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Nº 222 • Junio • 2008 Capital Humano 32 EL PUNTO SOBRE LA iDelitos de cuello blanco JOSÉ MANUEL CASADO, socio de Talent & Organization Performance de Accenture “El hombre es un lobo para el hom- bre”, aseguraba Thomas Hobbes. Este inglés afirmaba ya en el siglo XVII que en “estado de naturaleza el hombre vive una guerra de todos contra to- dos”. A diferencia de la tradición aristotélica, que veía en el hombre a un “animal social”, él sostenía que la sociedad surge de un acuerdo ar- tificial, basado en el propio interés que busca la seguridad por temor a los demás. Por este acuerdo surge el Leviatán, “dios mortal” o poder ab- soluto, encargado de que el hombre esté condicionado. Los expertos aseguran que el enga- ño es consustancial al ser humano. ¿Conoce la historia de Paul Felman, El anillo de Giges? Parece ser que un pastor llamado Giges entró en una ca- verna secreta y encontró un cadáver que llevaba puesto en su dedo índice de la mano izquierda un anillo. Giges tomó la mano del cadáver, le sacó el anillo y se lo puso, descubriendo por sorpresa que éste le hacía invisible. Sin nadie capaz de observar y controlar su comportamiento, Giges comenzó a cometer todo tipo de fechorías y actos deplorables: intentó abusar de la reina, asesinar al rey, engañar y robar a los señores, timar a los campesinos etc. La historia del pastor Giges, relatada por Glautón, un estudiante de Sócrates, quien defendía que la gente es gene- ralmente buena aún sin imposición, sirve para plantearnos una cuestión moral que afecta a la conducta del ser humano: ¿podría un hombre resistirse a la tentación del mal, si supiesen que sus actos no tendrían testigos y por consiguiente castigo? W.C. Fields dijo en una ocasión que “algo que merece la pena tener, es algo por lo que merece engañar”. El engaño puede formar parte de la naturaleza humana o no, pero sin du- da constituye un rasgo destacado en prácticamente cualquier empeño del hombre. Engañar es un acto econó- mico primitivo: obtener más a cambio de menos. Así, no sólo los hombres con mayúsculas, –presidentes de em- presa, políticos con grandes sueldos, artistas, deportistas y famosos– enga- ñan. Lo hace el camarero cuando se guarda la propina que no echa al bote para compartir, el taxista que baja la bandera del taxi antes que salgas del semáforo, o el estudiante que hace chuletas y copia. Muchos de estos engaños dejan poca pruebas; algo especialmente cierto en el mundo de las organizaciones. En la sociedad, los delitos están tipi- ficados y el que comete uno, aunque sea menor, suele ser castigado; los tribunales se encargan de que así sea. Sin embargo, en las empresas existe un vacío, que ni las leyes sociales ni las normas empresariales, regulan ni sancionan. En este espacio es en el que se producen los delitos de cuello blanco; esos que suceden a diario, que parecen producirse al margen de la legislación y de los que no se sabe mucho porque no existen datos sólidos. Estos delitos de cuello blan- co –con victimas invisibles y difícil de cuantificar– tiene mucho que ver con alguna de las tesis que el afamado Steve D. Levitt mantiene en su ya best-seller, Freakonomics, que asegura 032_s_Punto_i_222.indd 32 032_s_Punto_i_222.indd 32 23-may-2008 12:55:53 23-may-2008 12:55:53

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Nº 222 • Junio • 2008Capital Humano 32

EL PUNTO SOBRE LA “i”

Delitos de cuello blancoJOSÉ MANUEL CASADO, socio de Talent & Organization Performance de Accenture

“El hombre es un lobo para el hom-bre”, aseguraba Thomas Hobbes. Este inglés afirmaba ya en el siglo XVII que en “estado de naturaleza el hombre vive una guerra de todos contra to-dos”. A diferencia de la tradición aristotélica, que veía en el hombre a un “animal social”, él sostenía que la sociedad surge de un acuerdo ar-tificial, basado en el propio interés que busca la seguridad por temor a los demás. Por este acuerdo surge el Leviatán, “dios mortal” o poder ab-soluto, encargado de que el hombre esté condicionado.

Los expertos aseguran que el enga-ño es consustancial al ser humano. ¿Conoce la historia de Paul Felman, El anillo de Giges? Parece ser que un pastor llamado Giges entró en una ca-verna secreta y encontró un cadáver que llevaba puesto en su dedo índice de la mano izquierda un anillo. Giges tomó la mano del cadáver, le sacó el anillo y se lo puso, descubriendo por sorpresa que éste le hacía invisible. Sin nadie capaz de observar y controlar su comportamiento, Giges comenzó a cometer todo tipo de fechorías y actos deplorables: intentó abusar de la reina, asesinar al rey, engañar y robar a los señores, timar a los campesinos etc. La historia del pastor Giges, relatada por Glautón, un estudiante de Sócrates, quien defendía que la gente es gene-ralmente buena aún sin imposición, sirve para plantearnos una cuestión moral que afecta a la conducta del ser humano: ¿podría un hombre resistirse a la tentación del mal, si supiesen que sus actos no tendrían testigos y por consiguiente castigo?

W.C. Fields dijo en una ocasión que “algo que merece la pena tener, es algo por lo que merece engañar”.

El engaño puede formar parte de la naturaleza humana o no, pero sin du-da constituye un rasgo destacado en prácticamente cualquier empeño del hombre. Engañar es un acto econó-mico primitivo: obtener más a cambio de menos. Así, no sólo los hombres con mayúsculas, –presidentes de em-presa, políticos con grandes sueldos, artistas, deportistas y famosos– enga-ñan. Lo hace el camarero cuando se guarda la propina que no echa al bote para compartir, el taxista que baja la bandera del taxi antes que salgas del semáforo, o el estudiante que hace chuletas y copia. Muchos de estos engaños dejan poca pruebas; algo especialmente cierto en el mundo de las organizaciones.

En la sociedad, los delitos están tipi-ficados y el que comete uno, aunque sea menor, suele ser castigado; los tribunales se encargan de que así sea. Sin embargo, en las empresas existe un vacío, que ni las leyes sociales ni las normas empresariales, regulan ni sancionan. En este espacio es en el que se producen los delitos de cuello blanco; esos que suceden a diario, que parecen producirse al margen de la legislación y de los que no se sabe mucho porque no existen datos sólidos. Estos delitos de cuello blan-co –con victimas invisibles y difícil de cuantificar– tiene mucho que ver con alguna de las tesis que el afamado Steve D. Levitt mantiene en su ya best-seller, Freakonomics, que asegura

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que cuanto más arriba en el escalafón se encuentran los trabajadores más propensos son a cometerlos.

Piense, por ejemplo, en la impor-tancia de la innovación y repare en cómo se reconocen las ideas en algu-nas empresas por parte de algunos mal nominados directivos. Ocurre en más ocasiones de las deseadas, que los propios sistemas de organización del trabajo, y más concretamente la actuación de ciertos directivos, hacen que muchos trabajadores no deseen aportar las ideas que tienen, porque cuando lo han hecho alguna vez y han comprobado como algún jefe tóxico se queda con la autoría de las mismas, (sin compartir con ellos los reconoci-mientos y beneficios,) sienten que se

han apropiado de algo que sólo a ellos les corresponde: su idea.

Nuestra legislación es muy clara y considera que la apropiación inde-bida es un delito contra el patrimo-nio y la propiedad consistente en el apoderamiento de bienes ajenos, con intención de lucrarse, que es un acto en el que se conjuga el engaño, con el perjuicio y el abuso de confianza, junto al dolo, y establece que existe condena por apropiación indebida siempre que el valor de lo apropiado supere los 300,51 euros. Pero además, nuestro Código Penal es contundente y sanciona severamente este tipo de delitos dictando que los reos de es-tafa sean castigados con la pena de prisión de hasta seis años. Lo mismo

podríamos decir del delito de prevari-cación, el encubrimiento, el engaño, la discriminación, etc. etc.; todos ellos perfectamente tipificados por nuestra legislación, pero en demasiadas oca-siones no sancionados en nuestras organizaciones por desapercibidos.

En más de una ocasión he propuesto que debería existir un código penal especial para la empresa que sancio-ne los comportamientos abusivos o delitos de cuello blanco. Las organi-zaciones deben fijarse no sólo en lo que hacen bien otras empresas, si no también en lo que hace la sociedad; en este sentido, hace años que reco-miendo a la empresa que tengan una especie de ombudsman o defensor del trabajador que vele porque estos deli-tos de cuello blanco no ocurran. ¡Ah! Pero si lo hace, y quiere que sirva para algo, procure que ese puesto no sea ejercido por uno de sus directivos.

Debería existir un código penal especial para quien sancione

los comportamientos abusivos o delitos de cuello blanco

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