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DIEZ HERRAMIENTAS PARA LA AUTODEFENSA ÉTICA DEL INDIVIDUO EN LA ERA GLOBAL Por Joaquín Meabe Sobre el autor Prefacio Índice Diez herramientas para la autodefensa ética del individuo en la era global Sobre el autor Joaquín Meabe es doctor de Derecho e investigador de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Nacional del Nordeste, Argentina. Meticuloso lector de la obra homérica y platónica. Ha realizado numerosas investigaciones sobre el vínculo derecho, filosofía y psicoanálisis. Es autor de valiosas obras editadas por Tecnos, en España, y en la actualidad está concluyendo una vasta y profunda investigación sobre el derecho del más fuerte en la poesía homérica. Prefacio En una época que ha consumado las expectativas de sus sueños germinales y que, con indudable éxito, ha dirimido el contencioso de sus programas antagónicos, tanto en el acotado registro de los estándares morales como en la más amplia trama del imaginario de la cultura dominante, casi no queda espacio para el debate retrospectivo o la fantasía justificatoria.

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DIEZ HERRAMIENTAS PARA LA AUTODEFENSA ÉTICA DEL INDIVIDUO

EN LA ERA GLOBAL

Por Joaquín Meabe

Sobre el autor

Prefacio

Índice

Diez herramientas para la autodefensa ética del individuo en la era global

Sobre el autor

Joaquín Meabe es doctor de Derecho e investigador de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Nacional del Nordeste, Argentina. Meticuloso lector de la obra homérica y platónica. Ha realizado numerosas investigaciones sobre el vínculo derecho, filosofía y psicoanálisis. Es autor de valiosas obras editadas por Tecnos, en España, y en la actualidad está concluyendo una vasta y profunda investigación sobre el derecho del más fuerte en la poesía homérica.

Prefacio

En una época que ha consumado las expectativas de sus sueños germinales y que, con indudable éxito, ha dirimido el contencioso de sus programas antagónicos, tanto en el acotado registro de los estándares morales como en la más amplia trama del imaginario de la cultura dominante, casi no queda espacio para el debate retrospectivo o la fantasía justificatoria.

A lo sumo se conserva, como remanente, una pequeña brecha para el ejercicio de la autodefensa ética, de cara a los resultados o a las alternativas de la convivencia organizada que, en todo caso, ya no resultaría susceptible de cambio alguno en el diagrama de conjunto. En ese horizonte cualquier discurso despierta sospecha y las palabras dicen menos de lo que insinúan sus formulas locucionarias. El pesimismo de la razón invita a callar y el poder del sentimiento demanda toda la variedad de servicios que despliega la mano invisible del mercado. Y entre ambos extremos el fideísmo propio de la condición humana se alimenta de las sucesivas ofertas de los profetas de turno.

Al parecer es poco, o nada, lo que vale la pena. Por cierto, no voy hacer aquí cuestión de semejante diagnóstico. Quizá todo ello no sea más que una superficial impresión del que

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mira las cosas por encima sin preocuparse por sus causas profundas. Sea como fuere, esa impresión está instalada como un emblema en el centro de la actual cultura de Occidente y es parte de su cáscara.

Cabe entonces la posibilidad de escarbar por debajo o desplazarse por encima. Una y otra opción es legítima, aunque cabe todavía una ulterior alternativa: considerar la costra con reserva y examinar las trampas o los obstáculos que funcionalizan la adaptación. Esto último supone una especie de opción a favor de lo dado, lo establecido y lo dominante, pero solo como estrategia de supervivencia ante lo ineludible. Supone también el reconocimiento de la propia debilidad del individuo, cuya ciudadela no es más que un encalve precario en el seno del bellum omnium contra omnes.

Para semejante elección se necesitan algunas herramientas y, con ese alcance, se ofrecen los distintos textos de este libro. No pretenden demasiada exactitud y, como la materia que tienen en su mira, no son más que ejercicios de aproximación. Y su resultado lo mismo que su utilidad es, desde ya, aleatoria como las incertidumbres de la vida que con desigual esfuerzo intenta cada uno sortear.

ÍNDICE

I. El teorema de Guicciardini acerca de aquellos que

esperan el mal tiempo a mitad del camino y al

descubierto

II. Platón , San Agustín y el argumento de la banda de

ladrones.

III. El diagnóstico de Althusius acerca de la naturaleza y

de los signos del adulador.

IV. La incompletitud de la entereza y el sentido moral

según Eleanor Marx.

V. La regla de plomo de Rafael Hythloday y el doble

error de Thomas More

VI. La nostalgia de la vida más bella y los tres caminos de

Johan Huizinga.

VII. El teorema de Malthus acerca de la tendencia del poder

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a la usurpación y los frenos que son necesarios para

asegurar la libertad del individuo.

VIII. El inquietante horizonte de las minustropías postmodernas

y los restos del logos.

IX. La justificación de los medios y el conflicto de los fines

en la crítica de George Edward Moore y Eric Weil.

X. Fronteras éticas y estéticas de Gerardo Pisarello.

DIEZ HERRAMIENTAS PARA LA AUTODEFENSA ÉTICA DEL INDIVIDUO EN LA ERA GLOBAL

Por Joaquín Meabe

I. El teorema de Guicciardini acerca de aquellos que esperan el mal tiempo a mitad del camino y al descubierto

En el Epistolario de Nicolás Maquiavelo se puede leer una breve e inquietante carta enviada por Francisco Guicciardini al autor del Príncipe desde Faenza. Está fechada el 26 de diciembre de 1525 y, por cierto, casi todo indica que fue escrita en un contexto de incertidumbre y desazón provocada por las extensiones del conflicto que enfrentaba a las grandes potencias europeas.

Basta repasar los Scritti inediti di Francesco Guicciardini sulla politica di Clemente VII dopo la battaglia di Pavia ( Florencia, Olschki, 1940), o cualquier crónica de la época, para percibir la atmósfera de tensión y violencia, que alcanza uno de sus momentos más dramáticos en la batalla de Pavia con la victoria del emperador Carlos V y la captura del rey de Francia que, el 24 de febrero de 1524, cae prisionero de los españoles. En ese tremendo conflicto entre el rey francés y el emperador se compromete, además, el papado y su trama tiende a involucrar al resto de los estados europeos y,

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en particular, a las repúblicas italianas, ricas y vulnerables por su condición residual respecto de las grandes potencias, como lo ha explicado Paul Kennedy en The Rise and Fall of the Great Powers (Londres, Unwin Hyman, 1988) con una inusual aptitud para el registro histórico y la erudición sinóptica.

La misiva, sin embargo, se aparta de esas contingencias, lo mismo que de toda otra cuestión de detalle, para proponer en la nota un ingenioso planteo, cuya respuesta constituye algo bastante similar a una fórmula deducida de una proposición previamente demostrada; y, el autor, elude inteligentemente cualquier referencia, aliviando así el peso de los hechos.

Dice Guicciardini que de las cosas públicas no sé que decir, porque he perdido la brújula, y aunque oigo que todos gritan en contra de la opinión que no me agrada, pero me parece necesaria, no me atrevo a hablar. Si no me engaño, todos conoceremos mejor los males de la paz una vez que haya pasado la oportunidad de hacer la guerra. Nunca he visto a nadie que cuando ve venir el mal tiempo no busque alguna manera de tratar de cubrirse, con excepción de nosotros, que queremos esperarlo descubiertos a mitad de camino. Pero si sucede algo adverso , no podremos decir que nos han quitado el dominio supremo [para decidir] , sino que vergonzosamente se nos escapó de las manos.

Esta poco conocida enseñanza de la filosofía política moderna, quizá no impresione demasiado cuando se observan los acontecimientos en la perspectiva de la sociedad nacional. Los graves problemas de la administración del estado al igual que los antagonismos de sus principales actores políticos se miden y analizan, en la actual ciencia política lo mismo que en sus disciplinas afines, en relación a la lucha por el poder y a la acción arquitectónica de los que lo detentan o retienen. Los sujetos secundarios, los que solo son objeto o materia de aquella acción, al igual que todos los que han perdido la brújula como confiesa Guicciardini en su carta, cuentan como factores o elementos y, por lo general, resultan ajenos a las determinaciones o propósitos de los antagonistas. A lo sumo el político en el desempeño de su acción ponderará las demandas y, en menor medida, se hará cargo de las expectativas de los sujetos secundarios que no se atreven a hablar. Todo lo demás quedará remitido al vaporoso escenario en el que se sabe lo que no se dice y donde, eventualmente, se dice lo que no se sabe.

Guicciardini hablaba, por cierto, desde una posición de poder y como funcionario responsable de una potencia intermedia incapaz de afrontar todas las consecuencias de una guerra desbordada por la insensatez, la ambición y el oportunismo. Lo notable, sin embargo, no es el sentido de oportunidad, el buen criterio o el tino que transmite en la reserva de la relación epistolar. Mas que todo eso, lo que adquiere una extraordinaria importancia es algo que podríamos denominar el foco de la perspectiva desde la que observa, en su misiva, el horizonte político, que no es otro que el de todos aquellos que son objeto o materia de la acción antes que sujetos o protagonistas de la decisiones cruciales que orientan la búsqueda o la conservación del poder. El testimonio cede en la epístola al ajuste en la observación que, por su valor permanente, se transforma en un instrumento teórico o, si se quiere, en una herramienta de análisis que ya no depende de su contexto de origen, y que por esta misma aptitud de su matriz, resulta de enorme interés para todos aquellos que forman la masa o materia secundaria, marginal o accesoria de la política que, en nuestro modernos estados nacionales centralizados y absorbentes, incluye toda aquella variedad de conglomerados territoriales ( provincias, municipios, regiones periféricas, etc.) donde la interacción grupal o de conjunto casi nunca alcanza a jugar un papel relevante o activo en el control o en la búsqueda estratégica del poder.

Guiccicardini desplaza de manera casi imperceptible la posición inicial ( no se que decir ) donde la primera persona aún le imprime un relativo sello de autoridad a su postura, y cubre de incertidumbre ( he perdido la brújula ) el desplazamiento, conforme al cual ha abandonado su

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propia voz ( no me atrevo a hablar ) y ha dejado de ser sujeto ( todos conoceremos mejor... no podremos...nos han quitado...se nos escapó...) para colocarse en posición de objeto referencial ( todos...nosotros... ) y hasta único ( con excepción de nosotros...) que interroga al sujeto (oigo que todos gritan... si sucede algo adverso no podremos...) en la intimidad de una carta cuyo lector, en este caso Nicolás Maquiavelo (respetable..), será una especie de espejo de si mismo ( apreciado como un hermano...) y la carta como artefacto teórico se parecerá a esas muñecas rusas que guardan en su interior una nueva figura (otro interlocutor) que, a su vez, no es más que el depósito (o el objeto o trama) de otras sucesivas interrogaciones ( de otros interlocutores futuros, también depositarios de nuevas y eventuales tramas).

Ahora bien, esto por sí solo no dice mucho o lo que dice tal vez se tache de trivial; y quizá lo sea. En todo caso no parece que valga la pena discutir ese punto, porque lo verdaderamente relevante es su proposición resultante - que se manifiesta en lo que registra desde aquel foco de su perspectiva - y lo que deduce de aquella como una consecuencia necesaria e inevitable para cualquier sujeto secundario, que no es mas que un objeto a la deriva en el curso de una acción, en la cual no puede influir de modo arquitectónico porque su desempeño no va más allá de la prevención que, para Guicciardini, consiste en cubrirse o dejar de cubrirse.

Incluso esto último parece demasiado obvio por si mismo. Sin embargo, Guicciardini vincula ambas alternativas con una pérdida relativa de control - ese dominio para decidir que hoy llamamos soberanía [ en la Antigüedad y la Edad Media se denominaba majestas] -, que, a pesar de todo, aun deja al conglomerado de individuos, en general incapaces de fijar un rumbo a la acción política, con un remanente de poder, como depositarios de la legitimidad, que solo se pierde por negligencia de su propios titulares que lo dejar irse de sus propias manos.

Con extraordinaria sutileza Guicciardini diseña un escenario en el cual la regla, para cualquier trama de acciones políticas que involucra al conjunto de individuos que solo tiene licencia para conceder o permitir algo al detentador de autoridad política, es la prevención a la hora de retener el remanente de control que concede legitimidad y que, por ende, autoriza a aquel detentador de autoridad gubernamental ( o a los que monopolizan los medios para obtenerlo ) a apropiarse de esa porción de soberanía que luego lo habilita para realizar en su nombre los actos de retención o búsqueda de los aparatos de poder. La excepción, es la imprevisión del conjunto; y de ella se sigue, para Guicciardini, la pérdida, por negligencia, del dominio para decidir el propio destino en relación al gobierno y para lo cual hoy utilizamos el termino soberanía.

En el teorema de Guicciardini, tal como lo hemos reconstruido a partir del texto de su carta, toda ampliación no legítima de poder que ejecuta el detentador de autoridad ( que por inferencia se extiende a todos aquellos que monopolizan los recursos o medios e búsqueda o prosecución de poder) no es sino una consecuencia de la imprevisión del conjunto que concede [i.e. la sociedad civil, el pueblo, la sociedad nacional, etc.] , de ese modo un permiso indeterminado e inacotable, lo que da a aquel detentador de autoridad una suma de posibilidades no susceptibles de revocación futura en orden a su consecuente legitimidad. Resulta por eso del todo inútil invocar el desacuerdo por las consecuencias del acto de autoridad. A fortiori cualquier argumento racional (pacto social, posición originaria, consenso superpuesto, etc) o histórico (plataformas electorales, acuerdos de partidos, etc.) no podrá escapar al círculo vicioso que remite las desaprobaciones a una trama de expectativas anteriores a la cesión negligente por el que se ha escapado la soberanía de entre las manos ( según la fórmula que tomamos de Guicciardini ) y conforme al cual se justifica la impugnación (o el desacuerdo con la autoridad) por los desempeños aprobatorios explícitos, del todo ajenos al acto de imprevisión.

El teorema de Guicciardini, con arreglo a la reconstrucción que hemos propuesto, muestra en todo esto una implacable rigidez; y su conclusión no puede ser más desalentadora, ya que no habría

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remedio alguno para el tremendo dilema que hace a la determinación de la posibilidad, y de la correspondiente imposibilidad, de prever la extensión de las inconsecuencias propias de la acción política desarrollada a partir de permisos inacotables, vagos e inciertos ( que constituye, por otra parte, el genuino estándar de desempeño de todos los conjunto sociales extensos como la sociedad civil o el cuerpo electoral de un estado).

Si hicieran falta ejemplos bien se podría ilustrar nuestro teorema con la historia argentina de los últimos 10 años o con la mas reciente histórica política de Corrientes posterior a la reforma de la constitución provincial del año 1993, que nuestros politicólogos y científicos sociales no alcanzan a explicar de modo satisfactorio.

El primer caso hace al fenómeno de reversión conservadora ejecutada por el presidente Carlos Menen en la Argentina a partir de 1989 respecto de las políticas de estado ( reforma institucional, privatizaciones, flexibilización, alineación con EEUU, apertura de la economía, dolarización, convertibilidad, etc. ), que no son sino un resultado localizado en las antípodas de las promesas electorales y del consecuente permiso extendido por la sociedad civil en 1989.

Sin embargo, el riesgo de desorden generalizado ( que incluía la posibilidad de pérdida del régimen democrático ), ha permitido interpretar el permiso de 1989 como una concesión genérica, frente a la eventual anarquía, para el ejercicio de la autoridad que ha legitimado luego las políticas de estado y esa misma legitimidad ha sido asumida tanto por los que detentan el control de los aparatos de poder como por los que monopolizan o controlan las organización orientadas a la búsqueda o a la captura de aquellos aparatos institucionales. De lo que resulta un extraño compromiso de los que buscan el poder con el poder ya establecido y que se manifiesta, sobre todo, en la decisión, tanto de oficialistas como de opositores, de no poner en entredicho la convertibilidad , las privatizaciones o cualquier otra política de estado.

Nos guste o no este es el resultado de aquella determinación que ha adquirido la dimensión de una plataforma legitimante donde no todo está claro en orden al fortalecimiento de la sociedad económica y de sus distintos elementos desagregados (políticas financieras, fiscales, industriales, agropecuarias, culturales, educativas, etc.) que no presentan un cuadro coherente de cara a la nueva sociedad que se quiere construir. Aquí, de nuevo, como dice Guicciardini si nos sucede algo adverso, no podremos decir que nos han quitado el dominio supremo [para decidir], sino que vergonzosamente se nos escapó de las manos.

Más limitado y puntual, aunque no menos relevante de cara al teorema de Guicciardini, resulta el explosivo cambio ocurrido en la provincia de Corrientes desde 1993, que luego ha dado lugar a la irrupción de una organización política edificada desde el gobierno por Raúl Romero Feris con la intención explícita de antagonizar y someter al resto de las estructuras político-partidarias locales. Lo mismo que en el país en 1989, también en Corrientes en febrero de 1993, cuando se reformó la constitución de la Provincia los convencionales, que provenían de fuerzas políticas diferentes y que, por ende, eran depositarios de mandatos o permisos ligeramente distintos de la sociedad civil, aprobaron las reformas prácticamente por unanimidad, desdibujando de ese modo aun la más ligera diferencia, de todo lo cual resulta una legitimidad constitucional más extensa que la originada en el permiso otorgado por la sociedad civil. Semejante efecto de demostración de 1989 ha pasado desapercibido, aunque no ha sido para nada ignorado por el ejecutor de la ruptura que crea el Partido Nuevo, que sostiene su legitimidad en una continuidad de esa negligente cesión de poder por parte de la sociedad civil, que no ha previsto para nada las consecuencias de sus propios permisos y consensos y que, por ejemplo, en lo que hace al crónico endeudamiento estatal y a las recurrentes amenazas de retenciones de haberes al igual que a los efectivos descuentos compulsivos a los que periódicamente recurre el gobierno que se ajusta a su dirección política, como bien dice Guicciardini, no ha buscado la manera para tratar de cubrirse de las eventuales adversidades con

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mecanismos de control institucional. Al igual que con las políticas de estado de la sociedad nacional, como dice Guicciardini, bien puede sostenerse que si nos sucede algo adverso , no podremos decir que nos han quitado el dominio supremo [para decidir] , sino que vergonzosamente se nos escapó de las manos.

En beneficio de la gente común y, también, de todos aquellos que forman la sociedad civil cuyos permisos solventan luego la legitimidad del gobernante, se debe anotar el hecho de que, en las concepciones arquitectónicas del poder, el asunto que tematiza el teorema de Guicciardini no registra muestras de interés y que, de ordinario, ni siquiera figuran en la agenda de las más importantes doctrinas políticas contemporáneas, lo que no deja de ser una curiosa ironía de la historia puesto que todas o casi todas estas teorías edifican su propia justificación en una suerte de humanismo político que reivindica la libertad del individuo y el derecho de las masas a su propia autodeterminación, lo que, por una especie de carácter transitivo, comprende toda aquella variedad de desempeños asociados a los permisos, consensos o habilitaciones otorgadas por la sociedad civil a los actores políticos. Por todo esto parece, por demás, oportuno llamar la atención acerca de la verdadera naturaleza de los mecanismos básicos que orientan y determinan luego el funcionamiento de la sociedad política, de tal modo que se vea, al menos, la posibilidad de discutir las alternativas de prevención que hagan menos genéricos y vagos los permisos, los consensos o las habilitaciones otorgadas por la sociedad civil a los que titularizan o monopolizan los instrumentos de acción política. De lo contrario no quedará más que el recurso de lamentarse por la propia negligencia como lo hace aquel que llora por la leche derramada. Por cierto, también en este caso como dice Guicciardini si nos sucede algo adverso, no podremos decir que nos han quitado el dominio supremo [para decidir], sino que vergonzosamente se nos escapó de las manos. Pero en ese caso el lamento siempre llegará tarde y el desacuerdo se remitirá a aquel círculo vicioso que no hace sino multiplicar las excusas.

Corrientes , 20 de enero de 1999

II. Platón, San Agustín y el argumento de la banda de ladrones

En el primer libro de la República de Platón - que, en ciertos círculos de la erudición, suele denominarse Trasímaco para distinguirlo del resto de la obra por su posible composición previa - Sócrates defiende la necesidad de la justicia, como elemento de la convivencia organizada en la vida social de los seres humanos, con un argumento que desde entonces constituirá, al menos en la tradición intelectual de la cultura de Occidente, un tema ininterrumpido de debate y controversia.

El examen del asunto, que se conoce bajo el emblemático título de argumento de la banda de ladrones, ha sido objeto de las más diversas interpretaciones. A fines de la antigüedad lo recepciona San Agustín ( Civitas Dei , IV,4 ) para censurar la inmoralidad del gobernante injusto y, en el apogeo de iluminismo, Jean-Jacques Rousseau (Du Contrat Social, I, 3) retoma una de las extensiones de su conclusión para desestimar racionalmente la pretensión de juridicidad del derecho del más fuerte. Más cerca nuestro Hans Kelsen ( Reine Rechtslehre, 1960², § 6), pone en entredicho su solvencia argumentativa de cara a una posible fundamentación científica del derecho y, desde otro punto vista, Martín Kriele (Einführung in die Staatslehre. Die gesschichtlichen Legitimätsgrundlagen des demokratischen Verfassungsstaates ,1975, § 3) anota los reparos a que da lugar la comparación del bandido con el estado en punto al examen de la legitimidad como presupuesto de la soberanía.

Toda esta discusión , tan interesante como extensa, exhibe, sin embargo un curioso desplazamiento donde se sustituye la estructura originaria del argumento en beneficio de sus extensiones

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interpretativas. Así, por ejemplo, Kelsen no discute directamente a Platón sino que impugna la exposición de San Agustín y, por su parte, Kriele sólo examina la derivación conclusiva desarrollada por Rousseau.

Es cierto que en todos los desarrollos del asunto campea algo parecido a un efecto de atmósfera platónico, pero el descuido que lleva a omitir la formulación completa del argumento originario no solo desdibuja el contencioso sino que se desentiende, con demasiada rapidez, de algunos aspectos que pueden resultar altamente instructivos para cualquier revisión crítica de los desempeños recíprocos en el interior de estructuras complejas, como la organización gubernamental, con sus respectivos cuadros de burócratas, funcionarios y dependientes encasillados dentro de una engorrosa y complicada trama de poderes e intereses.

Nada mejor entonces que empezar por el principio y , como el texto en el que Platón desarrolla el argumento es bastante escueto lo vamos a reproducir aquí de manera completa.

El texto de Platón ( Rep. 351c-352a) en esta sección de la obra ( de acuerdo a nuestra propia versión, que toma, desde ya, en cuenta los trabajos anteriores de José Manuel Pavón y Manuel Fernández Galiano [ La República, Madrid, 3 vls., Madrid, 1949 ], Antonio Camarero [ Platón, República, Bs.As., 1963 ], Antonio Gómez Robledo [ Platón, La República, México, 1971] y Conrado Eggers Lann [ Platón, Obras, vol. IV. República. Madrid, 1986 ] ) comienza con un requerimiento del Sócrates platónico a Trasímaco , orientado a defender la justicia ciudadana [ dikaiosyne] conforme a la cual se practica un reparto racional y equilibrado de adjudicaciones y reconocimientos recíprocos de derechos :

Para complacerme - dice Sócrates, [al inicio del argumento] - contéstame : ¿ Te parece que una polis, un contingente organizado para la guerra, una banda de piratas o ladrones o cualquier etnos que se propusiera algo injusto, consumaría este hacer si, recíprocamente entre ellos, se hicieran injusticia ?

Desde ya que no.- contesta Trasímaco.

Y si no actuaran con injusticia ¿ no les resultaría mejor ?- inquiere Sócrates.

Seguramente - contestas Trasímaco.

La stasis [discordia social generalizada] resulta [entonces], Trasímaco, el producto de la injusticia y de los odios y peleas recíprocas, mientras que la justicia equipara y crea concordia ¿ no te parece ?

Lo admitiré - dice Trasímaco - solo para no polemizar contigo.

Haces bien en obrar así, oh amigo - dice Sócrates - , pero ahora dime, siendo la obra propia de la injusticia el generar odio en cualquier lugar en el que se establece, lo mismo entre libres que entre esclavos, ¿no los hará [a los que lo engendran en su seno] inaptos para cualquier empresa común, a partir de que se odian y se dividen entre sí?

Seguramente - contesta Trasímaco.

Si se genera entre dos ¿no los hará dividirse y odiarse y tornarse enemigos, tanto entre sí como en relación a los justos ?

Así será, creo - responde Trasímaco.

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Y si la injusticia, oh admirado amigo, se generare en uno solo ¿ perdería aquel poder o lo guardaría intacto ?

Creo que lo conservaría intacto - agrega Trasímaco.

Por consiguiente - resume Sócrates - sea que emerja en un agregado de procedencia común [engenetai] , en una ciudad [ polei ] , en una Familia [génei] , en un contingente armado para la guerra [stratopédo] o en donde sea, aparece [JEM:se refiere implícitamente a la injusticia ] con la propiedad de generar, primero, la incapacidad para obrar en común [auto poien prattein] , a causa de la discordia social generalizada [staizein] y las disputas [diaphereethai] , y luego, por la enemistad propia de uno mismo y por la recíproca con el justo. ¿ [O] no es así ?

Así parece - contesta Trasímaco.

Y si no apareciera más que en uno solo, produciría asimismo todos esos resultados porque esta en su sí mismo el factor que hace generarlo. Primero, lo hará incapaz de obrar. Al hacerlo rebelde y discorde consigo mismo; y después lo tornará enemigo de si mismo tanto como de los justos ¿O no?

Ciertamente - contesta Trasímaco [y así concluye el desarrollo formal del argumento].

Como se comprueba después de su lectura, el argumento incluye una variedad de cuestiones, comprensivas de un amplio espectro de tematizaciones que interesan al derecho, a la teoría de la justicia y a los problemas más amplios de convivencia consensuada y de legitimación de los desempeños, tanto en las grandes estructuras de poder ( el estado, el gobierno, el ejército, etc.) como en el interior mismo de los individuos que enfrentan, en su conciencia o en su alma, las tendencias antagónicas del bien y del mal.

Los asuntos genéricos ( derecho, teoría de la justicia, problemas de legitimidad ) han acaparado, indudablemente, la atención en la mayoría de los casos como se puede ver con un ligero repaso de Rousseau, Kelsen y Kriele; y, curiosamente, lo que se ofrecía, en la antigüedad, como una herramienta de crítica política y social frente a la injusticia, ha pasado a revistar, en el interior de los debates y de las modernas controversias especializadas de los filósofos sociales y de los teóricos del derecho, como un asunto técnico-filosófico relacionado con cuestiones epistemológicas y de argumentación internas a esas disciplinas.

Todo eso de por sí no debería ser motivo de censura o reproche, puesto que la obra de Platón aparece naturalmente asociada al desarrollo de esas disciplinas; y su estímulo ha sido, en muchas ocasiones, el más genuino soporte de su progreso. Sin embargo, lo desplazado o desatendido en la tradición intelectual moderna, vicaria del argumento de la banda de ladrones, es justamente aquello que hoy - cuando necesitamos, más que nunca, una revisión crítica de los fundamentos de nuestros propios desempeños -, se nos presenta como un asunto crucial que vale la pena repasar de manera atenta y cuidadosa.

Se percibe ante todo, en la formulación original del argumento, como lo pone en evidencia la más ligera lectura del texto, que Platón parte de un singular isomorfismo : Polis, Ejército, Banda de Piratas o Ladrones y Diferentes Etnos ( o agregados que se estructuran en torno a una regla de linaje como la familia o la tribu), se consideran por sus semejanzas antes que por sus diferencias, de tal modo que cualquiera de ellas puede transformarse, en razón del predominio de la injusticia sobre la justicia, en su recíproca. O dicho de otro modo, tanto una polis como un contingente armado para la guerra pueden volverse algo similar a una banda de piratas o ladrones

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( y, por cierto, si hicieran falta ejemplos actuales, bastaría observar la historia reciente de la Argentina moderna desde 1976 en adelante).

Tamaña transitividad viene dada, de acuerdo al argumento, por la pérdida de aptitud, capacidad o dinamis del grupo para llevar adelante acciones comunes fundadas en la reciprocidad y la justicia. La injusticia genera stasis, que equivale a un desorden social generalizado donde predomina el odio, el egoísmo, la crueldad y el despojo, lo que no implica la desaparición del orden de agregación social que contiene la conjunto ( polis, ejercito, banda, etnos, etc.) sino más bien su degradación o corrupción generalizada. Se pierde así el poder para obrar en común y se marcha a la disolución.

La pérdida de poder, sin embargo, debe entenderse con arreglo al sentido griego de la palabra dýnamis, cuya voz, en nuestro castellano actual, se traduciría con la palabra poder, siempre y cuando se le de a esta el alcance de poder material de ejecución de alguna cosa, lo que indica, a su vez, una asociación de potencia y virtud ( o areté ) para ejecutar dicha potencia. Para que no queden dudas de que esta asociación es pertinente al argumento Platón relaciona la discordia y la incapacidad para realizar actos en común en un grupo con la disensión interna que padece el propio individuo, enfrentado a disposiciones antagónicas que lo paraliza de la misma forma al no poder decidir entre el bien y el mal.

De todo lo cual se sigue, en el argumento, que la propia banda de ladrones debe practicar la justicia en su seno, aunque la omita respecto de los demás. De igual modo tanto una polis como un ejército, una familia o un grupo social o racial cualquiera no se diferenciará de una banda de piratas o ladrones cuando orienta su desempeño hacia la injusticia. Y lo más grave es que cuando así ocurre el único poder que se conserva intacto es aquel poder para dividir y provocar odio, para degradar y tornar a unos y otros enemigos entre sí. El resultado de todo esto es aquello que San Agustín define como el máximo despojo [ magna latrocinium ] que no es sino la pérdida de lo que arraiga y sostiene la agregación social : el deber de reciprocidad en el que se asienta la noción mínima de justicia indispensable para la convivencia; que, cuando falta, transforma a los reinos e imperios en bandas de ladrones.

Para el criterio moderno - donde el político se nos presenta como una figura diferenciada y, en general, autosuficiente -, parece este cargo de Platón y de San Agustín algo demasiado grave y severo; y, con seguridad, ningún político o grupo político lo admitiría para sí, aunque, a veces, utilice el epíteto como instrumento retórico destinado a descalificar al adversario.

Ahora bien, el hombre común y todo aquel ciudadano o residente que se encuentra al margen de las estructuras de poder puede, no obstante, extraer de todo esto una lección distinta y, desde ya, valiosa para su autoconservación como hombre libre y como ser humano no degradado y envilecido por esa especie de stasis del alma insinuada por Platón.

En primer lugar, como lo señala el propio Platón, la injusticia resulta, conforme al argumento de la banda de ladrones, una especie de vara o termómetro, si se quiere, para medir la degradación del gobernante y para enjuiciar la degradación de uno mismo en el seno del estado; y en segundo lugar, sirve para discernir en uno mismo la eventual capacidad o aptitud para la acción común o convivencial. La banda de ladrones resulta así, en orden al desenvolvimiento de la acción política en el seno del estado, algo más que una mera fuerza malévola. Como tal es, asimismo, un reflejo de lo que nos falta y la imagen que proyecta y devuelve esa parte de nuestra propia identidad que anuncia ya la falta de acción común o, si se quiere, la ineptitud tendencial para evitar el máximo despojo del que habla San Agustín, que hace a la pérdida de todo aquello que forma la identidad, el arraigo y la pertenencia.

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Todo esto, sin duda, es tremendo; pero aun queda un inquietante remanente en el argumento que reclama atención y sobre el cual vale la pena detenerse, un instante más, especialmente por su curioso efecto de contraste. Platón desarrolla ese último efecto en un examen del sujeto particular, equidistante de los agregados sociales amplios, cuyo paralelismo le sirve después para enlazar uno y otro por la ramificación de las extensiones del mal, que converge en cada caso con una específica potencia destructiva: la aptitud para formar al enemigo y para hacer del hombre un ser stásico, un enemigo de todo, incluso de sí mismo. Se trata de una consumación de la discordia que labiliza el vínculo y reemplaza la justicia por el odio. Cuando esta tarea se ha completado ya no queda nada por hacer y solo cabe alimentar el egoísmo y el rencor, que al desplazarse del conjunto o agregado humano al interior del individuo completa el ciclo de descomposición.

A diferencia de otros teóricos que imaginan que el egoísmo y el odio cumplen una función activa y hasta benéfica, Platón sostiene la inutilidad absoluta de esos sentimientos y advierte acerca del error de cualquier parcialidad (interés, egoísmo, odio) de cara a la disposición con la que debemos enfrentar a las bandas de ladrones y piratas. Incluso para los que creen, como Carl Schmitt, que el esquema dicotómico amigo-enemigo es básico e ineludible, el argumento de la banda de ladrones se ofrece como la alternativa racional de complementaridad que permite superar la debilidad del que ha sido reducido a la pura condición de enemigo y que por ello ya se ha cercenado la expectativa de la justicia hacia el otro. A partir de allí, la conciencia del justo obrar opera como un factor decisivo que reconcilia al individuo consigo mismo y lo prepara para afrontar la adversidad y desmantelar el odio. Platón no pone ejemplos, pero desde entonces la historia de la humanidad ha sido más que pródiga en ese sentido como lo demuestran Sócrates, San Francisco, Juana de Arco y Ghandi. Demás esta decir, que (para usar una poco feliz metáfora bélica) en todos esos casos, como ha ocurrido entre nosotros con Manuel Belgrano o el padre Carlos Mugica, el hecho de haber perdido casi todas sus batallas no fue un obstáculo para ganar la guerra.

El argumento de la banda de ladrones, en consecuencia, y con arreglo a una lectura política, en el viejo sentido filosófico que asocia la acción con la potencia y esta con la virtud, puede llegar a ser un importante instrumento teórico y una singular herramienta intelectual destinada a preservar la autoafirmación individual y todo aquello que conduce a una vida social libre, segura y previsible. Y, en ese plano, la fórmula misma pierde su carácter ofensivo para transformarse en un molde objetivo que define un estado de cosas inapropiado que se debe evitar en beneficio de todos. Las diferentes bandas que asolan nuestros actuales estados, extensos y complicados, quiza no se inmuten ante nuestro argumento; pero el resto, que no se conforma con semejante trama, seguramente no dejará de prestarle atención y eso, ya de por sí, es mas que suficiente de cara a su eventual valor operativo.

Corrientes , 20 de enero de 1999.

III. El diagnóstico de Althusius acerca de la naturaleza y de los signos del adulado

En su voluminoso tratado sobre La Política - cuyo titulo completo es Politica methodice digesta atque exemplis sacris et prophanis illustrata (Herborn, 1603) - el filósofo calvinista Johan Althusius (1557-1604) se ocupa de las relaciones del príncipe con su entorno con una extraordinaria agudeza, característica de una tradición teórica que, al menos, en la ciencia política moderna, más preocupada hoy por el análisis y la acumulación de registros, parece de momento desplazada en beneficio del estudio empírico.

El autor, cuyo pensamiento al parecer no ha llamado demasiado la atención entre nosotros, gozó en su momento de un amplio reconocimiento al punto que Carl J. Friedrich lo ha calificado como el más profundo de los calvinistas, llegando incluso a tener vinculaciones con la escuela de Salamanca

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, de acuerdo al estudio de Ernst Reibstein ( Johanes Althusius als Fortsetzer der Schule von Salamanca , Karlsruhe, 1955 ) que cita de modo aprobatorio el traductor español Primitivo Mariño. Sin embargo, el destino ulterior de la obra y del autor ha sufrido una desigual fortuna, puesto que luego de una inicial popularidad en el siglo XVII, donde se cuentan por lo menos ocho ediciones de la Política entre 1603 y 1654, la atención por el autor decae y prácticamente se desvanece hasta que, a fines del siglo XIX, el gran historiador del derecho y del estado de la Edad Media, Otto von Gierke impulsa su rehabilitación con su imprescindible estudio Johannes Althusius und die Entwicklung der naturrechtlichen Staatstheorien ( Breslau, 1880¹, 2ª de. Ampliada y corregida: 1903) en el que destaca el rol de la obra en la consolidación de los temas y conceptos fundamentales de la ciencia política moderna ( sociabilidad, soberanía, estado, estado de derecho, federalismo, representación, orden internacional, etc).

El nuevo interés que hoy despierta el autor genera, sin embargo, un cierto tipo de sensaciones encontradas por el continuo desplazamiento hacia lo normativo, que es seguramente usual en ese tipo de obra, característica de una época en la que tendían a mezclarse las ideas y las categorías del derecho natural con la reglas de la teología y las normas del derecho romano. Todo eso, por otra parte, impresiona como algo anacrónico cuando se lo formula como dispositivo de conjunto; pero, a medida que se avanza en el examen de sus asuntos puntuales, enseguida el lector inteligente se desembaraza de semejante prejuicio y, con asombro, descubre que muchos de los tópicos que trata ofrecen un interés específico, de cara a la problemática del poder y a la observación objetiva de sus diferentes entornos materiales, lo mismo que en todo lo relativo a sus consecuentes modalidades de interacción y desempeño. Y, justamente por esto último, quizá convenga repasar su pensamiento, en beneficio de cierto tipo de caracterización de los sujetos asociados funcionalmente al poder, sobre todo porque la moderna ciencia política no ofrece hoy, en ese terreno, más que una multiplicación de excusas y juicios contingentes que, por motivos no siempre claros, desplazan su principal problemática al incierto terreno de la psicología o al más ambiguo y difuso de la historia personal o familiar.

De acuerdo a su peculiar enfoque sostiene Althusio que, después de hablar detenidamente acerca de la ley - regla y norma de vivir y de administrar para su punto de vista -, se debe exponer sobre la naturaleza e inclinación del pueblo y cuerpo consociado, cuyo conocimiento también es sumamente necesario al magistrado en la administración del reino ( Pol., Cap.XXIII, intr.).

Su visión en orden al panorama de las influencias geográficas lo mismo que en punto a los hábitos y debilidades es, por cierto, discutible y no nos vamos a detener en su examen. Por el contrario, lo que aquí nos interesa en el mencionado capítulo XXIII de su Política, titulado de modo más que curioso De la naturaleza e inclinación del pueblo, es todo aquello que describe el entorno del príncipe y que, para el autor, hace a la naturaleza e ingenio de ministros, cortesanos y palatinos ( Pol. XXIII, 40-65).

Ante todo y siguiendo la Biblia (Salmo 146, 3) estas figuras del entorno se definen por su dependencia del gobernante, al que siempre denomina príncipe en la línea de una tradición de la filosofía política que, por otra parte, utiliza esa titulación como forma emblemática donde se resume la personificación del poder y la imagen de la soberanía. Esa dependencia contiene, sin embargo, algo más que un vínculo porque la voluntad de este se asume en el entorno como la voluntad de su Dios (Pol. XXIII, 41). El entorno tiene, de este modo una dependencia fideísta que otorga a esa misma voluntad del príncipe una fuerza irrevocable y unidireccional y por eso, agrega nuestro autor, por voluntad de este fingen su rostro, simulan y disimulan, y se precipitan en acciones impías, que saben agradan a los señores (Pol. XXIII, 41), de lo que se sigue que para el caso no son sino sus ministros de injusticia y placer, y sirven a sus vicios y pasiones, por adulación, sin ninguna conciencia (Pol. XXIII, 41).

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Si no fuera por el estilo moralizante, hoy en desuso, casi podríamos decir que Althusio describe el actual entorno de nuestros gobernantes. De modo muy específico impresionan dos tópicos: el fideísmo del entorno y la tendencia a la creación de una copia que finge el rostro.

En el primer caso el entorno eleva la voluntad del príncipe a una voluntad divina isomorfa del judeocristianismo que le da al poder de dios el carácter de un mandato absoluto y no revisable. Basta mencionar la filosofía de la llamada obediencia debida para darse una idea de aquello a lo que Althusio apunta. No se trata del contenido ni del resultado de la orden, porque el mandato, que el entorno del gobernante asume, es algo en lo que se cree y, en este acto de credibilidad profana - materialmente estructurado como una ceremonia religiosa -, el fideísmo que le subyace constituye la seña de identidad de cada uno y el factor funcional de sus desempeños.

El entorno es la sumatoria de ese fideísmo; y, quizá por eso, los individuos que revistan allí fingen el rostro del príncipe. El mundo secular y la sociedad democrática que promete, para el nuevo milenio, la novedad de un individuo emancipado por el mercado y por los derechos extendidos en un horizonte de uniforme universalidad, difícilmente se permita colacionar el fideísmo de los entornos y la, también universal, tendencia de estos a fingir el rostro del poder, lo que nunca irá más allá del simulacro porque el poder es intransitivo para aquellos que no son titulares directos de los instrumentos de dominación.

El examen de Althusio es tópico y moroso y aquí no vamos a incursionar en todo el detalle de sus ramificaciones porque lo que no interesa es el análisis particular de ese tipo de personajes que, en el entorno del príncipe, sirven para componer la canónica de la corte del poder y a los cuales nuestro autor denomina aduladores , que desglosa en tres categorías : bufones , delatores y consejeros que aplauden y que alaban ( Pol., XXIII, 62), que de acuerdo a su criterio forman la clase más perniciosa.

No hace falta detenerse mucho en su tipología, pues ninguna tópica llegará nunca a captar toda la variedad del fenómeno. Sin embargo, es posible recorrer un camino inverso que nos lleve a descubrir algunos de sus signos más notables. Conforme a este otro método Althusio nos ofrece un breve pero interesante catálogo de siete rasgos conclusivos. Dice ese desglose que los signos del adulador son : 1. Alabar a la cara cuando está presente. 2. Vituperar aquello que vitupera aquel al que pretende agradar. 3. Admirarlo y magnificarlo. 4. Ser oficioso, quitar las plumas, los pelos e hilos de su vestido. 5. Gesticular y aplaudir a su encuentro a modo de perros. 6. A modo de pulpo y de Proteo cambiar y acomodar sus costumbres en favor de aquel, e imitar y adoptar sus costumbres. 7. Por último, con fortuna dejar y abandonar a su primer fautor ( Pol., XXIII, 61).

Si el tópico de fingir el rostro o el fideísmoi del entorno se insinúan como algo demasiado abstracto y, asimismo, muy teórico, las siete caracterizaciones conclusivas, por el contrario, quizá parezcan demasiado concretas y puntuales. Pero, a pesar de estos razonables reparos, ni el más ingenuo dejará de advertir que cada uno de esos rasgos facilitan la descripción de los personajes del entorno del poder y cargan de contenido el fideísmo al tiempo que le dan un escozo concreto al rostro fingido.

Antes que discutir el valor de la tópica de Althusio, al menos de cara a los desempeños éticos del individuo, seguramente conviene perfeccionar la horma de nuestro autor para contar con un molde adecuado que nos permita identificar las extensiones funcionales que , a modo de telaraña, teje el adulador para involucrarnos en su actos de sumisión.

Los signos del adulador se transforman, desde esta perspectiva, en signos de demarcación de un territorio que no tiene más que un camino de ida. Althusio no ha previsto ni se ha interesado por las consecuencias que caen sobre todos aquellos incautos que no revistan en los aparatos de poder o

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que no lo titularizan personalmente, puesto que su preocupación estaba orientada a preservar al príncipe de las malas influencias.

Sin embargo, el dispositivo teórico que propone se asemeja a una especie de lente de aumento que también puede ser usado desde esa posición y , como tal, puede resulta un instrumento adecuado para observar mejor aquella zona contextual que las figuras del entorno del poder ocultan tras de si.

Para todo aquel que no está dispuesto a ser llevado de la nariz por los figurones del poder, la obra que examinamos se ofrece, en ese sentido, con una inquietante actualidad. Por cierto, como toda obra de gran aliento y erudición la Política de Althusio tiene mucho más que ese singular dispositivo teórico para examinar el entorno del poder, pero aunque más no sea por ese acotado asunto, el gran escritor calvinista merece atención y gratitud de parte de todos los individuos inteligentes, preocupados y que, en definitiva, no se resignan por los desbordes o extensiones del poder disimulado en la multiplicación de simulacros que fingen el rostro del príncipe al tiempo que persiguen la adaptación fideísta a su voluntad.

Corrientes , 20 de enero de 1999.

IV. La incompletitud de la entereza y el sentido moral según Eleanor Marx

El derrumbe del comunismo soviético y la desaparición del orden ideológico bipolar, que alimentó en el siglo XX uno de los más furiosos antagonismos entre Oriente y Occidente, al igual que la resignada adaptación de los grandes partidos marxistas a las reglas de la democracia liberal y el desplazamiento del activismo revolucionario por obra de toda una gama de modalidades pragmáticas donde la política se profesionaliza en sentido parlamentario y funcional dentro de un cuadro de ofertas estatales de desempeño regular, previsible e, incluso, altamente estable, parece haber enterrado para siempre las ilusiones y expectativas del socialismo científico elaborado durante la segunda mitad del siglo XIX por Karl Marx con la esperanza de resolver los conflictos sociales generados por la explotación económica, el desperdicio de los recursos materiales y la degradación del trabajo humano.

La nueva dirección que hoy muestra la sociedad y la cultura de fines del siglo XX exhibe una fenomenal confianza tanto acerca de lo que se ha dejado atrás como de lo que se imagina para el futuro. Sea como fuere, lo cierto es que aun carecemos de una adecuada perspectiva para juzgar las tendencias del nuevo escenario que algunos teóricos optimistas consideran reducido a un teatro de controversias comerciales entre naciones, antagonismos de empresas multinacionales o menudos conflictos de mercado.

Sin embargo, lo que el ideólogo comprometido considera una derrota, quizá deba entenderse como una extraordinaria oportunidad de recuperación objetiva de la más compleja y estimulante obra teórica producida en el ámbito de las ciencias sociales. Incluso, todo aquello que se generó o que creció en sus márgenes y que el rigor escolástico de la ideología nunca permitió que se tomara en cuenta, por prejuicio o por desdén, al liberarse del cepo del programa se nos ofrece con una maravillosa e inquietante actualidad.

De esos márgenes o intersticios que forman el hinterland de la vida y la obra de Karl Marx emerge, entre otras muchas cosas, un conjunto de nueve cartas escritas por Eleanor Marx, la hijas menor del gran teórico socialista, dirigidas a Frederick Demuth, el hijo extramatrimonial concebido por el autor de El Capital con su doméstica de 28 años Helene Demuth durante el otoño de 1850.

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Se trata de una correspondencia unilateral - puesto que no se han conservado cartas o respuestas de Friederick -, no demasiado extensa aunque sorprendente por la extraordinaria capacidad de observación y de criterio moral que le da, al trato epistolar, una impronta cuyo sentido adquiere enorme valor de cara a la construcción de un dispositivo destinado a aliviar al individuo desguarnecido que, en un mundo de poderes corporativos e intereses difusos, se esfuerza, a pesar de todo, por mantener indemne su entereza ética interior.

Por su carácter peculiar, lo mismo que por sus protagonistas, esta correspondencia, publicada orginariamente hace poco más de un siglo en Neue Zeit ( XVI, II, [1897-1898], pags. 485-489), requiere de un pequeño contexto que ayude a percibir el escorzo histórico de una trama que se teje mas de medio siglo atrás, cuando Helene Demuth, a los 22 años, entró a servir a la familia Marx hacia 1845.

Helene era una hermosa mujer de facciones delicadas, ojos vivaces y marcado atractivo que provenía del personal de la casa de la madre de Jenny von Westphalen, la aristocrática y sufrida esposa de Karl Marx.

La baronesa Caroline von Westphalen, madre de Jenny, seguramente aceptó con reservas el matrimonio de su delicada y sensible hija con el joven intelectual sin ocupación fija, celebrado el 19 de junio de 1843; y, por cierto, nunca dejo de prestarle ayuda o apoyo en el sucesivo peregrinaje europeo que llevó a la familia Marx, primero a Francia, después a Bélgica y, finalmente, a Inglaterra.

Así, cuando Karl Marx, a principios de 1845 fue expulsado de Francia conforme a una orden del ministro Guizot y por un expreso pedido del gobierno prusiano debido a sus actividades políticas revolucionarias, el joven abogado, devenido filósofo y activista radical , se trasladó a Bruselas con su familia, en medio de una gran penuria económica y allí le alcanzó la bondadosa mano de la baronesa Caroline con una especial ayuda, representada por la joven y hermosa criada Helene Demuth de 22 años

La fiel Lenchen - le dice a su hija la baronesa Caroline, en referencia a Helene, en una breve misiva - es lo mejor que puedo enviarte. Y no se equivocó, a pesar del desafortunado episodio que desembocó en el ocasional adulterio de Marx, cuyo fruto ha sido el pequeño Frederick Demuth nacido el 23 de junio de 1851 en la casa del número 28 de Dean Street, en Londres, en la que entonces residía la familia del futuro autor de El Capital.

Lenchen, la hermosa y resplandeciente muchacha, hija de campesinos westphalianos, fue durante años la mejor ayuda e incluso el reiterado sostén económico de la familia. Contribuía a la casa con sus ahorros, cuidaba de los niños y levantaba el humor con su excelente carácter. Incluso lidiaba con los acreedores o atendía las compras, defendiendo a capa y espada a los Marx, a quienes acompañó por el resto de su vida. Su buen talante no le impedía ser enérgica y, de acuerdo a Liebknecht, aplacar las iras del propio Marx cuando este se ponía colérico o impaciente.

La noticia del nacimiento del hijo de Lenchen no pudo dejar de lastimar a Jenny y tanto ella como sus hijas se negaron a reconocer la paternidad, al punto que no ha quedado rastros del episodio en las breves páginas autobiográficas de la sufriente esposa, tituladas después Breve Bosquejo de una Vida Memorable ( Mohr und General: Erinnnerungewn an Marx und Engels, Berlín , editorial Dietz Verlag, 1965, pags. 204-236 ). Sin embargo Eleanor Marx, la más joven de las hijas del filósofo a la que llamaban cariñosamente Tussy, trató primero, por horror al adulterio, de obtener de Engels una declaración negatoria de aquella parternidad que el inseparable compañero de Marx se negó rotundamente a suscribir, y luego ya convencida del singular vínculo filial, fue tras su medio hermano y entabló con él una intensa relación cuyo testimonio se registra en el breve y magnífico

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epistolario mencionado, que aquí nos ocupa por su valor intrínseco en orden al problema de las extensiones posibles que caben en el sostén de la entereza moral del individuo en la adversidad frente al conjunto que se desinteresa del caso particular o, que por las mismas condiciones de uniformidad de los estándares sociales vigentes, remite a la sociedad o a sus grupos organizados su cuidado o revisión.

En las teorías y en los programas éticos de las grandes doctrinas - que remiten o disuelven el sujeto -, semejante tópico no se considera siquiera como ejemplo puntual, al extremo de que ni aún el existencialismo, una filosofía edificada en torno al individuo, se aparta de aquella colación genérica, como tan bien se percibe en la ética de la degradación y el absurdo registrada en la literatura de Sartre, Genet, Beckett, Blanchot o Klossosky. Por otra parte, casi no hace falta agregar que ni en el marxismo, ni en el utilitarismo o en las distintas variantes del atomismo lógico, de la ética analítica o del holismo liberal de Popper y von Hayek (que no hace más que verbalizar de modo abstracto los dilemas morales que genera la adversidad), la entereza no figura en su agenda principal.

Semejante destematización seguramente obedece a esa universalización de las relaciones humanas que dio origen, junto a los grandes estados del sistema mundial, a la sociedad industrial, mercantil y urbana, donde cualquier examen del individuo empieza y termina en el hombre como ser genérico, tal como lo propone el mismo Marx en sus Manuscritos Económico-Filosoficos (1844), y luego lo repite desde otra perspectiva pero con similar sentido George Edward Moore en sus Principia Ethica (1903) o Leonard Nelson en su Kritik der praktischen Vernunft (1917). De lo cual se sigue que el problema que las éticas de la antigüedad clásica intelectualizaban, para proteger al hombre sometido a la incompletitud y a la privación, tiene en el mundo moderno un nuevo sesgo, signado por la multipliciación de los tratos en el seno de una sociedad que ya no solo no respeta el fuero interno y el aislamiento, sino que reclama y hasta exige la integración a los engranajes de la máquina institucional, con arreglo a un curioso trasiego de las posibilidades de libre elección, formulado como un principio de clausura de lo permitido que sostiene que es ajeno a la autoridad de la ley ( y por ende del estado y al conjuntos de las estructuras y aparatos de dominación) solo aquello que no esta prohibido, lo que subordina la propia libre elección del individuo al acto de autoridad del conjunto, transformado así al conjunto (y a los poderes que lo controlan) en una especie de agente tutelar de la vida individual de cada persona.

Cualquier respuesta a este orden cerrado e inabarcable, que tan bien describieran Kafka y Huxley en sus relatos, va a ser siempre insegura o relativa; y, desde ya, va a reclamar un reajuste de la perspectiva moral de acuerdo con las posibilidades de resistencia que la teoría ética pueda proporcionar y que, en cierto modo, eran inimaginables en los reducidos ámbitos comunales de la antigüedad clásica y del mundo medieval europeo, donde el contexto no es marginal a los tratos interactivos. La nueva dimensión social extensiva del mundo moderno por el contrario marginaliza el contexto de tal manera que siempre parece posible encontrar la excepción que justifica la regla. Y es allí - justamente cuando el registro de la agudeza en la observación ética se ofrece como un estímulo para la autodefensa del individuo -, donde se descubre un asunto de extremo interés en el singular testimonio epistolar de Eleanor Marx, que, por otra parte, solo se alcanza a comprender cuando se lo mira en el espejo de su contexto filial.

Para el estándar ético de Eleanor Marx la integridad de su padre estaba fuera de duda y el deber de lealtad para con su madre era inevitable, de tal modo que el conocimiento de la verdad acerca de su medio hermano casi se parecía a una catástrofe moral. La historia real amenazaba con devorar su humanidad de manera similar al arrollador proceso descripto por su padre, donde el ser humano genérico dirimía por medio de la lucha de clases los antagonismos con ineludible necesidad científica y absoluta indiferencia de los caso puntuales.

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Tussy fue, sin embargo, al encuentro de su caso y sin resignar su sentido del honor tendió, contra la corriente, un puente por el que pudo pasar primero el afecto, después la amistad y finalmente la entereza. No vamos a reproducir aquí ese singular episodio que es materia propia de la biografía o de la crónica de vida. Para nuestro propósito resulta suficiente aquel dilemático contexto moral cruzado para Tussy por el abismo del adulterio. La entereza para sobreponerse a todo eso muestra en su correspondencia una peculiar visión de aquello que, aun siendo inabarcable, debe afrontarse sin otro apoyo que el de uno mismo ( carta del 3 de febrero de 1898) y, en todo caso, el de la limitada amistad individual ( carta del 30 de agosto de 1897). Esta perspectiva le permite a Tussy decir que hay gente que carece de cierto sentido moral, como hay sordos o miopes, o aquejados de otro defecto. Y yo empiezo a comprender que no tiene justificación culparles de ello. Hemos de procurar curarles, y si no hay curación posible, hacer lo que podamos. He conseguido comprender esto a través de un largo sufrimiento...un sufrimiento cuyos detalles no podría contártelos ni siquiera a ti, pero lo he comprendido, y ahora trato de soportar con entereza todas estas penas ( carta del 5 de febrero de 1898).

Se trata, pues, de hacer lo que podamos, sin reproducir los detalles del sufrimiento y sabiendo que la entereza no tiene límites en el sujeto ni este necesita recapitular sobre ella o sobre todas sus penas. Por el contrario, hace falta comprender, porque, de acuerdo al proverbio francés comprender es perdonar... grandes sufrimientos me han enseñado a comprender...y por eso no necesito perdonar. Solo puedo amar ( carta del 7 de febrero de 1898). Así y todo la misma comprensión tiene límites y, a pesar de la generosa e incondicional amistad de Frederik ( Freddy en sus cartas) Tussy no cree que comprenda todo ( carta del 5 de febrero de 1898) puesto que yo misma, dice, solo estoy empezando a comprender y a causa de ello me doy cuenta cada vez más de que la mala conducta es solo una enfermedad moral, y que los que son moralmente sanos como tú no están calificados para juzgar el estado de los moralmente enfermos, del mismo modo que los físicamente sanos comprenden apenas el estado de los enfermos (carta del 5 de febrero de 1898). La entereza se torna de este modo propia e intransitiva y sin límite. Requiere de la amistad aunque no se redime con ella y no se sublima de ninguna manera. La entereza se cierra así sobre le individuo, como lo percibe Tussy y requiere del propio ánimo. Se agota, además, con el como lo demuestra, a su modo, su posterior suicidio, un mes después de la última carta a Freddy, del 1º de marzo de 1898, que, en una especie de despedida, dice que es una mala época para mi; y, como anticipo de su última determinación, agrega: me temo que quedan pocas esperanzas, y el dolor y el sufrimiento son grandes. Hablaba, por cierto desde el horizonte del sujeto al que la historia no podía redimir porque no era el suyo un dolor genérico ni el sufrimiento de una clase sino el intenso conflicto de una vida personal signada por la pobreza, la enfermedad de su amante Edward Aveling y el peso de una relación filial con Frederick Demuth apenas soportable para su propia escala moral. Era su propia penuria intransitiva como lo indica el reconocimiento que continúa la misma misiva: lo único que me consuela son las pruebas de afecto que llegan de todas partes. No puedo decirte lo buena que es la gente conmigo. ¿ Por qué ?Realmente lo ignoro

( carta del 1º de marzo de 1898).

Las poco previsibles consecuencias de las observaciones éticas de Eleanor Marx, por encontrarse en las antípodas del holismo científico de su padre no dejan de ser una curiosa ironía de la historia, que, como toda gran anticipación, solo hoy puede atenderse y examinarse de cara a la construcción de una teoría de la autodefensa ética del individuo frente a los engranajes del orden global. Los detentadores de tal orden los mismo que sus teóricos y sus vicarios intelectuales, absorbidos por el ser humano genérico - que por otra curiosa ironía de la historia ha pasado de las manos teóricas de Marx (que introduce el concepto y la idea misma) a las de sus más furibundos antagonistas -, dejan el asunto en manos de esa nueva cosmética psicológica que se transmite a través de los denominados textos o programas de autoayuda, tan puntuales como insatisfactorios para formar una perspectiva ética del individuo.

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Queda de este modo, como una cuenta pendiente, la silenciosa y paciente tarea de reformulación, ya en el nuevo milenio, con aquellos testimonios como el de Eleanor Marx, de esa indispensable teoría de la autodefensa ética que conserve la humanidad particular de cada uno ( comprender, amar, sostenerse en el ánimo, guardar el sufrimiento, colacionar el dolor que no se puede compartir ), evitando al mismo tiempo la retirada al interior de la conciencia o la adaptación sumisa al orden exterior uniforme, donde los dispositivos de poder y regulación están siempre fuera del alcance del sujeto particular que, aunque no hace la historia tampoco se resigna a ser devorado por ella.

Corrientes , 14 de enero de 1999

V. La regla de plomo de Rafael Hythloday y el doble error de Thomas More

La Utopía de Thomas More - cuyo título completo ( De optimo republicae statu deque nova insula utopia libelle vere aurens [Lovaina, 1516¹] ) define ya su primera y más decidida intención -, seguramente es la principal obra del género y, como la mayoría de los clásicos suele, de ordinario, ser mas citada que conocida en el detalle de su trama o en el singular desarrollo de sus ideas y argumentos.

El uso y el abuso de las menciones que aluden a su tema, por otra parte, ha alimentado una curiosa tradición indirecta que solo atiende a la imaginaria sociedad que se describe en una parte de la obra ( el libro II ) , pasando por lo general, por alto esa otra parte ( el libro I ) en la que se discute acerca de los males de las sociedades históricas que los interlocutores conocen y que, sirviendo de contraste a la primera, resulta tanto la excusa como el genuino motivo originario para la curiosa confrontación de fantasia y realidad que da lugar al relato de la comunidad de Utopia, que es algo así como el país de ninguna parte.

Por cierto, es más lo que se sabe de oídas o por comentarios acerca de la fabulosa isla de Utopía ; y, seguramente, el lector de nuestro desenfadado fin de siglo, bastante confiado en su propio horizonte como despreocupado por todo lo que no fueran las extensiones puntuales de su calidad de vida particular - que, desde ya no comprende, ni por asomo, el problema de la calidad de vida del resto -, inevitablemente juzgará con silenciosa desaprobación la impronta colectivista que campea en el relato, donde se describen las costumbres y la organización social y política de aquel país de ninguna parte que, con marcado romanticismo, la cultura de Occidente ha utilizado en los últimos doscientos años como el modelo de todas las fantasías al igual que de todos los programas de crítica y reforma social.

Además, no cabe casi ninguna duda de que en el pathos misárquico, ya denunciado por Nietzsche en La Genealogía de la Moral (II,12) y que hoy , más que nunca, pareciera expresar el paradigma con el cual se anuncia el nuevo milenio, coloca al programa de la Utopía de Thomas More en las antípodas de la cultura del Estado Homogéneo Universal, que Occidente se esfuerza por alumbrar en el seno uniformador del ciberespacio y cuyo propósito se orienta a la adaptación tutelar de todo el orbe bajo una disciplina más bien tributaria de la Fábula de las Abejas de Bernard de Mandeville. Sea como fuere, conviene, no obstante, examinar el modelo comunitario descripto en el libro segundo de Utopía y la función autorrestrictiva sostenida por Rafael Hythloday en el libro primero, sobre todo si aún se cree posible aprovechar la obra, en orden al duro aprendizaje destinado a preservarse a sí mismo, en los desempeños éticos y en el trato convivencial, dentro de la actual burbuja civilizatoria fundada en el rigor de la predación.

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En esa línea, lo que aquí se denomina la regla de plomo de Rafael Hythloday, al igual que aquello que se caracteriza como la doble equivocación de Thomas More - extraídos casi literalmente del libro primero de Utopía-, descubre (para el lector inteligente) su profundo y muy actual sentido cuando se examina su tópica en el contrapunto del relato del libro segundo.

Siguiendo entonces con esa metodología tipo cangrejo (de atrás para delante), vamos a abordar el modelo de ese país de ninguna parte descripto por el (también) imaginario visitante Rafael Hythloday, cuya memoria de sus cuatro visitas a la isla, desglosada en nueve secciones, se ocupa de la descripción de la isla (II a), de las ciudades (II b), de los magistrados (II c), de sus ciencias y artes (II d), de su vida de relación (II e), de sus desempeños y viajes (II f), de los esclavos, el matrimonio y las enfermedades (II g) , de su arte de la guerra (II h) y de sus distintas religiones (II i).

La sociedad imaginaria de la isla de Utopía en verdad edifica su dispositivo convivencial con arreglo al mensaje expuesto por Jesucristo en el Nuevo Testamento, que funciona de modo subyacente y como genuino substrato del orden que, en numerosas partes de la obra, se insinúa en términos de un reflejo de la república ideal descripta por Platón como vamos a ver en algunos detalles específicos.

La trama de valores e ideas se articula bajo la forma de un comunitarismo estricto establecido en una especie de Edén Histórico de muy difícil acceso (II a,4-13), con cincuenta y cuatro amplias y bellas ciudades-estado (II a,21), cuya capital confederada es Amaurota (II b, 1-5). Cada ciudad-estado, concebida al modo de la polis griega de la antigüedad, jamás extiende su jurisdicción más allá de las fronteras previamente determinadas, pues los utopienses se consideran mas los trabajadores que los poseedores de esa tierras (II a, 27-28).

En semejante sociedad, al igual que las comunidades cristianas primitivas más que en el estado ideal platónico, no existe ninguna clase de propiedad privada (II b, 25-40), la población se distribuye armónicamente (II b,1-24) y los habitantes cambian de casa cada diez años (II, b, 35-40).

De la noción de propiedad común de la tierra se sigue además un curioso colorario conforme al cual se se considera como el más justo motivo de guerra si algún pueblo, con el que los utopienses entran circunstancialmente en relación, mantiene una parte de su terreno vacío y despoblado, sin ninguna utilidad buena ni provechosa, impidiendo a otros que por ley natural habrían de ser alimentados y aliviados con él su uso y posesión (II e,11-13)

La vida económica es más agrícola que industrial (II, a,29-38 , 42-47), al punto que la agricultura es la ciencia común a todos en general, tanto hombres como mujeres, en la cual todos son hábiles ( II d,1-2) y los oficios se relacionan con esa actividad central y con el desglose de la vida rural y urbana (II d,3) sobresaliendo las ocupaciones de tejedor, carpintero, albañil y herrero (II d, 4-6 ), a la que se agrega la ocupación específica del estamento de los intelectuales, que es el resultado de una previa selección entre los más estudiosos (II d,55-56).

Con arreglo al modelo platónico, del que es tributario la obra, todos aprenden un solo arte u oficio (II d, 7) pero si alguno cualquiera desea adquirir otro es igualmente tolerado y permitido (II d,15) conforme a una impronta en la que se descubre una atenuación del rigor de la república ideal que procede del cristianismo. Y en igual sentido, solo le dedican seis horas al trabajo en el día (II d,21) y ocho al sueño (II d,22) pudiendo usar el resto del tiempo a discreción, ya que cada hombre o mujer está autorizado a distribuirlo como mejor le guste (II d,23).

Todos los cargos y magistraturas en Utopía son anuales (II c, 8) con excepción del gobernante supremo o Príncipe, que el elegido lo conserva de por vida a menos que sea depuesto o degradado

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por sospecha de tiranía (II c,6). De resto de los magistrados se destaca el filarca o sifrogante , que es una especie de alcalde que gobierna un conjunto de 30 granjas o familias (II a, 32; bc,1 ), el traniboro o filarca en jefe, que surge del agregado de 10 sifrogantes y se constituye en autoridad superior de todo ese conjunto (II c, 2). En total el informe de Rafael Hythloday registra un número de doscientos sifrogantes, que constituyen el cuerpo electoral que designa, en reunión secreta, al príncipe (II c,3-4). Por su parte los tranioboros cada tercer día de la semana, o más a menudo si hiciera falta, forman una junta con el príncipe, en un lugar denominado Casa del Consejo, donde se ocupan del bien común y resuelven las pocas disputas que se suscitan entre particulares (II c,8-13). Pero nada se puede resolver fuera del Consejo y si así ocurre a los responsables se les pena con la muerte (II c,14).

Los utopienses no conocen los juegos de dados (II d,30) y, de acuerdo al testimonio de Rafael Hythloday son aficionados a dos juegos en particular : el primero es una suerte de batalla de números semejante al ajedrez (II d,32) y la otra es una especie de lucha de vicios y virtudes (II d,33). La vestimenta, por otra parte, es simple, austera y, como dice nuestro cronista imaginario, allí un vestido le dura a un hombre dos años por regla general (II d,77).

La vida social, sin embargo, es estrictamente regulada y cada ciudad no puede sobrepasar el límite de las seis mil familias (II e,5) y cada una de estas siempre debe tener entre diez y dieciséis hijos (II e,5).De una parte, en el escenario comunal los bienes están distribuidos de manera igualitaria (II f,18-22), no se tolera la suciedad, los desechos o la matanza deportiva de animales (II e,29-30), tampoco se desperdicia el producto del trabajo ni se emplea a los ciudadanos en ocupaciones o servicios en contra de su voluntad (II d,80-84) y se atienden las enfermedades y los dolores físicos por medio de un sistema de cuatro grandes hospitales públicos (II e,38-42). Por otra parte, en orden a la vida familiar el miembro varón de más edad gobierna la familia (II e,16), las esposas dependen de los maridos (II e,17), los hijos de sus padres (II e,17) y los menores de los mayores (II e,17), lo que expresa una clara filiación cristiana antes que platónica, cuya jerarquía moral y confesional se reproduce, en un esquema profano, con un extraordinario isomorfismo que merece el más atento de los estudios, sobre todo si se quiere comprender el genuino sentido de la crítica moral contenida en el libro primero.

El desplazamiento de los utopienses, a pesar de todo, no es estrictamente libre y hace falta una especial licencia del sifrogante o del traníboro para el viaje fuera del propio domicilio, permiso que nuestro imaginario informante sostiene que se consigue sin dificultad, a menos que haya algún impedimento razonable, de acuerdo a sus palabras (II f,1). Pareciera, además , que nadie sale solo y que el estado le proporciona a los viajeros un vehículo y un esclavo público para la guía y cuidado de los bueyes que se utilizan como medio de tiro (II f,2-3). Los utopienses relativizan el valor del oro y de la plata (II f,43-45) y , de acuerdo a nuestro informante imaginario, practican una moral cuasihedonista, donde le vida y las costumbres evitan la confrontación con la naturaleza, de tal modo que el placer se entiende y se busca como expresión de la felicidad que evita el dolor sin excluir la misericordia y la bondad, que para ellos se origina en el hecho de que los hombres poseen un alma inmortal destinada a esa misma felicidad por voluntad de Dios, quien es juez de premios y castigos en relación a las buenas y malas acciones (II e 103-239). Por cierto ellos no piensan que la felicidad resida en todo placer sino solo en aquel que es bueno y honesto y que a esto como a la perfecta bienaventuranza nuestra naturaleza es llamada y atraída precisamente por la virtud, la única a la que los que son de contraria opinión atribuyen la felicidad. Pues ellos definen que la virtud es la vida ordenada de acuerdo con la naturaleza y que nosotros estamos orientados en esto por Dios (II f,114-115).

Curiosamente, en medio de su singular solidarismo encontramos en Utopía la antigua institución de la esclavitud (II g,1-9), bien que atenuada puesto que nunca convierten en esclavos a los prisioneros capturados en batalla, a menos que sea batalla que entablan ellos, ni a los hijos de

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esclavos ni, en resumen, a nadie que puedan adquirir en países extranjeros aunque allí sea un esclavo (II g,1), sino que a los que entre ellos mismos son castigados con la esclavitud por delitos odiosos, o bien aquellos a quienes en las ciudades de otras tierras condenan a muerte por infracciones graves (II g,2) De esta ultima clase se compone el contingente mayoritario de esclavos (II g,3), que los utopienses importan y los tienen en continuo trabajo (II g,4) aunque también tratan con mucha dureza a sus propios paisanos castigados a esclavitud (II g,5) en una especie de justa compensación por haber sido educados en la virtud y en la solidaridad a la que han dado la espalda al obrar deliberadamente mal (II g,6). De modo similar encontramos también un notable rigor en orden la relación con los enfermos incurables, a los que se les permite optar por el suicidio voluntario (II g,12-18); y, sobre todo, en lo que respecta al matrimonio (II g,19-62), donde la severidad se manifiesta tanto en los límites que se establecen para acceder al mismo como en los castigos que se imponen al engaño o al adulterio, a los que se consideran falta infamantes y, en general, socialmente irredimibles y que, al igual que otras diversas faltas cometida en el seno de la vida conyugal, la más de la veces da lugar a la pena graves como la esclavitud (II g,56).

Detestan, por cierto, los utopienses la guerra y asumen el arte militar como una inevitable necesidad de autodefensa (II h,1-24), al punto que, en sus acciones bélicas, evitan cualquier tipo de crueldad destructiva (II h, 84-145), y se avergüenzan de alcanzar la victoria con derramamiento de sangre (II h,23). Por tal motivo alquilan soldados para que peleen por ellos (II h,57); pero nunca expolian y tampoco permiten que se saquee a las ciudades conquistadas ni condenan a muerte a los vencidos (II h,144).

Finalmente, en materia de religión nuestro informante imaginario describe una variedad de cultos de los utopienses que, en lo fundamental, coinciden en la idea de un dios único y principal, soberano y creador del mundo, al que comúnmente denominan Mitra (II i,6-9). Poca duda cabe de que el substrato teórico de todas esas fórmulas, incluso el denominador común de su dos principales sectas - la de los que viven célibes y castos (II i,83-84) y la de los que abrazan el matrimonio y no se abstienen de ninguno de los placeres nobles que no impiden el trabajo (II i,85-87) -, resultan vicarios del judeocristianismo que, en rigor, informa y regula la dimensión hard core de la obra.

El imaginario viajero que describe tantas maravillas no ha sido, sin embargo, un mero observador, y de su relato surge una importante intervención civilizatoria y cultural, sobre todo en el último de sus cuatro viajes a la isla (II f,261), que se manifiesta en la difusión de la cultura clásica de la antigüedad expresada en las obras de Homero, Eurípides, Sófocles, Aristófanes, Herodoto, Tucídides, Hedodiano, Platón, Aristóteles, Teofrasto, Plutarco al igual que en los libros de la medicina hipocrática y en los léxicos y gramáticas para el aprendizaje del griego, lo mismo que en el aprendizaje de la edición e impresión de libros que enseña conforme a las técnicas de Aldo Manuncio (II f,261-287); a lo que luego se agrega la función, casi misional, de introducción del cristianismo entre los utopienses, que predica con respetuoso escrúpulo por no ser un sacerdote ordenado (II i,15-24).

Nuestro resumen, desde ya, no agota la compleja temática de la obra - el solo caso de los guerreros zapoletas (II h,57-83) que si bien son una especie de contracara de los utopienses resultan reclutados por estos en calidad de soldados mercenarios para pelear por ellos, se ofrece como materia para todo un tratado -; pero no ha sido ese el propósito de este breve y panorámico registro, en el que se procura rastrear, bajo la modalidad de la identificación tópica, la temática y el substrato ideológico que sostiene y limita el discurso panerético del libro primero. Nada expresa mejor la dependencia del substrato judeocristiano en Utopía que aquello que Rafael Hythloday sostiene en la última sección del libro segundo (II y,15) acerca de la compatibilidad entre la orientación básica del cristianismo primitivo y las costumbres de los utopienses : Sin embargo pienso - dice - que no fue pequeña ayuda y ventaja en el asunto que nos oyeran decir que Cristo instituyó entre los suyos que

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todas las cosas fueran comunes y que la misma comunidad persiste todavía entre los grupos cristianos más auténticos.

Pero esa alta exigencia comunitaria parece que entre los hombres es de difícil o imposible cumplimiento y de todo ello, resulta para Rafael Hythloday una regla de plomo que limita la adecuación a la ley de Cristo para facilitar un mínimo acuerdo entre los hombres. Hythloday la enuncia de este modo : Los predicadores, gente astuta y sagaz, siguiendo vuestro consejo, supongo, ya veían que los hombres mal se avenían a conformar sus costumbres con la ley de Cristo, han retorcido y desviado su doctrina y, como una ley de plomo, la han adecuado a las costumbres de los hombres para que de alguna manera puedan ponerse un mínimo de acuerdo ( I, 424). Para ilustrar esta regla de plomo Rafael Hythloday, que dialoga con el autor y con Peter Giles en el libro primero de Utopía con un aire decididamente socrático, ofrece el relato de la vida y costumbres de ese lejano y extraño país de ninguna parte que, antes que un estado imaginario es un paradigma real que subyace como un genuino y aristotélico ( hypokeimenos o subiectus ) depositado en el interior de la religión cristiana.

Frente a ese desfasaje, entre los desideratums de la ley de Cristo y la realidad que a su entender describe la naturaleza humana, Rafael Hythloday considera el dilema que enfrenta el individuo en su relación con el soberano y, con marcada prudencia, prefiere apartarse del poder. More, que no se percata del dilema, elogia la sabiduría, que su interlocutor pone de manifesto en la plática, y le recomienda que se ponga al servicio de algún gobernante para ayudarlo a mejorar su república ( I, 71-72 ), lo que da lugar a esa notable respuesta en la que anota su doble error: Estais doblemente equivocado maese More - dice Hythloday, en una de las secciones más instructivas del texto - primero sobre mi y después sobre la cosa misma. Pues ni tengo la habilidad que me atribuís ni, aunque fuera así, inquietando mi quietud acrecentaría el bien común. Porque en primer lugar, la mayor parte de los príncipes se interesan más en asuntos bélicos y hazañas caballerescas ( cuyo conocimiento no tengo ni deseo) que en las buenas hazañas de la paz, y dedican mucho más estudio a extender, con razón o sin ella, sus dominios que a regir y gobernar bien y pacíficamente los que ya tienen. Además, cada uno de los consejeros de los reyes es de suyo tan sabio en verdad que no necesita consejo de otro hombre, o bien se cree tan sabio que no lo admite a menos que aprueben escandalosa y servilmente las vanas y absurdas sentencias de ciertos grandes hombres cuyos favores, puesto que tienen gran influencia con su príncipe, intentan obtener a base de asentimientos y adulaciones ( I, 82-91).

De la combinación de la regla de plomo de Rafael Hythloday con el doble error de More surge así una notable enseñanza válida, con seguridad, para todo individuo inteligente que, en cualquier tiempo y lugar, afronta el dilema en el que se enfrenta su propia autoafirmación ética y el consecuente deber moral de servir al bien en el seno del poder.

Al contrario de lo que ha supuesto algún lector apresurado, que sostiene que Utopía es, fundamentalmente una descripción de la época en que fue escrita ( como todos los libros de su género ) [y] una crítica del presente más que una construcción del futuro, la obra de More constituye, en verdad, un singular texto de doble fondo, en el que se utiliza la fantasía y la crítica del presente para sostener un alternativa moral vigorosa, con arreglo a un dispositivo ideológico, cuyo desideratum es la ley de Cristo, a la que se considera no solo el mejor modelo para obrar bien, sino también el optimo, de lo que sería posible tener y desear, para sostener la propia autoconservación ética en medio de cualquier sociedad predadora, como nuestro creciente estado homogéneo universal, donde impera de modo casi natural y sin ambages el bellum omnium contra omnes.

En este último sentido la doble equivocación de More, si nos atenemos al genuino substrato de Utopía, exhibe una muy útil enseñanza en el espejo de la regla de plomo de Rafael Hythloday, que

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bien puede transformarse en herramienta de autorrestricción ética, ante la tentación del servicio al poder, hoy bastante de moda en el estrato profesional - ese moderno, o más bien ya postmoderno, hontanar de instruidos consejeros, asesores y expertos -, tan ansioso de superación y protagonismo como de movilidad social y progreso económico rápido.

Corrientes , 14 de enero de 1999

VI. La nostalgia de la vida más bella y los tres caminos de Johan Huizinga

En el ocaso de una época histórica los sentimientos individuales, lo mismo que las expectativas, tienden a expresar el cúmulo de ansiedades que provoca el deslizamiento hacia el futuro incierto, en el que se deberá reorganizar la vida y la nueva convivencia, apenas anticipada en múltiples y contradictorias tendencias.

En Occidente, tal como lo conocemos a través de los testimonios históricos, semejante fractura espiritual se registra, por ejemplo, en la época del ocaso de la Polis Griega luego del arrollador avance del poder de Alejandro de Macedonia y, del mismo modo, se lo percibe con claridad cuando las tribus bárbaras se apoderan de Roma o, en ese momento preparatorio de una nueva edad, que Johan Huizinga denomina El otoño de la Edad Media, cuya fórmula sirve de título a ese monumental y maravilloso estudio acerca de las formas de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos.

Publicado inicialmente en holandés en 1919 con el emblemático título de Herfsttijd der middeleeuwen ( literalmente: Otoño de la Edad Media), el libro de Huizinga es hoy mucho más que un clásico de la historiografía del siglo XX. En rigor, además de ser una obra indispensable para cualquier persona interesada en el conocimiento de las raíces de la modernidad, constituye un formidable tratado acerca del ocaso de una época y de la determinación rigurosa de los factores que impulsan la transición. Por otra parte, la atención al detalle histórico con toda su fenomenal erudición, en ningún momento desdibuja el análisis crítico y la contribución teórica que enmarca, en cada caso, la explicación puntual.

En ese contrapunto de registros y explicaciones el examen de algunos asuntos se hunde hasta la médula de la condición humana como ocurre por ejemplo con el capítulo dedicado al tema de la nostalgia de una vida más bella, que gira en torno a la eterna ansiedad por un mundo mejor.

Con inusual maestría Huizinga desplaza la inquietud, considerada de ordinario en el plano de las determinaciones y de los simples registros, para interrogar ese singular punto de fuga de las expectativas que, en términos estrictos, solo se entiende desde el juicio de preferencia que sirve para contener o canalizar aquellas ansiedades. El más profundo abatimiento ante las miserias terrenales - dice ( vid: El Otoño de la Edad Media [en adelante OEM] cap. II, pag. 54 [cito por la traducción española de José Gaos, Madrid, 1930, en 2 vls.]) - es el sentimiento con el que se considera la realidad cotidiana, tan pronto como la infantil alegría de la vida o el ciego gozar ceden el paso a la consideración meditativa. ¿ Donde está el mundo más bello tras el cual necesariamente suspira todo época ?

Para nuestro autor siempre se presentarían ante el individuo tres caminos, dentro del imaginario de la cultura, que llevan a distintas metas, a diferentes salidas para su ansiedad y a encrucijadas a veces opuestas en la opción ideológica de sus valores, de lo que resulta en cada caso un indicativo para la determinación de la propia conducta.

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El primer camino conduce fuera del mundo y opera como una negación o una remisión de los males que aquejan la vida material, la mente o el espíritu. La vida más bella solo parece ser asequible en el más allá, solo puede ser un desprendimiento de todo lo terrenal; todo interés prodigado en este mundo no hace sino retrasar la verdadera salvación (OEM, II, 54). Huizinga agrega que en toda cultura superior se ha recorrido este camino y que el Cristianismo había impreso tan poderosamente en los espíritus esta aspiración - como contenido de la vida individual y como base de la cultura -, que durante largo tiempo impidió casi por completo se intentase el segundo camino (OEM, II, 54).

El segundo camino lleva al individuo al mejoramiento y al perfeccionamiento de este. Se trata de un tópico característico de la modernidad y, a su modo, el resultado del impulso laico que impone la idea de progreso y la esperanza iluminista en las posibilidades ilimitadas del uso de la razón. La Edad media , dice nuestro autor, apenas ha conocido esta aspiración. El mundo era para ella tan bueno y tan malo como podía ser; es decir, todas las cosas, puesto que Dios las ha querido, son buenas; los pecados de los hombres son los que tienen el mundo en la miseria. Aquella edad no conoce ninguna aspiración consciente al mejoramiento y a la reforma de las instituciones sociales o políticas, como resorte del pensamiento y de la acción. Practicar la virtud en la esfera propia de cada cual es lo único que puede aprovechar al mundo; y aun en esto es el verdadero fin la otra vida. Incluso allí donde se crea efectivamente una nueva forma social, se considera en principio esta creación como un restablecimiento del buen orden antiguo o como una supresión de abusos, conseguida mediante una especial delegación del poder por parte de la autoridad. La implantación consciente de formas consideradas realmemente como nuevas es rara, incluso en el activo trabajo legislativo, que conoció la monarquía francesa desde San Luis y que imitaron en sus dominios hereditarios los duques de Borgoña (OEM, II, 54).

El juicio objetivo y riguroso del historiador profesional no omite, sin embargo, la pauta de comparación que surge del juicio de valor del filósofo de la cultura comprometido con la exigencia de integridad que le cabe como pensador responsable, y por eso agrega que nada ha contribuido tanto a extender el sentimiento de temor a la vida y de desesperanza ante los tiempos venideros como esa ausencia de una firme y general voluntad de hacer mejor y más dichoso el mundo, aunque desde ya el mundo tampoco prometía cosas mejores, de lo que no podía, en consecuencia, sino seguirse que quien anhelaba algo mejor y, sin embargo, no podía renunciar al mundo con todas sus magnificencias, sólo tenía, por tanto, la desesperación ( OEM, II, 55 ). En ese contexto el individuo no veía en ninguna parte esperanza o regocijo , y por ende, al mundo le quedaba solo breve tiempo de vida y lo le esperaba en él era calamitoso ( OEM, II,55 ).

Por cierto, Huizinga no ignora aquel deber primario de objetividad y escrúpulo que Tucídides ponía en cabeza de sí y que, por extensión, se impone a todo estudioso del pasado: por lo que hace a los eventos ocurridos en la guerra, no parecía oportuno contarlos enterándome por cualquiera ni guiándome por mi propia opinión, sino que relaté lo que yo estuve presente o sobre lo que interrogué a otros con exactitud ( Hist, I, 22, 2-3); pero tampoco se permite el silencio actuarial, que acota la descripción, introduciendo, en cada una de las explicaciones de la trama reconstruida, el juicio de valor acerca de las alternativas, donde las posibilidades de reproducción futura también se ajustan a ese otro criterio de Tucídides acerca de la semejanza de los sucesos humanos libres de color mítico que, más allá de la desagradable ausencia de fantasía, siempre cumple el designio de todo esfuerzo de investigación desplegado con miras al provecho del lector: En la lectura ante un auditorio, desagradará la falta de sesgo mítico, pero quedaría satisfecho si esto les resulta útil a cuantos quieran enterarse de lo sucedido y de todo eso que alguna otra vez habrá de ser igual o semejante según la ley de los sucesos humanos ( Hist, I , 22, 4).

Así, de esta impronta tucididiana proviene el tercer camino que es más que una simple fuga porque, como dice nuestro autor, nos conduce directamente al país de los sueños (OEM, II, 55).

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Curiosamente este es el camino más cómodo (OEM, II, 55) puesto que marchando por él, se permanece siempre a la misma distancia de la meta (OEM, II,55); y ello es así dice Huizinga, porque la realidad terrena es tan desesperadamente lamentable y la negación del mundo tan difícil que siempre parece mejor dar a la vida un bello colorido ilusorio, perdiéndonos en el país de los ensueños y de las fantasías, que velan la realidad con el éxtasis del ideal (OEM, II, 55). De allí que basta un sencillo tema, un solo acorde, para hacer sonar la fuga capaz de elevar los corazones; basta dirigir los ojos a la dicha soñada de un pasado más bello, a su heroísmo y a su virtud, o bien a la jubilosa claridad de la vida y del goce de la naturaleza (OEM, II, 55).

La cultura literaria - agrega - se ha edificado entera, desde la Antigüedad, sobre estos pocos temas : el tema de los héroes, el tema de la sabiduría, el tema bucólico. La Edad Media, el Renacimiento y los siglos XVIII y XIX, todos juntos, no hacen apenas más que modular nuevas variaciones de la antigua tonada (OEM, II, 55-56).

Sin embargo parece que hay algo más; y, por eso, nuestro autor se pregunta si ¿ es que este tercer camino hacia una vida más bella, el huir de la dura realidad para acogerse a una bella ilusión, solo es cosa de la cultura literaria ? (OEM, II, 56).

La respuesta para Huizigna es, en principio, terminante : Seguramente es más. Afecta exactamente como las otras dos direcciones, a la forma y al contenido de la vida social misma, y con tanta más fuerza cuanto más primitiva es la cultura (OEM, II, 56). Hace falta entonces, a partir del interrogante, una respuesta ampliada, que complete el cuadro de los tres caminos que se ofrecen como alternativa a la ansiedad del individuo de cara a las expectativas de una vida más bella; y que, como tal, no puede sino considerar el efecto que las tres actitudes espirituales mencionadas producen sobre la vida real (OEM, II, 56).

Si consideramos el perfeccionamiento del mundo el contacto más estrecho y más continuo entre la labor de la vida y el ideal tiene lugar allí donde la idea misma apunta hacia el mejoramiento y el perfeccionamiento del mundo. Entonces se derraman la fuerza y la confianza alentadoras en la labor material y se llena de energía la realidad inmediata. A la vez que se realiza la propia misión en la vida, se aspira a alcanzar el ideal de un mundo mejor. El motivo alentador es, si se quiere, un sueño de felicidad. Hasta cierto grado tiende toda cultura a realizar en el mundo real un mundo soñado, transformando la organización de la sociedad. Pero mientras en otros casos solo se trata de una transformación espiritual, de instituir una perfección imaginaria frente a la ruda realidad, en este caso es el objeto del sueño la realidad misma, que se quiere transformar, purificar, mejorar. El mundo parece marchar por el buen camino hacia el ideal, cuando el hombre actua progresivamente. La forma ideal de la vida parece no estar muy lejana de la forma de la existencia activa (OEM, II, 56).

La Argentina de 1910, que festeja el Centenario, en medio del dispendio de sus clases superiores, expresa, a través de la opinión de estas y bajo la forma de un sueño oligárquico, esa proximidad que casi toca con las manos un ideal proyectado hacia aquellos que en 1810 establecieron en Buenos Aires una autoridad propia, donde ni siquiera la más exaltada fantasía permitía imaginar un nuevo y próspero país destinado a ser el granero del mundo. Otro ejemplo bastante cercano es el de los revolucionarios fanáticos en la Rusia de 1923, que viven y actúan, desde 1917, ya en el interior de su sueño socialista en el que, al menos para ellos, ya se tendía a superar la explotación económica del hombre por el hombre y donde solo cabría esperar la consumación del comunismo y la desaparición progresiva del derecho y de cualquier otra relación de dominio sobre el individuo. Y, en las antípodas del caso anterior no puede omitirse el fenómeno de la enorme masa de individuos enrolados en la clase media del gran país del norte que, a partir del New Deal, participan de aquello que se ha dado en llamar la Gran Sociedad, en la que, para satisfacción de los ideólogos de la

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economía de bienestar y de acuerdo al parecer de los gobernantes, ya a casi ningún estadounidense le falta casa, auto y trabajo, que a su modo resume el sueño americano.

Curiosamente, en esos casos donde, como dice Huizinga hay solo un breve espacio entre la realidad y el sueño (OEM, II, 56) el resultado puede ser éticamente desalentador o, incluso paralizante, para el individuo, porque cuando se tiene bastante con aspirar a la producción más rica y a la distribución de los bienes más equitativa posibles, cuando el contenido del ideal es el bienestar, la libertad y la cultura, se piden relativamente pocas cosas al arte de vivir (OEM, II, 56). En suma el hombre ya no siente la necesidad de darse tono de noble, o de héroe, o de sabio, o de refinado cortesano (OEM, II, 56).

Por el contrario la nostalgia de una eterna salvación nos hace indiferentes al curso y a la forma de la existencia terrenal, puesto que lo único que debe cultivarse en ella es la virtud , (OEM, II, 56-57) y por eso se dejan ser como son las formas de la vida y de la sociedad, pero tendiendo a penetrarlas de moralidad trascedental ( OEM, II, 57), de lo que resulta entonces que no hay pura negación o un simple desvio del mundo ( OEM, II, 57) sino que la moralidad individual tiene, en el renovado ejercicio de la virtud, su labor fecunda y una misericordia eficaz (OEM, II, 57).

Lo que la virtud expresa en lo concreto y real es, sin embargo, vicario de la específica y puntual modalidad de desprendimiento del mundo de cada caso; y, en ese sentido, es del todo diferente el monacato cristiano de la antigüedad, el aislamiento comunal de algunas sectas protestantes del mundo moderno o el fanatismo disciplinario de algunas de las actuales modalidades antioccidentales del credo musulmán. Pero, en todos los casos, la acción del individuo es prácticamente nula y su desempeño ético carece de iniciativa, porque los deberes siempre vienen impuestos bajo la forma de códigos sometidos a intérpretes autorizados y excluyentes.

Finalmente, la tercera actitud tiene una curiosa consecuencia: se convierten las formas de vida en formas artísticas (OEM, II, 57). Desde ya no es solamente en las obras de arte, en cuanto tales, en donde esta actitud da expresión a su ideal ( OEM, II, 57), pues también esta actitud ennoblece y embellece la vida misma y llena la vida social de juegos frívolos y formas ceremoniosas (OEM, II, 57). Así, justamente en este caso es cuando se hacen al arte personal de vivir las más elevadas peticiones; peticiones a que solo puede responder una élite, haciendo de la vida un juego lleno de artificio. La imitación del héroe y del sabio no es cosa para todo el mundo; decorar la vida de colores heroicos o idílicos es un gusto costoso y que, por lo regular, solo se satisface de un modo muy deficiente (OEM, II, 57).

En suma la aspiración a realizar el ideal en las formas mismas de la sociedad tiene como vitium originis un carácter aristocrático (OEM, II, 57). De lo que se sigue que la huida hacia el mundo de los sueños demanda un coste moral que otros deben satisfacer y que hace, del elegido, una persona desligada de las extensiones de su responsabilidad. No todo el mundo puede ser modelo de otros y el que asciende por el duro camino que lleva a la élite siempre deja para los otros las consecuencias éticas de sus desempeños. Hoy no parece que hiciera falta ilustrar todo esto con ejemplos porque, de acuerdo al registro de nuestros medios de comunicación, el mundo del nuevo milenio se anuncia con arreglo a este vitium originis.

Lo más interesante de la lección y, quizá, lo más destacado que el individuo puede extraer de la teoría de los tres caminos de Huizinga es el peculiar enlace que, en su desarrollo teórico, presenta la trama y la articulación de efectos. En cada caso la proyección del ideal, ante todo, concede oportunidades y quita expectativas solo en la medida de las opciones y, de manera no siempre perceptible, cuando se asume el ideal ético.

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Las consecuencias éticamente indeseables llegan, por otra parte, luego de la consumación de la opción y, por eso, le conviene a los insatisfechos revisar el origen de su opción antes de quejarse por los resultados. Para ellos, al igual que para todos aquellos que creen conveniente inspeccionar el horizonte ético de sus futuros desempeños, la obra de Huizinga se ofrece como un fascinante instrumento para medir las alternativas que desglosa su tríada de opciones. Por cierto, el resto - que no es poco -, depende tanto de la inteligencia como del buen criterio de cada uno.

Corrientes , 14 de enero de 1999.

VII. El teorema de Malthus acerca de la tendencia del poder a la usurpación y los frenos que son necesarios para asegurar la libertad del individual.

Inevitablemente se asocia a Thomas Robert Malthus con la tesis acerca del crecimiento desigual de la población ( que aumentarían en progresión geométrica) y los recursos de subsistencia ( que solo aumentarían en progresión aritmética ), lo que si bien no deja de ser correcto peca de simplismo y resulta, cuanto menos, unilateral puesto que no le hace justicia al conjunto de su pensamiento, a veces mucho más complejo de lo que imagina nuestra despolitizada economía científica actual.

La lectura escolar o panorámica, incluso cuando es inteligente como ocurre con Robert L. Heilbroner ( The Wordly Philosophers, New York, ed. Simon & Schuster, 1968³) destaca el perfil del hombre adscripto a su disciplina, que se esfuerza por apropiarse, con desigual éxito, de la racionalidad económica para precisar su sentido y aprender las reglas que lo explican. Sin embargo, lo que falta en esta imagen, básicamente correcta, no es pequeño y, con seguridad, proviene del efecto de demostración generado por el desarrollo del especialismo científico que, en las últimas décadas del siglo XIX, ha transformado a la economía política de los siglos XVIII y XIX en la economía técnica elaborada por Marshall, Walrras y sus colegas marginalistas con un crédito indiscutido y un avance, por cierto, irresistible que finalmente le ha otorgado a la disciplina, en el inicio del nuevo milenio, un rango muy por encima de sus propias posibilidades como ya ha ocurrido en otras épocas con los profetas y los místicos.

Por cierto, recuperar el contenido que se encubre en el escorzo del economista, requiere de una actitud abierta, escrupulosa e imaginativa en el abordaje a los textos de este austero profesor de la ciencia de la escasez que ha pasado, sobre todo a la historia menuda, con la imagen del villano que anuncia las malas noticias.

Tamaña empresa supone un desplazamiento y hasta una reformulación de aquello que Carlyle, a propósito de Malthus, etiquetara con ironía como la ciencia lúgubre. Malthus no posee, desde ya, el optimismo de Adan Smith ni la afectación del abate Galiani; pero coincide con estos y con el conjunto de la tradición de la economía política en la conexión explícita de sus aspiraciones, sus sentimientos morales y la búsqueda de los más adecuados remedios para el mejoramiento de la sociedad ( Essay on the principle of population , or a wiew of its past and present effects on human happines : I,1). Toda su morosa exposición del asunto, relativo al desfasaje entre el crecimiento de la población y la producción de recursos necesarios para su subsistencia, está guiada por esa conexión que hoy la disciplina científica observa como un lastre, al parecer, propio de una época que aún no habia practicado el necesario deslinde técnico en el interior de su materia.

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El paso de la economía política a la economía científica implica el abandono de aquella combinación de sentimientos, aspiraciones y deseos, lo que aquí no vamos a discutir porque nuestro interés se localiza en una de más curiosas extensiones de dicha conexión, que Malthus asocia con el uso del poder y con la libertad civil ( Essay : IV, 4).

No se trata de un asunto marginal ni aislado en el desarrollo de su tratado - que dedica todo el libro cuarto y último del Essay a la inspección de los problemas morales y a la búsqueda de métodos eficaces para aliviar la situación de los pobres y alcanzar un mejoramiento futuro de la sociedad -, aunque hoy bien puede considerarse fuera de aquel contexto, al menos en orden a la enseñanza que ofrece de cara a aquello que Malthus denomina la tendencia constante de todo poder a la usurpación ( Essay : IV, 4 ). Esta tendencia universal provoca para Malthus temor e incertidumbre, tanto si la usurpación viene del más poderoso como si resulta del impulso de los sectores mas bajos y pobres. No obstante, descree nuestro autor de que aquello que es vox populi sean, en efecto, vox Dei y sostiene que el grado de poder concedido a un gobierno civil y la medida de nuestra sumisión al mismo, tienen que estar determinados por la conveniencia general ( Essay: IV,4) pero al juzgar esta conveniencia es preciso tener cuenta las circunstancias, en particular el estado de la opinión pública y el grado de ignorancia y de error predominante en el bajo pueblo ( Essay : IV,4).

Por eso sostiene que los frenos que son necesarios para asegurar la libertad del individuo, embarazaran y retrasarán siempre en mayor o menor grado la actuación del gobierno ejecutivo ( Essay : IV,4) de lo cual suele seguirse que los miembros de este gobierno, dándose cuenta de estos inconvenientes, mientras se esfuerzan, según imaginan, por servir a su país, y conscientes tal vez de no guardar ninguna mala intención respecto del pueblo, se inclinaran como es natural a pedir en todas las ocasiones la suspensión o la abolición de esos frenos ( Essay : IV,4) con lo que resulta finalmente que si admitimos por una vez el principio de que el gobierno debe saber mejor la cantidad de poder que necesita que nosotros mismos con los limitados medios de información de que disponemos y que, por consiguiente, es nuestro deber sacrificar nuestro juicio privado, tanto monta que entreguemos desde luego el total de nuestra constitución (Essay: IV,4). La conclusión o el colorario de este singular razonamiento que aquí, con cierto exceso hemos denominado Teorema de Malthus acerca de la tendencia del poder a la usurpación y los frenos que son necesarios para asegurar la libertad del individuo, es muy terminante: Si nosotros caemos en falta con respecto a nosotros mismos, y no estamos atentos a nuestros intereses a este respecto sería la mayor locura y en absoluto irrazonable esperar que el gobierno los atienda por nosotros ( Essay : IV,4).

La imagen difundida por Godwin de un horrible demonio negro, siempre dispuesto a hundir las esperanzas acerca del futuro, ha sesgado la lectura de Malthus en una dirección conservadora y pesimista que se edifica sobre datos ciertos, pero parciales, cuyo peso ha terminado por sepultar mucho de lo importante y permanente que el autor ofrece y que, paradójicamente, no esta subordinado a sus pronósticos más devastadores ni aparece sujeto a sus prevenciones o prejuicios.

Su teorema sobre acerca de los frenos necesarios para asegurar la libertad del individuo es de esa última clase de asuntos y su tópico se desglosa, sin dificultad, del conjunto. Por la forma rigurosa y neta de su argumento resulta de utilidad en cualquier contexto, puesto que no mide la usurpación ni el exceso del poder sino, más bien, marca el límite de tolerancia que uno mismo debe asumir respecto de la propia ingenuidad o confianza que naturalmente se deposita en los aparatos gubernamentales con vistas a la preservación de la libertad particular.

La clave está en el hecho de que si admitimos por una vez el principio de que el gobierno debe saber mejor la cantidad de poder que necesita que nosotros mismos con los limitados medios de información de que disponemos ya no queda otra alternativa que la de sacrificar nuestro juicio privado, lo que para los aparatos de dominación de la sociedad y, sobre todo para el gobierno, se postula como un deber moral ineludible; y, justamente por eso, sostiene Malthus que entonces ya no

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hay diferencia entre la actitud pasiva e individual de sumisión y la entrega total de nuestra constitución.

Para el gobierno, por el contrario, la supresión de los frenos que le impiden avanzar sobre el individuo van a ser siempre obstáculos, incluso cuando el gobernante actúa de buena fe, lo que parece aconsejable poner en duda, puesto que como bien decía el Dr. Johnson el patriotismo es el arma predilecta de los pícaros. Frente a ellos se levanta la conveniencia general como un emblema de la actuación correcta y equilibrada, pero al juzgar esta conveniencia es preciso tener cuenta las circunstancias, en particular el estado de la opinión pública y el grado de ignorancia y de error predominante en el bajo pueblo , todo lo cual coloca al individuo ante un dilema de hierro: de un lado lo que él mismo sabe, que es limitado y parcial; y, del otro, la extensión de la ignorancia que no puede controlar en el resto. De lo que se sigue que la garantía de su libertad civil es precaria y depende del cuidado de sus propios intereses, que por ser intransitivos resultaran siempre menos fuertes que el poder gubernamental.

Sea cual fuere el dispositivo ideológico de la Constitución Política de un Estado, el Teorema de Malthus, al parecer se cumple inexorablemente si nos atenemos a la historia reciente de nuestros países occidentales, por lo que conviene, para los prevenidos y, también, para todos aquellos que tienen alguna estima por su propia libertad, prestar atención al colorario acerca del cuidado de los propios intereses. Quizá no se evite, a pesar de todo, la consumación del acto usurpador que suprime o restringe la actividad del particular en una situación determinada o puntual. En todo caso aquellos que crean que esto es algo exagerado deberían mirarse en espejo de la historia argentina de los años setenta, donde la desatención o la deserción de los individuos respecto de si mismos culminó en la entrega total de la constitución, con el consecuente resultado que, hoy, ya no necesita comentario.

Sin embargo, se puede agregar con relación a esos asuntos que el Teorema de Malthus tal vez pueda servir para hacer un cálculo de las posibilidades que cada uno tiene respecto de la propia libertad civil que se espera conservar. Malthus no insinúa siquiera esta consecuencia, pero semejante agregado se sigue directamente de su Teorema y, al parecer, sería la prueba empírica que lo transformaría en un eficaz instrumento de autopreservación ética.

Corrientes , 14 de enero de 1999

VIII. El inquietante horizonte de las minustropías postmodernas y los restos del logos

El ejercicio del simulacro hoy ya casi forma una disciplina y hasta tiene programas y expertos que explican, difunden y justifican la tópica de sus detalles. Orientada , entre otras cosas , a aliviar lo inmediato y a sostener la fugacidad del instante que resume y redime a los que ya no pueden o no quieren esperar , el simulacro parece que ha encontrado en la explosión técnica de los medios de comunicación de masas y en los alucinógenos y demás drogas peligrosas dos de los mejores instrumentos de su autoafirmación.

La oferta tecnológica asocia en este caso sus recursos con toda una gama de reformulaciones en el dispositivo de la convivencia y en la trama más compleja de la vida cultural. Desde juegos de realidad virtual hasta programas para fabricar libros o amigos , al igual que casas y utensilios domésticos, un curioso arsenal de pequeñas e innumerables novedades están definiendo la nueva civilización que nos envuelve y que tiende colacionar , en el estrecho ámbito de cada refugio personal , aquello que la ideología postmoderna denomina grandes relatos civilizatorios.

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Si nos ateniéramos a algunas opiniones de Claude Levi-Strauss todo esto no expresaría más que un novedoso primitivismo contextualizado por la tecnología. Y, por cierto, apresurados epígonos de su método - que ahora suelen denominarse, desde ya impropiamente, post-estructuralistas-, han llamado la atención acerca del nuevo primitivismo que ha dejado definitivamente atrás la pacatería y el aburrimiento de las culturas de solera donde el libro encuadernado y la pintura de galería marcaban el punto más alto de cualquier experiencia intelectual superior.

Existen muchos apóstoles de la nueva era cuyas tribus están , al parecer, en constante contienda. No vamos a examinar aquí su discurso, si es que todavía puede hablarse en esos términos con todos lo que ya han reemplazado la idea del libro y que localizan sus expectativas e impulsos en soportes móviles, archivos electrónicos y correos informáticos. El barullo de sus propios excesos es en este punto suficiente; y vaya uno a saber cuantas olas tenemos aun que soportar hasta que se agoten los recursos destinados a sostener su incontenible pleonexia. En lugar de ese debate - que no puede ser sino un diálogo de sordos - , quizá resulta más interesante e instructivo recorrer el escenario en el que se teatralizan o reproducen esas nuevas modalidades interactivas. En primer lugar vamos a considerar, en orden al simulacro, el reflejo de las individualidades en la trama de las interacciones. Este reflejo, que la televisión y el cine multiplican al infinito, es algo genuinamente novedoso y configura toda una dimensión de artificio donde hoy se desborda la temática de la cultura de masas y en el cual , desde ya , se oculta el contencioso de la propaganda que tanto impacto causara, en los años cuarenta y cincuenta de este conflictivo siglo XX, a la primer generación de la Escuela de Franckfurt.

No es , sin embargo , la televisión abierta la que ha producido el mayor impacto en la multiplicación del simulacro. Esa tarea ha quedado reservada para la nueva modalidad televisiva que hasta ahora denominamos , transitoriamente por cierto , televisión por cable y que se caracteriza por una enorme ampliación de la oferta de señales en las que se combina la especialización por edades ,temas y géneros como así también por la inclusión de formas y asuntos que nunca se habrían podido presentar en la televisión abierta como por ejemplo todo lo que hace a la temática de la ciencia explicada , el turismo personalizado o la pornografía con abundante sexo explícito.

La rápida expansión del sistema de televisión por cable ha modificado radicalmente la oferta televisiva; y el ritmo de incremento de la transmisión directa ha socavado el espacio público e, incluso, la misma moral comunitaria, de tal manera que hoy la televisión abierta ya, prácticamente, ha organizado sus programas con una exclusiva proyección al espacio privado de la transmisión por cable con toda su batería de falta escrúpulos , obscenidades e idioteces que se imaginan como exclusivas del trato individual , privado y no interactivo. No es este el lugar para hacer un balance de tendencias pero, al menos, se puede, en un ejercicio de imaginación , suponer que lo que ayer era una tendencia hoy ya ha llegado a consumar su vocación de totalidad como aquella mancha voraz de la famosa película de igual título.

El segundo aspecto que hace a la entronización del simulacro es menos inocente y viene cargado de una fenomenal impronta en la que se combina el máximo placer con el más absoluto peligro. En su centro están los alucinógenos, las llamadas drogas peligrosas (marihuana , cocaína, crak, heroína ) y ciertos productos o fármacos sintéticos que reproducen el efecto de aquellas drogas, cuya función se agota en el placer del instante que el consumidor o el adicto creen estirar al infinito. Mucho se ha escrito y más se ha dicho en favor o en contra de las mismas y, a veces , se tiene la impresión de que más allá de la buena voluntad de los que han tomado a su cargo las riendas del debate y la responsabilidad de las campañas destinadas a esclarecer el tema o a mostrar los efectos nocivos de su consumo , lo cierto es que, al menos en conjunto, los que hablan y con más razón los que controlan a los que hablan, parecen presos de un mensaje ambiguo o doble, que, de una parte, condena el consumo y, de la otra, se desinteresa de los factores sociales y psicológicos que inciden en la formación de una demanda constante y creciente.

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Desde ya , conviene definir nuestro abordaje. No vamos a discutir aquí ni su peligrosidad ni la indudable exigencia de prohibición. Tampoco vamos a considerar la extensa agenda de argumentos y personalidades que forman algo muy parecido a una corte de los milagros. Hay ingenios de todo tipo y curiosos compañeros de ruta que facilitan , o inhiben , todo tipo de enganches como para agregar una nueva moralina de convento que se edifica junto al aquelarre , organizado pared de por medio por hermanos en el cariño o en el interés cuando no, incluso, por idénticos personajes , que no siempre apuran en el baño el displicente nariguetazo. Para todo esto ya existe una literatura hecha a la medida de sus extensiones.

Por el contrario , en estas líneas apenas si vamos a considerar la relación que el instante de placer de la droga comparte con el simulacro. Sin duda hay placer y, además, un irresistible apetito de incontenible o arrebatada ansiedad, porque de lo contrario no habría mercado. Y también hay placer sin esfuerzo y sin búsqueda. De golpe todo está allí y también de golpe se descubre el infierno al que se ha llegado sin más trámite. Y en medio del todo y de la nada , desde ya, el simulacro expresado como un espejismo, como el imposible reflejo en un espejo vacío o mejor aun como un reflejo reversado al estilo del famoso cuadro de Magritte del hombre que nosotros vemos de espalda porque está frente a un espejo que refleja lo mismo que nosotros vemos al mirar el cuadro.

En una época se llegó a decir que el infierno son los demás. Ahora, con el testimonio del simulacro vinculado a la droga, habría que corregir ese indudable exceso y decir simplemente que el infierno es cada uno y que en, todo caso, el simulacro son los demás.

En el espacio que separa las dos minustrópicas modalidades que afirma el espejismo del simulacro todavía debe quedar un resto del lógos, que se niega redimir la voluntad de ilusión, y que seguramente sueña y divaga. Quizá allí se edifica un futuro que, de momento, se nos presenta extraño, pero que, sin duda, colacionará lo que hoy se nos niega por nuestra insistencia en ser demasiado humanos. Siempre ha sido así; y nada nos dice que no lo será después de agotarse las extensiones de los actuales simulacros.

Corrientes, 12 de enero de 1998.

IX. La justificación de los medios y el conflicto de los fines en la crítica de George Edward Moore y Eric Weil

Una vieja y remanida proposición sostiene que el fin no justifica los medios, lo que suele servir tanto para defender la subordinación de estos a aquel, como para destacar la ineludible supremacía moral que obliga a discriminar los instrumentos buenos y los malos en la prosecución de un objetivo.

En pocas palabras, lo que tradicionalmente se sostiene, de acuerdo a aquella proposición, es que no se debe usar un medio malo para obtener un fin bueno; algo que, al parecer, no podría sino merecer una indudable aprobación.

Ahora bien, no siempre la cosas exhiben un límite preciso; y lo que, para algunos, se considera una conducta apropiada, para otros puede ser algo indecoroso, reprochable o perverso. Incluso, a veces, las situaciones nos colocan en un estado de incertidumbre acerca de los fines y de los medios y el recurso a la simplicidad no hace más que oscurecer nuestro horizonte moral.

Como todo esto parece un mero enredo verbal quizá un par de ejemplos nos permitan aclarar el asunto. El primero pone en entredicho el reconocido deber de decir siempre la verdad y el segundo

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considera la remanida cuestión de la responsabilidad personal. De alguna manera son como dos caras de una misma moneda que coloca el conflicto de los medios y los fines en la perspectiva del individuo que necesita sostener su integridad ética frente a los dispositivos de dominación que, en diferentes planos ( sociedad, gobierno, iglesias, camarillas, partidos, logias, clubes, empresas, etc.), subordinan el juicio de pertinencia moral a su códigos genéricos.

George Edwuard Moore en sus Principia Ethica ( Cambridge, Cambridge University Press, 1903) destaca que cuando nos referimos a lo correcto o apropiado estamos considerando los efectos, que no podemos sino considerar buenos como resultado de la aquella conducta apropiada. Pero ocurre que correcto y util, dice Moore ( op.cit. § 89 ), suelen entrar en conflicto y , en ese sentido, trae a colación el criterio del sentido común moral que sostiene que el fin no justifica los medios. La cuestión parece simple, pero no los es y Moore insiste que en la ética práctica todo se reduce ( op.cit § 88 ) a que el juicio ético indica que todo efecto bueno deriva o esta causalmente conectado con una acción buena y que no podría ser de otro modo, al menos en la estructura del juicio de pertinencia que expresa o describe la acción moral. De esto se sigue que lo correcto causa un buen resultado y lo incorrecto provoca uno malo. En esa dirección lo correcto no colisiona con lo útil sino que lo complementa y que , por ende, no puede ser correcta ninguna acción que no esté justificada por sus resultados, lo que significa que su resultado debe ser la consecuencia lógica generada o causada por la buena acción. Dicho de otro modo: un resultado malo es el producto de una mala acción; y de igual forma, un fin bueno no justifica un medio malo, porque se quiebra la pertinencia lógica del juicio ético y se encubre un sinsentido moral.

Algunos ejemplos quizá ayuden a entender esta aparente paradoja de la ética práctica. Frente a un enfermo incurable el médico, de ordinario, queda atrapado en un dilema que de una parte le obliga a atenuar al sufrimiento del paciente - lo que implica evitar cualquier tipo de ansiedad o mortificación psicológica que provenga de la exposición de detalle de los avances progresivos del mal en su cuerpo - y de que, de otra, le impone el deber de informarle acerca de su dolencia y de las alternativas que cabe imaginar de acuerdo a un diagnóstico objetivo. Cabe preguntarse aquí si el silencio del médico, en lo que hace a los avances de la enfermedad, se justifica de tal modo que se pueda considerar una causa de alivio psicológico del paciente.

En verdad, de acuerdo a lo expuesto por Moore ( op. cit. §§ 88 y 89 ) más bien deberíamos decir que el silencio del médico solo justifica psicológicamente al propio médico que, como tal, reemplaza al paciente por la voz de su conciencia que imagina apriorísticamente que representa la conciencia común de cualquier hombre que, en su particular criterio, prefiere ignorar los avances del mal para no agregar al sufrimiento físico una penuria psicológica y ética adicional.

El médico, en ese caso, se ha colocado en el lugar del paciente y ha decidido por él y, por cierto, ha recurrido a un medio bueno para él como médico responsable ( que atiende con escrúpulo a la voz de su conciencia) y malo para el paciente - que no ha sido consultado, lo que significa que ha sido omitido y por ende incorrectamente relegado o ignorado con absoluta impropiedad - , de lo cual resulta un singular embrollo ético que solo el análisis del juicio moral elaborado por el médico permite dilucidar. El fin de atenuar el sufrimiento es, en este caso, un fin del médico que, en verdad, solo a él interesa y que justifica (solo ante el tribunal de su propia conciencia) con arreglo a lo que él mismo cree que es una buena acción. Más allá de que sea o no bueno informar al paciente acerca de su particular dolencia incurable, lo que aquí queda fuera de duda es el hecho moral inapropiado de ponerse en el lugar de otro y decidir por el otro y , sobre esto, el criterio terminante de Moore indica que es totalmente falsa, en términos éticos, la fórmula que sostiene que el fin no justifica los medios.

Para el médico el fin bueno (el alivio del paciente) ha justificado sus medios unilaterales y subjetivamente buenos ( el silencio respecto del avance la enfermedad), pero para el paciente no se

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puede decir lo mismo si no más bien lo contrario en sentido isomórfico: el fin ( el alivio psicológico y moral del paciente ) no tiene, desde ya, conexión causal con ninguna clase de bien ( información o silencio acerca de la enfermedad ) porque no se ha contado con la intervención del sujeto moral afectado que no es otro que aquel que en definitiva tendría que decidir acerca de si mismo y de todo aquello que mejor le conviene para si porque hace a su condición de ser humano libre. La relación ética que se edifica en una trama de deberes y prerrogativas recíprocas ha sido sustituida por el orden unilateral del médico, en este caso, y en su reemplazo se instalado una relación de poder donde el control de la información queda totalmente sometida a la prerrogativa del propio médico y a la conformidad de este con su propia conciencia. El fin objetivo no se ha podido verificar porque solo el paciente podría discernir si los medios estaban o no justificados al comprobar su alivio o su pesadumbre psicológica y moral frente a la noticia del mal incurable que lo aqueja y que hasta el momento de ser informado lo ignora. Si ese mismo paciente es alguien de gran entereza psicológica el silencio del médico será juzgado por aquel como el ejecutor de una conducta inapropiada, moralmente mala y si, a la inversa, se trata de un temperamento débil e inestable la misma conducta quizá se considere de modo aprobatorio. Por cierto, en ambos casos el fin (el alivio psicológico y moral del paciente) es lo que justifica o injustifica el medio (información o silencio acerca de la enfermedad) y no al revés.

El enfoque erróneo o equivocado no hace más que pulverizar, comprometer o enervar la relación ética interactiva y conduce a su reemplazo por una relación de poder y control donde los fines y los medios se desvinculan de la trama de reciprocidades y de sus consecuentes deberes morales. De todo ello resulta un verdadero sinsentido en el juicio ético del médico que, en el ejemplo que estamos considerando, no puede sino sostener que el fin que persigue su silencio se justifica, aunque, paradójicamente solo se justifica para él mismo pero no para el paciente que ha sido inapropiadamente omitido, lo cual significa que objetivamente no se justifica aunque subjetivamente él así lo entienda. En términos de juicio ético parece, entonces, de acuerdo al criterio de Moore, que ningún fin bueno puede justificar el uso de un medio malo, de lo cual se sigue que , al menos en términos proposicionales, el fin siempre justifica los medios porque estos siempre deben estar relacionados lógica y causalmente con aquel, o sea justificados por aquel.

Sin embargo, aun subsiste otro problema si nos atenemos a la polémica entre Benjamin Constant y Kant en torno al presunto derecho a mentir por caridad o para proteger a alguien más débil o desamparado. En un curioso y poco conocido panfleto político ( Des Reactions Politicques, París, mayo de 1796), rapidamente traducido y difundido en Alemania por K. Fr. Kramer (Frankreich im Jahr 1797. Au den Briefen deutscher Männer in Paris, t. II, Altona, 1797 ), Constant se opone a considerar el deber de decir siempre la verdad como algo absoluto e incondicionado y afirma que si todos lo cumplen de ese modo la vida social resultaría imposible y pone como ejemplo las horrorosas consecuencias que ocasionaría decir a un asesino donde se encuentra escondida la victima que él persigue. Constant alude a Kant cuando menciona a un filósofo alemán que habría sostenido que mentir al delincuente en esa ocasión sería un crimen. Kant en concimiento del folleto de Constant publica casi de inmediato una breve refutación ( Über ein vermeintes Recht, aus Menschenliebe zu lügen, en las Berliner Blätter, del 6 de septiembre de 1797), que reafirma su punto de vista, sosteniendo que la veracidad en declaraciones que no se pueden evitar es un deber formal del hombre para con todos, sea cual fuere el perjuicio que de ello resulte. En el extremo del rigorismo se rechaza la mentira piadosa y se llama la atención acerca de las consecuencias morales y jurídicas de tal engaño.

Eric Weil ( Philosophie Morale , París, Vrin, 1960) ha reformulado este último dilema desde la perspectiva de la moral concreta que coloca a los individuos en una trama de relaciones materiales que excede al rigorismo formal.

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Para Weil el asesino, que se menciona en el contencioso entre Constant y Kant, ha roto el deber universal de respeto a la ley y frente a ello desaparece cualquier deber de veracidad o de información para con él, pues su conducta lo deslegitima y le impide sostener una demanda de veracidad para hacer el mal, al tiempo que desobliga al individuo requerido. Sin embargo, la cuestión exhibe otro sesgo cuando se examina el asunto desde la perspectiva que pone en el centro del debate al interrogante que pregunta si el fin justifica los medios. En un texto previo sobre religión y política (Confluence, vol. 4, nº2, Harvard, 1955) Weil no duda en sostener que si algo puede justificar un medio ese algo no es otro que el fin que se invoca y al cual el medio refiere. Pero también explica que la respuesta errónea que sostiene que el fin no justifica los medios es comprensible de cara a la preservación de la vida buena donde se trata de evitar que los fines nobles sirvan de excusa para sostener o defender medidas inicuas o perversas; y agrega que conviene distinguir, dentro de las empresas humanas, a las actividades neutras, que dependen de la ciencia y de la técnica, y aquellas otras que definen el sentido de nuestra vida y de las opciones valorativas como las vinculadas a la fe y la religión, que en el mundo secular colocan al individuo frente al dilema que opone su adscripción confesional al orden secular y profano.

En el actual horizonte de incertidumbre nada parece mas indispensable que la disponibilidad de instrumentos de análisis que permitan discernir lo principal de lo accesorio y lo bueno de lo malo, lo que obliga a revisar constantemente los fines y los medios para evitar todo tipo de prejuicios, incluso aquellos que no son más que el resultado de fines y preferencias subjetivas que involuntaria o deliberadamente tendemos a imponer a los demás al amparo de un rigorismo abstracto que en el fondo no expresa nada más que la propia ansiedad psicológica elevada a la condición de ley universal.

Corrientes , 14 de enero de 1999

X. Fronteras éticas y estéticas de Gerardo Pisarello

Los criterios que se utilizan para enjuiciar una obra literaria seguramente nunca serán del todo objetivos. Hay , desde luego, un conjunto de estándares de los que no conviene apartarse por una especie de economía crítica ; y, en este sentido, la teoría literaria , la ciencia de la gramática y la filosofía del arte pareciera que han fijado algunas pautas útiles que, si bien no tienen el valor canónico de la retórica clásica, exhiben cuanto menos un alto grado de aceptación, que permite respaldar una opinión de relativa objetividad, a pesar de todas las trivialidades asociadas al lugar común que sostiene que, en materia de arte y literatura, el gusto de cada individuo es el tribunal mas competente para tratar el tema.

Este dilema constante que opone la exigencia de objetividad a las modalidades de apreciación personal, en el caso de Gerardo Pisarello adquiere una peculiar envergadura por el carácter sobresaliente de su obra narrativa y por el alto valor moral de su personalidad.

Ambos aspectos suelen estar, de ordinario, disociados y fuera de los grupos que sostienen la idea de una literatura comprometida - cuyas filas parecen disminuir más por indigencia artística que por descrédito ideológico -, la distinción entre ambos órdenes suele servir de punto de partida para el juicio ecuánime. Nada resultaría, sin embargo , más inapropiado en cualquier aproximación que pretenda decir algo relevante acerca de Gerardo Pisarello.

La cuestión es delicada y vale la pena examinar los reparos que puedan levantarse y los flancos débiles a que da lugar la conexión entre moralidad personal y mérito artístico.

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La obra de Pisarello es intensa en sus temas y aguda en la solución de sus fábulas pero jamás cae en el panfleto de tesis o en la simplificación de las oposiciones ideológicas. Nada cabe mejor a su estilo que la austeridad y la economía expresiva. Además sus personajes reflejan el espacio menudo de la vida de una forma poco común que recuerda a Los campesinos de Chejov y a las Novelas Ejemplares de Cervantes.

En la arquitectura de sus tramas y en el contrapunto de sentido y alusiones - que es del todo independiente de la forma del discurso ( ya fuere este realista o barroco ) - , se coloca Pisarello, un realista ascético , en un terreno muy próximo al barroco Lope de Vega de Fuenteovejuna, de las Novelas a Marcia Leonarda ( La desdicha por honra , La prudente venganza y Guzman el Bravo ) y de algunos de los más curiosos episodios de El Peregrino en su Patria. Y, en la intencionalidad de sus temas se percibe esa proyección directa de lo cotidiano con un sesgo clásico que nos hace pensar en el Plauto de La comedia de la olla, de El soldado fanfarrón y de La comedia asnal.

En una época signada por los excesos y la coquetería erudita la narrativa de Pisarello deslumbra por esa integridad de resolución que no concede más de lo que cada fábula parece ofrecer para una contemplación inteligente y hasta quizá un poco menos en orden a la exigencia de percepción, tal como es por otra parte la vida misma.

El límite de sus historias , en el espacio literario de su narrativa , resulta consecuencia de la demarcación exigida dentro del propio relato, tal como se descubre por ejemplo en los cuentos de La Espera (1961) y La poca gente ( 1972 ) o en su novela Las Lagunas (1965). Y de otra parte, el límite material- que se localiza geográficamente en ese mundo semirural y semiurbano de Corrientes -, gracias a sus relatos alcanza un notable horizonte de universalidad que después, a no dudarlo, servirá para referir y comprender otros innumerables escenarios isomorfos como ha ocurrido con Plauto , Cervantes , Lope de Vega o Chejov.

Su maestría para el relato - que no concede nada a la ideología ni a la vanidad del detalle o a las sutilezas de ilustración - es asombrosa en historias como El hombre que vio el Mesías o En busca del silencio perdido, cuentos sin parangón en toda la literatura argentina tanto por su economía narrativa como por la transformación de una anécdota mínima en una totalidad absoluta, universal y transitiva cuyo equivalente sería algo parecido a un mito que contiene internamente un deslumbrante y final efecto de realidad que opera como una especie de factor desmitificador.

Así es , por ejemplo, el final de El hombre que vio al Mesías , donde Luis Ramírez, el desolado personaje del relato - después de un episodio extraordinario y fantasmal en cuyo transcurso se exhibe como una figura divina que anuncia la buenaventura -, recupera su enfermiza circunstancia de marginamiento y pobreza inicial donde su extravagante desempeño constituye para los demás la parte asumida de una realidad no menos desvariada aunque admitida por todos como la expresión de la normalidad. Si buscáramos un parangón de este relámpago fantástico en medio de una historia realista tendríamos que remontarnos hasta aquella historia de aparecidos que envuelve de repente a Pánfilo en el libro quinto de El Peregrino en su Patria de Lope de Vega que , como decía George Borrow hace más de un siglo, quizá sea el más extraordinario cuento de fantasmas de toda la literatura universal y con seguridad el mas formidable ejemplo de contraste narrativo dentro de una trama compleja que juega con varios niveles de realidad y fantasía mutuamente referidos, que en la literatura contemporánea pareciera tener pocos símiles fuera de alguna de las austeras historias de Gerardo Pisarello como la de El hombre que vio al Mesías.

La complejidad de la obra de Pisarello no permite, desde ya, una fácil clasificación y el ejemplo examinado no debe conducir a conclusiones apresuradas como la que pudiera llevar a incluirlo en el llamado realismo mágico latinoamericano.

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A su modo nuestro autor está bastante lejos de cualquier exceso como de todo desborde de anécdotas o curiosidades locales. Su escenario apenas si parte del estrecho ámbito de Corrientes y sus asuntos, si se nos permite esta licencia expresiva , hunden su mirada en la propia trama sin concesiones ni al folklore geográfico ni a ese otro folklore psicológico del naturalismo tan explotado por la narrativa rusa del siglo XIX y menos aun a esa también folklórica modalidad de erudición de conventículos intelectuales que tiende a cubrir con hallazgos ajenos la insuficiencia creativa en la reproducción artística de la vida.

Literatura ascética en todo sentido , la narrativa de Pisarello es fiel a la materialidad de sus registros y estos expresan la coherencia de su propia vida de escritor consecuente, de educador comprometido y de buen amigo, que extendió en un magisterio de integridad pudorosa siempre disponible y generoso como también esquivo a los desplantes y a cualquier didáctica de las ideologías.

Si no hemos errado en el deslinde bien podríamos inferir, con relativa objetividad como afirmábamos al principio, que lo que se sigue de todo ello autoriza a sostener que la frontera de su vida es la de su literatura y que en el contrapunto de ambas al igual que en su identidad de propósito orientado a un ascetismo realista , delicado y no complaciente, está la clave para la comprensión de su obra ejemplar, casi con seguridad una de las mejores de toda la literatura de este siglo y, por cierto, el más ajustado testimonio argentino de la función vicaria del arte respecto de la vida.

Modelo excesivo de integridad para una época desacostumbrada a la coherencia el caso de Pisarello, a pesar de haberse edificado en un momento de nuestra historia donde todavía era importante ser y parecer, resulta bastante apto para servir de espejo de conciencia a los atribulados y a los que imaginan que aún tiene algo que decir. En el tamiz de su práctica muchos pueden aprender a escurrir sus ansiedades antes de volcar la letra lo que corresponde asumir en la vida o, por el contrario, disciplinar su experiencia para que el discurso que la expresa no se exceda en las verbalizaciones o el la trivialidad del compromiso que solo registra las buenas intenciones. (^)

(*) Fuente: Este ensayo de Joaquín Meabe es editado aquí de manera original.

Corrientes, 14 de enero de 1999

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i Doctrina filosófica según la cual solamente a través de la fe y la revelación divina es posible conocer los principios metafísicos, éticos y religiosos que son inaccesibles a la razón.