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DESCARTES

IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14

28943 Fuenlabrada Madrid

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA 2º DE BACHILLERATO

RENÉ DESCARTES (1596-1650)

CONTEXTO HISTÓRICO, SOCIOCULTURAL Y FILOSÓFICO

René Descartes nació en La Haya, Francia, en 1596, y murió en Suecia en 1650. Desde un punto de vista histórico, esta primera mitad del siglo XVII se caracteriza por la consolidación de las monarquías absolutas y las guerras de religión. Las Monarquías Absolutas son el resultado de un proceso que se inicia a finales de la Edad Media y que lleva desde la creación de los Estados modernos como monarquías nacionales a la progresiva concentración del poder en manos del monarca (despojándoselo a los señores feudales). En 1519 el joven príncipe Carlos, de la dinastía de los Habsburgo o Austrias, es elegido emperador y convirtiéndose en el soberano más poderoso de Europa, reuniendo bajo su mando desde Castilla y los Países Bajos, hasta Sicilia, Nápoles, y Austria (por nombrar solamente algunos), incluyendo las colonias españolas en América, fundando así la “Monarquía Hispánica” que caracteriza el período de hegemonía española en Europa. Carlos V y sus herederos sueñan con fundar una “monarquía universal y cristiana” que unifique todo el mundo conocido. Sin embargo, este sueño pronto encuentra serias dificultades, sobre todo debido a la reforma religiosa.

Durante el siglo XVI, el protestantismo, iniciado con la Reforma emprendida por Lutero en el siglo XVI, ha prendido rápidamente en gran parte de Europa, y amenaza con romper en dos la unidad religiosa europea, a pesar de la Contrarreforma católica. Carlos V se enfrenta (y vence) a los príncipes protestantes alemanes, pero la ruptura es ya irreversible: en la Paz de Augsburgo (1555), se ve obligado a reconocer las dos confesiones (la católica y la luterana) y la libertad de los príncipes del Imperio a elegir su religión. Además, por toda Europa los enfrentamientos religiosos están produciendo sangrientas revueltas y guerras civiles. Al entrar en el siglo XVII, el frágil estado de paz conseguido dentro del Imperio entre católicos y protestantes amenaza con saltar por los aires. Los católicos y los protestantes han formado ligas armadas (la Unión Evangélica protestante y la Santa Liga católica). Poco después la llama de la guerra se extiende por toda Europa. Comienza así, bajo el reinado de Felipe IV, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que participan casi todos los Estados europeos. Esta situación es el contexto histórico inmediato de la vida de Descartes, que participa en ella del lado católico. En cualquier caso, el Tratado de Paz de Westfalia (1648),

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que pone fin a la Guerra de los Treinta Años, supone igualmente el fin de la hegemonía española en Europa y el comienzo del predominio francés, que se extiende hasta la derrota de Napoleón en el siglo XIX.

En el ámbito cultural y artístico, el siglo XVII es el siglo del Barroco, un estilo artístico que rompe con los cánones y gustos renacentistas, desarrollado fundamentalmente en los países católicos, y vinculado al proceso de la Contrarreforma. En vez de la línea clásica, la armonía, el equilibrio y la proporcionalidad, en el estilo barroco predomina el movimiento, la profusión de detalles y la sobrecarga decorativa. En España, la creación artística y literaria vive su “Siglo de Oro”, con autores como Cervantes, Quevedo o Velázquez.

Desde el punto de vista filosófico, el mundo moderno nace tras el hundimiento de la cosmología antigua (vigente hasta el siglo XVI) y tras una ruptura sin precedentes con las autoridades religiosas. La Revolución Científica, impulsada por hombres como Galileo, Giordano Bruno o el propio Descartes, produce en menos de un siglo y medio un vuelco radical en la concepción que mantenía el hombre acerca del universo y de sí mismo. El Universo deja de ser una esfera finita cuyo centro es ocupado por la tierra donde rige la regularidad y la armonía para pasar a ser un espacio infinito donde, inevitablemente, la Tierra ya no es el centro y que provoca la desorientación de la figura del ser humano. El universo finito, cerrado, armonioso, jerarquizado y dotado de sentido y finalidad, que había sido el hogar cálido y confortable de la humanidad desde muchísimos siglos atrás, ha desaparecido. La ciencia moderna produce un universo infinito y descualificado, inhóspito y carente de sentido para el hombre.

En este contexto de hundimiento del mundo histórico antiguo-medieval, la filosofía moderna asume la indispensable tarea de reconstruir los fundamentos del saber. El proyecto cartesiano ha de comprenderse desde esta necesidad de encontrar una base racional suficientemente firme como para sostener una nueva concepción del mundo, de la moral y de la religión. Es necesario encontrar un nuevo orden, un nuevo conjunto de ideas que nos permitan entender dónde estamos, cómo debemos comportarnos y qué nos cabe esperar. Y, al mismo tiempo, el nuevo orden, para cumplir su función, tiene que ser más sólido y más resistente: tiene que poder resistir las críticas que hicieron tambalearse al orden anterior. Pues bien, se puede decir que la filosofía moderna de los siglos XVII y XVIII describe efectivamente los fundamentos intelectuales de ese nuevo orden. La filosofía moderna (en la que tendrán un papel fundamental Descartes y Kant) “descubre” cuáles son los supuestos sobre los que se erige el mundo moderno, y los formula de manera clara y precisa. Descartes es, desde este punto de vista, quien inicia el camino, y el primer gran pensador de la Modernidad.

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DESCARTES: VIDA Y OBRA

René (=Renato) Descartes nació en 1596 en La Haya (pero no en La Haya de Holanda, sino en la región francesa de la Turena), en el seno de una familia acomodada. Se formó, de los 10 a los 18 años, en el colegio jesuita de la Flèche, y este dato no es irrelevante. Los jesuitas cuidaban especialmente la formación intelectual de sus alumnos, y Descartes conservaría toda su vida un buen recuerdo de sus profesores. En él recibió una sólida formación humanística (gramática, historia, poesía y retórica) y en filosofía escolástica (concretamente, en el sistema aristotélico-tomista compuesto por Francisco Suárez). Precisamente contra este sistema de pensamiento se revolverá Descartes más adelante, cuando alumbre su propio sistema. En cualquier caso, Descartes alcanza el grado de bachiller y de graduado en Derecho en el mismo año, 1616. Es instruido también en equitación, danza y esgrima, pero opta por dedicarse a la milicia y participa en la Guerra de los Treinta Años, luchando con las tropas del duque de Baviera. En el invierno de 1618-1619 se encontraba acuartelado en Alemania, sin nada que hacer y con mucho tiempo libre. Como él mismo nos cuenta en el Discurso del Método, su “biografía intelectual”, “al no encontrar conversación alguna que me divirtiera y no tener tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, pasaba todo el día solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme por entero a mis pensamientos”. Meditando en aquel cuartel alemán junto a su estufa descubre, el 10 de noviembre de 1619, lleno de entusiasmo, “los fundamentos de un ciencia admirable”. De repente, se siente en posesión de un principio nuevo y conoce cuál es su vocación: se dedicará al pensamiento y la filosofía. Tras una época en París, en 1628 se retira a vivir a Holanda, donde espera tener una vida apacible y tranquila. En gran medida acierta, y no sufre sobresaltos graves, al menos hasta 1649, cuando la reina Cristina de Suecia, con quien ya se carteaba, se lo lleva a Estocolmo para recibir sus clases de filosofía. La delicada salud de Descartes, el gélido clima de Suecia, y la pasión con la que se tomaba su instrucción la reina Cristina (que estableció el comienzo de las clases a las 4 de la mañana), acabaron en poco tiempo con Descartes, que murió de pulmonía en 1650, a la edad de 53 años. El conjunto de la obra de Descartes presenta, desde el punto de vista histórico-bibliográfico, ciertas peculiaridades:

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- Las Reglas para la dirección del espíritu aparecieron póstumamente en 1701 (es decir, después de la muerte del autor), aunque se sabe que ya estaban redactada en 1628. - El Discurso del método, que es una especie de autobiografía filosófica, se publica en 1637, en francés y con tres tratados menores. - En 1641 se publican, en latín, las Meditationes de prima philosophia, junto con las objeciones de otros autores a esa obra y las respuestas de Descartes a las objeciones. Seis años más tarde, en 1647, se publica una traducción francesa supervisada por Descartes; en esa traducción se utiliza ya el título de Meditaciones metafísicas, que es como se conoce en general esta obra. A esta obra pertenece el fragmento que tenemos que leer. - En 1644 se publican los Principios de filosofía. - Antes de partir a Suecia, Descartes dejó también en la imprenta (y en francés) una obra titulada Las pasiones del alma.

LA FILOSOFÍA DE DESCARTES: GRANDES LÍNEAS DE SU PENSAMIENTO

1. La motivación básica del racionalismo cartesiano: la fundamentación del saber en el Discurso del Método

Toda la filosofía cartesiana parte del anhelo de construir un saber cierto y válido de manera objetiva y universal. En el Discurso del Método afirma Descartes que la filosofía (y como consecuencia el resto de ciencias, que toman de aquélla sus principios) no ha logrado fundar aún un saber seguro, y ello es porque se ha visto interferida por elementos de índole social, económico, cultural o religioso, esto es, carecía del método adecuado para acceder al conocimiento objetivo que permita descifrar la realidad. Esta tarea adopta la forma de una búsqueda de la unidad de la ciencia. En efecto, el proyecto cartesiano aspira a la unificación y sistemación rigurosa del conjunto de saberes. Para ello necesita contar, a su vez, con un método unitario que sirva para todas las ciencias. Ese método encuentra su justificación en el mismo sitio exactamente donde encuentra su justificación la unidad del saber y de las ciencias: pues tanto lo uno como lo otro pertenecen a algo común: el buen sentido o razón, esto es, “la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso”. Y es que si desde Aristóteles la diversidad de ciencias venía impuesta por la diversidad de objetos, ahora, a partir de Descartes, la unidad de las ciencias va a deberse a la unidad del sujeto que conoce.

En efecto, Descartes opera un cambio de perspectiva frente a la filosofía antigua y medieval según el cual el criterio último por el que se establece el sistema del

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saber no es el objeto, sino precisamente el sujeto que conoce, lo cual equivale a decir que no es sino la razón humana la que se encuentra en la base de todo saber. De ahí que el método que Descartes busca exija, por una parte, desechar todo aquello cuyo fundamento último no esté en el propio sujeto (es decir, todo aquello que no esté alumbrado por la “luz natural” de la razón) y, por otra parte, atenerse sólo al uso de la razón. Con ello se entiende no sólo que Descartes haya sido el fundador del “racionalismo”, sino también que sea precisamente el método matemático, enteramente fundado en el uso de la razón, el que le sirva de modelo en la tarea de establecer un método común a todas las ciencias. Por eso Descartes va a analizar cuál es el método o el camino que han seguido las matemáticas, para después aplicar ese mismo método a la filosofía.

¿Cuál es ese método enteramente racional que practican las Matemáticas, y que ha de servir de modelo a la Filosofía? Se trata de un método deductivo, es decir, aquel que deriva de una verdad evidente de la que no se duda y de carácter general (axiomas), proposiciones de carácter particular (teoremas), siguiendo una serie de pasos correctos en el proceso de razonamiento (ciertas reglas de transformación). Para explicar este nuevo método, Descartes propone encontrar, en primer lugar, una primera verdad de la que no pueda dudarse, de ahí que la primera regla consista en “no admitir cosa alguna como verdadera si no se conoce con evidencia que lo es”. Esta regla, conocida como regla de la evidencia (que, como vemos, apela a un criterio de verdad enteramente subjetivo[1]), se define, a su vez, por dos características esenciales: la claridad y la distinción. De este modo, una idea será evidente y cierta cuando se nos presente de manera clara, es decir, separada y no confundida con las demás ideas, y cuando se nos presente, además, distinta, es decir, cuando sus partes estén separadas entre sí. Con esto, Descartes está estableciendo los dos criterios de verdad fundamentales (claridad y distinción) e intenta evitar dos vicios también fundamentales en la búsqueda de la verdad: la precipitación, que consiste en tomar como verdadero lo que no lo es, y la prevención, que consiste en negarse a aceptar algo que se muestra como evidente.

A partir de este primer precepto del método, que consiste en no aceptar nada que no se muestre como evidente (y, por tanto, en definir qué ha de ser considerado verdadero), Descartes propone la segunda regla, que consiste en “dividir cada una de las dificultades que examine en tantas partes como sea posible y en cuantas requiriese su mejor solución”. Esta regla, conocida como regla de la división, se topa, no obstante, con un límite: como no se puede dividir hasta el infinito, habrá que aceptar un límite, que es lo que Descartes, en las Reglas, llamará “naturalezas simples”, que son los elementos indivisibles que constituyen el término del conocimiento. Estas naturalezas simples son captadas por la intuición,

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es decir, por una captación simple e inmediata del espíritu, tan clara y distinta que no deja lugar a dudas; de ahí que la intuición no deba confundirse con la percepción sensible. A partir de esta intuición, que se encuentra al principio y como principio del conocimiento, comienza a actuar la deducción, que es aquella operación por la cual se infiere una cosa de otra, y que transmite la certeza y evidencia de la intuición, asegurando que los diferentes pasos la conserven.

Así pues, no hay más actos del entendimiento por medio de los cuales podemos llegar al conocimiento de las cosas, sin temor de errar, que la intuición y la deducción. La deducción no necesita, como la intuición, de una evidencia presente, sino que se la pide prestada a la memoria. Y si bien no es tan segura como la intuición (pues ésta aprehende de forma simple, directa e inmediata), la deducción ofrece gran seguridad siempre que se parta de principios ciertos y se imprima al pensamiento un movimiento continuo y no interrumpido. De este modo, agrega Descartes, “conocemos que el último eslabón de una cadena está en conexión con el primero, aunque no podamos contemplar con un mismo golpe de vista todos los eslabones intermedios, de los que depende aquella conexión, con tal de que los hayamos recorrido sucesivamente y nos acordemos de que, desde el primero hasta el último, cada uno está unido a su inmediato.” En esto precisamente consiste la tercera regla del método, la regla de la síntesis, en “conducir ordenadamente los pensamientos, comenzando con los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los compuestos”.

Pero para tener seguridad sobre la totalidad hay que tenerla sobre cada uno de los eslabones o etapas, pues una sola falla pone en peligro la fortaleza o validez de la cadena. Por eso, la cuarta regla, la regla de la enumeración, nos aconseja “hacer en todo enumeraciones, para estar seguros de no omitir nada”. Y es que esta regla tiene como propósito ponerse a cubierto de los errores provenientes de la debilidad de la memoria, pues si la enumeración no es completa y se pasa por alto un error, se pone en peligro la trabazón de los razonamientos y, por lo tanto, la certeza de la conclusión.

Una vez en posesión del método, debemos aplicarlo a todas las ramas del saber. Los saberes forman una especie de árbol, la Metafísica (o Filosofía) son las raíces, la Física es el tronco y las ramas principales son saberes prácticos, la Mecánica, la Medicina y la Moral. Lo primero para construir el saber, por tanto, tendrá que ser aplicar el método a la Filosofía, ya que sobre ella se construyen el resto de los saberes.

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2. La aplicación del método a la Filosofía: Meditaciones metafísicas

Para poder aplicar el método a la Filosofía, lo primero que tendrá que hacer Descartes será encontrar esa verdad cierta e indudable a partir de la cual pueda deducir el edificio entero de nuestros conocimientos. Para que el sistema quede firmemente fundado, es necesario partir de la más absoluta de las dudas, eliminando así todas aquellas opiniones y creencias que no estén dotadas de una certeza absoluta, porque amenazan con ocultar la verdad. Por tanto, si queremos comprobar cuántos de los “conocimientos” que tenemos son verdaderos, lo que tendremos que ver es si admiten alguna duda por pequeña que sea. Ni siquiera hace falta demostrar que son falsos: si pueden ser puestos en duda, entonces no tendremos certeza absoluta acerca de ellos, y por tanto no serán verdaderos en el estricto sentido que ahora estamos exigiendo. Por consiguiente, la “prueba” que tenemos que hacer consistirá en poner en duda todo lo que sabemos y conocemos. Con ello pondremos en práctica la duda metódica, cuyo despliegue constituye el argumento central de las Meditaciones metafísicas:

1) En primer lugar, es dudoso todo lo que nos ofrecen los sentidos. Los sentidos nos han engañado ya alguna vez (por ejemplo, cuando metemos un palo en un vaso de agua, los sentidos nos dicen que el palo está roto, aunque nosotros sabemos que no lo está). Y es razonable pensar que lo que nos ha engañado una vez puede volver a hacerlo.

2) Sin embargo, alguien podría contestar a esto de la siguiente manera: aunque los sentidos pueden engañarnos, hay un montón de cosas que conocemos con ayuda de los sentidos y de las cuales creemos saber con total certeza que son cosas reales. Creemos que nuestras ideas sobre las cosas del mundo físico son causadas por las cosas mismas. Acerca de esto, se nos dirá, no es posible dudar, ¿verdad que no? Pues sí lo es, contesta Descartes, no hay certeza total de que esas ideas estén causadas por las cosas: para demostrarlo no hay más que recordar que a veces se nos presentan en sueños las mismas cosas que cuando estamos despiertos. No tenemos ningún criterio para distinguir entre el sueño y la vigilia. Por tanto, tenemos que reconocer que es posible dudar de todos los conocimientos que tengan origen empírico (y en ello se incluye la Física, la Astronomía y la Medicina).

3) Sin embargo, queda todavía en pie un saber del que no resulta tan fácil dudar. La “geometría y la aritmética” (es decir, las Matemáticas) resisten fácilmente el argumento del sueño, porque, como ya dijimos más arriba, aunque yo esté soñando no puedo sumar dos y dos y que me dé un resultado distinto de cuatro. La mente está constituida de tal manera que no puede dudar de las verdades matemáticas. Sin embargo, dice Descartes, en sentido absoluto es posible dudar incluso de estos “conocimientos”. Pudiera ser que nuestra mente estuviese

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“hecha” por un Dios engañador, y que ese Dios engañador la hubiese hecho de forma que necesariamente hubiese de pensar cosas que no son “verdad”. Esta es la famosa hipótesis del genio maligno, mediante la cual Descartes consigue dudar también de las matemáticas.

Ahora bien, aun en el caso de que hubiera un genio maligno tal, Descartes se da cuenta de que en este caso hay siempre algo de lo que no puedo dudar: del hecho de que, al dudar, estoy pensando y, al pensar, existo. Recuperando así el argumento de San Agustín contra los escépticos, Descartes encuentra la verdad última e indudable que estaba buscando: “pienso, luego existo” (cogito ergo sum). De este modo, al poner en práctica la duda metódica, Descartes ha alcanzado, por fin, un conocimiento que resiste la prueba de la duda, y que soporta el criterio de certeza exigido, puesto que se manifiesta con absoluta claridad y distinción[2]: puedo dudar de cualquier cosa, pero no puedo dudar de que estoy dudando. Mi existencia como sujeto pensante es el modelo de toda verdad, y todo lo que perciba con igual claridad y distinción será verdadero.

Ahora bien, si Descartes no quiere caer en el solipsismo, se verá obligado a deducir, a partir del yo pienso, el resto de la realidad que ha sido arrasada en el proceso de la duda, de tal manera que esa primera certeza le sirva para “reconstruir”, después de haberlo destruido, el edificio del saber. Sin embargo, lo único que tenemos por el momento para realizar esa reconstrucción (y poder abandonar el solipsismo) es la realidad del pensamiento, cuyo contenido son las ideas. Este gesto supone una revolución respecto al pensamiento clásico. En efecto, para la filosofía anterior el pensamiento no recae sobre las ideas, sino directamente sobre las cosas: si yo pienso que el mundo existe, estoy pensando en el mundo, no en mi idea de mundo. La idea sería algo así como un medio transparente a través del cual el pensamiento recae sobre las cosas: como una lente a través de la que se ven las cosas, sin que ella misma sea percibida. Para Descartes, al contrario, el pensamiento no recae directamente sobre las cosas (cuya existencia no nos consta en principio), sino sobre su idea, esto es, sobre la representación que sí tenemos de las cosas exteriores. La idea no es una lente transparente, sino la representación que tenemos de las cosas exteriores, que desbordan la esfera de mi pensamiento y por tanto ignoramos.

¿Cómo podemos salir hacia el mundo y demostrar que las cosas existen y que son realmente como las representan nuestras ideas? Para poder recuperar la realidad del mundo externo, Descartes tendrá que volverse a las ideas del yo pensante, que es lo único que, por el momento, tenemos asegurado. Y al volverse hacia ellas, detecta tres tipos diferentes: las ideas adventicias, que son las que parecen provenir de nuestra experiencia, ya sea interna o externa (las ideas de hombre, de

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árbol, de los colores, etc.); las ideas facticias, que son las que construye la mente a partir de otras ideas (por ejemplo, la idea de un centauro, etc.), y, finalmente, las ideas innatas, que son aquellas que no provienen ni de la experiencia ni de la asociación de ideas, sino que pertenecen de manera constitutiva a la razón (por ejemplo, la de pensamiento y la de existencia, que no son construidas por mí ni proceden de experiencia externa alguna, sino que las encuentro en la percepción misma del “pienso, luego existo”).

Es claro que ni las ideas adventicias ni las facticias pueden servirnos como punto de partida para la demostración de la existencia de la correlación entre nuestras ideas y la realidad extramental: las adventicias, porque parecen provenir del exterior y, por tanto, su validez depende de la existencia de esa misma realidad extramental todavía sospechosa; las facticias, porque, al ser construidas por el pensamiento a partir de las adventicias, poseen una validez igualmente cuestionable. Por tanto, sólo las ideas innatas le servirán a Descartes para demostrar la existencia del mundo externo. En ello se encuentra la afirmación fundamental del racionalismo moderno, que pretende fundar enteramente el edificio del saber a partir de unas ideas primitivas que son propiedad inherente de la razón. Pero, ¿qué encuentra Descartes entre las ideas innatas que le permite no sólo aceptar, sino demostrar deductivamente la existencia de una realidad extramental que pueda llegar a ser objeto de conocimiento? Lo que encuentra es una idea completamente diferente a todas las demás.

3. El problema de Dios: de la existencia de Dios y a la existencia del mundo

Entre las ideas innatas sólo hay una que le va a permitir a Descartes desarrollar el resto de su sistema y terminar de reconstruir “la realidad”, ya que esta idea es en sí misma capaz de demostrar la existencia del objeto al que se refiere, pues su propia noción implica su existencia: la idea de Dios. A este respecto, Descartes ofrece varias demostraciones distintas, reformulando argumentaciones de la filosofía cristiana medieval, que permiten inferir la existencia de Dios a partir del ser pensante:

1) Descartes reutiliza, en la 5ª Meditación, el argumento ontológico de San Anselmo, que parte de la idea de perfección de Dios para demostrar su existencia: comprendemos la idea de Dios como un ser perfecto, y, si es perfecto, ha de tener como una de sus perfecciones la existencia. Por ello la idea de Dios implica necesariamente su existencia. Descartes lo reformula de la siguiente manera: “si volvía a examinar la idea que tenía de un Ser perfecto, hallaba que la existencia estaba comprendida en ella del mismo modo como en la idea de un triángulo se comprende que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos, o, en la de una esfera, el

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que todas sus partes sean equidistantes de su centro, y hasta con más evidencia aún; y que, por consiguientes, es por lo menos tan cierto que Dios, que es un Ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser cualquier demostración de geometría.” (Discurso del método, IV)

2) En la 3ª Meditación, reutilizará el argumento gnoseológico o noético de San Agustín, que parte del hecho de que tenemos, en nuestra mente, la idea de un ser perfecto y, como todo lo que existe tiene que tener un causa, y además una causa que no sea inferior a lo causado, yo no puedo haber sido la causa de la idea de ser perfecto (porque soy imperfecto, puesto que dudo). Por tanto, tiene que haber una causa actual que sea causa de esa idea, y tal causa actual es Dios.

3) También en la 3ª Meditación, Descartes utilizará el argumento causal, reformulando la tercera vía tomista, según la cual los seres contingentes reclaman la existencia de un ser necesario: yo tengo la idea de un ser perfecto, pero no tengo las perfecciones que están incluidas en la idea y, si yo fuese causa de mí mismo (es decir, si me hubiese creado a mí mismo), puesto que me habría dado lo más difícil (la existencia), me habría podido dar también todas esas perfecciones que encuentro en la idea de un ser perfecto, puesto que la voluntad siempre es movida por un bien claramente conocido; pero yo no poseo esas perfecciones. Por lo tanto, tiene que existir necesariamente un ser que me ha creado (y que me conserva) y que tenga todas esas perfecciones, y ese ser es Dios.

Una vez demostrada la existencia de Dios, ¿cómo es posible demostrar la existencia del mundo, aniquilado por la duda metódica? Descartes lo demostrará de la siguiente manera: si Dios es un ser perfecto, entonces es infinitamente bueno y veraz, y por tanto no puede engañarnos, porque el engaño es una imperfección. De ahí que las ideas que tengo, y que parecen provenir del mundo externo, han de tener su correlato en el mundo, pues Dios se ha convertido en el garante de su existencia. Así pues, finalmente Descartes se ve forzado a recurrir a Dios como garante del conocimiento del mundo extramental, y con ello de todos los saberes que parten de la experiencia. Esto arroja sobre el pensamiento cartesiano una aureola paradójica, puesto que la verdad primera, absolutamente evidente, el cogito, resulta impotente para fundar el conocimiento del mundo extramental, que había sido reducido en el proceso de la duda, Descartes necesita recurrir a otra verdad derivada (aunque innata), la de Dios, para garantizar la correlación entre las ideas adventicias y la exterioridad que parecen representar. En cualquier caso, es de este modo como Descartes afirma imponer en la Filosofía el método científico, convirtiéndola, de esta manera, en ciencia segura, fundamento cierto del resto de saberes que de ella dependen.

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Sin embargo, Dios no garantiza que a todas mis ideas les corresponda una realidad extramental. Como Galileo, y como toda la ciencia moderna, Descartes niega la existencia de las cualidades secundarias (colores, sonidos, sabores, etc.), a pesar de que tengamos ideas de ellas. Por tanto, Dios solo garantiza la existencia de un mundo constituido exclusivamente por la extensión y el movimiento (cualidades primarias), que son los atributos fundamentales de los cuerpos. A partir de las cualidades de la extensión y el movimiento, puede la Física Moderna deducir las leyes generales del movimiento, algo que el propio Descartes llevó a cabo. De este modo, la fundamentación de la realidad extramental no es la del mundo tal y como lo percibimos a través de los sentidos, sino la del universo mecánico despojado de cualidades sensibles que estudia la física.

4. La realidad cartesiana y el problema del hombre

Al aplicar el método deductivo de la Matemática a la Filosofía, Descartes se ha visto llevado a admitir, desde el cogito, la necesidad de la existencia de Dios y, consecuentemente, la necesidad de la existencia del mundo. Con ello, Descartes alcanza a entender la realidad como formada por tres tipos de sustancias: la sustancia infinita (Dios), la sustancia pensante (res cogitans) y la sustancia extensa (res extensa). Ahora bien, ¿qué significa que la realidad esté formada por sustancias? La célebre definición de los Principios de Filosofía (I, 51) establece que sustancia es “toda cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Si tomamos esta definición de manera literal, es evidente que sólo podría existir la sustancia infinita (Dios), ya que todos los seres finitos son creados y conservados por Dios. Sin embargo, podemos utilizar la noción de sustancia en un sentido un poco más amplio, y llamar “sustancia” a aquellas “cosas que sólo necesitan del concurso de Dios para existir” (Principios de filosofía, I, 52), es decir, que no necesitan el concurso de otras cosas creadas. Y estas serán el yo o sustancia pensante (res cogitans) y los cuerpos o sustancia extensa (res extensa).

Ahora bien, ¿qué papel juega el hombre en esta realidad cartesiana? En esta realidad, habitada por tres sustancias, el hombre ha de ser comprendido justamente como el quicio en que se articulan la realidad física y la realidad anímica. Es, por una parte, como res cogitans, en tanto que alma, y, por otra parte, res extensa, en tanto que cuerpo. Sin embargo, ambas dimensiones son heterogéneas y autónomas. A esta separación tan tajante entre cuerpo y alma es a lo que nos referimos habitualmente cuando hablamos del dualismo cartesiano, que es continuador de la concepción platónica y agustiniana y se opone a la concepción aristotélico-tomista según la cual el alma es la forma sustancial del cuerpo, el principio de vida de un cuerpo. Ahora bien, ¿cómo es posible entonces la interacción entre cuerpo y alma si son dos realidades (dos sustancias) tan

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radicalmente distintas? Descartes no da ninguna explicación convincente acerca de la interacción entre el cuerpo y el alma (sobre cómo puede el alma actuar sobre el cuerpo, o padecer por los movimientos del cuerpo), pero tiene que admitir que esto ocurre, y de hecho admite que ocurre, limitándose a decir que cuerpo y alma se “encuentran” e interactúan en la glándula pineal (que estaría en la base del cerebro). Lo que sí explica es que la muerte no se produce porque el alma se separe del cuerpo, sino porque el cuerpo, como cualquier máquina, en un cierto momento deja de funcionar. Y es que si en el mundo extenso rige el más absoluto determinismo, en el ámbito del pensamiento hay lugar para la libertad, y por eso es posible y tiene sentido preguntarse por la moral. De hecho, la insistencia cartesiana en la heterogeneidad entre alma y cuerpo, pensamiento y extensión, parece destinada a salvaguardar la libertad del alma del modelo de universo propio de la ciencia clásica, que impone una concepción mecanicista y determinista, en la que no queda lugar para la libertad, que es la cualidad central del yo.

En efecto, con el término “yo” (ego) Descartes expresa la naturaleza más íntima y propia del ser humano. Del yo tenemos un conocimiento directo, intuitivo, claro y distinto, que se manifiesta en el “yo pienso”. El yo como sustancia es centro y sujeto de todas las actividades anímicas. Estas se reducen, en última instancia, a actos del entendimiento (conocer) y de la voluntad (querer). La libertad define la manera de ser de la voluntad. El ejercicio de la libertad nos permite ser dueños de la naturaleza, que es el objetivo último del conocimiento, y ser dueños de nuestros propios actos, lo que implica la posibilidad del error y de la duda. Por tanto, al insistir en la heterogeneidad entre pensamiento y extensión, Descartes protege el orden libre de la interioridad del yo del orden mecánico de la exterioridad. Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente la libertad? No en la mera indiferencia ante las posibles alternativas que se ofrecen a nuestra elección, puesto que eso no significa perfección de la voluntad, sino imperfección e ignorancia del conocimiento; tampoco en la posibilidad absoluta de negarlo todo, de decir arbitrariamente que no; la libertad consiste en elegir lo que es propuesto por el entendimiento como bueno y verdadero. La libertad no es ni indiferencia ni arbitrariedad, sino el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento.

6. La moral cartesiana

A partir de aquí puede comprenderse la pregunta cartesiana por la moral, pues, mientras que en el mundo extenso, del que forma parte el hombre, rige el más absoluto determinismo, en el ámbito del pensamiento hay lugar para la libertad, en tanto que a la res cogitans le es posible determinarse por medio de la voluntad. Ahora bien, ¿qué es lo que el hombre tiene que hacer? Ya en el Discurso del Método encontramos una “moral provisional” que sirve al hombre para guiar su

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conducta mientras estamos inmersos en el proceso de la duda. Esta moral provisional consiste en seguir los siguientes preceptos: en primer lugar, obedecer a las leyes y costumbres del país, conservando la religión tradicional y ateniéndose a las opiniones más moderadas; en segundo lugar, ser lo más firme y resuelto posible en el obrar, y seguir con constancia la opinión que se ha adoptado, y, en tercer lugar, tratar de vencerse más bien a uno mismo que a la fortuna y esforzarse más bien por cambiar los pensamientos propios que el orden del mundo. En este sentido, la moral provisional de Descartes apunta hacia la moral estoica, muy influyente durante todo el período barroco, es decir, una moral que encuentra el mejor modo posible de acción del hombre en la ataraxia o imperturbabilidad del alma.

Esta posición inicial es desarrollada ampliamente en el tratado Las pasiones del alma, donde analiza el problema clásico de la relación entre las pasiones y la razón, o, en términos platónicos, de las partes inferior y superior del alma, puesto que del gobierno racional de las pasiones depende el logro de la felicidad y la perfección humanas. Por eso, Descartes se interroga acerca del origen de las pasiones, la manera como afectan a la parte superior del alma y cuál debe ser el comportamiento de la razón con respecto a ellas.

Las pasiones son definidas como las percepciones o sentimientos que hay en nosotros y que afectan al alma sin tener su origen en ella. Su origen, al contrario, se halla en las fuerzas que actúan en el cuerpo, denominadas por Descartes espíritus vitales. Las pasiones, por tanto, son involuntarias, puesto que su aparición escapa al control y al dominio del alma racional, dado que no se originan en ella; son inmediatas, puesto que no dejan lugar para la reflexión; y no son siempre racionales, no siempre son acordes con la razón. Por ello, la tarea del alma en relación con las pasiones ha de consistir en someterlas y ordenarlas conforme al dictamen de la razón. La razón, por tanto, descubre y muestra el bien que, como tal, puede ser querido por la voluntad. Ahora bien, la razón no solo suministra el criterio adecuado con respecto a las pasiones, sino también la fuerza necesaria para oponerse a ellas. Las armas de que se vale la parte superior del alma, señala Descartes, son los “juicios firmes y determinados referidos al conocimiento del bien y del mal, según los cuales he decidido conducir las acciones de su vida”. En este sentido, propone algunas reglas prácticas para dominar las pasiones, como tratar de servirse del espíritu para conocer lo que se debe hacer en todas las circunstancias de la vida, o mantener la firme resolución de ejecutar todo lo que la razón aconseje sin que las pasiones le aparten de ello.

[1] El hecho de que se trata de un criterio de verdad enteramente subjetivo se muestra también en el hecho de que Descartes no habla tanto de verdad como de “certeza”.

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[2] «Puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera totalmente indudable (…). Pero advertí enseguida que, mientras deseaba pensar que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y al darme cuenta de que esta verdad: “yo pienso, luego yo existo” era tan firme y segura que ni todas las extravagancias de los escépticos eran capaces de hacerla vacilar, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo andaba buscando» (Descartes, R.: Discurso del método)