128

Discapacidad, clínica y educación [Esteban Levin]

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Discapacidad, clínica y eduaciòn

Citation preview

L

COLECCIÓN

PSICOLOGÍA CONTEMPORÁNEA Esteban Levin

DISCAPACIDAD Clínica y educación

Los niños del otro espejo

Ediciones Nueva Visión Buenos Aires

Levin , Esteban Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo - 1ª ed., 4ª reimp. - Buenos Aires:Nueva Visión, 2012. 256 p.; 20x13 cm. (Psicología Contemporánea)

l.S.B.N. 978-950-602-464-2

1. Discapacidad. l. Título CDD 155.916

I. S. B.N.: 97 8-950-602-464-2

Ilustraciones de Martín García Garabal Ilustración de tapa de R. Campos da Silveira

Toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier sistema -incluyendo el fotocopiado­que no haya sido expresamente autorizada por el editor constituye una infracción a los derechos del autor y será reprimida con penas de hasta seis aiios de prisión (art. 62 de la ley 11. 723 y art. 172 del Código Penal).

© 2003 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 37 48, ( C 1189AA V) Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que marca la ley 11. 723. Impreso en la Argentina/ Printed in Argentina.

A Ali en la complicidad e invención del tiempo compartido, imaginario como la realidad, real como la fantasía .

AGRADECIMIENTOS

Agradezco a todos los compañeros que me abrieron las puertas de sus alumnos, pacientes e instituciones para compartir en esa intimidad mutua las angustias, los inte­rrogantes, las alegrías, los fracasos, las estrategias, las utopías, las parodias y los disparates. Sin ellos, este libro no sería posible.

Escribir implica siempre desvelarse por una pasión que, en su esencia misteriosa, no se puede explicar. Sostener este misterio trama el origen de la invención, a su vez, ella nos vuelve a inscribir, a crear e inventar. En esta intensidad lo incalculable de la transmisión jugará en lo plural su sensi­ble destino secreto. A jugarlo entonces .. .

INTRODUCCIÓN

"¿Quién eres?" dijo la Oruga. "Yo ... apenas sé ... Temo que no pueda explicarme ... porque yo no soy yo" replicó Alicia. "Sabes muy bien que no eres real'', dijeron Tweedledum y Tweedledee. "¡Soy real!" protestó Alicia y se echó a llorar. Humpty Dumpty le reprocha, "Deberías signifi­car ... ¿Para qué supones que sirve una niña sin significado?"

Lewis Caroll

Para comenzar cabría preguntarnos: ¿quiénes son los niños del otro espejo?

Daría con sus seis años deambula sin otro interés más que golpearse. Camina golpeando las cosas (paredes, ventanas, estufas , muebles, vidrios ... ) y su cuerpo, en especial el rostro: no se lo puede detener. No registra al otro, no habla, permanece inalterable, escéptico. Vive en un cuerpo sin dolor, indescifrable.

Al verlo por primera vez, me conmueve: me duele su falta de dolor.

A los seis años María no puede sostenerse de pie. No camina ni habla, los temblores le repercuten en todo el cuerpo, tornándolo inestable. Al moverse se cae, babea, tiembla, gesticula en la tristeza. Su mirada vivaz alumbra y alienta el contacto con ella. Mirándonos en silencio, en la demora registro la vibración de mi cuerpo.

¿Sería posible conectarse con ella sin vibrar frente al desamparo?

Cristina tiene 12 años, no se mueve, está parada en el cuerpo, endurecida sin gestualidad, se balancea inclinando el peso del cuerpo en una y otra pierna. Da la imagen de una estatua pétrea, inexpugnable e inconmovible.

Frente a ella me inmovilizo, registro el profundo exceso de la letanía que dura sin pausa. Desde esa opacidad consisten­te busco una fisura, una variable, una intuición para encon­trar lo diferente.

11

Martín a los 10 años no se comunica, gira objetos y realiza movimientos estereotipados. Cuando lo veo por primera vez está tirado en el piso, la mirada se dirige al suelo. Totalmen­te hipotónico, aplastado, se queda profundamente dormido. El rostro en el suelo, el cuerpo desvencijado, aplanado en el piso, tal vez su único sostén.

Procuro moverlo, hablarle, hacerle algo, pero no hay respuesta. Por unos instantes, quedo perplejo, desolado, comparto con él la caída, la agonía de un dormir sin sueño ...

¿Será eso lo imposible de representar? Y entonces ... me angustio. ¿Qué hacer, cómo actuar?

A sus 6 años, Ariel se presenta estereotipando todo el tiempo, con una soga, con sus manos y aleteando. El rostro asustado y triste delimita el exceso de sufrimiento que se enuncia porque habla escuetamente, tenuemente en tercera persona. No son­ríe, continuamente (con la cabeza agachada) mueve la soga, la agita, tengo la sensación de que habla con ella.

Decido comenzar a dialogar con la soga. ¿Será éste un modo de armar una relación con él y la tristeza?

Alberto es un niño que tiene 4 años, muy temeroso, está atento a todo lo que pasa, tenso en la postura corporal es­tá muy angustiado, repite palabras y frases que parecen no tener sentido ni hilación una con otra. No entra en el juego, se queda mirando objetos o se aisla en ellos.

Alberto reproduce cuentos de memoria, los narra con todos los detalles, sin emocionarse ni conmoverse. Siento que no puede entrar en el cuento, lo bordea sin salida, pero ¿cómo entrar y salir del cuento para que un acontecimiento se inscriba?

Necesito encontrar la respuesta en la misma escena del cuento que no cuenta, salvo el hastío de lo mismo siempre. ¿Podré entrar en la irrepresentable escena para contar otro cuento?

Carla, es una niña de 11 años, se autoagrede, golpea puertas, tira del pelo, pellizca, no habla. A veces grita, no se comunica con sus compañeros, no esgrime ninguna deman­da. El sonido inmóvil del dolor se presentifica drásticamente en sus gritos anónimos.

12

¿Cómo abrir un eco distinto si Carla no demanda? ¿Podré encontrarme con ella respondiendo a su grito?

Juan a los 10 años dice algunas palabras y pellizca. El pellizco de él es siempre idéntico a lo que es, pellizca encerrándose. La dureza del pellizcar extenúa la perpetui­dad sin cambio. Es un pellizco irreversible que no miente, certero destruye.

Cuando lo conozco no deja de pellizcarme, pellizca descon­trolado ... En el límite retiro su mano-garra de mi brazo y vuelve a agarrarme. En ese vértigo desgarrante mi cuerpo queda marcado: lleva la huella de una marca sin piel, sin sombra, indivisible se pierde despojada de imagen.

La escena del pellizco se reproduce inmóvil, persistente; coagulándose insiste en la solidez de la garra, en la desazón y desesperación sensible. En la parodia del equilibrio esta­llado, turbulento, Juan existe.

El pellizcar, ¿es un símbolo de Juan? ¿Es la negación de sí mismo? ¿Será la morada inconclusa de un recuerdo devenido

pellizco? ¿El pellizcar cuida a Juan de desaparecer? ¿Pellizcando se defiende antes de que lo ataquen? ¿Podrá ser una búsqueda de lo que como imposible marcó

su cuerpo? ¿Se produce, en el pellizcar inalterable, la plenitud de un

dolor sin pena? Pellizco sobre pellizco, grito en la marca, tristeza deteni­

da, ¿cómo encontrar a Juan en el otro espejo? A los niños del otro espejo generalmente se los clasifica,

tipifica, selecciona e institucionaliza en prácticas terapéuti­cas, clínicas y educativas especiales de acuerdo con pautas, pronósticos y diagnósticos que estigmatizan la estructura­ción subjetiva y el desarrollo.

En este escrito pretendemos incluirnos en el otro espejo, apartándonos de lo que supuestamente estos niños no pue­den hacer, ni crear, ni decir, ni representar, ni simbolizar, ni jugar, para ubicarnos fervientemente a partir de lo que sí pueden construir, pensar, imaginar, hacer, decir y realizar

13

aunque parezca extraño, desmedido, intraducible, caótico o imposible.

Desde esta posición se nos abre la posibilidad de encon­trarnos con el otro espejo, con la otra infancia sufriente, aquella que en su desmesura permanece en la impermanen­cia de lo inmóvil. Ella se agota en el mínimo desplazamiento, en ese movimiento ínfimo consume su significado. He allí la otra imagen que se pasea voluptuosamente en la mudez informe.

El mundo del niño del otro espejo es desértico en su esencia, siempre idéntico a lo que no es, persiste cercenán­dose. Sin simbolizar vibra retráctil en el goce continuo, violento, donde perdura en la inminencia del instante pé­treo, sufriente. Construye definitivamente una escena fija, desguarnecida del Otro, obscena, en ella ocupa el tiempo todo.

Estamos persuadidos de que existe una estructura sin sujeto constituido como tal. Los niños del otro espejo no hacen más que confirmarlo, crean huellas en el agua, por lo tanto, no hay registro de ellas a menos que, en una increíble parodia, nos metamorfoseemos en agua para recuperarla como acontecimiento significante propio de un decir aún no dicho y de una relación no concluida ni develada.

La imagen del cuerpo no perdura en el anonimato del agua, más bien se ve arrastrada por ella a las profundidades de un abismo sin pausa, ni fronteras, donde terminan evaporándose.

¿Será por ello que escenifican el dolor sin sujeto, creando una imagen en lo real refractaria del lazo relacional y simbólico?

Al introducirnos en el escenario detenido de lo otro, solos allí, en ese aislado e insólito espejo con el niño, compartiendo el siniestro borde del goce, en esa opacidad del cuerpo sin sombra, el eco resuena distinto, la desolación puede orien­tarse y, en el quiebre en lo idéntico, en el pliegue del doblez o en el impenetrable trazo del detalle, la fragilidad del espejo de cristal surge desbordándose, estallando en el encuentro sensible con el otro.

14

Muchas veces me encontré estereotipando con el niño, fue la única ventana de entrada, mirando ciegamente con él una luz, el blanco de la nada, moviendo un objeto, gritando, girando en el vacío, balanceándome mecánica, rítmica, locamente. Y sólo desde allí, en la extravagancia, dejándome desbordar por la plenitud gozoza y sufriente, en esa soledad y estatismo obscenamente indiferente, pude anticipar un sujeto e iniciar un lazo transferencial.

Al creer que había un gesto en la estereotipia, suponer en una mirada la demanda, percibir en la desmesura del grito la alteridad de un detalle, al captar lo insignificante en el estereotipar, una otra escena aparecía a través de la cual nos (des)conocíamos del mudo y tedioso otro espejo, para re­conocernos en otra imagen.

En este escrito me acompaña el asombro y la perplejidad del registro corporal-sensorial de esos intensos y dramáticos momentos, cuando el niño que sólo miraba la luz por prime­ra vez se demora y en esa intensidad me mira. Cuando la ni-ña que nunca había llorado (sin registro del dolor), al despedirnos de una sesión se lanza al estrépito del llanto. Llora porque nos despedimos, llora en y por la existencia del otro. Cuando la niñ~ que sólo rompía plantas se detiene ante el grito de dolor

1que, como personaje planta, encarnaba

(suponiendo la otra escena) y reacciona tomando el borde de la hoja, parpadea, me mira, se sonríe y corre a otra planta p~ra darme a leet otro gesto en la infinidad del encuentro.

Estos acontecimientos no dejan de afectarme conmovién­do~e, impactando en lo irrepetible que se ha creado en el ese nario junto al niño, somos sensibles a él. Es necesario des entrarnos de nuestros prejuicios e ideales, para dejar­nos desbordar por la novedad en devenir del encuentro inesperado del indispensable espejo.

En esos vértices, desde esos ángulos, el espacio otro que invade al niño deshabitándolo se resquebraja, aparece una fisura, el hastío sofocante de lo mismo se desvanece y en esa pérdida emerge una nueva imagen, tal vez el primer y efímero secreto.

En la re-escritura del encuentro con el niño el espacio-

15

tiempo se ensancha, proponiendo un nuevo juego cuyas huellas ya no se asientan en el agua; por el contrario, marcan el cuerpo en el artificio móvil de la otra escena.

En la sensible complicidad íntima, el despertar de lo infantil del niño acontece jugando el otro espejo, develando los infinitos caleidoscopios de las formas por-venir, guiados ahora por las huellas secretas del cuerpo, aquellas que en el niño del otro espejo siempre se pierden, si uno no está dispuesto a crearlas, recogerlas y recuperarlas junto a él.

Los niños del otro espejo nos abren las puertas para pensar el universo infantil más allá del malestar en las aristas , litorales y acertijos cuyos laberintos secretos no de­jan de conmovernos. Introducirnos en ellos es el digno desafio al cual les proponemos no renunciar.

Retomemos el primer interrogante: ¿Quiénes son los niños del otro espejo? Son aquellos que no pueden construir lo infantil de la infancia. Por lo tanto: ¿qué es lo que constituyen?

I

/

/

/

16

~

Capítulo 1 LA INFANCIA DEL OTRO CUERPO

Un órgano de los sentidos móvil (ojo, mano) es ya un lenguaje pues es una interrogación (movi­miento) y una respuesta (percepción como cum­plimiento de un proyecto), hablar y comprender .

M. Merleau-Ponty

El bebé en la estructura sensorio-motriz

Desde nuestra concepción acerca de la estructuración sub­jetiva y su art iculación con el desarrollo psicomotor nos parece central detenernos en la conceptualización de lo sensorio-motor como una dimensión fundante de la infan­cia.

Desde una perspectiva neurológica, el desarrollo senso­rio-motor adquiere vital importancia para evaluar la evolu­ción madurativa de la función motriz. Como lo destacó Ajuriaguerra, la función motriz está delineada por tres sistemas que interactúan entre sí:

a) El sistema piramidal (efector del movimiento volunta­rio)

b) El sistema extra-piramidal (se ocupa de la motricidad automática y asigna la adaptación motriz de base a diversas situaciones)

c) El sistema cerebeloso (sistema regulador del equilibrio y la armonía que concierne tanto a los movimientos volun­tarios como involuntarios). 1

1 Ajuriaguerra, Julián, Revista de Psicomotricidad, CITAP, Nº 45, Madrid, 1993.

17

La integración de estos tres sistemas motores determi­nan la actividad muscular que a su vez tiene básicamente 1

dos funciones: a) La función cinética o clónica. b) La función postura! o tónica . La primera corresponde al movimiento propiamente dicho, mientras que la segunda está ligada a los estados de tensión y distensión fásica del músculo, desde donde se desprende el movimiento.

Este conjunto de sistemas y funciones conforman el apa­rato motor, su preparación y su ejecución lo que, indudable­mente, le otorga a la motricidad un valor instrumental y me­cánico en sí mismo.

Henry Wallon fue quien introdujo uno de los aportes más significativos en esta integración, al indicar el papel relacio­nal y social de la motricidad del niño. Para este autor, las funciones tónico-posturales se transforman en funciones de relación gestual y corporal, donde se orientan las bases del futuro relacional y emocional del infante en un interjuego dialéctico, biológico y social.2

Piaget retoma la concepción walloniana de lo sensorio­motor ubicándolo como un primer estadio (O a 2 años), esencial para el desarrollo de la asimilación y la acomoda­ción, como modo de adaptación y adquisición de la inteligen­cia práctica en el niño.

No nos detendremos aquí a realizar un análisis exhausti­vo del desarrollo evolutivo-genético que plantea Piaget. Simplemente queremos destacar la importancia que para este autor adquiere el desarrollo sensorio-motor en sí mis­mo.No hay ninguna duda de que lo sensorio-motor conforma uno de los pilares de su ya clásica concepción de la in teligen­cia y la evolución de la infancia.

El estadio sensorio-motor que plantea Piaget es una invariante funcional de la inteligencia, que cumple su fun­ción de adaptación y equilibración al medio externo, a través de la asimilación y acomodación como procesos de adapta­ción cognoscitiva o fisiológica.

2 Wallon, Henry, La evolución psicológica del niño, Buenos Aires, Editorial Psiqué, 1976.

18

Para Piaget, el determinante biológico es central en toda su concepción de lo sensorio-motor. Resumiendo un capítulo afirma: "En resumen, no hay ni exageración ni simple metáfora en decir que la reactividad nerviosa asegura la transmisión, de manera continua, entre la asimilación fisio­lógica, en la acepción amplia, y la asimilación cognoscitiva en su forma sensorio-motriz".3

En la descripción que realiza Piaget del estadio sensorio­motor, las invariables biológicas y hereditarias ocupan un lugar central, sin ocuparse del contexto afectivo o relacional del infante. Cada estadio y subestadio se puede medir, evaluar y testificar en forma independiente y aislada del correlato subjetivo.

Para este autor, tanto el funcionamiento motor como el mental tienen un modo de organizarse y ordenarse en relación con el medio ambiente, que sigue siempre evoluti­vamente el mismo camino en el desarrollo. Esta modalidad de ordenamiento responde a una lógica uniforme,4 el niño asimilándose y acomodándose al medio progresivamente se va adaptando armoniosamente al exterior.

Es a partir de esta concepción que lo sensorio-motor ha sido considerado en su vertiente cognoscitiva e instrumen­tal, dando 1 ugar a una serie de estandarizaciones y tests que intentan correlacionar un "verdadero" paralelismo entre lo sensitivo motor y lo cognitivo, en la tentativa de lograr una adecuación armónica de lo motor y lo mental, o sea, de lo sensorio-motor.

En este sentido, no olvidemos la gran maduración y evolución del córtex cerebral durante el primer año de vida en lo concerniente a la función motriz y al tono muscular.

3 Jean Piaget, Biología y conocimiento, Madrid, Siglo XXI, 1973, pág. 204.

4 Como afirmamos en el libro La función del hijo, esta lógica del desarrollo tiene su antecedente en los planteas de Jean Jacques Rous­seau y Jean Amos Comenius, donde se asienta el discurso de la pedago­gía moderna. Véase Comenius, Jean Amos, Didáctica magna, Madrid, Akal, 1986. Narodowski, Mariano, Infancia y poder, Buenos Aires, Ed. Aique, 1994. Carli, Sandra, Niñez, pedagogía y política, Buenos Aires, Ed. Miño y Dávila, 2002 .

19

La primera actitud muscular implica un pasaje sucesivo de hipotonía del eje corporal y flexión e hipertonía de los miembros, a hipertonía del eje corporal (denominado eje axial) e hipotonía de los miembros.

Estos cambios tónicos-posturales, que culminarán en la conquista del eje vertical, darán las bases neuromotoras de las primeras praxias. Piaget las define como acciones o reacciones motoras en función de un resultado o una finali­dad intencional.

En esta teoría, la eficacia práxica-motriz es fundamen­tal para el desarrollo de las funciones cognoscitivas del niño en la búsqueda del "supuesto" equilibrio tónico­emocional-cognitivo. Lo que marca el grado de inteligen­cia sensorio-motriz y de todo el desarrollo del niño es la eficacia de la acción.5 Desde estas concepciones del desa­rrollo el valor de la motricidad está dado por el grado de acomodación y adaptación del infante ante nuevas situa­ciones con las que se encuentra a medida que se mueve. Por ejemplo, la presencia de un objeto desconocido hace que el pequeño utilice "esquemas" ya conocidos (como las "reacciones circulares primarias"), a los que les agrega otros "esquemas" para acomodarse a la nueva situación que le plantea el objeto. De este modo, descubre nuevas praxias y adquisiciones ("reacciones circulares secunda­rias") que pronto asimilará, acrecentando su acervo sen­sorio-motor.

En esta perspectiva, los ritmos y movimientos espontá­neos e intuitivos del niño recién nacido, se consideran movimientos reflejos primitivos controlados a escala sub­cortical (niveles de la base, especialmente el núcleo estriado y el pálido) y que no tienen ninguna eficacia práctica. Por lo tanto, desde la teoría piagetiana, no son movimientos inte­ligentes o cognoscitivamente valiosos.

Nuestra observación y trabajo con niños recién nacidos, lactantes y niños con trastornos psicomotores, nos ha llevado a considerar y rescatar lo sensorio-motor desde

5 Piaget, Jean, op. cit.

20

otra posición, donde el sujeto aparece en su dimensión dramática, escénica y subjetivante. Desde allí, nos inte­rrogamos:

¿Cómo cabe reconsiderar lo sensorio-motor? Propongo que ya no cabe reconsiderarlo ni corno un estadio cogniti­vo del desarrollo, ni como una vivencia placentera, tam­poco como un patrón neuromotor o cenestésico. 6

Lo sensorio-motor en escena

Nos planteamos sustentar lo sensorio-motor como escenas estructurantes de la motricidad, la gestualidad y el cuerpo de un sujeto durante la primera infancia.

Comencemos desde el inicio. Cuando nace un niño, una de las características esenciales en su desarrollo debido a su evolución neuromotriz es ser totalmente inmaduro a escala motriz. Esta inmadurez responde a una legalidad madura­tiva por la cual las vías nerviosas aferentes están mieliniza­das y pueden captar y recibir estímulos; en cambio, las vías eferentes no lo están, no se encuentran maduras para responder motrizmente al estímulo dado.

Este estado de "prematurez neuromotriz" lleva a que el recién nacido esté tónicamente maduro para recibir estímu­los y absolutamente inmaduro, desde el aspecto motriz, para organizar y ordenar su respuesta. Dicho de otro modo, el infante esta maduro en el tono (vía sensitiva) e inmaduro en lo motor (vía motriz).

Procuraremos graficar esta diferencia fundamental que marca desde el origen la escisión entre lo sensorio y lo motor.

6 Sobre la variada y apasionante historia del concepto de cenestesia, sugerimos Starobinski, Jean, Razones del cuerpo, España, Ed. Cuatro, 1999.

21

Al nacer:

@ Lo sensorio

@ Lo motor

¡ i

Sensorial mente re­cibe los estímulos externos e inter­nos, aunque toda­vía no los puede discriminar y dife­renciar. Están mie­li n izadas la vías nerviosas aferen­tes.

Motrizmente está incapacitado para dar una respuesta debido a su inma­durez funcional. Las vías nerviosas eferentes todavía no están mieliniza­das.

Otra característica fundamental para la construcción del aparato sensorio-motor es que al nacer, y durante bastante tiempo, el cuerpo del bebé se encuentra frag­mentado y escindido debido al estado de prematurez con el que nace.

Lo graficaremos del siguiente modo:

22

Táctil 1 Propioceptivo

Visual 1 lnteroceptivo

Auditivo 1 Olfatorio

Vestibular

Cenestésico

Gustativo

Cuerpo fragmentado

Cada fragmento sensorial y motor se organiza y ordena independientemente del otro (parte a parte) pues carece de la noción de unidad corporal, ya que esta noción no es innata. ¿Quién unifica el aparato sensorio-motor que en su origen nace escindido y fragmentado?

La unificación proviene del Otro que unifica y humaniza los diferentes fragmentos, funciones fisiológicas y corpora­les del bebé, dándoles un sentido posible en la escena que él se ocupa de crear.

El funcionamiento escénico de ese Otro que corresponde a lo que se denomina función materna y paterna, le permite al pequeño comenzar a ordenar y diferenciar sus desplaza­mientos, sus funciones corporales, sus necesidades, sus praxias, sus sentidos y su organización tónico-postural, de donde desprenderá la motricidad y su naciente gestualidad ejerciendo, desde el inicio, lo que comenzamos a denominar su función y funcionamiento de hijo .

Podemos ahora completar el esquema anterior, ubicando la unificación de sus funciones a través del campo del Otro. Éste le otorga unidad (rasgo unario), lo ubica en una posi­ción simbólica de uno indivisible (rasgo uniano) y hace de puente relacional entre lo sensitivo y lo motor.

En la escena que ese Otro monta, el niño anticipa su unidad y diferencia. Pero para hacerlo, el Otro tendrá que anticipar un sujeto cuando todavía no lo hay, pues está disociado o fragmentado. Se pone en juego así el tiempo

23

fundan te de la anticipación simbólica, desdoblamiento escé­nico donde el quehacer del bebé existe en un escenario que empieza a representarlo en su funcionamiento de hijo.

El escenario y la escena de la anticipación simbólica requiere nuestra atención, pues es en esa temporalidad donde comienza a enunciarse un sujeto. Es el decir y hacer escénico del Otro el que enlaza lo sensitivo-motor como producción subjetiva.

Tomemos como ejemplo los primeros movimientos de un bebé, los denominados "reflejos arcaicos". Todos sabemos que estas reacciones responden ante el estímulo con una idéntica respuesta, lo que los transforma en movimientos anónimos; se trata de respuestas reflejas automáticas ante el mismo estímulo ("identidad de respuesta").

¿Qué hace el Otro (materno) con esos movimientos? Los decodifica, les otorga un sentido, los comprende, los

interpreta como si fueran gestos que conllevan un decir, pero siempre interrogará al bebé acerca de lo que ha inter­pretado. Esta cualidad implica que ese saber materno no lo sabe todo, por el contrario, necesita de la respuesta, o sea, del funcionamiento de su hijo para inventar un saber.

La invención del bebé

¿Cómo se inventa un saber acerca de un hijo-bebé si éste no habla?

La madre, o quien cumpla su función, tendrá que sostener por lo menos, dos saberes: un saber histórico, que le ha dado su experiencia como madre (si ya lo fue) o como mujer que desea ser madre, y un segundo saber, que remite directa­mente al lugar de esa mujer como hija y al propio recorrido infantil, que ella jugó durante el tiempo primordial de la infancia.

Estos dos saberes fundamentales para el "ejercicio" de la función y el funcionamiento materno, tendrán que acoplar-

24

se, difer enciarse y anudarse a las producciones, reflejos y movimientos que el bebé realiza; o sea , esos dos saberes maternos deberán articularse en el cuerpo del recién nacido y al hacerlo, sin darse cuenta, "mágicamente", en ese en­cuentro se inventará un saber no sabido entre esa madre que comienza a serlo y ese bebé que encarna el funcionamiento filia torio.

Para inventar este saber (no sabido) acerca de su hijo recién venido, la madre tendrá que interrogarlo, preguntar­le acerca de lo que le pasa, lo que siente, lo que piensa, lo que lo ama y es la respuesta del bebé (la motricidad, los reflejos) lo que ella decodifica, otorgándole un sentido escé­nico, articulándolo al universo del lenguaje.

Si la madre interroga a su bebé es porque ella le supone un saber hacer y un saber decir acerca de lo que a él le pasa. Este puro supuesto fundamental para el bebé y para el Otro, ::;e estructura en el diálogo escénico ficcional simbólico, donde la sensibilidad y la motricidad del recién llegado son tomadas como subjetividad naciente. El bebé será siempre portador de un supuesto saber subjetivado, lo que le posibi­litará a la madre jugar con él.

U no de los modos que tiene la madre de armar y construir este saber inventado en la escena es jugar en forma transi­tiva; esto significa colocarse en el lugar del bebé para poder construir un diálogo. Ella, alternativamente, se ubica en el lugar del bebé y en el lugar materno para sostener y estructurar un diálogo posible. 7

Es imposible que el recién nacido le hable o le juegue, ella tendrá que hablar o jugar por él. Al jugar, la madre se

7 El transitivismo es un fenómeno descripto por Charlotte Bülher y Elsa Kolher. En él se observa el comportamiento del niño entre uno y dos años con un compañero de su misma edad; si uno golpea al otro, el primero se queja de haber sido golpeado, o si uno de los dos cae, es el otro el que se pone a llorar. En esta actitud, el niño se identifica con la imagen del otro cautivándolo y confundiéndose con él. Esta dialéctica sitúa el vector de indiferenciación en el cual se encuentra la conformación de la imagen corporal del niño en ese momento. Véase Berges, Jean y Balbo, Gabriel, Sobre el transitivismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999 y Lacan, Jacques, La familia, Barcelona, Argonauta, 1978.

25

encuentra con su propio espejo (en forma invertida) en el be­bé. En ese sutil y ficcional diálogo tónico, la madre y el bebé se reflejan y refractan de manera diferente, ella en su función materna y él en su función de hijo. En estos primeros espejos la madre inventa un bebé y el bebé inventa una madre.

Debemos tener en cuenta que en los reflejos arcaicos lo sensoriomotor está todo unido y condensado. Para el bebé no hay diferencia entre lo sensorio y lo motor, él no puede discriminar y diferenciar el estímulo sensorial de la res­puesta motriz.

Una de las diferencias fundamentales entre un reflejo y un gesto es que este último supone una respuesta motriz con sentido frente a un estímulo. Justamente definimos al gesto como un movimiento dado a ver a un otro (siempre y cuando lo mire).

Si el gesto del bebé es un movimiento que se produce primeramente frente a la demanda del otro, esto ya implica para el niño una diferencia entre lo sensorio (estímulo) y lo motor (respuesta).

Esta diferencia y discriminación se efectiviza vía el campo del Otro (pues el recién venido no puede realizarlo solo, le es imposible diferenciar lo sensitivo de lo motor) e implica una construcción, tanto para el niño como para el Otro materno.

Por ejemplo: si el pequeño realiza el reflejo "tónico­cervical-asimétrico" o el reflejo de "los cuatros puntos cardi­nales", la madre, valiéndose de él, lo mira, le habla, lo acaricia, le canta, le juega, o sea, monta una escena sosteni­da en un escenario, suponiéndole siempre una producción subjetiva y no motriz, ni automática, y mucho menos anóni­ma. Le supone al bebé un saber subjetivo sobre su hacer. Este supuesto saber hacer es tomado como una gestualidad escénica efectiva y no refleja.

Este saber supuesto al bebé es lo que le permite al Otro materno ejercer su necesaria y escénica locura: la de dejarse desbordar por su bebé, ubicándose en el lugar del bebé y hablando, jugando o respondiendo como si fuera él.

La locura consiste en que la madre habla, juega o respon-

26

de como el bebé (anticipándolo como sujeto) y como ella (suponiendo que su bebé comprende lo que allí le quiere preguntar). Se confirma así, por suerte, un diálogo "loco" en tanto ficcional, donde el Otro materno se ubica en la posición del recién venido e interroga desde allí su posición de madre. Es ella misma quien responde a su propia demanda pasando por el bebé.8

Ubiquemos este refrescante diálogo en el momento de la comida:

La madre tiene que darle de comer a su bebé y entonces, mirándolo (y como si ella fuera bebé) cambia el tono de su voz y exclama: "uuuy, mamá, qué hambre que tengo, ¿me das la leche?", y así, sin dejar de mirarlo, cambia ella el tono y la prosodia de la voz, respondiendo: "sí, mi amor, ahora la preparo y te la doy".

Continuando con la escena, el bebé comienza a tomar la leche mirando a la madre que, a su vez, lo mira enamorada. En un momento dado el bebé detiene la succión, y es allí donde la madre se vuelve a ubicar como bebé, cambia la tonalidad afectiva de la voz y afirma: "uy, uy, uy, qué rica que está la lechita", a lo cual la madre, ahora desde su posición materna, responde: "¡qué bueno! ¿te gusta? ¡qué lindo! Tomá un poquito más que está muy rica". Y el diálogo continúa así, en ese interjuego dramático, afectivo, sutil y escénico.

En esta locura escénica constitutiva de la infancia y lo infantil, la madre, sin darse cuenta, en ese diálogo anticipa y resignifica el quehacer del bebé, y lo hace jugando, constru­yendo el transitivismo en esa alternancia artificial que ella

8 Se trata allí de una doble negación simbolizan te, por un lado el Otro (materno) niega su lugar y se ubica en la posición del bebé y, por el otro, niega y desplaza el lugar del bebé para, desde esa posición, hablarle a la madre que por supuesto es ella (ocupando y negando los dos lugares), en ese diálogo invertido, ficcional, "loco" y fundante. Todorov nos invita a lo fantástico de la escena al afirmar: "Lo fantástico nos permite cruzar ciertas fantasías, que son inaccesibles mientras no las cruzemos." Las madres saben (sin darse cuenta) cómo hacerlo y los hijos, cuando pueden jugar, aprehenden ese "saber hacer" fantasioso que crean simulando con los juguetes la ilusión de ser padres.

27

crea, en el interjuego con su bebé. De algún modo, construye y fabrica un doble espejo, una imagen posible para su hijo y para ella, en su funcionamiento materno.

No es que el bebé cree el transitivismo, el espejo, el diálogo o la imagen, sino exactamente al revés. Son ellos los que lo crean a él como un sujeto supuesto saber, al que el Otro, en su "locura" constitutiva, crea y anticipa como acto subjeti­vante de amor.

El origen del tiempo en la infancia

Como vemos, el tiempo cronológico, unidireccional de la maduración, el crecimiento y el desarrollo, tendrá que anudarse encontrándose con el tiempo "loco" del Otro. Punto de encuentro y (des)encuentro donde aparece un sujeto de­seante.

Por un lado, entonces, nos encontramos con el tiempo objetivo del organismo que nace, crece, se desarrolla y muere. Lo que se ha denominado la implacable e indiferente flecha del tiempo.

Momento del parto, del nacimiento 1 mes 2 meses

Tiempo cronológ ico

Sin embargo, sabemos que antes del parto, incluso antes de la gestación, hay siempre un tiempo otro: ese tiempo de la anticipación simbólica que ejercen los padres o quienes cumplan esa función. Es ése un tiempo lógico subjetivo y singular, que se estructura antes del nacimiento del bebé. Para graficar esta temporalidad invertiremos la dirección de la flecha del tiempo, queriendo con ello significar el carácter lógico y subjetivo de la misma.

28

~----

Anticipación simbólica --+ 1

(un antes que permite un después)

Momento del parto, del nacimiento - - ----+

En este tiempo, anterior al cronológico, se ubica en escena d deseo de los padres de tener un bebé-hijo. El deseo de tener un hijo soporta siempre la decisión de sus padres, que se <•structura como un acontecimiento fundante antes del na­·imiento.

En la temporalidad lógica anterior, el niño imaginado, Himbolizado y anticipado, ya cumple la función del hijo. En ~ sos momentos, el hijo que todavía no ha nacido, soporta el ideal de sus padres. Dicho de otro modo, los padres inventan, crean un hijo de acuerdo con su ideal del yo y que a su vez Hoporta el "ideal" de la cultura de su época.

El hijo es siempre creado e inventado por Otro, pero ¿cómo inventan los padres un hijo que todavía no ha nacido?

Los padres lo hacen a partir de la propia infancia, desde ::; u historia como hijos, desde el niño-hijo que hay en todo adulto. De algún modo, se representan en los propios hijos como niños y, al mismo tiempo, se separan de ellos (del niño que fueron), para ubicarse corno padres que ya empiezan a ser.

La función del hijo antes de nacer

"La paternidad es la relación con un extraño que, sin dejar de ser ajeno, es yo; relación del yo con un yo-mismo que, sin embargo, me es extraño."

Emmanuel Lévinas

Cabría preguntarnos: ¿qué es un hijo antes de nacer? Es aquello que los padres imaginan, comentan, novelan,

inventan, crean y escenifican a partir del ideal de cada uno. Así, en un contraespejo paradójico y por supuesto sin saber­lo, el hijo inventa y crea a un padre (¿lo novela?) por el hecho

29

de nacer en un mundo de lenguaje, en una historia y dentro de un linaje.

Antes de nacer el niño es una hipótesis, una novedad, un proyecto y una promesa.

Es una hipótesis, pues soporta la incógnita de lo que será. Los padres construyen las hipótesis partiendo del enigma y la novedad que el hijo no nacido ni conocido representa. Esta hipótesis se va construyendo en el devenir de la temporali­dad, siempre anterior, y remite directamente a la historia simbólica que acontece y se resignifica en cada padre.

Es un proyecto, ya que los padres no sólo se anticipan proyectándose en él, sino que generan sus proyectos y planes en función del nacimiento. Por ejemplo: mudanzas, viajes, preparación de la habitación, del lugar, del tiempo que requiere la crianza, etcétera.

Con las nuevas técnicas de procreación asistida, la con­creción del embarazo se transforma en un proyecto y plani­ficación que centraliza la vida de muchas parejas, cuya esperanza de ser padres está depositada en ellas.

En el caso de los padres adoptantes, el proyecto implica todo un recorrido y tiempo (puede durar años) de espera e incertidumbre, hasta concretar y poder realizar la anhelada adopción que los transformará en padres.

El niño-hijo en su función escénica es también una prome­sa, no sólo de futuro y trascendencia; es también un modo de resignificar el propio espejo de los padres y abuelos. Por eso es una promesa ideal, generada en las fantasías de sus progenitores. Los hijos prometen un ideal inalcanzable e inabarcable para ellos.

El hijo como promesa ideal sostiene, y auspicia, el proyec­to y la hipótesis, complementándose mutuamente en una anterioridad lógica que antecede y precede la existencia real del cuerpo lo que confirma otra vez más que el organismo no abarca al cuerpo subjetivado, pues éste excede al órgano hasta hacerlo existir como sujeto.

Estas hipótesis, promesas y proyectos de hijo-niño antes de su nacimiento, generan una existencia de un supuesto sujeto hijo "ideal". Es un modo de existir en el imaginario

30

parental que adquiere consistencia simbólica y real ya que Her á, sin saberlo, parte esencial de la "pre"-historia del niño.

El hijo existe en la invención de sus padres, lo que en la infancia le posibilitará construir e inventar las diferentes ver siones de ellos y de las cosas que le pasan. He allí uno de los descubrimientos más interesantes e inconclusos que nos legó Sigmund Freud.

La existencia ficcional y simbólica del hijo antes del nacimiento es sostenida por los padres a través del ideal, donde ellos reflejan, refractan y proyectan sus propios espejos. Así se instituye un cuerpo simbólico, real e imagi­nario del hijo por nacer.

El cuerpo imaginario del hijo antes del parto nos remite nl cuerpo en movimiento que imaginarizan los padres. Ellos imaginan un niño o una niña, o sea, se lo imaginan sexuado (nunca asexuado).

Estas imágenes abarcan el desarrollo: se lo imaginan caminando, corriendo, saltando, hablando, cantando, leyen­do, jugando, creciendo y queriéndolo. Comienzan a amar una imagen que ellos mismos se construyen y acrecientan con su historia. ¿Es que podría existir un amor parental sin imágenes corporales?

El cuerpo simbólico es justamente lo que le otorga consis tencia histórica a las imágenes ideales, ya que las nombra, otorgándoles vida y dándoles existencia singular e indepen­diente, aunque todavía no haya nacido de manera biológica. Es el cuerpo formado, entrelazado por palabras y símbolos, que nombran a un sujeto y no a sus órganos.

Antes del nacimiento, el cuerpo real enuncia la imposibi lidad de imaginarizar y representar todo lo que va a aconte­cer con el recién venido. Es el que sostiene el enigma y la incógnita del nacimiento, ya que siempre será imposible simbolizar e imaginarizar lo que va a suceder. Es del orden de lo no anticipable.

31

El acontecimiento del nacimiento

El acto del nacimiento siempre será una novedad, pues quiebra el tiempo uniforme y unidireccional de la cronología y establece lo inaprehensible del acontecimiento, produ­ciéndose.

Al nacer, el niño no deja nunca de ser un descubrimiento a inventar y crear en el lazo mismo que se va constituyendo. Este lazo se produce en el encuentro y (des)encuentro entre el niño y el Otro. No se sabe cómo será, ni se puede saber anticipadamente ese mismo acto.

Concluyendo, por un lado ubicamos el tiempo cronológico y por el otro dos tiempos lógicos: el de la anticipación simbólica y el de la resignificación.

Lo graficaremos del siguiente modo:

Resignificación

~I ~ <> ~

Anticipación simbólica

Acontecimiento del nacimiento

--. Tiempo cronológico

Al nacer, el bebé deseado y esperado se materializa en un cuerpo recién llegado. Es él el que tanto se imaginó y proyectó. En ese encuentro entre el deseo anticipado y el recién nacido se estructura la demanda de amor.

Entre la demanda y las reacciones reflejas del bebé siempre se introduce una diferencia, un desacople, desencuentro que implica que nunca coincida del todo el niño que nace con el hijo ideal. En esa diferencia se juega el azar y lo inesperado del acontecimiento, que inscribe al sujeto dentro de una genealogía histórica singular a crear y descubrir.

32

El hijo recién nacido nunca deja de ser una novedad, en nlgún sentido, inesperada. Es imposible prever lo que va a ocurrir con su llegada. El acontecimiento del nacimiento i;erá una incógnita no develada, sino en sus efectos escéni­cos-significan tes.

Cuando el bebé nace, lo que se anticipa en espera como promesa, novedad, hipótesis y proyecto ideal, comienza a 1•ncarnarse en el cuerpo recién venido al mundo. Él es ese ser 1•sperado, sólo que el pequeño puede pro-ducir reflejos arcai­rns y automáticos.

Sin embargo, será en los reflejos donde la locura escénica vivificante y unificante del Otro provocará los puntos de 1•ncuentro entre el desarrollo neuromotor (equipamiento biológico) y el campo del lenguaje, dando así espacio para que advenga un sujeto deseante, que se estructurará como tal en un nuevo tiempo.

La nueva temporalidad lógica inaugura para el niño el horizonte simbólico del cual se nutrirá cada vez, en la avidez de los encuentros con el Otro. Este nuevo tiempo subjetivo l~S el de la resignificación, que implicará necesariamente el de la apropiación simbólica de su historia.

En primer lugar, son los padres quienes resignifican en el recién nacido lo que previamente habían anticipado, o sea que el ideal parental (el ideal del yo de los padres) se resignifica en el nacimiento del hijo como efectuación escé­nica y discursiva retroactiva.

El tiempo subjetivo siempre se estructura en resignifica­ción, en retroacción, al decir freudiano, "con un efecto de retardo", ya que es en él donde la historia subjetiva acontece en la memoria que lo involucra inconscientemente. Los acontecimientos se inscriben en múltiples redes de acordes discontinuos y vibrantes.

33

Cuando el nacimiento cuestiona el ideal

"Por fin se cascó el huevo, el huevo más grande y salió picando un animalito muy grande, muy feo y muy mal proporcionado. ¡Dios mío! ¡Qué monstruo! -dijo la madre-,.. No se parece en nada a la madre. ¿Será realmente un pavo? Vamos a ponerlo a prueba. Lo voy a llevar al agua y, si no quiere entrar, lo voy a echar por la fuerza."

Jean Christian Andersen, El patito feo

El niño-hijo esperado, al nacer, resignifica el ideal anticipa­do por sus padres. ¿Qué acontecería si el recién venido cuestionara o pusiera en juego el ideal del yo parental?

Éste es uno de los grandes problemas con los cuales se encuentran los padres y los niños a los que al nacer se les detecta alguna discapacidad neurológica, genética u orgáni­ca. Resignificar esta problemática será siempre parte del intenso y difícil recorrido que tendrán que realizar. Al hacerlo, no dejarán de enfrentarse una y otra vez a ese hijo ideal que no ha venido, que no ha llegado, que no podrá venir, ni llegar.

El niño discapacitado presenta, sin saberlo, la acuciante paradoja de confrontarse fuertemente al hijo esperado e ideal anticipado por sus padres, cuestionando de este modo su ideal del yo y su propio narcisismo.

La clínica de la discapacidad nos confronta con ese esce­nario devenido muchas veces trágico, por la gran dificultad que se presenta en el armado del lazo con ese niño que no termina de ocupar la posición de hijo, pues el hijo deseado y no nacido se transforma, a su vez, en un doble ideal: el ideal anticipado y "perfecto" frente al imperfecto que ha nacido.

Nos hemos encontrado en esta clínica con padres que, al enterarse de la discapacidad de su hijo, deciden cambiarle el nombre, pues reservan el nombre de su hijo para "el" nor­mal. En estos casos, el niño discapacitado lleva el nombre de otro, no deseado, ni esperado, ni anticipado.

El verdadero hijo, el del nombre, no ha nacido y seguirán esperando el nacimiento del hijo ideal, que el nombre procu-

34

l'llrá encarnar. ¿Quién es el verdadero hijo? ¿Es el del 110mbre? Y si fuera así, ¿el niño discapacitado sería hijo de lo que porta en su cuerpo, o sea, del nombre de su síndrome de la discapacidad?

Ser discapacitado lo nombrará de este modo, en un 1:ontrapunto traumático con su verdadero nombre, que sólo l.uvo cuando no se sabía de él. Al nacer la incógnita quedó develada, el enigma se dilucidó en su discapacidad y, lo que He proyectó, quedó cancelado en un siniestro diagnóstico­! >ronóstico.

El juego diabólico del doble imposible que no puede ser, unmarca y condensa la historia filial, delimitando la genea­logía por venir. Es allí donde se impone la posibilidad de realizar un trabajo de duelo, destinado a anudar lo que sin ecsar se desliga, frente al imposible ideal con el cual hay que 1 idiar, recuperando, en la resignificación, la posición del hijo que había sido usurpada por la del doble (el hijo ideal).

De ese modo, es la pérdida del hijo ideal y, por lo tanto, su propia pérdida, la que le posibilitará a los padres reencon­trarse con su hijo, más allá de la discapacidad que porta, rcsituándolo en la genealogía, en la alianza simbólica, pudiendo situar la imagen corporal más allá de su realidad discapacitante.

El h ijo-niño inaugura una nueva genealogía

En su funcionamiento escénico, el hijo abre las puertas del orden de lo familiar causando la genealogía que a su vez lo ha causado. La genealogía implicará cambios y resignifica­ción de lugares, permutaciones significantes, que acontece­rán inaugurando diferentes destinos en los cuales el niño habitará el cuerpo.9

9 El cuerpo habitado es una imagen metafórica del sujeto, es un espacio construido en función de la imagen del cuerpo que le dio origen. Sin ella, el cuerpo no habita ni se instituye el propio espacio. La imagen

35

Realizaremos un sucinto cuadro genealógico, el cual nos permitirá pensar la función de enlace y des-enlace, que el acontecimiento del nacimiento de un hijo produce.

Mujer ~ Hombre

('Hijo/! Mad\l )adm

Familiar

En un hombre y una mujer que deciden tener un niño-hijo, esta decisión inaugurará un acontecimiento que, a su vez, enunciará desde el comienzo una permutación escénica. Para que la misma se realice, el hombre y la mujer deberán perder su lugar con el fin de recuperarlo como otro, llamado padre y madre por un hijo, que los nominará y necesitará en la diferencia.

A partir de allí, en función de su hijo podrán funcionar como padre y madre, para lo cual, necesariamente, tendrán que abandonar y perder su propia posición de hijos.

Un hombre y una mujer sólo serán padres si renuncian a su propio estatuto de hijos. El hijo se incorporará, de este modo, al nuevo linaje genealógico que lo precede y antecede en la alteridad de la diferencia generacional.

El deseo y la demanda de los padres se diferencian y separan del deseo del hombre y del de la mujer, que sitúa el origen del hijo en una dimensión imposible de recuperar, de representar para él.

Del deseo materno, paterno y del hijo surge lo familiar

se da a ver en el cuerpo del mismo modo que un edificio arquitectónico expresa las ideas y concepciones de cada época (la casa, la ciudad, el edificio, el pueblo, etc.) . La correspondencia-homología entre la imagen del cuerpo, la ciudad y la arquitectura ha sido desarrollada en diversas direcciones. Véase Sennet, Richard, Carne y piedra, Madrid, Alianza, 1997 y Baudrillard, Jean y Nouvel, J ean, Los objetos singulares, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002

36

C'Omo un orden necesario y contingente para cada funciona­rn iento. Lo familiar es efecto del intercambio simbólico y l'.tmealógico. A su vez, la posición materna y paterna tendrá nlectos de resignificación en ella como mujer y en él como hombre. Del mismo modo, la función escénica del hijo rnnformará la enunciación de la posición de sujeto-niño en c•structuración dentro de lo familiar.

Esta increíble red genealógica se transforma en un acon­tecimiento impredecible en sus múltiples efectos y sentidos posibles. Como tal, genera permutación de posiciones sim­bólicas y nuevos espejos identificatorios.

En estos nuevos enlaces y desenlaces, los padres e hijos se inventan y construyen a través del lazo de amor (de hijo, de padre y de abuelo).

Retomando nuestra idea, un padre inventa y crea un hijo y un hijo inventa y crea a un padre, como acontecimiento mismo de la filiación.

Nos encontramos entonces con dos herencias simbólicas, por un lado la herencia de los padres, que en su transmisión y función escénica atraviesan y visten todo el desarrollo de su hijo y, por otro lado, con la herencia (que podríamos denominar invertida o filiación inversa) de los hijos a los padres, dándoles, en su funcionamiento escénico, esta nue­va posibilidad e investidura de transformarse en padres.

Los padres heredan de sus hijos esta posibilidad eminen­temente simbólica, donde ejercerán su amor paternal; a partir de este amor el hijo responderá, amándolos y, de algún modo, cumplirán en parte la promesa que les dio origen.

Los hijos de la discapacidad

Pensemos por un momento en los efectos que podría provocar en el andamiaje genealógico y hereditario e] nacimiento de un hijo que nace con alguna anormalidad o una discapacidad.

37

El contraste con el hijo ideal genera un siniestro contra­punto que cuestiona en muchos casos la propia genealogía, lo familiar y la herencia simbólica que ese hijo habría generado si la discapacidad no hubiera acontecido.

La discapacidad descarnada del hijo cuestiona, en sus efectos siniestros, la función parental. Los padres heredan de este modo la discapacidad, la deficiencia, el diagnóstico, el pronóstico y lo informe de las nefastas consecuencias que acarrea. 10

El hijo en su discapacidad corre el riesgo de tornarse anónimo, transformándose en el hijo del síndrome o las deficiencias, lo que es del orden de lo demoníaco. En este caso, el niño sería hijo del doctor que descubrió esa criatura, que es el síndrome, y por descubrirlo lleva su nombre. El nombre del síndrome es el nombre propio del descubridor.

Que el síndrome lleve el nombre del doctor que lo descu­brió no sólo opaca el nombre propio del doctor, que de allí en más será nombrado por la enfermedad que él se ocupó de describir y descubrir, sino que en un efecto parabólico y en bumerang, el síndrome lo descubre a él como doctor, siendo entonces la discapacidad la que causa su nombre, nombran­do a todos los niños que quedan adosados a la enfermedad o a la deficiencia en cuestión.

En este recorrido, lo que los padres heredarían de su "hijodiscapacitado'', no sería ya ni la promesa, ni el proyecto, ni la hipótesis, sino la deficiencia como producto terminado, como organicidad en vida.

Cuando la discapacidad ocupa este lugar nombrándolo todo en su anonimato y anormalidad, el hijo encarna la discapacidad y queda holofraseado, soldado, pegado en ella, finalmente, como "hijodiscapacitado" (holofrase-palabra fra­se).

El "hijodiscapacitado" encarnado en esta irreductible posición, cuestiona el lugar del hombre y la mujer que, como

10 Lo informe es una de las múltiples facetas de lo otro, corresponde al trastocamiento caótico de las funciones y posiciones simbólicas, lo informe se corresponde con lo deforme, emparentándose en ese sesgo con lo diabólico, demoníaco y la muerte.

38

of ecto de su unión, lo han engendrado generándolo, lo cual nearrea muchas veces conflictos en el lazo de amor de cada 11 no de los progenitores y en la relación de la pareja.

Si el "hijodiscapacitado" queda fijo, fijado en el discurso y on su posicionamiento, no habría permutación de lugares 11imbólicos, con lo cual el niño-hijo ocuparía siempre la rnisma posición, lo que ocasionaría la fijeza en la función materna y en la paterna, como madre y padre de un "hijodis­cnpacitado", de un eterno bebé, inmovilizándolo de la signi­íicancia en la red genealógica y en su actuación significante.

En esta perspectiva fija y unívoca, el hijo como represen­tante encarnado y activo de la discapacidad ocuparía un lugar central en el orden de lo familiar, sólo que lo haría :orno "anormal'', absorbiendo el tiempo familiar disponible en función de la propia enfermedad que lo nombra.

El "hijodiscapacitado" se transforma así, él mismo, en una promesa y un proyecto, sólo que es únicamente en fun­:ión de la misma deficiencia que lo causa y que llega a causar lo familiar, como un acontecimiento inamovible y definitivo ele la propia discapacidad.

En su función de "hijodiscapacitado'', el niño soporta el espejo mortal de la organicidad en el cuerpo, que determina su hacer, su existir y la existencia de los demás.

En esa opacidad, el niño produce espejos de una sola cara, de un solo rostro, que le devuelven siempre el mismo significado unívoco, ser, parecer y padecer la discapacidad sin resignificación. He allí exactamente lo siniestro.

Lo diabólicamente siniestro y obsceno no está en la discapacidad o en la "anormalidad" que el niño porta, sino en la indiferencia e inmovilidad de la significancia que el hijo­niño encarna, sin salida.

En esta imposibilidad de permutación simbólica, la ge­nealogía se congela y los padres terminan heredando la organicidad, fijándolos a ellos y al niño en un espejo cierta­mente refractante y obscenamente indiferente.

Muchas veces, la apariencia de monstruosidad que la discapacidad acarrea delimita la condena de no tener ni semejantes ni descendientes. El niño "monstruo" es lo abso-

39

lutamente otro. El otro espejo sin imagen se encarna en su figura corporal.

El niño del otro espejo despierta en su "discapacidad" la parodia de la ambivalencia. Espanta y cautiva, produce indiferencia y atracción, fealdad y belleza, identidad y di­ferencia, violencia y pasividad, amor y odio, pecado y santi­dad, negación y afirmación. Y sin embargo, atrae la mirada con tanta fuerza como la imagen ideal.

El niño discapacitado, absolutamente ubicado como lo otro, se confundía en la antigüedad con lo diabólico y lo sa­grado. Hemos de recordar el caso de Egipto, donde no sólo se veneraba enanos y malforrnados, sino que también se los deificaba. En cambio, en otras culturas se los mataba, arrojándolos desde lo alto de un monte, quemándolos o dejándolos morir sin contemplación.

La violencia con que irrumpe lo "otro" como diferencia, alteración, trastocamiento, dislocación, inversión, mutila­ción, coloca en escena lo informe e imposible.

Caminos y escenarios del "hijodiscapacitado" ¡lt.

En nuestro recorrido por el campo clínico y educativo hemos podido constatar por lo menos tres caminos diferentes del "hijodiscapacitado" en su funcionamiento escénico familiar.

El primero es el del "hijodiscapacitado" que soporta, en su posicionamiento congelado, el amor incondicional de sus padres. Son esos padres, que se dedican todo el tiempo a la problemática de su hijo y hacen de ella la causa de su vida.

Los padres se reflejan así en su "hijodiscapacitado" con­formando uno con ellos, pero es un uno completo, sin límite. El amor sin límite que los causa esconde en su contracara la culpa y los reproches que la discapacidad genera. En ese amor simbiotizado, los padres e hijos son nombrados, sin darse cuenta, por la deficiencia que los causa.

40

Recuerdo un congreso, organizado por una asociación de ¡111dres de niños con discapacidades, que habían colocado un 1:ran cartel en el escenario, el cual, en letras brillantes 11 linnaba: "Para un niño impedido un amor sin límites".

Me detuve a reflexionar sobre este aforismo pues, si el 111 11or no tiene límites, ni condiciones, ni legalidades, deja de 1i1•rlo. Se transforma en un goce de ese Otro, que fija y pl anifica el lugar del hijo y el suyo propio, identificándose 1·011 él , como padre de la discapacidad que los nombra. El 111 nor sin límite limita e impide las posibilidades de estruc­l 11 ración de un niño durante el tiempo instituyente de la 111 f'ancia .

El segundo recorrido del "hijodiscapacitado" es el que 1wnera rechazo, exclusión, donde se refracta la imagen del 11 111.o des-identificándolo como hijo y recubriéndolo con la discapacidad, obnubilando todo encuentro posible con el 11 iño más allá de su deficiencia.

En estos casos, en su contracara el amor deviene odio y 1·1ilpa, generándose un espejo que refracta una y otra vez al niiio en su organicidad y anormalidad. Aparece lo que ana­lizamos acerca de la figura del doble ideal, de aquel que no 11 ució y que el hijo en su discapacidad soporta como otro 1 ·~pejo ideal, competencia inalcanzable e imposible que i:ulmina siempre venciéndolo.

En los recorridos analizados hasta aquí, notamos la imposibilidad de realizar un trabajo de significación y de duelo que les posibilite a los padres elaborar y soportar la alteridad de la diferencia que un niño con problemas en el desarrollo presenta .. Indudablemente está en cuestión la función escénica del hijo.

El tercer recorrido posible es el que estamos proponiendo e implica el difícil y doloroso camino del duelo, la elaboración y la resignificación de la promesa, del proyecto y de la hipótesis que todo hijo representa.

Procuramos entonces recuperar la función del hijo que la deficiencia discapacitante, en su pregnancia discursiva y simbólica, torna "hij odiscapacitado". La operación clínica y educativa que sustentamos implica necesariamente reali-

41

zar un corte, un quiebre, una separación posible entre "hijo" y "discapacidad". Romper la holofrase "hijodiscapacitado", para recuperar al hijo-niño por fuera de la discapacidad, anormalidad u organicidad.

Elaborar la discapacidad no implicará desconocerla. Po el contrario, necesitamos un espacio importante para qu los padres puedan hablar de ella y situarla en su historici­dad, sin confundirla con la genealogía.

Para este recorrido de elaboración y resignificación es fundamental ayudar a los padres a realizar y profundizar el lazo escénico de amor con su hijo y no con la discapacidad. Son ellos, los hijos con problemas en el desarrollo y la estructuración subjetiva los que en el mínimo movimiento, en la inesperada reacción "patológica", en la incipiente gestualidad o en los cambios tónicos y reflejos nos dan las chances, nos abren las puertas secretas para construir una escena posible, donde él pueda aparecer en el espejo del Otro como sujeto, apartándose de lo discapacitante o represen­tante de la deficiencia.

El órgano sin imagen del cuerpo

En el trabajo con niños con plurideficiencias o con severos trastornos neurológicos o congénitos (que soportan más de una discapacidad sensorial, motriz y mental, de carácter irreversible), nos encontramos ocupándonos de los peque­ños detalles, donde podemos vislumbrar un sujeto pese a la feroz organicidad.

Frente al órgano lesionado y la disfunción que el mismo conlleva, generamos un escenario relacional y simbólico, a partir del cual creamos una escena donde él pueda existir en un espejo diferente a la discapacidad.

El niño con plurideficiencias, lo cual implica dolencias irrepresentables, nos mira de reojo, esboza una sonrisa,

42

l'ealiza un lento cambio tónico postura}, mueve la cabeza, produce algún sonido, un grito, una mueca, que no llega l.odavía a ser un gesto o un leve movimiento espontáneo, que no logra transformarse en llamada; nosotros acudi-1nos sensiblemente a esas señales, afirmándolas como pistas significantes que nos dan a ver un sujeto que lo nnticipa en ellas.

Son estas reacciones que el niño ofrece las que orientan en In creación escénica para, por un lado, armar un corte y HCparación del niño con la deficiencia, con la múltiple i'ragmentación, disociación que la disfunción provoca. Por otro lado, armar un lazo escénico, generando un pliegue, un litoral, una diferencia-alteridad con respecto a la fusión "niñodiscapaci ta do".

En este escenario simbolizante, no sólo el niño podrá existir m otro espejo posible sino que, al hacerlo, se podrá ir impri­miendo una huella, una marca-letra de esas escenas oponién­dose francamente al órgano sin cuerpo (sin imagen del cuerpo) y al goce del órgano, que se consume en el propio escozor y obscenidad de la organicidad, sin sentido y sin palabras.

E n estos casos, la organicidad ocupa el lugar central del niño y del Otro. Todo el funcionamiento psíquico está fusio­nado al orgánico, a la disfunción, a la deficiencia. ¿Será esto posible? Su majestad pasa a ser el órgano en el goce, indiferente del organismo sin cuerpo.

La única forma que hemos hallado de otorgarle cuerpo al órgano es oponiéndonos al goce obsceno del funcionamiento maquínico de la disfunción, a través de la escena y el escenario que logramos generar a partir de los detalles, de los silencios, de las pistas, donde podamos entre-ver, entre­abrir, una posibilidad de alternancia en la organicidad gozosa sin imagen del cuerpo.11

11 El órgano sin imagen del cuerpo se opone a la "vitalidad no orgánica" del "cuerpo sin órganos" que plantea Antonin Artaud retoma­do por Deleuze y Guattari . "Es verdad que Artaud desarrolla su lucha contra los órganos, mas al mismo tiempo contra el organismo que se tiene: El cuerpo nunca es el organismo. Los organismos son los enemigos del cuerpo." Deleuze, Gilles y Guattari, Felix, Mil platos, Ed. 34, Río de

43

Cuando el órgano se ordena y organiza sin la imagen corporal, la estructura sensoriomotriz, en vez de separar­se dando lugar al otro y al gesto actuante de la subjetivi­dad, se holofrasea y funciona en bloque, toda junta, sin diferencias, sin tiempos, sin silencios, ni espacios. Lo "sensoriomotor" se congela, coagulándose siniestramente en un solo punto.

En el bloque-órgano "sensoriomotor'', el goce no sale del órgano sin cuerpo; toda su energía se consume inútilmente en el mismo lugar del cual partió. No hay espacio para que tenga lugar el tiempo subjetivo de la resignificación. Justa­mente, el intento de armar un corte como lazo escénico entre lo sensitivo y lo motor ubicaría la posibilidad de que el acontecimiento de la diferencia se inscriba, imprimiéndose entre ambos polos, dividiendo lo sensible (sensitivo) de la respuesta (lo motor).

La representación psicomotriz

En la inscripción de la diferencia se pone en juego la posibilidad de que en ese "silencio" escritura! el espejo del Otro lo refleje y refracte diferente. En ese pliegue escénico el niño tendrá la chance de que su sensibilidad se transfor­me en afectividad disponible para otro que no es él, ni la organicidad, lo que entre-abrirá las puertas de la represen­tación, ya que ésta funciona como mediadora entre lo que el niño siente y lo que puede actuar.

Procuraremos graficar lo antedicho:

Janeiro, 1999, vol. 3, pág. 21. Lins, Daniel,AntoninArtaud. O artesao do carpo sem orgaos, Río de Janeiro, Ed. Relume, 1999. Pardo, José Luis, Deleuze: violentar el pensamiento, Colombia, Ed. Cincel, 1990.

44

"' lonsoriomotor" ---7 ---7 Órgano

j,

Holofraseado Congelado Fusionado sin imagen del cuerpo

1 1 Otro entre-vé un detalle, tlllíl mínima diferencia, dnnde se anticipa el sujeto

j, Otro

'1onsorio ---7 Escena. Lazo ---7 Escenario transferencia! Puente

j,

Motor

1 o sensorial ---7 Acontecimiento ---7 Lo motor Inscripción Representación

El Otro genera un escenario y una escena donde puede 11dvenir la representación sensoriomotriz como puente. El 11contecimiento, efecto del lazo escénico transferencia!, pro­duce la división y diferencia entre la sensación (percepción) y la respuesta. Comienza el tiempo de la anticipación y la 1·nsignificación de lo sensorial a lo motor y de lo motor a lo Honsorial.

Representación Representación sensorial ~ ~motriz ~

Anticipa la respuesta

Al producirse la respuesta subjetiva, y ya no solamente motriz o sensorial, se resignifica para ese sujeto el hacer t:omo representación psicomotriz que media y articula la Hensibilidad.

l~epresenta­

ción sensorial ·Representa­

~ción motriz ---7 Represen­tación psicomotriz

45

El niño actúa y escenifica la representación psicomotri como apropiación subjetiva, como gesto dado a ver y a lee a Otro que causa el deseo de moverse, de actuar y, al hacerlo resignifica el acontecimiento de escritura e inscripción de 1 diferencia entre lo sensorio y lo motor.

Lo que se ha perdido en este recorrido es el órgan "sensoriomotor" sin cuerpo, para que pueda advenir u sujeto que, pese a la organicidad, se sostenga en un espej que ya no estará en el órgano sino fuera de él, en la image del cuerpo que la inscripción ha producido.

46

Cnpítulo 2 11: 1. SUFRIMIENTO INMUTABLE 1rn DARÍO

"La debilidad es el llorar sin lágrimas, el mur­mullo de la voz plañidera o el susurro de aquello que habla sin palabras, el agotamiento, la dese­cación de la apariencia. La debilidad elude cual­quier violencia que no puede nada (aun siendo la soberanía opresiva) contra la pasividad del mo­rir"

Maurice Blanchot

11:1 e spejo opaco e indiferente

l\ccuerdo el caso de un niño de 6 años, Daría, que posee una Hevera epilepsia. La misma le ha causado gran cantidad de rnnvulsiones muy difíciles de controlar y estabilizar. Recién on el último tiempo han disminuido un poco, como efecto de 1111 nuevo cambio de medicación.

Su estudio de mapeo electro-cortical computarizado lo considera anormal, " ... con dominancia lenta durante todo el ostudio, actividad focal de puntas y ondas frontotemporales derechas, y salvas hemigeneralizadas con dominancia alter­nante."

El estudio fonoaudiológico afirma: "Perdió temporalmen­Le la masticación. Se observan dificultades al tragar." El marcado brucsismo hizo que se le colocara una placa dental. llay ausencia de palabra, sílabas o sonidos con sentido.

Presenta períodos prolongados de desconexión y estereo­Lipias, " ... deambula por el consultorio sin interesarse por nada más que golpearse ... tiene breves períodos de contacto visual y corporal..."

Los padres de Darío consultan debido a la gran cantidad de estereotipias que realiza. Ellos afirman: "Se está gol­peando todo el tiempo con las manos, golpea todo, no siente ningún dolor. En casa golpea todo, las paredes, las sillas, los

47

muebles ... el otro día golpeó la estufa que estaba encendida y se quemó, pero no lloró, me di cuenta después por las marcas que le habían quedado. Él se golpea el rostro y de tanto hacerlo ya tiene un hematoma ... "

Las primeras veces, al ver a Darío me encuentro con un niño que no para de moverse, gira sobre su eje, se mueve de un lado al otro, sus brazos y manos acompañan el movimien­to, golpeando indiscriminadamente lo que encuentra a su paso.

Sin ningún registro de dolor, ni del otro, se golpea espe­cialmente el rostro (como si fueran cachetadas, muy rápi­das, una detrás de la otra). A veces, se acompaña con un ruido que hace con sus dientes (brucsismo) y algún esporá­dico ruido, más gutural. 1

¿Qué hacer y decir frente al escéptico e irrefrenable estereotipar de Darío?

Ante este_ situación, en primer lugar dejo que Darío despliegue todo su "hacer", aunque sea estereotipado, sólo impido que se golpee el rostro, ya que cuando lo hace le digo que no, que a mi me duele, pero Darío sigue con su golpeteo. Por lo tanto, le tomo sus manos para impedir sus golpes en el cuerpo.

Darío me mira fugazmente y sigue golpeando las cosas:

1 La imagen real de las estereotipias se contrapone a la imagen pétrea de los monumentos. Esta última es un intento sagrado de perdurar en el tiempo eternizándolo. La imagen inmóvil de un monumento no deja de ser una representación profana o no de la humanidad. Por ejemplo, las pirámides son máscaras del cuerpo ideal que encierran. Sabemos que en su interior se esconden los cuerpos en sarcófagos sagrados en los que a su vez protegen un cuerpo embalsamado. El cuerpo sagrado del faraón ha sido lacerado, carece de vísceras y corazón para evitar la descomposición. Se ha transformado en una superficie, en una piel hueca cuya forma se sostiene en la imagen sagrada y consagrada a otro tiempo. El cuerpo ha sido vaciado, despojado de toda materialidad, sin embargo, permanece lleno en el espacio conformado por la máscara. El cuerpo sagrado ficcional y descarnado de espesor no es más que el rostro manifiesto de otro culto, cadáver devenido pirámide, cuyos laberintos encierran el mayor vacío en el cual se extravía el afuera fugaz del tiempo, lo que determina que el cuerpo del faraón, aunque muerto, nunca se este­reotipe.

48

Millas, mesa, pared, escritorio, ventana ... En ese desborde de :olpes, estereotipias, movimientos desenfrenados, ruidos y ¡:ritos inarticulables, lo sensoriomotor permanece holofra­H1'ado, sin mediación, sin transformarse en gesto, donde el ¡¡oce desértico se fija y congela en esa acción sin representa-1·1on.

Decido estratégicamente producir algún corte, algún si­lc 'ncio posible que pueda escriturar alguna diferencia entre lo sensorio y lo motor. Pero, ¿cuál sería la mejor táctica 1 •¡.;cénica para efectuarlo? Es sólo incluyéndome en el desbor­d <'estereotipado y frente a él, en esa complicidad íntima y H1'nsible, que alguna escena podría suceder en el encuentro, dcs(encuentro) con Darío.

Fue así que cuando Darío nuevamente procura golpearse c•l r ostro, grito con todas mis fuerzas: "No, no, no".

En ese momento, Darío estaba por golpearse el rostro y 11 nte la fuerza de mi grito, detiene el movimiento antes de Locar su cara. Por primera vez me mira, sosteniéndonos en la mirada unos segundos, la mano estaba suspendida cerca del rostro. A continuación gira, va para otro lado y continua golpeando la pared y las cosas.

Cuando Darío intenta nuevamente golpearse el rostro, vuelvo a gritar con fuerza: "Nooooo". Darío frena su impulso, lo detiene, me mira, gira y grita: "iiiiii", lo que me sorprende, nsombra y emociona, por ese contacto sensible e íntimo pro­d.uciéndose, había creado una primera ventana de encuentro con él. En ese desborde que compartíamos, vislumbraba por primera vez un borde posible, un laberinto a recorrer, una diferencia se entreabría entre lo sensorio y lo motor.

Mi grito de: "No, no" comenzó a sucederse con más fuerza cada vez que él procuraba golpearse, Darío detenía su movimiento, lo suspendía antes de tocar el rostro, me miraba, sonreía, gritaba: "iii", mirándolo yo afirmaba: "síiii". Jtl estaba realizando un gesto dirigido a otro, en este caso a mí. Recordemos que un gesto es siempre un movimiento dado a ver a otro, es una realización escénica dedicada a otro que puede leerla e interpretarla como tal.

En los sucesivos encuentros, Darío comenzaba a buscar-

49

me por medio de gestos, a mirarme, a "jugar" con el "iiii" que yo decodificaba como "sí" y sus producciones se sostenían en el lazo transferencial, que el "no" y el "sí" habían abierto en Daría y en Esteban. Un acontecimiento se había producido.

El "No" como grito permitía armar un corte y, al mismo tiempo, producir un lazo, con lo que se desenlazaba constan­temente en Daría. La escena comenzaba a configurarse en la diferencia e identidad de nuestros encuentros.

El grito del "No", introducía una diferencia en la duración estereotipada, en el golpe sin dolor, en la insensibilidad. Frente a la in-diferencia sin tiempo de la estereotipia, aparecía una nueva temporalidad, una interdicción que enlazaba una nueva diferencia: el "iii" del "sí" que me ocupaba de afirmar. Una operación de inscripción e incorpo­ración empezaba a articularse en sus producciones.

Las realizaciones de Daría comenzaban a tener diferentes sentidos, otros espejos. La misma estereotipia, a veces se detenía para transformarse en gesto y otras veces, la utili­zaba como una demanda para buscarme o encontrar el "No", el "iiii", el "Sí" y otras escenas que comenzamos a realizar. Por ejemplo: Daría me agarraba la mano y se sentaba en el piso, yo hacía lo mismo y, tomados de la mano, empezaba a cantar una canción de un barquito, me imaginaba y antici­paba ese movimiento sensorio-motor, una escena jugada, cantada de un barquito, que iba y venía por el mar.

Otra escena que se repetía era cuando Daría se tiraba al suelo y se acostaba, moviendo los pies. Ante ese movimiento lo anticipaba como un gesto, lo interrogaba preguntándole: "¿ Querés que te lleve a pasear?; ¿movés las piernas para que te lleve?" Allí se producía un instante de silencio-escritural , una pausa, ya que con Daría nos mirábamos, él se sonreía, estaba en la escena, y a continuación movía la piernas. El silencio al cual nos referimos no es nunca un vacío, sino el que permite la fluidez de intercambio de miradas, gestqs , emociones. El silencio, así configurado, es un hilo que corta y enlaza un decir por venir.

Interpretaba ese movimiento como una respuesta escéni­ca a mis interrogantes y entonces lo tomaba de las piernas

50

.v lo llevaba a pasear. Acompañaba estos paseos con una nueva canción, como por ejemplo: "vamos de paseo, en un 11 uto bueno ... pasamos por un semáforo... ¡cuidado! pasa 1111 tren, está la barrera, tenemos que esperar ... llegamos Larde a la casa de la abuela ... Vamos a pasear."

Estábamos en el laberinto, sin saber lo que íbamos a crear junt os. Podríamos hacer nuestra la frase de Borges: "Yo sé ele un laberinto griego que es una línea única, recta. En esta 1 ínea se han perdido tantos filósofos, que bien puede perder­He un mero detective."2 La tentativa era la de poder inventar un saber sobre la marcha, en el mismo tránsito laberíntico que íbamos recorriendo.

En esa complicidad intensa, íntima y dramática, la escena transcurría en el escenario transferencia} que Darío y yo dramatizábamos. Los sentidos poco a poco, se iban multipli­·ando ya que, por ejemplo, en ese paseo que comentamos, uando pasaba el tren teníamos que detenernos. Darío me

sonreía, nos encontrábamos con la mirada, y si en esos momen­Los él intentaba golpearse el rostro, yo volvía con el grito: "N 0 0 00" y él respondía: "iiiiii", con lo cual, seguíamos la escena.

En esta apertura de Daría, la reproducción de la estereo­tipia sensoriomotriz fue disminuyendo, ya que entre lo sensitivo y lo motor se había introducido el "No", el "Sí", la escena, el gesto, en definitiva, una cicatriz-escritura simbó­lica que se producía en la realización escénica del acto clínico. En la misma estereotipia, ya se producían diferentes sentidos y no uno solo pleno y reiterado que lo completaba a Daría en el cuerpo, en un sufrimiento obsceno, sin sujeto.

El acontecimiento del grito del "No" como corte y lazo, penetró en lo sensoriomotor como una afirmación negativa, instalando el "sin-sentido", o sea, una pérdida de la plenitud y completud que la estereotipia encarnaba. Esta pérdida (el sin-sentido) se liga al grito del "iii" ("Sí"), como respuesta dramática al hueco, a la falta, a la pérdida, que el "No" inauguró en el anudamiento subjetivo.

Frente al espejo uniforme que la estereotipia le ofrecía a 2 Borges, Jorge Luis, La muerte y la brújula. Buenos Aires, Emecé,

1996.

51

Darío, como totalidad de un solo lugar, el "No" y el "Sí" fueron produciendo otro espejo posible de des-conocimiento (rompiendo el espejo cerrado y certero de la estereotipia) y posibilitando el re-conocimiento en una diferencia, que comenzaba a proyectarlo en una serie simbólica.

Las huellas del "No" y el "Sí"

Darío es un niño que producía, en sus estereotipias, golpes, movimientos y ruidos, un espejo de una sola cara, opaco, único e imposible, que lo sostenía y mantenía presen­te en la real indiferencia.3

La operación clínica procuró instalar otra imagen, otro espejo a partir del cual reconocerse para Otro, en otro lugar. Este verdadero acontecimiento escénico, en construcción, en devenir, laberíntico, se colocó, por su irrealidad, en u n espacio simbólico de alteridad, sostenido en la relación transferencia} que logramos instalar al dejarnos desbordar y anticipar.

En esa anticipación simbólica que construimos nos opone­mos a la realidad gozosa de la estereotipia procurando colocar un borde, un límite posible al devenir sin tiempo de lo mismo. Instalando un posible horizonte representacional y simbólico. Al hacerlo, el niño podrá empezar a representar alrededor de ese punto vacío, del sin-sentido, a partir del cual tendrá las chances de abrirse de la monotonía de la

3 Sabemos que un niño se mira siempre en Otro y por otro, a partir de lo cual podrá construir un saber acerca del cuerpo. El Otro es referente, orientación y límite, sin él, el espejo (la imagen) no tiene marco y el cuerpo carnal (como en el caso de Darío) ocupa todo el peso de la absoluta opacidad. Alexandre Koyre lo enuncia del siguiente modo: "Ahora debe­mos hablar también de la opacidad: ella es en sí misma (en su esencia) una limitación y como no hay nada que ella limite, se cierra sobre sí misma y se engendra a sí misma." Darío se sostenía en el espejo opaco, sin virtualidad posible engendrando la (im)propia, ilimitada opacidad. El "No" y el "Sí" abrieron otro camino.

52

11Lcmporalidad y el estupor solitario de lo estereotipado. Lo que irá sucediendo, escenificándose, será ya pasado

( li istoricidad-resignificación) pues sólo puede serlo, desde lns marcas-cicatrices de la diferencia, del acontecimiento <'omo efecto transferencial, que se articula e hilvana retroac­l 1 vamente.

En Darío procuraremos graficar este pasaje clínico de la 11sLereotipia "sensoriomotriz" al gesto, que se estructura 1wspendido en la relación con el Otro.

Dibujamos la estereotipia como un cuadrado negro:

~ La esterotipia "sensoriomotriz" está fusiona-da, congelada y fijada. En esta posición, Darío no siente dolor ni al golpearse ni al tocar la estufa ni al moverse sin pausa en la reiteración rítmica de la compulsiva motricidad. 11:1 dolor no duele sin sujeto.

~ El Otro (encarnado figuradamente en el tera-11e'uta) se deja desbordar por la esterotipia y su goce "senso­ri omotor" para poder crear un lazo posible frente al desaso­Hiego del estereotipar.

Enunciamos la operación clínica y estratégica del siguien­le modo: en primer lugar, nos proponemos anticipar un ujeto. Anticipación necesaria para poder enlazar el lazo del

oncuentro con Darío. En segundo lugar, partiendo de las realizaciones estereo­

¡,¡ padas que el niño produce, procuramos crear y construir la Pscena ficcional que podemos anticipar.

En tercer lugar, a partir de la escena que conformamos en y con las estereotipias de Darío, generamos un corte y un Hilencio separador de lo sensorio y lo motor que, en este caso, realizamos con el grito del "No".

~ Otro ~Escena del No ~ a ~El no del Otro genera una fisura, un vacío en el cuadrado negro. Se engendra una diferencia en lo idéntico, un silencio, un blanco en lo negro

53

• -7 El grito del No provoca una pérdida en 1 reiteración estereotipada de lo mismo. Se ha inscripto e "no'', produciéndose la grieta por donde se pierde, como rest (el cuadradito negro). La pérdida, como tal, ca usa y motoriz el "iiiii" de Darío que se transforma en sí.

Darío produce un "iiii" a partir del "no'', que opera com quiebre y enlace. El Otro recoge el "iiii" transformándolo e "sí", para que en la escena se produzca. El tiempo del "no anticipa la temporalidad del "sí" y éste, como en un parabó lico espejo, resignifica la enunciación del "no".

Otro El Otro sostiene el "no" y, ante el "iiiii" de Darío, oficia de puente. El mon-, taje escénico va delimi­tando el nuevo escenario, donde el "no" y el "sí" ar­ticulan un acontecimien­to posible.

Darío repite ya no en la identidad, sino en la diferencia. El "sí" que él produjo es la contracara del "no", razón por la cual se puede generar una serie, aunque ella todavía está soste­nida con la presencia escénica del Otro.

Lo sensorio -7 No" y "Sí -7 Lo motor => El gesto

A partir de la operación clínica que realizamos, Darío comienza el camino de la gestualidad y el placer en el

.. 54

1111cuentro con el Otro y con los otros, con el "sí" y el "no'', lo f¡t1c abre las vías posibles para metamorfosear la estereoti­pia. Se sostiene en las nuevas imágenes que la incipiente n1 1stualidad comienza a devolverle, un espejo otro que le p1 1rmita reconocerse en diversos rostros, donde la discapa-1•1clad se "pierde" en la imagen corporal que lo conforma.

Como sabemos, no es el niño quien crea la imagen del n1erpo sino que, en un efecto de acontecimiento, es la 1111agen quien lo crea a él; del mismo modo, posteriormente H<!rá el jugar ficcional y escénico el que creará las represen­Lnciones del niño.

55

t !apítulo 3 ACONTECIMIENTO, l> ESARROLLO E INFANCIA

"Infancia y lenguaje parecen así remitirse mu­tuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia. "

l ,a temporalidad del niño. ,Cuál es la urgencia?

Giorgio Agamben

l ,os tiempos de los acontecimientos durante la infancia son 11 na temporalidad fundante y originaria. El acontecimiento 111 arca e inscribe una diferencia con el tiempo anterior y el post erior, "divide aguas" y enuncia un moment o silencioso usc:ritural, entre el tiempo de la anticipación simbólica y el de la resignificación. Es un acto escénico que se olvida para quedar registrado como hecho de memoria, como huella infantil de un recorrido de escritura, olvido y saberes.

El niño olvida para recordar en la diferencia, resignifican- . do el acontecimiento que lo marca y le posibilita apropiarse de un saber. La infancia olvida para recordar y saber.

El deseo de saber del niño procurará satisfacer el olvido, In pérdida que el acontecer produjo. Todo conocimiento se origina para él como des-conocimiento. Reconocerse será 1•ntonces conocerse en la singularidad de la diferencia .

La temporalidad en la infancia está asaltada por aconte­t·imientos que le suceden, resignificándose en un devenir l<">gico que toca y trastoca el tiempo cronológico del desarro­ll o. Para el niño, el tiempo es un constante devenir, un "Hiendo" sin pausa, una temporalidad que le cuesta organi­zar, ya que lo arrastra en lo intempestivo de los sucesos

57

sucediéndose. Los días, las horas, las semanas y los años son hechos temporales difíciles de aprehender, ubicar y resigni­ficar para todo niño.

Procuraremos exponer en un sucinto esquema los tiem­pos infantiles.

Como ya afirmamos, está el tiempo cronológico, unidirec­cional, que durante la infancia enmarca el desarrollo y tien peso de existencia en la estructuración subjetiva. Por ejem­plo, para un niño, sus padres, el contexto familiar y social, no son lo mismo si se lanza a caminar y explorar el mundo en el primer año de vida que si lo hace recién a los dos años.

a) 1---------• (1) Tiempo cronológico

Habíamos ubicado también los tiempos lógicos de la anticipación simbólica (-1) y la resignificación (2).

(2) Tiempo de la resignificación

b)

~ 1 V 'lfJ., (1) Tiempo cronológico

~ . (-1) Tiempo de la anticipación simbólica

Colocaremos en nuestro esquema referencial un cuarto tiempo: la temporalidad lógica del acontecimiento produ­ciéndose, inscribiéndose y anudándose en la infancia. Es un tiempo fundamental en el campo de la niñez. Remite a la apropiación y singularidad de los sucesos infantiles que marcan incorporando e inscribiendo nuevos posicionamien­tos subjetivantes.

El acontecimiento delimita, instala y realiza diferencias, detenciones que en el niño enuncian el espacio por venir y el tiempo que ya fue.

Es un espacio-tiempo que transforma, crea, modifica y abre la novedad de lo desconocido por conocer. En este sentido es una apropiación.

58

Retomando el ejemplo, cuando un niño se lanza al abismo q11 c para él significa por vez primera caminar, el andamiaje v t•l montaje psicomotor se transforman en gesto dado a ver 11 I otro, en un don de amor y afirmación de él en su cuerpo. 11:1 existe apropiándose del caminar y expropiándose de la 1wganicidad para reconocerse en esa conquista.

l~ l acontecimiento del caminar da origen y funda una 111 1cva posición simbólica, a la vez que ella determina un 1111 pacio corporal todavía inexplorado a vivenciar y resignifi-1 nr como experiencia instituyente. Es este tiempo funda-111 cntal el que queremos destacar. 1

(2) Tiempo de la resignificación

~ . . ti) ~ ~lit (1) Tiempo cronológico

~ (3) Tiempo del acontecimiento (-1) Tiempo de la anticipación simbólica

Situaremos ahora el tiempo en constante devenir y per-111 utación significante propio de la niñez, estructurándose 1111 tre silencios y síncopas que se acomodan y desacomodan en 11 11 a temporalidad inconclusa, lo opuesto al tiempo fijo, 1·oagulado y congelado; lo que Nietzsche denominó con w andilocuencia "la inocencia del devenir".

(2) Tiempo de la resignificación ~ 4) Tiempo en devenir

/ d) l l: 111 .,(1) Tiempo cronológ ico

~ ~ ~ (3) Tiempo del acontecimiento

(-1) Tiempo de la anticipación simbólica

1 Martin Heidegger desde la filosofía introduce la temática del ll <'Ontecimiento como un nuevo pensar poético, un acto singular de l11 1bitar y ser habitado por el lenguaje. Utiliza la palabra Ereignis que ha

59

El tiempo que colocamos en nuestro esquema con el (4 para diferenciarlo de los otros, es un tiempo inacabado, e tránsito, en un devenir no concluido, un "todavía no". En es búsqueda, la temporalidad móvil del niño es un "siendo" e articulación permanente. El pequeño vive la niñez en es dinamismo de realización y vivencia propiamente infanf que lo determina en su avidez deseante.

Por último, ubicaremos el tiempo de la urgencia (5), qu es una temporalidad de la actual modernidad que atravies todo el universo infantil. Es la urgencia para que el niñ aprenda y se desarrolle lo antes posible. Exigencia urgent para que en el menor tieinpo posible sea más eficaz y logr "más" conocimiento. Lo ubicaremos en nuestro esquero como una tenaz e incipiente lluvia que invade e inunda tod el desarrollo del niño en la actual modernidad:

e)

5) Temporalidad de la urgencia i i i i (2) Tiempo de la resignificación (4) Tiempo en devenir

e~ / ~ 111 • (1)T;empo

~ ~ cronológico ~ (3) Tiempo del acontecimiento

(-1) Tiempo de la anticipación simbólica

El niño-hijo, como representante de sus padres y de 1 sociedad moderna, se ha transformado en un objeto d consumo. Tiene que realizar el desarrollo con la exigencia la presión de ser el espejo "moderno" de sus padres, de 1 social, de lo institucional (escolar).

sido traducida como "acontecimiento, advenimiento, evento", que apro­pia (de eigen: "propio"). Ereignis proviene del verbo er-eignen; entre sus significados originales se encuentran Euragnen: "asir con la mirada'',; divisar, llamar con la mirada, a-propiar. Heidegger, Martin, Seminario' de Le Thor, Cordoba, Alción, 1995, pág. 65. Conmerorando a Martin Heidegger, Buenos Aires, Letra Viva, 2002 y Blanchot, Maurice, La escritura del desastre, Venezuela, Monte Avila, 1987, pág. 87.

60

l•:n esta realidad sin tiempo, la temporalidad infantil se !lll'lcra velozmente para que sea el mejor representante de 1111 • mundo moderno. Se aceleran el tiempo de las adquisicio-111 1H y el desarrollo psicomotor.

l•:I niño tiene que sentarse, caminar, hablar, escribir, leer, '1111 ocer y saber lo antes posible, y para ello instrumentan l 11d as las técnicas, objetos, objetivos, contenidos y elementos 1d1dácticos-pedagógicos) para que sean los mejores repre-11 •1\lantes del mercado global. De este modo, sumarán más r l1 •111entos para competir en el "mercado".

Un niño "bueno", competidor para el ideal de la gran aldea ¡dobal, será el que sepa más idiomas (por supuesto, inglés), 1prcnda más rápido, domine más computación y acumule

111 1\s conocimientos. r•:n esta moderna realidad, no es de extrañar que en los

111rdines maternales (sala de 18 meses) se instrumenten l 1 •cnicas de computación, primeros esbozos de inglés y didác­l 11'as de lecto-escrituras para ir preparando a los más 111 •queños en la competencia del mercado.

Muchas escuelas se enorgullecen de estas propuestas y 1 firman: "aquí vienen los niños porque se estudia inglés

1 lnsde que son muy pequeños; en sala de 3 años es obligatorio 111 glés y computación, en la sala de 4 y de 5 años ya no se p1 cga más, trabajan con cuadernillos muy avanzados. Todos l 1enen que avanzar, ésta es una escuela modelo, por eso se la elige'', termina diciéndonos la correcta directora.

El tiempo veloz de la urgencia atraviesa cualquier activi­dad del niño y, por supuesto, en la práctica clínica y educa­lwa, tiene incidencia fundamental. Padres, madres y profe-1onales exigen resultados cada vez más rápidos, en un

1 il•mpo siempre breve y acotado por las innumerables exi­gt•ncias. Urgencias para que hable bien, para que dibuje y 1•scriba las letras, para que lea, para que pase de grado, para que no se atrase, para que esté siempre atento, para que el omine el inglés y la computación ... y hasta exigencias para que sea feliz.

Si presenta algún retraso en el desarrollo, problema o Hmtoma, la exigencia de solucionarlo cuanto antes se dupli-

61

ca. El temor al fracaso escolar o a la dificultad en alguna de sus funciones motrices, cognitivas, sensoriales o verbales propias de la disarmonía lógica de la estructuración subje­tiva, conllevan el gran temor al "fracaso" de la función del hijo, que en el mundo global y competitivo resulta cierta­mente intolerable.

Paradójicamente, los efectos de esta urgencia-exigencia generan en la infancia nuevos y famosos síntomas (ano­rexias y bulimias infantiles, nif10s hiperkinéticos -síndro­me disatencional-, crisis nervioso-agresivas, adicciones, insomnio, para citar sólo algunos de ellos). Lo que en esta sintomatología está en juego es siempre el gran temor y la angustia del niño de perder el amor parental, temor acrecen­tado ante semejantes exigencias que no puede cumplir.

Si un hijo-niño no alcanza a cubrir las expectativas de los padres, ¿cuál será el futuro que le queda?

La respuesta paradójica del hijo a este acuciante interro­gante lo lleva a crear y recrear nuevos síntomas, como un modo de generar una demanda de amor encubierta ante la imposibilidad de otra respuesta posible.

Frente a lo imposible, que sería quedarse sin el sustento del amor parental, los niños inteligentemente (no olvidemos que la inteligencia es un afecto) invierten la demanda y crean síntomas como modos enmascarados de recuperar el amor parental, que los causa como hijos y niños. He allí uno de los dilemas cruciales que la urgencia moderna coloca en el escenario del mundo de la infancia.

El síndrome disatencional como espejo de la modernidad. Tomás angustiado

El síndrome disatencional, denominación actual de la ines­tabilidad psicomotriz enunciada a mediados de siglo xx por JuliánAjuriaguerra, al cual los autores anglosajones llama­ron hiperkinesia, es un fiel reflejo de la sintomatología infantil moderna.

62

l)esde el saber de las neurociencias, muchas veces se le 11Lribuye a este síndrome un problema neurológico y eléctri-• ·11 11 n la información in terneuronal. Nuestro recorrido clínico 1111H ha llevado por otros laberintos y nos hemos encontrado, 1111 todos los casos, con niños muy angustiados.

LJno de los modos que tienen los niños de dar a ver, de dar 11 leer la angustia, es a través de su irrefrenable movimiento, 1 lu la vorágine motriz. Esa motricidad imparable, sufriente, 1•rntizada y gozosa, es la puesta en escena del sufrimiento y 111 nngustia infantil que, como tal, encierra una demanda, no 11 iHpondida o escuchada, de amor.

No se trata de una simple o compleja malformación nlóctrica o neuromotriz que se cura con medicación (anfeta-111 inas), ni con descargas catárticas o expresivas, pues ella 11nuncia en su pasaje destinado a la acción sin pausa la 11norme densidad del sufrimiento que, sin salida, el males­l 11r r eproduce una y otra vez.

La angustia encarnada en el cuerpo y en la motricidad devasta el horizonte simbólico y representacional del niño. l ,n problemática a la cual tendremos que enfrentarnos en el 1·11mpo clínico será: ¿cómo desdramatizar, enlazar, histori­~nr y resignificar la angustia sintomática que el niño nos da 11 ver a través de la aceleración constante y continua del movimiento corporal?

A través de estos interrogantes, que indudablemente procuran ir más allá del desenfreno motor y corporal, nos confrontamos con la historia viva y sensible de un sujeto-11 iño en malestar constante. Justamente, es ese "estar mal" ontrelazado en la historia singular lo que aparece sin resig­nificación posible, reproduciéndose indiscriminadamente.

Relataré brevemente una viñeta clínica, donde se desen­laza la trama de un niño diagnosticado como: "severo síndro­me disatencional" (ADD). Los padres de Tomás consultan por su hijo de siete años, quien posee todos los signos descriptos por el DSMIV del síndrome disatencional. 2

2 Se describe a este síndrome (atention defficit disordes) como un Lrastorno de conducta caracterizado en la escala de evaluación por deficiencia de atención, hiperactividad e impulsividad.

63

Los padres afirman: "No presta atención, no hace caso, s mueve siempre, es muy huidizo. A veces -afirma la madr dan ganas de matarlo, t e genera un odio terrible. Por suert ya sabemos lo que tiene, el neurólogo nos dijo que era u problema eléctrico en la información neurológica. Espera mas que la medicación lo calme un poco, nos vuelve locos todos. Él es adoptado, pero la verdad no sé por qué 1 adoptamos. Si hubiéramos sabido esto ... "

"La hermana es buenita, no nos da problemas escuela, se porta bien, es un ejemplo, él es terrible, impara ble ... " El padre agrega "yo estoy esperando que algún dí se encarríle, estoy convencido de que es inteligente, hay qu encarrilarlo."

En las entrevistas que tengo con Tomás registro en s gestualidad la tristeza de un niño angustiado. No para d moverse, va de un lado al otro del consultorio, abre todo 1 que encuentra, sin detenerse. Así cajas, baúles, cajones armarios, puertas quedan abiertas . Parece que estuvier encerrado en lo abierto o encarcelado en el afuera sin pode escapar de su propio encierro. Se mueve para enterrarse e el propio movimiento sin salida.

En un momento, me muestra una pequeña agenda qu traía y enseguida me cuenta que él es adoptado, igual que s hermana. Así va moviéndose por el consultorio, contándom su historia, que los papás no pueden tener hijos y que por es lo fueron a buscar a la provincia, donde nació.

Las entrevistas se continuaron en esta tónica, abriendo cerrando cosas, sin detenerse en ninguna y de vez en cuando contándome algo que le pasaba. En una de las sesiones, s detiene y mira, cambia la voz y me dice: "mi mamá est' medio loca, es una loca, a veces toma vino, se emborracha me grita y ¿sabés lo que me dice?" Le respondo que no y qu él puede contármelo, porque lo que hablamos y hacemos en el consultorio será siempre un secreto entre nosotros .

A continuación, luego de un silencio, detenido en un gestualidad demandante, afirma: "mi mamá me grita, me amenaza, dice que si no me porto bien me va a devolver al lugar, a la provincia de donde me sacó." En ese momento, nos

64

1111 rnmos y exclama : "me da una bronca, no sé que hacer". Le i 11t1 pondo: "claro, que bronca da que tu mamá te amenace 1111 tt''ndote eso."

l ,uego, y por primera vez, propone unjuego que consistía 11 que él era el policía, el sargento y yo el ladrón, tenía que 1·onderme, él me encontraba y encarcelaba. Este juego se

111 11 complejizando, tenía que fugarme, él me encontraba, , 11111' nazaba y ataba a una silla y entonces quedaba preso, sin p11d cr h uir. Atado y encarcelado, yo jugaba a llorar, a p.11.nlear, a moverme, a gritar, a portarme mal. En definiti­" , en la escena jugaba a actuar y encarnar la angustia.

l•: n esos momentos Tomás se detenía, generándose una • 111nplicidad silenciosa e íntima entre él y yo. En la escena • 1Lnba claro que yo escenificaba su angustia (gritaba, llora-1111 , me movía) encarnando la desesperación sin salida. Al 11 1cerlo, él podía ubicarse en la contracara del espejo, des-1ll'llmatizando la angustia que Esteban corporizaba.

De allí en más se abrió un camino, una ventana posible p11 ra comenzar a resignificar la posición familiar y la histo­' 111 de Tomás, que no dejaba de tornarlo inestable, movién-1 l11lo de un lado a otro, en la búsqueda de un lugar, que hasta 1111 <! momento sin salida, no encontraba.

Tomás encarnaba el lugar sin salida, de puro despliegue 1110Lor, frente al inestable panorama familiar, al que cotidia-1111 mente se enfrentaba y lo enfrentaba, cuestionando su 111 igen genealógico y filiatorio. ¿El problema residía úni-1·1 1mente en las supuestas dificultades eléctricas de la infor-111 nción neuronal? ¿Sería posible algún cambio en Tomás, de 110 darse alguna modificación en el deseo y la posición de los pndres?

En este recorrido, las entrevistas parentales, donde se 1 nmenzó a desplegar y a colocar la angustia dramática de 11Hta historia, se constituyeron en un elemento fundamental 111 1 el trabajo clínico con Tomás. Él encontró un espacio nHcénico donde desplegar la angustia y la demanda que el d1 •senfreno y la inestabilidad psicomotriz encarnaban.

65

Los tiempos instituyentes en la primera infancia

La historia es histérica: sólo se constituye si s la mira, y para mirarla es necesario estar exclui do de ella.

Roland Barthe

Procuraremos ahora tomar un ejemplo de los inicios de desarrollo psicomotor del bebé, donde colocaremos los tiern pos instituyentes de la infancia en el fundamental pasaje de reflejo arcaico al gesto. En este trayecto lo sensorio-motor s separa y anuda a una experiencia significante transformán dose en un espejo.

Marcamos, entonces, un primer tiempo donde el Otr (materno), del reflejo que realiza el bebé, arma una escen en un escenario simbólico (por eso le habla, le canta, 1 acaricia jugándole), donde anticipa un futuro en una ante rioridad lógica, ya que el niño todavía no habla, ni canta, n puede jugar. Toma un simple reflejo y lo transforma en u gesto. Ese tiempo que denominamos futuro anterior, en est caso anticipa un gesto donde sólo hay un puro reflejo.

Pasaremos a graficarlo:

Primer tiempo escénico

Reflejo Gesto

Escena de la anticipación simbólica

Segundo tiempo escénico Se produce cuando el reflejo, al ser anticipado en la escena

como gesto por el decir materno, se transforma resignificán-1

dose en un gesto o en un llamado para el niño.

66

Reflejo Gesto

El reflejo se resignifica en el niño como gesto lla­mando al otro.

Tenemos así dos tiempos de un mismo movimiento escé-11 ico, el agente maternal juega escenificando y produce la 11nticipación simbólica (en futuro) y el niño responde resig-11ificándolo retroactivamente al reflejo como gesto, o sea, la 11u paración entre lo sensitivo y lo motor.

A partir de esta verdadera transformación del reflejo al nesto, el movimiento como pura respuesta refleja automáti-1·11 se ha perdido y recuperado como gesto escénico significan­LP. Este proceso implica un tercer tiempo lógico. Nos referi-1nos al que se realiza cuando el niño ya incorpora el gesto; a pnrtir de allí, él es quien produce un gesto para llamar al otro 11nticipando su existencia.

'!'ercer tiempo escénico

Gesto

'''~(t't tl¡, ,,

Llamada

El niño ahora anticipa que su gesto será respondido Se transforma en llamada cuando acude su madre a responderle.

Cuando el Otro responde a esta llamada gestual del niño HC produce una doble afirmación: del lado del niño, la respuesta materna re-afirma su existencia en el gesto de­mandante que provoca la respuesta. La madre acude a su gesto, él es comprendido. Del lado de la madre, el gesto del

67

niño re-afirma su funcionamiento materno y confirma sentido que ella le adjudicó a ese movimiento.

Se produce un nuevo movimiento escénico donde el ni -desde su posición anticipa con su gesto la respuesta mate na, por eso lo realiza, ya que al ser un movimiento dado a v a Otro, él anticipa simbólicamente que ese Otro lo va amir y va a responder. La anticipación está ahora del lado d niño.

Desde el punto de vista de lo sensorio-motor, se establecido una diferencia, un acontecimiento, que se insc be a través del escenario y la escena que el Otro y el ni -producen.

Otro ¡Escenario y escena

Sensitivo ~ Acontecimiento -. Motor

Al mismo tiempo que se estableció esta diferencia, s configuró un puente significante.

¿Cómo podríamos graficar esa huella, efecto del acontec miento, que separa, transcribe y puentea lo sensorio y 1 motor?

Del cuerpo a la representación: apropiación e incorporación

Recordemos que hasta este momento lógico es ese Otr, (materno) quien unifica y unariza el cuerpo fragmentado d niño a través del montaje escénico que se construye en l relación. Es justamente esta construcción la que provoca en niño una experiencia de satisfacción, de placer, o sea, un huella significante que se transforma en un espejo pulsiona en una brújula interna a partir dela cual comienza a ordena se y diferenciarse la experiencia sensorio-motriz del bebé.

68

1 ,os difer entes estímulos sensoriales (táctiles, propiocep­l 1vos, interoceptivos, cenestésicos, visuales, olfativos, entre 11 1 ros) que llegan al cuerpo se empiezan a ordenar y organi­.11 r en función de ese espejo interno pulsional, desde donde 11 lanza la motricidad (la respuesta del niño, en este caso,

11 os referimos al gesto). Resumiendo: el escenario y la escena que monta el Otro

¡ ll'oducen en el niño un acontecimiento que, como efecto, pro-oca una experiencia de satisfacción inscribiéndose como

11 111rca-espejo pulsional, a partir del cual se organiza y 1111ifica la motricidad. El primer espejo corporal y simbólico 1¡i1c incorpora el infante representa el saber y la escena que al Otro construyó para unificar y humanizar el cuerpo frngmentado del niño. A partir de allí el pequeño puede 111 1Licipar y existir sin que el Otro materno tenga que estar pl'csente, pues lo ha comenzado a incorporar como huella.

Par a que un niño cumpla su funcionamiento de hijo l1 1ndrá que separarse de su madre y ella tendrá que renun-1·1:ff a ser uno con él, para que el lazo madre-hijo re-afirme 111 fil iación y descendencia.

Finalmente, el niño existirá con el referente ya incorpora­do. Se produce, de este modo, la pérdida del reflejo motor co-111 0 tal, que ha quedado metamorfoseado, transformado y rnnfigurado en gesto. Es en la ausencia y el anudamiento del rdlejo donde el gesto, la postura y el movimiento adquieren ol estatuto de apropiación representacional.

El gesto se instala como un tercer momento escénico dado 11 ver en el cual el niño se reconoce en el hacer, en la l'C'alización en función de constituir y construir un lazo social que excede el cuerpo y la motricidad. Pues siempre quieren 111ás de lo que pueden tener, por eso no dejan de invocar al <Hro.

En estos tiempos lógicos y momentos escénicos ordenados 1•n diferentes escenarios, lo sensitivo se separa irreductible­mente de lo motor, creando el espacio necesario para que ndvengan las representaciones del cuerpo y el movimiento del sujeto-niño.

Indudablemente lo sensorio-motor, ubicado de este modo,

69

queda enunciado como un encuentro (tyché) azaroso y a vez determinado entre la estructura subjetiva y el desarri llo neuromotor del niño.3 Desde esta enunciación no se tra de los aspectos motores en detrimento de los sensorial ni de los sensoriales en oposición a los motores. Son escen acontecimientos claves en la metamorfosis psicomotriz d niño.

Las impresiones de las huellas en el cuerpo son la inve, tidura (al decir freudiano "el montante de afecto") q posibilita la puesta en escena de las representaciones psiü motrices. Este "afecto" libidinal se desplaza y se liga prov1 cando la actividad del niño.

La realización psicomotriz, el hacer, el uso del cuerpo y l objetos adquieren sentido como representación que enlaza posibilita el tránsito, el encadenamiento de nuevas repr sentaciones. Es decir, no tienen valor por la acción en misma, sino como parte de una historia que el niño necesit representar, resignificar y subjetivar.

Es jugando como el niño r epresenta esta historia. Aljug coloca en escena el cuerpo y la motricidad; de este mod experimenta y conoce su cuerpo. El jugar crea al niño y 1 infancia.

Las representaciones psicomotrices del niño se inscribe como representantes de esas huellas del origen y articula el aparato sensitivo (la sensibilidad propioceptiva, inter ceptiva, cenestésica, táctil, kinestésica) con su histori singular. Pues se trata de una representación en escena, qu implica necesariamente al cuerpo como producción y reali zación psicomotriz.

Al jugar y poner en escena las representaciones psicomo trices el niño produce su desarrollo, o sea, el funcionamient de la función motriz y las representaciones del esquem corporal y del proyecto motor, de los cuales, en la r~signifi cación va tomando conciencia.

Como afirmamos, las representaciones psicomotrices s

3 Esta temática fue desarrollada ampliamente en el escrito L infancia en escena, op. cit.

70

l l'llcturan en tránsito, en escena a modo de ligadura y ¡1111 111Le, entre una representación y otra.

1,l ogamos así a plantearnos una nueva concepción de lo 11111;orio-motor. Pues si el niño tiene bloqueada la realiza-

1il1111, la puesta en escena del cuerpo, correría el riesgo de que l.i investidura libidinal no se encadene en una escena 111prcsentacional y, por lo tanto, quede "fijado" en el "propio" 1111irpo.

Se podría pensar en una hipertonía, "paratonía" o inhibi­' 1nn que impide la puesta en escena de la representación, o, il1d mismo modo, se podría considerar la inestabilidad e ldpcrkinesia psicomotriz como pura acción de descarga, sin ¡111Hibilidad de apropiación y representación corporal.

1 ~~n ambos síntomas psicomotores la representación psico-111 0Lriz no cumpliría su función de tránsito, articulación y i1 pertura. Esta nueva concepción de lo sensorio-motor nos p11rmite incluir en nuestro análisis el campo de las estereo­l 1 pi as de la infancia, con todas las problemáticas y dimensio-111 1s que las mismas conllevan.

71

'11 pítulo 4 l•:I , NIÑO Y LO OTRO

"Todo objeto cuyo fin ignoramos es provisoriamente monstruoso."

Jorge Luis Borges

l ,11 incertidumbre del origen: 1ll r;capacidad y sexualidad

1 1 ~11áles son los interrogañtes y las dudas fundamentales l1 P1ite al nacimiento de un hijo?

l•~l momento del nacimiento de un niño es un instante • 1 11cial, no sólo para él, sino para el Otro. Ese Otro que lo 1111 pera, lo desea y le demanda amor, se plantea algunos 1111.errogantes que para él son cruciales.

l~l primer interrogante será saber si su hijo nació bien o, 1 por el contrario, hay algún problema; es fundamental pre­

¡¡ 11 ntar acerca de la salud o la enfermedad de su hijo. Esta pregunta enmarca los primeros instantes del nacimiento, p11 es ambos padres necesitan saber si todo está bien. Al l1 ncerlo, despejan el temor y el miedo de que algo de ese 1111 cvo ser no funcione o lo haga con problemas o dificultades.

Inmediatamente, surge la segunda pregunta acerca de la identidad sexual del bebé, o sea, saber si es nena o nene. /\ unque los padres, por diversos estudios, pudieran ya saber ,.1 sexo del pequeño, necesitarán confirmar en ese recién 11 ncido la identidad sexual que el estudio científico había 11 nticipado. El niño en su cuerpo porta saberes que, si bien 1d desconoce, para esos Otros causan preguntas, dudas e 111 Lerrogantes.

73

A partir de este segundo interrogante surge un terce que, por supuesto, se articula con los otros dos y se refiere reconocimiento de sus progenitores en ese recién venid al mundo. Es un reconocimiento esencial, que responde a la preguntas: ¿A quién se parece? ¿Se parece a mí cuando er bebé? ¿Es igual a su hermano? ¿Tiene los ojos parecidos a 101

de mi familia? Interrogantes todos que vienen a situar u primer espejo identificatorio con los rasgos corporales d bebé, incorporándolo de este modo a una fecunda genealogí del orden de lo familiar.

El bebé encarna en su cuerpo el lugar del desconocimie to, pues es tan esperado como desconocido. En el Otro caus el deseo de saber acerca de él, de su cuerpo, de lo que lepas de lo que hace, de lo que come, o de lo que no hace, de lo qu no come, de lo que no le pasa. Definitivamente, es un dese' de saber acerca de ese sujeto que recién nace.

Desde el origen, a este recién nacido se lo supone un suje de deseo y es por ello que los interrogantes conducen a su padres o a quienes cumplan esa función, a interrogarlo a ' suponiéndole un saber. Pero, ¿qué sabe ese recién nacido ¿Qué sabe acerca de su hacer, de su cuerpo, de sus movi' mientos, ele sus reflejos?, ¿y qué sabe de esos otros que 1 hablan, le cuentan, le juegan?

Lo más paradójico y sensiblemente humano, es que bebé no sabe y los grandes le hablan, le cuentan, lo interro gan suponiendo que él tiene el saber. Es éste el engaño ofl. ginario, tal vez, la génesis del pensamiento, un engañ mutuo, ficcional, verdadero, fundacional.

El Otro lo supone sujeto supuesto de saberes y es por es que le pregunta, le juega y le demanda. Finalmente, el beb responderá deseando y, a su vez, no le quedará otra opció que plantearse el siguiente interrogante. "Pero, ¿qué quier el Otro de mí? ¿Cuál es su deseo?" De este modo un beb entra en la cultura de la pregunta, la demanda y el malen tendido y, sin darse cuenta, lo interroga al adulto que s ocupa y preocupa por él.

Volvamos al primer interrogante acerca de si nació bie o nació mal. Esa primera pregunta fundamental y su res

74

11111 1¡.¡ta dan origen a las subsiguientes. ¿Qué ocurre si la 11 111 puesta es negativa? O, dicho de otro modo, si lo que le 111•111Te al recién nacido no está bien, o tiene una enfermedad ''diagnóstico discapacitante.

l ,a dificultad de responder rápidamente a esa primera

l. 1rngunta (por ejemplo por un nacimiento prematuro, o de 11ijo peso, o por una duda diagnóstica, etc.) genera la

l111posibilidad de hacerse las otras preguntas acerca de 111 identidad sexual, la identificación con lo familiar y la ;¡11nealogía.

Hi finalmente la respuesta es negativa y el niño tiene 11 l¡{una discapacidad que se presupone, se pronostica o se i111Licipa, la pregnancia de esa dificultad adquiere tanta l11c•rza que el síndrome, la dificultad o la discapacidad 111 !quieren identidad propia, anulando siniestramente los 11Lros interrogantes subjetivantes.

¡,Es posible que la discapacidad o el pr oblema que el niño porte no anule la sexualida d e identidad?

Dicho de otro modo, ¿podrán los padres interrogarse por 111 segunda pregunta sobre la identidad sexual, que abre el 1·11 mpo para la subsiguiente que le posibilitan al niño comen-

11 r a habitar su cuerpo, dentro y en lo familiar? ¿La discapacidad podrá anular siniestramente la diferen-

11111 sexual, o sea, la subjetividad? O t al vez, ¿será que a partir de la diferencia sexual como

dent idad subjetiva podemos pensar la discapacidad? Sabemos que la sexualidad no es cualquier parte del

1•1 1crpo, sino justamente la que le otorga identidad y diferen-1•11t. El cuerpo subjetivado se divide y diferencia por lo 11xual. En contrapunto, el cuerpo discapacitado se dividiría

y diferenciaría por el síndrome o la problemática que el niño 11 porta y porta.

El peligro es que ya no se suponga sujeto a un saber 11bjetivo, sino sujeto a un saber del síndrome o la discapa-

1•idad. Su cuerpo, su imagen se transformaría así en repre-1mtante de una discapacidad.

En este camino, la pregunta sobre la identidad sexual 1p1edaría anulada por las nuevas preguntas que la discapa-

7 5

ciclad y su déficit funcional, neurológico y orgánico acarrean. Si se intenta anular la diferencia sexual (como si est

siniestra posibilidad fuera posible), siempre estará cuestio­nada la subjetividad. La discapacidad en sí misma es anóni mamente asexuada.

Como sabemos, la sexualidad en el recién nacido enunci el nombre y lo nombrado más allá del órgano, incorporándo se al linaje familiar a partir de la ley de alianza, con todo e correlato edípico y cultural que la misma conlleva.

Este último interrogante es el que proponemos desarro llar como posibilidad de ir anulando los efectos de fragmen­tación, de alienación y de identificación que la discapacida y los problemas del desarrollo infantil nos presentan día a día en el imaginario del Otro.

Siempre que hablamos de un sujeto es un sujeto sexuado. Cuando una madre le habla, le juega, le canta, interroga a un bebé, lo hace suponiéndole un saber sexuado como sujeto. Es siempre sexuado el saber materno acerca de ese recién venido. Por eso le habla diferente, le canta diferente, lo toca diferente si el bebé es varón, o si el bebé es mujer. Si es su bebé, es porque es un nene o una nena que se torna suyo y del padre.

El niño existe en la poética del cuerpo

Se trataría de pensar cómo poetizar el cuerpo que fue o es maltratado por la discapacidad. Para habitar el cuerpo de un recién nacido, hace falta que el Otro lo poetice. ¿Qué significa poetizar el cuerpo de un bebé?

Desde el nacimiento el cuerpo es habitado por palabras, imágenes, colores, sonidos, voces, toques, ritmos, texturas, símbolos. Todos ellos justamente no son ni el órgano, ni lo carnal del cuerpo, y mucho menos la diséapacidad si la tuviera, sino que remiten al niño a su filiación originaria.

El bebé se habita en aquella canción de cuna que, al

76

11c;unarlo, lo mira acariciándolo diferente, diferencia que lo ti i ngulariza. La fortaleza del Otro no está en la fuerza del l 11que, ni en la contextura muscular y tónica del tocar, sino 11xactamente en lo opuesto, o sea, que la fortaleza está en su "debilidad'', en su deseo como deseo insatisfecho, en lo 111 Locable que remite necesariamente a su propia falta.

La caricia en ese sutil diálogo tónico entre la madre y su 11t•bé, se sostiene en lo intocable del toque, lo que torna a ese instante como un acto singular e irrepetible. No hay una ll'cnica de la caricia, como no hay una tecnología para la imagen corporal. No hay objetivo o meta ni finalidad, es del orden de la sensibilidad que habita el cuerpo. El acariciar no nH cognitivo, ni del orden de lo general.1

La caricia del diálogo tónico crea irrealidad y el recién venido es habitado por ella. En esa intimidad escénica nunca se acaricia un fragmento, ni un órgano, ni un conjunto de secciones o de partes corporales, es un toque desinteresa­do de sí, por eso es asimétrico. Para el Otro, el niño siempre 11s una unidad singular que se produce en ese toque evanes­;ente de presencias y ausencias. Ese contacto sensible e intangible habita al niño, poetizándolo.

Si se habita el cuerpo del recién nacido es, porque como representante de sí, es amado poéticamente, unido entonces u su origen familiar que lo representará en una serie filial y Himbólica.

Al nacer, el recién llegado es un cuerpo que se funda como Hujeto en su funcionamiento de hijo. Al ser habitado por ese Otro, el cuerpo se encarna en la realidad de la ficción del origen. Allí la ficción es verdadera y la sensibilidad habitada por ella adquiere toda su fuerza pregnante y alienante que lo incluye en la cultura.

1 Levinas lo expresa de este modo: "Lo acariciado propiamente hablando no se toca . No es la suavidad o el calor de la mano que se da en !l contacto lo que busca la caricia. Esta búsqueda de la caricia constituye su esencia debido a que la caricia no sabe lo que busca. Este 'no saber', este desorden fundamental, le es esencial. .. La caricia es la espera de ese puro porvenir sin contenido'', Levinas, Emmanuel, El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 132.

77

Este verdadero acontecimiento estructuran te tiene senti­do en correlación con la poesía del origen. Del origen del cuerpo como poesía habitada, por los efectos del mismo poema que, a diferencia de cualquier otro, es creado en él y por él, donde tendrá anclaje su existencia.

El bebé existe en la poesía de su cuerpo que se conforma como un espejo interior, a partir del cual, el uno contempla lo exterior y, a su vez, éste se representa en el uno (en la imagen).

Nunca el niño puede acceder a su poema del origen, a esa significación fundante del como si de la representación que lo ha fundado. Sólo mirará entre sus bordes. Es imposible, para él, vivir sin imposibles, y el del origen es el primero de ellos.

Es el primer poema que a su vez lo origina causándolo y, como tal, está perdido (lo que el psicoanálisis ha denomina­do "represión primaria"). Es esta pérdida la que a su vez le permite al niño habitar el cuerpo, pero ya no como carne­organismo sino como imagen-ficción permanente y, a su vez, evanescente.

El cuerpo del recién venido discapacitado, cuando es tomado como discapacidad, es un cuerpo deshabitado de sí y habitado de féretro, de muerte carnal, no de la irrealidad de la poesía que lo causa al habitarlo.

El cuerpo-discapacidad es habitado por un lenguaje entre "científico", "cognitivo'', "taxativo", "diagnóstico", "pronósti­co", "pedagógico", o "técnico". Un lenguaje ya estructurado, real, único, unívoco y nada poético, sin metáforas, sin metonimias, pues denota y connota siempre lo mismo, o sea, el féretro de lo poético.

Las técnicas y métodos que en nombre de los "científicos" se ejercen sobre los más pequeños desconociendo la origina­ria subjetividad que subyace en ellos, pulverizan la ficción escénica de cada poeta que hay en cada niño. Frente a esta realidad pétrea, proponemos siempre poetizar la singulari­dad del niño. Se trata de pensar en una po-ética que dé cabida al niño instituyéndose.

Una de las cualidades del lenguaje científico-técnico, es no dar lugar al dolor de existir y la sexualidad como repre-

78

1 •ntantes de la subjetividad naciente, sino que para ellos el tlolor duele sin sujeto, como un estímulo cuantitativo que rnpidamente hay que eliminar, desterrarlo del cuerpo y la t•xualidad; como mucho, es una mera genitalidad.

Para nosotros la vivencia de dolor produce un afecto que 11t! constituye en un umbral de subjetivación y diferencia-1•ión, por ejemplo, cuando el Otro interpreta el dolor del 1 · t ~cién nacido como una sensibilidad que le demanda actuar 11n consecuencia. Dicho de otro modo, es a la madre a quien 111 duele el dolor de su hijo y es desde allí donde él existirá en 111-;e dolor.

La inscripción del deseo de la madre, del deseo del Otro, delimitará que una marca dolorosa se sitúe como diferencia 11 identidad corporal donde podrá operar como umbral posi­ble, transformándose así en una huella, en una cicatriz capaz de marcar una frontera, un borde al sufrimiento que t'l necesario dolor de existir causará en el bebé.

Como vemos, el Otro materno buscará la forma de poeti­:.-:ar el dolor del recién venido al mundo para que él pueda nxistir en él, como un cuerpo mediado por representaciones que le posibilitan ubicar el dolor como una sensación subje­liva, como un umbral corporal que representará la singular vivencia de dolor.

Al decir de Ortega y Gasset "Un dolor de muelas duele a alguien y si no, no es dolor. Este 'doler a alguien' es: un 'ser para otro' pero no como objeto. Mi dolor me duele pero no como objeto de mi conciencia o cogitatio, sino que es absolu­Lamente en sí 'siendo para mí"'.

¿Qué ocurre cuando la vivencia de dolor, obstaculizada por el saber hacer científico-tecnológico, provoca un efecto de desensibilización y desestimación de la subjetividad que el dolor, como representación de su existencia, encarna?

La discapacidad, con el afecto-efecto doloroso que ella conlleva, aliena y esteriliza en el discurso científico-técnico la poesía del Otro, al punto tal que, de ese modo, elimina el dolor y la sexualidad como nudo fundan te y originario de la constitución subjetiva. De este modo, se desmorona la dife­rencia.

79

El desmoronamiento del cuerpo discapacitado se pued convertir en una amenaza para el niño y para el Otro, o sea para el orden simbólico instituido. En este caso, él sería eterno huésped y mensajero del desgarramiento, del dolo de existir en el cuerpo.

El cuerpo discapacitante y discapacitado mutila y cues tiona la imagen corporal, colocando en escena el descarnad cuerpo sm imagen.

María, frente al dolor

He trabajado clínicamente con una niña que tenía un ataxia cerebelosa con hipoplasia de vermis. Ella habí realizado un trabajo fisioterapéutico y kinesiológico ten diente a adquirir nuevas posturas y tonicidad muscular.

La niña de 5 años no podía terminar de sostenerse de pie pues la ataxia cerebelosa cuestionaba no sólo su andamiaj motor y postural sino, fundamentalmente, su imagen corpo ral. Para ella era muy difícil acceder a una representació corporal de sí, pues la organicidad y la disfunción motri desequilibraba todo movimiento y el eje del cuerpo se tam baleaba insistentemente.

No nos detendremos en la historia familiar, sólo acotare mosque tanto sus padres como los empleados que cuidan d ella evitaban cualquier experiencia de dolor e irritabilida de la niña. Este cuidado intensivo sostenía constantement a la niña, procurando anular los efectos que la disfunció motora provocaban. Al intentar ocultar lo inocultable de 1 discapacidad más la daban a ver, ubicándola en una posició de pasividad, de inmovilidad, y finalmente de imposibili dad.

María podía acceder a la bipedestación e incluso comen zar a dar algunos pasos, pero la indicación terapéutica de 1 kinesióloga (junto con el gran temor familiar) lo impedían, debido a que opinaban que hacerlo la fragmentaría.

80

-Cuando conocí a María noté que era una niña simpática,

do mirada vivaz, que no hablaba, casi no realizaba gestos y la problemática motriz era tan severa que le costaba man- · L<•nerse sentada sin ayuda. En esa posición se inclinaba o lemblaba y el eje corporal-postura! se desequilibraba y 1•lla no hacía nada para evitar caerse y golpearse.

Cuando lograba sostenerse en el eje postural sonreía y 1niraba; en esos momentos ella liberaba las manos y agarra­ba siempre los mismos muñequitos (un señor simpson, un mickey, un donald) y los tiraba. Yo opté por comenzar a hablar por ellos, y cuando ella los arrojaba y se caían, les ha­da decir: "ay, me duele, que dolor, me tiró, ay", "ay, Esteban, me duele, ay, ay".

María se sonreía vivazmente de la escena (y del dolor) y HC movía con sus dificultades a buscar nuevamente los muñecos, para volver a arrojarlos. Ella estaba en la escena y el escenario que montábamos a través de sus posturas, los gestos, las palabras, junto a los muñecos que yo me ocupaba de animar y que opinaban jugando con ella.

La escena adquiría dramatismo porque los muñecos (con mi ayuda) lloraban, se quejaban, lamentaban y, al hacerlo, María se sonreía y volvía una y otra vez a repetir el gesto de arrojarlos. En un momento, uno de los muñecos rueda y cae más lejos y desde allí le dice: "jajaja, jajaja, María, ahora no me vas a tirar más, porque no podés agarrarme".

En ese momento, María me mira, se genera un silencio relacional y entonces le pregunto: "María, ¿querés pararte ngarrada de una silla, como si fuera un coche? Yo te ayudo y vamos a buscar a ese muñeco." María abre los ojos y con su mano señala la silla, entonces, lentamente acerco una silla y la voy ayudando a pararse, a partir de los diferentes apoyos que ella va haciendo. Al mismo tiempo que le sostengo las piernas y ubico el eje postural exclamo: "te vamos a agarrar muñeco, ya vas a ver, no te vas a escapar, preparate que con nuestro auto ya vamos".

María en la escena sonreía (casi no se babeaba) y hacía el esfuerzo de sostenerse en nuestro auto-silla. Ella colocaba mucha energía en sostenerse y yo la ayudaba en ese sentido.

81

/1

Sorprendido, registro que sus piernas podían sostenerla y que ella estaba agarrada a la silla-auto para buscar al muñeco. En la escena, afirmo a gritos mirando al muñeco: "¡¡Te vamos a agarrar, no te vas a escapar!!" Luego colocán­dome en el lugar del muñeco y cambiando la voz, respondo: "No, no vas a poder, jajaja, me voy a escapar".

María sonriente, parada y sostenida en la silla-auto afirma: "sí" con un movimiento de cabeza. En ese momento comienzo a hacer el sonido del auto, de la bocina, y hasta traigo una manguera para cargar combustible. María sigue expectante. Vuelvo a gritarle al muñeco que íbamos a agarrarlo con nuestro auto, él responde riéndose y en esa intimidad escénica María, moviendo un poco la silla, da sus primeros pasos.

Entusiasmada por la escena, María da otros pasos, mo­viendo la silla-auto en dirección al "maldito" muñeco que se burla de nosotros. Pero en ese momento pierde el equilibrio, se desequilibra su eje postural, hace un pequeño giro sobre él y por vez primera se cae. Dejo que se caiga, aunque la cuido para que no se lastime y quede sentada. Me mira, la miro, y le digo: "te caíste ... ¿te golpeaste, te dolió?"

Ante esta pregunta María reacciona, cambia la gestuali­dad del rostro y se pone a llorar desconsoladamente. La miro y le hablo, tratando de explicarle lo que había pasado. Rápidamente me coloco del lado del muñeco y entonando su voz, grito: ''jajaja, ahora me río yo, te caíste, te caíste, ahora te duele a vos,jajaja". Inmediatamente María para de llorar, me mira y señala al muñeco. Yo le digo: "claro, María, él se está riendo porque tampoco le gusta caerse y lastimarse, porque le duele".

En el ámbito clínico se creó otro espacio de silencio (escritural). Con María nos miramos y decido alcanzarle el muñeco. Esta vez ella lo mira, lo acaricia, lo recorre con las manos y lo coloca en una cajajunto a otros muñecos . Al poco tiempo termina este primer encuentro con María, nos des­pedimos de los muñecos que, a su vez, nos saludan, y se despiden alegremente.

En esta primera entrevista con María, a partir de la

82

11p11ración clínica que acabamos de describir, se comienzan 1 vislumbrar diferentes caminos que posteriormente se

l111 1ron desarrollando. Por un lado, se empieza a construir un l11 zo escénico de intimidad transferencia} y por el otro, el 111< 1rpo de María en la escena comienza a acceder a la l11pcdestación y al escenario del dolor, donde el límite del 1 11('rpo anuda el borde a la imagen corporal, dando paso al

11·rnado del esquema. l~n la escena representacional, el dolor corporal se articu-

111 n la imagen del cuerpo, a tal punto que, si no hay registro 1 lul dolor, tampoco podrá constituirse y construirse el esque-111 a corporal.

La silla-auto posteriormente fue reemplazada por un 1111dador (que indicamos oportunamente en una ortopedia, 11decuándolo a las posibilidades neuromotrices de María) y 11 I cual en la escena había que cargarle combustible, ador-11 nrlo con stickers y calcomanías, dibujarlo, dejándole nues-1 rus marcas. El auto-andador servía también para pasear a lns muñecos, llevarlos a jugar, a bañarse, a peinarse y a visitar amigos.

D e este modo, en la escena María comenzó a caminar. La l'<'significación del dolor le otorgó un sentido posible a la bi­pedestación y al caminar, pese a su severa patología motriz de base. El sostén instrumental de su cuerpo se estructuró 1111 función de la escena y el escenario que, a través de los nestos, la mirada y la sonrisa, pudimos realizar.

El órgano sin cuerpo no camina como sujeto. Es a partir 1 le la imagen corporal que el caminar y el dolor conformarán 111 esquema corporal y el proyecto motor.

La escena y el escenario montado con María le posibilita­ron construir una representación psicomotriz donde refle­.inrse diferente. En esos espejos, María se lanza a caminar olvidándose de sus piernas y de su organicidad, para tratar de buscar al muñeco que la burla. Ella está en la escena y por lo tanto fuera de su cuerpo, donde puede ser intrépida, mover la silla-auto, moverse y caminar para alcanzar aque­llo inalcanzable: el deseo del otro.

Al caerse, el órgano doliente la retrotrae al cuerpo y allí

83

otra vez, es la escena la que incluye al dolor como parte del escenario, posibilitándole recuperarse como sujeto en repre­sentación, lo que le permite nuevamente alejarse de la disfunción motriz y sumergirse en el mundo escénico de las imágenes, donde culminará representándose. En ese uni­verso el dolor de existir cobra sentido más allá del órgano, por donde María entreabre una puerta para vivir en su cuerpo de otro modo.

El niño como discapacitado

En el niño tomado como discapacidad, como diagnóstico, la ficción como poesía escénica se des-ficcionaliza tornándose real. Lo único que legitima una ficción como representación son los efectos subjetivantes que la misma provoca y al mismo tiempo evoca (entonces, resignifica).

El campo del investimento poético-ficcional-escénico sólo existe porque hay diferencias, hay erogeneidad libidinal, efecto del amor y la pasión que el Otro encarna. La poesía que un bebé porta es la erogeneidad hecha palabra, encar­nada en su desarrollo psicomotor, donde él existe más allá del cuerpo como objeto o cosa. Ex-siste en ese poético pun­to de encuentro donde se funda la imagen corporal.

El bebé en desarrollo podrá mover mejor su cuerpo, pero no podrá hacer nada con ese nuevo movimiento que adquiere si no puede poetizarlo, o sea, transformar un reflejo (auto­mático y arcaico) en un gesto, en una irrealidad significante. Y para hacerlo, necesariamente tuvo que haber pasado por la escena poética de decodificación, discriminación y dife­rencia que el Otro demarcó desde su propia pasión subjetiva.

Así el pequeño va conformando su mapa corporal a través de la demanda y el deseo del Otro qué, sin darse cuenta, poetiza una frontera. De hecho, una frontera es una ficción humana (simbólica) encarnada en un límite, consolidada por una convendón que compromete y delinea las diferentes

84

,nnas corporales de un sujeto. Sin este límite, el cuerpo del 11 i rio navegaría sin esquema ni representación corporal 11osible.

El lugar del niño es siempre un sitio en donde algo no está 1111 su lugar. En su cuerpo siempre faltará algo y, al mismo l.icmpo, también sobrará. Por suerte, lo que sobra no es lllmca lo que falta. Son estos enigmas los que le permiten transitar la infancia.

El niño es en tránsito, en traslado constante, es un permanente "siendo" (en este sentido es metonímico) sin detenerse. Este recorrido está mechado por silencios signi­ficantes que van conformando la síncopa de su propia historia narrativa, contada en las producciones y realizacio­nes (garabatos,juegos, dibujos, posturas, letras, etc.) donde, poco a poco, él se va reconociendo y existiendo en ese acontecer infantil y ciertamente sexualizado.

Uno de los graves peligros del niño tomado como discapa­citado es que esté ubicado en una posición fija e inamovible de "eterno bebé". Esta discapacidad eterna le impide habitar ou cuerpo poéticamente. Es habitado, entonces, por ese Otro madre-eterna, ese Otro ciencia, ese Otro pedagogía, ese Otro especial, ese Otro capacitado.

El niño aparece así como objeto de amor eterno o co­mo objeto a investigar científicamente, objeto a pedagogi­zar, objeto especial. En definitiva, el niño discapacitado es un objeto sobrante de ese Otro que goza de su discapaci­dad y de su malestar.

La "ciencia" goza cuando encuentra nuevos neurotrans­misores o nuevas anfetaminas, nuevos diagnósticos, utili­zando siempre las mismas respuestas frente al déficit, donde se pierde la singularidad de cada sujeto.

El psicoanalista goza cuando cree que él es el que sabe y, por lo tanto, tiene el poder acerca de los aconteceres de la estructuración psíquica del niño discapacitado.

La pedagogía especial goza cuando descubre nuevas me­todologías, objetivos y contenidos, cada vez más específicos y, paradójicamente, más generales para cada patología.

El técnico goza al aplicar e instrumentar sistemáticamen-

85

te su técnica y nuevos ejercicios y ejercitaciones instrumen­tales.

Todos ellos se instituyen como respuestas clonadas, siem­pre iguales y anticipadas, desde un saber-poder hacer des­realizado de singularidad e historicidad.

Este Otro goza volcando todo su saber amo en el eterno discapacitado, discapacitándolo en su naciente subjetivi­dad. Cada vez más, el eterno bebé se torna "hiperreal'', seduciendo en el goce imposible la sed de saber y de poder voraz del Otro, donde la esencia poética no existe. De este modo, se in-diferencia la subjetividad y la sexualidad na­ciente del niño <lis-capacitado.

¿Dónde están el deseo y el goce estético de la poesía en el niño que no puede ser poeta habitando su cuerpo?

¿Cómo transitar la infancia, si se eterniza el niño en la discapacidad, en esa realidad hiperreal?

¿Es posible "discapacitar" la sexualidad del niño que tiene problemas en el desarrollo?

El cuerpo de un niño que por su discapacidad no cambia está enmarcado en una infancia en la cual el tiempo no pasa, sólo dura. En esta insondable duración él no transita, por el contrario, está siempre en el mismo lugar pues no se inscri­be diferente.

Son niños que siempre están en su lugar y que además nunca faltaron a esa, su-posición. Siempre son lo que son (discapacitados, débiles, moderados, genéticos, fracasados, motores, leves). Están quietos, paralizados, congelados, sin trayecto ni traslado, están instituidos, instalados e inmóvi­les. Son el "paladar" siniestro de la discapacidad, su propio féretro.

Un niño, por serlo, siempre es en metamorfosis, trasla­dándose en trayectos azarosos de un lado a otro, traslación viva de subjetividad. En estos vaivenes, su función y funcio­namiento de hijo se configurará como una inédita versión en movimiento de él y de sus padres. Realidad genealógica que implica pérdida de lugares y resignificación de posiciones.

El caleidoscopio de la infancia se configura así en la multiplicidad de espejos y sentidos. Para que los mismos

86

Higan produciéndose, hace falta un mínimo de ilusión, de movimiento imaginario, hace falta una escena y un escena­rio que desafíe lo real del cuerpo, la discapacidad instituida por lo real.

Nos planteamos dejarnos desbordar por este desafío, lo que nos ubica en los desfiladeros de la representación escénica y nos revela frente al eterno discapacitado, ubicado como "pieza de museo" de la modernidad tecnológica, cien­Lífica, social.

Los niños tomados y nombrados como discapacidad tie­nen la enorme dificultad de no poder modificar su lugar, de no poder cambiarlo; de este modo, son piezas de un museo negro (en tanto mortal) y vivo (en tanto apariencia de "monstruosidad"). 2

Si un niño, por la discapacidad que porta y por la posición simbólica que ocupa, está siempre en un mismo lugar frente a esa realidad inamovible, frente a lo imposible de modifi­car, ya no podrá más que reproducir siempre lo mismo. J ustamente para producir un nuevo sentido, una diferencia, una alteridad, algo tendrá que no estar en su lugar.

Los niños nos enseñan ese mágico encanto de no estar nunca en un solo lugar, de producir lugares diferentes donde reconocerse distinto. Por eso, la infancia nunca encaja del todo en un molde, ni en una escena, pues lo infantil, por serlo, nunca está en un solo lugar. La fijeza en la represen­t ación es lo opuesto a la perspicaz infancia instituyéndose.

El trabajo en niños con problemas en el desarrollo com­prenderá producir en escena sentidos donde no los hay, pro­vocar una pérdida, una falta, para que el acontecimiento (la incorporación significante) realice un nuevo sentido, o sea, produzca un nuevo lugar en tránsito para otro, que no sea el mismo del cual partió (en este caso de la discapacidad encarnada en lo siniestro).

2 Tal como lo plantea Foucault: "Digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido." En este sentido la discapacidad co­mo monstruosidad es fiel r eflejo de la "excepción" que se intenta corregir por todos los medios disponibles. Véase, Foucault, Michel, Los anorma­les, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001, pág. 61.

87

Peleamos para producir sentidos escénicos y que el desti­no no sea el órgano o el síndrome, sino ese transitar que produce la infancia. Sólo cuando para el niño no todo tiene el mismo sentido (el sinsentido) algo puede entonces tener un sentido nuevo y ser sensible a él.

Se tratará de arriesgarnos tanto en el ámbito clínico como en el ámbito educativo y de permitir que el niño se arriesgue a instituir el sinsentido (la ficción, la poesía, la metonimia, la escena, la metáfora) para que algo tenga un nuevo sentido posible.

Nuestro camino no intenta buscar una solución clínica o educativa determinada para los problemas que los niños nos presentan, sino plantear un problema para nuestras solu­ciones absolutas.

Debilidad mental: la presentación escénica

Recuerdo en este momento la supervisión de un grupo de dos adolescentes que efectué en una escuela especial. Ellos estaban realizando un trabajo con su docente, un dibujo para un niño que se iría a vivir a otra ciudad.

Los dos adolescentes estaban calificados como deficientes mentales, uno con un componente motor (parálisis) y el otro con un componente "mental" (debilidad). Sus palabras eran pocas, se remitían básicamente al saludo y algún concepto muy simple y restringido.

La actividad se desarrollaba de la siguiente manera: en el aula había dos velas, quemaban la punta de un crayón y luego dibujaban en la hoja. La docente observaba y los jóvenes hacían el dibujo, que consistía básicamente en marcar rayas de diferentes colores.

Al llegar me incorporo a la mesa y ellos me muestran lo que están haciendo. En ton ces pido una hoja para dibujar con ellos. En ese momento los observé: cada uno estaba en su lugar haciendo lo que la docente le pedía. No se los notaba

88

11ntusiasmados, ni alegres, ni divertidos, ni curiosos, ni inquietos . Ellos siempre en su lugar, hacían el dibujo-rayas Min conmoverse. Estáticos, inmóviles en su posición, repro­ducían en las rayas-líneas la inexpresividad de su hacer. 11;:-;taban donde tenían que estar, haciendo lo que tenían que ltacer. Por un instante, compartí esa opacidad con ellos .

¿Cómo producir un sinsentido en ese hacer pleno, absolu-lo y opaco?

¿Cuál podría ser un disparatado encuentro con algo que los ubicara en otra posición, donde ellos pudieran existir en 11quello que hacían?

¿Cómo enfrentarse a la tristeza de esos haceres sin vida, que los reflejaba una y otra vez en el mismo lugar sin diferencias?

¿Qué podría hacer o decir para que la escena dramática, 11parezca en una gramática representacional, donde ellos y yo nos incluyamos en otro escenario, en otro espejo?

En ese momento, sentado a la mesa con ellos, compartiendo HU hacer desesperanzado, se me ocurrió tomar la hoja que me l 1abían dado para hacer el dibujo y la acerqué a la vela. Los dos ndolescentes detienen sus dibujos-raya, me miran y se mantie­nen expectantes para ver qué estaba haciendo. Su mirada 1 •ntre asustada y sorprendida, parecía detenida, vivaz.

Acerco más la hoja al fuego de la vela y noto que ellos no Haben qué decir. Entonces uno, el que parecía más "débil" dice: "No, no". Yo les respondo: "Si ustedes pueden quemar 1•1 crayón, ¿yo puedo quemar la hoja?" Perplejo, se queda mirando junto con su compañero, sin decirme nada. Enton­ces, acerco la hoja al fuego y empieza a quemarse. Yo me levanto con la hoja encendida gritando: "Se quema, se quema, ¿qué hago?"

Los adolescentes miran a la docente que estaba muda y perpleja como ellos. Vuelvo a gritar: "Se quema, se quema, ¿qué hacemos?" Ellos me miran, uno me dice: "Cuidado, no, i;e quema, se va a incendiar". El fuego iba consumiendo poco n poco la hoja al punto tal, que ya no podía sostenerla y por lo tanto, la arrojo al suelo y la piso para apagar el fuego, quedando las cenizas desparramadas por toda la sala.

89

Se hace un silencio dramático e indudablemente registro que tanto ellos como yo estábamos con-movidos. En ese asombro y perplejidad mutua en la que se encontraban y me encontraba, en ese acto inventado y no calculado, ¿cómo continuaría la escena?

Uno de ellos afirma: "No, no. Con el crayón sí se puede, con la hoja no, se puede quemar todo". Le respondo: "¿Me podés enseñar cómo se hace ... ? Yo no sé cómo se quema el crayón para después poder pintar en la hoja. No me sale, ¿quién me puede ayudar?"

A continuación, uno de ellos me acercalahojayun crayón, diciéndome que lo acerque a la vela. Voy haciendo lo que él dice, pero al acercar mi mano nuevamente al fuego de la vela, lo hago con tensión y rigidez, haciendo temblar mi mano. El otro adolescente exclama: "No tengas miedo, no te va a pasar nada". Me acerca la mano a la vela y con el sostén de su mano en la mía, quemo la punta del crayón y afirma: "Viste, no te pasó nada, ahora pintá".

Empiezo a pintar, a realizar un dibujo de un rostro, yendo de mi hoja a la vela y de la vela a mi hoja. En un momento, al acercar el crayón a la vela, "sin darme cuenta", se derrama cera de modo tal, que apaga el fuego de una de ellas. Los dos adolescentes dicen: "¡No! ¿qué hiciste?" Respondo: "Se apagó la vela y, ¿ahora qué hacemos?" Los dos me miran, miran a la docente y, esta vez, se crea un silencio que conforma una síncopa dramática connotando el nuevo sentido que la escena va adquiriendo.

La docente saca un encendedor con la intención de volver a encender la vela. En ese momento la detengo y les pregun­to a los adolescentes: "¿Por qué no la encienden ustedes?" Uno se pone tenso en su rostro y gestualidad y el otro agitando su dedo dice: "Mi mamá fuma y yo no puedo encender ningún fósforo, eso no ... " La respuesta de él pare­cía automática y podía verse claramente el decir materno en su gestualidad y postura. Respondía allí, desde su plena posición unívoca de débil mental: desde la opacidad obede­cía, comprendía y actuaba.

Sugiero entonces: "¿Querés que te enseñemos a prender

90

In vela?" Se estira en la silla, se tensiona, se relaja, mueve Mii cabeza, sus dedos y finalmente dice: "Sí". Le entrego 11ntonces el encendedor y como si fuera un niño que por primera vez explora un objeto nuevo y deseado, lo mueve pnra un lado y para el otro explorándolo, intentando que 11dga el fuego sin conseguirlo.

Ante esa frustración renuncia, dice: "¡No!" y deja el nncendedor. Entonces le digo: "Como vos me ayudaste a en­l'ender el crayón para pintar, yo te voy a ayudar a encender 11 t vela." Tomo el encendedor con mi mano y juntos movemos la r-ueda del encendedor hasta que se enciende el fuego.

A continuación le acerco la vela y logra encenderla. El oLro adolescente, que hasta ese momento tampoco quería Pncender la vela, me pide hacerlo. Lo hacemos lentamen­te pues está muy tenso, hasta que finalmente lo logra. A los dos se los notaba contentos, distintos, su postura se había modificado y parecía que la escena los iba reflejan­do diferentes.

Al retornar cada uno a su dibujo, la producción comenza­ba a tener más colores, más volumen, sus representaciones tenían entonces más vida. Habíamos construido una escena y un escenario íntimo, dramático, en el cual las posiciones y lugares podían intercambiarse en el imprevisto del impacto, que el sinsentido o el fuera de sentido (quemar la hoja, apagar y prender el fuego) iba produciendo.

En ese clima de intimidad, al verlos pintando, se me ocurre un juego en el cual cuando uno decía "ya", había que pasar la hoja al compañero de la derecha. Entonces, nos encontrábamos con el dibujo del otro compañero, con el cual había que seguir dibujando hasta que el que quería, gritaba otra vez "ya", que era la señal para volver a cambiar la hoja y dibujar.

De este modo, nos rotábamos las hojas y cada uno iba dejando sus marcas, dibujos, líneas, rayas, colores en la hoja que le tocaba. Transformándose en un dibujo de cada uno, pero compartido. Ésta fue la realización que finalmente, en escena, produjimos.

Este hacer escénico transcurría en un escenario que

91

estuvo marcado por el asombro y la sorpresa que las inter­venciones iban produciendo. A partir de ellas, de su impre­decibilidad, los sentidos e hilos escénicos se multiplicaron, marcando una diferencia en su hacer que estaba sucediendo en la experiencia compartida como acontecimiento signifi­cante.

Los dos adolescentes recuperaron su capacidad de asom­bro, lo que les devolvía un efecto en producción, en movi­miento, donde no terminaban de reflejarse en una sola imagen, pues la multiplicación dramática los conmovía, obligándolos a exiliarse de su cuerpo y de sus representacio­nes estereotipadas para actuar de modo diferente en una alteridad plural.

Infancia, alteridad y diferencia

¿Cómo pensar la alteridad, la diferencia y la identidad en los momentos estructurantes de lo infantil y de la infancia?

La experiencia, ese mágico hacer escénico de la infancia, se transforma en una alteridad plural, en una metamorfosis en acto propio del niño, que se asoma y se asombra de lo que él puede imaginar y hacer. Este tiempo del niño es un "siendo" que acontece como acto y lo marca, pero sólo después de la misma realización, en la resignificación de ese azaroso hacer. Justamente es la ausencia del tiempo de la resignificación, lo que marca la experiencia del estere o ti par.

¿Cuál es la legalidad del azar que va siendo y haciendo de la producción infantil el acontecer de la infancia? Tal vez sea ese propio azar, en la multiplicación de espejos reflejan tes y deformantes, lo que marca su esencia temporal de ser suje­to de asombro.

Los niños son seres de asombro. Les asombra todo lo que pasa, lo que entienden y lo que no entienden. Se asombran de un avión, de un auto, de un animal o de un sonido, sienten curiosidad y deseo de saber, y actúan explorando en canse-

92

1·uencia. Así van conformando sus representaciones del cuerpo, del mundo y de las cosas. En este sentido, representar es mediar la sensibilidad, o sea, su asombro.

La infancia es un azar en acto o es la puesta en escena del 11zar asombrado, del asombro como intriga, inquietud y a la vez satisfacción de compartir esa reflexión con el otro. Este 1•ncuentro con lo inesperado de la perplejidad, del acontecer mismo, podríamos denominarlo epifanía de lo dispar. Lo dispar sería una triangulación, algo que rompería el par de lo mismo, la mismidad de la continuidad, y la epifanía sería HU aparición.

La alteridad en la infancia está marcada por la experien­cia escénica plural y polifónica en suspenso, lo que abre la 1-,rrieta para que se despliegue el azar silencioso, que anima y da vida a la búsqueda de un deseo siempre insatisfecho.

Como ya afirmamos en un escrito anterior,3 el niño es el otro del adulto y el adulto es el otro del niño. Él es el otro de uno y, al mismo tiempo, el uno del otro, doble espejo donde se diferencian y se identifican asimétricamente en lo dispar, el adulto y el niño.

En esta complejidad instituyente, en su hacer significan­te el niño no es la búsqueda de la alteridad sino que es ella misma en escena, en suspenso, en suspensión de lo idéntico. A partir de sus huellas, el niño se aventura al despertar de lo equívoco, de la equivocidad, del eco en la diferencia, o sea, a la disonancia que implicará, sin darse cuenta, crear un recuerdo.

En la alteridad y diferencia el niño crea su identidad al reconocer las voces de donde proviene [su historia] . Por eso, apenas puede, no deja de preguntar sobre su origen y su lugar (parentesco, orden familiar). Coloca en escena su ingenioso asombro frente a lo nuevo y comienza sucesiva­mente sus entrañables preguntas: "¿por qué? ¿para qué? ¿qué es?", que lo remiten una y otra vez a un nuevo "¿por

'?" que .... Los ecos disonantes y suspensivos del cuerpo se constitu-

3 Levin, Esteban. La función del hijo, op. cit.

93

yen en la alteridad en escena del niño. Por eso es siniestr que un niño o adolescente intente producir en su estereoti pia la indiferencia. La indiferenciación es la esencia de 1 siniestro, de lo mortal en el cuerpo, es un movimiento qu paraliza, tal vez lo opuesto a la alteridad.

La alteridad del acontecimiento no se puede prevenir anticipar, porque es lo que no está todavía producido sin que justamente se está produciendo en escena. No se pued unificar, pues allí donde se cree tenerlo, se esfuma, huy, de la aprehensión del instante. Se estructura para atrás, sea, en retroceso a partir de lo que, por ser azaroso o in novador, produce la significación de la diferencia.

En el propio desconocimiento del hacer y la experiencia, el niño se resignifica en la diferencia. Al hacerlo, juega co · la alteridad al transformarse y transformar las cosas en otros y en otras. Al jugar, juega el secreto oculto de ser otro. Es astuto, juega la otredad siendo otro, preservándose como1 niño. No es ingenuo, es más bien cauto y mágico.

El jugar su secreto (jugar a ser otro, para ser él como otro) lo lleva a no ser más que él mismo en su equivocidad y encanto. Nos encontramos así con la diferencia del otro en escena, en ficción, en desconocimiento, desconociéndose para re-conocerse en su identidad diferente. En esa fecundi­dad del instante, se enuncia un destino ciertamente móvil y secreto.

En el niño, la experiencia del acontecimiento escénico no está en la alteridad, ni en la identidad, ni en la semejanza, sino en lo imposible de la aprehensión de ese instante, en lo imposible de la totalización y la completud. Es imposible para un niño vivir sin imposibles.4

La niñez nos introduce en ese mundo que, como le es

4 Esta imposibilidad estructurante nos recuerda que todo acto es un acto de lenguaje. En este sentido Austin ha desarrollado los planteas discursivos acerca de los "performativos" como actuaciones de palabra y Lacan, desde el psicoanálisis, lo enuncia de este modo: "El sujeto del acto, es un sujeto que en el acto no está." Continuando así la reinterpretación del sujeto cartesiano a partir del sujeto freudiano, "no pienso allí donde estoy, no estoy allí donde pienso".

94

11\l posible ser superman (o ser aviador, papá o mamá, dDctor)juega a serlo haciendo de cuenta que lo es, alternán­dose en la magia inenarrable del acto creador. Estética de 11na memoria que sólo producirá voces, imágenes y ecos 11n un cercano futuro recuerdo.

Al recordar se diferencia y la alteridad recoge sus frutos t'otno semillas de otros, que conforman el uno de la identidad y el uno de la diferencia. Tal vez, los únicos espejos furtivos y l'ugitivos de la infancia. Fugacidad del instante que lo 110mbra arraigado en el fulgor del acontecimiento, que 1 mplicará siempre una mutación escénica.

El niño es un apasionado por la ignorancia de la revela-rión de lo imposible. De lo imposible por hacer, de lo imposible de experimentar, de lo imposible de decir, de lo imposible de actuar. Por ello no puede vivir sin imposibles o intenta, jugando, representarlos .

En las estereotipias el niño encarna lo imposible de la indiferenciación. Crea dobles imposibles, crea así lo imposi­ble del doble, que sería ser totalmente el otro de su otro (su desaparición), el otro de su acto. Se juega así la locura. Ser loco no es creerse el otro sino serlo, pues si lo fuera en tanto -reencia, seguramente nunca lo será.

La alteridad en escena es cierta revelación de la ausencia. l'or eso el niño frente a la ausencia de su madre, o quien ;umpla su función, crea el objeto y los fenómenos transicio­nales para soportar la hendidura vacía que el otro ha dejado nl ausentarse. Pero, al mismo tiempo y sin darse cuenta, el objeto y los fenómenos lo crean a él y a su madre como diferentes . El rasgo del objeto transicional soporta no la identidad, sino la diferencia, y es por ello que necesita

crearlo.

95

La sensibilidad del niño en las paradojas de la infancia

Para el niño, el espejo escénico representa el mágico engaño de la alteridad: cuánto más cree estar en el espejo, más cree ser un otro que no es. Esta creencia imaginaria enmarca la fragilidad e inestabilidad de las imágenes, las apariencias y las creencias.

Los niños viven engañados, suponiéndose otros que no son. Los adultos se engañan creyéndose que son. El mismo rasgo que los diferencia es el que los unifica, significándolos como otros que son y no son al mismo tiempo. Paradoja imaginaria del espejo y la infancia que se constituye.

La sensibilidad del niño se estructura en estas paradojas de la infancia que nos recuerdan la sensibilidad del artista cuando realiza su arte. Cuando un artista recoge tierra, guijarros o cosas y los ordena y unifica de determinada forma y figura, transformándolos en una obra de arte, allí se empieza a ver lo que antes no se veía. En esa anterioridad estaban como cosas, a partir de esta realización escénica del artista están como representación estética que, como efecto dramático, provoca el goce para la mirada del otro.

La obra de un artista que nos conmueve, nos obliga a ver las cosas que componen la obra (piedras, pinturas, colores , volúmenes) de otra manera, a gozar de otro modo con ellas. Así es como el arte nos permite ver lo no visto por donde se entrecruza la belleza. Somos entonces sensibles a ese hacer artístico que, en tanto inconcluso, nos incluye en su realiza­ción escénica.

Cuando nos encontramos con niños con trastornos neuro­lógicos severos, que apenas pueden producir algunos movi­mientos inestables, o sostener pobremente su postura, o emitir algunos sonidos, somos sensibles a ello e intentamos anticipar de ese límite neurológico, un sujeto que demanda a través de lo que puede hacer. Lo suponemos sujeto y operamos en ese exceso sensible que nos permite comenzar a hacer un lazo.

96

l~sta operación clínica , a la cual somos sensibles, nos p11rmit e considerar de otro modo lo que el niño, en su dtficultad, realiza. Así como el artista nos obliga a mirar lo 1p1e no veíamos en esa belleza evanescente, que convoca 111 iestra mirada como espectador y actor de su obra, el niño t111 su discapacidad nos obliga a entrar en contacto con él y 1ttl con su organicidad, mirando lo que antes no podíamos ver por fuera de ese lazo.

Indudablemente, el artista pone en juego un goce estético q11 c no deja de conformar nuestra mirada, atrayéndonos en 111 sensibilidad del acto creador, transformando la función y

111 fin de la cosa que produce. ¿Podríamos pensar en la existencia de un "goce clínico",

1m la puesta en escena de la sensibilidad necesaria para 11 poner, de un movimiento espástico, de una tensión neuro­

l1'>gica, de una convulsión, de una par álisis cerebr al, de una postura hiperrefleja, una escena y un escenario simbólico, donde se transforman la función y el fin de la organicidad?

Creemos respondernos que es sólo en la suposición de la 11nticipación sensible, en el goce creacionista, donde el Hujeto niño podrá emerger en el encuentro posible con el te­l'<lpeuta, conformando un acto clínico y reconociéndose dife­rente, o sea, por fuera de la organicidad. En la alteridad Lransferencial, el cuerpo podrá ser habitado por la po-ética de la representación.

97

Capítulo 5 LA OTRA NIÑEZ: LOS SUEÑOS Y EL TIEMPO

"Recordar quiere decir meditar lo olvidado" Martin Heidegger

El despertar de los sueños en el niño

Cuando un niño comienza a ser habitado y a reconocerse en las representaciones que él va produciendo, ellas mismas lo producen a él. El pequeño crece desde ellas . Crecer subjeti­vamente es para un niño comenzar a soñar despierto.

En la infancia, los sueños configuran esa mágica y arqueo­lógica travesura que sustrae al niño de su cuerpo, suspen­diéndolo en la imaginación de sus fantasías. Sabemos que el 1:>ueño es la otra cara de la vigilia, el otro lado del espejo. Pero, ¿cuál es más verdadero?

La verdad como estructura de ficción parece desdibujar el límite entre la fantasía del niño y la realidad. De hecho, el ni-1io no para de moverse, de hacer, de escudriñar, de indagar, de preguntar, de ir y venir, hasta que su cansancio lo vence, literalmente cae en su lecho y se duerme. Dormir, caer en la cama, lo retrotrae a estar no estando, sino en sueños.

El sueño relaja el movimiento y el cuerpo silenciándolo, Lornándolo imagen. Eso ocurre desde la más tierna infancia. El pequeño produce imágenes móviles en sus sueños, donde ese movimiento imaginario y azaroso juega su juego. Para­dójicamente, el cuerpo en movimiento se detiene, para que sólo se muevan las imágenes fantásticas de su universo infantil.

99

Caer en el sueño es descorporizarse, dejarse vencer por e cansancio corporal, por la ley de gravedad. La síncopa de sueño establece un tiempo, el hoy, el ayer, la discontinuida y el futuro por venir. Entre el instante anterior y el inapre hensible presente, se estructura lo irreparable del paso de. tiempo en el cual el niño acontece.

En la infancia, el tiempo revela1 y, al hacerlo, diferenci y separa. Al dormir, la conciencia se priva del tiempo y e sueño ejerce su majestuoso reinado ficcional. Al despertar el tiempo oculta y separa, diversifica y abre, a la vez, e camino del nuevo día por recorrer, aquel que llevará al niñ a existir en esa búsqueda del tiempo perdido y recuperad cada vez, en el soñar.

En los sueños, la imagen corporal pone en escena al niñ y, en la vigilia, el niño pone en escena la imagen corporal. Contrapunto ávido y desean te donde se entrecruza la curio sidad chispeante de un niño que arriesga su cuerpo par producir otro donde soñar, anticiparse, suponerse y reali zarse como niño. De ese modo, comenzará a recordar aquell que soñó y que vivió.

El tiempo que pasa sin memoria, por ejemplo en un estereotipia, se precipita más bien en cierto abismo. E abismo de lo no habitado, de lo no memorable. El recuerd se opone a él, como una representación sensible en e espacio-tiempo que se transforma en experiencia-memoria.

Esta experiencia es lenguaje e interpretación, donde el tiempo es un lugar de suceso. Al niño le suceden cosas o él, de algún modo, es esas cosas que suceden, sin saber que están sucediéndole.

Finalmente, ocurren cosas en la infancia que nunca se recuerdan y se recuerdan otras que nunca han ocurrido y, por lo tanto, que sí han sucedido. ¿Puede algo no ocurrir y sí suceder? Por supuesto, pues los olvidos y las represiones conforman inéditos y novedosos sucesos de la historia infan­til de cada uno.

En la infancia como en el tiempo no hay excepciones, 1

En su doble sentido: de develar algo oculto y a la vez de r e-velar, volver a ocultar, a reprimir jugando, creando lo infantil.

100

irreductiblemente termina. Por eso, el tiempo no es sólo del orden de la invención sino de la privación. La infancia, como los sueños, tienen límites que marcan lo irrecuperable e inefable del despertar, que siempre comienza y termina.

Al soñar, el niño se abre al abismo indómito del tiempo, se abandona en la ficción, en ese país del no me acuerdo, se en-1,rega a la irrealidad. Éste es un acto de confianza en las escenas que va realizando y contemplando. Del mismo modo, cerrar los ojos para dormir es un acto de confianza en la creencia de las imágenes y en las escenas de la creencia. l~ntregarse, confiar, creer, creyéndose en ese hacer que le permite relajarse, dormir y dejarse jugar por las imágenes.

La irrealidad es parte de existir en la subjetividad, tal parece ser su condición de existencia. En cierto modo, cuanto más visible se hace la realidad, más se oculta lo invisible del tiempo irreal propio del soñar. De allí que el 1,iempo no sea nunca "transicional", como si pueden serlo el espacio o los objetos que el niño crea para soportar la nusencia materna. El tiempo, como los sueños, no se eligen, suceden como acontecimientos subjetivos, que lo preceden y anteceden en una desconocida dimensión. 2

Las estereotipias no sueñan: duración y temporalidad

Las cosas nos muestran el esqueleto del tiempo, su pasado, lo que queda de una vida, de un planeta, lo que fue, de lo que

2 Recordemos el decir freudiano acerca del ombligo del sueño como lugar de desconocimiento. "Aun en los sueños mejor interpretados es preciso a menudo dejar un lugar en sombras, porque en la interpretación ;;e observa que de ahí avanza una madeja de pensamientos oníricos que no se dejan desenredar, pero que tampoco han hecho otras contribucio­nes al contenido del sueño, el lugar en el que él se asienta en lo no conocido". Freud, Sigmund, "La interpretación de los sueños", Obras Completas, Amorrortu Editores, 1986. Sobre esta temática sugerimos: Zambrano, María, Los sueños del tiempo, Madrid, Siruela, 1998.

101

pudo ser remotamente como organismo vivo, muerto artificial, pero, ¿qué es ahora? Tal vez sea sólo lo que qued del tiempo, o sea, la duración.

La duración nos remite a las estereotipias de la infancia· sucediéndose. La estereotipia sería así una relación si tiempo, una duración sin temporalidad. Como las cosa dura por su consistencia real, como la piedra, la roca, e suelo. ¿Cuál es la consistencia de las estereotipias?

La consistencia radica en la propia identidad de la reite ración holofraseando lo sensoriomotor como presencia d una sensibilidad evanescente. El movimiento estereotipad consiste (existe), en esa pura presencia en movimiento que s reitera, una y otra vez, de nuevo en lo real de la cosificación.

El niño al estereotipar, lejos de estar sostenido en 1 mirada, en el toque, en la palabra o en el decir del Otro, qu en su melodía conforma silencios, pausas, gestos, ausencia por donde se entrelaza el nacimiento de la sensibilida subjetivada y amarrada a ese amor, se sostiene en cambio e esa duración sin lugar y sin tiempo, coagulado en un estatis mo obscenamente indiferente. Vivir, en estos casos, e quedarse en la duración sin destino.

La duración no transcurre sino que sigue, sigue siempre en el mismo sitio monótonamente. El niño en su estereotipia instituye un pasar que dilata y absorbe toda subjetividad posible. Es una duración desierta y uniforme, carente de articulación y diferencia, no despierta a la temporalidad del acontecimiento, al movimiento de la sucesión temporal del acontecer infantil, queda fijado a un instante inapelable.

La estereotipia en el niño es atemporal, sólo dura en un movimiento inmóvil, pues no tiene tiempo. A diferencia de un sueño que inmoviliza el movimiento a través de las imágenes, la estereotipia inmoviliza los gestos y mueve el cuerpo para durar en la monotonía imposible de lo mismo. Ella es inmediata e inmanente, designa lo real y marca la ausencia de sujeto.

Soñar implica cierta representación del tiempo y del espacio, como bien lo desarrolló Freud, la censura, el olvido y la represión delimitan en el sujeto la posibilidad de que sus

102

l 1nágenes sueñen sin tiempo. ¿Es posible comenzar una vida

11in sueños? En la creación mágica de sus mundos imaginarios, los

11 i11.os nos dan la respuesta, ya que la realidad comienza en 1d Otro, en la diferencia, en la alteridad y, con ella, en las t1 11 cesivas discontinuidades de sus territorios indómitos, donde suceden las fantasías, los sueños y las maravillas.

Cuando a través de la construcción de un lazo escénico podemos introducirnos en la reiterada estereotipia del niño, 11 os damos cuenta de que parece surgir una discontinuidad, 11 na disarmonía, que viene a romper la monótona duración de la corriente estereotipada. Alguna muesca, algún detalle 11contece del orden de la diferencia que rompe la identidad de la duración, creándose una pequeña ventana donde vislumbrar otros espejos.

Abrir esa nueva ventana escénica no deja de sorprender-11 os y extrañarnos, es cierto despertar que compartimos con ol niño. No es un despertar a algo que iba a suceder o a una in.eta a la cual se quería llegar, sino que, el niño y nosotros, l"rent e a la perplejidad de lo inesperado, despertamos de la 1miformidad del tedio. ¿Podremos arriesgarnos al desafío del despertar de lo nuevo?

Cristina, una muñeca estatua de una sola imagen

l ~ecuerdo el caso de Cristina a quien me tocó supervisar cuando ella tenía 12 años. El diagnóstico neurológico afir­maba: parálisis cerebral con ataxia. Presenta movimientos (\stereotipados del cuerpo, principalmente balanceo bilateral de tronco. No habla y demuestra poca intención comunicativa.

El motivo de la supervisión era la escasa comunicación, HUS estereotipias recurrentes, su inmovilidad (se quedaba literalmente inmóvil como una piedra) , la poca participa­·ión "social", no tenía nunca iniciativa para nada.

103

- ·-

Cuando la veo por primera vez Cristina parece una muñe-· ca inexpresiva, como si se hubiera congelado en una imagen., Apenas mira, sus movimientos son extremadamente lentos., casi no se mueve, no habla, no tiene gestualidad y, po momentos, se balancea inclinando el peso del cuerpo en un y otra pierna. Tengo la imagen de una estatua, que se; balancea estando siempre en el mismo lugar.

¿Qué hacer con Cristina? ¿Dónde está su deseo? ¿Cóm transformar ese movimiento estático, esa inmovilidad dete nida en un gesto significante? ¿Cómo intervenir en la este reo ti pia "sensoriomotriz"?

Cristina en su estatismo se detiene mirando algún objeto, o alguna cosa. ¿Ese objeto la mira a ella o ella mira al objeto? ¿Ella se proyecta en un objeto? ¿Ella es esa cosa que mira desde donde ella se ve? ¿Ese objeto es ella o ella es ese objeto?

Cristina encarna en su vestimenta y en su estatismo una imagen de muñeca estatua. Paradójicamente, no llega a ser, un juguete. Los juguetes están investidos de amor, so objetos que se producen al mismo tiempo que son produci­dos, al producirlos el niño se produce en ellos, se crea en ellos y, por eso, están investidos de esa corriente libidinal que los transforma en objetos simbólicamente imaginarios, con los cuales el niño se refleja diferente, formando parte de su espejo, siendo representaciones.

Cristina parece toda ella investida de un lenguaje sin tiempo, que queda anquilosado en su cuerpo ritual, muñeca estatua de una sola forma, de una sola imagen. ¿Cómo sería una estatua que sólo tuviera una forma o una imagen desinvestida de otros?

Cristina se desliga del otro como sujeto, ligándose al otro como objeto que mira sin ser mirada. En esa imagen inmóvil, se encarna el tedio imposible de la cosa sin luz.

Todas estas imágenes se me impusieron al encontrarme con Cristina, al intentar reflejarme y encontrarme sin reflejo en ella, sin mi imagen en su mirada, me encontré en el atolladero de mirar a alguien que al mirar no me miraba, que al verme no me registraba y entonces ... no podía yó registrarme en ella, azorado me quedaba sin espejo.

104

¿Es que mi espejo se fragmentaba al no mirarme ni ser mirado en el otro? Recobrándome de ese efecto de implosión imaginaria, procuré encontrar alguna ventana donde sus ojos descubrieran una luz, una imagen no idéntica, ni Hemejante a lo mismo, tal vez algún detalle que me diera una pista .

Cristina se detuvo frente a un gran espejo que había en el consultorio, mirándose en él, se inmovilizó. No había nada que mediara entre esa superficie plana pesada y su cuerpo, la mirada parecía consumirse en el espejo y el espejo consumirse en Cristina. En esa nada permanente, consis­tente y fija, sin duda, estaba Cristina.3

Ella se fusionaba al espejo holofraseándose en él. Fue Pntonces que empecé a hablarle a la imagen de Cristina que d espejo reflejaba, diciéndole: "Hola imagen, ¿cómo estás?" Cambiando de voz, la imagen me respondió: "Estoy muy bien, reflejándola a Cristina, ella me mira y yo la miro, nos quedamos así mucho tiempo mirándonos" (yo encarnaba la voz de esta imagen como si fuera un títere, la vida de él era la voz que yo entonaba).

Entonces yo le respondo a la imagen-títere: "a mí me gusta mucho jugar y dibujar, ¿puedo dibujar-pintar con marcadores una nena en tu espejo?" A continuación la imagen me responde: "dale, qué buena idea, yo quiero". En 1•se momento yo estaba mirando la imagen de Cristina con quien hablaba, entonces giro y dirigiéndome a ella le pre­gunto: "Cristina, ¿a vos que te parece, pinto una nena en el <'Spejo? Tu imagen quiere". Cambiando de voz, como si fuera

3 Indudablemente Cristina se ve, el problema es que no puede diferenciar el espejo del ojo. Ella es objeto y sujeto de la visión anulán­dose a sí misma. En el fondo no mira nada, en tanto ella se ve en una 1•structura binaria sin mediación. Al decir de Alexandre Koyre refirién­dose al concepto de absoluto (ungrund) de Jacob Boehme: "El deseo, decimos, se vuelve para sí mismo. Pero, en verdad, él no se encuentra. Él He persigue eternamente, se cierra en sí, sin poder aprehenderse. Él es un ojo lleno, opaco e impenetrable para sí mismo." En la opacidad del nRpejo, Cristina se engendra a sí misma sin apariencia, sin velos ni virtualidad. Véase Koyre, Alexandre, La filosofía de Jacob Boehme, l'nrís, Vrin, 1979.

105

la imagen exclamo: "Sí, yo quiero", volviendo a mi voz, l miro a Cristina y vuelvo a preguntarle: "¿Vos querés, Cris tina? La imagen y yo queremos".

En ese instante adviene un tiempo silencioso, para m expectante, en pausa interrogativa, luego del cual Cristin desvía los ojos, me mira y comienza a balancearse, entonce interpreto ese movimiento como gesto, como una afirmació y digo: "¡Qué bueno, vos también querés!".

Tomo un marcador y lentamente, mirando a Cristina y a espejo, comienzo a hacer y dibujar en él unos ojos, una nariz una boca, una cara y, al mismo tiempo que la voy dibujando hablo de lo que estoy pintando. Al dibujar, como un cuento voy contando lo que hago, mirando a Cristina, hablándol a ella y a su imagen. Hago un redondel que empieza transformarse en una cara, luego otro que se transforma e un ojo y así, cantando, afirmo: "pero le falta la nariz que hac siempre achís, achís".

Noto que Cristina comienza a reír y creo distinguir, en es risa, su entusiasmo por el dibujo que estábamos producien do. Construíamos una escena y un escenario en el cual, tant ella como yo, podíamos reflejarnos diferentes. En ese hace escénico-discursivo Cristina se encontraba distinta, su ima gen no parecía la misma y yo me encontraba en esa opera ción de ligadura, produciendo ese puente simbólico qu anudaba lo real de la imagen en una investidura represen tacional, donde también yo podía reflejarme por fuera de. ritual.

¿Qué era en esa escena el espejo? ¿Un papel dond dibujar? ¿Un dibujo que hablaba? ¿Una diferencia con s imagen? ¿Una nueva superficie de proyección?

Cristina, claramente sonreía, estaba atenta al dibujo y lo que yo iba diciendo. Entonces exclamo: "Uy Cristina, ¿y s ' le colocamos un nombre al dibujo ... ? Porque es una nena Ella sigue riéndose y me mira, lo que interpreto como una afirmación. Entonces digo: "Bueno, preguntémosle a la nena ¿cómo te llamás?" Con otro tono de voz como si fuera el dibujo que acabábamos de realizar, respondo: "Me llamo Mónica, ¿y ustedes?"

106

En ese momento se produce un espacio de silencio que considero escritura!, pues se acompaña de miradas entre Cristina, su imagen, el dibujo (Mónica) y yo. Ese silencio musical es una síncopa que nos permite continuar la escena, i-;on esos instantes difíciles de describir; donde se produce una cierta intimidad (¿transferencia!?) en el escenario que nos invoca y nos demanda una respuesta escénica.

Seguidamente, entablamos un diálogo entre el dibujo­personaje-Mónica, Cristina y yo, compuesto de exclamacio­nes, ruidos, movimientos, gestos, que van configurando la existencia de Cristina en un espacio, donde ella existe mirándose en el otro que no es ella y que le posibilita ir diferenciándose de su posición de muñeca-estatua gozante.

La supervisión continúa conversando y reflexionando con la terapeuta y el equipo que trabaja con Cristina, en función de cómo ir enriqueciendo, mediatizando y diferenciando el ritual fijo y unívoco que encarna Cristina a partir de los detalles de la propia estereotipia ritual que ella produce.

Cristina es su ritual estereotipado, ella existe (insiste) ficazmente en lo real, como imposible objeto de un goce

inexpugnable. Al introducirnos en él acortando ese goce, generamos un corte, una mediación posible, donde ella se re­conoce diferente a partir del nuevo espejo que podemos propiciar, en tanto acontecimiento subjetivante.

En una entrevista con los padres, comentan que están preocupados por el futuro de Cristina. Ellos relatan que hace aproximadamente 8 meses, sólo se duerme si pasan el video de Xuxa. Si intentan no hacerlo grita, hace un escán­dalo hasta que finalmente logra que coloquen el video. Los padres afirman: "Ella así nos domina a todos, tenemos que hacer lo que ella quiere, la única forma de dominarla es darle los gustos si no nos vuelve locos, hace mucho escándalo ... Entonces repetimos siempre lo mismo, para dormirla se duerme con el video ... es siempre el mismo, ése es el único con el que se duerme."

¿Cómo crear una diferencia en el discurso parental y en la posición que ocupa Cristina en la familia?

Trabajamos con los padres, procurando comprender lo

107

. l

que le pasaba a Cristina y la situación sin salida en la que todos se encontraban si realmente lograba (cosa que hacía) dominarlos con sus gritos y escándalos. De ese modo, comen­zamos a pensar en cómo podía participar el padre en esta puesta de límites, ya que aparentemente no lo hacía y dejaba esa función sólo a la madre, que tampoco podía realizarlo .

Los padres angustiados, preguntan qué pueden hacer a la noche con el problema de la dormida y el video. Surge entonces la posibilidad de incluir en el mismo video que Cristina demandaba otras imágenes (otros espejos), o sea injertar en ese video otro que rompiera la misma imagen de siempre. También hablamos de la posibilidad de incluir otros videos, con la intención de romper la inercia del estático ritual establecido para la dormida. Finalmente, terminamos la entrevista reflexionando sobre lo dramática que resultaba para ellos la actitud dominante de Cristina y cómo ella manejaba todo el clima familiar de la casa.

Lo real del tiempo en el campo de lo otro

La estereotipia no es neutra, es una oscuridad sin fondo, que tiene peso en el sentido de que no se sostiene en la imagen o en la representación sino en la percepción, en la presencia perceptiva sin virtualidad, en la imagen real de la percep­ción. Es un peso que podríamos denominar ontológico, pesa y cae, al caer se deshace como representación y gesto, anudándose desde allí como reiteración de la in-diferencia.

El bloque indiferenciado de la estereotipia se opone al tiempo. El tiempo es una sucesión de instantes separados entre sí por un imperceptible vacío. ¿Qué es ese vacío? Es la ausencia del instante que marca o enuncia uno nuevo. El vacío de un instante, marca el inicio de otro, más bien de una sucesión, de un espacio diferente.

Rescatamos ese tiempo vacío y espacial como un polo

108

Hilencioso por donde el instante pasa, olvida, memoriza y rompe así la duración del momento, quiebra la atemporali-dad tornándolo territorio temporal.

El instante presente, la sucesión instantánea no se detie-ne, m ás bien pulsa e impulsa la pulsación repetitiva de la difer encia. El vacío del instante enuncia el puente de la su­cesión, que abre un espacio posible para el despertar subje-

tivo. La pura presencia perceptiva de la estereotipia se enmar-

caría en la atemporalidad de la opacidad. Lo siniestro de ella l'S la indiferencia de la duración, sin incidir en su historici­dad, ni en su sensibilidad. Por eso no duele la estereotipia ya que es un movimiento sin ayer.

En nuestra clínica, y en el ámbito de la escolaridad especial, nos encontramos con niños que realizan la estereo­lipia sin detenerse todo el tiempo, giran, suben y bajan un escalón, se balancean, gritan, aletean con sus brazos y manos , mueven la cabeza sin rumbo, agitan su cuerpo y, sin embargo, en esos movimientos corporales desenfrenados no hay tiempo ni espacio, ni registro de dolor, sino puro goce

funcionando. El niño así, en su estereotipia, desprendido de la sensibi-

lidad, de su corporalidad, de su erogeneidad, de su imagen, navega sin brújula, pasa sin tiempo, dura sin espacio. Desprendido y defendido del campo de su sensibilidad el niño no es su cuerpo, ni su espacio, ni su tiempo. Es la reiteración, el aparato perceptivo que funciona sin imagen del cuerpo, sin mediación de la dialéctica ausencia-presen­cia, sin ese polo significante que marca la diferencia y el puente entre lo sensitivo y lo motor de la representación.

La repetición y el automatismo del movimiento corporal sin sensibilidad son efímeros en su esencia y se desvanecen por lo real de su peso, de allí la fragmentación y la constante necesidad reiterada, que se reproduce permanentemente.

E sta reiteración es la que termina conformando una imagen real que, en tanto tal, no sólo no tiene representación simbólica o imaginaria, sino que necesita mantenerla siem­pre colmándose de goce en el mismo lugar. A esa zona en

109

movimiento, pero inmóvil en su tensión gozosa, la hemos denominado "zona de goce". 4

El niño estructura la motricidad alrededor de esa zona gozan te, a la cual queda totalmente librado sin respiro y, por ello, su desenfrenado movimiento e indestructible tensión corporal. Justamente es lo opuesto al jugar de todo niño ya que, en él, el pequeño es sensible en la sustancialidad, en el desbordamiento y el disparate de su oscilación errante.

El campo ficcional es por cierto inasible y diríamos sin fijeza argumental o contenido lineal. Sin embargo, ese artificio deja huellas, marcas inasibles pero sensibles a su historicidad singular. Estas marcas de afecto amoroso pro­vocan el ensanchamiento del instante, el vacío, el espacio inenarrable que crea un posible recuerdo, que no es ni más ni menos que una aventuresca historia.

En el contrapunto que estamos procurando establecer, la estereotipia del niño es un tiempo sin realidad, en contra­partida con la realidad sin tiempo del universo infantil. Por eso para los niños es tan difícil comprender el tiempo y viven ese efímero instante del devenir, ávidos de vida, de creen­cias y de sueños.

Al soñar, el niño acaba realizando la realidad sin tiempo de sus fantasías y es por ello que muchas veces, también, se despierta, pues la censura del dormir (lo que posibilita el sueño) no es prolija y falla. He allí la pesadilla. En esa situación, el niño despierta y llama al Otro (generalmente sus padres) para que re-aseguren su imagen y al hacerlo, poder volver a dormir, o sea a soñar, a imaginar, a realizar lo imposible ficcionalizado y fantaseado en sueños.

El sueño se parece al jugar, ya que es en esencia sensible. Siempre se parte de la sensibilidad que, al dormir, le permite enunciarse realizándose como fantasía soñante inconsciente.

Así como el niño puede jugar un juego, pues al realizarlo él sabe siempre que es de mentira, al soñar, en esa "realiza-

" Nos referimos a esa zona del cuerpo que no ha devenido zona erógena pues el circuito pulsional no funciona como tal. VéaseLa función del hijo, op. cit.

110

ción de deseo", el niño necesita saber que al hacerlo está soñando, o sea, que no son de verdad. Lo que el niño no sabe es que ese soñar y ese jugar son mentiras verdaderas.

La estereotipia, en su indiferencia, es la realización de la imposibilidad del jugar y del soñar. Esa insensibilidad lo hace pasar, durar en el tiempo sin congoja, sin verbo, sin olvido y sin pasado. Es un tiempo en un abismo de cristal que, en cualquier momento, puede caer y fragmentar sin llanto.

El tiempo en lo real de la realización del niño es un fragmento siempre igual, detenido en una secuencia atem­poral e irremediable, un acontecer sin ser, irreverente y t anático. No es un tiempo vivido, pues eso implicaría cierta hilación; es más bien un tiempo desligado, en descomposi­ción. Descomponerse en su inercia destructiva, en su carác­ter certero y absoluto, fija y congela la temporalidad.

La estereotipia en fa infancia implica un tiempo desinte­grado de sí, dilapidado, desligado del Otro y de la otra realidad. Por lo tanto en su anonimato, en su ritmo inacce­sible, es el más fiel movimiento del desamparo, del desvali­miento desolado. El niño, al estereotipar, crea un sistema lineal, unidireccional de equivalencias y conexiones pero sin reversibilidad, ni intercambio simbólico.

El tiempo, en lo que hemos denominado lo pre-especular (niños que no han construido su imagen corporal), es como el agua que se desliza sin pausa, inmutable, sobre un plano inclinado, liso, pulido, sin borde, ni legalidad que limite su recorrido. No hay vacío, no hay vacilación, no se soportan obstáculos. Restringido a la seguridad de su cauce, confina­do a él, se consume a sí mismo en el ritmo obligado del agua.

En este registro temporal, la estereotipia produce la usura del tiempo. No es un estado de reposo sino de tensión por provocar lo mismo siempre, la pura anulación de la diferencia que camina por el abismo de la duración.

Nos planteamos intentar desbordar la duración, para encontrarnos con el niño. En este desbordamiento el tiempo comenzaría a ocupar un terreno posible, creándose un nuevo espacio donde podría desear, anhelar lo que, como encuen­tro, se transforme en puente y entrada a un nuevo lugar.

111

Desear es tiempo. En ese anhelo subjetivo se engendra la temporalidad donde el niño existe. A partir de ese instante fecundo, de ese irresistible anhelo, en ese vaivén escénico se podrá estructurar la dimensión subjetivante del tiempo del deseo.

Es en ese escenario de la infancia donde el deseo acontece y el sujeto, en su incesante búsqueda siempre insatisfecha, se coloca en escena. Es un hacerse sujeto a través de su deseo abriendo las puertas de una nueva invención en su histori­cidad.

En esta nueva dimensión del acontecimiento surge la apropiación; desear implica, en ese hacer significante, apro­piarse y, de este modo, aprehender en ese acto de saber subjetivo.

El niño al anhelar apropiarse del Otro y de lo otro, sin darse cuenta, se produce él en un acontecimiento que tendrá valor en él después de la resignificación.

El pequeño busca en el presente, es curioso, vivaz al realizar esa búsqueda, juega buscando o buscajugando, crea artificios y ficciones para continuar indagando, indagándo­se en ellos. Al hacerlo en escena, produce lo insólito, se desborda y, en un misterioso encuentro, produce formas, imágenes, sonidos, donde re-presentarse y re-conocerse.

Para el niño aprehender es jugar a buscar, a curiosear, incorporando su deseo de apropiación y reconocimiento en ese mágico anhelo de pintar, garabatear, construir, desorde­nar, desarmar, armar, crear, fantasear, desbordándose en la avidez móvil de las imágenes y los símbolos para, en algún singular momento, detenerse en el marco, en el borde que lo con-tiene.

Para la niñez, la rapidez e inestabilidad de las imágenes es siempre irritante. Por eso es necesario detenerlas, colo­carles el borde para que el presente del inestable instante se "materialice" en un pasado, en una memoria donde asentar­se, resignificándose para proyectarse en un futuro, en nue­vas búsquedas que van dejando formas donde, al reconocer­se, no deje necesariamente de desconocerse.

112

La metamorfosis del tiempo en e l niño que juega

Parecería que el tiempo chispeante, ambiguo, evanescente y en metamorfosis de la infancia, se estructura en síncopas, t>n silencios, en escansiones, en sucesiones. Estos tiempos instituyentes del universo infantil le permitirán al niño recordar y olvidar, recordándose finalmente en ellos.

Cuando un niño no puede apropiarse del tiempo, no crea su historia y puede producir la estereotipia, la duración indefinida, la producción de un pasar sin tiempo ni histori­cidad . El estereotipar, carente de toda temporalidad, produ­ce la siniestra indiferencia, la atemporalidad del puro pre­sent e. La estereotipia es una producción en lo real.

La vida del niño es una continua aparición de lo nuevo o de lo porvenir. Es un movimiento en escena, en tránsito, en Lrayecto. Es un haciendo de su pasado un presente; de este modo, se coloca en el escenario actuando y proyectando su [uturo. Deviene así, el tránsito de lo infantil, constituyéndose.

El presente actual del niño es ese hacer experiencia!, que se hace, que se representa en escena en el cual recupera su pasado articulándose en un "todavía no". Se anticipa así un futuro en un pasado; deja entonces de ser presente para Lransformarse en una continua aparición, lo que los gran­des, adultos, no nos cansamos de afirmar que es la realidad y los niños no dejan de contestarnos que es de mentira.

Cuando un niño logra dormirse, se abisma en el sueño sumergiéndose en él. ¿Es que él se sumerge en el sueño o el sueño se sumerge en él? Irresoluble paradoja del soñante, del sueño y las imágenes.

A los niños generalmente no les resulta nada fácil dormir-se ya que, como lo puntualizó Freud, la oscuridad, la soledad y el silencio conforman una trilogía donde nace la "inquie­tante extrañeza"5 ligada a la angustia y las fobias infantiles.

5 Freud, Sigmund, Inhibición, síntoma y angustia, op. cit . y Assoun, Paul-Laurent, Lecciones psicoanalíticas sobre la fobia, Buenos Aires, Ed. Nueva Visión, 2002.

113

Imaginemos al más pequeño en el silencio de la noche, atrapado en la soledad de su cama y devorado en la oscuri­dad de la penumbra. Tal vez, en esa confluencia, tiene cabida el espacio y tiempo del miedo inconsciente que tanto inunda el trayecto infantil.

Al dormir soñando, el cuerpo del niño se reabsorbe en un movimiento que, mágicamente, disminuye a medida que el sueño se expande inundándolo todo. La respiración se len­tifica, el cuerpo se relaja e imperceptiblemente los movi­mientos se balancean, se mecen hasta detenerse. en silencio. Sin duda que en ese esencial y seductor ritmo escénico, los músculos se distienden tornándose más hipotónicos; los músculos laterales del tórax acentúan su movilidad hacia adentro y hacia afuera, y el cuerpo se acomoda en una postura sensible para dormir.

Detengámonos en ese sutil balanceo que la madre realiza con su bebé para que pueda dormirse, para invitarlo a soñar. Es un movimiento rítmico, estético si se quiere, muchas veces cantado y danzado por ella para él. Es un baile seductor, que ese Otro le dedica al bebé para que, al ir durmiéndose, se acunen mutuamente.

Paradójicamente, para dormir al bebé se lo mueve, se lo mece, se lo acuna balanceándolo en ese movimiento curvilí­neo, que se detiene en el Otro. Éste le demanda amor en el gesto escénico y el bebé le responde, introduciéndose en él hasta dormirse.

Vemos cómo, desde el origen, la génesis de lo denominado "sensitivo-motor" queda anudado y atravesado por esos estados de vigilia y sueño conformados por el Otro-adulto, que los transforma en lenguaje y experiencias significantes, donde al mismo tiempo que el niño se reconoce al despertar, se desconoce cada vez al dejarse soñar por sus sueños. Finalmente despierta, soñándose en ese silencioso movi­miento.

Al jugar (como al soñar) el niño viaja, viaja a un mundo imaginario y desconocido. Jugar es viajar a otra parte, a un lugar extraño. Extraño aunque ese jugar sea conocido y familiar. El jugar sobreviene en la escenificación misma que

114

HC va realizando de modo azaroso y errante. Así se impone cm su evanescente pero sensible y efectiva realidad.

Ese viaje encantado y mágico, sin caminos prefijados, se le impone al niño sin elección posible, he allí la extrañeza de Lransitar un territorio hechizado de imágenes, palabras, acertij os y afectos inesperados.

6

Los niños al jugar ficcionalizando están "fuera de sí", ése es el extravío y la magia de creerse otro o de transformar una :osa en otra, un juguete en cosa o una cosa en juguete. Sin darse cuenta pasan un umbral, un dintel, una puerta; y si han quedado adentro, quieren salir para saber que hay allí y si quedaron fuera, quieren entrar por el mismo desconoci-miento por el cual salieron.

Para el niño jugar es un viaje mágico donde él es su propio y extraño viajero, cautivado y enajenado al Otro que lo causa. El pequeño juega sus secretos fuera de sí, abriendo y cerrando las puertas de la magia y las creencias. Procura así, sin saberlo, hacer "su vida" y para ello, juega lo que menos sabe y menos puede, juega a ser grande. Al jugar el

6 Como le fue ocurriendo a Alicia en la perplejidad del maravilloso país que creó Lewis Caroll. Alicia en su fantasía se encoge, se agranda, se transforma en el inefable anhelo de alcanzar aquello que aún no existe. Ella elige salir de la costumbre cotidiana y se zambulle en la otra realidad en la cual, casi siempre, es posible regresar aunque al volver nunca es la misma. Desde la literatura, esa zona libre y disparatada se denominó: "nonsense". En ella la fantasía juega con países imaginarios y palabras inventadas. Edward Lear fue uno de los iniciadores al introducir en 1846 los "limerick" (composición de cinco versos en que el poeta desafía abiertamente toda convención).

Por ejemplo: "Érase un viejo en edad tempranera Arrojáronlo dentro de una tetera; Mas vuelto con el tiempo orondo, Quedóse para siempre en el fondo, Toda la vida dentro de la tetera."

Lear, Edward,Disparatario, Barcelona, Ed. Tusquets, 1984, pág. 85. Caroll, Lewis,Aventuras subterráneas de Alicia, Barcelona, Ed. José de Olanieta, 1997. Véase Montes, Graciela, El corral de la infancia, México, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2001. Larrosa, Jorge y Pérez de Lara, Nuria, Imágenes del otro, Barcelona, Ed. Virus, 1997. Gabilondo, Ángel, La vuelta del otro, Madrid, Ed. Trotta, 2001.

115

niño se humaniza siendo su propia escena, al escenificarse jugando.

Un cierto vacío es lo que paradójicamente constituye la sede de ese hacer ficcional. Vacío que no se llena nunca, apenas si se recubre en nuevas y seductoras envolturas, donde el niño se sumerge aventurándose a dimensiones desconocidas y, al mismo tiempo, a descubrir.

Acertijos del deseo de jugar en juego

El persistente vacío es lo que le permite al niño crear, pensar y representarse diferente. Sin él no podría arrojarse a jugar, a abrir las compuertas para ir a escenificar. Al h acerlo, el niño vive sus juegos y fantasías intensamente. Freud acota­ría, como lo hacen los artistas y poetas.

Al entrar en la creación escénica del jugar en la infancia, nos damos cuenta inmediatamente de que ella tiene una pulsación deseante, un ritmo afectivo de producción de enigmas que avanza, crece y decrece, como las olas marinas y más aún: la intensidad puede compararse al de las mareas.

El niño ignora el deseo que lo pulsa a jugar haciendo y a hacer jugando; pero al mismo tiempo ignora la naturaleza y contextura de lo deseado. Es una agitación deseosa que lo impulsa a ligar, a anudar produciendo nuevas olas que lo inspiran a continuar representando.

Ese pequeño desconoce la causa y el porqué de su deseo, de esa genialidad que él crea.Justamente por ello, es desean­te y deseando construye una cosa, un objeto-juguete cuya función no sólo es re-crear su historia, sino aportar una representación simbólica e imaginaria, una mascarada, un espejo, tal vez un laberinto, frente a lo irrepresentable de lo real que lo aqueja.

Al colocarse en escena jugando, irrumpe el sin-sentido, que no es algo que el niño elija o decida sino que, por el

116

contrario, es algo que se le aparece, con el cual se enfrenta, se encuentra. Esa irrupción afectiva choca con él, va deci­diendo por él, es del orden de una epifanía sensible, ya que es de acuerdo con lo que siente que el niño hace. Hace lo que siente, lo que le aparece, porque está jugando y no racionalizando en ese hacer.

El artificio y la ficción generan ese espacio de epifanía, donde el niño hace lo que siente y siente lo que hace. Por eso los niños aman lo que no saben y son apasionados por la ignorancia. Al inventar, el niño inventor se metamorfosea en inventado, por el mismo invento que crea.

La experiencia del jugar en escena, sin embargo, implica necesaria y estructuralmente su propio fracaso, ya que nunca el niño llegará a ser del todo batman, policía, maes­tra, o el personaje que esté representando. Si en algún momento se unificara el "como si" escénico con el "sí" del sujeto, el personaje con el niño o el niño con el personaje, en ese instante, no estaría ya jugando, sino actuando sin ficción, sin mascarada, sin marco simbólico. El niño no podría jugar a ser, pues directamente sería, rompiendo así el fundamento mismo de la experiencia significante del

juego escénico.

ESQUEMA A

Cuerpo Sí (Imagen del cuerpo)

Como si

117

Si el niño juega a ser super-héroe, aviador, profesor, médico, es porque le es imposible serlo. Esta imposibilidad genera la posibilidad de representarlo, de colocarlo en la experiencia escénica. Al haber la imposibilidad, esa nada imposible, el niño hábilmente procura llenar y recrear el vacío en ese mundo que, total, es siempre de mentira (verdadera).

Podemos enunciar una escisión fundamental entre lo imposible y lo posible como ficción, experiencia y artificio, que marca la periodicidad dialéctica de la infancia y lo infantil en cada sujeto.

Los niños dignifican una dinastía bajo la cual lo imposible es posible. Donde ellos reinan, se permite la aventura. En ese mundo existe esa indómita voluntad. 7

No siempre el niño juega a los juegos de sus deseos. A veces, lo lúdico responde a un proyecto, a un designio, a un pensamiento, a un ideal, a una finalidad o a una defensa, de­fendiéndose del juego del deseo, de esa irrupción afectiva de lo insólito e inesperado del acontecer que se sucede.

Sonjuegos, escenas, donde el niño no se arriesga demasia­do a perder la forma, el nombre, la estabilidad, la imagen. No puede hacer uso de la imagen corporal, pues ello impli­caría perderla para dejarse llevar "fuera de sí'', fuera de su cuerpo y entonces recuperarla en otro espacio. Pero este "precio" (el de la "inquietante extrañeza"), no todo niño puede o quiere pagarlo. De este modo, el juego del deseo permanece oculto, reprimido en su esencia, impermeable a la realidad escénica.

En la infancia, los síntomas enmarcan esa realidad esen­cial que ellos, en su imposibilidad y temor, pretenden ocul­tar, sólo que, al intentar ocultarla, paradójicamente, más la ponen en juego, más la dan a ver. Por ejemplo, en los sín­tomas escolares, corporales, psicosomáticos y psicomotores.

; La voluntad de la aventura nos recuerda la fuerza épica e irrefrena­ble de Don Quijote de la Mancha. Como él mismo dice: "Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible." Véase, José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Madrid, Ediciones Revista de Occidente, 1975.

118

El niño edifica sus síntomas para mantener su posición en un único lugar, en el cual secretamente demanda al Otro y es eso, lo que repite en los juegos, donde no se arriesga a soñar, a ficcionalizar, a experimentar, a crear, a desbordar­se para abrir la puerta, donde otro borde inédito acontezca. Pues hacerlo implicaría poner en escena el vacío esencial donde surgen la ficción y el deseo de jugar. Ante esta realidad irreal, quedaría entonces estupefacto.

Pero, ¿qué ocurre con ese vacío indescifrable del origen de la creación y el artificio? Justamente en estos niños, el vacío se presentifica como horror imposible. Ante ese vacío nadi­ficante, ante esa epifanía terrorífica el niño se detiene, se coagula en su esquema sintomático, se angustia. El cuerpo h abla así de su miedo angustioso, encarnándose en él. Detenido frente al peligroso vacío dramatiza su lugar, responde el cuerpo impidiendo la ficción, el descubrimiento, la experiencia, o sea la poética del cuerpo.

La creación infantil

A través del lazo transferencia! pretendemos que smja la po-ética escénica del cuerpo del niño en acertijos y metamor­fosis y sólo podrá emerger si, arriesgándose (sin paralizar­se), el espejo simbólico puede sostenerlo.

Al emerger lapo-ética del niño lo transforma en un eximio j uglar, en un creador de fantasías, espacios y aventuras imaginarias. Las experiencias y realizaciones de este peque­ño sujeto juguetón serán, pues, la conquista imposible y sensible de la ignorancia. Por eso son apasionados por ella.

La escritura afectiva del niño se po-etiza en ese espacio de ficciones y diferencias, donde su pasión y avidez de ser lo resguardan del desvanecimiento, el desamparo y el desman­telamiento afectivo, en definitiva, le reaseguran el amor del Otro y del prójimo.

La experiencia poética del niño se enuncia como la rea-

119

lización de su existencia. Tal como lo considera Heidegger: " ... La esencia del habla tiene que ver con el campo de la poesía [ ... ] La existencia es poética." Es en ella donde el niño humaniza su cuerpo y lo historiza en una escena. Sin ese verbo poético y fantástico, el niño se paralizaría en el cuerpo carnal sin metáforas.

La construcción mágica, dramática y poética del niño erotiza el cuerpo espacializándolo, tornándolo imaginario en los intersticios del sinsentido que lo simbólico entreteje. Es allí donde adviene para él el a.cto instituyente de su subjetividad que se historiza.

El cuerpo del niño como inscripción representacional se pulsionaliza, escenificándose en la constitución del mundo imaginariamente simbólico; se establece así la primacía de la poiesis sobre la mera reproducción y el mero automatismo mimético. La infancia se instituye precisamente al poetizar la diferencia.

Al introducirse en los laberintos escénicos, el niño se convierte en personaje de sus propios juegos, desdoblándo­se. Los personajes que encarna le hacen decir y hacer lo que de otro modo nunca diría y haría. Por ejemplo, jugar a na­cer de nuevo, a matar a otro, a vivir un accidente, a hacerse el muerto, a conducir un avión, un barco o a tener un bebé. Al escenificar, siempre hay una historia en juego en esa experiencia, aunque allí mismo se desconozca el sentido que ese hacer épico conlleva.

Es una historia instantánea y temporal que sucede en ese hacer. Es un suceso regalado al recuerdo, vivaz y generativo. La historia va creciendo y proliferando en múltiples niveles de engendramiento y acontecimientos, donde el niño avanza en un producirse historizante.

En este avanzar escénico, tan fundamental de la infancia, se hunde la subjetividad instituyéndose en las cicatrices, en las grietas, en las heridas devenidas huellas, recuerdos, y en definitiva, producciones escénicas en acto. En esta puesta en escena, sin duda, emerge el sentir infantil. Esa sensibilidad tan propia del niño, emana psíquicamente y abre el camino hacia las posibles representaciones.

120

El niño se historiza en la escena

I<.: l niño trama y urde historias con elementos traídos de su realidad, configurando las narraciones y novelas escénicas. Al hacerlo, él lo hace a ciegas, en laberintos y acertijos, ambigua y confusamente, aprisa, y con esa avidez perspicaz por engendrar historias que velan y revelan, encubren y descubren lo que le pasa, lo que desea y lo que sueña.

Estas historias sustraen siempre un elemento. Lo esen­cial, lo que se sustrae de la conciencia, de la vigilia, sería lo no contado del cuento, lo que causa su realización. Represión esencial y viviente del funcionamiento de la psique del niño.

Así, el pequeño trama historias donde se aferra sin darse cuenta a la actualidad de sí mismo, a sus imágenes y, de este modo, las cicatrices y heridas significantes se transforman retroactivamente en sus propios espejos.

El niño generador de artificios y ficciones nos muestra sus historias dinámicamente laberínticas, nos enseña las grie­tas, él las vive en la perplejidad de ese instante, goza de ellas y en esa red afetiva-narrativa-escénica, las ofrece en su realización.

¿Seremos capaces de comprenderlas en la complejidad de su representación?

Finalmente, ¿qué quiere el niño de estas historias falsa­mente verdaderas, de estas ficciones, emociones y sentires en acto?

Difícil respuesta a este acuciante interrogante. Si bien siempre se recorta lo singular de cada entramado histórico, no cabe duda de que en estos escenarios construidos por el niño quedará siempre lo que podríamos denominar cierta resonancia. La resonancia de un recuerdo, de un confu­so sentimiento de que algo ha pasado. Resonancia de haber sentido, sufrido y gozado de esa historia escénica, de la creación de ese entramado, de la construcción de esa ur­dimbre.

Pero algo de esa historia laberíntica se mantendrá en el más completo olvido, como algo irrenunciable del origen que

121

alienta, que pulsa y que aunque jamás se recuerde, nunca podrá ya olvidarse.

Esa cicatriz irrenunciable delinea a su vez el ímpetu y la raíz original de crear historias, creándose él en ellas. Apare­ce así esa "necesidad" primaria de la infancia que crea representaciones que miman su experiencia dramática en un acontecer, en un suceso sensible y representacional.

Como vemos una vez más, las representaciones en la in­fancia no proceden del hecho de tener que apropiarse de la realidad que lo rodea sino, antes que nada, de la constitución del sujeto mismo, desde donde se conformará su realidad corporizada de múltiples sentidos.

Al jugar, al ficcionalizar la representación surge, se des­borda sin una causa predeterminada y unívoca. Al contra­rio, la multivocidad de las representaciones tienen allí su auge, su "pleno derecho" imantados por la escena y la necesidad que aludimos de representar. En esa espontanei­dad del acontecimiento fecundo, el niño crea y es engendra­do por la historia.

Historizar es otorgarle volumen y espesor a las represen­taciones, produciendo una historia (la suya) abigarrada, múltiple, por momentos confusa, ambigua, sensible. Es un historiar en producción que sucede a medida que se va representando. Hay historia porque estos sucesos se van incorporando.

Pretendemos dar cuenta aquí de una actividad, un hacer escénico historizante propio de la infancia y del hacer del niño. Es un impulso irreprimible a representar, a encontrar representaciones, a buscar imágenes representando, a esce­nificar jugando aquello que lo alegra, lo angustia, lo conmue­ve, lo hace sufrir, lo divierte, lo relaciona, lo despierta, lo so­cializa, lo espanta, lo interroga, lo emociona, lo padece, lo sucede, lo antecede, lo afecta, lo diferencia.

Este impulso irreverente a la representación, urdiendo historias y aventuras en mínima colaboración con la "conciencia", esta irrealidad en acto constitutiva de la in­fancia, que se asemeja en su contextura dramática a los sueños, tiene su anclaje en las huellas, pieles y cicatrices

122

íntimas de la memoria imperecedera del entramado in­

consciente. La infancia se instituye así en acontecimientos escénicos

vivos que no caen en un pasado, sino que suceden y se desvanecen como tales . De ese desvanecimiento sólo queda­rá un resto, un efímero tiempo, que alimentará o resignifi­cará las cicatrices del origen, aquellas que al inicio posibili­taron las primeras aventuras, los primeros sueños, los orígenes deseantes del sujeto.

Cuando la historia infantil se detiene

Durante mucho tiempo, la realidad para el niño es vivida como fragmentaria, percibida como partes que van suce­diéndose unas a otras. Es un devenir sentido como y por fragmentos . Esta realidad fractal de la niñez se sostiene en un doble espejo, que unifica y conecta cada elemento en sí mismo y con el otro.

Una cara del espejo descansa en el pasado, en la "memo-ria" primordial y originaria. La otra cara va creando un h orizonte donde el niño se re-conoce, unificándose en la imagen (lo especular).

El niño queda unificado en su fragmento, envoltura tem-poral que le permite recortar el presente y anticipar un futuro sin desintegrarse. Por ello, jugar es cierta "garantía" de futuro, el niño es atraído y abierto a él. No hay duda de que la infancia es una apertura al futuro, donde se re-conoce,

desconociéndose. En el cruce del pasado y el futuro el niño es apenas un

presente articulado, presente fugaz, fragmentario, alusivo y en devenir. Mas en ciertos momentos el presente se ensan­cha, adviene todo junto, se cronifica, se asienta, predomina, vence congelándose. En estos casos el tiempo dura, la realidad se transforma en duración, hallándose y aislándose en un fragmento siempre igual.

123

La infancia se detiene ante esta máxima "realidad", ante esta presencia inasimilable de lo real del tiempo, y detiene indudablemente la estructuración. Allí las representacio­nes infantiles no suceden, no acontecen. Ese impulso abierto y espiralado a representar es suplantado por otro que produce un círculo, un girar obsceno atraído desde un centro invisible, desde el goce. En ese giro monótono el niño se consume a sí mismo, sin aventura ni representaciones posibles.

Este pleno girar paradójicamente simbólico, ese goce en acto, atrae desintegrando, desligando al niño de lo represen­tado. Las estereotipias y las representaciones estereotipa­das son fiel efecto de ese movimiento desintegrador, indife­rente y desolado de la pura duración, de la abstracción desmemoriosa situada en lo real imposible.

En nuestra práctica, nos oponemos fervientemente a la violencia de lo real, utilizamos el horizonte escénico dispo­nible e indispensable para ubicar una diferencia, tal vez una muesca en la corriente activa y circular de la monotonía estereotipada. Para hacerlo, nos introducimos en ese fluj o gozoso, en ese encerrado movimiento giratorio procurando enlazar algún giro, alguno de sus movimientos como gestos, algún grito como palabra, sílaba o ritmo, algún fragmento como imagen escénica, donde alguna diferencia en lo real sea posible.

Al captar lo insignificante y encontrar ese rasgo diferente, por un lado se produce un corte y al mismo tiempo un lazo, que lo sostiene. El lazo opera como corte y el corte opera como un lazo, abriendo y tejiendo un nuevo espacio transferencia! frente a lo inefable de la duración.

Apostamos a que el tiempo deje de durar para siempre y, de ese modo, se articule entre una temporalidad pasada (la cicatr iz de la diferencia simbólica) y un tiempo futuro (anticipación imaginaria), constituyéndose el presente arti­culado, sucediéndose en representación.

124

Capítulo 6 PEDRO NO HACE NADA. ALBERTO ES UN ASPERGER. ¿DÓNDE ESTÁ EL SUJETO?

"El espejo, después de todo, es una utopía, pues­to que es un lugar sin lugar. En el espejo me veo ahí donde no estoy, en un espacio real que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá lejos ahí donde no estoy, una especie de sombra que da a mí mismo mi propia visibilidad, que me permite mirarme ahí donde estoy ausen­te: utopía del mirar"

Michel Foucault

Pedro y su destino imposible

Pedro es un niño de 10 años a quien he tenido ocasión de supervisar en una institución. 1 El diagnóstico neurológico era de esclerosis tuberosa. La descripción del comporta­miento fue la siguiente: "Presenta estereotipias como girar o balancear objetos, y movimientos repetitivos del cuerpo. Mantiene poco contacto visual con personas y cosas. Tiene escasa intención comunicativa. Su comprensión de órdenes y r elatos es buena, y ha demostrado adquisiciones en su autonomía en las actividades de la vida cotidiana como control de esfínteres."

El motivo de la supervisión eran las estereotipias y movimientos repetitivos del cuerpo, pero fundamentalmen­te el escaso deseo de comunicarse y hacer lazo con otros, el dejarse estar, la pasividad, la falta de iniciativa y su no deseo de hacer nada.

Antes de entrar a ver a Pedro, la madre se acerca y advierte: "Tenga cuidado, porque mi hijo cuando ve por primera vez a una maestra o a un terapeuta, le viene una convulsión o si no se queda dormido ... Se lo digo para que lo

sepa."

1 Trilha, Unidad de Integración del Desarrollo, San Pablo, Brasil.

125

Con esta advertencia a cuestas voy al encuentro de Pedro que estaba esperando junto a su terapeuta en el consultorio. Al llegar lo saludo, la terapeuta me presenta: "Es un amigo que viene de Buenos Aires a jugar con nosotros". Pedro no mira, como si no registrara lo que la terapeuta dijo, está tirado en el piso, moviendo unos encastres de plástico que se encontraban allí.

Me detengo a observar lo que hace. Simplemente veo que mueve los encastres, produciendo un leve sonido al hacerlo. Decido alejarme un poco y volver a mirar procurando captar qué está haciendo, ya que hasta ese momento parecía no ha­ber registrado mi mirada, ni mi presencia. Ciertamente había un hacer sin imagen referida al otro.

Al acercarme nuevamente habían pasado dos minutos desde mi llegada y sorprendido veo que está quieto, dormi­do. Había apoyado su cara en el piso, no se movía, totalmen­te relajado e hipotónico, dormía profundamente. Intento hablarle, moverlo, hacer algún sonido, pero no obtengo ninguna respuesta. Pedro dormía. Recuerdo allí el decir materno: "Tenga cuidado, porque mi hijo cuando ve por primera vez a una maestra o a un terapeuta, le viene una convulsión o si no se queda dormido. Se lo digo para que lo sepa".

¿Qué hacer en ese momento? ¿Lo dejaba dormir? ¿Procu­raba despertarlo? ¿Esperaba a que se despertara? Decido mirar a la terapeuta (como intentando encontrar en su mi­rada alguna posible respuesta) y sin embargo, me encuentro con una mirada interrogativa que parecía decir: "¿Y ahora qué vas a hacer? Esto es lo que pasa siempre, vos sos el que sabe, el supervisor, a ver qué hacés ahora. Se quedó dormido y no quiere hacer nada."

Parafraseando a Borges me sentía como en una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferen­cia en ninguna. Ante la mirada que me devolvía todas estas preguntas y dudas, registro mi angustia tendiendo a para­lizarme, a inhibirme. En ese instante desconcertado pienso: ¿Es que la esclerosis tuberosa nos puede a todos? ¿La enfermedad degenerativa no tiene límites? ¿Cómo no dejar-

126

nos vencer por la hipotonía, que en esa siniestra posición nos daba a ver el horror de ese dormir mortal?

Ante este vertiginoso pensamiento que fluía de mí, reac­ciono procurando generar otro espejo y limitar lo ilimitado de la pulsión de muerte que, ante mis ojos, se representaba en el no deseo de Pedro, en el goce hipotónico de su cuerpo, vencido por la enfermedad tuberosa que en su exceso lo aquejaba.

Decido tomar los brazos de él, que estaban totalmente relajados, flácidos, y armar un escenario y una escena posible. Me imagino entonces un auto y le digo a Pedro: "Tus brazos parecen dos ruedas y podemos jugar a que somos un auto que va a pasear por toda la institución ... Dale, ¿lo hacemos? Yo no conozco este lugar, me gustaría conocerlo. ¿Jugamos a que somos un auto y vamos a pasear?"

Espero una respuesta, aunque sea un mínimo indicio, pero Pedro continúa profundamente dormido, el rostro no se ha despegado del piso, sus manos cuelgan en las mías, otra vez, la desesperación de la inercia, el J.etargo ríspido del tiempo.

Realizo entonces el ruido de un auto "rum, rum, rum", le tomo fuertemente las manos y empiezo a moverlo como auto: "rum, rum, rum nos vamos ... ¿cómo están los motores?" Grito más fuerte: "rum, rum, rum" "¿parece que están bien? Ala una, a las dos y a las tres, salimos, ¿dale?" Hago el sonido más fuerte "rum, rum, rum" y arrastrando los brazos de Pedro, salimos del consultorio, doblamos por un pasillo, desde donde se abrían otras puertas.

Hasta ese momento, no había tenido ninguna respuesta de Pedro. La hipotonía no se había modificado y sentía que estaba jugando solo. Decido continuar con el sonido y la escena del auto, "rum, rum, rum" hasta que llegamos frente a una mesa que impedía nuestro paso, entonces, vuelvo a preguntarle a Pedro: "Uy, ¿qué hacemos? Hay una mesa. ¿Seguimos por aquí o paramos?"

En ese instante, registro un movimiento anodino de su mano en mi mano, un cambio tónico, una pequeña tensión que se oponía a la inefable hipotonía de su cuerpo. Al

127

registrarlo, lo interpreto como un gesto. Entonces afirmo: "Ah ... me estás diciendo que sigamos con nuestro auto ... bueno, qué bien, continuemos .. . rmn, rum, rum."

Espero en silencio, en procura de otra respuesta, tratando de captar la nimiedad de un encuentro posible, un intento inacabado de búsqueda subjetiva.2

A continuación, vuelvo a hacer el ruido del auto: "rum, rum, rum", esquivamos la mesa, hasta llegar a un pasillo que daba a un patio; paro el ruido, me detengo y le pregunto: "Pedro (sin darme cuenta estoy gritando) salimos para afuera." En ese momento, por primera vez, Pedro abre sus ojos, su rostro adquiere una gestualidad diferente a la palidez de su rostro dormido. Sorprendido, atónito mirándo­lo a la mirada de sus ojos, le digo: "Bueno, salimos, vamos, ¿dale?"

Registro la tensión de la mano en la mía (para mí a esta altura su tensión manual era un espejo) y enciendo nueva­mente los motores, "rum, rum, rum" y salimos al patio, "rum, rum, rum ... ". Pedro continúa mirándome, y yo a él, mientras nos desplazamos en nuestro auto imaginario, que él y yo encarnamos.

Llegamos frente a un árbol y le pregunto: "¿Vamos más rápido hasta el otro árbol?" Su mirada y gestualidad nueva­mente parecen decirme que sí. Y grito más fuerte "rum, rum, rum" como acelerando y llegamos "rum, rum, rum" hasta el próximo árbol. Registro mi cansancio de ese pequeño reco­rrido y mirándolo le suelto los brazos. En ese momento Pedro que hasta allí había estado todo el tiempo en el suelo, apoya una mano, la otra, se arrodilla tocando la pared, se para y mirándome extiende sus brazos.

Lo miro, y alegremente digo: "Seguimos con nuestro auto ... ¡que bien!, ¿cargamos nafta? Porque ya me había quedado sin combustible." Hago de cuenta que esto sucede, fabricando un escenario en el cual el árbol me daba gasolina para continuar nuestro camino, coloco las manos de Pedro

2

Nos referimos al silencio como un paradójico sonido que enlaza e inicia una diferencia discursiva. Le Breton, David, El silencio, Madrid, Ed. Sequitur, 2001.

128

1•n mi cintura, siento que levemente me agarra y retomo el mágico "rum, rum, rum" de nuestro auto, ahora los dos parados, Pedro por detrás y yo por delante conduciendo nuestro auto imaginario.

Con nuestro auto "rum, rum, rum" doblamos, rodeamos 1 ina piscina hasta llegar a otra puerta que conducía a un patio interno. Aprovecho esta oportunidad para proponerle 11 n cambio. Mirándolo, le pregunto: "¿Podés conducir vos u hora? Yo ya estoy cansado de manejar ... Dale, yo te agarro de la cintura y vos conducís el rum, rum, rum." Al mirarlo, registro no sólo un cambio postural, sino un gesto que atisba 11na sonrisa, lo interpreto como un "sí" y cambiamos de posición, Pedro pasa adelante (conduciendo) y yo quedo 11lrás, tomándolo de la cintura. En esa nueva posición oxclamo: "¡Vamos!" "rum, rum, rum ... " impulsándolo para que se moviera.

Lentamente Pedro comienza a guiarme por la institución; ti mismo tiempo continuo haciendo la ficción y el sonido

"rum, rum, rum" del auto. Y ante algún cambio tónico, postura!, modifico el tono del "rum, rum, rum" del mágico uuto, decodificándolo como si fuera un gesto.

No había duda de que estábamos jugando en escena: Pedro comenzaba a aparecer en una dimensión deseante. En ese escenario, en algunos momentos nos deteníamos a descansar, pues la hipotonía se presentificaba en el cansan­;io y dificultad en los movimientos. Entonces nos sentába­mos apoyados uno contra el otro, y sostenidos en nuestro ;ansancio, procuraba realizar algún movimiento para que la hipotonía no lo durmiera, ni lo invalidara en su deseo.

Apenas registraba que se dejaba vencer por la flacidez muscular, reaccionaba provocando de nuevo la escena que lo convocaba a seguir deseando por fuera de lo muscular, de la )Sclerosis tuberosa, en esa frontera donde lo irreparable se reparaba jugando, ficcionalizando.

Pedro y yo poseíamos un espacio secreto, cómplice, en un ritmo dramático en el cual nuevos espejos comenzaban a representarnos y a enlazarnos en una red , cuya consistencia permitía sostenernos desean tes, frente a la gran fragmenta-

129

ción de la organicidad que aparecía encabezada en s hipotonía como totalidad fractal.

En la entrevista con los padres, trabajamos sobre su interrogantes en relación con la enfermedad y la gra angustia que ella les provocaba y pensamos juntos en cóm recuperar el deseo de Pedro cuando él se dejaba abatir po la patología. .

Desde el punto de vista médico, no había otro recurso má allá del que se estaba implementando, por lo tanto, lo que s se podía hacer era buscar las diferentes formas y estrategia donde el deseo de Pedro tuviera cabida más allá de l involución, a la que su problemática orgánica lo llevaba a él, y a sus padres. Frente a ella, los padres quedaban inmovi lizados, despedazados, esclerotizados, sin respuesta.

La entrevista giró alrededor de cómo construir desde su posición una respuesta posible, partiendo del deseo paren. tal y familiar, cuya insistencia podía enlazar la siniestra inmovilidad de la hipotonía.

En este recorrido clínico que realizamos con Pedro cree. mos vislumbrar la posibilidad de producir acontecimientos escénicos, en construcción, en devenir, oponiéndose de ese modo a la organicidad que emerge en la hipotonía refracta­ria de toda subjetividad.

En la escena transferencia! que construimos con Pedro pudimos anticipar un sujeto allí donde aparecía la realidad gozoza de la esclerosis tuberosa. Al instalar un posible horizonte representacional y simbólico procuramos delimi­tar un tiempo diferente al de la duración detenida y el estupor solitario, para encontrarnos del otro lado del espejo, donde los sucesos escénicos podrán devenir acontecimientos y el destino de Pedro no coincida con el tiempo sin imagen de la mortal organicidad.

130

El extravío del niño en la invención y creación escénica: el disparate

Al crear artificios, ficciones, sinsentidos y representaciones, el niño construye el dintel entre el pasado y el futuro, ese trayecto m ágico entre la vida y la muerte del infante. Entre estos dos polos, el tiempo en filigrana y los laberintos infantiles, se estructura una impredecible temporalidad transversal, intangible y sensible.

En el jugar, el niño se extravía en ese espacio tiempo transversal, en el cual se juega proyectándose en un provo­cador, absurdo e irritante espejo que no deja ele moverse. El movimiento especular mueve al niño en sus reflejos y reco­nocimientos, a la vez que el niño mueve al espejo en sus imágenes.

En sus realizaciones escénicas el niño produce un espejo móvil (recordemos que el movimiento del espejo es simbóli­co), donde él se ve reflejado en una imagen virtual fuera del cuerpo, fuera de sí mismo. Se ve como si fuera otro y como otro, se mira en esa disparatada verdad aparente que cree ser.

Frente a ese espejo ambiguo e inestable, la infancia se mueve procurando conocerse mejor, desconociéndose final­mente otra vez para así volver a camuflarse en sus refugios ficcionales, en las fábulas, en las aventuras.

El jugar es un espejo vivificante: en él se ponen en escena el "como si", el disparate, la dénegación y las representacio­nes. Es allí donde la verdad infantil aparece dramática, trágicamente, yendo al encuentro del niño y sorprendiéndo­lo en la espontaneidad de la escenificación.

Sorprendentemente se desenlaza en el escenario juga­do de la infancia la catástrofe, la muerte, la vida, los celos, el sufrimiento, la angustia, el nacimiento, la discordia, la mentira, el grito, la discusión, la intranquilidad, la pasi­vidad, la disarmonía, la discontinuidad, el bien y el mal. Niezstche ya nos anticipaba que la tragedia era el lugar de la reconciliación entre lo dionisíaco y lo apolíneo.

131

Justamente, lo que no deja de dramatizar el niño en sus laberintos.3

Esos instantes de desenlace, típicos del drama y la trage­dia, escenifican el universo arqueológico infantil instituyén­dose; sin ellos el niño no existiría. Existe y es en ellos. Ese escenario es extraño a la moralidad, es tal vez la raíz de una ética conjetural, donde el juego escénico del niño se instituye como su espejo.

Esa "verdad" trágica del niño, surge y drena instantánea­mente al dejarlo jugar y garabatear con su hacer ficcional. El impulso surge desde el espejo interno, como si fuera una caverna, donde el misterio oculto queda rasgado por luces inaccesibles e incandescentes.

En esta realización escénica, el niño está cumpliendo algo. Se efectiviza una manifestación de deseo, no parece existir otra finalidad a la vista más que esa realización deseante propia de lo infantil; de este modo, se conjuga y consume al mismo tiempo.

La escena se transforma en un espejo para el niño y en esa increíble paradoja el niño es un espejo para la escena. Por eso, sus deseos se estructuran jugando, representándose, y no pueden ser aceptados como "realidad", están permitidos porque, otra vez, son de "mentira".

Podríamos afirmar que el niño realiza y cumple sus deseos de "mentira", jugando. En el disparate escénico se oculta en ellos la inaccesible e íntima verdad. Sólo al ficcionalizar, algo de ella se re-presenta, originando las representaciones y la hilación fantástica que será su histo­ria.

El deseo del niño es así en devenir, en apertura, estructu­rándose en una indeterminación móvil, lo que un pensador como Derrida ha denominado "destinerrancia", aludiendo a aquella posibilidad indecidible que tiene un determinado

3

No olvidemos que todo laberinto tiene un minotauro, un monstruo, el hijo monstruoso de los dioses, una bestia divina siempre al acecho. Tal vez los niños aluden a él al comentarnos el temor a los "monstruos del miedo". Ya que en la infancia siempre hay ogros, brujas, gigantes, princesas y miedos.

132

gesto de no llegar nunca a su destino. La condición del deseo en el niño es necesariamente en movimiento, en suspenso, ligándose a cosas que por su condición infantil no ha podido hacer, ni realizar, ni pensar.

La estructuración de la niñez se dramatiza en ese espejo errante y laberíntico, abriéndose a lo indecible de la puesta en escena de su deseo insatisfecho e inconcluso como destino posible y cerrado. No es el niño el que crea o inventa el jugar escénico, sino exactamente al revés, es el jugar el que inventa y crea al niño, transformándose en su inseparable espejo.

Un niño inventa su condición de subjetividad, a la vez que es inventado por ella, en el esencial encuentro y des-encuen­tro con el Otro. He allí el vaivén, la determinación e indeter­minación de su posición, de la cual el niño, si puede, es fiel e infiel heredero, delineándose su funcionamiento de hijo y, de algún modo, su herencia.

La ambigüedad de la fidelidad e infidelidad de los niños­hijos hacia sus padres es propia de la infancia, que se está constituyendo. Es una filiación siempre a refrendar con su propia firma, que confirma su origen, pero a la vez, le posibilita romper con él para diferenciarse.

Esta construcción filial y afectiva del devenir de la niñez, no es sólo en relación con las funciones de lo paterno y lo materno, sino también en relación con el funcionamiento de lo familiar, de la amistad, del lugar donde vive, del país, de lo que lo rodea, de las costumbres, de sus juguetes, de la otredad, de lo múltiple y diferente. En esa enmarañada alteridad y diferencia el niño se apropia de aquello que se le transmite, heredándolo.

Para un niño, la herencia y lo heredado nunca es unívoco, ni único. Es sí del orden de lo singular, dentro de la hetero­génea multiplicidad donde convive y se asienta culturalmen­te. Un hijo niño siempre será una posible promesa, una promesa que, como tal, permanecerá incumplida. La infan­cia es la realización escénica y creadora de esta promesa que en su esperanzado destino se estructurará inconclusa.

Uno de los peores sufrimientos para un padre sería asistir

133

al hundimiento, a la irrealización y la falsificación de esa "legítima" y esperanzada promesa que es un hijo. Los efectos desilusionan tes de un hijo fragmentan el discurso parental h asta llegar a la posibilidad de aniquilarlo.

La discapacidad en sí misma y como efecto de implosión, muchas veces puede ser tomada como hundimiento y frus­tración de la esperanzada promesa o de lo que su puestamen­te promete un hijo. Se anula el porvenir y, con él, toda posible realización de lo prometido que un niño encarna.

Los padres nos transmiten la insondable e insoportable decepción que implica, para ellos, el encuentro con la inefa­ble discapacidad o el lapidario e incomprensible diagnósti­co-pronóstico.

El otro espejo realiza la opacidad

El padre de Ariel, un niño diagnosticado de "síndrome psicótico", en la primera entrevista afirmaba: "El diagnósti­co fue lapidario para mí, no sé bien para qué seguir viviendo, él era mi sucesor, pero ya no lo es, no puede serlo. Es lo peor que me pudo pasar .. . "

La historia de un niño, su historicidad, avanza y se retroalimenta entre pérdidas y retrocesos, en resignificacio­nes. Afirmamos que, para u n niño, la infancia llega siempre tarde, pues al pensar o reflexionar sobre ella, la misma ya terminó, ya aconteció o simplemen te ya se realizó.

¿Cómo podrá Ariel resignificar, avanzar retrocediendo, con el decir parental inapelable en la enunciación y en su contexto? ¿Qué espejo podrá crear Ariel soportando el decir melancólico de su padre?

A los 6 años Ariel realiza estereotipias todo el tiempo, con una soga, sus manos y el aleteo. Ocupa el tiempo estereoti­pando, sin pausa, con su rostro agitado, asustado y triste. Su producción es repetitiva y siempre igual (unívoca), lo m ás opuesto a la ficción y el artificio.

134

Mientras que el jugar en el niño se estructur a como una epifanía viva, móvil y audaz, como una "verdadera" apari­ción que acontece en la realización escénica, la estereotipia de Ariel se configura de manera opuesta a la epifanía. Es lo que estando en lo real, se opone a ella y produce lo imposible sin lazo alguno con el Otro.

Las aguas cenagosas de las estereotipias se estancan frente al cambio en la pregnancia de la realización de lo "siempre igual", de la "errancia" de lo mismo. A diferencia de Don Quijote , que con astucia, ironía y curiosidad, daba vida a los molinos de viento transformándolos en terribles gigan­tes fantásticos (donde Cervantes proyecta en nosotros imá­genes simbólicamente disparatadas), las estereotipias re­fractan un espejo sin azogue, sin reflejo, hostil a cualquier variación y representación, que se resiste ferozmente a cualquier vaivén y, fundamentalmente, a cualquier cosa que produzca un vacío, algo que ignore o se pr esente gene­rando un hueco en donde el deseo .se desenlace.

La estereotipia en la infancia realiza el exceso, la opaci­dad de lo real. En contrapunto, la niñez realiza la infancia jugando y, a l hacerlo, la "ignorancia" deseante, chispeante y despierta del niño, es ya su vivaz e inteligente espejo en acto.

La puesta en escena inaudita, audaz e indómita del niño desconcierta, pues se configura en varios fragmentos in-de­terminados previamente, que él se ocupa de (des)acomodar a su antojo, sin saber qué está produciendo en ese acto .

Así, las realizaciones infantiles son como piezas de un insospechado rompecabezas, que se van construyendo y montando como un verdadero collage, donde hablan y jue­gan los deseos que habitan en el niño. Es un montaje móvil, lo opuesto al estatismo y la fijación de la estereotipia o a ese obsceno automatismo reproductivo.

Podríamos graficar la imagen especular en la estereotipia del siguiente modo: colocamos dos espejos planos paralelos, en uno de ellos se dibuja un a letra U y en el otro (a la misma altura) una letra V. El espejo V se refleja en U y viceversa. Pero esa imagen, a su vez, contiene la del espejo U y ésta, la

135

del espejo V, y así se va reproduciendo en una sucesión V, U, V, U, V, U ... , indiferenciándose mutuamente.

Los dos espejos se contienen e indiscriminan en la repro­ducción inerte y absoluta de la misma imagen ilimitada. Esta imagen real reproducida homogéneamente se comple­ta a sí misma, sin ninguna variante, en un estatus fijo e inamovible. La estereotipia es movida por la imagen inmóvil en su significación y plena de iteración, la operación que se efectúa a cada paso es siempre la misma. Bajo el primado del espejo absoluto no se admite ninguna diferencia.

El niño ocupa todo su tiempo en este verdadero trabajo de estereotipar, aplicando reiteradamente la misma regla de movimientos, como si fuera una forma de algoritmo, que se consume a sí misma en los cálculos infinitesimales, para finalmente lograr volver a estar en el mismo lugar del cual se partió.

La infancia se consume utilizando toda su potencia en fabricar y reproducir la inasible estereotipia que lo rigidiza, moviéndolo errantemente hacia la inmovilidad representa­cional. Claramente se opone así a la inteligencia artificiosa de la niñez, al montaje escénico y fantasioso que justamente reniega del orden rígido, esquematizado o eclipsado de la opacidad unívoca.

Niñez, peripecias y acontecimientos

No veo a nadie en el camino -dijo Alicia-. ¡Quién me diera a mí tus ojos! -observó el Rey de mal humor-. ¡Ser capaz de ver a nadie! ¡Y a esta distancia!

Lewis Carroll

El jugar escénico como acontecimiento inverosímil, verda­dero y ficcional, rompe la univocidad y la unidireccionali­dad, instalando una nueva trama, un nuevo relato vivaz por lo insignificante, absurdo e inesperado, que se produce en la incoherencia deseante, fugaz, disparatada e intrépida del

136

niño, instituyéndose en el propio acontecimiento inventado, que a su vez lo inventa.

La dimensión del acontecimiento en la infancia enuncia la puesta en escena del niño como sujeto des-cubriéndose en su invención. Se constituye así en el alma viviente de la niñez, transitando un sendero laberíntico y entreabierto, por don­de escabullirse siempre a una nueva versión de sí mismo, de los otros y de las cosas, donde se barajan de nuevo las incertidumbres del acontecer que se pone en escena.

El acontecer es del orden de un habitar, de un construir, de un ir produciendo en suspenso al mismo tiempo que lo va h abitando.No es del orden de la interpretación, ya que no se trata aquí del retorno de lo reprimido (ni de una formación del inconsciente al modo de un acto fallido), sino de una inscripción, de una incorporación.

En este sentido, tal como lo plantea Heidegger, construir no es propiamente sólo un medio para una habitación. Construir ya es, en sí mismo, habitar. A esta operación de investidura y representación que acontece en un tiempo privilegiado de la infancia, la comprendemos como un acon­tecimiento poético, en el sentido de lo que los griegos llamaban poiesis, como el arte de fantasear, soñar y de tomar distancia de lo real. 4

A diferencia del poeta, que en los sueños y en las imágenes realiza la poesía representando su decir imaginario y fantástico, el niño necesitará actuarla, ponerla en escena, jugarla, producirla, habitándose en la poética del aconteci­miento que lo representa (no como un actor, ni como un poeta), sino como un niño que, al construir la escena, se habita en ella .

4 Nos recuerda el cuento borgeano "Funes el memorioso", para quien la enumeración de todos los episodios de un año le habría llevado exactamente otro año. Para Funes la reiteración detracta y refracta la causalidad del tiempo y la embelesada novedad de las cosas. El juego conjetural y paradójico que nos plantea Borges es el siguiente: ¿Qué ocurriría si un hombre no pudiese nunca olvidar nada de lo que a sus sentidos se le presenta? Funes el memorioso padece esta implacable cond,ena. Borges, Jorge Luis, Obras Completas, Buenos Aires, Ed. Eme­cé, 1989.

137

El habitar, ubicado como acontecimiento, se sustenta en lo poético. El niño existe en esa poesía que actúa, construye y habita en la libertad de su hacer fantástico. En ese reino el pequeño sobrevuela fantásticamente lo real reconocién­dose diferente.

El acontecimiento en la infancia inaugura el por-venir, una experiencia poética que necesita experimentarse, o sea, habitarse y perdurar como espejo, donde el niño se reve­la habitando solamente lo que puede construir. Habita así el espacio-tiempo fundante del origen.

Rescatamos el papel originario del acontecimiento como invención en escena del niño. El pequeño arma y desarma, construye y destruye para armar de nuevo, intercambiando y mudando elementos en la multiplicidad de combinatorias multicolores, de un caleidoscopio ciertamente mágico y, a la vez, también evanescente en su frescura. Se encuentra allí, su mágica y ventrílocua verdad encantada.

Cuando el niño en su mundo se lanza a jugar, a crear artificios, a inventar, cambia siempre las cosas de lugar (¿será por eso que es tan difícil ordenar el universo infan­til?). Esta combinatoria esencial implicará permutaciones, sustituciones, reacomodaciones, y pérdidas, para que el cambio creativo aparezca, transformando la realidad en otra.

En su quehacer irreverente el niño produce las transfor­maciones simbólicamente imaginarias que él deconstruye. Al decir de Bioy Casares5 "Es un mundo combinatorio. He pensado que estas combinaciones son tal vez la magia que está a nuestro alcance. No sé si hay otra."

Las producciones en collage de los niños, nos acercan a ese mágico y encantado instante donde el tiempo parece no pasar. Los vemos arrojarse de lleno al abismo de la aventu­ra. Aventurándose a cortar, pegar, agujerear, separar, jun­tar, fragmentar, anudar, sin argumento, ni objetivos, ni contenidos. En esas combinatorias crea incipientes superfi-

5 Bioy Casares, Adolfo y Scheins, Graciela, El viaje y la otra realidad, Buenos Aires, Ed. Felro, 1988.

138

cies que adquieren nuevas dimensiones en la originalidad de la transformación escénica.

El montaje del collage va tomando colores y direcciones desconocidas e inventadas. Los pedazos de papel se celebran con desmembrados fragmentos de tela, témpera e hilos de colores, conformándose marcas que, lejos de disociarse, se unifican en los rasgos disímiles.

El collage en la puesta en escena culmina generando un trazo que unifica otorgando volumen. Superficie unaria que en el desconocimiento genera curiosidad. Extraño e inquisi­dor espejo, generador de imágenes combinadas que nunca están a su alcance y, por lo tanto, permanecen abiertas, en fuga constante, por donde se evade y recrea la fantasía infantil.

Al jugar en su fantástica imaginación, el niño habita el cuerpo, los sueños, el pasado pretérito, el futuro ignoto, transgrediendo los límites de una unánime e inverosímil realidad, donde crea otra trasvasando los propios límites, bamboleándose, burlándose de sí mismo, al transformarse en alguna especie animal o en algún objeto inanimado o en personaje fugitivo, salvador o aterrador.

El niño juega así sus fantasías, mientras su mundo fantástico juega con él. En estas parodias y peripecias, sin saberlo, realiza su infancia tramando la historia que, como acontecimientos, lo van deviniendo sujeto.

En cierto sentido no es la infancia, sino sus personajes e ideas los que emprenden la aventura del viaje en el cual los niños han sucumbido al turismo, para transformarse en creadores de su destino.

La urdimbre y trama dramática que el niño abre y crea en la inverosimilitud, produce huellas que no solamente 13on creadas por él, sino que, en un contrapunto escénico, en esa otra realidad, las huellas lo constituyen a él en un punto de encuentro-desencuentro recíproco, paradójico y desigual. Mucho más tarde,.en la resignificación, se desprenderán los recuerdos que lo historicen.

En este inhóspito viaje se originan los recuerdos infanti­les que, como tales, al llegar a "buen puerto", o sea la

139

conciencia, ya habrán navegado por numerosos mares dife­rentes. Pero siempre el del origen, el mar del comienzo, se habrá perdido, jamás se alcanzará, ni recordará, aunque nunca podrá olvidarse, pues de allí se partió y el tiempo implacable es el único excéntrico e inefable testigo.

La eficacia del diagnóstico en la infancia: ¿Pablo es un Asperger?

¿Qué ocurre con el niño que nunca puede partir? ¿Qué pasa con otro, que siempre recorre el mismo mar del mismo modo, a la misma frecuencia y con igual potencia?

Este último crea e inventa un estereotipar, un universo igual y homogéneo, o la estereotipia lo inventa o crea a él, en su inmodificable y periódica repetición-reproducción inva­riable y esencialmente eficaz.

Pero ¿cuál sería la eficacia de la estereotipia? La eficacia de lo estereotipado reside en la anulación de lo

diferente, de cualquier alteridad que rompa ese fugaz y tenso "equilibrio" homogéneo. Al estereotipar realiza la obscenidad sin velo ni apariencia de una trama innominada.

La reproducción es uno de sus rasgos esenciales, repite eficazmente la misma frecuencia, conduciéndolo invariable­mente a un quehacer sin riesgos, ni sorpresas, ni incerti­dumbres. En esta realidad no hay posibilidad de cambios ni de combinatorias, no existen caleidoscopios, pues en la promiscuidad de lo mismo procura conjurar las diferencias.

El niño se totaliza en lo estereotipado que culmina repre­sentándolo todo. Cualquier minúsculo cambio con nuevas combinatorias provoca una vivencia caótica, de "fin de mundo", de disociación fractal, de quiebre imaginario. Ante esa vivencia insostenible, la reiteración de lo mismo vuelve entonces a totalizarlo en el mismo lugar, en la in-diferencia, en el espanto de lo siniestro.

La estereotipia o su sucedánea, la representación estereo-

140

tipada, tiende a no tener equívocos, ni fallidos, ni errores. En ese campo, la literalidad no admite metáforas, ni metoni­mias, ni ficciones, y designa a la cosa en sí misma, lo que nos hace recordar el concepto kantiano del objeto en sí. Kant postula el carácter "en sí" del objeto, independientemente de cualquier relación con la representación de ese sujeto. En ese sentido, la estereotipia en posición de objeto "en sí", se opone a la representación escénica.

Frente a la realidad estereotipada, enajenante en el sufrimiento y ordenada en un siniestro e indiferente des­pliegue psicomotor, nos planteamos generar un otro espejo, una otra realidad, producir un acontecimiento escénico que rompa el sentido pleno y total. Para ello, introducimos la diferencia y el sinsentido en lo igual de lo mismo que el niño en el estereotipar nos presenta.

Procuramos interrumpir, de este modo, la continuidad de lo uniforme consumiéndose a sí mismo, para sostener la in­certidumbre del encuentro con lo otro, con la otredad de la significación que se resignifica.

Irrumpimos en la escena estereotipada estableciendo un escenario simbólico, donde el lazo transferencia! se arraiga en la desmesura del acontecimiento, produciéndose. La consistencia del mismo se entronca con la irrupción de lo inadmisible, que en su "violencia" simbólica ("punctum")

6

entrecorta la estereotipia, provocando un silencio insinuan­do un vacío, un misterio, un espacio para la sorpresa o para

6 La operación de corte, de interdicción del estereotipar es una especie de "punctum", palabra que Roland Barthes utilizaba para evocar lo que hace que una foto produzca un acontecimiento. Ese secreto detalle inexplicable (su poder simbólico) que está en el corazón de la foto. El "punctum" es una herida, un pinchazo, una hiancia que remite a la idea de puntuación y por tanto de corte y casualidad ("tyché"). "El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)". Este carácter punzante, sutil y azaroso del detalle es el que queremos resaltar esencialmente en el quiebre que procuramos producir en el estereotipar del niño. En la pérdida de la obstinación en la estereotipia reconocemos esos instantes de renovada extrañeza y sorpresa frente al acontecimiento.· Barthes, Roland, La cámara lúcida, España, Ed. Paidós, 1999, pág. 65. Sontag, Susan,Sobre la fotografía, Barcelona, Ed. Edhasa, 1996.

141

alguna variable que entreabra la "otra" realidad, dando cabida al otro movimiento, al gesto actuante en la epifanía de la diferencia.

Recuerdo un niño de cuatro años que llega a la consulta con un diagnóstico de "síndrome de Asperger", ya que cumplía con los ítem A, B, C, y F del DSM IV. Ante este diagnóstico, los padres deciden hacer una interconsulta para corroborar dicho diagnóstico-pronóstico.

Los padres se presentan muy atemorizados, ambos son docentes y este diagnóstico viene a confirmarles sus fanta­sías de que había algún problema grave en relación con su hijo. El padre trabaja en una escuela especial, lo que hace que su temor y fantasías se acrecienten. Relatan que siem­pre han protegido mucho a su hijo y creen que la problemá­tica del pequeño se debe a esa sobreprotección. Finalmente, confiesan que están muy desorientados y que no saben qué hacer.

El informe textual de Alberto adjunto al diagnóstico afirma:

•Tiene limitaciones personales con las cosas y las perso­nas.

• No impresiona perturbado en el núcleo mismo de su personalidad, por lo cual, aunque con dificultades es in­fluenciable y educable.

• En su rostro se observan trazos agudos y pobreza expresiva.

• No se puede decir con su seguridad si su mirada se pierde en la lejanía o si se concentra en su mundo interior.

• La dicción provoca sensación de falta de naturalidad, de algo que no es normal.

• En la escuela se levanta de su asiento con el mayor desparpajo, interrumpe a su maestra hablando de sus propios temas, no hace caso a las reprimendas que se le dirigen, su atención activa está muy afectada.

• Falta de humor, no entiende las bromas.

Frente al destino trágico delimitado en el diagnóstico,

142

¿cómo encontrar la dinámica dramática en la cual Alberto aparezca desestigmatizado de síndrome?

He tenido con Alberto algunas sesiones diagnósticas en las cuales se presenta como un niño muy temeroso, atento a Lodo lo que pasa, tenso en su postura corporal y muy angustiado. Es un niño que, a veces, re pi te palabras y frases que parecen no tener sentido ni hilación. Es difícil que entre en el juego, pues se queda mirando el objeto, aislándose en él.

Al llegar al consultorio, mira los juguetes y agarra un dragón. Cuando lo está mirando me acerco y exclamo: "Uy, me da miedo, ¿será un dragón bueno o será un dragón malo?" Alberto cambia la postura y, como entrando en confianza, me acerca el dragón. Me acerco a él y al pasar la mano por la boca del dragón, hago como si me mordiera y por lo tanto, me alejo. Alberto se ríe y me vuelve a mostrar el dragón. Yo me vuelvo a asustar y él me empieza a correr.

Se crea entonces un juego donde Alberto me persigue con el dragón y yo me escondo por el consultorio. Cuando me encuentra, vuelvo a escapar y él vuelve a seguirme. En un momento, escapándome del dragón, salgo del consultorio y me escondo en las escaleras del edificio, Alberto me persigue hasta alcanzarme y es ahora él, entusiasmado, el que se esconde. Yo lo busco atemorizado, él se esconde, me sorpren­de y asusta. Al hacerlo, se ríe y dice: "El dragón se quiere comer todo" y entra nuevamente al consultorio con el dra­gón, que empieza a comer a otro juguete: a una ranita, a un pato, a un gato.

En determinado momento le digo: "De tanto comer tiene la panza muy grande el dragón", él responde: "Sí, se va a hacer caca" y agarrando el dragón hace como si hiciera caca en el suelo. Continuando la escena le digo: "Uy, que olor, tenemos que limpiar el consultorio", "sí" responde contento Alberto. A continuación, llevamos al dragón al baño y le explicamos cómo hacer caca. Allí cambiando el tono de voz y hablando como dragón le agradezco a Alberto que me haya enseñado.

Alberto dice que el dragón se quiere comer un libro, toma

143

uno, deja el dragón y afirma: "Voy a leer una historia, la historia de caperucita roja". Alberto comienza a relatarme estereotipadamente, en tono monocorde y con palabras de adulto, el cuento de caperucita. Era un cuento sin vida, uniforme y literal.

Alberto reproducía las palabras de Otro, dicho de otro modo, repetía las palabras en el mismo orden, tono y frecuencia como se las habían leído. Indudablemente, ese cuento se transformaba en un espejo opaco de una sola cara, en la cual él se reflejaba en el mismo lugar siempre. Parecía un pequeño robot que conectaba letras anónimas.

En la escena del cuento, cuando llegaba el momento donde el lobo iba a aparecer, yo empezaba a anticipar el miedo, a ubicar una diferencia, porque sabía que iba a llegar el "feroz" lobo. Le dije, entonces, que no quería escuchar esa parte, para que no venga el lobo malo ya que se iba a comer a caperucita y a la abuela. Me levanto y exclamo: "No, me da miedo, no leas más, no ... "

Alberto observa mi reacción y en ese momento del rela to comienza a encarnar al lobo. Cambia la postura y los gestos, transformándose en personaje-lobo, para asustarme. Hace rugidos, me muestra los dientes y sus manos como garras. Ante estas actitudes, juego el susto y el miedo corriendo y gritando: "Viene el lobo, me voy, quiere morderme, cuidado, me va a comer".

Alberto entusiasmado sigue la historia de caperucita, pero en una escena y un escenario dramático diferente. Ya no continuaba el relato estereotipado, sino que la historia de caperucita empezaba a inscribirse en la alteridad y asocia­ción, que en la escena se iba produciendo. La vida del escenario la construíamos en el acontecimiento que, a través del lazo transferencia!, se iba representando. La historia nos conmovía y movía escénicamente a medida que la historizábamos, jugándola.

Alberto había podido traspasar una frontera, la historia estereotipada comenzaba a recrearse como otra, como la otra cara de la estereotipia y, de este modo, introduciéndose en otro espejo, él empezaba a jugar, a ficcionalizar y a

144

representarse en ella. La narración nos cautivaba en escena. En este breve camino escénico que recorrimos juntos,

Alberto demostró las posibilidades simbólicas que, en la estereotipia, estaban eclipsadas (y por supuesto en el pre­sunto diagnóstico de Asperger) en función de reproducir la misma conexión, el mismo cuento, su misma posición, una y otra vez, sin variantes.

Al colocarse en escena a partir del lazo que pudimos establecer, Alberto puede ubicarse en nuevas dimensiones de representación, nuevos espejos, donde lo irrepresenta­ble de la reiteración de lo mismo se pierde y, desde allí, Alberto habita el espacio que dejó vacante la estereotipia y lo hace con una imagen escénica (del lobo) que le permite recuperarse en otra posición simbólica, en la cual no necesi­ta estereotipar para estar y ser él.

Al crear la ficción y el artificio del lobo, en ese mismo acto instituyente de la diferencia, se produce al mismo tiempo un corte con la estereotipia y un lazo con el horizonte represen­tacional. Alberto crea la ficción escénica del lobo y, sin darse cuenta, el "lobo" crea a Alberto del otro lado del espejo, donde culminará reconociéndose al existir él en la escena, a expen­sas del miedo y el susto que Esteban corporizaba, sostenien­do el escenario junto a él.

Finalmente, tengo una entrevista de devolución con los padres, donde procuro aclararles por qué su hijo no es un "síndrome de Asperger",7 a partir, justamente, de las dife­rentes escenas y escenarios que, en el acto clínico, Alberto fue produciendo. Hablamos de las posiciones en las que cada uno de ellos como padre (con sus miedos, temores, fantasías e historias como hijos) se ubica con respecto a su hijo y de las posibilidades que Alberto les abre.

7 En la historia familiar el síndrome de Asperger confirmaba el destino trágico de Alberto. La tragedia enunciaba la posición irreparable en la cual se encontraba. El intento de desindentificarlo de ella nos condujo a abrir nuevos espejos escénicos, procurando un pasaje de lo trágico a lo dramático, enunciando otra imagen del cuerpo. Véase Steiner, George, La muerte de la tragedia, Caracas, Ed. Monte Ávila, 1970.

145

A partir de estas consideraciones, replanteamos el diag­nóstico, las estrategias y tácticas in ter-disciplinarias, tanto clínicas como educativas (se considera la posibilidad de hacer un cambio de jardín de infantes a un grupo menos numeroso, para una atención más personalizada) a desarro­llar con Alberto. A partir de esas entrevistas, los padres deciden comenzar su propio trabajo terapéutico.

Resonancia, consistencia y creación de la imagen real

La consistencia en el estereotipar, de la ecolalia, de la canción automatizada, del goce sensoriomotor en el movi­miento, por ejemplo, de un objeto como un palito, un lápiz, una rueda o una tecla (de luz, de un pianito, de un enchufe) reside, paradójicamente, en la fragilidad de la cosa en sí. Al moverla, al reproducirla, al reiterarla, ese movimiento se eterniza ordenando el gesto pavoroso de lo real, el niño atrapado en lo real de la cosa ha perdido las amarras del Otro y del mundo que lo rodea. \

Para el niño es una realidad irrepresentable en tan.to . real, rodeado de goce, responde a él sin distancia, ni salida, ni entrada posible. El sufrimiento domina la in­diferencia y la reiteración. Estamos aquí frente a lo que podemos considerar una memoria, pero, ¿a qué memoria nos estamos refiriendo?, ¿qué clase de memoria es aquella que funciona sin recuerdo ni olvido, ni pena?

Tal vez podríamos considerarla como una memoria fun­cional, no interdicta, no mediada, que lo presenta a él, una y otra vez, como esa cosa que lo equilibra en su "cosidad" y presencia corporal.

La estereotipia respondería así a una memoria encarnada impresa en la presencia del cuerpo, sin mediación simbólica, sin pausas ni silencios, lo que la transforma en un ritmo corporal posesivo y obsceno, fuera de la escena.

146

La estereotipia, en su esencia inalterable e infalible no es la organicidad sino la irrealidad de la cosa produciendo lo imposible. Es la sensación, la percepción sin huella signifi­cante, como un espejo sin azogue (sin reflejo virtual) que bloquea, obtura y rechaza la otra realidad. En este sentido es absoluto e inconmovible.

Justamente es a t ravés de poder conformar e inventar algún lazo escénico posible (como pudimos construirlo con Alberto), que nos introducimos en esa muralla de goce, provocando otra dimensión para producir una realidad otra.

Esta otra realidad se transforma en una tregua a una "vida" construida en y por la fijeza de la aberrancia del estereotipar, de la tensión de un goce que imprime en su carga e investimento uniforme una marca, mil veces transi­tada, que culmina transformándose en esa memoria funcio­nal, perpetrándose en lo irremediable de un cuerpo sinies-

tro. El niño habitado por esas marcas de efecto funcional,

eternamente transitadas sin variables, ni dimensiones, se consume en la desazón de la mismidad de lo mismo. Consu- · mido, consumiéndose re-crea, una y otra vez, la misma marca, la presencia siempre actual de esa memoria gozosa. En definitiva, crea una letra anónima que no puede olvidar, ni recordar.

Frente a ese universo cerrado e imperturbable en su reiteración reproductiva, renovamos nuestra apuesta, una vez más, en la búsqueda de una grieta, una fisura, un vacío, una demora en lo lineal, donde podamos insinuar una escena y un escenario posible.

El pliegue escénico que intentamos crear y provocar, podrá transformarse para nosotros y entonces también para el niño, en un túnel secreto y laberíntico donde esa otra realidad se revele en la inagotable y misteriosa búsqueda, en la cual él mismo pueda crear y sostenerse en el enigma de la diferencia, al tiempo que es creado por ella. Será ése el terreno propicio para ponerse en escena abriendo las puer­tas de la curiosidad y el habitarse.

La clave está en dejarse bordear por esta fijeza de la

147

estereotipia, armando un lazo transferencia} con el nmo para, partiendo de a llí, de esa r elación, encontrar o provocar la grieta, la incesante fisura, el desborde escénico de la misma. Ese recodo en el camino que nos permite, junto al niño, no volver al mismo lugar del cual partimos.

La intervención escénica en lo inconmovible

¿Cómo encontrar ese momento donde la fisura en la estereo­tipia crea el instante de la diferencia? ¿Cómo conmover lo inconmovible?

Encontrar el tiempo de discontinuidad entre una estereo­tipia y la otra nos lleva a descubrirlo en esa intimidad de la relación con el niño y a percibirlo en ese instante fugaz e inasible, en el cual comienza a quebrarse la imperturbable hiperrealidad que el niño había construido. Es lo que nos posibilita detectar cierta resonancia.

La resonancia de esta intimidad transferencial instituye un corte, una hendidura que coloca un lazo con esa realidad otra, devolviéndole un espejo de sí diferente y un espejo del otro que resuena en la alteridad de la relación transfe­rencial.

En gran parte nuestra función consiste en construir este pasaje, el puente relacional, vital, móvil y pasajero, que abre el espacio a un nuevo e insospechado territorio para el sujeto.

Nuestro funcionamiento clínico actúa como puente sepa­rador y articulador de nuevos senderos, donde la angustia inamovible anquilosada en el cuerpo, en los movimientos o en los rituales, se abre de la certidumbre de la reproducción reiterada.

En el litoral transferencial, circulamos por el puente en esa grieta que encontramos devolviéndole la bella incerti­dumbre del encuentro con lo otro. Del otro lado del puente

148

escénico, nos encontramos con el acontecimiento de haberlo tr ansitado, produciéndolo al mismo tiempo que lo transitá­bamos.

El puente no está construido antes, sino que se produce en el encuentro disonante con el tiempo de la grieta. Entre estereotipia y estereotipia, ya no se encontraría el estereo­tipar reiterado y gozoso de lo mismo, sino esa grieta-fisura que, al mismo tiempo que se crea, construye el puente entre lo que se perdió y lo por venir, sosteniéndose en la relación transferencial que, como efecto dramático, queda instituido.

Desde ese momento, la estereotipia podrá situarse en relación con el pliegue que la marca y la identifica, otorgán­dole otra dirección. Lo importante aquí es que no se sitúa en relación con otra estereotipia, sino con una alternancia, funcionando como huella y puente, dando lugar a que se sostenga en una primera representación no estereotipada. El trazo pulsional inscripto en el cuerpo provoca nuevos espejos, despertando imágenes cautivan tes de subjetividad.

Tengamos en cuenta que en la infancia hay escenas y escenarios que, si no acontecen en ese vital momento, luego son imposibles de recuperar, o sea, será muy improbable que se produzcan y resignifiquen. Por ello, la necesariedad del corte-grieta-fisura, del pliegue indómito y el puente relacio­nal donde nacen las aventuras, los laberintos y los sueños.

El imperceptible detalle que nos abre las puertas del otro espejo está siempre asegurado en la misma exuberante exhibición del estereotipar. En ese exceso la cerradura se torna invisible e insensible. La reiteración cubre doblemen­t e la consistencia de la impostura. En ese espejo absoluto lo que podría devenir apertura pasa inadvertido estando para­dójicamente todo el tiempo allí.8

8 El intento de captar la mínima diferencia en el estereotipar nos remite al cuento "La carta robada", de Edgar Allan Poe, en el cual el Ministro D es burlado por Duphin al exhibir la carta buscada, ella estaba t an a la vista que él no la pudo ver. Es interesante detenernos brevemen­te en el diálogo final del cuento. Duphin antes de explicar de qué modo h a logrado encontrar y recuperar la carta robada, ofrece una ilustración de su método invocando la historia de un niño de ocho años que siempre

149

La única llave posible que hemos encontrado es el ardien­te deseo de generar un lazo para anticipar un sujeto y en ese trayecto laberíntico vislumbrar, en la insignificancia de la diferencia, la nimia cerradura por donde entrever un sujeto desean te.

El mágico puente de la infancia

Es imprescindible dejarnos desbordar para que el escénico puente acontezca. Para ello, sin duda, habrá que "suspen­der" momentáneamente el ejercicio sistemático de la razón, el ordenamiento esquemático de la teoría-técnica buceadora de causas y efectos, para detenernos en el detalle distraído, en lo insignificante e inútil, en los incautos descuidos y en el trazo íntimo percibiendo, aunque sea fugazmente, un posi­ble o imposible puente que permita salir a descubrir otros territorios.

Siempre, irremediablemente siempre, en algún increíble e impredecible instante, el niño, en su producción estereoti­pada, se distrae, se descuida, se confunde, se acelera, se detiene. Es esa irrupción del detalle, de la diferencia, esa fugacidad instantánea, rápida y pasajera la que pretende­mos destacar, la que porta las llaves de un portal intransfe­rible. Ya que sólo se estructura en ese tiempo, dándose a ver en los huecos recónditos del estereotipar.

ganaba en el juego del par-impar y lo hacía identificándose lo más posible con su oponente. Textualmente afirma: "Cuando quiero saber si alguien es listo o tonto, hasta qué punto es bueno o malo, o cuáles son en el momento presente sus pensamientos, modelo la expresión de mi cara, lo más exactamente que puedo, de acuerdo con la expresión de la suya y espero entonces para saber qué pensamientos o qué sentimientos nace­rán en mi mente o en mi corazón, como para emparejarse o corresponder con la expresión." La estrategia del niño se basaba en identificarse imaginariamente con el otro y la táctica empleada consistía en metamor­fosearse (adaptarse) lo más posible a la expresión corporal y postura! del

150

Hemos encontrado en ese insignificante, leve detalle diferente entre una estereotipia y otra, la llave que nos entre-abre algún portón, algún ventanal posible, siempre y cuando nos arriesguemos a estar allí, a soportar el no saber, y la desorientación que nos produce, poniendo en juego nuestra angustia y nuestra sensibilidad de estar sin saber - a "ciencia cierta"- hacia dónde ir, pues nos falta el puente. Sin él las llaves se nos caen o la puerta ventana no se entreabre, permaneciendo cerrada a toda relación.

Al decidir introducirnos en el estereotipar, en la desorien­tación dramática que el niño, una y otra vez, nos presenta, asumimos el riesgo de dejarnos desbordar por ella, para ubicar, percibir y producir la grieta, la hendidura y el pliegue-puente escénico por el cual,junto al niño, tendremos que viajar, atravesar y transitar.

Cabría preguntarnos si, en este complejo itinerario, la grieta que implica la apertura y diferencia está en el niño o en el puro supuesto del Otro. Tal vez la compleja respuesta sea en un inefable punto de encuentro, pues el niño hace, produce, una y otra vez, su acción estereotipada, estereoti­pándose en ella y ese Otro supone, en alguna distracción, en un mínimo detalle, en una insignificante desorientación, en un superfluo descuido o en un imprevisto y dubitativo detenimiento silencioso, un destello de apertura, una auro­r a por donde intuir y construir otra escena.

En ese otro escenario, a través de la grieta intuida y supuesta, la producción del niño se entrelaza como un puente ya significante. La grieta y el puente estará en ese

adversario para luego esperar hasta ver qué pensamientos y sentimien­tos le surgían coincidentes con esa posibilidad y actitud corporal. Lacan en el Seminario homónimo contrapone a estos argumentos el horizonte simbólico para no caer en un mimetismo básicamente imaginario.

¿Cuál sería la carta robada y cómo hallarla en los niños del otro espejo? El problema es que la carta -la puerta de entrada- sólo está en la posibilidad que tendremos nosotros de captar el detalle insignificante y anticipar en él un sujeto. La carta (puerta) que todos buscan sólo existe en la anticipación simbólica que el Otro crea para poder construir un lazo que enlace un espejo en una alteridad relacional diferente.

151

hacer del niño si el Otro, al romper la mismidad de la estereotipia supone y anticipa, en ese desmesurado encuen­tro un sujeto, una otra realidad que, a la vez, se tornará perplejidad significante para ambos.

Posiblemente, uno de los grandes peligros para nosotros siempre será no poder anticipar ni suponerle nada a la estereotipia o su contracara, suponerle tanto sentido o tan pleno, que en ellos desaparezca la historicidad del niño y sólo se jueguen nuestros supuestos, deseos y convicciones.

Cuando ocurren estos peligros ya no nos sorprendemos, perdemos la capacidad de asombrarnos, aparece entonces el aburrimiento como respuesta frente a la desolada monoto­nía de la cosa siempre igual, del tiempo domesticado y apaciguado por lo monocorde del espacio lineal apelmazado, circular y constante de la indiferencia.

La apertura y abertura que pretendemos conseguir y ubicar en la experiencia del estereotipar intentará recupe­rar la capacidad de asombrarse frente a un súbito aconteci­miento, introduciéndolo deliberadamente en la "pasiva­activa" continuidad estereotipada, provocando en ella una dis-continuidad que a nosotros mismos nos afecta en la perplejidad del mismo acto, en lo no calculado del encuentro, resquebrajando nuestra asidua tendencia a acomodarnos a un saber ya establecido.

Este acontecimiento nos impulsa y obliga a empezar de nuevo, a recuperarnos del vértigo y a instalarnos en lo que está siendo, en lo que está sucediendo, en el acontecer mismo del asombro y la curiosidad que se origina en el mis­mo instante en que adviene el acontecer, marcando la dife­rencia en la propia identidad de la estereotipia.

En la ruptura de la indiferencia surge la búsqueda curi<>sa como alteridad y vibración de un nuevo lugar, donde rever­bera el imprevisto del acontecimiento sucediéndose. En la revuelta de la curiosidad, en la inestabilidad de lo no calculado, su respuesta vivaz se abrirá a la novedad del otro espejo.

152

Capítulo 7 LA IMAGEN DEL CUERPO EN LA PSICOSIS Y EL AUTISMO INFANTIL. CARLA Y EL DISTURBIO GLOBAL DEL DESARROLLO

"Qué es un rostro sin identidad sin nombre un rostro que es sólo un rostro por su semejanza con un rostro una simple cara instalada sobre nada ahí hay alguien que no es alguien que no es nadie."

Bernard Noel

La po-ética del niño

Ser niño implicará asombrarse de sí mismo, de las cosas y de los otros, que en la infancia no dejan de hacerle preguntas. Esta actitud vivaz e intrépida de la niñez es ciertamente una aptitud po-ética. Tal vez por eso, muchas veces ineficaz para la actual modernidad, que cada vez más pretende, entre otras cosas, pedagogizarlas instrumentando didácticas acu­mulativas con esos siempre nefastos fines "útiles".

Lapo-ética del niño, ese constante asombrarse, esa ines­tabilidad constitutiva propia de su curiosidad incipiente, le otorga la inquietante capacidad de saber y no saber que él, tan hábil y filosóficamente, coloca en escena.

1

En este escenario el niño en su infancia ha operado una verdadera y ficcional transformación: toma un objeto cual-

1 El decir poético desde la filosofía adquiere fundamento en las palabras de Heidegger: "El reino de la acción de la poesía es el lenguaje. Por lo tanto, la esencia de la poesía debe ser concedida por la esencia del lenguaje [ ... ] La poesía es la instauración del ser con la palabra [ ... ] El habla no es un instrumento disponible, sino aquel acontecimiento que dispone la más alta posibilidad de ser hombre." En ese sentido, es el decir materno el que al poetizar el cuerpo del hijo lo torna imagen corporal. Heidegger, Martín, Arte y poesía, Buenos Aires, Fondo de Cultura

Económica, 1992.

153

quiera, una piedra, un vaso, una cuchara, un papel, una silla, un lápiz, una caja, cualquier cosa, y lo metamorfosea a través de sus espejos caleidoscópicos en otro objeto, los cambia y entrecruza de lugar y de función, lo cual modifica su funcionamiento.

Al metamorfosearse en sus objetos-juguetes juegan los niños como los artistas del "ready made", 2 pero con la salvedad de que no lo hacen como artistas, no se proponen hacerlo como un hecho artístico, directamente los transfor­man y lo hacen como espejo, donde ellos se reconocen diferentes. Pasan así (como el cuento de Alicia en el país de las maravillas) del otro lado del espejo en el cual no dejan de perderse, sorprenderse, desconocerse, asombrarse y reen­contrarse.

En ese sensible mundo otro, los niños no se mueven simétricamente, sino en la asimetría de lo impensado e inesperado que los caracteriza. Ése es su mágico e irrefuta­ble equívoco, un objeto cualquiera puede desaparecer, se pierde, transformándose en otro sorprendente, ése es el modo por el cual deviene juguete, construido y constructor al mismo tiempo.

Al decir de Borges: "Dado el desorden del mundo real, el mundo de la ficción sólo puede tomar dos caminos: o imitarlo y caer en la simulación [mímesis] o crear su propio orden como lo hace la magia".

La trama y textura escénica se convierten en un acertijo que, como tal, rodea un enigma inexplicable e indescifrable. Nos recuerda un "rompecabezas" desarmado, alterado y confuso, cuya clave más preciada está en su misma disper­sión azarosa que, sin embargo, confirma su lógica y, al detectarse, enuncia el rumbo posible.

El niño no sólo crece desarrollándose y haciéndose gran-

2 El "ready made" nace cuando Duchamp realiza un gesto artístico "insignificante", traspone objetos simples (el inodoro, la bicicleta, una botella) en objetos de arte. Metamorfoseando la banalidad para producir una mutación en el mundo estético, abriendo una nueva imagen de búsqueda a la apariencia de lo banal. Véase Paz, Octavio, La apariencia desnuda, México, Ed. Biblioteca Era , 1998.

154

de ; su cuerpo puede continuar madurando y las células, tejidos y componentes bioquímico-genéticos evolucionan desarr ollándose sin pausa ni silencios. En esa realidad corporal, el cuer po se desarrolla sin creencias ni ideales (ser otro, ser grande, ser como ... ). Si bien el cuerpo es materia, el cuerpo de un niño que se está estructurando es fundamen­talmente imágenes, palabras y sueños siempre por venir, vivenciar y descubrir.

La niñez tiene un vibrante combustible que, sin desgas-tarse, se recarga cada vez de nuevo. Esa combustión de la cual se alimenta para desear crecer está dada, en gran parte, por la fuerza del lazo social, y reside en las creencias e imágenes compartidas y producidas con el otro (llámese otro a los padres, familiares, amigos, escuela ... ) que le devuelven una imagen ficcional donde reflejarse, construirse, refrac-tar y reflejar sus creencias.

El mundo de la niñez está conformado por esas creencias simbólicamente imaginarias que le otorgan cuerpo de ima­gen a su materialidad corporal, sin las cuales se tor naría carnal. Sabemos que el recién venido al mundo, el bebé, ya h abía llegado antes en el sueño ideal y la creencia de aquellos que desearon que naciera. Ése será su combustible ideal, del cual se amamantará en cada diálogo de miradas, caricias, decires y gestos.

El cuerpo se habitará poéticamente en el lazo social (del orden de lo familiar), instituido a partir del yo ideal de sus padres. En esa creencia ficcional, el pequeño infans se estructurará en condicional, o sea, como en los comienzos de la narración de los cuentos infantiles: "Había una vez ... ", proponiéndole así, una otra escena donde reflejarse y soñar misteriosamente en laberintos despiertos.

El territorio del cuerpo del recién nacido nunca podrá ser su organicidad, pues ella no habla, no imaginariza, no se sostiene en creencias ideales, no poetiza, no hace lazo social por sí solo, o si se lo deja en la soledad del órgano, se opone a todo aquello que rompa el equilibrio homeostático. La imagen corporal hurta la dimensión carnal. La infancia da cuenta de esta anamorfosis corporal.

155

La posibilidad de pensar el órgano por fuera de las imágenes, el discurso y las creencias, nos recuerda el con­cepto de Deleuze acerca del "cuerpo sin órganos'', pero invirtiendo los términos ya que, en estos casos, se podría plantear exactamente al revés, o sea, como un lenguaje de "órganos sin cuerpo". Esto nos llevaría a los desfiladeros de la obscenidad encarnada en el órgano.3

Este re-equilibrio obsceno reside en la antiesteticidad, sin horizonte de virtualidad ni de subjetividad. ¿Será que las estereotipias del niño procuran vanamente encontrar la tensión de ese siniestro equilibrio? ¿Cuál será el combusti­ble inagotable de la realización lineal estereotipada?

De la estereotipia al gesto. Del cuerpo al "extra" cuerpo

El niño se constituye no en su cuerpo, sino en ese "extra" cuerpo del lazo con el Otro y la alteridad que esa relación le propone por medio de las creencias e ideales, anticipándole un futuro. Las estereotipias, por el contrario, lo remiten al cuerpo o al indiferente territorio de lo mismo siempre.

La tragedia del niño al realizar y producir las estereoti­pias reside en que, al realizarlas, va consumiéndose en ellas la propia herencia, se deshereda cada vez, pues avanza desligando lo que hizo antes, lo que lo lleva a no historizarse en su hacer. El combustible mortal lo impulsa deteniéndolo, ese lazo gozoso lo aliena a la cosa o lo pliega al cuerpo sin imágenes ni ideales, consumiéndose en el impensable vacío de la desinteresada nada, donde desaparece la singulari­dad.

Las historias de estos niños se consumen, están allí perdiéndose en la indiferencia que ellos mismos se ocupan

3 Sobre la temática de lo obsceno y la promiscuidad de la imagen, véase Baudrillar, Jean, El otro por sí mismo, Barcelona, Ed. Anagrama, 1988. La transparencia del mal, Barcelona, Ed. Anagrama, 1997.

156

de producir, por eso nos oponemos a este lazo pleno de continuidad inefable, de goce mortal. Lo hacemos a través de la creencia y la ficción que nos posibilita anticipar un sujeto, procurando establecer un pliegue, una historia en esa obscenidad encarnada, partiendo de un nuevo lazo sostenido en la extraterritorialidad del cuerpo.

Es en el terreno-extra, fuera de lo carnal, del diagnóstico, de la discapacidad, en ese más allá, donde el niño y el terapeuta entretejiéndose en el lazo, podrán sorprenderse de sí y del otro, en el asombro afectivo y efectivo del encuentro con la alteridad significante de lo diferente. Cuando ocurre este acontecimiento, el afecto que se experi­menta en el acto clínico, en esa intimidad con el niño, no deja de con-moverme.

No dejo de experimentar esa entrañable sensación des-concertante y misteriosa de encontrarme con una mirada que antes no miraba o lo hacía en un tono opaco, triste, descorazonado y punzante. Al encontrarme con ella, me impacta el otro espejo donde me reconozco, desconociéndo­me y reconociéndome en la demora discontinua y vibrante, en la cual se enuncia una detención en lo idéntico que no deja de interrogarme.

¿Acaso podemos no dejarnos interrogar por la opacidad de esa mirada que se va transformando en el mismo acto de mirarnos?

Esa mirada de desinterés y desamparo que sólo veía sin detenerse o atravesaba las cosas sin ocuparse de ellas, al refrenarse e interesarse en el gesto deseante colocado en la mirada, se transforma escénicamente en una imagen que nos mira, asombrándonos como si fuera la primera vez, el primer insólito espejo en el cual nos re-conocemos. Somos sensibles a ella.

El encuentro y la experiencia clínica con Carla refleja ese intenso recorrido escénico que a continuación desarrollare-mos.

157

Carla en escena: la intimidad clínica del inaudito asombro

Carla es una niña de 11 años a quien he tenido ocasión de supervisar en una institución4 (supervisión en acto) . Ella tiene un diagnóstico lapidario e inespecífico de: "disturbio global del desarrollo". Muestra un cuadro motor que com­promete la marcha y la coordinación de movimientos finos. Sufrió una serie de cirugías en los pies para facilitar su motricidad.

Presenta comportamientos de autoagresión y agresivos para otros. Tira objetos sin sentido, pellizca, tira del pelo, golpea puertas y realiza estereotipias. No habla y a veces produce algunos sonidos. No arma lazo con sus compañeros y es muy difícil crear situaciones donde ella esté atenta y aparezca demandante.

¿Qué se puede hacer con Carla? ¿Cómo producir algún cambio significante? ¿Es posible encontrarla y armar una escena frente a lo imposible de enlazar?

Eran éstos algunos de los interrogantes por los que el equipo había decidido realizar la supervisión.

Los padres de Carla no podían tener hijos y decidieron adoptar un niño cuyo desarrollo no tuvo ningún problema hasta que a los 5 años, repentinamente, fallece de una enfermedad medular. A raíz de esta dramática situación deciden adoptar nuevamente.

Esta vez (tal vez para cubrir la enorme pérdida del primer hijo muerto) adoptan dos niños: Carla y Juan. Ambos fueron adoptados con 14 días de gestación. Carla y Juan son hijos de padres diferentes. Al adoptarlos, los padres adoptivos de­ciden inscribirlos como gemelos. Realizan todos los estudios médicos de ambos confirmando que están bien. Aunque, al poco tiempo, comienzan los trastornos en el desarrollo de Carla.

El padre adoptivo, con el que Carla tenía mucha afinidad

4 "Trhila", Unidad de Integración del Desarrollo, San Pablo, Brasil.

158

(por ejemplo, al dormir siempre requería de su presencia), fallece de un cáncer repentino cuando ella tenía 9 años. La madre relata que no habló con Carla de la muerte del padre, pues quería evitarle un mayor sufrimiento y, además, como no habla, decidió no mencionar el tema. Sólo después de 6 meses de la muerte del padre, y por indicación expresa de la escuela, la madre se lo comenta a Carla y afirma: "No se lo quería contar porque me iba a ver llorar y no quería que sufra por eso".

La veo por primera vez a Carla al lado de su cuidadora, quien intenta controlarla ya que ella está golpeando excita­da la puerta de la institución queriendo salir. La cuidadora forcejea y lucha con ella para que no se vaya y entre. En ese momento, recuerdo el motivo de la supervisión: "Carla es una niña que tira del pelo, gol pea, pellizca, agrede y no habla nada" .

Me aproximo a Carla junto con la fonoaudióloga y la maestra, que me preguntan dónde vamos a hacer la super­visión. Les respondo que me parece mejor hacerlo en el salón donde ella trabaja todos los días con su grupo.

Me presentan, Carla indiferente no mira. Me llaman la atención sus manos y brazos que se encuentran semi­flexionados, tensos e hipertónicos. Nos dirigimos a la sala, su caminar es inestable y segmentario, camina tres pasos, se detiene y vuelve a caminar otros tres y así sucesivamente. Entramos a la sala, ella se para, muy cerca de la puerta y mira el piso.

Decido entonces acercarme a ella exclamando: "¡Hola Carla!" Ella levanta un poco la vista, miro sus ojos asusta­dos, temerosos y tristes, que vuelven a mirar al suelo. Ante este gesto digo: "¡Hola!", Carla continúa parada con los brazos tensos y semi-flexionados, separados un poco del cuerpo, las manos se encuentran contraídas y en puño.

La tensión de sus manos era tan grande que me detengo a mirarlas, registro una pulserita en el brazo derecho y exclamo: "¡Qué linda pulserita, qué bonita!", a continuación toco la pulserita y veo que tiene un corazoncito y un osito. Digo entonces: "¡Uy un oso! Hola osito, ¿cómo estás?" y

159

cambiando de tono de voz, transformando la pulserita en osito-personaje-títere, digo: "Hola Esteban, hola Carla, ¿cómo están?" Respondo: "Estamos bien. ¡Qué lindo es conocerte!"

En ese momento, Carla me mira y distiende un poco la mano, un pequeño e insignificante detalle, una diferencia y excepción en lo idéntico que permite continuar el diálogo: "¡Qué lindo que sos osito y tenés un corazón al lado!", al mismo tiempo que le hablo, lo acaricio. La mano de Carla se relaja un poco más, mira a su vez a la maestra y a la terapeuta y me vuelve a mirar. Tengo la sensación de que, en esos detalles (destellos) estamos construyendo una esce­na, donde Carla aparece diferente.

Ante estas miradas y gestualidad de Carla, me pregunto: ¿cómo continuar?, ¿tendré que crear el enigma o esperar a que éste aparezca?, ¿cómo producir un acontecimiento que, en la diferencia, provoque otro espejo?, ¿tendré que dejarme desbordar por la escena que está sucediendo?

En ese tiempo de incertidumbre e interrogantes, continúo la escena. Hablo con el osito, preguntándole: "Osito, ¿querés que te dibuje un amigo para jugar con él?" Espero la respuesta, Carla relaja el brazo orientándolo y extendiéndo­lo en mi dirección. Entonces, respondo como osito: "Sí, qué lindo sería tener un amigo para jugar". Carla responde, por primera vez, abriendo la mano y mirándome.

Su mirada parece distinta, miro a través de ella un sujeto que aparece, o yo me reconozco diferente en ella. Interpre­tando este gesto que me invitaba a dibujar, tomo un marca­dor rojo y empiezo a dibujar en su mano el rostro de un niño. Hago el primer trazo, acompañado de un tono de voz meló­dico: "Hago la carita, hago un ojito".

Carla repentinamente retira su brazo, lo coloca nueva­mente en flexión, contrae la mano, levanta la mirada, mira a su maestra y a su terapeuta, esbozando una sonrisa y vuelve a extender su brazo y a relajar su mano, ofreciéndo­mela. ¿Es que se había comenzado a construir una deman­da? . Continúo la escena cantando y sigo dibujando en su mano.

"Le hago la boquita ... la nariz ... ahora el cuerpito". Otra vez,

160

repentinamente, Carla flexiona su brazo, tensiona su mano, mira, vuelve a sonreír y me ofrece nuevamente el brazo. De este modo, voy completando, cantando y dibujando un niño en la palma de su mano. Sin darnos cuenta, la mano y el brazo se iban transformando en una superficie de inscrip­ción y proyección, cuyo espejo nos reflejaba distintos.

Habíamos comenzado a construir una historia que como t al no conocíamos, pues en realidad empezábamos a cono­cerla a medida que la construíamos. Ni Carla ni yo sabía­mos lo que estaba pasando, pues en esos momentos está­bamos construyendo un saber en acto, sin saber exactamen­te de qué saber se trataba, no podíamos pensar en él.

Estábamos creando e inventando en la escena, a la luz del escenario simbólico que nos daba consistencia para se­guir escenificando lo que no sabíamos que podía acontecer. Se estaba produciendo una verdadera heurística en escena. Otra imagen comenzaba a enunciarse. . . Hacer ese trazo, en esa voz melódica dirigida a Carla nos

iba enlazando, generando un clima escénico íntimo, compli­cidad necesaria para que alguna inscripción se instalase. En este contexto, y con el dibujo del niño terminado, Carla me mira y decido continuar el diálogo con "mi amigo", el osito:

Esteban: "Osito, ¿te gusta el amigo que dibujamos?" Osito: "¡Qué lindo, un amigo!" Esteban: "Osito, ¿querés que dibuje una casita para vos,

para tu amigo?" Carla vuelve a retirar la mano y a ofrecerme el brazo

donde estaba el osito y el dibujo del niño-amigo, lo cual interpreto como una afirmación, pues también iba acompa­ñada de un esbozo de sonrisa en su rostro (otro detalle significan te).

Este ritmo de retirar y colocar el brazo iba acompañando la escena, transformándose en un gesto significante, pues el sentido que este movimiento tenía se iba creando a medida que se generaba la historia. No tenía un sentido previo, sino en articulación con el escenario que íbamos montando y viviendo.

Es en este espacio íntimo transferencial donde la gestua-

161

lidad se torna significante, dándose a ver a un otro que lee, mira, actúa e interpreta ese decir. Continuando el gesto, comienzo a dibujar una casa en su antebrazo, al hacer los primeros trazos, vuelve a repetir ese movimiento -gesto significante- de retirar y ofrecerme su brazo. Con cada escansión (flexión y extensión del brazo) dibujo otra parte de la casa. Así construimos la puerta, la ventana, el techo, hasta que la casa quedó armada.

Al concluir el dibujo de la casa, exclamo: "¡Qué linda casa! ¿Querés dibujar un amigo para que pueda ir a conocerla y visitarla?" En ese momento, mirándola, invierto el espejo, le extiendo mi mano, ofreciéndosela como una superficie posi­ble, para poder dibujar al amigo que le estaba proponiendo. Carla responde extendiendo su mano, entonces le doy el marcador y la ayudo a dibujar un niño en la palma de mi mano. Carla mira a su terapeuta, me mira y mira el dibujo que acabamos de realizar. Indudablemente, se mira ella en esos nuevos espejos.

A partir de esta mirada, transformo el dibujo de mi mano en un personaje que comienza a hablar. Modifico la voz y en­carnando el personaje de mi mano, digo: "¡Carla, qué linda casa que tenés! Me gustaría visitarla y saludar a mi amigo y al osito". A continuación, acerco mi mano-personaje al dibujo del niño que estaba en la mano de Carla.

Ella relaja la mano y afirmo: "¡Hola amigo! ¿Puedo ir a visitar tu casa?" Carla hace un movimiento con su brazo, que se encuentra totalmente distendido, invitándome, de este modo, a conocer su dibujo-casa, que estaba en el antebrazo. En el camino al dibujo-casa, me encuentro con la pulserita que dio origen a la escena y saludo al osito. Continúo hasta llegar a la casa (antebrazo).

A partir del dibujo-personaje trazado en mi mano recorro su dibujo-casa, la puerta, la ventana y, al tocarla en esta escena, acaricio su antebrazo en una ficción verdadera. Estábamos construyendo una historia a medida que los trazos-dibujos-personajes comenzaban, de algún modo, a jugar entre sí, hablando a través del cuerpo.

162

Los dibujos corporales: espejos y trazos

En la relación se iba construyendo un espacio, donde el cuerpo adquiría una dimensión otra desconocida, plena de nuevos sentidos inesperados. También se instituía un tiem­po significante, en la alternancia pulsional y escansión del r itmo de contracción y distensión del brazo.

El brazo extendido de Carla, donde se estaba produciendo la historia, ya no se flexionaba y ante las caricias del dibujo­personaje -que encarnaba mi mano- se relajaba aun más. Con la otra mano, Carla comienza a tocarse arriba de donde tenía dibujada la casa. Ante este gesto, mirándola, exclamó: "Ah ... ¿querés que sigamos dibujando? .. . ¿qué tal si hacemos un árbol?"

Carla responde mirándome y en el lugar donde detiene su mano, arriba de la casa, dibujo lentamente un árbol. Carla se ríe y parece disfrutar de esos trazos que van, acompaña­dos de una nueva melodía, configurando el árbol. Al con­cluir, Carla sonríe, me mira y sorprendiéndome, me ofrece su otro brazo, donde no había ningún dibujo.

Ante esta nueva actitud que abre un nuevo laberinto escénico, le pregunto: "Ah ... ¿querés que dibuje otro niño, otra casa y otro árbol en tu otro brazo?" Se instala un silencio. Carla me mira y acerca aun más su brazo izquierdo en el que no había ninguna marca, ni pulserita. Flexiona su antebrazo y vuelve a extenderlo, creo comprender que de­manda un nuevo dibujo. Tomo el marcador y comienzo a dibujar una niña en la palma de la mano, luego, la casa y, finalmente, el árbol.

Al realizar estos nuevos dibujos-trazos vuelvo a cantar, con la mirada atenta de Carla acompañando la melodía que entono y los trazos. Sus dos brazos están dibujados y en­lazados junto a mi mano a través de los personajes que van enlazándose entre sí. Comienzan a visitarse (acariciarse), a bailar, a jugar, a hablar, formando parte de un escenario y de una escena que se pone en acto en el espacio transferen­cia!.

163

En un momento dado, Carla repentinamente mete su mano dentro de la remera, como si estuviese rascándose. Ante esta actitud, me detengo, ya que no alcanzo a compren­der qué está sucediendo. De golpe (con cierta incertidum­bre), me doy cuenta, perplejo, de que el "escenario" (brazo), donde estaban dibujadas la nena, la casa y el árbol, había desaparecido. Estaban ocultos tras la remera.

Reacciono y exclamo: "Uy se fue la nena con su casa , ¿dónde están? ¿se escondieron?" y, con mi dibujo-personaje (el amigo), voy a buscarla. Utilizando mi mano-dibujo­títere, intento encontrarla debajo de la silla, atrás de la puerta, arriba de la mesa (¿era un juego de escondidas?) y, como no la encuentra (pues Carla seguía con su brazo­personaje escondido bajo la remera), el amigo comienza a llorar.

Mi personaje-mano-títere llorando, en su tono de voz dice: "¿Dónde está mi amiga? Se fue con su casa, con el árbol. No te encuentro, aparecé ¿dónde estás?" Como Esteban le respondo: "No te preocupes ya va a aparecer".

En ese dramático instante de la escena, Carla saca su brazo-personaje-dibujo de la remera y el personaje-títere exclama: "Acá estás, te estaba buscando, ya apareciste, no te encontraba y no quiero abandonarte, no vamos a dejarte sola." Carla extiende ahora su brazo relajado y el amigo títere vuelve a visitarla.

A continuación el personaje-títere invierte el juego y le propone: "Ahora, ¿dale que me escondo yo y vos me buscás? Así podemos jugar a las escondidas, antes te escondiste vos y ahora yo". Carla me mira, se sonríe y entonces escondo mi mano-títere en la camisa. Carla se queda mirando sorpren­dida, entonces como Esteban digo: "Se fue nuestro amigo, se escondió, tenemos que llamarlo para que venga". Carla allí produce un sonido y comienza a mover el brazo, para arriba y para abajo, como reclamando por su amigo.

Ante estos movimientos, hago aparecer al amigo-títere que vuelve a jugar con ella, diciéndole: "No te asustes, aquí estoy, me había escondido en la camisa de Esteban, vamos a jugar".

164

Carla agarra el marcador y me lo da. Entonces afirmo: "Ah ... qué bueno, ¿querés que sigamos dibujando? ... Des­pués del árbol, podemos hacer un sol". Me mira y mueve el brazo, con lo cual dibujo un sol después del árbol de ca­da brazo. Carla sonríe y se la nota contenta. Su gestualidad y el rostro se habían modificado.

La terapeuta, que también estaba mirando, ofrece la palma de la mano. Carla me da el marcador y le hacemos el dibujo de un niño-amigo que se transforma en otro persona­je, al cual le mostramos la casa, el árbol, el sol y, de este modo, se incorpora a la escena.

Con todos estos personajes estábamos jugando cuando, inesperadamente... Carla empieza a pellizcarse el brazo arriba de donde habíamos dibujado el sol. Lo hace con fuerza, como si estuviera enojada o con bronca. Ante este gesto, me detengo y espero algún cambio de actitud o alguna pista para comprender qué sucedía. Carla sigue pellizcán­dose, nos inunda un instante de incertidumbre y silencio.

En ese momento, procuro darle un sentido a lo que sucedía y digo: "Ah ... arriba del sol hay una tormenta, con muchas nubes y seguramente está lloviendo". Carla inmediatamen­te para de pellizcarse, se detiene y me mira. Tomo el marcador y hago las nubes, al mismo tiempo exclamo: "Uy! que tormenta fuerte ... voy a hacer la lluvia". Cuando dibujo la lluvia en su brazo, al hacer cada una de las gotas, intuitivamente realizo un sonido: "poin, pun, tin, ton, tan". Ante estos sonidos musicales que nos enlazan, Carla se sonríe sin dejar de mirarme.

Seguidamente, comienza a pellizcarse el otro brazo, lo que interpreto del mismo modo. Carla deja de pellizcarse y entonces dibujo la tormenta, las nubes y la lluvia con sus respectivos sonidos . Ella continúa atenta mostrando sus brazos-dibujos-personajes, capturada por la escena, co­mienza a espejarse en un escenario simbólico.

Me voy despidiendo de ella a través de los distintos persona­jes que se desplegaron en el encuentro, la dejo jugando con su terapeuta y maestra que, por supuesto, eran parte del escena­rio y de la intimidad que habíamos construido.

165

La inscripción de la imagen del cuerpo en Carla

¿La imagen del cuerpo de Carla se sostiene en la escena o en el estereotipar sin escenario? Registramos claramente cómo, en este caso, nuestra función clínica pasa fundamentalmen­te, por el armado de un escenario y una escena donde Carla se refleja en la diferencia, produciéndose un efecto de construcción simbólicamente imaginario y de anudamiento de lo real.

Si tomamos la definición de Lacan de lo real, como "lo que no cesa de no inscribirse", podríamos afirmar que, en la escena descripta, el escenario simbólico posibilitó cesar de no inscribirse, o sea, a partir del lazo escénico fue posible una inscripción. El acontecimiento escénico creó el lazo transferencia! necesario para producir múltiples sentidos.

En Carla esta inscripción podemos pensarla por lo menos en dos sentidos: uno cuando Carla se refleja en la historia de los dibujos y personajes, y otro, cuando estos mismos perso­najes comienzan a inscribirse más allá de ella, como repre­sentantes de una representación,5 o sea, cuando esta ins­cripción dibujo-personaje necesariamente pasa por el decir , la mirada, el gesto, la actitud del Otro, para constituirse finalmente en representante escénico de ella. De este modo, el universo imaginario se articula como aquello que no se cesa de inscribir sentidos, reconociéndose en una posición subjetiva diferente .

Desde mi posición clínica, no dejo de sorprenderme de los efectos instituyentes, que el lazo escénico transferencia! crea tanto en ella como en mí pues, si efectivamente concor ­dáramos con que en este escenario se ha producido o se está produciendo alguna inscripción, la misma no deja de tener efectos en mi propia posición en la clínica.

Cuando en un niño se constituye una inscripción como 5

Nos referimos aquí al concepto freudiano de "uorstellungsrepréisen­tanz", que alude al armado del circuito pulsional, a la organización de lo inconsciente como estructura.

166

efecto transferencial, ¿qué consecuencias tiene ello para el t erapeuta que sostiene y lee esa inscripción, siendo parte de la misma? Difícil respuesta ante este conjetural interro­gante.

El vértigo y la conmoción de la escena me suscitaron, como efecto dramático, la necesidad de escribir este caso, inscri­biéndose en una serie que, como tal, va dejando sus huellas. La complicidad de la escena con Carla me ha hecho reflexio­nar, sensibilizándome para escribir, transformándose para ustedes en la lectura y para mí en la escritura. ¿Será éste un posible modo de un "saber hacer", con las marcas que los pacientes nos dejan a nosotros?

Al concluir el encuentro con Carla realicé una entrevista con la madre, en la cual hablamos sobre la historia de su hija. Me relata que su marido falleció hace dos años de una enfermedad que lo mantuvo postrado durante mucho tiem­po. Carla tenía muy buena relación con su papá y que, por ese motivo, cuando fallece, ella decide no decirle nada a la nena para que no sufra.

Textualmente afirma: "Total como no habla ... yo estaba muy mal, lloraba por cualquier cosa, no quería decírselo para no cargarla ... ya tiene mucho con lo de ella para agregarle lo del papá. No quería que ella sufra más y entonces en casa no se lo dijimos. Se lo contamos recién a los seis meses, cuando en la escuela nos dijeron que era impor­t ante decírselo".

A continuación, la madre se queja de Carla porque es muy acelerada, no entiende las cosas, no puede esperar. Al decirlo, la madre se angustia, aclarando que ella también se acelera, se pone ansiosa y da como ejemplo que cuando van de vacaciones a la playa, no le anticipa a su hija nada, sino que lo hace el mismo día en que salen, con lo cual es ella quien la acelera.

La madre afirma: "Ahora hablando con usted, me doy cuenta de que la trato como una valija y que soy yo la que no le permite preparar sus cosas". Concluye diciendo: "Yo al tratarla así la acelero a ella, la pongo nerviosa, no la dejo pensar ... "

167

La entrevista continúa y comienzo a trabajar con ella lo importante que sería para Carla ayudarla a construir su femineidad. A la madre se le ocurre entonces la posibilidad de compartir con ella algunos cosméticos, ayudándola en su higiene e ir a ver vidrieras juntas. Sorprendida afirma: "La verdad, es que casi nunca fui con ella a recorrer vidrieras o preguntarle si quería pintarse ... voy a ver si puedo hacerlo, yo tengo ganas, espero que ella me responda bien ... quiero seguir hablando de esto, me angustia, pero me hace bien ... " Al concluir la entrevista, la madre arregla para un encuen­tro con la psicóloga de la institución, para seguir hablando de estos temas.

Finalmente, trabajo con todo el equipo en estas nuevas estrategias escénicas, que surgieron a partir de la supervi­sión. En relación con Carla, surgen nuevas tácticas de trabajo tanto a escala escolar como clínica, afianzando el lazo transferencia} con ella en los distintos espacios, donde se desenvuelve en el ámbito institucional, para que ella pueda existir y reconocerse en las diferentes producciones que puede realizar. Con respecto a la madre, se reflexionó acerca de establecer una serie de entrevistas en función de la nueva demanda que ella había realizado.

El acto psíquico en la mirada, los gestos, las palabras y el cuerpo

¿Qué podríamos pensar del singular encuentro escénico transferencia! que aconteció con Carla?

¿Cómo se generó el afecto libidinal que circulaba en el lazo que a través de los dibujos creamos juntos?

¿Podríamos llamar a ese encuentro un acto psíquico que se producía en ese diálogo de miradas, palabras, canciones, gestos, rasgos, trazos?

En la inaudita perplejidad del inicial encuentro con Car­la, el afecto -libidinal- conmemora la puesta en escena de

168

un acto psíquico. En el gesto estructurante de mirar, de gestuar, el niño deja de percibir los ojos, sustrayéndose en la mirada cautivante que, al mismo tiempo que lo refleja, lo representa en un ser mirado y en un hacerse ver para otro.

El asombro original del encuentro producido no deja de asombrarnos en toda la inimitable representación. Induda­blemente es un punto de partida y de fuga, a partir del cual se inicia el juego de la apropiación y la diferencia.

La mirada y la gestualidad allí constituidas están detrás del ojo y de la motricidad. En ese otro lado, en ese detrás, en lo invisible, en lo intocable, el niño puede dejar de reprodu­cir lo mismo para recomenzar de nuevo en la discontinuidad de la temporalidad.

El deseo del terapeuta tendrá que ponerse en escena con toda su enigmática fuerza, sustentando el escenario que motoriza la imagen deseante del niño. Esa imagen en el fondo es reveladora de una ausencia, pues allí donde falta la visión, adviene la mirada y lo inaprehensible del espejo del otro.

El inaudito encuentro entre nuestro deseo de sujeto y el quehacer desinteresado y estereotipado del niño, va abrien­do la compuerta, la abertura y grieta por donde se colará y cobrará vida su deseo, el inicio del tiempo otro en la imagen cautivante de la escena.

La puesta en escena del deseo "afectivo" en nuestra mirada convocante y el encuentro invocante del mirar in­quieto del niño hacia nosotros, provoca ese silencioso instan­te, esa intimidad siempre desplazada, asombrosa en la diversidad de efectos.

La dramaticidad de miradas, gestos, palabras y espacios de relación trastoca la homeostasis de la percepción, trans­formándola en un escenario de representación donde el niño, al introducirse en el recorrido del cuerpo pulsional y libidinal, se puede descentrar de la imagen real, de la sensibilidad perceptiva gozosa que lo impregnaba, llevándo­lo a estereotipar.

En la estereotipia sensoriomotriz como la de Carla, el niño crea, una y otra vez, el movimiento parado en el cuerpo, ese

169

ver paralelo al ojo, donde la pulsión no puede jugar sujuego, que siempre implica pasar por el campo del otro para recuperarse diferente. La imagen queda estática en lo car­nal del movimiento

Al estereotipar, el niño crea una imagen indivisible per­ceptiva del cuerpo, una imagen que en sí misma lo totaliza completándolo en el mismo movimiento del cual partió.

La estereotipia en la infancia nos demuestra una y otra vez la existencia de una imagen real sin sujeto.

La operación estructurante que pretendemos realizar se estructura a partir de la puesta en escena de nuestra demanda -ya que el niño en su estereotipar no demanda­sino realizar ese grito parado en el aire, o sea, sostenido en el goce del órgano sin cuerpo pulsional. La imagen que se crea le devuelve al niño la "sinrazón" de la completud perceptiva a la cual nos oponemos fervientemente a través de la escena. 6

Un niño curioso es el que trata de mirar aquello que no se puede ver, es lo que impulsa el deseo de saber. Esta imposi­bilidad de ver es la que funda el desconocimiento y, al mismo tiempo, el deseo de conocer. En este recorrido, el niño encontrará a partir de la demanda del Otro la imagen especular que lo representará, a partir de la cual podrá re­conocerse.

El niño en la estereotipia crea una imagen real, plena de goce. En esa plenitud, el órgano sin imagen del cuerpo soporta el goce consumiéndose en la inmovilidad de la nada para ver, ni escuchar, a no ser su (im)propia organicidad perceptiva gozante. En este registro real, el mundo para el niño no se torna visible ni sensible, pues el espejo queda limitado al estereotipar, que lo consume en la inutilidad de lo fragmentado, de una memoria sin sujeto.

6 Sabemos, desde Freud y Lacan, que la pulsión proviene de la

demanda del Otro y que aquello que se mira es siempre lo que no se puede ver: justamente es lo que causa el deseo de mirar.

170

¿Qué podemos hacer cuando los niños no pueden generar demanda?

Cabría entonces preguntarnos: ¿cómo podemos armar una demanda allí donde las puertas del cuerpo (los orificios corporales), se cierran en la totalidad del goce específico de cada fragmento corporal?

La respuesta que pudimos encontrar es intentar generar en el niño una demanda a partir de la nuestra. Y, para ello, nos resulta necesario, como en el caso de Carla, anticipar un sujeto y colocar nuestro cuerpo en escena. Es una demanda que no sólo la instrumentamos a través de la palabra (pues ella sola no nos alcanza), sino a través de nuestro cuerpo, ya que el mundo sólo se tornará visible, audible y significante para el niño si puede sustraer del cuerpo del Otro los significantes que lo representan.

Nos encontramos con el siguiente interrogante paradóji­co: ¿cómo ubicar nuestro cuerpo en el acto clínico, sin colocar nuestro deseo?

El sujeto de deseo adviene siempre dividido, entre aquel que ve y aquel que mira, entre aquel que oye y el que escucha, entre el órgano y el cuerpo, entre el tacto y la caricia, entre el esquema corporal y la imagen. Es éste el modo en que el niño entra en otra aventura, en la travesía pulsional, donde se ponen en escena el montaje subjetivo en el desarrollo psicomotor del niño, creándose lo infantil de su infancia.

Esa primera mirada inaudita del niño que no podía mirar, o ese gesto relacional del pequeño que no podía gestuar, o ese primer fonema que todavía no pronunciaba palabras, testi­monia algo que ese adulto en cuestión (terapeutas, educado­res, padres) había dejado de ver, captar, anticipar y calcular en el acto escénico. El niño se recupera en el asombro y la fresca sorpresa de la perplejidad del encuentro con lo otro, con el sujeto deseante y, por lo tanto, demandante.

Como vemos, se trata de una existencia compartida, el niño existe en ese lazo con el Otro -que figuradamente

171

encarnamos- y nosotros, existimos en esa demanda que arma lazo con el niño. Entre ambos comienza a sucederse una historia, un acontecimiento que rompe la monotonía gozosa e indiferente que le impedía y lo condenaba a la identidad estereotipada, a la perpetua prisión sin salida del órgano perceptivo sin imagen del cuerpo.

El desmontaje de la estereotipia

Ir hacia lo literal de la estereotipia y seguir su litoral hasta abrir una brecha será el sendero a recorrer. El desmontaje de la estereotipia se inicia cuando el Otro, al captar en ella un detalle anodino o aparentemente insignificante, provoca una nueva fuente identificatoria. Encadenamiento creado e inventado como si fueran puentes colgantes, apoyándose en matices instituidos en el lazo escénico de la relación que les dio origen. Esta transformación es efecto de un aconteci­miento.

La ruptura de lo idéntico a sí mismo en la infancia enmarca el distanciamiento insoslayable de estos espejos en eco que, enfrentados narcisísticamente, totalizan entre sí las imágenes que enuncian el camino de la diferencia y de la representación simbólica, lo que daría cuenta de las vicisi­tudes del circuito pulsional y sus destinos, delineando un estilo infantil y, a la vez, poético.

Nos parece que Marcel Proust re-encuentra el estilo infantil al afirmar: "El estilo no es en modo alguno un adorno, como creen algunos, ni siquiera es una cuestión de técnica, es como el color en los pintores, una calidad de visión, en la relación del universo particular que ve cada uno de nosotros y que no ven los demás".

A un niño le pasan muchas cosas, para las que aún no está preparado, por eso no deja de angustiarse, sorprenderse y curiosear. Esas cosas pueden ser, entre otras, el nacimiento de un hermano, mudarse de casa, la separación de sus

172

padres, un cambio de escuela, la muerte de un familiar, un accidente imprevisto, en fin, acontecimientos todos que conmueven la estabilidad, la imagen y su relación con los

otros. Esta conmoción hace que el sujeto niño no sólo nunca esté

en el lugar que tendría que estar, sino que esté producién­dose en el acontecimiento mismo que lo angustia, lo alegra, lo desconcierta, o lo sorprende, tornándolo curioso, o sea, sujeto de enigmas y de misterios a develar.

En esta realización heurística del niño que se hace en la escena que le acontece, se produce una mágica invención simbólica; en efecto, de escuchar se transforma en escucha­do, de mirar se transmuta en mirado, o de jugar es jugado por la escena que está jugándose, aconteciendo.

El niño aventurero se deja desbordar por este suceso que lo escenifica sin medir, muchas veces, sus consecuencias (los límites, los bordes) y es justamente por eso, que también necesita que el Otro bordee y teja el borde, la frontera. Al dejarse llevar por la curiosidad, por el enigma que entreteje al jugar, se abre el trayecto de apropiación subjetiva.

En la complejidad de inversiones, en esta serie de muta­ciones escénicas por las cuales un niño de demandado y deseado se transforma en demandante y deseante, recono­cemos claramente el empuje y la voracidad pulsional que lo impulsan a ubicarse siempre en otra posición de alteridad, reflejándose distinto de él -que ya no es otro-y de los otros -que ya no son él-.

La invención sin interpretación en la infancia

¿Cómo podríamos situar esa increíble capacidad del niño-y a veces de los artistas-, de dejarse desbordar por la escena que él mismo produce y mueve de lugar, de tamaño, de dimen­sión, de volumen, al tiempo que construye de diferentes

173

elementos (sillas, mesas, hojas, colores, almohadones, telas, cubiertos, palos, papeles, etc.) los mundos ficcionales e imaginarios propios de la niñez, instituyéndose?

La respuesta no es sencilla, lo que ocurre es que jugando, escenificando, colocando la imagen y el cuerpo en escena, en ese mágico desborde que el niño "sabe hacer" y crear, en ese exceso de sentido ilimitado, en esa exageración imagina­ria, el niño produce un descubrimiento. Lo produce porque justamente antes de producirse no estaba.

¿Qué des-cubre e inventa allí el niño? Inventa y descubre lo que él no es, lo que no está. Crea un

mágico mundo en el cual, lejos de "adaptarse" a él, es creado por ese mundo al mismo tiempo que lo está creando. En ese nivel desbordante, creativo y atrayente, el niño como tal se vuelve invisible (está en otro mundo creándolo), deja de estar limitado por las leyes temporales y espaciales.

En esa otra dimensión del artificio y la ficción en escena, cambia el tiempo (puede jugar a estar en el pasado, en el fu­turo o en una dimensión temporal desconocida) y el espacio, pues puede ser dos o más personajes en la simultaneidad espacial de dos tiempos diferentes; por ejemplo, puede morir y al instante resucitar o puede vivir en varios espacios al mismo tiempo desafiando las leyes conocidas.

En los acertijos escénicos, puede dejar de lado la ley de gravedad y jugar a volar, a flotar, a dar vueltas, a caer, a hacer piruetas, a arrojarse de un abismo o al decir de un niño: "vamos a saltar una montaña de nieve, así nos salva­mos de la tormenta" y a continuación teníamos que saltar un gran baúl con sillas que él había colocado y transformado en una montaña.

Al terminar de saltar (recuerdo que ese nmo que me ayudaba a saltar esa fantástica "montaña", justamente tenía grandes dificultades práxicas y psicomotrices) afirma: "lo logramos, saltamos la gran montaña nevada, la tormen­ta y los monstruos del miedo quedaron atrás, ahora tenemos que construir y saltar otra montaña. Apurate y saltamos, ¡vamos!"

Detengámonos en esta escena; dentro de ella, en ese

174

laberinto, el niño y el terapeuta (si se arriesga y toma sus recaudos) se dejan impulsar y llevar por lo inaudito del disparate escénico, por la frescura y luminosidad del sinsen­tido o por ese desorden más allá del sentido que funciona en lo dispar del espacio, simbólicamente ficcional, de la repre­sentación representándose como tal.

El niño aventurero realiza sus aventuras, afirmándose así en las escenas que él mismo crea con la varita mágica de las representaciones, sucediéndose. Este instante no es del orden de la interpretación, sino de la instalación de una nueva red, de un nuevo circuito diferente y significante, que se produce en el inevitable devenir transferencia!. Lo que abre las puertas del acontecimiento infantil y de la porosidad histórica.

Nos encontramos así, al dejarnos desbordar por lo infantil de la infancia aconteciendo, con un doble movimiento escé­nico por el cual en la escena, a la vez que hay adquisición de sentido, al mismo tiempo hay pérdida. Esa pérdida de senti­do intraducible e indescifrable es, a su vez, la que le posibi­lita al niño introducirse en el sinsentido, en la revuelta del desconocimiento y, sin darse cuenta, en el saber-no sabido­de las representaciones inconscientes.

Lo que resulta ininterpretable e intraducible es ese fugaz instante de producción, creación e inscripción escénica del sinsentido donde, al mismo tiempo que se desconoce, se reconoce en el placer del desencuentro por lo inédito de lo inaudito. Al desbordarse por fuera de la significación, el niño sobrepasa el campo del significado y el signo, instalan­do e inscribiendo lo intraducible de la representación simbó­lica.

Esos momentos inasibles y fugaces de intimidad evanes­cente no son hablados por el niño, ni admiten traducciones. Más bien ellas frenan y paralizan ese instante. Lo que el niño necesita allí es sostenerse en el Otro para desbordarse en ese ritmo pulsional para en otro tiempo, re-encontrarse y resignificar el sentido de la escena y, al fin de cuentas, si es posible, tomar conciencia de ellas.

En la escena clínica procuramos dejarnos desbordar, para

175

posibilitarle al niño producir el sinsentido, incorporarlo, inscribiéndose en la escena, para luego, en un tiempo segun­do, resignificar ese momento, que conlleva la secreta impo­sibilidad de recordarlo todo. Siempre habrá un resto no tramitado, no elaborado, no articulado, en esa imposibilidad mágica se pondrán en juego los futuros enigmas infantiles que impulsarán nuevas aventuras.

En ese umbral operamos para que sea el niño el actor de su propio e inédito laberinto, dando lugar a que germinen nuevas representaciones de él, del cuerpo y de las cosas que le pasan. El mundo del niño será poroso e imbrincado, lo opuesto a la fijeza de lo estereotipado.

La varita escénica del niño

Volvamos a ese momento crucial para el niño donde se lanza a jugar, a crear ficcionalizando, donde es asaltado por ese asombro y extrañeza que él mismo, a través de su varita escénica, se produce. Llamándose a ser lo que aún no es. Tal vez sea ése, uno de los pocos resquicios donde el pequeño todavía puede ser libre.

Con su varita escénica a cuestas, el niño ejerce su inci­piente y efímera libertad condicional. Condicionada a su mandato, a la historia, a los supuestos, a los prejuicios, y al universo simbólico, que le abre sus puertas para ser libre siempre de mentira, o sea, como no podría ser de otro modo, jugando.

Jugando el niño puede ser grande, superhéroe, doctor, aviador, modelo, deportista, o maestro.Juega a serlo porque no lo es . Éste es el límite, el litoral, la libertad, el enigma, la incógnita de ser, lo que aún no puede ser. En esta franja el niño construye sin saberlo el porvenir de una ilusión, ser grande como nosotros y, al mismo tiempo, ser diferente.

En la libertad condicional de la infancia recogemos una paradoja que nos mantiene atentos: el niño al jugar está simultáneamente presente y ausente. Está y no está en ese

176

espacio, está presente pues él lo está produciendo en su realización escénica y ausente cuando representa algo o alguien que él no es.

Al jugar, al ser otro, el niño se coloca en escena; en esa dialéctica consistentemente simbólica, es y no es al mismo tiempo. ¿Es posible pensar lo infantil del niño sin esta deslumbrante paradoja?

Cuando los abuelos o los padres narran cuentos a sus nietos o a sus hijos, acaparando su atención, los niños se sienten dispuestos a escuchar una aventura que ciertamen­te les resultará inesperada. ¿Qué es lo que esperan los niños de este momento íntimo, que muchas veces los ayuda a dormir, a soñar, a crear, a imaginar?

Indudablemente, en ese espacio, lo que más asombra a los pequeños no es tanto el contenido del relato, sino el afecto deseoso que en ellos coloca ese Otro. Al narrar el cuento, lo hace de un modo deseante, estructurándose la emoción mágica del encuentro con el deseo del Otro. Para hacerlo, ese Otro tendrá que estar en la aventura narrativa, no puede relatar el cuento desde afuera, sino que tiene que introducir-se en él a través de su deseo.

Los padres o los abuelos (o quien cumpla allí su función), al contar un cuento, le imprimen una cadencia, un ritmo musical, una tonalidad afectiva particular, que enuncia un estilo de decir afectivo. No es nunca un relato lineal sino dramático y cómplice.

La dramática de la escena del cuento está dada por ese ritmo afectivo que el Otro coloca en la entonación y pulsión del relato. Esta dimensión está dada fundamentalmente por la esperanza y la promesa de encontrarse junto con el Otro, en esa complicidad escénica que los espeja en otra dirección desconocida para ambos.

El niño tiene la esperanza de encontrarse con algo desco-nocido, justamente lo maravilloso y mágico del cuento reside en que no se sabe qué es lo va a suceder, y es el ritmo que el Otro imprime el que lo transporta azarosamente a un terreno que ignora, desconocido pero, al mismo tiempo,

íntimo.

177

El pequeño halla la promesa de intimidad y la esperanza de re-encontrarse, una y otra vez, en ese refugio insoslaya­blemente mágico donde los ogros, los enanos, las brujas y los gigantes, juegan sus juegos libremente, cargados de la dramaticidad que el Otro no deja de colocar, generando la intimidad del cuento y lo contado.

Los niños creen en los cuentos, no en sus moralejas didácticas o en sus contenidos morales, sino en la creencia de volver a encontrarse con aquello que ignoraban. El niño sabe que es un cuento-no es de verdad-, y sin embargo, es verdadero en el ritmo de las palabras afectivas y mágicas que se suceden, capturándolo en la dramaticidad del espejo junto al otro.

Nos encontramos frente a un verdadero acontecimiento que, indudablemente, dejará sus huellas, sus marcas en lo inconsciente. A diferencia de un lapsus, un chiste, un acto fallido, u otra formación del inconsciente, en la cual un sujeto se choca, se enfrenta inesperadamente con lo inadver­tido, con lo impensado o con lo imposible, las palabras afectivas, mágicas e íntimas del cuento relatado por ese Otro son una esperanza del encuentro con un laberinto que los conducirá a un enigma, incógnita desconocida y al mismo tiempo esperada.

Un niño, en esa intimidad relacional de la narración escénica, sostiene simplemente la esperanza del encuentro con el enigma del Otro que, a su vez, causa su deseo. Lo interesante es que no trata de develar el enigma, sino de vivirlo. Recordemos que en esas aventuras siempre estarán al acecho minotauros, monstruos, brujas, ogros o persona­jes, que custodian o franquean el misterio del enigma.

Se trata de vivir el enigma con el niño, pues en esa vivencia, en esa experiencia enigmática y misteriosa, descu­bren aquello que esperaban y, al mismo tiempo, no espera­ban. Es justamente ese desconocimiento lo que los transpor­ta al terreno de la ficción escénica, donde lo anticipado no colma nunca las expectativas de lo que va a acontecer.

Las palabras mágicas, no en su contenido, sino en el ritmo, cadencia, tonalidad y prosodia tónico-gestual, o sea,

178

en la puesta en escena, traslada a ambos, niños y adultos, a un mundo otro en el cual algo se revela. U na revelación acontece, al franquear el umbral que los aleja de lo conocido y los lleva al campo del artificio, de lo po-ético e inaudito.

En la infancia, el campo del jugar, la puesta en escena de la ficción, como las palabras mágicas, conllevan la "nota azul", 7 la varita escénica, constituida en la esperanza secre­ta de que algo va a suceder, metamorfoseándola en mundos imaginarios que existen a través de la varita.

La secreta y originaria esperanza de descubrir una reve­lación desconocida, abre las puertas a la posibilidad del desenfreno afectivo, del acto creador, creándose en la esce­na, en el devenir del cuento, en la narración. Habitar la creación contiene un ritmo pulsional que enmarca el acon­tecimiento por venir, aunque todavía no ha llegado (en eso se diferencia de cualquier formación del inconsciente).

La inteligencia y la vida del cuento

¿El niño está en el cuento escénico o el cuento escénico está en el niño? ¿Dónde reside la profundidad de estos encuen­tros y des-encuentros entre hijos, padres, nietos y abuelos?

La profundidad del cuento escénico no está en el cuento, sino en ese abismo de intimidad evanescente que se produce en la escena misma, aconteciendo junto a la modalidad afectiva del mismo relato.

El absurdo es el sinsentido y, en esa profundidad de la narración que se sucede, el niño, sin darse cuenta, renuncia

7 Didier-Weill analiza la nota azul como una nota musical capaz de preservar al sujeto contra el tedio y la monotonía. Esta metáfora cromática musical alude al poder de la música y el acto creador consis­tente en transportar al sujeto por distintas instancias desconocidas, lo cual resulta fundamental para considerar al cuerpo como estructura. Didier-Weill, Alain, Nota azul, Río de Janeiro, Ed. Contratapa, 1997 y Los tres tiempos de la ley, Rosario, Ed. Homosapiens, 1997.

179

a poseerlo todo. Sólo quiere ese instante inaprehensible y afectivo con el Otro, que dura sólo un momento profundo en su abismal pasaje por lo desconocido.

Lo que aparentemente es absurdo del relato o del jugar no deja de ser una invención, tal vez, el único tiempo en el cual un niño produce lo más infantil de la infancia, donde el absurdo, pese a todo, es otra forma de sentido nunca defini­tivo.

La vida del cuento, del jugar, del descubrir, del inventar del niño es intermitente, remite a un tiempo en vaivén, en diferencias, en síncopas, y silencios significantes. La dimen­sión propia de la infancia es la profundidad que no tiene una unívoca dirección lineal o recta, es más bien disarmónica, hacia arriba, al costado, más hacia abajo, menos hacia el otro, o sea, hacia todas partes y hacia ninguna definida del todo.

Un niño, por serlo en su infancia es lo opuesto al todo, pero nunca tampoco es una parte o un fragmento de algo. Justa­mente, la infancia estereotipando no tiene esa dimensión en menos, en falta, en vacío, mágicamente ineficaz e íntima del encuentro con el Otro.

La estereotipia se afirma exactamente en lo opuesto, procura un llenado, la plenitud, el signo mismo de lo indife­renciado. He allí lo trágicamente mortal del estereotipar. Al hacerlo, todo es banal, superficie lineal sin profundidad.

La profundidad implica siempre abismarse a un vacío. El niño se afirma como desconocimiento, causando la curiosi­dad y el quehacer infantil. Cuando él transforma una cosa en otra, por ejemplo,_ una birome en un avión, tiene que negar la birome y, sobre esa negación, afirmarse en el avión. El avión confirma la doble negación y afirma la entrada a una frontera, en la cual puede volver a crear y partir. Para hacerlo, el niño tiene que negar la cosa, re-creándola como juguete.

La creación y la negación como operación simbólica van juntas, dando margen para que la representación entre en escena y, al mismo tiempo, se inscriba como acontecimiento posible de un recuerdo, del cual difícilmente podrá olvidar­se, aunque al jugar lo estará recordando. Cuando un niño

180

juega, no hay duda de que recuerda, crea una memoria anticipada.

La dimensión de la profundidad siempre delimita cierto r iesgo, ya que implica poner en escena la imagen corporal, descentrándose de sí, para crear y descubrir lo nuevo que, como tal, puede llegar a no encontrarse nunca. Ése es el abismo que duele: el desfallecimiento de la ilusión, la magia, la fantasía y la novedad.

En la profundidad afectiva de la escena el niño rompe los límites de lo racional, de la realidad, y en la irrealidad enuncia ese otro país de donde viene y va sin cesar, creando un pensar inteligente en la disimetría de lo plural.

La inteligencia del niño es un pensar profundo y afectivo, recuperamos el antiguo sentido etimológico de "leer entre líneas" en el interior de las cosas. La búsqueda inagotable del sinsentido en la infancia encuentra, en la entrañable curiosidad, la brújula que lo arroja así en las escenas que él producirá como acto inteligente. Si la inteligencia es esa afectividad íntima y profunda del niño, que lo causa al mismo tiempo que lo produce en el lazo con el Otro, ¿cómo es posible medir la inteligencia?

La varita real versus la varita mágica

Así como el niño se sostiene y es sostenido por la brújula de la curiosidad, dramatizada en la escena de intimidad afec­tiva que él crea, la infancia del otro espejo genera y se sostiene en la opacidad del estereotipar.

Podríamos arriesgarnos a afirmar que la estereotipia es la que desinstitucionaliza la búsqueda, suprime los posi­bles abismos enigmáticos y siempre navega en la superficie plana de lo mismo. Es un navegar sin olas, ni puertos. Es una brújula cuyas flechas indicadoras están fijas y no se mueven, señalando siempre la insípida letanía.

En el estatismo de la estereotipia, no pueden construir la

181

infancia, o sea, lo infantil. Más bien, ejercen su derecho a romper lo que de infantil sucede, por ejemplo, tiran, muer­den, destruyen o son indiferentes a los juguetes. Pero al hacerlo, sin saberlo, rompen el posible encuentro con la diferencia y la alteridad, que abriría las puertas para la otra escena. Rompen, así, el encuentro posible con la profundi­dad del vacío que la construcción de un juguete para jugar puede pro-ducir.

El niño que retrocede frente al juguete, lo rompe, o permanece obscenamente indiferente hacia él, no puede nunca abismarse en la libertad (condicional) de la profundi­dad, donde los referentes se crean, a medida que los constru­ye. Esta imposibilidad frente al juguete o frente a la cosa que no puede transformarse en otra, remite al presente mortal del tiempo y las cosas sin profundidad. Al decir de Antonio Porchia: "Si se mira siempre la misma cosa, no es posible verla".8

En la estereotipia, el niño ha perdido la profundidad de la intimidad esperanzada del encuentro-desencuentro con el Otro y con lo otro. Ha perdido la varita mágica, pero ella, en el siniestro goce, se ha transformado en una varita real, sin magia. Por eso, el estereotipar genera un lazo con las cosas y el otro, siempre igual, del mismo modo, y al mismo ritmo. Es un refugio constante frente a la diversidad indiferente e inexpugnable de la profundidad sin rumbo.

El rumbo fijo del estereotipar totaliza la acción, cercena la representación y cierra las vías para la gestualidad afectiva pues, al realizar gestos, la profundidad del rostro ilumina la alquimia del sinsentido y la esperanza. La fijeza del rumbo se opone violentamente a la dramática de la discontinuidad.

En contrapunto a la irreversibilidad de la representación estereotipada, nos encontramos con la intimidad escénica de la narración del cuento. A través de las palabras mágicas que el Otro produce, los niños, cautivados por ellas, confir­man la secreta esperanza del encuentro con lo nuevo, con el

8 Porchia, Antonio, Voces reunidas, México, Ed., Universidad Nacio­nal Autónoma de México, 1999.

182

sinsentido, con la puerta entreabierta del otro lado del espejo. Los niños en escena encuentran su propia varita simbólicamente imaginaria, con la cual anudan lo real. Esa refrescante y chispeante esperanza del encuentro con lo novedoso y disparatado despierta al sujeto niño, habitándo­lo en la diferencia.9

El niño, en el movedizo espacio de la ficción en escena, dejándose desbordar por el disparate laberíntico, es arran­cado del tiempo cronológico y llevado a la temporalidad existencial, donde su varita hace que las cosas hablen, los juguetes escuchen, los animales conversen, las plantas dialoguen y, a la vez, todas esas cosas sean escuchadas desde el encuentro mágico con ellas.

La varita mágica muchas veces se vuelve loca, puede hacer que dos más dos sean cinco, pero también tres. Ella tiene el poder de viajar a cualquier lado, atravesar cual­quier tiempo, recuperar un recuerdo o ensamblar un futuro. Puede hacer volar en el espacio, encontrar nuevos senderos, perderse sin disociarse, fragmentarse sin desunirse, cons­truir destruyendo o destruir construyendo.

El campo ininterpretable de la varita escénica del niño es un despertar en un espacio ciertamente disonante que, como tal, se ignora. Es el genuino y mordaz desconocimiento el que funda el conocimiento de lo que origina la novedad, renovando así (en cada varita mágica) la esperanza de lo verdadero en la ficción.

Los niños aman el espacio de la varita escénica, aman ese (des)encuentro con la insólita inspiración de lo inesperado, por eso buscan pistas para hallarlo. Les encanta encontrar las puertas para ir a ese mundo otro, en el cual descubren lo extraordinario e imposible del furtivo y fugaz (des)encuentro. Ellos exclaman: "Hacemos de cuenta que ... " o si no: "Dale que éramos ... ", invitándonos al devenir multifacético y traslaticio.

9 Lacan, en el último de sus seminarios, se preguntaba: "¿cómo puede ser introducido un significante que despierte al sujeto? [ ... ] que no tendría ninguna especie de sentido[ ... ] que nos abriría a lo que llamo lo real [ .. . ]." ¿Será la varita escénica, ese significante que en la infancia despierta un nuevo sujeto?

183

En algún (sin)sentido, no somos nosotros los que leemos la realización escénica del niño, sino que son más bien ellos los que la leen, revelándonos en su interpretación po­ética, la otra cara del espejo, esa otra realidad indómita de la infancia, constituyéndose en la varita escénica. Nosotros no nos resistimos a ella, más bien nos dejamos conducir por la deriva que la causa. ¿Seremos capaces de sostener esta po-ética?

El niño, durante la infancia, se sitúa abiertamente entre lo materno y lo paterno, entre lo pulsional (corporal y desbordante) y la legalidad (necesaria y contingente). En ese litoral, construye su función y funcionamiento de hijo que alcanza y excede la infancia.

Más allá de la configuración emblemática e infantil, el niño se nos aparece en la dignidad de su función de hijo, representante y portador de un linaje que lo hace existir y lo trasciende, descubriéndolo en el paradójico proceso mismo de su constitución.

La varita mágico-escénica vehiculiza al sujeto al campo de la promesa, la esperanza y la creación, encontrándose con la posibilidad de cambiar el lugar y el sentido de las cosas. El cambio no se puede retener, sólo se da en un tiempo que se escapa en su esencia estructurante, produciendo un vacío sostenido en la incertidumbre del enigma, creándose en la fugacidad del instante. Ese momento espontáneo es el portador de la promesa y la esperanza que siempre está por llegar.

Al jugar, el niño coloca en escena la promesa de realiza­ción, la esperanza de encontrarse escenificando lo inaudito e inesperado, manteniéndolo despierto en la fugacidad del porvenir, instituyéndose. La puesta en escena revela, en el juego, lo que le falta a la palabra, y ella a su vez nos re-vela lo que le falta a la escena. Doble espejo por donde transita el quehacer infantil.

El secreto de la varita mágica está en el placer escénico que se realiza jugando y, al hacerlo, emerge un nuevo sujeto, produciéndose en la epifanía del acto creador.

184

Capítulo 8 DIAGNÓSTICO DIFERENCIAL DE LAS ESTEREOTIPIAS. MARTÍN SE PARALIZA

Las estereotipias motrices

"No hay ser sin fisuras." Friedrich Nietzsche

En principio podríamos definir a las estereotipias motrices como una producción del niño; es decir, son producciones que él realiza. Son presencias que reproducen siempre un mis­mo espacio-tiempo. El problema reside en que, al hacerlas, ellas no espejan representaciones o escenas en las cuales el niño se reconozca, son su más tenaz parodia.

La estereotipia delimita la realización reproduciendo un movimiento "sensoriomotor" inerte, obsceno e inútil, que en su exceso gozoso nos da a ver el sufrimiento del niño. Son movimientos sensitivos, cristalizados, que generan una imagen real refractando la acción, provocando una tensión sensoriomotriz generadora de displacer, de oscura oquedad.

Mientras la imagen del cuerpo se estructura en relación con el deseo, configurándose como una figura de él, la imagen corporal del estereotipar se organiza alrededor de la sensación tónico-motriz que produce anónimamente.

El estereotipar conlleva la constancia precisa, vigorosa y eficaz del automatismo compulsivo y obstinado de reprodu­cir lo mismo. Tienen un circuito estable y, a la vez, tensional, presentificando un saber hacer en lo real. No evocan un objeto o una cosa, la reproducen en la insistencia de la

insensatez banal.

185

En ese contexto, el niño irradia sin velo ni simulacro el goce displacentero mortal, con el cual tenemos que lidiar al intentar aproximarnos a él. Siempre recuerdo uno de mis primeros pacientes, Carlos, un niño de 5 años, diagnosticado de "autismo severo, disturbio global del desarrollo".

Carlos siempre estaba con un lápiz girándolo, moviéndolo en alguna superficie (mesa, suelo, borde, ventana), no ha­blaba, ni miraba a nadie, hacía el movimiento estereotipa­dameilte. Al acercarme a él, para procurar armar algún lazo escénico, el niño (que teóricamente no miraba), giraba bruscamente, ensimismándose aun más y continuaba la estereotipia en otro sitio.

Si intentaba aproximarme por otro lado (sin que me viera), al traspasar un umbral "invisible" para mí, volvía a correrse de lugar y así sucesivamente mis intentos fracasa­ban. Este niño me llevó en aquel momento angustiadamente a interrogarme ... "¿Pero cómo, no era que (como había estudiado y leído) los autistas no miraban, ni registraban al otro?"

Así como un niño deseante crea la lógica de lo imposible (por ejemplo: como le es imposible ser grande, juega a serlo), la lógica del automatismo reproductivo es la de lo posible, en tanto se opone al deseo y a la demanda. Un niño deseante está preocupado por lo nuevo, por lo que no conoce ni sabe del mundo que lo rodea. En cambio, al estereotipar no está pre­ocupado; indiferente, está todo el tiempo ocupado en este­reotiparse en el estereotipar. Al hacerlo, se des-habita del Otro. En ese sentido la estereotipia es intraducible.

El estereotipar, realiza un "saber hacer" opacado en lo absoluto, pero ¿forma o conforma alguna imagen?, ¿consti­tuye algún espejo? Nos arriesgamos a conjeturar que efecti­vamente crea un espejo constante y permanente (no soporta la ausencia). Encuentra alguna cosa (un objeto, una luz, un movimiento, una postura) y se cosifica identificándose en ella, reproduciéndola compulsivamente en forma ilimitada.

En esa dimensión es capaz de ver en un estatuto donde el ojo y el espejo se fusionan solidificándose. En el fondo, él ve en tanto mira fractalmente en la cosa totalizándolo en lo

186

real. El ojo y el espejo se precipitan mutuamente en una turbulencia impenetrable, creando una imagen real en la cual constantemente se presentifica.

El niño al estereotipar es activo en la realización del goce. Esta actividad para nada es una actitud pasiva, consumién­dose en ella, mantiene la presencia inexpugnable de ese hacer. Nunca falta a las citas. No puede ausentarse, está atento siempre para girar, gritar, balancearse, moviéndose para excluirse, excluyéndose de la utilidad y legalidad que implicaría el límite y la pérdida de lo ilimitado. Ante esta posibilidad se indiferencia en la promiscuidad de lo mismo.

Mientras que la imagen del cuerpo es siempre la marca de una ausencia, en los niños del otro espejo se constituye como huella de una presencia evanescente.

Si las estereotipias son sólo presencias perceptivomotri-ces que en la pesadumbre de su andar no se re-presentan, ¿cómo posibilitar la representación psicomotriz de las mis-

mas? No pretenderemos aquí dar fórmulas o recetas ya estable-cidas, pues hemos constatado en nuestra práctica clínica que no existen dos estereotipias iguales, aunque los niños posean la misma problemática neurológica o el mismo

diagnóstico clínico. Si ubicáramos un ejemplo como el del síndrome de Rett,

que si bien tiene rasgos que son propios del síndrome, tales como hiperventilación, o frotación de manos, para nombrar sólo alguno de ellos, es sin embargo muy diferente respecto de cómo se ubica la problemática en cada historia, o sea, el modo de enunciación y expresión del síndrome es esencial­mente diferente en cada caso, pues responde a cada singu­laridad histórica en la cual se estructura un sujeto.

Siempre podemos encontrar una singularidad en la acti­tud, en la modalidad o en la forma y enunciación de la estereotipia. Constantemente nos proponemos encontrar en ella misma a un sujeto que, en su sufrimiento y angustia, se coloca en escena, estableciendo ·desde allí un lazo, una relación transferencial con él.

187

¿Cómo encontrar a Pablo en las caóticas estereotipias?

Daremos un breve ejemplo clínico del comienzo de un diag~ nóstico: Pablo es un niño de siete años cuyo diagnóstico neurológico es de síndrome mioclónico severo de la infancia. Este cuadro provocó en él gran cantidad de episodios convul­sivos que se desarrollaban día a día, los cuales han sido controlados recién en los últimos meses.

Pablo no habla, tampoco mastica y realiza estereotipias, se golpea, gira, mira poco sin detenerse mucho tiempo en los otros, muerde, deambula, se babea, toma objetos y los arroja sin sentido o los saca de un lugar y los coloca en otro.

¿Cómo establecer un lazo con él? ¿Cómo otorgarle un sentido a esos movimientos estereotipados?

En el comienzo, Pablo entraba al consultorio y tomaba objetos de una canasta o de los estantes y los tiraba para todos lados, yo intentaba tomar alguno, hablarle, saludarlo, comunicarme con él. Así noté que con algunos objetos (juguetes) él se detenía a mirarlos más, los tocaba, los babeaba o los arrojaba con más fuerza. A ese desborde caótico de objetos, movimientos, estereotipias que inunda­ban todo el consultorio, comencé a procurar colocarle un borde escénico.

Así fue como me detuve en esos juguetes que más tiraba y más babeaba (un auto, una nena, un nene y un pajarito) y empecé a colocarles vida, a crear un enigma, o sea, a transformarlos en títeres o personajes, que comenzaban a tener un sentido para ambos y nos permitían establecer una primera relación entre nosotros.

Entonces Pablo llegaba, tocaba y tiraba objetos pero al tomar a la nena, o al pajarito o al auto, yo comenzaba a hablar como si fuera uno de ellos, cambiaba el tono de la voz y hablaba como un auto o una nena que, por ejemplo decían: "¡Hola Pablo! No me tires al suelo ... me duele, no quiero ... ay, ay, llevame con Esteban".

Ante estas palabras del personaje, a veces Pablo se

188

detenía y me miraba entregándome el juguete, al que por supuesto yo saludaba y hablaba. Al hacerlo, incluía a Pablo en el diálogo imaginario y ficcional que construíamos.

Otras veces, Pablo no me miraba y, como si no escuchara a los personajes (títeres, juguetes), los tiraba sin ningún sentido ... En ese momento, yo como personaje, por ejemplo como auto o nene, gritaba: "¡Ay no, me duele! ¡Ay me lastimé!, ¡Esteban, ay, qué dolor!, ¡Pablo, ayudame, tengo miedo!"

Esperaba en silencio la reacción de Pablo, él a veces volvía a tomar al nene o al auto y me lo daba, con lo cual continuaba la escena, pero otras veces esto no ocurría, entonces yo como Esteban recogía el juguete y dialogaba con él acerca de lo que le había pasado. En esos momentos de gran intensidad dramática, tal vez Pablo estaba tirando otros objetos o golpeándose, era allí donde el juguete (personaje) y yo lo llamábamos, insistíamos hasta que, finalmente, Pablo ve­nía.

La escena se retomaba y podía continuar su rumbo, desplegándose en un nuevo escenario ficcional y lúdico. Lo importante a destacar de esta breve secuencia, es que a partir de las estereotipias y el desborde de Pablo la escena que pudimos construir fue configurando un escenario trans­ferencia! que comenzó a colocarle un borde, un sentido posible frente a lo imposible del quehacer estereotipado.

Pablo entraba en la escena, miraba y tocaba a los perso­najes, a Esteban, se babeaba menos, se sonreía, aparecían algunos sonidos y gritos al entregar o al tomar a los perso­najes, se acercaba más a mí (antes me ignoraba), acrecenta­ba su gestualidad. Al terminar la sesión, no quería salir del consultorio, ni dejar a sus juguetes-amigos-personajes.

Al escribir estas líneas, recuerdo un momento en el cual estaba abrazando a todos los juguetes-personajes, Pablo me mira, se detiene por primera vez, se inclina hacia mí y quedamos todos abrazados por un ínfimo e íntimo instante.

En este recorrido, la estereotipia como pura presencia que no se representa, comienza incipientemente a representar­se para él. No es ya una pura acción sin significación, sino

189

que empieza a orientarse en función del Otro y a articularse como gesto significante escénico.

Procuramos que el destino de un niño no sea nunca la inefable estereotipia de lo mismo o el diagnóstico-pronóstico de su patología, sino la puesta en escena del deseo de un sujeto, o sea, su esencia; ya que como nos enseña el filósofo Spinoza, el deseo es la esencia del hombre.

La reiteración errante del estereotipar

En toda escena existe la posibilidad de que se produzca una repetición novedosa, una nueva aventura, totalmente dife­rente a una reiteración o reproducción de lo mismo, sin escenario ni imagen del cuerpo, como por ejemplo, una estereotipia.

Una estereotipia es una escena coagulada, fija, reiterada, sin alteridad, que conlleva siempre un plus diferencial sin lograr transformarse en una apertura, pues ella implicaría un nuevo encuentro inesperado con lo desconocido, cierta incertidumbre que abriría paso a la aventura del niño, diferenciándose y apropiándose de este hacer. El esterioti­par expropia, cierra y cercena obstinadamente. La estereo­tipia se torna obscena porque está fuera de la escena simbólica. Sin variación, la reiteración se consume a sí misma. Es el displacer encarnado en la acción sin represen­tación, lo opuesto al cuerpo receptáculo.

El niño que hace estereotipias se a-propia, o sea, se expropia de él y, desde ese espacio desolado sin recepción, arma (¿inventa?) una acción como expropiación. El cuerpo y la motricidad del niño funcionan de acuerdo con el punto de goce, encuentro sufriente de él como cosa, como objeto que motoriza el hacer sin sujeto, conformando un escenario sin secretos, ni metáforas, ni aventuras. Es una presencia sin distancias que no está sostenida en la ausencia.

190

Pensamos a la estereotipia como una producción psíquica sin sujeto. ¿Es posible que haya una estructuración psíqui­ca sin sujeto? Las estereotipias parecen darnos la respuesta, pues en ellas en ese goce del cuerpo-movimiento hay sólo lugar a la fijeza de la reproducción. Una errancia sin límite, sin corte, ni parodias. Es una producción de la nada que anonada.

La estereotipia nos da a ver siempre lo mismo, es el terapeuta quien procura encontrar allí otra escena y, para ello, tendrá que construirla-deconstruirla, dejándose des­bordar por ella. El niño busca reproducir la escena sin sujeto, su reiteración es el modo que ha tenido de construir y ciertamente inventar una presencia constante. Sin el estereotipar, no percibiría la pesadez del cuerpo, su único refugio en lo real.

En la estereotipia, el niño se percibe fragmentariamente como totalidad. El es ese fragmento estereotipado, que lo presenta una y otra vez sin pérdidas en la plenitud de la acción, donde la cenestesia, el quehacer sensitivo motor se completa sin deseo. En ese sentido, es una fusión sensorio­motriz detenida en el destiempo y en la finitud de lo mismo.

La estereotipia sería así una imagen en eco, que va de la imagen real a lo real de la imagen, en un espacio no mediado por el Otro. El hastío de lo mismo en la pura reiteración, da cuenta de esa estructura sin sujeto, es la puesta en acto del tiempo sin demoras donde la subjetividad queda elidida.

El niño construye una estereotipia, un hallazgo que, al ejecutarlo, lo cierra y lo cercena completándolo, y es en ese hacerse pleno goce sin sujeto deseante donde el niño para­dójicamente existe. Es una existencia que lo refracta al mismo punto de donde partió, conformándose así una reali­dad fractal y fragmentaria. Las imágenes que el niño cons­truye responden a este fragmento sin destinatario.

Cuando un niño se instituye a partir de la imagen del cuerpo es creado por una unidad a partir de la cual, al mismo tiempo que se unifica, se diferencia, ya que puede inventar otras imágenes, jugando a ser otro sin perder la suya. Como dijo Heráclito: "no nos bañamos dos veces en el mismo río",

191

un sujeto no se mira dos veces en el mismo espejo. El espejo nos refleja siempre diferentes.

La imagen nos refleja siempre en otro lugar. Desde ahí, nuevamente nos miramos y nos vemos distintos. El lugar desde donde nos miramos nunca coincide con lo que encon­tramos en el espejo. El espejo entonces cada vez es otro, y desde esa otredad es donde de nuevo nos reflejamos para continuar la aventura de la diferencia, a partir de la cual jugamos con nuestra identidad.

¿Cómo sería para un niño reflejarse siempre en un mismo espejo, que cada vez el espejo sea el mismo, que cada vez el reflejo sea siempre igual?, ¿cómo sería bañarse siempre en el mismo río con el agua estancada?

Los niños con las estereotipias construyen siempre el mismo río estancado, en el cual al bañarse se reflejan. A diferencia de Narciso, que muere cuando intenta alcanzar su propio reflejo, los niños crean una superficie sin borde en la cual la infancia queda expropiada en la reiteración. El reflejo es esa imagen real, que lo inmoviliza en el hastío de la indiferencia.

Cuando un niño puede jugar, es la ficción quien nombra la palabra y, a su vez, en el mismo acto, es nombrado por ella. Al nombrarse, se nombra y es nombrado. En la estereotipia, es el movimiento sin significación lo que lo nombra sin nominarlo, quedando ubicado en el territorio siniestro del anonimato.

La estereotipia no hace lazo social, desinteresado del otro; no busca ni encuentra sino un lazo con las cosas. En este sentido, una estereotipia es una invención, una creación que lo defiende, que lo aliena a la cosa, que lo hace producir esa nada en sí misma. Del eco de lo mismo al eco del lazo social, implicará el pasaje por una legalidad (por la castración y la diferencia) en escena.

192

El eco de la imagen real

El eco es un reflejo sonoro que repite un decir sin poder h ablar. Los dioses castigan a la ninfa Eco a no hablar sino a r eproducir sonidos de otros. Esa voz impropia, obstinada, muchas veces la hemos oído en las ecolalias de los niños. Sin embargo, no es una voz muda, por el contrario, cuando podemos escucharla hallamos en ella cierta resonancia. Proponemos hacernos eco de ella en la intensidad de la demora para que en la agonía de la reiteración pueda vibrar

una diferencia. Un niño que no se ha constituido en su imagen del cuerpo

se diferencia de otro por lo que reproduce, por ese modo de r eiterarse en lo imposible. Podríamos arriesgarnos a plan­tear que si un niño se diferencia de otro por lo que imagina, el niño que no puede constituirse en una imagen, se diferen-cia de otro por el estereotipar.

La estereotipia así considerada sería una diferencia en lo r eal. De hecho, en el diagnóstico con niños en el campo de la psicosis y del autismo, las estereotipias en algún sentido se conforman en su identidad, sería algo que ellos son, son lo que realizan sin virtualidad. Ellas lo presentan en su exis­t encia descarnada de imagen ficcional. En la fijeza de la estereotipia, el niño presenta una imagen que lo realiza plenamente, enquistándolo en la inmediatez de su acción.

En las estereotipias, el niño construye una red, siempre la misma, llena ese espacio de rituales, transformándolo en una red inmóvil, unívoca, lineal, unidireccional. El niño está atrapado en la red, él es la presa de su propia red.

El niño se pesca en esa red fija que él mismo construye, por eso es inefable y siniestra. Lo siniestro es que no tiene escapatoria, no puede escaparse de la propia red que teje. Los espacios de la red se cierran entre sí y él siempre mira acorralado desde lo petrificado, que se ocupa empecinada-mente en construir y realizar.

El niño teje la red siempre tensa e inmóvil, tensión e inmovilidad que destruye cualquier lazo, allí no hay entrada

193

ni salida, realiza siempre lo mismo, siempre igual. De este modo, este entretejido de conexiones sin ficción ni enlace que el niño realiza, crea nudos de goce, son ellos los que vuelve a tejer una y otra vez, porque al mismo tiempo que lo realiza (que produce la estereotipia) causa su hacer. Los espacios entre los nudos se van cerrando hasta funcionar de una sola forma sin cambio, que podríamos denominar: niños cautivos en una sola red. Lo que está fuera de ella queda excluido, elidido y sin rastros.

En contraposición con la fijeza y prestancia conectiva de la red estereotipada, cuando un niño juega, anticipa e historiza. La representación escénica que él hace está suce­diendo en ese preciso instante (no es que ya sucedió ni va a suceder), lo que dramatiza en ese momento él lo hace sin saber por qué ni para qué lo realiza, es un simulacro que hemos denominado heurística en escena.

Por ejemplo, al dramatizar la muerte, al colocarla en escena, el niño logra que ella sea menos trágica, realiza un pasaje de lo trágico a lo dramático. Lo mismo sucede con los miedos y las angustias infantiles, al jugarla escenificándose pierden la fijeza que la caracteriza.

El espacio ficcional implica siempre el anudamiento de lo imaginario, lo simbólico y lo real. En él, tendríamos que ubicarnos de manera tal que las imágenes, las ideas, los símbolos puedan flotar, sosteniendo la necesar ia tensión de no saber, dejando que la aventura suceda, sin domesticar el deseo ni encasillarlo; dejar, entonces, que el espejo se pro­duzca, tornando posible lo que resulta imposible.

En estos puntos de partida, sin llegada prefijada, en la profundidad de la demora nos tenemos que permitir "entre­ver" a un sujeto que comienza a apropiarse del espacio y, con él, de su cuerpo. Seguramente, tendremos que estar dis­puestos a poner en juego lo ridículo, lo disparatado, lo que resulta absurdo, grotesco, o fuera de lugar para un supuesto ideal o prejuicio. Re-inventamos paso a paso en la clínica o en el ámbito educativo para dejar que el niño nos re-invente y se re-invente.

A veces, en la intimidad del juego con un niño, nos damos

194

cuenta de que la escena empieza a dirigirnos con cierto ritmo, sin comprender todavía la dirección, ni el álgebra, ni siquiera la esencia. Hay que soportar ese momento de desprendimiento, de no saber, aunque uno empieza a intuir que algo está sucediendo, articulándose en ese hacer, ten­sión creadora que implica no adelantarse al acontecimiento, dejando así que las ocurrencias, aunque sean absurdas,

aparezcan. Dejarse desbordar por el niño en el acto clínico implica

jugar en los huecos de lo absurdo, de lo deshilvanado. Pues, en algún sentido, es absurdo transformar una silla en una ametralladora; un muñeco en un monstruo terrorífico; un poco de agua en una mancha de sangre, una mesa en una pista de carreras o un aro en un plato volador, y lo que de ninguna manera podemos saber es lo que allí va a acontecer. Lo hallado crea lo inventado.

Se trata muchas veces, y al comienzo siempre, éie poder "entre-ver", mirar entre el niño y la escena, entre el escena­rio y el sujeto, entre el espacio y el tiempo, entre lo sensorio y lo motor, entre el enunciado y la enunciación, entre la producción y el acontecimiento, entre la acGión y el acto.

El espacio metonímico a entre-ver (que la literatura fantás­tica ha denominado paraxial),1 es aquel imprevisto e ines­perado, que configura cierta trama o, mejor aún, cierta red en escena, hecha de anudamientos, agujeros, enigmas, incógni­tas, cruces, acciones, gestos, tejiéndose en el laberinto escénico.

Cada elemento que se produce en la escena transferencial es parte de esa red, de ese espacio del telar, cuyos hilos se mueven sin saber cuál será el tejido final. Cada elemento parcial tiene sentido en relación con el punto de capitón desde donde se entreteje. No miramos la red por fuera, nos

i "La zona paraxial sirve para representar la región espectral de lo fantástico, cuyo mundo imaginario no es enteramente "real" (objeto), ni enteramente "irreal" (imagen), pero se localiza en una parte indetermi­nada entre ambos". Nos recuerdo el concepto preconizado por Winnicott de los fenómenos transicionales tan propios de la infancia. J ackson Rosmary, Fantasy, Buenos Aires, Catálogo, 1986, pág. 17. Winnicott, Donald, Exploraciones psicoanalíticas I y II, Buenos Aires, Paidós, 1993.

195

111,

11

1

dejamos pescar y somos parte de ella, conformamos, sin darnos cuenta, su sostén. Es una red viva en escena, · en representación. ¿Podremos realizarla con niños conectados y contenidos por el estereotipar?

L~ letra anónima

La estereotipia es una producción psicomotriz paradójica, tiende a la siniestra indiferencia, a crear lo imposible y, sin embargo, es ella misma la que le otorga singularidad. El estereotipar anula al sujeto, lo nombra en el anonimato. La huella de la estereotipia sería una letra anónima, una conexión sin representación.

¿Puede existir una letra que en sí misma sea anónima? ¿Cuál sería el borde de lo anónimo? ¿Podría enunciarse? Y si fuera así, ¿cómo sería su enunciación?

La práctica clínica nos demuestra que si bien el estereo­tipar del niño lo lleva al anonimato, es él mismo el que de algún modo le coloca un borde, lo limita alienándolo a la letra sin nombre. Por lo tanto, se identifica con ella, se metamorfosea en letra que no nombra, a partir de lo cual crea la imagen anónima. Existe anónimamente, es un exis­tir sin existente.

La acción estereotipada en sí misma encierra paradójica­mente la alteridad (sin diferencia) de la producción, lo que nos permite afirmar que no existen dos estereotipias iguales aunque tengan rasgos comunes. En nuestra lectura del estereotipar encontramos una diferencia en la fijeza y en lo idéntico del anonimato que pretendemos rescatar.

Las estereotipias sensoriomotrices en la infancia, son giros, balanceos, aleteos, ecolalias, ritmias con o sin objeto, entre otras. Sin embargo, no podemos generalizarlas, ya que para nuestra mirada ponen en escena una historia paradó­jicamente sin historicidad, pero que marca un estilo y una forma singular de realización, en la cual podremos anticipar

196

en un borde una escena, para que un sujeto advenga entre una estereotipia y la otra.

Esta realidad clínica nos ha llevado a poder reflexionar sobre las diferentes estereotipias que nos presentan los niños procurando encontrar en ellas alguna diferencia es­tructural desde donde son enunciadas. Nos planteamos la posibilidad de realizar un diagnóstico diferencial de las estereotipias en el periodo crucial de la infancia.

Distinguiremos entonces tres realizaciones estereotipa­das diferentes, que proponemos denominar del siguiente

modo: (A) Estereotipias de lo sensoriomotor. (B) Estereotipias de la imagen. (C) Estereotipias de la representación.

Estereotipias de lo sensoriomotor

Las estereotipias sensoriomotrices, a las cuales ya nos hemos referido, por ejemplo en el caso de Pablo que acaba­mos de describir, son las que, al fusionarse lo sensitivo y lo motor, permanecen cristalizadas, "holofraseadas", fijas en lo real, sin transformarse en gesto.

Las ubicaremos en nuestro esquema del espejo, en el espacio real entre el cuerpo-órgano y el espejo.

ESQUEMA B: Estereotipia sensoriomotriz

Espacio real Espejo

El niño no se reconoce

197

En estas estereotipias, el niño se sostiene en la percepción sensoriomotriz, sin imagen del cuerpo. Muchas veces, pue­den realizarse con objetos que tienen movimiento o que mueven en la indiferencia de la cosa (por ejemplo, rueditas, palitos, papelitos, etc.), quedando alienados a ellos.

A estos objetos sensibles, en tanto percepción sin repre­sentación, pueden estar horas moviéndolos: haciendo girar una maderita, agitando un papel, sacudiendo un hilo o balanceando una soga. Están sostenidos en el incauto cami­no del anonimato de la cosa.

Son objetos sin brillo que acompañan y organizan el estereotipar, provocando una imagen perceptiva real. Como afirmamos, imagen en eco que va y viene al mismo punto del cual partió. De este modo, generan una imagen sensoriomo­triz totalizante y completa en lo real de la indiferenciación.

El niño ocupa el tiempo todo en crear y re-crear esta imagen perceptivo motriz cristalizada que lo totaliza sin fallas ni fracturas. Por eso no para de moverse, alienándose y gozando del propio movimiento pétreo que él produce. Pues, en el fondo, si la imagen está cristalizada, siempre puede romperse.

Ante el bloque irreversible e inamovible de las estereotipias sensoriomotrices, nos proponemos generar otro espejo posible frente a lo inasimilable de lo real, introduciéndonos en el propio estereotipar desde la escena misma que creamos a través del lazo transferencial. Lo graficaremos de este modo:

ESQUEMAC

Espacio Real

198

Espejo del como si

Intervención clínica

Como si

Procuramos, a través de la relación transferencial, produ­cir un gesto escénico, que comience a espejarlo por fuera de lo "sensoriomotor". Fabricamos así un corte como lazo escé­nico y un anudamiento como interdicción. Lo interdicto marca la ausencia y revela la insuficiencia.

Si logramos realizar estos quiebres en el estereotipar, en esos bordes de la letra anónima, entraremos en la puesta en escena del escenario representacional. Lo que resul­ta extraño y asombroso es que podamos identificar al niño (fuera de la estereotipia) en una escena sin que se haya instituido todavía en la imagen corporal.

Generamos una representación escénica de la estereoti­pia sensoriomotriz, dejándonos desbordar por ella. Por ejem­plo, la transformamos en gesto y, para ello, en la realización, suponemos anticipadamente un sujeto. Por eso, le hablamos a las estereotipias, inventamos un ritmo con ellas, le coloca­mos una melodía al movimiento e incluimos las cosas con las cuales estereotipan en la narración escénica, enlazándolas, transformándolas en personajes, muñecos, títeres o anima­les con vida que nos hablan.

Al entrar en la escena, el niño abrirá el espacio de las letras anónimas, para que en la lectura-escritura de ellas, la imagen del cuerpo advenga, instituyéndose en la identifica­ción que lo unifique por fuera de lo sensoriomotor.

ESQUEMA D

Espacio real Como si 1•r espejo

2ª espejo

fl ,-Q

.. ~ __

199

Lo paradójico es que, a partir del segundo espejo (el del como si ficcional), podemos generar la posibilidad del adve­nimiento subjetivante de la imagen. En esos casos, se daría una inversión posicional, sería el como si el que crea y genera la imagen del cuerpo (el sí).

Finalmente entonces, generamos audazmente un como si (representación escénica) para que desde allí sea la imagen del cuerpo quien capture, cautive y aliene al niño, subjetivi­zándolo.

Estereotipias de la imagen

"La imagen es una cosa, tanto como la cosa de Ja cual es imagen."

J ean Pa ul Sartre

Nos referimos a ellas para situar a los niños que logran conquistar una imagen pero que, cuando lo hacen, dicha imagen los completa de tal modo que ellos no pueden desprenderse de ella. La imagen corporal real los cautiva, paralizándolos en su tenaz vorágine.

Son niños que pueden pasar mucho tiempo viendo una luz, una cosa que los atrae, reproduciendo un gesto que los desliga de los otros y del mundo. Generan rituales estereo­tipados, instituyéndose una imagen ritual que los vuelve a completar, desligándolos.

Ellos pueden producir cierto lenguaje ecolálico, algunos sonidos o reproducir palabras con un sonido unívoco y un sentido literal, sin metáfora, ni metonimia.

Mientras en las estereotipias sensoriomotrices el mno necesita generar una imagen sensible constante para existir en la percepción sensorial, en la estereotipias de la imagen el niño crea imágenes unívocas que le confirman la certeza de su lugar. No pueden hacer uso de la imagen corporal, ya que no pueden desprenderse de ella. Justamente es esa imagen real la que conforma el ritual fijo e inamovible donde él se instala.

200

La fijeza certera de la imagen produce rituales que pue­den estar conformados por palabras aisladas, gestos repeti­dos, pellizcos, gritos, ecolalias, miradas que atraviesan o transparentan el vacío, posturas que terminan encerradas otra vez en la certeza imaginaria que las ritualiza.

El universo imaginario se encuentra acotado, estrecho y aplanado en dicha imagen, sin resignificarse, permanece durando en el tiempo. Los niños existen en esa obstinada imagen que ellos producen con las cosas, con el otro, con los gestos, los sonidos o las ecolalias, que no pueden perder pues fatalmente se completan en ellas. La mirada es siempre una imagen que nos mira: ¿qué ocurriría si dicha imagen queda­ra en el ojo, en un objeto, en la luz o en la cosa sin mirarnos?

El niño que, sin mirada, mira la luz o un objeto (muchas veces puede ser su imagen en el espejo) se transforma en eso que ve. El objeto, la cosa, es parte de sí y ellos son parte de la cosa en una siniestra relación sin pérdidas ni fallas. En vez de estar detrás del ojo (soportado en lo invisible) la imagen se encuentra delante, presente sin ausente. En vez de que el ojo funcione como soporte de la mirada (parafra­seando a Sartre, se aprende a mirar para no percibir los ojos) ocurriría lo inverso, la mirada plena de la cosa funcionaría como soporte del ojo que no se mira. Sólo ve la imagen real.

2

Cuando procuramos armar un lazo con ellos, muchas veces logramos hacerlo a partir de esa cosa que ellos ven o

2 ¿Cuál es el misterio de la mirada y el ojo? El ojo nunca se reduce al órgano de la visión (como el cuerpo tampoco a la organicidad), es fuente de la pulsión. Al decir freudiano la "impresión óptica es la vía por la cual la excitación libidinal es despertada con mayor frecuencia ." La mirada escapa a la percepción sensorial, desprendiéndose de la acción de ver. La geometría de la mirada es más bien topológica, móvil e inaprehensible, lo opuesto a lo literalmente lineal. Lo intrigante del acto de mirar nos recuerda el mito de Orfeo y Eurídice. Orfeo, príncipe de Tracia, gozaba de todos los dones que podía tener un mortal. En especial se destaca el de la poesía, el canto y la música. Se enamoró y casó con la bella Eurídice, pero un día una serpiente que se ocultaba en la hierba mordió su talón causándole la muerte. Desesperado Orfeo cantó su dolor por bosques y montañas. Al oírlo, la sombras despertaron y rodearon al cantor. Plutón, el rey del reino de la oscuridad y la muerte, se conmovió y le dijo a Orfeo: "Te devolveremos a Eurídice sólo si prometes conducirla hasta la luz del

201

con la cual quedan fijados. Justamente es éste el borde clínico por el cual le hablamos a la 1 uz si el niño está alienado a ella, a la mano que pellizca caóticamente, o a la imagen que encandila, encegueciéndolo.

La apertura que intentamos conquistar es generar en esos rituales mismos una alteridad a través de la escena entre la imagen ritual de un espejo opaco y la imagen corporal de un espejo escénico.

Nos planteamos entonces dejarnos desbordar por el ri­tual, para interceder e introducirnos en él y, desde lo unívoco, provocar un quiebre ("punctum") desplegando un nuevo escenario de la diferencia, o sea, crear el marco de una ventana por la cual el ritual herido se escenifique diferente, desidentificándose del ritual y, sosteniéndose en el lazo transferencial, reconocerse en otro espejo.

Lo graficaremos del siguiente modo:

día sin volverte a mirarla hasta que hayan traspasado el reino de las sombras." Orfeo prometió que así lo haría y emprendió el retorno, seguido por la sombra de su amada. Cuando faltaba un solo paso para terminar la travesía, una terrible duda lo asaltó: ¿Y si no estuviese atrás de él su amada? Mordido por la impaciencia, la incerteza, por el gran deseo de contemplar la presencia de una ausencia, el cantor miró para atrás y en el acto Eurídice fue arrebatada. Orfeo corrió para agarrarla y ella se evaporó al instante, muriendo por segunda vez. Inconsolable, Orfeo vagó durante años hasta morir. Justamente, una de las derivacio­nes etimológicas de Orfeo es: "privado de". Orfeo fue un hombre que transgredió el interdicto y osó mirar lo invisible. Del mismo modo, en el Génesis la mujer del patriarca Lot al abandonar Sodoma con la familia no podía mirar para atrás, pero ella lo hizo y fue transformada automá­ticamente en estatua de sal. El mirar no es un atributo del sujeto, ni una cosa del mundo sensible. Es un objeto activo que causa y subvierte al sujeto, pero también lo acecha, angustia e impacienta. Véase Brandao, J unito,Diccionario mítico etimológico, Petrópolis, Ed. Vozes, 2000, tomo 2, pág. 197. Sartre, Jean Paul, La imaginación, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1970. Freud, Sigmund, Obras Completas, Buenos Aires, Ed. Amorrortu, 1986. Lacan, Jacques, Seminario 11, Buenos Aires, Ed. Síntesis, 1986. Merleau-Ponty, Maurice, El ojo y el espíritu, Barcelona, Paidós, 1986.

202

ESQUEMA E: Estereotipia de la imagen

Imagen ritual

A partir de la imagen del cuerpo (como lo hemos vislum­brado en los casos clínicos expuestos), el niño puede hacer uso de ella accediendo al campo de las representaciones. Jugar es representar, resignificar y recordar, diferencián­dose del Otr.o y de su cuerpo. La vida de la imagen es la ficción del como si, propio de la representación en escena, de la puesta en juego del cuerpo virtualizándose.

Estereotipias de la representación

Pasemos ahora a las estereotipias que denominaremos de la representación. Son niños que han podido constituirse en la imagen del cuerpo y, partiendo de ella, generan una serie de representaciones. El problema surge porque esas repre­sentaciones se reiteran tautológicamente, del mismo modo, en la misma secuencia y siempre igual.

El universo representacional que el niño ha creado per-manece empobrecido, fijo e inmóvil. La inmovilidad de la representación hace que la misma se reproduzca linealmen­te en el mismo lugar, agotándose en su mismo desplaza­miento; en ese movimiento inerte consume su significado.

El niño realiza las mismas secuencias lógicas, por ejem-

203

plo, utiliza siempre un modo ritual de interrogar y respon­der, no puede crear nuevas asociaciones y redes que le posibilitarían reflejarse de otro modo en la variación de matices e imágenes. La letanía en el representar se mani­fiesta en una paradójica transparencia: está todo allí y sin embargo no se ve nada, aunque presentan el carácter de inviolabilidad y perennidad.

Las representaciones ritualizadas generan una red que responde siempre a la misma conexión lógica. No tienen mucho volumen, son redes tensas que se enlazan sin cambio ni variantes significativas.

Recuerdo el caso de una niña calificada como débil mental en la taxonomía psiquiátrica, que realizaba a los tres años el dibujo de una niña y exactamente el mismo dibujo a los diez años. Los trazos eran los mismos y los rasgos del dibujo denotaban lo invariable de su posición pese al paso del tiempo.

Las estereotipias de la representación se generan sin vida; monocordes y monótonas crean un estilo uniforme y unívoco de construir sus pensamientos, aprendizajes, imá­genes y espejos.

Para estos niños, las representaciones se conectan con otras en una estrechez simbólica, cercenando el universo creativo, restringiéndolo a lo real de las cosas que, en su reiteración, los totaliza en la banalidad del sentido pleno. En este territorio cualquier diferencia es vivida en forma ate­rradora, desconcertante o atemorizadora.

El pánico y el terror a la movilidad y variabilidad repre­sentacional los aliena sin más a una serie corta, sin brillo propio. Muchas veces se identifican con lo que el otro dice, propone o enuncia. Lo aparentemente propio se pierde en esos otros que completan su decir, hacer y hasta sentir. Generalmente, es ésta la razón por la cual se los denomina débiles mentales.

Frente a diferentes preguntas, situaciones o problemas que se le plantean, responden de modo automatizado, evi­tando cualquier variación, apertura o nueva red representa­cional, con la cual se inauguraría un nuevo escenario. No pueden desdoblarse.

204

Son niños que, como en el ejemplo citado anteriormente, realizan obsecuentemente el mismo dibujo o producción con las mismas dimensiones, colores y proporciones durante años. Juegan también a lo mismo, siempre ocupan de modo similar el rol que tienen asignado. Por ejemplo, juegan siempre a ser de bebé o de mamá, pero no pueden variar el rol o transformarse en otra cosa.

Juegan a ser una sola cosa sin metamorfosis, crean un espacio tiempo permanente, un laberinto circular sin enig­mas, perspectivas, riesgos ni profundidad. Navegan en la opacidad banal de un rumbo idéntico a sí mismo, donde no se produce la huella de la alteridad que provocaría la novedad. Son seres desguarnecidos de ausencia.

Las estereotipias de la representación son tautologías en escena. El niño crea representaciones "en si", o sea, que son en sí mismas lo que representan fijamente sin ligarse a otras en lo abierto de la red asociativa y creativa propia del "como si", del "hacer de cuenta" o del "hacemos como si fuera un león, pez, aviador, doctor ... ".

El "en si" de la representación no termina de realizar la denegación, de crear la irrealidad propia del representar. En ese universo carente de volumen, perspicacia y misterio, el representar sin la magia necesaria cae en la desolación y el desasosiego de lo inmóvil. Procuraremos graficarlo en nuestro esquema del espejo del siguiente modo:

ESQUEMA F

Espacio real Imagen corporal estática

Representación "en si" estereotipada

205

El niño se arma en la imagen corporal (primer espejo), pero al usarla, crea el "en si" inamovible (segundo espejo) que da paso a la representación estereotipándose. El" en si" reafirma cosificando el "si" y la imagen en una posición insustituible, sin posibilidad de re-significancia.

La representación del espejo "en si" consolida el sentido pleno y completo de la imagen, cercenando el otro camino del pensar, inventar, aprender, representar. El niño permanece cautivo de la serie representacional, tautológica, uniforme y absoluta, desde donde no puede salir sino a generar otra vez la misma serie "en si" de la cual partió.

En una irresoluble e irreversible querella de posesiones, parecería que son las estereotipias del otro espejo las que poseen al niño y no éste a aquéllas. Poseído por ellas, el niño se desarraiga de la imagen corporal, tornándola real.

En ese horizonte opaco, el niño se achata a sí mismo, anclándose en la indiferencia representacional que, sin embargo, lo salva de lo desconocido, de lo nuevo, a costa de andar el ensimismado camino monocorde y triste del "en si".

El "en si" como contracara del "como si" tiende a tornar verdadera la representación, a cuestionar la esencia del re­presentar, que presentiñca encarnando el gran temor a la disociación de lo idéntico.

Asistimos así a la indiferencia de la representación. Su vida es sólo el hálito de reiterarse cerrando lo real sobre sí mismo. La tensión en la realización entre lo que hace y lo que copia (como veremos en el caso de Martín), se resuelve en una corres­pondencia absoluta entre ambos: fusionándose, se paraliza.

Sabemos que la re-presentación de un niño re-crea la realidad del universo infantil que, en el fondo, está guiado por las huellas del "como si", en el cual el espejo representa la alteridad de la relación originaria.

Las representaciones estereotipadas están estructura­das sin simulacro, determinadas por huellas que, en sí mismas, cifran el sentido de la totalidad. Podríamos denominarlas huellas del "en si'', delimitando el espejo idéntico en un universo sin parábolas. De este modo, buscan la plena coincidencia consigo mismas.

206

La solidez del representar "en si" se defiende consistente­mente de lo múltiple, lo dispar, lo nuevo, la alternancia, lo inabarcable del "fuera de sí" propias de la epifanía del re­presentar. 3 ¿Cómo restituir la invisibilidad y multiplicidad que permanece más allá de toda representación estereo-

tipada? Nuestra operación clínica procurará, a partir del lazo

transferencial, producir interdicciones escénicas, pliegues, desenlaces del espejo "en si" para introducirnos en el "como si" de la representación representándose en la escena, abriendo la brecha de la diferencia.

Las nuevas representaciones serán efecto de la diferencia en lo idéntico, la imagen podrá colocarse en escena sin riesgo de que se pierda porque está sostenida en el lazo transferen­cial donde se re-conoce diferente, a partir de lo cual puede abrirse a la novedad del sinsentido, del vacío creativo, de ese "salto que cae hacia lo alto" inventando nuevos espejos.

Martín en el ritual de una sonrisa. que no ríe

Martín se presenta en el consultorio con sus cuatro años diciendo algunas palabras (mal pronunciadas) inentendi­bles. El tono de voz siempre es igual, con una prosodia y entonación monocorde. Tiene ojos tristes y la expresión facial tensa, temerosa, se "matiza" con una sonrisa-ritual

estereotipada. Ante una pregunta o un llamado, su primera reacción es

realizar el rictus de un sonreír sin alegría. ¿Cómo sería una sonrisa sin vida? ¿Qué quiere decir un rostro que no tiene brillo ni vivacidad? En esa pose, ¿dónde queda Martín? ¿Qué

3 Sobre las paradojas de la representación y la imagen sugerimos los diferentes ;fuálisis del cuadro "Las meninas" de Velázquez, donde el efecto imaginario adquiere consistencia simbólica. Véase Otras meni-nas, Madrid, Ediciones Siruela, 1995.

/ 207 1

\

11111

11

1'

.i1

11

denota y connota la gestualidad-sonrisa uniforme, opaca, dura, rígida en la presentación de lo mismo?

Los padres de Martín desbordados, angustiados, des­orientados por diagnósticos y pronósticos funestos, que en un vaivén siniestro iban desde: "rasgos de autismo, distur­bio global del desarrollo, psicosis precoz" hasta "debilidad mental, síndrome genético y neurológico inespecífico y sín­drome disatencional agravado por déficit cognoscitivo", pre­guntan desconcertados qué hacer con él, cómo tratarlo, a qué escuela tienen que llevarlo, cuáles son los análisis médicos a realizar. Finalmente entre sollozos la madre pregunta cómo ayudarlo.

Desde las primeras sesiones y registros de Martín, se sienta siempre en el mismo lugar del consultorio (un gran baúl lleno de juguetes que nunca abre). Hace el gesto de jugar a la pelota pero no juega, intenta hacer un dibujo pero no dibuja, toma un juguete y sin explorarlo lo deja, toca una caja de un "juego de mesa" y no la abre. Vuelve a sentarse escépticamente no pudiendo realizar nada de lo que intenta comenzar.

Sentado en el baúl con sus hombros hacia delante, la postura se asienta en la letanía; decaído, me mira temero­samente. Entonces le ofrezco aros, pelotas, colchonetas, cajas con juguetes y no agarra nada, no curiosea, no deman­da. Cuando lo llamo invitándolo a jugar, sonríe estereotipa­damente, se queda inmóvil, petrificado, me mira. La mirada se va apagando, sin luminosidad, devenida casi ritual.

Le muestro unos autitos y parece reaccionar; sale de esa posición sedente y toma un autito haciendo el sonido "brrrr, brrrr ... ",mientras lo lleva para un lado y para el otro. Martín con la mano movía un auto, hacía el sonido "brrrr, brrrr ... " y volvía a moverlo por el mismo lugar.

El sonido del automóvil sin inflexiones no variabo/ el recorrido que hacía tampoco, la velocidad era siempre la misma y cuando yo intentaba colocar otro auto o produci~ alguna variante, Martín dejaba el auto y se sentaba en el baúl ("su" lugar), aplacándose, sin pedirme ni defcirme nada.

Al acercarle nuevamente el auto, Martín lo tomaba, hacía

208 \ /

automáticamente el sonido "brrrr, brrrr ... " y en esa inmovi­lidad representacional, movía el auto otra vez recorriendo el mismo camino, sin detenerse y sin pausa. Podía estar todo el tiempo haciendo esa "acción'', no jugaba. Sin embargo, representaba estereotipadamente el mismo escenario in-conmovible.

Martín, indudablemente, tenía configurada su imagen corporal, pero el gran problema era que no podía usarla libremente. Armaba represéntaciones detenidas en la signi­ficancia, no establecía nuevas redes representacionales, consumiéndose en las actividades de las cuales no podía y no quería salir, pues ellas, de algún modo siniestro, lo soste­nían en la plenitud del sentido unívoco e indiferente.

Interrogantes y estrategias

¿Qué hacer con Martín? ¿Cómo producir algún cambio frente a la imposible repre-

sentación que, al estereotiparse, consumía la subjetividad? ¿Cuál podía ser la intervención a realizar? ¿Sería posible construir otro espejo, una diferencia en lo

idéntico? ¿Cuál era la historia que a través del discurso parental

podría re-construir, conjeturar, para desde allí dejarme desbordar por el estereotipar?

La madre de Martín es hija de un padre que desapareció durante la dictadura militar. Ella desde pequeña tuvo que hacerse cargo (siendo la mayor) de sus hermanos junto a su mamá. El nacimiento de Martín fue precedido de un aborto inesperado, lo que acarreó en los padres un gran temor por todo el embarazo y el nacimiento, vividos con mucha angus-tia e inseguridad.

El primer nombre de Martín es en realidad Juan (el nombre del padre) y Martín, su segundo nombre, es el nom­bre del abuelo materno. Ellos lo llaman indistintamente

209

111

,¡¡

,,

Juan y Martín, e incluso conjugan los dos nombres inventan­do un tercero, un sobrenombre: Jumar. Esta posición dubi­tativa con respecto al nombre, o a cómo llamarlo enmarca el desarrollo y la estructuración subjetiva del niño.

Nominado como el padre, Juan, se confundía con él, o como el abuelo (desaparecido), Martín, o como una mezcla de ambos nombres, que no eran ni uno ni otro. La indiferencia­ción, el temor, la angustia y la ambivalencia estaban encar­nados en el nombre del hijo que, dramáticamente, lo repro-ducía en las estereotipias representacionales.

Una de mis primeras intervenciones con los padres fue direccionada en este punto: había que tomar una decisión, llamarlo de una sola forma. Del mismo modo, consideraba que tenía que concurrir a una escolaridad normal, evaluan­do cuál sería la mejor sala para él (ya que los padres tenían la duda de llevarlo o no a una escuela especial como anterior­mente les habían sugerido).

En esa entrevista comentamos que era fundamental relacionarse con él como un hijo y no como un niño especial, discapacitado o diferente. También quedamos en que reali­zarían todos los estudios neurológicos y genéticos para descartar organicidad. En la devolución, los padres se an­gustian mucho. Hablan de sus miedos y temores, de las dificultades en decidirse a ponerle límites, a jugar con él espontáneamente, a que sea diferente.

Luego de esta reunión, los padres le preguntan a J·uan Martín cómo quería llamarse y él, sin dudar, responde: "Martín", de allí en más lo llamarán de este modo. Paradó­jicamente, Martín conquistó un nombre que, en la alteridad e identidad de su historia, lo nombraba en la brecha y distancia necesaria con su abuelo, al nombrarse como él lo recuperaba.

Martín comienza el recorrido con una escolaridad y socia­lización "normal", a la vez que los estudios neurológicos y genéticos dieron todos parámetros normales. Se decide comenzar tratamiento conmigo y seguir con la terapia fonoaudiológica que venía realizando.

Retomemos los interrogantes que realizábamos frente a

210

'

las estereotipias de la representación escénica de Martín. ¿Sería posible introducir alguna diferencia en los gestos opacos, en el mortífero "brrr ... brrr ... " del sonido del auto, en la postura estática, en la sonrisa-rictus sin alegría, en la actitud postural tónico-gestual, o sea en la fijeza de un espejo sin luz?

Decido introducirme en el "brrr, brrr ... " del automóvil de Martín. Comparto con él su opacidad y en un momento tomo otro automóvil y sin mirarlo, hago otro sonido: "brim, brim ... ", inventando otro camino. Martín continúa con el suyo, pero en la sencillez de la insignificancia, empieza a modificar el monocorde "brrr, brrr ... ", entona de otra forma, lo hace más fuerte (casi gritando) oponiéndose al "brim, brim ... " que yo realizaba.

Al captar estas diferencias, decido nuevamente variar el rumbo del automóvil y en una maniobra "automovilística" lo enfrento. Martín dice: "no", gira su auto y continúa con el "brrr, brrr ... " yéndose para otro lado.

La escena comenzaba a entrelazarse de otra manera, pues yo insistía en enfrentarlo y "chocarlo" y él se iba para otro lado, gritando "no". Mi respuesta no se hacía esperar: cambiaba rápidamente el sonido del auto: "pam, pam ... bram, bram ... tiuu, tiuu ... ", y lo buscaba para enfrentarlo.

Martín me esquivaba, se iba en otra dirección, gesticula­ba gritando el "brrr, brrr ... " y, en ese ritmo de choques, enfrentamientos, giros, sonidos, variaciones, disonancias, sin darnos cuenta, estábamos jugando en escena. De esta época fueron sus primeros dibujos del auto, que él hacía con mucha alegría. A partir de lo cual, comenzamos a construir una carpeta para guardar los dibujos. La tapa de la misma decía en letras gigantes "Martín".

En las diferentes sesiones, el juego de los autos se comple­jizaba con autopistas formadas por sillas, puentes y obstá­culos que había que esquivar, saltear y recorrer. El "brrr, brrr ... " mágicamente se enriquecía con sonidos y gestualida­des que antes no aparecían.

La escena del automóvil duraba algunos momentos de la sesión. En ellos, el lazo transferencial y escénico cobraba

211

l!I "•

una consistencia en la cual se vislumbraba otra imagen corporal de Martín. Luego, volvía a la monotonía monocorde de la fijeza de la postura y del gesto detenido en el sinsabor, ni color, de lo siempre igual.

Una vez, al querer bajar del consultorio, el ascensor no funcionaba, por lo tanto, teníamos que hacerlo por la esca­lera, descender cinco pisos. Al pie de la escalera, Martín queda paralizado, temblando, no quiere bajar, agitado grita: "¡por la escalera, no!. .. ¡escalera no!" Procuro hablar con él, explicarle lo que pasaba y responde: "miedo, miedo". 4

Estábamos al borde de la escalera, su mirada angustiada me miraba, pidiéndome ayuda. Vuelvo a decirle que la mamá nos espera abajo, que no iba a pasarle nada. En ese instante se crea un espacio de silencio entre nuestras mira­das, a partir del cual le propongo: "¿querés que tiremos una pelota por la escalera para que vaya cayendo y la vamos lanzando hasta llegar abajo?" Mirándome temeroso afirma: ·"sí". Lanzamos la pelota y jugando, tomado de mi mano, bajamos las escaleras.

En la siguiente sesión Martín repite el ritual de sentarse en el baúl, quieto, detenido, sin hablar, perdido en la actitud, tieso en la tensión corporal, se inmoviliza, acomodándose a un tiempo en el cual no pasa nada (jugando con las palabras podríamos decir que pasa la nada). Ante esta situación, reacciono proponiéndole jugar como la última vez en las

4 El miedo de Martín nos recuerda los temores que de niño poseía Borges frente a los múltiples y escabrosos espejos: "Yo -€scribe Borges­conocí de chico ese horror a una duplicación o multiplicación espectral de la realidad, pero ante los gra ndes espejos (. .. ) Temí, unas veces, que empezaran a divergir de la realidad; otra, ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas". Borges en su extensa obra no deja de ubicar las fantasmagorías del doble, el simulacro, la copia, los laberintos o la metáfora relatándonos fantásticas historias donde coloca los miedos y temores en la escena de la escritura. En contrapunto dramático, Martín se paraliza en el cuerpo encarnando su propia verdad sin velo ni apariencia.¿ Cómo transformar y "narrar" sus temores y miedos en una puesta en escena liberándolo de la tensión corporal al representarlos? ¿Podremos poetizar y jugar los fantasmas del miedo construyendo otros espejos? Es esta tentativa la que estamos sugiriendo. Borges, Jorge Luis, op. cit.

212

escaleras. Martín responde: "¡Eban, no!. .. ¡Eban, no!'', seña­lando los autos; jugamos un poco con ellos pero la escena tendía a ritualizarse, se empobrecía.

Decido tomar la pelota y afirmo: "no, yo ahora voy a la escalera a tirar la pelota, ¿venís?" Responde que sí y vamos. En la escalera, el juego consistía en arrojar la pelota hasta que paraba de moverse. En esos instantes había que ir a buscarla y quien la encontraba ganaba. Martín, temeroso, se movía muy lento y atento a los ruidos que había en el departamento, ante cualquiera de ellos (sonidos del ascen­sor, de un perro, personas de otros departamentos o luces) se quedaba paralizado. En esos momentos de zozobra y tensión nos demorábamos conversando en la escalera. Lue­go en esa complicidad que se creaba continuábamos la aventura a la cual el jugar nos llevaba.

Percibí, capté que ése era un momento escénico particu­lar: por un lado, Martín temeroso y entusiasmado quería jugar arrojando la pelota por la escalera, para volver a encontrarla y así ganarme y, por otro lado, se paralizaba sin salida bloqueando todo escenario posible. Decidí intervenir oportunamente, procurando introducirme en los miedos.

Los miedos paralizan

Pero, ¿cómo jugar los miedos de Martín? ¿Era posible tomar distancia de ellos? ¿Se trataba de interpretar los miedos o de jugarlos en

escena? Esta última pregunta orientó la estrategia clínica al

comenzar ajugarlos, colocar en escena los miedos, ya que no se trataba de develar lo oculto que lo atemorizaba, sino, justamente, de ubicarlos en el escenario para que se pudie­ran representar al escenificarlos. ·

Al comenzar a jugar, a arrojar la pelota por las escaleras, estábamos bajando y de golpe, abruptamente, el que s

"t.:1

paralizaba en el lugar, estático y desorientado era yo. Martín corría, me daba la mano y preguntaba: "Eban, ¿por qué ... ?". Le respondí entonces: "porque no veo la pelota, tengo miedo ... " y él contestaba: "¡Eban ... miedo no!" Cambia­ba la postura, la mirada aparecía chispeante, me daba fuerte la mano e íbamos a buscar la pelota.

Este jugar se fue enriqueciendo y complejizando a medida que lo jugábamos. Por momentos, y "de mentira" en la intimidad escénica, Martín tenía que jugar, "sosteniéndo­me" para no tener miedo y continuar la escena. Y en otros, era él el que se bloqueaba y con mi ayuda hablábamos de los ruidos, del perro, de los vecinos, de lo que a él le daba mucho temor, como por ejemplo: los truenos, la tormenta, la oscu­ridad, la terraza.

Al cabo de seis meses de tratamiento, comienzan a produ­cirse grandes cambios en Martín, modifica el modo de hablar, el lenguaje se enriquece tornándose más claro. Progresa notablemente en el grafismo y el dibujo, adaptán­dose sin dificultades a la nueva escolaridad.

La postura o gestualidad opaca, triste y fija fue desapare­ciendo. Ya no responde con esa sonrisa automática sin alegría, los momentos estereotipados han disminuido y su universo representacional y asociativo se ha ampliado y abierto ostensiblemente.

Los padres de Martín están más decididos, juegan con él y se sorprenden de todos los cambios. Ellos refieren: "Ahora habla de todo lo que hace, nos pregunta por las cosas, por lo que hacemos, está interesado en la familia, quiere jugar todo el día, le cuesta pero acepta nuestros límites. Es otro chico."

En una entrevista, los padres comentan azorados lo que sucedió con Martín en una plaza. Habían ido andando los tres en bicicleta hasta allí. Martín ve una nena de su edad y espontáneamente la empieza a correr. La niña no lo tenía en cuenta, hasta que en un momento lo mira, lo enfrenta y le dice: "Vamos a jugar". Martín queda paralizado, no se mueve y cuando van los padres a ver qué pasaba, él les dice: "¿Puedo jugar?" "Claro! -le responden- andá tranquilo no­sotros te miramos."

214

Martín corre detrás de la niña, se acercan otros nenes y todos se ponen a correr. Al cabo de un tiempo, le proponen a Martín: "¿Jugamos a que nos corrés?" "¡Sí!", grita Martín. Los niños salen corriendo y él, entusiasmado, empieza a correr tras de ellos. Lo hace unos metros y de golpe, inespe­radamente, se detiene, otra vez se queda estático, tenso, temblando de angustia y sale corriendo hacia donde estaban sus papás.

Lo "traumático" de la escena (que analicé junto con los padres en la entrevista) nos da a ver la posición simbólica por la cual está transitando Martín. Él se lanza a jugar, a correr, se olvida de sus padres, sumergiéndose en la escena, se zambulle en ella, pero apenas lo hace se atemoriza paralizándose, se frena asustándose, se desorienta opacán­dose y vuelve a sus padres sin poder realizar su deseo de 3ugar.

Justamente, es la detención, el freno drástico en la representación, ese instante siniestro de congelamiento y cierre frente a la novedad de la alteridad de la diferencia, lo que se coloca en escena repitiéndose en el espacio clínico de la escalera, para producir, como efecto dramático y no traumático, una apertura a un nuevo jugar donde represen­tarse en el acontecimiento mismo de lo inesperado.

En este recorrido clínico, Martín va dejando las represen­taciones estereotipadas que lo representaban siempre en el mismo lugar, como el tonto, especial, débil, discapacitado. Cada vez más puede hacer uso de su imagen corporal, y de este modo sostenerse en la escena, ficcional.

En una sesión Martín llega muy temeroso, comienza a hablar de los miedos, le pregunto a qué tiene ahora miedo y c?n seguridad responde: "Tengo miedo a quedarme solo, a quedarme afuera ... no quiero quedarme afuera." Sorprendi-90, le pregunto: "Afuera de qué". Responde: "No quiero que mi papá me deje solo, ni mi mam'á ... "

Al terminar la sesión, frente a la mamá sale corriendo y amaga cruzar la calle. La madre se enoja con él. A continua­c1~' n, secretamente me dice: "Sabé~ una cosa, estoy embara­z da de un mes y medio. Será por1 eso que está tan así." Le

1

215

111

r respondo: "Ahora entiendo por qué tiene tanto miedo a quedarse solo. Seguro que aunque no se lo dijeron, él ya lo percibió y lo sabe. Justamente habló de eso en la sesión". Martín sabe lo que percibe, ahora hace falta que se lo digan para que no vuelva a paralizarse y pueda representarse.

216 1 I

)

Capítulo 9 LA EPOPEYA DE JUAN, UN NIÑO DISCAPACITADO

¿Una aventura posible?

El hidalgo fue un sueño de Cervantes y Don Quijote un sueño del hidalgo.

El doble sueño los confunde y algo está pasando que pasó mucho antes .

J. L. Borges

Como sabemos, el desarrollo psicomotor de un mno se estructura jugando a partir de la demanda y el deseo del Otro, que a su vez juega con él. El niño encarna una posición que remite en los padres, a su propia condición de hijos y necesariamente a su infancia.

Esta compleja red de lazos implica, necesariamente, que el desarrollo psicomotor de un niño nunca es natural, ni armónico y mucho menos autónomo, ya que siempre se estructura en lo irregular y disarmónico de los primeros lazos primordiales, posibilitando la puesta en escena de su función de hijo. El acto de jugar en la infancia es el secreto espejo, donde el niño se refleja. No es que el niño constituya el jugar sino exactamente al revés, la escena del jugar instituye al niño y la infancia.

¿Qué pasa cuando un niño como Juan que tiene una discapacidad no puede jugar a ser otro?

¿Qué ocurre cuando la discapacidad (la herencia genética, la organicidad) se instala como imposibilidad de represen­tación, de artificio y ficción?

Cuando un niño sólo es tratado desde sus aspectos defici­tarios y no desde su subjetividad (como si esta división fuese posible), ¿qué consecuencias en su vida acarrea?

21 7

Juan era un niño de 10 años que presentaba una hemi­paresia espástica que le impedía caminar y desplazarse normalmente. Desde su nacimiento había sido sometido a numerosos estudios, exámenes clínicos, cirugías y extensos tratamientos rehabilitatorios, técnicos y conductuales.

A Juan me lo presentaron del siguiente modo: "muerde, pellizca, golpea, se agrede, se automutila, por momentos es incontrolable, insulta, tira del pelo, es agresivo, destructor, habla en tercera persona, no llora, rompe y tira todo, no siente el dolor ... Pero también es bueno, sensible y cariñoso".

Juan tenía un lenguaje pobre y deshilvanado. Apenas pronunciaba unas palabras o frases recortadas. Por ejem­plo, le gustaba mucho el ascensor y gritaba: "Ascensor", "Ascensor", "Arriba", "Arriba", "Abajo", "Abajo", "Arriba". Al gritar se colocaba las manos en la garganta para sentir más la vibración de su grito . El efecto de este grito remitía a lo real, pues no era una llamada y mucho menos una demanda. El grito se fundía así en el efecto desolador y desorientador que la avidez del ruido producía.

Los primeros momentos del trabajo con Juan transcurrie­ron entre el ascensor y el consultorio. El ascensor se comen­zaba a transformar en un personaje con el cual dialogába­mos. La escena transcurría del siguiente modo: Juan gritaba "ascensor" y yo cambiaba la voz y como ascensor respondía: "Hola, Juan, Esteban, ¿cómo están hoy?", "Me llamaron para que baje, aquí llegué. ¡Hola! Estaba durmiendo pero los escuché, ya bajo".

Así entrábamos al ascensor y Juan gritaba poniéndose las manos en la garganta "Arriba, Arriba'', y el ascensor como personaje-títere (que figuradamente encarnaba yo) respon­día: "Juan, no grites así, ya te subo, esperá un poco".

Juan decía: "Bueno, arriba", "Dale". Yo (ahora como Esteban) le pedía al ascensor que por

favor nos lleve al piso cinco. -"Sí ahora los llevo", respondía el ascensor-. Así subíamos, o el ascensor se detenía y volvíamos a hablar preguntándole algo, o subía un vecino con el cual dialogábamos. De hecho el ascensor-personaje, se fue convirtiendo paso a paso en nuestro amigo. A veces el

218

ascensor cantaba y Juan acompañaba la melodía o cantaba alguna parte de la canción.

En esos momentos estábamos construyendo una escena y Juan miraba, refrenaba su grito, se acrecentaba su lengua­je y se relacionaba conmigo en el escenario transferencial que en el ascensor comenzaba a construirse.

Sin embargo lo que irrumpía constantemente interrum­piendo toda escena posible eran sus pellizcos. Inesperada­mente Juan pellizcaba y en ese pellizco (sin sentido), se quedaba agarrándome, arañándome con fuerza, con todas sus fuerzas sin soltarme. Al pedirle que me soltase, que me dolía, que así no se podía, Juan no aflojaba, se tensionaba más. Su mano se transformaba en una mano en garra­gozosa, que me obligaba a sacarlo, o a defenderme para no

1astimarme. A veces Juan anticipaba su propio pellizco y decía: "Pelliz-

ca Rodríguez, pellizca Rodríguez", o "Pellizco Esteban, pe­llizco Esteban". Luego lanzaba su brazo-mano-garra para pellizcarme. Otras veces se mordía sus dedos con fuerza y después buscaba desesperadamente mis brazos, manos o piernas para pellizcarme. Al hacerlo su mirada no miraba, parecía desbordada o realizaba alguna mueca o repetía "Pellizco Rodríguez", "Pellizco Esteban", "Pellizca Rodrí-

guez" . Al insistir con "Pellizca Rodríguez" le pregunto a sus

padres quién es Rodríguez, ellos me responden: "Rodríguez fue el primer neurólogo que tuvo. Y una vez le consultamos ¿por qué Juan no sentía dolor? Y él nos respondió: "Señora, como no siente dolor, usted pellízquelo, pellízquelo, para que sienta." Y así yo lo hice, por un tiempo, lo pellizcaba para que él sintiera dolor, fue lo que en ese momento me dijo Rodríguez el neurólogo" ... Después de un tiempo Juan empezó a decir "Pellizco Rodríguez" y a pellizcar ...

En una interconsulta con la escuela especial a la cual concurre Juan, nos sentamos para reflexionar sobre él, y registramos que todos los que estábamos reunidos teníamos marcados (en lo real) en los brazos, las manos, las piernas y el cuerpo los pellizcones que Juan nos había dejado. Todos

219

11~11 I¡

I~ 111

teníamos en el cuerpo las marcas de Juan ... ¿o de Rodrí­guez? ... o de esta historia traumática que enunciaba el sufrimiento de un niño.

Juan pellizcaba, allí se da a ver en esa huella irrepresen­table, en la repetición del goce, su angustia imposible; reproduciéndose así fijamente aquello que no ha podido simbolizarse y que irrumpe dramáticamente, pellizcando sin consuelo.

El pellizco del sufrimiento

Frente al pellizco inaudito, que se ubica interrumpiendo cualquier escena y escenario en el cual el dolor congelado sin respuesta, mudo y siniestro deja su huella. En ese borde vertiginoso, obsceno, lleno de goce1 y malestar me pregunto:

• ¿Cómo generar otra escena frente al "pellizco", en esa historia sin historicidad?

• ¿Cuándo limitar lo que inesperadamente irrumpe la escena?

• ¿Qué respuesta instrumentar frente a loina prehensible de lo real?

•¿Cómo anudar lo que se desenlaza siniestramente en la memoria sin recuerdo del pellizcar?

Ante estos interrogantes que me aquejaban y angustia­ban, decidí procurar introducirme en esas manos para intentar generar en ellas otras marcas, inscripciones, tra­zos, dibujos, otros gestos que limiten e intercedan el pelliz­car desde un escenario representacional y simbólico.

1 Conceptualizar la temática del goce remite a la aporía de expresar lo indecible e imposible de representar. El goce es inconsciente. Cuando Freud lo introduce lo hace corno "Más allá del principio del placer", remitiéndolo a lo que denominaba "la pulsión de muerte" y la "compul­sión a la repetición". Freud, op. cit.

220

Una vez, como siempre, cuando Juan intentó repentina­mente pellizcarme, le tomé la mano y mirándolo en esa tensión entre mis manos que contenían el pellizco y las de él que procuraban agarrarme, le dije: "Qué lindas manos para hacer un dibujo, ¿puedo dibujarlas?" ... Llamativamente pa­ra mi sorpresa y asombro Juan aflojó la tensión de la mano y se quedó mirándome.

En ese instante tomo un marcador y le pregunto: ¿Querés que te dibuje? Mirándome responde "nene", entonces le giro la mano que estaba totalmente, "mágicamente" relajada y le dibujo un nene. A continuación Juan gira la mano y dice: "mamá". "Sí, te dibujo tu mamá", respondo. Al trazar, al dibujar a su mamá, Juan está por primera vez distendido, mirándome y mirando el dibujo que lentamente se imprime en el dorso de su mano.

Estábamos ensimismados en la escena y el escenario donde las manos se habían comenzado a transformar en superficie de inscripción, y si se quiere, en ciertos gestos que se estructuraban como espejos representacionales.

En la escena le ofrezco a Juan mi mano y le pregunto: "¿ Querés dibujarme un nene?", Juan me mira y dice: "Juan", le entrego la palma de mi mano y lo ayudo a dibujarme un redondel, unos ojos, la boca, el cuerpo, las manos ... (sin darme cuenta lo hago cantando, entonando una melodía) y exclamo mirándolo: "Qué lindo este nene Juan!"

Juan había modificado la gestualidad, la expresión de su rostro estaba distendida y se sostenían en nuestro lazo escénico, transferencial.

En ese instante escénico se crea un espacio de silencio, una hiancia, diría una distancia musical, conjetural pues remite a una melodía que invoca y elabora en ese acto mismo un decir, un diálogo discursivo entre Juan y yo.

En ese lazo sensible, escénico, libidinal comienza a produ­cirse otra escena. Juan me extiende la palma de su mano donde está el dibujo del primer nene y la acerca a la palma de mi mano en la cual está dibujado él. Asombrado digo: "Uy qué bueno, se están saludando, se dan un beso, se acari­cian!" .. . Juan se sonríe al mismo tiempo que acariciaba mi

221

1~1111 1 1

1

,,

,¡¡1

mano y en ella los dos dibujos "hablaban", dialogaban, jugaban. Se tocaban en lo intocable e intransferible del toque, verdadero diálogo tónico-libidinal que limitaba y se oponía a lo real del pellizco-mano-goce.

En un momento cambiando el tono de voz, encarno el dibujo personaje de mi mano (que era el dibujo de Juan) y como dibujo animado grito: "¡ahora me escondo, ahora me escondo, buscame, buscame!", escondo la mano personaje en mi espalda y Juan la va a buscar y la vuelve a colocar frente a él para volver a acariciarla, generándose otro increíble diálogo donde la escena dejaba su rastro, su placer inscripto como huella significante.

La relación transferencial se complejizaba y articulaba vertiginosamente de sesión a sesión, pintándonos las manos con distintos colores y personajes. Juan nombraba y dibu­jaba así a sus hermanos, a sus padres, al "terrible Rodrí­guez'', a los compañeros de escuela, a la maestra. Juan se historizaba poniéndose en escena en otro espacio donde su pellizco y sus manos se desgarraban, se alejaban del sufri­miento sin dolor para metamorfosearse en trazos, en letras, en dibujos, en artificios.

Estas creaciones y producciones ficcionales, son leídas, jugadas, personificadas, e imaginadas. Juan existe en esas huellas-trazos más allá de la discapacidad o el pellizco. En este acto de jugar, de ficcionalizar, de hablar, de cantar, de inscribir trazando, Juan se mira espejándose como otro que no es el loco, el agresivo, el terrible o el incontrolable.

Como todos, paradójicamente, Juan puede ser él sola­mente cuando, en estas escenas, puede jugar a ser otro apropiándose de su imagen, distanciándose en esos momen­tos de su destino neurológico discapacitante y de su mano­garra llena de sufrimiento.

El niño siempre juega el deseo oculto e insólito de ser otro, Juan comienza a jugar el suyo a través de las huellas, dibujos, personajes, que le posibilitan encontrarse desde el Otro refle­jándose distinto. Del mismo modo, Don Alonso Quijano se transforma en otro, en Don Quijote de la Mancha, riéndose de la realidad al realizar sus apasionantes aventuras.

222

Don Quijote de la Mancha confunde deseo y realidad (a eso se debería su refrescante locura). Al mismo tiempo, el niño necesita crear la realidad de su deseo poniéndolo en escena para construir sus propias representaciones, que culminarán irremediablemente representándolo.

Así como Don Quijote de la Mancha no sería él sin sus aventuras, su armadura, su casco, su lanza, su espada, si dejara de montar en su caballo o de amar a su bella Dulcinea, entonces tampoco Alonso Quijano sería él, y Cervantes no habría sido Cervantes sin el Hidalgo Quijote de la Mancha.

2

En definitiva, sin estas transformaciones, metamorfosis y espejos, el hombre no sería hombre y el niño en su funcionamiento de hijo, no sería niño. Juan sólo puede ser Juan, cuando el pellizco goce en lo real se metamorfosea en gesto, en garabatos, en dibujos, en trazos que lo unifican y diferencian.

En estos espejos, Juan (como Don Quijote de la Mancha) se re-conoce como otro que no es puro pellizco, inaugurándose un nuevo espacio virtual-ficcional. Se refleja en una imagen que no es él, pero que le permite en la escena serlo. El espejo no es uno mismo, si no el Otro. No tengo dudas de que en ese montaje escénico, Juan es el otro de mi deseo, y mi posición encarna para él el incipiente deseo de ser otro donde refle-jarse.

Los niños, como el Quijote de la Mancha, nos ~mseñan el valor del artificio y la ficción como modo de ir apropiándose del cuerpo. Al decir de Arthur Rimbaud: "Yo es otro", y podríamos agregar, como única posibilidad para ser uno y no quedar atrapado en el pellizco sin dolor del intento.

2 En un momento de la aventura de Don Quijote le pregunta a Sancho Panza: "¿Tan loco es vuestro amo (pregunta el Verde Gaban a Sancho) que tenéis y creéis que se ha de tomar con fieros animales? No es loco, respondió Sancho, sino atrevido." ¿Podremos nosotros -como Sancho Panza- entrever lo atrevido en lo imposible? Cervantes-Saavedra, Mi­guel, Don Quijote de la Mancha, Buenos Aires, Ed. Claridad, 1966. Véase, Torrente Ballester, Gonzalo, El Quijote comojuego, Madrid, Ed. Guadarrama, 1975

223

111¡~ \1

111 ..

1

.lt

'''I 1

I~ ¡1

11'

,.1

1li~ 1

La canción en los trazos de la otra escena

En el espacio de complicidad que inventamos con Juan comencé a notar un "estilo" singular en el modo de pellizcar, un insignificante detalle captado sólo en la dismetría de la relación escénica transferencia!. Pude distinguir que a ve­ces el pellizco podía refrenarse, vacilaba y en esa porosidad devenía escena, y otras veces, se transformaba demoníaca­mente en la fatalidad de un pellizcar exaltado, caótico e inarticulable. De un modo u otro, el pellizco se había dividi­do, fracturado, no tenía un único y letal sentido, el acceso y apertura a la representación se estaba produciendo.

Con Juan se había abierto una ventana escénica dramá­tica, una demora en el pellizcar, pero esta apertura tenía que continuar sucediendo. ¿Cuáles serían las nuevas escenas que a partir del lazo transferencial se podrían ir construyen­do? Dicho de otro modo, a partir de este encuentro con Juan cómo continuar produciendo escenarios donde él exista co­mo sujeto más allá del terrible pellizco.

Luego de las sesiones descriptas Juan pasó por un mo­mento de mucha inestabilidad, tuvo diferentes enfermeda­des lo cual dificultó nuestro encuentro y en algunos períodos su agresividad resultaba desbordante. Sin embargo, lo que continuaba siendo siempre nuestro nexo (pese a todo) era la otra escena de los dibujos personajes.

Juan al llegar gritaba : "Esteban", "Estebitan", "Hola, Esteban", "Llegó Esteban", "¿Cómo estás, Esteban?" Yo lo saludaba, le preguntaba cómo estaba, nos abrazábamos, nos agarrábamos las manos y allí en el encuentro de miradas en la bienvenida Juan decía "marcadores, marcadores", "Sí, ya vamos", respondía yo. Y partíamos al ascensor-personaje que nos llevaba al consultorio. Juan iba directamente hacia los marcadores y me pedía los dibujos, se arremangaba la ropa y me ofrecía el brazo y su mano distendida para empezar a dibujar.

Juan anticipaba esta escena y él mismo se ponía a cantar: "Te hago un ojito, y ahora el otro ojito, ahora la boquita y

224

también la nariz, y ahora el cuerpito con los piecitos y los brazos grandes con sus deditos, uy qué lindo, lindo, se hizo nuestro amigo ... " Al mismo tiempo que hacíamos el dibujo yo cantaba con él, era un hacer cantado-discursivo que nos en­contraba a él y a mí íntimamente disfrutando de la escena en un escenario reflejándonos diferentes.

Este momento era un tiempo pequeño (en cuanto a la duración) pero tenía la riqueza del encuentro sutil con Juan, en realidad era un re-encontrarlo jugando y escenificándonos en ese espacio de construcción y re-construcción de un enigma dibujado en el canto melódico que nos unía y habitaba.

Luego de este instante irrumpía en la escena el pellizco, el grito, el mordisco, el tirar del pelo, el desborde, la agre­sión, el descontrol desgarrante, en donde era imposible hilvanar un nuevo decir pues el agobio del goce nos envolvía sin salida ni encuentro posible. Me planteaba entonces cómo ensanchar ese espacio sutil de complicidad y encuentro a través de los marcadores-dibujos-personajes, que nos espe­jaban en la alteridad de la diversidad.

Estábamos en un tiempo clínico de incertidumbre. ¿Cómo continuar? ¿Por dónde seguir abriendo la puerta, la venta­na, para enriquecer ese escenario que nos convocaba a ambos por fuera del pellizco-goce? En el ritmo escénico de esa temporalidad articulada Juan me ofreció su mano para hacer el dibujo, tomé los marcadores, acompañado de su grito "marcadores, marcadores", hicimos el ojito, el rostro, las diferentes partes del dibujo-personaje y al concluir Juan me mira. Entonces le pregunto: "¿querés dibujarlo en una hoja?" Responde alegremente: "sí".

Nos acostamos los dos en el piso, él agarraba el marcador y yo guiaba su mano y comenzamos a dibujar en la hoja nuestro dibujo-personaje. Juan estaba en la escena, acom­pañaba mis movimientos cantando las diferentes partes del cuerpo y del personaje que íbamos dibujando. El trazo se plasmaba así por primera vez en una hoja que, de este modo, comenzaba a representarlo.3

3 Leroi-Gourhan describe las primeras huellas de la escritura en la

225

'

1

11'

/111111

1¡¡

:/11

i i:!

Ya no era en el cuerpo sino en un extracuerpo, la hoja, donde Juan podía reflejarse en el escenario que construía­mos. El dibujo de Juan se desprendía del cuerpo de él y pasaba a ser un cierto él sin cuerpo, una imagen trazada y resignificada como letra-dibujo susceptible de ser leída por otro, podíamos guardarla, tenerla, regalarla, jugarla. Desprendido de cuerpo discapacitado entreabríamos las puertas del circuito del intercambio simbólico.

El dibujo en la hoja era un instante que resignificaba el anterior del marcado en el cuerpo, estableciéndose una serie en los trazos cantados que íbamos realizando. En una sesión al concluir el momento del dibujo, Juan grita: "Esteban, Esteban, Estebitan" "Hola, Esteban'', me abraza y al mismo tiempo exclama "pellizco Esteban" tirándome del pelo, ex­clamo "no, me duele", suelta mi cabello e intenta pellizcar mi brazo, vuelvo a decirle "no, Juan, así me duele". Nos tomamos las manos y exclama: "Hola, Esteban, ¿cómo es­tás?". "Estoy bien" respondo, "¿y vos?". "Bien, bien".

A continuación grita: "Carlos, Pellizco a Carlos." Segui­mos tomados de las manos y le pregunto: "¿quién es Car­los?". Me responde: "Carlos, el de la combi, Carlos va rápido". Entonces afirmo: "Ah ... Carlos es el chofer de la combi que te lleva a la escuela, que te saca a pasear." "Sí", me dice Juan. Le pregunto entonces: "¿Querés que agarre un aro y hacemos como si estuviéramos manejando la combi de Carlos?". "Sí, Esteban", me dice. Y continuando con la escena, tomamos el aro y hacemos como que manejamos, tocamos la bocina, nos vamos de paseo, paramos porque viene otro auto, un tren o un semáforo.

La escena continuaba, los dos tomados del aro mirándo-

humanidad como "pequeños tajos". El origen de lenguaje se concibe al plantear en un comienzo la ausencia de los objetos, con lo cual emerge la posibilidad de evocarlos y recordarlos. Esto viene a hacer del lenguaje el instrumento de la liberación respecto de la vivencia. La vivencia corporal si no deviene representación se pierde en la sensación experiencia! que finalmente escapa a la simbolización, como le ocurría a Juan con el pellizco. Leroi-Gourhan, André, El gesto y la palabra. Venezuela, Ed. De la biblioteca, 1971.

226

nos, cantábamos la canción del paseo que Juan aparente­mente conocía. Entonces yo empezaba "vamos de paseo" y Juan continuaba gritando: "en un auto feo'', luego yo seguía la estrofa "pero no me importa", allí hacía la pausa, un silencio y Juan entonaba "porque llevo torta", siguiendo así todo el ritmo melódico de la canción. Cantábamos juntos de un modo especial ya que en cualquier momento en la canción yo paraba de cantar, lo miraba, había un silencio y Juan retomaba el canto. De golpe, abruptamente él frenaba, parábamos de cantar y luego de esa síncopa volvíamos al canto escénico.

Este canto era en construcción, lo construíamos y habitá­bamos a medida que cantábamos, resultaba así un descu­brimiento, pues ni él ni yo sabíamos, esa canción la creába­mos en escena. a partir del desconocimiento causante de nuestro hacer.

¿Podríamos pensar que esa canción se producía en y gracias al lazo transferencia! que estaba aconteciendo?

En esos instantes de intimidad escénica transferencíal íbamos produciendo una melodía que si bien desconocíamos, sin darnos cuenta nos iba representando para uno y otro en un cierto espejo el cual nos proyectaba en posiciones asimé­tricas.

Juan en esa escena refrenaba el pellizcar desesperado acoplándose al ritmo escénico del encuentro conmigo, de ese modo el escenario desbordante de amor transferencia! le colocaba un borde al malestar siniestro y sin salida del pellizco.

Esteban en ese mismo escenario como representante de un "saber hacer", se dejaba llevar por el juego rítmico de las voces cantadas, que sin saberlo lo iban produciendo, por un lado como un límite al goce, y por el otro, como una represen­tación donde Juan podía sostenerse escuchando el sonido de su voz, que en un eco virtual lo introducía en otra posición reflejándose en otro espejo.

Todo jugar implica desdoblarse para representarse, es parte de las enseñanzas que nos ha dejado "El Quijote de la Mancha". Sabemos todos que Alonso Quijano, para ser él,

227

1·'

1i'/ .

!j .. ¡1

,,

·11 lf

necesita del Quijote y que el Quijote necesita de Alonso Quijano para corporizarse en él.

Del mismo modo Juan necesita de la escena para esceni­ficarse en otro y ese otro (que es él, cantando, jugando, dibujando) necesita de Juan para producirse como actor de su propio deseo. Por ahora, en ese lazo transferencial toda­vía necesita de Esteban para que ese goce no lo inunde ahogándolo en el inmutable rostro del pellizco sin dolor.

El cuerpo y la posición de Esteban le van posibilitando a Juan (como Sancho Panza a Don Quijote) iniciar una nueva aventura. Tal vez la segunda, que sólo podrá realizar­se a partir de anudar y resignificar la primera (la del pellizco inconcluso).

228

Capítulo 10 LOS NIÑOS DE LA OTRA ESCOLARIDAD

"Pasiones sin verdad, verdad sin pasiones, hé­roes sin acciones heroicas, historias sin aconte­cimientos; una evolución cuyo único impulso es el calendario y que cansa por la repetición cons­tante de tensión y distensión."

Karl Marx

El peregrinaje de lo diferente

Procuraremos pensar brevemente en ia problemática edu­cativa que los niños del otro espejo nos presentan en la compleja escolarización y socialización institucional en la que se encuentran sumidos. 1

En primer lugar, nuestra experiencia nos ha llevado a considerar que no todo niño con problemas en el desarrollo y en la estructuración subjetiva es integrable.

La integración educativa no es un alegato preciso para todos los niños con una discapacidad o con una problemática más o menos severa. Se recorta siempre la singularidad de cada situación histórica y familiar en la que se instala la patología de base.

1 Nos referimos a niñ.os que concurren a establecimientos de enseñan­za especial, a hospitales de día o a instituciones de salud mental que se ocupan de una pedagogía especializada. El primer antecedente de esta pedagogía fue la que instrumentó Jean Jtard (1774-1838), quien trabajó en la tenaz educación de Víctor Aveyron, el niño denominado salvaje dando origen a la educación especial. Véase Pinel, Phillipe e Itard, Jea n, El salvaje de Aveyron: psiquiatría y pedagogía en el iluminismo tardío.. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1978. Itard, Jean, Victor de l'Aveyron, Madrid, Alianza, 1982. Pérei de Lara, Nuria, La capaci­dad de ser sujeto, Barcelona, Alertes, 1998. Skliar, Carlos, ¿Y si el otro no estuviera ahí?, Buenos Aires, Mi.ño y Dávila, 2002. Imbert, Francis, "A questao da etica no campo educativo", Brasil, Vozes, 2001.

229

1.~11 '

lu11¡

Es partiendo de la singularidad de cada niño que pudimos reflexionar y conceptualizar la función del hijo y de lo que ocurre cuando nace un niño discapacitado o con trastornos en el desarrollo. Nos referimos a los efectos de implosión imaginaria, simbólica y real que la patología puede provocar en la genealogía y la filiación, lo que es fundamental para la estructuración subjetiva y la instalación de la imagen del cuerpo.2

Consideramos que algunos de los niños que aparecen descriptos en este libro no son integrables en una escolari­dad denominada "normal". Forzar una integración sería para ellos una operación de des-integración escolar y social, que incrementaría el aislamiento, lo "especial", lo "asocial", tornándolo doblemente discapacitado, diferenciándolo aún más de los otros.

En estas condiciones, paradójicamente el niño estaría excluido dentro de la supuesta inclusión. Sin salida, expues­to como objeto a integrar, quedaría inmovilizado, momifica­do, en la inenarrable desolación de ser él mismo objeto de exposición de otros (adultos especialistas) que experimen­tan, prueban, clasifican, miran y condicionan.

Me he encontrado con niños supuestamente integrados a una escolaridad "normal" cuyo sufrimiento, displacer y estatismo obsceno eran parte de la norma. Por ejemplo, Alejandro, un niño con síndrome de Down que repitió cuatro veces el preescolar, o sea que, a los 10 años estaba en un jardín de infantes pero, como orgullosamente concluían sus padres, en una escolaridad "normal".

Hace unos años, cuando estaba dictando un seminario de formación para docentes especiales, una docente relató entusiasmada la experiencia que había tenido en el profeso­rado, haciendo las observaciones prácticas pedagógicas en integración con una niña llamada Ana, de 7 años, diagnos­ticada de débil mental. Ella narraba lo que había observado y la didáctica específica utilizada.

2 Esta temática comenzamos a desarrollarla oportunamente en el

libro La función del hijo, op. cit., específicamente en el capítulo concer­niente al diagnóstico diferencial de la imagen del cuerpo.

230

A continuación, otra docente comenta que ella había realizado el mismo trabajo (la misma didáctica y planifica­ción) con una niña también llamada Ana, de 9 años, con similar diagnóstico, en la misma institución.

Finalmente una tercera docente intervino afirmando que realizó exactamente el mismo trabajo didáctico con Ana cuando ella tenía 12 años. Sin lugar a dudas, estaban todas hablando de la misma niña y el mismo trabajo práctico.

Ana, la niña "débil mental integrada'', siniestramente estaba ubicada como objeto "ideal" de integración, con la cual muchas promociones de maestras especiales habían hecho sus prácticas didácticas y pedagógicas.

¿A cuántas docentes especiales (de)formó Ana y cuál fue el destino irreversible e inefable del lugar que ella tan fiel y didácticamente ocupaba?

Clara, una niña de 7 años, con un diagnóstico neurológico severo (con plurideficiencias) que le causaba convulsiones, trastornos en la alimentación, en el sueño, hipoacusia, problemas en el desarrollo psicomotor y en la estructuración de su imagen corporal, estaba integrada a una escuela común que abiertamente se denominaba a sí misma como una escuela "modelo" en integración.

La niña concurría a la sala de jardín de infantes de 4 años, tenía una maestra integradora a su disposición todo el día. No la dejaba sola en ningún momento y realizaba todas las actividades escolares con ella. No hacía actividades con el grupo ya que Clara no podía, tampoco jugaba con otros niños, ni dialogaba, ni intercambiaba objetos, juguetes o palabras.

Clara estaba siempre con la maestra "integradora". En una interconsulta con ella nos confiesa llorando y angustia­da: "No sé más qué hacer, estoy todo el día con la nena, ni siquiera en los recreos estoy libre, parezco una mamá, la sostengo, la cuido, la estimulo, la limpio, la higienizo, le jue­go. Los compañeros ni se dan cuenta de que ella está, no la invitan a los cumpleaños y si la invitaran tendría que ir yo."

A partir de estos ~jemplos se podría abrir un abanico de interrogantes: ¿cómo y cuándo integrar a un niño con proble-

231

lli

lj· ,¡ 11

:11

1

1

mas en el desarrollo y en la estructuración subjetiva?, ¿es posible integrarlo siempre?, ¿cómo evitar la (des)integración en la integración escolar?, ¿cuál tendría que ser la formación profesional del docente?

Actualmente, para solicitar la integración o derivación a una escuela especial el parámetro establecido es el coeficien­te intelectual. El "número" de inteligencia, este "handicap" es el que decide la inclusión o exclusión de un sujeto-niño.

María es una niña de 5 años que ha logrado terminar con muchas dificultades su sala de preescolar, pero todavía no está en condiciones de realizar un primer grado. La docente integradora, junto con la neuróloga, solicitan la permanen­cia de la niña en la sala de 5 años.

La inspectora del ciclo inicial analiza el coeficiente inte­lectual de María y a partir de ese parámetro concluye: "El coeficiente intelectual no le alcanza para la permanencia, hay que hacer una derivación total para una escuela espe­cial. El coeficiente no le da, no llega al número." Desoyendo de este modo el pedido de la docente integradora, la neuró­loga y la familia.

En otras oportunidades el coeficiente intelectual supera el número mínimo para entrar en la escuela especial, aun­que el funcionamiento del niño en la sala de clase y su posicionamiento frente a lo escolar (debido a una situación por ejemplo de violencia familiar), lo llevan una y otra vez a repetir y "fracasar". En estos casos se lo mantiene, se lo deja a repetición, a repetir de grado, sin "logros" aparentes.

El coeficiente intelectual, el número, no le da, no alcanza para la escuela especial y no aprende en la común. ¿Cuál es el lugar "escolar" de ese niño o en realidad del coeficiente?

El siniestro y nefasto parámetro numérico delimita lo es­pecial, lo común, la integración o exclusión, lo normal o anor­mal. ¿Es posible que un niño sea una cifra? ¿Se puede nume­rar y definir a un sujeto? ¿El destino de un niño y su familia dependen de un ca-eficiente? ¿Cómo integrar la inteligencia por fuera de la subjetividad y la problemática familiar?

Para nosotros, la inteligencia en la infancia es un afecto que como efecto dramático se coloca en escena a través de las

232

representaciones, realizaciones e invenciones en las cuales el niño se refleja y aprehende dándonos a ver su historicidad (mucho más allá de un número) en un punto de encuentro y amarre entre el sujeto, las palabras y el acontecimiento que se lee entre líneas.3

Acerca del saber, la inteligencia y la imagen del cuerpo

Los niños durante mucho tiempo no saben escribir, ni dibujar, ni hablar, ni moverse. Tal vez, la causa de ese irre­misible saber es la que les posibilita inventarlo y descubrirlo. La infancia es una construcción y deconstrucción de saberes.

La niñez en escena se permite equivocarse, rondar, mero­dear, zigzaguear entre las bambalinas de una búsqueda que lo ilusiona y desilusiona permanentemente. En ese ríspido sendero, el niño no busca un contenido o una temática para saber y aprender, por el contrario, los temas que le interesan

3 Planteamos de este modo recuperar el sentido etimológico y filosó­fico del concepto de inteligencia que proviene del término latino intelli­gentia, el cual designa la acción y el efecto del verbo intelligere: "leer por dentro", "leer entre líneas", "inter-pretar". Se traduce también a menudo por "entendimiento". La medida o el número del coeficiente intelectual está mucho más en relación con el concepto moderno y actual de "inteligencia artificial". Justamente la inteligencia más alejada de lo humano, la de la cibernética .. la teoría de la información, los ordenadores, la computadora, la teoría de los autómatas, la robótica, "donde no aparecen los sentimientos, las emociones, la conciencia". La inteligencia artificial designa una serie de operaciones, cálculos, conexiones, patro­nes de resolución, sistemas lógicos y algebraicos donde no aparece el sujeto. Esta inteligencia no sólo concierne a la construcción de ciertas máquinas sino también y sobre todo a la programación de !as mismas. ¿Será que se pretende transformar al niño "especial" en una máquina con coeficiente intelectual "especial" para progre.mar su conducta, ordenar el agrupamiento y controlar el destino? Las referencias etimológicas fue­ron extraídas de José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Barcelo­na, Ariel, 1999, tomo II y Raymond Williams, Palabras clave, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000, pág. 188.

233

lo buscan a él como si fueran pequeños títeres, personajes que lo deslumbran y lo tientan a abrirse a la novedad de lo desconocido por conocer.

Los niños se resisten al saber ya establecido y consolida­do, donde se pierde toda la magia del descubrimiento. Cuan­do logran dejarse llevar por el inagotable deseo de saber, por la impenetrable pasión por la ignorancia, ellos rompen las amarras que los cobijaban y se lanzan a la conquista indó­mita de la aventura y el conocimiento.

El deseo de saber irrumpe en el niño imponiéndose la búsqueda, reside allí la valentía que habita la tenacidad curiosa e intrépida del saber infantil. Lo que sin duda origina el exquisito exceso de conocer lo que como desconocido causa su hacer. En ese terreno no hay un saber definitivo, como tampoco hay un desarrollo definido, y mucho menos una técnica establecida para conocer los estadios del pensamien­to infantil o lo supuestamente "especial" o "anormal".

Es necesario advertir que en la infancia muchas veces no se trata de develar los secretos "inhóspitos" del niño, sino justa­mente de crearlos, dejándonos deleitar por el no saber, por el péndulo mágico en cuya continua oscilación acontece mecién­dose la temporalidad infantil. En ese vaivén el niño, como las mareas, los eclipses y los arco iris nunca se sabe en qué lugar va a estar, ya que en esencia nunca está en un lugar certero. Son seres disarmónicos que buscan la diferencia, el tropismo, la traslación y en ese incierto recorrido son cautivados por una imagen corporal que, a su vez, los cautiva.

La imagen del cuerpo se instituye así como el primer secreto del niño, un saber no sabido, un mágico e inefable misterio que lo sostiene y lo causa en la alteridad. Por ello es que la imagen secreta juega con él, a la vez que en un doble espejo, él la coloca en escena usándola en su nimbada intimidad.

El secreto más preciado de la imagen del cuerpo es que al mismo tiempo que la unifica, le posibilita jugar a lo que él no es, o a lo que no está, o a lo que en su afán investigador asombrado intenta descubrir aunque él no sabe que es imposible hacerlo.

234

Al niño le resulta imposible encontrar el secreto que conforma y conlleva la imagen corporal originaria; sin embargo, es esta imposibilidad paradójicamente la que causa la curiosidad y el deseo de saber.

La imagen del cuerpo está constituida por ese enigmático y palpitante "material" del origen que es el deseo del Otro: el pequeño quiere saber sobre ese deseo y esa imagen originaria y desean te. Por eso nos preocupamos tanto cuan­do en el otro espejo el deseo del niño no aparece.

En este territorio germina lo infantil de la infancia, columpiándose entre dos polos, el de la vida y el de la muerte, entre ambos, la puesta en escena de las imágenes o sea las aventuras o los sueños. Los cuentos conforman el maravilloso mundo de las representaciones escénicas. En el fondo procuran develar misterios inenarrables e inabarca­bles de un sutil secreto, aquel que vino a fundar la fantasía insustituible de la imagen del cuerpo que nunca será la del órgano o la de la discapacidad.

Desconocimiento e inter-disciplina

Sabemos de numerosos ejemplos donde la integración esco­lar ha sido un éxito. Apostamos a ella cada vez que el enfoque ínter-disciplinario lo considere adecuado e instrumente los medios para realizarlo en cada caso singular, inventando y descubriendo lo que cada niño necesita a partir de los puntos de encuentro y (des)encuentro entre el desarrollo y la estruc­turación de un sujeto deseante.

La ínter-disciplina sólo existe cuando el saber de cada disciplina, sea clínica, terapéutica, pedagógica o educativa, no alcanza para comprender la problemática del niño y su familia. Es ese no saber, el desconocimiento, el que produce e invoca -la ínter-disciplina con el objetivo de construir y habitar un nuevo saber no sabido por nadie, por ningún profesional, ni ninguna disciplina.

235

El desa.ITollo psicomotor de un niño (con o sin problemas en el desarrollo) siempre es disarmónico y nunca autónomo. Lo que nos lleva a considerar que la in ter-disciplina no es un método, un enfoque o una técnica generalizable. Ella es efecto de la falta de respuesta, de las fallas, del fracaso de cada disciplina. Por ello es tan difícil crearla, producirla y realizarla, pues va en contra de todo saber instituido hege­mónicamente y del propio narcisismo.

Afirmamos que la ínter-disciplina es un saber inventado, que no pertenece a ninguna disciplina, por el contrario, denuncia las fallas, la incompletud del saber y es justamen­te allí donde los que se preocupan por el niño pueden angustiarse (porque no saben), debatir, intercambiar, re­flexionar, re-crear y des-cubrir inventando nuevas tácticas y estrategias inter-disciplinarias para la singularidad de cada niño y su entorno familiar.

Planteamos la ínter-disciplina como un acontecimiento que no se puede anticipar sino que en tanto tal delimitará, por un lado, la diferencia en lo idéntico de cada disciplina y, por otro, sólo podrá leerse por los efectos discursivos y simbólicos de dicho acto en el cual el niño podrá reflejarse en la alternancia de la imagen estructurante.

Como invención, la in ter-disciplina no es nunca lo que ya se sabe, pero tampoco lo que no es sabido. En esa paradoja se rompe la supuesta certera correspondencia entre el niño y la patología, el docente especial con lo especial del niño, los terapeutas especialistas con lo especializado del niño para recuperar lo infantil de cada infancia.

Sostenemos que las escuelas o establecimientos que se ocupan de los niños con problemas en el desarrollo y la estructura tienen que instrumentar límites simbólicos para que el niño cumpla una etapa o un ciclo en dicho estableci­miento aunque no esté curado, no pase de grado o continúe con su problemática en muchos casos irresoluble e irrever­sible.

El pasaje a otro establecimiento especial o el cumplimien­to y cierre de una etapa de trabajo va marcando un límite simbólico esencial para el futuro de ese niño. Así como el

236

período de la infancia se termina y el niño nunca es un "eterno bebé" (aunque no haya progresado lo suficiente), la escuela o institución especial tampoco puede eternizarse. De hacerlo (como muchas veces ocurre) se transformaría drásticamente en otra cosa, en un hogar sustituto, en una casa, en un depósito, en una gran familia, etc. Confundida con lo especial de los niños, se podría perder la función educativa, terapéutica y social.

Rescatamos el enorme e increíble valor de los estableci­mientos "especiales" cuando el límite simbólico y el amor condicionado a él se establecen claramente, ya que tal vez el niño del otro espejo, por la problemática que porta y compor­ta, no puede, como otros, pasar de grado pero sí, evidente­mente, culminar un ciclo y comenzar (como todos) otro, lo que equivaldría a pasar a otra etapa.

No nos olvidemos que las resistencias a hacerlo son siempre nuestras: terapeutas, instituciones, profesionales, docentes. Pues se perdería el encantamiento narcisístico del "todo lo puedo", "conmigo va a poder aprender", "lo voy a curar" o el supuesto institucional "aquí nunca fracasan".

Si en una escuela especial no se fracasa ya que ella es la escuela de los fracasados, estemos seguros de que no está cumpliendo su función pues en la esencia del aprender es necesario fracasar para avanzar, resignificando lo que no se pudo hacer o lo que se transformó en una dificultad.

El mito "especial". El ritual del acto imposible

Lévi- Strauss define el mito como una solución imaginaria frente a un problema real. Invirtiendo la fórmula, podría­mos decir que los niños "especiales", los del otro espejo podrían encarnar una "solución" real frente a un problema imaginario. ¿Cómo instituir otro espejo desde la escolaridad especial?

237

Como lo hemos sugerido en este escrito, los niños del otro espejo reproducen consciente o inconscientemente el fraca­so de la función de hijo o, dicho de otro modo, son los representantes de ese fracaso, cuestionando sin saberlo la genealogía.

El niño del otro espejo generalmente presentifica el mito que lo nombra, justamente como diferente ("especial"). La escuela que lleva dicho nombre ("especial") representa su rito social. Como sabemos, todo mito se expresa a través de un rito, cuyo rasgo esencial es la invariancia y eficacia de la repetición. En este caso, la escuela especial sería el rito donde el mito del niño discapacitado (anormal) se da a ver, siendo su más fiel heredero y representante. Es esta heren­cia y representación la que consideramos fundamental rom­per, para que lo escolar cumpla su función desde otra posición.

Surge entonces el siguiente interrogante: ¿tienen la mis­ma función la escolaridad denominada común y la llamada "especial"? Si bien aparentemente en varios sentidos (apren­dizaje, socialización, escolarización, alfabetización, entre otros) se ocuparían de lo mismo, nos parece central deslin­dar y analizar las diferencias con la finalidad de re-ubicar el papel estructurante de la otra escolaridad.

Frente al barranco, la desilusión e incertidumbre genera­dos por la discapacidad, se coloca en cuestión la función y el funcionamiento del hijo. Sustentamos como uno de los ejes fundamentales de la educación "especial" generar otro espe­jo posible, una imagen desinvestida y desidentificada de organicidad, patología e imposibilidad.

Este eje no sólo abarca al niño sino también a sus padres y los que se ocupan de ellos. Pues, como sabemos, la imagen del cuerpo se conforma en el campo del Otro, en el vértice estructurante de la dialéctica de la demanda y el deseo. El trabajo con los padres y lo familiar es central en la otra escolaridad, requiere un tiempo y un espacio específico para desarrollarlo.

A la problemática de los padres (o quien cumpla su función) de realizar un trabajo de duelo y elaboración de los

38

trastornos de su hijo, se suma la dificultad de encontrar ámbitos, espacios, tácticas y estrategias institucionales para convocarlos a una función diferente.

"A los padres se los convoca, se los llama, pero nunca vienen", es uno de los comentarios más frecuentes en este campo educativo con el cual queda interrumpido el circuito y la comunicación. El lazo con lo escolar, en el mejor de estos casos, remite sólo a algunos mensajes "formales" (vía el cuaderno de comunicaciones). Finalmente los padres no concurren y los docentes se agotan en los extenuantes pedidos y llamados de presencia.

Ocurre lo inverso que en la escolaridad denominada "común", en la que los padres concurren espontáneamente o cada vez que se los convoca. Seguramente durante todo un año lo hacen varias veces. En la otra escolaridad nos encon­tramos con padres que no concurren durante todo el año o sólo lo hacen en la fiesta o acto escolar. La paradoja nos lleva a reflexionar una y otra vez sobre la función del hijo en el contexto social, familiar y escolar.

La fijeza de la fiesta innombrable

"Una huella imborrable no es una huella, es una sustancia plena, una sustancia inmóvil e inco­rruptible, un hijo de Dios, un signo de parusía y no una semilla, es decir un germen mortal."

Jacques Derrida

Detengámonos a analizar sucintamente un ejemplo: nos referiremos al acto o fiesta patria en la escuela especial. Es un momento muy esperado por la institución ya que es el instante de más convocatoria: participan los padres, los docentes, las autoridades y la comunidad en general.

A los niños "especiales" se los prepara mucho tiempo antes para el acto patrio, se ensaya lo que tienen que decir, cómo hacerlo, de qué modo ejecutarlo, de qué manera mover-

239

se, cuál es el gesto más conveniente a realizar y cómo ubicarse ordenadamente frente al escenario. Se limpian y pulen todos los detalles posibles. Durante meses (ocupando muchas horas) se repite y reproduce lo mismo, una y otra vez. Finalmente, el niño lo automatiza, se robotiza y lo puede ejecutar sin equivocación; se logró que repita sin pensar, o sea, se lo ritualizó.

A continuación llega el momento tan esperado del acto patrio. Ese día los niños tienen todos su disfraz (la masca­rada del otro). Los padres, que nunca concurren, en ese preciso instante no faltan a su lugar (ese día no fallan), los supervisores, inspectores y autoridades están atentos, en su lugar, controlando todo lo que pasa. El aparato institucional (panóptico)4 y social está listo y preparado para que pase exactamente lo que tiene que pasar.

El acto patrio, la fiesta plena: los niños ejecutan automá­ticamente y fielmente el ritual, los padres aplauden y se emocionan al ver a sus hijos en una correcta y eficaz posición, las autoridades se sienten orgullosas por lo produ­cido y reciben las "merecidas" felicitaciones ... Han quedado satisfechos cada uno en su lugar.

La ceremonia patria pasa, al otro día, los niños del otro espejo vuelven a la escuela, al mismo lugar, a la indiferen­cia; están momificados en el mismo sitio, se han olvidado por completo del acto, no recuerdan lo esencial de él. Ellos han realizado el ritual del acto para otros, se djsfrazaron para otros, dijeron lo que los otros querían que dijeran, se movie­ron y gesticularon a imagen y semejanza de los que los miraban, pero no construyeron otro espejo. Por el contrario,

4 El panóptico es una maquinaria de control milimétrico y vigilancia constante. Este instrumento carcelario y persecutorio diseñado y pla· neado por Jeremías Bentham a fines del siglo XVIII se dirige también hacia la educación cuando textualmente afirma: "La educación, por ejemplo, no es otra cosa del resultado de todas las circunstancias en las que el niño se ve. Velar sobre la educación de un hombre, es velar sobre todas sus acciones, es colocarle en una posición en que se pueda influir sobre él como se quiera, por la elección de los objetos que se le presentan y de las ideas que se hace nacer en él." Bentham, Jeremías,El panóptico, Madrid, Ed. La piqueta, 1989, pág. 33.

··111

han congelado y estancado aún más su imagen. ¿Qué huella y registro queda de este acto?

Para una fiesta de fin de año -nos relata una docente azorada- en una escuela de discapacitados motores se realizó una representación que consistía en armar un "arbo­lito de Navidad". Sobre el piso se dibujaba un árbol, decora­do y adornado. Para sorpresa de todos, los niños estaban disfrazados de "adornitos de Navidad", pasivos y fijados cada uno en la posición que les correspondía; así, estáticos, transcurrieron la "gran y esperada" fiesta.

La madre de uno de los niños se acerca sigilosamente a la docente y le comenta en voz baja, para que nadie escuche: "Al verlos así, me acordé de un chiste: Están tan al pedo como adorno en Navidad."

Por un momento imaginemos el efecto letal de este tipo de fiestas, el niño encarnizado como adorno está todo allí. La fijeza de la representación duplica milimétrica, empecina­damente, la obscenidad del exceso de inutilidad. La efigie fatal de la discapacidad se presentifica sin pantalla en la voluptuosidad de lo real.

Víctor, de 6 años, nació prematuro, con convulsiones a repetición desde ese momento. El diagnóstico médico afir­ma: "Parálisis cerebral, diplejía espástica, convulsiones no controladas a pesar de estar con la máxima medicación (de acuerdo con su talla y peso), baja visión, rasgos de autismo y desconexión, debilidad mental, plurideficiencia." No cami­na, no apoya siquiera los pies en el suelo, ni se sostiene solo, no habla.

La famjlia de Víctor es muy humilde y carenciada, a veces deben suspender la sesión pues no tienen dinero para trasladarlo de la casa al consultorio o para comprar los medicamentos. Concurre a la Escuela de niños motores con déficit visual. Solamente una hora por día, dos veces por semana. La madre comenta sorprendida: "Para la fiesta de fin de año, me piden el traje de 'conejito', no sé cómo pero lo voy a conseguir o se lo voy a hacer, hay que disfrazarlo de conejo."

Víctor disfrazado de conejo exacerba y corroe la puesta en

241

acto de lo irrepresentable. El conejo encarnado en Víctor es un espejo que no miente, la violencia de una imagen sinies­tra, imborrable como una sustancia plena, innombrable. ¿Cómo exorcizar la dolorosa humillación de aquello que como "conejito" carece de forma, de nombre, de reflejo, de escena y de historicidad?5

Los niños del otro espejo no están como sujetos en la fiesta y el acto, si éste no los re-presenta. Están ubicados como objetos, ofrecidos al goce del Otro que los mira, los usa, los controla, los ordena y ritualiza en la inconmovible letanía. Bienvenidas las fiestas y el acto, cuando en ese escenario los niños existen en él.

Al repetir no se piensa

Los rituales (como los del acto) son muy comunes de encon­trar en la enseñanza "especial". Se realizan siempre "respe­tando" el mismo modo constante, en igual secuencia y frecuencia de estímulos, sin variación; reproduciéndose en lo hiperreal. Así también se ejecutan los rituales de "bienve­nida", el de los "nombres", el de los "días de la semana", el de la "despedida", el de los hábitos, entre otros, pretendiendo ordenarlos, organizarlos, coordinarlos y estandarizarlos.

Sin embargo, lo más siniestro de todo ello es que logran adiestrarlos, son métodos estándar, técnicas establecidas y ordenadas de acuerdo con una taxonomía general acerca del desarrollo y la discapacidad del niño. El logro consiste en que deben realizarse exactamente igual al modelo para que finalmente, reproduciéndolo, aprendan.

5 Se trataría de una operación o presentación exactamente inversa a la función estructurante del espejo. Nos recuerda la figura de lo demoníaco, ya que Drácula y sus vampiros no arrojan sombra, no se reflejan en el espejo. El acto de vampirismo es el intento más extremo y violento de negar o excluir la inserción e interdicción del universo simbólico. ¿Podrá Víctor resistirse a la otredad absoluta y demoníaca de lo innombrable?

242

El gran peligro del docente "especial" o del profesional es crear en el niño un pensamiento, un saber y una lógica de ejecución sin sujeto, sin que él exista en ese pensar y en eso que hace. Socializar, aprender y enseñar, nunca podrá ser domesticar.

Si al niño lo llevan a repetir sin re-conocerse en ese hacer podrá armar una unidad, una imagen real, un espejo que lo refracte (y no lo refleje) en una posición única e inamovible. Adiestrado podrá adquirir una acción, una vivencia, una experiencia, pero nunca un acontecimiento que lo represen­te en una serie significante en otro espejo escénico. En definitiva, ritualizar a un niño es estereotiparlo, estereoti­pándose en él.

Educar es crear huellas simbólicas, marcas que como representación se olviden y se puedan recordar; de este modo el niño podrá espejarse y jugar con ellas, a la vez que ellas jugarán con él. Son estas marcas las que sostienen el desconocimiento como posibilidad de saber y re-conocerse en el conocer. Es el desconocimiento el que funda el deseo de saber.6

6 Como ya lo refirió Freud, siempre hay un imposible de educar como un modo singular de la relación del Otro (cultural) con el niño en el intento de "domeñar'', controlar y exigir la renuncia pulsional del pe­queño. Al introducir el doble espejo que venimos proponiendo es sólo la renuncia pulsional del Otro (encargado de la educación y crianza) cómo límite, la incompletud en tanto castración, la que podrá transmitirse. En realidad el Otro transmite la propia falta e imposibilidad de completud y saber dando inicio al des-conocimiento. "Entonces -dice Freud- la educación tiene que buscar su senda entre la Escila de la permisión y la Caribdis de la denegación. Si esta tarea no es del todo insoluble, será preciso descubrir para la educación un optimum en que consigue lo más posible y que perjudique lo menos." Freud nos plantea encontrar y des­cubrir el óptimo sendero que consiga lo máximo y perjudique lo menos (sabiendo de lo imposible). Pero este incierto camino se encuentra entre dos monstruos mitológicos: Escila y Caribdis que aparecen en la Odisea, poema épico de Homero. Escila es un monstruo terrible:" ... Voz semejan­te a la de una perra recién nacida y es un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver, aunque fuese un dios a quien ella se encontrase. Tiene doce pies todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres filas de abundantes y apretados dientes, llenos de muerte negra ... " En el otro escollo vive la

243

A diferencia de la escuela común donde se enseña unifor­memente lo que el niño tiene que conocer, muchas veces en la escolaridad especial se trata de crear lo nuevo, lo que no se ha producido todavía, o sea, el deseo y la demanda de saber. ¿Cómo enseñar sin ninguna demanda de saber? ¿Cómo crear los marcos simbólicos que abrirán las puertas de un nuevo pensar donde reflejarse diferente?

Las marcas simbólicas sólo se pueden crear a través de un lazo escénico singular con el niño. Este lazo es una de las funciones centrales del trabajo en el campo de la otra escolaridad. Una cosa es darle elementos a un niño que quiere y puede aprender y otra muy distinta es generarle el enigma del deseo de aprehender y la demanda de saber en la cual es fundamental el lazo relacional que el niño sostiene con la docente.

A partir del lazo escénico se tratará de producir constru-yendo una demanda posible, de historizar lo que se pierde sin efecto en el ilimitado estereotipar y en la representación estereotipada.

El deseo del docente "especial" o del profesional que se ocupa de esta tarea, se transforma en un operador esencial para el armado del lazo escénico; sin él, el niño sin demanda podrá navegar naufragando en la soledad y el hastío momi-

divinal Caribdis, hija de Poseidón, de una voracidad insaciable; castiga­da por Zeus quien la transformó en un horrible monstruo, sorbe las turbias aguas y todo lo que flota en ellas tres veces al día y las vomita afuera, otras tantas, de modo horrible. Quien escapase por casualidad de un monstruo sería fatalmente tragado por el otro. ¿Cómo navegar "educativamente" entre estos monstruos devastadores? Si estos mons­truos son invencibles (ni siquiera los dioses pueden con ellos) existe siempre un imposible que implicará sufrimiento y pérdida, única posibi­lidad de educar y participar en la historia. Los monstruos son imposibles de vencer, sin embargo (como plantea Freud) marcan el camino interme­dio, limitado, escueto pero posible. El educador tiene que soportar el propio límite, colocarlo en escena, pues él encarna lo imposible y a la vez posible de educar, aunque siempre estén al acecho Escila y Caribdis para decirnos: Los niños retrasados, débiles y deficientes no existen. Somos nosotros sus monstruos en escena. Brandao, J·unito, Diccionario mítico etimológico, Petrópolis, Ed. Vozes, 2000, tomo l. Freud, Sigmund,Obras Completas, Buenos Aires, Ed. Amorrortu, 1986.

244

ficante e indiferente. En ese navío desgraciado, el agua terminaría irremediablemente consumiéndolo.7 El deseo de un docente en la escolaridad "común", en cambio, pasa centralmente por desarrollar los objetivos generales y uni­formes de cada grado.

Los docentes del otro espejo tendrán que desaprender lo prefijado para arriesgarse a introducirse en la relación escénica con el niño, dejándose desbordar por él para que acontezca una demanda en la diferencia. El placer del docente estará dado en el acontecimiento que se produzca en el encuentro azaroso e inventado junto al niño y no en el rendimiento intelectual, cognitivo o en el aprendizaje "mo­ral" de un hábito.

Equivocarse en el recorrido, entreabrir una puerta equi­vocada, es parte del camino de dirigirse al (des)encuentro no calculado con lo inesperado del niño en escena. Desde este ángulo habrá que soportar insistentemente el no saber, el desconocimiento frente a la novedad que aparece. ¿Será posible soportar el no saber frente al niño discapacitado que supuestamente "no sabe"?

Es ése el gran desafío: ¿cómo pretendemos que el niño sea creativo y aprenda, si los que se ocupan de él no soportan el no saber refugiándose en las ritualizaciones, en las hegemo­nías teóricas, o en el dogmatismo técnico-cognitivo-didácti­co-pedagógico?

7 Nos recuerda la imagen del agua en la cual Narciso encuentra su muerte al mirarse. "El agua donde Narciso ve lo que no debe ver, no es un espejo capaz de una imagen nítida y definida. Lo que ve es lo invisible en lo visible, lo infigurable en la figura, lo desconocido inestable de una representación sin precedencia, la representación que no remite a un modelo, el anonimato que sólo podría mantener a distancia el nombre que no posee." Blanchot, Maurice, La escritura del desastre, Caracas, Ed. Monte Ávila, 1987, pág. 115.

245

La imagen del cuerpo no se enseña

"Sé nadar como los demás, pero tengo mejor memoria que los demás. No he olvidado que una vez no supe nadar. Pero, puesto que no he olvi­dado, ahora mi capacidad de nadar no sirve para nada, y no puedo nadar."

Franz Kafka

Uno de los grandes problemas de los niños del otro espejo es que no pueden desconocer para saber algo diferente a lo que son o a lo que tienen, no pueden representarse diferentes, si lo hicieran intentarían saber más allá de lo que son, para continuar demandando y resignificando su posición. Es necesario olvidar para representar y recordar. He allí la dificultad. Al decir de J abes: "Olvidar para saber, saber para satisfacer el olvido en su momento."8

Lamentablemente el campo escénico del jugar en la infan­cia se encuentra en peligro de extinción. No sólo cada vez se juega menos, sino que el juego es tomado como técnica "psicopedagógica" o como consigna para ejercitar y desarro­llar un contenido específico o para alcanzar logros y objeti­vos didácticos. En la escolaridad "especial", las propuestas técnicas se exacerban aun más, procurando denodadamente planificar e instrumentar la eficacia pedagógica o el austero logro que minimice (para el otro) la discapacidad.

A menudo, cuando a los niños "especiales" se les permite "jugar libremente" es para descansar, pues ya no se sabe qué hacer con ellos, o para el logro de otros fines previamente planificados. Por ejemplo, se les da una pelota para enseñar­les "didácticamente" a escribir la palabra pelota, o para dibujarla, colorearla, descubrir la forma o pintarla. La pelota se transforma en un objeto de conocimiento, aunque el niño no exista y se resista a él. El alumno "especial" como la pelota soportan la desazón de metamorfosearse en técni­cas de aprendizaje.

8 J abes, Edmond, El desierto del libro, Córdoba, Ed. Alción, 2001, pág. 13.

246

En una interconsulta con una escuela especial, tuve la oportunidad de observar la clase de educación física de un grupo denominado "los autistas". El profesor altivo, rígido y tenso en la actitud, estaba empecinado y convencido en enseñarles una destreza (el rol).

Los cuatro niños del "grupo" no se comunicaban entre sí, cada uno realizaba otra cosa. Una niña miraba el ventilador, la otra prendía y apagaba la luz, otro niño golpeaba sin pa­rar la pared y el último se balanceaba frente a una ventana.

El profesor llevaba a los niños de a uno por vez frente a la col­choneta y, sin casi hablarles, les hacía hacer la destreza, obligándolos y forzándolos a agacharse, flexionar las piernas y colocar las manos. Los niños se resistían lo que podían y fi­nalmente caían dando la vuelta (el rol) en la colchoneta. Luego de la actividad, cada uno de los niños volvía a su estereotipia, al mismo lugar del cual había partido. ¿Para qué servía esta "enseñanza" activa? ¿Dónde quedaba el niño en ella?

Nosotros renovamos la apuesta del jugar como espejo del niño. Es este espacio el que crea lo infantil de la infancia. Partiendo del lazo escénico, del desconocimiento (no saber), el docente "especial" podrá procurar, generar en el niño una demanda de aprehender más allá de cualquier discapacidad y, desde esa posición relacional, instrumentar los recursos necesarios (técnico-pedagógicos) para habitar una realiza­ción en la cual exista como sujeto.

En la otra escolaridad, la producción de cada niño (sea ella un nuevo gesto, una palabra diferente, un dibujo pers­picaz, un extraño colage, una actitud postural, una canción novedosa o una mirada conjetural) tendrá que estructurarse jugando como un espejo, cuya función, al tiempo que lo refleje imaginariamente, lo refracte simbólicamente fuera del cuerpo discapacitado, del síndrome, del débil mental, del deficiente o del "especial".

Las producciones y realizaciones en la educación "espe­cial", se constituyen en huellas simbólicas y no se evaporan en el agua o quedan coaguladas como efigie, si, soportadas en el lazo escénico, colocan en juego el amor más allá del cuerpo. En esa extra-corporalidad el niño al desconocerse y desiden-

247

tificarse de la patología puede identificarse en la imagen del cuerpo. No se trata, entonces, de recuperar o recobrar lo infantil, sino de construirlo.

Proponemos poder realizar en el campo de la escolaridad "especial" un diagnóstico diferencial de la imagen del cuer­po. Pues es sólo a partir de ella que un niño podrá encontrar, armar, jugar y componer el horizonte representacional.

La imagen corporal es la presentación imaginaria y sim­bólica del cuerpo, justamente lo que le posibilitará amarrar lo real de su problemática. El esquema corporal es la construcción de la re-presentación de dicha imagen. Por lo tanto, no hay duda de que sin imagen (presentación) no se constituye el esquema (re-presentación).

Si un niño por diferentes razones (neurológicas, genéti­cas, simbólicas, históricas, familiares, etc.) no se ha institui­do en su imagen corporal, el trabajo inter-disciplinario en primera instancia tendrá que dirigirse a constituirla.

Supongamos que un niñ.o se ha instituido en la imagen corporal, pero se encuentra detenido, congelado, fijo y limi­tado en ella, al no hacer uso de la imagen, al no colocarla en escena, reproduciría repetitivamente el mismo escenario, la misma imagen real, estereotipándose.

Repetir la misma representación ilimitadamente, no sólo empobrece el universo representacional sino que lleva al niño a gozar sin salida de ella. En estos casos (como hemos sugerido en este escrito), no se trata de enseñarle otra representación para que estereotipe con ella, sino generar un corte (punctum), una interdicción que enlace y un lazo que, en la demora de la relación, engendre otra re-presenta­ción subjetivante.

Es en este sentido que hemos venido planteando el diag­nóstico diferencial de la imagen del cuerpo y de las estereo­tipias, como un modo posible de ubicar y orientar el trabajo con ellos desde una perspectiva eminentemente inter-disci­plinaria y simbólica. Estamos persuadidos de que tanto en el ámbito clínico como en el educativo (sea "especial" o no), no existen modelos ideales a copiar, establecer, secuenciar o tecnologizar.

248

El sujeto niño aparece sólo si le suponemos un saber hacer, decir, crear, escenificar más allá del cuerpo, de la organicidad, de la deficiencia sea cual fuere su causa. Ese saber supuesto no lo sabemos, sólo existe cuando se crea en el gesto actuante del acontecimiento, al dejarnos sorprender y asombrar por él; sólo allí se asoma un niño que podrá abrirse al múltiple campo del deseo de saber.

La función de la escuela "especial" implicará siempre un trabajo de duelo a realizar. Duelar el niño-alumno que no puede ser, que no alcanzará los objetivos de los "comunes" y no por ello será un "eterno" alumno. Se tratará de ese modo de deconstruir lo mortal de lo especial, para construir un espacio conjetural posible. La conjetura es un pensamiento que soporta el desconsuelo de saber que nunca abarcará la completud.

Si la escuela "común" se transforma en el ideal inalcanza­ble e inigualable de la escuela "especial", no sólo se estable­cerá una relación superyoica de pura exigencia con ella, sino que siniestramente se procurará insistentemente reprodu­cir la metodología, la planificación de objetivos y las técnicas de evaluación. Ante esta exigencia gozosa implacable e inapelable, se anularía la especificidad y, con ella, el sujeto. La escuela "especial" amenazada correría el terrible peligro de desaparecer. La integración generalizada, descontextua­lizada e indiferenciada es un acuciante síntoma de ellos.

Nos revelamos ante esta posibilidad y la sólida costumbre de clonar incipientemente el aprendizaje en la escolaridad "especial". Como por ejemplo: clonar actividades, objetivos y didácticas para una determinada patología, para los autistas y psicóticos, para los down, para los motores, para los mentales (moderados, leves o severos).

La clonación del aprendizaje y la domesticación de los hábitos, pensamientos y conocimientos generan las "clási­cas" rutinas y ritualizaciones diarias y cotidianas en las cuales lo banal anestesia y momifica cualquier esbozo de apropiación subjetiva.9

9 Un pensador como Nietzsche nos invita a reflexionar cuando afirma:

249

El niño del otro espejo no es un ente "especial" al cual haya que adaptar sumando adquisiciones, conocimientos y cogni­ciones como si no fueran sujetos singulares y sexuados. En estos casos, lo "especial" aplacaría ominosamente la sexua­lidad al generalizarlos "especiales".

Para nosotros, el proceso es exactamente inverso: se trata de perder lugares fijos, el del discapacitado, el del autista, el del mogólico, entre otros, para re-significar su posición simbólica habitando la epifanía de lo inesperado e incorpo­rando el cuerpo y los aprendizajes del otro lado del conoci­miento clonado, calculador e indiferente. La re-significación siempre implica restar para inscribir y apropiar.

Producir una des-identificación con la deficiencia, el fra­caso y el mito "especial" que el niño encarna será parte de nuestra función. Para ello el deseo del profesional a cargo incluirá necesariamente colocar el cuerpo en escena para producir una escolaridad que, como la subjetividad, se invente.

El cuerpo del docente especial estará en juego como un operador fundamental, para poder producir un lazo con el niño a través del cual el aprendizaje pueda metamorfosear­se en espejo de representación. La función de lo corporal como agente del lenguaje, de la enseñanza y la transmisión de legalidades y saberes simbólicos cumple un rol excepcio­nal en el enfrentamiento a la efracción y fragmentación que lo "anormal" y deficiente causa.

Debemos distinguir cuidadosamente que no se trata de una técnica de maternaje en la escuela "especial", por el contrario, es una posición ética que se opone a ella, ocurre

"En sentido riguroso, el conocimiento sólo tiene la forma de la tautología y está vacío. Todo conocimiento que nos impulsa es una identificación de lo no idéntico y de lo similar, es decir, es esencialmente ilógico." Nietzsche, Friedrich, El libro del filósofo, Madrid, Ed. Taurus, 2000, pág. 70. En el mismo sentido Valery, acerca del papel de la inteligencia a lo largo de la historia, confirma: "Así pues, parece que la historia de la inteligencia podría resumirse en estos términos: es absurda por lo que busca, es grande por lo que encuentra." Valery, Paul, Estudios filosófi­cos, Madrid, Ed. Visor, 1993, pág. 107.

250

que muchas veces sólo se puede introducir la demanda ubicando el cuerpo en escena como alteridad y orientación de nuevos posicionamientos del niño en la asimetría del lazo vinculante con el docente

En este intenso tránsito, es sustancial crear un proyecto singular para cada niño en el cual esté incluido el orden de lo familiar, pues siempre estará en juego la función del hijo en la red genealógica que le dio origen. Lo infantil de la niñez se sostiene en la invención de la infancia, en ella es funda­mental la posición de lo escolar como espacio a inventar, construir y recrear en el enigma de la subjetividad.

La des-identificación de la discapacidad e identificación con la imagen corporal implicará un trabajo ínter-discipli­nario en el cual la otra escolaridad (la de los niños del otro espejo), ocupa decididamente un lugar central a través de las realizaciones aprendizajes y producciones del niño que, como espejos escénicos, evocan múltiples imágenes, aque­llas en las que en lo escolar pueden ser ellos sin perderse en el intento y desde allí, construir lo infantil.

Como en el comienzo del libro, terminaremos con la apasionante y disparatada aventura de Alicia en los países y espejos que supo descubrir Lewis Caroll.

"-Cuando yo uso la palabra-dijo Humpty Dumpty en un tono más bien ofendido-, esa palabra significa exactamente lo que yo decido que signifique, ni más ni menos . . -La cuestión es -dijo Alicia- si puede usted hacer que las palabras signifiquen cosas tan distintas. -La cuestión es -dijo Humpty Dumpty- quién ha de ser el amo, eso es todo."

251

\.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ....... .

l. LA INFANCIA DEL OTRO CUERPO

El bebé en la estructura sensorio-motriz Lo sensorio-motor en escena La invención del bebé El origen del tiempo en la infancia La función del hijo antes de nacer ..... El acontecimiento del nacimiento Cuando el nacimiento cuestiona el ideal El hijo-niño inaugura una nueva genealogía .... .... . Los hijos de la discapacidad Caminos y escenarios del "hijo discapacitado" El órgano sin imagen del cuerpo La representación psicomotriz

2. EL SUFRIMIENTO INMUTABLE DE DARÍO . . .. .

El espejo opaco e indiferente Las huellas del "No" y el "Sí"

11

17 17 21 24

··· ·· ········· 28 ······ ···· 29

32 ........... 34

. .. ... 35 37 40 42

.... ...... 44

47 47 52

3. ACONTECIMIENTO, DESARROLLO E INFANCIA . ............ . ........... . .... .. . 57 La temporalidad del niño. ¿Cuál es la urgencia? .. ................ .. . 57 El síndrome disatencional como espejo de la modernidad.

Tomás angustiado ......... ........... ........ .. ............... ..... ............ ... 62 Los tiempos instituyentes en la primera infancia .......... ... ...... 66 Del cuerpo a la representación: apropiación

e incorporación ................ ........................... ........................... 68

253

4. EL NIÑO Y LO OTRO . .

La incertidumbre del origen: discapacidad y sexualidad . ...... .. .... .. .. ... .

El niño existe en la poética del cuerpo ....... ... . María frente al dolor El niño como discapacitado ........ .. . Debilidad mental: la presentación escénica Infancia, alteridad y diferencia ..... La sensibilidad del niño

en las paradojas de la infancia

73

73 . ...... .. .. 76

80 84 88 92

96

5. LA OTRA NIÑEZ: Los SUEÑOS y EL TIEMPO ··· · ··· · ······ · · ······ · ····· ·· ·· ·· · 99 El despertar de los sueños en el niño ........... .... ... ...... ............ ... 99 Las estereotipias no sueñan: duración y temporalidad ....... .. 101 Cristina: una muñeca estatua de una sola imagen ....... ... ...... 103 Lo real del tiempo en el campo de lo otro .. ....... .. ............ ........ 108 La metamorfosis del tiempo en el niño que juega .. ..... ..... .. .... 113 Acertijos del deseo de jugar en juego ...... .. .. .... ........... ... .......... 116 La creación infantil ... ... ... ...... .. ................. ..... ..... .. .. .. ..... ..... ...... 119 El niño se historiza en la escena .. .. .... ... ............ ..... ... ..... ..... .... 121 Cuando la historia infantil se detiene .............. ..... ..... ............ 123

6 . PEDRO NO HACE NADA. ALBERTO ES UN AsPERGER.

¿Dó NDE ESTÁ EL SUJETO?

Pedro y su destino imposible El extravío del niño en la invención

y creación escénica: el disparate El otro espejo realiza la opacidad Niñez, peripecias y acontecimientos La eficacia del diagnóstico en la infancia:

¿Pablo es un Asperger? Resonancia, consistencia

y creación de la imagen real. La intervención escénica en lo inconmovible El mágico puente de la infancia

125 125

..... 131 134 136

.. ... 140

146 148

..... ...... 150

7. LA IMAGEN DEL CUERPO EN LA PSICOSIS Y EL AUTISMO INFANTIL.

CARLA Y EL DISTURBIO GLOBAL DEL DESARROLLO ....... . .. . .... . .. . .... . .... 153 La po-ética del niño ........... .... ... .... ............. .... ...... ....... ... .... .... .. 153 De la estereotipia al gesto. Del cuerpo al "extra" cuerpo ...... 156 Carla en escena: intimidad clínica

del inaudito asombro ....... ........ ...... ...... ....... ..... ....... . __________ 158

254

Los dibujos corporales: espejos y trazos La inscripción de la imagen del cuerpo en Carla El acto psíquico en la mirada, los gestos,

las palabras y el cuerpo ¿Qué podemos hacer cuando los niños no pueden

generar demanda? .. ... .... ... .... . El desmontaje de la estereotipia La invención sin interpretación en la infancia La varita escénica del niño La inteligencia y la vida del cuento La varita real versus la varita mágica

8. D IAGNÓSTICO DIFERENCIAL DE LAS ESTEREOTIPIAS.

163 166

... .... 168

171 172 173

. 176 179 181

MARTÍN SE PARALIZA ... ... . . . .. . .. . . .. . . .... . ..... . ... . ........ .. . . . .... ... .. ........... 185 Las estereotipias motrices .. ... .... .................... .. ...... ... .. ..... ........ 185 ¿Cómo encontrar a Pablo en las caóticas estereotipias ......... 188 La reiteración errante del estereotipar ................ ...... ... ..... .... 190 El eco de la imagen real ... .. .......... ... ...... ....... .... .. ..... ....... .... ... .. 193 La letra anónima ........ ...... ............ ..... ..... ... ...... ... ........ .......... ... 196 Estereotipias de lo sensoriomotor .................... .. .... .. ..... ... .. .... . 197 Estereotipias de la imagen ............. .. .... .... .... ... ..... .. ........... .. .... 200 Estereotipias de la representación ........ ...... .... .. .... ................ . 203 Martín en el ritual de una sonrisa que no ríe .. ..... ..... .. ....... ... 207 Interrogantes y estrategias ........ .. .. ... ..... ...... .... .................... ... 209 Los miedos paralizan ...................... .. ........... ... .. ................... .... 213

9. LA EPOPEYA DE UN JUAN, NIÑO DISCAPACITADO

¿Una aventura posible? .... El pellizco del sufrimiento La canción en los trazos de la otra escena

10. Los NIÑOS DE LA OTRA ESCOLARIDAD . . .. .

El peregrinaje de lo diferente Acerca del saber, la inteligencia

y la imagen del cuerpo Desconocimiento e ínter-disciplina El mito "especial". El ritual del acto imposible La fijeza de la fiesta innombrable Al repetir no se piensa La imagen del cuerpo no se enseña

217 217 220 224

229 229

233 235 237 239 242 246

255

I

Esta edición, de 500 ejemplares, se terminó de imprimir en marzo de 2012 en Impresiones Sud Amé­rica, Andrés Ferreyra 3767/69, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.