cuadras hasta el club que había quedado vacío.

Allí lo tomé por sorpresa y arreglé todo de la

única manera que estas cosas se arreglan.

A la mañana lo encontraron colgado. Y de

alguna manera el cable grueso que sostenía su

cuello ocultó cualquier rastro que pudiera

quedar.

De vez en cuando descubro a Lucía llorando

y le preguntó por qué llora y me dice que por

nada y entonces miro hacia el patio de mi casa

donde su hijo corre con fuerza detrás de una

pelota, y entonces entiendo, y a veces yo

también quiero llorar pero no puedo.

Señoras y señores el partido termina y una vez

más el toro Martínez y sus súbditos se quedan

con la victoria. El final de la contienda lo

determina el ocaso, la imposibilidad de ver en

la oscuridad. El diez del otro equipo se niega a

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abandonar pero es evidente que el partido se

termina y que el resultado ya está dicho. Los

ánimos de todos caen con el sol como si éste

fuera el origen de sus fuerzas y en un acuerdo

tácito dejan de correr. Todo está dicho. El

capitán del equipo vencido se queda solo,

sentado en la oscuridad. Sabe que no habrá

revancha y que deberá cumplir con lo pactado.

El peso de la derrota le impide levantar la

cabeza. Siente la tierra seca de la cancha en su

mano y metida en sus uñas. Maldice su suerte

y su falta de precisión. No quiere echar culpas.

Se la banca en silencio. No volverá nunca a

pisar esa cancha y es probable que ninguna

otra. Deberá olvidarse del derecho a cortejar a

Lucía. El toro se lo ha ganado en buena ley.

Cabizbajo espera que la noche se cierre aun

más para que le oculten sus lágrimas y recién

entonces se levanta y se va, exiliado para

siempre.

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Punto muerto

Víboras, cientos de víboras lo rodeaban y se

metían bajo sus pies y en la botamanga de sus

pantalones. Era lo único que podía ver en la

oscuridad en la que estaba inmerso. Se hundía

de a poco en un mar frió y pegajoso de

serpientes. Despertó con la garganta repleta de

goma salivosa. Aún estaba oscuro y sintió la

nalga fría de Rosa que dormía a su lado. Se

levantó a orinar. Caminó en la oscuridad para

no despertar a la mujer. A tientas buscó el

inodoro. Junto a unos trapos sucios le pareció

ver a una de las víboras de la pesadilla.

Observó el rincón mientras somnoliento

orinaba. Luego volvió a la cama. Recordó que

debía comprar cemento para terminar de

sellar la cámara séptica; un par de kilos serían

suficientes para acabar la tarea. Dio un par de

vueltas y finalmente se acurrucó sobre Rosa y

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la penetró suavemente hasta quedarse

dormido. Sobre el tablero del viejo Renault 12

el celular permanecía en silencio. Debían

avisarle por dónde ir, cuáles eran las calles

liberadas sin embargo era evidente que nada

saldría según lo previsto. Una montaña de

dinero se derrumbaba en el asiento trasero, el

revólver se enfriaba en la guantera y un

muerto se endurecía en el baúl. Circulaba por

la 25 de mayo, la calle más transitada del

centro sin embargo ahora estaba vacía.

Disminuyó la velocidad. A la altura de Deán

Funes distinguió un vehículo que se detenía

cortando el paso; miró por el retrovisor e igual

situación ocurría sobre la calle Moreno. Se

asomó por la ventanilla y espió a la izquierda y

luego a la derecha hacia los techos de los

edificios bajos. Finos caños de rifles apuntaban

a la calle. Serpientes erguidas listas para

escupir sus venenos. Pisó suavemente el

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embrague, puso punto muerto y dejó que la

inercia hiciera el resto.

_Movete Juan, sos cochino, eh _ protestó Rosa

mientras corría desnuda hacia el baño. Su

cuerpo cortó por un instante los haces de luz

que se filtraban por las rendijas de la ventana

y a Juan le pareció un sueño verla correr

desnuda. Mientras los reclamos de la mujer

retumbaban en la casa y terminaban de

despertar a Juan, él bostezó largo, se restregó

los ojos, despidió una sonora flatulencia y se

rascó con ganas los testículos.

Los enormes senos de Rosa avanzaron

hacia él como dos enormes campanas que

anunciaban las buenas nuevas: _No hay plata

para hoy. A pesar de sus cuarenta y tantos

años Rosa era realmente linda tanto como lo

había sido en sus mejores tiempos cuando

vivía en el centro con la vieja tía Clara. Era de

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piel absolutamente blanca y de cabellos negros

largos hasta la cintura. Si Juan la hubiera

conocido en esa época no hubiera tenido

ninguna posibilidad, se hubiera muerto de

ganas. Todos los tipos andaban detrás de ella y

los pretendientes desfilaban en la casa de la

tía. Y la vieja era cómplice, nunca le había

hecho un reproche aunque tampoco le había

dado un gesto de aprobación. Pasaba horas

mirando la tele enterándose de todos los

avatares de la farándula. Y a veces Rosa la

acompañaba; sobre todo los fines de semana

cuando tenía el día libre en su trabajo. Se

sentaban frente al televisor y tía y sobrina

pasaban horas, en silencio, sorbiendo el agua

tibia del mate dulce lavado. Hasta que Rosa

comenzó a tener ganas. Ganas de salir, ganas

de conocer gente, ganas de crecer, ganas de

ver el mundo pero por sobre todo unas ganas

terribles de cojer. Entonces llegó Carlos; luego

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Ariel, Marcos, Esteban, Manuel, Javier, Don

Antonio, El teniente Ayala, Rocky, el cicatriz, el

negro, el chapita, y después de todos Juan.

_Con las mujeres no importa ser el primero

sino el último_ solía murmurar Juan en voz

baja cuando las cargadas de los muchachos

arrinconaban su orgullo contra la pared. Rosa

era así. Pura mujer, pura hembra en cada

pedazo de piel que ahora le pertenecía a Juan.

Desnuda ante un espejo que carecía de marco

y que apenas reflejaba, Rosa se maquilló. El

tiempo había dejado sus huellas en cada una

de las arrugas de la mujer. Lo primero que

Rosa hacía en la mañana, era maquillarse. Y a

Juan le agradaba verla marcar su rostro con

colores al igual que un artista. Rosa hacía su

arte. Nunca la habían visto despintada. Eso era

privilegio de Juan y él apreciaba en silencio los

momentos únicos en la mañana en que su

mujer ocultaba a golpe de pinceles, cremas y

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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pinturas las indelebles marcas de los años.

_ ¿Qué vamos a hacer? _ escupió la Rosa

ante la falta de una respuesta a la primera

pregunta. Y clavó los ojos en el reflejo del

espejo que le mostraba la cara del hombre que

a pesar de todo amaba.

_Hoy consigo _ susurró Juan. Y la mujer no

le entendió pero se conformó con que le diera

una respuesta a su preocupación. Terminó de

maquillarse y luego comenzó a vestirse, en

silencio. Juan terminó de levantarse, buscó las

ojotas que se escondían bajo la cama, y se las

puso. Se las tuvo que volver a quitar porque

una tenía cortada la tira principal que se

insertaba entre el dedo gordo del pie y los

demás lo que hacía imposible desplazarse.

Volvió a sentarse en la cama y observó, con

resignación, a la ojota herida. Caminó descalzó

por la casa con la ojota rota en la mano.

Encendió la radio y buscó algo alegre que le

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levantara el ánimo. El aparato le ofreció la

cumbia de todos los días con su ritmo

constante y sus letras que hablaban de las

desgracias del hombre por culpa de una mujer

traidora. Tarareó la canción en voz baja

mientras encendía la cocina y preparaba el

mate. Siempre con una ojota en la mano. "Que

llore, que llore esa malvada, que sufra, que

sufra esa malvada, que pague el daño que me

causó..." Finalmente cortó un trozo de alambre

que colgaba de una tabla incrustada en la

pared y con él arregló la ojota. Se la puso y

sonrió satisfecho. Quitó la pava del fuego antes

de que el agua hirviera y de inmediato vertió

un chorro de agua para humedecer la yerba.

Tomó fuerte el mate entre las manos, hasta

sentir su calor. Abrió la única ventana que

había en la casa y observó el horizonte, lejos.

Vio un campo inmenso que empezaba a

mostrar sus colores con las primeras luces de

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

41

la mañana y se extendía mucho más allá de su

campo de visión. Vio un pequeño estanque de

agua cristalina con algunos patos dándose el

primer baño; vio los árboles repletos de

sombras y escuchó el sonido de las aves que

revoloteaban en las ramas; aspiró fuerte hasta

llenar los pulmones y pudo sentir el aroma de

la tierra húmeda y fértil que se abría lasciva

ante los hombres; todo eso vio Juan aunque

nada de eso estaba allí realmente, en su lugar

estaba la pared de la casa vecina pero hacía

rato que Juan había aprendido a no verla.

La mujer terminó de vestirse y lo

acompañó con el mate. Los labios de Rosa

dejaron escapar un leve temblor después de

sorber la bombilla caliente y sus ojos se

perdieron en una mirada interior lejana e

insondable. No dijeron una sola palabra hasta

que el agua se acabó. A ninguno le gustaba

conversar en las mañanas. Las conversaciones

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

42

se dejaban para la noche y se extendían hasta

la madrugada. Valía la pena amarla, pensaba

Juan.

Cuando finalmente Rosa se fue a trabajar

Juan sintió que la soledad le golpeaba el rostro

pero no le hizo caso y le puso la otra mejilla. Se

dio una ducha fría para quitarse la modorra.

Mientras se vestía recordó que debía comprar

el cemento para terminar su trabajo, pensó en

el dinero oculto bajo el colchón, ¿cuándo sería

el mejor momento para decírselo a Rosa?,

¿acaso ella lo entendería? Estaba también

aquello otro que había escondido en el fondo

de la cámara séptica y que empezaba a oler

mal. Rosa no volvería hasta el mediodía. Había

tiempo para pensar en algo.

Juan salió a la vereda. El barrio estaba lleno

de basura que el viento se negaba a llevar. Dio

un largo bostezo y volvió a la casa; preparó

tereré, tomó su sillón plegable y volvió a salir.

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43

Se acomodó en la vereda bajo la sombra de

una planta de paraíso. Allí, repasó los sucesos

de la semana anterior y esperó a Rosa confiado

en que el devenir no estropearía sus planes.

Una bala atravesó el parabrisas del Renault 12.

Los fragmentos del vidrio cayeron sobre el

rostro de Juan y esto le dolió más que el

proyectil que se clavaba en su cráneo.

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4. El mate asesino

Entonces le pregunto dónde estuvo usted a

la hora en que mataron a la víctima, y Rosendo

me responde que estaba en su casa tomando

mate con unos amigos. Ésa es su mejor

coartada, y a mí me pica todo el cuerpo,

porque cómo alguien puede estar tomando

mate tranquilamente en su casa y al mismo

tiempo asesinar sin piedad a su vecino. Porque

el muerto es nada menos que su vecino y se

conocen de toda la vida y en el barrio todos

saben que no solo no se querían sino que

habían jurado matarse.

Se sabía que Rosendo le echaba la culpa a

Artemio López, el occiso, de que Mónica, su

mujer, lo haya abandonado, según Rosendo

alguien le había llenado la cabeza para que lo

dejara. Vaya uno a saber por qué pero Rosendo

apuntó hacia su vecino como el autor de

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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aquella injuria, esa sospecha, acaso,

condenaría para siempre la suerte de la

víctima. El caso es que aunque no se pudo

demostrar la veracidad del chisme un día la

mujer dio un portazo y se fue a vivir con la

hermana que vive a unas pocas cuadras.

Al tiempo los tres aparecieron por la

comisaría: Rosendo para denunciar a Artemio

López, su vecino, por calumnias e injurias,

Artemio para denunciar a Rosendo por lo

mismo más daño moral, decía que él no era un

chismoso y que si la mujer lo abandonó habrá

sido porque se dio cuenta de que era un inútil,

seguramente encontró algo mejor. Y Mónica

para denunciar que ya no vivía en esa casa

pero que le pertenecía y quería que Rosendo la

desalojara lo antes posible. Rosendo se

empacó y no estaba dispuesto a irse. La feliz

pareja no tenía hijos asi que el tire y afloje fue

por la casa, como suele ocurrir en estos casos.

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Así fue que Rosendo y Artemio se

prodigaron un profundo odio. Sin embargo no

basta con que dos personas se odien para que

alguien termine muerto. En el mundo no

habría tanta gente si así fuera. El caso es que

para todos y sobre todo para mi, Inspector

Arístides Rojas, representante exclusivo de la

ley en la localidad, el principal sospechoso de

la muerte de Artemio López, era Rosendo, lo

decían sus ojos, su media sonrisa que aparecía

al terminar cada frase, un leve temblor en la

mano diestra y su forma de moverse en la silla.

Todo su cuerpo lo delataba, sin embargo tenía

una coartada efectiva por lo simple que

resultaba ser. A las cinco de la tarde, la hora en

que mataron a su vecino con un golpe en la

cabeza, había estado tomando mate en su casa;

Aquello desviaba la investigación hacia otros

lados y yo no estaba dispuesto a permitirlo. Si

acaso el sospechoso hubiera estado sólo

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podría considerarse una mentira pero tenía

testigos que afirmaban bajo juramento haber

estado tomando mate con él. Uno, el más

convencido de la inocencia del sospechoso era

un oficial de mi seccional, un recién llegado de

la Escuela de cadetes; había sido convidado

con unos mates a la hora en cuestión, cuando

llegó al domicilio a ofrecerle una rifa que

estábamos organizando en la comisaría y

Rosendo de buena voluntad y como siempre lo

hacía compró dos números, el 17 y el 48, la

desgracia y el muerto que habla, casualidad

¿no? Otro testigo era una prima del concejal

Fernández, que estaba ofuscada y quería

escaparse por la ventana para que nadie la

viera en medio de aquel escándalo. Ella se

había acercado a la casa del sospechoso como

parte de una reunión de la Asociación

Cooperadora de la escuela que justamente era

presidida por Rosendo. De eso se trataba la

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cuestión, a la hora del crimen el sospechoso y

otras cinco personas integrantes de la

comisión directiva de la cooperadora de la

escuela del barrio se reunían en la casa de

Rosendo, que resulta ser el presidente de la

comisión, para deliberar acerca de las acciones

a realizar para recaudar fondos y así poder

comprar ventiladores nuevos para las aulas.

Entonces mi sospechoso tenía testigos que

juraban haber estado con él esa tarde en su

casa tomando mates; hasta había un acta

confeccionado acerca de lo que se había

tratado en la reunión y al pie firmaban los

asistentes. Entre ellos Rosendo quien incluso

se había asegurado de que se lo nombrara

permanentemente en el acta y a la hora de la

firma la había aclarado con imprenta

mayúscula y había agregado su DNI.

Me pasé horas leyendo y releyendo esa acta

en busca de algún indicio que me revelara algo

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inusual. "En la ciudad de Buena Esperanza

siendo las 17,00hs del 25 de abril de 2009 se

reúnen los Sres. miembros de la comisión

directiva de la Asociación Cooperadora de la

Escuela N°519 con el objetivo de analizar las

acciones pertinentes a llevarse a cabo para la

compra de seis ventiladores de techo...bla, bla,

bla" nada me decía aquel papel que no me

hubieran dicho ya el sospechoso o algunos de

los testigos.

Me dediqué entonces a analizar a la

víctima. Acá no tenemos equipo científico que

analice el cadáver. Todo se hace con voluntad

pero con el mínimo de recursos técnicos. A

primera vista el muerto había recibido un

fuerte golpe en la cabeza con un objeto

contundente, de tal magnitud que había

muerto en el acto. Fue encontrado en el patio

trasero de su casa tirado en el piso, de lado,

como si se hubiera caído del sillón plegable en

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el que momentos antes había estado sentado,

también, tomando mate. El termo había caído

al suelo y estaba roto por dentro pero el mate

apenas si se había deslizado de la mano del

difunto. Artemio era un solterón y vivía solo.

Fue Doña Juana, una vecina, que solía ayudarlo

en la casa, la que lo encontró muerto.

El hombre se habría levantado de su siesta,

tomó su sillón plegable y lo acomodó en la

única sombra que había en el patio, bajo una

planta de mango cerca del tejido lindante con

la casa de Rosendo.

Luego de alguna manera alguien se

introdujo a la casa, tomó por sorpresa a la

víctima y le dio un golpe certero que acabó con

su existencia antes de que terminara de

despertarse del todo. Sin embargo nadie vio

nada extraño. Doña Juana, es corta de vista, y

vive frente a la casa de Artemio. Ella dijo que

regaba sus plantas a esa hora y que alguien la

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saludó desde la vereda pero recuerda solo un

bulto gordo y algo azul.

Vuelvo entonces a mi único sospechoso que

según declaró estaba tomando mate en su casa

mientras a unos metros alguien mataba a su

vecino. Y les pregunto a los testigos: ¿qué tal

estuvo el mate?

_ ¿Cómo? me dicen.

_ ¿Si este hombre seba buenos mates? y

todos se distienden del interrogatorio policial.

_ Es un perfeccionista dice una de las

damas.

Al parecer Rosendo tenía un mate que era

único, lo había traído de la selva misionera y

había sido hecho por los aborígenes, la

bombilla era de alpaca grabada con su nombre

y apellido. Además tenía su propio ritual de

preparación, no tomaba un mate si lo

preparaba otra persona. Era muy exigente, no

le ponía nada al mate solo yerba y de la mejor,

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y era muy atento; nunca un mate frío ni viejo,

cambiaba la yerba cada cinco mates. Y

entonces me pica el bichito de la inteligencia y

les pregunto cuántas veces cambió la yerba esa

tarde y todos me miran raro pero me

responden que al menos tres veces. Y entonces

reviso la casa y el cesto de la cocina está vacío

y voy al patio trasero y veo el montoncito de

yerba junto a una planta cerca del tejido. O sea

que el sospechoso fue a ese lugar que

casualmente no está a más de tres metros de la

víctima al menos tres veces a la hora en que

ocurrió el crimen; un tejido de no más de 1,5

metros de alto lo separaba de la víctima.

Me rasco la cabeza para pensar un poco

mejor y examino ese pequeño patio de

vivienda urbana, apenas tres metros de fondo

para hacer un asadito o mirar la puesta de sol

y extender la ropa y hacer todo lo demás. Chico

pero lindo. Algo no me cerraba. Si no tuvo

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nada que ver tuvo que haber visto o escuchado

algo pero sostiene que no vio ni oyó nada

anormal y que además no es de estar

prestando atención a lo que pasa en la casa del

vecino, mucho menos de ese vecino. Pero yo

no le creo, y me pica la nariz cuando me acerco

a él y eso es porque me miente porque cuando

alguien me miente, a mi me pica la nariz, es

algo que heredé de mi abuelo y siempre me

sirvió en este oficio. Entonces recorro el patio

y pienso en un rompecabezas, no sé porqué

justo en ese momento se me ocurrió pensar en

un rompecabezas y empiezo a jugar en mi

cabeza con las cosas que hay en el patio.

Intento ver la escena del crimen desde ese

lado. Quiero pasar sobre el tejido pero no es

tarea fácil, mi pansa y mis años me lo impiden.

Sin embargo Rosendo es un hombre atlético

siempre ha cuidado su salud. Solía salir a

caminar todas las tardes. Nunca se lo vio fumar

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o tomar. Un hombre recto en todo sentido. Por

otra parte si acaso el sospechoso hubiera

podido trepar de seguro que el ataque no

hubiera sido sorpresivo.

Entonces encuentro unos restos de yerba

en la medianera. Y la guardo en una bolsita de

plástico. Luego voy a ver cómo hago para

examinarla.

Entonces creo entender lo que pasó y llamo

a todos, incluido Rosendo.

_Decime Rosendo ¿qué yerba tomás?

Y él me lo dice.

_ Convidáme un mate Rosendo_ le pido.

Y él me lo convida, porque un mate no se le

niega a nadie, menos a la Policía. Y enseguida

me doy cuenta que es un mate de calidad. Es

pesado y se puede sentir la tibieza del agua

caliente en la mano y el aroma de la yerba se

mezcla con la madera del mate, una madera

dura que nunca antes había visto. El primer

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sorbo lo disfruto de manera especial porque

desde la mañana no había tomado mate aún y

ya me estaba doliendo la cabeza. Entonces

cuando le estoy por devolver el mate a

Rosendo me doy cuenta que mi mano está

húmeda. Tu mate está filtrando, le digo a

Rosendo y él parece sorprendido, y entonces

reviso el mate y descubro una pequeña

rajadura, apenas visible. Vos lo mataste

Rosendo, le digo y él me mira serio. Lo

planeaste todo desde el principio, la reunión

de la cooperadora y el acta que según me dicen

ahora es la primera vez que se hace. Todo era

parte de tu coartada. Y en esa coartada la parte

esencial era el mate, como ya lo dije antes.

Como siempre preparaste el mate y en el

primer cambio de yerba examinaste el lugar,

enseguida te diste cuenta de que tu víctima

estaba del otro lado tan cerca e indefenso.

Quizás no haya sido la intención matarlo pero

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lo hiciste. Lo llamaste y cuando se acercó al

tejido le diste un matazo en la cabeza. Artemio

trastabillo unos pasos, se llevó por delante el

sillón y cayó tendido, muerto.

Todos se quedaron con la boca abierta

hasta el mismo sospechoso, que ya no era

sospechoso sino asesino. No le quedó más

remedio que putearme y resistirse al arresto,

lo que no hizo más que jugarle en su contra.

Los agentes lo esposaron y se lo llevaron

derechito al calabozo.

Al tiempo se lo llevaron a una cárcel de la

ciudad y yo saqué de la caja de evidencias

aquel bonito mate asesino.

Ahora que Rosendo fue condenado lo llevo

conmigo a todas partes sobre todo cuando

visito a Mónica en su casa, aunque ella no

quiere que, todavía, nos vean juntos, es muy

pronto, dice, pueden sospechar.

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5. Made in Taiwán

El negro Gómez se despertó de pronto en

medio de una cancha de fútbol, en un estadio

repleto de gente. Estaba tirado cerca del medio

campo y a su lado, de pie, el referí, que era un

chino con cara de malo. Estaba marcando una

falta y le gritaba a Gómez en una lengua

incomprensible. Le ardía el tobillo izquierdo y

le zumbaban los oídos. Se puso de pie y trató

de reaccionar. ¿Dónde estoy? Le preguntó a

uno de los camilleros, que también era chino,

mientras se alejaba al ver que Gómez se ponía

de pie. Le contestó sólo con una sonrisa. El

partido reinició pero Gómez ya no era el

mismo. Trató de conversar con algunos de sus

compañeros de equipo pero todos parecían

demasiado ensimismados en el devenir del

partido y simplemente lo ignoraban. Entonces

hizo lo que todo el mundo esperaba que

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hiciera, siguió jugando al fútbol. Porque hay

cosas que no se olvidan, supongo. Mientras,

trataba de entender quién era y dónde estaba.

Cinco minutos después terminó el primer

tiempo. La gente se agolpó a la entrada de los

vestuarios y los fotógrafos se abalanzaron

sobre los jugadores que abandonaban el

campo de juego. Gómez perdió el rumbo y se

metió por un pasillo diferente. Se cruzó con un

par de chinos y les preguntó dónde era el

vestuario. Los chinos se miraron, se sonrieron,

le acercaron una birome y le pidieron con

señas que les firmara las camisetas que

llevaban puestas, luego lo saludaron con

reverencias y se alejaron felices y contentos.

Después de deambular un rato, Gómez se

metió a una habitación en penumbras. En una

pared una enorme ventana de vidrio, una

especie de espejo traslúcido sólo de un lado.

Allí, vio a sus compañeros de equipo sentados

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en fila y en absoluto silencio. Luego, de a uno

se metieron a unos tubos de vidrio con cables,

luces y computadoras por todas partes. Una

espesa nube de gas los envolvió a todos. Un

tubo de vidrio quedaba abierto. Pronto una luz

roja comenzó a titilar y el negro Gómez supo

que era el momento de irse y antes de que lo

vieran se escapó. Escondido entre una

multitud de chinos salió del estadio, en short,

botines y camiseta.

Le dolía la cabeza y se le nublaba la vista

pero se sentía mejor cuanto más se alejaba de

la cancha. Cruzó una avenida y se metió a un

bar repleto de chinos que gritaban y cantaban

totalmente borrachos; ya había comenzado el

segundo tiempo. Miró los televisores de

diferentes tamaños y colores encallados a lo

largo de la pared del fondo del bar, y ahí se vio,

pateando un centro para que alguien

cabeceara en el área contraria. Era alguien

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idéntico a él. Uno de los chinos que miraba el

partido y bebía cerveza lo miró fijo, luego miró

la televisión y comenzó a gritar. Gómez salió

corriendo de ese lugar.

Durante tres días estuvo escondido en el

sótano de una iglesia abandonada. Totalmente

amnésico.

Una mujer lo encontró en la mañana y lo

llevó en auto hasta una pequeña fonda en las

afueras de la ciudad. Caminaron entre gallinas

y chanchos que correteaban entre las mesas de

los puestos callejeros que ofrecían desde

pescados, frutas y verduras hasta equipos de

audio y cámaras digitales. La mujer lo guiaba y

se ría. Mei Li, le decía, amiga, Mei Li.

El recorrido terminó en una mesa con

abundante comida. Una silla estaba vacía y en

la otra un hombre gordo y calvo, de camisa

blanca y pantalón negro. Llevaba una pulsera

de oro y una cadena de plata.

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62

_Cacho, ¿sos vos?_ Le dijo Gómez.

_ Negrito, ¿donde mierda estabas?

*

El Kaohsiung Futbol Club es el mejor

equipo del campeonato taiwanés. Un reloj

suizo, una máquina de precisión, una obra de

arte de la magia futbolera. En la lucha por el

campeonato no hay quien discuta que el

campeón debe ser el Kaohsiung, su juego es

incomparable y sus jugadores son únicos,

ninguno recibió jamás una tarjeta amarilla ni

mucho menos una roja. Las faltas se reducen a

encontronazos inevitables de piernas,

producidos casi siempre por la impericia de

los jugadores del equipo contrario, o a faltas

mal sancionadas por los árbitros que se ponen

nerviosos ante el perfecto fair play del equipo.

En la cancha no se oyen reclamos de los

Kaosiunos, apenas si hablan entre ellos, su

comunicación se limita a gritos o sonidos

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guturales para advertir su presencia en

determinada posición del campo de juego.

Festejan los goles con un brazo en alto en señal

de victoria y una reverencia al adversario

vencido. Juegan de memoria siempre y jamás

se equivocan. Les han cobrado offside en tres

ocasiones y en las tres el lineman se había

equivocado. Bien se podría prescindir del

banco de suplentes kaosiuno porque nunca

hicieron falta. Los once titulares tienen un

perfecto estado físico y parecen no cansarse

jamás. Los suplentes engordan la pansa,

escuchan música con los auriculares puestos

en sus orejas. Son un grupo más de

espectadores que se deleitan con el juego del

equipo perfecto. Lleva invicto un año y medio.

Tiene la valla menos vencida y una diferencia

de goles a favor más que abultada. Muchos le

dan el crédito del eximio rendimiento del

equipo taiwanés al trabajo del DT, un

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64

argentino de prominente barriga, pero la

verdad es que su trabajo se limita a dar aliento

y a ocupar un lugar en el banco. El mérito le

corresponde a los once que salen a la cancha.

Es un equipo extraordinario, fuera de serie.

Jamás en la historia del futbol ningún equipo

ha logrado esta absoluta perfección.

*

El negro Gómez jugaba en Defensores de

Formosa, en la época en que peleaba el

ascenso al nacional B, jugaba de cinco y era un

líder nato. Sabía hacerse respetar en la cancha

y administraba con buen criterio la pelota. El

negro era serio, mesurado, de toque corte y

rasante, imponía su buen juego en la cancha y

en más de una ocasión se puso su equipo al

hombro y lo sacó victorioso de momentos

realmente difíciles, sin embargo no había

tenido suerte, los grandes clubes no habían

puesto sus ojos en él, y ya no era joven. Como

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todos, soñaba con jugar en el exterior. Nunca

se había casado aunque tenía un par de hijos,

frutos de pasiones furtivas. Había dejado todo

por la cancha y la pelota. La gloria sería su

recompensa pero hasta entonces se demoraba

en llegar. Un día un desconocido, un porteño

gordo y calvo, de cara trasnochada, apareció

en el vestuario del Club y le dijo que lo quería

llevar a jugar afuera, a un importante equipo

de Taiwán. Tendría un contrato en Euros y la

posibilidad de saltar a la vidriera

internacional. El negro ni siquiera lo tuvo que

pensar. Me voy a jugar con los chinos, dijo, y

preparó su valija.

*

La negra cabellera de Mei Li brilla como

una luz de neón al atardecer. La muchedumbre

se amontona, grita y canta alrededor de ella,

contagiada de la fiebre futbolera. La epidemia

la han traído los extranjeros que juegan en el

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66

equipo local. Desde su llegada la ciudad ha

cambiado, y ya no será la misma nunca. En las

esquinas se entonan cánticos y alabanzas que

imitan en chino los ritmos del lejano Río de la

Plata. Los hombres que suben y bajan por las

graderías detienen su carrera y observan a la

hermosa Mei Li. Su pequeña figura de niña

asiática captura todas las miradas. Es el tipo de

mujer que siempre se da cuenta cuando

alguien la está mirando. De vez en cuando ella

mira de reojo a alguno de los hombres, como si

tuviera prohibido aquel femenino reflejo, pero

luego sus ojos vuelven a la cancha y a los

gladiadores que se disputan a muerte la pelota.

Sólo uno de ellos le interesa, sólo uno de los

extranjeros tiene el pasaporte a su cama, el

morocho que juega de cinco y que se para

como un cacique en medio de la pradera.

*

_ Tenés que encontrar a Gómez.

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67

Desapareció.

_ ¿Cómo que desapareció?

_ Se las tomó, se rajó, no está.

_ No puede ser, si lo estoy viendo ahora;

está parado en medio en la cancha.

_ ¿Y cuándo vos viste que Gómez se

quedara parado en medio de la cancha durante

un partido? Es un reemplazo.

_ Increíble, es idéntico.

_ Sí, es de última calidad pero no es él, los

chinos me avisaron que no va a rendir lo

mismo que el original. Por eso lo quieren de

regreso al negro. Tenés que encontrarlo.

_ Voy para allá.

_ No, no te necesito acá, Cacho. Andá a

Buscarlo.

_ ¿Adónde?

_ A la concha de tu hermana si es necesario

pero tenés que encontrarlo, ¿entendiste?

_ Sí.

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68

_ Si a ese boludo se le ocurre hablar,

nuestro proyecto con los chinos se va al carajo,

ya me lo dijeron, nos van a echar a la mierda.

Con esta gente no se jode.

*

_ Me parece que el Kaohsiung va a tener

que mostrar su chapa de campeón y de que

todo lo que ha hecho hasta ahora no es mera

suerte de principiante.

_ Sobre todo teniendo en cuenta que es un

equipo que ha crecido futbolísticamente en un

abrir y cerrar de ojos con las incorporaciones

venidas de occidente.

_ Sin embargo, hoy, el equipo parecía haber

perdido el rumbo. Sobre todo el negro Gómez

que parecía ausente durante todo el segundo

tiempo.

_ Algo pasa con Gómez porque no es a lo

que nos tenía acostumbrados.

_ Al Kaohsiung le quedan dos fechas y dos

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rivales dignos de temer, el Taipéi y el Tainán.

_El Tainán Soccer Club ha tenido un

rendimiento irregular pero es el último

campeón y se juega su prestigio contra los

extranjeros del Kaohsiung.

_ El campeonato taiwanés se ha puesto

interesante y de alguna manera justifica que

hayamos hecho tantos kilómetros para relatar

estos encuentros.

_ El fútbol es así siempre puede darnos

sorpresas sin importar donde se lo juegue.

*

La teoría del juego perfecto escrita por el

taiwanés Ho Chu Wan en el siglo XVII, en su

primer axioma sostiene que lo más importante

es el equipo. Por ende, se deben anular o

desterrar todo tipo de individualidades y

egoísmos del sentir de los integrantes que

pertenezcan a un equipo que quiera lograr una

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eximia actuación. El sentir del nosotros debe

prevalecer por sobre el yo mezquino. El

pensamiento debe ser homogéneo y

sincronizado, consolidarse como si fuera una

sola entidad que gobierna a cada una de sus

partes. Cualquier mínimo conflicto o

divergencia pone en peligro a la totalidad de

las partes. Wan afirma que para lograr la

perfección deportiva se deben llevar a cabo

transformaciones profundas y en muchos

casos permanentes en la forma de ver y

percibir el mundo de los individuos. En

muchos casos estas transformaciones no

condicen con el espíritu humano inculcado en

las culturas occidentales que tienen una

tendencia natural al individualismo y a la

alienación. De ahí que muchos lleguen a creer

que la absoluta perfección es inalcanzable para

éstos y no así para las culturas de oriente.

*

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

71

Sentada a un lado de Gómez Mei Li, bebía

un trago y se hacía la tonta. Él lucía

demacrado, tenía unas ojeras enormes y la

barba semicrecida.

La mujer encendió un cigarrillo y se

entretuvo mirando como las cenizas se

consumían en el tubo blanco repleto de tabaco.

Su misión era vigilar al extranjero, y de vez en

cuando, entretenerlo. Gómez había sido el

último en llegar a la isla. Los otros no habían

dado problema alguno pero éste tenía algo en

sus ojos que no terminaba de entender. Le

habían ordenado estar siempre cerca, por eso

le puso localizadores en una cadenita que le

regaló. El día que Gómez escapó en pleno

partido ella fue la única que supo dónde

encontrarlo, sin embargo no dijo nada. Llamó

al contacto argentino, y consiguió unos dólares

extras por el dato. Había cumplido con su

trabajo y era probable que obtuviera un

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

72

ascenso. Sin embargo ahora estaba segura que

no volvería a ver al formoseño. Lástima, es

simpático, y lindo, pensaba Mei Li pero

guardaba ese pensamiento en el baúl de los

recuerdos para verlo en sus momentos de

soledad y nostalgia.

*

No era fácil ser Cacho Robles,

representante de futbolistas, cuando las cosas

andaban mal toda la responsabilidad caía

sobre él. Dejaba de ser el encargado de los

intereses económicos de su representado para

convertirse, como en este caso, en un

detective, o una niñera que tenía que salir

corriendo para ver que carajos estaba

haciendo su niñito, y todo eso por un mísero

porcentaje. Pero los que aman el fútbol tienen

que jugar algún rol para estar cerca de la

cancha y de la pelota, porque es ahí donde está

la acción y entonces es un privilegio ocupar

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

73

este lugar. Sobre todo para Cacho que siempre

soñó con ser jugador de fútbol pero siempre

fue gordo, torpe y lento, tres atributos que le

jugaban en contra.

El caso es que tenía que encontrar a su

oveja extraviada y devolverla a salvo al

rebaño. El negro Gómez, era uno de los últimos

que había reclutado para que se sumara al

P.I.F.C (Proyecto Internacional de Futbolistas

Cibernéticos), en el que se había embarcado

con algunos empresarios del ramo. Había

reclutado a los mejor jugadores del fútbol

argentino de ascenso y los había llevado a la

liberada Taiwán. Los chinos dejarían de lado la

pequeña pelota de beisbol y pondrían bajo sus

pies la número cinco. Sería una innovación

cultural a gran escala. Los taiwaneses se

entusiasmaron con la idea y pusieron todos

sus recursos para el logro de un colosal

objetivo, conformar no solo un buen equipo de

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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fútbol sino uno que fuera perfecto. ¿Por qué?

Nadie, lo sabía, habría que preguntárselo a los

taiwaneses. La teoría de Cacho era que esos

tipos no toleraban la mediocridad, cansados de

producir imitaciones de las grandes marcas

habían decidido adoptar a la perfección como

política de estado. Así nació el P.I.F.C. Un día

pusieron en el buscador de google el mejor

fútbol del mundo y les salieron Brasil y

Argentina, por un cuestión racial no se

animaron con Brasil y entonces buscaron en la

Argentina y por esas cosas de la vida y del

destino dieron con Cacho Robles,

representante de futbolistas, que como Marco

Polo empezó a establecer lazos comerciales

con la nueva potencia.

Jugadores como Gómez, a quiénes no los

conocía ni su madre, estaban a punto de saltar

a la fama y a la gloria que sólo el fútbol puede

dar gracias al P.I.F.C; en Argentina no habían

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

75

tenido la suerte, pero acá se habían convertido

en héroes nacionales. Había mucha plata, pero

también una pila de problemas puestos sobre

la mesa. Para crear al equipo perfecto,

necesitaban jugadores perfectos y la

perfección no es una posibilidad humana. Esto

lo sabían muy bien los chinos por eso

produjeron tecnología necesaria para hacerlo.

Una computadora dirigía a los jugadores, los

ubicaba en la cancha y coordinaba cada uno de

sus movimientos eliminando así cualquier

posibilidad de equivocación. Sin embargo algo

había salido mal. Un patadón en el tobillo

había desconectado al negro Gómez del

sistema, le había cambiado la frecuencia.

Por eso Cacho Robles tenía que encontrar a

Gómez, en una ciudad en la que ni siquiera

podía leer los carteles, y luego hacerlo entrar

en razón por las buenas o por las malas; ya que

no a todos les gustaba la idea de convertirse en

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

76

jugadores de metegol, como decía Cacho,

cibernéticos le corregían los chinos. Ellos

tenían sus métodos, lo podrían hallar en un

santiamén, no les sería muy difícil encontrar

un argentino en esa isla, pero era

responsabilidad de Cacho y aún le quedaba un

poco de paciencia, y algo de suerte, en el

frasco. Así una noche sonó su teléfono y una

dulce voz de mujer le dijo, en inglés, " I have

Gómez"

*

Luego de aquel encuentro Cacho Robles no

volvió a hablar con el negro Gómez. Lo vio,

como todos lo vieron, ese domingo, en la final

del campeonato taiwanés. El Kaohsiung ganó

por un contundente 4-0 y se coronó campeón.

Uno de los goles lo hizo el negro. Robles lo

festejó junto a Mei Li en el palco vip. Abrió una

botella de champagne y brindaron por el

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

77

triunfo. Gómez estaba totalmente integrado al

equipo y era una pieza fundamental del

Proyecto. El Kaohsiung Futbol Club se

consolidó y hoy está más fuerte que nunca a la

espera de compromisos internacionales. Los

jugadores están enchufados, con todas las pilas

puestas. Es un equipo increíble, de próxima

generación. Made in Taiwán con materia prima

argentina. _Ahora nadie podrá detenernos_,

dicen los chinos.

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

78

Alguien quiere matar a María

A María le tiemblan las piernas y la pansa

se le ha puesto dura como una piedra. Está

sola, escondida en el ropero como cuando era

una niña y jugaba a las escondidas en casa de

sus primos. A ella siempre la descubrían

primero porque su risa la delataba. Se reía a

carcajadas de pura felicidad. María eligió el

único escondite que tenía a mano aunque duda

de que sea el más adecuado. Ruega que no la

encuentren. Si se hubiera escondido bajo la

cama pero no, ya es demasiado tarde.

Cualquier sonido delataría su ubicación.

Alguien recorre la casa husmeando en los

rincones. Alguien la busca para matarla.

-A nadie le interesa lo que pasa en la casa

de los demás, así que nadie te va a molestar,

viejita, te vas a sentir mejor porque acá nadie

se mete en la vida de los demás, _le dijo su hijo

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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cuando ella le preguntó quiénes eran los

vecinos.

Sin embargo, desde el primer momento en

que puso los pies en esa casa presintió que

algo malo podría pasarle. Las altas murallas y

las rejas no la hacían sentir segura. Las casas

lindas y de apariencia segura son las que más

robos sufren.

Escucha el maullido de su gato. Es cerca del

mediodía y Maldito tiene hambre y anda por la

casa en busca de alimento. Maúlla el gato y la

busca. Es un gato negro con manchas blancas,

de raza desconocida. Lo trajo su hijo como

regalo, para que no estés tan sola mamá, le

dijo. Es un gato- le respondió_. Para qué quiero

yo un maldito gato. Y desde entonces lo llamó

Maldito.

Acurrucada entre las ropas y el olor a

naftalina María espera el momento en que la

rendija de la puerta del ropero por el que se

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mete un hilo de luz se agigante de golpe. Pica

piedras María le decía su primo Antonio y salía

a correr y ella corría detrás de él. Le gustaba

verlo correr y su risa de niña enamorada no le

permitía correr más aprisa. Ahora aunque

quisiera no podría correr. Si apenas pudo subir

las escaleras. La artrosis inunda sus huesos.

Las pastillas. Es la hora de tomar las pastillas,

cada doce horas le dijo el médico, había

tomado la última a las doce de la noche,

cuando oyó aquello que no tenía que oír.

Dónde había dejado la caja de pastillas. Y si la

encontraban. Sabrán que ella no puede correr

porque es una vieja enferma. Y entonces se

darán cuenta lo fácil que sería matarla. Piensa

en gritar. Fuerte, muy fuerte y pedir socorro

pero nadie la oiría. A esa hora los vecinos no

llegan aún del trabajo, porque acá no es como

en el barrio, mamá, todos trabajan _ recordó_

también las mujeres. Y los chicos están en el

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colegio. Hasta la noche no hay nadie. Así que

vas a estar tranquila. Nadie te va a molestar.

Los maullidos de Maldito le llegan cada vez

de más cerca. Soy una vieja cobarde _piensa_

debería hacerles frente. Pero su cuerpo se

niega a moverse, a dar un gesto de valentía. Su

instinto de supervivencia bloquea cada

músculo. Qué van a decir en el barrio, cuando

se enteren de que la mataron, piensa, y su

pensamiento se dispara hacía el lugar en el que

vivió por más de treinta años, no ese lugar

paquete y pulcro en el que la depositaron sus

hijos. Te compramos una casa nueva, en el

centro, mamá_. Le dijo su hijo_. Ahora vas a ser

una señora importante.

El lugar que ocupa la memoria de María es

la casa blanca apenas revocada, con patio de

tierra adelante y atrás. Separada apenas de la

casa vecina por un tejido viejo y casi

imperceptible a la vista. Aplastado de tanto

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Dan ganas de matar y otros cuentos Sandro Centurión

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que le cruzaron por encima. En esa casa crió a

sus dos varones. Allí vivió sus mejores

momentos junto a Mauricio. En ese lugar vio

morir a Mauricio y cargó su viudez con

dignidad.

Maldito entra a la habitación. Vuelve a salir

y se detiene en el umbral de la puerta, da tres

maullidos largos y luego se queda en silencio.

Está buscando con todos sus sentidos alertas a

la pobre vieja que le da de comer. Tiene

hambre y buscará hasta el cansancio.

María recuerda a Pocha. La última vez que

la vio fue justo antes de subirse al remís que la

alejaría para siempre de su lugar amado, y

mientras el chofer cargaba las valijas en el baúl

se le acercó su fiel compañera de itinerancias

matutinas, para despedirse y pasarle el último

chisme fresco.

_ Se fue nomás Faustino de la casa, dejó a la

Mirta y a los chicos para irse con una más

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joven.

_ Qué bárbaro_. Murmuró apenas María

Se paró por última vez en el portoncito de

su vivienda que le había servido de atalaya

para observar el trajinar de los días y las

noches y hechó un último vistazo; luego se

recluyó en el asiento trasero del remís y desde

allí ya no se atrevió a mirar las calles de tierra,

las veredas anchas, las plantas de paraíso.

Quizás hubiera sido mejor que la

depositaran en un asilo. El más grande le había

prometido que cuando se recibiera le iba a

comprar una casa. Y a su pesar cumplió. La

casa, ubicada a pocas cuadras del centro de la

ciudad era bonita pero demasiado diferente a

la otra que ya era parte del pasado. No había

necesidad de usar botas de goma en los días de

lluvia porque las calles estaban asfaltadas, no

había zanjas al aire libre donde las pelotas de

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los chicos pudieran caer y ella les recordara a

los gritos que debían lavarse las manos con

agua y jabón. Tampoco había visto chicos

jugando en la calle. Sólo vio a un niño y una

niña, el primer día que llegó, era temprano y

los vio subirse al auto de su padre que los

llevaba al colegio. Iban serios, en silencio.

Mamá, acá eso queda feo, le reprendió su hijo,

cuando intentó llevar el sillón a la vereda. La

vida de María, como la de sus vecinos,

transcurría en un cotidiano trajinar entre las

paredes de las casas amuralladas.

Y ahora que alguien se metió a la casa para

matarla quiere que el tiempo pase rápido, que

se haga de noche. Porque esta noche su hijo le

prometió que vendrá a verla. Pero recién es

mediodía y quien sea que esté husmeando en

su casa tiene el tiempo a su favor.

Cómo extraña el ladrido incesante de los

perros, la música estridente que solía poner el

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hijo de la vecina desde el momento en que se

levantaba, a eso de las 11 de la mañana, hasta

que llegaba la hora de ir a jugar al fútbol. El

estrépito de las motos sin caño de escape que

los muchachos del taller de don Cacho salían a

probar en plena siesta, y la gente y los chismes

que circulaban de boca en boca en cada

esquina. Cualquier cosa menos ese silencio de

tumba que recorre los rincones de la casa.

Qué bien le vendría un mate ahora para

calmar sus nervios y entumecer un poco su

miedo y que no le duela tanto. En los días de

tormenta el mate le ayudaba a tranquilizarse, a

no pensar tanto. Pero en esta casa amurallada,

en esta prisión de silencios, hasta la yerba

tiene un sabor distinto.

Acurrucada entre las ropas María repasó en

su cabeza los acontecimientos de la semana.

Un viejo camión se metió lentamente, como

un gusano, por las arterias del barrio. En la

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86

esquina se torció y bamboleó su acoplado al

pasar por un bache, parecía que iba a volcarse

pero enseguida recuperó el equilibrio. Se

detuvo justo al lado de la casa de María

Ella dormía la siesta en el living frente al

televisor encendido. La despertó el freno del

camión y el golpe seco de la puerta del

conductor al cerrarse. Se asomó a la ventana y

espió hacia la calle.

Una jovencita bajó del camión y aguardó en

la vereda. Su cabello era negro y largo y lo

llevaba apenas recogido. Una blusa clara y una

pollera negra. Zapatos negros, bajos. Sostenía

un pequeño bolso con ambas manos hacia

adelante.

Su presencia no pasaba desapercibida a los

hombres de la mudanza que cargaban los

bártulos, los metían a la casa, y de reojo

espiaban la figura de la mujer. Es bonita, pensó

María

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Luego, vio las espaldas de un hombre calvo

y gordo que ordenaba a los otros. El señor de

la casa, concluyó de inmediato. Hacía calor y la

camisa se le adhería al cuerpo transpirado.

Entraba y salía de la casa señalando hacia

dónde ir y qué hacer. María no lograba ver

bien los rostros y las voces se mezclaban con

los gritos y las risotadas de los hombres de la

mudanza. Por eso recién cuando el hombre

calvo y gordo giró sobre su eje para observar

de frente la nueva casa. María le vio el rostro.

_ ¡Faustino!_ dijo y casi se cayó de espaldas.

Escondida tras las cortinas de la ventana

contabilizó cada uno de los objetos que los

hombres de la mudanza pasaban frente a sus

ojos.

Durante el tiempo que duró la mudanza

María observó, penitente, el espectáculo. Se

había hecho un sándwich de mermelada de

durazno con queso y lo devoraba mientras

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miraba. La jovencita, la recién llegada, la otra,

como la llamaría María de aquí en más,

permaneció firme en la vereda como si

esperara una orden.

_ Mirá, se hace la mosquita muerta.

Luego Faustino se acercó a ella, se paró a su

lado y sonrió henchido de orgullo. Dijo algo

que María no logró descifrar a la distancia.

Luego la apretujó un poco contra su cuerpo.

María siempre había tenido buena vista por

eso juraría que Faustino aun llevaba el anillo

de casamiento en la mano izquierda.

_ No tiene vergüenza, podría ser su hija.

*

María oye nuevamente el maullido de

maldito pero ahora es diferente. No es el

sonido lastimero de gato hambriento sino un

llanto apagado de felino malcriado. Lo sabe

porque adoptó a aquel impertinente animalito

y se acostumbró a él más que a su soledad.

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Maldito tiene la mala costumbre de buscar

ratones entre los arbustos hasta entrada la

noche, y cuando María se dispone a dormir se

pone a llorar para que lo deje entrar a la casa.

Por eso aprendió a meterlo a la casa ni bien

cae el sol, sin embargo aquella noche Maldito

se ausentó de la casa hasta tarde. María buscó

a su mascota pero ésta no aparecía. Hacía

bastante frío. Llevaba pantuflas y una bata de

dormir. Se quedó parada en el umbral de la

puerta trasera entreabierta y trató de divisar a

su gato. Fue entonces que oyó un grito en la

casa vecina. No supo qué hacer, y pensó que

aquello no era nada y que de última no era su

problema. Pero María no era así, todo era su

problema. Por eso cuando intentó dormir no

pudo, no encontraba un lugar cómodo en su

inmensa cama de viuda. El llanto de maldito

terminó de sacarla de la cama. Volvió a

ponerse las pantuflas y se asomó nuevamente

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al umbral de la puerta. Ni bien abrió la puerta

el felino se coló entre sus piernas, dio un par

de vueltas acompañadas de ronroneos y el

muy caradura se metió a la casa. Ella se quedó

un rato mirando hacia la medianera de la casa

vecina, la casa donde Faustino se había

mudado con la otra. Trató de oír algo, lo que

fuera.

A pesar del frío la curiosidad le pudo y se

arrimó al muró de ladrillos para oír de cerca,

apoyó la oreja y nada. Luego arrimó una silla

de madera y espió.

_ A ésta también le pega.

*

Desde entonces María vigiló a Faustino y su

mujercita, mientras, sorbía el mate que se le

enfriaba en la mano de tanto mirar hacia la

casa de los vecinos. Se le hacía que algo no

estaba bien, Sabía que ese hombre no era de

fiar. Más de una vez había acompañado a

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Marta, la mujer de Faustino, para hacer la

denuncia a la comisaría. Es un tipo jodido,

murmuraba en la soledad de su living, es capaz

de hacer cualquier cosa.

Entonces ocurrió lo inesperado. Cerca de la

medianoche María se levantó a tomar sus

pastillas para la Artrosis y oyó dos disparos

que provenían de la casa vecina. Conocía muy

bien ese sonido. Se había criado en el campo y

con cinco hermanos varones a quienes les

gustaba cazar. La peor de las sospechas se le

metió en la cabeza. No supo qué hacer y muy a

su pesar no hizo nada.

*

Al día siguiente vio que la mujer de

Faustino, salía a la vereda.

María se apresuró a salir para propiciar un

encuentro casual y tal vez aprovechar la

oportunidad para contarle lo que ella sabía

sobre Faustino. Con una sonrisa en el rostro la

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saludó.

_ Lindo día, ¿no?

_Sí_ le respondió_ la joven.

Tarareaba una canción romántica y luego

tomó una escoba y la usó como pareja de baile.

_ ¿Vive sola?_ le preguntó María, como para

sacarle alguna información.

_No, Sí. Mi marido está de viaje_ respondió_

Viaja todo el tiempo. Por su trabajo.

_Ah_ respondió María

Maldito apareció de pronto, escapaba de la

casa vecina. Cruzó entre las piernas de María y

se metió a la casa. Llevaba algo escondido

entre sus fauces. Gato de porquería_ dijo María

y persiguió al felino. Lo alcanzó antes de que

llegara al jardín. Otra vez comiendo mierda_ le

dijo y a la fuerza le quitó lo que llevaba en la

boca.

Entonces cayó en la cuenta que aquello que

su gato estaba comiendo bien podría ser un

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dedo humano, un dedo robusto de hombre con

un anillo de oro.

El espeluznante descubrimiento apenas le

dio tiempo de darse cuenta que alguien se

había metido a la casa. Entonces subió las

escaleras con la mayor prisa que su avejentado

cuerpo le permitía y se escondió. María está

segura de que alguien está abajo, se lo dice su

intuición de vieja y su miedo la acurruca entre

las ropas del placard. Abajo las puertas han

quedado abiertas al sol del mediodía. Una

brisa suave se cuela e inunda los espacios y los

rincones de la casa.

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Reciclaje

_ Papá, caranchos.

_ Acá siempre hay caranchos.

El niño continuaba con la mirada perdida

en el cielo infinito, se apoyaba en un palo que

hacía las veces de bastón y recogedor de

objetos. Era un palo de escoba que llevaba en

un extremo atado con alambre un clavo grueso

y largo para poder pinchar los objetos sin

tener que agacharse a recogerlos con las

manos, también le permitía hacer pie entre las

mesetas de desperdicios que conformaban el

extenso basural.

_ Si yo fuera carancho también iba a venir

por acá, hay mucha comida pa’ carancho.

_ Nojotro no somos carancho, pero igual

venimos toos los días.

_ No, no somos caranchos.

_ A de haber un perro muerto.

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_ Cuando se murió Bobi, ¿lo tiraste acá

papá?

El padre no le respondía y seguía hurgando

entre los desperdicios, arrojó un gran trozo de

tierra arenosa hacia los pies del niño que con

la excusa de la charla había dejado de buscar.

_ Bobi no iba a queré volá con los

caranchos, le tenía miedo a los lugares altos.

¡Bicho e mierda! No se coman a Bobi. ¿Cuántos

hay papá?

El padre se detuvo miró hacia el infinito

cielo de la siesta e intentó contarlos pero luego

desistió pues el sol le clavaba los rayos en sus

ojos negros.

_... muchos.

Bajó la vista hacia la oscuridad de la basura

para recuperar la visión y volvió a escarbar

con las manos.

_ También están de noche.

_ ¿Vo los viste? ¿Vo vení de noche también,

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papá?

_ A vece, e más tranquilo, pero no se ve na’a

y to’o se hace al tacto. Hay que adivinar con los

dedos.

_ La agüela dice que son un aviso de que

algo malo va a pasar.

_ ¿Qué cosa?

_ Los carancho, pue.

_ Si tené caranchos volando sobre tu cabeza

y está en medio de un basural, lo malo ya te

pasó. Mierda, e una puta lata, eto no vale un

carajo.

_ Allá hay cartón.

_ ¿Dónde?

_ A la derecha.

_ Vamo.

Varias placas de cartón estaban arrolladas

con cinta de embalaje formando un tubo

gigante. El niño se abocó a la tarea de

desarmar el tubo de cartón. Lo hacía con las

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97

manos para no agujerear el material. Sin

agujeros el precio era mayor. El padre llegó

con la carretilla repleta de lo que habían

logrado juntar, después llevarían su carga al

carro que había quedado a unos metros de

donde estaban.

Tras quitar los primeros trozos de cartón el

niño y el hombre quedaron paralizados. Nubes

de polvo atravesaban el caluroso día en el

basural.

_ Olvidáte lo que viste.

_ ¿Está muerta papá?

_ Sí.

_ E la señora_ dijo.

_ ¿Qué?

_ E la señora, de la casa donde corté el pasto

la otra ve. Sí, e ella. Etoy seguro.

_ No, no e ella. Vo no la conocé. Y no viste

na’a. Me entendé.

_ ¿y entonce?

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_ Na’a

Un carancho aterrizó a un lado del niño

que retiraba los trozos de cartón. El ave y el

niño se miraron un instante. Un graznido y

decenas de picos y patas se abalanzaron sobre

el cuerpo. El padre y el niño se hicieron a un

lado. El niño tomó un palo e intentó espantar a

los pájaros pero ya era tarde, el ataque aéreo

había empezado y el cuerpo de la mujer era

ahora territorio de los caranchos. Los dos

fueron mansos testigos de cómo las aves

descarnaban a picotazos el cadáver de la

mujer.

El sudor recorría sus cuerpos abatidos por

el calor incesante. La tierra hirviente y seca

tragaba rápidamente cada gota de

transpiración.

Luego, en silencio acomodaron en la

carretilla los desperdicios que habían podido

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recolectar para vender a la planta de reciclaje.

Terminada la tarea, abandonaron con paso

cansino el basural caminando sobre las

montañas de basura que escondían quizás

otros oscuros secretos. La brisa caliente del

norte levantaba una polvareda deforme que se

estrellaba en la calle y allí acumulaba

colchones de tierra blanca como ceniza, como

las cenizas de un infierno.

El vaciadero municipal era grande. Les

llevaría veinte minutos atravesarlo para llegar

hasta el carro. El sopor hirviente del día

generaba espejismos en el horizonte y el olor a

basura saturaba la nariz.

Los caranchos aleteaban su danza macabra

en lo alto y parecían seguir el rumbo del

hombre y del niño, sus sombras cortaban la

tierra sobre decenas de montículos de basura

revuelta que los pasos lentos pero persistentes

esquivaban con desdén.

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_ ¿Cuánto hicimo hoy?

_ Casi na’a.

_ ¿El turco compra huesos papá?

_ Sí.

_ Pobre señora.

_ Sí, _dijo el padre_ pobrecita.

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Formosa, Agosto de 2012