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Estudios Sociales del Estado | Vol. 7 N° 13 - PP. 74 a 107 | 1 er Semestre 2021 - ISSN 2422-7803 Reseñas Notas Artículos Dossier 74 El trabajo de cuidar . Enfermeras, cuidados y profesionalización en Chile, 1900-1950 Care Work. Nurses, Care and professionalization in Chile, 1900-1950 Maricela González Moya * María Soledad Zárate Campos** Resumen El presente artículo ofrece una reflexión sobre el proceso de profesionalización de la enfermería en Chile, utilizando la noción de “cuidados” como cla- ve de interpretación para examinar las característi- cas y el desarrollo de dicho proceso. Se sostiene que la enfermería profesional, concebida como un ofi- cio auxiliar de la medicina, fue estrechamente vin- culada a ciertas aptitudes atribuidas a la condición femenina, e inscritas en el horizonte emocional de brindar atención a personas pobres y enfermas, a Palabras clave: Enfermería Chile Cuidados Profesionalización Género * Académica Escuela de Trabajo Social, Pontificia Universidad Católica de Chile. Este artículo es producto parcial del Proyecto FONDECYT Iniciación N°11191080, “La profe- sionalización del cuidado en Chile. Sirvientes, enfermeras y visitadoras sociales, 1870- 1950”. Contacto:[email protected]. ** Académica Departamento de Historia, Universidad Alberto Hurtado. Santiago de Chile. Contacto: [email protected]. Este articulo contó con el patrocinio del Proyecto FONDECYT Regular Nº 1161204, “Profesiones sanitarias femeninas en Chile 1950-1980. Prácticas, relaciones de género e identidades laborales”, en colaboración con Maricela González, y el proyecto Anillo SOC 180039 CONICYT – PIA “Knowledge Production in Contemporary Chile: A Multi- disciplinary Study of Science in the Making DOI: 10.35305/ese.v7i13.252

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El trabajo de cuidar. Enfermeras, cuidados y profesionalización en Chile, 1900-1950 Care Work. Nurses, Care and professionalization in Chile, 1900-1950

Maricela González Moya*

María Soledad Zárate Campos**

Resumen

El presente artículo ofrece una reflexión sobre el proceso de profesionalización de la enfermería en Chile, utilizando la noción de “cuidados” como cla-ve de interpretación para examinar las característi-cas y el desarrollo de dicho proceso. Se sostiene que la enfermería profesional, concebida como un ofi-cio auxiliar de la medicina, fue estrechamente vin-culada a ciertas aptitudes atribuidas a la condición femenina, e inscritas en el horizonte emocional de brindar atención a personas pobres y enfermas, a

Palabras clave:

Enfermería

Chile

Cuidados

Profesionalización

Género

*  Académica Escuela de Trabajo Social, Pontificia Universidad Católica de Chile. Este artículo es producto parcial del Proyecto FONDECYT Iniciación N°11191080, “La profe-sionalización del cuidado en Chile. Sirvientes, enfermeras y visitadoras sociales, 1870-1950”. Contacto:[email protected].

**  Académica Departamento de Historia, Universidad Alberto Hurtado. Santiago de Chile. Contacto: [email protected].

Este articulo contó con el patrocinio del Proyecto FONDECYT Regular Nº 1161204, “Profesiones sanitarias femeninas en Chile 1950-1980. Prácticas, relaciones de género e identidades laborales”, en colaboración con Maricela González, y el proyecto Anillo SOC 180039 CONICYT – PIA “Knowledge Production in Contemporary Chile: A Multi-disciplinary Study of Science in the Making

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fin de suplir necesidades físicas y ofrecer tratamien-tos asistenciales formales. Más que una carga afec-tiva, las enfermeras soportaron sobre todo un peso normativo, el que fue transitando desde un conjun-to de obligaciones vinculadas a las nociones de voca-ción y estándares de moralidad, hasta configurarse en un conjunto de habilidades propiamente técnicas que exigían preparación y formación sistemática.

Abstract

This article offers a reflection on the professionali-zation process of Nursing in Chile, using the notion of ‘care’ as a key of interpretation to examine the characteristics and development of the process. It is argued that professional nursing, conceived as an auxiliary profession of medicine, was closely linked to certain skills attributed to the female condition and inscribed on the emotional horizon of provid-ing care to poor and sick people, in order to supply physical needs and offer formal care treatments. More than an affective burden, the nurses support-ed above all a normative weight, which went from a set of obligations linked to the notions of vocation and standards of morality, to configure itself into a set of properly technical skills that required sys-tematic preparation and training

Keywords:

Nursing

Chile

Care

Professionalization

Gender

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“Ser enfermera hace veinte años no era mucho, actual-mente se la toma en cuenta y mañana, cuando demos el último adiós a los prejuicios coloniales y cuando se incor-poren a ella personas preparadas para seguirla y practi-carla con éxito, será estimada como la más adecuada para la mujer, como un feliz exponente de su alto civismo y de su real adaptación a la verdadera vida democrática, al pro-greso propio de estos tiempos en que vivimos”1.

La enfermería profesional nació en Chile en el albor del siglo XX, cuan-do los hospitales empezaban a transformarse en centros terapéuticos2 y el personal sanitario iba abandonando su cercanía con la servidum-

bre y pasaba a convertirse en parte del engranaje médico, con funciones es-pecializadas y conocimientos técnicos que actuaban para la recuperación de los enfermos. Un primer curso para formar enfermeras se dictó el año 1902 con prácticas en el Hospital San Borja de Santiago,3 y ese mismo desembocó, cuatro años más tarde, en un programa completo dictado por la novísima Escuela de Enfermeras del Estado, anexa a la Universidad de Chile y radica-da en el Hospital San Vicente de Paul.4

El espíritu de esta primera Escuela fue modernizador y buscó cambiar al-gunas características de la atención asistencial de la época. En reemplazo de las monjas que trabajaban en los hospitales, se decidió la formación de funcionarias laicas que se parecieran a las nurses que poblaban los hospita-

1  Del Río, 1925, p. 405.

2  Para revisar un panorama general de este proceso a nivel internacional, puede ver-se Risse, 1999, p. 402. y ss. Para el caso chileno, un muy buen análisis, que muestra el cambio experimentado por los hospitales en la segunda mitad del siglo XIX, es el de Mac-Clure, 2012, pp. 43-53.

3  El creador de este primer curso fue el médico chileno Eduardo Moore, quien perma-neció por más de cinco años en Europa, especializándose en dermatología y urología. En su residencia en varios países europeos, conoció el trabajo de las enfermeras modernas y quedó admirado de sus nuevos métodos de trabajo, completamente distintos a los rudi-mentarios procedimientos que se usaban en los hospitales chilenos.

4  Muñoz, Isla y Alarcón, 1999, p. 48.

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les europeos. Y se quiso que los rudimentarios practicantes y sirvientes –que cumplían tareas muy heterogéneas en los recintos de sanidad– fue-sen reemplazados por mujeres formadas en la Escuela de Medicina, que ayudarían en el proceso sanitario dotadas de un nuevo espíritu científi-co.5 Como diría Moisés Amaral en la conferencia presentada al Segundo Congreso Médico Latinoamericano, llevado a cabo en Buenos Aires en el año 1904: “[l]a medicina, ciencia en constante progreso, necesitaba aho-ra contar con ‘auxiliares idóneos que los acompañen en la ardua lucha contra los males que aquejan al hombre’, y tales auxiliares, las enferme-ras, debían ser educadas ‘de una manera irreprochable, en conformidad a los dictados de la ciencia, de la medicina y de la higiene moderna’”.6

Pero el propio Amaral agregaba algo significativo, al aducir que era la con-dición femenina de las enfermeras la que otorgaba algunas cualidades especiales que permitían dar cumplimiento a las nuevas exigencias de la medicina científica. “La mujer –sostenía– está llamada a velar al lado del lecho de los enfermos y a contribuir con su paciencia, su abnegación y su suavidad al éxito de las prescripciones médicas”.7 La mujer, agregaba, “con su sensibilidad exquisita, con su caridad inagotable”, sabría“encon-trar el consuelo de los dolores humanos”, pues a ellale correspondía“más propiamente,y por muchos títulos, consagrarse a esa noble y humanita-ria profesión de enfermera”.8

De forma paralela a esta definición femenina de la enfermería, una segun-da sentencia quedó establecida en estos germinales años de instalación del oficio en Chile. Un prospecto de la Escuela de Enfermeras, publicado en 1914, llamaba a todas aquellas jóvenes que desearan“un porvenir se-guro dentro de una honrada profesión”,9 a postular al establecimiento y seguir el rumbo profesional de la enfermería, una carrera que, no obstan-

5  González y Zárate, 2018, pp. 376-377.

6  Amaral, 1904, pp. 6-7.

7  Ibídem, p. 7.

8  Ibídem, p. 8.

9  Prospecto, 1914, p. 3.

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te su mocedad, constituía ya “una anhelada profesión”.10 Estas muchachas podían decidirse a ser cuidadoras, con un título que constituía “una garan-tía de cultura y de conocimientos indispensables para la atención correcta de los enfermos y de verdadera colaboración inteligente e informativa para el médico”.11

Estos dos textos fundacionales de la enfermería chilena pusieron en circula-ción los principales temas que se debatieron en la gestación del oficio. La fe-minidad puesta al servicio de principios y valores profesionales y los deseos de progreso ocupacional a partir de aprendizajes formales fueron algunos de ellos y, podríamos sugerir, se mantuvieron en tensión durante los pri-meros cincuenta años del siglo XX. ¿Eran los rasgos femeninos una fuente innata e inagotable de la cual se nutriría el ejercicio profesional de las en-fermeras? ¿Garantizaba, la condición femenina, un adecuado desempeño de la enfermería? ¿Podía el progreso profesional depender de dichos rasgos, o debía avanzarse en un plan de entrenamiento racional y científico?

Animado por estos interrogantes, el presente artículo busca examinar el proceso de profesionalización de la enfermería poniendo en movimiento la noción de cuidados como clave de interpretación. Dicha noción ha sido reconocida como uno de los elementos axiales de la enfermería y la vasta producción historiográfica sobre ella ha mostrado que se expresa en varia-dos niveles, que incluyen su ética profesional, la relación con los pacientes y usuarios, los procedimientos adoptados, la disposición en la atención a las personas, entre otros.12 En el caso que se está planteando, la veremos como un punto en el que se equilibraban y convivían dos tendencias: por una parte, la atribución de habilidades y vocaciones innatas presentes en las enferme-ras, tanto su disposición al servicio como su condición femenina; en el lado contrario, los cuidados comienzan a ser entendidos como habilidades que debían ser aprendidas y entrenadas como parte de la formación y el ejercicio profesional, dependiendo menos de la “naturaleza” y más de la “práctica”.

Trataremos de mostrar que durante el periodo en estudio (1900-1950), las enfermeras fueron adquiriendo una “voz propia”13, y en dicha voz, tuvo cada

10  Ibídem, p. 4.

11  Idem.

12  Reverby, 1987; Malka, 2007.

13  Zárate, 2017, pp. 317-343.

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vez mayor presencia la idea de ganar independencia disciplinaria a partir de la creación de un espacio de trabajo autónomo, construido desde el de-sarrollo de habilidades técnicas superiores y conocimientos especializados. Sin renunciar del todo a las atribuciones asignadas a la femineidad como un valor de la enfermería local, estas fueron, gradualmente, menos invocadas desde fines de la década de 1930 y, en su lugar, la adquisición de aquellas ha-bilidades se convirtió en una meta formativa cada vez más específica, aun-que no exenta de una importante cuota normativa.

La asignación de elementos identitarios a determinadas profesiones a partir de atributos sexuales ha sido una cuestión ampliamente estudiada y deba-tida por la bibliografía feminista, y la historiografía ha mostrado cómo la construcción social del género ha incidido transversalmente en la forma-ción de las profesiones, así como en la configuración de sus atributos y las características de su desempeño.14

A partir de la década de 1980, la temática de los cuidados se incorporó como uno de los temas centrales dentro de estas discusiones.15 Apareció primero como un intento por revalorizar el trabajo doméstico, al mostrar, a partir de diversas evidencias, el modo en que se había oscurecido no solo su impor-tancia, sino también su valor productivo.16 La cuestión de la “doble presen-cia” de las mujeres en el mundo del trabajo remunerado y no remunerado,17 así como la aparición de nuevas problemáticas con el arribo de la “crisis de los cuidados”,18 han mantenido vigente la cuestión y en la actualidad es tan

14  Lorente, 2002, 2004; Pozzio, 2012.

15  En todo caso, y como han señalado Mary Daly y Jane Lewis, los primeros estudios sobre cuidados no se detuvieron en el análisis de las profesiones, sino principalmente en los cuidados no remunerados, informales y provistos en el seno de las familias u otras relaciones sociales cercanas, además de desarrollados principalmente por mujeres. Daly y Lewis, 2000.

16  Un amplio panorama de estos estudios es trabajado por Torns, 2008.

17  Laura Balbo introdujo el concepto, al graficar la duplicación de funciones (no nece-sariamente remuneradas) sumadas en el espacio laboral y en el doméstico. La noción de “doble presencia”, a su vez, ha derivado en lo que hoy se denomina “carga total de traba-jo”. Balbo, 1994.

18  Ezquerra, 2011; Del Río, 2004.

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amplio el espectro de problemas que se abordan que, incluso, ha sido tilda-do, en su extremo, como un concepto ambiguo y controvertido.19

Un panorama tan rico en preguntas y cuestionamientos ha llevado a enten-der el “cuidado”–en tanto concepto y actividad– como un proceso en el que se cruzan relaciones, símbolos, políticas y prácticas; a la vez, diferentes pers-pectivas han usado dicotomías para analizarlo, y han construido aproxima-ciones al cuidado desde los vínculos entre lo público y lo privado, lo formal y lo informal,20 o entre el cuidado como afecto y como actividad. Algunos autores se han remitido a un campo específico de cuestiones que refieren a un tipo especial de cuidados, aquellos que constituyen un “trabajo”, que es remunerado y que conforma el corazón de una profesión en particular, como en este caso, lo es la enfermería.

Este “trabajo de cuidados”, realizado mayoritariamente por mujeres, ha sido tradicionalmente subvalorado en el mercado laboral. La apreciación des-cansa sobre robustas premisas construidas históricamente: primero, que se desprende de un conjunto de cualidades innatas; segundo, que estas son propias del género femenino; tercero, que se vinculan linealmente con ta-reas domésticas, al ser una extensión de ellas hacia el ámbito público; final-mente y como consecuencia de los anteriores atributos, que no requieren un entrenamiento especial y, por ende, no logran avanzar hacia grados mayores de cualificación.21 Por contraste, el trabajo masculino, usualmente especiali-zado, científico y racional, tiende a obtener mayores recompensas materia-les y sociales que los cuidados profesionales provistos por mujeres, pues se supone que estos se realizarían a partir de la fluidez de la propia personali-dad. Así, el signo femenino de los cuidados termina por ponerse en tensión con el desarrollo de habilidades profesionales avanzadas, las que, como se ha reconocido ampliamente, tienden a ser complejas y múltiples, dado que el cuidado de otros involucra la combinación de “mano, cabeza y corazón”22 en un todo que debe ser aprendido y potenciado.

19  Daly y Lewis, 2000, p. 284.

20  Pfau-Effiger y Geissler, 2005.

21  Leira, 1994, pp. 189-190.

22  Rose, 1983.

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El presente artículo busca examinar esta tensión y documentar histórica-mente la aparición, tímida inicialmente y con fuerza creciente, de una bús-queda profesional emprendida por las enfermeras chilenas hacia una for-mación y un desempeño que fuese cada vez más autónomo y se sostuviera en sólidos pilares científicos y sistemáticamente entrenados, de manera tal que las atribuciones germinales sobre la existencia de cualidades innatas propias del género, sin eliminarse, fueron dando cabida de modo progresivo a un deseo de avance en competencias adquiridas.

Se ha trabajado sobre fuentes impresas de diversa índole, que han incluido publicaciones periódicas, folletería, monografías académicas y ponencias en congresos de enfermería. El análisis diacrónico de ellas ha permitido exa-minar el proceso de profesionalización de la enfermería chilena y corroborar la hipótesis de un desarrollo paulatino, pero creciente, respecto de la necesi-dad de adquirir mayores competencias técnicas, aunque manteniendo el eje del cuidado como uno de los focos identitarios de la profesión. El análisis se situó, principalmente, en el Chile urbano de la primera mitad del siglo XX y se valió de experiencias en las ciudades de Santiago y Valparaíso.

Abnegadas y eficientes: los planes para la profesionalización de la enfermería chilena

La estructura sanitaria chilena de las primeras décadas del siglo XX con-templaba que la atención en hospitales y dispensarios estuviese comandada por los médicos y fuese auxiliada por un grupo mixto de funcionarios, en el que convivían –e incluso se confundían– las tareas de apoyo administrativo (aseo, portería, vigilancia) y las que se orientaban propiamente a la aten-ción de los pacientes.23 En el campo de la enfermería, había por lo menos tres grupos de funcionarios que mezclaban sus tareas, según la idiosincrasia de

23  Salvador Izquierdo, administrador del Hospital San Vicente, y Abraham Ovalle, su subadministrador, planteaban la necesidad de distinguir entre “personal administrativo auxiliar” (destinado al aseo de las salas, cocina, lavandería, etc.) y el “personal médico auxiliar” (enfermeros y enfermeras). Reconocían, al mismo tiempo, que ambos grupos compartían las pésimas condiciones en las que se desarrollaba su trabajo, con sueldos “reducidos”, carentes de un régimen de estadía adecuado y un alojamiento “defectuoso” que los obligaba a utilizar, para el descanso, “las mismas camas destinadas a los enfer-mos”. Izquierdo y Ovalle, 1917, p. 358.

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los diferentes recintos, de los recursos disponibles e, incluso, de la voluntad de los administradores: las monjas,24 los practicantes25 y las enfermeras que habían recibido instrucción profesional en la escuela estatal.

Estas últimas constituían una verdadera “élite” dentro del personal au-xiliar, pues eran el único conjunto de colaboradores médicos que recibían una formación sistemática, se sometían a procesos de ingreso y selección reglamentados, estaban adscritas a una facultad universitaria y disponían de atributos característicos (uniforme, gorro, insignia, maletín).26 Pese a ello, se trataba de un grupo muy reducido,27 con una formación más bien empírica, basada en un plan de instrucción breve y general, y completado con residencias prolongadas en los hospitales.28 Los requisitos de ingreso no

24  Las religiosas (principalmente las Hermanas de la Caridad), traídas desde Francia, se habían instalado en los hospitales de la república a mediados del siglo XIX. Poseían conocimientos de enfermería, pero se las requirió también para brindar consuelo espiri-tual e imponer disciplina y orden al trabajo. Yeager, 1999; Uribe, 2008.

25  La figura de los practicantes es un verdadero enigma y no se ha documentado su historia. Aparecen citados abundantemente en las fuentes médicas y asistenciales, pero sus funciones parecen haber sido tan diversas y sujetas a la idiosincrasia de cada organis-mo, que es difícil establecer sus contornos ocupacionales.

26  Díaz, 1918.

27  El Censo de 1920 consignó 1619 “enfermeros”. Dicha cifra refrenda la idea enuncia-da respecto de que se trataba de un grupo muy heterogéneo, difícil de contabilizar. Dado que la Escuela de Enfermeras del Estado aceptaba un máximo de veinte postulantes al año, hacia 1920 no existían más de cien enfermeras profesionales en Chile. Por ende, más de 1500 personas trabajaban en los servicios como enfermeros empíricos, practi-cantes, auxiliares no calificados, entre otros. Para todos ellos, la categoría ocupacional era la misma: “enfermeros”. Dirección General de Estadísticas, 1925, p. 407. La cifra de enfermeras la proporcionó Díaz, 1918, p. 126.

28  Un ejemplo de esto fue la creación, en el año 1920, de una Escuela de Enfermeras en el Hospital de Niños Manuel Arriarán. Con un plan de estudios de dos años, las can-didatas, a quienes no se les exigían estudios secundarios, seguían el mismo programa de la Escuela del Estado, y sumaban, a su vez, cursos especializados para la atención de infantes. La finalidad del curso era satisfacer las necesidades de enfermería del hospital, y para ello se ofrecía una remuneración estable mientras durase el entrenamiento y reci-bían un título equivalente al estatal una vez que finalizaban su formación.

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eran exigentes: buena salud, conocimientos generales, “escritura y lectura correctas” y “nociones completas del sistema métrico decimal”,29 a lo que se sumaban certificados de “buenas costumbres”,30 “una autobiografía es-crita y redactada por la misma interesada” y la “autorización escrita de sus padres, tutores o apoderados para ingresar al establecimiento”.31 Con todo, la realidad de la enfermería, hacia mediados de la década de 1920, era más bien aficionada, con solo dos escuelas establecidas en Santiago y una tercera en Valparaíso, egresadas que se dedicaban, mayoritariamente, a la práctica privada y que convivían con otras practicantas que eran entrenadas muy informalmente por los propios recintos hospitalarios, que aplicaban esa denominación a personas que podían“tener la mejor buena voluntad del mundo, práctica y aun una gran abnegación”, pero que carecían“de toda preparación técnica”.32

Los Congresos de la Beneficencia de los años 1917 y 1922 pusieron en cues-tión algunas de estas condiciones en las que se desarrollaba la enfermería chilena. La discusión se planteó ante la necesidad de racionalizar las distin-tas dimensiones del trabajo sanitario, al incluir sus aspectos financieros, administrativos y técnicos. El cuidado de los enfermos se realizaba en una infraestructura insuficiente y el personal que los atendía era escaso, incul-to y “casi tan pobre como los propios enfermos”, no podía ser organizado adecuadamente ni prestaba real utilidad a la nueva medicina, que debía ser social, científica y preventiva. Como afirmaba el médico Alejandro de Río, director de la Asistencia Pública, se necesitaba “la formación de competen-cias especializadas” en todos los niveles de la acción asistencial: crear una arquitectura hospitalaria, fortalecer la administración eficiente de los servi-cios y tecnificar la organización médica.33 Para finalizar, señalaba la necesi-dad de crear “un cuerpo de enfermeras y enfermeros apto para cooperar con

29  Díaz, 1918, p. 129.

30  Idem.

31  La Escuela de Enfermeras del Hospital de Niños Manuel Arriarán, 1919, p. 158.

32  Del Río, 1925, p. 397.

33  Del Río, 1917, p. 200.

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la acción médica”.34 Un cuerpo, sostendría unos años después, que estuviera compuesto de “buenas auxiliares, de enfermeras de verdad”.35

Este ideario forjó avances importantes en la enfermería chilena durante la década de 1920. Uno de ellos tuvo que ver con las condiciones de trabajo y el establecimiento de un régimen de internado para las estudiantes de la Es-cuela del Estado, lo que implicó que pudiesen ellas estudiar y habitar en un recinto especial (se habilitó, para ello, el Pensionado de Señoras), mientras realizaban la práctica en el Hospital San Vicente de Paul. Por su parte, en el año 1926 se autorizó la creación de la primera corporación gremial de la pro-fesión, destinada a “facilitar el adelanto material y moral de las enfermeras”, denominado El Hogar de la Enfermera. El objetivo de la agrupación fue cau-telar “los legítimos intereses de la profesión”, facilitar “el perfeccionamien-to profesional y cultural de sus socias” y brindar un espacio de encuentro en una casa social de reunión, información y camaradería. Con un carácter precursor, la organización fue promotora del progreso de la enfermería, al establecer un pago mensual de membresía que permitía mantener las de-pendencias del hogar, al incentivar el ahorro previsional de las asociadas y al establecer, a su vez, un primer ejercicio de tutela ética sobre el ejercicio profesional de las socias.36

La profesionalización se expresótambién en un conjunto de medidas para ampliar la matrícula y crear una especialidad sanitaria que estuviera acor-de con las necesidades del nuevo modelo de salud pública, ratificado a nivel constitucional con el establecimiento del deber del Estado de “velar por la salud pública y el bienestar higiénico del país”.37 En el año 1921, Alejandro del Río presentó un proyecto para la creación de reglamentos internos de los hospitales del país en el que se estipulaba el deber de crear, en cada uno de ellos, “un moderno servicio de enfermeras”, basado en la formación de sus propios cuadros, “conforme al modelo de la Escuela respectiva de la Facul-

34  Ibídem, p. 201.

35  Del Río, 1925, p. 397.

36  El Hogar de la Enfermera, 1926.

37  Constitución Política de la República de Chile, 1925, artículo 10°.

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tad de Medicina”38 y con el otorgamiento de un certificado al final del pe-riodo de entrenamiento. Ese mismo año, el Decreto N°3.080 del Ministerio de Instrucción Pública aprobó la homologación entre el título de enfermera otorgado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y los que se impartían a nivel hospitalario, por lo que se exigía que se cumplieran las mismas condiciones de ingreso y permanencia: los requisitos de admisión debían ser igualados, los programas de enseñanza asimilarse y las alumnas deberían ocupar en los servicios un lugar apropiado que las diferenciara del resto del personal auxiliar (con un uniforme, por ejemplo) y contar con ha-bitaciones, salas de estudio, comedor y recreo “adecuadas a su objeto [con] las condiciones sanitarias requeridas”.39 Una vez concluidos sus estudios, las enfermeras debían rendir un examen de competencia ante una comisión universitaria y, de ser aprobado, se les otorgaría un “diploma de aptitud”, re-frendado por la Secretaría de la Facultad e inscrito en un registro especial.40

El Hospital de Niños Manuel Arriarán de Santiago fue el primero en crear un sistema de entrenamiento de este tipo, al forjar un plan de estudios de dos años y una reglamentación interna que ordenaba el desempeño de las estu-diantes y sus deberes.41 Por su parte, en el pensionado del Hospital San Juan de Dios de Valparaíso, inaugurado en el año 1921, se contrató a un grupo de enfermeras inglesas y se dispuso de los materiales de enseñanza apropiados para el entrenamiento de enfermeras propias para el hospital. Esta iniciati-va daría lugar, en 1933, a la Escuela de Enfermeras que se construiría anexa al hospital y que llevaría el nombre de Carlos Van Buren, en honor al médico que fue ideólogo y mecenas de la iniciativa.42

Como punto sobresaliente de esta expansión en la formación, en el año 1926 se fundó una Escuela de Enfermeras Sanitarias que, según palabras del pro-

38  Del Río, 1921.

39  El diploma de aptitud de las Escuelas de Enfermeras de los hospitales será equipara-do al expedido por la Facultad de Medicina, Reglamento dictado al respecto, 1921, p. 241.

40  Idem.

41  La Escuela de Enfermeras del Hospital de Niños Manuel Arriarán, 1926.

42  De la Fuente, 1935.

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pio Alejandro del Río, expresaba la necesidad de responder “a las nuevas exi-gencias de la acción social y la indisoluble unión de los intereses sanitarios y de beneficencia”,43 con el fin de hacerlas parte de la nueva salud pública. El rector de la Universidad de Chile incluyó una partida presupuestaria espe-cial en el año 1924 para contratar en los Estados Unidos a una enfermera sa-lubrista especializada que dirigiera el nuevo plan de estudios y la dirección de la escuela,44 cargo que recayó en la norteamericana Sara Adams, con la colaboración de las doctoras Cora Mayers y Eleanira González. La escuela fue fundada en 1926 y, al año siguiente se dictó el primer curso, del que se gra-duaron veintisiete enfermeras.45 En 1929, la Escuela de Enfermeras Sanita-rias se fusionó con la Escuela Oficial del Estado y pasó a brindar un título de especialidad que se conseguía en un año y para el que se exigía el grado de Bachiller en Humanidades; de esta manera, se generó así el primer progra-ma chileno de perfeccionamiento universitario para la profesión.

Sara Adams describía el nuevo estatus del plan formativo: los requerimien-tos para el ingreso a la escuela eran más elevados, ya que se escogía a las can-didatas desde un grupo muy selecto de las mejores estudiantes de los planes regulares de enfermería; la instrucción recibida era “más comprehensiva” y se impartía en un edificio independiente donde se ubicaban las salas de clases, las oficinas administrativas, las aulas de demostración e, incluso, las habitaciones de las alumnas, que se comunicaban con el edificio principal a través de un “gran jardín”.46 A diferencia de los otros programas, se trataba de un régimen verdaderamente amplio, que implicaba sesiones de repaso de los contenidos aprendidos en la formación inicial, visitas a diversas institu-ciones públicas y laboratorios, clases de educación cívica y una práctica de procedimientos clínicos.47

43  Del Río, 1923, pp. 392-395.

44  Ibídem, pp. 395-396.

45  Escuela de Enfermeras. Reseña histórica y programa, 1942, p. 11.

46  Adams, 1927, p. 1029.

47  Ibídem, pp. 1029-1030.

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Hacia la feminización de la enfermería: preceptos morales y digni-ficación profesional

Este proceso de profesionalización y modernización de la enfermería fue también de feminización. A partir de citar un texto de John Hornsby y Ri-chard Schmidt, un breve apartado de la Revista de Beneficencia señala-ba que “un hospital moderno” era aquel que había sido capaz de eliminar “totalmente al sexo masculino de esta clase de funciones”.48 El enfermero, sostenía, esa “amalgama de embriaguez y mal genio”, lleno de “una flaque-za inherente”,49 se había convertido en una rareza de los servicios y había quedado reducido a cumplir funciones de limpieza, transporte y carga, mientras las nuevas enfermeras se habrían de convertir en su reemplazo “eficiente y esforzado”.50

Lo anecdótico de estas palabras tenía un correlato en la realidad nacional, pues al crearse la primera escuela de enfermeras se puso a la condición fe-menina como requisito de ingreso, y al discutirse, en las primeras décadas del siglo XX, acerca de los problemas por los cuales atravesaban los auxilia-res de la salud, apareció también la idea de que la totalidad del cuerpo de ayudantes sanitarios estuviese compuesto por mujeres. Los médicos Enri-que Deformes y Jean Thierry, ambos de Valparaíso,51 sostenían que era “pre-ferible” que el personal de enfermeros fuese “solamente femenino”, pues la carrera estaba “más en armonía con su naturaleza”.52 Una analogía con las tareas domésticas constituía su primera línea argumentativa: “por más rústicas que sean las alumnas”, afirmaban, “ya traen un caudal de conoci-mientos domésticos, útiles para la profesión y tienen generalmente el hábi-to de realizarlo”.53 Por otro lado, la superioridad de la mujer constituía una garantía de eficacia, pues poseían ellas “la energía moral para corregirse de

48  Enfermeros, 1921, p. 341.

49  Idem.

50  Ibídem, p. 342.

51  Enrique Deformes era administrador del Hospital San Juan de Dios de Valparaíso y Jean Thierry fue creador del Hospital de Niños. Juntos, fundaron el primer curso de en-fermeras en dicha ciudad. Charlín, 1946.

52  Deformes y Thierry, 1919, p. 382.

53  Idem.

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ciertos vicios o hábitos que son un obstáculo para el ejercicio de la profe-sión” y, al mismo tiempo, disponían de “las condiciones de carácter” que las harían convertirse en funcionarios“perseverantes y pacientes, bondadosos y firmes y ordenados, verídicos y responsables”.54

Contemporánea a Deformes y Thierry, Cora Mayers, médica que estuvo en-tre las principales formadoras de estas profesionales durante la década de 1920, también estaba convencida de una enfermería exclusivamente feme-nina en razón de virtudes innatas:

“Hemos repetido, en varias ocasiones, que la tarea de cuidar a un paciente corresponde a la enfermera. En todos los paí-ses civilizados se aprovecha el instinto y la vocación innata de las mujeres para el cuidado de los enfermos. Solamente entre las fuerzas armadas y las instituciones semejantes, por razones obvias, se emplean enfermeros. En los hospitales, el reemplazo del practicante por la enfermera es una medida inherente al progreso y cultura médica de un país”.55

La femineidad no era un obstáculo para expandir la asistencia al mundo rural pues, a su juicio, las escuelas debían prepararlas para “bastarse a sí mismas en el desempeño de su profesión, tanto en el terreno médico como profiláctico o preventivo”, lo que fortalecía, así, el “sólido eslabón en la ca-dena del proceso médico-sanitario de la República”.56 La atención rural solo debía reservarse a practicantes masculinos cuando se trataba de sitios ex-tremadamente aislados en donde la atención de un enfermo necesitaba“-más que la mano delicada de una mujer, el brazo vigoroso y el esfuerzo de un hombre” que pudiese “movilizarse y obviar las dificultades de una zona agreste o primitiva”.57

Los ejemplos anteriores dan cuenta de una estrecha conexión entre la de-finición de la enfermería como una ocupación femenina y, a la vez, con la asignación de un estándar moral asociado a dicha condición. Dicho están-dar era, al mismo tiempo, un atributo y un deber, se lo reconocía como parte

54  Idem.

55  Mayers, 1929(a), p. 704.

56  Ibídem, p. 705.

57  Idem.

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de la feminidad y se lo exigía como una obligación profesional. El primer plan de estudios del doctor Moore,de 1906, contemplaba una asignatura de “deontología” –que incluía “deberes de las enfermeras y moral profesio-nal”,58– y el propio Alejandro del Río hablaba de “dignificar la noble profe-sión de la enfermera moderna”, y establecía, a su vez, una serie de avances profesionales, pero también “cultura, aptitudes, vocación, buena salud y un elevado estándar moral”.59 Pero se trataba de una moral laica: Alejandro del Río establecía con claridad que las enfermeras “no debían estar sujetas a un régimen monástico ni dar excesiva amplitud a las prácticas religiosas”,60 sino ubicarse en una “situación digna y prestigiada”, sometidas a una “bue-na disciplina interna” y a “la jerarquía establecida”.61 Antes bien, se trataba de una cierta disposición anímica: la enfermera debía ser “siempre alegre, amable, alentando al enfermo y [reviviendo] la esperanza”.62

Efectivamente, “dignificar” pareciera haber sido el punto clave para la en-fermería en esta década. Se unían en esta acción la condición femenina, el imperativo moral que se imponía a la profesión y la deseable tecnificación del oficio. Leo Cordemans, directora de la Escuela de Servicio Social de la Junta de Beneficencia, planteaba la dignificación como el establecimiento de condiciones satisfactorias para su desempeño y también como parte de un programa de engrandecimiento femenino. La enfermería, sostenía, era “una profesión esencialmente femenina”, que constituía “el reinado incon-testable de la mujer”.63

Pero si los términos en los que se desarrollaba el trabajo no mejoraban, a po-cas mujeres les resultaría atractivala enfermería y las candidatas seguirían escaseando. Sin ahondar en las razones, pero haciendo alusión a los bajos sueldos, la imposición de tareas domésticas como parte de sus compromi-sos y las largas jornadas de trabajo,evidenciaban la necesidad de hacer más atractiva la profesióny de rodearla “de un ambiente de distinción, de cultura

58  Amaral, 1927,p. 137.

59  Del Río, 1925,p. 401 (énfasis agregado).

60  Idem.

61  Ibídem,p. 402.

62  Cordemans, 1929, p. 243.

63  Ibídem, p. 242.

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superior y de prestigio tan necesario para la verdadera eficiencia de sus hu-manitarias labores”.64 Y es que el desarrollo ético de las enfermeras, aque-lla condición exigida para su buen desempeño, podía, también, nutrirse si a ellas mismas se les proporcionaban ciertas condiciones para su “cuidado moral”. Un buen hogar donde alojar y descansar de su trabajo, un espacio propio e iluminado, un baño tibio después de su extenuante jornada, podían aprovecharse para “nutrir y moralizar bajo la forma menos sospechosa” a las enfermeras. Así, concluía Leo Cordemans: “[t]endréis enfermeras abnegadas y eficientes, respetadas y consideradas”.65

Mayers, que compartía el objetivo de “dignificar” la profesión, confiaba en que una apropiada combinación de las virtudes de la femineidad y de la instrucción técnica fortalecería la formación de las enfermeras y su pre-sencia en labores médico-preventivas. El primer paso sería terminar con aquella “arcaica y absurda costumbre hospitalaria” de contar con practi-cantes varones.Segundo, apostar por confiar en esa condición atávica de las mujeres, el instinto:

“(…) la mujer sabe cuidar mejor a los enfermos. Posee la mano leve, la paciencia y la puntualidad en el desempeño de sus obligaciones junto al enfermo, como no lo alcanza a tener la mayoría de los hombres. Quien ha tenido una ma-dre, una esposa o una hermana comprenderá el valor de ser atendido por una mujer en el curso de una enfermedad”.66

Tercero, era necesario reforzar que la misión de asistir a los médicos no fuera ejercida por una “mercenaria”, sino por mujeres formadas y con buena voluntad.

Técnicas y habilidades: el entrenamiento del “cuidado”

El desarrollo de la enfermería en los años previos comenzaba a consolidarse como un oficio femenino cuya historia experimentaba un proceso notable:

64  Ibídem, p. 244.

65  Ibídem, p. 246.

66  Mayers, 1929(b), p. 426.

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la emergencia de una voz pública que se expresó en la proliferación de artículos escritos por ellas mismas, alusivos a su formación, a su traba-jo, a las condiciones en que este era ejercido y a la relación que estable-cían con médicos, enfermos, autoridades hospitalarias y la comunidad. Dicha voz adquirió una dimensión pública interesada, entre otros ob-jetivos, en reforzar la formación académica y técnica que debían reci-bir, en un marco especialmente normativo y en el que el género seguía operando como una variable importante pero entrecruzada con valores morales y habilidades formativas específicas.67

Enfermeras como Sofía Pincheira, Amanda Parada, Elma Frakia, Hil-da Lozier, Rosalba Flores, Gladys Peake, María Godoy, Alicia Letelier y la norteamericana Sara Adams, son algunas de las profesionales que impulsaron el incremento de exigencias formativas y caracterizaron las vicisitudes del oficio en las décadas de 1930 y 1940. La amplia for-mación que aquellas exhibían estaba respaldada por pasantías en el extranjero, experiencia directiva en reparticiones públicas y recintos hospitalarios y prolongadas estadías en localidades rurales. En su cali-dad de profesoras de las futuras enfermeras y de directoras de escuelas y servicios, aquellas aspiraban a incrementar los niveles académicos de la formación que recibían y a fomentar prácticas profesionales que garantizaran niveles de exigencia desafiantes. Esto necesariamente re-dundaba en que las candidatas a estudiar este oficio debían contar con una mayor instrucción escolar que en el pasado, y convertir así a la en-fermería en una alternativa ocupacional atrayente para los segmentos medios femeninos y crecientemente prestigiosa por su progresiva se-lectividad.

Entre la abnegación y la formación

Un hito relevante en este impulso profesionalizante de la enfermería local fue la realización del Primer Congreso Panamericano de Enferme-ría de 1942 en Santiago de Chile. Fue organizado por la Asociación Na-cional de Enfermeras de Chile (fundada en 1938) y convocó a un grupo de profesionales chilenas y latinoamericanas –con representantes de

67  Zárate, 2020.

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la Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú– que presentaron po-nencias referidas a su quehacer en diversas instituciones y recintos sanitarios.68

Este Primer Congreso Panamericano contó con el apoyo de la Fundación Roc-kefeller, del Consejo Internacional de Enfermería y de la Universidad de Chile, y fue ocasión para reconocer públicamente a la enfermera chilena Luisa Inos-troza, a Louise Konninger, representante del Consejo Internacional de Enfer-meras, a Elizabeth W. Brackett, oficial de la Fundación Rockefeller para Suda-mérica, a la Asociación de Enfermeras Norteamericanas y a la Cruz Roja nor-teamericana. Los intensos vínculos de colaboración que se habían construido con aquellas instituciones extranjeras se habían traducido en la concreción de estadías de enfermeras chilenas en hospitales de los Estados Unidos y Ca-nadá, desde mediados de la década de 1930, financiadas en su mayoría por la Fundación Rockefeller69 y con el patrocinio académico a la Escuela de Enfer-meras de la Universidad de Chile.

En el marco de historias distintas, las presentaciones locales y latinoameri-canas compartían diagnósticos comunes respecto del incremento de mate-rias y prácticas formativas, el refuerzo de campañas contra enfermedades infecciosas, de los debates sobre la calidad de la formación universitaria y la organización de las escuelas de enfermería. De manera específica, las po-nencias de las enfermeras chilenas transmitían el alto valor del papel que tenían en la institucionalidad sanitaria vigente, la necesidad de superar la comprensión de sus tareas como inferiores a las realizadas por los médicos y de valorizar social y científicamente el rol “auxiliar” que cumplían en la asistencia médica. Asimismo, las secuelas del devastador terremoto en la ciudad de Chillán de 1939, a juicio de las enfermeras que presentaron po-nencias, visibilizaron la necesidad de mejorar la atención de urgencia y la rural que, en importante proporción, descansaba en el incremento del nú-mero de enfermeras.

Olga Baeza, enfermera del Departamento Médico Coordinado, presentó la ponencia La enfermera en la aplicación de la Ley de Medicina Preventiva, en la que se detallaban las tareas clínicas asistenciales que realizaban dife-renciadamente tanto enfermeras hospitalarias como sanitarias en el marco

68  Primer Congreso Panamericano de Enfermería de 1942, 1944.

69  Uribe, 2008.

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de dicha ley,70 lo que exigía un importante conocimiento clínico del diag-nóstico y contención de las enfermedades venéreas, cardíacas y de la tuber-culosis.71 La extracción de sangre, la recolección de orina, la identificación de focos de contagio, la educación de los examinados y la distinción entre sanos y sospechosos, y las visitas a fábricas, oficinas y domicilios de los que debían ser examinados o que guardaban reposo, eran tareas que, a su juicio, estaban respaldadas gracias a que los requisitos y el currículum que exigía el estudiar enfermería se habían ampliado. Las enfermeras hospitalarias, que contaban con diploma de licencia secundaria, debían concentrarse en los examinados internados y trabajar por su recuperación. Las enfermeras sa-nitarias, a quienes se les exigía la rendición del bachillerato, debían refinar la observación de la población en su lugar de trabajo y comprometerla con la aceptación del examen y el cumplimiento del tratamiento prescrito. Baeza refrendaba el valor de materias como legislación social, epidemiología y so-ciología en la formación de ambas enfermeras.

Iris Monardez, Victoria Salinas y Agripina Contreras,72 por su parte, descri-bían algunos dilemas asistenciales que enfrentaba la enfermera sanitaria, como, por ejemplo, lidiar con “la mentalidad de las masas sifilíticas formada en gran parte por prostitutas y gente del pueblo” o con la vergüenza e igno-rancia que rodeaba a esta enfermedad. La falta de enfermeras dedicadas a los servicios epidemiológicos, la no obligatoriedad de los sospechosos a con-currir al hospital y la “pluralidad de servicios de atención venérea” eran pro-blemas que ellas mismas percibían como difíciles de solucionar.73

Ambos trabajos tenían un tinte muy técnico y ponían un claro énfasis en la necesidad de incrementar el entrenamiento clínico y asistencial de las en-fermeras hospitalarias y sanitarias. Las menciones a la condición femenina en sus relatos eran casi inexistentes.

No obstante, en las presentaciones de, por ejemplo, Marta Lavín, María Arancibia y Gertrudis Riquelme, la condición femenina y la sobrecarga nor-

70  La Ley de Medicina Preventiva de 1938 estipuló la realización de un examen obliga-torio nacional a la población trabajadora en esas tres patologías. Cruz-Coke, 1938.

71  Baeza, 1944.

72  Monardez, Salinas y Contreras, 1944, p. 48.

73  Ibídem, p. 57.

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mativa y laboral sí aparecían al momento de describir funciones en salud pública, educación sanitaria y vinculación con la comunidad. Por ejemplo, las labores técnico-administrativas que describía Marta Lavín daban cuenta de numerosas responsabilidades de las enfermeras hospitalarias, en parti-cular de las que trabajaban en provincias. Su prolongada permanencia en los recintos asistenciales; su labor de ayudante del médico, en ocasiones hasta como anestesista o asistente en situaciones de emergencia; la responsabili-dad en las decisiones de compras de alimentos para enfermos y empleados; el control del inventario de los muebles y la gestión de los pedidos de far-macia y exámenes de laboratorio; la recepción de pacientes y el cuidado de mantener el orden y la moral en el recinto hospitalario eran solo algunas de las múltiples tareas que justificaban la necesidad de formar a la enfermera en administración hospitalaria.74

María Arancibia, enfermera visitadora en Punta Arenas, y Gertudris Riquel-me, enfermera sanitaria empleada en Minas Schwager, reconocían la im-pronta de Cora Mayers en su formación y compartían el desgaste que produ-cían las extensas jornadas laborales dedicadas a un sinfín de tareas vincula-das al bienestar de la comunidad, ya sea en el caso de Arancibia al organizar a las madres en clubs, las labores de puericultura escolar y el saneamiento de viviendas; o en el de Riquelme, al liderar campañas de educación sanita-riacontra la sarna y el tifus exantemático, y al tender, además,lazos entre las necesidades de la empresa, los intereses de los trabajadores y sus esposas en pos de un hábitat más higiénico. Retomando la impronta normativa del oficio, Arancibia defendía los deberes de la enfermera porque lo clave era “darse por entero a la colectividad que la necesita”. Pero matizaba este man-dato al advertir la necesidad de mejorar la renta de la enfermera para hacer “frente a una vida decorosa”, y solicitaba que los servicios provinciales de enfermería fueran dirigidos por ellas, porque si bien los médicos jefes eran “muy humanos y comprensivos”, aquellos no comprendían “el desgaste físi-co ni el quebranto moral” al que estaban sometidas.75 Por su parte, Riquelme reforzaba la carga moral del oficio al reconocer que al ser “mensajeras de sa-lud” que salían a trabajar fuera de Santiago:

“(…) íbamos con sobrado temor, pues sentíamos el peso de la responsabilidad; pero era necesario demostrar que

74  Lavín, 1944, p. 212.

75  Arancibia, 1944, p.199.

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los esfuerzos y el dinero invertido en nuestra preparación era bien aprovechado y que lo que han ejecutado nuestras compañeras de profesión en el extranjero, éramos también nosotras capaces de llevarlo a la práctica con el mismo ideal y espíritu profesional”.76

Sin duda, el testimonio de Elsa Cifuentes, enfermera rural de “servicios coordinados” de la provincia de O’Higgins era especialmente ilustrativo del trabajo multifuncional y la carga moral que caracterizaba a una enfermera instalada en los campos chilenos. Cifuentes declaraba que, recién egresada, en 1937, había sido enviada a un pueblo que no identificaba, y construía, así un notable retrato de cómo había sido recibida, y cuán importante fue recurrir a las “normas morales recibidas en el hogar y las inculcadas en la querida escuela, para cumplir a conciencia mi labor”.77

Las tareas de cuidado y educación sanitaria de madres y niños, la confec-ción de estadísticas médico-sociales y la pesquisa de patologías infecciosas, imponían la presencia de las enfermeras en los hogares populares y servían también para dirimir conflictos familiares, hacer frente al alcoholismo mas-culinoy hasta supervisar reglamentos sanitarios que debían implementarse en carnicerías y panaderías. Para Cifuentes, la condición femenina aparecía como una cualidad facilitadora del acercamiento con la comunidad feme-nina e infantil, pero, en ocasiones, también portadora de menos autoridad a los ojos de la población masculina, especialmente, aquella atrapada en la violencia intrafamiliar y el alcoholismo. No en vano advertía que la enfer-mera rural enfrentaba “peligros de todo orden” y debía “luchar con los pre-juicios en forma encarnizada”.78

Formación científica y dirección de las escuelas

Solo un par de años más tarde, las enfermeras chilenas volvieron a reunirse, en esta ocasión, en el marco del Primer Congreso Nacional de Enfermería, realizado en Concepción en 1948 y organizado por la Asociación de Enfer-

76  Riquelme, 1944, p. 179.

77  Cifuentes, 1944, p. 175.

78  Idem.

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meras Universitarias de Chile, presidida por Rosalba Flores.79 La memoria publicada de este congreso recopiló un grupo de ponencias de un total de cuarenta y ocho que, en su mayoría, se concentraron en el fomento de la ins-trucción médico-clínica, en el entrenamiento en salud pública –y no solo en la asistencia hospitalaria–, en el examen del programa de estudio, en la ofer-ta de cursos de posgraduación y también en temas de ética, organización profesional y asociación gremial. Casi todas las enfermeras que publicaron en este congreso eran docentes o directoras de escuelas.

En la presentación que hizo, Flores sostuvo que el impulso que experimen-taba el oficio de enfermería estaba acompañado del establecimiento de “ins-tituciones modernas”, como, por ejemplo, la formación de unidades sani-tarias, el Hospital de Carabineros y el Hospital Trudeau, que daban nuevas oportunidades de desarrollo a estas profesionales. A su juicio, había llegado el momento de “liberar de responsabilidades” a los médicos y reconocer las “capacidades” de las enfermeras, reconocimiento en marcha pues la direc-ción de las escuelas se les había entregado desde 1944. El objetivo del con-greso era hacer un balance del protagonismo alcanzado en la dirección de la profesión y formular “una leal crítica a nuestras propias actuaciones, a nuestro trabajo”.80

Entre las principales conclusiones del Congreso, varias se concentraron en: fortalecer los componentes formativos y técnicos del quehacer de las enfermeras; proponer un “programa mínimo” con carácter experimental, presentado por la Comisión de Educación de la Asociación; incrementar los requisitos de ingreso al Bachillerato en Humanidades; y adoptar el ran-go universitario, para solicitar, así, una valorización formal de los estudios realizados en el extranjero por algunas profesionales, los que contaban con el reconocimiento del Consejo Internacional de Enfermeras. También emer-gieron aspectos relacionados con la organización interna de la formación, como la disponibilidad de un uniforme reconocible por todos; la identifica-ción de normas y sanciones que rigieran conductas y decisiones por medio de un código de ética elaborado en conjunto entre las directoras de escuelas, enfermeras jefas de servicios y de la presidenta de la asociación; y también el impulso a la creación de un colegio de enfermeras. En el marco del ejerci-

79  Asociación de Enfermeras Universitarias de Chile, 1948.

80  Ibídem, p.18.

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cio profesional, se proponía la creación de departamentos de enfermería en todos los recintos asistenciales del país, cursos de perfeccionamiento para enfermeras en servicio activo y formación para auxiliares de enfermería dictados por ellas mismas. Finalmente, en el ámbito de salud pública, se so-licitaba el reconocimiento como “personal técnico” a la enfermera sanitaria en el Código Sanitario.81

La propuesta que hacían Rosalba Flores, Eugenia Gaete, Hilda Lozier y Gl-adys Peake, referida a un “programa mínimo de estudios para escuelas de enfermería”, daba cuenta de una reflexión sólida y argumentada que se apo-yó en el trabajo realizado por el “Comité Educacional de Enfermería” creado por la propia asociación en 1947. Este comité tenía por fin “mantener a su grupo profesional en un alto grado de preparación y capacidad para abordar los problemas” propios del oficio.82 Las autoras conformaban este comité y a la vez dirigían las escuelas de enfermeras del país: Rosalba Flores era sub-directora de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Chile; Eugenia Gaete, directora de la Escuela de Enfermería de la Beneficencia de Santiago; Hilda Lozier, directora de la Escuela de Enfermería Carlos Van Buren; y Gladys Peake, directora de la Escuela de Enfermería de Concepción.83

Las autoras defendían, también, la idea de reforzar la formación en salud pública, al abogar por fusionar la instrucción de la enfermera hospitalaria y sanitaria en un solo programa de treinta y nueve meses, para enfrentar la escasez de estas profesionales con una oferta formativa más sólida y que contribuyera también a la “formación ciudadana para actuar en una socie-

81  Ibídem, pp. 23-24.

82  Flores et al., 1948, p. 28.

83  Flores contaba con un certificado de educación en enfermería en la Universidad de Toronto de 1943 y era titulada de enfermera sanitaria en 1938 en la Universidad de Chile; Gaete contaba con similar certificado provisto por la Universidad de Toronto en 1945 y era enfermera sanitaria de la Universidad de Chile en 1938; Lozier era titulada de enfermera sanitaria de la Universidad de Chile en 1934 y contaba con estudios especiales en educación de enfermeras en la Universidad de Western Reserve, Cleveland, Estados Unidos en 1942; y Peake era titulada de la Escuela de Enfermería Carlos Van Buren de Valparaíso (no se especificaba el año), también certificada en educación en enfermería en la Universidad de Toronto en 1943 y luego titulada de enfermera sanitaria en 1944 en la misma institución. Flores et al., 1948, p. 28.

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dad democrática en constante transformación”.84 Su propuesta de estudios tenía, también, como objetivos fortalecer la “tarea de enlace entre la colec-tividad y los organismos creados para velar por la salud pública”;85 precisar las tareas de cuidado no solo centradas en el individuo, sino también en su familia; y al recurrir a definiciones extranjeras como las de programas de es-tudios en Canadá y en los Estados Unidos, las autoras retomaban la impor-tancia del “verdadero interés en los problemas humanos” y en el “servicio ab-negado” que inspiraba a la profesión.86 No menos importante era contar con candidatas, y luego profesionales, que demostraran “personalidad directiva y ejecutiva”. Su apuesta formativa más relevante parecía ser el incremento de horas en ciencias básicas para una mejor base clínica, el reordenamiento de ciencias médicas, como, por ejemplo, microbiología y farmacología y, en el último periodo, las referidas a especialidades como pediatría, obstetricia o enfermería quirúrgica.

La preocupación por la selección de candidatas a las escuelas de enfermería fue el objetivo de un texto específico de Hilda Lozier, quien sostenía que la combinación del dominio técnico y de conocimientos científicos específi-cos que debían adquirir las postulantes, junto con el examen del carácter y personalidad de aquellas, hacían de la enfermería una profesión compleja. Al dar cuenta de la importancia de contar con instrumentos de medición, como un cuestionario socioeconómico, una ficha de antecedentes, una en-trevista personal, una autobiografía y un test de personalidad, que calibra-ran “las condiciones de inteligencia, aptitudes y características personales de las aspirantes”, Lozier proponía un “profesiograma” o conjunto de reque-rimientos propios del ejercicio de este oficio. Entre ellos, los requisitos psi-cofisiológicos que consignaban la necesidad de una “presencia y prestancia muy buena”, claramente, estaban en consonancia con los inicios de la pro-fesión.Y, también, se listaban condicionespsicológicas que revelaban una mayor sofisticación respecto de símiles en el pasado, como, por ejemplo, el cultivo de la responsabilidad, paciencia, discreción, puntualidad o pulcri-tud, entre otros. No obstante, la aspiración por contar con candidatas con cualidades como inteligencia “normal”, “rápida”, “analítica”, “intuitiva”, y

84  Flores et al., 1948, p. 48.

85  Ibídem, p. 31.

86  Ibídem, p. 32.

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con una personalidad que presentara “condiciones de adaptabilidad social y de estabilidad emocional” eran atributos de mayor complejidad tanto en la forma de medirlos como de asegurarlos. En consonancia con las exigen-cias más históricas estaban las tipificadas como morales, concentradas en la honradez, lealtad, “sentido místico de su misión” y “espíritu de servicio”. Y el requisito de orden educacional central era la aprobación del bachillerato.87

Los artículos de Sofía Pincheira, supervisora general de las enfermeras de la Dirección General de Sanidad, y María Godoy, enfermera jefe de la Unidad Sanitaria Quinta Normal de Santiago, reafirmaban la importancia de orga-nizar el trabajo que hacían las enfermeras sanitarias –al diseñar estrategias y procesos que permitieran evaluar el trabajo que hacían– y promovían la identificación del personal que debía cumplir con la difícil labor de supervi-sión. Para Pincheira, una enfermera jefe al frente de un departamento de en-fermeras sanitarias era clave, pues era quien, entre otras tareas, podía hacer la “diferencia entre un buen trabajo, un trabajo mediocre y un mal trabajo”.88 María Godoy describía que el entrenamiento en enfermería sanitaria estaba siendo reforzado con estadías de observación en las mismas unidades sani-tarias, hasta de aquellas alumnas extranjeras que venían a formarse a Chile, y proponía que las tareas de supervisión por parte de enfermeras entrena-das, y que contaban con el apoyo de la Dirección General de Sanidad, debían ser remuneradas.

Muy interesante era la reflexión de Godoy respecto de que el cargo de super-visión no necesariamente debía estar en manos de aquellas profesionales con mayor antigüedad, sino de aquellas que cumplieran habilidades como las de “inspirar confianza”, “hacer un trabajo correcto”, “conducir y guiar an-tes que hacer de patrón”, “desarrollar trabajo en equipo (cooperativo)”, “in-teresarse por sus clientes y compañeras de trabajo”, “llamar la atención ade-cuadamente”, “saber controlar su temperamento”, “ser honrada”, “sincera”, “mesurada y tener tacto”, “puntual”, “física y mentalmente capaz”, “tener fortaleza”, “entender la naturaleza humana y llevarse bien con las demás personas”.89 Godoy volvía a la enumeración de una serie de cualidades per-sonales y morales que tenían cierta resonancia con el pasado de la historia de este oficio, y que bien podían ser consideradas naturalmente femeninas;

87  Lozier, 1948, pp. 61-62.

88  Pincheira, 1948, p. 94.

89  Godoy, 1948, p. 96-97.

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sin embargo, el mandato formativo, el “entrenamiento”, era un requisito in-eludible al momento de evaluar el desempeño laboral de la enfermera.

Por último, la presentación de Gladys Peake, referida a la organización del Departamento de Enfermería en los Hospitales de los Servicios de Benefi-cencia, si bien casi no aludía al género como condicionante de esta labor, sí era especialmente regulador respecto de las relaciones que establecían con médicos, con el hospital y con los enfermos, lo que refuerza significativa-mente nuestra hipótesis relativa a la sobrecarga normativa que experimen-taron estas profesionales en la transición hacia un desempeño más técnico. Cuestiones como la reserva del uniforme de color blanco únicamente para las enfermeras graduadas; el estudio de la proporción del número de enfermos por enfermeras activas, en base a estudios norteamericanos; la distinción entre enfermos intervenidos quirúrgicamente que solo debían ser asistidos por graduadas o enfermos crónicos que podían ser cuidados por auxiliares; o la relación que las enfermeras establecían con auxiliares de enfermería particulares, como las asociadas a la Cruz Roja y con “personal subalterno”, eran algunas de las preocupaciones que Peake presentaba en su ponencia.90

A su juicio, la enfermera “representaba a la Dirección y a la institución ante el enfermo y el público”, y para cumplir satisfactoriamente con aque-lla misión, sus “deberes” eran múltiples en el campo de la supervisión del trato y cuidado de los enfermos, y de las relaciones entre los distintos es-tamentos y funcionarios al interior del hospital. Entre los “principios bá-sicos”, los que teníanun mayor componente normativo eran el entender el “papel de la enfermera como una dueña de casa”, que la obligaba no solo al cuidado clínico del enfermo, sino también de sus pertenencias, de sus necesidades psíquicas y sociales y de la mantención del contacto con los familiares. Un segundo principio era el correcto manejo de la economía y de los documentos hospitalarios.91

Conclusión

La trayectoria del oficio de la enfermería chilena de la primera mitad del si-glo da cuenta de un proceso de profesionalización en múltiples dimensiones,

90  Peake, 1948, pp. 133-135.

91  Ibídem, pp.135-136.

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entre las cuales la condición estrictamente femenina tuvo un protagonismo particular. Desde sus orígenes, el diseño del oficio estableció el mandato de que fuera ejercido solo por mujeres, en razón de las atribuciones virtuosas a las que se les asociaba. Sin embargo, la condición femenina, cualidad relevan-te y definitoria del oficio en sus primeras décadas, transitó hasta convertirse en un atributo que debía estar acompañado por una serie de habilidades téc-nicas que requerían de un entrenamiento sistemático y permanente. Hacia la década de 1940, la devoción y la entrega total por los asistidos como metas claves del oficio, si bien no desaparecieron, ya no tenían la fuerza de antaño.

La organización de encuentros académicos liderados por enfermeras, el tras-paso de la dirección de las escuelas a manos de ellas, la constitución de una voz pública – especialmente, liderada por enfermeras docentes– interesada en dar cuenta de diagnósticos y propuestas dirigidas a reformar planes de estudios y el desempeño profesional fueron procesos que empujaron la profesionaliza-ción de este quehacer, sus horizontes ocupacionales y la confianza categórica en el valor de lo femenino como término constitutivo del oficio.

Desde la década de 1940, el ejercicio de la enfermeríarequirióel entrena-miento de habilidades y de un modelamiento normativo como sucede con cualquier profesión que se dota a sí misma de normas de distinción y fun-cionamiento. No obstante, dada la naturaleza de las ocupaciones asocia-das al cuidado de otros, en las que también puede primar la vinculación emocional, las normas no solo son técnicas, sino también morales y de orden colectivo.

Entre las definiciones de la noción de cuidados están las que han privilegia-do la existencia de la construcción de vínculos amorosos y de afecto entre quienes ejercen profesiones ligadas al servicio, como la enfermería. Cierta-mente, es posible especular que las enfermeras podían desarrollar, ocasio-nalmente, afectos o emociones por sus pacientes y sus familias; no obstante, lo que sostenía el amplio repertorio de tareas clínicas y técnicas que deta-llamos anteriormente eran las obligaciones morales que el oficio estableció para con la población que era asistida. Dicha carga normativa se hacía públi-ca y buscaba ser compartida y, más importante, buscaba dotar de un sentido de misión que combinaba el cumplimiento de tareas concretas con compro-misos éticos.

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Para las enfermeras de la década de 1940, el desafío que tenían por delante era que el cuidado que proveían debía ser entendido como una actividad científica y profesional, que no descansaba únicamente en las atribucio-nes emocionales de un oficio que ciertamente las requería.

Fecha de recepción: 14 de septiembre de 2020

Fecha de aprobación: 18 de enero de 2021

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