181
Jacques Dupuis, SJ El cristianismo y las religiones Del desencuentro al diálogo Sal Terrae P iresenciaA

Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Jacques Dupuis, SJ

El cristianismo y las religiones Del desencuentro al diálogo

Sal Terrae

PiresenciaA

Page 2: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA» 121

Jacques Dupuis

El cristianismo y las religiones

Del desencuentro al diálogo

Editorial SAL TERRAE Santander

Page 3: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Título del original italiano: // cristianesimo e le religioni.

Dallo scontro all'incontro © 2001 by Editrice Queriniana,

Brescia

Edición en español realizada con la mediación de la Agencia Literaria Eulama

Traducción: María del Carmen Blanco Moreno

y Ramón Alfonso Diez Aragón © 2002 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201

E-mail: [email protected] www.salterrae.es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN:84-293-1468-7 Depósito Legal: BI-2211-02

Fotocomposición: Sal Terrae - Santander

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

índice

Prólogo: Reflexiones confidenciales de un amigo, por LUIGI SARTORI 11

Introducción 17 Tres perspectivas teológicas 19 Del desencuentro al diálogo 22 Del diálogo interreligioso.

a una teología del pluralismo religioso 26 Estructura del libro 31

1. Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones 39 /. Jesús y las religiones 42

1. El horizonte del reino de Dios 44 2. La entrada de los gentiles en el reino de Dios . . . . 47 3. La universalidad del reino de Dios 49 4. El reino de Dios y las religiones 55

//. La Iglesia apostólica y las religiones 58 1. La Ley escrita en el corazón 60 2. El Dios desconocido 63 3. Dios no hace acepción de personas 66 4. Dios quiere que todos los hombres se salven 68

2. En la encrucijada del concilio Vaticano n 76 /. La teología sobre las religiones anterior al Vaticano n. . 79

1. La teoría del cumplimiento: el binomio J. Daniélou - H. de Lubac 79

2. La presencia inclusiva de Cristo: la discrepancia entre K. Rahner y R. Panikkar . . . . 86

//. El concilio Vaticano U, ¿una línea divisoria? 95 1. Valores positivos en las tradiciones religiosas 97 2. Hacia una valoración crítica equilibrada 101

Page 4: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

6 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

III. El magisterio postconciliar 105 1. El pontificado de Pablo vi 105 2. El pontificado de Juan Pablo II 107

3. El cristianismo y las religiones en la teología reciente . . .114 /. Cambios de paradigma 116

1. Del eclesiocentrismo al cristocentrismo 116 2. Del cristocentrismo al teocentrismo 118

//. Otros modelos y más allá 121 1. Reinocentrismo y soteriocentrismo 121 2. Logocentrismo y pneumatocentrismo 124 3. Más allá de las categorías occidentales 127

III. Hacia un modelo de pluralismo inclusivo 132 1. La cuestión cristológica 132 2. Una cristología trinitaria como clave interpretativa . . 136

4. El Dios de la alianza y las religiones 143 /. IM historia universal de la salvación 146

1. Más allá de la tradición judeo-cristiana 146 2. Las historias salvíficas de los pueblos 149

//. Las alianzas de Dios con los pueblos 153 1. Alianzas nunca derogadas 153 2. La estructura trinitaria de la historia 161

5. «Muchas veces y de muchas maneras» 166 /. El Dios de la revelación 169

1. «Todos tenemos el mismo Dios» 169 2. El «Totalmente otro» y el «Sí mismo del sí mismo» . 172

//. Palabras y Palabra de Dios 181 1. Palabras de Dios y libros sagrados 181 2. La «plenitud» de la revelación en Jesucristo 185 3. La revelación, diferenciada y complementaria . . . .190

6. La Palabra de Dios, Jesucristo y las religiones del mundo 197 /. La acción universal de la Palabra en cuanto tal 199

1. La Sabiduría de Dios en la tradición sapiencial. . . .200 2. La Palabra de Dios

en el prólogo del Evangelio de Juan 202

ÍNDICE 7

3. La doctrina del Lógos spermatikós en los primeros Padres de la Iglesia 208 a) San Justino y el Lógos sembrador 209 b) San Ireneo y la Palabra reveladora 212 c) Clemente de Alejandría y el Lógos de la alianza . 215 d) Interpretación

de la teología del Lógos de los Padres 217 //. Universalidad de la Palabra

y centralidad del acontecimiento Jesucristo 220 1. Centralidad del acontecimiento Jesucristo 221 2. Universalidad de la Palabra 224

7. El único Mediador y las mediaciones parciales 229 /. Salvador universal y Mediador único 237

1. La cristología del Nuevo Testamento revisitada e interpretada 237

2. El rostro humano de Dios 242 3. La presencia universal del Espíritu Santo 249

//. Mediación y mediaciones 253 1. Varios caminos hacia una meta común 253 2. Mediaciones parciales de la salvación 258 3. El discernimiento de valores salvíficos 264

8. El reino de Dios, la Iglesia y las religiones 270 /. Reino de Dios e Iglesia: ¿ identidad o distinción ? . . . . 272

1. Historia reciente de las relaciones entre Iglesia y reino de Dios 272

2. Miembros y constructores copartícipes del reino de Dios 277

3. ¿«Fuera de la Iglesia no hay salvación»? 280 //. La Iglesia y las religiones en el reino de Dios 284

1. La necesidad de la Iglesia 284 a) ¿Pertenencia u ordenamiento a la Iglesia? . . . . 285 b) ¿Mediación explícita universal? 289

2. La Iglesia, sacramento del reino 293

9. El diálogo interreligioso en una sociedad pluralista . . . . 299 /. El fundamento teológico del diálogo 304

1. «Misterio de unidad» 304 2. Diálogo y anuncio 308

Page 5: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

8 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

//. Los desafíos y los frutos del diálogo 312 1. Compromiso y apertura 312 2. Fe personal y experiencia del otro 314 3. Enriquecimiento recíproco 316

10. La oración interreligiosa 322 /. Orar juntos: ¿por qué? 326

1. Del diálogo a la oración común 326 2. Las religiones, dones de Dios a la humanidad . . . . 328

//. Orar juntos: ¿cómo? 330 1. Oración común entre cristianos y judíos 331 2. Oración común entre cristianos y musulmanes . . . . 333 3. Oración común entre los cristianos y los «otros» . . . 337

Conclusión 343 Pluralismo religioso de principio 344 Complementariedad recíproca asimétrica 346 Un salto cualitativo 349

Post scriptum 352

índice onomástico 358

Dedicado a su eminencia el cardenal Franz Kónig, arzobispo emérito de Viena (Austria)

«La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores (los que son calificados por los auténticos profetas del Antiguo Testamento de "profetas embusteros"), que evitan todo choque y ponen su intangi­ble comodidad por encima de todas las cosas [...].

Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras; hombres, en definitiva, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino».

(J. RATZINGER, «Franqueza y obediencia. Relación del cristiano con su Iglesia», en El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 1972, pp. 277-295, aquí: pp. 292-293 [original alemán: Das neue Volk Gottes, Patmos-Verlag, Dusseldorf 1969]).

Page 6: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Prólogo Reflexiones confidenciales de un amigo

Deberíamos alegrarnos por los recursos que investigadores de probada competencia ofrecen para el encuentro, hoy tan urgente y decisivo, del cristianismo con las otras religiones del mundo; sobre todo si provie­nen de quien dispone de una larga experiencia de «convivencia», es decir, de vivido testimonio misionero, dentro de aquellos «universos» lejanos.

Tal vez predomine todavía informa mentís de una teología deduc­tiva, que se complace en sacar conclusiones de certezas adquiridas, a ser posible legitimadas oficialmente y con el grado máximo de autori­dad, como son precisamente los dogmas; más aún, conclusiones que estén lo más cerca posible del grado de certeza de las premisas y, por tanto, derivadas con demostración rigurosa y casi de lógica silogísti­ca... Con todo, bastaría con citar a santo Tomás de Aquino, el teólogo escolástico por excelencia, que en la Summa (estructurada, en cuanto al contenido, en miles de artículos, que nosotros llamaríamos capítu­los) introduce por tres veces (también miles de) problemas y objecio­nes, y los toma en serio, para analizarlos y proponer (¡no imponer!) para cada uno su propia respuesta.

El concilio Vaticano n -suscitando el estupor de los no católicos-volvió a abrir la posibilidad, a la sazón casi impensable, de útiles aper­turas a la escucha de voces de la periferia y de abajo, que llevan el eco de culturas diversas, de pueblos nuevos, de misioneros habituados a vivir en contextos vitales de otras confesiones y religiones... Y así, bajo el signo de la «diversidad» histórica, nos hemos sentido obligados a buscar la unidad no sólo apelando al pasado (ya remoto, aunque jamás eludible) de los orígenes de la fe cristiana y de la Iglesia, sino también mirando a un futuro que, si bien imprevisible en cuanto secreto miste­rio que permanece en las manos de Dios, habida cuenta de la unidad que se debe conseguir no permite ya el sueño de poderse mirar en el espejo de viejos o nuevos modelos de «uniformidad». El papa no deja

Page 7: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

12 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

nunca de apelar a la solemne advertencia de la Dignitatis humanae (n. 1): «La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad»; ella postula la norma de la confrontación de todas las perspectivas a fin de llegar a un consenso. En nuestro caso nos toca afrontar una situación inédita; con frecuencia se habla, tal vez cayendo un poco en la retórica de los eslóganes que causan sensación, de «cam­bio epocal». Sin embargo, parece que un cierto clima de sospecha no se deriva de la difusa conciencia de la gravedad de tal problema.

He aquí, en cambio, que Juan Pablo n diseña un programa muy diverso. Desde los comienzos de su actividad pastoral confió a la Iglesia la tarea de explicitar y llevar a cumplimiento el concilio, reali­zó gestos de valerosa anticipación del futuro y sobre todo, en el frente ad extra, misionero, difunde optimismo y esperanza.

No obstante, es cierto que el diálogo con las otras religiones pre­senta dificultades particulares. Pero si mientras tanto no se consolida la mentalidad ecuménica básica, no hay mucho que esperar tampoco para la serenidad del debate en horizontes más vastos. Sin embargo, yo espero. Por ello sostengo la empresa de aquellos teólogos pioneros que, como el padre Dupuis, exploran caminos nuevos -que ellos con­sideran equilibrados (¡y lo son!)- al repensar la teología, también la reflexión teológica reciente que se ha interesado hasta ahora, si bien con pasos lentos, tal vez inadecuados y escasos, por establecer un diá­logo entre la fe cristiana y las otras confesiones históricas.

Es obvio que esta teología se presenta sobre todo con fines herme­néuticas; ahora bien, he aquí que a algunos les basta sólo con esto para justificar la sospecha de que ella abdica en favor de instancias de ver­dad ontológica y metafísica, en favor de un mero interés por las cues­tiones de sentido, de valor, y hasta de sola utilidad pragmática. Pero esto no es verdad, al menos en general. Cuando se afrontan problemas históricos, no hay una necesidad inmediata de filosofía o teología del ser y tampoco de teorías abstractas y universales sobre historia e his­toricidad. De hecho, la Iglesia del Vaticano n se ha visto ante la urgen­cia de entrar en un periodo de renovación, de novedad histórica; por ello ha tenido que insistir en llamadas y criterios históricos, sobre todo para reflexionar sobre el pasado a fin de recuperar desde el principio la instancia radical y fontal de la fe cristiana, y para abrirse después a la interpretación de los «signos de los tiempos» a fin de descifrar el futu­ro también en clave de profecía, y así penetrar cada vez más dentro del proyecto salvífico de Dios sobre la humanidad y sobre la Iglesia. Se trata de guiar nuestro camino de fe hacia el perenne redescubrimiento del misterio de Dios y de su Palabra. No se trata de historicismo, de

PROLOGO 13

aventuras de libertad desvinculada de la pasión por la verdad. De otro modo no se comprendería casi nada del compromiso ecuménico; y habría que considerar absurdos, o humanamente desesperados, tam­bién muchos gestos del papa; y el «Grupo de Dombes» estaría movido por una piadosa -o delirante y peligrosa- ilusión cuando exhorta a las Iglesias a una profunda «conversión».

A primera vista podría parecer que el área del encuentro entre las religiones no exige la concentración en el problema Jesucristo. Recuer­do que la propuesta del diálogo en varios círculos concéntricos (Pablo vi con la Ecclesiam suam, encíclica programática del concilio) parecía pedir, en cambio, otra progresión en las insistencias temáticas:

• El diálogo dentro de la vida de la Iglesia tiene como objetivo redes­cubrir y re valorizar el tema Iglesia.

• El diálogo entre Iglesias cristianas debería llevarlas a volver a cen­trarse en Cristo.

• El diálogo con las religiones no cristianas muestra una tensión más profunda hacia Dios.

• Por último, el diálogo con los humanismos desearía calificar la pasión por el hombre.

En cambio, hoy se señala una especie de estancamiento: por ejem­plo, las Iglesias insisten en el redescubrimiento de lo que quiere decir ser Iglesia; y el encuentro con las religiones pone en primer plano el problema de Cristo. Omito los otros sectores del diálogo. Así pues, al encontrarnos con las otras religiones, ¿no debemos centrar la atención en el tema del inmenso misterio de Dios? De hecho, somos llamados a afrontar sobre todo cuestiones previas: parece que se entromete un obs­táculo específico, el de nuestra insistencia cristiana en la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, porque ésta es presentada a veces casi sólo en términos de carácter absoluto que excluye: «Sólo Cristo es el Mediador, Salvador...».

También el padre Dupuis ha tenido que aventurarse en este proble­ma delicado, tratando de explorar caminos aceptables de superación que expresen «realización», pero intentando llegar más arriba. Un ver­dadero teólogo católico no puede recorrer otro camino; no por razones de política o de oportunidad, sino únicamente por motivos de su con­cepción «católica» de la verdad, que implica intrínseca tensión hacia la plenitud y la máxima integración. Ahora bien, no pretendo afrontar, siguiendo al padre Dupuis, cada uno de los capítulos específicos de su extenso libro, sino que prefiero insistir en mi opción, a saber, la de tra-

Page 8: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

14 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

tar las cuestiones previas, relativas al contexto eclesial y cultural y que condicionan nuestra reflexión teológica. Me detengo aquí en el pro­blema de la nota de exclusión que parece marcar la visión cristiana: su «solamente» ¿tiene de verdad el carácter de oposición a cualquier encuentro y confrontación?

Pues bien, desearía traer a la memoria otros casos -y tal vez de mayor peso- en los que parecía imposible, en un primer momento, unir un cierto «solamente» con alguna otra cosa, sin caer en la contradic­ción. Los primeros concilios de la Iglesia afrontaron la unicidad del «Dios Verbo encarnado» en relación con el dogma bíblico primario, el del monoteísmo: la unicidad de Dios (un solo Dios) ¿no excluye tal vez y en absoluto la pluralidad de personas divinas? Sin embargo, se llegó a comprender que el misterio de Dios está muy por encima de los esquemas humanos y que, por tanto, la Trinidad puede no sólo no soca­var la unicidad de Dios sino incluso reforzarla y reanimarla vitalmen­te. Muchos siglos más tarde, el choque entre la teología católica y la protestante llevó a suponer que se había levantado una barrera de inconciliabilidad por causa de otros célebres «solamente», cuatro en particular: sólo Cristo (no el hombre), sólo la gracia (no las obras), sólo la fe (no la razón), sólo la Escritura (no la tradición). Con todo, parece que también en esta controversia se llegó a descubrir poco a poco una cierta posibilidad de encuentro. Baste con pensar en el buen resultado de algunos diálogos ecuménicos, y sobre todo en la reciente convergencia en el tema de la justificación. Personalmente creo que son decisivas algunas categorías expresadas y subrayadas por el Vaticano n; dos en particular: primera, el criterio de la plenitud y de la integridad; segunda, la dimensión escatológica del don de Cristo y de la Iglesia.

La plenitud no excluye la participación y la gradualidad; tampoco la «escatología» excluye anticipos en el tiempo. Cuando el concilio recurre al «solamente» con respecto a la Iglesia, en particular la Iglesia católica, lo hace siempre subrayando una confrontación entre eclesia-lidad en plenitud y eclesialidad por grados. (A algunos no les gusta -¡con razón!- este modo de realizar mediciones; pero aquí sólo estoy insistiendo en pasos reales dados por la posición oficial de la Iglesia católica). Es cierto que cuando el discurso se refiere a Cristo no alcan­za cimas de análoga evidencia; pero al menos parece lícito pedírselo con insistencia. En cambio, parece más constante y más viable el subrayado de la índole escatológica del don cristiano global (revela­ción y gracia en Cristo, y la Iglesia): con Cristo hemos llegado a la ple­nitud de los tiempos, al cumplimiento de la historia; la eternidad es

PROLOGO 15

anticipada. No obstante, no se puede pasar por alto una cierta parado­ja: lo que se nos da es sólo la «semilla» (del reino futuro); lo que se nos da por adelantado es sólo la sustancia; todo es realidad, pero aún sigue escondido en formas históricas, bajo signos que pertenecen a la edad que pasa (n. 48 de la Lumen gentium); la revelación y la gracia son «misterio escondido» aunque real; por ello todos estamos todavía a la espera de la «manifestación en plenitud». Entonces, en algo (la realidad profunda y de «misterio») Cristo y cristianismo son «únicos» y «singularísimos», también en el sentido específico de incompara­bles; pero en otros aspectos son también comparables (el padre Dupuis añade muy oportunamente: «con asimetría») con otros mundos reli­giosos. No me detengo en verificaciones puntuales, porque ésta no es ahora mi tarea. Me remito a la reflexión específica del padre Dupuis. Yo me limito aquí y ahora a insistir en la mentalidad nueva que se debería dar por supuesta en todos los que están interesados en tales problemáticas, sea porque quieren debatirlas o porque quieren expre­sar juicios críticos sobre quien las estudia.

Me gustaría, además, afrontar el valor concreto de otros «espejos» teológicos en los que también el padre Dupuis refleja el misterio de Cristo en relación con las religiones no cristianas: en primer lugar, el tema de la Trinidad, como fuente de las misiones universales de la Pala­bra y del Espíritu Santo; y después el tema del hombre que, en cuanto criatura, está ya desde dentro «preparado y predispuesto» invisible­mente por la Palabra y la gracia, etcétera; también el tema de la oración, porque las religiones culminan en el intento de superar incluso las cimas de la invocación o de la epíclesis, aunque después de hecho pare­cen detenerse más bien en cumbres de mera contemplación, e incluso de silencio... Personalmente prefiero todos estos discursos, también porque siento con mucha fuerza el problema más general, pero más angustioso, del diálogo con la cultura actual, que parece (¿?) impregna­da sólo de escepticismo, de indiferencia, de insensibilidad, de afasia y de alergia en relación con todo lo que se llama «mundo espiritual»...

Pero tengo que concluir. Y lo hago insistiendo en la urgencia de tra­bajar por una nueva espiritualidad, es decir, por una nueva mentalidad o forma cultural relativa a las relaciones recíprocas de los hombres entre sí, también sólo desde el punto de vista ético social. La fe reli­giosa del mañana sentirá cada vez más la necesidad de un contexto humano diverso, es decir, de un clima que sea de verdadera y real con­fianza mutua y no de desconfianza; de orientación estable y común hacia un intercambio vital libre, cordial y recíproco, y no una compe­tición mercantil ligada sólo al interés; y tal vez también una eventual

Page 9: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

16 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

estructura de globalización, pero espiritual y no meramente económi­ca y material. Por el momento, pero tal vez aún por mucho tiempo, las religiones tendrán que preocuparse de producir el don de los buenos frutos morales que han de ofrecer a la sociedad humana. La moralidad no sustituye a la fe, pero puede construir o promover un ambiente favo­rable al desarrollo armónico de ésta (precisamente también como armonía entre confesiones diversas, al menos en el nivel histórico); pero al final será siempre la religión la que proporcione una especie de inagotable y rico cauce de garantía y de aprovisionamiento de aquella energía espiritual que también es necesaria para el desarrollo del gran tesoro humano constituido por la moralidad.

LUIGI SARTORI

Introducción

Podría parecer pretencioso, y hasta temerario, que un autor escriba tres libros sobre el mismo tema. Por ello hace falta alguna explicación a modo de justificación. Han pasado ya más de diez años desde que escribí el libro titulado Jesucristo al encuentro de las religiones'. Este libro se presentaba como una monografía. Después de haber estudiado detalladamente el modo en que los estudiosos y los teólogos hindúes ven la persona histórica de Jesús de Nazaret, propuse lo que entonces llamé «cristocentrismo teocéritrico» como modelo más idóneo para una teología cristiana de las religiones. La finalidad de aquel libro era bastante limitada.

A petición de otras editoriales me embarqué, casi diez años más tarde, en un proyecto mucho más ambicioso. Esta vez se trataba de pre­sentar una introducción general renovada de la teología de las religio­nes, en el nuevo contexto creado por los notables desarrollos de la reflexión teológica a este respecto. Era preciso, en una primera parte, dejar entrever las actitudes concretas y las valoraciones teológicas hechas por la enseñanza oficial de la Iglesia y por los teólogos con res­pecto a las otras religiones a lo largo de los siglos del cristianismo; y, en una segunda parte, era preciso exponer de modo sintético los pro­blemas teológicos fundamentales que se plantean en el contexto de un encuentro serio entre el cristianismo y las otras religiones del mundo. Esta segunda obra, publicada bajo el título Hacia una teología cristia­na del pluralismo religioso2, propuso como modelo para tal teología

1. La edición original es la francesa: Jésus-Christ á la rencontre des religions, Desclée, París 1989, 19942. Trad. cast.: Jesucristo al encuentro de las religiones, San Pablo, Madrid 1991. Existen además varias ediciones en inglés (1991, 1993, 1996) y en italiano (Gesú Cristo incontro alie religioni, Cittadella, Assisi 1989, 19912).

2. J. DUPUIS, Verso una teología cristiana del pluralismo religioso, Queriniana, Brescia 1997, 20003. Existen ediciones francesas (1997, 1999), inglesas (1997, 1998, 1999, 2000, 2001), una portuguesa (1999) y otra española {Hacia una teo­logía cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander 2000).

Page 10: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

18 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

renovada de las religiones lo que designé como modelo de una «cris-tología trinitaria y pneumática». Tal modelo, aun conservando clara­mente y afirmando sin vacilación lo que se debe considerar el centro fundamental de la fe cristiana, es decir, la fe en Jesucristo salvador constitutivo universal de la humanidad entera, pretendía que se pudie­se reconocer un significado positivo y un valor salvífico de las otras tradiciones religiosas con respecto a sus seguidores, en el único plan divino para la humanidad.

Este segundo trabajo, aunque recibió generalmente una acogida positiva, suscitó también serias objeciones por parte de algunos teólo­gos en las numerosas recensiones publicadas en las revistas teológicas en diversas lenguas, principalmente en italiano, francés e inglés. He dedicado tres artículos a responder de manera particularizada y deta­llada a las diversas cuestiones teológicas que amablemente me dirigie­ron otros colegas teólogos3. No se trata, pues, de repetir aquí aquellas explicaciones. Baste con decir que he evitado escrupulosamente en este nuevo libro todas aquellas expresiones que pudieran suscitar cual­quier malentendido o crear ambigüedad, respecto al contenido tanto de la fe como de mi pensamiento.

Desde la publicación de la segunda obra en 1997, los editores me pidieron otro libro sobre el mismo tema, menos arduo y más fácil de leer, destinado a un público más amplio, no sólo al círculo de los espe­cialistas y al ámbito académico. Con todo, este nuevo libro no quiere limitarse a ofrecer un sencillo resumen del anterior. Su modo de pro­ceder es diferente. Basta con una rápida ojeada al índice general para ver cuánto se diferencia del anterior. Algunos capítulos son totalmente nuevos; otros han sido organizados de manera original. A lo largo de toda la obra se han excluido los debates teológicos más sutiles, consi­derados concretamente menos relevantes. Se han reducido al mínimo necesario las referencias en las notas. De este modo la obra se presen­ta de una forma más legible y menos ardua.

Aun sin ser especialista en teología de las religiones y aun sin conocer tal vez los debates actuales a este respecto, el público más amplio al que.se dirige esta nueva obra no puede sino hacerse pregun­tas -a menudo apremiantes- sobre la relación entre el cristianismo y las otras religiones del mundo, un posible significado de las otras reli-

3. J. DUPUIS, «La teología del pluralismo religioso rivisitata»: Rassegna di Teología 40/5 (1999), pp. 669-693; ID., «"The Truth Will Make You Free". The Theology of Religious Pluralism Revisited»: Louvain Studies 24/3 (1999), pp. 211-263; ID., «Religious Pluralism. A Provisional Assessment», no publicado.

INTRODUCCIÓN 19

giones en el plan divino para la humanidad y, más en general, no puede evitar preguntarse qué diferencia hay, en la vida personal del individuo, entre la pertenencia a una tradición religiosa u otra. ¿Por qué soy cris­tiano? ¿Se debe sólo al hecho de haber nacido aquí y no allí? ¿Cómo debo asumir mi pertenencia al «camino» de Jesús, como un privilegio o bien como una responsabilidad a los ojos de Dios? El ser cristianos, entonces, ¿es una gracia o un compromiso, o ambas cosas al mismo tiempo? ¿Y cuál debe ser mi actitud hacia tantas personas con las que me encuentro tanto en mi camino como en mi trabajo? Estamos vivien­do en un mundo nuevo, que se ha hecho multiétnico, multicultural y multirreligioso. Las actitudes negativas hacia los «otros» y las valora­ciones cargadas de prejuicios con respecto a sus tradiciones -que han caracterizado muchos siglos de historia cristiana- están ya fuera de lugar; en efecto, son un pasado del que hay que arrepentirse y por el que hay que pedir perdón a Dios y a los hombres. Entonces ¿cuál debe ser hoy nuestra actitud concreta y cuál debe ser nuestra valoración teo­lógica? Como se ve, el objetivo del libro es más pastoral que académi­co, más concreto que abstracto. Esta obra espera ayudar a los cristia­nos de nuestro tiempo a descubrir con mayor profundidad la globali-dad del plan de Dios para la humanidad, infinitamente más bello y más profundo de lo que tal vez nosotros hayamos pensado jamás.

Tres perspectivas teológicas

Desde un punto de vista teórico es posible distinguir las diversas pro­blemáticas o perspectivas que se han sucedido en el modo en que la teología cristiana se ha aproximado al problema de las otras religiones. Durante muchos siglos la problemática ha sido la de la posibilidad de la salvación de los «otros» en Jesucristo. A partir de la afirmación clara de la fe según la cual Jesucristo es el Salvador universal, se pregunta­ba si los otros podían alcanzar la salvación en él o no. Hay que reco­nocer -con la debida vergüenza por nuestra parte- que durante muchos siglos tanto la teología como la doctrina oficial de la Iglesia han dado una respuesta principalmente negativa a esta pregunta. El axioma Extra Ecclesiam nulla salus, entendido en sentido rígido a partir del siglo v, se introdujo en los documentos de papas y concilios de la Iglesia hasta el siglo xv. Hoy nos preguntan cómo tal opinión negativa pudo abrir­se camino y permanecer como doctrina recibida durante tanto tiempo. Hoy nos preguntamos qué idea teníamos del Dios de la revelación. El Dios creador de todos los hombres -que, según el mensaje revelado

Page 11: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

20 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, «no es parcial» (Dt 10,17), en el que «no hay parcialidad» (Rm 10,11), que «no hace acep­ción de personas» (Hch 10,34)- ¿no era acaso reducido por los hom­bres de la Iglesia a un Dios limitado y parcial? ¿Cómo podía permitir que la mayoría de los seres humanos del mundo, creados por él con idéntico destino de unión consigo mismo, se perdieran para siempre? Y también, ¿cómo podía permitir que su plan universal de salvación quedase tan privado de realización en la historia de la humanidad?

En cualquier caso se comprende que, especialmente después del descubrimiento del «nuevo mundo» en 1492, ya no era posible que los teólogos pensaran y enseñaran que quien no había llegado a la fe explí­cita en Jesucristo no se podía salvar. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo del siglo xm, opinaba todavía que, después del acontecimien­to histórico Jesucristo, la fe explícita era necesaria para la salvación de todo hombre. Tal opinión no era ya sostenible. Y he aquí que se desa­rrollaron diversas teorías según las cuales la fe implícita era suficiente para alcanzar la salvación en Jesucristo. No es éste el momento de estudiar en detalle estas diversas teorías, más o menos satisfactorias. Lo que importa es observar que tal perspectiva se mantuvo, casi hasta mediados del siglo xx, como problemática común entre los teólogos, y también como doctrina común en la Iglesia, respecto al problema de la salvación de los miembros de las otras religiones. Ahora bien, la pro­funda insuficiencia de tal perspectiva no debe pasar desapercibida. Aun afirmando la posibilidad de la salvación de los hombres que no habían llegado a conocer el evangelio, todos los casos particulares en los que esto sucedía parecían una excepción con respecto a una disposición divina de por sí rígida y restringida. ¿No habría podido Dios proveer con más generosidad a la salvación de la mayor parte de la humanidad? ¿Parecía justa y digna de un Dios de amor universal una disposición que favorecía unilateralmente a una minoría cristiana -hoy mil qui­nientos millones de personas entre los seis mil millones de seres huma­nos- respecto a la posibilidad de la salvación en Jesucristo? ¿Y se podía pensar sinceramente que era seria y efectiva aquella «voluntad universal» de Dios de salvar a todos los hombres, afirmada a todas luces por el Nuevo Testamento: «Dios [...] quiere que todos los hom­bres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4)?

La perspectiva teológica de la posibilidad o imposibilidad de sal­vación para los miembros de las otras religiones -que recibió durante mucho tiempo una respuesta negativa, y en un segundo tiempo una res­puesta positiva, si bien bajo condiciones restrictivas- se mantuvo como problemática común de la teología de las religiones hasta los últimos

INTRODUCCIÓN 21

decenios que precedieron al concilio Vaticano n (1962-1965). A partir de la década de 1950 no faltaron los teólogos que buscaban una pers­pectiva más positiva y más abierta con respecto a los «otros». Se desa­rrollaron entonces diversas teorías que proponían una problemática no ya exclusivamente individualista, sino socialmente orientada. El pro­blema no se limitaba ya a la posibilidad de la salvación individual para las personas que no eran miembros de la Iglesia, sino a la posibilidad de un reconocimiento de valores positivos en las mismas tradiciones religiosas que, de algún modo, pudieran ejercer influencia en la salva­ción personal de sus miembros. Aquí habría que hacer importantes dis­tinciones sobre el modo en que los diversos teólogos concebían y apre­ciaban los valores positivos que eran reconocidos en las tradiciones religiosas. Baste con decir que, para algunos, tales elementos positivos representaban sólo dones divinos innatos en la naturaleza del hombre, mientras que para otros se trataba de elementos o «semillas de verdad y de gracia» que constituían dones personales de Dios a los pueblos y se encontraban en sus tradiciones. En el primer caso, el hombre de por sí podía lograr un conocimiento «natural» de Dios sin que pudiese establecer jamás un contacto real con él; en el segundo caso, Dios se había manifestado de algún modo a los pueblos a través de su historia, de modo que sus tradiciones religiosas contenían la memoria de tales experiencias auténticas de Dios. Así pues, las tradiciones religiosas tenían que ver con el misterio de la salvación en Jesucristo de sus miembros. Es obvio que la divergencia entre la primera interpretación y la segunda es notable. En el primer caso el hombre es impotente por lo que respecta a su salvación; en el segundo Dios le tiende la mano a través de la tradición religiosa a la que pertenece. En el primer caso el hombre puede ser salvado por Dios fuera -y a pesar- de su pertenen­cia a esta o aquella tradición religiosa; en el segundo es salvado en ella y, de algún modo, a través de ella. Esta última interpretación represen­ta la forma más positiva y abierta de la segunda perspectiva teológica de la que estamos hablando.

Con todo, en los últimos años los estudiosos han abierto una terce­ra perspectiva o problemática a este respecto. Ya no basta con pregun­tar si las tradiciones religiosas tienen que ver y en qué están relaciona­das con el misterio de la salvación en Jesucristo de sus miembros. De manera más profunda, se pregunta qué significado positivo tienen las tradiciones religiosas mismas en el único plan global de Dios para la salvación. Sin que se pretenda poder escrutar a fondo el designio divi­no para la humanidad, se pregunta si el pluralismo religioso del mundo de hoy no tiene quizás en este plan un significado positivo, aunque

Page 12: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

22 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

escondido y misterioso. Se pregunta, en suma, si el designio divino para la humanidad no es tal vez mucho más vasto y profundo de lo que hayamos pensado jamás. ¿Hay que mantener todavía hoy, como se pensaba antes de manera espontánea -no sin prejuicios negativos hacia las tradiciones religiosas- que todos los hombres están destinados por Dios a hacerse explícitamente cristianos, aunque la mayoría de ellos no alcancen este destino, mientras la realidad concreta en la que estamos viviendo parece indicar precisamente lo contrario? ¿Acaso no es Dios «más grande que nuestro corazón» (véase 1 Jn 3,20)? ¿Acaso no es su plan de salvación mayor que nuestras ideas teológicas? Se adivina fácilmente que esta nueva perspectiva está a punto de suscitar pregun­tas hasta ahora inauditas y nos exige una valoración más amplia de las tradiciones religiosas, y también de las diversas actitudes hacia sus seguidores. Ésta es la perspectiva en la que ha querido insertarse el volumen Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, como atestigua claramente su título. En la misma perspectiva quiere insertar­se también el presente volumen, si bien desarrollando aspectos nuevos y poniendo de relieve matices diversos. De hecho, se presenta como una reseña de temáticas monográficas sobre la teología de las religio­nes, escritas en la perspectiva de un pluralismo religioso previsto por Dios en su único designio de salvación para la humanidad.

Del desencuentro al diálogo

El subtítulo que he elegido para este nuevo volumen contiene la siguiente especificación: Del desencuentro al diálogo. En efecto, po­demos preguntarnos si entre las diversas tradiciones religiosas se da ya, y hasta qué punto, un verdadero encuentro en el mundo multirreligio-so en el que hoy estamos viviendo. No hay que ocultar las dificultades de diversos órdenes que tal praxis debe superar a fin de poder conver­tirse en realidad concreta. Sin querer entrar en extensas descripciones de las situaciones conflictivas que se han verificado entre las diversas tradiciones religiosas en los siglos ya lejanos de nosotros, baste con tener presentes los crímenes contra la humanidad cometidos en el siglo xx -no sin la frecuente complicidad de las tradiciones religiosas invo­lucradas en los conflictos-. Se ha sugerido que el siglo xx ha sido tal vez el más cruel en la historia de la humanidad. Sea como fuere, está claro que todas las partes deber llevar a cabo una verdadera purifica­ción de la memoria -y de los recuerdos-, también de los aconteci­mientos recientes, si se quiere llegar a una actitud renovada, caracteri-

INTRODUCCION 23

zada por un encuentro verdadero y sincero entre las diversas tradicio­nes religiosas. Es suficiente con poner un ejemplo: en el contexto de la Shoah y del holocausto inhumano de millones de judíos durante la segunda guerra mundial, un pueblo oprimido preguntó dónde se encontraba Dios durante tales masacres y qué estaba haciendo; y, en cualquier caso, cómo se podía aún, después de la Shoah sufrida por el pueblo elegido, hablar de un Dios providencial, un Dios de la alianza. Y también, ¿cómo se podía dar crédito a la pretensión del mensaje cris­tiano, según el cual el mundo en el que estamos viviendo es un mundo ya redimido y salvado de una vez para siempre en Jesús de Nazaret? Parece que la realidad concreta desmiente las pretensiones de la fe.

La purificación de los recuerdos no es en modo alguno un esfuer­zo fácil. No se puede pedir a los pueblos y a las comunidades religio­sas que olviden todo lo que han sufrido, incluidos los sufrimientos infligidos por el cristianismo, que tal vez no llevó a cabo el exterminio de sus poblaciones, pero con frecuencia determinó una destrucción de su patrimonio cultural o religioso. Para ellos olvidar equivaldría a trai­cionar. La identidad personal de un grupo humano se construye a par­tir de un pasado histórico concreto que, de cualquier modo, no podría ser cancelado aunque se quisiera. Pero la memoria, aun sin convertirse en olvido, puede ser sanada y purificada a través de una determinación común de iniciar relaciones mutuas nuevas, constructivas, hechas de diálogo y colaboración, de encuentro.

Junto a las actitudes a menudo hostiles hacia los hombres, hay que tener en cuenta también valoraciones tradicionales negativas de su patrimonio, tanto cultural como religioso, que han atravesado los siglos. El cristianismo, una vez declarado religión lícita en el imperio romano, y después religión oficial del Estado, en el siglo iv desarrolló una actitud exclusivista ligada a una valoración negativa de las otras religiones. La pretensión de ser la única «religión verdadera» se expre­só ideológicamente en el axioma ya antes recordado: Extra Ecclesiam nulla salus. De este modo, la Iglesia fue considerada la única «arca de salvación», y fuera de ella los hombres se condenaban. La terminolo­gía teológica empleada todavía hoy por muchos predicadores cristia­nos, e incluso por algunos teólogos mantiene aún huellas claras de un vocabulario deletéreo con respecto a los «otros». Junto a la purifica­ción de la memoria se exige, pues, también una purificación del len­guaje teológico. Todavía hoy se habla de los «paganos», e incluso de los «infieles», o bien de los «no creyentes». Hoy hay que pensar que el mismo término «no cristianos» es ofensivo. ¿Qué pensaríamos noso­tros si los «otros» nos consideraran «no hindúes» o «no budistas»? Hay

Page 13: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

24 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

que llamar a la gente a partir de su propia autocomprensión, no a par­tir de una comprensión extraña, a menudo cargada de prejuicios.

De una manera más profunda, ¿cómo se puede anunciar a los «otros», como «buena nueva» del evangelio para todos los hombres, que nosotros los cristianos somos el «nuevo pueblo de Dios»? La pre­gunta no es ficticia, como quiera que el mismo concilio Vaticano n con­sideró oportuno usar tal expresión, perniciosa al menos con respecto al pueblo de Israel (véase Lumen gentium 9). Aunque habla claramente de una «nueva alianza» (2 Co 3,6; Hb 9,15; 12,14), y también de la Iglesia como «pueblo de Dios» (1 P 2,9-10), el Nuevo Testamento no emplea nunca la expresión «nuevo pueblo de Dios» para referirse a la Iglesia. La exégesis reciente reacciona correctamente contra un abuso lingüís­tico según el cual el acontecimiento de la Iglesia impediría que Israel siguiera siendo el pueblo de Dios. Hay que explicar que en el Nuevo Testamento no se trata de la sustitución de un pueblo de Dios por otro, sino más bien de la expansión del pueblo de Dios más allá de sus mismos límites mediante la extensión de la Iglesia -que ya forma parte de él- a las naciones del ámbito helenístico. Ahora bien, cuando se usa la expresión «pueblo de Dios» o bien «nuevo pueblo de Dios» referida a la Iglesia, tiene un efecto negativo en las relaciones entre el cristia­nismo y las otras tradiciones religiosas, aún más dañino que el pro­ducido en el campo de las relaciones entre cristianismo y judaismo. ¿Es suficiente incluir bajo la única expresión de «pueblo de Dios» -si bien de modos diversos- al pueblo judío y a la Iglesia, mientras se con­tinúa excluyendo a todos los «otros»? Sin negar la especial elección, por parte de Dios, del pueblo de Israel, elección que en Jesucristo fue extendida y llevada a cumplimiento en la Iglesia, ¿es posible conside­rar que los «otros» pueblos están excluidos de la elección divina? ¿O se debe, por el contrario, decir que la elección divina se extiende, de un modo u otro, a todos los pueblos, y afirmar por ello que todos son «pueblos elegidos»? Quizá seamos menos sensibles de lo debido al exclusivismo o al triunfalismo que la eclesiología del «pueblo de Dios» puede vehicular con respecto a las relaciones entre el cristianis­mo y las otras tradiciones religiosas. «¡Este imposible pueblo de Dios!», exclamó un teólogo habituado al diálogo interreligioso. Tam­poco se puede olvidar que M.K. Gandhi, el padre de la nación India, llamaba harijan, es decir, «pueblo de Dios», a los «intocables» de su patria, a los despreciados y rechazados de los hombres como «no per­sonas». Su teología del pueblo de Dios ¿no estaba tal vez más cerca de la de Jesús que la teología cristiana tradicional? La expresión «pueblo de Dios» no es, de cualquier modo, un caso aislado en el que resulta

INTRODUCCIÓN 25

necesaria una purificación del lenguaje teológico. Otro caso -que abordaremos más adelante- es el de la identificación teológica tradi­cional entre el reino de Dios anunciado por Jesús y la Iglesia cristiana. Tal identificación que, al menos implícitamente, excluye a los «otros» del reino de Dios, ¿corresponde de verdad al pensamiento del Jesús histórico?

Por tanto, la apertura hacia unas relaciones positivas de diálogo requiere por nuestra parte -aunque no exclusivamente- una purifica­ción de la memoria y del lenguaje. Los planteamientos de las relacio­nes mutuas entre las religiones y el cristianismo a través de los siglos se podrían resumir en pocas palabras. Del choque y de la oposición abierta que caracterizaron muchos siglos de historia, se pasó con esfuerzo en la época moderna a una cierta tolerancia pasiva, para lle­gar en tiempos más recientes a una coexistencia más o menos pacífica. El mundo multiétnico, multicultural y multirreligioso del tiempo pre­sente requiere, en todo caso, que todas las partes demos un salto cua­litativo de proporción adecuada a la situación, si queremos mantener en el futuro entre los pueblos, entre las culturas y las religiones del mundo relaciones mutuas abiertas y positivas, es decir, relaciones de diálogo y colaboración, en una palabra, de encuentro y no de confron­tación, sobre la base de un pasado que ya tenemos a las espaldas. Basta, pues, de interpretaciones que prejuzgan los datos y los hechos relativos a las personas y las tradiciones de los otros; basta de malen­tendidos tenaces debidos a la ignorancia o a la mala voluntad. Lo que hace falta es una conversión de unos hacia otros que pueda abrir el camino a unas relaciones sinceras y útiles. Sin una verdadera conver­sión de las personas no se podrá conseguir una verdadera paz entre las religiones del mundo, la cual es condición necesaria y esencial para la paz entre los pueblos. Ahora bien, ¿qué se entiende por tal conversión mutua?

Se entiende, en primer lugar, una verdadera sim-patía, o bien «em­patia», que nos ayude a comprender a los «otros» como ellos se com­prenden, no como nosotros, con frecuencia debido a obstinados pre­juicios tradicionales, pensamos que son. En una palabra, comporta la acogida sin restricción del «otro», justamente en su diferencia, en su identidad personal irreducible. El desafío, pero al mismo tiempo la gra­cia del diálogo interreligioso, consiste en esta acogida de la diferencia de los otros. El encuentro interpersonal se realiza por fuerza entre per­sonas diversas, y la riqueza de la comunión se construye sobre la com-plementariedad mutua entre personas diversas. Así sucede también en el caso de las religiones. Unión no indica uniformidad, ni comunión

Page 14: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

26 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

indica conformidad. La gracia del diálogo entre las religiones consis­te, como se dirá explícitamente más adelante, en la posibilidad de un enriquecimiento recíproco.

No obstante, todo esto no significa que la nueva problemática o perspectiva en la que quiere insertarse este trabajo pueda permitirse dejar a un lado o ignorar el pasado. Es indudable que debe ir más allá de las soluciones teológicas del pasado que no corresponden a la rea­lidad y tiene que dar la espalda a las actitudes negativas que han carac­terizado siglos de relaciones cristianas con las otras religiones. Al mismo tiempo, debe mantenerse, no obstante, en contacto con la tradi­ción viva de la Iglesia -que es el resultado de la tradición pasada- y construir sobre la base de lo que en los siglos cristianos, primero en la Palabra revelada y después en la tradición postbíblica auténtica, se ha podido revelar como elemento precioso debido a una actitud abierta susceptible de conducir a una valoración positiva de las religiones. La falta de consideración lleva al desprecio; la familiaridad conduce a la valoración crítica.

Del diálogo interreligioso a una teología del pluralismo religioso

Tradicionalmente la teología ha empleado un método dogmático, deductivo. Partiendo del contenido doctrinal de las formulaciones dog­máticas de la Iglesia, fundadas en citas bíblicas oportunamente elegi­das, se construían conclusiones teológicas cada vez más precisas. El proceso consistía en partir de principios generales para llegar a sus aplicaciones concretas a los problemas actuales. El peligro de este método estaba en el hecho de que cuantas más deducciones se sacaban de los principios abstractos, más real era el riesgo de quedar fuera de la realidad. Por lo que se refiere a la teología de las religiones, par­tiendo del dato dogmático de la salvación universal de la humanidad en Jesucristo, fundado en pocos textos clave aislados del Nuevo Testamento (Hch 4,12; 1 Tm 2,4-5), se deducía con sorprendente faci­lidad la exclusión a priori de todo valor salvífico de las otras tradicio­nes religiosas. Éstas representaban -en el mejor de los casos- la expre­sión de alguna vaga aspiración humana de unión con lo divino que, no obstante, era siempre ineficaz. No había ninguna preocupación por informarse sobre la autocomprensión de los «otros» o sobre el conte­nido de fe de sus tradiciones. La realidad externa era prejuzgada dog­máticamente. Así, de hecho, a la pregunta acerca de cómo podía saber y afirmar con tanta certeza que las otras religiones no eran más que

INTRODUCCIÓN 27

manifestaciones de una pretensión humana idolátrica de autojustifica-ción, K. Barth respondía con inalterada arrogancia: «Lo sé a priori».

Un giro copernicano en la metodología se produjo con la progresi­va introducción de un método inverso que puede ser definido como inductivo. En este método, el problema ya no consiste en ir de los prin­cipios a las aplicaciones concretas, sino -moviéndose en la dirección contraria- en tomar como punto de partida la realidad experimentada actualmente, con todos los problemas que plantea, para buscar, a la luz del mensaje revelado y mediante la reflexión teológica, una solución cristiana a dichos problemas. Por lo que respecta a la teología de las religiones, el «acto primero» del hacer teológico debe ser una praxis seria del diálogo interreligioso y un tomar en serio la experiencia reli­giosa encontrada personalmente en la vida de los «otros» con los que se entra en contacto a través de tal diálogo interreligioso. Tal encuen­tro, si es verdadero y auténtico, no puede dejar de plantear graves pre­guntas al creyente cristiano. De hecho, son tales preguntas -no abs­tractas sino eminentemente concretas- las que exigen de la teología de las religiones una respuesta particularizada fundada sobre una reinter­pretación sincera del dato revelado. Es interesante observar que, aun teniendo un conocimiento limitado de las otras tradiciones religiosas -tarea que dejaba en manos de los historiadores de las religiones-, K. Rahner, a partir de su análisis filosófico-teológico del «existencial sobrenatural», innato en la misma humanidad de todo hombre, podía contradecir a K. Barth del modo más explícito con su afirmación según la cual existen y se pueden encontrar en todas las tradiciones religiosas del mundo «elementos de verdad y de gracia» -cuya plenitud se encuentra en la Palabra encarnada (véase Jn 1,14.17)- introducidos en ellas por Dios. ¿Cómo lo sabía? También él profesaba saberlo a prio­ri. Se puede notar de pasada que la expresión rahneriana «elementos de verdad y de gracia», usada en un ensayo publicado originalmente en 19614, fue recogida por el concilio Vaticano n -¡sin que fueran cons­cientes de ello la mayoría de los obispos miembros!- en el decreto Ad gentes 9 (de 1965).

Hoy se habla de la contextualización de la teología -un principio que va más allá del de la adaptación y también del de la inculturación5-

4. K. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teolo­gía, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 135-156; véase pp. 149-151 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. V).

5. J. DUPUIS, «Méthode théologique et théologies locales: Adaptation, inculturation, contextualisation»: Seminarium 32/1 (1992), pp. 61-74.

Page 15: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

28 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

y del modelo teológico al que tal principio da origen, y que lleva el nombre de teología hermenéutica, es decir, interpretativa. Adoptar un método inductivo significa partir de la realidad histórica vivida, dejar­se cuestionar por ella y tratar de arrojar sobre ella la luz de la Palabra revelada. Dicho de otro modo, significa partir del contexto concreto en el que la Iglesia vive su fe e interpretar la realidad circundante con la ayuda del mensaje evangélico. Fundamentalmente, significa contex-tualización y hermenéutica (interpretación).

Claude Geffré ha definido correctamente la «teología hermenéuti­ca» como «un nuevo acto de interpretación del acontecimiento Jesu­cristo sobre la base de una correlación crítica entre la fundamental ex­periencia cristiana de la que la tradición da testimonio y la experiencia humana contemporánea»6. Esta nueva interpretación del mensaje cris­tiano nace basándose en la «circularidad entre la lectura creyente de los textos fundadores que dan testimonio de la originaria experiencia cris­tiana, por una parte, y la existencia cristiana actual, por otra»7.

La existencia cristiana está en todas partes condicionada por el contexto histórico en el que se vive, con sus elementos culturales, eco­nómicos, sociales, políticos y religiosos. La teología hermenéutica consistirá, por tanto, en un progresivo y continuo ir y venir entre la experiencia contextual presente y el testimonio de la experiencia fun­dadora confiada a la memoria de la tradición de la Iglesia. Este conti­nuo ir y venir entre «contexto» y «texto», entre presente y pasado, es lo que recibe el nombre de «círculo hermenéutico». En realidad, aquí no actúa una circularidad entre dos miembros, sino más bien una rela­ción triangular y una interacción de tres vértices: el «texto» o lo «da­do» de la fe, el «contexto» histórico concreto y el «intérprete» actual8. Así pues, la imagen del círculo se podría sustituir con ventaja por la representación gráfica del triángulo. Pero cada uno de los tres polos integrantes -cada uno de los elementos que constituyen el triángulo-debe ser visto en toda la complejidad de su realidad.

El texto abarca todo el contenido del término «memoria cristiana»: la tradición objetiva fundada sobre la Sagrada Escritura. El contexto se refiere a la realidad compleja que comprende aspectos sociopolíticos, económicos, culturales y religiosos. En cuanto al intérprete, no se

6. Cl. GEFFRÉ, Le crístianisme au risque de l'interprétation, Cerf, Paris 1983, p. 71. 7. Jbid., p. 75. 8. "Véase J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella 1994, pp.

17-20 (ed. italiana: Introduzione alia cristología, Piemme, Cásale Monferrato [Al] 1993, pp. 17-18).

INTRODUCCIÓN 2l)

trata, en el sentido estricto del término, del teólogo individual, sino de la comunidad eclesial a la que éste pertenece y a cuyo servicio está. Se trata de la Iglesia local, un pueblo creyente que vive su experiencia de fe en comunión diacrónica con la Iglesia apostólica y en comunión sin­crónica con todas las Iglesias locales -una comunión presidida en la caridad por el obispo de Roma-. El triángulo hermenéutico entre texto, contexto e intérprete consiste, pues, en la interacción entre la memoria cristiana, la realidad cultural circundante y la Iglesia local. El contex­to actúa sobre el intérprete suscitando cuestiones específicas; influye en la precomprensión de la fe con que el intérprete lee el texto. Este último actúa a su vez sobre el intérprete, cuya lectura del texto pro­porcionará una orientación a la praxis cristiana. Como se puede ver, la interacción entre texto y contexto, o entre memoria y cultura, tiene lugar en el intérprete, es decir, en la Iglesia local.

Aplicando estos principios a la teología de las religiones, se puede afirmar lo que sigue. Hay que admitir que los teólogos occidentales que han estudiado la teología de las religiones, incluidos aquellos cuyos esfuerzos han tenido más éxito, han adoptado en la mayoría de los casos un método puramente deductivo. Parten de ciertas afirmacio­nes del Nuevo Testamento que, a su juicio, tienen un significado claro e indiscutible, y después se preguntan qué concesiones puede hacer la fe cristiana a las otras tradiciones religiosas. Las premisas de la reve­lación, ¿permiten atribuir a tales tradiciones un valor positivo para la salvación de sus seguidores? Avanzando un paso más, dichas premisas ¿permiten a los cristianos considerar tales tradiciones como caminos de salvación, no como caminos paralelos al abierto por Dios en Jesucristo, pero sí como caminos de salvación auténticos, en virtud de la relación que puedan tener con el camino cristiano? Hay que recono­cer que, a partir de un método exclusivamente deductivo, se han obte­nido, con esfuerzo y gran lentitud, respuestas un tanto positivas a tales cuestiones.

La reacción a un método exclusivamente deductivo, un método apriorístico y, como tal, necesariamente inadecuado, se ha producido -como era de esperar- en las Iglesias en las que la coexistencia con las otras tradiciones religiosas ha sido desde siempre parte integrante de la vida de todos los días, donde las grandes religiones del mundo se mez­clan diariamente, especialmente en el continente africano y, afortiori, en el asiático. Con todo, en los últimos tiempos también en Occidente - a medida que el pluralismo religioso se va convirtiendo en una reali­dad común- se constata que los teólogos defienden un método riguro­samente inductivo. Se comienza por la praxis del diálogo interreligio-

Page 16: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

30 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

so entre las diferentes tradiciones (vividas, por cada una de las partes, en la propia fe, como es debido) y sólo después, como «acto segundo», se produce la reflexión teológica, a partir del dato revelado, sobre la relación entre tales tradiciones. La prioridad corresponde a la praxis del diálogo interreligioso, como fundamento imprescindible de un dis­curso teológico. El procedimiento a priori debe ser sustituido por un procedimiento a posteriori, el único capaz de dar frutos positivos. Por consiguiente, se considera decisiva la experiencia viva y prolongada de la praxis del encuentro y del diálogo. En efecto, no puede ser muy pro­metedora una reflexión teológica a distancia, es decir, un discurso «sobre los otros» sin haberse encontrado con ellos y haberlos escucha­do, sin haber estado en estrecho contacto con su vida religiosa y «firme creencia», la cual a menudo, como reconoció el papa Juan Pablo n en su primera encíclica, puede incluso «quedar confundidos a los cristia­nos» (Redemptor hominis 6). ¿Acaso no es la realidad vivida del encuentro concreto continuo entre el cristianismo y las otras tradicio­nes religiosas lo que explica el hecho innegable de que los documen­tos publicados por las asambleas episcopales asiáticas testimonian una actitud claramente más abierta y positiva que la que se puede encontrar habitualmente en los documentos del magisterio central de la Iglesia? Ya en 1974, durante la asamblea plenaria de la Federación de las Con­ferencias Episcopales Asiáticas, celebrada en Taipei (Taiwan), los obis­pos asiáticos declararon, en un tono retórico y enfático: «¿Cómo podremos dejar de reconocer en las tradiciones religiosas de nuestros pueblos el modo en que Dios los ha buscado a través de su historia?».

Si el principio de la contextualización y el modelo teológico inter­pretativo se aplican con rigor a la realidad religiosa del mundo, se com­prende inmediatamente que la teología de las religiones no puede ser vista simplemente como un nuevo tema o argumento de reflexión teo­lógica. Cuando se trata de la «teología de las religiones» o del «plura­lismo religioso», no hay que entender el genitivo sólo en sentido obje­tivo, como si se refiriese a un objeto nuevo sobre el cual reflexionar teológicamente. Más que como un nuevo tema para la reflexión teoló­gica, la teología de las religiones debe ser considerada un nuevo modo de hacer teología en un contexto interreligioso: un nuevo método para hacer teología en una situación de pluralismo religioso. Esta teología hermenéutica «interreligiosa» es una invitación a ampliar el horizonte del discurso teológico. Debería llevar a descubrir con mayor profundi­dad las dimensiones cósmicas del misterio de Dios y de su designio para la humanidad entera. Se trata de hacer teología, no para mil millo­nes de católicos en el mundo, ni siquiera para mil quinientos millones

INTRODUCCIÓN 31

de cristianos, sino para seis mil millones de seres humanos que com­parten con nosotros el espacio de la misma «aldea global» de nuestro planeta.

La teología de las religiones o del pluralismo religioso se presenta, pues, como un nuevo método para hacer teología. Su punto de partida es una praxis de diálogo interreligioso y, basándose en ella, tal teolo­gía busca una interpretación cristiana de la realidad religiosa plural que la rodea. Se presenta también como un nuevo modo de teologizar. En realidad, esta teología no contempla la praxis del diálogo interreligio­so simplemente como una condición necesaria, una premisa o un pri­mer paso de la propia actividad, sino que conserva una actitud dialógi-ca en todos los estadios de su reflexión: es reflexión teológica sobre el diálogo y en el diálogo. Es teología dialógica interreligiosa.

Estructura del libro

En el pasado se pusieron de relieve de un modo bastante unilateral las valoraciones negativas presentes en la Escritura con respecto a las reli­giones, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Sin querer negar la existencia de tales opiniones negativas, hay que situarlas en su contexto e interpretarlas correctamente. Parece esencial distinguir con claridad entre el mensaje revelado sobre las religiones consideradas en sí y por sí, y las perversiones de ellas realizadas por los hombres, re­chazadas estas últimas con gran empeño, por ejemplo, en la condena de la idolatría (fuertemente acentuada por los profetas en el Antiguo Testamento). Si se tiene en cuenta tal distinción, se podrán poner de relieve diversas actitudes abiertas y elementos doctrinales positivos al respecto, contenidos en el dato revelado. Hay que añadir, además, que en el contexto renovado del encuentro entre las religiones, no basta con mencionar claramente los elementos positivos presentes en el dato revelado, sino que también hay que someter tales datos a una interpre­tación contextual en la realidad actual. En este libro trataremos exclu­sivamente del Nuevo Testamento. Ahora bien, el objetivo del capítulo 1 es doble: en primer lugar, deducir y hacer descubrir -o redescubrir-qué actitud tuvo el Jesús histórico hacia los «extranjeros» que no per­tenecían al pueblo de Israel, y cuál fue su pensamiento acerca de sus ideas y prácticas religiosas. ¿Se trata de una actitud negativa de con­dena o de un comportamiento de apertura y de simpatía? La segunda sección del capítulo pasa, con las mismas preguntas, del Jesús históri­co a la Iglesia apostólica, atestiguada en los escritos neotestamentarios.

Page 17: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

32 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Nos preguntamos, por tanto, si la actitud concreta hacia los «otros» y la valoración teórica de sus tradiciones religiosas fue positiva o nega­tiva, abierta o cerrada. Nos preguntamos también si la Iglesia proto-cristiana no conoció tal vez una cierta evolución a modo de conversión a este respecto, pasando, a través de acontecimientos providenciales, de una resistencia estrecha hacia una cierta apertura. Por ello el capí­tulo se titula: Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones.

Esta panorámica nos ofrece un cimiento sobre el cual podemos construir. Mas aquí no pretendemos seguir todo el recorrido realizado por la tradición cristiana, ya positivamente con las «semillas de la Palabra» y las «alianzas de Dios» en los escritos de los Padres del siglo II, ya negativamente con la Iglesia como «arca de salvación» y el con­siguiente axioma «Fuera dé la Iglesia no hay salvación», el cual a par­tir del siglo v experimentó una interpretación cada vez más restringi­da, que condujo a un exclusivismo en modo alguno cristiano. Tampoco estudiaremos aquí los «sustitutos» del Evangelio, es decir, los diversos modos en que, una vez considerada impracticable la vía del exclusi­vismo eclesiocéntrico estrecho, los teólogos se empeñaron en descu­brir varias soluciones sustitutivas. Se trata de las diversas teorías de la «fe implícita», a la sazón considerada por ellos mismos suficiente para la salvación en Jesucristo. Quien quiera seguir este largo recorrido, compuesto de elementos positivos y negativos, y de altibajos, puede consultar el amplio tratamiento que de él se hizo en Hacia una teolo­gía cristiana del pluralismo religioso9. Aquí nos importa estudiar di­rectamente los tiempos recientes, es decir, la panorámica sobre la teo­logía de las religiones común, sobre todo en la Iglesia católica, en los años que precedieron inmediatamente al concilio Vaticano n, para investigar después cuál fue la importancia exacta del acontecimiento conciliar al respecto y medir la apertura verdadera -si bien reservada-del magisterio reciente de la Iglesia. El capítulo 2 se titula, por su cen­tro de interés: En la encrucijada del concilio Vaticano u.

Proseguimos nuestro recorrido para llegar al tiempo presente, dete­niéndonos en la teología de las religiones con una consideración rápi­da, pero sustancialmente completa, del abanico de las posiciones teo­lógicas con respecto al valor salvífico (o no salvífico) de las otras tra­diciones religiosas, a su significado positivo (o negativo) en el plan divino para la salvación de la humanidad y a su posible relación con el cristianismo. No es necesario repetir que, junto al «camino» que hay

9. Véase toda la primera parte, especialmente las páginas 130-189.

INTRODUCCIÓN 33

en Jesús, se proponen hoy otros «caminos» a los hombres, también en el mundo occidental, para conducirlos a la salvación. Por ello no hay que maravillarse si, junto a las posiciones más tradicionales al respec­to, se desarrollan teorías nuevas en relación con una teología de las religiones y hasta del pluralismo religioso. Como tendremos ocasión de observar en el capítulo 3, el mismo «pluralismo religioso» reviste de hecho significados muy diversos, dentro de los cuales será impor­tante establecer las distinciones que se imponen, a fin de evitar con­fundir indebidamente teorías inconciliables con el contenido de la fe cristiana -el paradigma pluralista de los teólogos llamados «pluralis­tas»- con esfuerzos teológicos serios que, a la vez que mantienen fijo sin vacilación el centro fundamental de la fe, tratan de hacer entrever un significado positivo de las otras tradiciones religiosas del mundo en el plan divino para la humanidad. El capítulo 3 nos informa, pues, sobre el debate actual acerca de la teología de las religiones, bajo el título El cristianismo y las religiones en la teología reciente.

Después de los tres primeros capítulos, que se situarían bajo el encabezamiento «teología positiva», siguen los capítulos que sitúo dentro de la llamada «teología sintética», evitando con ello el epígrafe «teología sistemática» y también el de «teología dogmática». Antes he expuesto la insuficiencia del método «dogmático» en la reflexión teo­lógica; por otra parte, hay que entender que el misterio divino, y tam­bién el del designio de Dios para la humanidad, están más allá de toda «sistematización» teológica, y que nuestro conocimiento y compren­sión de tal misterio son y serán, en todo momento y en toda situación, limitados, parciales, provisionales. En todo caso, se consideran bajo el título «teología sintética» las cuestiones principales, y también las más urgentes, que se suscitan hoy en el ámbito de la teología de las reli­giones. Se busca, a través de un planteamiento serio -que se quiere que también sea abierto-, poner los fundamentos para una teología cristia­na de las religiones y del pluralismo religioso, que abra la puerta a un diálogo interreligioso provechoso. La primera cuestión, afrontada en el capítulo 4, es la de la amplitud de la «historia de la salvación» o de la «salvación en la historia». Bajo el título El Dios de la alianza y las reli­giones nos preguntamos si el Dios que se reveló en la tradición judía y en Jesucristo concluyó también con los «gentiles» y los otros pueblos alguna alianza salvífica, de modo que también ellos puedan y deban ser llamados «pueblos de Dios», «pueblos del Dios de la alianza». Nos preguntamos, además, si están todavía hoy en vigor tales alianzas «cósmicas», de modo que funden una relación personal entre Dios y

Page 18: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

34 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

los pueblos, en la que la iniciativa corresponde siempre a la voluntad salvífica universal de Dios y a su amor sin discriminación.

Unido al problema de la pertenencia de los «otros» a la historia de la salvación y de su vínculo de alianza con el Dios vivo, está el pro­blema de las «muchas veces y de muchas maneras» en que Dios se manifestó y reveló a los hombres a lo largo de la historia, antes de reve­larse «en estos últimos tiempos [...] por medio del Hijo» (Hb 1,1-2). No hay que cuestionar el hecho de que el autor de la Carta a los Hebreos se refiriese exclusivamente a las revelaciones de Dios a través de los profetas de la tradición judía. Pero nos preguntamos si no hay que ampliar la perspectiva abierta por el texto a la totalidad de la his­toria de la humanidad. Si de verdad todos los pueblos están incluidos en la economía de las alianzas divinas y en la historia de la salvación, ¿no habrá tal vez que concluir que, de alguna manera, si bien de modo incipiente e incompleto, Dios se ha manifestado en su historia, a través de palabras reveladoras y gestos salvíficos? El capítulo 5 trata de dar una respuesta positiva a tales interrogantes, bajo el título «Muchas veces y de muchas maneras». Se sugiere que en las otras tradiciones religiosas, en la memoria escrita de sus libros sagrados y en la memo­ria viva de su práctica religiosa hay rastros de palabras divinas y de gestos de salvación, «diversos rostros de lo divino» que hay que des­cubrir, encontrar y honrar.

Jesucristo representa el ápice de la automanifestación de Dios a la humanidad. En la Palabra de Dios que se hizo hombre en Jesús de Nazaret, Dios pronunció su Palabra decisiva para la humanidad y rea­lizó el misterio de la salvación de la humanidad y del mundo. La reve­lación de Dios en Jesucristo no ha sido superada y sigue siendo insu­perable en la historia de las revelaciones divinas; esto se debe a la iden­tidad personal del hombre Jesús como Hijo unigénito de Dios, que se hizo hombre. Es igualmente indispensable atribuir un valor salvífico universal y único a la vida humana de Jesús, y específicamente al mis­terio pascual de su muerte y resurrección. Pero esto no quiere decir que la conciencia humana de Jesús agote -o pueda agotar- el misterio divi­no y, consiguientemente, que la revelación de Dios acontecida en él agote el misterio divino. Tampoco quiere decir que la vida, muerte y resurrección de Jesús sea la única expresión real y posible del poder salvífico de la misma Palabra de Dios. El capítulo 6, titulado La Palabra de Dios, Jesucristo y las religiones del mundo, pretende expli­car y esclarecer en qué sentido la Palabra de Dios como tal puede actuar salvíficamente más allá de la humanidad de Jesús, también resu­citada y glorificada, pero siempre «en unión» con ella. En efecto, insis-

INTRODUCCION 35

te en la conexión estrecha que existe, en el único plan divino para la salvación de la humanidad, entre tal acción iluminadora y salvífica de la Palabra como tal y el misterio de la salvación realizado por Dios en el acontecimiento histórico Jesucristo. También pone de relieve el valor y la relevancia de la acción salvífica de la Palabra como tal para una teología «abierta» de las religiones.

El capítulo 7, titulado El único Mediador y las mediaciones par­ciales, sigue de cerca al anterior. Se trata de hacer ver que la «única mediación» de Jesucristo entre Dios y los hombres, afirmada clara­mente por la revelación neotestamentaria (1 Tm 2,5), de hecho no excluye «mediaciones parciales» operantes en las otras tradiciones religiosas. En otras palabras, el misterio de la salvación realizado en Jesucristo puede llegar a los hombres de modos diversos, a través de mediaciones diversas, que representan diversos modos de visibilidad sacramental del misterio. Tales mediaciones parciales no deben ser puestas en un nivel de igualdad con la que obra en la Iglesia -que tam­bién participa de la única mediación de Jesucristo-. Más bien debemos considerar que la Iglesia, que está fundada sobre el cimiento del acon­tecimiento Cristo y de la que Cristo es Cabeza y Señor, representa el modo más completo de la visibilidad sacramental del misterio de sal­vación en Jesucristo; pero éste no es el único modo posible. En las otras tradiciones religiosas obra una verdadera, si bien incompleta, mediación del misterio, por lo que pueden servir como «vías» o «cami­nos» de salvación para sus miembros. Con todo, tal operatividad de las otras tradiciones religiosas en el orden de la salvación hay que situar­la siempre en el plan global de Dios para la humanidad que culmina en el acontecimiento Jesucristo.

El capítulo 8 se centra aún más en la relación entre la Iglesia, el reino de Dios y las religiones. Se titula intencionadamente El reino de Dios, la Iglesia y las religiones. Se trata de hacer ver con claridad que el reino de Dios, anunciado por Jesús, es una realidad más amplia que la Iglesia. Dios instauró su reino en Jesús, en su vida, en sus palabras y en sus gestos, y de modo decisivo en el misterio pascual de su muer­te y de su resurrección. No se puede identificar el reino de Dios pre­sente en la historia con la Iglesia. El reino de Dios representa el miste­rio de la salvación presente y operante en el mundo y en la historia. Es una realidad universal en la que los miembros de las otras tradiciones religiosas pueden participar legítimamente, junto con los cristianos. Así pues, la Iglesia no es el reino; es su «sacramento», porque signifi­ca, testimonia y anuncia como «buena nueva» para todos los hombres la presencia operativa del reino de Dios en el mundo y en la historia.

Page 19: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

36 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

En este capítulo se pone de relieve el valor y la importancia de la común pertenencia al reino de Dios de todos los hombres, cristianos y «otros», para la teología de las religiones.

Tal doctrina sirve también, de modo especial, como fundamento teológico para el diálogo interreligioso. El capítulo 9 del libro se titu­la El diálogo interreligioso en una sociedad pluralista. Comoquiera que todos los hombres, independientemente de su pertenencia a esta o aquella tradición religiosa, son co-pertenecientes al reino de Dios y lla­mados juntos por Dios a hacer crecer su reino en la historia hacia la plenitud escatológica, de ello se sigue que existe ya una comunión pro­funda entre los cristianos y los «otros». Se descubre que las diferencias de confesión religiosa que nos mantienen separados tienen, a los ojos de Dios, menos peso que las realidades profundas en las que estamos ya unidos antes aún de emprender nuestra acción común. Uno de los objetivos del diálogo interreligioso es hacer que tal unión profunda entre los cristianos y los miembros de otras tradiciones religiosas se vuelva concretamente operativa. El capítulo explica cómo, a través de la praxis del diálogo, se puede lograr un enriquecimiento mutuo entre las diversas tradiciones, y también una colaboración y un empeño común a favor de un mundo más humano y, por tanto, más divino.

Sigue el capítulo décimo y último, estrechamente ligado al ante­rior. Se trata, en el contexto del diálogo interreligioso, de preguntar si es posible -más aún, tal vez deseable- una praxis de oración común entre los cristianos y los miembros de las otras tradiciones religiosas. Nos preguntamos, pues, en un primer momento cuál puede ser en prin­cipio el fundamento teológico de tal oración común, es decir, indepen­dientemente de cuáles sean las tradiciones religiosas que participen en ella. En un segundo momento, teniendo en cuenta las tradiciones reli­giosas específicas eventualmente implicadas, sean monoteístas u otras, nos preguntamos cuál puede ser el fundamento específico a favor de tal praxis. Además, se proponen algunas sugerencias concretas sobre la puesta en práctica de una oración interreligiosa.

Anteriormente se ha observado que la problemática reciente sobre la teología de las religiones se sitúa bajo el signo del pluralismo reli­gioso. Al final del recorrido se plantea la pregunta de si es lícito o no, desde el punto de vista de la teología cristiana, hablar de un pluralis­mo religioso de principio, no sólo de una pluralidad de hecho. Dicho de otro modo, ¿se puede o no se puede afirmar teológicamente que la pluralidad de las religiones característica del mundo en que hoy vivi­mos tiene, como tal, un significado positivo en el plan divino para la humanidad? Hay que expresar con claridad el significado correcto de

INTRODUCCIÓN 37

la pregunta -la cual no tiene que ver ni con una adopción encubierta del paradigma pluralista de los teólogos «pluralistas» ni con ningún «relativismo» doctrinal-. Se trata, por el contrario, de preguntarse si en la globalidad del único designio elegido y establecido por Dios en su eternidad para todo el género humano, y realizado concretamente en nuestra historia, la pluralidad de las religiones del mundo no tiene, a los ojos del mismo Dios, un significado positivo, aunque oculto, que aún hoy debemos descubrir. De lo que se explica en el libro se deduce que Dios se puso a buscar a los hombres en su historia antes de que ellos pudieran buscarlo. La forma «conocida sólo por Dios» (véase Gaudium et spes 22), a través de la cual «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de [...] asociarse al misterio pascual» de salvación, ¿no se identifica tal vez, en el caso de todos los que no han llegado a conocer a Jesucristo, con los «caminos» históricos a través de los cua­les ellos han buscado a Dios, porque él los había buscado primero? ¿No son aquellos «caminos» tal vez los caminos de Dios? Si el men­saje de la Sagrada Escritura -como se indicará explícitamente más ade­lante- ve en todas las religiones del mundo «dones de Dios a los pue­blos», ¿no se sigue tal vez que la pluralidad de las tradiciones religio­sas tiene en el designio divino para la humanidad un significado posi­tivo? Éste es el pluralismo religioso de principio que se considera váli­do en el presente libro.

* * *

Quiero dar las gracias de corazón al padre Gerald O'Collins, que ha estudiado el manuscrito del libro con gran atención y ha hecho suge­rencias útiles para mejorarlo; manifiesto mi gratitud también al padre Sebastiano Grasso, que ha leído y corregido todo el texto italiano.

JACQUES DUPUIS

31 de marzo de 2000

Page 20: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

1 Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones

Al término de una minuciosa investigación sobre los «Fundamentos bíblicos de la misión»1, D. Sénior y C. Stuhlmueller observan que en la Biblia no se encuentra «ninguna solución exhaustiva» a la descon­certante cuestión que interpela a la Iglesia contemporánea en torno a la relación del cristianismo con las otras religiones. Entre las «indicacio­nes» que es posible deducir de la Biblia para dar una solución a esa cuestión, los autores mencionan los siguientes elementos:

1. Las raíces de la religión bíblica se hunden profundamente en las religiones y las culturas de los pueblos que rodean a Israel.

2. La precisa autoconciencia que Israel tenía de su propia identidad religiosa como pueblo elegido dio origen a juicios negativos sobre los otros sistemas religiosos, considerados vana idolatría.

3. Este vigoroso sentido de identidad y autoridad produjo a menudo, en el Nuevo Testamento, valoraciones igualmente negativas de las otras religiones, donde no se atribuía ninguna validez a los «siste­mas» religiosos diferentes del judaismo y el cristianismo.

4. La actitud de la Biblia hacia los gentiles considerados individual­mente cubre todo el abanico de posturas que van de la hostilidad a la admiración; algunos escritores bíblicos reconocen una auténtica experiencia religiosa en algunos «paganos».

5. Algunos autores bíblicos, Pablo entre ellos, reconocieron la posi­bilidad de la «religión natural», «por medio de la cual se podía reconocer al verdadero Dios en el orden y en la belleza de su crea­ción», pero para los escritores bíblicos era inconcebible «expresar admiración hacia un culto plenamente desarrollado y una religión no bíblicos».

1. D. SÉNIOR - C. STUHLMUELLER, Ifondamenti biblici della missione, EMI, Bologna 1985, pp. 479-482.

Page 21: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

40 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Estos resultados son más bien escasos y revelan una actitud predo­minante negativa. No obstante, teniendo en cuenta las profundas trans­formaciones que se han producido en el mundo actual y los consi­guientes cambios de problemática, los mencionados autores señalan al­gunos temas bíblicos capaces de orientarnos hacia una valoración más positiva de las religiones no bíblicas. Citemos sus mismas palabras:

«Muchos de los temas bíblicos aquí [en el libro] tratados, como la naturaleza expansiva de la experiencia religiosa, la revelación de Dios en la creación, el reconocimiento de la capacidad de los gentiles de acoger el evangelio y la conciencia llena de temor de que Dios y su Espíritu sobrepasan en mucho los límites de las esperanzas humanas, son algunos aspectos de los datos bíblicos que sugieren conexiones seguras con las religiones no cristianas»2.

Esto muestra la complejidad de los datos bíblicos sobre las religio­nes de los «gentiles» y la necesidad de manejarlos con cautela. Suelen estar implícitos y pocas veces son formulados de forma explícita; se extienden a lo largo de un amplio periodo de tiempo y afrontan situa­ciones diferentes que conducen a distintas valoraciones y actitudes; además, a menudo son ambivalentes, si no aparentemente contradicto­rios. También hay que prestar una especial atención a la relación orgá­nica existente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, a la relación de continuidad y discontinuidad entre ellos. El acontecimiento Cristo, la interpretación que le dio la Iglesia apostólica según el testimonio del Nuevo Testamento, y la consiguiente autocomprensión de la misma Iglesia apostólica ejercieron una influencia notable en la valoración que ésta hizo de las tradiciones religiosas -primero judías y después helenísticas- con las que se encontró.

Aun admitiendo la complejidad de la situación objetiva, hay que reconocer con sinceridad que, en el pasado, con frecuencia se han con­siderado de forma unilateral los datos bíblicos que podían servir de base para una valoración negativa, y también las afirmaciones más des­preciativas sobre las tradiciones no bíblicas. Así, se ha subrayado repe­tidamente la inequívoca condenación veterotestamentaria de las prác­ticas idolátricas de las naciones y la inanidad, e incluso la inexistencia, de los falsos dioses adorados por ellas, por el hecho de que al parecer proporcionan un fundamento inequívoco para una valoración teológi­ca negativa de las tradiciones en cuestión. La actitud abiertamente negativa mantenida durante muchos siglos por la Iglesia cristiana hacia

2. E. SÉNIOR - C. STUHLMUELLER, op. cit., pp. 481-482.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 41

las otras religiones, así como la postura demasiado prudente, si bien más tolerante, adoptada en tiempos más recientes por la Iglesia oficial, han inclinado naturalmente a los teólogos a acentuar sobremanera los datos negativos.

Sin embargo, en la nueva situación producida por la búsqueda de una comprensión mutua y por la apertura al diálogo, parece obligado y, más aún, urgente que una exposición teológica de la valoración bíblica de las religiones de las naciones ponga de relieve con justicia aquellos elementos positivos que pueden ofrecer, en el nuevo contex­to, un fundamento válido para una valoración teológica más magnáni­ma de las otras tradiciones religiosas del mundo. Pero aún hay que decir más cosas. Hay que reconocer que la valoración tradicionalmen-te negativa de los datos bíblicos con respecto a las tradiciones religio­sas del mundo se fundó a menudo en interpretaciones unilaterales -y cargadas de prejuicios- de los datos y de los textos. Con frecuencia se interpretaron los textos fuera de su contexto, de modo que se basaban en ellos afirmaciones incluso negativas. Predomina la impresión de que lo supremamente importante era la afirmación apologética de la unicidad del cristianismo como «verdadera religión»; para ello una valoración negativa de las otras tradiciones religiosas presentes en la Biblia parecía ofrecer un fundamento necesario. Las posiciones teoló­gicas «exclusivistas» del pasado sobre las religiones se fundaban con frecuencia en tales interpretaciones discutibles de los textos. Algunas afirmaciones bíblicas relativas al significado positivo único del cristia­nismo eran fácilmente interpretadas en sentido exclusivo en perjuicio de las otras religiones. En tal situación no basta con poner de relieve -como querían hacer los autores antes mencionados- algunos elemen­tos positivos presentes en el Antiguo y el Nuevo Testamento con res­pecto a las religiones. Por el contrario, hay que reexaminar y reinter-pretar los datos y los textos de la Biblia con una comprensión renova­da, teniendo en cuenta contextos diversos -tanto el del pasado bíblico como el del tiempo presente- a fin de poder proponer una renovada teología bíblica de las religiones en el contexto actual de la nueva valo­ración teológica de las religiones. Esto es lo que se propuso hacer Giovanni Odasso en un libro reciente, titulado Bibbia e religionP, al que haremos referencia repetidamente en las páginas siguientes.

El objetivo de este capítulo es, empero, mucho más modesto. Se limita al Nuevo Testamento y, dentro de él, a algunos textos funda-

3. G. ODASSO, Bibbia e religioni. Prospettive bibliche per la teología delle religio-ni, Urbaniana University Press, Roma 1998.

Page 22: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

42 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

mentales, que a menudo han sido omitidos en el contexto del estudio bíblico sobre las religiones, o han recibido una interpretación indebi­damente negativa. Ahora bien, tratándose del mensaje del Nuevo Testamento en relación con las religiones de su medio hay que distin­guir claramente dos momentos o dos estadios. En primer lugar, hay que comprender cuáles fueron la actitud y la mens propias del Jesús histórico frente a la vida religiosa personal de los «paganos» con los que entró en contacto durante su «misión» terrena, y cuál, en la medi­da en que se puede deducir de los textos, su valoración de las tradicio­nes religiosas a las que pertenecían. El segundo momento consiste en preguntar qué valoración teológica hizo la Iglesia apostólica, a la luz de la nueva fe en Cristo resucitado -constituido por Dios «Señor y Cristo» (Hch 2,36) mediante su resurrección-, de la situación en la que los «gentiles» que la rodeaban se encontraban con respecto a la salva­ción divina, y también de cualquier valor, humano o salvífico, even-tualmente presente en sus religiones. Notemos desde el principio que la memoria de Jesús, por lo que se puede deducir gracias a los textos del Nuevo Testamento, así como la teología de la iglesia apostólica contenida en el Nuevo Testamento, nos hablan directa y formalmente de situaciones concretas en que se encuentran las personas, en lugar de construir teorías sobre la relación teológica entre cristianismo y reli­giones del mundo. El horizonte, tanto en el nivel del Jesús histórico como en el de la Iglesia apostólica, es existencial y concreto; será pre­cisa una larga reflexión, hecha a partir de la realidad vivida, para desa­rrollar teorías teológicas sobre las religiones del mundo.

El capítulo se desarrolla, por tanto, en dos partes principales. La primera, titulada Jesús y las religiones, estudia la actitud personal del Jesús histórico frente a las personas que no pertenecen al «pueblo ele­gido» de Israel, y su valoración de la vida de éstas. En la segunda parte, titulada La Iglesia apostólica y las religiones, nos preguntamos cómo, a partir de su fe pascual en Cristo, la Iglesia apostólica situó a las «gen­tes» frente al misterio de la salvación en él, y cómo valoró al respecto las tradiciones religiosas a las que los «otros» pertenecían.

I. Jesús y las religiones

Gracias a diversas investigaciones recientes, a menudo realizadas con la coatribución de estudiosos judíos, la teología ha redescubierto la identidad profundamente judía del Jesús histórico. Jesús de Nazaret era realmente un judío, nacido de la estirpe de Judá, «hijo de David, hijo

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 43

de Abrahán» (Mt 1,1). Todo el evangelio atestigua su profundo enrai-zamiento en la tradición religiosa de su pueblo. Jesús declara abierta­mente que no ha venido a abolir sino a confirmar, a llevar a perfección y purificar la relación de alianza establecida por Dios con su pueblo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he veni­do a abolir sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Por una parte, la alian­za y la Ley que la representa permanecen; por otra, se instaura una nueva justicia superior a la antigua: «Porque os digo que si vuestra jus­ticia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Jesús vino a dar cumplimiento a la alianza de Dios con su pueblo. Tal voluntad de renovación es la causa directa y principal para la oposición que su actividad suscita por parte del poder religioso de su pueblo. El evangelio da testimonio de la his­toria de confrontación que se desarrolló en el curso del ministerio de Jesús entre su voluntad de renovación de la tradición religiosa de Israel y la actitud jurídica y opresora.de aquellos que, en su comunidad reli­giosa, detentaban el poder. La intención de Jesús consistía en revitali-zar el verdadero espíritu de la religión que él compartía con su pueblo, y en inspirar una nueva visión de la acción salvífica de Dios no sólo en los confines del mundo religioso judío, sino más allá de ellos, en el mundo exterior. En este último aspecto del designio de Jesús nos detendremos más adelante.

Lo que hay que notar inmediatamente es la voluntad de continui­dad y de discontinuidad en la actitud y en el designio religioso de Jesús. No quiere la superación del judaismo y su sustitución a través de la instauración de una nueva «religión». Lo que él quiere es la instau­ración de la adoración de Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4,23) por parte de todos los hombres. No nos corresponde a nosotros entrar aquí en el problema del origen en Jesús de la Iglesia cristiana4. Con todo, parece legítimo pensar que el origen de la Iglesia cristiana se remonta principalmente al Cristo resucitado, más que al Jesús histórico. Lo que importa observar aquí es cómo ni siquiera la Iglesia primitiva se desli­gó automáticamente del judaismo en el que tuvo su origen, después de la resurrección de su Señor. Durante decenios la Iglesia siguió for­mando parte de la estirpe judía. Sólo progresivamente se desarrolló en medio de ella la conciencia de una identidad religiosa distinta y even-tualmente de una ruptura con sus orígenes. A partir de entonces el cris­tianismo se comprende sólo como «camino» distinto, aunque origina­do por Israel. Cualquiera que sea el modo en que se deba concebir el

4. Véase, entre otros, J. GUILLET, Entre Jésus et l'Église, Seuil, Paris 1985.

Page 23: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

44 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

origen en Cristo de la Iglesia cristiana, se puede seguramente afirmar que el Jesús histórico no tuvo una intención formal de separación entre dos «religiones», la judía y la cristiana. Su actitud personal hacia los «paganos» con los que entró en contacto, y su valoración de la vida religiosa de éstos, estaban inspirados en su voluntad de renovación espiritual de la religión. De hecho, el horizonte del pensamiento del Jesús histórico no era la Iglesia cristiana como religión distinta, sino el reino que Dios estaba instaurando en su vida, a través de sus palabras y sus gestos.

1. El horizonte del reino de Dios

Es indudable que el reino de Dios ocupa el centro de la predicación y la misión de Jesús, de su pensamiento y su vida, de sus palabras y acciones. El «sermón de la montaña» y las bienaventuranzas son la carta magna del reino de Dios. Todas las parábolas de Jesús hacen refe­rencia a él; sus milagros lo muestran ya presente y operante5. Tam-bién es igualmente cierto que el reino que Dios había empezado a estable­cer en el mundo mediante la vida terrena de Jesús se hizo realmente presente a través del misterio de su muerte y resurrección. Por ello no hay solución de continuidad entre el carácter «reinocéntrico» del anun­cio de Jesús y el «cristocentrismo» del kerygma de los tiempos apos­tólicos. Además, el Evangelio da testimonio de que, según el propio Jesús, el reino que él anuncia y que ya está presente tenía que desarro­llarse hasta llegar a su plenitud.

5. Véase J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella 1994, pp. 69-75 (ed. italiana: Introduzione alia cristología, Piemme, Cásale Monferrato [Al] 1993). De la abundante bibliografía sobre este tema, se pueden consultar los siguientes títulos: G.R. BEASLEY-MURRAY, Jesús and the Kingdom of God, Paternóster Press, Exeter 1986; N. PERRIN, The Kingdom in the Teaching of Jesús, SCM Press, London 1963; ID., Rediscovering the Teaching of Jesús, SCM Press, London 1967; R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios, Fax, Madrid 1970 (orig. alemán, 19654); J. FÜLLENBACH, The Kingdom ofGod. The Central Message cf Jesús' Teaching in the Light of the Modern World, Logos Publications, Manila 1993; ID., The Kingdom of God. The Message of Jesús Today, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1995; J. SCHLOSSER, Le Régne de Dieu dans les dits de Jésus, 2 -vols., Gabalda, París 1980; N.F. FISHER, The Parables of Jesús. Glimpses ofGod's Keign, Crossroad, New York 1990; W. WILLIS (ed.), The Kingdom of God in Iwentieth Century Interpretation, Hendrickson, Peabody (Mass.) 1987; C.S. SONG, Jesús and the Reign of God, Fortress Press, Minneapolis (Mn.) 1993; G. IAMMARRONE, Gesü di Nazareth. Messia del Regno, Messagero, Padova 1996.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 45

Es innegable que el reino de Dios coloca a Dios mismo en el ori­gen y el centro de la acción de Jesús. En realidad, el reino de Dios quiere decir Dios mismo, porque Él comienza a actuar en el mundo de manera decisiva, manifestándose y poniendo orden en su creación por medio de las acciones humanas de Jesús. La inicial misión de Jesús está acompañada de milagros; no sería correcto entenderlos y tratarlos simplemente como si mostraran las credenciales del profeta del reino de Dios. Los milagros de curación y los exorcismos (semejantes a las curaciones) que, comúnmente hablando, figuran entre los datos incues­tionables del ministerio inicial de Jesús, así como también las resu­rrecciones de muertos, son signos y símbolos del hecho de que, a tra­vés de Jesús, Dios está instaurando su dominio sobre la tierra, está sometiendo las fuerzas destructoras de la muerte y del pecado. En suma, los milagros son los primeros frutos de la presencia operante del reino de Dios entre los hombres.

El reino de Dios es el dominio de Dios entre los hombres. Esto requiere una nueva y completa orientación de las relaciones humanas y un ordenamiento de la sociedad humana según la intención de Dios. Los valores que, en sintonía con el señorío de Dios, deben caracterizar las relaciones humanas, se pueden resumir en pocas palabras: la liber­tad, la fraternidad, la paz, la justicia y el amor. De acuerdo con ello, Jesús denuncia, por medio de toda su acción misionera, todo lo que, en la sociedad de su tiempo, viola estos valores. Tal hecho lo sitúa contra las diversas categorías de su pueblo: el Nazareno denuncia el legalis-mo opresor de los escribas, la explotación del pueblo por la clase sacer­dotal, la arrogante hipocresía de los fariseos. Jesús no es un confor­mista, sino un subversivo a favor de la fuerza de Dios: rehusa aceptar las estructuras injustas y estereotipadas de la sociedad en la que vive y se asocia, preferentemente, con los pecadores y recaudadores de impuestos, los samaritanos herejes, los pobres, en suma, con todas las partes despreciadas de la sociedad de su tiempo. A estas categorías Jesús les anuncia que el reino de Dios ha llegado y les invita a entrar en él por medio de la conversión y una reordenación de su vida.

Jesús es el «profeta escatológico» en el que el reino de Dios no sólo es anunciado sino que viene de improviso. Toda su misión está centra­da en el reino de Dios, es decir, en Dios mismo, como aquel que está estableciendo su dominio sobre la tierra por medio de su mensajero. Puesto que está centrado en el reino de Dios, Jesús está centrado tam­bién en Dios mismo. No hay ninguna distancia entre uno y otro: el «reinocentrismo» y el «teocentrismo» coinciden. El Dios al que Jesús llama «Padre» es el centro de su mensaje, de su vida y de su persona:

Page 24: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

46 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Jesús no habló primariamente de sí mismo, sino que vino para anun­ciar a Dios y la venida de su reino y para ponerse a su servicio. ¡En el centro está Dios, no el mensajero!

El Jesús histórico gozaba, de todos modos, de una relación especí­fica y única de filiación respecto al Dios del reino, al que llamaba Padre (Abbá) suyo. El era igualmente consciente de su vocación mesiá-nica que giraba alrededor de la renovación y del cumplimiento de la religión de la alianza instaurada por Dios con su pueblo. De hecho, en tal renovación y cumplimiento consistía la instauración del reino de Dios en el mundo a través de su vida. Aquél era el horizonte -aquélla la perspectiva- a partir de la cual Jesús pensaba y entendía la situación con respecto al Dios de la salvación y del reino, no sólo de los miem­bros del pueblo de la alianza, sino también de los «paganos», de las «gentes», de los «extranjeros». Por misteriosa que hubiese sido la situación de los «otros» con respecto al Dios de la salvación, para Jesús, de todos modos, aquel Dios era el Dios de todos los hombres, que según la Escritura no establece diferencias entre las personas («el Dios que no es parcial»: véase Dt 10,17). No podía, por tanto, com­partir la tendencia hacia un cierto «exclusivismo», que corría el peligro de quedar impresa en la mente de los miembros de Israel debido a su identidad de pueblo elegido. Por el contrario, Jesús pensaba que la sal­vación de Dios está destinada igualmente a todos los hombres, y tam­bién a todos los pueblos. El universalismo de la salvación está íntima­mente unido al Dios universal del reino.

Impresiona, pues, el hecho de que, según el testimonio del evange­lio, la misión histórica de Jesús se dirigió de forma principal, si no exclusiva, a Israel. En Mt 15,24 declara explícitamente que ha sido enviado sólo a «las ovejas perdidas de la casa de Israel». Cuando envió a los Doce en misión, les ordenó no tomar camino «de gentiles» ni entrar «en ciudad de samaritanos», sino dirigirse más bien «a las ove­jas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5-6). Con toda probabilidad estos datos son sustancialmente auténticos6. Ahora bien, crean un pro­blema que deberemos abordar de nuevo un poco más adelante. De todos modos, no faltan en los evangelios ocasiones en las que Jesús entra en contacto explícitamente con gente extranjera. Tales episodios sirven como ocasiones en las que Jesús revela su pensamiento relativo al Dios de la salvación y a la universalidad de ésta. Hay que exami­narlos de cerca.

6. L. LEGRAND, // Dio che viene. La missione nella Bibbia, Borla, Roma 1989, pp. 61-96 (orig. francés: Le Dieu quivient, Desclée de Brouwer, París 1988); véase también J. JEREMÍAS, Jésus et tes pai'ens, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1956.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 47

2. La entrada de los gentiles en el reino de Dios

El primer episodio es el del centurión de Cafarnaún que sale al encuen­tro de Jesús, pidiéndole que cure a su siervo paralizado (Mt 8,5-13). Jesús se mostró lleno de admiración por la fe del centurión: «Os ase­guro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8,10). En realidad, el encuentro de una fe tan grande en un «pagano» da a Mateo la ocasión para mencionar el anuncio jesuano según el cual muchos, provenientes de oriente y de occidente, serán admitidos en el reino de los cielos (Mt 8,11-12). La entrada de los «otros» en el reino de los cielos no es puramente escatológica: se realiza ante todo en la historia, como atestigua la parábola del banquete (Mt 22,1-14; Le 14,15-24). De hecho, es ya operante y actual. Con todo, las opiniones de los intérpretes difieren en este último punto. Según el parecer de J. Jeremías, Jesús esperaba la incorporación de los paganos al pueblo de Dios, o bien al reino de Dios, como un acto escatológico de la poten­cia de Dios: «La llamada de Israel y la incorporación de los paganos en el reino de Dios son acontecimientos sucesivos dentro de la historia de la salvación [...]». La comunidad judía primitiva «veía la historia de la salvación del mismo modo que Jesús; esperaba, como también el mismo Jesús, el reino universal de Dios para el final de los tiempos»7. De este parecer discrepa parcialmente L. Legrand, según el cual «hay que tener en cuenta la actualización de la escatología, ya en vías de rea­lización. La reunión escatológica de las naciones se encuentra ya ini­ciada en el ministerio de Jesús. [...] El acceso al reino tiene lugar gra­cias a la fe y a la conversión (Me 1,15) y no por la simple pertenencia étnica (véase Mt 3,8). Allí donde aparece la fe, el reino está presente»8. C.S. Song afirma con mayor claridad el universalismo del reino de Dios, que obra ya durante la misión histórica de Jesús. A propósito de la parábola del «gran banquete» (Le 14,15-24; Mt 22,1-14), observa que después de los «marginados» de Israel, también las gentes de las regiones extranjeras, es decir, los gentiles, son llamadas al banquete por el dueño de la casa, que dice a su siervo: «Sal a los caminos y cer­cas, y obliga entrar hasta que se llene mi casa» (Le 14,23). «El gran banquete incorpora la visión que Jesús tiene del reino de Dios. Se trata de una visión global. Es una visión inspirada por Dios, el Creador del cielo y de la tierra, el Dios que creó a los seres humanos a su imagen»9.

7. JEREMÍAS, Jésus et les pai'ens, op. cit., pp. 63-64. 8. LEGRAND, II Dio che viene, op. cit., pp. 88-89. 9. SONG, Jesús and the Reign ofGod, op. cit., p. 26.

Page 25: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

48 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

La participación de todos en el banquete es símbolo de la partici­pación de todos en la salvación de Dios. Para Jesús, pues, la fe y la con­versión que conducen a la salvación no implican un paso a una religión diversa cualquiera, sino que son conversión al Dios de la vida, del amor y de la libertad, es decir, al Dios del reino de Dios, de todos los hom­bres. La casa llena de invitados al banquete simboliza la universalidad de la pertenencia al reino de Dios: el banquete se ha convertido en un banquete para la gente -incluidos los «parias» y los extranjeros-. Es una fiesta del pueblo. Es indudable que los invitados «obligados a entrar» representan una variedad de fieles y de religiones. «Tenemos' que aprender del mensaje de Jesús con respecto al reino de Dios si que­remos comprender quién es Dios en nuestro mundo. Jesús quiere diri­gir nuestro pensamiento y nuestro compromiso hacia el Dios del reino de Dios, no hacia el Dios de nuestra tradición religiosa, y ciertamente no hacia un Dios fabricado por nosotros»10.

Otro caso de admiración, por parte de Jesús, de la fe de los paga­nos es el caso de la mujer cananea narrado en Mt 15,21-28. Con oca­sión de algunas «excursiones» en la región sirofenicia, Jesús entró en contacto con personas que no pertenecían al pueblo elegido. Una vez más se asombra por la fe de estos «paganos» y realiza para ellos los milagros de curación que le piden. Tiro y Sidón son citadas varias ve­ces en el evangelio. Según Mt 15,21-28, Jesús cura allí a la hija ende­moniada de una mujer cananea, ante cuya fe se maravilla: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15,28). Aquí hay que afirmar con claridad que los milagros realizados por Jesús en favor de los «extranjeros» tienen el mismo significado que da a todos los demás milagros que realiza. Significan que el reino de Dios está ya presente y actúa (véase Mt 11,4-6; 12,25-28; Le 4,16-22). Así pues, los mila­gros de curaciones y los exorcismos realizados en favor de los «otros» son indicaciones de que el reino de Dios está ya presente y actúa tam­bién en medio de ellos; se extiende a todos los que entran en él por medio de la fe y la conversión a Dios (véase Me 1,15). En el caso de la mujer cananea, C.S. Song nota que frente al sufrimiento humano Jesús debió advertir de inmediato que no se podía establecer una dis­tinción entre judíos y gentiles, ni tampoco entre su ministerio hacia su pueblo y su misión dirigida a los gentiles. «En efecto, los dos ministe­rios son dos aspectos de una misma misión. El sufrimiento humano es sufrimiento, ya lo padezcan los judíos o los gentiles. [...] La mujer extranjera se convierte en la ocasión para que Jesús atraviese las fron-

10. Ibid., p. 38.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 49

teras de la fe y de la verdad. [...] La mujer cananea desempeña un papel en la ampliación de la visión, propia de Jesús, de la actividad salvado­ra de Dios en el mundo»". También la gente que no pertenecía a su religión podía tener una verdadera y auténtica fe, la fe que salva. Es más, su fe podía ser más fuerte y más profunda que la fe con la que Jesús estaba familiarizado en su comunidad religiosa. Lo sucedido nos remite al episodio de la fe del centurión romano, recordado anterior­mente, y a la reacción de admiración de Jesús: «Os aseguro que en Israel no he encontrado una fe tan grande» (Mt 8,10; véase Le 7,9).

Ambos episodios tuvieron lugar fuera de la comunidad religiosa de Jesús. Así pues, una fe auténtica es posible en todas partes, en este mundo nuestro que es el mundo de Dios. C.S. Song concluye: «Jesús atravesó la frontera que separa a los judíos de los gentiles, la frontera que aparta a la comunidad judía de la de los gentiles, la frontera que considera que la verdad salvífica de Dios está encerrada dentro de una religión particular y excluye de ella las otras religiones»12. Quien no pertenece a la comunidad religiosa de Jesús -así como también quien no es miembro de la comunidad cristiana- puede tener de veras la fe en el poder salvífico de Dios. Y hay que maravillarse si es cierto que el Dios de la salvación no es sólo el Dios de los judíos -y de los cristia­nos- sino de todos los pueblos (véase Rm 3,29-30), pues todos ellos son pueblos de Dios. El reino de Dios, instaurado por Dios en Jesús y anunciado por Jesús como presente y operante, a través de su vida, sus palabras y sus gestos, y realizado finalmente en su muerte y resurrec­ción, representa la realidad universal de salvación presente en el mundo. En ella todos los hombres, en todas las circunstancias vitales, pueden entrar mediante la fe y la conversión.

3. La universalidad del reino de Dios

Entonces ¿qué relación habrá mantenido el Jesús histórico entre el reino de Dios anunciado por él y el movimiento creado por él, desti­nado a convertirse después de él en la Iglesia «cristiana»? Si el reino de Dios representa de verdad la salvación universal, alcanzable por parte de todos los hombres a través de la fe y la conversión al Dios del reino, ¿qué función tendrá que desempeñar, según el pensamiento de

11. ID., Jesús in the Power of the Spirit, Fortress Press, Minneapolis (Mn) 1994, pp. 77-78.

12. Ibid., p. 80.

Page 26: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

50 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Jesús, el movimiento «cristiano» con respecto al reino? El hecho de que las referencias de Jesús a la Iglesia sean sólo indirectas ha he­cho más difícil la respuesta a estas preguntas. Se sabe que el término ekklésía se encuentra sólo dos veces dentro de los evangelios, en Mateo. La «predicción de la Iglesia» de Mt 16,18 fue retocada redac-cionalmente a la luz del acontecimiento pascual; en Mt 18,18 ekklésía indica una comunidad local de «discípulos», sin poseer necesariamen­te ningún significado técnico. No obstante, sigue presente el hecho de que Jesús eligió a los «Doce» y les confió, en primer lugar, la respon­sabilidad de continuar su misión de anuncio del evangelio al servicio del reino de Dios. A través del acontecimiento de la resurrección de Cristo y el don del Espíritu en Pentecostés, los «Doce» se convirtieron, junto a otros, en los «apóstoles»13. El «movimiento» iniciado por Jesús, destinado a transformarse en la Iglesia y en el que él había instituido una autoridad competente, no fue, en cualquier caso, identificado por él con el reino de Dios que estaba anunciando, sino que, por el contra­rio, estaba destinado a servir al reino de Dios, a fomentar su creci­miento, a testimoniar su presencia en el mundo, a anunciarlo como «buena nueva» para todos los hombres.

No se puede, por consiguiente, decir que Jesús identificó el reino con el «movimiento» que estaba creando y que estaba destinado a con­vertirse en la Iglesia14. Más bien se debe admitir que, cuando envió en misión a los «Doce», encargándoles el anuncio de la venida del reino (Mt 10,5-7), estaba poniendo ya por adelantado a la Iglesia al servicio de éste. La «buena nueva» que anunciaría la Iglesia después de la resu­rrección (véase Me 16,15) era la misma proclamada por Jesús durante su vida terrena: la venida del reino (Me 1,15). La Iglesia no está desti­nada a anunciarse a sí misma, sino el reino de Dios.

Como se verá en la segunda parte de este capítulo, la teología del Nuevo Testamento continuará situándose en esta perspectiva del Jesús histórico, a pesar del hecho, bien conocido, de que la expresión «reino de Dios» -con tanta frecuencia presente, según los evangelios sinópti­cos, en labios de Jesús- desaparece parcialmente, si bien no completa­mente, en el resto del Nuevo Testamento. Es notable el hecho de que, después de varios decenios de existencia del cristianismo, años en los que Pablo había fundado bastantes iglesias locales, cuando, según el

13. Véase GUILLET, Entre Jésus et l'Église, op. cit. 14. Sobre la universalidad del reino dé Dios en el pensamiento de Jesús, véase SONG,

Jesús and the Reign ofGod, op. cit., pp. 3-38; ID., Jesús in the Power ofthe Spirit, op. cit., pp. 196-226.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 51

relato final de los Hechos de los Apóstoles, está «dando su testimonio» en Roma, anuncia a todos «el reino de Dios» y les enseña «las cosas acerca del Señor Jesús» (Hch 28,30-31; véase 28,23). El reino de Dios y el Señor Jesús coinciden. Aunque entonces es ya menos frecuente, la expresión «el reino de Dios» sigue todavía presente de una forma reno­vada, la del señorío de Cristo resucitado, que continúa el reino de Dios. Tal señorío no se extiende sólo a la Iglesia, sino al mundo entero. Pero, si nos atenemos al Jesús histórico, todavía hay que poner de relieve la universalidad del reino de Dios, extendida más allá del pueblo de la alianza y -más allá del movimiento, creado por Jesús, de sus «discípu­los»- hasta el mundo entero, incluidos los extranjeros, los «paganos», los gentiles.

En los evangelios no faltan los episodios que atestiguan la univer­salización del reino de Dios según el pensamiento de Jesús. Recor­demos algunos de ellos. Según el Evangelio de Juan, al regresar de Judea -presumiblemente después de haber celebrado la Pascua en Jerusalén-, Jesús atravesó Samaría y llegó a una ciudad llamada Sicar (Jn 4,l-6)15. El texto de Juan nos lo presenta conversando con una mujer samaritana. Ya esto debió maravillar a los discípulos, y el Evan­gelio no deja de notarlo: «Porque los judíos no se tratan con los sama-ritanos» (Jn 4,9), considerados por ellos como extranjeros. Jesús, en cambio, se sorprende de la apertura a la fe por parte de la mujer y de su sed de «agua viva» (véase Jn 4,7-15). Jesús tampoco rechaza el culto samaritano sobre el monte Garizín como contrapuesto al culto de Jerusalén, sino que anuncia a la mujer: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre..., [...la hora] en que los ado­radores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,20-23). Todo culto, no sólo extranjero sino también judío, debe ceder el paso a la verdadera adoración espiritual. C.S. Song observa que no era necesa­rio que Jesús atravesara Samaría para regresar a Galilea. Habría podi­do evitar Samaría, si hubiera decidido pasar a través de Perea. «No sería una necesidad humana, sino una necesidad divina, no una coinci­dencia humana, sino la providencia divina, la que lo llevó a tomar el camino que conduce a Samaría»16. Jesús se vería empujado por el Espíritu a atravesar la frontera hacia la región de Samaría. El diálogo

15. Es oportuno notar que, si bien es cierto que la Iglesia apostólica evangelizó Samaría (véase Hch 8,5.14-17), el relato del encuentro de Jesús con la Samaritana en Juan parece una «retroproyección» de tal actividad evangelizadora.

16. SONG, Jesús in the Power ofthe Spirit, op. cit., p. 103.

Page 27: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

52 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

que tuvo lugar entre Jesús y la mujer samaritana, como recuerda el evangelista Juan, es un «diálogo teológico». «Habiéndolo iniciado, Je­sús la conduce paso a paso hacia una comprensión que ve el cumpli­miento de los esfuerzos religiosos humanos en su abolición». Ni el monte Garizín, el centro del universo religioso de los samaritanos, ni Jerusalén, el ombligo del cosmos espiritual de los judíos, tienen un sig­nificado permanente en la presencia de Dios. Ambos lugares son sím­bolos, imágenes que superar. De hecho, son sobrepasadas en el mismo Jesús que es la imagen del Dios que ama y el símbolo del reino de Dios. Jesús quiere cambiar, transformar y revitalizar la vida con imá­genes y símbolos que descubren y revelan para todos la verdadera naturaleza del Dios del reino17.

No puede pasar desapercibido el hecho de que varias veces en la vida de Jesús se hace referencia explícitamente a personas que perte­necen al pueblo samaritano, las cuales sirven de ejemplos y modelos para una actitud de fe y de caridad fraterna a través de las cuales se entra en el reino de Dios. No es casual que Jesús establezca una con­traposición entre la actitud del «buen samaritano», en la parábola que recibe el nombre del protagonista, y la actitud de un sacerdote y de un levita (Le 10,29-37). «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto» (v. 30). Mientras que el sacerdote y el levita, al verlo, dieron «un rodeo» (vv. 31-32), «un samaritano [...] al verlo tuvo compasión [...] y cuidó de él» (vv. 33-35). El evangelio entra en detalles, explicando lo que exigió cuidar del hombre herido. La conclusión es que, de los tres, el samaritano fue el «prójimo del que cayó en manos de los salteadores» (v. 36). Por ello Jesús se lo propo­ne a los judíos como ejemplo: «Vete y haz tu lo mismo» (v. 37).

Tampoco es casual que cuando, al atravesar Galilea y Samaría en su viaje hacia Jerusalén, Jesús entró en una aldea y le salieron al encuentro diez leprosos y les curó (Le 17,11-19), el único que, «vién­dose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies e Jesús, le daba gracias», fue un samaritano (vv. 15-16). Entonces Jesús preguntó: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?», y dijo al samaritano: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (vv. 18-19).

Así pues, está claro que, para Jesús, la fe salvífica no es accesible a los «paganos» y a los «extranjeros» sólo de lejos: actúa realmente en medio de ellos. Así mismo, también los extranjeros pueden pertenecer

17. Ibid., pp. 103-106.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 53

desde ahora al reino de Dios, cuya llamada se extiende más allá de las fronteras del pueblo elegido de Israel. La pertenencia étnica al pueblo elegido no tiene ninguna importancia. Esta actitud aparece en claro contraste con la explícita afirmación de Jesús -notada anteriormente-de haber sido enviado exclusivamente «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24).

Otro episodio afirma de un modo aún más provocativo, para quien lo quiere entender correctamente, la universalidad sin fronteras del reino de Dios y de la salvación divina operante en el mundo, así como también la acogida a todos los hombres por parte de Dios, pertenezcan o no a un pueblo elegido. Se trata del episodio en el que los discípulos de Jesús querían impedir a uno que «no es de los nuestros» expulsar demonios «en nombre de Jesús» (Mt 9,38-39). Hay que observar el hecho de que el episodio se encuentra poco después de otro en el que los discípulos de Jesús no han conseguido sanar a un muchacho «pose­ído por un espíritu mudo» (Me 9,14-29; véase Mt 17,14-21; Le 9,37-43). El fracaso de los discípulos, incapaces de sanar al muchacho pose­ído por un espíritu, hace que el éxito de un extranjero que expulsa demonios «en el nombre de Jesús» resulte más irónico, grave y provo­cador. El «exorcista extranjero» que expulsa demonios en nombre de Jesús hace entrever que las fronteras de la pertenencia al reino y de la actividad en orden a la salvación no coinciden con las fronteras de un pueblo privilegiado. No tienen confines. Los discípulos que se escan­dalizan por el éxito del extranjero «no han comprendido que no se debe usar el nombre de Jesús para definir los límites de su compañía, para imponer confines a su comunidad y para restringir las fronteras de su actividad»18.

¿No debería tal vez la compañía de Jesús -y también la Iglesia-someterse a la autoridad de Dios en la determinación de quiénes son el «pueblo de Dios», cómo y dónde Dios está realizando sus obras salví-ficas? Tal poder pertenece personalmente al mismo Jesús, no a sus seguidores. El exorcista extranjero, si nos atenemos a la información del apóstol Juan, fue capaz de tener la fe en el poder de Dios que les había faltado a los discípulos (véase Me 9,28-29): «Juan le dijo: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros"» (Me 9,38). La razón por la que el exorcista extranjero fue capaz de tal fe es que Dios no es sólo el Dios de los judíos -y de los cristianos-, sino de todos los pueblos. El reino de Dios por el que Jesús

18. Ibid., p. 207; véase también pp. 200-226.

Page 28: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

54 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

vivió y murió puede ser manifestado igualmente fuera y dentro de su comunidad. Consciente o inconscientemente, el exorcista extranjero, mientras estaba expulsando los demonios en nombre de Jesús, estaba participando en la misión de Jesús relativa al reino de Dios. Los discí­pulos debieron quedarse aún más asombrados cuando Jesús les expli­có por qué no debían interrumpir la actividad de Jesús: «No se lo impi­dáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Me 9,39-40). No importa que uno sea judío, samaritano, gentil o cualquier persona que no forma parte de la comunidad de hombres y mujeres que siguen a Jesús. Jesús supera las fronteras de raza, religión y tradición, durante su vida y su ministerio.

A la luz de su actitud, ¿no deberíamos tal vez también nosotros comprender mejor en qué relación con Jesús y el Dios de la salvación se encuentran la gente y las gentes que quedan fuera de las comunida­des en las que su nombre es reivindicado exclusivamente? «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Me 9,40; véase Le 9,50b). En efecto, la vida entera de Jesús, sus elecciones y sus obras, hacen entre­ver lo que C.S. Song llama la «fuerza centrífuga» de la palabra del Maestro. A este respecto escribe: «Cuanto más se arroja a Jesús del centro de poder de las autoridades religiosas, más es atraído hacia las mujeres, los hombres y los niños que en su comunidad eran excluidos de aquel centro, y también hacia aquellos que se encontraban fuera de su misma comunidad religiosa. Aquellos que según las autoridades religiosas estaban fuera del ámbito de la salvación llegaron a ocupar el lugar central en su ministerio del reino de Dios»19. En el poder del Espíritu, Jesús inicia el ministerio del reino de Dios de tal modo que reestructura la comunidad humana, y especialmente la comunidad reli­giosa, no basándose en barreras religiosas tradicionales, sino basándo­se en las exigencias y los desafíos del reino de Dios. «Nosotros, los cristianos, teólogos e Iglesias, tenemos que abrir nuestros ojos, nues­tros corazones y las puertas de nuestras Iglesias a la actividad salvífi-ca de Dios en el mundo de las naciones y de los pueblos, en la comu­nidad de gentes de otras religiones como en la comunidad de los cristianos»20.

19. Ibid., p. 222. 20. Ibid., p. 226.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 55

4. El reino de Dios y las religiones

Hasta ahora nos hemos limitado a hacer ver que hombres y mujeres que no pertenecen al pueblo de la alianza pueden, según el pensa­miento de Jesús, entrar en el reino de Dios a través de la fe y de la con­versión al Dios del reino, y ser miembros suyos de pleno derecho: el Dios del reino es un «Dios [...] que no es parcial» (Dt 10,17). Como ha puesto de manifiesto el ministerio de Jesús, el reino de Dios supera todas las fronteras humanas de cualquier tipo: étnico, nacional, reli­gioso. Pero aún hay que preguntarse qué conclusión se puede sacar por lo que respecta al valor, según Jesús, de las tradiciones religiosas de los «extranjeros». Jesús no propuso una teología de las tradiciones reli­giosas de los «otros». Se contentó con hacer comprender que su doc­trina más profunda no estaba dirigida exclusivamente a un grupo pri­vilegiado de «discípulos» y amigos, sino abierta a todos, independien­temente de la pertenencia a cualquier grupo cultural o religioso.

Esto es lo que se deduce de un estudio riguroso de las bienaventu­ranzas de Jesús (Mt 5,3-12; Le 6,20b-23) y del sermón «de la monta­ña» -o del llano- al que pertenecen aquéllas (Mt 5,1-7,29; Le 6,17-49). Es indudable que las bienaventuranzas contienen el corazón del men­saje de Jesús. Pero, mientras que algunos exegetas se inclinan a consi­derarlas como la carta magna para la vida de los discípulos cercanos y del círculo íntimo de seguidores de Jesús, otros -con razón, según parece- ven la carta magna del reino de Dios en su universalidad y apertura a cualquiera que esté dispuesto a entrar en él. Además, mien­tras que algunos intérpretes piensan que el sermón de la montaña, tal como se presenta en los textos, fue predicado por Jesús a una sola asamblea, otros con más probabilidad lo ven como una compilación de «dichos» proferidos por Jesús en diversos tiempos y en diversos luga­res, unas veces a individuos y otras a diversos grupos. C.S. Song va más allá de esta segunda opinión21. Incluye entre los oyentes del ser­món de la montaña a «las muchedumbres» a las que se menciona explí­citamente en Mateo (véase Mt 5,1), o bien, aún mejor, a «un gran número de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades» (Le 6,17). Esta observación tiene consecuencias importantes para el pensamiento de Jesús con respecto a los destinatarios de su enseñanza, también la más

21. Ibid., pp. 214-220.

Page 29: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

56 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

íntima y profunda. De hecho, resulta que tal enseñanza no está desti­nada exclusivamente a un grupo cerrado de amigos y discípulos, elegi­dos según diversos criterios humanos, sino que se dirige a todos los hombres que quieren escucharla, pues todos están destinados por el Dios del reino a la práctica de los «valores del reino» en sus respecti­vas circunstancias de vida.

Consideremos, pues, las bienaventuranzas, teniendo en cuenta la asamblea sin límites, ya sean religiosos o de cualquier otro tipo, a la que en el pensamiento de Jesús están destinadas. «Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Le 6,20). La forma lucana de la «primera bienaventuranza» establece con claridad que el reino de Dios está destinado principalmente a los pobres y el discurso directo («vosotros, los pobres») indica que esta versión es más cercana a las palabras de Jesús que la versión mateana: «Bienaven­turados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Por tanto, ¿hay un cambio de perspectiva de una versión a otra? A propósito de la preferencia de Jesús por los pobres, a causa de su característica aparentemente escandalosa, ¿hay que pensar que se ha bajado el nivel de su exigencia después de él hasta reducirse a una «pobreza espiritual» o una «apertura» a Dios, que están al alcance de todos, incluidos los ricos? ¿O bien la fórmula mateana hace pensar en una adaptación a un grupo religioso privilegiado, en su totalidad? Parece que no es así; por el contrario, se puede pensar que hay conti­nuidad entre ambas versiones: los verdaderos pobres son también los «sencillos», los que están abiertos a Dios y a su reino. Parece claro que tanto en Mateo como en Lucas Jesús dirigió su discurso a un grupo importante de pobres entre sus oyentes, los desheredados que vuelven hacia Dios como su único refugio. Es indudable que entre ellos debió haber muchos «extranjeros».

Como hemos indicado, Jesús dice también en su discurso a los oyentes: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5,6). Según Lucas, Jesús dice: «Bie­naventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados» (Le 6,21). No hay que entender la palabra de Jesús en el texto de Mateo en el sentido de que quienes pueden vanagloriarse de ser piadosos y observantes en un grupo religioso privilegiado son «los que tienen hambre y sed de la justicia» y, por tanto, tienen derecho al reino de Dios. En ambos casos la bienaventuranza hace referencia a los pobres, con una diferencia: en Lucas el texto retoma el pensamiento de la pri­mera bienaventuranza, según la cual el reino de Dios está destinado preferentemente a los pobres; en Mateo se añade la bienaventuranza de

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 5 7

los que quieren la justicia en toda su amplitud, que incluye la justicia en favor de los pobres, es decir, aquellos que hacen la «opción prefe-rencial por los pobres» y luchan contra las estructuras injustas que man­tienen el status quo de la injusticia. En tal compromiso en favor de la justicia por los pobres, Jesús ve una manifestación del reino de Dios en medio de nosotros, independientemente de cualquier pertenencia reli­giosa personal. Y así sucesivamente, para las otras bienaventuranzas.

De hecho, alguien ha sugerido que hay sólo una bienaventuranza, a saber, la de la pobreza, la sencillez de intención, la apertura a la voluntad de Dios, la disponibilidad personal hacia el Dios del reino y hacia los otros hombres. Esta bienaventuranza pueden alcanzarla todos los hombres de buena voluntad dispuestos a la fe y a la conversión. Además, gracias a todo lo que se ha expuesto anteriormente, debería resultar claro que la actitud personal de Jesús frente a la injusticia y a la pobreza va más allá del mensaje de los profetas del Antiguo Testamento a este respecto. Éstos, al hablar en favor de los pobres y de los oprimidos y en defensa dé sus derechos, indicaban claramente la intención de Dios en beneficio de ellos: su predilección por los pobres y su cólera divina por la injusticia que se les inflige. Con todo, Jesús no sólo manifiesta una «opción preferencial» por los pobres, no está simplemente «a favor de ellos», sino que se identifica personalmente y se asocia preferentemente con ellos: él no está simplemente a favor de los pobres, sino que pertenece a ellos y está con ellos. En esta asocia­ción y pertenencia de Jesús a los pobres alcanza su punto culminante el amor preferencial de Dios hacia ellos: la actitud de Jesús no sólo indica el pensamiento de Dios a favor de los pobres, sino que personi­fica el compromiso de Dios para con ellos y hasta qué punto se impli­ca en sus condiciones de vida.

A través del ministerio de Jesús, el reino anunciado por él e ins­taurado en él por Dios en el mundo alcanza a la humanidad entera. En él se hace presente aquí y ahora la «buena nueva» para todos los hom­bres, sea cual fuere el grupo étnico o la tradición religiosa a la que per­tenezcan. Esta presencia del reino de Dios entre todos los hombres de todas las partes del mundo, y también de todas las religiones, está en el centro del mensaje de Jesús; es también lo que él ha revelado con más claridad con respecto a las tradiciones religiosas extranjeras. El Dios de Jesús es el Dios de todos los hombres; su reino está destinado a todos.

Page 30: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

58 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

II. La Iglesia apostólica y las religiones

El horizonte del pensamiento del Jesús histórico fue, como hemos visto anteriormente, el de la universalidad del reino que Dios estaba instaurando en el mundo a través de la vida y las obras del propio Jesús; fue también el de la apertura de todos los hombres al reino de Dios por medio de la fe y de la conversión. El horizonte del pensa­miento de la Iglesia apostólica protocristiana fue su experiencia de la resurrección de Jesús y de la efusión del Espíritu Santo. Según el kerygma apostólico, al Jesús que había sido crucificado Dios lo resu­citó y «constituyó Señor y Cristo» (Hch 2,36). Ésta es la fe fundamen­tal de la Iglesia. El acontecimiento pascual de la muerte y la resurrec­ción de Jesús ofrece a los primeros cristianos una perspectiva nueva para comprender no sólo su situación religiosa, sino también la de la humanidad entera, incluidos los hombres que pertenecen a otras tradi­ciones religiosas. El misterio pascual de la muerte y la resurrección de Jesús representa la salvación operada en él por Dios para la humanidad entera. Pero mientras que la muerte de Jesús fue un acontecimiento histórico contenido en los límites de la historia, su resurrección, aun­que tuvo lugar en un tiempo preciso de la historia, trasciende la histo­ria, ya que es un acontecimiento esencialmente trascendente. Jesús, constituido por Dios como «el Cristo», se ha hecho «trans-histórico». Como tal, él es ya para la Iglesia cristiana la clave de comprensión del misterio de la salvación para todos los hombres. Es también el funda­mento de la fe apostólica: para ella él es el Mediador entre Dios y los hombres en el orden de la salvación (véase 1 Tm 2,5). En Cristo resu­citado Dios ha instaurado un orden nuevo en sus relaciones con la humanidad, cuyas consecuencias alcanzan a todos los hombres en sus diversas situaciones. La comunidad de los discípulos de Jesús que se fue formando sobre el cimiento de la fe pascual vive esta relación de salvación con Dios en Jesucristo de manera consciente y explícita; pero está igualmente convencida del significado salvífico del aconteci­miento pascual para la humanidad entera. Tal persuasión determinará la autocomprensión, por parte de la Iglesia cristiana, de su misión y de su función en el designio divino de salvación universal. A este respec­to escribe G. Odasso:

«A la luz del Señor resucitado la comunidad de los bautizados, del mismo modo que reconoce en Jesús el paradigma de su propia exis­tencia, así también capta en él los valores fundamentales que carac­terizan toda experiencia auténtica de lo divino. [...] Saber reconocer las dimensiones más auténticas de estos valores, hasta el punto de

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 59

comprender de modo sapiencial lo que el Nuevo Testamento testimo­nia de la experiencia de Jesús en su relación con el Padre y en su misión hacia los hombres [...] significa [...] reconocer que todos los hombres son llamados a ser partícipes del acontecimiento trascen­dente del Señor resucitado»22.

La Iglesia apostólica era muy consciente de que vivía de modo pri­vilegiado como comunidad de fe aquella relación de salvación con Dios en Cristo resucitado. De hecho, ella conoció la tentación experi­mentada en primer lugar por el pueblo de Israel, consciente de que había sido objeto de una elección especial por parte del Dios de la alianza, a saber, la tentación de una visión exclusivista de la propia situación con respecto a la salvación divina y, consiguientemente, del olvido de su vocación universalizadora. Por lo que respecta a la actitud de la Iglesia hacia los «paganos», los datos del Nuevo Testamento son complejos y ambivalentes23. En cambio, por lo que respecta a sus rela­ciones con el pueblo de Israel, mientras que durante decenios, como hemos sugerido antes, la Iglesia naciente permaneció en comunión con el pueblo judío y continuó compartiendo su tradición, su vida religio­sa y su culto, llegó un momento en que se produjo una dolorosa sepa­ración entre la religión madre y la religión hija. No nos corresponde a nosotros estudiar aquí las razones que provocaron la ruptura, ya sean de tipo humano y cultural, de tipo religioso, e incluso de fe. Pero hay que reconocer la verdad del alejamiento creciente entre Israel y lo que en aquel momento era ya el cristianismo, no sólo el «camino» de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles recuerdan que en Antioquía por primera vez los discípulos de Jesús fueron llamados «cristianos» (Hch 11,26). Una corriente de oposición mutua entre ambas comunidades de fe y religión se desarrollará progresivamente, como testimonia un cierto «antijudaísmo», reconocido por los estudiosos, ya presente en el Evan­gelio de Juan, y también en el de Mateo.

Pero aquélla no es, gracias a Dios, toda la verdad. Lo que nos importa en esta segunda parte del capítulo consiste en hacer intuir, a través de los textos clave del Nuevo Testamento, que el acontecimien­to pascual de Jesús, lejos de aislar a la Iglesia protocristiana en la segu­ridad de su situación privilegiada, la empuja a descubrir el significado verdaderamente universal del acontecimiento Jesucristo y, consiguien­temente, su presencia ya efectiva y salvífica en medio de los hombres

22. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., pp. 315-316. 23. Véase J. DUPONT, The Salvation ofthe Gentiles, Paulist Press, New York 1979.

Page 31: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

w EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

que se encuentran en otras situaciones religiosas. Hay en el Nuevo Testamento, como veremos más adelante, textos y afirmaciones que pueden ser interpretados de modo «exclusivo», como si la realidad de la salvación divina en Jesucristo fuese alcanzable sólo por los miem­bros de la comunidad cristiana bautizados en su nombre. Por consi­guiente, es preciso hacer ver exactamente de qué modo hay que enten­der tales declaraciones: afirmativamente, es decir, no exclusivamente. Igualmente es necesario hacer intuir de qué modo los textos del Nuevo Testamento ayudan a descubrir los valores religiosos positivos presen­tes y operantes en la vida religiosa de los «otros» y en las tradiciones religiosas a las que éstos pertenecen.

Lo que se debe explicar es cómo el poder salvífico del aconteci­miento pascual de Jesús llega a alcanzar a los miembros de las otras tradiciones religiosas. ¿Qué aportación puede dar la teología de la Iglesia apostólica, tal como fue consignada en el Nuevo Testamento, a propósito del significado de las otras tradiciones religiosas en orden a la salvación de sus miembros?

1. La Ley escrita en el corazón

El realismo de Pablo en la Carta a los Romanos, en el capítulo 1, con respecto a la universalidad del pecado, es bien conocido. El Apóstol declara que la ira de Dios recaerá sobre los paganos, porque no han reconocido su revelación permanente a través del cosmos (Rm 1,18-32). No obstante, es necesario observar de inmediato que los judíos incurren en la misma condena y sobre ellos recaerá el mismo juicio, a pesar de los nuevos dones recibidos por ellos (Rm 2,1-11). De hecho, Pablo observa desde el principio que todos los hombres están igual­mente sometidos al juicio divino, cualquiera que sea su situación reli­giosa, y recibirán recompensa o castigo según sus obras: «Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal; del judío prime­ramente y también del griego; en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego; que Dios es imparcial» (Rm 2,9-11). Pablo retoma aquí de modo paradigmático el gran principio enunciado ya con particular densidad en el Deute-ronomio (véase Dt 10,16-18), al que nos hemos referido varias veces.

El pasaje siguiente, empero, debe ser examinado atentamente por­que -como observa G. Odasso- comprende afirmaciones que «abren un horizonte particularmente fecundo para una reflexión teológica sobre las religiones presentes en la tierra. En particular, el análisis del texto pone de manifiesto que los gentiles son de algún modo alcanza-

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 61

dos por la realidad de la nueva alianza y, por tanto, por el poder salví­fico de la resurrección de Cristo»24. Se trata de la Ley escrita en el cora­zón de los gentiles (Rm 2,14-16). Aunque no han recibido la revelación bíblica, pueden obrar según la Tora. Lo hacen «naturalmente» (physei), es decir, espontáneamente. En efecto, demuestran que tienen escrita en su corazón la obra de la Ley (véase Rm 2,15). Tal Ley grabada en el corazón está constituida por el amor mismo, el agápé del Nuevo Testamento. Por consiguiente, no hay que entenderla en el sentido de la «ley natural», de una sensibilidad instintiva o innata cualquiera. Por el contrario, recuerda el conocido texto de Jr 31,31-34, donde se anun­cia la nueva alianza: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus cora­zones la escribiré» (Jr 31,33). Explica a este respecto G. Odasso: «También los gentiles, que no tienen la Tora, si actúan según su ins­tancia profunda, en otras palabras, si llevan una vida fundamentalmen­te inspirada en el amor mutuo auténtico, muestran que han sido alcan­zados por la promesa divina deja nueva alianza, que ha tenido su cum­plimiento en Jesús "Mesías y Señor"»25. Son alcanzados por la nueva alianza, por el misterio de la salvación en Jesucristo y, por tanto, están interiormente animados, de algún modo, por el Espíritu de Dios.

Es notable que el Apóstol de las gentes aplica a los mismos genti­les la «circuncisión del corazón» de la que se hablaba en Jr 4,4 a pro­pósito de los judíos: «Circuncidaos para el Señor, extirpad los prepu­cios de vuestros corazones». La circuncisión del corazón es sinónimo de la verdadera conversión. Ahora bien, Pablo la aplica a los gentiles que tienen escritas en el corazón las obras de la Ley: «Mas si el incir­cunciso guarda las prescripciones de la ley, ¿no se tendrá su incircun-cisión como circuncisión? Y, así, el que, siendo físicamente incircunci­so, cumple la ley, te juzgará a ti, que con la letra y la circuncisión eres transgresor de la ley, pues no está en el exterior el ser judío, ni es cir­cuncisión la externa, la de la carne. El verdadero judío lo es en el inte­rior, y la verdadera circuncisión, la del corazón, según el Espíritu y no según la letra. Ese es quien recibe de Dios la gloria y no de los hom­bres» (Rm 2,26-29). La implicación es clara: para el Apóstol, a los gentiles «que observan la Ley» les alcanza, de modo misterioso, la gra­cia salvífica manifestada en Cristo Jesús; ellos, aunque no lo sepan, viven «en el Espíritu», aun cuando de una forma no perfecta, justa­mente porque no ha sido transfigurada por la fe en el Señor resucitado.

24. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., p. 317; véase pp. 317-334, a las que se hace referencia en varias ocasiones.

25. Ibid., p. 322.

Page 32: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

62 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

G. Odasso pone de relieve las consecuencias de las afirmaciones paulinas en Rm 2,12-16 y 2,25-29, «para la reflexión teológica sobre las religiones»26. En primer lugar, teniendo en cuenta lo que afirma Pablo sobre la situación concreta de la vida religiosa de los «paganos» y de los gentiles, resulta claro que pueden tener la fe salvífica: habida cuenta de la falta de la fe explícita en Jesucristo, en el que el misterio de la salvación ha sido realizado por Dios, pueden tener al menos la fe implícita a través de «una opción fundamental por lo que respecta a lo Absoluto». Pero hay que decir más cosas. No se puede reducir la vida religiosa de los gentiles a un tipo de «religión natural». Y a este res­pecto Odasso cita a B. Stoeckle, donde éste escribe:

«La distinción abstracta y teórica entre conocimiento natural y sobre­natural de Dios (en sentido tradicional) no es válida para interpretar lo que distingue a las religiones extrabíblicas de la religión bíblica. La creación ha sido proyectada hacia Cristo. Lleva, por tanto, un dinamismo radical sobrenatural. De ahí que en los notables valores humanos de las religiones paganas se esté trasluciendo algo incom­parablemente mayor que el influjo de un "primer motor" indiferente frente a la salvación; se está trasluciendo en ellos una genuina gracia de Cristo, una auténtica comunicación sobrenatural de salvación»27.

Odasso observa también que en Pablo, y en general en el Nuevo Testamento, está presente una tensión entre el «sí a las religiones» y el «no a las religiones». Tal tensión se nota en la misma Carta a los Romanos entre 1,18-31, por un lado, y 2,12-16 y 2,25-29, por otro. Pero hay que entender dicha tensión teniendo presente la perspectiva fundamental del Nuevo Testamento, que proclama el carácter definiti­vamente victorioso de la salvación que Dios ha realizado con la muer­te y la resurrección de Cristo (véase Rm 5,12-21). Y Odasso concluye correctamente sus reflexiones sobre Rm 2 afirmando que la situación descrita por Pablo manifiesta la posibilidad real del diálogo de la Iglesia con las religiones. Este diálogo se presenta caracterizado por la reciprocidad:

«Si el Espíritu de Cristo está presente en el hombre que busca al Señor, si las diversas religiones, con sus modos de actuar y de vivir, con sus preceptos y sus doctrinas, "no pocas veces reflejan un deste-

26. lbid., pp. 329-334. 27. B. STOECKLE, «La humanidad extrabíblica y las religiones del mundo», en (J.

Feiner y M. Lohrer [eds.]) Mysterium Salutis. Fundamentos de la dogmática como historia de la salvación, vol. II, tomo II, Cristiandad, Madrid 1970, pp. J147-1170, aquí: p. 1165 (orig. alemán, 1967).

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 63

lio de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (Nostra aeta-te 2), parece que también los cristianos pueden encontrar, en el modo en que los pertenecientes a otras religiones profesan y viven su pro­pia dimensión religiosa, interpelaciones y experiencias que orientan hacia una comprensión más iluminada y un testimonio mayormente genuino de su propia fe»28.

2. El Dios desconocido

La predicación a los gentiles atribuida a Pablo en los Hechos, primero en Listra (Hch 14,8-18) y después ante el Areópago de Atenas (Hch 17,22-31), atestigua una actitud de apertura del «apóstol de los genti­les» frente a la «religiosidad» de éstos. En Listra, Pablo percibió que el hombre cojo de nacimiento que lo escuchaba «tenía fe para ser cura­do» y lo curó (Hch 14,8-11). Hablando de la religión de los griegos suplantada por la fe en Jesucristo, observa: «En las generaciones pasa­das [Dios] permitió que todas las naciones siguieran sus propios cami­nos; si bien no dejó de dar testimonio de sí mismo, derramando bienes, enviándoos desde el cielo lluvias y estaciones fructíferas, llenando vuestros corazones de sustento y alegría...» (Hch 14,16-17). Todo esto corresponde a la revelación de Dios por medio del cosmos de la que se habla en la Carta a los Romanos (Rm 1,18-32). La manifestación de Dios a través de la «naturaleza» es ya revelación divina.

El discurso de Pablo en Atenas (Hch 17,22-31) tiene un carácter más afirmativo. En él Pablo alaba el espíritu religioso de los griegos y les anuncia al «Dios desconocido» a quien adoran sin conocerlo. Cualesquiera que sean los problemas planteados por este pasaje -a pro­pósito, por ejemplo, de la paternidad paulina o lucana del discurso29-,

28. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., pp. 333-334. 29. Entre la abundante bibliografía cabe mencionar: J. DUPONT, «La rencontre entre

christianisme et hellénisme dans le discours á l'Aréopage», en (Pontificia Comisión Bíblica [ e d j ) Foi et culture á la lumiére de la Bible, Elle Di Ci, Leumann (Tormo) 1981, PP- 261-286; ID., Études sur les Actes des Apotres, Cerf, París 1967; ID., Nouvelles études sur les Actes des Apotres, Cerf, París 1984; L. LEGRAND, «The Missionary Significance of the Areopagus Speech», en (G. Gispert-Sauch [ed.]) God's Word among Men, Vidyajyoti Institute of Religious Studies, Delhi 1974, p p . 59-71; ID., «The Unknown God of Athens. Acts 17 and the Religión of the Gentiles»: Vidyajyoti 45 (1981), pp. 222-231; ID., «Aratos est-il aussi parmi les prophétes?», en La vie de la parole. De l'Ancien au Nouveau Testament. Études d'exégése et d'herméneutique bibliques ofertes á Pierre Grelot, Desclée de Brouwer, París 1987, pp. 241-258; ID., Le Dieu qui viera, op. cit., pp. 144-153. También ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., pp. 335-355; SONG, Jesús in the Power ofthe Spirit, op. cit., pp. 80-94.

Page 33: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

64 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

parece que seguramente el mensaje es que las religiones de las nacio­nes no están privadas de su valor, sino que encuentran en Jesucristo el cumplimiento de sus aspiraciones. Constituyen una preparación positi­va para la fe cristiana.

«Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: "Al Dios desconocido". Pues bien, lo que ado­ráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Hch 17,22-23). Después Pablo se refiere al único Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que «a todos da la vida, el aliento y todas las cosas» y «creó, de un solo principio, todo el linaje humano para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban» (Hch 17,25-27). Esto nos lleva a la doctrina de Rm 1 sobre la autorrevelación de Dios a todos los pueblos a través del cosmos, mediante la cual podían reconocerlo.

Pero aquí Pablo da un paso más, porque afirma la cercanía de Dios a todos los pueblos: «por más que [kaí ge] no se encuentra lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17,27). Para probar tal afirmación, Pablo cita una expresión sugerida por el poeta griego Epiménides (siglo vi a.C): «En él vivimos, nos movemos y existimos», y después cita a otro escritor griego, el poeta Arato (siglo m a.C), que había escrito: «Porque somos también de su linaje» (Hch 17,28). Aparte de todos los recursos retóricos y de toda apelación a la buena voluntad (captatio benevolen-tiae), esto equivale a reconocer en la tradición griega (platónica y estoi­ca) una auténtica «búsqueda de Dios». El hecho de que el diálogo se interrumpa cuando Pablo habla de la resurrección de Jesús (Hch 17,32), no cambia nada; ni significa que la aproximación de Pablo fracase, ya que Lucas añade: «Algunos se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos» (Hch 17,34). Por muy limitado que fuera el éxito de Pablo en Atenas, el discurso del Areópago inaugura una estrategia misionera basada en una aproximación positiva a la religiosidad de los griegos. La perspectiva de Hch 17, a propósito de la religión de los gentiles, nos presenta un mundo griego que espera al Dios desconocido y está pre­dispuesto para encontrarlo gracias a sus poetas-teólogos30.

30. L. LEGRAND, «Jésus et l'Église primitive. Un éclairage biblique»: Spiritus 138 (1981), pp. 64-77; véase especialmente pp. 75-76.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 65

Según expone G. Odasso en su obra varias veces citada, el discur­so en Atenas se presenta como el «paradigma» de la predicación a los gentiles y, en particular, al estrato culto de la sociedad. La frase: «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Hch 17,23b), tiene indudablemente una perspectiva positiva y hay que percibir co­rrectamente su función exacta dentro del discurso. En efecto, repre­senta la propositio del discurso, es decir, contiene el anuncio del tema que se va a desarrollar en \&probatio que se extiende del v. 24 al v. 29. Es, por tanto, la clave de interpretación de todo el discurso. Los genti­les adoran en una situación de «no conocimiento». Tal «ignorancia» tiene esencialmente una connotación religiosa. Ésta indica la ausencia de aquel «conocimiento» que constituye la experiencia de Dios y que es propia de quien vive en la experiencia de la resurrección. Odasso es­cribe: «La Iglesia es la comunión de la resurrección y de la revelación. Ella comprende que fuera de la luz de la revelación del Resucitado no se participa en aquella experiencia de la resurrección que, no obstante, actúa ya salvíficamente en el mundo y en la historia por el poder del Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos»31. El hom­bre, en la profundidad religiosa de su ser, puede abrirse a un encuentro con el mundo divino de un modo hasta tal punto auténtico que desa­rrolla una intensa experiencia de valores espirituales. Esto, empero, no resta nada al hecho de que el cristiano es portador de una luz de reve­lación que sólo la acogida del evangelio de Dios enciende en el cora­zón del hombre.

Así entendido, el discurso en el Areópago ofrece una aportación de indudable importancia para la comprensión cristiana de las religiones. Ante todo el texto permite comprender el valor positivo de la expe­riencia religiosa humana. La «búsqueda» de Dios es ya un don de Dios. Dios se revela para ser buscado. Tal búsqueda no se sitúa en el nivel filosófico, sino que connota una experiencia de fe. Además, la expe­riencia religiosa se vive -como ha notado de manera eminente K. Rahner32- dentro de una religión, de la que puede ser distinguida con-ceptualmente, pero no separada en la realidad. El discurso no olvida los límites, ni tampoco las desviaciones parciales posibles de la vida religiosa de otros y de las mismas religiones; de hecho, ve las religio­nes como realidades no completas en un nivel aún más profundo, a

31. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., p. 347. 32. K. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teolo­

gía, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 135-156; véase pp. 149-151 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. V).

Page 34: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

66 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

saber, en el nivel de la fe en el Señor resucitado que la Iglesia tiene la misión de anunciar. La Iglesia -que no puede identificarse nunca con el reino de Dios presente en el mundo- está llamada a dar testimonio de tal presencia del reino a través del anuncio del «evangelio» del Señor resucitado. También está llamada a discernir en el espíritu los valores evangélicos, las semillas «de verdad y de gracia» (Ad gentes 9) presentes en el camino religioso de la humanidad y en las tradiciones religiosas de los pueblos.

3. Dios no hace acepción de personas

También el ciclo petrino del libro de los Hechos de los Apóstoles refie­re algún episodio en el que Pedro -como sucede en el caso de Pablo-tuvo que aprender a superar las fronteras de su tradición religiosa. Es el complejo episodio en el que Pedro es llamado a predicar a la fami­lia del centurión Cornelio en Cesárea (Hch 10,1-11,18). Pedro, igual que Pablo, tuvo que encontrarse con la cultura y la religión de la gente que lo estaba llamando para escucharlo. Aquel encuentro casual de Pedro con la cultura y la religión de otros tiene varios aspectos. Lucas observa desde el principio que Cornelio era un «hombre piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia; daba muchas limosnas al pue­blo y continuamente oraba a Dios» (Hch 10,2). Tal actitud religiosa, loable en un «centurión de la cohorte Itálica», no podía sino suscitar el problema del valor de la vida religiosa de los «paganos». Pero a la dis­tinción religiosa se añade la de culturas diversas. Pedro tuvo que apren­der, en contraste con su religión, que no corresponde a los miembros de un grupo étnico y religioso declarar profanas e impuras las costum­bres de los «otros». Lo comprendió gracias a la extraña visión que tuvo antes de acudir a la casa del centurión: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano» (Hch 10,15). ¿Quién decide que un alimento es puro o profano? ¿Corresponde a la tradición, a la comunidad, o a las autoridades religiosas? En modo alguno. Corresponde, por el contra­rio, a Dios, al Dios que creó el cielo y la tierra (véase Gn 1,1). Pedro debió comprender lentamente que la visión que recibió del cielo esta­ba relacionada con el centurión romano que lo estaba invitando. Y del mismo modo, los animales que para él eran impuros y profanos, ¿acaso no estaban relacionados con los gentiles? ¿Cómo podían declarar pro­fanos a los gentiles, cuando son gentes llamadas puras por Dios? Pedro tuvo que reflexionar intensamente durante su viaje. De todos modos, al llegar a la casa de su anfitrión, declaró: «Vosotros sabéis que le está prohibido a un judío juntarse con un extranjero o entrar en su casa.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 67

Pero a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impu­ro a ningún hombre» (Hch 10,28). Pedro superó así la frontera de su judaismo y entró en el territorio de Dios en el que todos los pueblos son considerados puros, incluidos Cornelio, el centurión romano, y su familia. Una vez atravesado el límite, Pedro ve las cosas con una pers­pectiva diferente. Al comienzo de su discurso a la familia de Cornelio, declara: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la jus­ticia le es grato» (Hch 10,34-35). Intencionadamente Lucas pone de manera explícita en boca de Pedro el principio ya enunciado en el Deuteronomio (Dt 10,17) -citado anteriormente-, que Pablo había usado en la Carta a los Romanos: «Dios es imparcial» (Rm 2,11). Es obvio que tal principio sirve para la Iglesia apostólica como guía prin­cipal para superar toda barrera, construida por los hombres y sus tradi­ciones, y entrar así en el territorio de Dios, en su pensamiento por el que todos los hombres y los pueblos son iguales, todos igualmente cre­ados por él y destinados al mismo destino. Las diferencias de varios tipos, ya sean étnicas, culturales o religiosas, pesan menos que el ori­gen y el destino común de todos en Dios. Lo que cuenta primero es la justicia de un hombre «temeroso de Dios» (Hch 10,22).

Es obvio que este episodio, al igual que los recordados anterior­mente en los que Pablo cumplía la función de protagonista, nos ayuda a valorar el camino que toda la Iglesia apostólica tuvo que recorrer -no sin fatiga- para abrirse a una actitud positiva hacia la vida religiosa de los gentiles y sus tradiciones religiosas. C.S. Song hace el siguiente comentario:

«¡Fuera las condiciones religiosas para la salvación establecidas por la propia religión! ¡Fuera las divisiones del mundo entre lo sagrado y lo profano! ¡Fuera las separaciones de la gente entre puro e impuro! Por lo que a Dios se refiere, hay un solo Dios, que cuida de todos los pueblos, independientemente de su origen, de quiénes sean o de qué sean. Por lo que respecta a la salvación, en suma, Dios no prefiere injustamente una nación a otra. ¿No sería tal vez preciso escribir de nuevo la teología cristiana, y ciertamente la mayor parte de la misio-nología, desde el principio sobre la base de tal re-orientación feo-lógica, experimentada por Pedro?»33.

En los episodios antes recordados -el de la mujer cananea en la región de Tiro y Sidón, el del discurso en el Areópago de Atenas y, por

33. SONG, Jesús in the Power ofthe Spirit, op. cit., p. 98.

Page 35: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

68 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

último, el del centurión Conidio- los gentiles se convierten en la oca­sión para que Pablo, Pedro y hasta el mismo Jesús atraviesen las fron­teras de la verdad y de la salvación para entrar en el territorio de Dios, por quien todos son creados y salvados en Jesucristo. Una vez derrum­badas las barreras, se ven obligados a reconocer que Dios, a través de su Espíritu, está presente y actúa en todo el mundo, tanto fuera como dentro de la propia comunidad.

4. Dios quiere que todos los hombres se salven

Lo expuesto hasta ahora habrá mostrado que no faltan, ni en el pensa­miento del Jesús histórico ni en la teología de la Iglesia apostólica naciente, datos seguros sobre los cuales construir una valoración posi­tiva de la vida religiosa de gentiles y paganos, y también una teología abierta de las tradiciones religiosas a las que pertenecen. Con todo, tal actitud positiva hacia los «otros» no exige, de ningún modo, que se redimensione la afirmación central de la fe neotestamentaria y cristia­na sobre la unicidad constitutiva de Jesucristo como salvador universal de la humanidad. Ahora bien, aun cuando no hay que cuestionar tal afirmación de fe, es indispensable interpretarla correctamente, tenien­do en cuenta criterios exegéticos e históricos, en el contexto histórico de la Iglesia apostólica, y también en el contexto actual. Esto es lo que aún debemos explicar.

La afirmación neotestamentaria de la unicidad del hombre Cristo como «camino» (Jn 14,6), «único... mediador» (1 Tm 2,5), «único nombre» (Hch 4,12) en el que los seres humanos pueden encontrar la salvación, no se debe entender de tal modo que lleve a una teología exclusivista de la salvación. Se trata de una afirmación que no es abso­luta ni relativa, sino que se debe integrar en el conjunto del mensaje bíblico e interpretar en el contexto. A fin de cuentas, lejos de contra­decir la pluralidad religiosa, la fe en Jesús requiere adhesión y apertu­ra respecto a tal pluralidad.

El evangelista Lucas ha mostrado con gran talento narrativo la his­toria conflictiva dentro de la comunidad religiosa judía, que comenzó con el ministerio de Jesús y continuó en el ministerio de sus discípulos después de su muerte y resurrección. El ministerio de Jesús tuvo como objetivo revitalizar el verdadero espíritu de la religión que Jesús com­partió con su pueblo e inspirar una nueva visión de la actividad salví-fica de Dios, no sólo en el propio mundo religioso sino también en el mundo religioso exterior. En el discurso de Pedro ante el sanedrín,

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 69

compuesto por sacerdotes, escribas y ancianos, Lucas pone en boca de Pedro las siguientes palabras: «Porque no hay bajo el cielo otro nom­bre dado a los hombres por el que nosotros podamos salvarnos» (Hch 4,12). Tal proclamación de Pedro, interpretada fuera de su contexto, se ha convertido en el textus classicus para aquellos cristianos que afir­man que, si una persona no se convierte a Cristo y se hace miembro de la Iglesia cristiana, no se puede salvar. ¿Acaso no es cierto que tal pre­tensión contradice lo que el propio Jesús quiso durante toda su vida y en el curso de su ministerio? ¿Acaso no reduce el significado que tie­nen las otras religiones para la gente que vive fuera de la influencia del cristianismo? El problema consiste en el hecho de que el dicho de Pedro en su discurso al sanedrín es interpretado como una verdad intemporal, sin ninguna relación con su contexto histórico. El hecho, sin embargo, es que el texto es malinterpretado si se utiliza como punto de partida para una valoración negativa de las religiones34. También se usa de modo ilícito si se recurre a él para defender y apoyar una acti­vidad proselitista por parte del cristianismo. C.S. Song observa a este respecto:

«El hecho es que en este caso Pedro y los otros apóstoles no están implicados en actividades ni de diálogo interreligioso ni de proseli-tismo cristiano. El episodio nos muestra a unos judíos conversando con otros judíos. Los destinatarios son judíos y, en el capítulo 4, son, de modo muy específico, las autoridades del Templo. Es preciso tener claramente presente tal contexto inmediato del texto para comprender lo que Pedro quiere decir con lo que está diciendo»35.

El contexto es inter-judío o intra-judío. Se trata de saber «con qué poder» los discípulos pretendían haber realizado tal milagro. Tal poder ciertamente no les pertenecía; pertenece sólo a Dios. Esta observación tiene implicaciones importantes para quienes quieren deducir reflexio­nes críticas sobre la naturaleza de la fe cristiana y en orden a una recta valoración cristiana de las otras tradiciones religiosas. Si las palabras atribuidas por Lucas a Pedro en un contexto intra-judío se aplican en un contexto extra-judío, el resultado es una violación interpretativa del

34. Hch 4,12 no puede ser aislado, en la teología lucana, de los textos complementa­rios, especialmente de Hch 17,22-34, donde Pablo muestra una actitud muy posi­tiva en relación con la religiosidad griega. Véase H. FLENDER, St. Luke, Theologian of Redemptive History, SPCK, London 1967, sobre los textos comple­mentarios (doublets) que se interpretan recíprocamente en la teología lucana y no se pueden entender por separado.

35. SONG, Jesús in the Power ofthe Spirit, op. cit., p. 244.

Page 36: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

70 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

texto bíblico. En el contexto de Hch 4 el «debate» es exclusivamente intra-judío. No se trata de ninguna forma de tensión entre judíos y cris­tianos, sino de una tensión entre el establishment religioso judío y el pueblo. No se puede, por tanto, usar de modo indebido el texto para reivindicar a favor del cristianismo el acceso absoluto y exclusivo a la salvación divina. Dicho de otro modo:

«La confrontación entre las autoridades religiosas y los apóstoles del sanedrín es una confrontación entre la institución religiosa y el pue­blo de fuera, entre los que detentan el poder religioso y los sometidos a su poder, entre los dirigentes y los dirigidos, entre la clase privile­giada y la despreciada. Esto cambia totalmente el punto focal de la historia, que pasa de la imagen de Jesús como solo y único salvador -afirmado por la Iglesia cristiana- a la imagen de Jesús como amigo de los pecadores y portador de esperanza y de un futuro para los pobres y los oprimidos -imagen ésta que se revela de manera clara en los evangelios canónicos»36.

Y C.S. Song concluye: si esto es cierto, tanto aquellos cristianos que usan el texto «ningún otro nombre» para afirmar el papel supremo de la Iglesia cristiana en la salvación de la humanidad, como aquellos que lo rechazan como demasiado restrictivo y exclusivo, están en un error. Ninguno de estos dos grupos ha comprendido el centro focal de la historia. Lo que emerge con fuerza de la narración de Lucas es un conflicto, político y religioso al mismo tiempo, intra-judío. El sumo sacerdote preguntó: «¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso vosotros?» (Hch 4,7). Debemos tener presente la naturaleza política de la confrontación religiosa entre los apóstoles y las autori­dades religiosas. Para Pedro y los otros apóstoles hay sólo un nombre en toda la nación judía, pasada, presente y futura, que pueda hacer los milagros de curación, restablecer el verdadero espíritu de la religión judía y dar esperanza al pueblo sufriente. Este nombre es: Jesús. En un primer estadio después de la muerte y la resurrección de Jesús, los apóstoles hablan y actúan todavía como miembros de la comunidad religiosa judía, al igual que había hecho Jesús durante su vida y su ministerio. No son aún «cristianos», en el sentido de que no se sienten miembros de manera consciente de una Iglesia cristiana, desligada del judaismo. Son seguidores de Jesús que han recibido del Espíritu el poder de continuar su ministerio en medio de su pueblo. En definitiva, en la historia lucana, Pedro está diciendo a los dirigentes religiosos en

36. Ibid., p. 245.

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 71

el contexto intra-judío que «en ningún otro hay salvación», que «no hay otro nombre dado» a nosotros judíos, en el que esté establecido que podamos salvarnos (Hch 4,12). Pedro, en su testimonio frente al sanedrín, no inventa una teología cristiana de «ningún otro nombre». Tal teología se remonta a la Iglesia cristiana después del tiempo de Jesús. El propio Jesús se habría distanciado de ella, entendida en sen­tido absoluto y exclusivo. A él no le habría gustado saber que su nom­bre se usaba contra gente de otra confesión religiosa, y también le habría disgustado saber que su nombre se invocaba contra los funda­dores y creyentes de otras religiones. En definitiva, tal teología, tantas veces entendida por las Iglesias cristianas en sentido exclusivo y abso­luto, no hace justicia al ministerio de Jesús en favor del reino de Dios, porque él, en efecto, reconocía el valor positivo, a los ojos de Dios, de la experiencia religiosa de los otros y de las tradiciones religiosas en las que vivían su fe en el Dios del reino y de la vida.

No se debería sacar la conclusión -errónea- de que la Iglesia apos­tólica no afirmó la unicidad constitutiva de Jesucristo en el orden de la salvación. Pero hay que verificar claramente dónde y en qué términos fue hecha tal afirmación de fe por parte de la Iglesia apostólica, respe­tando los diversos contextos y, en cualquier caso, excluyendo toda ten­dencia exclusivista. La Primera carta a Timoteo es un testimonio claro de una afirmación madura por parte de la Iglesia apostólica sobre el papel insustituible de Cristo resucitado en el orden de la salvación en relación con toda la humanidad. El texto recomienda a la comunidad cristiana la oración litúrgica «por todos los hombres, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad» (1 Tm 2,1-2). Y prosigue: «Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la ver­dad. Porque [gár] hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,3-6).

Hay que hacer algunas observaciones con respecto al significado exacto de la «mediación» atribuida por la fe apostólica a Jesús resuci­tado, como se deduce del texto recién mencionado. En primer lugar, se observa que, mientras el hombre Cristo Jesús es llamado mediador, aquel que es «nuestro salvador» sigue siendo el Dios que está más allá de Cristo resucitado, como fuente primaria y última de la salvación de la humanidad. Jesucristo no sustituye al Padre. Como a través de toda su vida y su ministerio terrestre estuvo totalmente «referido» al Padre, orientado hacia él, centrado en él, así también su función de mediador, nuevamente recibida del Padre en su resurrección, lo mantiene en una

Page 37: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

72 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

relación de total orientación y dependencia con respecto a su Padre. La «voluntad salvífica» universal respecto a la humanidad entera no se atribuye a Cristo resucitado, sino a Dios. Esa voluntad divina universal es el elemento «absoluto» que constituye la salvación del mundo; es también el punto focal para una comprensión correcta de la afirmación de fe respecto a la salvación humana. En tal afirmación de universali­dad subyace el principio básico, ya afirmado en el Antiguo Testa­mento, de la no parcialidad de Dios (Dt 10,17), principio puesto de relieve por Pedro en su testimonio ante el centurión Cornelio («Dios no hace acepción de personas»: Hch 10,34) y por Pablo en la Carta a los Romanos («Dios no es parcial»: Rm 2,11). A ambos apóstoles tal prin­cipio les sirvió de fundamento para que reconocieran la presencia ope­rativa de la salvación divina más allá de las fronteras de su pueblo y de su religión. La «mediación» de Cristo resucitado, puesta de relieve en la Primera carta a Timoteo, lejos de contradecir tal afirmación, la con­firma y la presupone.

El texto nota a este respecto que la función mediadora de Cristo resucitado está basada en la voluntad universal de salvación por parte de Dios. Es, por así decir, su expresión concreta y visible, su sacra­mento; representa, en efecto, el testimonio dado por el mismo Dios a los hombres de la seriedad de su designio salvífico. Dios quiere efi­cazmente la salvación de todos los hombres. Es lo que revela la rela­ción entre la voluntad divina y la mediación de Cristo, como indica el uso de la preposición (gár): «Dios quiere que todos los hombres se sal­ven... porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5). La unicidad constitutiva de Jesucristo, mediador universal de salvación, no cancela ninguno de los elementos positivos afirmados en el Nuevo Testamento -ni en el nivel del Jesús histórico, ni tampoco en el nivel de la Iglesia apostólica- sobre la vida religiosa y las tradiciones religiosas de los «otros». De hecho, explica que la eficacia de la salvación, hecha ya operativa dentro de ellas, se debe a la presencia universal y eficaz de Cristo resucitado, que se ha hecho «trans-histórico» a través del misterio pascual de su muerte y resurrección. Toda interpretación exclusivista de la mediación de Cristo, según la cual habría que excluir y negar cualquier valor positi­vo de otras figuras salvíficas y también de las otras tradiciones religio­sas del mundo, carecería de fundamento tanto bíblico como teológico.

Habría que hacer observaciones similares sobre otros textos del Nuevo Testamento en los que se afirma la unicidad constitutiva de Jesucristo como mediador universal de salvación. Un caso de este tipo lo constituye el pasaje en el que el Evangelio de Juan pone en boca de

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 7 3

Jesús las siguientes palabras: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). La mediación de Jesucristo como «el camino» hacia el Padre no impide que las otras tradiciones religiosas puedan ofrecer a sus seguidores «caminos de salvación» por medio de los cuales opere, si bien oculta e imperfectamente, el cami­no constituido por Jesucristo; ni tampoco que los fundadores y las figu­ras salvíficas de las otras tradiciones religiosas puedan servir, de modo inconsciente e incompleto, como «indicadores» hacia la salvación rea­lizada en aquel que ha sido personalmente constituido por Dios como el único camino hacia sí mismo. La única mediación de Cristo no obs­taculiza las «mediaciones parciales» -de las que hablaremos más ade­lante- presentes y operantes en otras tradiciones y que derivan de Cristo su significado y su poder salvífico.

Ésta es también la razón por la que la gran misión universal, con­fiada por Cristo resucitado a la Iglesia naciente, no se debe entender en sentido exclusivista, como si quien no hubiera oído el evangelio de Jesucristo y no lo hubiera seguido estuviese fuera de la salvación. Los textos de los evangelios y el de los Hechos (Mt 28,18-20; Me 16,15-18; Le 24,47-49; Jn 20,21-23; Hch 1,8) no la entienden en tal sentido. Es preciso observar que los diferentes textos ponen de relieve aspectos diversos de la misión confiada a los discípulos: En Lucas se trata de «testimoniar / ser testigos» (martyréin: Le 24,48; Hch 1,8); en Juan, de «perdonar los pecados» (Jn 20,23); en el «final de Marcos», de «anun­ciar el evangelio [kéryssein tó euangélion] a toda criatura» (Me 16,15). Y se añade: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Me 16,16). No se dice que sin el bautismo no hay salva­ción, sino que ésta no es posible sin la fe. En Mateo, si nos atenemos a una traducción exacta del texto, se trata de «hacer discípulos [mathétéuein] en todas las naciones, bautizándolos [a los discípulos, no a las naciones]... [y] enseñándoles...» (Mt 28,19-20). Se impone una cierta cautela en la interpretación de estos textos, al menos si se pre­tende sacar la conclusión teológica de que todos necesitan concreta­mente el bautismo para la salvación. Aquello sin lo cual no hay salva­ción es la fe; y tal fe hay que entenderla como la fe en el Dios de la vida y del reino de Dios; la fe explícita en Jesucristo es un don nuevo concedido por Dios. La primera pertenece al ser de la salvación; la otra a su bondad. La primera actúa de antemano sobre la otra, hacia la cual permanece constitutivamente dirigida. Si no fuese así, el evangelio de Jesucristo no sería -ni podría ser- «buena nueva» para todos los hombres.

* * *

Page 38: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

74 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

A modo de conclusión bastará con hacer algunas observaciones impor­tantes sobre el modo en que se debe -y no se debe- leer y entender el mensaje bíblico sobre las religiones del mundo en el pensamiento del Jesús histórico y de la Iglesia naciente.

Una primera observación consiste en que debemos abstenernos de una lectura directa y exclusivamente «cristiana» de los evangelios, como si todo lo que en ellos dice y hace Jesús se refiriese exclusiva­mente a los «cristianos». Tal lectura pecaría gravemente por falta de perspectiva histórica y caería en una especie de anacronismo histórico. Un caso claro de semejante lectura exclusivamente cristiana -al que se ha hecho referencia antes- es el del «sermón de la montaña» y, en par­ticular, las bienaventuranzas. Estas no hay que entenderlas exclusiva­mente como la carta magna de la vida cristiana (que no se referiría a los «otros»), sino más bien como la carta magna del reino de Dios, abierto a todos independientemente de la confesión religiosa, y del que todos pueden llegar a ser miembros de pleno derecho a través de la fe y la conversión a Dios.

Una segunda observación, no menos importante, tiene que ver con la necesidad de abstenerse de toda lectura que tienda hacia el exclusi­vismo, donde las declaraciones bíblicas se hacen afirmativamente y no exclusivamente. Decir que la Iglesia cristiana fundada sobre Jesús tiene una función insustituible respecto al reino de Dios y la salvación en Cristo no equivale a decir que ella posee el monopolio de la salva­ción y de la gracia. Decir que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres no lleva, como consecuencia necesaria, a añadir que no hay valores salvíficos y semillas «de verdad y de gracia» (Ad gentes 9) fuera de él, e incluso eventualmente «mediaciones parcia­les», relacionadas con su mediación. La teología cristiana ha pecado a menudo por interpretar en sentido exclusivista declaraciones bíblicas hechas afirmativa, no exclusivamente. El papel insustituible de la Iglesia en relación con la salvación se convirtió en las manos de los teólogos, y hasta en la doctrina oficial de la Iglesia, en la exclusión de toda posibilidad de salvación fuera de ella: Extra Ecclesiam nulla salus. Tal inflación de la verdadera importancia de afirmaciones de fe ha producido daños enormes en las relaciones del cristianismo con las otras tradiciones religiosas, y también en el mismo mensaje cristiano.

Una tercera observación se refiere más directamente al modo de interpretar los datos bíblicos sobre la vida y la experiencia religiosa de los «otros» y sobre el valor de sus tradiciones religiosas. Hay una ten­dencia, todavía presente en el debate teológico sobre las religiones, a reducir a priori a la condición de dones de la «naturaleza» -es decir, a

JESÚS, LA IGLESIA APOSTÓLICA Y LAS RELIGIONES 7 5

algún conocimiento «natural» de Dios innato en el mismo hombre y a una «ley natural» instintiva impresa en él- los dones «sobrenaturales» que les ha otorgado el Dios de la vida, de la verdad y de la gracia. Un ejemplo a este respecto es el de la «Ley escrita en los corazones» de los «paganos» y los gentiles según la carta de Pablo a los Romanos. Tal reduccionismo sigue con frecuencia teniendo consecuencias muy negativas sobre la valoración que se está haciendo de las otras tradi­ciones religiosas y de su significado en el plan divino para la humani­dad. En una formulación tomada de G. Odasso, tal actitud llena de pre­juicios impide el reconocimiento, por parte de la teología y de los teó­logos, de la verdadera naturaleza de las tradiciones religiosas del mun­do como «dones de Dios» a todos los pueblos de la tierra. A este res­pecto escribe, a modo de conclusión de su investigación sobre las «Perspectivas bíblicas para la teología de las religiones»:

«Que las religiones son diferentes expresiones del designio de Dios es un dato ya adquirido, justamente porque, como se deduce de las perspectivas abiertas por los textos del Antiguo y del Nuevo Testa­mento, son sobre la tierra un don de Dios a todas las gentes y, por tanto, signo de la presencia salvíficamente operante de la Sabiduría. De ello se sigue que las religiones, como expresiones del designio divino, se encuentran necesariamente en relación con la resurrección de Cristo, precisamente porque ésta representa el cumplimiento defi­nitivo del designio salvífico de Dios»37.

37. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit., p. 372 (la cursiva es nuestra).

Page 39: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

2 En la encrucijada del concilio Vaticano n

Como hemos anunciado en la introducción del libro, damos aquí un salto enorme del siglo i al siglo xx. Hemos expuesto de forma sintéti­ca, con sus altibajos, el desarrollo de las actitudes concretas y de las valoraciones teológicas que han caracterizado la parte más amplia de la historia de la Iglesia con respecto a las otras tradiciones religiosas. Queremos ahora aproximarnos más al tiempo presente. El Vaticano n fue, como todos sabemos, el acontecimiento doctrinal más importante del siglo pasado en la vida de la Iglesia católica. Con todo, el concilio no cayó del cielo sin preparación y sin un esfuerzo notable por parte de los teólogos. En este capítulo se trata de situar tal acontecimiento pro­videncial para el futuro de la Iglesia en su contexto histórico. ¿Hasta qué punto fue preparado el concilio por los movimientos de renovación -exegético, patrístico, teológico, litúrgico- especialmente por lo que respecta a las otras religiones? ¿Qué teología de las religiones propo­nían los teólogos católicos durante los decenios que precedieron al acontecimiento conciliar? ¿Cuál es el alcance exacto de las afirmacio­nes hechas por el concilio sobre el significado de las tradiciones reli­giosas? ¿Cómo interpretarlo y valorarlo de forma objetivamente co­rrecta? ¿Cuál fue el eco de la enseñanza del concilio en la doctrina ofi­cial de la Iglesia después del acontecimiento conciliar? Transcurridos casi cuarenta años desde la conclusión del concilio, ¿qué acogida ha tenido aquella doctrina en la vida concreta de la Iglesia y en la teolo­gía de las religiones que se está elaborando en los últimos años? Estas y otras cuestiones similares deben ser examinadas detalladamente antes de abordar el estado actual de la investigación teológica a este respecto, en el capítulo siguiente.

Hemos afirmado, si bien rápidamente, que durante siglos la pers­pectiva teológica en relación con las religiones fue la de la posibilidad de la salvación individual de las personas que no han oído ni recibido el mensaje cristiano. Durante el periodo que examinamos aquí se am­plía la perspectiva para incluir las religiones consideradas en sí mismas

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 7 7

en sus relaciones con el cristianismo. En el capítulo siguiente se recor­dará que, en el debate teológico sobre las religiones, es ya clásica una distinción entre tres paradigmas principales: el exclusivismo (o ecle-siocentrismo), el inclusivismo (o cristocentrismo) y el llamado «plura­lismo» (o teocentrismo). Por lo que respecta a la teología católica pre-conciliar de las religiones tomada en consideración en este capítulo, se puede decir tranquilamente que encaja casi por completo en la catego­ría del inclusivismo. Esto no quiere decir que no hubiera teólogos cató­licos que se adhirieron al paradigma del exclusivismo, más o menos ins­pirado en la «teología dialéctica» de K. Barth, para quien las otras reli­giones no son más que intentos humanos idolátricos de autojustifica-ción, pues sólo la fe en Jesucristo puede salvar. Pero tales teólogos son las raras excepciones que confirman la regla. En cambio, el exclusivis­mo aparece bastante extendido entre grupos protestantes «evangélicos».

La gran mayoría de los teólogos católicos durante aquel periodo reconocieron una relación positiva entre las otras religiones y el cris­tianismo. Se preguntaban, como había sugerido la tradición antigua, si estas religiones podían ser consideradas, todavía actualmente, una «preparación para el evangelio» (praeparatio evangélica) -según la expresión de Eusebio-. Y, si lo eran, ¿en qué sentido? Lejos de ser un obstáculo para la fe, ¿podían las religiones ser vistas como realidades capaces de abrir a las personas a la revelación de Dios en Jesucristo? ¿Incorporaban dentro de ellas la expresión del deseo innato de la per­sona humana de unirse a Dios, y constituían -por así decir- una «ada-raja» hacia la revelación cristiana (anima naturaliter christiana, según la expresión de Tertuliano)? En pocas palabras, ¿tenían con el cristia­nismo la misma relación que la naturaleza tiene con lo sobrenatural, que no destruye la naturaleza sino que la perfecciona (gratia non des-truit sed perficit naturam)! ¿La misma relación de la «potencia» con el «acto», de la aspiración con el cumplimiento, de la sombra con la realidad?

Otros se preguntaban si las religiones no ofrecían alguna aporta­ción -pero ¿cuál?- al misterio de la salvación en Jesucristo de sus miembros. Los que se habían salvado en Jesucristo ¿se habían salvado dentro o fuera de sus religiones, a pesar de ellas o, de alguna forma misteriosa, en virtud de ellas? ¿Qué papel positivo desempeñaban entonces -si lo desempeñaban- las otras religiones dentro del misterio de la salvación en Jesucristo de sus seguidores? En definitiva, ¿se podía decir que eran «medios» o «caminos» de salvación? Y, si la res­puesta era afirmativa, ¿en qué sentido? ¿Había, pues, una «salvación sin el evangelio»?

Page 40: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

78 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Se trataba de cuestiones importantes, que empezaron a atraer la atención de los teólogos desde el periodo preconciliar, y que continua­rían centrando su interés también después, hasta que en años más recientes se les abrió una perspectiva aún más amplia, la que hemos llamado «perspectiva del pluralismo religioso». Mas las soluciones relativas a la posibilidad de una relación positiva entre las otras reli­giones y el cristianismo, y al posible papel desempeñado por ellas en el misterio de la salvación de sus adeptos, fueron variadas.

A costa de alguna simplificación, las diversas posiciones pueden ser agrupadas en dos categorías que representan en realidad dos pers­pectivas discrepantes.

Por una parte, estaban aquellos para los cuales las diversas religio­nes de la humanidad representaban el deseo innato del ser humano de unirse a lo Divino, deseo del que existen varias expresiones en las diversas culturas y áreas geográficas del mundo. Según esta perspecti­va, Jesucristo y el cristianismo denotan, en cambio, la respuesta perso­nal de Dios a esta aspiración humana universal. Mientras que todas las demás religiones no son más que expresiones variadas del homo natu-raliter religiosus y, por tanto, de la «religión natural», el cristianismo, como respuesta divina a la búsqueda humana de Dios, constituye la «religión sobrenatural». A esta primera posición se le ha dado con fre­cuencia el nombre de «teoría del cumplimiento». Según esta teoría, la salvación en Jesucristo llega a los miembros de las otras religiones como una respuesta divina á las aspiraciones religiosas humanas expresadas por cada persona a través de su propia tradición; de por sí, sin embargo, tales tradiciones religiosas no desempeñan ningún papel en este misterio de salvación.

Según la otra posición, las diversas religiones de la humanidad representan, por el contrario, en sí mismas intervenciones específicas de Dios en la historia de la salvación. Pero estas intervenciones divinas en la historia están ordenadas al acontecimiento salvífico decisivo en Jesucristo. Dadas sus potencialidades, han desempeñado un papel positivo antes del acontecimiento Cristo, como praeparatio evangéli­ca; es más, conservan todavía hoy un valor positivo en el orden de la salvación en virtud de la activa presencia dentro de ellas, y de algún modo, por medio de ellas, del misterio salvífico de Jesucristo. Podemos llamar a esta teoría, a falta de expresiones mejores, «teoría de la presencia de Cristo en las religiones» o de la «presencia inclusiva de Cristo». Ciertamente el misterio salvífico es único. Pero todas las demás tradiciones religiosas son puestas en relación, en virtud del designio salvífico divino del que forman parte, con tal misterio, res-

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 79

pecto al cual representan, cada una a su manera, un ordenamiento o preparación providencial. Por tanto, ninguna religión es puramente natural. En toda religión se encuentra, históricamente, una interven­ción divina en la historia de las naciones, y se reconoce una presencia existencial del misterio de la salvación en Jesucristo. Por consiguiente, todas las religiones son, por más de un motivo, sobrenaturales.

Como indican las «etiquetas» asignadas a las dos posiciones repre­sentativas de la teología católica preconciliar, el debate se ha despla­zado de la cuestión predominantemente eclesiológica de la salvación dentro o fuera de la Iglesia a la de la salvación consciente o incons­ciente en Jesucristo en la situación concreta de las personas en su pro­pia tradición religiosa, es decir, desde un punto de vista primariamen­te eclesiocéntrico a una perspectiva más destacadamente cristocéntri-ca. La pregunta inmediata ya no es qué sucede fuera «del arca» de la salvación que es la Iglesia, sino cómo Jesucristo y su misterio llegan a los que no lo conocen.

Él presente capítulo se divide en tres partes principales. La prime­ra examina la presencia en la teología preconciliar de las dos teorías mencionadas: la del «cumplimiento» y la de la «presencia inclusiva de Cristo». La segunda parte analiza la doctrina conciliar sobre el valor de las tradiciones religiosas. La tercera parte sigue la evolución de la doc­trina conciliar en el magisterio postconciliar para verificar su «recep­ción» y los eventuales desarrollos posteriores.

I. La teología sobre las religiones anterior al Vaticano II

1. La teoría del cumplimiento: el binomio J. Daniélou - H. de Lubac

Jean Daniélou puede ser considerado el primer representante occiden­tal de la «teoría del cumplimiento». Desde principios de los años cua­renta hasta los años setenta del siglo xx escribió abundantemente sobre este tema1. La perspectiva desde la que observa las tradiciones religio­sas del mundo es, inequívocamente, la del designio de Dios para la sal-

1. Véase principalmente J. DANIÉLOU, II trastero della salvezza delle nazioni, Morcelliana, Brescia 1954 (orig. francés, 1946); ID., Les saints «paiens» de VAnden Testament, Seuil, París 1956; ID., // mistero dell'avvento, Morcelliana, Brescia 1958; ID., El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1963 (orig. francés, 1953); ID., Miti pagani, mistero cristiano, Arkeios, Roma 1995; ID., La fede cristiana e l 'uomo di oggi, Rusconi, Milano 1970.

Page 41: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

80 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

vación de la humanidad en Jesucristo, tal como es entendido por la fe cristiana. En este contexto, Daniélou se pregunta qué puede tener que decir el cristianismo con respecto a las religiones con las que se ha encontrado en el pasado y con las que se encuentra cada vez con más frecuencia en los tiempos modernos. Un hilo conductor de su pensa­miento es una teología de la historia como manifestación progresiva de Dios a la humanidad. Pero la historia de la salvación en sentido propio se limita, según Daniélou, a la tradición judeo-cristiana, que comienza con la revelación personal de Dios a Israel a través de Abrahán y Moisés, recorre toda la historia del pueblo elegido y culmina en Jesu­cristo, cuyo mensaje de salvación ha sido confiado a la Iglesia. Todo lo que precede a la manifestación personal de Dios en la historia, aunque se halla ya inscrito en el único designio de Dios para la humanidad, puede ser definido en el mejor de los casos como «pre-historia» de la salvación. El término «pre-historia» es aplicable también a cualquier experiencia religiosa que pueda encontrarse hoy, fuera de la tradición judeo-cristiana, en las religiones del mundo. Así pues, ¿cuál es el exac­to significado y valor de las religiones del mundo? ¿En qué sentido representan una «preparación para el evangelio»?

Daniélou traza una clara distinción entre la naturaleza y lo sobre­natural o, de forma equivalente, entre religión y revelación. Las reli­giones «no cristianas» pertenecen al orden de la razón natural, la reve­lación judeo-cristiana al de la fe sobrenatural. Se trata de órdenes dife­rentes. La alianza «cósmica» es equivalente a la manifestación de Dios a través de la naturaleza, aunque, en el orden concreto (sobrenatural) de la realidad, está ya ordenada a su manifestación personal en la his­toria. La alianza cósmica manifiesta la presencia constante de Dios en la creación y es simbolizada, en el episodio de Noé en el Génesis, por el arco iris, signo de la «alianza perpetua entre Dios y todo ser vivo, toda la vida que existe sobre la tierra» (Gn 9,8-17; véase v. 16).

Es esta fidelidad de Dios en el curso de la naturaleza la que Pablo tiene presente cuando escribe, en la Carta a los Romanos, que a través de la naturaleza Dios se había manifestado a todos los seres humanos, como Creador de todas las cosas (Rm 1,19-20). Pablo añade, como una afirmación general, que los seres humanos eran culpables por no haber reconocido a Dios en las cosas que había creado (Rm 1,20-21). Cayeron víctimas del politeísmo y la idolatría. Daniélou ve aquí la des­cripción de la situación de todos los que se encuentran dentro de las religiones no cristianas. El conocimiento de Dios al que tienen acceso es el correspondiente al orden de la naturaleza, bien llegue a ellos a tra­vés del mundo creado, bien los alcance a través de la voz de la con-

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 81

ciencia personal. Cuando las personas reconocieron a Dios como Creador, adquirieron un conocimiento válido y natural de él; en cam­bio, cuando no reconocieron a su Creador, sus mentes quedaron ente­nebrecidas y se hicieron sin-Dios. En el primer caso, conocieron a Dios, aunque su conocimiento quedó limitado al orden de la naturale­za; en el caso contrario, «cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la imagen y la figura del hombre corruptible...» (Rm 1,23).

Las religiones del mundo, tal como las conocemos históricamente, son una mezcla de verdad y falsedad, de luz y tinieblas, de conducta recta y modos malvados. Pertenecen al orden de la «religión cósmica», representan el elemento correspondiente a la «alianza cósmica». Esta alianza, si bien es parte del designio de Dios para la humanidad y el mundo, sirve sólo como substrato para la revelación personal de Dios en la historia. Representa la «pre-historia» de la salvación. Entre la alianza cósmica y la histórica subsiste una cierta continuidad, ya que la primera cumple la función de necesario fundamento de la segunda; pero la intervención gratuita de Dios en la historia inaugura un nuevo orden, que determina una discontinuidad aún mayor que la continuidad.

Sin duda, algunos de los que vivieron bajo el régimen de la alian­za cósmica «agradaron a Dios»; lo prueban los «santos paganos» recordados por el Antiguo Testamento2 y cuya fe es ensalzada por la Carta a los Hebreos (Hb 11). La Biblia no dice cuántos fueron, pero el Antiguo Testamento y Pablo en la Carta a los Romanos describen con elocuencia las pérfidas costumbres en que cayeron las naciones. De todos modos, si hay que encontrar en las religiones del mundo una «preparación para el evangelio», ésta tiene lugar en la mejor de las hipótesis bajo forma de «substrato», dentro de la naturaleza, del com­promiso personal de Dios a favor de la humanidad en la historia de Israel y finalmente en el acontecimiento Jesucristo, cima de la historia de la salvación.

En cualquier caso, las religiones «cósmicas» -término bajo el que se incluyen todas las religiones del mundo, excepto las tres religiones «monoteístas»: judaismo, cristianismo e islam- no son más que elabo­raciones humanas de un conocimiento de Dios obtenido a través del orden de la naturaleza. Como tales, fueron incapaces en el pasado, y siguen siéndolo hoy, de conducir a la fe salvífica, que puede provenir sólo de la intervención misericordiosa de Dios en la vida de las perso­nas. En sí mismas, carecen de poder salvífico; representan, en el mejor de los casos, diversas expresiones, dentro de culturas diferentes, de la

2. Véase DANIÉLOU, Les saints «pdiens» de l'Ancien Testament, op. cit.

Page 42: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

82 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

aspiración de la persona humana hacia un Ser Absoluto. En realidad, en el ámbito de la historia de la salvación se han vuelto «doblemente anacrónicas», porque han sido superadas, primero por el judaismo y después, de forma aún más definitiva, por el acontecimiento Cristo y el cristianismo. Son «reliquias anticuadas» de un periodo histórico pasa­do. «Su pecado es un pecado de persistencia»3. En una palabra, son «religión natural», en cuanto opuesta al cristianismo, la única «religión sobrenatural» que conserva todavía hoy (a diferencia del judaismo) su validez salvífica. El cristianismo es el medio universal de la salvación; y es también el camino normativo. Si la salvación es posible para los «no cristianos» fuera de la Iglesia, esto representa siempre y de todas formas una «situación límite», de la que no se puede deducir ninguna consecuencia acerca de un papel positivo de las religiones no cristia­nas en el orden de la salvación.

Alguna cita del mismo Daniélou puede ser útil para resumir toda esta cuestión. A propósito del carácter único del cristianismo, escribe:

«El cristianismo no es un esfuerzo del hombre hacia Dios. Es un poder divino que realiza en el hombre lo que se halla muy por enci­ma del hombre: el esfuerzo del hombre será tan sólo una respuesta a ese poder, y es éste un segundo rasgo de su trascendencia».

«Es aquí donde palpamos la diferencia esencial: lo que constituye el contenido propio del cristianismo, lo que de hecho establece su tras­cendencia, es Jesucristo, Hijo de Dios, que nos trae la salvación. Las religiones naturales -y esto tiene pleno valor en ellas- nos atestiguan el movimiento del hombre hacia Dios; el cristianismo es el movi­miento de Dios hacia el hombre, al que viene a hacer suyo en Jesucristo para conducirlo hacia Sí»4.

La teoría del cumplimiento propuesta por Daniélou ejerció una profunda influencia. Como veremos más adelante, la tendance Daniélou [o «tendencia Daniélou»] ha influido profundamente en el magisterio de la Iglesia, y se encuentra aún en algunos documentos posteriores al Vaticano n.

Henri de Lubac llegó a la teología de las religiones a través de los estu­dios comparativos entre algunos «aspectos del budismo» y el cristia-

3. Véase D. VELIATH, Theological Approaches and Understanding of Religions. Jean Daniélou and Raimundo Panikkar. A Study in Contrast, Kristu Jyoti College, Bangalore 1988, p. 76.

4. DANIÉLOU, El misterio de la historia, op. cit., pp. 151-152, 155-156.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 83

nismo, estudios en los cuales puso de manifiesto, con simpatía pero también con gran lucidez y evitando toda complacencia, dos concep­ciones aparentemente irreconciliables del recorrido de la persona humana hacia la liberación dentro de dos cosmovisiones diferentes5. Al comienzo de su carrera, De Lubac había publicado trabajos sobre el misterio de lo sobrenatural -primero un estudio histórico de la tradi­ción y después una monografía sistemática6- y estos estudios lo habí­an preparado para cotejar el cristianismo con las otras religiones y para poner de relieve la singularidad y la unicidad del primero en relación con las otras, tanto en el nivel doctrinal como en el de la mística.

Desde su estudio clásico sobre el Catolicismo, De Lubac había escrito sobre la «absoluta novedad» representada por el cristianismo en la historia religiosa de la humanidad:

«El cristianismo aporta al mundo algo absolutamente nuevo. Su con­cepción de la salvación no es sólo original en relación con la de las religiones que rodearon su nacimiento: está constituida por un hecho único en la historia religiosa de la humanidad. [...] En esta sinfonía [concert] universal [de las religiones], sólo el cristianismo afirma, simultánea e indisolublemente, un destino trascendente para el hom­bre y un destino común para la humanidad. Toda la historia del mundo es la preparación de este destino. Desde la primera creación hasta la consumación final [...] se realiza un único proyecto divino»7.

Como sucedía ya en Daniélou, también en De Lubac la relación entre las religiones del mundo y el cristianismo representa la estructu­ra que distingue -sin separarlas- la naturaleza de lo sobrenatural. Lo sobrenatural, aun siendo absolutamente gratuito por parte de Dios, satisface el deseo natural de la persona humana de unirse a lo Divino. Ambas realidades se unieron íntimamente en Jesucristo. En él y por él, lo sobrenatural no sustituye a la naturaleza, sino que la informa y la transforma. Lo mismo vale para la relación entre las religiones del mundo y el cristianismo. Tampoco en este caso hay competencia entre éste y aquéllas. Como encarnación de la gracia de Dios en Jesucristo, el cristianismo es la religión sobrenatural. De ello no se sigue que las otras religiones estén privadas de toda verdad y bondad, pues la gracia

5. H. DE LUBAC, Aspects du Bouddhisme, 2 vols., Seuil, París 1951-1955; ID., La ren-contre du Bouddhisme et de l'Occident, Aubier, París 1952.

6. ID., Surnaturel. Études historiques, Aubier, París 1946; ID., El misterio de lo sobrenatural, Estela, Barcelona, 1970; Encuentro, Madrid 1991 (orig. francés, 1965).

7. ID., Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, Cerf, París 1952, pp. 107-110.

Page 43: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

84 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«no destruye la naturaleza». No obstante, como la naturaleza humana es al mismo tiempo creada y pecaminosa, las religiones del mundo contienen al mismo tiempo «semillas de la Palabra» y elementos espu­rios, huellas de Dios y rastros de pecado. Sin entrar en conflicto con ellas, el cristianismo desvela sus valores positivos; al asumirlas, las purifica y las transforma8.

La relación entre el cristianismo y las religiones del mundo y, en particular, la forma en que la salvación en Jesucristo llega a los «no cristianos», están expuestas en un breve capítulo del libro titulado Paradoja y misterio de la Iglesia9. Según la teoría del cumplimiento, que De Lubac hace suya, el misterio de Cristo llega a los miembros de las otras tradiciones religiosas bajo la forma de una respuesta divina a la aspiración humana a la unión con lo Divino, pero las tradiciones reli­giosas en sí mismas no desempeñan ningún papel en este misterio de salvación. De Lubac explica que atribuirles un valor salvífico positivo equivaldría a enfrentarlas con el cristianismo, ensombreciendo la uni­cidad de éste. Observa, citando a Pierre Teilhard de Chardin, que el designio divino debe ser un designio ordenado: tiene que haber un único «eje», un único polo. Este polo es el cristianismo, único camino de salvación. Atribuir a las otras tradiciones un papel positivo en el misterio de la salvación de sus miembros significaría, de hecho, con­vertirlas en caminos paralelos de salvación, y destruir así la unidad del designio divino10. Escribe De Lubac:

8. Ya en Le fondement théologique des missions, Seuil, París 1946, H. DE LUBAC escribía: «[...] A través de [la] diversidad objetiva tan radical [de las religiones], [...] brota una misma corriente, y se expresa una misma aspiración que, bajo la luz divina, podemos discernir [...]. Podemos decir, tomando prestado el lenguaje de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, que toda alma es naturalmente cristiana, no porque posea ya un equivalente o, por así decirlo, un primer plano del cristianis­mo, sino porque en el fondo de ella brilla la imagen de Dios; o más bien porque el alma misma es esta imagen y porque, deseando reunirse con su Modelo, sólo puede conseguirlo a través de Cristo. Si el cristianismo está destinado a ser la reli­gión del mundo, si es verdaderamente sobrenatural y supera todo esfuerzo huma­no, se sigue que debe reunir en sí toda la diversidad de este esfuerzo» (pp. 71-72). Y añadía en una nota: «El cristianismo no ha venido para "añadir" nada a las reli­giones humanas, excepto en el sentido en que se añade la solución al problema o la meta a la carrera [...]. El cristianismo llega a corregir [el esfuerzo religioso del hombre], a purificarlo, a transformarlo para llevarlo a plenitud; porque es la reli­gión que une efectivamente al hombre con Dios» (nota 1).

9. ID., Paradoja y misterio de la Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1967 (orig. francés, 1967). Véase el capítulo 4, titulado «Las religiones humanas según los Padres», pp. 123-169.

10. /¿id., pp. 151-152.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 85

«Si existen objetivamente varios caminos de salvación, paralelos de algún modo, nos encontramos con una dispersión, no ya con una con­vergencia espiritual, y carecería de unidad lo que indebidamente se llamaría entonces "plan de Dios". Por tanto, tiene que haber un eje. [...] Si, conforme a los designios de Dios, nos preocupamos de la sal­vación del género humano, si creemos que su historia es algo real y aspiramos a la unidad, entonces no podemos librarnos de esta bús­queda de un eje y de una fuerza que sanee y unifique todas las cosas, y que es el Espíritu del Señor que vive en su Iglesia»".

Como respuesta a De Lubac, podemos observar que, si la unidad del designio divino requiere en efecto un único polo, éste no es princi­palmente -según el mismo Teilhard de Chardin- el cristianismo como tal o la Iglesia, sino Jesucristo. La concepción teilhardiana es inequí­vocamente cristocéntrica: la Iglesia es la porción del mundo «reflexi­vamente cristificada»12, mientras que el cumplimiento escatológico del reino de Dios consistirá en la universal cristificación de todas las cosas13. Una única cita bastará para demostrar que el punto final de la evolución cósmica está representado, según Teilhard, por un universo cristificado. En efecto, escribe:

«Cristo [...] es alfa y omega, el principio y el fin, la piedra angular y la clave de bóveda, la Plenitud y el Plenificador. Es el que consuma todas las cosas y les da consistencia. Es hacia él y a través de él, vida interna y luz del mundo, como se realiza la convergencia universal de todo espíritu creado en sudor y lágrimas. Es el único centro, precio­so y consistente, que brilla en el vértice que coronará el mundo»14.

Es lícito dudar del hecho de que la atribución a las otras tradicio­nes religiosas de un papel positivo en la salvación de sus adeptos las enfrente necesariamente con Cristo y la religión fundada sobre él: ¿no podrían existir diversas modalidades no paralelas de la mediación del misterio de la salvación, todas ellas en relación con el misterio de Jesucristo? En cualquier caso, según la teoría del cumplimiento es cier­to que no existe salvación sin el evangelio, ni nada parecido a un «cris­tianismo anónimo», del que hablaremos más adelante. Es igualmente

11. Ibid. 12. Véase P. TEILHARD DE CHARDIN, «Comment je vois» (1948), n. 24, citado por H.

DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, op. cit., p. 148. 13. Véase U. KING, Towards a New Mysticism. Teilhard de Chardin and Eastern

Religions, Seabury Press, New York 1980. 14. P. TEILHARD DE CHARDIN, Science et Christ (Oeuvres, 9), Seuil, París 1965,

pp. 60-61.

Page 44: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

fiO EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cierto que el modelo de la teoría del cumplimiento propuesto por De Lubac ha ejercido una influencia importante sobre la teología y sobre el magisterio eclesiástico. Más adelante tendremos la ocasión de en­contrar algunas expresiones empleadas por él con respecto a las otras religiones, precisamente en los documentos del concilio Vaticano n.

2. La presencia inclusiva de Cristo: la discrepancia entre K. Rahner y R. Panikkar

La distancia entre la teoría del cumplimiento y la de la «presencia del misterio de Cristo» en las otras tradiciones religiosas es ciertamente considerable. La primera está construida sobre dicotomías considera­das insuperables, como la que se establece entre lo humano y lo divi­no, lo impersonal y lo personal, la pretensión de autoliberación huma­na y la salvación concedida por Dios. La segunda, aun distinguiendo estos elementos contrarios, se niega a separar la naturaleza de la gra­cia. Su objetivo es superar las dicotomías entre la búsqueda humana de la autotrascendencia y el esfuerzo de Dios por encontrarse con noso­tros. Como la teoría del cumplimiento, también la de presencia inclu­siva de Cristo fue elaborada en los años anteriores al concilio Vaticano II o, en todo caso, próximos a él. Ella logró que se viera a las otras tra­diciones religiosas con más apertura, porque percibieron en ellas la presencia activa del misterio de Jesucristo, el Salvador universal. Según esta teoría, los miembros de aquellas tradiciones son salvados por Cristo no a pesar de su adhesión religiosa y de la práctica sincera de sus tradiciones, sino mediante aquella adhesión y aquella práctica. Así pues, hay salvación sin el evangelio, aunque no sea una salvación sin Cristo o prescindiendo de él. La presencia activa del misterio de Jesucristo en las otras tradiciones religiosas está ciertamente oculta y sigue siendo desconocida para sus miembros, pero no por ello es menos real. No obstante, hay que observar algunas distinciones entre los protagonistas de la llamada «teoría de la presencia inclusiva de Cristo», pues cada uno de ellos tiene su comprensión de tal presencia.

Es la presencia activa, escondida y desconocida del misterio de Cristo en las otras tradiciones religiosas lo que K. Rahner ha designado con la controvertida expresión «cristianismo anónimo»15. La teoría de

15. K. RAHNER ha tratado este tema en diferentes ensayos contenidos en Schriften zur Theologie, 16 vols., Benziger Verlag, Einsiedeln 1961-1984 (trad. cast. parcial:

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 87

Rahner se basa en su antropología teológica, es decir, en un análisis filosófico-teológico de la humanidad en la condición histórica concre­ta en la que es creada por Dios y destinada a la unión con él. No hay que identificar el «existencial sobrenatural» inherente en la concreta persona humana histórica con una «potencia obediencial» o un «deseo natural» de la visión de Dios intrínsecos en la naturaleza humana en cuanto tal, metafísicamente considerada. En el orden de la realidad concreta y sobrenatural, llevamos en nosotros algo más que una mera potencia pasiva de autotrascendencia en Dios: estamos concreta y acti­vamente ordenados a la realización de tal autotrascendencia. El «exis­tencial sobrenatural» es la estructura fundamental, inscrita en nosotros por la libre iniciativa de la gracia de Dios, que estimula hacia él nues­tra actividad intencional. Es la «experiencia trascendental» de Dios inherente en toda actividad de la persona humana, destinada a hacerse históricamente concreta en el orden «categorial» o «temático». Alcan­za cierta concreción en las tradiciones religiosas de la humanidad, en las que está incorporada una mediación categorial incipiente de la tras­cendencia elevada de manera sobrenatural.

Es aquí donde el misterio cristiano encuentra simultáneamente su papel específico y sus raíces en la persona humana. La persona huma­na es tanto el acontecimiento como el lugar de la autocomunicación de Dios en Jesucristo, en quien Dios ha realizado histórica y definitiva­mente su autodonación a la humanidad, en la gracia y en el perdón. La persona humana no tiene la iniciativa de la búsqueda de Dios; la fuen­te de nuestra búsqueda es su autodonación en Jesucristo. Modificando ligeramente la célebre frase de Blaise Pascal, se podría decir: no me buscarías si yo no te hubiese encontrado primero. Desde el punto de vista de la revelación cristiana, la historia de la salvación, que alcanza su cima en Jesucristo, tiene la misma extensión que la historia del mundo16. En ésta, cada persona experimenta el ofrecimiento de gracia de Dios, al cual debe abrirse en una aceptación libre. Tanto si la con­ciencia de la persona lo capta de forma temática como si no lo hace, el ofrecimiento y el don de la gracia tienen lugar siempre concreta y exis-tencialmente en Jesucristo. Por tanto, los seres humanos esperan anti-

Escritos de teología, vols. I-VII, Tauros, Madrid 1961-1969). Y lo ha reformula-do de forma más sintética en: Curso fundamental sobre la fe. Introducción al con­cepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1979 (orig. alemán, 1976).

16. K. RAHNER, «Historia del mundo e historia de la salvación», en Escritos de teo­logía, Tauros, Madrid 1964, vol. V, pp. 115-134 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. V).

Page 45: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

88 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cipadamente, de forma existencial, el misterio de la salvación. Mas fuera de la revelación cristiana, la experiencia del ofrecimiento de gra­cia de Dios en Jesucristo sigue velada. Aunque su tematización pueda estar ya parcialmente presente, bajo diversas formas, en la realidad concreta de las tradiciones religiosas de ha humanidad, sigue siendo incompleta y ambigua. Su «carácter anónimo» sólo puede ser supera­do por el mensaje cristiano, que comunica el conocimiento explícito de Jesucristo. Escribe Rahner:

«Hay un cristianismo implícito, anónimo. [...] Se da y debe darse una relación en cierto modo anónima y, sin embargo, real del hombre par­ticular con la historia concreta de la salvación, y en consecuencia también con Jesucristo, en aquel que no ha hecho todavía la expe­riencia entera, concreta, histórica, explícita y reflexiva en la palabra y el sacramento con esta realidad histórico-salvífica, sino que sólo posee la relación existencialmente real de manera implícita en la obe­diencia a su referencia gratuita al Dios de la autocomunicación abso­luta, la cual se hace presente históricamente, por cuanto este hombre asume sin reservas su existencia [...]. Junto a esto se da el cristianis­mo pleno, llegado explícitamente a sí mismo, en la escucha creyente de la palabra del Evangelio, en la confesión de la Iglesia, en el sacra­mento y en la realidad explícita de la vida cristiana, la cual se sabe referida a Jesús de Nazaret»17.

El cristianismo anónimo -explica Rahner- es vivido por los miem­bros de las otras tradiciones religiosas en la práctica sincera de sus pro­pias tradiciones. La salvación cristiana los alcanza, anónimamente, a través de tales tradiciones. Esta afirmación está basada en el carácter social de la vida religiosa de la persona, que es inseparable de la tradi­ción y la comunidad religiosa en la que es vivida18. Así pues, tenemos que reconocer la presencia, en estas tradiciones, de «elementos de in­flujo de gracia sobrenatural»19. Hasta que la obligación de adherirse a Cristo como Salvador no es impuesta a la conciencia personal de un determinado individuo por el ofrecimiento divino de fe en Jesucristo, sigue activa la mediación del misterio salvífico a través de la tradición religiosa a la que pertenece tal individuo y su práctica sincera. A tal persona no se le ha «promulgado» aún el evangelio. Pero es posible abrirse inconscientemente a la autodonación de Dios en Jesucristo den-

17. ID., Curso fundamental sobre la fe, op. cit., pp. 357-358. 18. ID., «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teología, op.

cit., vol. V, pp. 135-156; véase pp. 149-151. 19. lbid., pp. 142, 152.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 89

tro de la propia tradición religiosa. El cristiano anónimo es un cristia­no inconsciente. Lo que lo distingue del cristiano explícito es en parte una cuestión de conciencia subjetiva de «ser cristiano» (ausente en uno y presente en otro).

Pero sobre este punto se ha planteado una cuestión. La diferencia entre el cristiano anónimo y el cristiano explícito, ¿es sólo una cues­tión de conciencia refleja, ausente en un caso y presente en otro, de ser cristiano? El paso del cristianismo anónimo al explícito, ¿consiste sólo, cuando sucede, en llegar a la conciencia formal de lo que uno siempre ha sido sin saberlo? ¿No hay ninguna diferencia en la manera en que tiene lugar la mediación del misterio salvífico de Jesucristo, ningún régimen nuevo de mediación? La conciencia de ser cristianos es cier­tamente parte de la mediación del misterio de la salvación propia del cristianismo. Ahora bien, tal mediación ¿es reducible a esta concien­cia? ¿No parece implicar necesariamente una aceptación de la palabra del evangelio, la vida sacramental de la Iglesia, una profesión de fe en la comunión eclesial.

Si bien puede parecer que algunos textos rahnerianos dejan alguna duda en relación con ello, el Curso fundamental sobre la fe, citado antes intencionadamente, suprime toda ambigüedad posible a este res­pecto. El cristianismo anónimo y el explícito conllevan regímenes dife­rentes de salvación y modalidades distintas de mediación del misterio de Jesucristo. A la cristiana pertenecen «la escucha creyente de la pala­bra del Evangelio, la confesión de la Iglesia, el sacramento y la reali­dad explícita de la vida cristiana, la cual se sabe referida a Jesús de Nazaret». El cristianismo anónimo sigue siendo, por tanto, una reali­dad fragmentaria, incompleta, radicalmente mutilada. Nutre en sí diná­micas que lo llevan a adherirse al cristianismo explícito20. No obstante, un único misterio de salvación está presente, a través de mediaciones diferentes, en ambas partes. Es el misterio de Jesucristo, cuya presen­cia activa está oculta y es inconsciente en una parte, y es refleja y cons­ciente en la otra.

¿Qué significa, entonces, «cristianismo anónimo»? La expresión hace referencia directa a la presencia universal del misterio de Jesu­cristo, no del «cristianismo», en el sentido de la comunidad en la que la fe cristiana es profesada explícitamente. «Cristianismo anónimo» significa que la salvación en Jesucristo es accesible a las personas humanas, cualquiera que sea la situación histórica en la que se encuen-

20. ID., «LOS cristianos anónimos», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1969, vol. VI, pp. 535-544 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. VI).

Page 46: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

90 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

tren, si se abren de alguna forma recóndita a la autocomunicación de Dios que alcanza su punto culminante en el acontecimiento Jesucristo. Además, «cristianismo anónimo» significa que el misterio de la salva­ción no alcanza a las personas mediante una acción meramente invisi­ble del Señor resucitado, sino misteriosamente a través de la interme­diación de la tradición religiosa a la que pertenecen. Así pues, hay un cristianismo anónimo o implícito y hay un cristianismo explícito. Ambos, a pesar de la distancia que los separa, ponen a las personas realmente en contacto con el misterio crístico de la salvación.

El primer libro de R. Panikkar sobre la teología de las religiones se tituló El Cristo desconocido del hinduismo21. Se puede decir que a este libro debe su nombre la teoría de la «presencia de Cristo» en las tradi­ciones religiosas. Refiriéndose no a las tradiciones religiosas en gene­ral, sino específicamente al hinduismo, Panikkar escribió: «Hay una presencia viva de Cristo en el hinduismo»22. No sólo en la vida perso­nal y subjetiva de los hindúes sinceros y de índole religiosa, sino en el hinduismo como fenómeno religioso objetivo y social. Con esta afir­mación, Panikkar expresaba desde el principio una firme toma de posi­ción a favor de una teoría que fuese más allá de la «teoría del cumpli­miento», en el sentido en que se ha entendido esta expresión en las páginas anteriores a propósito de J. Daniélou y de H. de Lubac. Dice Panikkar: «Cristo no se halla sólo al fin, sino también al principio [...]. Cristo no es solamente la meta ontológica del hinduismo, sino también su verdadero inspirador, y su gracia es la fuerza directriz, aunque ocul­ta, que impulsa al hinduismo hacia su plena manifestación»23. Cristo, única fuente de toda experiencia religiosa auténtica, es el «punto de encuentro ontológico» entre el hinduismo y el cristianismo. En efecto, Cristo «no pertenece al cristianismo, sólo pertenece a Dios. Son el cris­tianismo y el hinduismo los que pertenecen a Cristo, aunque de mane­ras diferentes»24.

El hinduismo, pues, tiene un lugar en la economía cristiana de la salvación. Para determinar cuál es este lugar, Panikkar elabora una «peculiar dialéctica» de hinduismo y cristianismo: «El hinduismo es el punto de partida de una religión que culmina en su plenitud cristiana»; «tiene ya en sí la semilla cristiana»; contiene ya «el símbolo de la rea-

21. R. PANIKKAR, El Cristo desconocido del hinduismo, Marova, Madrid 1971 (orig. inglés, 1964).

22. Ibid., p. 16. 23. Ibid. 24. Ibid, pp. 49.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 91

lidad cristiana»25. Pero esto no significa que una mera «prolongación natural» conducirá finalmente de uno a otro, o que la dialéctica en cuestión sea semejante a la relación entre la Antigua y la Nueva Alianza. En efecto, si el hinduismo y el cristianismo van en la misma dirección, la transición de uno a otro implica una conversión, «un paso», un misterio de muerte y vida. El hinduismo tiene que sumergir­se «en las aguas de la vida, para salir de ellas» transformado. Al mismo tiempo, no saldrá de ellas «como otra cosa distinta, o como otra reli­gión»; será más bien «una forma mejor de hinduismo», porque «el misterio cristiano de la resurrección no es una alienación»26. Dado que Cristo ha actuado anticipadamente dentro del hinduismo, la tarea de la revelación cristiana consiste, al menos en parte, en el «desvelamiento de la realidad». «El apostolado cristiano no consiste, en definitiva, en introducir a Cristo, sino en descubrirlo, en desvelarlo»27.

Según Panikkar, el misterio de Jesucristo está presente de forma escondida, perceptible sólo para la fe cristiana, dentro de las tradicio­nes religiosas y en particular del hinduismo. Tal vez los dos modos de la presencia activa de tal misterio en el cristianismo y en otras religio­nes no sean, en la obra de este teólogo, tan claramente distintos como sería de desear. En efecto, Panikkar escribe: «No somos mónadas auto-suficientes, sino fragmentos de la misma y única fe religiosa, aunque el nivel de las aguas pueda ser, y de hecho sea, diferente»; debemos «desvelar» nuestra unidad y, «ya que todos somos lo mismo -aunque no plenamente, como lo prueba la experiencia-, apartemos este velo de maya que nos separa»28. Parece que este modo de expresarse se presta a la principal crítica dirigida -indebidamente- contra el «cristianismo anónimo» de Rahner. ¿Se puede reducir la diferencia entre cristianis­mo e hinduismo a un velo de maya (ignorancia) o a la mera presencia o ausencia de conciencia?

De todos modos, en el volumen en cuestión, el Cristo cuya presen­cia escondida se descubre dentro del hinduismo parece claramente el Cristo de la fe concebido por la tradición cristiana como personalmen­te identificado con el Jesús prepascual, transformado en su existencia humana por el misterio de la resurrección. Pero parece que la situación cambia en algunos de los escritos más recientes de Panikkar29.

25. Ibid., pp. 94-95. 26. Ibid., pp. 96. 27. Ibid., p. 78. 28. Ibid, pp. 50-51. 29. Sobre todo en la edición revisada y ampliada de la obra sobre el «Cristo deseo-

Page 47: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

92 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

En 1981 El Cristo desconocido del hinduismo apareció en una nueva edición inglesa, revisada y ampliada, en la que también se alar­gó el título: The Unknown Christ ofHinduism. Towards an Ecumenical Christophany [«El Cristo desconocido del hinduismo. Hacia una cris-tofanía ecuménica»]. En una extensa introducción el autor explica que, si bien continúa considerando válida la intuición fundamental de la pri­mera edición del libro, la ve bajo una nueva luz. Y describe su tema general de esta forma: «No hablo ni de un principio desconocido del hinduismo, ni de una dimensión de lo Divino desconocida por el cris­tianismo, sino de la realidad desconocida, que los cristianos llaman Cristo, descubierta en el corazón del hinduismo no como alguien extra­ño a ella, sino como su mismo principio de vida»30. Y continúa: «El Cristo del que habla este libro es la realidad viva y cordial del cristia­no auténticamente creyente, en cualquier forma que la persona pueda formular o conceptualizar tal realidad»31.

Entonces, ¿qué representa Cristo? Panikkar explica que es para él el símbolo más poderoso -pero no un símbolo limitado al Jesús histó­rico- de la realidad plenamente humana, divina y cósmica a la que da el nombre de Misterio. El símbolo puede tener otros nombres: por ejemplo, Rama, Krsna, ísvara o Purusa. Los cristianos lo llaman «Cristo», porque en Jesús y por Jesús han llegado a la fe en tal reali­dad decisiva. Ahora bien, todo nombre expresa el Misterio indivisible, y cada uno representa una dimensión desconocida de Cristo32.

Surge aquí una nueva cuestión: ¿cómo debemos concebir la rela­ción entre la «realidad» o el «Misterio» -del símbolo Cristo- y el Jesús histórico? Parece que sobre este punto el pensamiento de Panikkar ha evolucionado, con las correspondientes consecuencias: en efecto, nos preguntamos si no se está introduciendo aquí una distinción entre Cristo Misterio y el Jesús histórico que no ofrece una explicación ade­cuada de la afirmación cristiana de que Jesús es el Cristo. En efecto,

nocido del hinduismo»: The Unknown Christ of Hinduism. Towards an Ecumenical Christophany, Darton, Longman andTodd, London 1981; véase tam­bién ID., Salvation in Christ. Concreteness and Universality. The Supername, Santa Barbara (Calif.) 1972; ID., The Intrareligious Dialogue, Paulist Press, New York 1978. En «A Christophany forOur Times»: Theology Digest 39/1 (1992), pp. 3-21, Panikkar rechaza la acusación que le dirigen algunos teólogos según la cual separa a un Cristo universal del Jesús de la historia. A pesar de las aclaraciones presentadas en este artículo, siguen presentes algunas formulaciones ambiguas.

30. R. PANIKKAR, The Unknown Christ ofHinduism, op. cit., ed. de 1981, pp. 19-20. 31. Ibid., p. 22. 32. Ibid., pp. 23, 26-27, 29, 30.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 93

parece que el verdadero pensamiento de Panikkar sobre este tema se muestra más claramente en el libro The Intrareligious Dialogue (origi­nal inglés, 1978), publicado antes que la nueva edición de El Cristo desconocido del hinduismo.

Panikkar introduce aquí una distinción entre fe y creencia. La fe -explica- es la experiencia religiosa fundamental de la persona huma­na, es un elemento constitutivo de ésta. En cambio, la creencia es la particular expresión adoptada por esta actitud humana fundamental en cada tradición dada. El contenido de la fe, que Panikkar llama «el Misterio», es la relación vivida con una trascendencia que se apodera del ser humano. Es común a todas las religiones. Panikkar da a este «Misterio» el nombre de «realidad cosmoteándrica», y con ello deno­ta una trascendencia experimentada por el ser humano en el cosmos. Por otra parte, el contenido de las creencias consiste en los varios «mitos religiosos» en los que la fe adopta una expresión concreta. En el cristianismo tenemos el «mito Jesús»; otras tradiciones ofrecen otros mitos. Todos estos mitos tienen el mismo valor. El cristianismo da al Misterio el nombre de Cristo, pero el Misterio puede adoptar también otros nombres. Aunque las diversas tradiciones religiosas difieren en el plano de las creencias, todas ellas coinciden en el plano de la fe. El diá­logo intrarreligioso e interreligioso no puede requerir una puesta entre paréntesis (epoche) de la fe, pero puede exigir una puesta entre parén­tesis de las creencias -y, de hecho, su superación-. Panikkar espera una fecundación cruzada de las creencias de las diversas tradiciones.

Si esta rápida exposición ofrece un resumen fiel del pensamiento de Panikkar, que es sin duda complejo, parece que el lugar ocupado por el Jesús de la historia en la fe cristiana se hace problemático. Para los primeros cristianos, como atestigua el kerygma apostólico (Hch 2,36), el Jesús histórico era personalmente idéntico al Cristo de la fe. Se había convertido en Cristo al ser resucitado por el Padre. Además, era aquel mismo Misterio (Rm 16,25; Ef 3,4; Col 2,2; 4,3; 1 Tm 3,16) pre­dicado por Pablo. Así pues, Jesús mismo pertenece al objeto real de la fe. Es inseparable de Cristo, a quien otorga concreción histórica.

Por el contrario, Panikkar establece una distinción entre el Misterio y el mito Jesús -es decir, entre el Cristo de la fe y el Jesús de la histo­ria-, diferenciados por él como objeto de fe y de creencia, respectiva­mente. Pero una reducción del mito Jesús a objeto de creencia distinta de la fe, ¿es compatible con la profesión de fe cristiana en la persona de Nazaret? Y, a su vez y de rechazo, el contenido de la fe ¿no queda reducido a una relación neutral con una trascendencia privada de un objeto concreto? Panikkar observa intencionadamente que sólo el cris-

Page 48: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

94 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

tiano es consciente de que Jesús es el «camino». Esto es clarísimo; pero ¿no hay que añadir que Jesús el Cristo es en realidad el Camino para todos, también para los que no son conscientes de este hecho? ¿No debemos sostener que es precisamente el indisoluble misterio de Jesús el Cristo el que está presente tanto en el cristianismo como en las otras religiones, si bien de modos diversos? ¿Que dentro y por medio de tal misterio no sólo los cristianos, sino también los «otros», encuen­tran y reciben el misterio de la salvación? Éste es, en cualquier caso, el modo en que la teoría de la «presencia de Cristo» en las otras tradicio­nes religiosas se entiende comúnmente. Se comprende, pues, por qué en el título de la presente aproximación a este tema específico nos refe­rimos a la «discrepancia» entre K. Rahner y R. Panikkar. El misterio de Cristo -a propósito del cual se afirma una presencia universal, tanto en el cristianismo como en las otras tradiciones religiosas- es el de la persona indivisible del Jesús histórico convertido en Cristo a través de su resurrección por obra de Dios33.

=H * *

Llegamos así a la conclusión de nuestro estudio -si bien rápido y sin pretensión de exhaustividad- de las nuevas perspectivas y de los pro­gresos en la teología de las religiones en los años en torno al concilio Vaticano n en el ámbito de la teología católica. Este estudio revela dos importantes líneas de pensamiento que, presentes desde la época del concilio, ejercerían influencia en las deliberaciones sobre las religio­nes. Tales concepciones comparten el hecho de que consideran que las otras religiones están orientadas al acontecimiento Cristo dentro de la historia de la salvación: en este sentido, ambas podrían ser llamadas «teorías del cumplimiento». Pero con una diferencia, que determina un claro contraste. Porque mientras que la primera concepción se aferra a la dialéctica naturaleza - sobrenatural, búsqueda humana - don divino, la segunda supera tales dicotomías para diseñar el despliegue de la his­toria salvífica de Dios como un proceso que implica diversas modali­dades de revelación y de implicación personal de Dios en la historia humana. Mientras que para la primera las «religiones precristianas» pierden su valor propedéutico con la realización del acontecimiento Cristo, para la segunda su papel positivo en el orden de la salvación continúa presente en virtud de su vínculo orgánico con el misterio om-

33. Hay que dejar para otros capítulos posteriores algunas precisiones sobre otros desarrollos recientes de la teología de las religiones de Panikkar.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 95

nicomprensivo de Cristo, al menos hasta la «promulgación» -entendi­da individualmente- del evangelio. La tarea de la segunda sección del presente capítulo consistirá en examinar qué influencia ejercieron las dos teorías difundidas entre los teólogos de la época del Vaticano n en orden al debate conciliar sobre el tema de las religiones, y con qué resultado.

II. El concilio Vaticano n, ¿una línea divisoria?

¿Podía el concilio Vaticano n, que celebró sus sesiones en medio del mencionado debate teológico, tomar partido a favor de una de las dos opiniones citadas? A priori, esto parecía improbable por más de una razón. En primer lugar, la perspectiva del concilio era pastoral, y no doctrinal. A propósito de las otras religiones, la intención del concilio era la de promover entre ellas y el cristianismo nuevas actitudes de comprensión, estima, cooperación y diálogo mutuos. Para estimular tales actitudes no parecía necesario optar por una posición particular en el debate entre teólogos católicos sobre la teología de las religiones. Deliberadamente el concilio no tenía intención de hacer tal elección. A esto hay que añadir el hecho de que los padres conciliares, que prove­nían de trasfondos teológicos muy diferentes, se habrían visto muy divididos a propósito de las cuestiones teológicas propiamente dichas. Por el contrario, la intención fue la de recoger dentro del concilio la más amplia mayoría posible a favor de un cambio de actitud de los cristianos y de la Iglesia hacia los miembros de las otras religiones. No se podía poner en peligro ese objetivo adentrándose en intrincados debates teológicos.

Además, es importante situar el Vaticano n dentro de la historia de los concilios de la Iglesia. El concilio de Florencia (1442) había asu­mido la más rígida comprensión del axioma Extra Ecclesiam nulla salus. Un siglo después (1547), el concilio de Trento, con su doctrina del «bautismo de deseo» había afirmado solemnemente la posibilidad de la salvación para los que se encuentran fuera de la Iglesia. Los docu­mentos posteriores de la Iglesia reafirman -si bien no sin una notable cautela- tal posibilidad. Pero casi nunca los documentos eclesiásticos -conciliares o no conciliares- se pronunciaron, en el curso de los siglos, sobre las religiones como tales; y menos de una forma siquiera mínimamente positiva. El concilio Vaticano n habría sido el primero en la historia de los concilios de la Iglesia que habló positivamente de las otras religiones, si bien con cautela.

Page 49: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

96 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

No es éste el lugar donde corresponde explicar la génesis de los documentos conciliares que abordan este tema. Baste con notar que inicialmente el concilio había querido únicamente añadir al decreto sobre ecumenismo una declaración que contribuyese a crear un nuevo clima en las tensas relaciones entre cristianos y judíos. Debido a la petición formulada por algunos obispos de regiones de población mayoritariamente «no cristiana», se amplió el alcance del documento para incluir otras religiones además del judaismo. La creación por Pablo vi, en 1964, de un Secretariado para los No Cristianos; la publi­cación, aquel mismo año, de la encíclica Ecclesiam suam en torno al diálogo (incluido el diálogo con los no cristianos); la visita del papa a la India, también en 1964, y el encuentro en aquella ocasión con los jefes de las religiones no cristianas, a los que el papa se dirigió con gran humanidad y calor: todos estos gestos fueron para el concilio un incentivo para elevar la mirada más allá de los estrechos límites del mundo occidental, y para reflexionar «sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas» (título de la declaración Nostra aeta­te), no sólo en la clave de la cuestión judía, sino también de las reli­giones de todo el mundo. De esta forma la declaración Nostra aetate, así como también la constitución Lumen gentium, llegaron a incluir otras religiones además del judaismo.

Ambos documentos desarrollan en orden inverso las relaciones de la Iglesia con las demás religiones. Lumen gentium 16 comienza a hablar directamente de los diferentes modos en los que los miembros de las religiones «no cristianas» están «ordenados» (ordinantuf) a la Iglesia: en primer lugar los judíos, con los cuales la Iglesia mantiene los vínculos más estrechos; después los musulmanes, que «confiesan adherirse a la fe de Abrahán»; y luego los «que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas» (n. 16). Nostra aetate sigue el orden inverso: primero la religiosidad humana en general (presente en las «religiones tradicionales»); después, las religiones «en contacto con el progreso de la cultura», como el hinduismo, el budismo y otras (n. 2); luego el islam (n. 3) y finalmente la religión judía, a la que se dedica la sección más larga del documento (n. 4). En cada uno de los niveles la declaración pone de relieve los estrechos lazos y los profundos vín­culos que subsisten entre la Iglesia y los varios grupos en cuestión. Éstos son muy diversos entre sí. Si bien las tres religiones que hunden sus raíces en la fe de Abrahán tienen su origen en una única familia, es cor Israel con quien la Iglesia tiene vínculos más estrechos y mantie­ne las relaciones más profundas, porque ha recibido la revelación del

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 9 7

Antiguo Testamento «por medio de aquel pueblo» con el que Dios estableció una alianza especial. Con todo, la intención del concilio, en la Nostra aetate, no es la de mostrar una gradación en el «ordena­miento» a la Iglesia de los miembros de las otras religiones, sino más bien la de exhortar a todos a superar las divisiones y a promover rela­ciones amistosas (n. 5). Tales relaciones deben basarse en lo que todos, a pesar de sus grupos de pertenencia específicos, «tienen en común y conduce a la mutua solidaridad» (n. 1). Queda así claro el objetivo no doctrinal, concreto y pastoral del documento.

Pero esto no quiere decir que el pensamiento conciliar sobre las religiones tenga un carácter exclusivamente pragmático y esté despro­visto de toda significación doctrinal. En efecto, el concilio tenía que fundamentar su aproximación de apertura pastoral sobre alguna base doctrinal. Era preciso destruir los antiguos prejuicios y las valoracio­nes negativas del pasado, y esto sólo era posible centrando la atención sobre los valores positivos y los dones divinos de las otras religiones. El concilio no podía, por tanto, contentarse con hablar del ordena­miento de los individuos «no cristianos» a la Iglesia; tenía que hablar -como hizo, en tono positivo, por primera vez en la historia conciliar-de una relación de la Iglesia con las religiones «no cristianas» como tales. ¿Hasta qué punto llegó el concilio en el reconocimiento de los valores positivos dentro de las mismas tradiciones religiosas? ¿Qué significado atribuyó a tales tradiciones -si lo hizo- en el designio de Dios para la salvación de la humanidad? ¿De qué modo concibió la relación del cristianismo con las otras religiones: como un beneficio únicamente de éstas o como una interacción en ambos sentidos y un provecho mutuo?

/. Valores positivos en las tradiciones religiosas

Al valorar la enseñanza del concilio sobre el tema de los «no cristia­nos» y de sus religiones, hay que distinguir claramente dos problemá­ticas. La primera es la de la salvación individual de las personas que pertenecen a las otras tradiciones religiosas; la segunda concierne al significado que estas tradiciones pueden tener en el designio de Dios para la humanidad y el papel que desempeñan, en definitiva, en la sal­vación de sus miembros.

La primera cuestión no es nueva. Como hemos recordado anterior­mente, la posibilidad de la salvación fuera de la Iglesia había sido reco­nocida por la tradición mucho antes del concilio Vaticano n. Si éste

Page 50: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

9 8 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

introduce alguna novedad en este punto, hay que verla en el optimis­mo con que mira al mundo en general, optimismo ejemplificado parti­cularmente en la constitución Gaudium et spes. Lo que se había afir­mado en los anteriores documentos de la Iglesia -con firmeza, pero con prudencia- como una posibilidad basada en la misericordia infini­ta de Dios y que, en cualquier caso, quedaba a su juicio, es ahora ense­ñado por el concilio con una seguridad sin precedentes: de formas que sólo él sabe, Dios puede llevar a cuantos sin culpa propia desconocen el evangelio a la fe sin la cual es imposible complacerle (Hb 11,6) (Ad gentes 7). El concilio no se limita tampoco a afirmar el hecho en sí y por sí, sino que explica además cómo sucede en concreto, a saber, por medio de la acción universal del Espíritu de Dios. A este respecto, el texto más claro se encuentra en la Gaudium et spes, donde el concilio afirma: «Cristo murió por todos [véase Rm 8,32], y la vocación supre­ma del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuen­cia, debemos creer [tenere debemus] que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se aso­cien a este misterio pascual» (n. 22).

La segunda cuestión es la más importante, y también la más com­pleja. Para establecer si la perspectiva del concilio va más allá de la «teoría del cumplimiento» y llega a afirmar un papel permanente de las tradiciones religiosas en el orden de la salvación, hay que centrar nues­tra atención en aquello que en los textos se refiere no sólo a la salva­ción de los individuos «no cristianos», sino a los valores positivos con­tenidos en las tradiciones religiosas a las que pertenecen y en las que viven su existencia religiosa. Los principales textos que se han de con­siderar pertenecen -en el orden de publicación por el concilio- a la constitución Lumen gentium (16-17), a la declaración Nostra aetate (2) y al decreto Ad gentes (3, 9, 11). En cada uno de ellos el concilio desa­rrolla tres temas:

1. La salvación de los que están fuera de la Iglesia. 2. Los valores auténticos que se encuentran en los «no cristianos» y

en sus tradiciones religiosas. 3. El aprecio de estos valores por parte de la Iglesia, y la actitud que,

como consecuencia, adopta hacia las tradiciones religiosas y sus miembros.

Lumen gentium 16 afirma que la asistencia divina para la salvación es accesible no sólo a personas que se encuentran en situaciones reli­giosas diferentes, sino también a quienes «sin culpa no han llegado

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 99

todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios». Y añade: «Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una "preparación del Evangelio" y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» (Lumen gentium 16). Notemos de inmediato que las referencias a Jn 1,4 y 1,17, y especialmente a Jn 1,9 -textos que citaremos varias veces en la exposición siguiente- están implícitas en el texto. En la primera parte de este texto se atribuye un valor positivo a las disposiciones de los individuos, pero no a los grupos religiosos (o de otro tipo) a los que pertenecen. El texto prosigue afirmando que la misión de la Iglesia consiste en anunciar el evangelio de la salvación para todos en Jesucristo. Y añade: «Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desapa­rezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y. felicidad del hombre» (Lumen gentium 17; la cursiva es nuestra). Nótese con qué facilidad el concilio pasa de la afirmación de rectas disposiciones en las personas a ¡a de valores contenidos en sus tradiciones y culturas religiosas.

La misma combinación de disposiciones subjetivas y valores obje­tivos se encuentra en Ad gentes 3 y 9. «Este propósito universal de Dios en pro de la salvación del género humano no se realiza solamen­te de un modo como secreto en el alma de los hombres, o por los esfuerzos, incluso de tipo religioso [incepta, etiam religiosa], con los que los hombres buscan de muchas maneras a Dios...» (n. 3). Parece que también aquí los «esfuerzos religiosos» indican elementos objeti­vos pertenecientes a las tradiciones religiosas. Tales «iniciativas» (in­cepta), sin embargo, «necesitan ser iluminadas y sanadas, si bien es verdad que, por benevolente designio de la Providencia divina, pueden alguna vez considerarse como pedagogía [paedagogia] hacia el verda­dero Dios o preparación para el Evangelio» (n. 3). La misma doctrina se encuentra de nuevo en Ad gentes 9, donde el concilio explica que la actividad misionera de la Iglesia purifica, eleva y perfecciona en Cristo «cuanto de verdad y de gracia [quidquid veritatis et gratiae] se encon­traba ya entre las naciones, como por una cuasi secreta presencia de Dios». De este modo, «cuanto de bueno se halla sembrado en el cora­zón y en la mente de los hombres o en los ritos y culturas propios de los pueblos, no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre» (n. 9). Del reconocimiento de la presencia de algo bueno en

Page 51: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

100 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

el mundo «no cristiano», Ad gentes 11 deduce las conclusiones sobre el modo en que debe actuar la misión cristiana: hay que «descubrir con gozo y respeto las semillas de la Palabra [semina Verbi] ocultas» en las tradiciones nacionales y religiosas y, a través de un diálogo sincero, advertir «las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes» (n. 11).

La Nostra aetate sitúa el encuentro de la Iglesia con las religiones del mundo en el más amplio contexto del origen y del destino común de todas las personas y del intento, común a todas las tradiciones reli­giosas, de dar una respuesta a las preguntas últimas que acosan al espí­ritu humano (Nostra aetate 1). El juicio general sobre las religiones y sobre la actitud que la Iglesia debe, en consecuencia, adoptar hacia ellas queda expresado por la declaración de la siguiente forma:

«La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad [radium illius Veritatis] que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar cons­tantemente a Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas [véase 2 Cor 5,18-19].

Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que con prudencia y cari­dad, mediante el diálogo [colloquia] y la colaboración con los adep­tos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socioculturales, que en ellos existen» (n. 2; la cursiva es nuestra).

Nótese que la presencia de valores auténticos en las mismas tradi­ciones religiosas queda expresada aquí con mayor vigor que en los tex­tos anteriores: se trata explícitamente de «modos de obrar y de vivir, [...] preceptos y doctrinas, que [...] no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». Aunque aquí no se hace referencia expresa a Jn 1,9, la alusión es inequívoca, más clara aún que en Lumen gentium 16, antes citado. El texto de Juan 1,9 -como veremos más adelante- tiene una importancia primordial para una teo­logía de las religiones. Lamentablemente, el concilio mantuvo implíci­ta la cita y no dedujo las posibles consecuencias. Con todo, es la pre­sencia incompleta pero real de «aquella Verdad» en las otras religiones la que guía la actitud de respeto de la Iglesia hacia ellas y el deseo de ésta de promover los valores espirituales y culturales de aquéllas,

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 101

mientras su misión le exige proclamar «la plenitud de la vida religio­sa» en Jesucristo.

El juicio doctrinal del concilio sobre las religiones consiste princi­palmente en frases descriptivas, en varias expresiones tomadas de la tradición antigua, pero sin que se defina claramente el significado exacto en las intenciones del concilio. Por poner un ejemplo, podemos afirmar que nunca se dice en qué sentido hay que entender las «semi­llas de la Palabra». ¿Se trata del lógos spermatikós de la filosofía estoi­ca, esto es, de un principio impersonal de orden en el cosmos o de la religión «natural»? ¿O bien se trata del Lógos personal del Prólogo de Juan, que estaba en Dios eternamente y ha sembrado sus semillas entre los hombres a través de toda la historia de la humanidad, siendo «la luz que ilumina a todo hombre» (véase Jn 1,9)? Como veremos más ade­lante, las diferencias en la comprensión de las «semillas de la Palabra» conducen a teologías de las religiones muy diferentes. El concilio ha dejado planteada la duda sobre sus verdaderas intenciones a este res­pecto. Si bien su juicio general sobre las religiones suena discretamen­te positivo, adolece también de una cierta vaguedad.

2. Hacia una valoración crítica equilibrada

La doctrina del concilio sobre las otras religiones ha sido acogida por interpretaciones divergentes, que van desde las decididamente reduc­cionistas a las francamente maximalistas. Algunos intérpretes reducen los valores positivos contenidos en las otras religiones a bienes de la «naturaleza». A su juicio, pues, el concilio no afirma nada más que un conocimiento «natural» de Dios alcanzable por los «no cristianos» del modo en que san Pablo afirmaba, en Rm 1, la posibilidad de tal cono­cimiento a través de la creación. Los otros, en cambio, aprovechan las expresiones más fuertes del concilio para afirmar que la «preparación para el evangelio» contenida en las religiones no debe ser reducida a un substrato natural. Por el contrario, sostienen que el concilio Vati­cano II considera las otras religiones como «vías», «caminos» o «me­dios» de salvación para sus adeptos. Entre estas dos interpretaciones -ambas erróneas, una por defecto y la otra por exceso-, ¿cuál debe ser la interpretación correcta del valor doctrinal del concilio? Parece que debemos encontrarla en una posición intermedia entre una y la otra.

Tenemos que preguntarnos si el concilio se limitó a seguir la «teo­ría del cumplimiento» en su forma clásica o si, por el contrario, hizo suya la teoría de la «presencia del misterio salvífico de Cristo» en las tradiciones religiosas. Así formulada, la cuestión no admite una res-

Page 52: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

102 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

puesta simple en un sentido o en otro. Por un lado, es cierto que gran parte de la terminología que describe la actitud de la Iglesia hacia las otras religiones recoge términos familiares de la teoría del cumpli­miento: asumir y salvar, curar y restaurar, ennoblecer y llevar a per­fección. Por otro, los «elementos de verdad y de gracia» (Ad gentes 9) -una expresión, como ya hemos indicado, tomada de un ensayo escri­to por K. Rahner poco antes del concilio34- que se encuentran por «una cuasi secreta presencia de Dios» (Ad gentes 9) dentro de las mismas tradiciones -en sus enseñanzas, ritos y modos de vida, o en sus credos, cultos y códigos de comportamiento- empujan con fuerza en la direc­ción contraria.

Según Paul F. Knitter, aunque «el Vaticano n constituye una línea divisoria en las actitudes católicas hacia las otras confesiones», se mantiene «una ambigüedad residual en su concepción del exacto grado de eficacia de la verdad y la gracia dentro de las religiones». Según Knitter, la ambigüedad «brota de la tensión entre la voluntad salvífica de Dios y la necesidad de la Iglesia, evidente a lo largo de toda la his­toria del pensamiento católico»35. Habrá que examinar este dilema más adelante, cuando analicemos cómo hay que entender la «necesidad» de la Iglesia afirmada por el concilio. Por el momento podemos conten­tarnos con responder que para muchos teólogos católicos la «necesi­dad» de la Iglesia no excluye obligatoriamente a priori todo valor sal-vífico de las otras religiones.

Una valoración equilibrada de la doctrina conciliar sobre las reli­giones debe ser al mismo tiempo positiva y crítica. El principal resul­tado del concilio consiste, según K. Rahner, en haber dirigido su mira­da, más allá de la cuestión de la salvación de los individuos «no cris­tianos», hacia una relación positiva de la Iglesia con las religiones como tales. Ahora bien, aunque la salvación sobrenatural en la real autodonación de Dios a todas las personas individuales es considerada por el concilio con gran optimismo, no se profesa explícitamente el mismo optimismo en relación con las otras religiones. Desde este punto de vista, «el problema esencial para el teólogo ha quedado abier­to»; «la declaración no determina el carácter propiamente teológico de las religiones no cristianas». ¿Cómo consiguen los «no cristianos» la salvación, fuera o dentro de la vida de sus religiones como tales? Sus

34. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teología, op. cit., vol. V, pp. 135-156.

35. P.F. KNITTER, NO OtherÑame?A CriticalSurveyofChristianAttitudestowardthe World Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1985, p. 124.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 103

religiones, ¿son de algún modo salvíficas o no lo son? La cuestión no recibe una respuesta explícita36. Aunque mucho de lo que afirma el concilio sugiere una respuesta positiva, la conclusión no es segura.

Se han puesto de manifiesto otros límites de la doctrina conciliar sobre las religiones, y uno de ellos parece particularmente pertinente. H. Maurier habla de la perspectiva fuertemente «eclesiocéntrica» de la doctrina conciliar en general, y de la Nostra aetate en particular. Pa­rece que la Iglesia reconoce como positivos y buenos sólo los elemen­tos de las otras religiones que se encuentran en ella de forma sobrea­bundante. Los «destellos» de verdad presentes en ellas ¿deben ser puestos necesariamente en relación con la plenitud de verdad que posee la Iglesia? ¿O bien la declaración estaría dispuesta a reconocer en las otras religiones la presencia de destellos de verdad que no se encuentran en la Iglesia? El modo de pensar de la Iglesia sigue siendo «egocéntrico», es decir, «eclesiocéntrico»37. Semejante perspectiva conduce naturalmente a la «teoría del cumplimiento», según la cual las otras religiones, por representar la búsqueda de Dios por parte de la persona humana, se vuelven obsoletas por el hecho mismo de alcanzar su realización en el cristianismo38. Pero hay que preguntarse si el diá­logo con las otras religiones que el concilio quería fomentar no presu­pone el reconocimiento, dentro de ellas, de valores humanos auténticos que no posee del mismo modo el cristianismo. Sólo en ese caso el diá­logo sería posible y tendría un sentido. De hecho, el diálogo es por definición un camino con dos sentidos en el que se da y se recibe. La Iglesia del Vaticano n, ¿se muestra inclinada a recibir algo de las otras religiones39? También se puede observar que la perspectiva eclesiocén­trica del Vaticano u hace que las religiones no sean nunca consideradas de por sí en su especificidad y autoconsistencia, en su autocompren-sión y en su valor autónomo, independientemente de su relación con la Iglesia tal como ésta la entiende.

Por nuestra parte, en otro lugar nos hemos referido a la perspecti­va «eclesiocéntrica» de la teología conciliar sobre las otras religiones como probable razón de sus límites y sus silencios, con estas palabras:

36. K. RAHNER, «On the Importance of the Non-Christian Religions for Salvation», en Theological Investigations, Darton, Longman and Todd, London 1984, vol. XVIII, pp. 288-295 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. XVIII).

37. H. MAURIER, «Lecture de la Déclaration par un missionnaire d'Afrique», en (A.-M. Henry [ed.]) Les relations de l'Église avec les religions non chrétiennes, Cerf, París 1966, pp. 119-160; véase pp. 133-134.

38. Ibid, p. 135. 39. Ibid., pp. 139-143.

Page 53: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

104 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«Un ejemplo es el mismo título de la declaración Nostra aetate, "sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas". La cuestión que se plantea aquí directamente no es la de la relación ver­tical de las tradiciones religiosas de la humanidad con el misterio de Jesucristo, sino la de la relación horizontal de estas tradiciones con el cristianismo o la Iglesia. El primer planteamiento habría podido lle­var al reconocimiento de una presencia escondida del misterio de Cristo en estas tradiciones y de una cierta mediación de este misterio a través de ellas; el segundo, en cambio, no conduce naturalmente en esta dirección. ¿No será ésta la razón por la que, a pesar de haber afir­mado el concilio la presencia de valores y elementos positivos en estas tradiciones religiosas, no se aventura explícitamente [...] en la dirección de un reconocimiento de estas mismas tradiciones como vías legítimas de salvación para sus miembros, aunque en necesaria relación con el misterio de Cristo?»40.

Más allá de los silencios y los límites de la doctrina del Vaticano n sobre las religiones hay que mencionar una cierta decepción e insatis­facción que se puede sentir cuando, casi cuarenta años después del acontecimiento, se releen algunos textos del concilio. Es cierto que es preciso situar el concilio en el contexto de su tiempo; pero también es verdad que es necesario poder «recibirlo» hoy. Ya hemos hecho refe­rencia anteriormente a la necesidad de una «purificación del lenguaje teológico» sobre las religiones, en el contexto actual del diálogo inte­rreligioso. No se puede negar que algunas expresiones empleadas por el concilio suenan mal en tal contexto renovado. Un ejemplo claro de ello es la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, cuando afirma que «esta única religión verdadera subsiste [subsistere] en la Iglesia católica» (n. 1). El significado es que la religión cristiana es «la única religión verdadera», la cual está totalmente presente en la Iglesia católica, aun cuando también está presente, de manera imper­fecta, en las otras Iglesias cristianas. En el contexto actual, en el que se reconoce teológicamente cada vez más la presencia de elementos «de verdad y de gracia» -afirmada por el concilio (Ad gentes 9)-, nos pre­guntamos si el uso de una expresión común de la apologética del pasa­do (el tratado teológico De vera religione, actualmente obsoleto) no ha gozado tal vez de excesiva preferencia en el texto conciliar. ¿No se habría podido hablar de la plenitud de la revelación y de los medios de salvación presentes en el cristianismo de tal modo que se tuviera en

40. J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones, San Pablo, Madrid 1991, p. 135.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 105

cuenta explícitamente cuánta verdad divina y cuántos bienes de salva­ción están presentes también fuera del cristianismo? Es obvio que el concilio no tenía aún la sensibilidad que la teología postconciliar está desarrollando afortunadamente en relación con los «otros» y sus tradi­ciones.

III. El magisterio postconciliar

En la doctrina conciliar persiste una cierta ambigüedad. Nuestra tarea consiste ahora en preguntarnos si el magisterio posconciliar ha arroja­do alguna luz sobre la enseñanza del concilio. En particular, ¿se ha dado algún paso más en la dirección de una valoración positiva de las religiones en sí mismas? ¿Es posible que una perspectiva eclesiocén-trica demasiado estrecha haya cedido el paso a una visión más amplia, permitiendo un reconocimiento más claro del papel de las religiones en el designio salvífico de Dios para la humanidad? Al revisar la ense­ñanza oficial de la Iglesia sobre las religiones en los casi cuarenta años que nos separan del concilio, es necesario tener presentes estas y otras cuestiones ligadas a ellas. Aquí presentaremos sólo los textos clave que tienen un contenido doctrinal relevante.

1. El pontificado de Pablo vi

La encíclica Ecclesiam suam, publicada por Pablo vi entre la segunda y la tercera sesión del Vaticano n (6 de agosto de 1964), marca la apa­rición del «diálogo» (aquí llamado colloquium) en el programa de renovación de la Iglesia querido por el concilio. El papa explica que la historia de la salvación es la historia de un diálogo continuo de Dios con la humanidad; el papel de la Iglesia es el de prolongar ese diálogo. Así pues, la Iglesia se encuentra en una posición privilegiada para enta­blar un diálogo con el mundo entero, y puede hacerlo en cuatro nive­les. Trazando círculos concéntricos y partiendo del más lejano, el papa distingue, en este orden: el diálogo de la Iglesia con el mundo entero; con los miembros de las otras religiones; con las otras Iglesias cristia­nas y, finalmente, en el círculo más interno, el diálogo dentro de la Iglesia. El segundo círculo «es el de los hombres, ante todo, que ado­ran al Dios único y sumo, al cual también nosotros adoramos», y no incluye sólo a los judíos y los musulmanes, sino también a los fieles de las grandes religiones afroasiáticas. Pero el papa es muy prudente al establecer los fundamentos y las condiciones de tal diálogo interreli­gioso sobre consideraciones doctrinales, pues escribe:

Page 54: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

106 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«No podemos evidentemente compartir estas varias expresiones reli­giosas, ni podemos permanecer indiferentes, como si todas, a su manera, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fíeles a no buscar si Dios mismo ha revelado la forma, exenta de todo error, per­fecta y definitiva con la que Él quiere ser conocido, amado y servido; todo lo contrario, por deber de lealtad, debemos manifestar nuestra persuasión de que es única la verdadera religión, y que ésta es la cris­tiana, y alimentar la esperanza de que sea reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios»41.

No obstante, el papa afirma: «No queremos negar nuestro respe­tuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las varias confesiones religiosas no cristianas. Queremos con ellas promover y defender los ideales que pueden ser comunes [...]. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por parte nuestra es posible, y no dejare­mos de ofrecerlo allí donde con recíproco y leal respeto sea benévola­mente aceptado»42. A pesar del respeto a los valores morales y espiri­tuales de las otras religiones, la exclusividad del cristianismo como «única religión verdadera» es inequívoca, como también aparecerá en el curso del mismo concilio en 1965 (véase Dignitatis humanae 1, an­tes citado). Las distinciones y los matices introducidos por el concilio sobre las religiones no atenúan la afirmación papal (y conciliar) de las pretensiones exclusivas del cristianismo.

Una importante ocasión para reafirmar tales pretensiones se pre­sentó con la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que siguió al sínodo de los obispos sobre la evangelización del mundo contemporá­neo, celebrado en 1974. Junto a otros temas referentes a la evangeliza­ción, había abordado el del diálogo interreligioso y, en relación con él, la cuestión de una valoración cristiana de las religiones «no cristianas» que pudiese servir como indispensable fundamento de tal diálogo. Hay que decir honestamente que la exhortación apostólica Evangelii nun­tiandi del papa Pablo vi (8 de diciembre de 1975) hace una valoración más bien negativa de ellas. Después de recordar debidamente la estima de la Iglesia por ellas, profesada por los documentos del concilio, en el número 53 el papa se expresa de esta forma:

«Aun frente a las expresiones religiosas naturales más dignas de esti­ma, la Iglesia se funda en el hecho de que la religión de Jesús, la misma que ella anuncia por medio de la evangelización, sitúa objeti-

41. Texto en AAS 56 (1964), pp. 609-659, aquí: p. 655; trad. cast. en Ocho grandes mensajes, BAC, Madrid, 197710, p. 310.

42. Ibid.; trad. cast., ibid., pp. 310-311.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 107

vamente al hombre en relación con el plan de Dios, con su presencia viva, con su acción; hace hallar de nuevo el misterio de la Paternidad divina que sale al encuentro de la humanidad. En otras palabras, nues­tra religión instaura efectivamente una relación auténtica y viva con Dios, cosa que las otras religiones no lograron establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo»43.

La imagen de los «brazos extendidos hacia el cielo» contrapuesta al gesto de Dios que «sale al encuentro de la humanidad» en Jesucristo, como respuesta a las aspiraciones humanas; la distinción entre «las expresiones religiosas naturales más dignas de estima» y la religión de Jesús, la única a través de la cual se «instaura efectivamente una rela­ción auténtica y viva con Dios»: todo esto muestra con claridad que el papa retoma la «teoría del cumplimiento» en su forma clásica. Aquí se han perdido de vista los elementos más intuitivos del concilio. Pablo vi, que con la encíclica programática Ecclesiam suam se había conver­tido en el «papa del diálogo», no dice nada, en la Evangelii nuntiandi, sobre el tema del diálogo interreligioso.

2. El pontificado de Juan Pablo n

La Nostra aetate había puesto en la base de una concepción cristiana de la relación de la Iglesia con las religiones del mundo un doble ele­mento común existente entre todas las personas y todos los pueblos: por una parte, el común origen en Dios; por otra, el común destino en Dios, conforme al designio divino de salvación para la humanidad (n. 1). Tal designio, como sugería el concilio, era realizado por Dios en Jesucristo. No obstante, a este respecto faltaba toda referencia a la pre­sencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los seres huma­nos en las diversas épocas. Se puede decir que la aportación singular del papa Juan Pablo n a una «teología de las religiones» consiste en el énfasis con que afirma la presencia operante del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los «no cristianos» y en sus tradiciones religiosas. Ya en su primera encíclica, la Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), el papa ve en la «creencia firme» de los «no cristianos» un «efecto [...] del Espíritu de verdad», y se pregunta: «¿No sucede quizá a veces que la creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas -cre­encia que es efecto también del Espíritu de verdad, que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico- haga quedar confundidos

43. Texto en AAS 68 (1976), pp. 41-42; trad. cast.: La evangelización del mundo con­temporáneo, PPC, Madrid 1975, pp. 45-46.

Page 55: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

108 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

a los cristianos, muchas veces dispuestos a dudar en las verdades reve­ladas por Dios y proclamadas por la Iglesia» (n. ó)44.

Por ello «la actitud misionera comienza siempre con un sentimien­to de profunda estima frente a lo que "hay en el hombre" (Jn 2,25), por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que "sopla donde quiere" (Jn 3,8)» (Redemptor hominis 12). Jn 3,8 es una cita que aparece con fre­cuencia en los escritos del papa. Otra es Rm 8,26, donde Pablo habla del Espíritu Santo que ora en nosotros. El papa aplica las palabras de Pablo a toda oración auténtica, sea hecha por los cristianos o por otros:

«Incluso cuando para algunos [el Absoluto] es el Gran Desconocido, sigue siendo siempre, sin embargo, en realidad el mismo Dios vivo. Alimentamos la esperanza de que dondequiera que se abra el espíri­tu humano en oración a este Dios desconocido se percibirá un eco del mismo Espíritu, quien, conociendo los límites y la debilidad de la persona humana, ora él mismo en nosotros y en nuestro nombre, "intercediendo por nosotros con gemidos inenarrables" (Rm 8,26). La intercesión del Espíritu de Dios que ora en nosotros es para noso­tros fruto del ministerio de la redención realizada por Cristo, en la cual el amor universal del Padre se ha manifestado al mundo»45.

De estos textos surge gradualmente una única enseñanza: el Espí­ritu Santo está presente y operante en el mundo, en los miembros de las otras religiones y en las mismas tradiciones religiosas. La oración auténtica (aunque se dirija a un Dios aún desconocido), las virtudes y los valores humanos, los tesoros de sabiduría escondidos en las tradi­ciones religiosas, el verdadero diálogo y el auténtico encuentro entre sus miembros, son también frutos de la presencia activa del Espíritu.

No podemos omitir una referencia al importante discurso pronun­ciado por el papa Juan Pablo n a los miembros de la Curia romana el 22 de diciembre de 1986, después del acontecimiento de la Jornada mundial de oración por la paz, que se había celebrado en Asís dos meses antes (el 27 de octubre de 1986)46. El discurso habla de un «mis-

44. Texto en AAS 71 (1979), pp. 257-347; trad. cast. en Encíclicas de Juan Pablo //, Edibesa, Madrid 1993, pp. 1-102, aquí: pp. 19-20.

45. «Por el desarrollo de Asia en solidaridad internacional», Mensaje de Juan Pablo II a los pueblos de Asia (Manila, 21 de febrero de 1981), n. 4. Texto en AAS 73 (1981), pp. 391-398; trad. cast. en Ecclesia 2.021 (1981), pp. 302-303.

46. Los textos de la Jornada de oración por la paz fueron publicados por la COMISIÓN PONTIFICIA «IUSTITIA ET PAX», Assisi: Giornata mondiale di preghiera per la pace (27 ottobre 1986), Tipografía Poliglotta Vaticana, Cittá del Vaticano 1987 (trad.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 109

terio de unidad» -basado en la unidad de la raza humana en la creación y en la redención-, que une a todos los pueblos, por muy diversas que puedan ser las circunstancias de sus vidas: «Las diferencias son un ele­mento menos importante respecto a la unidad, que, en cambio, es radi­cal, básica y determinante» (n. 3). Pero hay un punto en el que el papa se expresa, como en los otros documentos antes citados, más clara­mente que cualquiera de los textos conciliares: la presencia activa del Espíritu Santo en la vida religiosa de los miembros de las otras tradi­ciones religiosas. En efecto, el papa observa que en Asís se había pro­ducido una «manifestación admirable de aquella unidad que nos une ñor encima de las diferencias y las divisiones para todos conocidas». Él la explica del modo siguiente:

«Toda oración auténtica se encuentra bajo la influencia del Espíritu Santo, "que intercede por nosotros con insistencia", "porque ni si­quiera sabemos qué es conveniente pedir", pero El pide por nosotros, "con gemidos inenarrables", y Él, que escudriña los corazones, sabe cuáles son los deseos del Espíritu [véase Rm 8,26-27]. Podemos mantener, en efecto, que toda oración auténtica es suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de todo hombre» (n. 11).

Pero el texto más explícito sobre la economía del Espíritu se encuentra en la encíclica dedicada a él, la Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1996). Aquí el papa menciona explícitamente la actividad universal del Espíritu Santo antes del tiempo de la economía cristiana -«desde el principio, en todo el mundo»-y, hoy, después del aconteci­miento Cristo, «fuera del cuerpo visible de la Iglesia». Antes del tiem­po de la economía cristiana la actividad del Espíritu estaba ordenada a Cristo en virtud del designio salvífico divino. Fuera de la Iglesia, hoy, se deriva del acontecimiento salvífico que se ha realizado en él. Él papa, por tanto, explica el contenido cristológico y la dimensión pneu-matológica de la gracia salvífica (véase todo el número 53)47.

El tema de la presencia y la actividad universal del Espíritu Santo aparece de nuevo en la carta encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990)48. El texto afirma con gran claridad que la presen-

cast. en Ecclesia 2.292 [1986], pp. 1538-1547). El texto del discurso del papa a los miembros de la Curia romana (22 de diciembre de 1986) se encuentra en Ecclesia 2.302 (1987), pp. 71-75.

47. Texto en AAS 78 (1986), pp. 809-900; trad. cast. en Encíclicas de Juan Pablo li, Edibesa, Madrid 1993, pp. 349-490, aquí: pp. 450-451.

48. Texto en AAS 83 (1991), pp. 249-340; trad. cast. en Encíclicas de Juan Pablo u, Edibesa, Madrid 1993, pp. 711-863, aquí: pp. 759-760.

Page 56: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

110 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cia del Espíritu no alcanza sólo a los individuos, sino a las mismas tra­diciones religiosas:

«El Espíritu se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite alguno ni de espacio ni de tiempo. [...] El Espíritu [...] está en el origen mismo de la pregunta existencial y religiosa del hombre, la cual surge no sólo de situaciones contingentes, sino de la estructura misma de su ser. La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones» (n. 28).

Con todo, si se nos pregunta si el reconocimiento de la presencia activa del Espíritu de Dios no sólo en los miembros de las otras tradi­ciones religiosas, sino en las mismas tradiciones, ejerce un influjo po­sitivo en la aproximación de la encíclica al significado y al valor de éstas, la respuesta sigue totalmente indeterminada. Todo lo que la encí­clica se atreve a decir a este respecto está contenido en dos frases. Por un lado, afirma que la salvación en Cristo es accesible a los que se encuentran fuera de la Iglesia «en virtud de la gracia que, aun tenien­do una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmen­te en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental» (n. 10). Por otro, aunque se subraya la «media­ción única y universal» de Cristo, el documento reconoce la posibili­dad, en el orden de la salvación, de «mediaciones parciales de cual­quier tipo» con las siguientes palabras: «Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias» (n. 5). No se dice explícitamente si entre las «mediaciones parciales» contempla­das en este texto están incluidas, para beneficio de los miembros de las otras religiones, las tradiciones a las que pertenecen. Abordaremos esta cuestión más adelante.

De hecho, a pesar de la repetida afirmación de la presencia del Espíritu Santo de Dios en las tradiciones religiosas, en algunos pro­nunciamientos recientes el papa Juan Pablo n retoma la «teoría del cumplimiento» de una forma que recuerda el juicio sobre las religio­nes «no cristianas» pronunciado por Pablo vi en la Evangelii nuntian-di (53). Así, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994) el papa escribe:

«Jesús [...] no se limita a hablar "en nombre de Dios" como los pro­fetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II \ \ l

se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristia­nismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posi­ble alcanzarlo. [...] El Verbo encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cum­plimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia. En Cristo la religión ya no es un "buscar a Dios a tientas" [véase Hch 17,27], sino una respuesta de fe a Dios que se revela [...]. Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religio­nes del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culmina­ción» (n. 6)49.

Este texto visualiza el cumplimiento de las otras religiones en Jesu­cristo y en el cristianismo como una autocomunicación de Dios en su Hijo encarnado en respuesta a la universal búsqueda humana de Dios que encuentra expresión en las tradiciones religiosas; en otras palabras, como encuentro entre la revelación y la gracia divinas, por un lado, y las aspiraciones religiosas naturales de la humanidad, por otro. De este modo reproduce la «teoría del cumplimiento» en su forma clásica. Parece que esto no deja ningún lugar para el reconocimiento, en las otras tradiciones religiosas, de una primera iniciativa divina, aunque incompleta, hacia los seres humanos, ni para la atribución a tales tra­diciones de un papel positivo en el misterio de la salvación de sus seguidores: el «camino» cristiano es el único a través del cual «es posi­ble alcanzar a Dios».

En cambio, nos acercamos más que nunca a una afirmación de un papel positivo de las tradiciones en un documento publicado conjunta­mente por el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, titulado «Diá­logo y anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo inte­rreligioso y el anuncio del Evangelio de Jesucristo» (19 de mayo de 1991 )50. La sección titulada «Aproximación cristiana a las tradiciones religiosas» (nn. 14-32) -que es una primicia entre los documentos de la Iglesia dedicados a los miembros de las otras religiones y a sus tra­diciones- contiene un importante párrafo que, a propósito del papel

49. Texto en AAS 87 (1995), pp. 8-9; trad. cast.: Carta apostólica Tertio millennio adveniente, Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano 1994, pp. 8-10.

50. PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, «Diálogo y anuncio», Ecclesia 2.547 (1991), pp. 1437-1454.

Page 57: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

112 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

desempeñado por las tradiciones religiosas en la salvación en Jesu­cristo, va más allá de todo lo que se había dicho previamente en los documentos de la Iglesia:

«De este "misterio de unidad" deriva el hecho de que todos los hom­bres y mujeres que son salvados participan, aunque de modo diferen­te, en el mismo misterio de la salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu. Los cristianos son conscientes de ello gracias a su fe, mien­tras que los demás desconocen que Jesucristo es la fuente de su salva­ción. El misterio de la salvación los toca por vías que sólo Dios cono­ce, mediante la acción invisible del Espíritu de Cristo. A través de la práctica de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas, y siguiendo los dictámenes de su conciencia, los miembros de las otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aun cuando no lo reconozcan como su sal­vador (véase Ad gentes 3, 9 y 11)» (n. 29; la cursiva es nuestra)51.

Es indudable que la afirmación es prudente -no sin razón, si se tie­nen en cuenta las circunstancias y el contexto en que fue escrita52-. No obstante, parece que se abre tímidamente, por primera vez, una puerta para el reconocimiento, por parte de la autoridad de la Iglesia, de una «mediación parcial» de las tradiciones religiosas en la salvación de sus miembros. Al parecer, con tal declaración se está dando definitiva­mente el paso de la «teoría del cumplimiento» a la de una presencia activa del misterio de Jesucristo en las mismas tradiciones53.

Es probable que nuestra visión de conjunto del concilio Vaticano n y del magisterio posconciliar haya conseguido mostrar que la doctrina de la Iglesia no es monolítica ni uniforme. Entre los diferentes docu­mentos es posible encontrar distintas implicaciones y matices semán­ticos diferentes, e incluso perspectivas en parte opuestas entre sí. El

51. Ibid., p. 172. 52. Para un estudio crítico y un resumen de la génesis de este documento, así como

para una comparación entre la encíclica Redemptoris missio y «Diálogo y anun­cio», véase J. DUPUIS, «A Theological Commentary: Dialogue and Proclama-tion», en (W.R. Burrows [ed.]) Redemption and Dialogue, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1993, pp. 119-158. También ID., «Dialogue and Proclamation in Two Recent Documents», en (Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligio-so) Bulletin n. 80; 27/2 (1992), pp. 165-172.

53. El documento de la Comisión Teológica Internacional titulado «El cristianismo y las religiones» (1996) no es objeto de estudio en este capítulo porque no forma parte del magisterio de la Iglesia. Haremos referencia a él ocasionalmente en la segunda parte de este trabajo. El texto de este documento ha sido publicado en castellano en COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, BAC, Madrid 1998, pp. 557-604.

EN LA ENCRUCIJADA DEL CONCILIO VATICANO II 113

magisterio reciente a este respecto ha experimentado altibajos, ambi­güedades y oscilaciones. Sería erróneo, por tanto, insistir en la afirma­ción de la existencia continua de una sola perspectiva teológica del magisterio reciente en relación con las religiones. Por el contrario, hay que reconocer la existencia en él de diversas actitudes, que dejan la puerta abierta a variados desarrollos ulteriores. Tampoco es siempre fácil establecer el significado o el valor exactos de cada una de las declaraciones o afirmaciones. En cualquier caso, basándonos en la breve exposición que acabamos de presentar podemos sacar las siguientes conclusiones.

Los textos conciliares pertinentes muestran, sin querer tomar posi­ción sobre cuestiones doctrinales controvertidas, una cierta apertura hacia las otras tradiciones religiosas. Tal apertura, aun siendo limitada, no tiene precedentes en los anteriores documentos oficiales de la Iglesia. Aunque no se reconoce nunca formalmente que las otras tradi­ciones religiosas sean canales de salvación para sus miembros, parece que el concilio avanza implícitamente en esta dirección cuando reco­noce que en ellas no existen sólo valores humanos positivos, sino tam­bién elementos «de verdad y de gracia», «entre las naciones, como por una cuasi secreta presencia de Dios» {Ad gentes 9).

Por lo que respecta al magisterio posconciliar, se caracteriza por una cierta ambigüedad. Aunque parece que Pablo vi se adhirió clara­mente a la «teoría del cumplimiento» tal como se había entendido tra-dicionalmente antes del concilio, Juan Pablo n, sobre todo por su énfa­sis en la universalidad de la presencia activa del Espíritu Santo en las mismas tradiciones religiosas, parece más positivo y muestra una incli­nación más fuerte hacia una perspectiva más amplia, pero sin deducir sus conclusiones implícitas ni ir claramente más allá de la concepción preconciliar del cumplimiento. Sólo un documento oficial del Vaticano permite afirmar prudentemente que la gracia y la salvación de Dios en Jesucristo llegan a los miembros de las otras tradiciones religiosas den­tro y por medio de la «práctica» de tales religiones.

Hasta aquí, y no más allá, nos permite llegar la doctrina oficial. La tarea del capítulo siguiente será la de mostrar que el debate teológico que ha continuado, sobre todo a partir de los años del concilio, entre los cristianos en general, es en realidad mucho más amplio y variado que lo expuesto hasta aquí, y de hecho incluye algunas posiciones extremas. Así pues, es necesario examinar todo el abanico de las opi­niones sostenidas en el debate que tiene lugar actualmente.

Page 58: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

3 El cristianismo y las religiones

en la teología reciente

El concilio Vaticano n afrontó «la relación de la Iglesia con las reli­giones no cristianas» dentro de parámetros bien definidos. Era efecti­vamente voluntad de Iglesia promover la estima recíproca y la colabo­ración, pero dentro de los límites impuestos por la comprensión de su identidad y su concepción de la propia misión. El debate tuvo como presupuesto muchos elementos irrenunciables: la unicidad de Jesu­cristo, el único en el que el género humano podía encontrar la salva­ción; el papel insustituible de la Iglesia como «sacramento universal» de la salvación en Jesucristo. Dentro de los límites impuestos por estos elementos fundamentales de la fe cristiana tradicional, el espacio para negociar diferentes valoraciones teológicas de las religiones parecía bastante restringido. Inequívocamente excluida -como había recorda­do Pío XII en 1949- la interpretación rígida del antiguo axioma «Fuera de la Iglesia no hay salvación», parecía que quedaban dos caminos, a saber, los sugeridos, de hecho, por la teología católica del tiempo del concilio, que hemos presentado en el capítulo anterior. El concilio no adoptó formalmente ninguno de los dos. Aunque aparentemente se inclinaba hacia la visión más positiva, dejó abierto el debate teológico.

En realidad, hacía mucho tiempo que tal debate había adquirido dimensiones mucho más vastas que las que jamás el concilio hubiera podido o querido tomar en consideración. Esto resulta evidente si se considera, más allá de las posiciones entonces más difundidas entre los teólogos católicos, todo el abanico de las opiniones sostenidas ya ante­riormente por los teólogos de varias tradiciones cristianas, opiniones comprendidas entre los dos extremos constituidos por la «teología dia­léctica» de K. Barth, por un lado, y las concepciones «liberales» con las que éste entró en conflicto, por otro. En los últimos años no se ha reducido la amplitud de tal abanico; al contrario, ha aumentado con el

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 1 1 5

desarrollo de la discusión. El debate sobre la teología de las religiones ocupa hoy un lugar destacado en la agenda teológica. Prueba de ello es la incesante producción de bibliografía al respecto.

Este debate, en el punto en que hoy se encuentra, es lo que quere­mos revisar en este capítulo. Nos proponemos identificar los principa­les «paradigmas» que han dominado el intento de construir una teolo­gía de las religiones -y del pluralismo religioso- o, dicho de otro modo, de determinar la perspectiva fundamental, el principio de inteli­gibilidad, conforme al cual se proponen las distintas teorías relativas a las relaciones mutuas entre las diversas tradiciones religiosas, incluido el cristianismo.

Antes de entrar en el argumento, son necesarias algunas precisio­nes a propósito de la terminología. Se usa deliberadamente el término «paradigma» en contraposición al término «modelo», empleado tam­bién en estas páginas. La distinción es importante. En síntesis, se puede decir lo que sigue: los <<mo-delos» tienen carácter descriptivo; atraen la atención sobre los aspectos de una determinada realidad, sin pretender definirla de forma adecuada o distintiva. Como consecuen­cia, los diferentes modelos no se excluyen mutuamente, sino que deben ser vistos como realidades que se completan recíprocamente; su com­binación es necesaria para obtener una visión comprensiva de la reali­dad en cuestión. En el caso de los «paradigmas» sucede lo contrario. Aquí se trata de principios de inteligibilidad, de claves de interpreta­ción global de la realidad que, al oponerse mutuamente, se excluyen. No es posible sostener al mismo tiempo -la comparación es pertinen­te, como se verá más adelante- una cosmovisión tolemaica y otra co-pernicana. De ahí la exigencia de abandonar un paradigma, si se con­sidera inservible, para «pasar» a otro. En nuestro caso, será importan­te tener presente la asunción de contradicciones entre los miembros de cada pareja de paradigmas, y el desconocimiento, implícito en cada «cambio de paradigma», de todo lo que lo ha precedido.

Muchos autores recientes prefieren una subdivisión tripartita de las posiciones principales. Distinguen tres perspectivas fundamentales -eclesiocéntrica, cristocéntrica y teocéntrica- y, en paralelo con ellas, tres posiciones básicas, denominadas respectivamente: exclusivismo, inclusivismo y «pluralismo»1. Tales distinciones corresponden a un

1. Adoptan esta nomenclatura, entre otros: A. RACE, Christians and Religious Pluralism. Patterns in the Christian Theology of Religions, SCM Press, London 1983; H. COWARD, Pluralism. Challenge to World Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1985.

Page 59: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

116 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

doble cambio de paradigma. Hay que añadir que ulteriores debates han determinado la aparición de categorías más recientes. Como veremos más adelante, éstas no representan nuevos cambios de paradigma en el sentido antes definido, pues se limitan a sugerir nuevos modelos para determinar el valor de las diversas religiones. Será preciso tener en cuenta también estos desarrollos más recientes, así como las nuevas categorías de opiniones que han producido.

Así pues, la tarea de este capítulo será la de explicar las presiones que han hecho que la teología de las religiones experimentase un doble cambio de paradigma: del eclesiocentrismo al cristocentrismo, y del cristocentrismo al teocentrismo. Tendremos que mostrar también cómo de los debates más re-cientes han surgido nuevos modelos para valorar las diversas religiones. De este modo resultará evidente que la cuestión cristológica, que originariamente se encontraba en el centro de todo el debate de la teología de las religiones, tiende a juicio de muchos -sea correcto o equivocado- a ser progresivamente marginada. Por ello habrá que analizar también esta tendencia, y será preciso mostrar que, desde un punto de vista cristiano, la cuestión cristológica ocupa nece­sariamente el centro del debate. Por último, habrá que buscar un mode­lo practicable para una teología sintética de las religiones que sea al mismo tiempo cristiana y abierta.

I. Cambios de paradigma

1. Del eclesiocentrismo al cristocentrismo

El primer cambio de paradigma puede ser tratado rápidamente. Ya hemos recordado el veredicto negativo barthiano sobre la religión en general y, consiguientemente, sobre las religiones. Los discípulos de Barth, como H. Kraemer2, aplicaron la «teología dialéctica» a las reli­giones con las que se encontraron en contextos misioneros. Dado que la salvación se podía conseguir sólo mediante la fe en Jesucristo pro­fesada en la Iglesia, las religiones «no cristianas» constituían, en el mejor de los casos, vanos intentos humanos de autojustificación. Pero Barth no fue el único que reaccionó con vehemencia contra las con­cepciones liberales propuestas por historiadores de la religión, como E.

2. Véase H. KRAEMER, The Christian Message in a Non-Christian World, Edinburgh House, London 1947; ID., Why Christianity of All Religions?, Lutterworth, London 1962.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 117

Troeltsch y A. Toynbee3. Lo mismo hicieron autores como E. Brunner, el cual, a pesar de las diferencias, está desde este punto de vista muy cerca de Barth4.

Tampoco hay que pensar que la posición exclusivista de la neoor-todoxia protestante sea ya una cosa totalmente pasada. En los ambien­tes evangélicos sobrevive, en alguna medida, también hoy, según ates­tiguan trabajos recientes como los de H.A. Netland5 y A.D. Clarke -B.M. Winter6 y, en un nivel más institucional, la «Alianza de Lau-sanne» promulgada por el Congreso Internacional sobre el Evangelis-mo Mundial (1974) y el «Manifiesto de Manila», publicado por la misma organización en 1989. Éste afirma que no hay ninguna «justifi­cación para decir que la salvación puede encontrarse fuera de Cristo o prescindiendo de una aceptación explícita de su obra mediante la fe»7. En algunos autores católicos se encuentran todavía posiciones muy semejantes a ésta. Un ejemplo es H. van Straelen, que ha escrito en un libro publicado recientemente: «La Iglesia ha enseñado siempre que, para salvarse, el hombre tiene que aceptar el mensaje del Evangelio, rechazar a los falsos dioses y volverse hacia el Dios vivo de Abrahán, de Isaac y de Jacob, como se ha revelado en Jesucristo»8. Es decir, que para salvarse es necesaria la fe explícita en Jesucristo. Tales datos recuerdan el paradigma exclusivista, explícitamente repudiado por el magisterio de la Iglesia, como se deduce de la carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, de 1949, bajo Pío xn9.

En efecto, el cambio de paradigma con el que se ha pasado del eclesiocentrismo al cristocentrismo representa un vuelco importante, cargado de consecuencias no sólo para una teología de las religiones

3. E. TROELTSCH, El carácter absoluto del cristianismo, Sigúeme, Salamanca 1979 (orig. alemán, 19293); A. TOYNBEE, Christianity among the Religions of the World, Scribner's, New York 1957.

4. E. BRUNNER, Offenbarung und Vernunft. Die Lehre von der christlichen Glaubenerkenntis, Zwingli Verlag, Zürich 1941, 19612.

5. H.A. NETLAND, Dissonant Volees. Religious Pluralism and the Question ofTruth, Eerdmans, Grand Rapids (Mich.) 1991.

6. A.D. CLARKE y B.M. WINTER (eds.), One God, One Lord. Christianity in a World of Religious Pluralism, Baker, Grand Rapids (Mich.) 1992.

7. Véase E.L. STOCKWELL, «One Perspective on Lausanne II in Manila, July 11-20, 1989», pro manuscripto, sin fecha, p. 3.

8. H. VAN STRAELEN, L'Eglise et les religions non chrétiennes au seuil du XXIe sié-cle, Beauchesne, París 1994, p. 281. Anteriormente el autor había escrito Ouver-ture á l'autre, laquelle?, Beauchesne, París 1982.

9. H. DENZINGER y P. HÜNERMANN (eds.), El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 1999 [en adelante: DH], nn. 3.866-3.872 (orig. alemán, 1999).

Page 60: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

118 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

(inclusivismo contra exclusivismo), sino para la teología en general. Este cambio implica un radical des-centramiento de la Iglesia, que se encuentra ahora re-centrada en el misterio de Jesucristo. Es éste, y no la Iglesia, quien está en el centro del misterio cristiano; en cambio, la Iglesia es un misterio derivado, relativo, que encuentra en él su razón de ser. Tal descentramiento de la Iglesia, y su consiguiente recentra-miento en Jesucristo, es absolutamente necesario, si ella quiere evitar tendencias eclesiológicas maximalistas, de las que el axioma «Fuera de la Iglesia no hay salvación» representa un ejemplo extremo. Una apro­ximación eclesiocéntrica estrecha debe ser sustituida por una perspec­tiva cristocéntrica más amplia.

Por lo que respecta a la teología de las religiones, el cambio de paradigma del exclusivismo al inclusivismo implica una neta distin­ción entre el papel de Jesucristo y el de la Iglesia en el orden de la sal­vación. No son ni deben ser puestos en el mismo nivel. Según el Nuevo Testamento, sólo Jesucristo es el «mediador» entre Dios y los seres humanos (véase 1 Tm 2,5; Hb 8,6; 9,15; 12,24). Cualquiera que sea el papel que haya que atribuir a la Iglesia en el orden de la salvación, jamás podrá ser colocado en el mismo plano que el de Jesucristo y nunca se le podrá atribuir la misma necesidad. Esto demuestra la nece­sidad de superar una perspectiva eclesiocéntrica demasiado estrecha. No es posible edificar una teología de las religiones sobre una insis­tencia eclesiológica que terminaría por alterar las perspectivas. La Iglesia, como misterio derivado y totalmente relativo al misterio de Cristo, no puede constituir el criterio con el que medir la salvación de los «otros». Qué papel hay que asignarle en una perspectiva descentra­da, en relación con las religiones y sus miembros, es una cuestión que debemos retomar más adelante.

2. Del cristocentrismo al teocentrismo

En el reciente debate sobre la teología de las religiones son todavía numerosos los autores que han defendido y promovido un segundo y aún más radical cambio de paradigma. Al cristocentrismo inclusivista se contrapone ahora una perspectiva teocéntrica, denominada también «pluralismo». Es necesario percibir claramente el significado del tér­mino aquí empleado y el cambio de paradigma implicado en él. Todo cambio de paradigma implica el rechazo del paradigma anterior -en este caso, de la centralidad de Jesucristo en el orden de la salvación, tal como la ha entendido tradicionalmente la fe cristiana-. Los autores en

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 119

cuestión no se proponen sólo abandonar la visión que sitúa la Iglesia en el centro de la perspectiva teológica, sino también la que sitúa en el centro el misterio de Jesucristo. En la nueva perspectiva, en el centro está Dios y sólo él. El término «pluralismo» hace referencia a la susti­tución de la única mediación universal y constitutiva de Jesucristo por muchos «caminos» o figuras salvíficas de igual valor que conducen a Dios-centro. Las diversas religiones -incluido el cristianismo- repre­sentan caminos que conducen a Dios, cada uno de los cuales posee, a pesar de las diferencias, igual validez y valor. En sus líneas esenciales, el razonamiento es el siguiente.

Si el cristianismo busca sinceramente un diálogo con las otras tra­diciones religiosas -y sólo puede buscarlo en un nivel de igualdad-, tiene que renunciar en primer lugar a toda pretensión de unicidad para la persona y la obra de Jesucristo como elemento «constitutivo» uni­versal de la salvación. Ciertamente esta posición se presta a varías interpretaciones. Según algunos, aun no siendo constitutivo de la sal­vación -en el sentido de que la salvación universal depende de su per­sona y su obra-, Jesucristo sigue siendo normativo, como símbolo per-fectísimo y también modelo ideal de las relaciones entre Dios y los hombres. Ejemplos de defensores del Jesús «normativo» serían, ade­más de E. Troeltsch y P. Tillich10, teólogos «del proceso» como J.B. Cobb y S.M. Ogden". El principal representante de la posición extre­ma según la cual Jesús no es ni constitutivo ni normativo es induda­blemente John Hick.

La posición de Hick es tan representativa de la interpretación radi­cal del pluralismo teológico que merece la pena detenerse un momen­to a estudiarla12. Hick sostiene una «revolución copernicana» de la cris-tología, una revolución que debe consistir, de manera específica, en un cambio de paradigma, es decir, en el paso de la tradicional perspectiva

10. E. TROELTSCH, El carácter absoluto del cristianismo, op. cit.; P. TILLICH, Systematic Theology, vols. II-III, University of Chicago Press, Chicago 1957-1963; ID., Christianity and the Encounter of World Reügions, Columbia University Press, New York 1963.

11. Véase J.B., COBB, Jr., Christ in a Pluralistic Age, Westminster Press, Philadelphía 1975; ID. , Beyond Dialogue. Toward a Mutual Transformation of Christianity and Buddhism, Fortress Press, Philadelphia 1982. Véase también S.M. OGDEN, Christ without Myth, Harper and Brothers, New York 1963; ID., IS There Only One True Religión or Are There Many?, Southern Methodist University Press, Dallas 1992.

12. Véase sobre todo J. HICK, God and the Universe of Faiths. Essays in the Philosophy of Religión, Macmillan, London 1973; ID., God Has Many Ñames. Britain's New Religious Pluralism, Macmillan, London 1980; ID., Problems of Religious Pluralism, Macmillan, London 1985.

Page 61: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

120 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cristocéntrica a una nueva perspectiva teocéntrica. La expresión «revo­lución copernicana» indicaba originariamente el paso de un determi­nado sistema de explicación del cosmos, a la sazón anacrónico y anti­cuado, a un sistema diverso, que corresponde efectivamente a la reali­dad. Este paso tuvo lugar cuando el sistema tolemaico fue sustituido por el copernicano. Después de haber creído durante siglos que el Sol giraba alrededor de la Tierra, descubrimos finalmente, con Galileo y Copérnico, que en realidad es la Tierra la que gira alrededor del Sol. Del mismo modo, después de haber creído durante siglos que las otras tradiciones religiosas giraban en torno al cristianismo, hoy debemos reconocer que en realidad el centro en torno al cual giran todas las tra­diciones religiosas (incluido el cristianismo) es Dios. Semejante cam­bio de paradigma implica necesariamente el abandono de toda reivin­dicación de un significado único no sólo para el cristianismo, sino para el mismo Jesucristo.

Hick no ignora los escritos teológicos que representan la perspec­tiva intermedia entre exclusivismo y «pluralismo», a saber, la del inclu-sivismo a la manera, por ejemplo, de K. Rahner. No obstante, según Hick, todos los esfuerzos realizados por un impresionante número de teólogos recientes -sobre todo católicos- para dotar a la teología de las religiones de un cristocentrismo inclusivo y abierto capaz de entrela­zar, por un lado, el sentido constitutivo del acontecimiento Jesucristo para la salvación de la humanidad y, por otro, el valor de las otras tra­diciones religiosas como intervenciones de Dios en la historia de las culturas humanas y vehículos de «elementos de gracia» y salvación para sus miembros, pueden ser arrinconados como indignos de seria consideración. De hecho, son comparables a los «epiciclos» inventa­dos por la ciencia antigua con el vano intento de hacer entrar por la fuerza algunos fenómenos recalcitrantes dentro del sistema tolemaico, intento que duró hasta que este sistema se derrumbó definitivamente con todos sus epiciclos, dejando el espacio libre para la revolución copernicana. Del mismo modo, la revolución copernicana en la cristo-logia, que Hick está dispuesto a promover, rechaza todas las cristolo-gías inclusivas como si se tratase de epiciclos inútiles y anticuados. La única teología válida de las religiones superviviente será la del plura­lismo teocéntrico, que explica todos los fenómenos, trasciende toda pretensión cristiana de un papel privilegiado y universal para Jesucristo y finalmente establece el diálogo interreligioso sobre un nivel de autén­tica igualdad.

Observemos también que la reflexión de Hick ha estimulado una auténtica escuela de pensamiento, que se jacta de una actitud un tanto

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 1 2 1

militante, como atestiguan sus eslóganes. Además del cambio de para­digma constituido por la revolución copernicana, se ha hablado del «paso del Rubicón». Obviamente, esta expresión significa reconocer de forma irrevocable el igual significado y valor de las diversas reli­giones y renunciar a cualquier pretensión no sólo de exclusividad, sino también de normatividad, para el cristianismo y para Jesucristo13. Si éste tiene alguna universalidad, sólo puede consistir en el atractivo que su mensaje puede ejercer en relación con las aspiraciones de los hom­bres y las mujeres en general; con todo, también otras figuras sal vin­cas podrían ejercer el mismo atractivo.

II. Otros modelos y más allá

1. Reinocentrismo y soteriocentrismo

Una de las principales objeciones presentadas contra el paradigma teo­céntrico se refiere a la asunción acrítica de un concepto de la Realidad absoluta afín a las religiones monoteístas y proféticas del hemisferio occidental, pero totalmente extraño a las tradiciones místicas de Oriente. Ello impondría de esta forma a todas las religiones una idea preconcebida de Dios, en un intento de mostrar cómo convergen, aun­que sea en sus diferencias, en un mismo Centro divino. Tales objecio­nes han obligado a los representantes del pluralismo teocéntrico a pro­poner otros modelos, que no constituyen sino nuevas variaciones sobre el mismo paradigma.

Hick propone ahora el modelo del «centramiento en la Realidad»14. Esto significa que todas las religiones están orientadas, de modos dife­rentes, a lo que consideran la Realidad central o el Absoluto divino. Al participar en esta búsqueda universal, todas las tradiciones religiosas poseen, en sus diferencias, igual valor: ninguna tiene prioridad con res­pecto a las otras ni posee el privilegio de una especial revelación divi­na. «Realidad última» indica el hecho de que lo Divino no puede ser

13. Véase L. SWIDLER (ed.), Toward a Universal Theology of Religión, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1987, especialmente P.F. KNITTER, «Hans Küng's Theological Rubicon», pp. 224-230. Véase también J. HICK y P.F. KNITTER (eds.), The Myth of Christian Uniqueness. Toward a Pluralistic Theology of Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1987.

14. Véase J. HICK, An Interpretation of Religión. Human Responses to the Transcendente Yale University Press, New Haven - London 1989. Para una expo­sición de la teoría con carácter más divulgativo, véase J. HICK, The Rainbow of Faiths. Critical Dialogues on Religious Pluralism, SCM Press, London 1995.

Page 62: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

122 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

considerado, en último término, ni personal (como en las tradiciones teístas), ni impersonal (como en las tradiciones no teístas). Hay que aplicar la noción de «mito», ya utilizada en referencia a la cristología, también a la idea de la Ultimidad divina, bajo cualquier forma que ésta se dé a conocer en las diferentes religiones: el Brahmán hindú, el Alá del islam, el Yahvé del judaismo, el Abbá del cristianismo15. Hablar del «Padre nuestro que está en el cielo» significa hacer referencia en clave mítica cristiana a aquello que es «lo Real».

Hick, por tanto, niega ahora toda correspondencia real entre el conocimiento humano y la realidad divina; el lenguaje religioso sólo tiene que desempeñar una función superficial. De lo Real an sich no sabemos absolutamente nada: nuestro conocimiento sólo tiene acceso a los fenómenos. En cualquier caso, lo que cuenta es que todas las reli­giones -cualquiera que sea su lenguaje característico- tienen la capa­cidad de estimular a las personas para salir de sí mismas en busca de la Realidad suprema que alimenta amor y compasión. Aplicada a Dios, la noción de «mito» pone el modelo teocéntrico fuera del centro, abriendo el camino a la «centralidad de lo Real». En clave soteriológi-ca, todas las religiones tienen el poder de transformar a las personas para que pasen de su autocentramiento al «centramiento en la Reali­dad». Pero hay que someter todas las tradiciones religiosas, sean teís­tas o no, a un proceso de «desmitologización»; entonces se verá que ninguna posee ni puede reivindicar de por sí un acceso privilegiado a la Realidad.

Frente a las objeciones planteadas al paradigma teocéntrico, P. Knitter ha reaccionado de forma más práctica y concreta. Propone sus­tituir el modelo teocéntrico por lo que llama «reinocentrismo» o «sote-riocentrismo»16. Knitter observa que todas las religiones proponen un mensaje de salvación o liberación humana. Cualesquiera que sean los modos en que tal intento es concebido y perseguido, todas las religio­nes comparten la misma capacidad de convertirse en caminos de sal­vación para sus seguidores. El criterio con el que hay que juzgarlas es la medida en que contribuyen efectivamente a la liberación de las per­sonas, en lugar de ser fuentes de esclavitud y opresión. En un lengua­je específicamente cristiano, esto significaría que todas las religiones están destinadas a ser signos visibles de la presencia en el mundo del reino de Dios, si bien entendido de modo restrictivo, horizontal; todas

15. ID., An ¡nterpretation of Religión, op. cit., pp. 343-361. 16. P.F. KNITTER, «Towards a Liberation Theology of Religions», en (J. Hick y P.F.

Knitter [eds.]) The Myth of Christian Uniqueness, op. cit.; ID., «Interreligious

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 123

pueden y deben contribuir, bajo aspectos diferentes, al crecimiento del reino de Dios entre las personas y los pueblos.

En los últimos años, Knitter ha desarrollado ulteriormente el mode­lo de la liberación, pues une aún más estrechamente la doble preocu­pación de la praxis de liberación y del diálogo interreligioso17. La sotéría que propugna requiere una responsabilidad global y un com­promiso común de las diferentes tradiciones religiosas para el «bie­nestar eco-humano». Con el modelo reinocéntrico, el cristocentrismo tradicional es sustituido por una perspectiva escatológica. La teología de las religiones no se centra ya en el acontecimiento Cristo, sino en el reino de Dios, que se construye a lo largo de la historia y que está des­tinado a alcanzar su consumación en el tiempo escatológico. La aten­ción no se centra ya en el pasado, sino en el futuro; Dios y su reino son la meta de la historia, hacia la cual tienden todas las religiones (inclui­do el cristianismo), porque es su destino común.

Knitter entiende el modelo del reino de Dios como una nueva ver­sión del paradigma teocéntrico. Tiene el mérito de afirmar que los seguidores de las otras tradiciones religiosas son ya miembros del reino de Dios en la historia, y que junto a los cristianos están destina­dos a colaborar en el crecimiento del reino hacia su plenitud escatoló­gica; más adelante tendremos que abordar de nuevo estos aspectos. No obstante, aparte del hecho de que tal modelo continúa remitiendo a un concepto de Dios característico de las religiones monoteístas, para la fe cristiana tradicional no representa ni puede representar un cambio de paradigma respecto al cristológico. Afirmar lo contrario significaría olvidar que el reino de Dios irrumpió en la historia en Jesucristo y en el acontecimiento Cristo; que a través de la acción de Cristo resucita­do los miembros de las diversas tradiciones religiosas participan en el reino de Dios históricamente presente; y, por último, que el reino esca­tológico al que son convocados todos los miembros de las diversas tra­diciones religiosas es el reino que el Señor Jesucristo entregará a su Padre al final (véase 1 Co 15,28). Así como el teocentrismo y el cris­tocentrismo no constituyen paradigmas diversos, tampoco los consti­tuyen el reinocentrismo y el cristocentrismo, sino que son dos aspec­tos de la misma realidad.

Dialogue: What? Why? How?», en (L. Swidler et al. [eds.]) Death or Dialogue? From the Age of Monologue to the Age of Dialogue, SCM Press, London 1990, pp. 19-44.

17. Véase P.F. KNITTER, One Earth - Many Religions. Multifaith Dialogue and Global Responsibility, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1995; ID., «Toward a Liberative Interreligious Dialogue»: Cross Currents 45/4 (1995), pp. 451-468.

Page 63: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

124 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

2. Logocentrismo y pneumatocentrismo

Entre los modelos que hoy se proponen como posibles sustitutos del paradigma cristocéntrico, hay que recordar también la presencia activa y universal en el mundo y en la historia de la Palabra de Dios, por un lado, y del Espíritu de Dios, por otro. En estos modelos, el Lógos y el Pnéuma, «la Palabra y el Aliento» divinos18 -en los que san Ireneo per­cibía las dos «manos» de Dios que realizan conjuntamente su obra (véase Adversus haereses 3,7,4)-, tienden a ser separados del aconte­cimiento Cristo, para ser vistos como agentes autónomos e indepen­dientes, que trascienden lo histórico y lo particular, cuya acción distin­ta y separada constituye dos economías de la salvación divina, alterna­tivas a la de Jesucristo.

Por lo que respecta a la Palabra de Dios {Lógos), se observa que es el mismo mensaje revelado el que atestigua la universalidad de su acción en la historia del mundo; la tradición postbíblica de los prime­ros apologetas actúa de manera semejante. De esto se deduce la con­clusión de que, en todo acontecimiento y circunstancia, es la Palabra de Dios la que salva, y no propiamente la Palabra-de-Dios-hecha-carne, es decir, Jesucristo. A. Pieris escribe en esta dirección: «El que revela, el que salva y el que transforma es la misma Palabra». «Cristo» es un título, y un título no salva. Por lo que respecta a Jesús, es «aquel en el que los cristianos reconocen a la Palabra, que es vista, oída y tocada por los sentidos humanos»". Con palabras equivalentes se puede decir que el que salva es la Palabra en cuanto tal, mientras que Jesús es sólo aquel en quien la Palabra es reconocida por los cristianos. En la misma línea, C. Molari pregunta: «Cuando se dice: "En ningún otro hay salvación" [véase Hch 4,12], [...] el problema está en estable­cer a qué corresponde el "Nombre" invocado en el que reside la fuer­za salvífica: ¿el nombre símbolo (Jesús) o el nombre divino inefable de Dios que en Jesús se revela y, por tanto, el poder inexpresable de la Palabra eterna que en Jesús resuena?»20. Él responde que en toda mani­festación divina es siempre la Palabra de Dios la que trae la revelación

18. Véase Y. CONGAR, La parole et le souffle, Desclée de Brouwer, Paris 1984. 19. A. PIERIS, «Inculturation in Asia: A Theological Reflection on an Experience», en

Jahrbuchfür kontextuelle Theologien, Verlag für Interkulturelle Kommunikation, Missionswissenschaftliches Institut Missio, Frankfurt 1994, pp. 59-71, aquí: p.60.

20. C. MOLARI, Introducción a (J. Hick y P.F. Knitter [eds.]) L'unicitá cristiana: un mito? Per una teología pluralista delle religioni, Cittadella, Assisi 1994, pp. 35-36.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 125

y la salvación. Así sucede también en el caso de Jesús. Los títulos «Unigénito» o «Hijo» se pueden aplicar a él en cuanto es «constituido Mesías por su fidelidad a la voluntad del Padre y por la revelación que Dios ha realizado en él»21. También aquí parece que se está separando la Palabra que salva como tal de aquel Jesús en quien la encontramos como cristianos. De este modo se está construyendo un modelo logo-céntrico en el que la Palabra y el hombre Jesús parecen separados. Y se abre la puerta a dos economías de salvación: una a través de la Palabra de Dios encontrada en Jesucristo para los cristianos, y la otra a través de la Palabra en cuanto tal para los «otros».

Ciertamente es necesario afirmar, siguiendo el prólogo de Juan, una presencia universal del Lógos antes de su encarnación en Jesucris­to (Jn 1,1-4). Él es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Pero esta presencia y esta acción anticipadas del Lógos no impi­den que el Nuevo Testamento vea en la Palabra encarnada, de la que también se habla en el prólogo del cuarto Evangelio (1,14), es decir, en Jesucristo, al Salvador universal de la humanidad (véase Le 2,11, Jn 4,42; Flp 3,20; Ef 5,23; 2 Tm 1,10; Tt 1,4; 2,13; 3,6...). El cristianismo ha entendido tradicionalmente que este hecho significa que la acción anticipada de la Palabra de Dios se refiere al acontecimiento de Jesucristo, en el que el designio de Dios para la humanidad alcanza su punto culminante. La Palabra-que-se-debía-encarnar y la Palabra-encarnada son una realidad única e indivisible. Por consiguiente, logo­centrismo y cristocentrismo no pueden ser contrapuestos, sino que se reclaman mutuamente en una única economía divina de salvación que se despliega en la historia y en cuyo centro está el acontecimiento de Jesucristo, Palabra encarnada.

Se pueden hacer observaciones análogas cuando se tiende a ver la economía universal del Espíritu de Dios como independiente del acon­tecimiento histórico Jesucristo. En este caso se sugiere que, para evitar el callejón sin salida en el que va a parar necesariamente una perspec­tiva cristocéntrica estrecha, es necesaria una nueva teología de las reli­giones construida sobre un modelo pneumatocéntrico. P.F. Knitter es­cribe en esta dirección: «Una teología de las religiones pneumatológi-ca podría sacar al debate cristiano de las categorías limitadoras de "inclusivismo" o "exclusivismo" o "pluralismo"»22, según las posicio­nes cristológicas contrarias. Así pues, hay que observar que, a diferen-

21. Ibid., p. 44. 22. P.F. KNITTER, «A New Peñtecost?»: Current Dialogue 19/1 (1991), pp. 32-41,

aquí: p. 35.

Page 64: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

126 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cia de la economía del acontecimiento Cristo, ineludiblemente limita­da por la particularidad de la historia, la economía del Espíritu no conoce límites de espacio y de tiempo. Libre de toda atadura, el Espíritu «sopla donde quiere» (véase Jn 3,8). Él ha estado universal-mente presente en la historia humana y sigue estando activo fuera de los límites del redil cristiano. Es él el que «inspira», en las personas que pertenecen a las otras tradiciones, religiosas, la obediencia de la fe salvífica, y en las mismas tradiciones, una palabra dirigida por Dios a sus adeptos. De hecho, ¿no se podría pensar que, mientras los cristia­nos obtienen la salvación mediante la economía del Hijo de Dios encarnado en Jesucristo, los otros la reciben a través de la acción autó­noma inmediata del Espíritu de Dios? La distinción personal entre las dos «manos» de Dios garantizaría los dos canales distintos a través de los cuales la acción salvífica de Dios alcanza a las personas en dos eco­nomías de salvación diferentes. Escribe, en efecto, P.F. Knitter: «El reino de Dios, tal y como puede tomar forma bajo el soplo del Espíritu, puede ser visto como "un fenómeno omnicomprensivo de la gracia", es decir, como una economía de gracia genuinamente diversa de la que se dio a conocer a través de la Palabra encarnada»23. En. pocas palabras, dado que el Espíritu Santo es el imprescindible «punto de inserción» de Dios en la vida de los seres humanos y de los pueblos, su acción inmediata -que evita el acontecimiento puntual de Jesucristo- abriría el camino a un modelo distinto de teología cristiana de las religiones, un modelo que ya no es cristocéntrico, sino pneumatocéntrico.

Es totalmente cierto que el Espíritu Santo es siempre y en todas partes el punto de inserción de Dios cuando quiera que se revela y se comunica a las personas. Sucede así precisamente en virtud de la nece­saria correspondencia existente entre el misterio de Dios uno y trino en sí mismo y el de su manifestación en el mundo. La presencia inma­nente del Espíritu Santo es siempre y de cualquier modo la realidad de la gracia salvífica de Dios. Con todo, ¿puede un modelo centrado en el Espíritu ser separado del modelo cristológico? Parece que no. Es nece­sario afirmar claramente la universalidad de la acción del Espíritu en la historia humana, tanto antes como después del acontecimiento históri­co Jesucristo. Pero la fe cristiana sostiene que la acción del Espíritu y la de Jesucristo, si bien distintas, son no obstante complementarias e inseparables. Por tanto, no cabe interpretar pneumatocentrismo y cris-tocentrismo como dos economías de salvación distintas, paralelas entre

23 ID Jesús and the Other Ñames. Christian Mission and Global Responsibility, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1996, p. 113.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE I 27

sí. Constituyen dos aspectos inseparables, o dos elementos comple­mentarios, de una única economía de salvación.

Así pues, si el Espíritu está presente y activo en la historia antes del acontecimiento Jesucristo, actúa al servicio del acontecimiento históri­co que está en el centro de la historia de la salvación, y en relación con él. La función específica del Espíritu consiste en permitir que las per­sonas se hagan partícipes, antes o después del acontecimiento, del mis­terio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo (véase Gaudium et spes 22). Así, a través del poder del Espíritu, el acontecimiento Jesu­cristo se realiza en todos los tiempos; está presente y activo en todas las generaciones. De todas formas, siempre el influjo inmediato del Espíritu expresa la presencia operante de la acción salvífica de Dios que ha alcanzado su cima en Jesucristo. Cristocentrismo y pneumato-logía están unidos en una misma economía de salvación.

3. Más allá de las categorías occidentales

La exposición anterior debería haber demostrado que la mayor parte del reciente debate sobre la teología de las religiones ha estado domi­nada por tres perspectivas incompatibles entre sí. El debate se ha desa­rrollado en torno a la posibilidad o la exigencia de cambiar de para­digma pasando de un eclesiocentrismo estrecho al cristocentrismo y, después, al teocentrismo. Los otros modelos, como hemos visto, no son más que sustitutos del paradigma teocéntrico o pluralista. Pero hoy son cada vez más los teólogos que afirman que las categorías en las que se ha formulado el debate revelan un modo de pensar occidental que no puede ofrecer ninguna respuesta satisfactoria al problema. El prin­cipal temor es que la problemática del cambio de paradigmas, en torno a la cual gira el debate, implique una modalidad de contradicción del género aut-aut, poco adecuada para la estructura mental oriental que, por el contrario, piensa según el modelo et-et. Si queremos tener la esperanza de construir una teología de las religiones que no se funde en contradicciones y oposiciones mutuas, sino sobre la armonía, con­vergencia y unidad, hay que abandonar la problemática occidental.

Parece que la consecuencia es que el mismo paradigma teocéntri­co, por ser contrario al cristocéntrico, se ha vuelto inapropiado; en suma, que es necesario abandonar el debate sobre la unicidad. Sólo así podremos descubrir la especificidad y la singularidad de cada tradición religiosa, así como el significado positivo de su pluralidad. El pluralis­mo religioso -se sugiere- hunde sus raíces en la profundidad del mis­mo Misterio divino y en las variadas formas en las que las culturas

Page 65: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

128 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

humanas han respondido a él. Lejos de constituir un obstáculo que debemos superar, o una circunstancia de la vida que debemos tolerar con resignación, hay que acoger el pluralismo religioso con gratitud, como un signo de las sobreabundantes riquezas del Misterio divino que se desborda sobre la humanidad y como una ocasión excepcional de enriquecimiento mutuo, de «fecundación cruzada» y de «transforma­ción» de las mismas tradiciones24.

Un considerable número de autores, pertenecientes sobre todo al continente asiático, ha denunciado recientemente las deficiencias de la problemática que actúa en el paradigma cristocéntrico, y también en el llamado «pluralista». Se pueden citar algunos ejemplos.

A. Pieris escribe: «Me he descubierto apropiándome gradualmente de una tendencia asiática, que adopta un paradigma en el que las tres categorías mencionadas [exclusivismo, inclusivismo y pluralismo] ca­recen de sentido»25. Según F. Wilfred, la cuestión de la «unicidad» re­vela una problemática occidental:

«El debate que gira en torno a la cuestión es principalmente un deba­te de facciones occidentales -por una parte, los dogmáticos y, por otra, los liberales reaccionarios que tratan de relativizar la pretensión de unicidad-. Este lenguaje [...] tiene sus presupuestos y su trasfon-do epistemológico, y no está claro que pueda ser extrapolado a otras áreas culturales [...]. A partir de la perspectiva, la tradición y el marco de referencia indios, no surge la necesidad de emplear el lenguaje de la unicidad»26.

Una visión del pluralismo religioso que trata de superar las preten­siones conflictivas de unicidad propuestas por el cristianismo y por las otras tradiciones religiosas encuentra un eco favorable en las recientes asambleas asiáticas sobre la teología de las religiones. Un ejemplo es la Declaración publicada por la Decimotercera asamblea anual de la Asociación Teológica India (28-31 de diciembre de 1989) con el título Hacia una teología cristiana india del pluralismo religioso21. La decla-

24. Véase R. PANIKKAR, The Intrareligious Dialogue, Paulist Press, New York 1978; J.B. COBB, Jr., Beyond Dialogue. Toward a Mutual Transformation of Christianity and Buddhism, op. cit.

25. A. PIERIS, «An Asian Paradigm: Interreligious Dialogue and the Theology of Religions»: The Month 26 (1993), p. 130.

26. F. WILFRED, «Some Tentative Reflections on the Language of Christian Uniqueness: An Indian Perspective»: (Pontificium Consilium pro Dialogo inter Religiones [ed.]) Pro Dialogo, Bulletin 85-86/1-2 (1994), pp. 40-57, aquí: p. 57.

27. Véase K. PATHIL (ed.), Religious Pluralism. An Indian Christian Perspective, ISPCK, Delhi 1991, pp. 338-349.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 129

ración indica los límites de las categorías empleadas actualmente en el debate sobre la teología de las religiones; éstas descubren «aproxima­ciones teóricas a la fe de otras personas», que brotan «de una sociedad caracterizada por una sola cultura religiosa y por un punto de vista meramente académico y especulativo» (n. 4). «Nosotros preferimos afrontar la cuestión desde una perspectiva diferente», a saber, la de un encuentro y un diálogo vivos. En tal aproximación, Cristo sigue sien­do para nosotros «constitutivamente el Camino hacia el Padre» (n. 28). No obstante, si continuamos afrontando el problema «desde nuestra perspectiva de fe» (n. 9), conseguimos también «comprender el objeti­vo y el sentido de la maravillosa variedad religiosa que nos rodea y el papel y la función que desempeña en la consecución de la salvación» (n. 8).

Diversas voces del mundo occidental han respondido positivamen­te a la nueva perspectiva propugnada por los teólogos orientales. M. Barnes sostiene que es necesario negociar un camino de salida de la rígida esquematización del paradigma tripartito. No hay que buscar la respuesta en el paso de una posición cristocéntrica a otra teocéntrica, porque está más allá del pluralismo. Bajo la influencia del encuentro entre las confesiones, la teología de las religiones está pasando de hecho «de un modo pluralista a un modo postmoderno»28. Esto exige que los teólogos aprendan a ser «sistemáticos sin ser sistemicos». Sin renunciar a su identidad religiosa, deben emprender una «teología del diálogo» y no sólo construir una «teología para el diálogo»29. «La pri­mera exigencia de tal teología es la de aceptar que todo diálogo se establece precisamente en la asimetría, es decir, por la diferencia entre los interlocutores. Aún hay que instituir la comunidad o la solidaridad comunitaria: éste es el fenómeno que guía todo encuentro de fe»30.

Otros autores coinciden en afirmar que es necesario superar la alternativa entre inclusivismo y pluralismo o -lo que viene a ser lo mismo- entre cristocentrismo y teocentrismo. J.A. DiNoia observa que tanto los inclusivistas como los pluralistas minimizan las diferencias de los otros y, por tanto, el valor del diálogo interreligioso. El orden del día no es una «teología para el diálogo» sino una «teología en diálo-

28. Véase M. BARNES, «Theology of Religions in a Post-modern World»: The Month 28 (1994), pp. 270-274, 325-330. Véase también ID., Christian Identity and Religious Pluralism. Religions in Conversation, Abingdon Press, Nashville 1989.

29. Véase D. TRACY, Dialogue with the Other. The Interreligious Dialogue, Peeters Press, Louvain 1990.

30. Véase M. BARNES, «Theology of Religions in a Post-modern World», op. cit., p. 273.

Page 66: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

130 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

go»31. Las conversaciones interreligiosas no deben «servir al fin de des­cubrir potencialidades afines al cristianismo» en las doctrinas de las otras comunidades religiosas, como tiende a hacer la tesis inclusivista, sino a «considerar tales doctrinas como enseñanzas alternativas cohe­rentes consigo mismas acerca de aquello sobre lo que debería estar focalizada la vida humana»32. Por otro lado, parece que también las interpretaciones pluralistas de los sistemas religiosas «atenúan la rele­vancia de las diferencias religiosas al intentar explicarlas»33. El cami­no de salida del «actual callejón sin salida» en la teología de las reli­giones consiste, en primer lugar, en el reconocimiento honrado de que comunidades religiosas diferentes proponen en efecto objetivos dife­rentes para la vida humana y, en segundo lugar, en admitir la legitimi­dad de tales pretensiones desde el punto de vista de su fe34. Que la teo­logía cristiana interprete los otros objetivos en función de su compren­sión específica es normal y legítimo; pero también es normal y legíti­mo lo contrario. Y en ningún momento una interpretación debe excluir la otra.

En tal situación J.L. Fredericks se ha mostrado recientemente par­tidario de una moratoria temporal en todos los esfuerzos en la cons­trucción de una «teología de las religiones». Lo que hoy se necesita es un «estudio comparativo de las religiones»35. El autor funda su opinión en el hecho de que los tres paradigmas principales -el exclusivismo, el inclusivismo y el pluralismo- en torno a los cuales ha tenido lugar el debate sobre la teología de las religiones han fracasado, porque han sido incapaces de reconocer y de tomar en serio la diferencia específi­ca y la consistencia propia de las diversas tradiciones religiosas. La validez de una teología cristiana de las religiones debería ser valorada según un doble criterio: su fidelidad a la tradición cristiana, por una parte y, por otra, su capacidad de estimular a los cristianos a mantener relaciones positivas y provechosas con los «otros». Según el parecer del autor, los tres paradigmas clásicos han fracasado en relación tanto con el primer criterio como con el segundo. He aquí por qué la preten­sión de construir una teología formal de las religiones debe ser aban­donada. Fredericks escribe: «En este momento de la historia del cris-

31. Véase J.A. DINOIA, The Diversity of Religions. A Christian Perspective, Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1992, pp. 127, 111.

32. lbid., p. 138. 33. lbid., p. 152. 34. lbid., pp. 163-165. 35. J.L. FREDERICKS, Faith among Faiths. Christian Theology and non-Christian

Religions, Paulist Press, New York 1999.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 131

tianismo, justamente mientras los creyentes cristianos miran más allá de su fe hacia un mundo de inmensa diversidad religiosa, ya no es posi­ble una exposición completamente satisfactoria del significado de las religiones no cristianas. [...] Ninguno de los tres candidatos funda­mentales para una teología de las religiones consigue responder de modo satisfactorio a los dos criterios antes analizados. Así las cosas, por el momento habría que abandonar la cuestión de una teología de las religiones»36. Así pues, hay que sustituir la teología de las religio­nes por estudios comparativos de las religiones, a los que se dedican desde hace tiempo numerosos autores, especialmente en el ámbito del encuentro entre budismo y cristianismo. Con todo, como reacción a tal opinión se puede notar que los trabajos de teología comparativa no impiden al teólogo cristiano -ni le dispensan de- reflexionar sobre la relación entre las otras religiones y la propia fe a partir de los datos ofrecidos precisamente por el estudio comparativo. De hecho, la teolo­gía inductiva de las religiones que ha sido sostenida en la introducción del presente trabajo presupone la praxis del diálogo y, por tanto, tam­bién, junto al encuentro vivo con los «otros», los trabajos comparati­vos serios sobre los contenidos de las respectivas confesiones. Por ello no es cuestión de establecer una oposición entre la teología de las reli­giones y los estudios comparativos de ellas: aquélla supone que éstos han sido realizados y no puede prescindir de ellos.

Todavía podríamos escuchar otras voces, no todas concordantes entre sí. Ahora bien, hay que observar que, a pesar de las diversas opi­niones sobre el camino que hay que recorrer para superar las contra­dictorias pretensiones del inclusivismo y el pluralismo, parece que está surgiendo un cierto consenso sobre la exigencia de evitar, allí donde se encuentren, tanto el absolutismo como el relativismo. Hay que tomar en serio la pluralidad y acogerla positivamente no sólo como un hecho, sino desde el punto de vista de los principios. Es necesario subrayar que tiene un puesto en el designio de salvación de Dios para la huma­nidad. Hay que mostrar también que la adhesión a la propia fe es com­patible con la apertura a la de los «otros», que la afirmación de la pro­pia identidad religiosa no crece gracias a la contraposición con las otras, sino en virtud del encuentro con ellas. Una teología de las reli­giones debe ser, en definitiva, una teología de la pluralidad de las tra­diciones religiosas, es decir, del pluralismo religioso. Aún hay que mostrar más adelante qué modelo puede seguir tal teología para que sea verdaderamente cristiana.

36. lbid., pp. 165-166.

Page 67: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

132 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

III. Hacia un modelo de pluralismo inclusivo

1. La cuestión cristológica

De la exposición anterior se deduce con claridad que en el centro de los cambios de paradigma analizados hasta aquí se encuentra la cues­tión cristológica. En el primer cambio de paradigma -del eclesiocen-trismo al cristocentrismo- está implicada la centralidad que la Iglesia cristiana atribuye a Jesucristo en relación con el papel de la propia Iglesia, la cual es un misterio derivado en relación con Jesucristo; en el segundo cambio -del cristocentrismo al teocentrismo- está en juego la mediación constitutiva universal que la fe cristiana ha atribuido tradi-cionalmente a Jesucristo en el designio de Dios para la salvación de la humanidad.

Así pues, se cuestionan el significado universal y el papel constitu­tivo atribuidos por el cristianismo a Jesucristo. Según los «pluralistas», tener fe en Jesucristo implica haber encontrado el don de Dios en la persona humana de Jesús de Nazaret; en cambio, no supone que esta persona histórica represente el camino constitutivo hacia la salvación para todos los seres humanos, en cualquier circunstancia de lugar y tiempo. En otras palabras, la fe en Jesucristo consiste en creer que yo, como cristiano, puedo ser salvado a través de él; no, en cambio, que él es el Salvador del mundo. Jesús es el camino para los cristianos, pero la existencia de otros caminos hace que no sea necesario también para los otros.

Concebido de esta forma, el cambio de paradigma del cristocen­trismo al teocentrismo gira completamente en torno al problema cris-tológico. Su adopción o su rechazo dependen principalmente de la aceptación o del rechazo de una cristología «revisionista» que se aleja de forma sustancial de la del cristianismo tradicional. No es una coin­cidencia que los representantes de la perspectiva teocéntrica basen su defensa de tal cambio de paradigma en una cristología «revisada» o «reinterpretada» en el contexto del pluralismo religioso37. Semejante cristología revisionista les parece necesaria por diversas razones, entre las cuales se encuentran:

1. La adquisición de una nueva conciencia histórica. 2. La inseparabilidad del contenido y del contexto en toda experien­

cia humana.

37. Véase J. HICK (ed.), The Myth ofGod lncarnate, SCM Press, London 1977; ID., The Metaphor of God lncarnate. Christology in a Pluralistic Age, SCM Press, London 1993.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 133

3. La relatividad de toda experiencia del Misterio divino, que perma­nece en sí mismo por encima de cualquier discurso y es inagotable.

4. La particularidad y la contingencia del acontecimiento histórico Jesús de Nazaret.

5. La perspectiva «teocéntrica» del mismo Jesús, en contraposición a la aproximación cristocéntrica de la Iglesia apostólica.

6. La total discontinuidad entre la autocomprensión de Jesús y el anuncio kerigmático sobre él.

7. El lenguaje «mítico» o «metafórico» de la cristología tardoneo-testamentaria y de sus continuaciones en la tradición postbíblica, etcétera38.

Fundamentalmente, la cuestión que se plantea es si, en el actual contexto de diálogo, no se hace necesario reexaminar y reinterpretar el inequívoco testimonio dado por el Nuevo Testamento -y que de por sí no es negado- sobre el significado universal de Jesucristo. Este testi­monio, ¿pertenece a la sustancia del mensaje revelado o se debe, en cambio, al lenguaje cultural en que se expresó la experiencia de los pri­meros cristianos y a las circunstancias en las que aquella experiencia tuvo lugar? A la luz de lo que sabemos actualmente de las otras tradi­ciones religiosas y de sus seguidores, ¿es todavía posible hacer depen­der la salvación de todos los seres humanos del individuo histórico Jesús de Nazaret, del cual ni siquiera han oído hablar o a quien, en todo caso, no han podido reconocer? Y más radicalmente, ¿qué autoridad de «norma de fe» conserva aún el testimonio neotestamentario, una vez confrontado con nuestra actual experiencia de diálogo? En algunas de estas cuestiones centraremos nuestra atención más adelante.

Mientras tanto, hay que hacer dos observaciones sobre el debate cristológico en el contexto de la teología de las religiones. La primera es que el presupuesto de un número creciente de teólogos, según el cual una perspectiva cristocéntrica sería insostenible, necesita una cla­rificación. ¿De verdad hay que contraponer cristocentrismo y teocen­trismo, como se sostiene, según los dos paradigmas contradictorios? Afirmar esto es ya de por sí una opción teológica y cristológica. De hecho, el cristocentrismo de la tradición cristiana no se contrapone al

38. He intentado resolver algunas de estas cuestiones mostrando la continuidad-en-la-discontinuidad que existe entre diferentes niveles de desarrollo de la fe cristo-lógica de la Iglesia. Véase J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella 1994 (ed. italiana: Introduzione alia cristología, Piemme, Cásale Monferrato [Al] 1993).

Page 68: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

134 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

teocentrismo. No pone nunca a Jesucristo en el lugar de Dios, limitán­dose a afirmar que Dios lo ha puesto en el centro de su designio salví-fico para la humanidad, no como fin sino como «camino» (véase Jn 14,6), no como meta de toda búsqueda humana de Dios, sino como «mediador» universal (véase 1 Tm 2,5) de su acción salvífica en rela­ción con los seres humanos. La teología cristiana no se encuentra fren­te al dilema de ser cristocéntrica o teocéntrica: es teocéntrica siendo cristocéntrica, y viceversa. Esto equivale a decir que Jesucristo es el «medio» (le milieu) del encuentro de Dios con los seres humanos. El hombre Jesús pertenece indudablemente al orden de los signos y de los símbolos; pero en él, «constituido Señor y Cristo» (Hch 2,36), la acción salvífica de Dios alcanza de varias formas a las personas, a unas conscientemente y a otras inconscientemente.

La segunda observación tiene que ver con el tipo de cristología que subyace en los paradigmas cristocéntrico y teocéntrico. Todas las cris-tologías recientes y actuales parten «de abajo», es decir, parten del hombre Jesús y de su existencia histórica, no «de arriba», esto es, de su identidad personal de Hijo unigénito de Dios preexistente -como se solía hacer en el pasado-. Ahora bien, aun partiendo desde abajo, la reflexión cristológica tiene que dejarse llevar a través del dinamismo de la misma fe hacia una cristología «alta». Con todo, algunos cristó-logos rechazan esta subida ontológica y se mantienen, por tanto, en el nivel de una cristología «baja». Si se aplica tal distinción entre cristo­logía alta y baja, está claro que el modelo de teología de las religiones inclusivista o cristocéntrico está en sintonía con una cristología alta, en la que se reconoce sin ambigüedad la identidad personal de Jesucristo como Hijo unigénito de Dios; por el contrario, el modelo pluralista o teocéntrico postula una cristología baja, que pone en tela de juicio y, en definitiva, niega tales afirmaciones ontológicas sobre Jesucristo. De todos modos, la tradición cristiana atestigua ampliamente que el único fundamento adecuado sobre el cual es posible basar la unicidad singu­lar de Jesucristo es su identidad personal de Hijo de Dios hecho hom­bre, de Palabra encarnada de Dios. En definitiva, ninguna otra teología puede explicar de forma persuasiva la mediación universal de Cristo en el orden de la salvación. Se comprende entonces la lógica según la cual los teólogos pluralistas rechazan la unicidad y la universalidad salvífi­ca de Cristo.

Así pues, concretamente, la elección entre paradigma cristocéntri­co y teocéntrico en la teología de las religiones depende de la opción entre una cristología «alta», ontológica, y una cristología «baja», deli­beradamente anclada en el plano «funcional». Tal elección tiene im-

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE

portantes consecuencias. El precio que la tradicional fe cristiana tiene que pagar por lo que respecta al misterio de la persona y la obra de Jesucristo es considerable. No es una sorpresa que algunos autores recientes no sólo hayan rechazado la alternativa establecida por los pluralistas entre los dos paradigmas, sino que hayan mostrado que su posición es de hecho insostenible39. Merece una mención especial, a este respecto, un libro de G. D'Costa titulado Theology of Religious Pluralism [«Teología del pluralismo religioso»]40. El autor recuerda dos axiomas fundamentales de la fe cristiana tradicional: la universali­dad de la voluntad salvífica de Dios (véase 1 Tm 2,4) y la necesidad de la mediación de Jesucristo (véase 1 Tm 2,5). D'Costa hace ver que las actitudes discrepantes con respecto a estos dos axiomas explican las tres posiciones fundamentales: exclusivismo, inclusivismo y pluralis­mo. Mientras que el exclusivismo se basa en el segundo axioma y hace caso omiso del primero, y el pluralismo se funda sobre el primero en detrimento del segundo, sólo el.exclusivismo consigue explicar y sos­tener a ambos al mismo tiempo. Un énfasis unilateral en uno de los dos axiomas cruciales que deberían gobernar juntos una teología cristiana de las religiones lleva a problemas teológicos insolubles y a posiciones insostenibles.

Aún queda, según el autor, el modelo del inclusivismo. Él muestra que sólo la posición inclusivista puede mantener juntos y armonizar los dos axiomas tradicionales de la fe cristiana, que siguen siendo impres­cindibles para toda teología cristiana de las religiones. Por una parte, en el inclusivismo se afirma claramente que Jesucristo es la revelación decisiva de Dios y el Salvador constitutivo. Por otra, se abre el camino a un sincero reconocimiento de manifestaciones divinas dentro de varias culturas en la historia de la humanidad y de eficaces «elementos de gracia» dentro de las otras tradiciones religiosas -elementos que para sus miembros están dotados de valor salvífico-. Aunque se ha revelado de manera decisiva en Jesucristo, Dios (y el misterio de la sal­vación) está presente y actúa en otras tradiciones religiosas. Más ade­lante se aclarará cómo sucede esto.

39. Véase G. D'COSTA (ed.), Chrisüan Uniqueness Reconsidered. The Myth of a Pluralistic Theology of Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1990.

40. Véase ID., Theology of Religious Pluralism. The Challenge of Other Religions, Basil Blackwell, Oxford 1986.

Page 69: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

136 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

2. Una cristología trinitaria como clave interpretativa

De lo expuesto hasta ahora se deduce claramente que una teología del pluralismo religioso debe situarse más allá del paradigma inclusivista y del pluralista, concebidos como mutuamente contradictorios y exclu­sivos. Lo que se impone consiste en hacer ver que, mientras el cristo-centrismo inclusivo no es negociable para la teología cristiana, puede ser combinado con un pluralismo teocéntrico verdadero, siendo ambos componentes complementarios de una única realidad. Estamos, por tanto, buscando un modelo de «pluralismo inclusivo», es decir, de «in-clusivismo pluralista» de la teología de las religiones.

Una teología cristiana del pluralismo religioso debe ser una teolo­gía basada en la interacción de la fe cristiana con las otras religiones vivas y debe ser, en este sentido, una teología «interreligiosa». Es pro­bable que se pueda esclarecer, al menos en parte, la necesidad del diá­logo como fundamento de una teología de las religiones si considera­mos la situación de diálogo que caracteriza, en el campo del ecume-nismo cristiano, las relaciones recíprocas entre las diversas Iglesias y comunidades cristianas. El reconocimiento del carácter eclesial imper­fecto de las Iglesias y comunidades cristianas no católicas ha abierto el camino a una nueva problemática en la búsqueda de la unión entre los cristianos: la unidad mediante el «retorno» a la única Iglesia verdade­ra de Cristo de todos los individuos y de todas las comunidades cris­tianas que se habían dispersado o se encontraban separados de la ver­dadera Iglesia única, ha cedido el paso a un «ecumenismo global» que busca la «recomposición» de la unión orgánica entre las Iglesias y las comunidades eclesiales, dentro de las cuales está presente y operante, de diversos modos y en diferentes grados, el misterio de la única Iglesia querida por Cristo.

De forma parecida, aunque con las debidas diferencias, el «ecume­nismo ecuménico» de la relación entre el cristianismo y las otras reli­giones no puede ser visto como contradicción y oposición entre reali­zación aquí y «adarajas» allá, y mucho menos entre carácter absoluto, por un lado, y mera potencialidad, por otro, ni tampoco entre un mono­polio de verdad y de gracia, por una parte, y un vacío completo de tales dones, por otra. La tesis de la «única religión verdadera» ha quedado ya, por tanto, superada, como hemos recordado antes a propósito del concilio Vaticano n. La relación entre el cristianismo y las otras reli­giones debe ser concebida, de ahora en adelante, en la clave de la inter­dependencia relacional -dentro del conjunto orgánico de la realidad universal- entre diversas modalidades de encuentro de la existencia

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 137

humana con el Misterio divino. La Iglesia católica continuará induda­blemente sosteniendo que el misterio de la Iglesia querida por Jesu­cristo «subsiste» {subsistif. véase Lumen gentium 8) en ella misma, mientras que «existe» de modo incompleto en las otras Iglesias. Aná­logamente, la fe cristiana continuará implicando la «plenitud» de la manifestación y la revelación de Dios en Jesucristo que no se realiza en ninguna otra parte con igual grado de sacramentalidad. No obstan­te, en ambos casos habrá que pensar que las realidades implicadas están conectadas entre sí, son interdependientes y están relacionadas, como elementos que constituyen, en su totalidad, el conjunto comple­to de las relaciones entre Dios y los hombres. Ésta es la dirección en la que una teología cristiana del pluralismo religioso debe tratar de supe­rar la alternativa entre inclusivismo cristocéntrico y pluralismo teocén­trico, entendidos como paradigmas contradictorios entre sí.

Si buscamos un modelo capaz de superar esta alternativa, debemos recordar, como hemos señalado anteriormente, que la dicotomía en cuestión ha sido construida de manera gratuita y equivocada. Modelos que en sí mismos deberían ser vistos como complementarios entre sí han sido transformados en paradigmas mutuamente contradictorios. Ya hemos observado cómo en la teología cristiana no hay que pensar que el cristocentrismo, correctamente entendido, se contradice con el teo-centrismo, sino que lo presupone y requiere. Lo mismo vale por lo que respecta a los binomios expuestos anteriormente: cristocentrismo y so-teriocentrismo, cristocentrismo y reinocentrismo, cristología y jesuo-logía, cristología y logología, cristología y pneumatología. Todos los miembros de estos binomios constituyen aspectos relacionados entre sí y elementos complementarios de la realidad indivisible, global e ínte­gra, y como tales deben ser vistos; sólo erróneamente se puede soste­ner que se oponen entre sí.

El modelo integral que estamos buscando en función de una inter­pretación cristiana del pluralismo religioso halla su mejor expresión en la forma de una cristología trinitaria. Tal cristología pondrá de relieve en grado máximo sobre todo las relaciones interpersonales entre Jesús y el Dios al que llama Padre, por un lado, y entre Jesús y el Espíritu que él enviará, por otro. Estas relaciones son inherentes al misterio de la persona y la obra de Jesús. La cristología debería estar siempre impregnada de estas relaciones intratrinitarias; pero este requisito es aún más apremiante en el contexto de una teología del pluralismo reli­gioso. Es más, se puede pensar que la errónea transformación del cris­tocentrismo en un paradigma cerrado y restrictivo, incompatible con el teocentrismo, ha sido causada, cuando se ha producido, por una inade-

Page 70: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

138 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cuada atención a la dimensión interpersonal de la cristología. Así lo he escrito en otro lugar:

«La cristología ha pecado a menudo de falta de personalismo. Para eliminar esta limitación, se ha de presentar siempre la dimensión per­sonal y trinitaria del misterio. Una cristología del Dios-hombre es abstracta y la única real es la del Hijo de Dios hecho hombre en la historia. Hay que mostrar, por otra parte, que las relaciones per­sonales intra-trinitarias informan todos los aspectos del misterio cristológico [...]»41.

¿Cuáles serán, entonces, las implicaciones de una cristología trini­taria para una teología del pluralismo religioso? En la parte divina, será necesario mostrar con claridad que no se debe pensar nunca que Jesucristo sustituye al Padre. Así como Jesús estaba totalmente «cen­trado en Dios», así también debe permanecer siempre centrada en Dios la interpretación de fe que de él -el Cristo- es propuesta por el keryg-ma cristiano. El Evangelio de Juan dice que Jesús es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), pero no afirma nunca que sea la meta o el fin; y el mismo evangelio esclarece que el objetivo de la existencia cristiana -y de la historia- es el misterio inescrutable de Dios, a quien ningún ser humano ha visto nunca, pero que «nos ha sido revelado» por su Hijo encarnado (Jn 1,18). No hay que olvidar nunca la proxi­midad única existente entre Dios y Jesús en virtud del misterio de la encarnación; pero tampoco hay que olvidar la distancia innata que se mantiene entre el Padre y Jesús en su existencia humana. En este sen­tido, el paradigma teocéntrico defendido por los pluralistas en el actual debate sobre la teología de las religiones señala un aspecto esencial del misterio, que no obstante es concebido por ellos unilateralmente y debe ser formulado de manera correcta: Dios -y sólo Dios- es el mis­terio absoluto y, como tal, está en el origen, el corazón y el centro de toda la realidad; en cambio, la realidad humana de Jesús es creada y, como tal, finita y contingente. Si es cierto que el hombre Jesús es Hijo de Dios de una manera única, también es cierto que Dios está más allá de Jesús. Cuando se afirma que éste se encuentra en el centro del mis­terio cristiano, no hay que entenderlo en sentido absoluto, sino en el orden de la economía de las relaciones libremente mantenidas por Dios con el género humano en la historia.

41. Véase J.B. COBB, Jr., «The Christian Reason for Being Progressive»: Theology Today 5174 (1995), pp. 548-562, aquí: p. 560

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 139

En el aspecto pneumatológico del misterio de Jesucristo hay que subrayar aún con más fuerza la orientación a Dios de su persona y de su obra. Una cristología trinitaria tendrá que expresar claramente el hecho de que Jesús está en relación con el Espíritu. Se trata, también en este caso, de un requisito al que la cristología debe prestar atención en todas las circunstancias. De hecho, en el pasado de la tradición occi­dental ha faltado a menudo una formulación adecuada de una cristolo­gía del Espíritu que pusiese de manifiesto la influencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida terrena de Jesús, desde la concepción por medio del poder del Espíritu (véase Le 1,35) hasta la resurrección por obra de Dios, mediante el poder del mismo Espíritu (véase Rm 8,11). Además, una cristología del Espíritu se extendería más allá de la resurrección para ilustrar la relación entre la acción del Señor resuci­tado y la obra del Espíritu Santo. Si bien una «cristología integral» requiere en todas las situaciones este elemento pneumatológico, el requisito parece una vez más particularmente vinculante en función de la formulación de una teología cristiana del pluralismo religioso. En tal teología, no bastará sólo con afirmar la presencia y la acción universal del Espíritu en la historia humana y en el mundo, sino que también deberán servir como hilo conductor y principio guía.

Hemos recordado anteriormente que la cristología y la pneumato-logía no pueden ser interpretadas como dos economías distintas y separadas de las relaciones personales de Dios con la humanidad; no obstante, la «distinción personal» entre la Palabra y el Espíritu, así como la influencia específica de cada uno de ellos en todas las rela­ciones entre Dios y los hombres, individuales y colectivas, desempe­ñan el papel de clave interpretativa para comprender la real diferencia­ción y la efectiva pluralidad que tienen lugar en la concreta realización de las relaciones entre Dios y los hombres en las diversas situaciones y circunstancias. De hecho, el mensaje de la tradición cristiana impli­ca tal diferenciación cuando une dos afirmaciones que a primera vista podrían parecer contradictorias, a saber, por un lado, que antes de la resurrección «aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39) y, por otro, que «el Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado» (Ad gentes 4). Si bien es cierto que «El Espíritu es el Espíritu de Cristo y donde está el Espíritu de Cristo, allí está Cristo»42, también es cierto lo contrario: la cristología no existe sin la pneumatología, y no se puede dejar que la primera se convierta en un «cristomonismo».

42. DUPUIS, Introducción a la cristología, op. cit., p. 61.

Page 71: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

140 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

La diversidad de acento que la tradición oriental y la occidental ponen en el papel del Espíritu, por una parte, y en la centralidad del acontecimiento Cristo, por otra, es bien conocida y no es necesario profundizar en ella en estas páginas43. El reproche que el cristianismo oriental ha dirigido con frecuencia a la tradición occidental, considera­da una forma de «cristomonismo», ha tenido como feliz resultado el desarrollo en la teología occidental reciente de una renovada insisten­cia en el papel del Espíritu en la economía divina de la salvación44, y de manera destacada en la cristología propiamente dicha. Éste es el ori­gen de la cristología del Espíritu que hoy se desarrolla con rapidez en Occidente. Un resumen teológico bien equilibrado de la relación entre cristología y pneumatología debe combinar varios aspectos. Por una parte, no hay que confundir los papeles del Hijo y del Espíritu; tienen que seguir siendo distintos, como son distintas sus identidades perso­nales. Por otra, entre el Hijo y el Espíritu existe una «relación de orden» que, si bien no implica ningún subordinacionismo de uno con respecto al otro, traduce en la economía divina el orden de las relacio­nes eternas de origen dentro del misterio intrínseco de la divinidad.

Por tanto, aunque es cierto que las funciones del Hijo y del Espíritu deben ser claramente distinguidas, existe entre ellas no una dicotomía, sino una total complementariedad dentro de una única economía divi­na de la salvación: sólo el Hijo se hizo hombre, pero el fruto de su en­carnación redentora es la efusión del Espíritu simbolizada en Pente­costés. El acontecimiento Cristo se encuentra en el centro del desplie­gue histórico de la economía divina, pero es en la obra del Espíritu donde el acontecimiento puntual de Jesucristo se realiza y se hace acti­vo en el tiempo y el espacio. Varios teólogos orientales han puesto el acento en la interrelación y la complementariedad de las «misiones» del Hijo y del Espíritu dentro de la única economía divina. N.A. Nissiotis ha escrito:

«No hay que confundir ni separar el acontecimiento salvífico de Cristo y Pentecostés. Se implican mutuamente; son, por así decir, las dos manos del amor del Padre. Sus papeles respectivos son igual­mente esenciales y necesarios y, precisamente por ello, distintos [...]. Pentecostés no inaugura una religión del Espíritu, sino que inicia

43. Para una breve exposición de esta diversidad, véase J. DUPUIS, «Western Christocentrism and Eastern Pneumatology», en jesús Christ and His Spirit, Theological Publications in India, Bangalore 1977, pp. 21-31.

44. Véase, entre otros, Y. CONGAR, / Believe in the Holy Spirit, 3 vols., G. Chapman, London 1983 (orig. francés, 1979-1980); ID., La parole et le souffle, op. cit.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES EN LA TEOLOGÍA RECIENTE 141

la dispensación en el espacio y en el tiempo de los frutos de la encarnación»45.

De ello se sigue que una teología del pluralismo religioso elabora­da sobre el fundamento de la economía trinitaria deberá combinar y mantener en tensión constructiva la centralidad del acontecimiento his­tórico puntual de Jesucristo y la acción universal y la influencia diná­mica del Espíritu de Dios. De esta forma podrá explicar la automani-festación y la autodonacion de Dios en las culturas humanas y en las tradiciones religiosas que están fuera de la esfera de influencia del mensaje cristiano, sin hacer por ello de la cristología y de la pneuma­tología dos economías distintas de las relaciones entre Dios y los hom­bres, para los cristianos y para los miembros de las otras tradiciones, respectivamente.

¿Cuál será la terminología más adecuada para indicar una teología cristiana del pluralismo religioso construida sobre la clave interpretati­va de la cristología trinitaria y. pneumática? En el ya citado intento de superar la alternativa entre cristocentrismo y teocentrismo concebidos como paradigmas contradictorios entre sí, M. Barnes ve la teología centrada en la Trinidad y, en particular, la cristología del Espíritu, co­mo el camino que puede conducir, más allá de un exclusivismo parti­cularista, hacia un «inclusivismo pluralista» que puede explicar, dentro de la perspectiva de fe cristiana, la pluralidad de religiones no sólo de hecho, sino también de principio. Escribe, por ejemplo:

«Una teoría de la compenetración de las tradiciones centrada en el Espíritu puede ayudarnos a resolver el dilema entre lealtad y apertu­ra. En lugar de preguntar cuál es la relación que las otras religiones tienen con Cristo y de suscitar el inevitable enigma de la presencia "latente", "desconocida" o "escondida" de éste, nos fijamos en la forma en que el Espíritu de Cristo actúa, en todas las religiones, reve­lando el misterio -el misterio de lo que Cristo hace en el mundo»46.

Cualquiera que sea la terminología que se use para indicar el mode­lo trinitario pneumato-cristológico, lo que cuenta es que pueda situar la adhesión de fe cristiana más allá de la sospecha de reivindicar para sí misma, si no la exclusividad, al menos la referencia obligatoria y universalmente vinculante por lo que respecta a las relaciones entre

45. N.A. NISSIOTIS, «Pneumatologie orthodoxe», en (F.J. Leenhardt et al. [eds.]) Le Saint-Esprit, Labor et Fides, Genéve 1963, pp. 85-106, aquí: p. 93

46. BARNES, Christian Identity and Religious Pluralism, op. cit., pp. 135-139, aquí: p. 143.

Page 72: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

142 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Dios y los hombres. No hay que permitir que la centralidad histórica del acontecimiento Cristo ensombrezca la estructura trinitaria de la economía divina, con sus funciones distintas y relacionadas entre sí.

La tarea que nos espera es la de mostrar cómo la afirmación de la identidad cristiana es compatible con un genuino reconocimiento de la identidad de las otras comunidades de fe que representan por derecho propio aspectos diferentes de la autorrevelación del Misterio absoluto en una única y unitaria, y no obstante compleja y articulada, economía divina. Si la perspectiva a la que conduce el modelo de una cristología trinitaria se debe expresar en los parámetros de los modelos que resul­tan familiares en la teología de las religiones, el término más apropia­do, como se ha indicado anteriormente, parece el de «pluralismo inclu­sivo» o «inclusivismo pluralista»; éste mantiene juntos el carácter constitutivo universal del acontecimiento Cristo en el orden de la sal­vación y el significado salvífico de las tradiciones religiosas en una pluralidad de principio de las tradiciones religiosas dentro del único y multiforme plan de Dios para la humanidad.

4 El Dios de la alianza y las religiones

Para la concepción cristiana de las relaciones de Dios con la humani­dad es crucial una perspectiva histórica que pueda explicar al mismo tiempo la variedad de automanifestaciones divinas y la unidad de un proyecto divinamente preestablecido. El designio de Dios para la humanidad no es ni monolítico ni fragmentario, sino único y complejo al mismo tiempo: único y universal, en consideración de la voluntad de Dios de entrar en comunicación con toda la raza humana, indepen­dientemente de las situaciones y las circunstancias históricas en las que se encuentran los hombres y las mujeres; múltiple y variado en las for­mas concretas que el unitario designio divino asume al desarrollarse históricamente.

Aunque el concepto de «historia de la salvación» ha sido acuñado recientemente, en la revelación bíblica -tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento- está profundamente arraigada una perspectiva his-tórico-salvífica. La «historia de la salvación» cumple la función de importante clave interpretativa para la autocomprensión del cristianis­mo, y también para la comprensión de la manera en que éste se sitúa en relación con la historia del mundo en general y con la historia de las religiones en particular.

La intención de este capítulo consiste en mostrar que la visión cris­tiana de la historia de la salvación hace posible una valoración de las otras tradiciones religiosas más positiva de lo que con frecuencia se ha pensado. No pocas veces se ha considerado que tales tradiciones eran, en el mejor de los casos, «adarajas» provisionales de las «cosas futu­ras»: adarajas tal vez útiles, pero por naturaleza transitorias y que, en cualquier caso, quedaban obsoletas y derogadas por la llegada de la realidad que señalaban y de la que eran anticipaciones parciales. La cuestión planteada en estas páginas es si el marco teológico de la his­toria de la salvación hace posible atribuir a las tradiciones religiosas del mundo un carácter no sólo provisional (cualquiera que haya sido el

Page 73: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

144 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

significado salvífico que hayan tenido para sus miembros) en el desig­nio de Dios para la humanidad; es decir, si se nos permite atribuirles un papel permanente y un significado específico en el misterio general de las relaciones entre Dios y los hombres.

Expresémoslo de una forma aún más clara: la relación entre el trato de Dios con los «gentiles» a lo largo de la historia, por un lado, y su automanifestación en la historia bíblica, por otro, ¿es una relación de mera sustitución de la sombra por la realidad? ¿O, por el contrario, hay en el plan divino una interacción entre elementos distintos que, aun cuando no representan la realidad del mismo modo, son inseparables unos de otros? La historia de la salvación, ¿puede acoger no sólo la idea de un valor «propedéutico» de las religiones del mundo, sino tam­bién la idea de que en condiciones bien determinadas se podría atribuir a éstas -eventualmente- algún valor salvífico? Igualmente, ¿puede reconocer un significado permanente a la pluralidad de las tradiciones religiosas del mundo, conforme al universal designio de salvación de Dios para la humanidad?

Estas y otras cuestiones tendrán respuesta si recurrimos a la «cris-tología trinitaria», que constituye -como hemos sugerido antes- un posible modelo integral para una teología cristiana del pluralismo reli­gioso. Por lo que respecta a las dimensiones de la historia de la salva­ción, el modelo trinitario hará posible poner el acento en la presencia y la actividad universales de la «Palabra de Dios» y del «Espíritu de Dios» en el curso de la historia humana, entendido como «medio» (le milieu) de las relaciones personales de Dios con los seres humanos independientemente de su concreta situación en la historia. Pero no debemos descuidar u olvidar la conexión de la acción de la Palabra y del Espíritu con el acontecimiento puntual de Jesucristo. Además, el modelo cristológico trinitario iluminará el significado de las diversas alianzas que, según la tradición cristiana, Dios ha concluido en varias ocasiones con la humanidad; hay que reconocer que tales alianzas son distintas, pero -y esto es igualmente importante- están interrelaciona-das y son inseparables. A la luz del modelo aquí propuesto se sugerirá una respuesta positiva a la molesta cuestión de la eficacia permanente de las alianzas «precristianas». Como se verá más adelante, tal efica­cia permanente se debe a la interconexión existente, en el conjunto de la historia de las relaciones de Dios con la humanidad, entre las diver­sas modalidades de su autocomunicación a las personas y los pueblos.

En la cosmovisión propia del judaismo y del cristianismo ocupa una posición central un concepto «lineal» de la historia en la que las intervenciones divinas y la libertad humana se encuentran recíproca-

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 145

mente. De hecho, sirvió como clave interpretativa de los aconteci­mientos vividos por el pueblo. La historia está hecha de pasado, pre­sente y futuro, los cuales tienen una dirección propia asignada por un Dios providente. El pasado continúa viviendo en el presente que ha producido; y, en el presente, el futuro existe ya en la esperanza. Tanto en el caso del judaismo como en el del cristianismo, a medio camino en la trayectoria lineal está un acontecimiento prototípico de salvación que imprime dirección y movimiento a todo el proceso, tanto en el pasado como en el futuro. Pero con una diferencia.

Para el pueblo judío, el prototipo que estaba en el punto central de la historia es el acontecimiento del éxodo en toda su complejidad, que comprende la revelación de Dios a Moisés, la liberación de Egipto, la travesía del desierto, la alianza y la Ley en el monte Sinaí. En cambio, para la Iglesia apostólica y el movimiento cristiano, es el aconteci­miento Cristo, con la trágica existencia humana de Jesús que culmina en el momento decisivo de su muerte y en la acreditación de su resu­rrección, lo que se convierte en'el punto focal, que da una dirección y un significado nuevos a toda la trayectoria, en los dos sentidos, hacia el pasado y hacia el futuro. Se empezó a pensar que la historia estaba dotada de una plenitud de significado única, porque en su corazón esta­ba el acontecimiento incomparable y prototípico de Jesucristo.

Los teólogos cristianos que han escrito sobre la historia de la sal­vación en estos últimos años están sustancialmente de acuerdo en el significado ejemplar del acontecimiento histórico de Jesucristo, aun­que tienen ideas diferentes sobre cómo articular la relación entre lo que ya ha sucedido a través del misterio pascual de la muerte y la resu­rrección de Cristo y lo que queda por realizar a modo de cumplimien­to en su segunda venida. Los diversos autores conciben de forma dife­rente la tensión permanente entre el «ya» y el «todavía no». Mientras que O. Cullmann sitúa con mucha claridad el punto focal en lo que ya se ha realizado mediante la muerte-resurrección de Jesucristo1, otros -como J. Moltmann- ponen decididamente el acento en la «reserva escatológica»: el misterio pascual de Jesucristo es el modelo prolépti-co de lo que está reservado hasta el cumplimiento escatológico2. De forma bastante similar, W. Pannenberg ve la resurrección de Jesucristo como la presencia y la anticipación proléptica en la humanidad glori-

1. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968 (orig. francés, 1946); ID., Salvation in History, SCM Press, London 1967 (orig. alemán, 1965).

2. J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo. Cristología en dimensiones mesiánicas, Sigúeme, Salamanca 1993 (orig. alemán, 1989).

Page 74: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

ficada de Jesús de la transformación escatológica del mundo y de la historia que debe tener lugar en el éschaton3.

Estas divergencias influirán en las cuestiones debatidas en este capítulo, en particular cuando se suscite la pregunta por el valor per­manente de la alianza mosaica y cuando se evoque el contexto del diá­logo judeo-cristiano. La alianza mosaica destacará como caso ejemplar y nos preguntaremos si no es necesario reconocer un valor permanen­te, teológico, también a las otras alianzas concluidas por Dios con los pueblos en el curso del despliegue histórico de su designio salvífico para la humanidad. Por ello el presente capítulo se subdivide en dos grandes partes dedicadas, respectivamente, a la amplitud del designio salvífico de Dios en la historia humana y a las diversas alianzas de las que se compone.

I. La historia universal de la salvación

1. Más allá de la tradición judeo-cristiana

La primera cuestión que debemos plantear es la referente a la extensión de la historia de la salvación dentro de la historia universal del mundo. ¿Coincide la «historia de la salvación» con la «historia profana»? Y, si difieren, ¿se debe afirmar que la historia de la salvación tiene la misma extensión que la historia del mundo, es decir, que empieza con la cre­ación y se extiende hasta el fin del mundo?

Hay que rechazar con firmeza todo intento de situar el inicio de la historia de la salvación en la vocación de Abrahán, reduciendo así su extensión a la «historia sagrada» (histoire sainté) que empezó con ella. Este intento revela siempre, dondequiera que se realice, una tendencia a un menosprecio apriorístico de toda implicación personal de Dios en la historia de la humanidad antes y fuera de la tradición que brotó de la llamada del patriarca bíblico. Ello recuerda la certeza apriorística de K. Barth, según el cual «las otras religiones no son más que increduli­dad». Como se daba por supuesto que la religión y las religiones no eran más que vanos intentos humanos de autojustificación, al parecer se seguía lógicamente que la historia de la salvación sólo podía empe­zar con el relato de Abrahán, el «padre de todos los creyentes» (Rm

3. W. PANNENBERG, La revelación como historia, Sigúeme, Salamanca 1977 (orig. alemán, 1961); ID., Teología sistemática, vol. II, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1996 (orig. alemán, 1994).

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 147

4,11) y se debía limitar a la descendencia espiritual que había brotado de su fe.

La cuestión de la extensión de la historia de la salvación ha recibi­do en los teólogos más recientes respuestas que, aun siendo menos negativas, siguen siendo indebidamente restrictivas. J. Daniélou es uno de estos teólogos. A su juicio, la «religión cósmica», en lugar de ser parte de la historia de la salvación, constituye una «pre-historia», basa­da en un conocimiento natural dado por Dios por medio del orden de la creación. Daniélou llega a la conclusión lógica de que las tradicio­nes religiosas de la humanidad fuera del filón de la tradición abrahá-mico-mosaica sólo pueden representar aspiraciones humanas naturales hacia Dios, sin implicar ningún compromiso personal de éste en la his­toria de los pueblos4. La opinión de H.U. von Balthasar es muy próxi­ma a la de Daniélou. Sólo la religión judía y la cristiana, que brotaron de la fe de Abrahán, pueden ser llamadas «religiones de revelación» y pertenecen a la historia de la salvación propiamente dicha; sólo ellas representan la búsqueda y la vuelta de Dios a la humanidad en la pala­bra y en la historia, en el amor y la autodonación5. Las otras religiones tienen carácter natural.

Contra toda reducción de la historia de la salvación-revelación a la tradición judeo-cristiana, hay que afirmar que la historia de la salva­ción coincide con la historia del mundo, cuya extensión comparte. Consiste en la misma historia humana y del mundo, vista con los ojos de la fe como un «diálogo de salvación» que Dios ha iniciado libre­mente con la humanidad desde la creación y que prosigue a través de los siglos hasta la consumación de su reino en el éschaton.

También hay que rechazar la idea de una «pre-historia» en la que salvación y revelación estarían separadas una de otra. Esta concepción ha dado origen a dos visiones diferentes de la historia de la salvación, ambas indebidamente mutiladas. Según la primera, tal pre-historia implicaba alguna revelación (natural) de Dios por medio de la realidad creada, pero se mantenía impenetrable a la salvación; según la otra visión, la salvación divina era posible, durante tal pre-historia, para los individuos, pero la automanifestación divina o revelación (sobrenatu­ral) habría permanecido oculta en el futuro hasta la revelación de Dios a Abrahán.

4. Véase J. DANIÉLOU, The Salvation of the Nations, University of Notre Dame Press, Notre Dame (Ind.) 1962 (orig. francés, 1946).

5. H.U. VON BALTHASAR, Teología de la historia, Guadarrama, Madrid 19642 (orig. alemán, 19594).

Page 75: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

148 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

A pesar del diferente punto de vista en cada una hay que afirmar que la historia del mundo y la historia de la salvación son coincidentes y tienen la misma extensión. Además, como la historia humana es, desde el principio hasta el final, la historia de Dios-con-la-humanidad, hay que decir que implica desde el principio y en todo momento tanto la autorrevelación divina como la salvación6. La inequívoca afirmación neotestamentaria según la cual Dios «quiere [thélei] que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4) no supone nada que sea menos que esto. Y la universal voluntad salvífica de Dios no puede quedar reduci­da a una especie de deseo o veleidad efímera e ineficaz; tal voluntad divina sólo está sujeta a la condición de la libre aceptación, por parte de cada persona humana, de la gratuita automanifestación y autodona-ción de Dios. Es parte de la tradición cristiana afirmar que el género humano ha sido creado y llamado por Dios a participar de la vida divi­na. El único orden concreto en el que la humanidad se ha encontrado en la historia es el «orden sobrenatural» que implica el ofrecimiento de la autocomunicación de Dios mediante la gracia. Tal orden del mundo y de la historia lleva siempre consigo -de un modo o de otro- una auto-manifestación divina y el ofrecimiento de la salvación.

De la universalidad de esta condición humana concreta se sigue que hay una única historia de la salvación, de la revelación y del ofre­cimiento de la fe, que coexiste con la historia del mundo. Rahner escri­be con gran claridad: «La historia universal de la salvación, que como mediación categorial de la trascendentalidad sobrenatural del hombre coexiste con la historia universal, es a la vez historia de la revelación, la cual es por tanto coextensiva con toda la historia del mundo y de la salvación»7.

La historia de la salvación, universalmente presente, debe adoptar una forma concreta en la historia de las personas. Lo hace en la histo­ria de las religiones en general, y en particular en las religiones histó­ricas de la humanidad. Estas pueden cumplir la función de mediación histórica de la experiencia sobrenatural de Dios como revelación divi­na, y por ello «provocan» positivamente la salvación. Pueden, por tanto, ser consideradas como queridas por Dios, porque dan forma con-

6. Véase K. RAHNER, «Historia del mundo e historia de la salvación», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 115-134; ID., «Profane History and Salvation History», en Theological Investigations, Darton, Longman and Todd, London 1988, vol. XXI, pp. 3-15 (originales alemanes en Schriften zur Theologie, 16 vols., Benziger Verlag, Einsiedeln 1961-1984).

7. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristia­nismo, Herder, Barcelona 1979, grado quinto, p. 179 (orig. alemán, 1976).

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 149

creta al ofrecimiento divino de gracia universalmente presente y ope­rante en la historia humana. En las tradiciones religiosas del mundo asume una primera forma concreta el ofrecimiento de Dios a las per­sonas en la revelación-salvación.

Tal forma concreta se encuentra realizada claramente en las tradi­ciones judía y cristiana. Aquí entran en juego una conciencia explícita y un reconocimiento de acontecimientos históricos que constituyen intervenciones divinas; esto lo garantiza una «palabra de Dios» que interpreta tales acontecimientos como eventos salvíficos a través de un carisma profético. Por tanto, tal forma concreta no debe ser reducida a priori a aquellas tradiciones. También otras tradiciones religiosas pue­den contener palabras proféticas que interpretan acontecimientos his­tóricos como intervenciones divinas en la historia de los pueblos.

2. Las historias salvíficas de las pueblos

De hecho, la misma revelación bíblica judeo-cristiana da testimonio de actos salvíficos realizados por Dios en favor de otros pueblos, incluso en favor de los enemigos del «pueblo elegido». Dt 2 afirma que YHWH asigna una tierra prometida también a otros pueblos y el profeta Amos garantiza que Dios conduce también a otras gentes hacia éxodos de liberación (Ara 9,7). El profeta Isaías lanza su mirada aún más allá. Se atreve a afirmar que también para los egipcios -enemigos históricos y opresores de los judíos- habrá un salvador enviado por el mismo YHWH. Sorprende, en efecto, que los egipcios sean designados aquí «pueblo mío» (Is 19,22-25). Estos textos, si bien poco numerosos, dan a entender que Dios actúa salvíficamente también en relación con otros pueblos. Estas acciones salvíficas históricamente tangibles son análo­gas a las realizadas por Dios, según el testimonio del Antiguo Testa­mento, en favor de Israel, a pesar del hecho de que la tradición cristia­na atribuye a la historia de Israel la peculiaridad única de servir co­mo prólogo histórico inmediato a la intervención salvífica decisiva de Dios en el acontecimiento Cristo. Los mirabilia de Dios en favor de los hombres no se limitan a Israel; pueden extenderse también a otros pueblos.

Esto sugiere que seamos prudentes al trazar una línea de demarca­ción demasiado neta entre lo que la teología suele considerar como perteneciente a la historia «general» de la salvación, por un lado (las religiones en general), antes que a la historia «especial» de la salva­ción, por otro (la tradición judeo-cristiana). Semejante esquema con-

Page 76: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

150 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

duce fácilmente a la idea de que, con la llegada de la historia especial de la salvación -y, específicamente, del acontecimiento Cristo-, las religiones «precristianas» pertenecientes a la historia general de la sal­vación han sido superadas y abandonadas, porque se han vuelto obso­letas e- incluso «ilegítimas»8.

En efecto, hay que preguntarse si la historia de los otros pueblos no puede desempeñar para ellos, en el orden de la salvación, un papel «análogo» al desempeñado por la historia de Israel para el pueblo judío, por incluir acontecimientos históricos cuya significación salvífi-ca divina está garantizada por una palabra profética. La historia llama­da «especial» de la salvación, ¿no se podría extenderse más allá de los límites de la tradición judeo-cristiana? La historia de cada pueblo, ¿no podría contener rastros de las acciones amorosas de Dios en su favor, que lo constituyen como uno de los pueblos de Dios y le infunden la vida misma de Dios?

Los obispos de Asia han seguido esta línea de reflexión cuando han visto las grandes tradiciones religiosas de sus pueblos como «elemen­tos significativos y positivos en la economía del designio salvífico de Dios» y se han preguntado: «¿Cómo podemos no reconocer que a tra­vés de ellos Dios ha atraído hacia sí a nuestros pueblos?»9. Esto que­rría decir que la acción salvífica y reveladora de Dios ha estado pre­sente en medio de tales pueblos a través de su historia. A. Russo escri­be a este respecto:

«No hay un solo éxodo, una sola alianza, una sola tierra prometida. Cada pueblo tiene su propio camino de liberación y de desarrollo con etapas, capitulaciones, retrocesos y llegadas al punto de destino. En la historia de Israel todos pueden leer el verdadero rostro de Dios, que se hace próximo a todos y se preocupa por el destino de la humani­dad. De este modo los numerosos recorridos históricos de los pueblos se integran, sin extraviarse, en la única historia de la salvación desti­nada a toda la humanidad. Por otra parte, la característica típica de los acontecimientos bíblicos no disminuye la real consistencia de los sucesos narrados, sino que les confiere un significado a la vez histó-

8. A. DARLAP, «Fundamentos de la teología como historia de la salvación», en (J. Feiner y M. Lóhrer [eds.]) Mysterium Salutis. Fundamentos de la dogmática como historia de la salvación, vol. I, tomo I, Cristiandad, Madrid 1969, pp. 190-194 (orig. alemán, 1965).

9. «Evangelization in Modern Day Asia (Taipei, 22-27 April 1974)», Declaración de la Primera Asamblea Plenaria de la FABC, Taipei (1974), nn. 14-15, en (G. Rosales y C.G. Arévalo [eds.]) For All the Peoples ofAsia. Federation of Asían Bishops' Conferences Documents from 1970 to 1991, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1992, p. 14.

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 151

rico y emblemático. Una historia universal, si no quiere reducirse a un abstracción retórica, no puede ignorar la pluralidad de las historias particulares».

Y añade:

«Podemos decir que la historia de la salvación, aun siendo esencial­mente una, se multiplica y se divide en tantos caminos como historias de los pueblos hay. Porque todo pueblo tiene su historia, distinta de las otras, y en toda historia actúa la gracia sanadora y liberadora de Dios, que realiza su único designio en favor de toda la humanidad por infinitos caminos diversos»10.

Así pues, la distinción bastante difundida entre historia de la salva­ción «general» y «especial» parece decepcionante y no hay que asu­mirla de manera rígida: las tradiciones religiosas «extrabíblicas» no pueden ser excluidas a priori de la pertenencia a la historia especial de la salvación. Para incluirlas en ella es preciso presuponer la presencia, en la historia de los pueblos, de acontecimientos que, en función de un carisma profético, son interpretados como intervenciones divinas. Habría que verificar concretamente tal presencia a través de un estudio positivo detallado de las diversas tradiciones. En cualquier caso, no se puede negar que tales tradiciones contienen narraciones de «aconteci­mientos» cuya existencia se atribuye a una intervención divina en la historia de un pueblo. Más adelante veremos que el fundamento para tales intervenciones divinas en su historia consiste, según la revelación bíblica, en la relación de «alianza» mantenida por Dios con los pueblos.

Para explicar la presencia en la historia de los pueblos de tales intervenciones divinas, hay que dejar a un lado una distinción dema­siado rígida entre mito e historia, según la cual las otras tradiciones religiosas estarían constituidas exclusivamente por «mito», mientras que lo «histórico» sería la reserva exclusiva de la tradición judeo-cris­tiana. En una perspectiva tan rígida, se piensa que los mitos son rela­tos carentes de credenciales de verdad, y sólo los acontecimientos ras-treables en la historia pueden pretender ser verdaderos. Pero hace mucho tiempo que esta concepción negativa del mito ha sido abando­nada". El mito no es algo que históricamente no sea verdadero, sino

10. A. Russo, «La funzione d'Israele e la legittimitá delle altre religioni»: Rassegna di Teología 40/1 (1999), pp. 109, 118.

11. Véase, entre otros, M. ELIADE, El mito del eterno retorno, Alianza, Madrid 1989" (orig. francés, 1949).; ID., Mito y realidad, Labor, Cerdanyola 19856 (orig. fran­cés, 1963); E. CASSIRER, Language and Myth, Dover, New York 1946 (orig. ale-

Page 77: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

152 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

que remite a aquel tiempo primordial del que los acontecimientos his­tóricos son considerados ejemplos concretos. Según la definición de Eliade, el mito «narra una historia sagrada; relata acontecimientos que han tenido lugar en el tiempo primordial». B. Griffiths, por su parte, escribe: «El mito es un relato simbólico que expresa, en términos sim­bólicos que brotan de la profundidad del inconsciente, la concepción que las personas tienen de Dios y del misterio de la existencia. Los mitos tienen valor e importancia infinitos [...]. Dios se reveló desde los tiempos más antiguos en la forma del mito»12. No es posible mantener separados los «relatos» extrabíblicos de los bíblicos como relatos míti­cos contrapuestos a relatos históricos. De hecho, tal dicotomía no corresponde a la realidad.

Que las religiones extrabíblicas están ampliamente arraigadas en el mito es cierto; el hinduismo es uno de estos casos. Pero tales mitos fundadores pueden ser portadores de un mensaje divino. El relato de la creación en el Libro del Génesis es un mito mediante el cual se revela el misterio de la creación de los seres humanos y de su comunión con Dios. El mismo Noé es una figura «mítica» o un personaje «legenda­rio», y el relato de la alianza de Dios con él tiene carácter mítico; no obstante, comunica, como veremos más adelante, la verdad de una relación de alianza de todos los pueblos con Dios. Ni siquiera los rela­tos de Abrahán y Moisés carecen de un cierto fondo mítico; sin embar­go, son el símbolo por antonomasia de la acción de Dios en la historia del pueblo israelita y constituyen la piedra angular de la concepción judía de la revelación como intervención personal de Dios en la histo­ria. «La comprensión judía surgía del fondo mitológico»13, recalca Griffiths. Mediante el carisma interpretativo de los grandes profetas, Israel se alejó con decisión de una concepción mitológica para acer­carse a una concepción histórica. Este movimiento se acentuó poste­riormente en la visión cristiana, en la que el acontecimiento Cristo está en el punto central de la historia.

Con todo, la progresiva evolución de una concepción mítica a una concepción histórica, cuando pasamos de la tradición extrabíblica a la tradición judeo-cristiana, no debe ensombrecer el hecho de que ya la religión «cósmica» comunica una relación de Dios con los pueblos,

man, 1925); ID., Symbol, Myth, and Culture, Yale University Press, New Haven 1979.

12. B. GRIFFITHS, The Cosmic Revelation, Asían Trading Corporation, Bangalore 1985, p. 115.

13. Ibid., p. 121; véase pp. 109-131.

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 153

expresada a través de la mediación de la historia y la leyenda. Y la fun­ción reveladora del mito en la religión extrabíblica no ha desaparecido con la llegada de la conciencia histórica.

II. Las alianzas de Dios con los pueblos

1. Alianzas nunca derogadas

En el relato bíblico las relaciones de Dios con la humanidad estánjalo-nadas, a lo largo de la historia de la salvación, de «alianzas». No es necesario explicar aquí detalladamente el significado del término bíbli­co «alianza» (berit), cuando indica el modo en que Dios se relaciona con los seres humanos. Baste con recordar que una alianza representa siempre una iniciativa gratuita por parte de Dios, que entra libremente en una relación personal con los seres humanos, sin ningún mérito por parte de éstos. Una alianza es un pacto de amistad inaugurado unilate-ralmente por el interlocutor divino, un pacto que requiere, no obstante, como respuesta al amor gratuito de Dios, adhesión y fidelidad por parte del interlocutor humano -pero sin que la infidelidad humana cancele la fidelidad divina.

A propósito del uso, en la tradición bíblica, de la terminología de la alianza en referencia a las relaciones de Dios con los seres humanos, observamos lo que sigue: el término «alianza» no aparece en el relato de la creación del Libro del Génesis (Gn 1-2); pero fuera del Génesis hay indicios del hecho de que la creación es vista como una alianza cósmica (véase Jr 33,20-26)14. En el Génesis, el término «alianza» indi­ca en un primer caso la «alianza eterna» concluida por Dios con Noé (Gn 9,1-17), y después aparece en el ciclo de Abrahán (Gn 17,1-14). La alianza con Moisés es objeto de un tratamiento detallado en Ex 19-24. Jr 31,31-34 predice una «nueva alianza» que el Nuevo Testamento cristiano verá realizada en el acontecimiento Cristo, y de manera más precisa en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús (Mt 26,28-29; Le 22,20; 1 Co 11,25).

La tradición cristiana ha hablado con frecuencia de cuatro alianzas concluidas por Dios con la humanidad. Un texto célebre de san Ireneo en Adversas haereses lo afirma claramente:

«Por eso se dio a la raza humana cuatro testamentos [alianzas]: el pri­mero en el tiempo de Adán, antes del diluvio; el segundo en el tiem-

14. Véase R. MURRAY, The Cosmic Covenant, Sheed and Ward, London 1992.

Page 78: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

154 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

po de Noé, después del diluvio; el tercero fue la legislación en el tiempo de Moisés; y el cuarto, que renueva al hombre y recapitula en sí todas las cosas, por medio del Evangelio, dando al hombre alas para elevarse al reino de los cielos»'5.

Pero se suscitan, a propósito de la alianza con Noé, cuestiones de interpretación que exigen una respuesta: ¿cuál es el significado teoló­gico de tal alianza? ¿Se supone que continúa vigente también después del acontecimiento Cristo? Si empezamos por la segunda pregunta, el contexto en que Ireneo distingue las cuatro alianzas nos ofrece un indi­cio para dar una respuesta. Ireneo descubre un significado simbólico en el número cuatro, y por ello enumera varias realidades cuadrifor-mes: «Así como es la economía del Hijo de Dios, tal es la figura de los animales; y así como es la forma de los animales, tal es lo típico del Evangelio. Cuadriformes son los animales, y cuadriformes los Evan­gelios, así como cuadriforme es la economía de Dios»16. Dicho de otro modo: la Palabra de Dios ha hablado de cuatro formas diferentes: a los patriarcas antes de Moisés por medio de su divinidad; bajo la Ley por medio de un ministerio sacerdotal; después, en su encarnación, por me­dio de su humanidad y, por último, como Señor resucitado, por medio del don del Espíritu. Análogamente, el Evangelio tiene carácter cua­driforme: Mateo, Lucas, Marcos y Juan. Cuatro son también las alian­zas selladas por Dios con la humanidad: en Adán, en Noé, en Abrahán y Moisés, y en Jesucristo. En la sucesión de las cuatro alianzas divinas, no hay nada que haga pensar que una de ellas derogue las anteriores, así como tampoco ninguna de las cuatro formas del Evangelio reem­plaza a las otras. Todas las alianzas son solidarias entre sí, exactamen­te igual que los cuatro Evangelios.

Según Ireneo, las alianzas se relacionan entre sí como modalidades de la implicación divina en la historia de la humanidad por medio de su Lógos. Son «Logo-fanías» a través de las cuales el Lógos divino «prueba», por así decir, su irrupción en la historia humana por medio de la encarnación en Jesucristo. Como tales, la relación que se esta­blece entre ellas no es la propia de lo viejo que se vuelve obsoleto con la llegada de lo nuevo que lo sustituye, sino la de la semilla que ya con­tiene, en promesa, la plenitud de la planta que brotará de ella.

15. IRENEO DE LYON, Adversus haereses 3,11,8; trad. cast.: Contra los herejes. Exposición y refutación de la falsa gnosis, ed. de Carlos Ignacio González, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, Perú 2000, p. 240.

16. Ibid., 3,11,8; p. 240. .

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 155

Abordemos ahora el significado de la alianza con Noé: aquí se excluye -al contrario de lo que se ha supuesto con demasiada frecuen­cia- una mera manifestación de Dios por medio de los fenómenos de la naturaleza y de la constancia de su sucesión. En el caso de la alian­za de la creación, el relato del Génesis atestigua ya la familiaridad de Dios con Adán y, por tanto, una relación personal entre el Creador y el género humano. Análogamente, en el texto inspirado del Génesis se subraya la relación de intimidad entre Dios y Noé (Gn 9,1-17). Ya antes se había dicho que «Noé encontró gracia a los ojos del Señor» (6,8) y que «caminaba con Dios» (6,9). Del mismo modo se subraya la universalidad de la «alianza eterna» (9,16) concluida por Dios con Noé y con su descendencia. Estos elementos del relato son el símbolo de un compromiso personal de Dios en relación con las naciones, es decir, de la universalidad de la intervención divina en la historia de los pueblos, cuyos testimonios privilegiados son las tradiciones religiosas de la humanidad. Un autor reciente ha expresado muy bien el verdadero carácter de la alianza con Noé:

«La alianza con Noé demuestra lo decidido que Dios está a una rege­neración. Esa alianza aparece como la base permanente de toda sal­vación humana. Se falsea el sentido propio de este hecho si -como ha ocurrido durante mucho tiempo en la Iglesia católica- se ve en él el estatuto de una religión "natural", sin relación ninguna con la revela­ción sobrenatural. Todos los elementos escriturísticos de la alianza de Noé demuestran inequívocamente que se trata de un auténtico acon­tecimiento salvífico en el orden de la gracia. [...] El pacto con Noé aparece así como el anteproyecto de las alianzas con Abrahán y Moisés. [...] Israel y los pueblos paganos tienen una base común: son aliados del Dios verdadero y están bajo la misma voluntad salvífíca de ese Dios»17.

Así pues, la alianza con Noé asume un significado de gran alcance para una teología de las tradiciones religiosas de los pueblos pertene­cientes a la tradición «extrabíblica». También estos pueblos se encuen­tran -y, como veremos más adelante, siguen estando- en una relación de alianza con Dios. También ellos son pueblos de la alianza, y mere­cen el título de «pueblos de Dios»18. El único Dios es el Dios de todos los pueblos. B. Griffiths escribe a este respecto:

17. B. STOECKLE, «La humanidad extrabíblica y las religiones del mundo», en (J. Feiner y M. Lóhrer [eds.]) Mysterium Salutis. Fundamentos de la dogmática como historia de la salvación, vol. II, tomo II, Cristiandad, Madrid 1970, pp. 1.147-1.170, aquí: pp. 1.151-1.152 (orig. alemán, 1967).

18. Véase W. BÜHLMANN, The Chosen Peoples, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1982 (orig. alemán, 1981).

Page 79: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

156 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«La perspectiva bíblica nos hace ver la revelación cósmica y la alian­za cósmica como realidades que se extienden a todos los hombres y a todos los pueblos. Toda religión auténtica proviene de esta alianza cósmica y es un modo en el que Dios se revela y se ofrece al hombre para su salvación. En otras palabras, son caminos de salvación queri­dos por Dios»1".

Si volvemos a la alianza con Moisés nos preguntamos si fue aboli­da con la llegada de la «nueva alianza» establecida por Dios en Jesu­cristo. En un discurso pronunciado en 1980 en Maguncia (Alemania), el papa Juan Pablo n hizo referencia al «pueblo de Dios de la antigua alianza, que no ha sido nunca derogada (véase Rm 11,29)»20. El pro­blema es si, con la llegada del acontecimiento Cristo y la «nueva alian­za» en él establecida, la «antigua alianza» con Israel se ha vuelto obso­leta y ha sido derogada, como ha afirmado la tradición cristiana con frecuencia. ¿Cómo hay que entender la relación entre la alianza mosai­ca y la alianza crística? ¿Qué luz arroja sobre este tema el diálogo entre judíos y cristianos? Y de una manera más particular: la relación de gra­cia que vincula hoy con Dios a personas pertenecientes al pueblo judío, ¿debe ser atribuida a una eficacia permanente de la alianza mosaica o bien a la nueva alianza establecida en Jesucristo? ¿Sustituye ésta sim­plemente a la anterior, haciendo que en adelante sea inoperante? Ob­viamente, Israel y el cristianismo representan un caso único, por causa de la relación única que existe entre las dos «religiones»; pero este caso puede ofrecer, como se sugerirá más adelante y cambiando lo que corresponda cambiar, un modelo emblemático para la relación entre el cristianismo y las otras religiones.

La cuestión del valor permanente de la alianza mosaica está carga­da de datos históricos controvertidos. El Decreto para los coptos del concilio de Florencia (1442) declaró la abrogación, con «la promulga­ción del evangelio», de las prescripciones de la alianza mosaica. El documento dice:

«[La sacrosanta Iglesia romana] firmemente cree, profesa y enseña que las legalidades del Antiguo Testamento, o sea, de la Ley de Moisés, [...] comoquiera que fueron instituidas en gracia de significar algo por venir, [...] cesaron una vez venido nuestro Señor Jesucristo, quien por ellas fue significado, y empezaron los sacramentos del Nuevo Testamento. [...] Después de promulgado el Evangelio [post

19. B. GRIFFITHS, «Erroneous Beliefs and Unauthorised Rites»: The Tablet 227 (1973), p. 356.

20. Texto en AAS 73 (1981), p. 80.

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 157

promulgatum evangelium] afirma que, sin pérdida de la salvación eterna, no pueden guardarse»21.

El documento afirma sin ambigüedad que, «una vez venido nues­tro Señor Jesucristo», perdieron su eficacia las instituciones que se derivaban de la antigua alianza. Puesto que significaban cosas futuras, eran por naturaleza transitorias y, con la llegada de las cosas significa­das por ellas, se volvieron ineficaces. Ahora bien, la «promulgación del evangelio» a la que se hace referencia en este texto suscita muchas cuestiones: ¿cuándo se puede decir que el evangelio ha sido «promul­gado», y dónde? ¿Cómo tiene lugar su promulgación y en qué condi­ciones se hace eficaz? ¿Hay que ver la promulgación del evangelio como algo que se ha realizado para naciones enteras o grupos de per­sonas en un cierto punto en el tiempo? ¿O más bien hay que conside­rar individualmente el caso de cada persona, para poder valorar su posición en relación con el evangelio? Según K. Rahner, es posible decir que la «promulgación del Evangelio» ha alcanzado a los indivi­duos sólo cuando, mediante el ofrecimiento de la fe divina, se ha sus­citado existencialmente en la conciencia individual de cada uno la cuestión de la obligación moral de responder positivamente al ofreci­miento divino de la salvación en Jesucristo22.

Pero sobre lo que ahora debemos centrar nuestra atención es sobre la firme aseveración del concilio según la cual el advenimiento de la salvación realizado en el acontecimiento Jesucristo -«una vez venido nuestro Señor Jesucristo»- ha abolido la alianza mosaica y las institu­ciones divinas que la acompañaban. Es totalmente cierto que el recha­zo de Jesús por una parte del pueblo judío suscitó en la mente de san Pablo problemas cruciales, con los que luchó durante mucho tiempo, especialmente en la Carta a los Romanos (capítulos 9-11). Parece que Pablo no encontró nunca una respuesta decisiva a tales cuestiones. Se­gún la solución que él propuso, Israel se salvaría al final, a pesar del tiempo de su infidelidad (Rm 11,25-26). Sin embargo, en la mente de Pablo estuvo siempre grabada la siguiente convicción: Israel era y con­tinuaba siendo el pueblo de Dios; la alianza con Moisés seguía vigen-

21. Texto en H. DENZINGER y P. HÜNERMANN (eds.), El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebusfidei et morum, Herder, Barcelona 1999 [en adelante: DH], n. 1348 (orig. alemán, 1999).

22. Véase K. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 135-156; ID., «Church, Churches and Religions», en Theological Investigations, Darton, Longman and Todd, London 1973, vol. X, pp. 30-49 (originales alemanes en Schriften zur Theologie, op. cit.);

Page 80: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

158 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

te, gracias al amor y a la fidelidad inquebrantables de Dios. Por ello a la pregunta: «¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo?», respondía: «¡De ningún modo!» (Rm 11,1); y explicaba: «Los dones y la voca­ción de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Indudablemente Israel seguía siendo el pueblo cuyos miembros «poseen la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriar­cas» (Rm 9,4).

En el contexto del diálogo teológico entre judíos y cristianos, las preguntas de san Pablo siguen acosando todavía a los teólogos cristia­nos y a los estudiosos judíos. En un libro reciente, N. Lohfink23 ha estu­diado de nuevo los datos bíblicos referentes a la relación entre la «anti­gua» y la «nueva» alianza, especialmente en 2 Co 3,14, Jr 31,31-34 y Rm 9-11. El autor muestra que los datos neotestamentarios son más matizados y sutiles de lo que ha supuesto la multisecular tradición cris­tiana sobre las «dos alianzas», de las cuales la «nueva» en Jesucristo habría abolido la «antigua» en Moisés. Baste con recordar aquí los resultados de la investigación. La nueva alianza no es otra cosa que la primera; la desvela, irradiando el esplendor del Señor que la antigua contenía sin revelarlo plenamente. El hecho es que en Jesucristo la única alianza «se condensó hasta alcanzar el radicalismo escatológico» y de ese modo encuentra en él su «sentido último y más profundo»24. Y esto lleva al autor a concluir: «Por tanto, personalmente me inclino a favor de la teoría de la única alianza, en la que, por consiguiente, par­ticipan, aunque con diferencias, tanto judíos como cristianos. Y, natu­ralmente, también los judíos y los cristianos de hoy». Pero de inme­diato añade: «Desde los tiempos de la Iglesia primitiva siguen judíos y cristianos dos caminos distintos, y, puesto que ambos caminos discu­rren dentro de la misma y única alianza que actualiza la salvación de Dios en el mundo, en mi opinión se debería hablar de un "doble cami­no salvífico"»25.

Así pues, no se deberá hablar de un camino que existía antes de Cristo en Israel, sino que a lo largo del tiempo se ha bifurcado en dos caminos paralelos, uno destinado por Dios al pueblo judío, y el otro orientado a los gentiles en Jesucristo, «Mesías de los paganos». Por el contrario, habrá que hablar propiamente de «una única alianza y dos caminos de salvación para judíos y cristianos»26. Lo que está enjuego

23. N. LOHFINK, La alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992 (orig. alemán, 1989)

24. lbid.,p. 113. 25. lbid.,pp. 118-119. 26. Jbid.,p. 117.

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 159

en la elección de esta fórmula es la dinámica de la historia de la salva­ción tal como la concibe Pablo en la Carta a los Romanos. Dios tiene un solo designio de salvación, que abarca tanto a los judíos como a las naciones, aunque este único designio se despliega «dramáticamente» en dos tiempos y dos recorridos diversos. A pesar de su actual diver­gencia histórica, estos dos tiempos convergerán al final en un único punto de llegada -si bien sólo en el éschaton, al final de los tiempos27.

Independientemente de la fórmula que se emplee en el actual con­texto del diálogo entre judíos y cristianos, es necesario evitar dos posi­ciones extremas. Entre ellas se incluyen, por una parte, toda teoría de mera sustitución en Jesucristo de las promesas y de la alianza con Israel. La afirmación del mismo Jesús -«No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento [la Ley y los Profetas]» (Mt 5,17)- excluye cual­quier interpretación de sustitución. Por otra parte, hay que evitar toda impresión de dualismo de caminos paralelos, que destruiría la unidad del designio de salvación divino para la humanidad, que llega en Jesucristo a su realización escátológica. Desde un punto de vista cris­tiano, parece que la posición intermedia es la de una sola alianza y dos caminos interrelacionados dentro de un único y orgánico designio de salvación. El designio de salvación divino posee una unidad orgánica cuyo dinamismo es manifestado por la historia. El despliegue de este proceso contiene varios pasos, relacionados y complementarios entre sí. Para la fe cristiana, el acontecimiento Cristo no existe sin Israel o prescindiendo de él; y, viceversa, Israel no ha sido nunca preelegido por Dios sino como el pueblo del que saldría Jesús de Nazaret. Israel y el cristianismo están indisolublemente unidos, en la historia de la sal­vación, bajo el arco de la alianza. La alianza mediante la cual el pue­blo judío obtenía la salvación en el pasado y continúa siendo salvado actualmente es la misma alianza mediante la cual los cristianos son lla­mados a la salvación en Jesucristo. No hay un «nuevo» pueblo de Dios que sustituya a un pueblo declarado en adelante «antiguo», sino una expansión hasta los confines del mundo del único pueblo de Dios, cuya elección de Israel y cuya alianza con Moisés eran y siguen siendo «la raíz y la fuente, el fundamento y la promesa»28.

27. lbid., pp. 119-120. 28. Véase J. DUPUIS, «Alleanza e salvezza»: Rassegna di Teología 35/2 (1994), pp.

148-171; especialmente pp. 166, 171. Las últimas palabras citadas se toman de las «Orientaciones pastorales» de la COMISIÓN EPISCOPAL FRANCESA PARA LAS RELACIONES CON EL JUDAISMO, «L'attitude des chrétiens á l'égard du judai'sme»: Documentation Catholique 70 (1973), pp. 419-422.

Page 81: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

160 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Como escribe E. Zenger: «Nosotros, los cristianos, creemos, junto al Nuevo Testamento, que por la muerte y resurrección de Jesús se nos ha abierto el nuevo pacto con Dios, por el que ahora podemos vivir en su gracia. Ahora bien, ésta no es otra alianza, que habría reemplazado a la sinaítica. Se trata de la única y misma alianza de gracia, en la que participan, natural­mente de modos diferentes, el pueblo judío y los pueblos reunidos en la Iglesia. La alianza fue establecida sobre todo con Israel y sólo sucesivamente, "por medio de Jesucristo y junto a su pueblo, fue insertada en ella también la Iglesia". El pueblo judío y la Iglesia viven como dos entidades, cada una con su propia identidad y ambas en un estado de separación que no hay que ignorar, sino encuadrar en el horizonte de una común alianza, aquella que la Biblia hebrea, el lla­mado Antiguo Testamento, atestigua que fue dada por Dios. Así pues, aquello que funda en primer lugar también la existencia de la Iglesia no es el Nuevo Testamento, sino el Antiguo. Y si la Iglesia renuncia­se al mensaje del Antiguo Testamento, renunciaría también a sí misma, como Iglesia de la nueva alianza»29.

A la pregunta acerca de si los judíos se salvan hoy mediante la alianza de Dios con Israel o bien mediante Jesucristo, en quien se ha realizado una «nueva» alianza, la respuesta que se debe dar, por tanto, es que no subsiste tal dicotomía: la salvación llega a los judíos a través de la alianza concluida por Dios con Israel y llevada a perfección en Jesucristo. La alianza sigue siendo todavía un camino de salvación, pero no independientemente del acontecimiento Cristo.

La alianza con Moisés se mantiene, pues, y no es derogada por la alianza en Jesucristo. Observemos, por último, que el caso del judais­mo y del cristianismo puede servir como catalizador para una reorien­tación de la relación entre el cristianismo y las otras religiones. Lo que es verdadero en el primer caso continúa valiendo, analógicamente, tam­bién en el segundo. También las otras tradiciones religiosas, simboliza­das por la alianza con Noé, conservan, mutatis mutandis, un valor per­manente. Como la alianza mosaica no ha sido suprimida por el hecho de haber llegado a su plenitud en Jesucristo, así tampoco la alianza cós­mica concluida en Noé con las naciones ha sido cancelada por el hecho de haber llegado en el acontecimiento Cristo a la meta a la que había sido ordenada por Dios. Es decir, también aquéllas mantienen todavía valor salvífico para sus seguidores, si bien no sin relación con el acon­tecimiento Cristo. Lo expresa bien A. Russo cuando escribe:

29. E. ZENGER, // Primo Testamento. La Bibbia ebraica e i cristiani, Queriniana, Brescia 1997, pp. 133-135 (orig. alemán, 19922).

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES 161

«Gracias al pacto mosaico [...] reconocemos al pueblo judío una dig­nidad y una función permanente en el designio salvífico. De manera análoga, debemos considerar que aquellas alianzas que Dios conclu­yó con los otros pueblos de la tierra estaban simbólicamente presen­tes en la experiencia de Adán y, de manera más específica, en la his­toria de Noé. Si los dones de Dios son irrevocables, ¿no lo son tam­bién los concedidos a los otros pueblos? Si usamos este principio para acreditar la religión de los judíos, ¿por qué no aplicarlo también a las otras alianzas, de las que igualmente nos habla la Escritura, en lugar de considerarlas -sólo a ellas- obsoletas?»30.

2. La estructura trinitaria de la historia

El modelo de cristología trinitaria propuesto en el capítulo anterior conforma todo el proceso de las automanifestaciones divinas, en la sal­vación-revelación, dentro de la historia. El acontecimiento Cristo cons­tituye, en la comprensión cristiana del desarrollo histórico del único pero orgánico designio de salvación de Dios para la humanidad, el punto central y focal. Es el eje en torno al cual gira toda la historia del diálogo entre Dios y la humanidad, el principio de inteligibilidad del designio de Dios concretado en la historia del mundo. Influye en todo el proceso de la historia a modo de causa final y, por tanto, como fin o meta que atrae hacia sí todo el proceso de la evolución: tanto la histo­ria «pre-cristiana» como la «post-cristiana» son atraídas por el Cristo-Omega hacia sí31.

No obstante, no hay que entender el cristocentrismo de la historia de la salvación como un «cristomonismo». La centralidad del aconte­cimiento Cristo no oscurece, sino que más bien presupone, motiva y acrecienta la universalidad de la presencia activa de la «Palabra de Dios» y del «Espíritu de Dios» en la historia de la salvación y, de manera específica, en las tradiciones religiosas de la humanidad. Con razón el papa Juan Pablo n ha afirmado, en la carta encíclica Dominum et vivificantem sobre el Espíritu Santo (1986), que en toda situación histórica, tanto antes del acontecimiento Cristo como después de él y fuera de la economía cristiana, la gracia «lleva consigo una caracterís­tica cristológica y a la vez pneumatológica» (n. 53).

30. A. Russo, «La funzione d'Israele e la legittimitá delle altre religioni», op. cit., p. 116.

31. Véase K. RAHNER, «La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 181-219 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, op. cit.).

Page 82: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

162 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Según la tradición bíblica del Antiguo Testamento, la Sabiduría-Palabra (hokmáh-dábár) y el Espíritu (rüah) actúan como «medios» de las intervenciones personales de Dios en la historia, tanto en Israel como fuera de él. La «personificación literaria» de tales «atributos» divinos pone de relieve el compromiso personal de Dios con respecto a los pueblos que la palabra revelada quiere comunicar. El Nuevo Testamento revelará después la verdadera «personalidad» de los «me­dios» de la implicación de Dios en la historia humana, profundizando progresivamente el carácter personal del Hijo (Palabra-Sabiduría) y del Espíritu. Desde entonces, la Palabra-Sabiduría y el Espíritu, que ha­bían actuado ya en la historia «precristiana», serán entendidos retros­pectivamente como dos «personas» distintas dentro del misterio del Dios tripersonal: el Hijo que se encarnó en Jesucristo, por un lado, y el Espíritu de Cristo, por otro. Y resultará claro que las dos personas divi­nas habían estado presentes y operantes en la economía precristiana sin ser reconocidas formalmente como tales.

El prólogo del Evangelio de Juan afirma con claridad la presencia activa y universal del Lógos divino antes del acontecimiento Cristo: él era «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» viniendo a este mundo (Jn 1,9). La universal función reveladora del Lógos lo había hecho presente a la humanidad a lo largo de toda la historia, desde el principio, aunque tal presencia operante debía alcanzar su punto cul­minante sólo con la venida en la carne de Jesucristo. Por lo que res­pecta al Espíritu, su energía vivificante está presente en los seres humanos, en la creación y en la recreación. El papa Juan Pablo n ha subrayado la presencia y la actividad universal del Espíritu a lo largo de toda la aventura humana, no sólo en los individuos sino también en las tradiciones religiosas, en toda la historia.

Lo que queda por mostrar es cómo la acción universal de la Palabra y del Espíritu en la historia extrabíblica de la salvación se combinan teológicamente en una única economía de la salvación con el aconte­cimiento histórico puntual de Jesucristo, es decir, cómo el cristocen-trismo, por un lado, y el logocentrismo y la pneumatología, por otro, en lugar de excluirse entre sí, se necesitan mutuamente, y viceversa. Llegado a este punto, Rahner muestra que el acontecimiento Cristo constituye el objetivo y el fin de la acción anticipada del Ldgos-que-se-hará-hombre y de la obra universal del Espíritu en el mundo antes de la encarnación. Por esta razón, la acción «pre-encarnacional» del Ló­gos está orientada al acontecimiento Cristo, del mismo modo que es correcto decir que el Espíritu es el «Espíritu de Cristo» desde el inicio de la historia de la salvación. Por ello, a propósito del Espíritu, escribe

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES lo l

K. Rahner: «Dado que la eficacia universal del Espíritu se dirige desde el principio al cénit de su mediación histórica, que es el acontecimien to Cristo (o, en otras palabras, la causa final de la mediación del Espíritu en el mundo), se puede decir verdaderamente que el Espíritu está en todas partes y es desde el principio el Espíritu de Jesucristo, el Lógos divino encarnado»32.

Esto equivale a decir que entre los diversos elementos de la econo­mía de la salvación trinitario-cristológica existe una relación de recí­proco condicionamiento, en virtud de la cual ningún aspecto específi­co puede ser subrayado a costa de los otros ni, por el contrario, redu­cido en favor de ellos. El acontecimiento Cristo no está nunca aislado de la actuación del Lógos y del Espíritu, así como tampoco éstos obran nunca sin estar en relación con él.

En definitiva, encontramos aquí el misterio del tiempo y de la eter­nidad, tal como influye en las relaciones de Dios con la humanidad en la historia. Si, para nuestro conocimiento discursivo humano, el des­pliegue histórico de la salvación se compone necesariamente de inicio-centro-final, o de pasado-presente-futuro, en la conciencia y el cono­cimiento eternos de Dios, todo es continuo y coexistente, simultáneo e interrelacionado". Jesucristo es el punto culminante, eternamente «preestablecido», de la implicación personal de Dios en la historia de la humanidad, y el acontecimiento Cristo es, por tanto, dentro de la his­toria, el «momento» puntual en que Dios «se convirtió» en Dios-de-los-pueblos-de-manera-plenamente-humana. Pero dado que la encar­nación del Lógos está eternamente presente en la intención de Dios, su realización en el tiempo configura la historia milenaria de las relacio­nes de éste con la humanidad.

La acción del Lógos, la obra del Espíritu y el acontecimiento Cristo son, pues, aspectos inseparables de una única economía de la salvación. El hecho de que según la tradición paulina los seres humanos hayan sido «creados en Cristo Jesús» (Ef 2,10), a quien pertenece la primacía, tanto en el orden de la creación como en el de la re-creación (Col 1,15-20; Ef 1,3-4), no disminuye sino que exige la acción anticipada de la Palabra-que-se-debía-encarnar (Jn 1,9) y la actuación universal del

32. Véase K. RAHNER, «Jesús Christ in the Non-Christian Religions», en Theological ¡nvestigations, Darton, Longman and Todd, London 1981, vol. XVII, p. 46 (orig. alemán en Schríften zur Theologie, op. cit.).

33. Véase J. MOUROUX, Le mystére du temps. Approche théologique, Aubier, Paris 1962; E. JÜNGEL, God as the Mystery of the World, T. and T. Clark, Edinburgh 1983 (orig. alemán, 19772).

Page 83: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Espíritu: «El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado», afirma el Vaticano n (Ad gentes 4).

Hay que tener en cuenta también la estructura de la autorrevelación del Dios uno y trino, que sigue a la de las relaciones interpersonales entre las diversas personas en el misterio intrínseco de Dios. El orden de las personas en aquélla y en éste coincide, por el hecho de que exis­te una correspondencia y una correlación necesaria entre el orden de los orígenes en la comunicación intra-divina de Padre-Hijo-Espíritu y el orden de su autocomunicación a la humanidad en la historia: la Trinidad «económica» prolonga la Trinidad «inmanente» permitiéndo­le desbordarse más allá de sí misma hacia la historia y en el mundo34. O bien, inversamente, la Trinidad «inmanente» es el presupuesto a priori de la estructura trinitaria de la autocomunicación divina: del Padre, por el Hijo, en el Espíritu. De una forma más simple: Dios, que es una comunión tripersonal, sólo se puede comunicar a sí mismo de esta manera triforme. ¡Dios se da a sí mismo tal y como es!

La estructura trinitaria conforma los diversos estadios en que se despliega la autocomunicación de Dios en la historia de la salvación. El mismo carácter triforme está presente y activo en todas las fases de su desarrollo. La Biblia atestigua esta estructura ternaria ya por lo que respecta a la creación: Dios creó por medio de su Palabra (Gn 1,3; Jdt 16,13-14; véase Sal 33,9; 148,5; Jn 1,1-3) en el Espíritu (Gn 1,2); la misma estructura ternaria conforma la historia de Israel. Baste con recordar, en general, que las intervenciones de Dios a favor de su pue­blo son realizadas por medio de su Palabra; por lo que respecta al Espíritu de Dios, toma posesión de algunos individuos para hacer de ellos instrumentos de la acción de Dios, y de los profetas para darles el poder de anunciar la palabra de Dios.

En la Biblia hebrea no se encuentran indicaciones igualmente cla­ras por lo que respecta a la alianza con Noé. No obstante, desde el punto de vista de la teología cristiana, tal alianza tiene que llevar tam­bién necesariamente -como las tradiciones religiosas «extrabíblicas»-el sello de la Trinidad económica. Así como la tradición ha buscado asiduamente y ha encontrado «rastros de la Trinidad» {vestigio, Trinita-tis) en la creación y, de una manera más específica, en la actividad espiritual del ser humano, también nosotros debemos buscar y descu-

34. Véase K. RAHNER, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación», en (J. Feiner y M. Lohrer [eds.]) Mysterium Salutis. Fundamentos de la dogmática como historia de la salvación, vol. II, tomo I, Cristiandad, Madrid 1969, pp. 359-449 (orig. alemán, 1967).

EL DIOS DE LA ALIANZA Y LAS RELIGIONES I d i

brir, fuera de la tradición bíblica, rastros análogos en la vida religiosa de los individuos y en sus tradiciones religiosas. También estas tradi­ciones, de algún modo, recogen en la historia la eterna emisión de la Palabra y la eterna «emanación» del Espíritu por parte del Padre. Si bien es cierto que Dios concibe y quiere todas las cosas que existen en el acto mismo con el que el Padre profiere la Palabra y espira el Espíritu, lo mismo vale afortiori y necesariamente por lo que respec­ta a la relación de alianza con los pueblos en la historia. El hecho de que, en el único orden del mundo existente, Dios haya elegido libre­mente comunicarse de forma personal con los seres humanos significa que todos, cualquiera que sea la situación histórica -incluidas las tra­diciones «extrabíblicas»- en que se encuentran, están incluidos y, por así decir, «aferrados» en la estructura trinitaria de la autocomunicación de Dios. En la perspectiva de la teología cristiana, la alianza cósmica de Dios con la humanidad en Noé tiene que estar marcada, como toda la historia de la salvación, por- un ritmo trinitario.

La historia de la salvación es, en su integridad, la historia del origen de todas las cosas en Dios por medio de su Palabra en el Espíritu, y de su retorno a Dios por medio de la Palabra en el Espíritu. San Pablo no afirmó menos cuando escribió: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual [ex hoü] proceden todas las cosas y para [eis] el cual somos, y un solo Señor, Jesucristo, por [diá] quien son todas las cosas y nosotros por [diá] él» (1 Co 8,6); una afirmación que la Carta a los Efesios completa añadiendo que nuestro camino del Padre al Padre por Jesucristo se realiza en el (en) Espíritu (véase Ef 2,18).

El Espíritu Santo actúa en todos los periodos de la historia de la salvación. En cada una de las alianzas progresivamente concluidas por Dios con el género humano, el Espíritu es el agente inmediato de la aproximación divina y del compromiso de Dios con la historia huma­na. Por tanto, podemos decir que el Espíritu Santo preside el destino divino de la humanidad, en el sentido de que cada alianza divina alcan­za a la humanidad en el Espíritu.

Es verdad que estas consideraciones tienen un significado sólo dentro de una perspectiva cristiana; es más, aunque no carezcan de base en la Escritura, se fundamentan en una teología trinitaria «alta», ontológica. Pero desde el punto de vista de la concepción cristiana, tales consideraciones tienen el mérito de arrojar luz sobre el hecho de que el Dios tripersonal asume, no sólo individual sino colectivamente, a la humanidad religiosa extrabíblica en una comunión consigo mismo en la gracia y en la esperanza.

Page 84: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

5 «Muchas veces y de muchas maneras»

«Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nues­tros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo» (Hb 1,1-2). Cuando el autor de la Carta a los Hebreos escribió estas palabras en su prólogo, ciertamen­te no buscó más allá de los profetas de Israel una palabra dicha por Dios «en el pasado» a la humanidad. Lo que el escritor pretendía era mostrar que el acontecimiento de Jesucristo sobrepasaba incompara­blemente cualquier cosa que Dios hubiese dicho y hecho para Israel por medio de los profetas. No obstante, la referencia explícita al hecho de que Dios había hablado «muchas veces y de muchas maneras» y que por medio del Hijo «hizo el mundo» evoca de manera sorprenden­te lo que el prólogo del Evangelio de Juan afirma sobre la «Palabra», por medio de la cual «todo se hizo» (Jn 1,3) y que era «la luz verda­dera que ilumina a todo hombre viniendo a este mundo» (Jn 1,9). La semejanza entre estos dos textos nos lleva más allá de la referencia explícita de la Carta a los Hebreos a la palabra dicha por Dios a Israel y nos alienta a indagar sobre una revelación divina no limitada a la his­toria bíblica, sino que se extiende a toda la historia de la salvación.

El capítulo anterior ha mostrado que la alianza de Dios con Israel puede servir, analógicamente, como catalizador para una percepción más profunda de la relación de alianza de Dios con las naciones. Esta observación lleva a la cuestión ulterior de la autorrevelación de Dios a éstas. ¿Tiene la revelación divina la misma extensión que la historia de la salvación, la cual abarca -como se ha dicho- toda la historia del mundo? Independientemente de las «muchas veces» y las «muchas maneras» en que Dios pudo haber hablado, ¿se puede pensar que «no dejó de dar testimonio de sí mismo» (Hch 14,17) en la historia, no sólo «en las obras realizadas por él» (Rm 1,20), sino también en el discur­so y en la autorrevelación? ¿Cuál es la relación entre el discurso de

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 167

Dios a las naciones y la Palabra que «en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (véase Hb 1,2)? ¿Y de qué modo el «Hijo unigénito» es el que «lo ha dado a conocer» (Jn 1,18), si es cierto que había hablado y se había revelado anteriormente de muchas maneras? Dicho con más claridad: ¿cómo debemos entender que Jesucristo es la plenitud de la revelación divina, si es cierto que Dios se ha revelado a sí mismo por medio de figuras proféticas en diversas tradiciones reli­giosas, tanto antes como después de él? Los «libros sagrados» o las «tradiciones orales» de las otras religiones, ¿ofrecen sólo un discurso humano sobre Dios o el Absoluto, o bien contienen una «palabra pro­nunciada por Dios» a los miembros de esas religiones e incluso a toda la humanidad? Si, además, Jesucristo representa la plenitud de la reve­lación divina, ¿ha llegado ésta con él a su conclusión definitiva? O, por el contrario, la revelación divina ¿puede ser concebida, de algún modo, como un «proceso» que aún continúa, tanto dentro como fuera del cris­tianismo, que alcanzará su carácter definitivo en el éschatonl

Las cuestiones aquí planteadas son sólo en parte distintas de las examinadas en el capítulo anterior. Allí subrayamos que la automani-festación de Dios en la historia tiene lugar inseparablemente bajo la doble forma de palabras y obras; está formada al mismo tiempo, nece­sariamente, de revelación y de salvación: Dios se dice a sí mismo dán­dose a sí mismo; se comparte a sí mismo pronunciándose a sí mismo. Así pues, afirmar que toda la historia es historia de la salvación impli­ca por ello mismo la universalidad de la revelación1. Obras y palabras, acontecimientos y profecía: ambas cosas van de la mano. En cualquier caso, ésta es la concepción bíblica de la salvación-revelación, que ha sido expresada felizmente por la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano n, que afirma: «La revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y expli­can su misterio» (n. 2).

En virtud de la concomitancia de las obras y las palabras divinas, parece teológicamente justificado buscar un discurso divino en las tra­diciones religiosas no bíblicas, al igual que se consideró necesario incluir dichas tradiciones dentro del ámbito de la historia de la salva­ción. Dios ha hablado a toda la humanidad porque ha ofrecido su sal-

1. Véase H. FRÍES, «La revelación», en (J. Feiner y M. Lóhrer [eds.]) Mysterium Salutis. Fundamentos de la dogmática como historia de la salvación, vol. I, tomo I, Cristiandad, Madrid 1969, pp. 207-286 (orig. alemán, 1965).

Page 85: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

168 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

vación a todos los que forman parte de ella. La revelación es universal, al igual que lo es el ofrecimiento de la salvación2.

Afirmar esto no significa olvidar que la interpretación de concep­tos como «revelación» y otros afines a él difiere en gran medida entre una tradición religiosa y otra, aunque haya algunos puntos de contac­to. Tampoco hay que olvidar que el concepto de «revelación» ha cono­cido, en la teología cristiana más cercana a nosotros, un claro cambio de acento de la revelación entendida primariamente como doctrina y comunicación de verdades divinas a la revelación entendida primaria­mente como acontecimiento y automanifestación divinos3. En un libro bien conocido, A. Dulles distingue cinco modelos de revelación, que no deben ser vistos como recíprocamente exclusivos, sino más bien como modelos complementarios que se sostienen mutuamente4. Entre estos modelos, junto al de la revelación como doctrina, indica los de revelación como «experiencia interior» y como «nueva conciencia», ambos basados en una intervención o ayuda divina. Él observa además que estos dos modelos ayudan a descubrir la posibilidad de una reve­lación divina en las otras tradiciones religiosas, fuera de la tradición judeo-cristiana. Esto es cierto porque la gracia divina -que es objeto de un ofrecimiento universal- «revela a Dios como ser que se comunica a sí mismo y al sujeto humano como ser que tiende a un cumplimiento trascendente en unión con Dios». «En la medida en que un individuo o una comunidad, sostenidos por la presencia de Dios, tienen la expe­riencia de que están fundados en lo divino, es posible encontrar en ellos la revelación de Dios». Y concluye: «Las religiones pueden ser interpretadas como expresiones de una "memoria en búsqueda" que anticipa de algún modo el punto culminante del don de Dios en Jesucristo»5.

No hay que olvidar que una teología de las religiones válida tiene que fundarse, en su intento de superar la dicotomía entre inclusivismo y pluralismo, en el reconocimiento de las diferencias, sin ceder a la presunción ilusoria de una «esencia común» entre las diversas religio­nes y sus conceptos fundamentales. Pero la atención obligada y el res­peto debido a las diferencias no eliminan el derecho y el deber, por

2. Véase G. THILS, Propos et problemes de la théologie des religions non chrétien-nes, Casterman, Tournai 1966 (pp. 84-121).

3. Véase G. O'COLLINS, Retrieving Fundamental Theology, Paulist Press, New York 1993.

4. A. DULLES, Models of Revelation, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 19922. 5. Ibid., pp. 100, 107, 182.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 169

parte del creyente cristiano, de interpretar los datos de otras tradicio­nes a partir de la perspectiva de la propia fe. Para el creyente cristiano, escribe J.A. DiNoia, «el existente por el que todos los seres humanos están universalmente atraídos en todas las comunidades religiosas es el Dios uno y trino». Y «¿qué otra cosa podría una teología de las reli­giones propiamente cristiana enunciar con competencia sino valora­ciones de las otras religiones formuladas en términos cristianos?»6.

Reconocemos que lo que sigue es claramente una valoración cris­tiana -formulada mediante categorías cristianas-, de la «revelación divina» en las otras tradiciones religiosas. Según tal valoración, «un misterio inefable, el centro y el fundamento de la realidad y de la vida humana, actúa de diferentes formas y maneras en medio de todos los pueblos del mundo y da un sentido último a la existencia y las aspira­ciones humanas». Hay que añadir, no obstante, que «este misterio, que recibe nombres diferentes, pero que ningún nombre puede representar de forma adecuada, es revelado y comunicado definitivamente en Jesús de Nazaret»7. El «misterio último», universalmente presente pero nunca comprendido adecuadamente es, para el creyente cristiano, el «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Co 1,3). Por tanto, una teología cristiana de la «Palabra de Dios» en la historia será necesaria­mente trinitaria y cristológica. Buscará las «semillas de la Palabra» y la «impronta de su Espíritu» en las experiencias y acontecimientos fun-. damentales sobre los que se han edificado las diferentes tradiciones religiosas, así como también los rastros de los mismos en los libros sagrados y en las tradiciones orales que constituyen el testimonio ofi­cial y la memoria viva de tales tradiciones. Esto es lo que trataremos de mostrar a continuación.

I. El Dios de la revelación

1. «Todos tenemos el mismo Dios»

«El Ser es uno solo; los sabios lo llaman con diversos nombres» (Rg Veda 1,164,46). En el contexto del debate sobre la teología de las reli­giones este versículo védico es citado a menudo por los defensores de

6. Véase J.A. DINOIA, The Diversity of Religions. A Christian Perspective, Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1992, pp. 136, 160-161.

7. La cita se toma de la declaración de la Conferencia Teológica Internacional sobre la evangelización y el diálogo en la India (octubre de 1971), n. 13; véase J. PATHRAPANKAL (ed.), Service and Salvation, Theological Publications in India, Bangalore 1973, p. 4.

Page 86: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

170 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la tesis «pluralista» como una formulación paradigmática de su posi­ción teológica. El «Ser» (sat) es referido a «Dios», o a lo Divino, pues­to por los teólogos pluralistas en el lugar de Cristo como punto de refe­rencia central para una teología viable del pluralismo religioso. Según su concepción, todas las religiones representan diversas manifestacio­nes históricas del único Misterio divino y caminos salvíficos diferen­tes que conducen a él. El concepto de «Dios» es mantenido delibera­damente de una forma suficientemente indeterminada para que las diferentes tradiciones religiosas encajen en él, en sus múltiples varie­dades; éstas son atribuidas a las distintas áreas culturales en las que tuvieron origen. Así pues, la tesis es que todas las tradiciones religio­sas tienen fundamentalmente, como punto de referencia último, al mismo Dios indeterminado, sin que importe cuan diferentes puedan ser los nombres con que lo llaman y el concepto que puedan formarse de él8. En suma, el Dios Padre/Madre cristiano, el Yahvé judío, el Alá musulmán, el Brahmán hindú, el Nirvana budista, el Tao taoísta, etcé­tera, no son más que expresiones diferentes con las que las diversas tra­diciones articulan una experiencia humana de la Realidad última. La realidad es la misma y las experiencias, a pesar de las divergencias que las caracterizan, tienen el mismo valor. Todos los caminos religiosos son igualmente salvíficos, ya que todos ellos tienden a la misma Rea­lidad última.

Así pues, es necesario abordar la cuestión del Misterio divino y sus numerosos rostros en las diferentes tradiciones religiosas. Tal cuestión plantea muchos problemas que deben ser afrontados desde el punto de vista de una teología de las religiones que sea al mismo tiempo cris­tiana y dialógica. «¿Es el Dios de las otras religiones el mismo que el Dios de los cristianos?». Ésta es una pregunta que se planteó con fre­cuencia en los ambientes cristianos del pasado y que todavía hoy no ha desaparecido; resulta sorprendente que se escuche también a propósi­to de los judíos y los musulmanes. Antes de dar una respuesta, es pre­ciso que clarifiquemos la terminología: ¿qué Dios, qué «identidad», qué religión?

Es bien conocido el dicho de Blaise Pascal: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios [savants]. [...] Dios de Jesucristo»9. Con estas palabras Pascal se refe-

8. Véase el título del libro de J. HICK, God Has Many Ñames. Britain's New Religious Pluralism, Macmillan, London 1980; ID., God and the Universe of Faiths. Essays in the Phüosophy of Religión, Macmillan, London 1973.

9. B. PASCAL, «El memorial», en Pensamientos, Altaya, Barcelona 1993, p. 268.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 171

ría a la revelación de Dios a Moisés: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Con ello quería distinguir el conocimiento de Dios que recibimos mediante la revelación judeo-cristiana del conocimiento limitado que la filosofía, incluso la cristiana, puede alcanzar; no pretendía negar la identidad per­sonal de Dios en ambos casos. Deliberadamente subrayaba los límites de una comprensión filosófica de Dios, si se compara con la autorreve-lación divina a Israel y en Jesucristo. Hay que distinguir claramente la identidad divina de la comprensión que los seres humanos pueden tener de ella en diferentes situaciones, por medio de la reflexión humana o de la revelación divina, en distintas tradiciones religiosas.

Hay que tener igualmente presente la distinción entre las religiones «monoteístas» o «proféticas», por una parte, y las religiones «místicas» de Oriente, por otra. Por lo que respecta a las religiones monoteístas, su origen común en la fe de Abrahán garantiza la identidad del Dios adorado por cada una de ellas. La continuidad entre el Yahvé de la reli­gión judía y el «Padre de nuestro Señor Jesucristo» del cristianismo se puede probar históricamente, sin que esto vaya en detrimento -como veremos más adelante- de las diferencias entre el concepto de Dios de la Biblia hebrea y el del Nuevo Testamento cristiano. Lo mismo vale -aunque se reconoce menos universalmente- para la identidad perso­nal entre el Dios judeo-cristiano y el del Corán y el islam. Es induda­ble que las divergencias en el concepto de Dios resultarán, en este caso, aún más profundas. No obstante, el Dios musulmán es el mismo Dios en el que puso su fe Abrahán, el «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11), y en el que pusieron su fe, después de él, Israel y el cristianismo (Hb 11-12). El islam remonta sus orígenes históricos a la fe de Abrahán con tanta verdad como lo hacen Israel y el cristianismo.

La cuestión es mucho más complicada por lo que respecta a las religiones místicas de Oriente. Esto es así por más de una razón -y la menor no es la abundante variedad y enorme complejidad de los datos que ofrecen y la distinta cosmovisión (Weltanschauung) general en la que se basan-. Sin embargo, es preciso plantear teológicamente la cuestión de la relación entre la «Realidad absoluta» que afirman y el Dios de las religiones monoteístas, que ha sido revelado, según la fe cristiana, de manera decisiva en Jesucristo.

¿Es legítimo pensar, desde la perspectiva de la teología cristiana, que la Realidad última a la que esas tradiciones religiosas se refieren es, a pesar de la gran diversidad de sus constructos mentales, la misma que afirman las religiones monoteístas como el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob? ¿Hay una Realidad última común a todas las tradiciones reli-

Page 87: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

giosas, si bien experimentada de formas diferentes y conceptualizada de maneras diversas por las distintas tradiciones? ¿Hay un único Mis­terio divino con muchos «rostros»? En caso afirmativo, esta Realidad última ¿puede ser interpretada en los términos de un teísmo trinitario cristiano, sin que importe cuan imperfectamente sea comprendido? ¿O debe ser vista como equidistante de todas las categorías, sean o no teístas?

Las tradiciones religiosas ofrecen un amplio espectro de posiciones discrepantes, y también de dicotomías de términos contradictorios en­tre sí: teísmo y no teísmo; monoteísmo y politeísmo; monismo y dua­lismo; panteísmo y panenteísmo; Dios personal y Dios impersonal, etcétera. En esta amplia variedad de puntos de vista, ¿se puede realizar una reductio ad unum en favor de un teísmo trinitario cristiano? ¿Está teológicamente justificada y es practicable? Si hablamos de una pre­sencia escondida universal del Dios de Jesucristo en la Realidad últi­ma a la que apelan las otras tradiciones, ¿no «absolutizamos» indebi­damente un referente particular como la única clave interpretativa posi­ble de cualquier experiencia religiosa? ¿Es posible proponer pruebas a favor de tal interpretación cristiana?

«Todos tenemos el mismo Dios», escribió W. Bühlmann10, y lo interpretaba como el «Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo». Esta es una posición teológica declaradamente cristiana, que los miembros de las otras tradiciones no estarían dispuestos a hacer suya. Y tampoco se les debe pedir. La teología hindú advaita continuará interpretando la realidad en clave de no dualidad (advaita) entre Brahmán y el yo; la interpretación budista la verá en clave de «vacuidad» (sünyatá). El cristiano, por su parte, adhiriéndose -en continuidad con la revelación judía y su propia tradición- a un monoteísmo trinitario, sólo puede pensar según la clave de la presencia y la automanifestación universa­les del Dios uno y trino. Para él, el Misterio divino con muchos rostros será, inequívocamente, el Dios y Padre que nos reveló su rostro en Jesucristo.

2. El «Totalmente otro» y el «Sí mismo del Sí mismo»

Las tres religiones monoteístas ponen el mismo acento en la unicidad del Dios al que adoran. Ante todo se puede hacer referencia al shema' de Israel: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno

10. Es el título del libro de W. BÜHLMANN, All Have the Same God, St. Paul Publications, Slough (Eng.) 1982 (orig. alemán, 1978).

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 173

solo» (Dt 6,4). En el Déutero-Isaías se profundiza ulteriormente en la unicidad del Dios de Israel: «Yo soy el Señor, no hay ningún otro; fuera de mí ningún dios existe» (Is 45,5); «Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador» (Is 43,11; véase 43,8-13; 44,6-8.24-28; 45,20-25, etcétera). El mismo mensaje se repite en el Nuevo Testamento: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Me 12,29-30; véase Mt 22,37-38); éste el primer mandamiento. El monoteísmo cristiano sostiene que está en continuidad directa con el monoteísmo israelítico.

La doctrina del Corán está de acuerdo: «Nuestro Dios y vuestro Dios es Uno» (Sura 29,46)". El contexto de la cita indica claramente que se hace referencia a la «gente de la escritura», es decir, a Israel y a los cristianos: «Creemos en lo que se nos ha revelado a nosotros y en lo que se os ha revelado a vosotros. Nuestro Dios y vuestro Dios es Uno. Y nos sometemos [muslimum] a él» (ibid.). Y en otros lugares del Corán Alá dice: «No hay otro Dios que Yo [illa ana]» (Sura 16,2; 21,14).

También el islam sitúa sus raíces en la fe de Abrahán, aunque la alianza con Abrahán y la promesa unida a ella no se encuentran en el Corán. Éste enseña la existencia de un único Dios, creador, providente con su creación, omnipotente, omnisciente, vivo y legislador. También evoca la misión de los profetas de los que se habla en la Biblia, y la de Jesús. Aunque no narra la historia de Israel de forma detallada, como lo hace la Biblia, recuerda los momentos principales de la vida de Abrahán, de Isaac, de Moisés y de Jesús. Estos momentos culminan­tes, presentados de forma discontinua, marcan los tiempos de la auto-rrevelación de Dios como Dios único. No obstante, más que la historia del pueblo, lo que importa para el Corán es la intervención de Dios que, desde su trascendencia en lo alto, «hace que su Palabra descien­da» sobre los profetas, para que la revelen.

Así pues, las tres tradiciones afirman de forma inequívoca que tie­nen sus raíces en el Dios de Abrahán. Comparten el mismo Dios12. Pero esto no significa que el concepto de Dios sea idéntico en las tres reli­giones monoteístas. De hecho, al menos en el nivel doctrinal, es cierto lo contrario. La tradición cristiana sostiene que prolonga el monoteís­mo de Israel, mientras lo desarrolla en la doctrina, trinitaria; también el

11. El Corán, ed. de Julio Cortés, Herder, Barcelona 19924, p. 466. 12. Véase K.-J. KUSCHEL, Discordia en la casa de Abraham. Lo que separa y une a

judíos, cristianos y musulmanes, Verbo Divino, Estella 1996 (orig. alemán, 1994).

Page 88: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

monoteísmo del Corán y de la tradición islámica sitúa su origen en el Dios de la fe de Israel, mientras sostiene que lo completa y lo purifica de la corrupción que dicha fe sufrió por la doctrina trinitaria cristiana. Como muestra de forma pertinente R. Arnaldez'3, las tres comunidades religiosas fundadoras apuntan a experiencias del mismo Dios en gran medida diferentes.

Para Israel, Dios es primariamente el Todopoderoso que liberó a su pueblo de la esclavitud en Egipto y lo guió a través de la historia; por una suerte de «retroyección» el mismo Dios aparece como el Creador de los seres humanos y del universo. El cristianismo interioriza la fe monoteísta de Israel, al mismo tiempo que subraya su alcance univer­sal. Pero mientras que para los judíos Dios es primariamente el Salvador, para los musulmanes es antes que nada el Señor, el Creador todopoderoso14. Así pues, Arnaldez muestra que, a pesar de la identi­dad del único Dios, el concepto de Dios difiere ampliamente en las tres religiones monoteístas. En el nivel doctrinal los tres monoteísmos son diferentes:

«Está claro que el Dios del islam, que abroga la ley de Moisés y rela-tiviza la alianza con Israel, no puede ser el Dios de los judíos. Tampoco puede ser en modo alguno el Dios de los cristianos, porque desvela el error que la fe en la Trinidad y en la encarnación -sin las cuales no existe el cristianismo- constituye necesariamente para todo musulmán. En este nivel los tres monoteísmos se excluyen por nece­sidad entre sí. Pero el judío cree que Dios habló a través de la Biblia; el cristiano cree que Dios habla en los Evangelios por medio de la Palabra hecha carne; el musulmán cree que Dios habla en el Corán, e incluso que éste es su Palabra eterna»15.

Para Israel, el éxodo es el acontecimiento paradigmático de la sal­vación, realizado en el pasado por el Dios de la alianza en favor de su pueblo; es reactualizado en la historia y celebrado en el memorial como promesa de salvación escatológica. Para el cristianismo, el acon­tecimiento Jesucristo es el eje sobre el que gira toda la historia de la salvación mientras se orienta hacia la segunda venida del Señor. Para el islam el acontecimiento salvífico prioritario es la «Palabra eterna» dicha por Dios y recogida por él en el Corán por medio de Mahoma; el Corán es la última palabra de Dios al mundo, la revelación final de su misterio trascendente y de su misericordia entrañable. En rigor, sólo el

13. R. ARNALDEZ, Trois messagers pour un seul Dieu, Albin Michel, París 1983. 14. Ibid., p. 64. 15. Ibil.p. 116.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» l?s

islam puede ser llamado «religión del Libro»; Israel es la religión <je

un vínculo de alianza entre Dios y su pueblo; el cristianismo es la cje

un acontecimiento personal, Jesucristo. A pesar de tales divergencia irreducibles entre las tres «confesiones», se mantiene presente su fu,^ damento histórico común, que es la autorrevelación de Dios a Abrahán

al comienzo de la historia bíblica de la salvación. Más que en la doctrina de Dios y en los respectivos mensajes, es e^

el nivel de la fe vivida por los místicos donde se puede decir que rje

verdad convergen las tres religiones monoteístas. Los místicos de las

tres religiones, movidos por una sed insaciable, buscan la unión con el mismo Dios, al mismo tiempo trascendente e inmanente, que es el autor de la vida que misericordiosamente se comunica a las criaturas indignas. Tanto en la tradición de la cabala como en la mística cristia­na o en el sufismo musulmán, los místicos de las tres religiones mono­teístas dan testimonio de los mismos valores de comunión y manifies­tan una búsqueda semejante e incansable de unión con el Dios único al que tiende toda la humanidad. En este nivel, los «tres mensajeros» -Moisés, Jesús y Mahoma- se convierten en «portadores de un único mensaje», que llama a los seres humanos a buscar y a encontrar al único Dios en lo más profundo de su corazón16.

Resumamos: las tres religiones monoteístas apelan al Dios de Abrahán, considerado como el único Dios; pero sus experiencias del mismo Dios difieren en gran medida entre sí y, como consecuencia, también difieren sus respectivas doctrinas sobre Dios. No obstante, si en el nivel doctrinal hay una gran divergencia, cuando la fe se convierte en una búsqueda de unión mística, se verifica una confluencia: en nin­guna de las tradiciones místicas monoteístas la unión «extática» con el Absoluto personal connota la disolución del ego humano en el Uno, como sucede en algunas de las místicas asiáticas. Las religiones mono­teístas sostienen la comunión interpersonal entre Dios y las personas humanas, no la identidad de lo humano con lo Divino.

La distinción entre religiones monoteístas o proféticas y religiones místicas -si bien se debe usar con cautela- tiene el mérito de apuntar a un origen histórico común y, por consiguiente, a una semejanza de familia, entre las primeras y, análogamente, entre las segundas, a algu­nos rasgos comunes, en particular a un fuerte carácter «sapiencial» o «gnóstico» que atestigua la existencia de vínculos mutuos. Las dife­rencias entre los dos grupos son tan profundas que dan vida a cosmo-visiones (Weltanschauungen) diferentes. En la búsqueda de la reveía­

lo. Véase ibid., p. 69.

Page 89: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

174 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

monoteísmo del Corán y de la tradición islámica sitúa su origen en el Dios de la fe de Israel, mientras sostiene que lo completa y lo purifica de la corrupción que dicha fe sufrió por la doctrina trinitaria cristiana. Como muestra de forma pertinente R. Araaldez13, las tres comunidades religiosas fundadoras apuntan a experiencias del mismo Dios en gran medida diferentes.

Para Israel, Dios es primariamente el Todopoderoso que liberó a su pueblo de la esclavitud en Egipto y lo guió a través de la historia; por una suerte de «retroyección» el mismo Dios aparece como el Creador de los seres humanos y del universo. El cristianismo interioriza la fe monoteísta de Israel, al mismo tiempo que subraya su alcance univer­sal. Pero mientras que para los judíos Dios es primariamente el Salvador, para los musulmanes es antes que nada el Señor, el Creador todopoderoso14. Así pues, Arnaldez muestra que, a pesar de la identi­dad del único Dios, el concepto de Dios difiere ampliamente en las tres religiones monoteístas. En el nivel doctrinal los tres monoteísmos son diferentes:

«Está claro que el Dios del islam, que abroga la ley de Moisés y rela-tiviza la alianza con Israel, no puede ser el Dios de los judíos. Tampoco puede ser en modo alguno el Dios de los cristianos, porque desvela el error que la fe en la Trinidad y en la encarnación -sin las cuales no existe el cristianismo- constituye necesariamente para todo musulmán. En este nivel los tres monoteísmos se excluyen por nece­sidad entre sí. Pero el judío cree que Dios habló a través de la Biblia; el cristiano cree que Dios habla en los Evangelios por medio de la Palabra hecha carne; el musulmán cree que Dios habla en el Corán, e incluso que éste es su Palabra eterna»15.

Para Israel, el éxodo es el acontecimiento paradigmático de la sal­vación, realizado en el pasado por el Dios de la alianza en favor de su pueblo; es reactualizado en la historia y celebrado en el memorial como promesa de salvación escatológica. Para el cristianismo, el acon­tecimiento Jesucristo es el eje sobre el que gira toda la historia de la salvación mientras se orienta hacia la segunda venida del Señor. Para el islam el acontecimiento salvífico prioritario es la «Palabra eterna» dicha por Dios y recogida por él en el Corán por medio de Mahoma; el Corán es la última palabra de Dios al mundo, la revelación final de su misterio trascendente y de su misericordia entrañable. En rigor, sólo el

13. R. ARNALDEZ, Trois messagers pour un seul Dieu, Albín Michel, París 1983. 14. JM., p. 64. 15. Ib\d., p. 116.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 175

islam puede ser llamado «religión del Libro»; Israel es la religión de un vínculo de alianza entre Dios y su pueblo; el cristianismo es la de un acontecimiento personal, Jesucristo. A pesar de tales divergencias irreducibles entre las tres «confesiones», se mantiene presente su fun­damento histórico común, que es la autorrevelación de Dios a Abrahán al comienzo de la historia bíblica de la salvación.

Más que en la doctrina de Dios y en los respectivos mensajes, es en el nivel de la fe vivida por los místicos donde se puede decir que de verdad convergen las tres religiones monoteístas. Los místicos de las tres religiones, movidos por una sed insaciable, buscan la unión con el mismo Dios, al mismo tiempo trascendente e inmanente, que es el autor de la vida que misericordiosamente se comunica a las criaturas indignas. Tanto en la tradición de la cabala como en la mística cristia­na o en el sufismo musulmán, los místicos de las tres religiones mono­teístas dan testimonio de los mismos valores de comunión y manifies­tan una búsqueda semejante e incansable de unión con el Dios único al que tiende toda la humanidad. En este nivel, los «tres mensajeros» -Moisés, Jesús y Mahoma- se convierten en «portadores de un único mensaje», que llama a los seres humanos a buscar y a encontrar al único Dios en lo más profundo de su corazón16.

Resumamos: las tres religiones monoteístas apelan al Dios de Abrahán, considerado como el único Dios; pero sus experiencias del mismo Dios difieren en gran medida entre sí y, como consecuencia, también difieren sus respectivas doctrinas sobre Dios. No obstante, si en el nivel doctrinal hay una gran divergencia, cuando la fe se convierte en una búsqueda de unión mística, se verifica una confluencia: en nin­guna de las tradiciones místicas monoteístas la unión «extática» con el Absoluto personal connota la disolución del ego humano en el Uno, como sucede en algunas de las místicas asiáticas. Las religiones mono­teístas sostienen la comunión interpersonal entre Dios y las personas humanas, no la identidad de lo humano con lo Divino.

La distinción entre religiones monoteístas o proféticas y religiones místicas -si bien se debe usar con cautela- tiene el mérito de apuntar a un origen histórico común y, por consiguiente, a una semejanza de familia, entre las primeras y, análogamente, entre las segundas, a algu­nos rasgos comunes, en particular a un fuerte carácter «sapiencial» o «gnóstico» que atestigua la existencia de vínculos mutuos. Las dife­rencias entre los dos grupos son tan profundas que dan vida a cosmo-visiones (Weltanschauungen) diferentes. En la búsqueda de la reveía­

lo. Véase ibid., p. 69.

Page 90: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

176 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

ción divina dentro de las tradiciones religiosas que se encuentran fuera de la judeo-cristiana, es necesario tener en cuenta tales diferencias. Además, una aproximación existencial a la teología impone al intér­prete cristiano que supere el nivel de las ideas imperfectas de Dios transmitidas por aquellas religiones que, por estar fuera de la tradición judeo-cristiana, viven en la economía de la «alianza cósmica», para lle­gar, en la medida de lo posible, a la experiencia viva de lo Divino sub­yacente en aquellos conceptos e ideas.

Debemos reconocer ciertamente que muchas personas que han vivido en la economía de la alianza cósmica han encontrado al verda­dero Dios en una experiencia religiosa auténtica. La oración, por ejem­plo, implica por naturaleza una relación personal entre un «yo» y un «Tú» infinito. No se ora a un Dios impersonal17. La oración auténtica es siempre un signo del hecho de que Dios, de un modo secreto y escondido, ha tomado la iniciativa de acercarse personalmente a los seres humanos autorrevelándose a ellos y siendo acogido por ellos en la fe. Los que se confían a Dios en la fe y en la caridad son salvados, por imperfecta que pueda ser la concepción que tengan del Dios que se ha revelado a ellos. Después de todo, la salvación depende de la res­puesta dada por seres humanos indignos, en la fe, a una comunicación personal iniciada por Dios.

Pero entre la experiencia religiosa y su formulación hay una dife­rencia. Esto vale para la experiencia cristiana; afortiori, valdrá para las demás. No tenemos nunca acceso a la experiencia religiosa de otros en toda su pureza, desnudada del revestimiento que la recubre por el hecho de ser enunciada en un discurso humano. El lenguaje -es cier­to- nos da acceso a tal experiencia y nos la comunica; pero lo hace de forma inadecuada. En efecto, al transmitirla, la traiciona, porque la experiencia religiosa está por naturaleza más allá de toda expresión. Si queremos llegar a la experiencia religiosa de otras personas y descubrir los elementos de verdad y de gracia que en ella se encuentran ocultos, estaremos obligados a ir más allá de los conceptos que la enuncian. En la medida de lo posible, tendremos que captar el núcleo de la expe­riencia por medio de los conceptos imperfectos a través de los cuales se expresa.

Como sabemos, en las tradiciones religiosas orientales la experien­cia religiosa no siempre se ha expresado en los términos de una rela­ción personal con Dios. La mística advaita hindú -ya lo hemos indi-

17. Véase H. LIMET y J. RÍES (eds.), L'expérience de la priére dans les grandes reli-gions, Centre d'Histoire des Religions, Louvain-la-Ñeuve 1980.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 177

cado anteriormente- la concibe como un despertarse a la propia iden­tidad con el Brahmán. Por lo que respecta al budismo, si bien implica en realidad, a pesar de su actitud agnóstica y de su aspecto no teísta, un Absoluto (impersonal), tampoco en este caso se profesa ninguna relación personal con Dios. Los budistas hablan de contemplación y de meditación, no de oración. Por el contrario, en el cristianismo y en las otras religiones monoteístas y proféticas, la experiencia religiosa adop­ta la forma de un diálogo interpersonal entre Dios -que toma la inicia­tiva- y el ser humano -que responde a tal iniciativa divina-. Por eso, mientras las religiones «místicas» asiáticas cultivan la instasis (la bús­queda de un Absoluto desconocido «en la cueva del corazón»), las reli­giones proféticas están dominadas por el éxtasis o encuentro con el Dios «totalmente otro», distinto del sí mismo; las primeras subrayan el discurso negativo («extinción» - nirvana, «vacuidad» - sünyatá) y las segundas el positivo.

A pesar de los límites que marcan la enunciación de las experien­cias, en toda experiencia religiosa auténtica es ciertamente el Dios revelado en Jesucristo el que entra de una forma escondida y secreta en la vida de las personas. Si el concepto de Dios queda incompleto, el encuentro interpersonal entre Dios y el ser humano es auténtico, por­que es Dios quien toma la iniciativa, y espera la respuesta de fe por parte del ser humano. Teológicamente, debemos sostener que donde­quiera y cuando quiera que los seres humanos se vuelven hacia un Absoluto que se dirige y se entrega a ellos, entra por ello mismo en juego, como respuesta a una revelación divina personal, una actitud de fe sobrenatural. Aquel hacia quien se dirige, además de aquel que ori­ginariamente suscita tal actitud de fe, es el Dios de Jesucristo que se autocomunica a ellos.

A pesar de todas las diferencias, una teología cristiana de la expe­riencia religiosa tiene que interpretar esta última como una realidad que en todas las circunstancias implica la autorrevelación y el don de sí del único Dios que se manifestó plenamente en Jesucristo. La razón teológica de esta afirmación es tan simple como convincente. Se fun­damenta en el shema' de Israel, tal como se encuentra en Dt 6,4: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno» (véase Me 12,29). Dios es uno solo, y no hay otros. Aquel que realiza obras sal-víficas en la historia humana y que habla a los seres humanos en el secreto de sus corazones es el mismo Dios. El mismo Dios es al mismo tiempo el «Totalmente otro» y el «Yo en el centro del yo»; el «fuera» trascendente y el «dentro» inmanente; el Padre de nuestro Señor Jesucristo es el «fundamento del ser de todo lo que es». Y si en

Page 91: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

178 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Jesucristo Dios se ha convertido verdaderamente en nuestro Padre, ese Dios sigue siendo Aquel «que Es», mientras que nosotros somos los que no son. En el éxtasis se contempla al mismo Dios cuya conciencia puede brotar en el «instasis»; el mismo Dios es afirmado a través del catafatismo teológico e inferido en el apofatismo místico.

Esta polaridad de aproximaciones diferentes -y en tensión entre sí-a la realidad de Dios no es nueva para la tradición cristiana. A Dios se ha llegado desde ambos extremos, como el «Padre en los cielos» y como «más interior que lo más íntimo mío» [«interior intimo meo»] (AGUSTÍN, Confessiones 3,6,11). Ha sido conocido como el Incognos­cible: «Si le comprendes, no es Dios» [«Si enim comprehendis, non est Deus»] (AGUSTÍN, Sermo 117, 3, 5); «No podemos conocer el ser de Dios, tampoco su esencia» [«Non possumus scire esse Dei, sicut nec eius essentiam»] (TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I, q.3, a.4, ad 2um). La tradición «apofática» debería permitir a los intérpretes recon­ciliar las dos revelaciones, la cósmica y la histórica, ejemplificadas res­pectivamente por la tradición religiosa «mística» y por la «profética», como realidades que brotan, en definitiva, de la misma fuente. «Debemos intentar» -sugiere B. Griffiths- «ver los valores presentes en cada una de estas revelaciones, discernir sus diferencias y descubrir su armonía, yendo más allá de las diferencias hasta una experiencia de "no dualidad", de superación de toda dualidad». Y añade:

«Estas dos modalidades de experiencia, la cósmica y psicológica, por una parte, y la personal e histórica, por otra, no son opuestas sino complementarias. Hay sólo una Realidad, sólo una Verdad, tanto si es conocida a través de la experiencia del cosmos y del alma humana, como si es conocida a través del encuentro con un acontecimiento histórico»18.

Esta única Verdad es el Dios que se había revelado «muchas veces y de muchas maneras» (Hb 1,1) en la historia humana, antes de que su autorrevelación al mundo culminase en Jesucristo.

* * *

En el capítulo anterior se ha ilustrado la estructura trinitaria de las obras de Dios en la historia de la salvación; es necesario afirmar que la misma estructura trinitaria conforma también la autorrevelación de

18. B. GRIFFITHS, The Marriage of East and West, Collins, London 1982, pp. 177-180; véase también ID., Return to the Centre, Collins, London 1976.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 179

Dios: cada vez que Dios ha hablado en la historia humana, lo ha hecho a través de su Palabra, en su Espíritu.

Que el discurso de Dios tiene lugar siempre a través de su Palabra está claramente sugerido por la referencia del prólogo joánico a la Palabra de Dios como «la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viviendo a este mundo» (Jn 1,9). El concilio Vaticano n cita este pasa­je cuando habla de los elementos de verdad presentes en las doctrinas de las otras tradiciones religiosas que «no pocas veces reflejan un des­tello de aquella Verdad [illius Veritatis] que ilumina a todos los hom­bres» (Nostra aetate 2). Parece que esta misma referencia se halla implícita en la alusión reiterada del Concilio a las «semillas de la Palabra» presentes en tales tradiciones {Ad gentes 11, 15). Es cierto que el Concilio no explica el sentido preciso en el que utiliza esta expresión. Las «semillas de la Palabra», ¿indican tal vez una expecta­tiva humana de una palabra pronunciada por Dios o bien la Palabra de Dios es entendida como realmente presente y activa en los elementos de verdad contenidos en las tradiciones religiosas? Una cosa es clara: el Concilio toma prestada esta expresión de los primeros Padres de la Iglesia, y concretamente de san Justino, cuya teología del Lógos sper-matikós (la Palabra que siembra sus semillas) pretendía claramente hacer referencia a participaciones diferentes, por parte de los seres humanos, en el Lógos divino afirmado por el prólogo joánico. Más adelante abordaremos de nuevo este tema.

Esto muestra que, antes de que la automanifestación de Dios cul­minara en la encarnación de su Palabra (Jn 1,14), Dios había «habla­do» ya a la humanidad en la Palabra-que-se-debía-encarnar. A la pre­gunta: «¿Podría un cristiano afirmar que el mismo Señor divino al que los cristianos adoran en Jesús es adorado, bajo otros símbolos, por los devotos del Señor Krishna o del Señor Buda?», responde A. Dulles con característica prudencia:

«No es necesario negar que el Lógos eterno puede manifestarse a otros pueblos por medio de otros símbolos religiosos [...]. En conti­nuidad con una larga tradición cristiana de teología del Lógos que se remonta hasta Justino Mártir [...] se puede sostener que la persona divina que aparece en Jesús no se agota con esa aparición histórica. Los símbolos y los mitos de otras religiones pueden apuntar a aquel que los cristianos reconocen como Cristo»19.

19. DULLES, Models of Revelation, op. cit., p. 190.

Page 92: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

180 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

A pesar del significado universal de la encamación, hay que dejar espacio para una acción anticipada de la Palabra de Dios dentro de la historia, así como para su influencia permanente bajo otros símbolos.

Las declaraciones doctrinales postconciliares han reconocido abierta y crecientemente la actividad del Espíritu Santo no sólo en la vida de las personas pertenecientes a las tradiciones religiosas del mundo, sino también en esas mismas tradiciones. La presencia activa del Espíritu Santo es universal. Anticipa el acontecimiento de Jesucristo y, después de este acontecimiento, se extiende más allá de los confines de la Iglesia. El Espíritu se difunde en todo el mundo, vivi­ficando todas las cosas. La revelación cósmica es asumida ella misma en esta transformación.

Entonces, ¿es cierto que la actividad del Espíritu alcanza a los miembros de otras tradiciones religiosas precisamente por medio de sus tradiciones? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué papel específico po­drían desempeñar los libros sagrados con respecto a esta actividad? ¿Las escrituras no bíblicas, ¿actúan como mediadoras de la actividad del Espíritu en la vida religiosa de los otros fieles? ¿Cómo alimentan y sostienen estos escritos su experiencia religiosa? ¿Cómo invitan a los miembros de esas religiones a la obediencia de la fe que salva? ¿Es posible que la teología recoja en las escrituras sagradas de otras tradi­ciones religiosas la cosecha de una auténtica revelación divina, una palabra genuinamente dirigida por Dios a los seres humanos?

Para responder a estas y otras preguntas semejantes, debemos con­tinuar teniendo presente la estructura trinitaria de toda automanifesta-ción divina en la historia, estructura en virtud de la cual el Espíritu Santo es el «punto de entrada» necesario de la verdad y la vida divinas en el espíritu humano. Todo encuentro personal de Dios con el ser humano y del ser humano con Dios tiene lugar en el Espíritu Santo. Dios se hace Dios-para-el-ser-humano en el Espíritu, y es en el Espíritu donde podemos responder a las iniciativas divinas. Todo «estar juntos» de Dios y el ser humano es hecho posible en el Espíritu, o sea -y éste es el centro de la cuestión-, toda experiencia religiosa se hace verda­deramente personal en el Espíritu. En el orden de las relaciones entre Dios y los hombres, el Espíritu, en definitiva, es Dios que se hace per­sonalmente presente al ser humano -Dios percibido por el ser humano en la profundidad de su corazón humano.

Yaque ésta es una verdad axiomática de la teología trinitaria, debe­mos afirmar que toda experiencia auténtica de Dios es en el Espíritu. Así, en toda experiencia auténtica de Dios, el Espíritu Santo está pre­sente y activo, cualquiera que sea la forma en que los seres humanos

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 181

están situados en la historia de la salvación o el período particular de esta historia a la que pertenecen. Del mismo modo, tanto en los diver­sos periodos de la historia de la salvación como en la historia personal de la salvación de cada ser humano, actúa, revelando y manifestando a Dios, el mismo Espíritu. Tal mediación del Espíritu Santo en la auto-rrevelación de Dios obra también en las escrituras sagradas de las demás tradiciones religiosas.

II. Palabras y Palabra de Dios

1. Palabras de Dios y libros sagrados

¿Es posible que los teólogos reconozcan en las «escrituras sagradas» de las otras religiones una «palabra de Dios»? Y si la respuesta es afir­mativa, ¿hasta qué punto y de qué modo20? Aquí debemos distinguir entre revelación divina, profetísmo y escrituras sagradas, aunque las realidades designadas por estas expresiones están ligadas entre sí por múltiples relaciones. La automanifestación personal de Dios en la his­toria de las naciones tiene tal forma que la teología puede hablar de una revelación divina propiamente dicha, aunque esté ordenada a la reve­lación judía y cristiana. Toda automanifestación divina implica una revelación divina. Baste con recordar, a este fin, a los «santos paganos» del Antiguo Testamento21 y las alianzas divinas con la humanidad y las naciones.

Al mismo tiempo, en la actualidad se admite cada vez más amplia­mente que el carisma profético tuvo antecedentes fuera de Israel22, tanto antes como después de Cristo. Es cierto que el mismo carisma profético debe ser entendido correctamente. Consiste primariamente, no en una predicción del futuro, sino en una interpretación, para un determinado pueblo, de la historia sagrada vivida por él: una interpre­tación de las intervenciones divinas en la historia de sus miembros y de la voluntad divina para ellos. En efecto, la fuente del carisma pro­fético es una «experiencia mística». En el caso de los profetas de Israel se ha descrito como sigue: «[El profeta] tiene la convicción inque­brantable de que ha recibido una palabra de Yahvé y debe comunicar-

20. Véase D.S. AMALORPAVADASS (ed.), Research Seminar on Non-biblical Scriptures, NBCLC, Bangalore 1975.

21. J. DANIÉLOU, Les saints «pa'iens» de VAnclen Testament, Seuil, París 1956. 22. Véase A. NEHER, La esencia del profetísmo, Sigúeme, Salamanca 1975 (orig.

francés, 1972).

Page 93: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

182 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la. Esta convicción se funda en la experiencia misteriosa, digamos mís­tica, de un contacto inmediato con Yahvé. [...] Como en el caso de los místicos, debemos afirmar que esta intervención de Dios en el alma del profeta coloca a éste en un estado psicológico "supranormal"»23. Pero el carisma profético no es privilegio exclusivo de Israel. El mismo Antiguo Testamento reconoció como profecía auténtica, que tiene su origen en Dios, cuatro importantes oráculos, pronunciados por Balaán, un no judío (Nm 22,1-24,25): «Le invadió el Espíritu de Dios. Entonó su trova y dijo...» (Nm 24,2-3). Por lo que respecta a la antigüedad cristiana, a veces consideró que los oráculos sibilinos de la Grecia anti­gua eran proféticos.

El caso del profeta Mahoma es instructivo en este contexto. Basándose en la descripción del carisma profético que acabamos de citar, R.C. Zaehner ha observado que Mahoma (como Zoroastro) es un profeta genuino. Comparando el Antiguo Testamento con el Corán, observa: «Es imposible leer los dos libros juntos sin llegar a la conclu­sión de que es el mismo Dios el que habla en ambos: los acentos pro­féticos son inconfundibles»14. En realidad, reconocer que Mahoma es un profeta genuino ya no es insólito en la teología cristiana. Nótese que los teólogos que lo admiten son conscientes de que el Corán no puede ser considerado en su totalidad como palabra auténtica de Dios. En él no faltan los errores. Pero esto no impide que la verdad divina que con­tiene sea una palabra de Dios pronunciada por medio del profeta. Vista en el contexto histórico-ambiental de un politeísmo ampliamente difundido y predominante, la afirmación decisiva de Mahoma de un monoteísmo sin compromisos puede aparecer como fruto de una expe­riencia religiosa que cabe llamar «profética». Aun cuando el Corán no está exento de errores graves en relación con la revelación divina, no obstante puede contener alguna palabra de Dios. No se debe afirmar que tal revelación sea perfecta, ni tampoco «completa», pero no por ello está privada de todo valor.

El verdadero problema no es, en realidad, el de la revelación, ni tampoco el del profetismo, sino el de las escrituras sagradas como continentes de palabras pronunciadas por Dios para los seres humanos en el curso de la historia de la salvación. Desde el punto de vista cris­tiánelas escrituras sagradas contienen memorias e interpretaciones de la rebelación divina que fueron puestas por escrito bajo un impulso

23. «Introducción a los Profetas», en Biblia de Jerusalén. Revisada y aumentada, Desclée De Brouwer, Bilbao 1998, p. 1074.

24. R.C. ZAEHNER, Concordara Discord, Clarendon Press, Oxford 1970, pp. 23-29.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 183

divino especial, de tal forma que se puede decir que Dios mismo es su autor. Esto no significa que los autores humanos de los libros sagrados, o los compiladores que recogieron las tradiciones orales o escritas en ellos contenidas, estén despojados del pleno ejercicio de sus facultades humanas y dejen de ser los autores de sus trabajos, sino más bien que el estatus de autor tiene que ser atribuido tanto a Dios como al ser humano, si bien en niveles diferentes. La sagrada escritura es «palabra de Dios en palabras de seres humanos». Puesto que Dios es su autor, no puede ser reducida a un discurso humano sobre Dios, sino que más bien es una palabra dirigida por Dios a los seres humanos. Ahora bien, ya que el autor es también un ser humano, esta palabra dirigida por Dios a los seres humanos es una palabra auténticamente humana -la única palabra, a fin de cuentas, que los seres humanos podrían comprender.

Para dilucidar el misterio, que se realiza de manera única en la sagrada escritura, de cómo Dios y el ser humano pueden ser coautores de una misma palabra, la teología cristiana recurre al concepto de ins­piración. Tradicionalmente, por inspiración divina se entiende que Dios, aun respetando la actividad del autor humano, la guía y la asume de tal manera que lo que se escribe es palabra de Dios. No obstante, es indudable que un límite de la teología tradicional de la Sagrada Escritura consiste en que muchas veces guarda silencio sobre el papel peculiar desempeñado en tal proceso por el Espíritu Santo. Que dicha teología emplee constantemente el término «inspiración» no cambia nada. Parece que el origen y el significado más profundo de la palabra han caído, en la mayoría de los casos, en el olvido o suscitan, de cual­quier modo, poca atención. La teología de las escrituras sagradas debe volver a poner de relieve una vez más la influencia personal del Espíritu en su inspiración. Sólo así poseeremos una teología de la sagrada escritura que hará posible una actitud más abierta hacia las escrituras de otras tradiciones religiosas.

Karl Rahner ha hecho hincapié en el carácter comunitario de la sagradas escrituras. «La Biblia es el libro de la Iglesia»: contiene la palabra de Dios dirigida a la comunión eclesial25. Dicho de otro modo: en los libros que la componen, especialmente en los del Nuevo Testamento, la Iglesia ha reconocido la expresión auténtica de su pro­pia fe y de la palabra de Dios en la que está fundada esa fe. Así, la

25. K. RAHNER, Inspiración de la Sagrada Escritura, Herder, Barcelona 1970 (orig. alemán, 1958); véase también K. RAHNER y J. RATZINGER, Revelación y tradición, Herder, Barcelona 1971 (orig. alemán, 1965).

Page 94: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

184 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

sagrada escritura es un elemento constitutivo del misterio de la Iglesia, la comunidad reunida y llamada a la existencia por la palabra de Dios. Pero esto no requiere que el autor sagrado sea consciente de que es el Espíritu quien lo mueve a escribir. Como sabemos, el carisma de la ins­piración bíblica se extiende mucho más allá del grupo de autores a los que son atribuidos los diversos libros -quizá por error-. Estos autores realizaron con frecuencia la función de redactores, o compiladores, de tradiciones orales o escritas que habían recibido de otros.

Así las cosas, la cuestión es si la teología cristiana puede recono­cer en otras escrituras sagradas una palabra de Dios inspirada por el Espíritu Santo y dirigida por Dios a otras comunidades religiosas; y, en caso afirmativo, de qué modo esta palabra es palabra de Dios. Dicho de otro modo: los escritos que las otras tradiciones religiosas recono­cen como escrituras sagradas, y en los cuales la teología cristiana está hoy acostumbrada a ver las «semillas de la Palabra», ¿son sagradas escrituras en el sentido teológico de la expresión? ¿Podemos recono­cer en ellos una palabra de Dios para los seres humanos, «inspirada» por el Espíritu Santo, o debemos ver en ellos sólo una palabra humana sobre Dios, o una palabra humana dirigida a Dios a la espera de una respuesta divina? En caso de que se trate efectivamente de una palabra de Dios, tenemos que preguntarnos además cuál es la conexión entre esta palabra dicha por Dios para los seres humanos, tal como está con­tenida en las escrituras sagradas de las diversas tradiciones religiosas, y la palabra decisiva dirigida por Dios a los seres humanos en Jesucristo, cuyo testimonio oficial es el Nuevo Testamento. Para res­ponder a estas preguntas apelaremos a la noción de una revelación progresiva y diferenciada y a un concepto analógico de inspiración escriturística.

Mientras tanto, debemos sostener que la experiencia religiosa de los sabios y los «videntes» (rsi) de las naciones está guiada y dirigida por el Espíritu. Su experiencia de Dios es una experiencia en el Espíritu de Dios. A decir verdad, debemos reconocer al mismo tiempo que esta experiencia no es prerrogativa destinada exclusivamente a los videntes. Dios, el único a quien pertenece la iniciativa de todo encuen­tro entre Dios y los hombres, quiso, en su providencia, hablar a las mis­mas naciones por medio de la experiencia religiosa de sus profetas. Al dirigirse a los profetas personalmente en lo más íntimo de su corazón, Dios quiso manifestarse y revelarse a las naciones en su Espíritu. De esta forma entró secretamente en la historia de los pueblos, guiándolos hacia la realización del proyecto divino. Se puede, pues, afirmar que Dios quiso que las escrituras sagradas de las naciones tuvieran un

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 185

carácter social. Tales escrituras representan el legado sagrado de una tradición-en-devenir, no sin la intervención de la providencia divina. Contienen, en las palabras de los videntes, palabras de Dios a los seres humanos, ya que transmiten palabras pronunciadas secretamente por el Espíritu en corazones que son humanos; pero son palabras destinadas por la divina providencia a conducir a otros seres humanos a la expe­riencia del mismo Espíritu. Afirmar menos que esto sería minusvalorar el realismo de la automanifestación de Dios a las naciones.

Lo que aquí se sugiere no equivale a decir que todo el contenido de las escrituras sagradas de las naciones sea palabra de Dios en las pala­bras de seres humanos. En la compilación de los libros sagrados de otras tradiciones, se pueden haber introducido muchos elementos que representan sólo palabras humanas sobre Dios. Y menos aún estamos sugiriendo que las palabras de Dios contenidas en las escrituras de las naciones representen la palabra decisiva de Dios a la humanidad, como si Dios no tuviese ya nada que decir que no hubiese sido dicho previa­mente a través de la mediación de los profetas de las naciones.

Nuestra propuesta se puede resumir como sigue: la experiencia personal del Espíritu que tuvieron los videntes, dado que, por la provi­dencia divina, constituye una apertura personal de Dios a las naciones, y dado que ha sido consignada de forma auténtica en sus escrituras sagradas, es una palabra personal dirigida por Dios a ellos a través de los intermediarios elegidos por él. Esta palabra puede ser llamada, en un sentido real, «una palabra inspirada por Dios», con la condición -como veremos más adelante- de que no se haga una interpretación demasiado estrecha de los conceptos y tengamos suficientemente en cuenta la influencia cósmica del Espíritu Santo.

2. La «plenitud» de la revelación en Jesucristo

La Carta a los Hebreos declara (Hb 1,1) que la palabra pronunciada por Dios en Jesucristo -en el Hijo- es la palabra decisiva de Dios al mundo. Y el concilio Vaticano n comenta que Jesucristo «lleva a ple­nitud» [complendo perficit] la revelación (Dei Verbum 4). De hecho, añade que Jesucristo «es al mismo tiempo mediador y plenitud de toda la revelación» [mediator simul et plenitudo totius revelationis] (Dei Verbum 2). Pero, ¿en qué sentido, y de qué modo, es Jesucristo la «ple­nitud» de la revelación? ¿Dónde está exactamente esa plenitud? Para evitar toda confusión, nótese que la plenitud de la revelación no es, propiamente, la palabra escrita del Nuevo Testamento. Éste constituye

Page 95: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

186 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

el testimonio y la interpretación oficial, el memorial auténtico, de dicha revelación. Esta memoria auténtica -que es parte de la tradición «constitutiva»- debe ser distinguida del acontecimiento Jesucristo, del que dan testimonio los testigos acreditados. Son la persona misma de Jesucristo, sus obras y sus palabras, su vida, su muerte y su resurrec­ción -en una palabra, la totalidad del acontecimiento mismo de Jesucristo- las que constituyen la plenitud de la revelación. En él, Dios ha dicho al mundo su palabra decisiva.

Esta es la comprensión de la constitución conciliar Dei Verbum, cuando distingue la plenitud de la revelación en el acontecimiento Jesucristo (n. 4) de su «transmisión» en el Nuevo Testamento, que per­tenece a la tradición apostólica (n. 7). Naturalmente, el memorial auténtico transmitido por el Nuevo Testamento es normativo (norma normans) para la fe de la Iglesia de todos los tiempos. Pero esto no sig­nifica que constituya la plenitud de la palabra de Dios a los seres humanos. El mismo Nuevo Testamento da testimonio de que este memorial transmite el acontecimiento Jesucristo sólo de forma incom­pleta (véase Jn 21,25).

Jesucristo, pues, es personalmente la plenitud de la revelación. Nótese, además, que esta plenitud no debe entenderse en sentido cuan­titativo -como si, después de Cristo, se supiese ya todo lo que perte­nece al misterio divino y no hubiese ya nada que aprender-, sino cua­litativo. Debido a su identidad personal como Hijo de Dios, Jesucristo es, en sentido propio, el vértice y la cima de la palabra revelada. Para comprenderlo, debemos partir de la conciencia humana que Jesús tenía de ser el Hijo de Dios. Jesús vivía su relación personal con el Padre en su conciencia humana. Su conciencia humana de ser el Hijo implicaba un conocimiento inmediato de su Padre, a quien llamaba Abbá. Así, su revelación de Dios tenía como punto de partida una experiencia huma­na única e insuperable. Esta experiencia era, en efecto, en la clave de la conciencia y la cognición humanas, la transposición de la vida misma de Dios y de las relaciones trinitarias entre las personas. Así, según el cuarto Evangelio, Jesús oraba al Padre en el que tenía su ori­gen, mientras que prometía enviar el Espíritu que venía del Padre por medio de él (Jn 14,16-17.26; 16,7).

Si la revelación divina alcanza su plenitud cualitativa en Jesús, es porque ninguna revelación del misterio de Dios puede igualar la pro­fundidad de lo que sucedió cuando el Hijo encarnado de Dios vivió en clave humana, en una conciencia humana, su propia identidad de Hijo de Dios. Esto es lo que sucedió en Jesucristo, y esto es lo que está en el origen de la revelación divina que él nos entrega.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» I87

La unidad de Jesús con el Padre confiere a su conciencia humana un carácter específico y único: Jesús se dirige al Padre con una fami­liaridad nunca antes concebida o atestiguada. Lo que Jesús revelaba del misterio de Dios no se podía explicar apelando a un conocimiento extraordinario de las escrituras. No era algo aprendido. Era algo que brotaba de la experiencia viva de una intimidad única. Si, como atesti­gua el evangelio, nadie había hablado nunca como Jesús (véase Jn 7,46), la razón era que ninguna otra experiencia humana de Dios era comparable con la suya. El Evangelio de Juan nos ofrece algunos atis­bos de esta unidad entre el Padre y el Hijo: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Esta unidad implica una inmanencia recíproca (10,38; 14,11; 17,21), un conocimiento mutuo (10,15), un amor mutuo (5,20; 15,10), una acción común -lo que Jesús realiza, lo realiza el Padre en él (5,17).

La vida y la condición humana de Jesús son, por consiguiente, una expresión humana del misterio del Hijo de Dios en relación con su Padre. De este modo sus palabras humanas son la expresión humana de la Palabra de Dios. A diferencia de los profetas, Jesús no dirige a los seres humanos sólo palabras recibidas de Dios, sino que él mismo es la Palabra de Dios hecha carne. La razón por la que la autorrevelación de Dios en Jesús es decisiva, no ha sido superada y es insuperable, es que Jesús experimenta, en su conciencia humana, el misterio de la vida divina de la que participa personalmente. Esta transposición del Misterio divino a la conciencia humana permite su expresión en el len­guaje humano. En Jesús, pues, la revelación de este misterio tiene un carácter cualitativamente diferente y único, ya que, tal como lo entien­de el testimonio bíblico, Jesús mismo es el Hijo de Dios, que se expre­sa a sí mismo y clarifica su origen divino en términos humanos. Esta revelación es central y normativa para la fe cristiana, en el sentido de que nadie es capaz de comunicar el misterio de Dios a los seres huma­nos con una profundidad igual a aquella con que lo hizo el Hijo mismo hecho hombre. Jesús pronuncia la palabra porque él es la Palabra.

Sin embargo, esta revelación no es «absoluta»; sigue siendo nece­sariamente limitada. La conciencia humana de Jesús, aun siendo la del Hijo, es de cualquier modo una conciencia humana y, por tanto, limi­tada. No podría ser de otra manera, habida cuenta del misterio de la encarnación. Ninguna conciencia humana, ni siquiera la del Hijo-de-Dios-hecho-ser-humano, puede «comprender», es decir, contener y agotar, el misterio divino en su totalidad. Ninguna expresión del mis­terio en palabras humanas, ni siquiera las que brotan de la experiencia única del Hijo en su humanidad, puede agotar la totalidad del misterio:

Page 96: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

188 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

esto sólo puede hacerlo la conciencia intra-divina, compartida por las tres personas en el misterio de la Trinidad. La conciencia humana de Jesús, por el contrario, aun siendo la conciencia personal de la Palabra, es y sigue siendo auténtica y específicamente humana, sin que se pueda suponer, a través de un concepto erróneo de la communicatio idioma-tum, una comunicación directa del conocimiento divino al humano. Así pues, es una falacia sostener que, comoquiera que la persona que habla es la persona divina, sus palabras humanas contienen la totalidad del misterio divino, a pesar de las limitaciones innatas de su naturaleza humana. En efecto, las palabras humanas, aunque fueran -hipotética­mente- pronunciadas directamente por Dios mismo, no podrían agotar la realidad del misterio divino.

Por otro lado, fue precisamente esta experiencia humana que Jesús tenía de ser el Hijo, en relación con el Padre, lo que le permitió tradu­cir en palabras humanas, revelándonoslo, el misterio de Dios. En efec­to, el misterio del Dios tripersonal podía ser revelado a los seres huma­nos sólo por el Hijo encarnado que, viviendo en su ser humano la pro­pia identidad de Hijo, podía expresar tal misterio en palabras humanas a sus hermanos y a sus hermanas. El misterio del Dios tripersonal se hizo evidente a la conciencia de los discípulos de Jesús cuando, en Pentecostés, el Señor resucitado, derramó sobre ellos, como había pro­metido (véase Jn 16,7), el Espíritu Santo del Padre (Hch 2,33). Por consiguiente, la transposición del misterio en lenguaje humano impo­ne a la revelación de Dios en Jesucristo otro límite específico, debido a la lengua particular en la que el propio Jesús se expresó: el arameo hablado de su tiempo. Toda lengua humana tiene sus riquezas y sus límites. Si Jesús hubiese tenido que expresar su revelación divina en una lengua perteneciente a un área cultural diversa, ¿habría podido hacer exactamente el mismo discurso?

Por una parte, de hecho, debemos creer que Dios sigue siendo, también después de la revelación en Jesucristo, un Dios escondido en una luz inaccesible (véase 1 Tm 6,16). Si no fuese así, ¡desaparecería la fe! Que «a Dios nadie lo ha visto nunca» sigue siendo cierto también después de que «el Hijo unigénito [...] lo ha revelado [exégésato]» (Jn 1,18), es decir, interpretado. Por otra parte, debemos creer también que las palabras usadas por Jesús para revelar el misterio (Abbá, Espíritu, etcétera) corresponden objetivamente -aunque sólo analógicamente- a la realidad del misterio divino. Sabemos que, en el misterio divino, existen, objetivamente, paternidad y filiación, pero no tenemos una representación positiva del modo en que tales «relaciones personales» se realizan concretamente en la divinidad: ¿en qué consiste el modo

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 189

trascendente en que se realiza en Dios la generación? Hay que recono­cer igualmente que el Espíritu que «procede» del Padre por medio del Hijo sigue siendo para nosotros el « desconocido más allá del Hijo» (H.U. von Balthasar). El Espíritu, aun siendo claramente «persona» según el testimonio neotestamentario progresivo, no tiene ni siquiera un nombre personal propio: «espíritu» son también el Padre y el Hijo.

Todo esto muestra que la «plenitud» de la revelación en Jesucristo debe ser entendida correctamente y no sin las debidas precisiones. Es una plenitud cualitativa, no cuantitativa; de intensidad singular, pero que no «agota» el misterio. Y, aunque no ha sido superada y es insu­perable, sigue siendo limitada. Sigue estando también incompleta y lo estará hasta la consumación de la revelación en el éschaton. En efecto, la Dei Verbum enseña que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamen­te las palabras de Dios» (Dei Verbum 8), es decir, en el éschaton. El papa Juan Pablo n concuerda con ello en la encíclica Fides et ratio (1998), en la que afirma que «toda verdad alcanzada [por la Iglesia a partir de la revelación] es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios» (n. 2)26. Y cita a san Pablo, donde éste escribe: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido». Queda siempre la «reserva escatológica». Por una parte, pues, la revelación ha sido ya completa­da en Jesucristo; pero por otra sigue incompleta hasta su plena mani­festación en el éschaton. El lenguaje de la revelación del Nuevo Testamento tiene, de hecho, un fuerte carácter escatológico. En algu­nos casos remite directamente a la definitiva revelación al final de los tiempos (véase 1 P 1,5.7.13). Para la Primera carta de Pedro y la Carta a Tito (2,11-14), la revelación en Jesucristo, aun siendo plena, sigue estando no obstante claramente limitada e incompleta en relación con el éschaton.

La plenitud cualitativa -o, digamos, la intensidad o la profundi­dad- de la revelación en Jesucristo no constituye, ni siquiera después de la realización del acontecimiento histórico, un obstáculo para la prosecución de una autorrevelación divina también por medio de pro­fetas y de sabios de otras tradiciones religiosas. En la historia ha acon­tecido y sigue aconteciendo tal autorrevelación permanente de Dios. Pero ninguna revelación ha podido ni podrá jamás superar o igualar, antes o después de Cristo, la que se nos concedió en él, el Hijo encar-

26. JUAN PABLO II, Fides et ratio, texto castellano en Ecclesia 2.916 (1998), p. 1.571.

Page 97: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

190 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

nado de Dios. Con tal que se tenga en cuenta la plenitud insuperable de la revelación que se nos ha dado en Jesucristo, se puede decir que Dios sigue hablando hoy a nuestro mundo. Hay todavía profetas en la Iglesia, y san Agustín afirmaba que los había también entre los miem­bros de las otras religiones. En la vida de la Iglesia la revelación en Jesucristo continúa «realizándose»; fuera de ella puede ser «sugerida» poniendo de relieve aspectos auténticos del misterio divino o bien a través de los «rostros» incompletos de él, así como de los auténticos «presentimientos» del misterio revelado en Jesucristo.

Mientras tanto, la Iglesia debe continuar creciendo en una com­prensión cada vez más profunda de las palabras dichas por Dios, «de una vez para siempre», en la Palabra encarnada. A tal fin, a la Iglesia se le asegura la continua asistencia del Espíritu que la guía «a la ver­dad entera» (véase Jn 16,13)27. Además, la Iglesia cumple esta función en referencia al testimonio auténtico del acontecimiento contenido en el Nuevo Testamento, que es para siempre la norma de una compren­sión eclesial de Dios y su Cristo.

3. La revelación, diferenciada y complementaria

Una vez reconocidos el carácter singular del acontecimiento Jesucristo y el lugar único ocupado por el testimonio oficial de este aconteci­miento dado por la comunidad escatológica de la Iglesia en el misterio de la revelación de Dios al mundo, queda todavía espacio para una teo­logía «abierta» de la revelación y las escrituras sagradas. Semejante teología postulará que Dios, aun habiendo pronunciado su palabra decisiva en Jesucristo, además de haber hablado por medio de los pro­fetas del Antiguo Testamento, dijo palabras iniciales o seminales a los seres humanos por medio de los profetas de las naciones -palabras cuyos rastros se pueden encontrar en las escrituras sagradas de las tra­diciones religiosas del mundo-. La palabra decisiva no excluye las otras palabras: al contrario, las supone. Ni tampoco podemos decir que la palabra inicial de Dios sea la consignada en el Antiguo Testamento. No; éste da testimonio de que Dios habló a las naciones ya antes de dirigirse a Israel. Así pues, las escrituras sagradas de las naciones re­presentan, junto al Antiguo y el Nuevo Testamento, varias maneras y

27. Véase I. DE LA POTTERIE, «Jésus-Christ, plénitude de la vérité, lumiére du monde et sommet de la révélation d'aprés Saint Jean», en Founders of Religions, vol. 33 de Studia Missionalia (1984), pp. 305-324. Véase también G. O'COLLINS, Retrieving Fundamental Theology, op. cit., pp. 87-97.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 191

formas en las que Dios se dirige a los seres humanos en el proceso con­tinuo de la autorrevelación divina dirigida a ellos.

Cabe distinguir tres periodos, los cuales, estrictamente hablando, no representan una secuencia cronológica, comoquiera que, al menos parcialmente, se cruzan entre sí. En el primer periodo, Dios concede a los corazones de los videntes escuchar una palabra secreta, de la cual las escrituras sagradas de las tradiciones religiosas del mundo contie­nen, al menos, indicios. En el segundo periodo, Dios habla «oficial­mente» a Israel por boca de sus profetas, y todo el Antiguo Testamento es el testimonio de esta palabra y de las respuestas humanas a ella. En estos dos periodos la palabra de Dios está ordenada -aunque de formas diferentes- a la revelación plena que tendrá lugar en Jesucristo. En este tercer periodo Dios pronuncia su palabra decisiva en aquel que es «la Palabra», y es de esta palabra de la que todo el Nuevo Testamento da un testimonio oficial.

Las escrituras sagradas de las naciones contienen palabras de Dios iniciales y escondidas. Estas palabras no tienen el carácter «oficial» que debemos atribuir al Antiguo Testamento, porque éste representa la preparación histórica inmediata querida por Dios en función de su revelación en Jesucristo. Huelga decir que tampoco tienen el significa­do y el valor decisivo que hay que atribuir a la palabra de Dios en Jesucristo, junto al cual, como observa la constitución Dei Verbum, «no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifesta­ción de Jesucristo nuestro Señor» (n. 4). Aunque no representen una «revelación pública» en el sentido entendido por el concilio, tales pala­bras tienen una función «social», porque están dirigidas por Dios a las comunidades religiosas de los pueblos a través de sus profetas y viden­tes; y, por tanto, no pueden ser reducidas a revelaciones «privadas». Tales palabras pueden ser llamadas palabras de Dios, ya que Dios las pronuncia por medio de su Espíritu. Desde el punto de vista teológico, los libros sagrados que las contienen merecen ser llamados «escrituras sagradas». En definitiva, el problema es de carácter terminológico: la cuestión es qué debemos entender por palabra de Dios, escritura sagrada e inspiración.

La manera de expresarse tradicionalmente ha dado a estos términos una definición teológica restrictiva, limitando su aplicación sólo a las escrituras de las tradiciones judía y cristiana. El reciente documento de la Comisión Teológica Internacional, titulado El cristianismo y las reli­giones2'1 (1997) mantiene tal uso restrictivo. Aun admitiendo que Dios

28. El texto de este documento ha sido publicado en castellano en COMISIÓN

Page 98: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

192 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«ha podido iluminar a los hombres de diversas maneras» (n. 91), que no puede excluirse «alguna iluminación divina en la composición» de los libros sagrados de otras religiones (n. 92), e incluso que «las tradi­ciones religiosas han sido marcadas por "muchas personas sinceras, inspiradas por el Espíritu de Dios" (Diálogo y anuncio 30)», la comi­sión considera «más adecuado reservar el calificativo de inspirados a los libros canónicos» (n. 92). La razón está en el hecho de que «la ins­piración divina que la Iglesia reconoce a los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento asegura que en ellos se ha recogido todo y sólo lo que Dios quería que se escribiese» (n. 91). La razón por la que a la comisión le parece «más adecuado reservar el calificativo de inspira­dos» a los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, es pri­mariamente la seguridad de que todo lo que ha sido escrito en ellos viene de Dios, por lo que hay que atribuir a los libros bíblicos el privi­legio de la «inerrancia», la cual no puede ser afirmada igualmente -aunque sea preciso entender correctamente la inerrancia bíblica- a propósito de los libros sagrados de otras tradiciones religiosas. Por muy válida que sea esta razón, sigue siendo lícito preguntarse si los concep­tos deben ser definidos a priori de tal modo que puedan ser aplicados válidamente sólo a las escrituras bíblicas. De tales definiciones a prio­ri se seguirá lógicamente la conclusión de que los libros bíblicos son los únicos que contienen una auténtica palabra de Dios a los hombres. Fuera de ellos no hay ni palabra de Dios ni escritura sagrada.

Pero sigue siendo posible -en un contexto «ampliado» del com­promiso personal de Dios con la humanidad-, no sin un fundamento teológico válido, proponer una definición más amplia de los términos que nos ocupan, como «palabra de Dios», «sagrada escritura» e «ins­piración», conforme a la cual resultan aplicables a las escrituras de otras tradiciones religiosas. Palabra de Dios, sagrada escritura e inspi­ración no expresarán entonces la misma realidad idéntica dentro de las diferentes fases de la historia de la revelación. Pese a lo importante que es salvaguardar el especial significado de la palabra de Dios transmiti­da por la revelación judía y cristiana -incluida la inerrancia escriturís-tica—, no es menos importante reconocer el valor y significado efecti­vos de las palabras de Dios contenidas en los libros sagrados de las otras tradiciones religiosas. Así pues, palabra de Dios, sagrada escri­tura e inspiración son conceptos analógicos, que se aplican de forma diferente a los diversos periodos de una revelación progresiva y dife-

TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, BAC, Madrid 1998, pp. 557-604, aquí: pp. 592-593.

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 193

renciada. En uno de sus artículos, Cl. Geffré aboga por «una compren­sión teológica más profunda de la revelación como revelación diferen­ciada». Y escribe: «Si bien la teología de las religiones no cristianas no ha salido aún del periodo vacilante y de búsqueda, debemos tratar de pensar cómo una única revelación puede incluir diferentes palabras de Dios»29.

La historia de la salvación y de la revelación es una sola. En sus diversos periodos -cósmico, judío y cristiano- lleva, de diferentes maneras, el sello de la acción del Espíritu Santo. Con esto queremos decir que en todos los periodos de la revelación divina, Dios guía per­sonalmente a la humanidad, a través de los dones de su providencia, hacia la meta establecida por él. La positiva disposición divina de la revelación cósmica, como revelación personal de Dios a las naciones, incluye la disposición divina de las sagradas escrituras de estas últi­mas. Las «semillas de la Palabra» contenidas en sus escrituras sagra­das son palabras seminales o germinales de Dios, de las que no está ausente la influencia del Espíritu. La influencia del Espíritu es univer­sal. Se extiende a las palabras pronunciadas por Dios a la humanidad en todos los periodos de la autorrevelación que le concede. Fue santo Tomás de Aquino quien escribió, citando al Ambrosiaster: «Toda ver­dad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo»30 [Omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est] (Summa theologiae I-II, q.109, a.l,ad lum).

La revelación es progresiva y diferenciada. Se puede incluso decir -sin que ello vaya en detrimento del carácter decisivo del aconteci­miento Cristo- que entre la revelación dentro de la tradición judeo-cristiana y la exterior a ella existe una verdadera complementariedad. Y, de manera equivalente, se puede decir que entre los libros sagrados de las otras tradiciones religiosas y el corpus bíblico se puede encon­trar una complementariedad análoga. El mismo Dios que habló a los videntes en el secreto de su corazón, habló en la historia por medio de sus profetas y «en estos últimos tiempos» por medio del Hijo (Hb 1,1-2). Toda verdad viene del Dios que es Verdad y debe ser honrada como tal, cualquiera que sea el canal por el que llega hasta nosotros. Palabra

29. Cl. GEFFRÉ, «Le Coran, une parole de Dieu différente?»: Lumiére et Vie 32 (1983), pp. 21-32, aquí: pp. 28-29. Véase también ID., «La place des religions dans le plan du salut»: Spiritus 138 {La mission á la rencontre des religions) (febrero de 1995), pp. 78-97.

30. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de teología - II, Parte I-II, BAC, Madrid 1989, p. 911.

Page 99: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

i y 4 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de Dios y revelación divina no deben ser consideradas de manera monolítica, sino como una realidad diversificada y compleja.

Naturalmente, hay que hacer uso de un serio discernimiento para separar la verdad divina de la no verdad. Para los cristianos, el criterio normativo de tal discernimiento es inequívocamente el misterio de la persona y el acontecimiento de Jesucristo, que es la Verdad (Jn 14,6). Todo lo que está en contradicción con él, que es «la Palabra», no puede provenir del Dios que lo envió. Pero, después de haber afirmado esto con firmeza, queda espacio para una complementariedad de la palabra de Dios, no sólo entre los dos testamentos de la Biblia cristiana, sino también entre las escrituras bíblicas y las no bíblicas. Éstas pueden contener aspectos del misterio divino que la Biblia, incluido el Nuevo Testamento, no destaca en la misma medida. Por ejemplo: en el Corán, el sentido de la majestad y la trascendencia divinas, de la adoración y también de la sumisión del ser humano a la santidad de los decretos eternos de Dios; y en los libros sagrados del hinduismo, el sentido de la presencia inmanente de Dios en el mundo y en las profundidades del corazón humano.

Cabe pensar que tal complementariedad entre escrituras bíblicas y no bíblicas es recíproca, pues -como se acaba de afirmar- las segun­das pueden poner de relieve aspectos del misterio divino con mayor evidencia que la Biblia, incluido el Nuevo Testamento. La comple­mentariedad entre ellas es, pues, recíproca, en el sentido de que en los otros libros sagrados no sólo hay que descubrir «adarajas» que, en la forma de un conocimiento «natural» de Dios, serían completadas de modo unilateral por la tradición judeo-cristiana, tal como lo entendía la «teoría del cumplimiento» ya superada; ni tampoco sólo partículas o fragmentos dispersos de verdad divina, cuya «plenitud» se encontraría necesariamente con abundancia en la revelación cristiana. Por otro lado, tal complementariedad recíproca no implica, de cualquier modo, la idea de una carencia en la revelación cristiana que sería suplida por otra revelación, es decir, la idea de un carácter suplementario de otras revelaciones en relación con la revelación cristiana, como si hubiese algún «vacío» que llenar en la revelación en Jesucristo; lo cual contra­diría su plenitud y trascendencia única. De hecho, la revelación en Jesucristo representa la cima, el centro, la clave de comprensión de toda revelación divina. Así pues, no hay que entender la complemen­tariedad recíproca en el sentido de que al cristianismo le falte algo que debería recibir de las otras religiones, sin lo cual de por sí no gozaría de la plenitud de la revelación divina; sino más bien en el sentido de que Dios ha concedido dones a los hombres también en las otras tradi-

«MUCHAS VECES Y DE MUCHAS MANERAS» 195

ciones religiosas, los cuales, aun encontrando su cumplimiento en la revelación de Dios en Jesucristo, representan no obstante palabras auténticas de Dios, dones añadidos y autónomos. Tales dones divinos a los hombres no obstaculizan en modo alguno la trascendencia y el carácter insuperable del don hecho por Dios a la humanidad en Jesucristo. Hay que entender, por tanto, la complementariedad recí­proca entre las «semillas de verdad y de gracia» en las otras tradicio­nes religiosas y la «plenitud» de la manifestación divina en Jesucristo -testimoniada por la escritura sagrada cristiana- como complementa­riedad recíproca asimétrica. El término «asimétrica», pese a lo inau­dito que pueda parecer en este contexto, no puede ser descuidado bajo pena de entender la complementariedad de un modo teológicamente incorrecto. Lo que aquí se dice con respecto a la complementariedad de la revelación divina en Jesucristo y fuera de él se recalcará más tarde a propósito de la relación entre las diversas tradiciones religiosas y el cristianismo en general. Aun siendo recíproca, su complementa­riedad deberá ser entendida también como «asimétrica» por las mis­mas razones.

El reconocimiento de la complementariedad de las escrituras sagradas es uno de los elementos que hacen posible una teología «abierta» de las religiones que no dañe la identidad cristiana. Así pues, es posible dar una respuesta a la pregunta acerca de si la palabra de Dios contenida en otras tradiciones religiosas tiene el valor de «pala­bra de Dios» sólo para los miembros de tales tradiciones o si, en cam­bio, podemos pensar que Dios nos habla también a los cristianos por medio de los profetas y sabios cuya experiencia religiosa es la fuente de los libros sagrados de esas tradiciones. La respuesta es que la ple­nitud de la revelación contenida en Jesucristo no contradice esta posi­bilidad. Antes se ha observado que siguen siendo válidas y están vigen­tes las alianzas divinas, tanto la alianza con Abrahán-Moisés como la concluida con Noé, si bien en relación con la alianza decisiva en Jesucristo; más aún, se ha indicado que mantienen su significado y valor con respecto a los cristianos. Del mismo modo, se puede decir que las palabras de Dios pronunciadas en las diversas etapas de su autorrevelación y, por consiguiente, los libros sagrados que contienen sus huellas, mantienen también para los cristianos su significado de palabras iniciales, dirigidas hacia la palabra decisiva de Dios en Jesucristo. Afirmar menos que esto equivaldría a vaciar el verdadero sentido de las «semillas de la Palabra» de las que habla la tradición cristiana, y que ha recogido el concilio Vaticano n (Ad Gentes 11,15), así como también del «destello de aquella Verdad [illius Veritatis] que

Page 100: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

196 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

ilumina a todos los hombres», puesto de manifiesto también por el concilio {Nostra aetate 2), con referencia implícita al prólogo del Evangelio de Juan (Jn 1,9).

Por tanto, no está necesariamente excluido en principio el uso en la oración cristiana -ni siquiera en la liturgia de la Palabra- de las pala­bras de Dios contenidas en los libros sagrados de otras tradiciones reli­giosas31. En efecto, esto hay que hacerlo con prudencia y con respeto hacia los diferentes periodos de la historia de la revelación divina, que culmina en la palabra proferida por Dios en Jesucristo. Si se cumplen estas condiciones, podremos gozar del sorprendente descubrimiento de las asombrosas semejanzas entre las palabras de Dios y su Palabra en Jesucristo. Aunque pueda parecer paradójico, un contacto prolongado con las escrituras no bíblicas puede ayudar a los cristianos -si lo prac­tican dentro de su fe- a descubrir con mayor profundidad ciertos aspectos del Misterio divino que contemplan como revelados a ellos en Jesucristo.

31. Véase D.S. AMALORPAVADASS (ed.), Research Seminar on Non-biblical Saiptures, op. cit.

6 La Palabra de Dios, Jesucristo

y las religiones del mundo

En el capítulo 3 de este libro he sugerido como modelo para una teo­logía abierta de las religiones el de una cristología trinitaria y pneu­mática. Parecía que tal modelo, aun manteniendo claramente el signi­ficado constitutivo del acontecimiento Jesucristo en relación con la sal­vación universal de la humanidad, abría la puerta al reconocimiento de un valor salvífico en las vías o caminos de salvación indicados por las otras tradiciones religiosas a sus seguidores. La solución propuesta para resolver la aparente aporía entre las dos afirmaciones consiste en unir y poner de relieve tres aspectos complementarios y convergentes según los cuales, en el plan divino para la humanidad, la salvación alcanza a las personas según sus circunstancias concretas de vida, en la historia y en el mundo.

Estos tres elementos son los siguientes:

1. La actualidad y la eficacia universal del acontecimiento Jesucristo, a pesar de la particularidad histórica de tal acontecimiento.

2. La presencia operativa universal de la Palabra divina, cuya activi­dad no está limitada por el ser humano asumido por ella en el mis­terio de la encarnación.

3. La actividad igualmente universal del Espíritu de Dios, la cual no resulta limitada ni agotada por la efusión del Espíritu a través de Cristo resucitado y glorificado. En este capítulo nos limitaremos al problema que consiste en unir de modo adecuado la actividad de la Palabra y la eficacia del acontecimiento Jesucristo.

A este respecto se plantean preguntas que tienen que ver o bien directamente con la relación entre la Palabra de Dios y el hombre Jesucristo, o bien con la relación entre el Jesús prepascual y el Cristo

Page 101: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

198 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

pascual. Tales preguntas, aunque no sean nuevas, se plantean de modo más agudo en el contexto de la teología de las religiones; en tal con­texto adquieren también acentos nuevos y se hacen más difíciles. Nos preguntamos, en definitiva, ¿quién es el Salvador: Jesucristo o la Palabra de Dios? Comoquiera que el acontecimiento Jesucristo es his­tóricamente limitado y particular, ¿cómo puede tal acontecimiento gozar de una eficacia que traspase los límites que le imponen el tiem­po y el espacio? ¿No es tal vez necesario reducir el significado salvífi-co del acontecimiento histórico en beneficio de la obra universal de la Palabra de Dios que no conoce tales límites? La conclusión a la que se llegaría entonces consistiría en decir que es precisamente la Palabra la que salva, mientras que el significado del acontecimiento Jesucristo consiste en testimoniar la acción salvífica de la Palabra. O bien, si se mantiene una eficacia salvífica del ser humano resucitado de Jesús con respecto a los cristianos, que lo han reconocido como sacramento de salvación para ellos, parecería de todos modos necesario reducir tal efi­cacia justamente a cuantos han creído en él. Se llegaría entonces a decir que, mientras los cristianos son salvados a través de Jesucristo, los miembros de las otras tradiciones religiosas alcanzan la salvación a través de la actividad universal de la Palabra de Dios.

Anteriormente, al hacer una reseña de las diversas posiciones en el actual debate sobre la teología de las religiones, me he referido, entre otras cosas, a un nuevo paradigma que he llamado «logocentrismo». Tal paradigma tiende a separar la obra de la Palabra de Dios del acon­tecimiento Jesucristo de dos modos diversos: o la acción distinta de la Palabra es considerada como representante de una economía de salva­ción distinta de la que tuvo lugar en Jesucristo y paralela a ella; o bien, aunque la economía de salvación sea sólo una, la acción salvífica ya no es atribuida a la Palabra como encarnada y a su ser humano, sino a la Palabra misma, independientemente de su ser humano, cualquiera que sea el significado de éste en el orden de la salvación.

Contra tales tendencias a alejar y separar indebidamente la acción universal de la Palabra de la eficacia salvífica del acontecimiento Jesucristo se hace obligado mostrar que, si bien ambos aspectos son distintos a pesar de la identidad personal del Jesús histórico con la Palabra-Hijo de Dios, siguen igualmente unidos en el único plan divi­no para la humanidad hasta tal punto que no pueden ser separados, como si representasen dos economías paralelas de salvación.

El presente capítulo contiene, pues, dos partes. La primera parte muestra que existe una actividad salvífica de la Palabra como tal, dis­tinta de la acción de la Palabra operante a través del ser humano

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 199

Jesucristo, resucitado y glorificado, si bien «en unión» con ella. Tal actividad de la Palabra en cuanto tal se descubre estudiando el dato revelado y también la tradición de los Padres. De tal estudio se deduce con claridad la relevancia y la importancia de la acción de la Palabra en cuanto tal para una teología de las religiones capaz de hacer entre­ver un valor salvífico de las otras tradiciones religiosas para sus segui­dores. La segunda parte del capítulo muestra que tal actividad de la Palabra en cuanto tal sigue estando, de todos modos, «referida» al acontecimiento Jesucristo en el único plan divino de salvación para la humanidad, el cual culmina en el misterio de la encarnación de la Palabra en Jesucristo y en el misterio pascual de su muerte y resurrec­ción. Es preciso, por tanto, mostrar de qué modo se combinan ambos aspectos de la acción universal de la Palabra en cuanto tal y del signi­ficado salvífico universal del acontecimiento Jesucristo, en la única economía de salvación querida por Dios para la humanidad, a fin de hacer entrever que, mientras que el acontecimiento Jesucristo es «cons­titutivo» universal de salvación, los otros caminos tienen, no obstante, un significado salvífico para sus seguidores en el mismo plan divino.

I. La acción universal de la Palabra en cuanto tal

Parece oportuno partir de lo que afirma la encíclica Redemptoris mis-sio (1990) a propósito de la no separabilidad, según la fe cristiana, entre la Palabra de Dios y Jesucristo. Hay que mantener con firmeza la identidad personal entre la Palabra de Dios y Jesucristo, así como tam­bién entre Jesús y el Cristo. Es la singularidad única, constitutiva de la identidad personal, la que confiere a Cristo un significado universal. El papa afirma con razón: «Es contrario a la fe cristiana introducir cual­quier separación [separationem] entre la Palabra y Jesucristo», y con­tinúa diciendo: «No se puede separar [separare] a Jesús de Cristo» (n. 6). Por consiguiente, hay que mantener siempre la identidad personal entre la Palabra de Dios y Jesucristo en virtud de la asunción del ser humano de Jesús en la persona divina de la Palabra a través del miste­rio de la unión hipostática, es decir, de la identidad personal. De ello se sigue que ni siquiera se puede establecer una separación entre la efi­cacia salvífica de la Palabra y el significado salvífico del aconteci­miento histórico Jesucristo, de modo que se atribuya la obra salvífica exclusivamente a la Palabra en perjuicio de la humanidad de Jesús.

Esto no quiere decir que no se pueda hablar de una acción de la Palabra como tal, distinta de su actividad a través de la humanidad de Jesús, más allá de ella también en el estado resucitado y glorificado de

Page 102: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

200 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la humanidad. Pero hay que entender correctamente semejante acción de la Palabra como tal. Es preciso entender bien que la Palabra de Dios de la que se está tratando no es diversa de la que se encarnó en Jesucristo. Está claro que no hay más Palabra de Dios que la que asu­mió la carne humana en Jesús de Nazaret. Ahora bien, mientras el mis­terio de la encarnación de la Palabra es un acontecimiento histórico y, por tanto, particular en el tiempo y en el espacio, la Palabra como tal existe en la eternidad del misterio divino. Existe también y está pre­sente y operante a través de toda la historia del mundo y de la huma­nidad -la cual, en efecto, se hace historia de la salvación porque com­prende la totalidad de las automanifestaciones de Dios a la humanidad a través de su Palabra-. Por consiguiente, la Palabra de Dios actúa a través de toda la historia, tanto antes como después del misterio de la encarnación. Por motivos de claridad parece, pues, útil distinguir: la acción de la Palabra-que-se-debía-encarnar (Verbum incarnandum), es decir, antes de la encarnación; la acción de la Palabra encarnada (Verbum incarnatum), tanto en el estado de la kénosis durante su vida humana como después de la resurrección en el estado glorificado; y, por último, la acción permanente de la Palabra como tal que perdura después de la encarnación de la Palabra y la resurrección de Cristo, no restringida por los límites de la humanidad. Hay que establecer, a par­tir de los datos de la revelación y la tradición, tal acción de la Palabra-que-se-debía-encarnar, antes de la encarnación, y de la Palabra como tal después de la encarnación y la resurrección de Cristo.

1. La Sabiduría de Dios en la tradición sapiencial

Por lo que se refiere a la revelación veterotestamentaria, un primer ele­mento en el que conviene detenerse es la economía de la Sabiduría de Dios, puesta de relieve especialmente en la literatura sapiencial. Con profunda intuición monseñor P. Rossano ha mostrado cómo el punto de partida más sólido en la revelación del Antiguo Testamento para una teología abierta de las religiones es el de la Sabiduría divina universal-mente operante a través de la historia de la humanidad. Habría que ana­lizar detenidamente toda la literatura sapiencial. Aquí tenemos que limitarnos necesariamente a algunas consideraciones entre las más importantes. Lo haremos refiriéndonos al reciente libro de Giovanni Odasso, Bibbia e religioni. Prospettive bibliche per la teología delle religiom1, que hemos citado anteriormente. Por lo que respecta a la

1. Urbaniana University Press, Roma 1998.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 201

literatura sapiencial, el autor observa que en ella se desarrolla una «comprensión de la revelación como don divino de la Sabiduría, que culmina en la canonización de la "Tora". En concomitancia con este proceso, la tradición desarrolla al máximo sus propias virtualidades, llegando a comprender la Sabiduría como el designio mismo de Dios, que constituye la base de la creación, de la historia humana y de la existencia de Israel. Se trata del fenómeno conocido como "hipostati-zación" o "personificación" de la Sabiduría»2.

El autor examina detenidamente cuatro textos importantes de la literatura sapiencial para mostrar el desarrollo, a través de la revelación bíblica, de la teología de la Sabiduría de Dios, de su presencia y efica­cia universal, así como también de su relevancia para una teología de las religiones. Los cuatro textos son los siguientes: Jb 28,1-28; Pr 8,22-31; Si 24,1-32; Sb 9,1-18. En el texto de Job la Sabiduría aparece como «la expresión personificada del mismo designio divino, que trasciende toda la creación, aunque actúa en ella y, por consiguiente, en la histo­ria humana [...]. A toda la humanidad alcanza el don de la divina Sabiduría y, por tanto, de la luz de su Palabra»3. Por lo que respecta al texto del libro de los Proverbios, la Sabiduría «aparece como una per­sona que llama, hace oír su voz, dirige a los seres humanos su invita­ción a escuchar y aprender [...]. Así pues, la Sabiduría, el eterno desig­nio divino hipostatizado, como fuente indefectible de vida y de espe­ranza, pone a Dios mismo en una relación de seguridad, de confianza y de amor con la creación y, por tanto, de modo eminente, con los hom­bres [...]. En esta perspectiva las religiones se presentan como la expre­sión histórico-cultural de la experiencia que vive el hombre cuando se abre al don de la divina Sabiduría»4. El texto del Sirácida representa un paso sucesivo en la personificación de la Sabiduría. «En Israel la Sabiduría ejerce de modo sumo la propia exousía [...], [pero] el pueblo de la Tora está capacitado para reconocer, en el patrimonio cultural-religioso de los otros pueblos, el fruto de la acción de la Sabiduría, la irradiación de su exousía salvífica, la epifanía de la divina comunica­ción a los hombres [...]. También la historia de los pueblos [...] es una concreción espacio-temporal de la misma palabra del Altísimo, de su eterno designio de amor y de salvación»5. Por último, en el texto de Sabiduría, «la Sabiduría y el Espíritu de Dios aparecen en una relación de estrecha y mutua conexión. Donde está la Sabiduría está el Espíritu.

2. G. ODASSO, Bibbia e religioni, op. cit, p. 200. 3. Ibid., pp. 203, 205. 4. Ibid., pp. 206, 207, 209 5. Ibid., pp. 210, 211.

Page 103: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

202 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Y viceversa, cuando Dios manda su Espíritu comunica al hombre su Sabiduría [...]. La Sabiduría se convierte en el don salvífico perma­nente de Dios a la humanidad»; tal don es universal. Por consiguiente, «las religiones se presentan como el fruto de la actividad de la Sabiduría en la vida de los hombres»6.

Resumiendo el resultado de su investigación en la tradición sapien­cial, el autor escribe:

«De las perspectivas que se dibujan ante nuestros ojos resulta que, a. través de la reflexión sapiencial, la Escritura desarrolla una nueva comprensión de los pueblos y de su historia, del hombre y de su des­tino. Tenemos aquí una de las aportaciones más grandiosas de la fe bíblica, capaces de dar vigor y nuevo impulso al saber del hombre de nuestro tiempo y, en particular, a la teología. En este ámbito parece legítimo afirmar que las religiones, para quien se sitúa en la perspec­tiva abierta por la reflexión sapiencial, se presentan como el ámbito por antonomasia donde el hombre se deja amaestrar por la Sabiduría y guiar por ella hacia la meta de toda la humanidad: la plena, vivifi­cadora y eterna comunión con el Dios vivo»7.

2. La Palabra de Dios en el prólogo del Evangelio de Juan

Por lo que respecta al Nuevo Testamento, apremia mostrar que es pre­ciso tener presente y profundizar el mensaje veterotestamentario sapiencial a propósito de la presencia y actividad de la Sabiduría de Dios en las religiones del mundo. En el Antiguo Testamento existe una relación de cercanía, e incluso a veces de cuasi-identificación entre la Sabiduría de Dios y su Palabra o su Verbo. La misma ambivalencia se encuentra en la cristología del Nuevo Testamento, en el que Jesucristo es considerado bien como Sabiduría, bien como Palabra de Dios. En la cristología desarrollada en el prólogo del Evangelio de Juan, no faltan los acentos sapienciales, aun cuando el autor del cuarto Evangelio pri­vilegió el concepto de Palabra o Verbo de Dios, para dar a entender que se refería a aquel que está «junto a Dios» y que se hizo hombre en Jesucristo. Lo que se debe subrayar aquí es la afirmación hecha en el prólogo de una actividad y presencia universal de la Palabra de Dios ya a través de la historia humana antes de la encarnación, así como tam­bién la permanencia de semejante actividad del Lógos como tal des­pués de la encarnación de la Palabra y la resurrección de Jesucristo.

6. Ibid,pp. 212, 213, 215. 7. Ibid, p. 222.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 203

Algunos exegetas ven desde los primeros versículos del prólogo, o al menos a partir del versículo 6 (así, por ejemplo, R. Brown), una refe­rencia directa y explícita a Jesucristo como Palabra encarnada; otros, en cambio, insisten en que, a pesar del inciso de los versículos 6-8, desde el principio y hasta el versículo 14 (es decir, del versículo 1 al versículo 13 incluido) el prólogo hace referencia a la Palabra-que-se-debía-encarnar, considerada antes de su encarnación como ya presente en el misterio de Dios y operante desde el inicio de la historia huma­na. Esto es lo que queremos mostrar aquí, siguiendo a algunos exege­tas que gozan de autoridad a este respecto.

En su comentario al Evangelio de Juan, X. Léon-Dufour8 explica que el Lógos ha actuado desde el inicio de la creación (versículos 2-5) como principio de luz y de vida, instaurando una relación personal entre Dios y los hombres: como tal, «viniendo a este mundo» a la manera de la Sabiduría de Dios en Si 24, él es fuente de luz para todos los hombres y a quienes lo han acogido les ha dado «el poder de hacer­se hijos de Dios» (versículos 9 y 12). Léon-Dufour escribe, en efecto, en relación con la sinergia de Dios y del hombre en la acogida del Lógos: «Esta iluminación, en la medida en que es acogida, produce la filiación divina y esto, incluso antes de que el Logos tome figura humana, es decir, independientemente de toda vinculación explícita con Jesucristo»9. Y añade: «De la "venida" del Logos se habló ya en 1,1 Os: "estaba en el mundo" y "vino a su posesión". Si es verdad que el Logos es Dios comunicándose, la comunicación no comenzó con la encarnación, sino ya desde la creación, prosiguiendo a lo largo de toda la historia de la revelación. Sin embargo, la encarnación del Logos marca un cambio radical en el modo de la comunicación»10. El cambio consiste en el hecho de que «en adelante [la revelación] se expresa a través del lenguaje y en la existencia de un hombre entre los demás: este fenómeno de concentración en un hombre va a permitir a la reve­lación de Dios formularse directamente de manera inteligible y abrir a todos la puerta a una comunión definitiva con él»". Con todo, Léon-Dufour continúa insistiendo en que, a pesar de la novedad introducida por la encamación (versículo 14), «esta nueva etapa no suplanta a la anterior. El Logos sigue expresándose a través de la creación de la que

8. X. LÉON-DUFOUR, Lectura del Evangelio de Juan - Jn 1-4, Sigúeme, Salamanca 1989, pp. 31-118 (orig. francés: Lecture de l'évangile selon Jean I, Editions du Seuil, París 1988).

9. Ibid, p. 87. 10. Ibid, p. 90. 11. Ibid., p. 99.

Page 104: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

204 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

es autor y gracias al testimonio que rinde de la luz; son numerosos los que pueden acogerlo y hacerse así hijos de Dios. Sin embargo, en ade­lante la revelación se concentra también y sobre todo en el que va a ser designado por su propio nombre: Jesucristo (v. 17)»12. Según Léon-Dufour resulta claro no sólo que se debe hablar de una acción univer­sal de la Palabra-que-se-debía-encarnar antes de la encarnación, sino también de una acción continuada de la Palabra como tal no sólo des­pués de la encarnación de la Palabra sino también después de la resu­rrección de Jesucristo.

Otros exegetas que pueden servir de testimonios para una acción universal del Lógos antes de la encarnación y del Lógos como tal des­pués de la encarnación, según el prólogo de Juan, serían R. Schnackenburg13, J. Dupont14, A. Feuillet15 y M.-É. Boismard16. Baste con mencionar a este respecto la opinión sostenida con mucha firmeza por D. Mollat, el cual, refiriéndose explícitamente a Jn 1,9, afirma con claridad que la acción universal del Lógos como tal continúa todavía hoy. En su introducción a la exégesis de Juan", en efecto, escribe en relación con Jn 1,9: «Por tanto, en este versículo se revela explícita­mente este advenimiento de la Palabra al mundo, que en los versículos 4 y 5 se afirmaba implícitamente». Y prosigue:

«Se afirma que esta luz verdadera "ilumina a todo hombre". El pre­sente "ilumina" [...] significa que tal es su empeño propio y su cons­tante operación. Hay que entender tal obra en el sentido sobrenatural de la iluminación que se ha indicado en el versículo 4, es decir, de la iluminación salvífica a través de la cual el hombre es instruido y libe­rado, transfigurado y santificado, además de juzgado. Hay que decir que la virtud iluminadora de esta verdadera luz se extiende a todo hombre. No hay ningún hombre que no sea alcanzado por ella o al que no le llegue. Se afirma, por tanto, una relación personal de todo hombre con la Palabra»18.

12. Ibid. 13. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Juan, vol. 1, Herder, Barcelona

1980, pp. 271 -272 (orig. alemán, 1979*). 14. J . DUPONT, Essais sur la christologie de Saint Jean, Éditions de l'Abbaye de

Saint-André, Bruges 1951, p. 48. 15. A FEUILLET, Le prologue du quatriéme évangile, Desclée de Brouwer, París

1968, pp. 62-66, 166-167. 16. M-É. BOISMARD, Le prologue de Saint Jean, Cerf, Paris 1953, pp. 43-49. 17. D. MOLLAT, Introductio in Exegesim Scriptorum Sancti Johannis, PUG, Romae

1961, pp. 21-24. 18. Ibid., pp. 23-24.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 205

Parece, por tanto, que está permitido hablar de una acción de la Palabra de Dios, no sólo antes de la encarnación de la Palabra sino también después de la encarnación y la resurrección de Jesucristo, dis­tinta de la acción salvífica a través de su humanidad, a condición de que tal acción continuada de la Palabra no sea separada del aconteci­miento en el que sucedió la «concentración» insuperable de la autorre-velación de Dios según el único plan divino para la salvación univer­sal de la humanidad.

Además, se puede mostrar que tal visión concuerda con el dogma cristológico del concilio de Calcedonia19. El concilio enseña que las dos naturalezas -divina y humana- de Jesucristo, aun siendo «insepa­rables», siguen siendo «distintas». Lo mismo es igualmente verdadero en relación con las dos «acciones» u «operaciones», como explicó ulteriormente el Tercer concilio de Constantinopla20. Así pues, a pesar de la identidad personal, no existe ni confusión ni cambio entre la acción divina de la Palabra y la humana de Jesucristo. El monofisismo histórico concebía la unión de ambas naturalezas y acciones de tal modo que la naturaleza humana era absorbida en la divina; la conse­cuencia era que el ser y el actuar humano de Jesucristo perdían su inte­gridad, su autenticidad y especificidad humana. Tal monofisismo fue condenado por los dos concilios que acabamos de citar. Pero debemos estar igualmente atentos a la posibilidad real, todavía hoy, de un «monofisismo inverso», es decir, de una posible reducción de la natu­raleza divina por parte de la humana. En este caso, aunque se recono­ce que la naturaleza humana de Jesús se une a la Palabra divina, falta­rían los atributos divinos y la acción divina de la persona de la Palabra o, por lo menos, quedarían de algún modo reducidos y conmensurados a la naturaleza humana. Contra tal monofisismo inverso hay que afir­mar claramente la integridad permanente de la naturaleza divina y de la acción de la Palabra y su continuada «distinción». De esta integri­dad permanente y distinción continuada de la acción divina de la Palabra se deriva la posibilidad de una acción permanente de la Palabra como tal, distinta de la que se da a través de la humanidad de Jesucristo.

Dicho de otro modo: la Palabra de Dios, aun encarnada, sigue sien­do la Palabra de Dios; Dios sigue siendo Dios. La Palabra es siempre

19. H. DENZINGER y P. HÜNERMANN (eds.), El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 1999, nn. 301-302 (orig. alemán, 1999).

20. Ibid., nn. 635-637.

Page 105: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

206 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

aquella que «estaba en el principio junto a Dios» y por medio de la cual «todo se hizo» y continúa siendo creado (véase Jn 1,1-3), sin que el ser humano histórico de Jesús, que aún no existía, pudiese servir de ins­trumento del acto divino de creación. Del mismo modo, la Palabra per­manece siempre como la verdadera luz, la que «ilumina a todo hombre viniendo a este mundo» (Jn 1,9), a la que se suma la acción salvífica de la Palabra encarnada a través de su humanidad. Es decir, la Palabra como tal continúa compartiendo, según su carácter personal en el mis­terio de la Trinidad, la acción divina en el mundo. La Palabra sigue siendo Dios: su eternidad divina no es absorbida por su temporalidad como hombre; su función creadora no es suprimida por su condición de criatura humana; su poder «iluminador» no queda reducido a su revelación de Dios en palabras humanas. En suma, esto quiere decir que la Palabra sigue siendo lo que es en el misterio de la Trinidad, si bien, estando unida a su persona a través del misterio histórico de la encarnación, la humanidad misma de Jesús forma ya parte, de modo misterioso, del mismo misterio de Dios. He aquí por qué la acción con­tinuada, iluminadora y vivificante de la Palabra como tal se halla, en cualquier caso, «referida» a la «concentración» de la salvación divina en la Palabra, encarnada en Jesucristo, y a la permanente actualidad del acontecimiento histórico a través de la condición resucitada de su humanidad.

Pasando de la exégesis del Nuevo Testamento y del dogma cristo-lógico a la teología, podemos hacer referencia a varios teólogos que coinciden en ver la acción salvífica de la Palabra encarnada en Jesu­cristo como el sacramento de una acción más amplia, la de la Palabra eterna de Dios que abraza toda la historia religiosa de la humanidad. Cl. Geffré lo afirma explícitamente:

«Jesús es el icono del Dios vivo de una forma única, y no debemos esperar otros "Mediadores". Pero esto no nos lleva a identificar el aspecto histórico y contingente de Jesús con su aspecto "crístico" o divino. Es precisamente la ley de la encarnación de Dios a través de la mediación de la historia la que nos conduce a pensar que Jesús no pone fin a la historia de las manifestaciones de Dios [...]. Conforme a la visión tradicional de los Padres de la Iglesia es posible, por tanto, ver la economía del Hijo encarnado como el sacramento de una eco­nomía más amplia, a saber, la de la Palabra eterna de Dios que coin­cide con la historia religiosa de la humanidad»21.

21. Véase Cl. GEFFRÉ, «La singularíté du Christianisme á l'áge du pluralisme reli-gieux», en (J. Doré y C. Theobald [eds.]) Penser lafoi. Recherches en théologie aujourd'hui. Mélanges offerts á Joseph Moingt, Cerf - Assas, París 1993, pp. 351-369, aquí: pp. 365-366.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 207

E insiste: «Sin producir una ruinosa disociación entre la Pala­bra eterna y la Palabra encarnada, es legítimo [...] considerar la eco­nomía de esta última como el sacramento de una economía más vasta, la de la Palabra eterna, que coincide con la historia religiosa de la humanidad»22.

Otros autores se expresan de manera parecida, en relación con el significado de tal actividad de la Palabra para la salvación de los miem­bros de otras tradiciones religiosas y con el valor salvífico de sus tra­diciones. Un autor reciente pone de relieve la permanencia de la acción de la Palabra, con referencia explícita a la exégesis de Jn 1,9 propues­ta por Léon-Dufour. Y escribe: «Basándose en el hecho de que el Logos no es identificado desde el principio con Jesucristo, se puede concebir una prolongada acción reveladora del Logos a través de toda la historia de la salvación, no sólo antes sino también después de la encarnación»23. Y. Raguin expresa la misma idea, también con referen­cia a Jn 1,9. Para explicar la posibilidad real de salvación para todos los hombres, tanto antes como después de la encarnación, afirma que quien no haya podido conocer a la Palabra-encarnada se salvará a tra­vés de su conocimiento de la Palabra como tal. Y escribe:

«Quienes no hayan podido conocer al Padre por medio del Verbo encarnado, podrán conocerlo en su Verbo no encarnado. Por tanto, todos los seres humanos pueden conocer al Verbo de Dios, aunque no lo conozcan en su encarnación. [...] Ahora bien, en el prólogo del Evangelio de Juan leemos que el Verbo de Dios es la vida de todo lo que existe, y que esta vida se convierte en la luz de los hombres. Por tanto, todo ser humano puede hacer en su propio ser esta experiencia de vida convertida en luz, y adentrarse así, mediante la unión con el Verbo, en la intimidad con el Padre. Por eso la mayor parte de la humanidad puede entrar en relación con Dios, fuente de toda vida y de todo amor, por la mediación del Verbo, sin haberse encontrado con Jesús y sin haber conocido a Jesús»24.

Así hay que entender también la Declaración final de la Vigésimo-primera asamblea anual de la Asociación Teológica India (abril de 1998), donde se lee lo que sigue:

22. Cl. GEFFRÉ, «Théologie chrétienne et dialogue interreligieux»: Revue de l'Instituí Catholique de París 38/1 (1992), pp. 63-82, aquí: p. 72.

23. B. SENÉCAL, Jésus á la rencontre de Gauíama le Bouddha, Cerf, París 1998, p. 213.

24. Y. RAGUIN, La salvación es para todos, Sal Terrae, Santander 1998, pp. 55-56 (orig. francés: Un message de salut pour íous, Vie chrétienne, París, s.f., p. 31).

Page 106: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

208 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«Mientras celebramos este misterio misericordioso y vivo de Dios, somos conscientes no sólo del Espíritu de Dios "que sopla donde quiere", sino también de la Palabra de Dios que habla a los pueblos a través de diversas manifestaciones de modos diversos (véase Hb 1,1) y que nosotros profesamos como aquella que se encarnó en Jesús. Reconocemos con acción de gracias que es nuestra experiencia de Jesús encarnado lo que nos conduce al descubrimiento de las dimen­siones cósmicas de la presencia y acción de la Palabra. Entendemos que no podemos "ni confundir ni separar" estas diversas manifesta­ciones de la Palabra en la historia y en diversas culturas y religiones. Proclamamos con alegría nuestra experiencia de la Palabra en Jesús, por una parte, y, por otra, buscamos también la manera de entrar en contacto de modo abierto y positivo con las otras manifestaciones de la Palabra que forman parte del único misterio divino»25.

Estos diversos testimonios convergen en la afirmación de una acción salvífica de la Palabra como tal también después de la encarna­ción de la Palabra y después de la resurrección de Jesucristo. Hay que preguntarse si esta afirmación bíblica se prolongó en la teología de los Padres de la Iglesia. El elemento principal que debemos tener presen­te a este respecto es la doctrina del Lógos spermatikós en la teología del siglo II.

3. La doctrina del Lógos spermatikós en los primeros Padres de la Iglesia

Al comienzo de la era cristiana, el concepto de Lógos o Dabar ocupa­ba, tanto en la filosofía helenística como en el pensamiento semítico, un puesto preeminente en el pensamiento de los intelectuales. En la mente del filósofo helenístico, Lógos representaba un principio de inte­ligibilidad inmanente en el mundo; para el judío remitía, como perso­nificación literaria, a la manifestación y la revelación personales de YITWH. Cuando el Evangelio de Juan describió al hombre Jesús como la Palabra encarnada de Dios, esto debió aparecer como una innova­ción revolucionaria. El Lógos de los cristianos se presentaba como una «persona» distinta de YHWH y una persona divina. No obstante, a pesar

25. Significance of Jesús Christ in the Context of Religious Pluralism in India, Final Statement of the 2 1 s t Meeting of the Indian Theological Association, abril de 1998, en (E. D'Lima y M. Gonsalves [eds.]) What Does Jesús Christ Mean? The Meaningfulness of Jesús Christ amid Religious Pluralism in India, Indian Theological Association, Bangalore 1999, pp. 172-186, aquí: p. 182.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 209

de la originalidad de su carácter personal, en la mente de los primeros Padres el Lógos desempeñaba también las funciones atribuidas en el helenismo al Lógos impersonal. Pablo había hablado del significado cósmico de Cristo. La pregunta era: ¿de qué modo ejerce el Lógos esta función cósmica universal? El Lógos eterno ¿se manifestaba a todos los seres humanos, o bien su conocimiento se limitaba a la tradición judeo-cristiana? Los que habían vivido antes de esta tradición o fuera de ella, ¿tenían parte en él o sólo fueron partícipes quienes lo recibie­ron cuando vino al mundo?

Se trataba de cuestiones de enorme alcance: la creación y la histo­ria; la revelación y la encarnación; el cristianismo, las religiones y la filosofía; la naturaleza y lo sobrenatural... en la teología del Lógos esta­ban implicados, de una forma u otra, todos estos temas teológicos importantes. No todos los Padres compartieron la misma aproximación a tales cuestiones. Pero algunos afrontaron los problemas con una mentalidad abierta y pusieron los cimientos para una teología de la his­toria. Distinguieron varias edades del universo, que concibieron como estadios sucesivos de la automanifestación del Lógos divino: la Palabra divina había actuado en el cosmos desde el principio, aunque el miste­rio de su automanifestación tenía que atravesar varios periodos antes de alcanzar su punto culminante en la encarnación. Éstos son los teó­logos que nos interesan en este contexto. Concentrándonos principal­mente en el siglo n, hay que recordar rápidamente a los siguientes: el filósofo Justino, el más importante de los apologetas griegos; Ireneo que, a pesar de su enorme desconfianza con respecto a la futilidad de las especulaciones gnósticas, se convirtió, si podemos decirlo así, en el fundador de la teología de la historia; y, en la ciudad de Alejandría, donde nació la teología sistemática, Clemente, el primer teólogo espe­culativo. Todos estos Padres compartieron una visión común. No obs­tante, debemos tratarlos por separado, a fin de poner mejor de relieve sus aportaciones específicas.

a) San Justino y el Lógos sembrador

En los escritos de Justino, el Lógos tiene una función cosmológica. En él se concentra la eficacia divina de la que procede el mundo. El es la dynamis de Dios, una «Palabra energética» (loghiké dynamis), el creador y organizador del cosmos. Se podría pensar en el alma plató­nica del mundo. No obstante, la diferencia es clara: Justino habla de la existencia de la Palabra divina con Dios; todas las funciones cosmoló­gicas, todas las intervenciones de Dios en el mundo, son atribuidas de manera específica al Lógos. Se trata, de hecho, del Lógos del prólogo

Page 107: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

210 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de Juan. La función cosmológica del Lógos es, en efecto, el funda­mento de la teología de la revelación de Justino. El Padre actúa a tra­vés del Hijo: todas las manifestaciones divinas en el mundo tienen lugar a través de él. Y esto es cierto, no sólo en el acto divino de la cre­ación, sino también en el de la manifestación personal de Dios. La manifestación de Dios a través de su Palabra no se limita a la econo­mía cristiana. Tuvo lugar, antes de la encarnación de la Palabra, entre los judíos y los griegos: dondequiera que hubo personas que vivieron conforme a la Palabra y merecieron el nombre de cristianos. Escribe Justino:

«Cristo es el primogénito de Dios, su Palabra [Lógos], de la que todo el género humano ha participado [metéchein] [...]. Y así, quienes vivieron conforme a la Palabra son cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito y otros semejantes, y entre los bárbaros [= los hebreos] con Abrahán, Ananías, Azarías, Misael, Elias y otros muchos cuyos hechos y nombres, que sería largo enumerar, omitimos por ahora. De suerte que también los que antes vivieron contrariamente a la Palabra se hicieron inútiles, enemigos de Cristo y asesinos de los discípulos de la Palabra. Mas los que han vivido o viven según la Palabra son cristianos y no saben de miedo ni turbación» (1 Apol. 46,l-4)26 (Ruiz Bueno, pp. 232-233; Daniélou, pp. 42-43).

Habría que citar muchos textos, pero esto no es posible. He aquí algunos más claros: «Nuestra doctrina [de la Iglesia] supera toda doc­trina humana, porque nosotros tenemos la Palabra entera, que es Cristo, aparecido por nosotros, cuerpo, palabra y alma [soma, lógos, psyché]. Todos los principios justos que los filósofos y los legisladores han descubierto y expresado los deben a lo que han encontrado y con­templado parcialmente [katá meros] de la Palabra. Como no han cono­cido a la Palabra entera, que es Cristo, se contradijeron también con frecuencia unos a otros» (2 Apol. 10,1-3) (Ruiz Bueno, p. 272; Danié­lou, p. 43). Y también: «No porque las doctrinas de Platón sean ajenas a Cristo, sino porque no son del todo semejantes, como tampoco las de los otros filósofos estoicos, por ejemplo, poetas e historiadores. En efecto, cada uno de ellos, viendo parcialmente [katá meros] lo que está emparentado con la Palabra divina y fue sembrado por ella [toü sper-

26. Todas las citas de Justino están tomadas de D. Ruiz BUENO (ed.), Padres Apologistas griegos (siglo n), BAC, Madrid 1954 [en algún caso se ha corregido esta versión y se ha adaptado a la traducción de J. DANIÉLOU, Message évangéli-que et culture hellénistique, Desclée,Toumai 1961].

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 211

matikoü théiou lógou], pudo hablar bien; pero es evidente que quienes en puntos muy principales se contradijeron unos a otros, no alcanzaron una ciencia infalible ni un conocimiento irrefutable» (2 Apol. 13,2-3) (Ruiz Bueno, p. 277; Daniélou, p. 43). Y explica: «Los escritores pudieron ver sólo oscuramente [amydrós] la Verdad, gracias a la semi­lla [sporá] de la Palabra en ellos ingénita. Una cosa es, en efecto, la semilla [spérma] e imitación de algo que se da conforme a la capaci­dad, y otra la realidad misma, cuya participación e imitación se da, según la gracia que de aquél también procede» (2 Apol. 13,4-6) (Ruiz Bueno, p. 277; Daniélou, p. 44).

Si intentamos poner un poco de orden en estas ideas, el pensa­miento de Justino se puede resumir en los siguientes puntos:

1. Existen tres clases de conocimiento religioso: el de las naciones, el judío y el cristiano.

2. La única fuente de todo el conocimiento religioso, en cualquiera de sus clases, es el Lógos.

3. La diferencia entre las diferentes clases de conocimiento religioso corresponde a varias formas de participación en el Lógos, cuya intervención, que se extiende a todo el cosmos y a todos los seres humanos, se hizo más incisiva en Israel y se completó sólo con la llegada de Cristo en la carne.

4. Todas las personas que han conocido la Verdad y que han vivido rectamente son cristianas, en la medida en que han participado y vivido conforme al Lógos, que es toda la Verdad.

La clave de todo el sistema está en la participación diferenciada en el Lógos: todos participan en él, pero mientras que los otros han reci­bido de él sólo parcialmente (apó meros), a nosotros, a quienes se nos ha revelado la Palabra en su encarnación, se nos ha dado su manifesta­ción completa. En todas las personas se puede encontrar una semilla de la Palabra (spérma toü lógou), porque el Lógos sembrador (sperma-tikós Lógos) siembra en todos; pero sólo a nosotros se nos ha revelado el Lógos en toda su integridad. No hay que vaciar de su verdadero sig­nificado las palabras de Justino. El Lógos que él atribuye a todos no es un «producto de la razón humana», sino una participación en la perso­na de la Palabra, de la que deriva toda verdad, aunque sea parcial e incierta: aquello de lo que todos hemos participado es «la dynamis del Padre inefable y no un producto de la razón humana» (2 Apol. 10,8).

Daniélou escribe con precisión: «No hay ningún esbozo en él de un orden de verdad natural que sería el objeto de la razón y de un orden

Page 108: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

212 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de verdad sobrenatural que sería objeto de la revelación, sino que hay un conocimiento oscuro y un conocimiento claro de la única Verdad que es la Palabra»27. Las implicaciones de los textos citados son claras: toda posesión de la verdad religiosa y todo comportamiento justo deri­van, quienquiera que sea el protagonista, de una manifestación perso­nal de la Palabra eterna cuya manifestación completa es la encarna­ción. El cristianismo existe más allá de sus límites visibles y antes de su aparición histórica, pero hasta la encamación es fragmentario y ambiguo, y está escondido e incluso mezclado con el error. Podríamos preguntarnos si ésta no es ya -prescindiendo de la expresión- la teolo­gía del «cristianismo anónimo» dieciocho siglos antes de K. Rahner.

b) San Ireneo y la Palabra reveladora

Ireneo puede ser considerado el fundador de la teología de la his­toria. No se limitó a sacar a la luz el significado histórico de las eco­nomías mosaica y cristiana, sino que incorporó la economía premosai-ca dentro de la historia de la salvación, creando el espacio para un valor salvífico de las religiones prebíblicas. Ireneo organiza sistemáti­camente su teología de la historia en torno a su idea del Lógos revela­dor. En un pasaje, por lo demás bien conocido, se contiene de forma condensada toda su teología:

«Puesto que es Dios quien obra todo en todos, el saber cómo o cuan grande sea, es invisible e inefable para todas sus criaturas; mas no es en modo alguno desconocido: pues todas ellas aprenden por el Verbo que hay un Dios Padre, que contiene todas las cosas y a todas les da el ser, como está escrito en el Evangelio: "Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revela-do" [Jn 1,18]. El Hijo habla del Padre desde el principio, porque desde el principio está con el Padre, y comunica al género humano, para su utilidad, las visiones proféticas, la repartición de los carismas y sus ministerios, y en forma continuada y al mismo tiempo la glori­ficación del Padre, en el tiempo oportuno [...]. Por eso el Verbo fue hecho dispensador de la gracia del Padre para utilidad de los hom­ares, por los cuales ordenó toda[s] estafs] economía[s] [dispensatio-nes = oikonomías], para mostrar a Dios a los hombres y presentar el hombre a Dios. De esta manera custodió la invisibilidad del Padre, por una parte para que el hombre nunca despreciase a Dios y para que siempre tuviese en qué progresar; y por otra parte para revelar a Dios a los hombres, mediante una rica economía, a fin de que el hombre no cesase de existir faltándole Dios enteramente. Porque la gloria de

27. IANIÉLOU, Message évangélique et culture hellénistique, op. cit., p. 46.

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 213

Dios es el hombre viviente; y la vida del hombre es la visión de Dios. Si la manifestación de Dios por la creación da vida en la tierra a todos los vivientes, mucho más la manifestación por el Verbo del Padre da vida a aquellos que contemplan a Dios» (Adv, Haer. 4,20,6-7)28.

En este denso texto se encuentra resumida toda la teología de Ireneo: la filantropía divina que crea a los seres humanos para que pue­dan vivir; la economía de las manifestaciones divinas a través del Lógos que, presente en la creación desde el principio, revela progresi­vamente al Padre. El principio fundamental de esta teología es Visibile Patris Filius («El Hijo es lo visible del Padre»): no es exactamente el signo sacramental del Padre -pues Ireneo no piensa sólo en la Palabra encarnada-, sino, en sentido más general, la manifestación, visible o invisible, la revelación, la cognoscibilidad del Padre. En sí mismo, el Padre es, y permanece a través de todas las economías, como el des­conocido; pero se manifiesta en el Hijo: Invisibile etenim Filii Pater, visibile autem Patris Filius [«Pues lo invisible del Hijo es el Padre, y lo visible del Padre es el Hijo»] (Adv. Haer. 4,6,6). Ireneo, que no se cansa nunca de comentar Jn 1,18 y el logion «joánico» de Mateo (11,27) (véase, por ejemplo, Adv. Haer. 4,6-7), explica que todas las manifestaciones divinas tienen lugar a través del Lógos: «"Por el Hijo que está en el Padre y tiene en sí al Padre" [Jn 14,10-11] se ha mani­festado Dios aquel que es [véase Ex 3,8], al dar testimonio, como Padre, del Hijo [Mt 16,17; Jn 5,37], mientras el Hijo anuncia al Padre [Mt 11,27; Jn 11,41-42]» (Adv. Haer. 3,6,2). La primera de estas mani­festaciones divmas es la misma creación. Es ya una revelación del Lógos, ya que la misma creación es una manifestación divina: per con-ditionem ostensio Dei (Adv. Haer. 4,20,7); y todas las manifestaciones divinas son manifestaciones del Lógos:

«Pues el Hijo, en servicio del Padre, lleva todas las cosas a su per­fección, a partir de la creación hasta el final, y sin él nadie es capaz de conocer a Dios. Pues el Hijo es el conocimiento del Padre [agni-tio enim Patri Filius], y el Padre es quien revela el conocimiento del Hijo, y lo hace por medio del Hijo mismo. Por eso el Señor decía: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien su Hijo se lo quiera revelar" [revelaverif. Mt 11,27; Le 10,22]. "Se lo quiera revelar" no sólo se refiere al tiempo futuro, como si el Hijo hubiera comenzado a revelar al Padre única-

28. Las citas de Adversas haereses se toman de IRENEO DE LYON, Contra los herejes. Exposición y refutación de la falsa gnosis, ed. de Carlos Ignacio González, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, Perú 2000.

Page 109: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

214 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

mente cuando nació de María, sino que, en general, se refiere a todo el tiempo. Desde el principio el Hijo da asistencia a su propia creatu-ra, revelando a todos al Padre, según el Padre quiere, cuando quiere y como quiere. Por ello en todo y por todo uno solones el Padre, uno el Verbo y uno el Espíritu, así como la salvación es una sola para todos los que creen en él» (Adv. Haer. 4,6,7).

Ireneo encuentra en el orden mismo de la creación una manifesta­ción histórica y personal del Lógos. En su visión, el conocimiento que la persona humana tiene de Dios es ya una respuesta a una iniciativa personal de Dios como persona infinita que se dirige misericordiosa­mente a nosotros. En todo caso, tal encuentro es un encuentro con el Lagos: de hecho, a través de la creación el Lógos habla a las personas. En otras palabras, el propio orden de la creación es parte de la mani­festación histórica y personal de Dios. Escribe Ireneo: «En efecto, el Verbo revela a Dios creador por medio de la misma creación, al Hace­dor del mundo por medio del mundo, al artista Plasmador por medio de los seres plasmados, y por medio del Hijo al Padre que engendró al Hijo» (Adv. Haer. 4,6,6).

La revelación del Padre por parte del Hijo constituye una economía permanente. El orden de la creación es sólo la primera fase de la mani­festación de Dios a través del Lógos. Dicha fase va seguida por las eco­nomías judía y cristiana. Después de haber considerado la creación, Ireneo escribe: «Así también por medio de los profetas el Verbo se pre­dicó a sí mismo y al Padre. También en este caso todos oyeron lo mismo, pero no todos creyeron igualmente. Y, finalmente, el Padre se manifestó en su Verbo hecho visible y palpable: todos vieron al Padre en el Hijo, aunque no todos creyeron en él. Pues lo invisible del Hijo es el Padre, y lo visible del Padre es el Hijo» {Adv. Haer. 4,6,6). Ireneo atribuye inequívocamente al Lógos la automanifestación de Dios en la economía antigua. Todas las teofanías del Antiguo Testamento se apli­can a la Palabra: son teofanías en la medida en que son Logo-fanías. Usando las expresiones del mismo Ireneo, diríamos que la Palabra estaba «presente en las», «descendió a las» o «atravesó las» economí­as veterotestamentarias; en las teofanías estaba presente preparando su venida futura en la carne.

En efecto, cabe preguntar si la teología de la revelación universal de la Palabra, expuesta por Ireneo de forma tan brillante, muestra sufi­ciente conciencia del significado único e insustituible de su venida en la carne. Si la historia de Israel está ya llena de las intervenciones per­sonales de la Palabra, ¿qué sucede con el ephápax del acontecimiento Cristo? Si la Palabra anticipa de alguna forma su encarnación en los

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 215

acontecimientos tipológicos del Antiguo Testamento, ¿no queda por ello gravemente herida la novedad de su venida en la carne? La res­puesta es negativa, porque queda toda la diferencia entre Cristo anun­ciado y Cristo dado. Ireneo escribe: «Sabed que aportó consigo toda la novedad que había sido anunciada [omnen novitatem attulit seipsum afferens], que había sido anunciado» (Adv. Haer. 4,34,1). Ireneo no duda en modo alguno que el Lógos se hizo desde el principio presente a la humanidad por su universal función reveladora; las Logo-fanías del Antiguo Testamento son para él auténticas anticipaciones de la Cristo-fanía. No obstante, la manifestación humana de Cristo que tuvo lugar una vez para siempre en el espacio y en el tiempo constituye a su juicio una amplia garantía de la novedad del cristianismo histórico. En efecto, si en la economía antigua el Lógos era en un cierto sentido ya visible -visible a la mente, en la medida en que es la revelación, la manifestación del Padre (visibile Patris)-, a los ojos de la carne se hizo visible sólo a través de su llegada en la carne. Ireneo distingue dos modos de visibilidad de la Palabra, que se corresponden mutuamente en el sentido de que aquel a cuya naturaleza corresponde manifestar al Padre a las mentes de las personas, lo muestra, una vez encarnado, a sus ojos. No obstante, las dos manifestaciones siguen siendo esencial­mente distintas. Pues si el Lógos revela al Padre desde el principio, mediante su encarnación se hace -si usamos una terminología moder­na- el «sacramento del encuentro con Dios». El Cristo histórico es una Logo-fanía sacramental. La asunción de la carne humana constituye la misión decisiva del Hijo, la cima de la manifestación del Padre a tra­vés de la visibilidad del Lógos.

c) Clemente de Alejandría y el Lógos de la alianza

La primera característica que distingue la teología de la Palabra de Clemente es el acento que pone en el término Lógos. El principio fun­damental de su cristología sigue siendo el de Ireneo: toda manifesta­ción personal del Padre tiene lugar a través del Lógos: «Compren­demos al Desconocido sólo por la gracia divina y por el Lógos que pro­cede de él» (Stro. 5,12)29. Más exactamente, Clemente distingue en el Padre lo que es totalmente incognoscible y lo que puede ser conocido una vez que se ha manifestado en el Hijo (véase Excerpta 23,5). Pero

29. Las citas de Stromata están tomadas de CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, en The Ante-Nicene Fathers, vol. 2, A. Roberts y J. Donalson (eds.), Eerdmans, Grand Rapids (Mich.) 1979, (ANF 2), aquí: ANF 2, p. 464 (ed. cast.: Stromata I, Ciudad Nueva, Madrid 1996; Stromata ll-III, Ciudad Nueva, Madrid 1998).

Page 110: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

216 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

hay que mencionar una diferencia significativa: mientras que al pare­cer Justino e Ireneo atribuyen todo conocimiento de Dios a la acción de la Palabra divina, Clemente distingue dos niveles diferentes. Un conocimiento común y elemental de Dios se puede conseguir median­te el uso de la razón (lógos, que indica aquí la razón humana); tal cono­cimiento es accesible a todos los seres humanos y es llamado natural: «Siempre y en todos los hombres dotados de sentido hubo una mani­festación natural [physiké's] del único Dios omnipotente» (Stro. 5,13). En un nivel diferente, es la acción personal del Lógos la que introduce a las personas en los secretos de Dios, de otro modo inaccesibles. ¿Hasta dónde se extiende tal acción? Más allá de los límites de la tra­dición judeo-cristiana, porque el mundo «pagano» tuvo sus profetas. La filosofía de los griegos -término que hay que entender en la densa acepción de Clemente, es decir, incluyendo la sabiduría y la religiosi­dad humanas- atestigua la concesión de una especial asistencia divina. La filosofía viene de Dios; para el mundo griego constituye una eco­nomía divina diversa, si no igual, bajo cualquier aspecto, que la eco­nomía judía de la Ley. Ambas fueron pensadas por Dios para llevar a las personas a Cristo. En efecto, la filosofía había sido para los griegos un instrumento de salvación que Dios les había dado. Clemente no duda en definir la filosofía como alianza (diatheké) concluida por Dios con las personas, y como plataforma (hypobáthra) hacia la filosofía de Cristo. Escribe: «Ciertamente no nos equivocaremos si, hablando en general, decimos que Dios nos ha dado todas las cosas necesarias y úti­les para la vida y, mejor, que la filosofía fue dada a los griegos como una alianza (diatheké) propia, que sirviese de base (hypobáthra) para la filosofía cristiana» (Stro. 6,8).

Pero, como en el caso de la misma Ley judía, la filosofía tuvo la función de servir de transición. Después de haber preparado a las per­sonas para la venida de Cristo, tiene que ceder el paso a éste; al igual que una lámpara pierde su razón de ser cuando ha salido el sol, así tam­bién la filosofía cuando ha venido Cristo (Stro. 5,5). La filosofía es un conocimiento parcial, sólo Cristo es la verdad entera. Lo que, según Clemente, vale para la filosofía griega, es cierto afortiori para las sabi­durías orientales. Los auténticos guías de la humanidad son los anti­guos filósofos que, verdaderamente inspirados por Dios e influidos por el Lógos, enseñaron las verdades divinas a las naciones. Clemente cita, entre otros: «...los gimnosofistas de India y los otros filósofos no grie­gos. Y éstos son de dos categorías: los llamados sarmanes y los brah­manes!...]. Entre todos los habitantes de India hay quienes obedecen las prescripciones de Buda. A éste le honran como dios por su extrema

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 217

dignidad» (Stro. 1,15). Esto equivale a afirmar, junto con la presencia de una verdad cristiana parcial en la tradición budista y en la tradición hindú, un significado positivo de tales tradiciones en la historia de la salvación.

Antes de los Stromata, Clemente había escrito el Protréptico (Ex­hortación a los paganos), donde había elaborado una teología logocén-trica, afirmando que el Lógos activo en el judaismo, y también en lo mejor que ofrecían los filósofos y los poetas griegos, era el mismo Lógos que se había encarnado en Jesucristo. Clemente subraya, como había hecho Ireneo antes que él, la identidad entre el Logoí-todavía-no-encarnado y el Logcs-hecho-carne, afirmando al mismo tiempo la total novedad introducida por la encarnación de la Palabra, comparada con sus manifestaciones anteriores a la humanidad. La percepción que los filósofos tuvieron de la verdad por medio del Lógos seguía siendo todavía parcial; es en Jesucristo, el Lógos encarnado, donde la verdad sobre Dios se revela plenamente a los seres humanos, como también la vida verdadera en Dios, el cual, a través de su Palabra-hecha-carne, comparte con nosotros su mcorruptibilidad e inmortalidad. Para Cle­mente, «la Palabra del Padre, la luz benigna, el Señor que nos trae la luz, la fe y la salvación para todos» (Protrept. 8,80) actuó en todas par­tes, llevando la luz y la verdad. El Lógos es «la luz de los hombres» (Protrept. 9,84); «no está escondido para nadie. Es la luz de todos, ilu­mina a todos los hombres» (Protrept. 9, 88). Cualquiera que fuera la manifestación de la Palabra que hubo en la verdad percibida por los filósofos, sigue siendo cierto que la plenitud de la manifestación de Dios en su Palabra se encuentra en Jesucristo, la Palabra hecha hom­bre. Escribe Clemente: la Palabra de Dios «se hizo hombre, para que también tú, en cuanto hombre, aprendas cómo un hombre puede llegar un día a ser dios» (Protrept. 1,8)30.

d) Interpretación de la teología del Lógos de los Padres

En la teología del Lógos de los primeros Padres de la Iglesia no fal­tan cuestiones de difícil interpretación. En este estudio no podemos abordarlas todas. Ahora bien, hay una pregunta que se impone aquí especialmente a nuestra atención en el contexto de la presente investi­gación. El Lógos que, en las obras de los tres autores citados, está pre­sente en todas partes entre los humanos, ¿se remonta al lógos inma­nente o «razón» de la stoa y de Filón de Alejandría? ¿O hay que iden-

30. Las citas están tomadas de CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protréptico, ed. de María Consolación Isart Hernández, Gredos, Madrid, 1994.

Page 111: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

218 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

tifícarlo con la Palabra de Dios del prólogo del Evangelio de Juan, pre­sente y activa en toda la historia humana y finalmente encarnada en Jesucristo? La respuesta a estas cuestiones tiene consecuencias impor­tantes para la teología propuesta por los tres autores. Si resulta correc­ta la primera interpretación, todo lo que se puede leer en los textos es la consecución de una verdad «natural» mediante el uso filosófico de la razón. En cambio, si es correcta la segunda, lo que se afirma es una presencia y una acción universal del Lógos inmanente de Dios en la historia humana; se trataría entonces de una referencia, a través del prólogo del cuarto Evangelio, a la «personificación literaria» de la Palabra de Dios (dábár), que en el Antiguo Testamento indicaba a Dios mismo -por el hecho de que se manifestaba en la historia con obras y palabras- y en el Nuevo Testamento es puesta en relación con la per­sona de la Palabra que está eternamente «junto a Dios» y está presen­te y actúa a través de toda la historia de la salvación.

Por lo demás, esta cuestión no puede recibir una respuesta unilate­ral. Ya el prólogo del Evangelio de Juan introduce en su concepción de la Palabra de Dios activa en la historia características del Lógos de la filosofía estoica; los primeros Padres de la Iglesia continuaron hacién­dolo. Dieron, pues, al Lógos un significado complejo, pues concibie­ron la Palabra de Dios como principio de inteligibilidad de la creación, del mundo y de la historia. Pero ellos atribuyen esta función al Lógos personal presente en el misterio divino y activo a través de toda la his­toria, de la que habla el prólogo de Juan. De esta manera los Padres combinaban valerosamente el concepto estoico de la razón inmanente en el universo con la tradición bíblica de la Palabra que sembró sus semillas entre los hombres. De este modo nos invitan a afirmar una presencia de la Palabra de Dios a los hombres fuera de la tradición judeo-cristiana.

Pero es necesario también preguntarse qué importancia teológica atribuían nuestros autores a la influencia del Lógos divino fuera de la economía cristiana, en la sabiduría griega y en otras partes. Además, hay que preguntar si tal eficacia la referían exclusivamente a los tiem­pos precristianos o si, por el contrario, se podía ver como una exten­sión del periodo siguiente al acontecimiento Cristo. En este último caso, ¿qué valor tenía la presencia activa de la Palabra de Dios entre las personas humanas en función de la concesión de la gracia divina y de la justificación por la fe? Es cierto que los Padres consideraban la pre­sencia activa del Lógos en la época precristiana como una «pedagogía» divina de las cosas futuras, o bien -empleando la expresión posterior­mente utilizada por Eusebio de Cesárea- como una «preparación para

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 219

el evangelio» (praeparatio evangélica). Clemente escribe explícita­mente que la filosofía había sido dada a los griegos como bien prima­rio, «antes de llamarles también a ellos mismos el Señor, ya que tam­bién la filosofía educaba [epaidagógei] a los griegos, al igual que la Ley a los judíos, hacia Cristo» (Strom. 1,5,3). Pero el valor de la Sabiduría griega como «educadora» hacia el evangelio, ¿se agotó con el acontecimiento histórico de Jesucristo? ¿O continúa también des­pués, hasta el tiempo en que los individuos concretos son interpelados personalmente por el mensaje cristiano? Parece que se debe sostener la segunda interpretación. Según nuestros autores, la filosofía griega y otros tipos análogos de sabiduría concedidos a los humanos por la Palabra de Dios no habían perdido su papel en la economía de la sal­vación, ni siquiera después de la venida histórica del Señor: su papel providencial duraba mientras los individuos fueran interpelados direc­tamente por el mensaje cristiano.

Pero sigue planteada la cuestión decisiva del significado teológico de la pedagogía divina precristiana y procristiana que actúa a través del Lógos, en relación con la concesión de la vida y la gracia divina fuera de los límites del rebaño cristiano, tanto antes como después del acon­tecimiento Cristo. Contra las interpretaciones según las cuales existe la idea de una diferencia «cualitativa» entre la justificación precristiana y la gracia cristiana -que se debe entender en el sentido de que en la pri­mera no está la presencia inmanente del Espíritu Santo que caracteriza a la gracia del Nuevo Testamento- hay que decir que, si bien es cierto que la gracia divina es en toda situación histórica la autodonación del Dios uno y trino, debe ser sustancialmente idéntica en todos los casos. De hecho, la diferencia entre los dos «regímenes» de la autocomuni-cación de Dios en la gracia, tanto antes como después del aconteci­miento Cristo, consiste en la intervención en el segundo caso de la humanidad glorificada de Jesucristo como canal universal de la gracia mediante la resurrección de entre los muertos y, por tanto, como canal de la comunicación, a través de ella, de la inhabitación del Espíritu.

Todo esto hace ver la importancia y la relevancia actual de la pri­mera teología del Lógos divino, tanto en la Biblia como en la primera tradición, para una teología abierta de las religiones en la que se pueda afirmar la presencia y la acción universal del Lógos de Dios en las per­sonas pertenecientes a otras tradiciones religiosas y en las mismas tra­diciones. El Lógos de Dios ha sembrado sus semillas a través de toda la historia de la humanidad y continúa sembrándolas hoy fuera de la tradición cristiana. Existe, por tanto, una acción iluminadora y salvífi-ca del Lógos también después de la encarnación de la Palabra y la resu-

Page 112: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

220 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

rrección de Jesucristo, que hace que se pueda descubrir un valor posi­tivo de las religiones del mundo en el orden de la salvación según el plan divino para la humanidad. La teología de la Palabra que siembra sus semillas es de por sí capaz de conducir hacia una teología de la his­toria de la salvación y de las religiones del mundo en su relación con el acontecimiento Cristo en el que culmina la automanifestación de Dios a la humanidad.

Hay que lamentar el hecho de que a través de los siglos la teología haya perdido el significado profundo de la teología de la Palabra sem­bradora, reduciendo varias veces el significado de su presencia univer­sal a la posibilidad innata en todos los hombres de alguna suerte de conocimiento natural de Dios. De este modo, se perdía una fuente rica en valoraciones positivas de las tradiciones religiosas fuera de la tradi­ción judeo-cristiana. Las «semillas de la Palabra» quedaban reducidas a dones de la naturaleza humana «capaz de Dios», sin que indicasen ya la presencia y la acción universal de la Palabra de Dios como autoco-municación personal de Dios a los hombres. El concilio Vaticano II hizo suya la expresión patrística de las «semillas de la Palabra» pre­sentes en las otras tradiciones religiosas (véase Ad gentes 11,15), pero sin indicar nunca qué significado había que dar a la expresión tradi­cional. ¿Se trata de algo que pertenece a la naturaleza o bien de dones personales de Dios a través de su Palabra? La ambigüedad que persis­te en relación con el significado entendido hace que no se pueda atri­buir con seguridad al concilio -como indicamos anteriormente- la idea de un significado positivo de las tradiciones religiosas en el orden de la salvación de sus miembros. La tarea de la reflexión teológica pos­conciliar consistió en desarrollar tal valoración positiva de las religio­nes, al menos en parte a través de un redescubrimiento de la teología de la Palabra de Dios umversalmente presente y activa. Queda por mostrar, en la segunda parte de este capítulo, de qué manera tal acción universal de la Palabra de Dios se combina, en el único plan divino para la humanidad, con el acontecimiento histórico Jesucristo en el que culmina la historia del compromiso personal de Dios en relación con los hombres.

II. Universalidad de la Palabra y centralidad del acontecimiento Jesucristo

Queda, pues, por mostrar que entre la presencia universal y activa de la Palabra de Dios y el significado salvífico único del acontecimiento histórico Jesucristo no hay contradicción. Toda esta cuestión gira en

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 221

torno a tres palabras: separación, distinción, identificación. No hay que identificar ni separar la acción universal de la Palabra y el aconteci­miento histórico Jesucristo; con todo, siguen siendo distintos. Hay que armonizar estos dos elementos entre sí en el plan divino para la huma­nidad. Si bien es cierto que la actividad de la Palabra sobrepasa los límites de espacio y tiempo y, por tanto, no puede quedar reducida, a modo de identificación indebida, con la existencia histórica de Jesu­cristo, también es igualmente cierto que la inserción personal de la Palabra de Dios en la historia de la humanidad a través del misterio de la encarnación tiene, en el desarrollo de la historia de la salvación, un significado «constitutivo» de salvación totalmente inaudito.

Ciertamente es necesario afirmar, siguiendo el prólogo de Juan, una presencia universal de la Palabra antes de su encarnación en Jesucristo (Jn 1,1-4). Él era «la luz verdadera que ilumina a todo hom­bre» viniendo a este mundo (Jn 1,9). No obstante, esta presencia y esta acción anticipada de la Palabra antes de la encarnación -las cuales con­tinúan también después de la encarnación- no impiden al Nuevo Testamento ver en la Palabra-encarnada, de la que también se habla en el prólogo del Evangelio de Juan (1,14), al Salvador universal de la humanidad, el único Mediador entre Dios y los hombres (véase 1 Tm 2,5). El cristianismo ha interpretado tradicionalmente estos datos en el sentido de que, cualesquiera que sean las manifestaciones divinas a tra­vés de la Palabra como tal, el acontecimiento Jesucristo sigue siendo el punto culminante del designio de Dios para la humanidad y de la historia a través de la cual tal designio se está desarrollando. La Palabra como tal y la Palabra encarnada pertenecen juntas a una única historia de la salvación. Logocentrismo y cristocentrismo no se con­traponen entre sí; se reclaman mutuamente en una sola economía. Esto es lo que debemos mostrar con más claridad.

1. Centralidad del acontecimiento Jesucristo

Hay que cimentar la unicidad y la universalidad salvífica constitutiva del acontecimiento Jesucristo sobre la identidad personal de Hijo de Dios. La cristología de los años recientes ha mostrado con razón -lo hemos recordado anteriormente- que el punto de partida del discurso cristológico debe ser la realidad humana o, mejor dicho, la experiencia humana histórica de Jesús de Nazaret. Por tanto, siguiendo el desarro­llo que obraba ya en la reflexión cristológica del Nuevo Testamento, la cristología debe partir desde «abajo», no desde «arriba», es decir, de la

Page 113: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

222 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

persona de la Palabra preexistente en el misterio de Dios. Pero también es verdad que, para ser integral y completa, la cristología desde abajo debe conducir, a través del dinamismo intrínseco propio de la fe, hacia una cristología desde arriba, es decir, una cristología que no se deten­ga en el ser humano de Jesús en el que «Dios está presente y actúa» (véase Hch 2,22), sino que suba, si nos atenemos a la reflexión cristo-lógica joánica, hacia el misterio de la persona de la Palabra de Dios preexistente, que se hizo hombre en Jesucristo (Jn 1,1-14).

Es preciso afirmar claramente que ninguna otra consideración, fuera de la identidad personal de Jesucristo, como Hijo unigénito de Dios, puede ofrecer a su unicidad y universalidad salvífica un funda­mento teológico adecuado. Los valores evangélicos que sostiene, el reino de Dios que anuncia, el proyecto o «programa» humano que pro­pone, su opción por los pobres y los marginados, su denuncia de la injusticia, su mensaje de amor universal: todo esto contribuye induda­blemente a la diferencia y la especificidad de la personalidad de Jesús; pero nada de todo esto podría desempeñar el papel determinante para hacerlo -o reconocerlo como- constitutivamente único para la salva­ción humana. El fundamento teológico del significado único del acon­tecimiento Jesucristo está, por tanto, en el hecho de que, a través del misterio de la encarnación, la Palabra de Dios se introdujo, de una vez para siempre (ephápax), personalmente en la realidad humana y en la historia del mundo. A través de ella Dios ha instaurado con toda la humanidad un vínculo de unión ya indisoluble. Como dice la constitu­ción Gaudium et spes del concilio Vaticano II: «El Hijo de Dios con su encamación se ha unido en cierto modo con todo hombre» (n. 22). La encarnación representa el modo más profundo, más inmanente, con el que Dios se ha comprometido personalmente con la humanidad en la historia. De ello se sigue que el acontecimiento Jesucristo en su totali­dad, desde la encarnación a la resurrección y glorificación, sella el pacto decisivo que Dios concluye con la humanidad. Él es y permane­ce a lo largo de toda la historia como el sacramento, el sello del pacto. Por ello el acontecimiento Jesucristo tiene, en la historia de la salva­ción, un puesto único, insustituible. Es ciertamente elemento constitu­tivo del misterio de la salvación para toda la humanidad.

Es preciso, por tanto, afirmar ante todo claramente la identidad per­sonal entre la Palabra de Dios y Jesucristo. Jesucristo no es sino la Palabra de Dios que se hizo hombre en la historia humana. Por consi­guiente, no se puede establecer jamás entre ellos una separación tal que niegue la identidad personal. Éste es justamente el significado esencial del misterio de la «unión hipostática», esto es, de la unión de la huma-

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 223

nidad de Jesús en la persona divina de la Palabra. Tal unión se realiza independientemente del estado, ya sea kenótico o glorificado, del sef humano de Jesús. Es verdad que la transición del estado kenótico al glorificado implica una transformación verdadera y profunda de todo el ser humano de Jesús. Pero en ambas situaciones se trata igualmente de la humanidad de la Palabra de Dios encarnada. Tal humanidad comienza a existir en el tiempo con el misterio de la encarnación, estando sometida al condicionamiento del tiempo y del espacio; pero perdura más allá de la muerte en el estado glorificado y resucitado, una vez que se ha convertido ya en «metahistórica» o «trans-histórica», es decir, por encima del condicionamiento del tiempo y del espacio. Tal transformación real hace que el significado salvífico del acontecimien­to Cristo y del misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús siga siendo actual a través de todos los lugares y todos los tiempos.

A esta Palabra de Dios encarnada en Jesucristo atribuye la teología paulina y postpaulina la «primacía» en el designio divino para la humanidad, tanto en el orden de la creación como en el de la re-crea­ción. Según los signos cristológicos de las cartas a los Efesios (1,3-14) y a los Colosenses (1,15-20), Jesucristo se encuentra en el centro del pensamiento divino eterno para la humanidad y el mundo. Dios no ha pensado jamás ni el mundo ni la humanidad sin que fuesen queridos en su Palabra que se había de encarnar, a la que, por tanto, pertenece la primacía en los dos órdenes (el de la creación y el de la re-creación). En él hemos sido «elegidos antes de la creación del mundo» (Ef 1,4), predestinados a ser sus hijos adoptivos (1,5) según su «designio de recapitular [anakephalaiósasthai] en Cristo todas las cosas» (1,10). «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud [pleróma] y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos» (Col 1,19-20), Jesucristo se encuentra eternamente en el centro de la intención de Dios en su acto de la creación del mundo.

A pesar de todo esto sigue siendo cierto que el acontecimiento his­tórico Jesucristo, de por sí y por necesidad, es particular y está cir­cunscrito por límites en el espacio y en el tiempo. La existencia huma­na de Jesús pertenece a un tiempo y un lugar precisos; el misterio mismo de la resurrección es un acontecimiento inscrito puntualmente en la historia, aunque introduzca al ser humano de Jesús en una condi­ción «metahistórica». Y, si bien es cierto que en el estado glorificado del Resucitado el acontecimiento histórico salvífico se hace presente y actual para todos los tiempos y lugares, también sigue siendo igual-mente verdadero que tal acontecimiento de por sí no agota -ni puede

Page 114: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

224 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

agotar- el poder revelador y sal vírico de la Palabra de Dios. Así como no se puede separar jamás al ser humano de Jesús de la persona de la Palabra de Dios, tampoco es posible identificarlos recíprocamente, pues las dos naturalezas siguen siendo distintas en la unión personal.

Así pues, hay que entender correctamente el modo en que los pri­meros Padres hablaban cuando afirmaban que en la encarnación se nos había manifestado la «integridad» de la Palabra. Sirve de ejemplo san Justino, donde, como hemos recordado antes, escribe que, mientras en otro lugar, es decir, fuera de la encarnación, la Palabra fue comunicada «parcialmente» (katá meros), en Jesucristo «toda la Palabra se ha apa­recido a nosotros» (2 Apol. 8,1). Es indudable que la Palabra se había manifestado en Jesucristo del modo más completo posible en la histo­ria o, mejor dicho, en el modo más profundamente humano que se pueda jamás concebir y, por tanto, en el más adecuado a nuestra natu­raleza humana. Pero, paradójicamente, tal modo más humano de auto-manifestación implicaba de por sí los propios límites y las propias imperfecciones. La Palabra de Dios está más allá de cuanto pueda manifestar y revelar de ella el ser humano de Jesús asumido personal­mente por ella. Jesucristo, por tanto, es en su humanidad el «sacramen­to universal» -signo eficaz- del misterio de la salvación que Dios ofre­ce a través de su Palabra a toda la humanidad; pero el Dios que salva a través de ella sigue estando más allá del ser humano de Jesús, a pesar de su identidad personal con la Palabra, incluso una vez alcanzada su gloria. Jesucristo resucitado y glorificado no sustituye al Padre; tampo­co su ser humano glorificado agota a la misma Palabra, nunca total­mente contenida en una manifestación histórica, cualquiera que sea.

2. Universalidad de la Palabra

Vemos entonces cómo el valor salvífico universal del acontecimiento histórico Jesucristo deja espacio para una acción iluminadora y salví-fica de la Palabra como tal, tanto antes de la encarnación como después de la resurrección de Jesucristo. El fundamento de tal acción de la Palabra en la revelación bíblica y en la tradición ha sido expuesto en la primera parte del capítulo. Queda por mostrar que tal acción universal de la Palabra se combina orgánicamente, en el único plan divino para la humanidad, con el valor salvífico del acontecimiento Cristo.

Hemos notado anteriormente una diversidad y multiplicidad de manifestaciones divinas por medio de la Palabra a través de la historia. No todas estas manifestaciones y revelaciones divinas tienen idéntico

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 2 2 5

espesor, ni el mismo valor y significado. Pero todas ellas son Logo-fanías, en el sentido de manifestaciones de Dios a través de su Palabra. Ireneo, como hemos recordado antes, podía ver toda la economía de la salvación como realidad compuesta de varias manifestaciones divinas a través de la Palabra; pero seguía siendo verdad que la encarnación de la Palabra en Jesucristo implicaba «algo totalmente nuevo» [omnem novitatem attulit seipsum afferens] (Adv. Haer. 4,34,1), debido a su venida personal en la carne.

Esto significa que la acción salvífica de Dios, que obra siempre en el marco de un designio unitario, es única y al mismo tiempo presenta diversas facetas. No prescinde nunca del acontecimiento Cristo, en el que encuentra su máxima densidad histórica. No obstante, la acción de la Palabra de Dios no está exclusivamente vinculada al hecho de que en la historia se hizo hombre en Jesucristo. La mediación de la gracia salvífica de Dios a la humanidad asume dimensiones diferentes que deben ser combinadas e integradas entre sí.

El acontecimiento Cristo, aun cuando presente y realizado inclusi­vamente en distintos tiempos y lugares, no agota el poder de la Palabra de Dios que se ha hecho carne en Jesucristo. La actividad de la Palabra sobrepasa los límites que marcan la presencia operativa de la humani­dad incluso glorificada de Jesús, del mismo modo que la persona de la Palabra sobrepasa al ser humano de Jesucristo, a pesar de la «unión hipostática», o sea, en la persona. Se puede entrever así de qué modo en las otras tradiciones religiosas del mundo pueden estar presentes semillas «de verdad y de gracia» (Ad gentes 9) que sirven, para sus seguidores, de «caminos» o «vías» de salvación. Fue la Palabra de Dios la que sembró sus semillas en las tradiciones religiosas. Pero tales semillas no deben ser entendidas sólo como «adarajas» (pierres d'at-tente) humanas, dones de la naturaleza, a la espera de una automani-festación divina que se verificará en un futuro indeterminado, sino que deben ser comprendidas por derecho propio como automanifestación y autodonación divina, si bien inicial y germinal.

La incomparable fuerza iluminadora de la Palabra divina -que era «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» viniendo a este mundo (Jn 1,9)- ha obrado universalmente antes de su manifestación en la carne y sigue obrando a través de toda la historia de la salvación, tam­bién después del acontecimiento Jesucristo y más allá de los confines del cristianismo. Como ya vieron los primeros apologetas, las personas podían ser efectivamente iluminadas por la Palabra, fuente de luz divi­na. Pero no eran sólo los individuos -Sócrates, Buda y otros- los úni­cos que podían recibir de la Palabra alguna verdad divina; también las

Page 115: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

226 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

empresas humanas -la filosofía y la sabiduría griegas, además de la sabiduría asiática- eran canales a través de los cuales la luz divina lle­gaba a las personas.

De ello se sigue que las tradiciones religiosas, en las que quedó codificado el recuerdo de las experiencias con la Verdad divina de los videntes y de los profetas de los pueblos del mundo, contienen semi­llas de verdad y de gracia sembradas en ellas por la Palabra, por medio de las cuales permanece activa y operante su virtud iluminadora y su fuerza. La Palabra divina continúa esparciendo sus semillas en medio de los pueblos y las tradiciones religiosas: la verdad revelada y la gra­cia salvífica están presentes en ellas mediante su actividad.

Es importante, sin duda, salvaguardar la unidad del designio divi­no para la salvación de la humanidad, designio que abarca toda la his­toria humana. El hacerse-hombre de la Palabra de Dios en Jesucristo, su vida, muerte y resurrección humanas son el punto culminante del proceso histórico de la autocomunicación divina, el fundamento que sostiene todo el proceso, su clave interpretativa. La razón de este hecho es que la «humanización» de la Palabra marca la profundidad no supe­rada -e insuperable- de la autocomunicación de Dios a los seres huma­nos, la suprema modalidad de inmanencia de su estar-con-ellos.

Pero no se debe consentir que la centralidad de la dimensión encar-nacional de la economía salvífica de Dios ensombrezca la presencia y la acción permanente de la Palabra divina. La iluminación y el poder salvífico de la Palabra no quedan circunscritos por la particularidad del acontecimiento histórico, sino que trascienden toda barrera espacial y temporal. El acontecimiento histórico Jesucristo, constitutivo de salva­ción, y la actividad universal de la Palabra divina no constituyen dos economías diversas, paralelas, de salvación; sino que representan aspectos complementarios e inseparables en un plan divino único pero diversificado para toda la humanidad.

* * *

El objetivo de la exposición anterior ha sido mostrar la importancia y la relevancia de la teología de la Palabra de Dios para una teología «abierta» de las religiones. De todo lo dicho parece resultar claro que existe una acción continuada de la Palabra como tal, acción que se combina, en el designio divino para la humanidad, con el valor salvífi­co universal del acontecimiento histórico Jesucristo. Este aconteci-

LA PALABRA DE DIOS, JESUCRISTO Y LAS RELIGIONES DEL MUNDO 2 2 7

miento mantiene su valor salvífico universal, realizándose a través del estado resucitado de la humanidad de Jesús en todos los tiempos y en todos los lugares; pero hay que situarlo en el ámbito más amplio de las manifestaciones divinas en su Palabra como tal a través de toda la his­toria de la humanidad. Así pues, dos factores explican la posibilidad de la salvación divina de los miembros de las otras tradiciones religiosas: el carácter inclusivo del acontecimiento Jesucristo, por una parte, y la universalidad de la presencia activa de la Palabra como tal, por otra. Estos dos aspectos se combinan en el único plan divino de salvación.

La teología de la Palabra de Dios ayuda también a entrever el papel positivo que las otras tradiciones religiosas pueden desempeñar en el misterio de la salvación divina de sus miembros. Con ella la teología de las religiones da un salto cualitativo hacia una problemática nueva. Como hemos explicado anteriormente, en los últimos decenios se ha pasado de la cuestión de la posibilidad de la salvación cristiana para los miembros de las otras religiones a la de un eventual papel positivo desempeñado por las religiones en el misterio de la salvación de los miembros que a ellas pertenecen. Actualmente la problemática está dando otro paso adelante que consiste en preguntarse si las otras tradi­ciones religiosas tienen -o no- de por sí un significado positivo en el designio divino para la humanidad. Ésta es la pregunta acerca de si el pluralismo religioso en el que estamos viviendo es sólo un pluralismo de hecho o también de principio. Si -como aquí se sugiere- toda reli­gión tiene su fuente originaria en una automanifestación de Dios a los seres humanos a través de su Palabra, el principio de la pluralidad encuentra su fundamento primario en la sobreabundante riqueza y variedad de las automanifestaciones de Dios a la humanidad.

Se llega, así, a una conclusión diversa de aquello que en el pasado la teología tradicionalmente ha afirmado y dado por supuesto muchas veces. La valoración negativa tradicional con respecto a las religiones se apoyaba, entre otros factores, en un olvido de la teología de la Pa­labra de Dios, atestiguada por la Biblia, ya en el Antiguo Testamento, y prolongada en la teología de los primeros Padres de la Iglesia. Parece que el redescubrimiento de esta teología abre la puerta para una valo­ración positiva renovada de las religiones. Pero hay que entender bien que la solución aquí ofrecida es una propuesta hecha a la reflexión teo­lógica. Su mérito consiste en combinar dos convicciones profundas: la universalidad de Jesucristo salvador, por una parte y, por otra, el valor salvífico y el significado positivo de las otras tradiciones religiosas en el designio divino para la humanidad. Con todo, es una propuesta que

Page 116: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

228 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

sigue siendo provisional y abierta a un perfeccionamiento ulterior. La teología debe, en todo caso, mantener sólidamente el sentido del mis­terio, de la trascendencia no sólo de Dios, sino también de su plan de salvación. En este caso su pretensión no debe ser describir y precisar el «cómo» y «de qué modo» (quomodo sit) de la relación esencial entre la acción universal de la Palabra -y del Espíritu- y el acontecimiento histórico Jesucristo. El apofatismo teológico recomienda el silencio allí donde, aun pudiendo subrayar el hecho (an sit), no podemos ni debemos explicar el «cómo». La teología tiene que ser reservada y humilde.

7 El único Mediador y las mediaciones parciales

La «sinfonía» del capítulo anterior ha quedado incompleta. Queda por mostrar más claramente, en la medida de lo posible, la relación entre el valor salvífico universal del acontecimiento Cristo que culmina en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús, por una parte, y la presencia operativa universal de la Palabra de Dios como tal y la actividad igualmente universal del Espíritu de Dios, por otra. Sin que­rer entrar en las diversas teorías sobre el misterio de la redención en Jesucristo, ya esbozadas en el Nuevo Testamento, se entiende aquí sin compromiso tal valor salvífico universal del acontecimiento, basado teológicamente en la identidad personal de Jesucristo como Hijo uni­génito de Dios que se hizo hombre y en la transformación real de su ser humano del estado histórico de la kénosis al estado metahistórico a través de su resurrección y glorificación. Se trata, empero, de situar y colocar tal misterio de salvación en Jesucristo en el ámbito del com­promiso tripersonal de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con respec­to a la humanidad a través de toda la historia de la salvación. Para ello se recurre a la cristología trinitaria propuesta anteriormente como modelo y clave de interpretación de la totalidad del misterio. Nos pre­guntamos, pues, cuál es la relación entre la obra del Padre en el miste­rio de la salvación y la del Hijo en su humanidad; e, igualmente, dónde y cómo interviene el Espíritu Santo en el misterio de la salvación. En realidad, se trata también del problema de la «relacionalidad» recípro­ca entre el acontecimiento histórico Cristo y la obra universal de la Palabra como tal y de su Espíritu Santo en el único plan divino de sal­vación y su despliegue a través de toda la historia de la humanidad.

Al revisar el debate actual sobre la teología de las religiones, hemos notado que la cuestión cristológica ocupa un puesto de primer plano para una teología cristiana de las religiones. El papel salvífico que hay que atribuir -o no-, dentro del designio general de Dios para

Page 117: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

230 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la humanidad, a otros «caminos» y otras «figuras salvíficas», está in­trínseca e inextricablemente unido -desde un punto de vista cristiano-a la forma en que se entienda e interprete la persona y el aconteci­miento Jesucristo. Antes hemos notado que lo que está en juego en el debate entre el paradigma cristocéntrico y el teocéntrico es la elección entre una cristología «alta», ontológica, que reconozca sin ambigüedad la identidad personal de Jesucristo como Hijo de Dios, y una cristolo­gía «baja», que, manteniéndose deliberadamente en el nivel funcional, cuestione y finalmente niegue la validez de tales afirmaciones ontoló-gicas a propósito de Jesucristo. Se trata de una elección entre una cris­tología de la filiación única y una cristología «de grado». La formula­ción de nuevas dimensiones de la persona de Jesucristo defendida por los «pluralistas» se basa en diversas consideraciones, que se pueden agrupar en tres categorías: filosóficas, de la exégesis histórico-crítica y teológicas. Aquí basta con tomar nota de las consideraciones teológi­cas hechas por los pluralistas para defender su tesis; las exegéticas serán recordadas a lo largo del capítulo.

Teológicamente los pluralistas están estableciendo una dicotomía entre la particularidad del acontecimiento Jesús, localizado en el espa­cio y en el tiempo y -como tal- irremediablemente limitado, y la rei­vindicación cristiana de un significado universal para tal aconteci­miento. La tesis es que ningún hecho histórico puede reivindicar la uni­cidad y la universalidad que el cristianismo atribuye al acontecimien­to Jesucristo. Tal pretensión no puede basarse ni siquiera en la historia de las religiones. Esta atestigua más bien una multiplicidad de «cami­nos» hacia la salvación, con credenciales análogas, dotados todos ellos del mismo valor en su variedad; además, todos ellos presentan preten­siones de universalidad, si no de «absolutismo», contrarias entre sí.

Nuestra intención es mostrar que una afirmación bien ponderada de la unicidad y la universalidad de Jesucristo -la cual sostiene claramen­te y sin ambigüedad su identidad personal de Hijo unigénito de Dios-deja espacio para una teología «abierta» de las religiones y del plura­lismo religioso. En particular, una perspectiva cristológica trinitaria permite reconocer la presencia y la actividad continuadas de la Palabra de Dios y del Espíritu de Dios. Tal perspectiva hace posible afirmar una pluralidad de «caminos» o «recorridos» hacia la liberación-salva­ción humana, de acuerdo con el designio de Dios para la humanidad en Jesucristo; también abre el camino para el reconocimiento de otras figuras salvíficas en la historia humana.

Pero antes de continuar son necesarias algunas clarificaciones sobre el significado de los términos. En primer lugar, aquí se habla de

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 231

la unicidad de Jesucristo, no del cristianismo. En el pasado se ha sus­citado en varias ocasiones la cuestión del «carácter absoluto del cris­tianismo». Hegel lo afirmó en el marco de su filosofía idealista; E. Troeltsch lo relativizó desde el punto de vista de la historia de las reli­giones1. K. Barth lo admitió en la medida en que el cristianismo es la encarnación de la fe salvífica en Jesucristo, distinta de la religión cris­tiana2; P. Tillich pronunció protestas contra toda autoabsolutización de las religiones3. K. Rahner usó la expresión «carácter absoluto del cris­tianismo» en el sentido de «unicidad»4 y habló repetidamente de Jesu­cristo como «Salvador absoluto»5. Con todo, en estas páginas se evita­rá constantemente hablar de «carácter absoluto», tanto en relación con Jesucristo como, a fortiori, en relación con el cristianismo. Notemos de pasada que el magisterio de la Iglesia no emplea casi nunca este tér­mino, y no le faltan motivos de peso. La razón es que el carácter abso­luto propiamente dicho es un atributo de la Realidad última o Ser infi­nito, que no debe ser predicado en sentido propio de ninguna realidad finita, ni siquiera de la existencia humana del Hijo-de-Dios-hecho-hombre, la cual es en cualquier caso creada y contingente. Sólo el Absoluto es absolutamente; sólo él es infinito y necesario. En cambio, todo lo creado es finito y contingente, incluida la humanidad de la Palabra encarnada. Hay que notar de pasada que el papa Juan Pablo n, aunque habló de un «significado absoluto y universal» de Jesucristo en la encíclica Redemptoris missio (n. 6), recientemente, en la encíclica Fides et ratio (n. 80), ha escrito que «Sólo Dios es el Absoluto»)6. En su libro Signo de contradicción, había explicado anteriormente de manera detallada la distancia infinita que existe entre el Absoluto increado y lo finito creado:

1. E. TROELTSCH, El carácter absoluto del cristianismo, Sigúeme, Salamanca 1979 (orig. alemán, 1929').

2. Véase R. BERNHARDT, Christianity without Absolutes, SCM Press, London 1994, pp. 83-85.

3. Véase ¡MI, pp. 113-114. 4. K. RAHNER, «Christianity's Absolute Claim», en Theological Investigations,

Darton, Longman and Todd, London 1988, vol. XXI, pp. 171-184; ID., «Church, Churches and Religions», en Theological Investigations, Darton, Longman and Todd, London 1973, vol. X, pp. 30-49 (originales alemanes en Schriften zur Theologie, 16 vols., Benziger Verlag, Einsiedeln 1961-1984).

5. Véase K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1979, pp. 233-235; 245-246; 327-329; 371-373 (orig. alemán, 1976).

6. JUAN PABLO II, Fides et ratio, texto castellano en Ecclesia 2.916 (1998), p. 1597.

Page 118: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

232 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«El estado de criatura y el estado de ens contingens son conceptos diversos entre sí, pero ambos marcan la orientación del pensamiento humano "ad Deum". La clave de este itinerario es el ser, desde el punto de vista de la existencia. [...] La contingencia del ser quiere decir estar limitado en cuanto a su existencia. Por consiguiente, la contingencia indica implícitamente lo absoluto, no sólo como su polo opuesto en sentido dialéctico, sino como la base real, la razón funda­mental de un ser contingente, que explica la existencia de un mundo compuesto por seres contingentes y que es él mismo contingente y relativo. El Absoluto es un Ser necesario en el sentido de que es lpsum esse subsistens»7.

Si se usa, pues -con menos rigor-, el término «carácter absoluto» aplicado a realidades no intrínsecamente divinas, hay que hacer preci­siones en cada caso y sería mejor si se pudiese evitarlas. En efecto, el hecho de que Jesucristo sea Salvador «universal» no hace de él el «Salvador absoluto», que es Dios en sí mismo. No todo lo que es uni­versal es absoluto; la humanidad resucitada de Jesús tiene un signifi­cado salvífico universal, pero éste, no obstante, no la hace «absoluta». A este respecto baste con una cita clara entre otras posibles. A. Gesché escribe: «Todo cristianismo que absolutizase el cristianismo (incluido Cristo) y su revelación, sería idolátrico. La idolatría no concierne sólo a los "otros"; puede estar presente entre nosotros. Al absolutizarse, el cristianismo sería idolátrico y tal falsificación se volvería contra él y su lógica »s.

Dicho esto, en la terminología con que los teólogos expresan lo que distingue a Jesucristo de otras figuras salvíficas, y al cristianismo de otras tradiciones, quedan muchas ambigüedades. Baste con recordar, por lo que se refiere a la «unicidad» y la «universalidad», que ambos términos pueden ser entendidos en sentido relativo o singular. La «uni­cidad relativa» indica al carácter original de toda persona o tradición, en su ser diferente de las otras; la «unicidad singular» se aplica a Jesucristo como Salvador «constitutivo» de la humanidad. Análoga­mente, la «universalidad relativa» indica la atracción universal que di­versas figuras salvíficas pueden ejercer como representación de diver­sos caminos de salvación; la «universalidad singular» implica una vez más que Jesucristo es el Salvador universal constitutivo. La unicidad y la universalidad de Jesucristo, en la forma en que aquí son concebidas,

7. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC, Madrid 1978, p. 22. 8. A. GESCHÉ, «Le christianisme et les autres religions»: Revue Théologique de

Louvain 19/3 (1988), p. 339.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 233

no son ni relativas ni absolutas. Son constitutivas, es decir, pertenecen a la esencia de la salvación, porque Jesucristo posee el significado sal­vífico para toda la humanidad, y porque el acontecimiento Cristo -en particular, el misterio pascual de su muerte y resurrección- es verda­deramente «causa» de salvación para todos los hombres9. Éste sella entre la Divinidad y el género humano un vínculo de unión que no podrá ser nunca roto y que constituye el canal privilegiado a través del cual Dios ha elegido compartir la vida divina con los seres humanos. Tal acontecimiento es «relacional», porque se inserta en un designio general de Dios para la humanidad que es polifacético y cuya realiza­ción en la historia se compone de diversos tiempos y momentos. Jesucristo -sugeriremos más adelante- es, a diferencia de las diversas figuras salvíficas dentro de las cuales Dios está presente y operante de forma escondida, el único «rostro humano» en el que Dios, aunque permaneciendo invisible, se desvela y revela plenamente -si no com­pletamente-, y se realiza el misterio de la salvación humana. A lo largo de la historia humana Dios ha querido ser «de muchas maneras» (Hb 1,1) un Dios-de-los-hombres; en Jesucristo se hizo Dios-de-los-hom-bres-de-una-forma-plenamente-humana (véase Jn 1,14): el Em-manu-el (Mt 1,23). En particular, el término «relacional» tiene como objeti­vo afirmar la relación que existe, en el único plan divino para la salva­ción, entre el «camino» que hay en Jesucristo y los diversos «caminos» de salvación que las tradiciones religiosas proponen a sus miembros.

Con lo que se ha dicho antes debería resultar claro que, cuando se aplica aquí la expresión «caminos de salvación» a las tradiciones reli­giosas, no se refiere sólo a una mera búsqueda de Dios, umversalmen­te presente en los seres humanos, pero nunca realizada por medio de sus fuerzas, sino, en primer lugar, a su búsqueda por parte de Dios y a la iniciativa misericordiosa tomada por Dios al invitarlos a participar en su propia vida. Es Dios quien predispone los caminos de salvación, y no los seres humanos. Así pues, la cuestión que se debe plantear es qué relación subsiste, en la providencia de Dios, entre el «único cami­no» y los «numerosos recorridos»; es decir, de qué modo la fe cristia­na en la eficacia universal del acontecimiento Cristo no contradice el valor positivo y el significado salvífico de los caminos abiertos por las otras tradiciones religiosas.

9. K. RAHNER, «The One Christ and the Universality of Salvation», en Theological lnvestigations, Darton, Longman andTodd, London 1979, vol. XVI, pp. 199-224, aquí: pp. 207-208 (oríg. alemán en Schriften zur Theologie, op. cit.).

Page 119: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

234 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Dicho de otro modo: la cuestión es si el carácter cristiano de la eco­nomía de la salvación lleva a la conclusión de que los miembros de las otras tradiciones religiosas son salvados por medio de Cristo junto a -e incluso a pesar de- la tradición religiosa a la que se adhieren y que practican con sinceridad. ¿O se debe afirmar, por el contrario, que se salvan dentro de esa tradición y por medio de ella? Y, si es verdadera la segunda alternativa, ¿cómo explica la teología cristiana de las reli­giones el poder salvífico de esos otros «caminos»? ¿Competiría tal poder con el poder salvífico de Jesucristo hasta tal punto que debería ser negado apriori, como hace, de hecho, la tesis exclusivista? ¿O bien manifestaría simplemente la variedad de los caminos por los cuales, como sostienen los «pluralistas», se puede encontrar a Dios en las cul­turas y en las tradiciones humanas -una variedad que desmiente toda pretensión teológica de un proyecto ordenado y unitario-? Desde una perspectiva cristiana, ¿cómo podría insertarse el poder salvífico de los diversos «caminos» en el proyecto divino de salvación?

Antes de responder a estas cuestiones es necesario realizar algunas aclaraciones terminológicas. En primer lugar, es necesario subrayar, a propósito de las «vías» o «caminos» de salvación, que, desde un punto de vista cristiano, Dios -y sólo Dios- salva. Esto significa que ningún ser humano es salvador de sí mismo; también significa que sólo el Absoluto es el agente último de la salvación humana. En la Biblia hebrea el título «Salvador» se aplica principalmente a Dios; en el Nuevo Testamento se aplica sólo a Dios y de un modo derivado -que no impide que Dios sea la causa última y la fuente originaria de la sal­vación- a Jesucristo. El objeto de la fe sigue siendo, según la teología del Nuevo Testamento, primordialmente Dios Padre; así también, según la misma teología, es Dios quien salva, no primariamente, sino de modo conjunto, a través de Jesucristo: Dios salva por medio del Hijo (véase Jn 3,16-17). La causa primaria de la salvación sigue sien­do el Padre: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5,19); «Esto es bueno y agradable a Dios [el Padre], nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,3-4); «Tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres» (1 Tm 4,10). Observa P. Grelot justamente: «Sería erróneo decir que, después de la resurrección de Cristo, cam­bian la naturaleza y el objeto de la fe: ésta sigue siendo fe en Dios como antes. Pero se está revelando un nuevo aspecto del misterio de Dios: "Jesucristo es Señor" (Hch 2,36) es asociado a Dios como el Hijo con su Padre [...]». Y, con respecto a la indispensable relación entre fe y salvación en el Nuevo Testamento, añade: «En palabras de Jesús, se trata de la fe en Dios [que salva] excepto cuando Jesús impar-

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 235

te órdenes en el nombre de Dios al realizar exorcismos y curaciones. Según las palabras de los apóstoles, se trata de la fe en el Señor Jesús, porque Dios salva por medio de su nombre»10. En el fondo es siempre Dios el que salva en primera instancia. Ahora bien, que Dios es prima­riamente el salvador no impide que el mismo Jesucristo sea llamado salvador, pero lo es de modo derivado, pues el acontecimiento Cristo es la expresión eficaz de la voluntad y la acción divina salvífica. Que sea llamado Salvador constitutivo, no absoluto, no «relativiza» la obra salvífica de Cristo; lo que es «constitutivo» pertenece a la esencia.

Así pues, es un abuso del lenguaje decir que las religiones salvan o que «el cristianismo salva». Es notable que la literatura protocristiana emplease la expresión «el camino» de Jesús (Hch 9,2; 19,9; 19,23; 22,4; 24,14; 24,22) para referirse a aquello que será después designa­do con el término «cristianismo». Tampoco cabe sostener que «las otras religiones salvan» más que el cristianismo. Lo que se quiere decir es que también ellas pueden convertirse en «caminos» o «medios» que comunican el poder salvífico de Dios: caminos de salvación para quie­nes los recorren. Aún queda por mostrar cómo.

En segundo lugar, a propósito del concepto de salvación: varía ampliamente, como es bien sabido, entre una religión y otra. Aquí no es posible ni necesario adentrarse en las largas controversias sobre tales diferencias". Baste con notar que todas las religiones se presen­tan ante sus seguidores como itinerarios de salvación-liberación. Aquí combinamos los dos conceptos pof varias razones. Primero, porque la noción combinada se aplica más fácilmente a varias tradiciones, inde­pendientemente de la diversidad de sus concepciones respectivas. Además, el doble concepto tiene la ventaja de combinar aspectos com­plementarios, separados con demasiada frecuencia dentro del propio cristianismo; tales aspectos son, por ejemplo, lo espiritual y lo tempo­ral, lo trascendente y lo humano, lo personal y lo social, lo escatológi-co y lo histórico. Si tenemos en cuenta las considerables diferencias que hay entre las diversas tradiciones, podemos aventurar la propuesta de un concepto universal, por fuerza neutral, de salvación-liberación definido de esta forma: la salvación-liberación tiene que ver con la búsqueda y la consecución de la plenitud de la vida, la integridad, la autorrealización y la integración.

10. P. GRELOT, Dieu le Pére de Jésus-Christ, Desclée, París 1994, pp. 137 y 131. 11. Se puede consultar G. IAMMARRONE, Redenzione. La liberazione dell'uomo nel

cristianesimo e nelle religioni universali, Paoline, Roma 1995; H. KÜNG et al., Christianity and World Religions. Paths of Dialogue with Islam, Hinduism, and Buddhism, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1993 (orig. alemán, 1984).

Page 120: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

236 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

El término «mediación» requiere también algunas aclaraciones. El Nuevo Testamento emplea el término mesítés con referencia a Jesús (1 Tm 2,5; Hb 8,6; 9,15; 12,24) y a Moisés (Hch 7,38; Ga 3,19-20). Moisés fue mediador entre Dios y el pueblo elegido en la alianza del Sinaí; Jesús es el «mediador de la nueva alianza» (Hb 12,24). Ahora bien, el término mesítés no tiene el mismo significado en ambos casos. Jesucristo es, según la fe cristológica de la tradición cristiana, «media­dor» entre Dios y la humanidad porque une en su persona la divinidad y la humanidad, de tal modo que en él la Divinidad y el género huma­no han sido unidos en un vínculo permanente: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes 22). En cambio, Moisés actuó como «intermediario» entre Dios y su pueblo en la iniciativa de alianza tomada por Dios con respecto a Israel. En los dos casos el concepto tiene contenidos teológicos bien diferentes. La tradición cristiana ve la «mediación entre Dios y los seres humanos» realizada en Jesucristo como única: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tm 2,5). Pero esto no impide hablar de «mediaciones parciales», como atestigua la encíclica Redemptoris missio donde, después de haber afirmado claramente la «mediación única y universal» de Cristo, el papa Juan Pablo n prosigue: «Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y com­plementarias» (n. 5). Según este texto, toda mediación parcial -inclui­da la de las otras tradiciones religiosas- debe ser vista como esencial­mente referida a la única mediación de Jesucristo, de la que se deriva su poder. Entonces, ¿en qué sentido una teología de las religiones apli­cará el concepto de «mediación» a los caminos de salvación trazados por las otras tradiciones?

Este capítulo tendrá dos partes principales. En la primera, se rea­firma, frente a la actual contestación por parte de los teólogos pluralis­tas, la unicidad constitutiva de Jesucristo, a partir de los datos ofreci­dos por las fuentes cristianas y por una interpretación de la fe cristoló­gica en el contexto del pluralismo religioso. Se esclarece, por tanto, el carácter «relacional» de la unicidad y de la universalidad de Jesucristo como «rostro humano» de Dios, dentro de una perspectiva cristológica trinitaria y pneumatológica. Jesucristo es visto como el «universal con­creto» en el que se resumen y «recapitulan» (véase Ef 1,10) todas las aproximaciones del Dios tripersonal a los seres humanos en la historia. En la segunda parte nos preguntamos más directamente en qué sentido

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 237

los otros caminos y las figuras salvíficas que en ellos se presentan pue­den servir de «mediaciones» y conducir hacia la salvación divina, tal como ésta ha sido percibida tradicionalmente por la fe cristiana.

I. Salvador universal y Mediador único

1. La cristología del Nuevo Testamento revisitada e interpretada

En el campo de la exégesis bíblica y neotestamentaria, la tesis de los pluralistas es que un válido recurso a la crítica histórica conduce infa­liblemente a la formulación de nuevas dimensiones de Jesucristo, por varias razones: el contexto de las afirmaciones neotestamentarias sobre la persona y la obra de Jesús; el género literario de esas afirmaciones; la distancia insalvable y la discontinuidad total entre las afirmaciones del Jesús histórico y la interpretación que la Iglesia apostólica hizo de su persona. Jesús -se dice- estaba completamente centrado en Dios, anunciaba a Dios y su reino; el anuncio cristocéntrico de la Iglesia apostólica falsificó su mensaje. La Iglesia apostólica fue la primera responsable del cambio de paradigma que marcó el paso del teocen-trismo al cristocentrismo; es el momento de invertir la situación, vol­viendo de nuevo al teocentrismo.

Es absolutamente cierto que el paradigma teocéntrico de la teolo­gía de las religiones se basa en una cristología «revisionista», que puede ser descrita como una cristología «baja» o «de grado». Aunque aquí no intentamos realizar un estudio crítico profundo de las diversas consideraciones en las que se basa la cristología revisionista, es nece­sario, no obstante, ofrecer un rápido panorama y valoración de las con­sideraciones de exégesis histórico-crítica que le sirven de fundamento. Hay que distinguir dos actitudes de fondo entre los protagonistas del paradigma pluralista. Hay algunos que se limitan a declarar en térmi­nos generales la necesidad de «relativizar» las pretensiones de unici­dad del Nuevo Testamento, puesto que el contexto de los pasajes rele­vantes se refiere a los judíos o al menos puede ser entendido como si se refiriese exclusivamente a ellos: Jesús es afirmado como el salvador único para los judíos. Otros reconocen sin vacilar la rotunda afirma­ción neotestamentaria de la unicidad de Jesucristo el Salvador, pero se preguntan si esta afirmación puede o debe ser sostenida también hoy, en el actual contexto de pluralismo religioso.

Los principales textos directamente pertinentes son Hch 4,12; 1 Tm 2,5-6 y Jn 14,6. A ellos se pueden añadir, entre otros, los himnos

Page 121: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

238 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cristológicos de las cartas paulinas y deuteropaulinas, como Ef 1,1-13 y Col 1,15-20. ¿Cómo deben ser interpretados tales textos en nuestro contexto? Para relativizar las afirmaciones de unicidad se sugieren varias motivaciones. Recientes investigaciones interpretativas demos­trarían que tales afirmaciones son en realidad el resultado de una cos-movisión históricamente condicionada y de modalidades lingüísticas dependientes de un particular contexto histórico. Ya no podemos con­siderar tal unicidad como el exacto «referente» del mensaje evangéli­co -como el núcleo intangible del kerygma cristiano12.

También hay que poner de relieve que, en el contexto de una men­talidad tan impregnada de espera escatológica como la apocalíptica judía, era natural que la Iglesia primitiva interpretara la experiencia de Dios en Jesucristo como definitiva e insuperable. Pero tal mentalidad apocalíptica era y es culturalmente limitada. Por tanto, el carácter defi­nitivo que sugiere para el acontecimiento Jesucristo no puede ser con­siderado como parte de la esencia del cristianismo; más bien pertene­ce al fortuito contexto cultural en el que tal acontecimiento fue experi­mentado y presentado por primera vez. Si Jesús hubiera sido encontra­do e interpretado en otro contexto cultural, que implicara otra filosofía de la historia, no habría sido considerado ni definitivo ni único13.

A menudo se atribuye a san Pablo la responsabilidad de la afirma­ción explícita de la unicidad de Jesucristo. Se sugiere que, si el Apóstol hubiera entrado en contacto con las ricas tradiciones místicas de las religiones orientales, habría atenuado sus afirmaciones absolutas y carentes de matices. O también se observa -esta vez a propósito de san Juan- que la unicidad de Jesucristo es articulada como «encarnación», pero ésta es una modalidad de pensamiento mítico, como el concepto de preexistencia al que está ligada. Ahora bien, como afirma Hick, el lenguaje mítico debe ser tomado como lo que es -«poesía, no prosa» (J. Hick)- y, por tanto, comprendido no «literal», sino «metafórica­mente» (J. Hick). Por tanto, la encarnación tiene que ser «desmitologi-zada». El resultado sería la desmitologización de Jesucristo como Sal­vador universal, concepto que, según se reconoce hoy, pertenece a una modalidad de pensamiento mítico y, por consiguiente, carece de un significado literal14.

12. P.F. KNITTER, No Other Ñame? A Critical Survey ofChrisüan Attitudes toward the World Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1985, pp. 182-186.

13. Véase J. HICK, God and the Universe of Faiths. Essays in the Philosophy of Religión, Macmillan, London 1973, pp. 108-119.

14. Véase J. HICK, God and the Universe of Faiths, op. cit., pp. 148-179; ID., The Mtiaphor ofGod Incarnate. Christology in a Pluralistic Age, SCM Press, London 1993; ID. (ed.), The Myth of God Incarnate, SCM Press, London 1977.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 239

Por último, se observa que, en el contexto histórico en que tuvo ori­gen el cristianismo, y frente a la oposición con que se encontró, era natural que los discípulos presentaran el camino de Jesús como el único camino. Este lenguaje absoluto está históricamente condiciona­do. Es un lenguaje de «supervivencia». O bien es un lenguaje «de acción» o «performativo», es decir, un lenguaje destinado a invitar a los discípulos a un seguimiento decidido15.

Apocalíptico, mítico-metafórico, de supervivencia, performativo; se ha hablado incluso de un lenguaje «de amor». Bernhardt los resume todos ellos bajo la rúbrica de «confesión y doxología». Y escribe:

«Las supuestas pretensiones de carácter absoluto de la Biblia son [...] simplemente oraciones públicas de confesión dirigidas tanto a los opresores como a los oprimidos y, en definitiva, a Dios mismo. En términos teológicos tienen el carácter de confesión y doxología. Quien las arranque de su fundamento histórico, las generalice y las emplee para condenar las religiones no cristianas falsifica con ello su carácter original»16.

Al final de esta reseña de interpretaciones pluralistas en relación con la unicidad de Jesucristo salvador universal en los textos del Nuevo Testamento, hay que observar que sostener -como parece requerir la tradición cristiana- la unicidad constitutiva de Jesucristo no tiene nece­sariamente como resultado la «condena» de las otras religiones y sus «figuras salvíficas». Un vicio constante del paradigma pluralista con­siste en imaginar que la única alternativa concretamente posible al pro­pio punto de vista es una supresión dogmática y exclusivista de las otras religiones. Semejante dilema -blanco o negro- no está justifica­do ni bíblica ni teológicamente. Lejos de contradecir la pluralidad de caminos, la fe en Jesucristo requiere -como veremos más adelante-adhesión y apertura con respecto a ellos.

¿Qué respuesta se puede dar a estas críticas y estas cuestiones? Una vez eliminadas las impropiedades del lenguaje, especialmente la del uso abusivo de los términos «absoluto», «carácter absoluto», sigue pre­sente la afirmación cristiana con respecto a Jesucristo, tal como se entiende tradicionalmente: la fe en Jesucristo no consiste sólo en tener confianza en que él es para mí el camino hacia la salvación; consiste en creer que en él y por medio de él han sido salvados y encuentran su

15. P.F. KNITTER, Jesús and the Other Ñames. Chrisüan Mission and Global Respon-sibility, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1996, pp. 68-69.

16. R. BERNHARDT, op. cit., pp. 59-60.

Page 122: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

240 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

salvación el mundo y la humanidad. Nada que sea menos que esto es suficiente para hacer justicia a las sólidas afirmaciones del Nuevo Testamento.

Pero es aquí precisamente donde parece necesaria, en el actual con­texto del pluralismo, y en buena medida debido al diálogo interreligio­so, una nueva interpretación del Nuevo Testamento. Un modo inducti­vo de hacer teología -como se ha afirmado en la introducción del pre­sente trabajo- lleva a ver la teología como una «interpretación en el contexto». Esto significa que el «acto primero» consiste en una praxis, de la que se vuelve al dato de la revelación cristiana para obtener luz y dirección -para retornar de nuevo, siguiendo el «círculo hermenéuti-co», a la praxis-. Mientras que en un contexto de opresión humana el «acto primero» es una praxis de liberación -como ha mostrado la teo­logía de la liberación-, en un contexto de pluralismo religioso el pri­mer acto es la praxis del diálogo interreligioso. Con todo, se plantea la cuestión acerca de cuál es la autoridad doctrinal y moral atribuida a la fuente de revelación, si el dirigirse a ella en busca de una orientación es un «acto segundo» después de una praxis de diálogo interreligioso. La fuente de revelación, ¿continúa sirviendo como la norma normans del pensamiento y de la práctica cristianos? ¿O es, por el contrario, degradada a mera norma secundaria, como si se tratase de una especie de puesto de control?

Para comenzar, podemos responder que el acto primero de la pra­xis está inspirado e informado por la fe cristiana como su propio punto de partida. En el contexto del pluralismo religioso, esto significa que la praxis del diálogo interreligioso no pone nunca entre paréntesis, mediante una suerte de epoché, la fe del que practica; por el contrario, la autenticidad del diálogo requiere que los interlocutores, sean cristia­nos o no lo sean, participen en él con la integridad de su fe17. En un espacio vacío de toda persuasión religiosa no se da ningún diálogo interreligioso.

Pero con esto no está todo decidido. En efecto, se plantea con fuer­za la cuestión acerca de si el shock del encuentro entre dos religiones vivas no puede ser tan intenso que fuerce a los creyentes cristianos a una «reinterpretación» de certezas poseídas tranquilamente durante mucho tiempo, relativas al núcleo de su fe.

En el contexto de la teología de la liberación, la interpretación bíblica no considera el libro sagrado como una mera memoria de una palabra pasada. La palabra está siendo «reactualizada» en la historia

17. R. PANIKKAR, The Intrareligious Dialogue, Paulist Press, New York 1978.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 241

presente, que de esta forma es hecha parte de la historia de la salvación que continúa en la actualidad. Algunos teólogos hablan, a este respec­to, no sólo de un sentido más pleno (sensus plenior) de la Escritura, sino de un «plus de significado», por el hecho de que la palabra origi­nal de Dios se actualiza de nuevo en el presente18. El acontecimiento «paradigmático» del éxodo no es sólo un kairós del pasado, sino que está siendo ahora reactualizado por Dios en la historia de los pueblos; y si bien el acontecimiento Jesucristo sucedió de una vez para siempre (ephápax: Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12; 10,10), sigue siendo contemporá­neo para todas las generaciones y obra en su historia presente. La pre­sencia de la Palabra vivificadora de Dios en la historia se extiende, por tanto, más allá de la «revelación fundante» atestiguada en el libro sagrado; hace de la revelación divina una realidad que sigue viva.

Como testifica este esquema, la palabra de Dios sigue siendo efec­tivamente, para una teología interpretativa de la liberación, la norma normans; pero es una norma dinámica, no una norma estática. La pala­bra no está confinada a la letra muerta; permanece con su poder crea­dor (véase Is 55,11), estimulando a la historia de la salvación para que avance constantemente hasta su cumplimiento. Lo mismo vale en el contexto del pluralismo religioso. También aquí la palabra de Dios sigue siendo la norma normans, para el «acto primero» de la praxis dialógica y también para el «acto segundo» del hacer teológico. Pero una teología inductiva de las religiones debe ver la palabra de Dios como una realidad dinámica que requiere ser interpretada en el con­texto específico del encuentro entre las religiones.

Esto exige que el mensaje revelado no sea tratado como una afir­mación de verdad monolítica. La unicidad «constitutiva» de Jesucristo será siempre una afirmación de la fe cristiana, pero no hay que «abso-lutizarla» contando sólo con el fundamento unilateral de unos pocos textos aislados (Hch 4,12; 1 Tm 2,5; Jn 14,6). La palabra de Dios será vista como un todo complejo, con las tensiones implícitas entre ele­mentos de verdad aparentemente contradictorios y, sin embargo, com­plementarios. La Palabra «habitó entre nosotros» (Jn 1,14) en Jesu­cristo; pero antes la Sabiduría había tomado posesión de todo pueblo y nación, buscando en medio de ellos un lugar de reposo (Si 24,6-7) y «plantando su tienda» en Israel (Si 24,8-12). Del mismo modo, Jesu­cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); pero la Palabra que

18. Véase especialmente J. CROATTO, Exodus. A Hermeneutics of Freedom, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1981; ID., Biblical Hermeneutics. Towards a Theory of Reading as the Production ofMeaning, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1984.

Page 123: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

242 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

existía antes que él era «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» viniendo a este mundo (Jn 1,9). Y también: «en estos últimos tiempos» Dios «nos ha hablado por medio del Hijo»; pero previamente habló «muchas veces y de muchas maneras» (Hb 1,1). El Espíritu «no había sido dado» antes de que Jesús fuera glorificado (Jn 7,39); pero desde hacía mucho tiempo había estado presente en «todas las cosas» que existen (Sb 11,24-12,1). Jesucristo es el «Testigo fiel» (Ap 1,5; 3,14); pero Dios «no dejó de dar testimonio de sí mismo» en ningún momen­to (Hch 14,17). El encuentro entre las religiones debe ayudar a los cris­tianos a descubrir nuevas dimensiones en el testimonio que Dios ha dado de sí mismo en las otras comunidades de fe.

2. El rostro humano de Dios

Lo que se ha afirmado no nos dispensa de mostrar, como respuesta a las cristologías «revisionistas» o «de grado» en las que se basa el para­digma pluralista de la teología de las religiones, que la afirmación cris­tiana de una unicidad constitutiva de Jesucristo se fundamenta en una base sólida y tiene un cimiento válido. Es obviamente que una convic­ción de fe está, por su misma naturaleza, más allá del alcance de una demostración empírica o científica. En caso contrario dejaría de ser un testimonio de fe y se convertiría en el mero resultado de la investiga­ción académica e histórica. Ahora bien, lo que puede y debe hacerse es mostrar los méritos y la credibilidad de la afirmación de fe cristiana en favor de Jesucristo.

La principa] argumentación de la exégesis histórico-crítica pro­puesta por los cristólogos pluralistas se basa en la conocida tesis según la cual entre el Jesús histórico y el Cristo de la Iglesia apostólica y pos­terior existe una distancia insalvable. La afirmación adopta formas di­ferentes: Jesús estaba totalmente centrado en Dios, mientras que, des­pués de él, la Iglesia se centró en Cristo; él anunció la llegada del reino de Dios, mientras que la Iglesia lo proclamó a él; él afirmó la paterni­dad universal de Dios, mientras que la Iglesia afirmó la unicidad de su filiación. En suma, mientras que Jesús era -como admitía sencilla­mente el mismo kerygma- un «hombre acreditado [ante los judíos] por Dios con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por su medio entre vosotros» (Hch 2,22), la Iglesia lo ensalzó muy pronto, por medio de un proceso de «divinización», al rango de persona divina. O bien, bajo el impacto difundido de los modelos de pensamiento helenísticos, la Iglesia transpuso en un «lenguaje ontológico» lo que se entendía en

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 243

sentido puramente «funcional»."Lo que se debería haber tomado como lenguaje mítico o metafórico recibió una interpretación literal: la «poe­sía» fue interpretada como «prosa» (Hick).

En este contexto la tarea de la cristología tiene que consistir en mostrar que la fe cristiana en Jesús el Cristo está sólidamente fundada en la persona histórica de Jesús de Nazaret -en otras palabras, la cris­tología explícita de la Iglesia está fundada en la cristología implícita del mismo Jesús-. En todos los periodos es necesario poner de relieve la continuidad-en-la-discontinuidad: entre la expectativa mesiánica de la escritura judía y su realización plena en Jesús; entre el Jesús pre-pascual y el Cristo de! kerygma apostólico; entre la cristología del kerygma primitivo y las posteriores afirmaciones bíblicas; entre la cris­tología del Nuevo Testamento y la de la tradición de la Iglesia, etcéte­ra. Este amplio trabajo se ha realizado en otro lugar y no es necesario repetirlo aquí".

Con todo, la expresión «continuidad en la discontinuidad» requie­re alguna explicación, ya que tiene significados diferentes en las diver­sas fases del desarrollo cristológico. Entre Jesús y Cristo existe una discontinuidad real, ya que la existencia humana de Jesús experimen­tó una transformación real cuando pasó, con la resurrección, del esta­do de la kénosis al estado glorificado (véase Flp 2,6-11); no obstante, entre Jesús y Cristo sigue habiendo una continuidad porque se mantie­ne la identidad personal. El glorificado es el que había muerto: Jesús es Cristo (Hch 2,36). El Jesús histórico es el Cristo de la fe20.

La expresión «continuidad en la discontinuidad» asume un signifi. cado diferente cuando se refiere a la relación entre la cristología «fun­cional» del kerygma primitivo y la posterior cristología «ontológica» del Nuevo Testamento. La transición del nivel funcional al ontológico tiene lugar por medio del dinamismo de la fe, puesto que la identidad personal del Hijo de Dios es antepuesta, en el orden del ser, a la «con­dición divina» que se manifiesta en la humanidad glorificada de Jesús. La transición de un nivel al otro constituye un desarrollo homogéneo21.

El significado de la «continuidad en la discontinuidad» difiere tam­bién cuando se trata de la relación entre la cristología ontológica del Nuevo Testamento y el dogma cristológico de la Iglesia. Aquí la expre­sión indica una continuidad de contenido en la discontinuidad del len-

19. J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella 1994 (ed. italiana; Introduzione alia cristología, Piemme, Cásale Monferrato [A1J 1993).

20. Ibid., pp. 98-108. 21. Ibid, pp. 108-124.

Page 124: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

244 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

guaje. El dogma cristológico no «heleniza» el contenido de la fe, sino que más bien representa una «des-helenización» del contenido en una helenización de la terminología22 -una cuestión de «inculturación», diríamos hoy.

Los pluralistas, en particular G. Hick23, desechan el término «encarnación» por considerarlo una expresión mítica y metafórica. Ahora bien, si el término es correctamente «desmitologizado», reco­nocen en él la afirmación -correcta- de que Dios se manifiesta en el hombre Jesús y puede ser encontrado por medio de él: entendido como expresión metafórica, el texto sobre la Palabra que «se hizo carne» (Jn 1,14) en Jesucristo es visto como equivalente a «Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios» (Hch 2,22). Es cierto que los conceptos de «preexistencia» y «encarnación» se prestan a malentendidos. La preexistencia no es una existencia en un tiempo ficticio antes del tiem­po. Sin embargo, sigue presente el hecho de que la encarnación del Hijo de Dios implica de forma muy real que en la historia se hace humana la Palabra que, independientemente de esta transformación, existe eternamente en el misterio de Dios24. Éste es el sentido real transmitido a través del lenguaje simbólico de la «encarnación».

En un estudio sobre la cristología del Evangelio de Juan, R. Schnackenburg indica claramente la diferencia entre cualquier especu­lación mitológica y el lenguaje real de la preexistencia, cuyo objetivo es establecer el poder salvífico del Hijo encarnado de Dios. Escribe Schnackenburg:

«El fondo de la cristología joánica no es una especulación mitológi­ca fija y bien perfilada acerca del redentor que baja del cielo y vuel­ve a subir a él; fue más bien el deseo de fundamentar el poder salví­fico del redentor cristiano el que condujo a resaltar con más decisión su preexistencia, de modo que su camino comienza más claramente de "arriba" y allá vuelve a dirigirse de nuevo»25.

Un testigo será suficiente. En un estudio profundamente crítico y documentado, escribe K.-J. Kuschel a propósito de la cristología de san Juan:

22. Ibid., pp. 125-169. 23. J. HICK, The Metaphor of God Incarnate, op. cit. 24. K. RAHNER, «Para la teología de la encamación», en Escritos de teología, Taurus,

Madrid 1962, vol. IV, pp. 139-157 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, op. cit.).

25. R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Juan, vol. 1, Herder, Barcelona 1980, pp. 483-484 (orig. alemán, 19794).

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 245

«La preocupación de Juan es confesar que la Palabra de Dios que está con Dios desde la eternidad, la Palabra de Dios y, por tanto, Dios mismo, se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret. Jesús es la Palabra eterna de Dios en persona, no porque algunos hombres crean en él o porque él lo afirme de sí mismo, sino porque esto es así desde Dios. Jesús es el Hijo eterno de Dios, no porque los seres humanos lo hayan comprendido o lo hayan hecho plausible, sino porque lo es y lo ha sido "desde siempre" desde Dios. Así pues, lo que está en el trasfon-do no es la cuestión especulativa acerca de cómo el hombre Jesús pudo tener gloria con Dios sino la confesión de que el hombre Jesús de Nazaret es el Lagos de Dios en persona. Y es el Lagos como hom­bre mortal. No obstante, es el Lógos sólo para los que están dispues­tos a creer, confiando en que la palabra de Dios está en su palabra, las acciones de Dios en sus acciones, la historia de Dios en su ministerio y la compasión de Dios en su cruz»26.

Hemos insistido en el hecho de que la unicidad y la universalidad constitutivas de Jesucristo deben ser apoyadas en su identidad personal como Hijo de Dios. No obstante, no se debe permitir que la universa­lidad de Jesús el Cristo ensombrezca la particularidad de Jesús de Nazaret. Es cierto que la existencia humana de Jesús, transformada por su resurrección y glorificación, superó el tiempo y el espacio y se hizo «trans-histórica» o «meta-histórica»; pero es el Jesús histórico el que se transformó así. La universalidad de Cristo que, «llegada la perfec­ción, se convirtió en causa de salvación eterna» (Hb 5,9), no suprime la particularidad de Jesús, hecho «en todo semejante a sus hermanos» (Hb 2,17). Un Cristo universal separado del Jesús particular dejaría de ser el Cristo de la revelación cristiana. En efecto, subrayar la particu­laridad histórica de Jesús tiene consecuencias para una teología de las religiones que sea «abierta». Tampoco es indiferente en un contexto de diálogo interreligioso.

La particularidad histórica de Jesús impone inevitablemente sus limitaciones al acontecimiento Cristo. Esto forma parte necesariamen­te de la economía de la encarnación querida por Dios. Así como la conciencia humana de Jesús como Hijo no podía, por su naturaleza, agotar el misterio divino (y, por ello, la revelación de Dios en él sigue siendo limitada), de igual manera tampoco el acontecimiento Cristo agota -ni puede agotar- el poder salvífico de Dios. Este sigue estando más allá del hombre Jesús como fuente última tanto de la revelación

26. K.-J. KUSCHEL, Born befare All Time? The Dispute over Christ's Origin, SCM Press, London 1992, p. 389 (orig. alemán, 1990).

Page 125: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

246 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

como de la salvación. La revelación de Dios por parte de Jesús es una transposición humana del misterio divino; su acción salvífica es el canal, el signo eficaz o sacramento de la voluntad y de la acción salví­fica de Dios. Con razón la liturgia puede llamar a Jesucristo «sacra­mento universal de salvación» (véase, en el Misal Romano, la oración para el martes de la segunda semana de Pascua) -un título que no podría ser jamás aplicado a Dios-. Hay que entender que Jesús es el sacramento universal «primordial» de la salvación, mientras que la Iglesia es calificada de forma derivada «como sacramento universal de salvación [ut universale salutis sacramentum]» (Lumen gentium 48). A pesar de que la identidad personal de Jesús en su existencia humana fue la de Hijo de Dios, entre Dios Padre, la fuente última, y aquel que es su icono humano continúa existiendo una distancia. Jesús no susti­tuye a Dios27.

Si esto es cierto, resultará también claro que, si bien el aconteci­miento Cristo es el «sacramento universal» de la voluntad de Dios de salvar al género humano y de su acción salvífica, no por ello es nece­sario que sea la única expresión posible de esta voluntad, de modo exclusivo. El poder salvífico de Dios no está exclusivamente ligado al signo universal que Dios proyectó para su acción salvífica. En la pers­pectiva de una cristología trinitaria, esto significa que la acción salví­fica de Dios por medio de la Palabra antes de la encarnación, de la que el prólogo del Evangelio de Juan afirma que «era la luz verdadera que ilumina a todo hombre» viniendo a este mundo (Jn 1,9), permanece también después de la encarnación, al igual que existe así mismo -como veremos más adelante- una acción salvífica de Dios mediante la presencia universal del Espíritu, tanto antes como después del acon­tecimiento histórico de Jesucristo. El misterio de la encarnación es único; sólo la existencia humana individual de Jesús es asumida por el Hijo de Dios y unida a él en la persona. Pero mientras que sólo él es constituido de esta forma «imagen de Dios», otras «figuras salvíficas» pueden ser iluminadas por la Palabra o inspiradas por el Espíritu para convertirse en «indicadores» de salvación para sus seguidores, confor­me al designio general de Dios para la humanidad.

Ciertamente es verdad que en el misterio de Jesús el Cristo, la Palabra no puede ser separada de la carne que asumió. Pero, aunque son inseparables, la divina Palabra y la existencia humana de Jesús siguen siendo distintas. Así, si bien la acción humana de la Palabra encarnada

27. Véase Ch. DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, Cristiandad, Madrid 1985 (orig. francés, 1984).

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 247

es el sacramento universal de la acción salvífica de Dios, no agota la acción de la Palabra. Sigue siendo una acción de la Palabra como tal, pero no -se entiende- como si constituyera una economía de salvación distinta, paralela a la realizada en la carne de Cristo, sino como expre­sión de la gracia sobreabundante y la libertad absoluta de Dios.

La particularidad del acontecimiento Jesucristo en relación con la universalidad del designio salvífico de Dios abre nuevas vías de acceso a una teología del pluralismo religioso capaz de dar cabida a diversos «itinerarios» de salvación. Cl. Geffré observa la paradoja de la encar­nación en la simultaneidad de lo «particular» y lo «universal»: Jesu­cristo es, según la expresión de Nicolás de Cusa -retomada por Tillich, H.U. von Balthasar y otros-, el «universal concreto». Pero la particula­ridad del acontecimiento deja espacio para mantener juntos, dentro del único designio divino, el significado universal de Jesucristo y el valor salvífico de otras tradiciones28. Geffré ha escrito recientemente:

«El mismo principio encarrtacional, es decir, la manifestación del Absoluto en y a través de una particularidad histórica, nos invita a no absolutizar el cristianismo. Si Cristo es universal, lo es como Jesús de Nazaret, muerto y resucitado. El hombre Jesús no es una suerte de emanación divina. Su humanidad es relativa porque es histórica, aun teniendo un significado absoluto [¿?] y universal. Jesús es el elemen­to concreto a través del cual los hombres tienen acceso a Dios. Pero [...] él mismo está sometido al juicio de lo incondicionado, en caso de que pretendiese identificarse con el Absoluto»29.

E. Schillebeeckx, a su vez, pregunta de qué forma el cristianismo puede sostener la unicidad de Jesucristo y al mismo tiempo atribuir un valor positivo a las diferentes religiones. Observa que «Jesús es una manifestación "singular y única", pero también "contingente", es de­cir, histórica y por tanto limitada, del don de la salvación-de-Dios para todas las criaturas». Pero continúa:

«La manifestación de Dios en Jesús, tal como nos la anuncia el Evangelio cristiano, no significa en modo alguno que Dios habría absolutizado una particularidad histórica [...]. De esta manifestación

28. Cl. GEFFRÉ, «La singularité du Christianisme á l'áge du pluralisme religieux», en (J. Doré y C. Theobald [eds.]) Penser lafoi. Recherches en théologie aujourd'-hui. Mélanges offerts á Joseph Moingt, Cerf - Assas, París 1993, pp. 351-369, aquí: pp. 365-366; ID., «La place des religions dans le plan du salut»: Spiritus 138 (La mission á la rencontre des religions) (1995), pp. 78-97.

29. Cl. GEFFRÉ, «Pour un christianisme mondial»: Recherches de Science Religieuse 86 (1998), pp. 53-75, aquí: p. 63.

Page 126: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

248 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de Dios en Jesús aprendemos más bien que no se puede decir que una particularidad histórica pueda ser considerada absoluta y que, por tanto, a través de la relatividad presente en Jesús cada ser humano puede encontrar a Dios también fuera de Jesús, especialmente en nuestra historia mundana y en las numerosas religiones que han sur­gido en ella. Jesús de Nazaret resucitado continúa también señalando hacia Dios más allá de sí mismo. Se podría decir que Dios, a través de Jesús y en el Espíritu, apunta a sí mismo como creador y redentor, como un Dios de la humanidad entera. Dios es absoluto, pero ningu­na religión es absoluta»30.

Ya antes Schillebeeckx había escrito: «En efecto, el mismo Jesús no sólo revela a Dios sino que también lo oculta, ya que apareció entre nosotros en la condición de un ser humano, no divino. Como hombre, es un ser histórico, contingente, que no puede representar en modo alguno todas las riquezas de Dios [...], a no ser que se niegue la reali­dad de su verdadera humanidad [,..]»31. Y más recientemente ha añadi­do: «Un cristiano no puede perder jamás de vista que, no sólo el cris­tianismo sino el mismo hombre Jesús, no son ni absolutos ni absoluta­mente únicos. Sólo el Dios de Jesús, el Creador, lo es: él es el Dios de todos los hombres. Lo que la fe cristiana testimonia es que en Jesús el Absoluto, es decir, el único Dios, se refleja como tal en la relatividad de la historia bajo una forma única»32.

Podemos citar también a Ch. Duquoc, que pone en guardia contra la absolutización de la particularidad de la manifestación de Dios en Jesucristo, cuando escribe: «Al revelarse en Jesús, Dios no absolutiza una particularidad, sino que muestra, por el contrario, que ninguna par­ticularidad histórica es absoluta y que, en virtud de esta relatividad, es posible encontrar a Dios en la historia real. [...] La particularidad fun­damental del cristianismo exige que las diferencias se mantengan, no que sean abolidas, como si la manifestación de Dios en Jesús hubiese puesto fin a la historia "religiosa"»33.

30. E. SCHILLEBEECKX, Church. The Human Story ofGod, SCM Press, London 1990, pp. 165-166 (orig. holandés, 1989).

31. E. SCHILLEBEECKX, Perché la política non é tutto. Parlare di Dio in un mondo minacciato, Queriniana, Brescia 1987, pp. 10-11.

32. E. SCHILLEBEECKX, «Universalité unique d'une figure religieuse historique nom-mée Jésus de Nazareth»: Laval Théologique et Philosophique 50/2 (1994), pp. 265-281, aquí: p. 273.

33. Ch. DUQUOC, Dieu différent, Cerf, París 1977, p. 143.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 249

3. La presencia universal del Espíritu Santo

Así pues, la particularidad histórica del acontecimiento Cristo, combi­nada con su significado salvífico universal, deja espacio para una acción salvífíca de la Palabra como tal. Por otro lado, hay que añadir que la perspectiva trinitaria motiva algunas observaciones a propósito de una presencia universal del Espíritu Santo, similares a las relativas a la acción permanente de la Palabra como tal. Una cristología del Espíritu ayuda a ver que el Espíritu de Dios está universalmente pre­sente y activo, antes y después del acontecimiento Cristo. Este aconte­cimiento Cristo es tanto el resultado como la fuente de la actuación del Espíritu en el mundo. Entre ambos hay una «relación de condiciona­miento mutuo» en virtud de la cual el Espíritu puede ser justamente lla­mado, a través de toda la historia de la salvación, el «Espíritu de Cristo»34. La economía salvífíca de Dios es única, y en ella el aconte­cimiento Cristo es al mismo .tiempo el punto culminante y el sacra­mento universal; pero el Dios que salva es tripersonal: cada uno de los tres es personalmente distinto y sigue actuando de manera distinta. Dios salva «con dos manos», la Palabra y el Espíritu, escribió san Ireneo en el siglo II (Adv. haer. 4,7,4).

El magisterio reciente de la Iglesia ha insistido en la universalidad de la presencia activa del Espíritu. Con todo, nos preguntamos si des­pués del acontecimiento Cristo la comunicación del Espíritu y su pre­sencia activa en el mundo se realizan exclusivamente a través de la humanidad glorificada de Jesucristo o, por el contrario, pueden tam­bién superar sus límites. En otras palabras, el Espíritu de Dios ¿se ha convertido hasta tal punto en el «Espíritu de Cristo» que ya no puede hacerse presente y activo más allá de la comunicación que se hace de Cristo resucitado, de tal modo que su obra quede en adelante circuns­crita por la de Cristo resucitado y, en este sentido, limitada?

En el Nuevo Testamento, y particularmente en Pablo, el Espíritu es llamado tanto «Espíritu de Dios» como «Espíritu de Cristo». Parece que la expresión «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9) hace referencia a la comunicación del Espíritu hecha por Cristo resucitado, la cual corres­ponde a la promesa hecha por Jesús a los discípulos en el Evangelio de Juan (Jn 15,26; 16,5-15) y a su realización en Pentecostés (Hch 2,1-4). También hay que entender que la obra del Espíritu consiste en estable-

34. Véase K. RAHNER, «Jesús Christ in the Non-Christian Religions», en Theological Investigations, Darton, Longman and Todd, London 1981, vol. XVII, pp. 39-50 aquí: p. 46 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, op. cit.).

Page 127: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

250 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cer entre las personas humanas y el Señor una relación personal por la cual son incorporadas en Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8,9). En este sentido se ha observado que el Espíritu es el «punto de inserción» de Dios a través de Cristo en la vida de los hombres y que su obra consiste en hacer que se conviertan en hijos del Padre en el Hijo por medio de la humanidad resucitada.

No obstante, sigue siendo cierto el hecho de que el Espíritu es lla­mado con más frecuencia «Espíritu de Dios»: «El Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9); «si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11); «en efec­to, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14; véase también 1 Co 2,11; 2,14; 3,16; 6,11; 12,3; 2 Co 3,3...). El Espíritu que se nos comunica es fundamentalmente el «Espí­ritu de Dios». Si, después, de la manifestación de Dios en la historia nos elevamos a la comunicación tripersonal en el mismo misterio de Dios, el Espíritu se nos presenta como la persona que «procede» de modo primordial del Padre, como «principio sin principio», a través de la Palabra o el Hijo. Teniendo en cuenta los datos bíblicos que acaba­mos de mencionar, se puede hacer la pregunta acerca de si, después del acontecimiento Cristo, puede haber una actividad salvífica del Espíritu Santo más allá de la que existe a través de la humanidad resucitada de Jesús, del mismo modo que antes del acontecimiento histórico de la encarnación el Espíritu ejerció su acción salvífica sin la humanidad de Jesús.

La metáfora, empleada por san Ireneo, de las «dos manos de Dios» puede ayudar a esclarecer la actividad distinta del Espíritu en virtud de su distinta identidad personal. En tal metáfora subyace, probablemen­te, la imagen de Dios como un alfarero (véase Is 64,6-7), que con dos manos produce una sola obra -es decir, en este contexto, la única eco­nomía de salvación-. Las dos manos de Dios, la Palabra y el Espíritu -podríamos añadir- son manos ligadas. Esto significa que, aun estan­do unidas y siendo inseparables, son también distintas y complemen­tarias en su distinción. La actividad de una de ellas es distinta de la actividad de la otra; en efecto, es la coincidencia o la «sinergia» de las dos actividades distintas la que produce el efecto salvífico de Dios. No se puede reducir ninguna de las dos a la representación de una mera «función» con respecto a la otra; por el contrario, las dos obras con­vergen en la realización de una sola economía de salvación. Dios actúa con sus dos manos. A la luz de esta metáfora tal vez resulte más fácil

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 251

comprender que la comunicación del Espíritu por Cristo resucitado no agota necesariamente la actividad del Espíritu después del aconteci­miento Cristo.

Es bien sabido que la tradición oriental y ortodoxa ha dirigido a menudo contra la tradición occidental la acusación de que promueve un «cristomonismo» teológico en el que el Espíritu Santo queda redu­cido a ser una «función» de Cristo. Y. Congar, aun cuando considera exagerada esta acusación, reconoce que no carece de todo fundamen­to; de hecho, ofrece a la teología occidental la ocasión de reflexionar sobre la inadecuación de su pneumatología35. Si bien es cierto que no se puede construir una economía «autónoma» del Espíritu, desligada de la economía de la Palabra, también es cierto que el Espíritu no puede ser reducido a una «función» de Cristo resucitado, siendo por así decir su «vicario». De este modo el Espíritu perdería la plenitud de su operatividad salvífica personal. P. Evdokimov subraya felizmente el carácter personal de la «misión» del Espíritu del Padre, distinta de la misión de la Palabra, cuando escribe:

«La Palabra y el Espíritu, "las dos manos de Dios", según la expre­sión de san Ireneo, son inseparables en su acción manifestadora del Padre y, no obstante, inefablemente distintos. El Espíritu no está subordinado al Hijo, ni es una función de la Palabra, sino que es el segundo Paráclito. En las dos economías del Hijo y del Espíritu se ven la reciprocidad y el servicio mutuo, pero Pentecostés no es sim­plemente la consecuencia o una continuación de la encarnación. Pentecostés tiene su valor entero de por sí, representa el segundo acto del Padre: el Padre, que ha enviado al Hijo, envía ahora al Espíritu Santo. Una vez cumplida su misión, Cristo regresa al Padre a fin de que el Espíritu Santo baje en persona»36.

V. Lossky acusa, en efecto, a la tradición latina, a partir de su con­cepto de «procesión» del Espíritu del Padre y el Hijo (filioque), de reducir tanto la identidad personal del Espíritu en el misterio intrín­seco de Dios como su actividad salvífica en la economía divina de salvación:

«Reducido a la función de vínculo entre las dos personas y subordi­nado unilateralmente al Hijo en su misma existencia, en detrimento

35. Y. CONGAR, «Pneumatologie ou "christomonisme" dans la tradition latine?», en Ecclesia a Spiritu Sancto edocta (Lumen Gentium 53). Mélanges théologiques, Duculot, Gembloux 1970, pp. 41-63; véase ID., La parole et le souffle, Desclée de Brouwer, París 1984.

36. P. EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la tradition orthodoxe, Cerf, Paris 1969, pp. 88-89.

Page 128: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

252 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de la auténtica pericoresis, el Espíritu pierde, con la independencia hipostática, la plenitud personal de su actividad económica. En ade­lante ésta será concebida como un simple medio puesto al servicio de la economía de la Palabra, tanto en el plano eclesial como en el de la persona»37.

Ciertamente no se puede suponer cualquier «subordinación» del Espíritu en relación con el Hijo en el misterio intrínseco de Dios, a pesar del orden de las procesiones intra-trinitarias. Por tanto, el riesgo en la tradición latina de una reducción de la actividad salvífica del Espíritu en la economía divina no es ilusorio, sino que, por el contra­rio, hay que tomarlo en serio. En efecto, parece que hay diversos modos con los que el Espíritu puede indebidamente ser reducido a una «función de Cristo». Uno de ellos consistiría en la simple identifica­ción del Espíritu con Cristo resucitado; tal opinión se fundamenta en una comprensión errónea de la afirmación paulina: «El Señor es el Espíritu» (2 Co 3,17)38. Más discreta y matizada, pero tal vez no menos insatisfactoria, sería la opinión según la cual la acción salvadora y vivi­ficadora del Espíritu consiste por entero en la comunicación que de él hace el Señor resucitado. Ésta es la opinión de la que tratamos aquí.

Afirma claramente el concilio Vaticano II {Ad gentes 4) y recalca con insistencia el magisterio eclesial reciente (véase en particular la encíclica Dominum et vivificantem 53) que el Espíritu estaba ya pre­sente y operante antes de la glorificación de Cristo, e incluso antes del acontecimiento Jesucristo, a través de toda la historia, desde la crea­ción. Naturalmente, «este Espíritu es el mismo que se ha hecho pre­sente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las cul­turas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica y no puede menos de referirse a Cristo» (Redemptoris missio 29). No obstante, no se entiende por qué, mientras que antes del acontecimiento Cristo el

37. Véase A. DE HALLEUX, en Revue Théologique de Louvain 6 (1975), pp. 13-14, con referencia a V. LOSSKY, Essai sur la théologie mystique de l'Orient, Aubier, Paris 1944, pp. 242-243; también pp. 155-156, 163, 166, 185, 193.

38. Véase D.L. GELPI, The Divine Mother. A Trinitarian Theology ofthe Holy Spirit, University Press of America, Lanham (MD) 1984, p. 136; véase también E.A. JOHNSON, Colei che é. II mistero di Dio nel discorso teológico femminista, Queriniana, Brescia 1999, pp. 411-413.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 253

Espíritu obró en el mundo y en la historia sin que fuera comunicado a través de la humanidad resucitada -la cual no existía-, después del acontecimiento Cristo su actividad deba resultar tan vinculada a tal comunicación que quede limitada por ella. Ciertamente hay que man­tener que en ambos casos -tanto antes como después del aconteci­miento histórico- la efusión del Espíritu es siempre relativa al aconte­cimiento en el que culmina el despliegue a través de la historia del plan divino de salvación. En tal sentido se puede y se debe decir que el don del Espíritu antes de la encarnación fue hecho «en consideración» del acontecimiento cristológico. Pero esto no permite afirmar que ya no se pueda concebir ninguna acción del Espíritu como tal después del acon­tecimiento, e incluso en relación con el mismo acontecimiento -del mismo modo que ha sido posible afirmar una acción de la Palabra como tal, según las explicaciones proporcionadas anteriormente-. No hay dos economías de salvación. Pero las dos «manos de Dios» tienen y mantienen en la actuación divina su propia identidad personal. La Palabra es la luz «que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9); por lo que se refiere al Espíritu, «sopla donde quiere» (Jn 3,8).

Hay que tener siempre en cuenta el puesto central del aconteci­miento Jesucristo en el único plan divino. Tal acontecimiento -como se ha afirmado varias veces- representa la cima del compromiso de Dios con la humanidad y, como tal, es la clave interpretativa de todo el despliegue de las relaciones personales entre Dios y los hombres. Por esta razón al explicar los diversos cambios de paradigma propuestos en el debate actual sobre las religiones, se han rechazado claramente los nuevos paradigmas del logocentrismo y del pneumatocentrismo. Pero una cosa es afirmar diversas economías de salvación, paralelas a la que existe en el acontecimiento Cristo, y otra muy distinta es distinguir sin separación diversos aspectos complementarios de una sola economía de salvación querida por Dios para la humanidad.

II. Mediación y mediaciones

1. Varios caminos hacia una meta común

«Varios ríos que desembocan en el mismo océano»: esta y otras expre­siones similares han servido con frecuencia como eslóganes para una teología pluralista de las religiones. Como ríos que desembocan en el mismo océano, así también las diversas religiones tienden al mismo misterio divino. Los caminos difieren, pero el fin último es común a

Page 129: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

254 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

todos. El modelo pluralista del «centramiento en Dios» y, después, del «centramiento en la Realidad», propuesto por J. Hick, corresponde al axioma; el más reciente «pluralismo de orientaciones» de S.M. Heim39, por el contrario, lo contradice. Según S.M. Heim, para ser auténtico, el pluralismo debería reconocer que las diversas tradiciones se caracteri­zan objetivamente por una pluralidad real de fines religiosos distintos. Tampoco parece -según él- que el reconocimiento de tal pluralidad de fines religiosos esté en contradicción con la tradición cristiana. Habida cuenta de que aquí no queremos debatir esta opinión, en cualquier caso apenas compatible con la tradición cristiana, baste con decir que, por nuestra parte, la expresión «varios caminos hacia una meta común» se usa en la convicción cristiana de que la meta objetiva última, querida por Dios para toda vida humana, en cualquier contexto histórico y reli­gioso, es la unión personal y la comunión de vida con el Dios que se ha revelado en Jesucristo. No obstante, las diversas tradiciones religio­sas representan distintos caminos que conducen, aunque sea de mane­ras diferentes, a tal meta común. Esto debemos mostrarlo aún.

«Es posible sostener», escribe K. Ward, «que, en un sentido impor­tante, muchas religiones pueden ofrecer diferentes caminos hacia una meta común, concebida de formas bastante diversas»40. Y prosigue ex­plicando que las creencias específicamente cristianas en la encarna­ción, en la redención y en la Trinidad pueden ser interpretadas en una variedad de modos característicos, que constituyen diferentes doctrinas dentro del espectro del cristianismo; otras tradiciones religiosas intro­ducen una ulterior diversificación en la forma de concebir la meta final de los seres humanos. No obstante, dicha meta sigue siendo común y esto hace posible hablar de una verdadera «convergencia» en una bús­queda común41. Las diferencias en los conceptos teológicos no impiden necesariamente que el fin sea realmente común.

El pensamiento cristiano tradicional se ha resistido con frecuencia, incluso en los últimos años, a ver en las otras tradiciones religiosas «senderos», «caminos» o «canales» válidos, por medio de los cuales se puede alcanzar la meta de la unión con el Dios de Jesucristo; o bien, si lo expresamos en el sentido contrario -que es más apropiado-, por medio de los cuales el Dios de Jesucristo se comunica personalmente y comparte su propia vida con los seguidores de tales tradiciones. El

39 S.M. HEIM, Salvations. Truth and Difference in Religión, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1995.

40 K. WARD, Religión and Revelation, Clarendon Press, Oxford 1994, p. 338; véase pp. 310-311.

41. Ibid., p. 339.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 255

concilio Vaticano n, a pesar de su apertura y de los valores positivos reconocidos dentro de tales tradiciones, no se aventuró a llamarlas «caminos de salvación», aunque cabe preguntarse si esto no está -al menos en parte- implícito en el reconocimiento conciliar de los ele­mentos «de verdad y de gracia» contenidos en ellas «por una cuasi secreta presencia de Dios» (Ad gentes 9).

Antes hemos estudiado ya los textos centrales del magisterio pos­conciliar y por ello no es preciso analizarlos aquí de nuevo, pues su carácter afirmativo es limitado. El documento que se aproxima más a la afirmación según la cual otras religiones pueden constituir caminos de salvación para sus seguidores es el ya citado Diálogo y anuncio (1991):

«A través de la práctica de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas, y siguiendo los dictámenes de su conciencia, los miembros de las otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aun cuando no lo reconoz­can como su Salvador» (n. 29)42.

Otros documentos, aun cuando se reconoce claramente que gozan de menos autoridad, muestran una apertura mayor hacia las otras tra­diciones religiosas. En ellos se ve a Dios como presente y activo en ellas, atrayendo hacia sí a las personas; la pluralidad misma de las otras religiones es un testimonio de las «múltiples formas en las que Dios se ha relacionado con los pueblos y las naciones». La Declaración publi­cada por la Decimotercera asamblea anual (28-31 de diciembre de 1989) de la Asociación Teológica India, titulada Hacia una teología cristiana india del pluralismo religioso4*, ya recordada, afirma que, mientras nosotros afrontamos el problema del pluralismo «desde nues­tra perspectiva de fe» (n. 9), logramos también «entender el objetivo y el significado de la maravillosa variedad religiosa que nos rodea y su papel y función en la consecución de la salvación» (n. 8). Sigue una importante declaración:

«Las religiones del mundo son expresiones de la apertura humana a Dios. Son signos de la presencia de Dios en el mundo. Toda religión es única y, a través de esta unicidad, las religiones se enriquecen mutuamente. En su especificidad, manifiestan rostros diferentes del

42. PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, «Diálogo y anuncio»:

Ecclesia 2.547 (1991), pp. 1.437-1.454, aquí: p. 1.442. 43. Véase K. PATHIL (ed.), Religious Pluralism. An Indian Christian Perspective,

ISPCK, Delhi 1991, pp. 338-349.

Page 130: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

256 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

inagotable Misterio supremo. En su diversidad, nos permiten experi­mentar de una manera más profunda la riqueza del Uno. Cuando las religiones se encuentran en el diálogo, edifican una comunidad en la que las diferencias se convierten en complementariedad y las diver­gencias se transforman en indicaciones de comunión» (n. 32)

No faltan otros testimonios semejantes. Entre ellos hay que recor­dar las Directrices para el diálogo interreligioso, publicadas también en 1989 por la Comisión para el diálogo y el ecumenismo de la Conferencia de Obispos Católicos de la India (CBCI). El texto afirma:

«La pluralidad de las religiones es una consecuencia de la riqueza de la misma creación y de la multiforme gracia de Dios. Aunque todos los pueblos provienen de la misma fuente, han percibido el universo y articulado su conciencia del Misterio divino de muchas formas, y ciertamente Dios ha estado presente en esas empresas históricas de sus hijos. Por ello tal pluralismo no es en modo alguno deplorado sino más bien reconocido como un don divino» (n. 25)44.

Dos años antes, la Comisión Teológica Consultiva de la Federación de las Conferencias Episcopales Asiáticas (FABC) había publicado un documento titulado Tesis sobre el diálogo interreligioso, donde se ex­presaba con claridad una valoración positiva del papel de otras tradi­ciones religiosas en la economía divina de la salvación. En este docu­mento se lee lo siguiente:

«La Iglesia en Asia ha estado guiada por su experiencia de las otras religiones a [una] valoración positiva de su papel en la economía divi­na de la salvación. Este aprecio está basado en los frutos del Espíritu percibidos en las vidas de los creyentes de las otras religiones: un sentido de lo sagrado, un compromiso de buscar la plenitud, una sed de autorrealización, un gusto por la oración y el compromiso, un deseo de renuncia, una lucha por la justicia, un anhelo de una bondad humana fundamental, una implicación en el servicio, una entrega total del yo a Dios y una adhesión al trascendente en sus símbolos, rituales y en la misma vida, aunque la debilidad y el pecado humanos no están ausentes.

La valoración positiva se arraiga además en la convicción de fe de que el designio de salvación de Dios para la humanidad es único y alcanza a todos los pueblos: es el reino de Dios, por medio del cual trata de reconciliar consigo todas las cosas en Jesucristo (2,2-2,3)»45.

44. Véase CBCI [Catholic Bishops' Conference of India] COMISIÓN PARA EL DIÁLOGO Y EL ECUMENISMO, Guidelines for an Inter-religious Dialogue, segunda edición revisada, CBCI Centre, New Delhi 1989, p. 29.

45. THEOLOGICAL ADVISORY COMMISSION de la FABC [Federation of Asian Bishops'

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 2 5 7

Comparado con los testimonios anteriores, el reciente documento de la Comisión Teológica Internacional, titulado El cristianismo y las religiones (1996), expresa una extrema cautela y una aparente reticen­cia a reconocer alguna «función salvífica» en las otras tradiciones reli­giosas. Los párrafos relevantes, aun admitiendo la presencia del Espí­ritu en las religiones, afirmada por el magisterio reciente, son muy reservados a la hora de deducir conclusiones positivas:

«Dado este explícito reconocimiento de la presencia del Espíritu de Cristo en las religiones, no puede excluirse la posibilidad de que éstas ejerzan, como tales, una cierta función salvífica, es decir, ayuden a los hombres a alcanzar su fin último, aun a pesar de su ambigüedad. En las religiones se tematiza explícitamente la relación del hombre con el Absoluto, su dimensión trascendente. Sería difícilmente pensable que tuviera valor salvífico lo que el Espíritu Santo obra en el corazón de los hombres tomados como individuos y no lo tuviera lo que el mismo Espíritu obra en las religiones y en las culturas. El reciente magiste­rio no parece autorizar una diferenciación tan drástica» (n. 84).

«Las religiones pueden ser por tanto, en los términos indicados, un medio que ayude a la salvación de sus adeptos, pero no pueden equi­pararse a la función que la Iglesia realiza para la salvación de los cris­tianos y de los que no lo son» (n. 86)46.

En el próximo capítulo estudiaremos el papel de la Iglesia en rela­ción con los miembros de las otras tradiciones religiosas y de las mis­mas tradiciones. Mientras tanto, lo que sorprende a primera vista al comparar este último texto con los asiáticos es la diferente percepción ofrecida en éstos de la interacción prolongada y cotidiana con los miembros de las otras tradiciones religiosas a propósito del significa­do y valor de estas últimas en el designio de Dios para la humanidad, comparada con la valoración reservada que brota en el documento cen­tral de una aproximación dogmática a priori. A los documentos vincu­lados con el magisterio central les resulta difícil admitir en teoría lo que para otros es experiencia vivida. Con todo, aún debemos mostrar cómo las tradiciones religiosas son mediadoras de la salvación para sus seguidores o, dicho con otras palabras, cómo en ellas y a través de ellas Dios se comunica a sus seguidores de maneras diferenciadas. Expre­sado de una forma más específica: ¿en qué sentido, exactamente, son

Conferences], Theses on Interreligious Dialogue, en FABC Papers, n. 48, FABC, Hong Kong 1987, p. 7.

46. Texto castellano en COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, BAC, Madrid 1998, pp. 557-604, aquí: pp. 590-591.

Page 131: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

258 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

las tradiciones «canales» de salvación? ¿Qué causalidad actúa dentro de ellas para justificar la denominación -unívoca o analógica- de caminos o vías de salvación?

2. Mediaciones parciales de la salvación

Un modelo de cristología trinitaria allana el camino a distintas consi­deraciones que, pese a estar estrechamente interrelacionadas, son cla­ramente distinguibles. La gracia o salvación divina «lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica» (Dominum et vivificantem 53). Esto es cierto en cualquier situación o circunstancia histórica, tanto antes como después del acontecimiento Jesucristo. Como ha escrito un autor recientemente:

«Hay que [...] subrayar que [la] comprensión de la universalidad de la presencia de Dios en su creación y de la universalidad del amor reconciliador y salvffico de Dios para su creación no es para la teo­logía cristiana nunca separable de la autorrevelación de Dios en la particularidad del acontecimiento Cristo que se manifiesta como par­ticular Dios trinitario: Padre, Hijo y Espíritu. Una teología cristiana de la religión pierde su identidad particular si intenta basar su com­prensión de las religiones, no en la universalidad de Dios, que se revela en Cristo, sino en alguna constante antropológica supuesta­mente universal como un supuesto "religioso a priori"»41.

La acción salvífica de Dios, que actúa siempre en el marco de un designio unificado, es única y al mismo tiempo polifacética. No pres­cinde nunca del acontecimiento Cristo, en el que encuentra su máxima densidad histórica. Sin embargo, la acción de la Palabra de Dios no está limitada a expresarse exclusivamente a través de la humanidad de Jesucristo; ni tampoco la obra del Espíritu en la historia está limitada a su efusión por Cristo resucitado y exaltado. La gracia salvífica de Dios puede alcanzar a la humanidad de modos diversos que deben ser combinados e integrados entre sí.

No es preciso demostrar ulteriormente que el acontecimiento his­tórico de Jesucristo, que tiene su punto culminante en el misterio pas­cual de su muerte y resurrección, tiene un significado salvífico univer­sal. En cambio, lo que todavía hay que explicar es cómo su poder sal-

47. Ch. SCHWOBEL, «Particularity, Universality, and the Religions», en (G. D'Costa [ed.]) Christian Uniqueness Reconsldered. The Myth ofa Pluralistic Theology of Religions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1990, pp. 30-46, aquí: p. 39

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 259

vífico alcanza a los miembros de las otras tradiciones religiosas. ¿Sucede esto exclusivamente a través de una acción invisible de la humanidad glorificada que por su resurrección-glorificación se ha hecho «transhistórica», por encima de los condicionamientos del espa­cio y del tiempo? ¿O bien la acción salvífica de Dios en Jesucristo alcanza a los miembros de las otras tradiciones religiosas a través de una cierta «mediación» de sus propias tradiciones? ¿Son éstas, pues, en cierto modo «canales» del poder salvífico de Cristo? Y si la respuesta es positiva, ¿en qué sentido? ¿Confieren las tradiciones una cierta visi­bilidad y carácter social al poder salvífico de Cristo cuando alcanza a sus miembros? ¿Son signos, si bien incompletos, de la actividad salví­fica de Cristo?

Para ver que las tradiciones son lo que se acaba de exponer, tiene una importancia primordial subrayar el carácter histórico y social del ser humano. Contra la «teoría del cumplimiento», que estableció una ruptura entre la vida religiosa del individuo y la comunidad de fe en la que vive esa vida, la teoría de la «presencia del misterio de Cristo» muestra justamente que una división tan neta no es teológicamente viable.

La existencia humana es esencialmente histórica. Esto significa dos cosas. En primer lugar, la persona humana, espíritu encarnado, es un devenir que se expresa a sí mismo en el tiempo y en el espacio, en la historia y en el mundo. La persona existe sólo en este darse expre­sión a sí misma. Lo que llamamos nuestro cuerpo es justamente tal expresión. Éste es el significado profundo de la teoría de santo Tomás sobre la unión «sustancial» de alma y cuerpo. Que el alma es la «forma sustancial» del cuerpo significa que alma y cuerpo no constituyen dos elementos distintos hasta el punto de ser independientes y, por tanto, fácilmente separables, como si entre ambos se tratase de una unión meramente accidental. Sucede lo contrario: los seres humanos son per­sonas sólo en la medida en que, como espíritus, son encarnados. La filosofía existencial moderna lo ha visto y expresado mejor que el tomismo. Ahora bien, lo que es cierto de la vida de un ser humano en general, es también cierto de su vida religiosa. Ésta no consiste ni puede consistir en estados puramente espirituales del alma. Para exis­tir, la vida religiosa debe expresarse en símbolos, prácticas y ritos reli­giosos. A la luz de la naturaleza esencialmente compuesta del ser humano, tales símbolos, prácticas y ritos son necesarios para la misma existencia de la vida religiosa, ya que sirven tanto de expresión como de apoyo a las aspiraciones del espíritu humano. No hay vida religio­sa sin práctica religiosa. En este sentido tampoco hay fe sin religión.

Page 132: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

260 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

En segundo lugar, el principio antropológico aquí propuesto impli­ca además que el ser humano no es una «mónada» aislada sino una per­sona que vive en una sociedad humana. Todo ser humano se hace per­sona en virtud de sus relaciones interpersonales con otros seres huma­nos. Si bien es cierto que uno debe existir como persona para poder mantener relaciones interpersonales con los otros, también es cierto que el ser humano se hace persona y crece como tal por medio de tales relaciones. Esto es lo que ha puesto de manifiesto la filosofía del per­sonalismo. Y se aplica también a la vida religiosa del ser humano. Los seres humanos religiosos no subsisten como individuos separados, sino como miembros de determinadas comunidades religiosas dotadas de tradiciones particulares. Crecen y se transforman compartiendo la vida religiosa de sus respectivas comunidades, entrando personalmente en las respectivas tradiciones religiosas históricas en las que están situa­dos y adoptando sus manifestaciones sociales, doctrina y enseñanza, código moral y prácticas rituales.

Si todo esto es cierto, y si muchos miembros de las otras tradicio­nes religiosas tienen una experiencia auténtica de Dios, la conclusión ineludible es que estas tradiciones contienen, en sus instituciones y prácticas sociales, rastros del encuentro de los seres humanos con la gracia, «elementos debidos a un influjo sobrenatural de la gracia»48. No es posible establecer ninguna dicotomía entre la vida religiosa subjeti­va de los seres humanos y la religión que profesan, entre su experien­cia religiosa personal y el fenómeno religioso histórico-social, o sea, la tradición religiosa, constituida por libros sagrados y prácticas cultua­les, a la que se adhieren. Y tampoco se puede decir que, si bien las per­sonas que pertenecen a estas tradiciones pueden obtener la salvación en virtud de la sinceridad de su vida religiosa subjetiva, su religión no tiene ningún valor salvífico para ellas.

Está claro que la dicotomía sobre la que se basan tales juicios nega­tivos es gravemente inadecuada. La religión subjetiva y la religión ob­jetiva deben ser distinguidas, pero no pueden ser separadas. Las tradi­ciones religiosas de la humanidad se derivan de la experiencia religio­sa de las personas o los grupos que las han fundado. Sus libros sagra­dos contienen la memoria de experiencias religiosas concretas con la Verdad. Sus prácticas, a su vez, son el resultado de la codificación de tales experiencias. Así pues, parece impracticable y teológicamente no

48. K. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teolo­gía, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 142, 152 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, vol. V, op. cit.).

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 261

realista sostener que, aun cuando los miembros de las diversas tradi­ciones religiosas pueden obtener la salvación, su religión no desempe­ña ningún papel en tal proceso. Del mismo modo que no existe ningu­na vida religiosa concreta puramente natural, así tampoco existe nada que se parezca a una religión histórica puramente natural.

Para mostrar de qué forma las diversas tradiciones religiosas pue­den servir como mediación del misterio de la salvación para sus miem­bros, debemos empezar por el misterio de Cristo para pasar después a considerar cómo Cristo se hace presente a los seres humanos. En Cristo, Dios entra en una relación personal con los seres humanos -Dios se hace presente a ellos-. Toda experiencia auténtica de Dios, para los cristianos como para los demás, es un encuentro de Dios en Jesucristo con el ser humano. La presencia de Dios al ser humano, en cuanto constituye -como toda presencia personal- un «ser con» de orden intencional, pone a Dios en relación con el ser humano en un intercambio interpersonal entre un «Tú» y un «Yo». El orden de la fe o la salvación consiste precisamente en esta comunicación personal de Dios al ser humano, una comunicación cuya realización concreta se da en Jesucristo y cuyo signo eficaz es la humanidad de Jesús.

No obstante, Dios es Persona infinita, más allá de toda finitud, y su trascendencia marca profundamente la naturaleza de la presencia divi­na personal a los seres humanos. Ya que lo Infinito está separado de lo finito por una distancia infinita, la presencia personal de Dios al ser humano -y, afortiori, al ser humano pecador-^sólo puede ser gratuita. La iniciativa de la relación de Dios con el ser humano procede necesa­riamente de lo Divino. La condescendencia de Dios con los seres humanos ocupa el centro del misterio de Cristo.

En el cristianismo, la presencia personal de Dios a los seres huma­nos en Jesucristo alcanza su visibilidad sacramental más alta y com­pleta a través de la palabra en él revelada y de los sacramentos en él fundados. No obstante, esta mediación concreta del misterio de Cristo llega sólo a los cristianos, miembros de la Iglesia-sacramento, de la que reciben la palabra y cuya economía sacramental comparten. ¿Pueden las otras religiones contener y significar, de alguna manera, la presencia de Dios a los seres humanos en Jesucristo? ¿Se hace Dios presente a ellos en la práctica de sus religiones? Es necesario admitir que es así. De hecho, su práctica religiosa es la realidad que da expre­sión a su experiencia de Dios y del misterio de Cristo. Es el elemento visible, el signo, el sacramento de tal experiencia. Esta práctica expre­sa, sostiene, sustenta y contiene -por así decir- su encuentro con Dios en Jesucristo.

Page 133: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

262 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Por ello -y en este sentido particular- la tradición religiosa de los «otros» es para ellos un camino y un medio de salvación. Rechazar esta conclusión sería cometer el error de establecer una indebida sepa­ración entre la vida religiosa personal y subjetiva y la tradición reli­giosa objetiva -hecha de palabras, ritos y sacramentos- en la que encuentra expresión tal vida. Tal separación es, como hemos indicado, teológicamente inviable.

Quizás resulte difícil determinar claramente en qué sentido preciso y exacto las religiones históricas sirven para sus miembros como mediación de la presencia del misterio de Cristo. En cualquier caso, tenemos que distinguir varias modalidades de la presencia sacramental del misterio. En el misterio de Cristo se dan diferentes modalidades de mediación de su presencia. La gracia de Dios, aunque es ciertamente sólo una, está visiblemente mediada en modos diferentes, que difieren entre sí no sólo en grado sino también en naturaleza. Esto significa que las prácticas religiosas y los ritos sacramentales de las otras religiones no están en el mismo nivel que los sacramentos cristianos derivados de Jesucristo; pero también significa que debemos atribuirles una cierta mediación de la gracia49. Así pues, el misterio de la salvación en Cristo sigue siendo sólo uno. Pero este misterio se hace presente a los hom­bres que se encuentran fuera de los confines del cristianismo. En la Iglesia, comunidad escatológica, se hace presente a ellos abiertamente y de manera explícita, en la plena visibilidad de su mediación comple­ta. En las otras tradiciones religiosas se hace presente de manera implí­cita, escondida, en virtud de una modalidad de mediación incompleta, pero no menos real, constituida por tales tradiciones.

Por muy oscura, desde el punto de vista teológico, que pueda ser la diferencia entre las diversas modalidades de mediación del misterio de la salvación, hay que afirmar claramente tal diferencia. Hace una docena de años escribí a este respecto:

«Una cosa es acoger la palabra que Dios dirige a los hombres por mediación de los sabios que la han escuchado en el fondo de su cora­zón y han transmitido a los otros su experiencia de Dios, y otra escu­char la Palabra decisiva que dirige Dios a los hombres en su Hijo encarnado, que es la plenitud de la revelación. [...]

De igual manera, una cosa es entrar en contacto con el misterio de Cristo a través de los símbolos y prácticas rituales que a lo largo de los siglos han mantenido y dado forma visible a la respuesta de fe de

49. Sobre el tema de los ritos sacramentales, véase N. ABEYASINGHA, A Theological Evaluation of Non-Christian Rites, Theological Publications in India, Bangalore 1984.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 2 6 3

los hombres y a su compromiso con Dios, y otra cosa encontrarse con el misterio mismo, "re-presentado" [hecho de nuevo presente] en la plena sacramentalidad de las acciones simbólicas instituidas por Jesucristo y confiadas por él a la Iglesia [...].

Por último, una cosa es tener experiencia y vivir-del misterio cris-tico inconscientemente y de manera oculta, sin clara conciencia de la infinita condescendencia que Dios nos ha mostrado en su Hijo y sin conciencia plena de la seriedad con que Dios se ha rebajado en él hasta nosotros, y otra cosa reconocer el misterio en la humilde condi­ción humana del hombre Jesús, en su vida humana, en su muerte y su resurrección, con plena conciencia de que en este hombre que es miembro de nuestra raza Dios ha venido personalmente a nuestro encuentro, ha descendido a nuestro nivel. Fuera del cristianismo, Dios se encuentra con los hombres en Cristo, pero su rostro humano per­manece desconocido; en el cristianismo Dios sale al encuentro de los hombres en el rostro humano del hombre Jesús, que refleja para noso­tros la imagen misma del Padre. Si toda religión supone un acerca­miento de Dios al hombre, en'el cristianismo Dios sale al encuentro del hombre de una manera plenamente humana»50.

Pero hay que recordar una vez más que el acontecimiento Cristo, que está presente inclusivamente, no agota el poder de la Palabra de Dios que se hizo carne en Jesucristo. La acción iluminadora y el poder salvífico de la Palabra son universales, se extienden a todos los tiem­pos y a todas las personas. Su incomparable fuerza iluminadora que obra en toda la historia humana contribuye a la salvación de los seres humanos, tanto antes como después de su manifestación en la carne. Como hizo antes de la encarnación, la Palabra divina continúa todavía sembrando sus semillas en medio de los pueblos y en las tradiciones religiosas: verdad y gracia divina están presentes en ellos mediante su actividad. Observaciones análogas se imponen por lo que respecta a la presencia universal del Espíritu Santo, tanto antes como después de la encarnación de la Palabra. «La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones» (Redemptoris missio 28). Así pues, los elementos «de verdad y de gracia» {Ad gen­tes 9) están presentes en las culturas y las religiones humanas, debido a la acción combinada de la Palabra de Dios y de su Espíritu. Llegamos así de nuevo al reconocimiento de una función salvífica de tales reli­giones para comunicar a sus adeptos el ofrecimiento de gracia y de sal-

50. J. DUPUIS, Jesucristo al encuentro de las religiones, San Pablo, Madrid 1991, pp. 207-208 (orig. francés, 1989).

Page 134: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

264 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

vación de parte de Dios y expresar su respuesta positiva al don gratui­to que Dios hace de sí mismo. La Palabra y el Espíritu -las «dos manos» de Dios (san Ireneo)- cooperan, mediante su acción universal, para conferir «verdad y gracia» a la vida religiosa de las personas y para inscribir «valores salvíficos» en las tradiciones religiosas a las que pertenecen. ¿Es posible discernir teológicamente los «valores salvífi­cos» contenidos en las tradiciones religiosas? ¿Sobre qué criterio se deberá basar tal obra de discernimiento?

3. El discernimiento de valores salvíficos

El criterio específicamente cristiano para tal discernimiento es: «Una religión es verdadera y buena si y en la medida en que deja percibir el espíritu de Jesucristo en su teoría y su práctica»51. Este criterio consis­te en preguntar si y hasta qué punto es posible encontrar en las tradi­ciones religiosas el «espíritu cristiano». «Jesucristo es para los cristia­nos el factor regulativo decisorio»5*. Mientras tanto, ¿es posible pro­poner de una forma más concreta el criterio cristiano para discernir la verdad y la revelación, la gracia y la salvación, en las otras religiones? Se piensa aquí espontáneamente en los frutos del Espíritu menciona­dos por san Pablo (Ga 5,16-24), frutos cuyo monopolio no está en los cristianos ni en la tradición cristiana. Esta cuestión se puede resumir en una palabra: amor (agápé), porque «la revelación central de Dios, que es dada en Jesucristo, es agápé»".

Con todo, es necesario hacer una distinción entre el compromiso de fe subjetivo de cada persona y la tradición religiosa objetiva e históri­ca a la que ésta pertenece y de la que recibe la vida y la inspiración reli­giosas. Los teólogos cristianos estarán de acuerdo en que quien se atenga normalmente a lo que la revelación cristiana llama la ley del amor ha oído la palabra de Dios en el secreto de su corazón y ha res­pondido a esa llamada con un compromiso de fe. Ubi caritas et amor, Deus ibi est [«Donde hay caridad y amor, allí está Dios»]. El Nuevo Testamento pone de manifiesto que el agápé, aunque tiene dos dimen­siones, es único y que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor al prójimo (1 Jn 4,20). La teología reciente expresa esta mediación con la expresión «sacramento del prójimo». Además, el Nuevo Testamento

51. H. KÜNG, «Existe l'unica religione vera?», en Teología in cammino. Un'autobiografía spirituale, Mondadori, Milano 1987, pp. 255-286; véase p. 278 (orig. alemán, 1987).

52. Ibid, p. 282. 53. Véase P. STARKEY, «Ágape: A Christian Criterion for Truth in the Other World

Religions»: International Review ofMission 74 (1985), pp. 425-463, aquí: p. 433.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 265

insiste en que el poder habilitador del agápé es un don del Espíritu, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5,5). El agápé es el des­bordamiento en nosotros del amor con el que Dios nos amó primero. Ésta es la razón por la que la práctica del amor es el criterio seguro por el que podemos reconocer que una persona ha escuchado la palabra de Dios y ha abierto su corazón a ella. La práctica del agápé es la reali­dad de la salvación, presente y operante en los seres humanos como respuesta a la automanifestación y a la revelación de Dios.

Pero es más difícil determinar hasta qué punto la práctica habitual del agápé y el consiguiente misterio de la salvación personal están ins­pirados por la tradición religiosa a la que pertenece una persona. Tampoco es fácil valorar si, hasta qué punto y con qué claridad la cari­dad salvífica es ordenada como un precepto por los libros sagrados considerados dentro de otras tradiciones religiosas como revelación divina. ¿Ofrecen las escrituras de esas tradiciones un equivalente del precepto cristiano del amor tal como se revela en el Nuevo Testa­mento? ¿Hasta qué punto es el misterio de la salvación subjetiva, pre­sente y operante en las vidas de sus adeptos, una respuesta a una reve­lación divina sobre el amor contenida en esas escrituras?

¿Qué condiciones debe cumplir, según las normas evangélicas, el amor al prójimo para que sea un agápé salvífico? La primera es que sea desinteresado e incondicional. Semejante actitud implica un reco­nocimiento, al menos no temático, del valor personal del «otro» y un reconocimiento implícito de un Absoluto trascendente en el que se fun­damenta este valor personal -cualquiera que sea el nombre que se dé a este Absoluto trascendente.

Además, el Evangelio requiere que el amor sea universal. Jesús expresa con toda claridad lo que se ha dado en llamar el «radicalismo» evangélico. El amor a Dios y el amor a los seres humanos van de la mano (Mt 22,34-40; Le 10,25-28); las personas serán juzgadas según el criterio del amor al prójimo (Mt 25,31-46). El agápé se extiende no sólo a los cercanos y a los amigos -«¿No hacen eso mismo también los publícanos? [...] ¿No hacen eso mismo también los gentiles?»-, sino también a los enemigos (Mt 5,43-48). El agápé es universal: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celes-

•tial» (Mt 5,48). ¿Cuál es la relación entre las escrituras sagradas de las otras tradi­

ciones religiosas y las exigencias radicales del agápé, contenidas en el mensaje evangélico? Tales escrituras, ¿proporcionan un incentivo y una invitación al amor expansivo, que tiene características tales que pueden ser reconocidas, desde una perspectiva cristiana, como revela-

Page 135: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

266 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

ción divina que inspira y sostiene en los seguidores de esas tradiciones una adhesión al agápé salvífíco? En el artículo citado anteriormente, P. Starkey revisa los datos disponibles en las diversas tradiciones religio­sas en favor de la hipótesis de una revelación divina que invita a sus seguidores a dedicarse a la práctica del agápé. Aquí retomamos sus resultados, primero en relación con las religiones monoteístas (judais­mo e islam) y después con algunas de las tradiciones asiáticas (hin-duismo, budismo y confucianismo).

En las escrituras judías se enseña de una manera muy clara el pre­cepto del amor al prójimo, donde se fundamenta en la actitud de amor y fidelidad a la alianza concluida por Dios con su pueblo. Es el agápé divino que se extiende, por así decir, a las relaciones humanas. Ahora bien, ese amor ¿es universal? Según la tradición evangélica, Jesús observó severamente: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo". Pues yo os digo: "Amad a vuestros enemigos [...]"» (Mt 5,43-44). Los exegetas observan que la segunda parte del mandamiento antiguo no se encuentra de una forma tan brusca en la Ley, y que la seca expresión atribuida a Jesús procede del original ara-meo, lengua en la que había pocos matices. El significado equivalente a ella sería: hay una obligación menor de amar a los enemigos. Starkey observa: «El mandamiento del amor al prójimo es central en la Tanak y el Talmud» (véase Lv 19,17-18). Pero continúa: «Desde la antigüe­dad el problema suscitado entre los rabinos no es la centralidad del mandamiento sino el significado de la palabra "prójimo" (réa')»5\ Ahora bien, Starkey observa que «la idea de prójimo es hoy unlversa­lizada por muchos escritores judíos»55. Y resume:

«Del examen de las escrituras y tradiciones del judaismo, un cristia­no puede concluir que los judíos son llamados a vivir una vida carac­terizada por obras de compasión, caridad, bondad compasiva, respe­to, justicia para todos [...]. Según el criterio del agápé, el judaismo contiene verdad»56.

El mensaje del Corán sobre el amor parece por muchos motivos semejante al de las escrituras judías. Se basa en la actitud que Dios mismo, que es misericordioso y compasivo, tiene hacia la humanidad. También el precepto de la caridad está caracterizado por un cierto uni­versalismo: se extiende al menos a todos los musulmanes y, según algunas interpretaciones, también a todas las personas57.

54. Ibid.,p. 437. 55. ¡bid.,p. 439. 56. Ibid.,p. 441. 57. Véase ibid., pp. 441-446.

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 267

Paradójicamente, la universalidad de la exigencia del amor parece formulada de manera más clara en las tradiciones asiáticas -hinduis-mo, budismo y confucianismo- que en las dos grandes religiones mo­noteístas, fuera del cristianismo. A propósito del hinduismo, Starkey escribe: «Las escrituras hindúes exigen la acción de agápé, descrito como actos de compasión, justicia, respeto, generosidad, rectitud y altruismo hacia todos»5*. Así mismo, escribe sobre el budismo: «El budista no sólo debe tratar a los amigos y al prójimo con metía (amor), sino que también "los propios enemigos deben ser tratados con bondad compasiva"»59. En opinión de E.A. Burtt60, metía es «una compasión ilimitada que se entrega a sí misma y brota libremente hacia todas las criaturas que viven»61. Finalmente, después de haber revisado los datos sobre el confucianismo, esta autora concluye: «En la tradición confu-ciana, el jen es amor universal y activo en las relaciones humanas»62.

Ahora bien, ¿cuál es en estas tradiciones asiáticas el fundamento del amor universal y compasivo? ¿Se puede decir que se basa en el amor antecedente de Dios a la humanidad, el amor divino, reproduci­do, por así decir, y extendido a las relaciones humanas? Hablando del hinduismo, Starkey señala correctamente que la razón [de las] accio­nes [del agápé] [...] es a menudo diferente respecto de la concepción occidental cristiana»63. Éste es el caso cuando la conducta altruista está basada, como en la tradición de las Upanisad, sobre la identidad Brahmán-Atman. En la tradición bhakti, por el contrario, el amor al­truista encuentra su fundamento en la dignidad personal de los seres humanos en relación con un Dios personal. A propósito de la compa­sión budista hacia todas las criaturas vivas, se ha preguntado con fre­cuencia si puede ser equiparada a la caridad cristiana. Hay que admitir que el fundamento teológico de una actitud altruista es diferente en ambos casos, y es suficiente para mostrarlo la actitud agnóstica y neu­tral del budismo a propósito de la existencia de un «yo» personal y de un Absoluto divino personal. De manera semejante, en el confucianis­mo, aun cuando pueda ser correcto observar que el jen (el tener un corazón humano) es «muy semejante al concepto cristiano de agápé», esto no significa necesariamente un fundamento teológico equivalente al de la actitud del agápé cristiano.

58. Ibid.,p. 451. 59. Ibid, p. 454. 60. Véase E.A. BURTT (ed.), The Teachings ofthe Compassionate Buddha, The New

American Library, New York 1955, p. 46. 61. STARKEY, «Ágape», op. cit., p. 455. 62. Ibid., p. 461. 63. Ibid, p. 451.

Page 136: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

268 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

No obstante, sigue siendo cierto que los actos de amor o el agápé en acción son, desde una perspectiva cristiana, el signo de que Dios ha entrado en la vida de una persona revelándose y manifestándose -sin que importe cuan «anónima» o secretamente, sin que importe cuan imperfecta pueda permanecer en el sujeto la conciencia de Dios que ha intervenido de esa forma-. Son también el signo de que la persona ha respondido positivamente a la intervención de Dios en su vida, sin que importe en qué medida siga siendo poco temático el conocimiento del Dios que se autorrevela. Tampoco hay que creer que la iniciativa de Dios al manifestar su propio ser a una persona, y la respuesta positiva de ésta, carezcan de toda relación con la tradición religiosa a la que la persona pertenece y a lo que esa tradición le ha enseñado sobre el Absoluto, independientemente de cuan limitada pueda ser esta doctri­na. La adhesión de fe subjetiva expresada en el agápé y la doctrina y la práctica objetivas de la comunidad de fe a la que pertenece la per­sona no pueden ser separadas sin hacer violencia a ambas realidades.

¿Cuál es, pues, la conclusión? Que el agápé es el signo de la pre­sencia operante del misterio de la salvación en todos los hombres y mujeres que son salvados: «Dios es amor; y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Pero de ello se sigue otra conclusión. Las diversas tradiciones religiosas contienen elementos de revelación divina y momentos de gracia divina, aunque éstos siguen siendo incompletos y están abiertos a una autodonación más plena y una revelación más completa por parte de Dios. Los momentos de gracia contenidos en las tradiciones religiosas de la humanidad abren a sus seguidores -a través de la fe y el agápé- a la gracia y la salvación de Dios. Lo hacen en la medida en que anticipan, en la providencia de Dios, la revelación más plena y el don decisivo que Dios hace de sí mismo en Jesucristo. En Cristo, que es el Hijo de Dios hecho hombre, Dios se ha unido con la humanidad en un vínculo de amor irrevocable. Ésta es la razón por la que el agápé salvífico encuentra en Cristo su fundamento teológico decisivo. Si el amor es salvífico, se debe, en definitiva, a que imita y reproduce en nosotros aquel amor con que Dios nos amó primero en el Hijo encarnado.

* * *

Parece legítimo, en conclusión, señalar una convergencia entre las tra­diciones religiosas y el misterio de Jesucristo, como itinerarios -si bien desiguales- a lo largo de los cuales Dios ha buscado y continúa bus­cando a los seres humanos en la historia, en su Palabra y en su Espíritu. Jesucristo -como se ha escrito recientemente- es «la figura integral [la

EL ÚNICO MEDIADOR Y LAS MEDIACIONES PARCIALES 269

figure intégrale] de la salvación de Dios»; las otras tradiciones religio­sas representan «realizaciones particulares de un proceso universal que se ha vuelto eminentemente concreto en Jesucristo»64. La salvación se obra en todas partes, pero en la figura concreta de Cristo crucificado y resucitado se ve que ha sido realizada. Así pues, Jesucristo es el «único Salvador», no como única manifestación de la Palabra de Dios, que es Dios mismo65, ni en el sentido de que la revelación de Dios en él sea exhaustiva y esté ya consumada -pues ni es así ni puede serlo-, sino en relación con el proceso universal de la revelación y la salvación divina que tiene lugar mediante manifestaciones concretas, históricas y limitadas:

«La contingencia de la encarnación va unida a la universalidad de la manifestación del Absoluto. El Lagos encarnado se busca a sí mismo a lo largo de la historia. La evangelización y el diálogo son el encuen­tro del Lagos encarnado, en la contingencia de la historia, con el Lógos universal sembrado en todo corazón humano. [...] La plenitud de lo que llamamos revelación y encamación -que se realiza sólo en el éschaton- se puede encontrar sólo en la realización de este diálogo»66.

La convergencia entre las tradiciones religiosas alcanzará su meta en el éschaton, con la «re-capitulación» {anakephaláiósis, Ef 1,10) en Cristo de todas las cosas. Esta recapitulación escatológica coincidirá con la «perfección» última (teléiósis) del Hijo de Dios como «causa de salvación eterna» (Hb 5,9), cuya influencia sigue sujeta, hasta la con­sumación final, a una «reserva escatológica». Una vez realizado el reino de Dios, tendrá lugar el fin, «cuando [...] [Cristo] entregue el reino a Dios Padre»; entonces «el mismo Hijo se someterá también al que le sometió todo» y Dios será «todo en todas las cosas» (1 Co 15,24-28). La plenitud escatológica del reino de Dios es la consuma­ción final común del cristianismo y de las religiones. Mientras tienden juntas hacia tal consumación, las religiones tienen que convertirse perennemente a Dios y su reino, por medio de una mutua acción de verificación, de estímulo y de corrección fraterna. Las metas hacia las que conducirá tal camino a través de la historia no permiten previsio­nes humanas, sino que deben ser dejadas a la futura y constante acción del Espíritu de Dios.

64. Véase J.S. O'LEARY, La vérité chrétienne á l'áge dupluralisme religieux, Cerf, París 1994, p. 253.

65. Véase ibid., pp. 261-265. 66. Ibid., p. 280.

Page 137: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

8 El reino de Dios, la Iglesia y las religiones

Ya en la introducción de este trabajo nos hemos referido a la «purifi­cación del lenguaje teológico» que debe acompañar a la «purificación de la memoria». En el contexto de la teología de las religiones y del diálogo interreligioso, plantea problemas la expresión «reino de Dios», tanto en la teología tradicional como en la reciente. Tal realidad, ¿se limita a la esperanza de Israel y, en su realización histórica en el mun­do, al cristianismo y a la Iglesia? ¿Están excluidos de él los «otros»? O, por el contrario, ¿son miembros de pleno derecho, aunque perma­nezcan fuera de la Iglesia? ¿O más bien pertenecen a él «de alguna forma», que se podría calificar como implícita o invisible? En suma, ¿hay que identificar el cristianismo y la Iglesia con el reino de Dios como realidad presente en el mundo y en la historia? ¿O bien es éste una realidad universal que se extiende más allá de los límites de las Iglesias cristianas? Si la respuesta es positiva, ¿cuál es la relación de la Iglesia, por un lado, y las religiones, por otro, con el reino universal de Dios? ¿Y cuál es la relación entre ellas? ¿Pertenecen de la misma ma­nera los cristianos y los «otros» al reino de Dios?

No hay respuestas unánimes a estas cuestiones. Es indudable que la teología del reino de Dios se desarrolló durante el periodo preconciliar. El concilio Vaticano n pudo aprovecharse de esta aportación. Pero no pudo resolver todas las cuestiones que tal teología planteaba; y menos aún sacó las consecuencias para una teología de las religiones. En este capítulo nuestra intención es mostrar rápidamente la evolución de la teología del reino de Dios en la teología posconciliar y mostrar su sig­nificación para una teología de las religiones en relación con la Iglesia -lo cual es más importante-. Este trabajo se realizará en dos partes. En la primera se mostrará el lento redescubrimiento de la universalidad del reino de Dios, del que los cristianos y los «otros» son miembros copar­tícipes; en la segunda parte se especificará ulteriormente la relación de la Iglesia y de las otras tradiciones religiosas con la realidad universal

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 271

del reino de Dios. Se observará así que una perspectiva reinocéntrica de la eclesiología y de la misión evangelizadora parece más adecuada al mundo religioso pluralista en el que hoy vivimos, y que seguirá sin duda caracterizando el nuevo milenio ya iniciado.

Antes de continuar hay que hacer aquí algunas aclaraciones a pro­pósito del significado de los conceptos; y, en primer lugar, con respec­to al reino de Dios. Baste con recordar, por lo que respecta al Antiguo Testamento, que, mientras el término «reino de Dios» apenas es usado como tal, la «soberanía» de Dios sobre su pueblo, e incluso sobre todos los pueblos, es uno de los temas principales de la revelación judía. Según el Nuevo Testamento, Juan el Bautista anunció que el reino de Dios estaba cerca, pero lo concibió como juicio divino (véase Me 1,9-11). Jesús, en cambio, anunció el reino de Dios como «buena nueva» para todos los hombres. El «evangelio» (euangélion), es decir, la «buena nueva», es la irrupción en la historia de la soberanía divina, la realización de las promesas divinas y la renovación de las relaciones entre Dios y los hombres y entre los mismos hombres. El reino es «símbolo» del nuevo dominio que Dios instaurará en el mundo, reno­vando así todas las cosas y restableciendo todas las relaciones. Ade­más, como ya hemos mostrado en el capítulo 1 de este trabajo, en el pensamiento y en las acciones de Jesús el reino de Dios y su venida inminente -a través de su propia vida- son no sólo la preocupación principal, sino también el punto de referencia obligado. Tal reino es universal, sin límites, cualesquiera que éstos sean: de pertenencia étni­ca, religiosa o de otro tipo.

Más problemático es el concepto de Iglesia que se ha de usar para una teología de la relación entre reino de Dios, Iglesia y religiones. Existió en la tradición antigua, de manera específica en san Agustín, una tendencia a identificar la «Iglesia» con la totalidad de las personas salvadas defacto en Jesucristo, incluidas las que habían vivido antes de él: Ecclesia ab Abel, el «primer justo». Ahora bien, la legitimidad de un concepto de Iglesia tan amplio es discutible; de hecho, es más problemático que cualquier teoría moderna del cristianismo «implíci­to» o «anónimo», que quiere afirmar directamente una relación de todos los salvados con Cristo, no con la Iglesia. De vez en cuando se ha propuesto una concepción de la Iglesia aún más amplia -y más pro­blemática-, según la cual ésta se identificaría con la totalidad de la humanidad, salvada en principio por medio del acontecimiento Cristo.

Tales ampliaciones indebidas del concepto de Iglesia no parecen muy útiles para nuestra intención, ni corresponden al concepto de Iglesia oficialmente propuesto por el magisterio eclesial reciente. Así

Page 138: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

272 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

pues, aquí estamos empleando el concepto de Iglesia afirmado y expli­cado por el concilio Vaticano n en la constitución Lumen gentium, según la cual la Iglesia está constituida por dos elementos inseparables, uno invisible y otro visible: la Iglesia es al mismo tiempo comunión espiritual e institución humana. El concilio enseña: «La asamblea visi­ble y la comunidad espiritual [...] no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino». Y añade, a modo de explicación: «Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» {Lumen gentium 8). Por tanto, si bien los dos aspectos del misterio de la Iglesia pueden ser distinguidos, sin embargo no pue­den ser separados como si constituyeran dos realidades diferentes. No hay dos Iglesias: una institucional y visible a la que pertenecen los «cristianos» y otra, espiritual e invisible, a la que pertenecen también los «otros». Será, por tanto, necesario preguntarse qué relación pueden tener los «otros» con la única Iglesia.

I. Reino de Dios e Iglesia: ¿identidad o distinción?

1. Historia reciente de las relaciones entre Iglesia y reino de Dios

No hace mucho que la teología del reino de Dios se caracterizaba por una doble identificación. Por una parte, la Iglesia se identificaba, de manera muy simple, con el reino de Dios; por otra, se pensaba que la Iglesia católica romana se identifica del todo con la Iglesia como tal. La encíclica Mystici corporis (1943) del papa Pío xn afirmó esta segunda identificación sin rodeos1. En ella se identificaba el cuerpo místico de Cristo, el misterio de la Iglesia, con la Iglesia católica roma­na. Con respecto a la identificación de la Iglesia con el reino de Dios, esto era lo que afirmaban o presuponían comúnmente los teólogos, en una época en que la teología no se preocupaba demasiado por las dis­tinciones que después harían necesarias ulteriores estudios en el ámbi-

1. AAS 35 (1943), p. 199; Carta encíclica Mystici corporis, texto oficial castellano publicado en Mensajero, Bilbao 1944, p. 57.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 273

to escatológico2. El resultado fue una doble identificación entre el reino de Dios y la Iglesia, por una parte, y entre la Iglesia y la Iglesia roma­na, por otra. Un ejemplo será suficiente. Algunos años antes del Vati­cano II, T. Zapelena escribía en su tratado De Ecclesia Christi: «Toda la eclesiología se podría presentar y ordenar mediante el siguiente cua­drilátero: reino de Dios = Iglesia de Cristo = Iglesia católica romana = cuerpo místico de Cristo en la tierra»3.

Sin entrar en la génesis de la constitución Lumen gentium del con­cilio Vaticano n, resulta claro que el concilio se distanció de la identi­ficación del misterio de la Iglesia con la Iglesia católica romana, empleando la fórmula: «Haec Ecclesia [...] subsistit in Ecclesia catho-lica» (Lumen gentium 8). La nueva fórmula rompía con la identifica­ción y permitía reconocer en las otras Iglesias cristianas la existencia de «muchos elementos de santidad y verdad» (Lumen gentium 8) y, por tanto, elementos reales del misterio de la Iglesia. El misterio está pre­sente indudablemente en la Iglesia católica; más aún, lo está de un modo privilegiado. Pero también está presente en otras partes, si bien de modo incompleto4. ¿Qué se puede decir de la identificación, propia de la teología tradicional, entre el reino de Dios y la Iglesia? ¿Adoptó el Vaticano n esta posición, o bien se distanció de ella en virtud de una escatología renovada? Hay que hacer varias distinciones.

La teología reciente ha redescubierto el reino de Dios como reali­dad escatológica. Como consecuencia, actualmente es esencial distin­guir entre el reino de Dios en su plenitud escatológica y el reino de Dios como está presente en la historia, es decir, entre el «ya» y el «todavía no». Dios ha establecido su reino en el mundo y en la histo­ria a través de Jesucristo; pero tiene que desarrollarse hasta llegar a la plenitud escatológica al final de los tiempos. Así, mientras que la espe­ranza escatológica de Israel estaba totalmente dirigida hacia un futuro definido pero indeterminado, en la fe cristiana esta esperanza sigue en adelante un ritmo binario: el «ya» del reino de Dios en la historia y el «todavía no» de su realización al final de los tiempos5. El Vaticano n,

2. Es posible dar ejemplos casi al azar. Y. DE MONTCHEUIL, Aspects de l'Église, Cerf, París 1949, pp. 29-30; L. CERFAUX, «L'Église et le Régne de Dieu d'aprés Saint Paul», en Recueil Lucien Cerfaux, vol. II, Duculot, Gembloux 1954, p. 386.

3. T. ZAPELENA, De Ecclesia Christi. Pars apologética, Pontificia Universitas Gregoriana, Roma 1955°, p. 41.

4. Véase F.A. SULLIVAN, «El significado y la importancia del Vaticano n de decir, a propósito de la Iglesia de Cristo, no "que ella es", sino que ella "subsiste en" la Iglesia católica romana», en (R. Latourelle [ed.]) Vaticano n. Balance y perspec­tivas, Sigúeme, Salamanca 1989, pp. 605-616 (orig. italiano, 1987).

5. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968.

Page 139: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

274 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

naturalmente, hizo suya tal distinción a la sazón indispensable. La constitución Lumen gentium, donde se trata de la institución del reino de Dios en Jesucristo dentro de la historia, especifica que este reino avanza hacia su cumplimiento al final de los tiempos {Lumen gentium 5; véase 9). Pero sigue planteada la pregunta acerca de si el concilio identificó el reino de Dios presente en la historia con la Iglesia.

Después de haber examinado los documentos del concilio6, he pen­sado que puedo afirmar que la constitución Lumen gentium mantiene aún la identificación, comúnmente afirmada antes del Concilio, entre ambos. Ésta parece una conclusión clara de los pasajes donde, hablan­do de la Iglesia, la constitución declara que «constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino» [huiusque Regni in terris germen et initium constituit] (Lumen gentium 5) e igualmente que en ella el reino de Dios está ya «presente actualmente en misterio» [Ecclesia, seu regnum Christi iam praesens in mysterio) (Lumen gentium 3). Si se califica esta presencia como «misteriosa», se debe a que el reino -o la Iglesia que se identifica con él-, aun cuando está ya presente en el mundo, debe aún crecer hasta llegar a su plenitud escatológica.

Además, después de haber examinado los documentos eclesiales postconciliares -incluidos los de la Comisión Teológica Internacional y el Catecismo de la Iglesia católica- he pensado igualmente que se puede concluir que el primer documento que afirma claramente una distinción entre Iglesia y reino de Dios ya presente en el mundo es la Redemptoris missio (1990) de Juan Pablo n7. El papa afirma que «el reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progre­sivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonar­se y a servirse mutuamente» (Redemptoris missio 15). Por tanto, «la naturaleza del reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios» (ibid.). Y explica: «El reino interesa a todos: a las per­sonas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la his­toria humana y la transforma. Construir el reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud» (ibid.). El papa continúa explicando -más adelante lo tra­taremos de nuevo- que la Iglesia está «efectiva y concretamente al ser­vicio del reino». Una de las formas en que cumple este papel es difun-

6. J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander 2000, pp. 493-495 (orig. italiano, 1997).

7. Ibid, pp. 495-503.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 275

diendo por el mundo «"valores evangélicos", que son expresión del reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios» (Redemp­toris missio 20). Después la encíclica añade:

«Es verdad, pues, que la realidad incipiente del reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los "valores evangélicos" y esté abierta a la acción del Espíritu que sopla donde y como quiere [véase Jn 3,8]; pero además hay que decir que esta dimensión temporal del reino es incompleta, si no está en coordinación con el reino de Cristo, presen­te en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica» (ibid.).

Es decir, que, aun estando presente de modo especial en la Iglesia, como se explicará más adelante, el reino de Dios se extiende más allá de los límites de la Iglesia, y los miembros de las otras tradiciones reli­giosas pueden ser miembros del reino, a condición de que vivan sus valores y ayuden a difundirlos en el mundo8. Este texto es decisivo para nuestro interés presente. Contiene un reconocimiento explícito del hecho de que el reino de Dios, en su realidad histórica, se extiende, más allá de la Iglesia, a todo el género humano, es decir, del hecho de que está presente donde actúan los valores evangélicos y donde las per­sonas están abiertas a la acción del Espíritu. Además, el texto afirma que, en su dimensión histórica, el reino permanece orientado hacia su plenitud escatológica y que la Iglesia, en la que el reino está presente de modo especial, está en el mundo al servicio del reino a lo largo de la historia. Así pues, se establece una distinción entre el reino en la his­toria y su dimensión escatológica, por una parte, y entre el reino y la Iglesia, por otra.

El reconocimiento de que las dimensiones del reino de Dios en la historia no se reducen a las de la Iglesia, sino que se extienden, más allá de los límites de ésta, a todo el mundo, no carece de interés e im­portancia para una teología cristiana de las religiones. El concilio Vati­cano II reconoció la presencia y la acción del Espíritu en el mundo y

8. Un pasaje de contenido muy similar se encuentra en el documento Diálogo y anuncio (1991), que afirma: «[...] la realidad incipiente de este reino puede encontrarse también fuera de los confines de la Iglesia, por ejemplo, en el cora­zón de los adeptos de otras tradiciones religiosas, siempre que vivan los valores evangélicos y permanezcan abiertos a la acción del Espíritu. Es preciso no perder de vista, sin embargo, que esta realidad se halla verdaderamente en estado inci­piente; y necesita completarse mediante su orientación al reino de Cristo ya pre­sente en la Iglesia, pero que se realizará plenamente en el mundo futuro» (n. 35). Texto en PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, «Diálogo y anuncio»: Ecclesia 2.547 (1991), pp. 1.437-1.454, aquí: pp. 1.443-1.444.

Page 140: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

276 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

entre los miembros de otras tradiciones religiosas. También habló de las «semillas de la Palabra dispersas entre las naciones». Por lo que respecta al reino de Dios, aunque distingue entre el aspecto histórico y el escatológico, continúa identificando el reino en la historia con la Iglesia. La Redemptoris missio es el primer documento del magisterio romano que establece una distinción clara, aunque los mantiene uni­dos, entre la Iglesia y el reino de Dios en su peregrinación a lo largo de la historia; el reino se extiende más allá de los límites de la Iglesia e incluye -aunque de formas que pueden ser diferentes- no sólo a los miembros de la Iglesia sino también a los «otros».

Lo que la reciente encíclica sobre el mandato misionero de la Igle­sia ha reconocido -con gran prudencia y no sin reservas- había apare­cido ya en otras expresiones del magisterio de la Iglesia, donde había sido presentado simplemente como un hecho puro y firme, que había que afirmar sin vacilación. Como ejemplo podemos hacer referencia a un reciente documento de la Federación de las Conferencias Episcopales Asiáticas (FABC), fechado en noviembre de 1985, que con­tiene el siguiente pasaje:

«El reino de Dios es la razón misma del ser de la Iglesia. La Jglesia existe en el reino y para el reino. El reino, don e iniciativa de Dios, ha comenzado ya y se realiza constantemente, y se hace presente por medio del Espíritu. Donde se acoge a Dios, donde se viven los valo­res evangélicos, donde se respeta al ser humano [...], allí está presen­te el reino de Dios. Es mucho más amplio que los límites de la Iglesia. Esta realidad ya presente se orienta hacia la manifestación final y la perfección plena del reino de Dios» (2, l)9.

La universalidad del reino de Dios y su presencia, dondequiera que se vivan los valores evangélicos, es decir, los valores del reino, se ex­presa de un modo aún más vivo y concreto en las conclusiones finales,

9. Declaración final del Second Bishop's Institute for Interreligious Affairs on the Theology of Dialogue (Pattaya, Tailandia, 17-22 de noviembre de 1985), en (G. ROSALES y C.G. ARÉVALO [eds.]) For All the Peoples ofAsia. Federation of Asían Bishops' Conferences Documents from 1970 to 1991, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1992, p. 252. Se puede confrontar este texto con otro, publicado por la Theological Advisory Commission (TAC) de la FABC. En las «Theses on Interreligious Dialogue» («Tesis sobre el diálogo interreligioso») (1987), elabo­radas por la comisión, se afirma: «El punto focal de la misión evangelizadora de la Iglesia es la construcción del reino de Dios y la construcción de la Iglesia para que esté al servicio del reino. El reino es, por tanto, más amplio que la Iglesia. La Iglesia es el sacramento del Reino: ella lo hace visible, está ordenada a él, lo pro­mueve, pero no se hace igual a él» (6, 3). El texto se encuentra en FABC Papers, n. 48, FABC, Hong Kong 1987, p. 16.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 277

tituladas Evangelización en Asia, de una conferencia teológica organi­zada por la Comisión para la Evangelización de la FABC, celebrada en Hua Hin (Tailandia), en 1991. El texto afirma:

«El reino de Dios está presente y actúa umversalmente. Dondequiera que hombres y mujeres se abren al Misterio divino trascendente que les afecta y salen de sí mismos en el amor y el servicio a los seres humanos, allí actúa el reino de Dios. [...] "Donde se acoge a Dios, donde se viven los valores evangélicos, donde se respeta al ser huma­no [...], allí está el reino". En todos estos casos los hombres responden al ofrecimiento de gracia de Dios por medio de Cristo en el Espíritu y entran en el reino por un acto de fe [...]» (29).

«Esto muestra que el reino de Dios es una realidad universal, que se extiende más allá de los límites de la Iglesia. Es la realidad de la salvación en Jesucristo, en la que participan juntos los cristianos y los otros; es el fundamental "misterio de unidad" que nos une más pro­fundamente que las diferencias religiosas que nos separan»10.

2. Miembros y constructores copartícipes del reino de Dios

La universalidad del reino de Dios consiste en el hecho de que los cris­tianos y los «otros» comparten el mismo misterio de salvación en Jesucristo, aunque tal misterio llega a ellos por caminos diferentes. Reconocer que el reino de Dios en la historia no está limitado por los confines de la Iglesia sino que se extiende a todo el mundo tiene inte­rés y consecuencias para una teología cristiana de las religiones. El Vaticano n -lo hemos recordado anteriormente- reconoció la presencia y la acción del Espíritu en el mundo y en los miembros de las otras reli­giones; de igual manera, habló de valores positivos contenidos en las mismas tradiciones. Su intención no declarada era afirmar un papel positivo de tales tradiciones en el orden de la salvación, sin definirlas explícitamente como «medios» o «caminos» de salvación.

Se ha puesto de relieve que los «otros» tienen acceso al reino de Dios en la historia a través de la obediencia al Dios del reino en la fe y la conversión. También se ha dicho que el reino está presente en el mundo dondequiera que se viven y promueven los «valores del reino». Según la carta encíclica Redemptoris missio, la realidad «incipiente» del reino está presente en toda la humanidad «siempre que ésta viva los "valores evangélicos" y esté abierta a la acción del Espíritu» (n. 20).

10. Texto en FABC Papers, n. 64, FABC, Hong Kong 1992, p. 31; G. ROSALES y C.G. ARÉVALO (eds.), For All the Peoples ofAsia, op. cit., pp. 341-342.

Page 141: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

278 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

La teología de la liberación ha puesto el acento en el papel que los valores evangélicos -o «valores del reino»- desempeñan en la llegada del reino de Dios a las gentes. El reino de Dios era para Jesús, como ha mostrado J. Sobrino, el «objetivo verdaderamente último» que daba significado a su vida, su acción y su destino. Ahora bien, esta realidad última, a la que está subordinado todo lo demás, actúa y se hace pró­xima a los seres humanos en todo lugar donde comparten, siguiendo al mismo Jesús, los valores del reino: amor y justicia".

La teología de las religiones, por su parte, debe mostrar de qué modo los «otros», al abrirse a la acción del Espíritu, participan en la realidad del reino de Dios en el mundo y en la historia. Con este fin se adoptará un modelo «reinocéntrico». Esto no significa -como hay que observar según la encíclica Redemptoris missio (nn. 17-18)- que se pueda prescindir de la perspectiva cristocéntrica. De hecho, no se puede separar el reino de Dios en la historia del Jesús de la historia, en el cual aquél fue instituido por Dios, ni tampoco de Cristo, cuya sobe­ranía presente es su expresión. Al participar en la realidad de la salva­ción que es el reino de Dios, los «otros» están por ello mismo sujetos a la acción salvífica de Dios en Jesucristo, en quien el reino ha sido ins­tituido. Lejos de excluirse mutuamente, el modelo «reinocéntrico» y el cristocéntrico se interrelacionan necesariamente.

El reino de Dios al que pertenecen en la historia los creyentes de las otras tradiciones religiosas es, por tanto, ciertamente el reino inau­gurado por Dios en Jesucristo. Es este reino el que Dios ha puesto en las manos de Jesús al resucitarlo de entre los muertos; bajo el señorío de Cristo, Dios lo ha destinado a crecer hasta su plenitud final. Si los creyentes de las otras confesiones religiosas perciben la llamada de Dios a través de sus tradiciones y responden a ella con la práctica sin­cera de dichas tradiciones, se convierten de verdad -aunque no sean formalmente conscientes de ello- en miembros activos del reino. En definitiva, pues, una teología de las religiones que siga el modelo «rei­nocéntrico» no puede evitar o sortear la perspectiva cristocéntrica.

A través de la participación en el misterio de la salvación, los seguidores de las otras tradiciones religiosas son miembros del reino de Dios ya presente como realidad histórica. ¿Se sigue de ello que las propias tradiciones religiosas contribuyen a la construcción del reino de Dios en el mundo? Para comprobar que es así, hay que recordar

11. J. SOBRINO, Jesús en América Latina, Sal Terrae, Santander 19953, pp. 131-155; ID. , Jesucristo liberador, lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Trotta, Madrid 1991.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 279

-como hemos afirmado anteriormente- que no se puede separar la vida religiosa personal de los seguidores de las otras tradiciones de la tradi­ción religiosa a la que pertenecen y por medio de la cual expresan de una manera concreta su vida religiosa. Si -como hay que afirmar nece­sariamente- su respuesta a la invitación divina toma forma y se sostie­ne gracias a los elementos objetivos que son parte de esas tradiciones religiosas, como sus escrituras sagradas y sus prácticas «sacramenta­les», entonces hay que admitir también que tales tradiciones contienen «elementos debidos a un influjo sobrenatural de la gracia»12, en bene­ficio de sus seguidores. Al responder a tales elementos de gracia, encuentran la salvación y se hacen miembros del reino de Dios en la historia. Por consiguiente, las tradiciones religiosas contribuyen, de manera misteriosa, a la edificación del reino de Dios entre sus segui­dores y en el mundo. Ejercen, con respecto a sus miembros, una cier­ta mediación del reino -sin duda diferente de la que obra en la Iglesia-, aunque es difícil formular una definición teológica precisa de esta mediación.

Esto explica también cómo los cristianos y los «otros» son llama­dos a construir juntos el reino de Dios en el mundo a lo largo de los siglos. Este reino, en el que participan ya, pueden y deben edificarlo juntos, a través de la conversión a Dios y la promoción de los valores evangélicos, hasta que llegue, más allá de la historia, a su plenitud escatológica (véase Gaudium et spes 39).

La cooperación en la construcción del reino de Dios se extiende además a las diferentes dimensiones que lo caracterizan, que pueden ser llamadas «horizontal» y «vertical». Los cristianos y los otros cre­yentes construyen juntos el reino de Dios cada vez que se comprome­ten de común acuerdo en la causa de los derechos humanos, cada vez que trabajan por la liberación integral de todas y cada una de las per­sonas, pero especialmente de los pobres y los oprimidos. También construyen el reino de Dios promoviendo los valores religiosos y espi­rituales. En la construcción del reino, las dos dimensiones, humana y religiosa, son inseparables. En realidad, la primera es el signo de la segunda.

12. K. RAHNER, «El cristianismo y las religiones no cristianas», en Escritos de teolo­gía, Taurus, Madrid 1964, vol. V, pp. 135-156, aquí: p. 142 (orig. alemán en Schriften zur Theologie, 16 vols., Benziger Verlag, Einsiedeln 1961-1984).

Page 142: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

280 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

3. ¿ «Fuera de la Iglesia no hay salvación» ?

Entonces ¿qué hay que decir respecto al axioma secular según el cual «Fuera de la Iglesia no hay salvación», axioma que obviamente se basaba en el presupuesto de la identificación entre el reino de Dios y la Iglesia? Sin querer reconstruir aquí la génesis de tal axioma, baste con recordar en pocas palabras lo que he expuesto detalladamente en otro lugar13. El axioma tiene su origen en algunos Padres de la Iglesia de los siglos iv y v, especialmente Cipriano de Cartago y Fulgencio de Ruspe. Más tarde, fue incluido en los documentos oficiales de la Iglesia, especialmente en el concilio Lateranense iv del año 1215 (Denzinger, n. 802), en la bula Unam sanctam de Bonifacio viu, del año 1302 (Denzinger, nn. 870, 872, 875) y en el Decreto para los cop-tos del concilio de Florencia, del año 1442 (Denzinger, n. 1351). Este último documento afirma: «[La sacrosanta Iglesia romana] firmemen­te cree, profesa y predica que "nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos" [citado de Fulgencio de Ruspe], sino tam­bién judíos y herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno "que está aparejado para el diablo y sus ángeles" [Mt 25,41], a no ser que antes de su muerte se uniere con ella [aggregati]» (Denzinger, n. 1351). He explicado también la comprensión que se tuvo del axioma a lo largo de los siglos y la inter­pretación que se debe dar hoy14. No hace falta repetirlo aquí.

Pero es importante recordar que originalmente el axioma se refería explícita y exclusivamente a los herejes y los cismáticos y, por tanto, a cuantos se habían separado culpablemente de la Iglesia -que era com­parada con el arca de Noé en tiempos del diluvio- y para los cuales, por consiguiente, ya no había camino de salvación. Sólo con el tiempo se amplió el axioma hasta extenderlo no sólo al caso de los judíos sino también al de los «paganos», que eran considerados igualmente culpa­bles por no haberse hecho cristianos. Tal posición, que hoy resulta necesariamente extraña, se basaba en la persuasión, que atravesó toda la Edad Media, según la cual el Evangelio había sido «promulgado» por todo el mundo (el entonces conocido); una persuasión que casi siguió sin ser cuestionada hasta el «descubrimiento» del «nuevo mun-

13. Véase J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, op. cit., p p . 133-146; véase también F.A. SULLIVAN, Salvation outside the Church? Traáng the History ofthe Catholic Response, Paulist Press, New York - Mahwah 1992.

14. Véase J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, op. cit., pp . 146-154.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 281

do» en 1492. A partir del descubrimiento de América los teólogos em­pezaron a desarrollar diversas teorías de la fe «implícita» que, a su jui­cio, bastaba para la salvación de los que no habían estado en contacto con el Evangelio. Tal teoría se abrió camino en el decreto sobre la jus­tificación del concilio de Trento, con la doctrina del «bautismo de deseo» (Denzinger, n. 1524) y más tarde fue retomada y posterior­mente explicada por Pío xn en la carta del Santo Oficio de 1949 (Denzinger, nn. 3866-3872), mencionada en el capítulo 3.

Hoy resulta ya claro que el axioma tradicional, aun cuando Pío xn lo llama «dogma» de la Iglesia, no puede ser entendido en sentido lite­ral. De hecho, como explica Y. Congar, para interpretarlo correcta­mente son necesarias explicaciones tan extensas que parece mejor olvi­darlo como tal: «Ya no se trata de aplicar la fórmula a una persona con­creta cualquiera [...]. En adelante hay que pensar que la fórmula res­ponde, no a la pregunta: "¿Quién se salvará?", sino a la pregunta: "¿Quién es delegado para ejercer el ministerio de la salvación?"»15. La Iglesia es la institución querida por Dios para ejercer tal ministerio.

Por nuestra parte, podemos concluir que el valor permanente del axioma consiste en la afirmación del concilio Vaticano n -formulada, en esta ocasión, positivamente-, según el cual la Iglesia es «necesaria para la salvación» (Lumen gentium 14). Esto se recalca varias veces en los documentos del concilio. La constitución Lumen gentium afirma que la Iglesia es «en Cristo como sacramento, es decir, signo e instru­mento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 1), o también que es «sacramento universal de salvación» (n. 48). La constitución insiste en el hecho de que «esta Iglesia pere­grinante es necesaria para la salvación» (n. 14), pues ha sido constitui­da por Cristo como «instrumento de la redención universal» y también «a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera» que existe en Cristo (n. 9). Refiriéndose al último pasaje, la encíclica Redemptoris missio 9 afirma que la Iglesia es asu­mida por Cristo «como instrumento de la redención universal». El decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, por su parte, aun reconociendo que «el Espíritu de Cristo no rehusa servirse de ellas [de

15. Véase Y. CONGAR, Vaste monde ma paroisse, Témoignage chrétien, París 1959, p. 115; véase pp. 131-132. Véase también ID., «Hors de l'Église pas de salut», en Sainte Église. Études et approches ecclésiologiques, Cerf, París 1963, pp. 417-432; J. RATZINGER, «¿Fuera de la Iglesia no hay salvación?», en El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 1972, pp. 375-399 (orig. alemán: Das neue Volk Gottes, Patmos-Verlag, Dusseldorf 1969, pp. 339-361).

Page 143: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

282 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

las Iglesias separadas y de las comunidades cristianas] como medios de salvación», afirma que la Iglesia católica es constituida en Cristo «auxilio [auxilium] general de salvación» (n. 3). Ahora bien, aún hay que preguntarse en qué sentido hay que entender la universal necesi­dad y condición instrumental de la Iglesia en el orden de la salvación. Más adelante abordaremos esta cuestión.

Mientras tanto, parece legítimo disentir del parecer de la Comisión Teológica Internacional que, en su documento de 1996, titulado El cristianismo y las religiones, afirma que «el concilio Vaticano n hace suya la frase Extra Ecclesiam nulla salus» (n. 67)16. Se hace tal afir­mación con referencia a Lumen gentium 14, donde se trata de la nece­sidad de la Iglesia para la salvación. No obstante, entre una afirmación y la otra la distancia es grande. Se puede suponer que la comisión pensó que debía hablar en aquellos términos imitando la referencia al documento del Santo Oficio de 1949, que continuaba hablando de la «infalible sentencia que nos enseña que "fuera de la Iglesia no hay nin­guna salvación"» (Denzinger, nn. 3866-3872), y llamaba a esta sen­tencia «dogma». Sin embargo, resulta claro que lo que pertenece al contenido de la fe es la necesidad de la Iglesia, tal como es retomada por el concilio Vaticano n, no siendo necesaria la pertenencia «explíci­ta», pública y visible, a ella como miembros. Ciertamente no se puede volver hacia la comprensión muy restrictiva que el axioma ha recibido progresivamente a lo largo de los siglos, para llegar al enunciado, claro pero muy estrecho y negativo, del concilio de Florencia, antes recor­dado (Denzinger, n. 1351).

La Comisión Teológica Internacional tampoco convence cuando afirma que el concilio Vaticano n, donde retoma el axioma, «se dirige explícitamente a los católicos y limita su validez a aquellos que cono­cen la necesidad de la Iglesia para la salvación» (n. 67) y, además, «pone de relieve con más claridad el carácter parenético original de esta frase» (n. 67). Se podría decir que la comisión restablece el axio­ma en el sentido original que le dio la tradición antigua, según la cual se dirigía a los herejes y cismáticos, no a los judíos y «paganos», de modo que poseía un carácter «parenético», es decir, disuasorio para los miembros de la Iglesia que sentían la tentación de abandonarla. Ahora bien, no se entiende cómo se puede definir como doctrina de fe el hecho de que ya no haya posibilidad de salvación para un católico que,

16. Para esta referencia y las sucesivas, el texto castellano se encuentra en COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, BAC, Madrid 1998, pp. 557-604, especialmente p. 583.

EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES 283

después de haber oído y conocido la enseñanza de la Iglesia según la cual ésta es necesaria para la salvación, se convierte a otra tradición religiosa -suponiendo que tal conversión se funde en el seguimiento sincero de la propia conciencia, aunque esté equivocada-. Sólo Dios es el juez de las conciencias, nosotros no. ¿No podría haberse conforma­do la Comisión Teológica Internacional, como había hecho el concilio, con hablar de la necesidad de la Iglesia para la salvación, sin referirse al axioma tradicional que se había vuelto difícilmente comprensible? Ni siquiera parece que la fidelidad a la doctrina de Pío xn exigiera que se hiciese referencia explícita al axioma como tal, como tampoco lo hizo el concilio. De hecho, la comisión ha seguido el ejemplo del con­cilio en la prudencia con que habla -como veremos más adelante- de un «ordenamiento» a la Iglesia de quienes no son miembros de ella, pero no de que sean «miembros de deseo [votum]» (n. 68). ¿No habría sido deseable la misma discreción en relación con el axioma a la sazón controvertido?

No se puede negar el hecho de que el papa Juan Pablo n ha mante­nido el uso del axioma tradicional; no obstante, hay que notar que no sólo lo ha usado con matices diversos, sino que ha propuesto una ver­sión nueva, afirmando que «sin la Iglesia no hay salvación». Se trata especialmente de la audiencia general del 31 de mayo de 1995. He aquí el texto principal al respecto:

«Dado que Cristo actúa la salvación mediante su Cuerpo místico, que es la Iglesia, el camino de la salvación está ligado esencialmente a la Iglesia. El axioma Extra Ecclesiam nulla salus -"fuera de la Iglesia no hay salvación"- pertenece a la tradición cristiana. [...] Este axio­ma significa que quienes saben que la Iglesia fue fundada por Dios a través de Jesucristo como necesaria tienen la obligación de entrar y perseverar en ella para obtener la salvación (véase Lumen gentium 14). [...] La gracia salvífica, para actuar, requiere una adhesión, una cooperación, un sí a la entrega divina. AI menos implícitamente, esa adhesión está orientada hacia Cristo y la Iglesia. Por eso se puede afirmar también Sine Ecclesiam nulla salus -"sin la Iglesia no hay salvación"-: la adhesión a la Iglesia-Cuerpo místico de Cristo, aun­que sea implícita y, precisamente, misteriosa, es condición esencial para la salvación. [...] Así pues, [la Iglesia] ejerce una mediación implícita también con respecto a quienes no conocen el evangelio»17.

Se observan aquí diversos matices: el axioma no es llamado «dog­ma» de fe, sino que se dice que forma parte de la tradición cristiana;

17. «Cristo, camino de salvación para todos»: Ecclesia 2.742 (1995), p. 960.

Page 144: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

284 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

además, la nueva formulación del axioma corresponde más discreta­mente a la afirmación de la necesidad de la Iglesia para la salvación, hecha por Lumen gentium 14.

Por lo demás, no faltan los autores recientes que ponen de mani­fiesto que el axioma tradicional representa un concepto muy «eclesio-céntrico» de la Iglesia como único medio de salvación. La evolución del pensamiento teológico hoy requiere que se impongan correctivos serios a la interpretación rigorista del axioma. Recientemente J. Rigal a escrito a este respecto lo siguiente:

«No sólo el Vaticano n no cita nunca esta fórmula, sino que se dis­tancia con respecto al eclesiocentrismo del pasado. Mientras declara que la Iglesia es necesaria para la salvación {Lumen gentium 14), el concilio, prescindiendo de las posiciones de autodefensa del pasado, se empeña en poner de relieve las condiciones positivas de la acogi­da de la salvación por parte de los hombres de buena fe y buena voluntad (véase Lumen gentium 16). Se excluyen los términos de la "pertenencia"; el concilio se contenta con afirmar que "quienes toda­vía no recibieron el Evangelio, se ordenan al pueblo de Dios de diver­sas maneras" {Lumen gentium 16). Ésta es la razón por la que algu­nos se asombran del hecho de que la Comisión Teológica Internacional [...] haya pensado que hacía bien declarando -veinte años después del concilio- que "la pertenencia al reino constituye necesariamente una pertenencia -al menos implícita- a la Iglesia"1". Parece que Juan Pablo II muestra más prudencia y más flexibilidad contentándose con hablar de "una misteriosa relación con la Iglesia" {Redemptoris missio 10)»19.

II. La Iglesia y las religiones en el reino de Dios

/. La necesidad de la Iglesia

Como hemos recordado anteriormente, el concilio Vaticano II afirma claramente la necesidad de la Iglesia en el orden de la salvación. Ex­presiones como «sacramento universal», «signo e instrumento», «ins­trumento de la redención universal» y «necesaria» son en sí mismas suficientemente claras; la encíclica Redemptoris missio las recuerda cuando habla del «papel específico y necesario» de la Iglesia en rela-

18. Se trata del sínodo extraordinario a los veinte años de la clausura del concilio Vaticano n. Véase COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, BAC, Madrid 1998, pp. 327-335.

19. I. RIGAL, L'Église en chantier, Cerf, París 1995, p. 49.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 285

ción con el reino de Dios (n. 18). Con todo, el concilio no explica la naturaleza exacta de la necesidad universal de la Iglesia; y parece que la encíclica tiene dificultades para determinar el «papel específico y necesario» de la Iglesia. De ahí que se susciten algunas cuestiones: ¿tiene la universalidad de la Iglesia en el orden de la salvación el mismo significado y la misma fuerza atribuidos por la tradición cris­tiana a Jesucristo, el Salvador universal? La necesidad de la Iglesia para la salvación, ¿es del mismo orden? ¿Cómo podemos concebir el hecho de que la Iglesia no es sólo un signo sino también un medio, un instrumento universal de salvación, que es asumida por Cristo «como instrumento de la salvación universal» {Redemptoris missio 9)1 ¿Hay que atribuirle una «mediación» universal, aunque sea necesariamente una mediación «parcial» -en relación con la de Jesucristo, que es la única (1 Tm 2,5)-, es decir, una mediación que adquiere «significado y valor únicamente por la mediación de Cristo» {Redemptoris missio 5)1 ¿Y qué se entiende al hablar, como hace el papa, de «mediación implícita [...] en relación con los que ignoran el evangelio»?

En este contexto hay que evitar dos posiciones extremas. La pri­mera es la de quienes situarían la necesidad y la universalidad de la Iglesia en el mismo plano que la de Jesucristo. Esta posición nos haría volver a una interpretación excesiva del antiguo axioma Extra Ecclesiam nulla salus. La otra posición minimizaría la necesidad y la universalidad de la Iglesia, reduciendo su función y su obra simple­mente a la salvación de sus propios miembros. Esto equivaldría a intro­ducir dos caminos paralelos de salvación sin ninguna relación mutua: ambos derivados de la única mediación de Jesucristo y, sin embargo, operantes por separado, uno de ellos para los miembros de la Iglesia y el otro para los que son salvados en Jesucristo fuera de ella. Entre estas dos posiciones extremas e igualmente insostenibles, ¿hay un camino medio? Este tema difícil sigue abierto ahora al debate teológico, y no hay entre los teólogos una opinión común. Pero hay que distinguir dos cuestiones:

a) La cuestión de la «pertenencia» a la Iglesia u «ordenamiento» a ella.

b) La de la «mediación» universal de la Iglesia con respecto a cuantos viven fuera de ella.

a) ¿Pertenencia u ordenamiento a la Iglesia? Hemos recordado que una eclesiología tradicional, preconciliar,

identificaba el reino de Dios, ya presente en la historia, con la Iglesia. Esta teología consideraba que las personas salvadas por Cristo fuera de

Page 145: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

286 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la Iglesia pertenecían a ella de alguna manera. Se establecían distin­ciones: entre los miembros en realidad (reapse) y los miembros de deseo (voto); entre la pertenencia, visible e invisible, explícita e implí­cita, al alma y al cuerpo de la Iglesia; etcétera. El concilio de Trento recurrió a este tipo de distinción al referirse al bautismo in voto de las personas salvadas fuera de la Iglesia (Denzinger, n. 1524). Además, se explicaba que el deseo necesario para la salvación fuera de la Iglesia no era el deseo explícito de los catecúmenos, sino el deseo implícito de los que, aun encontrándose fuera de la Iglesia, tenían las disposiciones requeridas para recibir la salvación.

Parece que el Vaticano II -tal como hemos recordado- mantuvo la identificación entre el reino de Dios presente en la historia y la Iglesia. Pero no retomó la terminología que se solía usar para expresar la per­tenencia como miembros. Por el contrario, estableció algunas distin­ciones precisas a propósito de la relación con la Iglesia de personas que se encontraban en situaciones diferentes. El término «miembros» no se usa en todas partes; el de votum se aplica sólo a los catecúmenos {Lumen gentium 14). De forma general se dice que «todos los hombres son llamados a esta unidad católica del pueblo de Dios, [...] y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en gene­ral, por la gracia de Dios llamados a la salvación» (Lumen gentium 13). Esto se explica y se especifica después en detalle: los católicos están plenamente incorporados (plene incorporantur) (Lumen gentium 14) a la Iglesia; los catecúmenos están unidos (coniunguntur) a la Iglesia en virtud de su deseo (voto) de unirse a ella (Lumen gentium 14); «la Iglesia se reconoce unida [coniunctam] por muchas razones» a los cris­tianos no católicos (Lumen gentium 15), al tiempo que éstos están incorporados (incorporantur) a Cristo. Finalmente, «quienes todavía no recibieron el evangelio, se ordenan [ordinantur] al pueblo de Dios de diversas maneras» (Lumen gentium 16). Este «ordenamiento» a la Iglesia se realiza bajo formas diferentes, pero en ningún caso se men­ciona un deseo, explícito o implícito, de pertenecer a ella20.

En realidad, la expresión ordinantur se toma de la encíclica Mystici corporis (1943). Ésta afirmaba que todos los que no pertenecen a la Iglesia católica están «ordenados» a ella «por cierto inconsciente deseo y aspiración» [inscio quodam desiderio ac voto ad mysticum Redemp-toris Corpus ordinari] (Denzinger, n. 3821), mientras que sólo los

20. Véase G. CANOBBIO, Chiesa perché. Salvezza dell'umanitá e mediazione eccle-siáe, San Paolo, Cinisello Balsamo (Mi) 1994, pp. 142-147.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 287

católicos son miembros de ella en realidad (reapse). K. Rahner obser­va que es muy probable que esta formulación de 1943 sustituyera deli­beradamente al «estar en la Iglesia por el deseo [de pertenecer a ella]» [voto esse in Ecclesia] de san Roberto Bellarmino: «Había, en efecto, que evitar por todos los medios dar la sensación de que el deseo de per­tenecer a la Iglesia es ya un modo de estar en la Iglesia, una pertenen­cia actual propiamente dicha»21.

Sea lo que fuere, es cierto que el Vaticano ü usó intencionadamen­te, para las personas que se encuentran fuera de la Iglesia, el término «ordenamiento» (ordinantur), y evitó hablar de una pertenencia a la Iglesia de deseo o voto. Según el concilio, los miembros de las otras tradiciones religiosas pueden ser salvados por medio de Jesucristo sin pertenecer de ningún modo a la Iglesia; no obstante, están «ordenados» a ella, porque en ella se encuentra la plenitud de los medios de salva­ción. Podría parecer que la encíclica Redemptoris missio continúa y extiende esta concepción cuando afirma, a propósito de los que no tie­nen fe explícita en Jesucristo y no son miembros de la Iglesia: «Para ellos la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no los introduce for­malmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada eñ su situa­ción interior y ambiental» (n. 10).

¿En qué consiste la relación de «orientación» de la que se trata? Ya hemos dicho que están orientados hacia la Iglesia por el hecho de que a ella confió el Señor resucitado la «plenitud de los bienes y medios de salvación», plenitud que no está a su disposición fuera de ella (Re­demptoris missio 18). Pero aún hay que preguntarse qué está haciendo ya la Iglesia para su salvación en Jesucristo; es decir, en qué consiste el «papel específico y necesario» de salvación (ibid.) que ella está ya desempeñando en relación con ellos, así como también la «mediación implícita» de la que habla el papa. Parece que aquí los documentos del magisterio no sólo no son totalmente claros, sino que observan volun­tariamente cierta discreción. La Redemptoris missio se conforma con hablar de su «misteriosa relación con la Iglesia» (n. 10) y de su «papel específico y necesario» (n. 18), los cuales no impiden, no obstante, una cierta «mediación parcial» de la propia tradición religiosa que «cobra significado y valor únicamente por la mediación de Cristo» (Redemp­toris missio 5).

21. K. RAHNER, «La incorporación a la Iglesia según la encíclica de Pío xn "Mystici Corporis Christi"», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1961, vol. II, pp. 9-94, aquí: p. 61, nota 72 (orig. alemán en Schríften zur Theologie, op. cit.).

Page 146: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

288 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

La Comisión Teológica Internacional, por su parte, afirma en el documento ya bien conocido que, si bien no hay que excluir a priori la posibilidad de que las tradiciones religiosas «ejerzan una cierta función salvífica» con respecto a sus miembros (n. 84) y, por tanto, «puedan ser, en los términos indicados, un medio que ayude a la salvación de sus adeptos», no obstante «no pueden equipararse a la función que la Iglesia realiza para la salvación de los cristianos y de los que no lo son» (n. 86)22. Lamentablemente, no se da ninguna explicación ulterior en rela­ción con lo que está haciendo la Iglesia en su favor además de lo que puedan hacer las otras tradiciones religiosas en relación con sus miem­bros o, en los términos del texto del papa citado anteriormente, en rela­ción con la «mediación implícita» de la Iglesia a su favor. No se puede minusvalorar a priori el influjo positivo que pueden tener los libros sagrados y las tradiciones de las otras religiones en la vida religiosa de sus miembros, ayudándoles a dar una respuesta positiva al ofrecimien­to divino de la gracia. Tampoco se puede afirmar a priori la superiori­dad de la «función que la Iglesia realiza» para la salvación de cuantos no son miembros de ella, sin explicar en qué consiste tal función.

La encíclica Redemptoris missio habla de una «misteriosa relación con la Iglesia» (n. 10) de las personas salvadas en Jesucristo fuera de ella, y también de un «papel específico y necesario» de la Iglesia (n. 18) en el orden de la salvación para todas las personas. Ciertamente hay que mantener que la Iglesia está «indisolublemente unida» a Cristo como su cuerpo, en una «relación singular y única», de la que brota su «papel específico y necesario» (n. 18) para todos. En una audiencia pública más reciente el papa Juan Pablo n explicó esta relación del papel de la Iglesia con el de Cristo con respecto a los miembros de otras tradiciones religiosas. Afirmó:

«Así pues, no se pueden admitir, además de Cristo, otras fuentes o caminos de salvación autónomos. Por consiguiente, en las grandes religiones, que la Iglesia considera con respeto y estima en la línea marcada por el concilio Vaticano n, los cristianos reconocen la pre­sencia de elementos salvíficos, pero que actúan en dependencia del influjo de la gracia de Cristo. Esas religiones pueden así contribuir, en virtud de la acción misteriosa del Espíritu Santo, que "sopla donde quiere" [véase Jn 3,8], a ayudar a los hombres en el camino hacia la felicidad eterna, pero esta función es igualmente fruto de la actividad redentora de Cristo. Por tanto, también en relación con las religiones,

22. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documentos 1969-1996, op. cit pp 590-591.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 289

actúa misteriosamente Cristo Salvador, que en esta obra asocia a su Iglesia, constituida "como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano"»23.

Así pues, hay que decir que la Iglesia está universalmente unida a Cristo en la obra de la salvación. Esto vale para todos los hombres, cualquiera que sea la situación en que se encuentren con respecto a ella. Pero sigue presente el hecho de que las fórmulas empleadas para expresar el papel concreto de la Iglesia a favor de los «otros» son deli­beradamente imprecisas, hasta tal punto que suscitan ulteriores cues­tiones: ¿cómo hay que concebir la «misteriosa relación» con la Iglesia de los miembros de las otras tradiciones religiosas, por un lado, y el «papel específico y necesario» de la Iglesia con respecto a ellos, por otro? Se trata de la cuestión de la «mediación universal» -o no univer­sal- de la Iglesia, es decir, de la pregunta acerca de si la Iglesia ejerce una verdadera «mediación» para la salvación con respecto a los miem­bros de las otras religiones. Np se niega una mediación «implícita» -aunque sea difícilmente concebible- de la Iglesia, sino que se pre­gunta en qué puede consistir una cierta mediación «explícita» de la Iglesia con respecto a ellos. ¿Podemos, debemos, hablar de una media­ción universal de la Iglesia en el orden de la salvación, aunque -como es necesario- la consideremos subordinada a la única mediación de Jesucristo y «parcial» con respecto a ella?

b) ¿Mediación explícita universal?

Por tanto, es necesario preguntar en qué consiste la mediación de la Iglesia entendida en sentido rigurosamente teológico. La Iglesia ejerce su mediación salvífica principalmente a través del anuncio de la palabra y la economía sacramental, en el centro de la cual está la cele­bración eucarística («la mesa de la palabra y del pan»; véase Apostolicam actuositatem 6: «principalmente con el ministerio de la palabra y de los sacramentos»). El anuncio de la palabra y la celebra­ción de los sacramentos constituyen una verdadera mediación de la acción de Jesucristo en la comunidad eclesial. Con todo, es necesario añadir que esos factores no alcanzan -por definición- a los miembros de las otras tradiciones religiosas que reciben la salvación en Jesucristo. En efecto, es cierto que la Iglesia realiza plenamente, en la celebración eucarística, todos los sacrificios antiguos. Sin embargo, la gracia de la eucaristía que ella celebra no es la salvación de las perso­nas que están fuera de ella, sino la unidad en el Espíritu de sus propios

23. «Cristo, único Salvador»: Ecclesia 2.883 (1998), p. 366 (la cursiva es nuestra).

Page 147: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

290 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

miembros, como indica con claridad la liturgia eucarística: «Te pedi­mos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (epíclesis, es decir, invocación del Espíritu, en la plegaria eucarística segunda del Misal Romano); e igualmente: «[...] para que, fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (epíclesis de la plegaria euca­rística tercera). ¿Es posible, entonces, hablar, en sentido propio, de una verdadera mediación de la gracia por parte de la Iglesia hacia los que no son sus miembros? Se ha tratado de dar una respuesta positiva a esta cuestión recurriendo a la intercesión y la oración de la Iglesia y al tes­timonio de vida y a los méritos de sus miembros, por la salvación de todos24.

Es indudable que la Iglesia intercede y ora por la salvación de to­dos, especialmente en la celebración eucarística: «Te pedimos, Señor, que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero» (oración de intercesión de la Plegaria eucarística tercera). Tal intercesión, por el hecho de que la Iglesia está unida a Cristo como Cuerpo suyo, es ciertamente acción eclesial misionera. Pero hay que preguntar si esta intercesión puede ser considerada mediación en sen­tido propiamente teológico. La mediación universal de Cristo en el orden de la salvación indica concretamente el hecho de que su huma­nidad resucitada es el canal, la causa eficiente instrumental de la gra­cia para todas las personas. K. Rahner ha subrayado la permanencia del papel mediador desempeñado por la humanidad de Jesucristo, incluso en la visión beatífica25. Por lo que respecta a la Iglesia, ejerce su media­ción derivada, parcial, en sentido estricto, mediante el anuncio de la palabra y la economía sacramental celebrada en y por las comunidades eclesiales. Empleando la terminología de la teología escolástica, diría­mos que aquí se trata de una causalidad instrumental eficiente en sen­tido estricto. Las cosas son diferentes por lo que respecta a la interce­sión y la oración de la Iglesia, o los méritos de los cristianos; pues parece que la causalidad que actúa en estos casos pertenece al orden moral más que al eficiente. La Iglesia ora e intercede ante Dios por todas las personas, a fin de que pueda concedérseles la gracia de la sal­vación en Jesucristo. La Iglesia intercede y Dios salva. En este caso no

24. "Véase F.A. SULLIVAN, Salvation cutside the Church?, op. cit. 25. "Véase K. RAHNER, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra

relación con Dios», en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1961, vol. III, pp. 47-S (orig. alemán en Schriften zurTheologie, op. cit.).

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 291

parece legítimo hablar de mediación en sentido propio o teológico. La causalidad implicada no pertenece al orden de la eficiencia, sino al orden moral y de la finalidad.

Algunos teólogos recientes no han dejado de notarlo. Entre ellos se puede citar en primer lugar a Y. Congar, que escribió:

«Todo católico debe admitir y admite que han existido y existen dones de luz y gracia que actúan para la salvación fuera de los lími­tes visibles de la Iglesia. Ni siquiera consideramos necesario soste­ner, como se hace pese a todo ordinariamente, que esas gracias se reciben a través de la Iglesia; es suficiente que sean recibidas con respecto a la Iglesia y que ordenen a las personas a ella»26.

Según este texto, la relación entre la Iglesia y los que no son miem­bros de ella no es del orden de la eficiencia sino de la finalidad: los no miembros están ordenados (prdinantur) a la Iglesia. Y. Congar conclu­ye que el axioma Extra Ecclesiam nulla salus debería ser abandonado, pues no se puede tomar en sentido literal ni se puede entender correc­tamente sin largas explicaciones. Esto no significa que carezca por completo de significado, pues contiene, en efecto, una verdad bíblica según la cual la Iglesia es la institución a la que Dios ha confiado la misión de llevar a todas las personas a su salvación en Jesucristo: «La Iglesia católica sigue siendo la única institución (sacramentum) divi­namente instituida y a la que se ha confiado la misión de la salvación, y la gracia que existe en el mundo se refiere a ella por la finalidad, si no por la eficiencia»27. Si se quiere mantener la fórmula, ésta tiene que recibir un sentido «enteramente positivo»: «Hay, en el mundo, una rea­lidad que representa el don que Dios le ha destinado y ha hecho para salvarlo, es decir, para hacerlo llegar a la vida en su comunión: es Jesu­cristo, [...] muerto y resucitado por nosotros, maestro de verdad, y que ha confiado a la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo, el depósito de la pala­bra y de los sacramentos que salvan»28.

De esta forma el axioma tradicional asume un significado positivo. El concilio afirma la necesidad de la Iglesia para la salvación (Lumen gentium 14), como «sacramento universal de salvación» (Lumen gen-tium 48). No obstante, esta necesidad no implica una mediación en sentido estricto, aplicable a todas las personas que se salvan en Jesu-

26. Y. CONGAR, «L'Église, sacrement universel du salut»: Église Vivante 17 (1965), pp. 339-355, aquí: p. 351; véase ID., Cette Église quej'aime, Cerf, París 1968.

27. Véase Y. CONGAR, «Hors de l'Église pas de salut», en Sainte Église, op. cit., pp. 431-432.

28. Y. CONGAR, Vaste monde ma paroisse, op. cit., pp. 131-132.

Page 148: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

292 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cristo. Por el contrario, deja espacio para «mediaciones supletivas» [des médiations de suppléanceY', entre las cuales se encuentran las tra­diciones religiosas a las que pertenecen los «otros». De esto se puede deducir que la causalidad de la Iglesia en relación con los «otros» no pertenece al orden de la eficiencia sino al de la finalidad. Sin embargo, según el magisterio reciente, la Iglesia sigue siendo el «camino ordi­nario» para la salvación de las personas (Evangelii nuntiandi 80), por­que posee los «medios ordinarios» de la salvación (ibid.) o la «pleni­tud de los medios de salvación» (Redemptoris missio 55), aun cuando los miembros de las otras tradiciones religiosas pueden ser salvados en Jesucristo «por los caminos que él sabe» (Ad gentes 7; véase Gaudium et spes 22). La gracia salvadora tiene que ser llamada «crística»; puede ser llamada «eclesial» (gratia ecclesialis) porque tiende hacia el mis­terio de la Iglesia, en virtud del ordenamiento a ella (ordinati) (Lumen gentium 16) de las personas salvadas en Cristo fuera de ella. La «ins-trumentalidad universal» de la Iglesia en el orden de la salvación, a la que se refieren Lumen gentium 9 y Redemptoris missio 9, hay que en­tenderla, en el caso de quienes no son miembros, como espera y espe­ranza, fundada en su orientación a ella.

El pensamiento de K. Rahner coincide30. Su «cristianismo anóni­mo» -es importante notarlo- designa una relación con Jesucristo en el orden de la gracia y de la salvación, y no una relación directa con la Iglesia. En principio, toda la familia humana está ya salvada en Jesucristo; en virtud de ello, toda la humanidad constituye ya el «pue­blo de Dios». Las personas salvadas en Jesucristo fuera de la Iglesia están objetivamente ordenadas (ordinati) a ella, pero sin ser miembros suyos. Es cierto que la Iglesia es de modo privilegiado «el lugar de la misión del Espíritu», en la que consiste la gracia de la salvación31. Pero el Espíritu no está tan vinculado a la Iglesia, a su ministerio y sus ins­tituciones, que su presencia y su acción de salvación hacia fuera resul­ten por ello dañadas. Hay que recordar lo que escribió el cardenal Manring en el siglo xix: «Es correcto decir con san Ireneo: Ubi Eccleúa ibi Spiritus [Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu], pero no sería correcto decir: Donde no está la Iglesia, tampoco está el Espíritu. Las obras del Espíritu Santo han llenado siempre toda la his­toria de los hombres desde el principio, y siguen estando plenamente

29. Ibi., pp. 133-147, aquí: p. 144. 30. K.RAHNER, «La incorporación a la Iglesia», op. cit., pp. 87-94. 31. K.RAHNER, «Die Kirche ais Ort der Geistsendung»: Geist undLeben 29 (1956),

pp. 94-98.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 293

activas también entre los que están fuera de la Iglesia»32. No se puede decir que la Iglesia sea el único lugar en el que actúa el Espíritu Santo. La gracia no tiene un único «puesto» de acción, porque actúa en todos los lugares. No obstante, la salvación mediante la acción del Espíritu fuera de la Iglesia implica un ordenamiento, una referencia a ésta que, si se efectúa plenamente, se manifiesta como pertenencia a la Iglesia en calidad de miembros.

Por consiguiente, la Iglesia, como lugar privilegiado del Espíritu, tiene que ser entendida como el punto hacia el que tiende la gracia obtenida fuera de ella, que está destinada a encontrar en ella su expre­sión visible. Tal ordenamiento a la Iglesia existe dondequiera que el Espíritu está presente y actúa. Con todo, el ordenamiento a la Iglesia no implica una mediación universal ya operativa de la Iglesia por medio de la causalidad eficiente. Como mostraremos en el último apar­tado del capítulo, hay que ver la necesidad de la Iglesia, en definitiva, en la clave de su función como signo sacramental de la presencia de la gracia de Dios entre las personas. La gracia divina actúa donde la Iglesia no está presente, pero la Iglesia es el signo sacramental univer­sal de su presencia en el mundo.

2. La Iglesia, sacramento del reino

El Vaticano n definió la Iglesia como «sacramento universal de salva­ción» (Lumen gentium 48). Después se ha desarrollado una teología que considera la Iglesia como «sacramento del reino de Dios». Hemos recordado que, aun cuando al parecer el Vaticano n todavía identifica­ba el reino de Dios presente en el mundo con la Iglesia, la encíclica Redemptoris missio 20 ha sido el primer documento oficial del magis­terio central que los ha distinguido claramente, al afirmar que el reino de Dios no sólo es una realidad más amplia que la Iglesia, sino más bien una realidad universal.

Una vez afirmada la universalidad del reino de Dios presente en la historia, necesariamente hay que plantear de una forma nueva la cues­tión de la sacramentalidad de la Iglesia en relación con el reino de Dios. No se trata simplemente de afirmar que la Iglesia, reino de Dios en la historia, es el «sacramento» de su propia plenitud que se realiza­rá en el futuro escatológico (sacramentum futuri), sino más bien de

32. Citado por Y. CONGAR, / Believe in the Holy Spirit, 3 vols., G. Chapman, London 1983 (orig. francés, 1979-1980).

Page 149: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

294 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

hacer ver que la Iglesia es en el mundo el «sacramento» de la realidad universal de la salvación en Jesucristo, ya presente y operante en la his­toria. Entre la Iglesia y el reino hay, según la encíclica Redemptoris missio, una «relación singular y única que aunque no excluye la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario» (n. 18). ¿Cómo hay que entender este papel? Y, de una manera más específica, ¿cómo se puede entender el hecho de que la Iglesia es en la historia el sacra­mento del reino ya presente? La «teoría sacramental» puede prestar aquí una gran ayuda. K. Rahner la aplicó con gran lucidez a la relación entre la Iglesia en el mundo y el reino de Dios en la historia33.

La distinción clásica, en la teología sacramental, entre sacramen-tum tantum, res et sacramentum y res tantum -es decir, entre el signo sacramental, el efecto primero eclesial del sacramento y el efecto segundo de la gracia-, que por norma se refiere directamente a los siete sacramentos, que se aplica analógicamente a la relación entre el signo histórico de la Iglesia y la realidad de gracia significada y producida por él; o, por decirlo más exactamente con tres términos: entre el signo de la Iglesia, el llegar a ser miembros de ella y el ser miembros del reino de Dios. La Iglesia, en su aspecto visible institucional, es el sa­cramento (sacramentum tantum); la realidad de gracia significada (res tantum), que la Iglesia contiene y confiere, es la pertenencia al reino de Dios, es decir, la comunión del misterio de salvación en Jesucristo; la realidad intermedia, la res et sacramentum, es la relación que se esta­blece entre los miembros de la comunidad y la Iglesia^ en virtud de la cual aquéllos participan de la realidad del reino a través de su perte­nencia a la Iglesia como miembros. Mas, como mantiene la teoría sacramental, es posible llegar a la res tantum sin pasar a través de la mediación de la res et sacramentum. Es decir, que los «otros» pueden acceder a la realidad del reino de Dios presente sin pertenecer al cuer­po de la Iglesia. Pueden ser miembros del reino de Dios sin formar parte de la Iglesia como miembros. Pero por ello la Iglesia no deja de ser el signo eficaz, querido por Dios, de la presencia en el mundo y en la historia de la realidad del reino de Dios. Tiene que dar testimonio de él, estar al servicio de su crecimiento y anunciarlo.

Se ve, por tanto, en qué sentido se puede, si se retoman bajo una luz nueva las fórmulas ofrecidas por el concilio, comprender cómo la

33. K. RAHNER, «Iglesia y mundo», en (K. Rahner [ed.]) Sacramentum mundi, Herder, Barcelona 1973, vol. III, cois. 752-775, aquí: pp. 755-757 (orig. alemán, 1967-1969).

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 295

Iglesia es el sacramento del reino en la historia. El concilio decía que en la Iglesia el reino de Dios está «presente actualmente en misterio [in mysterio]» (Lumen gentium 3). Según la teoría sacramental, esto no constituye una referencia directa a la presencia, anticipada en la Iglesia, del reino de Dios en su consumación final. Más bien se trata de la Iglesia en cuanto presencia «mistérica» o «sacramental» (in myste­rio) de la realidad del reino de Dios ya presente en el mundo y en la historia. La Iglesia es el sacramento del reino presente. Esto significa -si adoptamos una fórmula del documento final de la conferencia de Puebla (1979)- que en ella «se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está llevando a cabo silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra al máximo la acción del Padre [...]» (n. 132)34.

La presencia de la Iglesia-como-signo en el mundo del reino de Dios da testimonio, por tanto, del hecho de que Dios ha establecido en este mundo su reino en Jesucristo. Por otro lado, como signo eficaz, la Iglesia contiene y produce la realidad significada por ella y da acceso al reino de Dios por medio de la palabra y los sacramentos. Pero la necesidad de la Iglesia no es de tal naturaleza que sólo siendo miem­bros de ella sea posible el acceso al reino de Dios; los «otros» pueden formar parte del reino de Dios y de Cristo sin ser miembros de la Iglesia. No obstante, la presencia sacramental del reino de Dios en la Iglesia es privilegiada, pues ha recibido de Cristo «la plenitud de los bienes y medios de salvación» (Redemptoris missio 18). Es el «sacra­mento universal» (Lumen gentium 48) de este reino. Ésta es la razón por la que quienes tienen acceso a la salvación y al reino fuera de ella, aunque no están incorporados a ella como miembros, están «ordena­dos» (ordinantur) a ella, como se indica en la constitución Lumen gen­tium (16) que, no obstante, no retoma la doctrina anterior sobre los «miembros de deseo». Lo dice claramente un autor reciente, a quien ya hemos citado:

«Decir que la Iglesia es "sacramento de salvación" quiere decir que da testimonio de una realidad que la atraviesa pero se extiende más allá de sus fronteras; que ella mantiene, al mismo tiempo, una relación ineludible con tal realidad. Si la Iglesia es el sacramento (signo e ins­trumento) de la salvación, no puede ser su origen ni tampoco el único lugar donde la salvación se está realizando; es más bien su humilde sierva. [...] Decir que la Iglesia es como "sacramento [universal] de salvación" (Lumen gentium 48) es subrayar que no puede ser signo de sí misma, sino de esta salvación que viene de Dios. Ella revela la sal-

34. Documentos de Puebla, PPC, Madrid 1979, p. 75.

Page 150: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

296 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

vación, pero no la posee. Si es permanente, lo es para que pueda sig­nificar la permanencia del don de Dios a través de Cristo en el Espíritu»35.

Que la Iglesia es sacramento del reino de Dios, universalmente pre­sente en la historia, no implica necesariamente por su parte una activi­dad mediadora universal, en el sentido teológico estricto, de la gracia en favor de todas las personas pertenecientes a otras tradiciones reli­giosas que han entrado en el reino de Dios respondiendo a la invitación de Dios por medio de la fe, la conversión y el amor. Por ello hemos podido sostener, en el capítulo anterior, una «mediación» de las tradi­ciones religiosas, parcial y derivada, en favor de sus miembros. Aunque no sean en modo alguno miembros de la Iglesia ni estén suje­tos a su mediación (en sentido teológico), los «otros» están, no obs­tante, ordenados a ella; la causalidad de la Iglesia en favor de ellos no es del orden de la eficiencia sino de la finalidad.

Este es el significado de la expresión sacramentum mundi, que sirve de título a la enciclopedia teológica dirigida por K. Rahner. La Iglesia es el signo querido por Dios para significar qué ha realizado y continúa realizando en el mundo la gracia en Jesucristo. E. Schillebeeckx especifica: «La Iglesia no es el reino de Dios, pero da un testimonio simbólico del reino mediante su palabra y su sacramento, anticipándolo de forma efectiva en su praxis»36. Y K. Rahner explica, de manera equivalente:

«Que la Iglesia es el sacramento de la salvación del mundo [...] sig­nifica esto: que la Iglesia es la aparición histórica concreta, en la dimensión de la historia que se hace escatológica, en la dimensión de la única sociedad, de la única salvación que tiene lugar en ella, mediante la gracia de Dios, en toda la amplitud y la extensión de la humanidad»".

En este sentido es posible transformar el antiguo y controvertido axioma y decir: «Fuera del mundo no hay salvación» (Extra mundum nulla salus). J.P. Theisen resume felizmente esta concepción de la Iglesia-sacramento cuando escribe:

35. J. RIGAL, L'Église en chantier, op. cit., pp. 58-59. 36. E.SCHILLEBEECKX, Church. The Human Story ofGod, SCM Press, London 1990

pp 157 (orig. holandés, 1989). 37. K. RAHNER, The Church after the Council, Herder and Herder, New York 1966,

pp. 53-54.

EL REINO DE DIOS, LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES 297

«La Iglesia como sacramento puede significar sólo que la Iglesia existe en el mundo como signo visible de la gracia salvífica que Dios realiza por medio de Cristo a distancia de la Iglesia visible. La Iglesia refleja, articula y hace inteligible el proceso de salvación que se realiza por todas partes en el mundo [...]. En este sentido la Iglesia como sacramento existe para mostrar la riqueza de la misericordia de Dios en Cristo. Es un sacramento universal de salvación en la medi­da en que se convierte en signo de la actividad salvífica de Dios en Cristo dondequiera que ésta tenga lugar en el mundo. El empuje del modelo sacramental de la Iglesia conduce a una comprensión de la Iglesia como acontecimiento visible y manifestación concreta de la gracia de Dios que realiza la salvación de las personas en cualquier lugar del mundo»38.

La Iglesia, sacramento del reino de Dios, está también al servicio del reino. Como hemos recordado anteriormente, la encíclica Redemp-toris missio distingue diversas formas en las que la Iglesia está al ser­vicio del reino de Dios. Entre ellas se encuentra ésta: «La Iglesia [...] sirve al reino difundiendo en el mundo los "valores evangélicos", que son expresión de ese reino y ayudan a los hombres a acoger el desig­nio de Dios» (n. 20). Además, la Iglesia contribuye a la promoción del reino de Dios «con su testimonio y sus actividades, como son el diálo­go, la promoción humana, el compromiso por la justicia y la paz [...]» (ibid.).

En una perspectiva cristocéntrica y reinocéntrica que supera un punto de vista eclesiocéntrico demasiado estrecho, la misión de la Iglesia será vista bajo una luz nueva. Se tendrá en cuenta que el Nuevo Testamento aplica el término «mediador» al que es «un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tm 2,5). Él es .el analogatum princeps para toda mediación parcial y derivada que exista (véase Redemptoris missio 5), incluida la de la Iglesia. En efecto, la tarea de la Iglesia no será concebida en relación con su fun­ción mediadora universal, sino más bien como testimonio, servicio y anuncio. La Iglesia debe mostrar a todos la presencia, dentro del mundo, del reino que Dios inauguró en Jesucristo; tiene que estar al servicio del crecimiento del reino y debe proclamarlo. Esto supone que la Iglesia esté totalmente «descentrada» de sí misma, para estar total­mente centrada en Jesucristo y el reino de Dios'9.

38. J.P. THEISEN, The Ultímate Church and the Promise of Salvation, St. John's University Press, Collegeville (Mn) 1976, p. 134.

39. Véase I. ELLACURÍA, Conversión de la Iglesia al reino de Dios, Sal Terrae, Santander 1984.

Page 151: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

298 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

La Iglesia no encuentra en sí misma su razón de ser, no es fin de sí misma. Así como Jesús se remitía por entero al Padre, el cual estaba instaurando su reino en él, así también la Iglesia debe remitirse por entero a Jesucristo y al reino instaurado por el Padre en él. Debe, pues, estar referida por entero a Cristo y al reino de Dios. Siendo su «sacra­mento», debe «significarlo», haciendo visible y tangible .el misterio. Ahora bien, ser signo es una posición difícil y peligrosa, porque un signo debe apuntar hacia lo significado por él, que está más allá de él y lo supera; en este caso, la Iglesia debe apuntar hacia Jesucristo y el reino de Dios. Siempre deberá tener cuidado de no replegarse sobre sí misma, olvidando su función significante. Si lo hiciese y en la medida en que lo hiciese, no sólo se volvería «in-significante» sino que se con­vertiría en un «contra-signo». La Iglesia, debe, por tanto, dar testimo­nio del reino a través de la propia vida, haciéndolo visible y tangible para los hombres, reproduciendo en sí misma los valores del reino, promoviéndolo a través de diversos compromisos y, por último anun­ciando su presencia activa en el mundo como «buena nueva» para todos los hombres. En pocas palabras, sólo una Iglesia autoevangeli-zada puede servir al reino de Dios y anunciarlo. En ello se juega la cre­dibilidad de su testimonio como signo y sacramento.

La Iglesia no tiene ningún monopolio del reino de Dios. Hemos visto que los miembros de las otras tradiciones religiosas participan verdaderamente del reino de Dios presente en la historia y que las mis­mas tradiciones religiosas pueden contribuir a la edificación del reino de Dios no sólo entre sus miembros, sino en el mundo. Aunque la Iglesia es en el mundo el «sacramento universal» del reino de Dios, también las otras tradiciones ejercen una cierta mediación sacramental del reino, sin duda diferente, pero no menos real.

9 El diálogo interreligioso

en una sociedad pluralista

El pluralismo religioso -lo hemos dicho antes- no es algo nuevo. El cristianismo naciente, desde la época apostólica, tuvo que situar su mensaje primero en relación con el judaismo del que había surgido y, después, en relación con las otras religiones con las que se encontró en su camino. En cambio, lo que resulta nuevo es la aguda conciencia que nuestro mundo ha alcanzado del pluralismo de las culturas y de las tra­diciones religiosas, y también del derecho a la diferencia que pertene­ce a cada una de ellas. No es necesario desarrollar aquí las numerosas razones de tal toma de conciencia. Son bien conocidas y pertenecen al orden político y económico, y también al ámbito humano, cultural y religioso.

Lo que a nosotros nos interesa en este capítulo consiste en pregun­tarnos qué tiene que decir tal conciencia nueva del pluralismo religio­so, difundido en nuestro ambiente, con respecto a la praxis cristiana. ¿Qué actitud con respecto a los «otros» -cualesquiera que sean: musul­manes, budistas, hindúes u otros- requiere por nuestra parte la fe cris­tiana vivida en tal ambiente? Parece claro que una nueva actitud de la Iglesia con respecto a las religiones está ligada al hecho de que reco­nozca los valores positivos que se encuentran en ellas. Por ello no hay que maravillarse si el discurso actual sobre el diálogo interreligioso tiene un aspecto de novedad. Antes del concilio Vaticano n no se había hablado de él. Por otro lado, se sabe que la Ecclesiam suam de Pablo vi, publicada precisamente durante el concilio (1964), sirvió a éste de poderoso estímulo. El papa describía a la Iglesia como realidad desti­nada a prolongar el diálogo de salvación que Dios había mantenido con la humanidad a lo largo de los siglos. Y trazaba -ya lo hemos recorda­do- cuatro círculos concéntricos de tal diálogo por parte de la Iglesia: diálogo con todo el mundo; diálogo con los miembros de las otras reli­giones; diálogo con los otros cristianos y, por último, diálogo dentro de

Page 152: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

300 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

la propia Iglesia. Estos cuatro círculos concéntricos fueron retomados -en sentido contrario- por la conclusión de la constitución Gaudium et spes del concilio Vaticano n (n. 92).

Con todo, hay que observar que Pablo vi, aun cuando recomenda­ba el diálogo interreligioso, no se pronunciaba sobre el puesto exacto que tal diálogo podía ocupar en la misión de la Iglesia. La razón es que el diagnóstico hecho por el papa sobre el valor de estas religiones seguía siendo notablemente negativo. De hecho -como hemos obser­vado antes- en la posterior exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975), Pablo vi mantenía aún una valoración negativa de las otras tra­diciones religiosas (n. 53): representaban la religiosidad «natural» del hombre, mientras que el cristianismo era la única religión «sobrenatu­ral». Como consecuencia, los «otros» eran vistos sólo como beneficia­rios de la misión evangelizadora de la Iglesia, concebida aún princi­palmente en función del anuncio del evangelio y de las actividades eclesiales relacionadas con él. Pablo vi, que con la encíclica Ecclesiam suam se había convertido en el papa del diálogo, en el documento pos­terior no hablaba en modo alguno del diálogo.

El concilio tampoco se pronunció sobre la pertenencia del diálogo a la misión de la Iglesia. Por todas partes en los documentos concilia­res la misión evangelizadora sigue estando estrechamente identificada con el anuncio o la proclamación de Jesucristo a los «no cristianos», a fin de invitarlos a la conversión al cristianismo. El concilio recomien­da positivamente el diálogo interreligioso (véase Nostra aetate 2; Gaudium et spes 92); aunque el diálogo pueda parecer importante, en ningún texto se dice que pertenezca a la misión de la Iglesia como tal. Aunque sea significativo y meritorio en relación con la evangelización, el diálogo no representa más que una primera aproximación a los «otros» y se le podría seguir aplicando el término teológico preconci-liar de «pre-evangelización».

Esto demuestra que el hecho de ver el diálogo como elemento inte­grante de la evangelización señala un significativo cambio cualitativo en la teología posconciliar de la misión. Esto forma parte de la elabo­ración, en los años posteriores al Vaticano n, de una noción amplia y comprensiva de «evangelización», en la que el diálogo representa -junto a otros elementos- una dimensión constitutiva. El paso adelan­te decisivo en los textos oficiales se dio con algunos documentos de las décadas de 1980 y 1990.

Antes de continuar, hay que proporcionar, una vez más, algunas clarificaciones de carácter terminológico. Las definiciones aquí pro­puestas están tomadas en gran parte del documento Diálogo y anuncio

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 301

(1991), citado en varias ocasiones. El término «evangelización» o «misión evangelizadora» de la Iglesia «se refiere a la misión de la Iglesia en su conjunto» (n. 8), formada por varios elementos. El «diá­logo», parte integrante de tal misión, indica «"el conjunto de las rela­ciones interreligiosas, positivas y constructivas, con personas y comu­nidades de otras confesiones tendentes a un conocimiento y enriqueci­miento recíproco" [Diálogo y misión 3], en la obediencia a la verdad y el respeto a la libertad» (Diálogo y anuncio 9). Por otro lado, el «anun­cio» o «proclamación» es «la comunicación del mensaje evangélico, el misterio de salvación realizado por Dios para todos en Jesucristo, con la potencia del Espíritu Santo. Es la invitación [...] a entrar mediante el bautismo en la comunidad de los creyentes que es la Iglesia» (n. 10). A propósito de estas definiciones, resulta claro que no se debe estable­cer una oposición entre «diálogo» y «misión», y ni siquiera se puede establecer una distinción adecuada entre ambos, pues el diálogo es un elemento integrante de la misma misión evangelizadora a la que perte­nece el anuncio. Al mismo tiempo, mientras que el diálogo es de por sí evangelización, la evangelización no puede quedar reducida al diálogo -como veremos más adelante en contra de algunas tendencias teológi­cas actuales-. La finalidad de ambos elementos es diversa: el diálogo, como elemento específico de evangelización, no tiene como objetivo la «conversión» de los otros al cristianismo, sino la convergencia de los dos interlocutores del diálogo en una conversión común y más profun­da a Dios y a los otros; en cambio, el anuncio invita a los otros a hacer­se discípulos de Jesús en la comunidad cristiana.

Los documentos postconciliares del magisterio en los que se desa­rrolla claramente un concepto amplio de la misión evangelizadora de la Iglesia hasta incluir en ella, como elementos constitutivos e inte­grantes, por una parte, la promoción y la liberación humana integral y, por otra, el diálogo interreligioso, son el documento Diálogo y misión (1984), la encíclica Redemptoris missio (1990) y el documento Diálo­go y anuncio (1991). En el documento de 1984 del Secretariado para los no cristianos, la misión evangelizadora de la Iglesia es presentada como una «realidad unitaria, pero compleja y articulada» (n. 13), y se enumeran «sus elementos principales», que son los siguientes: 1. El testimonio. 2. «El compromiso concreto de servicio a la humanidad y toda la actividad de promoción social y de lucha contra la pobreza y las estructuras que la producen». 3. La vida litúrgica, la oración y la con­templación. 4. «El diálogo en que los cristianos se encuentran con los seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad y para trabajar juntos en proyectos de interés común». 5. Final-

Page 153: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

302 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

mente, el anuncio [el kerygma] y la catequesis [didache]. «La totalidad de la misión cristiana abarca todos estos elementos» (13)'. La impor­tancia de este texto es considerable: el diálogo interreligioso es ya, por parte de la Iglesia, evangelización; los cristianos y los otros están jun­tos en camino hacia la verdad. La explicación de tales afirmaciones pertenece a la tarea de una teología de las religiones.

El documento Diálogo y misión explica además que el diálogo interreligioso como tarea específica de la evangelización -que «se inserta [...] en el gran dinamismo de la misión eclesial» (n. 30)- puede asumir diversas formas. Está el diálogo de la vida, abierto y accesible a todos (nn. 29-30). Está el diálogo de un compromiso común en las obras de la justicia y de la liberación humana (nn. 31-32). Está el diá­logo intelectual en el que los estudiosos emprenden un intercambio en el plano de las respectivas herencias religiosas, con el fin de promover la comunión y la fraternidad (nn. 33-34). Está, por último, en un nivel más profundo, el compartir la experiencia religiosa de oración y de contemplación, en una búsqueda común del Absoluto (n. 53). Todas estas formas de diálogo son, para el interlocutor cristiano, diferentes modos de trabajar en la «transformación evangélica de las culturas» (n. 34), distintas ocasiones de compartir con los otros los valores del evan­gelio de una manera existencia! (n. 35).

Por su parte, la encíclica Redemptoris missio afirma, a propósito de la relación entre diálogo y anuncio:

«Conviene [...] que estos dos elementos mantengan su vinculación íntima y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual no deben ser confundidos, ni instrumentalizados [nec immodice instrumentorum instar adhibenda], ni tampoco considerados equivalentes, como si fueran intercambiables» (n. 55).

Que el diálogo no debe ser «instrumentalizado» quiere decir, de manera enfática, que no debe ser reducido a un instrumento del anun­cio; tiene valor de por sí como expresión auténtica de la evangeliza­ción. En el diálogo interreligioso la Iglesia trata de descubrir las «semi­llas de la Palabra», o un «destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres», que se encuentran en las personas y en las tradi­ciones religiosas de la humanidad (n. 56). En efecto, la estimulan «tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a tes-

1. SECRETARIADO PARA LOS No CRISTIANOS, «Dialogo e missione»: Bulletin 56; 19/2 (1984), pp. 166-180.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 303

timoniar la integridad de la revelación, de la que es depositaría para el bien de todos» (ibid.).

El documento Diálogo y anuncio2 retoma la idea de la encíclica:

«El diálogo interreligioso y el anuncio, si bien no están colocados en el mismo nivel, son elementos auténticos de la misión evangelizado-ra de la Iglesia. Son legítimos y necesarios. Están íntimamente liga­dos, pero son intercambiables [...]. Las dos actividades permanecen distintas, pero [...] la misma Iglesia local y la misma persona pueden estar empeñadas diversamente en ambas» (n. 77).

Aquí hay que observar que el diálogo, aun representando una ex­presión auténtica de la evangelización, no la agota sino que está orien­tado hacia el anuncio. El objetivo de las dos actividades es diverso. El del diálogo interreligioso es «una conversión más profunda de todos a Dios»; como tal, «posee ya su propio valor» (n. 41). El anuncio, a su vez, «tiende a conducir a las personas hacia un conocimiento explícito de lo que Dios ha hecho por todos, hombres y mujeres, en Jesucristo, y a invitarlos a ser discípulos de Jesús, convirtiéndose en miembros de la Iglesia» (n. 81). El documento afirma:

«El diálogo [...] no representa toda la misión de la Iglesia, y tampoco puede sustituir al anuncio; de todos modos, aquél sigue orientándose hacia el anuncio, puesto que en éste el proceso dinámico de la misión evangelizadora de la Iglesia alcanza su cima y plenitud» (n. 82).

De este modo ambos elementos son concebidos en una relación dialéctica dentro de la misma misión evangelizadora, que representa un proceso dinámico: el anuncio y su sacramentalización en la vida de la Iglesia representan el punto culminante de la misión evangelizadora. La «orientación» del diálogo hacia el anuncio corresponde, en efecto, a la «orientación» (ordinantur) de los miembros de las otras tradicio­nes religiosas hacia la Iglesia, a la que se refiere Lumen gentium 16. Están ordenados a la Iglesia porque a ella se le ha confiado «la pleni­tud de los bienes y medios de salvación» {Redemptoris missio 18). De igual modo, el diálogo sigue orientado hacia el anuncio a través del cual los «otros» están invitados a compartir en la Iglesia tal plenitud.

Si se plantea la pregunta acerca de si y hasta qué punto los tres documentos postconciliares que acabamos de mencionar van más allá de lo anteriormente afirmado por el concilio, se puede responder lo

2. PONTIFICIO CONSEJO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, «Diálogo y anuncio» Ecclesia 2.547 (1991), pp. 1.437-1.454.

Page 154: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

304 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

siguiente: el Vaticano n recomendó el diálogo con las otras tradiciones religiosas, pero sin declararlo parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. En cambio, esto lo afirman claramente los tres documentos posteriores. Además, estos tres documentos desarrollan un concepto «amplio» de evangelización, que aún no se encuentra en el Vaticano n; afirman, si bien de modos diferentes, que el diálogo no puede ser redu­cido a la condición de instrumento del anuncio, sino que tiene valor en sí mismo. En estos y otros modos constituyen, con acentos y matices diversos, un paso adelante en la doctrina de la Iglesia sobre la evange­lización, el diálogo y el anuncio.

Nuestro objetivo en este capítulo consiste en explicar la interacción recíproca que existe entre el diálogo interreligioso y la teología de las religiones. Urge mostrar, en un primer momento, que el diálogo se fun­damenta, en su significado profundo, en una teología «abierta» de las religiones; por ello nos preguntamos cuál es el fundamento teológico del diálogo; en cambio, en un segundo momento, nos preguntamos en qué sentido el diálogo a su vez ejerce influencia en la teología y cuáles son los desafíos, por una parte, y los frutos y beneficios, por otra.

I. El fundamento teológico del diálogo

1. «Misterio de unidad»

Para establecer el fundamento de las «relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas», y especialmente del diálogo interreligioso, la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano n afirmaba que «todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la haz de la tie­rra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providen­cia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será ilu­minada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz» (n. 1). De este modo el diálogo se establece sobre un fun­damento doble: la comunidad que tiene su origen en Dios a través de la creación y su destino en él a través de la salvación en Jesucristo. No se dice nada respecto a la presencia y la acción del Espíritu de Dios operante en todos los hombres y en todas las tradiciones religiosas.

En efecto, se sabe que el concilio redescubrió sólo de manera pro­gresiva la acción del Espíritu y que los frutos de tal redescubrimiento se encuentran principalmente ei la constitución Gaudium et spes. Ade-

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 305

más, es oportuno reconocer que el concilio tomó nota de la acción uni­versal del Espíritu de Dios en medio de todos los hombres más en las aspiraciones terrenas de la humanidad universal -como la paz y la fra­ternidad, el trabajo y el progreso- que en sus aspiraciones y empresas propiamente religiosas.

Que el Espíritu de Dios está universalmente presente y activo en la vida religiosa de los «otros» y en las tradiciones religiosas a las que pertenecen, al igual que está presente en medio de los cristianos y en la Iglesia, es también un redescubrimiento posconciliar. La importan­cia de tal visión para el fundamento teológico del diálogo interreligio­so .no puede pasar desapercibida, pues constituye el tercer elemento fundamental. Pero tal visión se ha impuesto con lentitud. No hay nin­gún indicio de ella en el magisterio de Pablo vi. Para demostrarlo, basta con mostrar que en la exhortación apostólica Evangelii nuntian-di (1975), que resume el trabajo del sínodo de los obispos sobre la evangelización del mundo moderno, el Espíritu aparece sólo por el hecho de que estimula a la Iglesia y la hace idónea para cumplir su misión evangelizadora (n. 75), la cual, como se ha visto antes, consis­te primaria y principalmente en el anuncio del evangelio.

La presencia y la acción universal del Espíritu de Dios entre los «otros» y en sus tradiciones religiosas representa la aportación más importante de Juan Pablo ii al fundamento teológico del diálogo inte­rreligioso. No es necesario citar de nuevo los textos destacados a los que nos hemos referido anteriormente. Bastará con recordar sus ideas principales. El papa afirma que la «creencia firme» de los seguidores de las otras religiones «es efecto también del Espíritu de verdad que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico» (Redemp-tor hominis 6). En el importante discurso pronunciado por el papa a los miembros de la Curia romana el 22 de diciembre de 1986 -ya recor­dado previamente- el papa quiso justificar teológicamente el «aconte­cimiento» de la Jornada mundial de oración por la paz, que se había celebrado en Asís dos meses antes. Consideró el fundamento teológi­co del diálogo tal como había sido expuesto por el concilio -la unidad de origen y de destino en Dios de todo el género humano a través de la creación y la redención- y percibió en él un «misterio de unidad» que une a todos los seres humanos, por muy diversas que puedan ser las circunstancias de sus vidas: «Las diferencias son un elemento menos importante respecto a la unidad, que, en cambio, es radical, básica y determinante» (n. 3)3. E insiste: a la luz de este doble «misterio de uni-

3. Véase COMISIÓN PONTIFICIA «IUSTITIA ET PAX», Assisi: Giornata mondiale di

Page 155: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

306 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

dad», «las diferencias de todo tipo, y en primer lugar las religiosas, en la medida en que son reductoras del designio de Dios, se revelan como pertenecientes a otro orden [...]. Deben ser superadas en el avance hacia la actualización del grandioso designio de unidad que preside la crea­ción» (n. 5). A pesar de tales diferencias, percibidas a veces como divi­siones insuperables, todos los hombres «están incluidos en el grande y único designio de Dios, en Jesucristo» (ibid.). «La universal unidad fundada en el acontecimiento de la creación y de la redención necesa­riamente tiene que dejar una huella en la realidad viva de los hombres, incluso pertenecientes a religiones diversas» (n. 7). Estas «semillas de la Palabra» sembradas entre los «otros» constituyen el fundamento concreto del diálogo interreligioso alentado por el concilio.

A tal «misterio de unidad», fundamento del diálogo, añadía el papa un tercer elemento, a saber, la presencia activa del Espíritu de Dios en la vida religiosa de los «otros», especialmente en su oración: «Pode­mos mantener, en efecto», escribió, «que toda oración auténtica es sus­citada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de todo hombre» (n. 11).

Habría que citar extensamente el texto de la encíclica Dominum et vivificantem (1986) sobre el Espíritu Santo, en el que el papa amplía su discurso con un desarrollo teológico de gran alcance sobre la presen­cia universal del Espíritu a través de toda la historia de la salvación, desde el principio y, después del acontecimiento Jesucristo, mucho más allá de los confines de la Iglesia. Baste aquí con recordar una vez más la encíclica Redemptoris missio (1990), donde se dice explícita­mente que la presencia del Espíritu no sólo se extiende a la vida reli­giosa de los individuos, sino que afecta también a las tradiciones reli­giosas a las que pertenecen: «la presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones» (n. 28).

A través de estos textos suige gradualmente la misma doctrina: el Espíritu Santo está presente y activo en el mundo, en los miembros de las otras religiones y en las mismas tradiciones religiosas. Toda oración auténtica (aunque se dirija a ui Dios aún desconocido), los valores y las virtudes humanas, los tesoros de sabiduría escondidos en las tradi­ciones religiosas y, por tanto, también el diálogo y el encuentro autén-

preghiera per la pace (27 ottobrel986), Tipografía Poliglotta Vaticana, Cittá del Vaticano 1987, pp. 143-150. El tato del discurso del papa a los miembros de la Curia romana (22 de diciembre de 1986) se encuentra en Ecclesia 2.302 (1987), pp. 71-75.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 307

tico entre sus miembros, son variados frutos de la presencia activa del Espíritu.

El documento Diálogo y anuncio (1991) se refiere, a su vez, imi­tando a Juan Pablo n, al «misterio de unidad», fundamento teológico triple del diálogo interreligioso, cimentado sobre el común origen y el único destino del género humano en Dios, sobre la salvación universal en Jesucristo y sobre la presencia activa del Espíritu en todos (n. 28). La razón fundamental del empeño de la Iglesia en el diálogo «no es meramente de naturaleza antropológica, sino principalmente teológi­ca» (n. 38). La Iglesia debe entablar un diálogo de salvación con todos los hombres del mismo modo que Dios ha entablado un diálogo mile­nario de salvación con la humanidad, un diálogo que aún continúa: «En este diálogo de salvación, los cristianos y todas las demás personas están llamados a colaborar con el Espíritu del Señor resucitado, Espí­ritu que está presente y actúa en todas partes» (n. 40).

Si pasamos a la búsqueda del fundamento teológico del diálogo interreligioso, también hay que subrayar la universalidad del reino de Dios, del que los miembros de las otras tradiciones religiosas son miembros de pleno derecho y al que pertenecen junto a los cristianos. Este cuarto elemento fundamental no es mencionado como tal de modo explícito en los documentos que acabamos de recordar. Pero hay una alusión implícita en Diálogo y anuncio, donde se afirma, en un pasaje antes citado: «De este misterio de unidad deriva el hecho de que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque de modo diferente, en el mismo misterio de la salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu. Los cristianos son conscientes de ello gracias a su fe, mientras que los demás desconocen que Jesucristo es la fuente de su salvación. El misterio de la salvación los toca por vías que sólo Dios conoce, mediante la acción invisible del Espíritu de Cristo» (n. 29).

En el capítulo anterior hemos explicado que el reino de Dios um­versalmente presente en el mundo encarna la presencia universal del misterio de la salvación en Jesucristo. Que todos sean miembros copar­tícipes del reino de Dios significa que todos comparten el mismo mis­terio de salvación en él. Se adivina fácilmente su importancia para una teología de las religiones y del diálogo. El reino de Dios, universal-mente presente y compartido, constituye el cuarto elemento del funda­mento teológico del diálogo interreligioso. Todos tienen acceso al reino de Dios en la historia a través de la obediencia al Dios del reino en la fe y en la conversión. La teología de las religiones y del diálogo debe mostrar de qué modo los «otros» son partícipes de la realidad del reino de Dios en el mundo y en la historia, abriéndose a la acción del

Page 156: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

308 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Espíritu. Respondiendo en la praxis sincera de su tradición religiosa a la llamada que Dios les dirige, los creyentes de otras confesiones reli­giosas se hacen de verdad -aunque no tengan conciencia formal de ello- miembros activos del reino. A través de la participación en el misterio de la salvación, son miembros del reino de Dios ya presente en la historia, y sus tradiciones religiosas contribuyen de manera mis­teriosa a la construcción del reino de Dios en el mundo. Todo esto se ha mostrado antes y no necesita explicaciones ulteriores.

Ahora bien, de esto se deducen consecuencias importantes para el diálogo interreligioso. Tal diálogo tiene lugar entre personas que están ya vinculadas entre sí en el reino de Dios inaugurado en la historia en Jesucristo. Pese a que pertenecen a religiones diferentes, tales personas están ya en comunión unas con otras en la realidad del misterio de la salvación, aunque entre ellas se mantiene una distinción en el nivel del «sacramento», es decir, del orden de mediación del misterio. No obs­tante, la comunión en la realidad es aún más fundamental y tiene más peso que las diferencias en el nivel del signo. Esto explica la profunda comunión en el Espíritu que el diálogo interreligioso puede establecer, si es sincero y auténtico, entre los cristianos y los otros creyentes4. Esto muestra también por qué el diálogo interreligioso es una forma de com­partir, un dar y recibir; en definitiva, muestra por qué no es un proceso unidireccional: no es un monólogo sino un «diálogo». La razón es que la realidad del reino de Dios es compartida ya en el intercambio recí­proco. El diálogo hace explícita esta comunión preexistente en la reali­dad de la salvación, que es el reino de Dios venido para todos en Jesús.

Es probable que nada ofrezca al diálogo interreligioso una base teo­lógica tan profunda y una motivación tan verdadera como la convicción según la cual, a pesar de las diferencias que los distinguen, quienes per­tenecen a las diversas tradiciones religiosas caminan juntos -como miembros copartícipes del reino de Dios en la historia- hacia la pleni­tud del reino, hacia la nueva humanidad querida por Dios para el final de los tiempos, de la que son llamados a ser co-creadores bajo Dios.

2. Diálogo y anuncio

Hemos observado que diálogo y anuncio están, en el proceso dinámi­co de la misión evangelizadora de la Iglesia, en una relación dialécti­ca. Entre ambos permanece j debe permanecer una cierta tensión.

4. Véase ABHISHIKTÁNANDA (H. LE SAUX), «The Depth-Dimension of Religious Dialogue»: Vidyajyoti 45 (198l),pp. 202-221.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 309

Como he escrito en otro lugar, se trata de la tensión «entre el "todavía no" de la Iglesia que, junto con los "otros", es en la historia una pere­grina hacia la plenitud del reino, y el "ya" de la Iglesia que es en el tiempo y en el mundo el sacramento del reino»5.

«La tensión entre el "ya" y el "todavía no" se refleja en la misión evangelizadora de la Iglesia y, de una forma destacada, en la relación dentro de ella entre el diálogo interreligioso y el anuncio: en la medi­da en que la Iglesia continúa su peregrinación, junto con los "otros", hacia la plenitud del reino, se compromete en un diálogo con ellos; en la medida en que la Iglesia es el sacramento de la realidad del reino ya presente y operante en la historia, les anuncia a Jesucristo, en quien Dios ha establecido su reino» (ibid.).

De una forma bastante parecida, las ya citadas Tesis sobre el diá­logo interreligioso de la Comisión Teológica Consultiva de la FABC fundan la polaridad de «diálogo y anuncio» en la misión evangeliza­dora de la Iglesia sobre la presencia universal, dentro del mundo, de la obra salvífica de Dios -el reino de Dios-, cuyo sacramento es la Iglesia. En estas Tesis leemos6:

«El único plan divino de salvación para todos los pueblos abraza el universo entero. Hay que entender la misión de la Iglesia dentro del contexto de este plan. La Iglesia no monopoliza la acción de Dios en el universo. Aun cuando es consciente de que ha recibido una misión especial de Dios en el mundo, tiene que prestar atención a la acción de Dios en el mundo, tal como se manifiesta también en otras reli­giones. Esta doble conciencia constituye los dos polos de su acción evangelizadora en relación con las otras religiones. Si bien el anun­cio es la expresión de su conciencia de que está en misión, el diálogo es la expresión de su conciencia de la presencia y la acción de Dios fuera de sus confines. La acción de la Iglesia tiene lugar en un campo de fuerzas controlado por estos dos polos de la actividad divina. El anuncio es la afirmación y el testimonio de la acción de Dios en uno mismo. El diálogo es la apertura y la atención al misterio de la acción de Dios en los otros creyentes. Desde la fe no podemos hablar de lo uno sin lo otro» (6, 5).

«El Espíritu llama a todos los pueblos a la conversión, que es pri­mariamente una vuelta libre del corazón a Dios y a su reino en obe­diencia a su palabra. El diálogo como desafío mutuo a crecer hacia la

5. Véase J. DUPUIS, «A Theological Commentary: Dialogue and Proclamation», en (W.R. Burrows [ed.]) Redemption and Dialogue, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1993, pp. 119-158. aquí: p. 155.

6. Texto en FABC Papers, n. 48, FABC, Hong Kong 1987, p. 16.

Page 157: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

310 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

plenitud implica tal llamada a la conversión. No obstante, el diálogo no tiene como objetivo la conversión, entendida como cambio de reli­gión. Mas el anuncio incluye una llamada ulterior al discipulado de Jesucristo en la Iglesia. No se trata de proselitismo, sino del misterio de la llamada del Espíritu y de la respuesta libre de la persona. En vir­tud de este doble movimiento de libertad en el Espíritu, el anuncio en sí mismo es dialógico» (6, 6).

Por tanto, no es posible estar de acuerdo en este punto con el reciente libro de P.F. Knitter, Jesús and the Other Ñames1 [«Jesús y los otros nombres»]. Knitter propone limitarse a identificar la misión con el diálogo, del que no hay que distinguir -como elemento ulterior de la misión- el anuncio. En su libro invierte la opinión recibida, según la cual «el diálogo es misión» -ya que en sí mismo constituye una dimen­sión intrínseca, una expresión genuina, de la evangelización-, para afirmar: «la misión es diálogo», de modo que la evangelización queda reducida al diálogo puro y simple y al testimonio de la propia fe que éste implica8. De esta forma se elimina el anuncio como expresión dis­tinta de la evangelización. A juicio de P.F. Knitter, una cristología «constitutiva», aunque sea «inclusivista», excluye la posibilidad de un diálogo auténtico y sincero. En cambio, una vez que se emplea una cristología «pluralista», que niegue el carácter constitutivo de la salva­ción de Jesucristo, se reduce la misión al diálogo y al testimonio de la propia fe implicada en él9. Así pues, para Knitter, una cristología cons­titutiva, aunque pretenda ser inclusivista, imposibilita la práctica del diálogo interreligioso; además, hace inútil cualquier esfuerzo por edi­ficar una eclesiología y una teología de la misión ordenadas al reino de Dios. Tampoco puede imaginar honradamente la misión como diálo­go™, ni fomentar la disponibilidad a aprender nada genuinamente nue­vo de los «otros» a través de la praxis del diálogo. Knitter escribe: «Di­cho de una manera sencilla: es imposible elaborar una concepción de la Iglesia centrada en el reino, que presente coherente y persuasiva­mente a la Iglesia como sierva del reino, basándose en una cristología que insiste en que Jesús es la única causa de -y el criterio insuperable para- la salvación que se realizará en el reino»".

7. P.F. KNITTER, Jesús and the Other Ñames. Christian Mission and Global Responsibility, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1996, pp. 125-164.

8. Ibid., pp. 142-147. 9. Ibid., pp. 134-135. 10. Ibid., p. 146. 11. Ibid., p. 135.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 311

Por lo que a nosotros respecta, esperamos haber logrado, en los anteriores capítulos de este libro, mostrar que una cristología «consti­tutiva» no es necesariamente «exclusiva» y que una cristología consti­tutiva e inclusiva está abierta genuinamente a una teología reinocéntri-ca de la misión y también a un diálogo sincero, que deja espacio para el anuncio evangélico. El universal impacto salvífico de Jesucristo, siendo «constitutivo» de la salvación del mundo, deja espacio -como hemos afirmado anteriormente- para otras figuras salvíficas y otras tradiciones religiosas, en las que Dios también está presente y actúa por medio de su Palabra y de su Espíritu. Así pues, el reino de Dios es, efectivamente, más amplio que la Iglesia y está destinado a ser cons­truido tanto por los cristianos como por los «otros»; el diálogo, que implica el aprendizaje de nuevos aspectos de la verdad, es una expre­sión auténtica de la misión evangelizadora. Pero no la agota, porque aún queda espacio -donde Dios lo quiera- para invitar a los «otros» a convertirse en discípulos de Jesús en la Iglesia. Todos los elementos forman parte de un todo y éste debe ser comprendido en su globalidad: todo lo demás se mantiene en pie o cae con la cristología -sea consti­tutiva o no lo sea-. Como observa inequívocamente Cl. Geffré, una cristología «constitutiva» deja espacio para otras mediaciones y reve­laciones divinas:

«¿Por qué se habría de pensar que sólo un teocentrismo radical puede satisfacer las exigencias del diálogo interreligioso? Parece que una cristología profundizada puede abrir caminos más fecundos, capaces de hacer justicia al mismo tiempo a las exigencias de un verdadero pluralismo y a la identidad cristiana»12.

Tal vez el mejor modo de concluir estas clarificaciones sea citar el documento Diálogo y anuncio, donde explica cuál es, en definitiva, la motivación más profunda de la Iglesia para anunciar a Jesucristo. En una aproximación dialógica,

«[...] ¿cómo pueden [los cristianos] dejar de sentir la esperanza y el deseo de compartir con los demás la propia alegría de conocer y de seguir a Jesucristo, Señor y Salvador? Aquí estamos en el centro del misterio del amor. Si la Iglesia y los cristianos tienen un amor pro­fundo hacia el Señor Jesús, el deseo de compartirlo con los demás estará motivado no sólo por su obediencia al mandato del Señor, sino

12. Cl. GEFFRÉ, «Théologie chrétienne et dialogue interreligieux»: Revue de VInstituí Catholique de París 38/1 (1991), pp. 63-82, aquí: p. 72; ID., «Le fondement thé-ologique du dialogue interreligieux»: Chemins du Dialogue 2 (1993), pp. 73-103.

Page 158: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

312 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

también por este mismo amor. No debería sorprender, sino ser algo normal, que los adeptos de las otras religiones deseen sinceramente compartir su fe. Todo diálogo implica la reciprocidad y apunta a eli­minar el miedo y la agresividad» (n. 83).

II. Los desafíos y los frutos del diálogo

1. Compromiso y apertura

Las condiciones de posibilidad del diálogo interreligioso han ocupado un lugar importante en el debate sobre la teología de las religiones. Para hacer viable este diálogo, P.F. Knitter, entre los pluralistas, defendió el paso del paradigma del cristocentrismo al del teocentrismo, es decir, del inclusivismo al pluralismo. En efecto, la pregunta que él se hacía era: ¿cómo va a poder ser sincero -y simplemente honesto- el diálogo si la parte cristiana lo entabla con una idea preconcebida, un prejuicio preconstituido respecto a la unicidad «constitutiva» de Jesucristo, sal­vador universal de la humanidad? A juicio de los «pluralistas», una cristología constitutiva e inclusivista, según la cual la humanidad ente­ra es salvada por Dios en el acontecimiento Jesucristo, no deja espacio a un diálogo auténtico. Se observa que el diálogo no puede ser sincero si no tiene lugar en un plano de igualdad entre los interlocutores. Entonces, la Iglesia y los cristianos ¿pueden ser sinceros cuando decla­ran su voluntad de entablar un diálogo, si no están dispuestos a renun­ciar a las afirmaciones tradicionales sobre Jesús como salvador consti­tutivo de la humanidad? Esta cuestión implica el problema de la iden­tidad religiosa en general, y de la identidad cristiana en particular, junto al de la apertura a los «otros» que requiere el diálogo.

En primer lugar, con el pretexto de la honradez del diálogo no hay que poner ni siquiera temporalmente entre paréntesis la propia fe (es decir, no hay que realizar una epoche), esperando -como se ha sugeri­do- redescubrir eventualmente la verdad de esa fe a través del mismo diálogo. Por el contrario, la honradez y la sinceridad del diálogo requieren específicamente que los diversos interlocutores lo entablen y se comprometan a mantenerlo en la integridad de su fe. Toda duda metódica y toda reserva mental están aquí fuera de lugar. Si no fuese así, no se podría hablar de diálogo interreligioso o entre las confesio­nes. Después de todo, en la base de una vida religiosa auténtica hay una fe que le confiere su carácter específico y su identidad peculiar. Esta fe religiosa no es más negociable en el diálogo interreligioso que en la propia vida personal. No se trata de una mercancía que se pueda

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 3 1 3

repartir o intercambiar; se trata de un don recibido de Dios, del que no se puede disponer a la ligera.

Por la misma razón, así como la sinceridad del diálogo no autoriza a poner entre paréntesis la propia fe, ni siquiera provisionalmente, así también su integridad prohibe cualquier compromiso o reducción. El diálogo auténtico no admite tales recursos. No admite ni el sincretismo que, en la búsqueda de un terreno común, trata de pasar por alto la opo­sición y las contradicciones entre los credos de tradiciones religiosas diferentes a través de alguna reducción de su contenido; ni el eclecti­cismo que, en la búsqueda de un denominador común entre las varias tradiciones, escoge elementos dispersos y los combina en una amalga­ma informe e incoherente. Para ser verdadero, el diálogo no puede bus­car la facilidad, que, en cualquier caso, es ilusoria.

Más bien, sin querer esconder las contradicciones existentes entre las confesiones religiosas, el diálogo debe reconocerlas donde existen, y afrontarlas con paciencia y de manera responsable. Esconder las diferencias y las posibles contradicciones sería un fraude y, de hecho, terminaría en realidad privando al diálogo de su objeto. Después de todo, el diálogo busca la comprensión en la diferencia, en un aprecio sincero a convicciones diferentes de las propias. Por ello lleva a cada interlocutor a preguntarse por las implicaciones de las convicciones personales de los otros para la propia fe.

Así pues, si se da por sentado que los cristianos no pueden ocultar, en la praxis del diálogo interreligioso, su fe en Jesucristo, a su vez reconocerán en sus interlocutores, que no comparten su fe, el derecho y el deber inalienables de comprometerse en el diálogo manteniendo sus convicciones personales -y también las pretensiones de universali­dad que pueden ser parte de su fe-. Es en esta fidelidad a las convic­ciones personales, no negociables, aceptadas honradamente por ambas partes, donde el diálogo interreligioso tiene lugar «entre iguales» -en sus diferencias.

Así como la seriedad del diálogo prohibe reducir la profundidad de las convicciones propias de cada una de las partes, así también su aper­tura requiere que lo relativo no sea absolutizado, por incomprensión o por intransigencia. En toda fe y convicción religiosa existe el peligro, y es un peligro real, de «absolutizar» lo que no es absoluto. Un ejem­plo concreto, por lo que respecta al cristianismo y la fe en Jesucristo, consiste en el modo de entender la plenitud de la autorrevelación de Dios a la humanidad en Jesucristo. Esta plenitud -como hemos expli­cado anteriormente- no es «cuantitativa», sino «cualitativa»; no es una plenitud extensiva y omnicomprensiva del misterio divino, como si ya

Page 159: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

314 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

no quedase nada por descubrir de éste en la «reserva escatológica», sino una plenitud de intensidad, por el hecho de que en su conciencia humana Jesús vivió sus relaciones interpersonales con el Padre y el Espíritu Santo, las cuales constituyen el misterio intrínseco de la vida divina. El traspaso del misterio divino que estaba aconteciendo en la conciencia humana de Jesús -y que lo hacía capaz de hablar de Dios de modo inédito e insuperable- no contradice el carácter limitado de tal conciencia, y mucho menos el carácter limitado y particular de la revelación cristiana, la cual, a partir del testimonio de Jesús, se expre­sa en una cultura particular, necesariamente relativa. La revelación cristiana no agota -ni podría hacerlo- el misterio de lo divino; tampo­co niega la verdad de una revelación divina que pueda tener lugar por medio de figuras proféticas de otras tradiciones religiosas. Pero el ries­go de absolutizar indebidamente lo no absoluto se extiende mucho más allá del caso de la revelación en Jesucristo. Anteriormente hemos insis­tido en la incongruencia del uso de términos como «absoluto» o «carácter absoluto» en relación tanto con el cristianismo como religión histórica como con la misma humanidad histórica de Jesús. Aun tra­tándose del ser humano personal del Hijo de Dios, la humanidad de Jesús sigue siendo, por su naturaleza, creada, limitada, contingente. Sólo Dios es el Absoluto y debe ser llamado como tal.

Por consiguiente, hay que combinar la adhesión a la propia fe y la apertura al «otro». Parece que una cristología «constitutiva» que pro­fesa la salvación universal en el acontecimiento Jesucristo hace posi­bles ambas realidades. La identidad cristiana está ligada a la fe en la mediación constitutiva y en la plenitud de la revelación divina en Jesucristo, las cuales deben ser entendidas sin reduccionismos, por una parte, y sin absolutismos exclusivos, por otra.

2. Fe personal y experiencia del otro

Si el diálogo presupone la integridad de la propia fe personal, requiere también la apertura a la fe del otro en su diversidad. Cada interlocutor del diálogo tiene que entrar en la experiencia del otro, esforzándose por captar tal experiencia desde dentro. Para hacerlo, tiene que elevarse por encima del nivel de los conceptos en los que se ha expresado tal expe­riencia de un modo imperfecto para alcanzar, en la medida de lo posi­ble, a través y más allá de los conceptos, la experiencia como tal. A este esfuerzo de «com-prensión» y «sim-patía» interior -o «em-pa-tía»- lo llama R. Panikkar diálogo intrarreligioso, que es condición

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 315

indispensable del verdadero diálogo interreligioso13. Se ha dicho que es una técnica espiritual consistente en «pasar y retornar». «Pasar» signi­fica encontrar al otro y la experiencia religiosa que lleva dentro, junto con su cosmovisión o Weltanschauung:

«Conocer la religión de otro es más que tener conocimiento de los hechos de su tradición religiosa. Implica meterse en la piel del otro, ponerse en su situación; implica ver el mundo, en cierto sentido, como el otro lo ve; implica plantearse las cuestiones del otro; impli­ca penetrar en el sentido que el otro tiene de "ser un hindú, un musul­mán, un judío, un budista, etcétera"»14.

Partiendo de estas premisas, tenemos que preguntarnos si y hasta qué punto es posible compartir dos confesiones religiosas diferentes, hacer de cada una de ellas la propia confesión y vivirlas simultánea­mente en la propia vida religiosa. Desde un punto de vista totalizador, esto parece imposible. Incluso si prescindimos de los conflictos inte­riores que podrían surgir en el individuo, toda fe religiosa constituye un todo indivisible y requiere una adhesión total de la persona. Parece imposible, a priori, que tal implicación completa de la persona pueda dividirse, por así decir, entre dos objetos. Ser cristiano no es sólo encontrar en Jesucristo valores que promover o un significado para la propia vida; es entregarse y dedicarse totalmente a su persona, encon­trar en él el propio camino hacia Dios.

Ahora bien, ¿significa esto que el concepto de «cristiano compues­to» (a trait-d 'unión) es autocontradictorio, que uno no puede ser un cristiano hindú, un cristiano budista, etcétera? Éste es el problema que -para usar una expresión más agradable- hoy se define como «doble pertenencia» religiosa. Afirmar a priori que tal pertenencia doble es totalmente imposible sería contradecir la experiencia, ya que tales casos no son ni raros ni desconocidos. Es el momento de recordar que la teología de las religiones no puede conformarse con deducciones a priori a partir de principios doctrinales tradicionales, sino que debe, por el contrario, seguir un método primariamente inductivo, es decir, partir de la realidad vivida para buscar después su significado a la luz del dato revelado. Ahora bien, no se puede negar que no pocas perso­nas -totalmente fiables y cuya sinceridad está por encima de toda sos­pecha- han tenido y están teniendo la experiencia de combinar en su propia vida de fe y praxis religiosa su fe cristiana y entrega total a la

13. Véase R. PANIKKAR, The Intrareligious Dialogue, Paulist Press, New York 1978. 14. F. WHALING, Christian Theology and World Religions. A Global Approach,

Marshall Pickering, London 1986, pp. 130-131.

Page 160: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

316 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

persona de Jesús con elementos de otra experiencia de fe y otro com­promiso religioso. Ambos elementos pueden ser combinados en la experiencia personal en varios grados y de modos diversos. No nos toca a nosotros analizarlos en este contexto.

No obstante, hay que tener en cuenta varias acepciones posibles del concepto de doble pertenencia. Ser un «cristiano hindú» puede signifi­car unir en sí mismo la cultura hindú y la fe cristiana. El hinduismo no sería entonces, en rigor, una fe religiosa, sino una filosofía y una cul­tura que podría servir, con las necesarias correcciones, como vehículo para la fe cristiana. Entonces, el problema del «cristiano hindú» sería el de la inculturación de la fe y la doctrina cristianas en un ambiente cultural hindú. Es evidente que el concepto de «cristiano hindú» no creará en este caso ninguna dificultad de principio. Pero ¿corresponde esta explicación plenamente a la realidad? El hinduismo, aunque no es principal y uniformemente doctrinal, implica, en las vidas concretas de los hombres y las mujeres, una fe religiosa genuina. La distinción entre religión y cultura es, a este respecto, difícil de manejar, especialmente en las tradiciones orientales. Como la religión representa el elemento trascendente de la cultura, es difícilmente separable de ésta.

No obstante, ¿es posible mantener unidas y hacer propias la fe hindú -o budista- y la cristiana? Para responder es preciso hacer un discernimiento. Seguramente hay elementos de otras confesiones reli­giosas que están en armonía con la fe cristiana y que pueden ser com­binados e integrados con ella. Y servirán para enriquecerla, si es cier­to -como hemos afirmado- que las otras confesiones contienen ele­mentos de verdad y revelación divina. Con todo, puede haber otros ele­mentos que, al parecer, contradicen formalmente la fe cristiana y, por tanto, no pueden ser asimilados.

En cualquier caso, con las cautelas que hemos indicado, es cierto que el diálogo interreligioso, para ser verdadero, requiere que ambos interlocutores hagan un esfuerzo positivo por entrar, en lo posible, en la experiencia religiosa y en la visión general del otro. Se trata del encuentro, en la misma persona, de dos modos de ser, de ver y de pen­sar. Este «diálogo intrarreligioso» es una preparación indispensable para un intercambio entre personas en el diálogo interreligioso.

3. Enriquecimiento recíproco

La interacción entre el cristianismo y las religiones asiáticas, el hin­duismo y el budismo en particular, ha sido concebida de forma dife­rente por varios promotores del diálogo interreligioso. A. Pieris ve la

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 317

tradición cristiana, por una parte, y la tradición budista, por otra, como «dos modelos religiosos que, lejos de ser contradictorios, son en reali­dad en sí mismos incompletos y, por tanto, son complementarios y se corrigen mutuamente». Representan «los dos polos de una tensión, no tanto geográfica como psicológica. Son dos instintos que surgen dia­lécticamente de la zona más profunda de cada individuo, sea cristiano o no lo sea. Nuestro encuentro religioso con Dios y los seres humanos estaría incompleto sin esta interacción»15. Pieris afirma que estos dos polos complementarios son el polo agápico (cristianismo) y el gnósti­co (budismo). Se sugiere de forma natural un paralelo entre los dos fundadores históricos, Jesús el Cristo y Gautama el Buda. La cuestión que se plantea es la de una posible complementariedad entre los valo­res salvíficos representados por los dos y que se pueden encontrar en las tradiciones religiosas que llevan su nombre. A. Pieris la entiende como complementariedad entre gnosis budista y agápe cristiano o, de manera más precisa -retomando sus palabras-, entre la «gnosis agápi-ca» de los cristianos y el «agápe gnóstico» de los budistas16. La com­plementariedad mutua entre las dos tradiciones -a pesar de sus dife­rencias- se basa en la inadecuación intrínseca del «medio» básico pro­pio de cada una de ellas, que permite que se completen mutuamente17.

J.A.T. Robinson, por su parte, habla de dos «ojos» de la verdad y de la realidad: el cristianismo occidental representa uno de ellos y el hinduismo el otro; y, de forma más general, Occidente representa el primero y Oriente el segundo. Robinson ve la polaridad de los dos «centros» como la polaridad entre el principio masculino y el femeni­no. También él aboga por una complementariedad recíproca de los dos centros18.

J.B. Cobb, por su parte, defiende, más allá del diálogo, una «trans­formación mutua» del cristianismo y el budismo; tal transformación recíproca será el resultado de la osmosis entre aproximaciones com-

15. A. PIERIS, «Western Christianity and Asian Buddhism: A Theological Reading of Historical Encounters»: Dialogue, n.s., 7/2 (1980), pp. 49-85, aquí: p. 64; ID., Love Meets Wisdom. A Christian Experience of Buddhism, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1988.

16. A. PIERIS, «The Buddha and the Christ: Mediators of Liberation», en (J. Hick y P.F. Knitter [eds.]) The Myth of Christian Uniqueness. Toward a Pluralistic Theology ofReligions, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1987, pp. 162-177; ID., An Asian Theology of Liberation, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1988 (orig. alemán, 1986).

17. A. PIERIS, «The Buddha and the Christ», op. cit., p. 163; ID., Love Meets Wisdom, op. cit., pp. 110-135.

18. J.A.T. ROBINSON, Truth Is Two-Eyed, SCM Press, London 1979.

Page 161: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

318 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

plementarias a la realidad, es decir, entre las cosmovisiones caracterís­ticas de las dos tradiciones19.

El punto focal de Panikkar es diferente. Insiste en el hecho de que las diversas tradiciones religiosas difieren entre sí y tienen que mante­ner su identidad. Rechaza un «eclecticismo» fácil que destruiría las respectivas identidades; la fe no puede ser «puesta entre paréntesis» (epoche) para hacer más fácil el diálogo. Aunque el «misterio cosmo-teándrico», objeto de fe, es común a todas las tradiciones religiosas, las «creencias» son diferentes. Panikkar sostiene que entre estas creencias se produce una «fecundación cruzada» -que él llama «sincretismo»-para un enriquecimiento mutuo20.

R. Panikkar ha estudiado este tema más de una vez. Recientemente ha descrito lo que a su juicio es el perfil y el horizonte del diálogo inte­rreligioso del futuro. Supera la problemática de la «fecundación cruza­da» y aboga por una fase ulterior, en la que los interlocutores del diá­logo, superando la estática identidad doctrinal de las respectivas tradi­ciones, podrán contribuir mutuamente a una autocomprensión más profunda21.

En esta variedad de opiniones, parece que no todo es claro o fácil; ni siquiera parece que se pueda dar todo por seguro. A la comparación de los dos ojos que se combinan en una visión se podría oponer fácil­mente, por ejemplo, la del prisma cuyas diferentes facetas no se pue­den abarcar en una sola visión. Así pues ¿qué se puede concluir a pro­pósito de los frutos del diálogo, si nos basamos en los principios antes enunciados? En primer lugar, debemos recordar que el agente princi­pal del diálogo interreligioso es el Espíritu de Dios que anima a las per­sonas. El Espíritu actúa en las dos tradiciones que mantienen el diálo­go, la cristiana y la «otra»; por eso el diálogo no puede ser un «monó­logo», es decir, un proceso unilateral. Es también el mismo Dios el que realiza obras salvíficas en la historia humana y habla a los seres huma­nos en el fondo de sus corazones. El mismo Dios -como hemos afir­mado antes- es a la vez el «Totalmente otro» y el «fundamento del ser» de todo lo que existe; el trascendente «más allá» y el inmanente «en el fondo»; el Padre de nuestro Señor Jesucristo y el Sí mismo en el cen-

19. Véase también J.B. COBB, Jr., Beyond Dialogue. Toward a Mutual Transformation of Christianity andBuddhism, Fortress Press, Philadelphia 1982.

20. R. PANIKKAR, The ¡ntrareligious Dialogue, op. cit. 21. R. PANIKKAR, «Foreword: The Ongoing Dialogue», en (H. Coward [ed.]) Hindu-

Christian Dialogue. Perspectives and Encounters, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1990, pp. ix-xviii.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 319

tro del sí mismo. El mismo Dios está presente y actúa en las dos par­tes del diálogo.

Por ello los interlocutores cristianos no se limitarán a dar, sino que también recibirán algo. La plenitud de la revelación en Jesucristo no les dispensa de escuchar y recibir. No poseen el monopolio de la ver­dad divina. Por el contrario, tienen que dejarse poseer por ella. Aunque no hayan oído la revelación de Dios en Jesucristo, sus interlocutores en el diálogo pueden verse sometidos más profundamente a aquella Verdad que aún están buscando, pero cuyos rayos irradian sus tradi­ciones religiosas (véase Nostra aetate 2). Se puede decir con total cer­teza que, mediante el diálogo, los cristianos «encuentran a los segui­dores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la ver­dad» (Diálogo y misión 13).

Hay algo que los cristianos pueden ganar en el diálogo. De él obtendrán un doble beneficio. Por un lado, conseguirán un enriqueci­miento de su fe. A través de la experiencia y el testimonio de otros, serán capaces de descubrir con mayor profundidad ciertos aspectos, ciertas dimensiones del Misterio divino, que habían percibido con menos claridad y que han sido transmitidos menos claramente por la tradición cristiana. Al mismo tiempo, ganarán una purificación de su fe. El choque del encuentro suscitará a menudo preguntas, obligará a los cristianos a revisar supuestos gratuitos y a destruir prejuicios pro­fundamente arraigados, o a derribar concepciones o visiones demasia­do estrechas, exclusivas y negativas con respecto a las otras tradicio­nes. Los beneficios del diálogo constituyen al mismo tiempo un desa­fío para el interlocutor cristiano.

Por tanto, los frutos y los desafíos del diálogo van de la mano. No obstante, por encima y más allá de estos beneficios seguros, hay que decir que el encuentro y el intercambio tienen valor como tales. Son un fin en sí mismos. Aun cuando presuponen desde el principio una aper­tura al otro y a Dios, realizan además una apertura más profunda a Dios de cada uno a través del otro.

El diálogo, pues, no actúa como instrumento para un fin ulterior. Ninguna de las partes pretende la «conversión» del interlocutor a la propia tradición religiosa. El diálogo tiende más bien a una conversión más profunda de cada uno a Dios. El mismo Dios habla en el corazón de ambos interlocutores; el mismo Espíritu actúa en todos. Es este mismo Dios el que llama y desafía a cada interlocutor a través del otro, por medio de su testimonio recíproco. De esta forma se convierten -por así decir- uno para otro en un signo que conduce a Dios. El fin propio del diálogo interreligioso es, en definitiva, la común conversión

Page 162: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

320 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

de los cristianos y de los miembros de las otras tradiciones religiosas al mismo Dios -el Dios de Jesucristo- que llama a unos junto a otros y desafía a unos por medio de otros. Esta llamada recíproca, signo de la llamada de Dios, es ciertamente evangelización mutua. Construye entre los miembros de las diversas tradiciones religiosas la comunión universal que indica la llegada del reino de Dios.

Se puede añadir algo más sobre los beneficios que la práctica del diálogo interreligioso aportará a la teología cristiana. Hemos insistido en el hecho de que una teología cristiana de las religiones tiene que ser «teología dialógica», es decir, construida sobre la práctica del diálogo interreligioso. A la teología cristiana se le ofrece así la ocasión de reno­varse a sí misma a través del encuentro con las otras religiones. La decisión acerca de qué elementos fundamentales y qué intuiciones reli­giosas pueden ser compartidas por la teología cristiana y las otras tra­diciones religiosas, cuando entran en contacto entre sí, es una cuestión difícil que no tiene soluciones fáciles. En realidad, cada tradición reli­giosa constituye un todo del que no se pueden aislar fácilmente los diversos elementos. Nos encontramos frente a cosmovisiones globales distintas, dentro de las cuales, como en los organismos vivos, cada parte desempeña su función específica, con el resultado de que no resulta fácil lograr una «equivalencia dinámica» de los componentes de ambas partes22.

Si se admite que entre los símbolos existen arquetipos dotados de validez universal, ¿hay una equivalencia estricta en las diversas tradi­ciones religiosas entre conceptos fundamentales como Dios, creación, mundo, gracia, libertad, salvación-liberación, etcétera? Sabemos que no es así. La experiencia de la Realidad última como el Padre/Madre cristiano, el Yahvé judío, el Alá musulmán, el Brahmán hindú, el Nirvana budista, el Tao taoísta, etcétera, no es la misma. Toda fe reli­giosa y, por consiguiente, toda teología, ¿está hasta tal punto ligada a una cosmovisión particular que difícilmente puede expresarse y ser formulada en otra? La teología dialógica no puede hacer caso omiso de estos problemas.

La experiencia de fe cristiana, por ejemplo, ¿no presupone una densidad de lo histórico, que no se encuentra como tal en otras tradi­ciones, sin la cual no puede ser entendida plenamente? Con todo, lo que es cierto y debe ser plenamente reconocido es que la historia y la

22. Véase H. FRANK, Christianity in Culture. A Study in Dynamic Biblical Theologizing in Cross-Cultural Perspective, Orbis Books, Maryknoll (N.Y.) 1979.

EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA 321

interioridad son dos canales igualmente válidos para una verdadera experiencia de lo Divino: el que actúa en la historia según la tradición judeo-cristiana es aquel de quien se tiene experiencia en la «cueva del corazón» según la tradición hindú. El Dios de la historia es también el «fundamento del ser».

Independientemente de las cuestiones que puedan seguir plantea­das a propósito de los límites de la asimilación mutua y de la «fecun­dación cruzada» entre las tradiciones religiosas y teológicas, hay una cosa que parece clara, a saber: para lograr la armonía entre las comu­nidades religiosas no se necesita una «teología universal» que preten­da evitar las diferencias y las contradicciones; por el contrario, se nece­sita el desarrollo, en las diversas tradiciones, de teologías que, toman­do en serio sus diferencias recíprocas, las asuman y se resuelvan a inte-ractuar en el diálogo y la cooperación.

Page 163: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

10 La oración interreligiosa

El 27 de octubre de 1986 tuvo lugar en Asís la Jornada mundial de ora­ción por la paz. Cinco días antes, durante la audiencia general del miér­coles, el papa Juan Pablo n explicó el significado, la importancia y la modalidad de esta jornada con las siguientes palabras:

«Lo que sucederá en Asís no será cierto sincretismo religioso, sino sincera actitud de oración a Dios dentro del mutuo respeto. Y ésta es la causa por la que se ha elegido para el encuentro de Asís la fórmu­la: estar juntos para orar. No se puede, ciertamente, "orar juntos", es decir, hacer una oración común. Pero se puede estar presente cuando los demás oran. De esta forma manifestamos nuestro respeto por la oración ajena y por la actitud de los demás ante la divinidad. Mientras tanto, les ofrecemos el testimonio humilde y sincero de nuestra fe en Cristo, Señor del universo.

Así se hará en Asís: donde se rezarán, en un momento de la jor­nada, las oraciones separadas, en varios lugares, de las diversas repre­sentaciones religiosas. Pero después, en la explanada de la Basñica inferior de san Francisco, se sucederán oportunamente distintas, una después de la otra, las oraciones de los representantes de cada reli­gión, mientras que todos los demás asistirán con actitud respetuosa, interior y exterior, de quien es testigo del esfuerzo supremo de otros hombres y mujeres por buscar a Dios.

Este "estar juntos para orar" adquiere un significado particular­mente profundo y elocuente en cuanto será estar unos junto a otros para implorar de Dios el don de la paz del que toda la humanidad de hoy tiene una necesidad máxima para sobrevivir: la paz»1.

Las palabras del papa que acabamos de recordar se convirtieron en la fórmula oficial, dada por la autoridad eclesial, en relación con el sig­nificado y el procedimiento del acontecimiento de Asís: «juntos para orar», no «orar juntos». La fórmula fue repetida por el mismo papa

1. COMISIÓN PONTIFICIA «IUSTITIA ETPAX», Assisi: Giornata mondiale di preghiera per la pace (27 ottobre 1986), Tipografía Poliglotta Vaticana, Cittá del Vaticano 1987, pp. 143-150. Trad. cast.: «"Paz y bien" por los caminos del mundo»: Ecclesia: 2.291 (1996), pp. 1.505-1.506.

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 323

durante el acontecimiento y también por los responsables, miembros de la curia vaticana, de la organización de la jornada -tanto antes como después de la misma-, especialmente por el cardenal Etchegaray. L'Osservatore Romano publicó diversos artículos al respecto, en los que se retomó la misma fórmula y se desarrollaron diversas razones teológicas por las que una oración común entre cristianos y miembros de las otras religiones no es teológicamente aceptable2. Con todo, en el mismo periódico apareció un artículo más matizado, firmado por el padre Marcello Zago, a la sazón secretario del Secretariado para los no cristianos, en el que, aun justificando el modo de proceder en Asís, se afirmaba la posibilidad de una oración común entre cristianos y miem­bros de otras tradiciones religiosas:

«No faltan experiencias de oración común y de comunión religiosa. La mayoría de las veces se hacen con prudencia, evitando el sincretis­mo. La participación común en las experiencias de meditación es la más frecuente de ellas. Para ello no faltan serias motivaciones teoló­gicas [...]. Estar juntos para orar, y a veces orar juntos, es reconocer este hecho esencial de la relación de todos los hombres con Dios»3.

Las palabras del papa antes recordadas y las explicaciones poste­riores al acontecimiento de Asís, varias veces repetidas por parte de los responsables -«Hemos estado juntos en Asís para orar, no hemos esta­do en Asís para orar juntos»-, podrían inducir a pensar que la oración común entre cristianos y «otros» es, sino del todo imposible, al menos no deseable por el peligro de relativismo y sincretismo doctrinal y práctico. Está fuera de discusión que es preciso evitar con claridad tal peligro. Pero esto no significa que se haya de pensar que la oración común no es practicable. Un testimonio de ello, entre otras instancias doctrinales y pastorales de la Iglesia, son las Orientaciones para el diálogo interreligioso y el ecumenismo de la Conferencia de los obis­pos católicos de la India (CBCI), según las cuales la oración común con los miembros de otras religiones no sólo es posible, sino que está reco­mendada -más aún, es un deber- con tal que se haga correctamente.

2. Véase especialmente la intervención de monseñor Jorge MEJÍA, «Elementi per una fondazione teológica della Giornata mondiale di preghiera per la pace»: L'Osservatore Romano, 17 de septiembre de 1986. Esta intervención está recogi­da en Assisi: Giornata mondiale di preghiera per la pace (27 ottobre 1986), op. cit., pp. 29-35.

3. M. ZAGO, «Religioni per la pace»: L'Osservatore Romano, 15 de octubre de 1986; publicado de nuevo en Assisi: Giornata mondiale di preghiera per la pace (27 ottobre 1986), op. cit., pp. 60-68.

Page 164: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

324 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Después de distinguir entre varias formas de diálogo interreligioso, las Orientaciones afirman:

«Una tercera forma de diálogo alcanza los niveles más profundos de la vida religiosa; consiste en compartir la oración y la contemplación. La finalidad de tal oración común es ante todo el culto corporativo del Dios de todos, el cual nos ha creado para hacer de nosotros una gran familia. Estamos llamados a adorar a Dios no sólo individualmente sino también como comunidad. Dado que en un sentido real y funda­mental somos uno con la humanidad entera, adorar a Dios junto con los otros no es sólo para nosotros un derecho, sino un deber» (n. 82)4.

Más adelante el documento explica el discernimiento que se re­quiere (n. 84), da directrices concretas para encuentros de oración (n. 85), y explica la preparación requerida por parte de los participantes (n. 86). En cualquier caso, por lo que se refiere a este documento, el uso de la oración común no resulta ni inaudito ni impracticable.

A fin de evitar malentendidos, hay que decir claramente que en las circunstancias de la Jornada mundial de oración de Asís no se podía ni siquiera pensar en una oración común compartida por todos al mismo tiempo. Y esto por diversas razones: el encuentro en el nivel oficial más alto, la falta de preparación común, la diversidad de las religiones representadas, la ausencia de conocimiento mutuo anticipado y tam­bién de participación recíproca en una elección de oraciones acepta­bles y significativas para todos. No obstante, sería erróneo pensar que la fórmula usada en Asís es la única posible, y deducir de ella normas rígidas y estrictas. Por el contrario, hay que tener en cuenta las situa­ciones concretas y juzgar pastoralmente cuáles son las actitudes posi­bles y deseables.

Hay que hacer este discernimiento caso por caso, pero no es éste el lugar para hacerlo. A nosotros, en cambio, nos corresponde mostrar qué consideraciones teológicas pueden servir de fundamento para una praxis de oración común compartida por cristianos y miembros de otras tradiciones religiosas. Ahora bien, para lograr este fin son nece­sarias distinciones entre las diversas tradiciones religiosas que pueden estar implicadas. El fundamento teológico del que se trata no es del todo igual en todos los casos.

Ante todo hay que tener en cuenta la distinción, ya antes mencio­nada, entre las tres religiones llanadas monoteístas —o proféticas-, por

4. CBCI [Catholic Bishops' Conference of India] COMISIÓN PARA EL DIÁLOGO Y EL ECUMENISMO, Guidelines for an Iiíer-religious Dialogue, segunda edición revi­sada, CBCI Centre, New Delhi 1989, p. 68.

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 325

una parte, y las llamadas místicas de Oriente, por otra. Notemos de pasada que tal distinción no debe ser interpretada equivocadamente ni entendida de modo rígido y exclusivo. No pretende negar que las reli­giones asiáticas puedan dirigirse a un Absoluto también personal o bien tener una dimensión profética; tampoco pretende negar una dimensión mística en las religiones monoteístas. Por el contrario, se supone el hecho de que las tres religiones llamadas monoteístas se re­montan a un origen común en la fe de Abrahán. Pertenecen, por tanto, a una familia común. Tal pertenencia, como veremos a continuación, ofrece un elemento importante relativo al fundamento teológico de la oración común.

Habría que hacer otras distinciones también a propósito de las demás religiones. Existen corrientes entre las diversas religiones, y hasta dentro de cada religión (si se sigue la terminología recibida, pero de origen bastante reciente, creada por estudiosos occidentales, en el caso del hinduismo): corrientes teístas y no teístas; teístas o agnósticas; teístas o ateas. Resulta claro que entre la bhakti hindú que se dirige a un Dios personal y la mística hindú del advaita (no dualidad) las dife­rencias son notables; lo mismo sucede entre la actitud devocional de la bhakti hindú y la meditación o la contemplación budista, etcétera.

No vamos a establecer aquí todas las distinciones que serían nece­sarias. Bastará con mostrar el fundamento teológico para la participa­ción común tanto en la oración como en la contemplación o meditación según las familias religiosas implicadas. Nuestra tesis consiste en afir­mar dos principios fundamentales:

1. De por sí y generalmente hablando, la oración común entre cristia­nos y miembros de otras religiones es posible y deseable; más aún, hay que recomendarla positivamente en el contexto del diálogo interreligioso actual.

2. Ahora bien, hay que tener en cuenta las diversas situaciones, en re­lación con las familias religiosas implicadas, las circunstancias con­cretas, la elección que se debe hacer de oraciones que puedan ser sinceramente compartidas por los diversos participantes, etcétera.

Hay que establecer, por consiguiente, una distinción clara entre la cuestión teórica de la oración común y la cuestión práctica: la primera no es problemática; en cambio, la segunda suscita varios problemas5.

5. Véase H. KÜNG, «La oración de las religiones en el nuevo contexto internacio­nal»: Concilium 232 (1990), pp. 365-368.

Page 165: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

326 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Nuestro capítulo tendrá, por tanto, dos partes principales. En la prime­ra parte se pondrán de relieve las razones teológicas que recomiendan en teoría la praxis de la oración común entre los cristianos y los «otros»; la segunda parte considerará las diversas situaciones dialógi-cas entre el cristianismo y las otras religiones y analizará qué posibili­dades concretas abren las diversas situaciones a la praxis de la oración común. Se trata, pues, en la primera parte, de la pregunta: «Orar jun­tos: ¿por qué?»; y en la segunda parte, de otra pregunta: «Orar juntos: ¿cómo?».

I. Orar juntos: ¿por qué?

1. Del diálogo a la oración común

Para establecer el fundamento teológico del diálogo interreligioso, en el capítulo anterior nos hemos referido a un «misterio de unidad» en el que hemos distinguido varios elementos. La declaración Nostra aetate había hablado de un doble elemento, es decir, del origen en Dios de todo el género humano a través de la creación y de su destino común en Dios mediante el misterio de la redención. En el discurso dirigido a la curia romana a finales de diciembre de 1986, el papa Juan Pablo n explicó y justificó teológicamente el acontecimiento de Asís refirién­dose a la nueva actitud de la Iglesia hacia las otras religiones promovi­da por el concilio Vaticano n en la Nostra aetate. Las consideraciones propuestas por el papa en aquella ocasión pueden servir de fundamen­to no sólo a favor del diálogo interreligioso en general, sino también de la oración común entre miembros de tradiciones religiosas diversas. El papa hizo referencia al «misterio de unidad» que une a toda la familia humana:

«No existe más que un solo designio divino para todo ser humano que viene a este mundo (véase Jn 1,9), un único principio y fin, cualquie­ra que sea el color de su piel, el horizonte histórico y geográfico en el que le corresponde vivir y actuar, la cultura en la que ha crecido y se expresa. Las diferencias son un elemento menos importante res­pecto a la unidad que, en cambio, es radical, básica y determinante» (n. 3f.

6. El texto del discurso pronunciado jor Juan Pablo n el 22 de diciembre de 1986 se encuentra en Assisi: Giornata mmdiaie di preghiera per la pace (27 ottobre 1986), op. cit., pp. 143-150. Texto castellano: «Jornada de Asís, brillante señal de unidad»: Ecclesia 2.302 (1987), p.72.

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 327

«Los hombres con frecuencia podrán no ser conscientes de esta su radical unidad de origen, de destino, de inserción en el mismo plan divino; y cuando profesan religiones diversas e incompatibles entre sí podrán también considerar sus divisiones como insuperables. Pero, a pesar de dichas divisiones, los hombres están incluidos en el grande y único designio de Dios, en Jesucristo, el cual "en cierto modo se ha unido a todo hombre" (Gaudium et spes 22), aun cuando éstos no sean conscientes de ello» (n. 5).

En el mismo discurso el papa se refería también a un tercer aspec­to del «misterio de la unidad», es decir, a la presencia activa universal del Espíritu Santo en todas las personas, en todas las religiones y espg-cialmente en toda oración sincera que surge del corazón de cualqujer

hombre, sea cristiano o no lo sea. El papa afirmaba, entre otras cosas-«Podemos mantener, en efecto, que toda oración auténtica es suscita­da por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de todo hombre» (n. 11). Aunque no se dice explícitamente, el acento puesto por Juan Pablo ií en la presencia del Espíritu Santo en la vida religiosa de los miembros de las otras tradiciones religiosas, y de

modo específico en toda oración sincera, cualquiera que sea la tradi­ción religiosa a la que pertenezcan las personas, sirve de tercer ele­mento para el fundamento teológico no sólo para una teología de las religiones y del diálogo interreligioso, sino también para la praxis de la oración común.

A través de los diversos textos surge una enseñanza constante: el Espíritu Santo está universalmente presente y activo, también en los miembros de otras tradiciones religiosas. Toda oración auténtica, aun­que se dirija a un Dios desconocido, es fruto de su presencia activa en los hombres; más aún, es obra suya en ellos. A través de la oración, pues, los cristianos y los miembros de las otras tradiciones religiosas están profundamente unidos en el Espíritu Santo. Aun cuando no se diga explícitamente en los textos, parece que se puede concluir (en prin­cipio) que la oración común -que no será otra cosa que la expresión común de tal comunión en el Espíritu de Dios- es posible y hasta dese­able. A través de la oración común se encontrará recíprocamente la acti­vidad del Espíritu de Dios en unos y en otros, en un testimonio común.

A las consideraciones hechas hasta ahora hemos añadido otras que ayudan a poner de relieve la unidad y la comunión anticipada que exis­te entre los cristianos y los «otros», que puede encontrar en la oración común su expresión privilegiada. Se trata, en primer lugar, de la uni­versalidad del reino de Dios, instaurado por Dios en Jesucristo. Nos hemos referido en varias ocasiones a la universalidad del reino de

Page 166: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

330 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Nosotros mismos hemos sugerido en este libro que las religiones del mundo no representan, ni única ni primariamente, el esfuerzo con que los hombres y los pueblos han buscado a Dios a través de toda la historia humana, aunque no hayan sido nunca capaces de alcanzarlo con sus propias fuerzas. Por el contrario, son los diversos modos y los diversos caminos a través de los cuales Dios mismo tomó la iniciativa de buscarlos y los encontró antes de que ellos lo buscaran, incluso antes de que en su Hijo hecho carne entre ellos él los uniese consigo en un vínculo decisivo e inquebrantable. En efecto, si es cierto que las religiones tienen su fuente originaria en una automanifestación divina a los seres humanos, la pluralidad de las religiones encuentra su fun­damento en la superabundante riqueza y variedad de las automanifes-taciones de Dios a la humanidad.

Entonces, aquel significado, en el plan divino de salvación para la humanidad, de las diversas tradiciones religiosas, ¿no serviría de fun­damento último y más profundo para la validez, y hasta para la opor­tunidad de la oración común entre las diversas tradiciones religiosas? ¿No consistiría, pues, en definitiva, la oración común en el reconoci­miento y en la acción de gracias a Dios, por parte de las diversas comu­nidades de fe, por los dones sobreabundantes que él ha hecho y conti­núa haciendo a la humanidad a través de la historia? Parece que sí.

II. Orar juntos: ¿cómo?

Al comienzo del capítulo hemos afirmado que, en la búsqueda de una solución teológica válida al problema de la oración común entre los cristianos y los «otros» hay que hacer distinciones importantes con res­pecto a las situaciones dialógicas concretas entre las diversas tradicio­nes religiosas. No todas las tradiciones se sitúan en la misma relación dialógica con respecto al cristianismo. Mientras que hasta ahora hemos apoyado la posibilidad, y hasta la oportunidad de la oración común con los miembros de las otras tradiciones, de modo general, sobre consi­deraciones teológicas universalmente válidas, ahora hay que distinguir entre las diversas tradiciones a fin de poner de relieve las razones espe­cíficas que deben regular la praxis y la modalidad concreta de la ora­ción de los cristianos con los seguidores de cada una de ellas.

Damos por supuesto que, a fin de que una oración pueda ser «uni-versalizable», es decir, compartida por los miembros de diversas co­munidades de fe, es necesario un discernimiento pastoral sensible que tenga en cuenta los diversos componentes de las diferentes situaciones y las circunstancias implicadas Así pues, hay que considerar no sólo

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 3 3 l

el contenido doctrinal de la oración, es decir, las palabras pronuncia, das juntas por todos, sino también los lugares donde se hace la oración, los tiempos y los gestos que la acompañan10. Con todo, lo que a noso­tros nos interesa especialmente en esta segunda parte del capítulo es ante todo el planteamiento y la relación teológica específica entre las tradiciones implicadas en la oración, de donde brota la posibilidad de compartir oraciones específicas. Hay que entender que, pese a tal carácter común, las oraciones «universalizables» adoptarán para cada comunidad de fe, según su fe propia, acentos diversos y comprensio­nes diversificadas. Con todo, tales comprensiones diversas mantendrán un substrato común, irreducible, sobre el que hay que fundamentar la validez de la participación común en la oración. A partir de tales ele­mentos doctrinales se harán algunas sugerencias concretas para la pra­xis de una oración común entre los miembros de las diversas comuni­dades de fe implicadas.

1. Oración común entre cristianos y judíos

Como antes hemos observado, las tres religiones monoteístas ponen el mismo acento en la unicidad del Dios adorado por ellas. El Dios de Jesucristo, al igual que el del Corán, es el Dios de la fe de Abrahán, que reveló su nombre a Moisés. El shema' de Israel pone de relieve la uni­cidad del Dios vivo: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo» (Dt 6,4). El mismo mensaje se repite en el Nuevo Testamento cristiano: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Me 12,29). El monoteísmo cristiano reivindica una con­tinuidad directa con el monoteísmo hebreo.

Es evidente que no se puede pasar por alto el hecho de que el monoteísmo cristiano se desarrolló en un monoteísmo trinitario según el cual las tres «personas» -Padre, Hijo y Espíritu Santo- son el mismo Dios, que se reveló potencialmente a través del «Primer» Testamento y explícitamente en Jesucristo. Pero sigue siendo verdad que el Dios de Jesús es justamente el de Moisés, el mismo a quien él llama su «Padre». Entre el monoteísmo hebreo y el cristiano hay continuidad, no discontinuidad, profundización, no alejamiento. Cristianos y judíos adoran al mismo Dios.

10. Véase F. BOESPFLUG, «Prier en commun et priére commune. Les limites de l'oe-cumenisme planétaire», en (F. Boespflug e Y. Labbé [eds.]) Assise. 10 ans aprés (1986-1996), Cerf, París 1996, pp. 217-242.

Page 167: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

332 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Aquel único Dios concluyó a través de Moisés una alianza con Israel, su pueblo elegido. Tal alianza -como también hemos observa­do- no fue nunca derogada, a pesar de la infidelidad de una parte del pueblo elegido. Aquí tocamos un elemento central sobre el diálogo entre cristianos y judíos y la posibilidad de una oración común entre ellos. El concilio Vaticano n, allí donde recuerda «el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos», hace referencia a la «antigua alianza» concluida por Dios con el pueblo judío, al cual, según Pablo, «pertenecen la adopción filial, la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas» (véase Rm 9,4), un Dios «cuyos dones y cuya llamada son irrevocables» (véase Rm 11,29) (Nostra aetate 4). Con más claridad, Juan Pablo n, en su discurso pronunciado en 1980 en Maguncia (Ale­mania) se refirió explícitamente al «pueblo de Dios de la antigua alian­za, que no ha sido nunca derogada»".

Tal afirmación va contra la que ha sido durante mucho tiempo la persuasión cristiana en la que estaban fundadas las tensas relaciones entre cristianos y judíos. El problema es si, con el acontecimiento Cristo y la «nueva alianza» establecida en él, la «antigua alianza» se ha vuelto obsoleta y ha sido derogada como la tradición cristiana tantas veces ha afirmado. Así pues, ¿cómo hay que entender la relación entre la alianza mosaica y la alianza crística? Hemos recordado el modo en que san Pablo afrontó tal problema en la Carta a los Romanos (espe­cialmente en los capítulos 9-11). Hemos visto también cómo ha sido reformulado en el contexto reciente del diálogo teológico judeo-cris-tiano, con referencia especial a la obra de N. Lohfink, La alianza nunca derogada12. No es preciso repetir aquí la argumentación. Basta con mostrar sus conclusiones por lo que respecta a la oración común. En efecto, Lohfink concluye: «Personalmente me inclino a favor de la teoría de la única alianza, en la que, por consiguiente, participan, aun­que con diferencias, tanto judíos como cristianos. Y, naturalmente, también los judíos y los cristianes de hoy»13. También hemos citado a un autor más reciente, que escribe igualmente: «Esta [nueva alianza] no es otra alianza, que habría reemplazado a la sinaítica. Se trata de la única y misma alianza de gracia, de la que participan, naturalmente de modo diferente, el pueblo judío j los pueblos reunidos en la Iglesia»14.

11. Texto en A45 73 (1981), p. 80. 12. N. LOHFINK, La alianza nunca de regada. Reflexiones exegéticas para el diálogo

entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992 (orig. alemán, 1989). 13. Ibid.,p. 118. 14. E. ZENGER, // Primo Testamento. La Bibbia ebraica e i cristiani, Queriniana,

Brescia 1997, pp. 133-134 (orig. alemán, 19922).

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 333

Nosotros mismos hemos llegado a la conclusión de que Israel y el cristianismo están indisolublemente unidos, en la historia de la salva­ción, bajo el arco de la misma alianza, aunque participen en ella de modos diferentes. No hay, pues -hemos añadido-, ninguna sustitución de un «nuevo» pueblo de Dios por otro pueblo, declarado, en adelan­te, «antiguo», sino una expansión del pueblo de Dios hasta los confi­nes del mundo.

Ahora bien, lo que se ha afirmado tiene consecuencias importantes con respecto a la posibilidad de una oración común entre cristianos y judíos. A pesar de las diferencias en la manera en que unos y otros par­ticipan en la misma y única alianza divina, no obstante ambos tienen el mismo Dios y se encuentran bajo el arco de la misma alianza divina; de hecho, constituyen juntos el mismo pueblo de Dios. Para ellos orar juntos consistirá en reconocer el vínculo mutuo que los une recíproca­mente en el plan divino de salvación para la humanidad, a pesar de sus diferencias y contradicciones. Consistirá en dar gracias a Dios por sus dones gratuitos e irrevocables.

Con respecto al modo en que se puede proceder en la oración común entre cristianos y judíos, no se puede olvidar que Jesús era judío y frecuentaba regularmente la sinagoga, participando allí en la oración. Así continuó haciéndolo también la Iglesia apostólica en los primeros decenios de su existencia, hasta que se separó de la matriz judía. Incluso después de tal separación, la oración judía siguió nu­triendo sustancialmente la oración cristiana. Los salmos, en particular, siguen constituyendo hoy una parte sustancial del «libro cristiano de oración». Resulta claro que la mayoría de los salmos pueden ser reci­tados por judíos y cristianos en una oración común. Igualmente acep­table para todos debería ser la oración enseñada por Jesús a sus discí­pulos, cuyo contenido y cuya redacción están profundamente inspira­dos en la espiritualidad de la Biblia hebrea. Los estudiosos de la Biblia han observado que el único matiz típicamente cristiano en la «oración del Señor» es la intimidad y la familiaridad con que Jesús invita a los discípulos a dirigirse a Dios como «Padre» con el uso del término Abbá. Tampoco hay que olvidar que la paternidad de JHWH en relación con Israel es un tema de la espiritualidad del Antiguo Testamento, fun­dado en el acontecimiento central del éxodo.

2. Oración común entre cristianos y musulmanes

A propósito de este tema el Secretariado vaticano para los no cristia­nos ha ofrecido directrices en sus Orientaciones para un diálogo entre

Page 168: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

334 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

cristianos y musulmanes. La segunda edición de las Orientaciones (1981)15 se expresa como sigue:

«Puede suceder que cristianos y musulmanes sientan la necesidad de orar juntos y adviertan de inmediato cuan difícil les resulta hacerlo. Parece que unos y otros deberán respetar íntegramente lo que consti­tuye la oración ritual y el culto oficial de los demás, sin pretender nunca participar directamente en ellos. Bastará con hallarse presente como testigo simpatizante allá donde se invita a alguien a orar o donde una persona ora en nombre de la hospitalidad abrahámica. El verdadero diálogo exige que se eviten las invitaciones apremiantes. Se prestarían a malentendidos. Algunos podrían considerarlas como una forma encubierta de proselitismo interesado; otros podrían sos­pechar que se trataba de un sincretismo práctico.

Lo mismo hay que decir de la utilización recíproca de los libros sagrados y los textos oficiales que dependen de la expresión auténtica de la fe de unos y otros. El Corán pertenece primordialmente a los musulmanes y la fatiha es la oración propia de ellos. De la misma manera el Nuevo Testamento pertenece ante todo a los cristianos y el "Padrenuestro" es la oración que mejor corresponde a su fe. El gran respeto que se debe a la fe de los otros exige evitar aquí todo intento de apropiación. En cambio, es concebible que tanto de un lado como de otro, y siguiendo el ejemplo de los místicos y los santos, se halle la audacia necesaria para desarrollar formas comunes de oración de ala­banza y súplica que permitan una experiencia común de oración»16.

Aunque no excluyen la posibilidad de una oración común entre cristianos y musulmanes, las Orientaciones son muy cautas al impedir toda forma o apariencia de sincretismo o recuperación indebida. Con todo, hay que preguntarse, en el contexto del diálogo con los musul­manes, si no hay ningún fundamento específico que justifique y hasta pueda tal vez alentar, tal praxis.

15. Véase M. BORRMANS, Orientamenti per un dialogo tra cristiani e musulmani, UUP, Roma 1988.

16. Ibid., p. 152. Se puede observar queen la primera edición (1971) las Orientacio­nes parecían menos rígidas. Aun excluyendo la participación activa en el culto de la otra religión, dejaban la puerta alierta a la posibilidad de asociarse espontáne­amente, al menos en ocasiones especiales, con oraciones pertenecientes al patri­monio de la otra religión. Con todo, consideraban más oportuno el uso de ora­ciones compuestas para la ocasión específica, fundadas en creencias comunes, como expresión de sentimientos religiosos compartidos por todos los participan­tes. Algunos salmos bien elegidos o textos sacados de los místicos musulmanes podrían expresar bien tales sentimientos. Véase SECRETARIATUS PRO NON CHRISTIANIS, Guidelines for a Dialogue between Muslims and Christians, Indian edition, KCM Press, Cochin 1979, p,128, nota 1.

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 335

El concilio Vaticano n, allí donde explica la estima con que ia

Iglesia mira a los musulmanes que «adoran al único Dios», insiste en el hecho de que tratan de someterse a sus decretos ocultos, «como se sometió [a Dios] Abrahán, a quien la fe islámica mira con complacen­cia» (Nostra aetate 3). Nótese que el concilio se contenta con afirmar que los musulmanes se remiten a la fe de Abrahán, sin decir explícita­mente que participan efectivamente de esa fe junto a los judíos y los cristianos. Los documentos oficiales de la Iglesia lo han expresado de una manera cada vez más explícita17. El papa Juan Pablo n ha supera­do la ambigüedad que permanece en el documento conciliar. Bastará con algún ejemplo. Hablando a la comunidad católica de Ankara (3 de diciembre de 1979) afirmó de manera inequívoca: «Ellos [los musul­manes] tienen, como vosotros, la fe de Abrahán en el Dios único, omnipotente y misericordioso»18. En Lisboa (14 de mayo de 1982), el papa hizo referencia a «Abrahán, el antepasado común de cristianos, judíos y musulmanes». Quizás el texto más claro y explícito se encuen­tre en el discurso de Juan Pablo n a los jóvenes musulmanes de Casablanca (el 19 de agosto de 1985), en el que dijo: «Abrahán es para nosotros un mismo modelo de fe en Dios, de sumisión a su voluntad y de confianza en su bondad. Creemos en el mismo Dios, el Dios único, el Dios vivo, el Dios que crea los mundos y lleva a las criaturas a su perfección»19. Las tres religiones llamadas monoteístas tienen un fun­damento histórico común en la fe de Abrahán.

Hemos mostrado anteriormente que el monoteísmo cristiano rei­vindica una continuidad directa con el monoteísmo hebreo. El Dios de Moisés es el de Jesucristo. Es también el del Corán y el del islam. La doctrina del Corán -como hemos recordado en el capítulo 5 - está de acuerdo: «Nuestro Dios y vuestro Dios es Uno» (Sura 29,46)20. Las tres tradiciones afirman de manera inequívoca que tienen sus raíces en el Dios de Abrahán. Tienen en común al mismo Dios21. Con todo, esto no significa -como hemos observado anteriormente- que las tres religio-

17. Véase T. MICHEL, «Islamo-Christian Dialogue: Reflections on the Recent Teaching of the Church»: (Secretariatus pro Non Christianis [ed.]) Bulletin 59; 20/2(1985), pp. 172-193.

18. Origins 26/9 (1979), p. 419. 19. Islamochristiana 11 (1985), pp. 193-200. 20. El Corán, ed. de Julio Cortés, Herder, Barcelona 1992". 21. Véase K.-J. KUSCHEL, Discordia en la casa de Abraham. Lo que separa y une a

judíos, cristianos y musulmanes. Verbo Divino, Estella 1996, p. 332 (orig. ale­mán, 1994); R. ARNALDEZ, Trois messagers pour un seul Dieu, Albin Michel, París 1983.

Page 169: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

336 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

nes monoteístas tengan el mismo concepto de Dios. Al menos en el nivel doctrinal, es cierto lo contrario. La tradición cristiana afirma que prolonga el monoteísmo de Israel, mientras lo desarrolla en la doctri­na trinitaria; el del Corán y la tradición islámica remonta también su origen al monoteísmo de Israel, mientras afirma que lo completa y lo purifica de la corrupción sufrida por la doctrina trinitaria cristiana. A pesar de tales irreducibles divergencias entre las tres «fes», se mantie­ne su fundamento histórico común, que es la autorrevelación de Dios a Abrahán al comienzo de la tradición bíblica judeo-cristiano-musul-mana, así como también la identidad del mismo Dios, el de Abrahán, Isaac y Moisés, que para los cristianos es el Padre del Señor Jesucristo.

Tratándose del fundamento de una oración común entre cristianos y musulmanes habría que preguntarse, pues, qué significado preciso pueden los cristianos atribuir al Corán y, viceversa, los musulmanes a la Biblia judía y cristiana, como palabra de Dios. Como no vamos a analizar los aspectos más importantes de tal debate22, bastará con recor­dar lo que se sugirió en el capítulo 5, a saber, que el mismo Dios puede hablar, si bien diversamente, en todas y cada una de las escrituras de las tradiciones monoteístas. También el Corán puede contener alguna palabra dicha por Dios a los hombres, si bien diversa e incompleta, y no sin mezcla de errores humanos23.

Así pues, no falta el fundamento teológico en el que basar la posi­bilidad, y hasta la eventual oportunidad, de una oración común entre cristianos, judíos y musulmanes. K.-J. Kuschel escribe con razón:

«Si los cristianos toman en serio el hecho de que también los musul­manes adoran al mismo Dios, entonces podrán unirse a los musulma­nes para dirigir oraciones a ese Dios: al Creador del cielo y de la tie­rra, a Aquel que con su misericordia y su clemencia dirige la historia, al Juez y Consumador del mu»do y de la humanidad. Lo mismo se podría aplicar a los judíos: si son capaces de reconocer la presencia del patriarca Abrahán en los demás hermanos, entonces podrán unir­se, no sólo con los cristianos, sino también con los musulmanes para dirigirse a ese Dios»24.

En tales oraciones comunes deben expresarse sólo convicciones comunes a las diversas tradiciones implicadas. Concretamente el mis-

22. Véase GRUPO DE INVESTIGACIÓN ISLAMO-CRISTIANO, Bibbia e Corano. Cristiani e musulmani di fronte alie scritture, Cittadella, Assisi 1992.

23. Véase Cl. GEFFRÉ, «Le Coran, une parole de Dieu différente?»: Lumiére et Vie 32 (1983), pp. 21-32.

24. K.-J. KUSCHEL, Discordia en la can de Abraham, op. cit., p. 332.

LA ORACIÓN INTERREL1GIOSA 337

mo autor sugiere que, por lo que respecta a las escrituras sagradas de las diversas tradiciones, se pueden usar: los salmos de la Biblia hebrea, la oración de Jesús, es decir, el «Padrenuestro», la fatiha, es decir, la primera sura del Corán, que constituye una invocación a Alá y repre­senta la oración clave de la tradición islámica, al igual que el «Padre­nuestro» es la de la tradición cristiana; por ello recibe el nombre de «Padrenuestro del islam». He aquí el texto:

«En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso. Alabado sea Dios, Señor del universo, el Compasivo, el Misericordioso, Dueño del día del Juicio. A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados» {Sura 1)2\

Además, en los encuentros ecuménicos de oración entre judíos, cristianos y musulmanes, se podrían formular también muchas oracio­nes espontáneas. K.-J. Kuschel concluye: «Porque una cosa es segura: sin la oración no habrá ecumene verdadera y de profundidad espiritual; sin espiritualidad no habrá ecumenicidad»16. La oración común entre las tres religiones monoteístas no es sino la realización de una verda­dera «hospitalidad abrahámica».

3. Oración común entre los cristianos y los «otros»

Con la palabra «otros» nos referimos en esta sección a los miembros de otras tradiciones religiosas que no pertenecen a la «familia» de Abrahán y que son, principalmente, las de Oriente que antes hemos lla­mado religiones «místicas», entre las que hay que mencionar especial­mente dos religiones mundiales: el hinduismo y el budismo.

La cuestión de la oración común es, en su caso, mucho más com­plicada. Esto es así por más de una razón, y una de las principales es la abundante variedad y enorme complejidad de los datos que ofrecen, y la distinta cosmovisión general (Weltanschauung) en la que se basan. Sin entrar aquí en consideraciones particulares en relación con las diversas tradiciones y corrientes religiosas, hay que notar lo que sigue: mientras que en el encuentro con corrientes teístas, muy dispersas en

25. El Corán, op. cit., p. 79. 26. K.-J. KUSCHEL, La controversia su Abromo, op. cit., p. 335.

Page 170: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

338 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

el hinduismo, se puede pensar en la participación en una oración co­mún, en el caso de las corrientes que se profesan «no teístas», como por ejemplo en el budismo, hay que proponer la participación común en una meditación, es decir, en una contemplación común. Sea lo que fuere, aquí nos limitaremos a algunas consideraciones teológicas gene­rales, que pueden reforzar lo que hemos dicho anteriormente en la pri­mera parte del capítulo. Se trata de situar el problema de la oración o de la meditación común en el marco de una teología cristiana amplia y abierta de las religiones, que ponga de relieve el significado positivo de las otras tradiciones religiosas en el plan divino global de salvación para la humanidad.

Es preciso plantear teológicamente la cuestión de la relación entre la «Realidad absoluta» afirmada por las religiones asiáticas y el Dios de las religiones monoteístas, que ha sido revelado, según la fe cristia­na, de manera decisiva en Jesucristo. ¿Es legítimo pensar, en la pers­pectiva de una teología cristiana, que la «Realidad última» a la que esas tradiciones religiosas se refieren es, a pesar de la gran diversidad de sus constructos mentales, la misma que afirman las religiones monoteístas como Dios de Abrahán, Isaac y Jacob? ¿Hay una «Reali­dad última» común a todas las tradiciones religiosas, si bien experi­mentada de formas diferentes y conceptualizada de maneras diversas por las distintas tradiciones? ¿Hay un único misterio divino con muchos rostros?

En un capítulo anterior hemos dado una respuesta positiva a tal cuestión fundamental. Aquí basta con recordar las conclusiones por lo que se refiere a la oración o contemplación común. «Todos tenemos el mismo Dios», escribió W. Bühlmann27, y lo interpretaba como el «Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo». Nosotros mismos pensamos que podemos sostener que donde haya una experiencia religiosa auténtica, es ciertamente el Dios revelado en Jesucristo el que entra así de una forma escondida y secreta en la vida de los hombres y de las mujeres. A pesar de los conceptos discrepantes de la «Realidad última» (el ultí­mate concern de P. Tillich) implicados en la experiencia religiosa vivi­da en las otras tradiciones religiosas, el teólogo cristiano, adhiriéndose a un monoteísmo trinitario -en continuidad con la revelación judía y la propia tradición- no podrá sino interpretar tal realidad como presencia y automanifestación universal del Dios uno tripersonal. El misterio divino de muchos rostros es para él inequívocamente el Dios y Padre

27. Es el título del libro ya recordado deW. BÜHLMANN, All Have the Same God, St. Paul Publications, Slough (Eng.) 1982 (orig. alemán, 1978).

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 339

que ha revelado su rostro para nosotros en Jesucristo. Él es también el Dios hacia el que se dirige toda oración sincera, sea o no consciente, a través de la acción del Espíritu divino, el cual está presente y actúa en toda oración humana sincera. Cada vez que una persona se abre en la fe y se confía a un Absoluto del que depende absolutamente, es el único Dios, el de todos los hombres, el que está presente automanifes-tándose y autorrevelándose.

Así las cosas, es legítimo pensar que los cristianos y los «otros», a pesar de las diferencias conceptuales con respecto al Absoluto divino, pueden dirigir juntos su oración o meditación hacia aquel Absoluto que en todo caso está más allá de toda representación mental adecuada. Volvemos así a lo que hemos afirmado anteriormente a propósito de la presencia activa del Espíritu de Dios en toda oración sincera, sea de los cristianos o de los «otros». Orar juntos no será sino hacer que puedan, en un cierto sentido, encontrarse mutuamente unos y «otros» en el Espíritu de Dios, presente y operante en unos y en otros. Por parte cris­tiana indica también el reconocimiento de la pertenencia común de todos al mismo Dios, creador y fin universal de todos los pueblos. Como dice el concilio Vaticano n,

«...todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya pro­videncia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz» (Nostra aetate 1).

Se ha recordado antes que, así como todos los pueblos constituyen una sola comunidad, así también pertenecen juntos al reino de Dios presente en la historia, el cual crece a través de ella hacia su plenitud escatológica. Que los cristianos y los «otros» son juntos miembros del reino de Dios significa que participan, consciente o inconscientemen­te, del mismo misterio de salvación en Jesucristo. Son co-miembros del reino y también co-creadores de él bajo Dios. Es decir, son llama­dos a promover juntos los valores del reino de Dios, o sea, la justicia y la paz, la libertad y la fraternidad, la fe y la caridad. Los cristianos no tienen el monopolio de tales valores evangélicos. En el contexto del reino de Dios que se ha de construir en la historia a través del com­promiso común de los miembros de diversas tradiciones religiosas, se comprende mejor cuan deseable y oportuna se torna la oración común entre cristianos y «otros» por la paz y la justicia en el mundo, por la

Page 171: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

340 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

libertad y la fraternidad universal entre los pueblos del planeta. En suma, a pesar de las profundas diferencias doctrinales entre el cristia­nismo y las religiones místicas asiáticas, existe un substrato teológico común y una comunión anticipada, la cual está destinada a crecer a tra­vés de la praxis del diálogo y se puede expresar singularmente en la oración y en la contemplación común.

Por lo que respecta a la elección de oraciones que puedan servir para la oración común de los cristianos y los «otros», se pueden suge­rir, a modo de ejemplos y además de las ya antes recordadas: el Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís, en el que bendice a Dios por toda la creación; el himno al Dios desconocido atribuido a san Gregorio Nacianceno; en el hinduismo algunos fragmentos de las Upanisad y del Bhagavad Gítá, de los místicos y poetas religiosos; y también otros pasajes tomados de otras religiones orientales28. A conti­nuación citamos a modo de ejemplo algunos fragmentos tomados de las Upanisad y del Bhagavad Gítá, a los que seguirá el célebre himno atribuido a Gregorio Nacianceno. En todos estos textos se expresa la impenetrabilidad del misterio divino, que está y estará siempre más allá de una comprensión humana total. En efecto, todas las tradiciones religiosas comparten aquel sentido de la incomprensibilidad del Misterio Absoluto.

* * *

Es bien conocido el pasaje de la Brhadáranyaka Upanisad (1,3,28) que fue citado por el papa Pablo vi en su discurso a los representantes de varias religiones durante su visita a Bombay con ocasión del Congreso eucarístico de 1964:

«Haz que yo pase del no ser al ser; de las tinieblas haz que pase a la luz, de la muerte haz que pase a la inmortalidad»29.

Otro fragmento, tomado déla Kena Upanisad (1,3,8), insiste en que el Brahmán -que es al mismo tiempo transpersonal inirgund) y personal (saguna)- se encuentra más allá de todo conocimiento huma­no: es neti, neti («ni esto ni aquello»); es «diverso de lo que es conoci­do y también está más allá de loque es desconocido»:

28. Véase F. BOESPFLUO e Y. LABBÉ (eds.), Assise. 10 ans aprés (1986-1996), op. cit., pp. 242-247; K.-J. KUSCHEL, La controversia suAbramo, op. cit., pp. 334-336.

29. Upanisad, ed. de Cario Della Casa UTET, Torino 1976, p. 69.

LA ORACIÓN INTERRELIGIOSA 341

«3. Allí no llega el oído ni la palabra ni el pensamiento. No conocemos nada sobre Aquello y no vemos ningún método para enseñarlo.

4. Aquello es distinto de lo conocido y está más allá de lo desconocido. Esto es lo que escuchamos a los antiguos maestros que nos lo explicaron.

5. Lo que no puede expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se expresan, sabe que eso es en verdad el Brahmán [Absoluto] [...].

6. Lo que no se puede pensar con el pensamiento y sin embargo es por lo que el pensamiento piensa, sabe que eso es en verdad el Brahmán [Absoluto] [...]»3°.

En el Bhagavad Gítá, dirigiéndose en adoración al Dios supremo, Arjuna canta su alabanza con' acentos de gran alcance y devoción, como sigue:

«Dijo Arjuna:

36. Es natural que el mundo se regocije con tu grandeza. Los demo­nios huyen despavoridos de terror en todas direcciones y las huestes angélicas se postran ante ti con devoción.

37. Porque ¿cómo no adorarte, supremo Ser, si tú eres el más subli­me Dios, el que creó en un principio incluso a Brahmál ¡Ser infini­to, morada del universo, Ser inmutable que a la vez eres y no eres en tu trascendencia!

38. Tú eres el Dios primero, el eterno Espíritu, el supremo refugio de este mundo. Eres el conocedor y el objeto de conocimiento. Eres la última morada. Con la infinitud de tus formas envuelves el universo entero [...].

40. Alabado seas en el Este y en el Oeste. Alabado seas por doquier tú que eres la totalidad. Tu fuerza es inmensa e infinita es tu valentía. Todo lo llenas con tu presencia. Tú eres todo»31.

Y he aquí el himno de Gregorio Nacianceno donde se encuentran acentos parecidos a los expresados en los textos escogidos que acaba­mos de citar de la mística hindú:

30. Upanisad, ed. de Consuelo Martín, Trotta, Madrid 2001, pp. 42-45. 31. Bhagavad Gítá, ed. de Consuelo Martín, Trotta, Madrid 1997, pp. 199-200.

Page 172: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

342 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

«Oh Tú, el Más allá de todo, ¿cómo llamarte con otro nombre? ¿Qué himno puedo cantarte? Ninguna palabra Te expresa. ¿Qué espíritu puede captarte? Ninguna inteligencia Te concibe Sólo Tú eres inefable; todo lo que se dice ha salido de Ti. Sólo Tú eres incognoscible; todo lo que se piensa ha salido de Ti. Todos los seres Te celebran, los que hablan y los mudos. El deseo universal, el gemido de todos aspira a Ti. Todo lo que existe a Ti dirige su oración y hacia Ti eleva un himno de silencio todo ser que sabe leer tu universo. Ten piedad, oh Tú, el Más allá de todo; ¿cómo llamarte con otro nombre?»32.

A modo de síntesis se puede decir que la oración común entre cris­tianos y «otros» no carece de fundamento teológico seguro, aun cuan­do tal fundamento no se haya puesto de relieve adecuadamente en el pasado. Es obvio que requiere, por parte de todos los participantes implicados, una gran sensibilidad y un profundo respeto a las diferen­cias existentes entre las diversas tradiciones religiosas, junto con una actitud de apertura hacia ellas. La praxis de la oración común se basa en una comunión en el Espíritu de Dios compartida de antemano por los cristianos y los «otros», la cual a su vez crece y se hace más pro­funda mediante tal praxis. A través de la oración común los cristianos y los «otros» crecen juntos en el Espíritu. De ello resulta que la ora­ción común aparece como el alma del diálogo interreligioso, y también como la expresión más profunda del diálogo y al mismo tiempo como garantía de una conversión común más profunda a Dios y a los otros33.

32. PG 37, cois. 507-508. 33. Véase F. BOESPFLUG, «De l'horizon múltiple oü les religions peuvent se rencon-

trer», en (F. Boespflug e Y. Lablé [eds.]) Assise. 10 ans aprés (1986-1996), op. cit., pp. 287-297; véase especialmente p. 296.

Conclusión

La problemática reciente en la teología de las religiones, como se explicó en la Introducción de este trabajo, consiste en preguntarse si y en qué sentido es posible afirmar que las diversas tradiciones religio­sas del mundo actual tienen un significado positivo en el plan único pero complejo de Dios para la humanidad. Tal problemática supera la anterior de la mera posibilidad de salvación en Jesucristo de los miem­bros de las otras tradiciones religiosas, así como también la de un even­tual reconocimiento de valores positivos, tanto «naturales» como tam­bién «de verdad y gracia», dentro de las mismas tradiciones. La nueva perspectiva consiste, por el contrario, en preguntar si tales tradiciones religiosas encuentran en el designio divino universal de salvación una justificación y un valor positivo como «vías» o «caminos» de salvación para sus seguidores, previstos o dispuestos por Dios.

Para evitar posibles malentendidos, hay que establecer una distin­ción clara entre el planteamiento seguido en este libro y el paradigma pluralista de los teólogos «pluralistas». El cambio de paradigma del inclusivismo hacia el «pluralismo», requerido y promovido por los «pluralistas», está fundado en el rechazo a priori del significado salví-fico universal de la persona y del acontecimiento Jesucristo, tal como ha sido profesado tradicionalmente por la fe cristiana. Los pluralistas reducen a Jesucristo a la condición de una figura salvífica entre otras muchas, ofrecidas por las otras tradiciones religiosas como caminos que conducen hacia el Misterio último. Todos estos «caminos» tienen, en principio, el mismo valor, sin que se deba o se pueda atribuir ya a Jesucristo ninguna unicidad singular como salvador universal de la humanidad. El desafío al que la perspectiva teológica aquí contenida quiere responder consiste, en cambio, en mantener juntos y combinar, aunque sea en tensión dialéctica, por una parte, la afirmación central de la fe cristiana sobre el significado único de la persona de Jesucristo como salvador constitutivo universal de toda la humanidad y, por otra, un valor salvífico, en el marco del plan único previsto por Dios para la humanidad, de los «caminos» de salvación propuestos por las otras tra-

Page 173: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

344 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

diciones religiosas. Éste es el significado del «pluralismo religioso de principio», representado aquí, que no tiene que ver con el cambio de paradigma hacia un pluralismo neutral e indiferente de los pluralistas. Jesucristo es el salvador constitutivo de la humanidad, y el aconteci­miento Cristo es causa de la salvación de todos los hombres; pero esto no impide que las otras tradiciones religiosas puedan, en el marco del designio divino para la humanidad, servir de «mediación» del misterio de salvación en Jesucristo a favor de sus seguidores.

Pluralismo religioso de principio

A través de los capítulos de esta obra hemos reunido diversos elemen­tos que, al parecer, justifican la afirmación de un pluralismo religioso de principio. Hemos visto que Dios se ha manifestado y revelado en palabras y gestos salvíficos a través de toda la historia de la humani­dad, desde la creación. La historia de la salvación abarca toda la histo­ria del mundo y de la humanidad. Es salvación en la historia y a tra­vés de toda la historia. Dios ha concluido diversas alianzas con la humanidad en la historia, antes de establecer una «alianza nueva» con ella en Jesucristo. Esas diversas alianzas, en Adán y en Noé, así como también en Abrahán y Moisés, están dirigidas en la providencia divina hacia la «nueva» alianza en Jesucristo, sin que hayan sido provisiona­les ni hayan sido nunca abolidas o revocadas. Siguen siendo válidas y operantes en su relación con el acontecimiento Cristo en el marco glo­bal del designio de Dios para la humanidad. Así pues, Dios ha habla­do «muchas veces y de muchas maneras» a la humanidad antes de pro­nunciar «por medio del Hijo» (Hb 1,1) su palabra decisiva, por medio de aquel que es la Palabra. Hemos llegado a la conclusión de que todos los pueblos son «pueblos de Dios» y que todos viven «bajo el arco de la alianza divina».

Hay que contemplar el acontecimiento Jesucristo en el marco general del designio divino que atraviesa toda la historia de la huma­nidad. Es indudable que tal acontecimiento es el centro, el ápice, la cima, la clave interpretativa de todo el proceso histórico-salvífico; como tal, tiene un significado salvífico universal. Pero no hay que ais­larlo nunca de todo el proceso, como si representase y agotase en sí mismo todo el poder salvífico de Dios. Por el contrario, el aconteci­miento histórico -y como tal particular- de Jesucristo deja espacio para una acción salvífica de Dios a través de su Palabra y su Espíritu, que supera a la humanidad también resucitada de la Palabra encarna-

CONCWSION 345

da. La presencia inclusiva universal a través de los siglos del aconteci­miento Cristo por medio de la humanidad resucitada -que se ha hecho «metahistórica»- del Jesús histórico, la presencia operativa universal de la Palabra de Dios, así como también la del Espíritu de Dios: los tres elementos combinan y representan juntos la totalidad de la acción sal­vífica de Dios en relación con los hombres y los pueblos. Fue Dios quien se manifestó y comunicó a la humanidad de diversos modos a tra­vés de la historia. Fue Dios quien tomó a cada paso la iniciativa del encuentro entre Dios y los hombres. Ésta es la razón por la que parece que se puede y se debe decir que las tradiciones religiosas del mundo son «vías» o «caminos» de salvación para sus seguidores. Lo son por­que representan caminos trazados por Dios mismo para la salvación de los hombres. No son los hombres los que se pusieron en primer lugar a buscar a Dios a través de su historia; fue él quien los buscó en primer lugar y trazó para ellos los caminos en los que podían encontrarlo. Si, como se ha sugerido, las religiones del mundo son de por sí «dones de Dios a los pueblos del mundo», el fundamento para un pluralismo reli­gioso de principio, tal como aquí se entiende, no hay que buscarlo lejos.

No obstante, tal pluralismo debe ser establecido sobre un funda­mento teológico seguro. La cuestión planteada por la expresión «de principio» es si el pluralismo religioso en el que estamos viviendo hoy debe ser simplemente aceptado o tolerado como una realidad de facto de nuestro mundo actual con la que es necesario contar, más que como un fenómeno bien recibido; o bien si hay que acogerlo como un factor positivo que atestigua al mismo tiempo la sobreabundante generosidad con la que Dios se ha manifestado de muchos modos a la humanidad y la respuesta pluriforme que los seres humanos han dado en las diver­sas culturas a la autorrevelación divina. Seria presuntuoso pretender que es posible escrutar el designio de Dios para la humanidad; ningún conocimiento humano podrá reivindicar jamás la visión divina de la realidad. Ahora bien, una vez admitido esto, cabe preguntar si los modos que «Dios conoce» -de los que habla la constitución Gaudium et spes 22-, a través de los cuales el Espíritu de Dios puede hacer que los hombres entren en contacto con el misterio crístico de salvación, no son tal vez las religiones del mundo como «caminos» emprendidos por Dios en busca de los hombres.

Así pues, ¿sobre qué base se puede fundar la afirmación de un plu­ralismo religioso de principio? El recurso a la fe en una pluralidad de personas en el único Dios no es, de por sí, un fundamento suficiente; aún más inadecuado resultaría apelar simplemente al carácter «plural» de toda realidad: la pluralidad de los elementos de la naturaleza, de las

Page 174: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

346 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

estaciones del año, de las dimensiones en el espacio y en el tiempo, etcétera. Y tampoco podrá ser suficiente una mera referencia a la varie­dad de los modos en que, en las diversas culturas del mundo, los hom­bres han expresado su búsqueda del Misterio divino, y a los límites innatos, inevitables, de toda aprensión humana del Misterio. Detenerse en este punto equivaldría a tratar de fundamentar una pluralidad de principio sobre una visión truncada de la religión y de las religiones, entendidas sólo como una búsqueda humana de Dios.

En cambio, si la religión y las religiones tienen su fuente imagina­ria en una automanifestación divina a los seres humanos, el principio de la pluralidad encuentra su fundamento primario en la sobreabun­dante riqueza y variedad de las automanifestaciones de Dios a la huma­nidad. La iniciativa divina de autocomunicación «muchas veces y de muchas maneras» y su «recepción» y codificación en diversas tradi­ciones están en el origen de la pluralidad de las religiones. La prolon­gación, fuera de la vida divina, de la comunicación plural intrínseca a esta vida forma parte de la naturaleza de la comunicación desbordante del Dios tripersonal a la humanidad. El pluralismo religioso de princi­pio se fundamenta, pues, en la inmensidad de un Dios que es Amor y comunicación.

Si hubiera que expresar la perspectiva del pluralismo religioso de principio en los términos recibidos en el debate sobre la teología de las religiones, la expresión más adecuada, como se ha sugerido anterior­mente, sería la de un inclusivismo pluralista, o bien un pluralismo inclusivo, el cual mantiene juntos el carácter constitutivo universal del acontecimiento Cristo en el orden de la salvación y el significado sal-vífico positivo de las tradiciones religiosas dentro del único y multi­forme plan de Dios para la humanidad.

Complementariedad recíproca asimétrica

El modelo de una cristología trinitaria y del Espíritu, usado en este libro, ha hecho posible una comprensión más profunda y una valora­ción más positiva de las otras tradiciones religiosas. Tal modelo, em­pleado como clave interpretativa, ha permitido poner el acento en la universalidad de la activa presencia de la Palabra de Dios y de su Espíritu como fuente de «iluminación» y de «inspiración» de los fun­dadores religiosos y de las tradiciones que han brotado de su experien­cia. Tal clave interpretativa se ha aplicado en varias fases de la investi­gación, entre ellas el tratamiento de la revelación divina y del don de

CONCLUSIÓN 347

sí mismo por parte de Dios en la salvación, los diversos «rostros» del Misterio divino, las «figuras salvíficas» y los «caminos de salvación» propuestos por varias tradiciones. Esto ha llevado a una visión del pro­ceso global de la autorrevelación de Dios a través de toda la historia humana y finalmente en Jesucristo -en el que culmina- como un pro­ceso orgánico en el que las diversas etapas están esencialmente rela­cionadas entre sí y encuentran su inteligibilidad y consistencia propia a partir de todo el proceso y en su relación con su centro y cima, el acontecimiento Cristo.

El modelo teológico de cristología trinitaria y pneumática permite, pues, superar no sólo el paradigma «exclusivista», sino también el «inclusivista», pero sin recurrir al paradigma «pluralista» basado en la negación de la salvación constitutiva en Jesucristo. Se llega así a un planteamiento que combina juntamente lo que se ha de mantener del inclusivismo cristológico con lo que se puede afirmar teológicamente en relación con un cierto pluralismo de las religiones en el designio de Dios. La acción inclusiva del acontecimiento Cristo a través de la humanidad resucitada de Jesús, la «iluminación» universal por parte de la Palabra de Dios y la «vivificación» igualmente universal por parte del Espíritu, hacen posible descubrir en otras figuras y tradiciones sal­víficas verdades y gracias no explicitadas con el mismo vigor y clari­dad en la revelación y manifestación de Dios en Jesucristo. En toda la historia de las relaciones de Dios con la humanidad se encuentran más verdades y gracias que las que están disponibles y se pueden encontrar simplemente en la tradición cristiana. De este modo se plantea la cues­tión de una posible complementariedad entre la tradición cristiana y las otras tradiciones religiosas. Hemos tratado este problema en el capítu­lo 5 de este libro, hablando de la revelación divina y de las revelacio­nes, de las palabras de Dios y de su Palabra. Nos queda aplicar los principios a la cuestión de la complementariedad entre el cristianismo y las otras tradiciones religiosas en general.

Jesucristo, en cuanto «rostro humano» o «icono» de Dios -la Pala­bra de Dios hecha carne-, tiene su carácter específico único y singular, constitutivo y universal, de verdad y de gracia. Pero, si bien es cierto que él es constitutivo de la salvación para todos, e incluso causa de la salvación, esto no excluye ni tampoco incluye otras figuras o tradicio­nes salvíficas. Que no las excluye hay que entenderlo en el sentido de que hay elementos de «verdad y gracia» divinas que están presentes también fuera de la tradición cristiana que brota de Jesucristo, aunque no sin referencia a su persona y su obra. En cambio, que no las inclu­ye quiere decir que cuanto se encuentra en las otras tradiciones reli-

Page 175: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

348 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

giosas de verdad y de gracia divina no tiene que ser absorbido ni, por así decir, expropiado por parte de la tradición cristiana. Por el contra­rio, tales elementos de verdad y de gracia constituyen beneficios aña­didos y autónomos.

Las diversas tradiciones religiosas del mundo contienen, pues, ele­mentos de «verdad y gracia» (Ad gentes 9); a pesar del carácter deci­sivo del acontecimiento Cristo, no es posible pensar que el cristianis­mo -o la religión cristiana- posea toda la verdad o tenga el monopo­lio de la gracia. Dios es Verdad y Amor. Son su Verdad y su Amor los que toman posesión de los seres humanos en los diversos modos «que Dios conoce» (Gaudium et spes 22), muchas veces más allá de nues­tros cálculos. Se puede, pues, hablar de una cierta complementarie-dad entre verdad y gracia cristianas y las que se pueden encontrar fuera del cristianismo. Pero hay que determinar correctamente tal complementariedad.

La verdad y la gracia que se pueden encontrar en otras partes no deben ser reducidas a «semillas» o «adarajas» (pierres d'attente) que deban simplemente ser completadas por la revelación cristiana, que las reemplazaría. Si ésta lleva a plenitud la historia de la salvación no es a modo de sustitución o reemplazamiento sino de confirmación y reali­zación. El acontecimiento Cristo, punto culminante de la historia sal-vífica, no cancela sino que confirma todo lo que Dios hizo por la humanidad antes de él y en función de él. Por tanto, no hay que enten­der unilateralmente la complementariedad de la que se trata, como si los valores diseminados fuera del cristianismo a modo de verdades fragmentarias encontraran unívocamente su «cumplimiento» -en un proceso unilateral- en los valores cristianos y estuvieran destinados a ser simplemente «integrados», asumidos y absorbidos en el cristianis­mo, perdiendo así su autoconsistencia. Se trata, en cambio, de una complementariedad recíproca, por la que entre el cristianismo y las otras tradiciones pueden tener lugar un intercambio y una comunión de valores salvíficos, una interacción dinámica tal que puede dar como resultado un enriquecimiento recíproco. Puesto que dicha complemen­tariedad es recíproca, su interacción no se establece en un sentido único, no es un «monólogo», sino un diálogo interreligioso. Todo diá­logo auténtico implica necesariamente, por ambas partes, recibir y dar, escuchar y dar testimonio. La tradición cristiana puede verse enrique­cida por el contacto y la interacción con otras tradiciones religiosas, si es cierto, como se ha dicho antes, que hay aspectos verdaderos y autén­ticos del Misterio divino que son puestos de relieve más profunda­mente en otras tradiciones que en la tradición cristiana.

CONCLUSIÓN 349

Hay que añadir que la complementariedad recíproca entre la tradi­ción cristiana y las otras tradiciones religiosas como fuentes de vida y de gracia divinas es asimétrica. Esto significa que el reconocimiento de valores complementarios y autónomos de verdad y de gracia en las otras tradiciones no cancela la trascendencia insuperable de la revela­ción y la autorrevelación de Dios en la persona y en la obra de Jesucristo. Tal trascendencia, como se ha afirmado antes claramente, se funda en la identidad personal de Jesucristo como Hijo unigénito de Dios hecho hombre. Él es personalmente, en el sentido explicado, la «plenitud» de la revelación y la realización del misterio de la salvación humana. En este sentido, mientras que las otras tradiciones pueden y, mejor dicho, están destinadas a encontrar en el acontecimiento Cristo su plenitud de sentido -pero sin absorción ni desposeimiento-, lo con­trario no es verdadero: la automanifestación y la autodonación divinas en Jesucristo no necesitan ser completadas por las otras tradiciones, aunque estén interrelacionadas con las otras manifestaciones divinas en el ámbito global de la autorrevelación de Dios a la humanidad y sean susceptibles de un enriquecimiento propio a través de la interac­ción mutua con otras tradiciones religiosas. Por el contrario, las otras tradiciones religiosas están orientadas hacia el misterio de Jesucristo, en el que pueden encontrar su plenitud; pero tal orientación no impide que las semillas de «verdad y gracia», en ellas contenidas, como dones concedidos por Dios a las naciones, dotados de un valor intrínseco, puedan contribuir positivamente al enriquecimiento del cristianismo por medio del diálogo, si bien no en el sentido de llenar un vacío que la plenitud de Jesucristo habría dejado abierto y que habría que colmar.

Un salto cualitativo

Para desarrollar entre el cristianismo y las otras tradiciones religiosas relaciones de apertura mutua y de colaboración es necesaria -lo hemos recordado en la Introducción de este trabajo- una purificación de la memoria, lo cual no significa olvidar el pasado, muchas veces contro­vertido, que ha marcado tales relaciones, y mucho menos olvidar los crímenes contra la humanidad que se han perpetrado muchas veces en nombre de Dios y de la religión; significa, por el contrario, un cambio de la mentalidad y de los espíritus y, de hecho, una «conversión» (me-tánoia) a Dios y a los otros por parte de todos, que haga posible la sanación de las relaciones. Hemos añadido que es igualmente necesa­ria una purificación del lenguaje teológico en relación con el modo,

Page 176: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

350 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

muchas veces ofensivo y dañino, con el que en el pasado hemos habla­do de las otras tradiciones religiosas y de sus miembros. Hemos pues­to ejemplos que no es necesario repetir aquí. Pero ni siquiera basta con una purificación lingüística, porque es precisa una purificación de la misma inteligencia teológica y una comprensión renovada en el modo de pensar a los «otros» y su patrimonio cultural y religioso. No hay que olvidar que los gestos siguen al pensamiento y, por tanto, que las acti­tudes negativas y muchas veces ofensivas hacia las otras religiones que han caracterizado el pasado han brotado de las valoraciones muchas veces injustas y difamatorias que se han mantenido. Pongamos un ejemplo punzante: es cierto que hay que distinguir claramente entre «antijudaísmo» religioso y «antisemitismo» como ideología atea; pero cabe preguntar si el antijudaísmo cristiano tradicional no ha nutrido y contribuido en alguna medida al desarrollo de tal ideología inhumana.

En cualquier caso, no se puede olvidar que el cristianismo a lo largo de muchos siglos ha adoptado el aspecto de una religión «exclu­sivista» respecto a las otras -un exclusivismo cuyo símbolo más claro fue el axioma «Fuera de la Iglesia no hay salvación», entendido en sen­tido estricto-; anteriormente hemos recordado que tal axioma fue man­tenido durante siglos como doctrina oficial de la Iglesia. El cristianis­mo era visto como la «única religión verdadera», la cual, dado que poseía toda la verdad, era el único camino posible de salvación para todos los hombres, e incluso la única religión que tenía derecho a exis­tir. De hecho, la exclusión de todo significado positivo de las otras reli­giones en el orden de la salvación se mantuvo como opinión compar­tida por la mayoría de los teólogos, hasta los últimos decenios antes del concilio Vaticano n, cuando algunos comenzaron a reconocer en ellas no sólo valores positivos «naturales», sino también elementos de «ver­dad y gracia».

Ño se puede olvidar que el concilio Vaticano n fue el primero de la historia conciliar bimilenaria de la Iglesia que habló positivamente de las religiones, en las que se reconocen valores positivos. ¿Fue una línea divisoria o no lo fue? Esto es discutible, pues depende de cómo se interprete el significado de las expresiones usadas por el concilio en relación con las otras tradiciones religiosas: «semillas de la Palabra» (Ad gentes 11 y 15), «destello <le aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Nostra aetate 2), elementos de «verdad y gracia» (Ad gentes 9). Hay un dato cierto: el concilio no dio jamás a entender que consideraba a las otras religiones como «caminos» de salvación para sus seguidores -ni siquiera en relación con el acontecimiento de salva­ción Cristo-. En definitiva, la ajertura del concilio, aun representando

CONCLUSIÓN 351

una novedad en la doctrina oficial, siguió siendo limitada y sobria. Ahora bien, dicho esto, no se puede olvidar los gestos muchas veces proféticos y las palabras muchas veces notablemente abiertas del papa Juan Pablo n, que constituyen una exhortación a dar nuevos pasos hacia una apertura teológica más amplia y hacia actitudes concretas más valerosas. El concilio Vaticano n, como todos los concilios en la vida de la Iglesia, no fue una última palabra, sino una primera palabra; indica una dirección en la que se debe caminar para alcanzar una com­prensión más amplia del designio de Dios para la humanidad, el cual permanecerá siempre más allá de nuestra comprensión total.

En este contexto, la intención de este libro consiste en proponer algunas pistas de reflexión de las que pueda resultar un «salto cualita­tivo» de la teología cristiana y católica de las religiones, hacia una valoración teológica más positiva de éstas y una actitud concreta más abierta en relación con sus seguidores. Es obvio que las propuestas hechas aquí se inscriben deliberadamente en el marco de la fe eclesial y siguen abiertas al debate teológico. Así pues, estamos persuadidos de que tal salto cualitativo -el cual, recordémoslo una vez más, no tiene que ver con el cambio de paradigma hacia el pluralismo teológico- es obligado para que el mensaje cristiano mantenga, en el mundo multi­cultural y multirreligioso de hoy, su credibilidad; mejor dicho, a fin de que tal credibilidad pueda crecer al ritmo de la adaptación del mensa­je a los horizontes más amplios del mundo actual. Hay que evitar los modos de «defender la fe» que resulten contraproducentes, porque hacen que parezca estrecha y limitada. Estoy persuadido de que un planteamiento más amplio y una actitud más positiva, con tal de que estén teológicamente bien fundamentados, nos ayudarán a descubrir -para sorpresa nuestra- nuevas dimensiones y profundidades en el mensaje cristiano.

Page 177: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

Post scriptum

Como he señalado en la Introducción, concluí este libro el 31 de marzo de 2000. Después de esta fecha la Congregación para la doctrina de la fe ha publicado dos documentos, a los que no pude hacer referencia mientras redactaba el presente libro. El primer documento es la decla­ración Dominus Iesus, publicada por la Congregación el 5 de septiem­bre de 2000, cuyo título completo reza «Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia». Este documento ha sido publicado en varias lenguas en forma de opúsculo por la Librería Editrice Vaticana'. El segundo documento es una Notificación relativa a mi anterior libro2, que lleva por título «Notificación a propósito del libro Hacia una teología del pluralismo religioso de Jacques Dupuis»3. El texto oficial de la Notificación seña­la la existencia en el libro de «ambigüedades y dificultades notables sobre puntos doctrinales de relevante importancia, que pueden condu­cir al lector a opiniones erróneas y peligrosas» (Preámbulo). La Notifi­cación se propone disipar tales dificultades potencialmente nocivas.

Los dos documentos abordan detalladamente temas desarrollados tanto en mi primer libro como en éste. La Declaración establece am­pliamente los principios doctrinales de los temas en cuestión, tal como se pueden encontrar en la fe divina y católica o en la doctrina católica; después pasa a confutar doctrinas y opiniones que contrastarían con la fe o con la enseñanza de la Iglesia. Como se afirma explícitamente en una nota, «a la hora de evaluar la obra del P. J. Dupuis, la presente Notificación se inspira en los principios indicados en la Declaración

1. Texto latino oficial publicado en kAS 92/10 (2000), pp. 742-765. Trad. cast. en Ecclesia 3.014 (2000), pp. 1.416-1.426.

2. Se trata de Verso una teología cristiana del pluralismo religioso, Queriniana, Brescia 1997, 2000' (trad. cast.: Hacia una teología cristiana del pluralismo reli­gioso, Sal Terrae, Santander 2000),

3. La Notificación fue publicada originalmente en italiano en L'Osservatore Roma­no (27 de febrero de 2001). Trad. cast. en Ecclesia 3.040 (2001), pp. 413-414.

POST SCRIPTUM 353

[Dominus Iesus]»4. La conexión entre los dos documentos es clara y no hace falta demostrarla: la materia es la misma; los temas generales son similares; se subrayan los mismos elementos de fe divina y se pone el acento en los mismos puntos de la doctrina católica; los errores y las falsas opiniones refutadas coinciden en ambos casos. La Notificación, aun siendo un documento mucho más breve, que evita desarrollar de modo amplio los diversos puntos doctrinales, sigue el mismo método y cita el mismo material que la Declaración. Aquélla se divide en ocho proposiciones principales, en cada una de las cuales se comienza esta­bleciendo claramente el contenido de la fe o de la doctrina católica, para pasar después a confutar las opiniones consideradas errores con­trarios a la fe o la doctrina católica.

Habida cuenta de que la Congregación decidió profundizar en el examen de mi citada obra, parece obligado preguntarse por qué en este nuevo libro no hago ninguna referencia explícita a los dos documentos. ¿Basta con decir que el manuscrito del libro había sido ya completado, como he afirmado previamente, antes de la publicación de los dos documentos? ¿Había que revisar seriamente el manuscrito a la luz de lo que los dos documentos afirman o niegan? ¿O había que incluir al menos numerosas referencias a los documentos, para discutir y justifi­car posibles puntos de desacuerdo? Es preciso dar una explicación más profunda para justificar el aparente silencio mantenido en el libro a propósito de los dos documentos y por ello aquí se toman en conside­ración varios elementos.

Primero, como he afirmado en la Introducción, hay que recordar que las editoriales me habían pedido un texto más accesible a un públi­co más amplio que el libro anterior. Hacia una teología del pluralismo religioso se dirigía a teólogos de profesión y a especialistas en teolo­gía de las religiones, y por ello había tenido que entrar en debates deta­llados, que un público más amplio no necesita para captar el tema prin­cipal del libro y que tampoco es capaz de seguir. El nuevo libro, a fin de ofrecer un texto más legible para muchos, ha omitido deliberada­mente algunas discusiones sutiles, ha reducido las notas al mínimo necesario y ha dado una orientación más pastoral a toda la exposición. Ha sido esta nueva orientación la que ha sugerido no sobrecargar el nuevo texto iniciando largos debates con los dos documentos recientes de la Congregación para la doctrina de la fe. Ha parecido preferible mantener el texto del libro tal como fue escrito originariamente.

4. Véase ibid., p. 414, nota 1.

Page 178: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

354 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Pero sería erróneo sacar la conclusión de que el contenido de los dos documentos ha sido ignorado en este nuevo libro. Por ello hay que explicar en qué sentido y de qué forma los dos documentos están de hecho presentes por todas partes en el texto. Hay que tener en cuenta el hecho de que, a partir de junio de 1998, Hacia una teología del plu­ralismo religioso -cuya primera edición se publicó en septiembre de 1997- había sido sometido a un examen por parte de la Congregación para la doctrina de la fe. Por un periodo que duró casi tres años tuve que responder a las preguntas que me dirigió la Congregación. Este largo proceso, pese a lo fatigoso que ha resultado, me ha dado la opor­tunidad de considerar más detalladamente algunos temas importantes, de revisar algunas posiciones, de esclarecer conceptos, de evitar ambi­güedades en la expresión de mi pensamiento. Los tres sustanciosos artículos escritos durante ese largo periodo -dos publicados en italiano y uno en inglés-, a los que me referí en la Introducción, dan testimo­nio de este continuo proceso de repensamiento y reformulación. Aunque respondían a preguntas planteadas por colegas en algunas recensiones del libro y en otros estudios, publicados en diversas len­guas, y no a las preguntas formuladas por la Congregación para la doc­trina de la fe -a las que no era posible hacer referencia en un escrito dirigido al público-, resulta claro que las respuestas contenidas en los mencionados artículos respondían a ambos interlocutores. Esto no debe sorprender, porque tanto los teólogos colegas como la Congrega­ción con frecuencia se referían a los mismos problemas y formulaban dudas o temores semejantes. Los artículos, que respondían explícita­mente a los teólogos, tenían implícitamente presente también a la Congregación. Así pues, puedo decir que he mantenido durante casi tres años un continuo proceso de repensamiento y reformulación de las ideas contenidas en el primer libro, sin dejar de referirme a preguntas previas, independientemente de quién me las hubiera dirigido.

Así pues, este libro, comparado con el anterior, tiene a mi juicio el mérito de esclarecer ideas a la luz de prolongados debates, evitar algu­nas ambigüedades que no estaban completamente ausentes en el ante­rior, consolidar el fundamento de algunas afirmaciones en la revelación y tradición cristiana, y ofrecer ulteriores explicaciones allí donde algu­nas doctrinas podían haber dado la impresión de no estar teológica­mente fundadas en una medida suficiente. Todo esto tenía que ser com­binado y ha sido combinado con la deliberada intención de estar abier­to al gran público y orientado pastoralmente.

¿De qué modo el nuevo libro tiene en cuenta, por tanto, el conteni­do de los dos recientes documentos de la Congregación para la doctri-

POST SCRIPTUM 335

na de la fe? Es evidente que concuerda sin ninguna restricción con tales documentos allí donde profesan con certeza la doctrina de la le divina y católica. No puede haber disensión en el contenido de la IV, aunque haya posibles formulaciones diferentes de tal contenido cu diferentes contextos. Además, aunque la fe sea una, también son posi­bles distintas percepciones de ella, debidas a las diferentes perspecti­vas con las que nos aproximamos a ella y a los diversos contextos en los que la expresamos.

Los documentos de la Congregación hablan de la fe en una pers pectiva dogmática, basada en citas elegidas tomadas de la Sagrada Escritura, de documentos conciliares y de pronunciamientos del ma gisterio de la Iglesia. Esta aproximación, aun siendo legítima, no es necesariamente exclusiva. Otra perspectiva consiste en desarrollar lo que en este libro he llamado «cristología trinitaria y pneumatológica>'. Tal perspectiva tiene el mérito de subrayar las interrelaciones con el Padre, por un lado, y con el Espíritu, por otro -interrelaciones que son intrínsecas al misterio de Jesucristo-. Entonces el comportamiento de-Dios con la humanidad a lo largo de la historia aparece de inmediato como trinitario y cristológico. Esta aproximación combina también un método a posteriori inductivo con un método a priori deductivo, pro­fesando así una referencia explícita a la realidad concreta del pluralis­mo religioso defacto existente. La tarea de la teología en este contex­to consiste en preguntarse si el pluralismo religioso, que caracteriza nuestro mundo presente, puede tener o no un significado positivo en el único plan salvífico de Dios para la humanidad. Es decir, si la fe cris­tiana en Jesucristo, salvador universal de la humanidad, es compatible con la afirmación de un papel positivo de otras tradiciones religiosas en el misterio de la salvación de sus seguidores.

No es posible ignorar el hecho de que algunas posiciones del libro o no coinciden bajo todos los aspectos con las expresadas en los docu­mentos o enuncian la doctrina de un modo diverso. No obstante, en él se ha hecho un esfuerzo para aclarar las divergencias y para demostrar qué razones parecen justificar el mantenimiento de un modo diverso de expresar la doctrina, disipando así los malentendidos y las interpreta­ciones erróneas, que a veces había provocado el libro anterior. Es obvio que las divergencias no implican nunca una diferencia en el contenido de la fe, sino únicamente una distinta percepción de la misma fe en un contexto diverso. Tales divergencias son propuestas en un espíritu de constructiva fidelidad a la revelación de Cristo y a la autoridad doctri­nal de la Iglesia.

Page 179: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

356 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Soy consciente de que he sugerido lo que he llamado un «salto cua­litativo», que abriría nuevos horizontes en lo que hoy sigue siendo la enseñanza oficial del magisterio de la Iglesia, aunque he pensado y pienso que estos nuevos horizontes están profundamente arraigados en la tradición viva de la Iglesia y se construyen sobre su base. Estaba y estoy convencido de que la enseñanza oficial de la Iglesia no pretende fijar límites rígidos y férreos, más allá de los cuales no puede aventu­rarse la investigación teológica, sino que, a la vez que determina con autoridad lo que es doctrina de fe, traza líneas que sirvan de guía e indica puntos de referencia en relación con los cuales la teología puede pensar y reflexionar de nuevo sobre el misterio divino e inefable. Tal misterio ha sido revelado progresivamente a la humanidad a lo largo de la historia y «en estos últimos tiempos» ha sido «plenamente revelado» en Jesucristo. El resultado es lo que he llamado un «pluralismo inclu­sivo», el cual, aunque no tiene nada en común con el paradigma plura­lista de los teólogos «pluralistas», trata de mostrar cómo la fe y la doc­trina cristiana pueden combinar la afirmación de fe de la unicidad de Jesucristo como salvador universal con la concepción teológica que reconoce que las otras tradiciones religiosas tienen un papel y un sig­nificado positivo en el plan divino para la humanidad. Una vez más someto mis esfuerzos y mis propuestas a la consideración de mis cole­gas teólogos y al juicio de la autoridad doctrinal de la Iglesia.

Es indudable que en el proceso de encuentro y de inicio del diálo­go con las otras tradiciones religiosas hay que preservar la identidad cristiana en su integridad. No hay diálogo en el vacío o en un continuo cambio de las convicciones religiosas personales. Pero la sincera afir­mación de la identidad cristiana no comporta necesariamente afirma­ciones exclusivistas, que niegan a priori todo significado positivo -en el eterno designio divino en favor de la humanidad- asignado por Dios mismo a otras tradiciones. Afirmaciones absolutas y exclusivas sobre Cristo y sobre el cristianismo, que reivindicaran la posesión exclusiva de la automanifestación de Dios o de los medios de salvación, defor­marían y contradirían el mensaje cristiano y la imagen cristiana. Nues­tro único Dios es «tres», y la comunión-en-la-diferencia, que caracte­riza la vida íntima de Dios, es refleja y obra en el único plan que Padre, Hijo y Espíritu Santo han ideado para su relación con la humanidad en la revelación y en la salvación. Por ello la pluralidad de las religiones encuentra su última fuente en un Dios que es amor y comunicación.

Para concluir puedo expresar una vez más la convicción con la que he puesto fin al libro. Estoy profundamente convencido de que la Iglesia docente -en sintonía coiiel deseo y la pretensión, muchas veces

POST SCRIPTUM 357

expresados por ella, de reproducir y practicar en su propia vida la apro­ximación divina en el diálogo de la salvación- haría bien en abstener­se de toda forma de propuesta de la fe cristiana que pueda implicar valoraciones insensibles o exclusivistas de los «otros». Semejante aproximación en la «defensa» de la fe sólo puede ser contraproducen­te, pues la presenta con un «rostro» que es restrictivo y estrecho. Estoy convencido de que una aproximación más positiva y una actitud más abierta que las que se siguen adoptando todavía hoy con bastante fre­cuencia consolidarían -con la condición de que estén teológicamente bien fundamentadas- la credibilidad de la fe cristiana y ayudarían a los mismos cristianos a descubrir en el mensaje cristiano nuevas dimen­siones y una nueva profundidad.

Page 180: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

índice onomástico

Todos los números se refieren a las correspondientes páginas. Los números en cursiva remiten las notas a pie de página, al Prólogo o al Post scriptum. En el presente índice no se inclu­yen los personajes y autores bíblicos.

Abeyasingha, N., 262 Abhishiktánanda (H. Le Saux), 308 Agustín de Hipona, 178, 190, 271 Amalorpavadass, D.S., 181, 196 Ambrosiaster, 193 Arato, poeta griego, 64 Arevalo, C.G., 150, 276, 277 Arjuna, príncipe, 341 Arnaldez, R.S., 174, 335

Barnes, M., 129, 141 Barth, K., 27, 77, 114, 116, 117, 146,

231 Beasley-Murray, G.R., 44 Bernhardt, R., 231, 239 Boespflug, E., 331, 340, 342 Boismard, M.-E., 204 Bonifacio vm, 280 Borrmans, M., 334 Brown, R., 203 Brunner, E., 117 Buda (Siddharta Gautama), 179, 207,

216,225,267,317 Bühlmann, W., 755, 172, 338 Burrows, W.R., 112, 309 Burtt, E.A., 267

Canobbio, G., 286 Cassirer, E., 151

Cerfaux, L., 273 Cipriano de Cartago, 280 Clarke.A.D., 117 Clemente de Alejandría, 209, 215-

219 Cobb, J.B., 119, 128,138, 317, 318 Congar, Y., 124, 140, 251, 281, 291,

293 Coward, H., 115, 318 Croatto, J., 241 Cullmann, O., 145, 273

D'Costa, G., 135, 258 D'Lima, E., 208 Daniélou, J., 79-83, 90, 147, 181,

210,211,272 Darlap, A., 750 De Halleux, A., 252 De Lubac, H., 79, 82-86, 90 De Montcheuil, Y., 273 De la Potterie, I., 790

Della Casa, C , 340 Denzinger, H., 777, 757, 205, 280-

282, 286 DiNoia,J.A., 129, 7J0, 169 Dulles.A., 168, 179 Dupont, J., 59, 63, 204

ÍNDICE ONOMÁSTICO 359

Dupuis, J., 12, 13, 15, 77, 78, 27, 28, 44,104,112,133,139,140,159, 243, 263, 274, 280, 309, 352

Duquoc, Ch., 246, 248

Eliade, M., 757, 152 Ellacuría, I., 297 Epiménides, 64 Etchegaray, R., 323 Eusebio de Cesárea, 77, 218 Evdokimov, R, 251

Feiner, J., 62,150,155,164,167 Feuillet, A., 204 Filón de Alejandría, 217 Fisher, N.F., 44 Flender, H., 69 Francisco de Asís, 339 Frank, H., 320 Fredericks, J.L., 130 Fríes, H., 767 Fulgencio de Ruspe, 280 Füllenbach, J., 44

Gandhi, M.K., 24 Geffré, Cl., 28, 193, 206, 207, 247,

311,336 Gelpi, G.L., 252 Gesché, A., 232 Gispert-Sauch, G., 63 Gonsalves, M., 208 Grasso, S., 37 Gregorio Nacianceno, 340, 341 Grelot, R, 63, 234, 235 Griffiths, B., 152, 155, 756, 178 Guillet, J., 43, 50

Hegel, G.W.F., 231 Heim, S.M., 254 Henry, A.-M., 103 Heráclito, 210 Hick.J., 119-120,121, 122,124,132,

770,238,243,244,254,577 Hünermann, R, 777, 757, 205

Iammarrone, G., 44, 235 Ireneo de Lyon, 124, 153-154, 209,

212-215, 216, 217, 225, 249, 250, 251, 264, 292

Jeremías, J., 46, 47 Johnson, E.A., 252 Juan Pablo n, 12, 30, 107-113, 156,

161-162, 189, 231, 236, 274, 283, 284, 288, 305, 307, 322, 326-327,332,334,335,351

Jüngel, E., 163 Justino, 179, 209-212, 216, 224

King, U., 85 Knitter, PF , 102, 727, 122, 123,124,

125, 126, 238-239, 310, 312, 317 Kraemer, H., 116 Küng, H., 727, 235, 264, 325 Kuschel, K.-J., 77?, 244, 245, 335,

336, 340

Labbé,Y, 331, 340,342 Latourelle, R., 273 Leenhardt, F.J., 141 Legrand, L., 46, 47, 63, 64 Léon-Dufour, X., 203-204, 207 Limet, U., 176 Lohfink, N., 158, 332 Lohrer, M., 62,150,155,164,167 Lossky.V., 251,252

Mahoma, 174, 175, 182 Manning, T., 292 Maurier, H., 103 Mejía, J.M., 323 Michel, T., 335 Molari, C , 124 Moltmann, J., 145 Mollat, D., 204 Mouroux, J., 163 Murray, R., 753

Neher, A., 181

Page 181: Dupuis Jacques El Cristianismo y Las Religiones

360 EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES

Netland, H.A., 117 Nicolás de Cusa, 247 Nissiotis, N.A., 140,141

O'Collins, G., 37,168, 190 O'Leary, J.S., 269 Odasso, G., 41, 58,59, 60, 61,62,63,

65, 75, 200, 207, 329 Ogden, S.M., 119

Panikkar, R., 82, 86, 90-94,128,240, 314,5/5,318

Pannenberg, W., 145,146 Pablo vi, 13, 105-107, 110, 113,299,

300, 305, 340 Pascal, B., 87, 170 Pathil, K., 128, 255 Pathrapankal, J., 169 Perrin, N., 44 Pieris,A., 124, 128,316-317 Pío XII, 114, 117, 272, 281, 283,287 Platón, 210

Race, A., 115 Raguin, Y., 207 Rahner, K., 27, 65, 86-89, 91, 94,

102, 103, 120, 148, 157, 161, 162-163, 164, 183, 212, 231, 233, 244, 249, 260, 279, 287, 290, 292, 294, 296

Ratzinger, J., 9, 183, 281 Ries, J., 176 Rigal, J., 284, 296 Roberto Bellarmino, 287 Robinson, J.A.T., 317 Rosales, G., 150, 276, 277 Rossano, P., 200 Russo,A., 150, 151, 160,161

Sartori, L., 11-16 Schillebeeckx, E., 247, 248, 29í

Schlosser, J., 44 Schnackenburg, R., 44, 204, 244 Schwóbel, Ch., 258 Senécal, B., 207 Sénior, D., 39, 40 Sobrino, J., 278 Sócrates, 210, 225 Song, C.S., 44, 47,48, 49,50, 51, 54,

55, 63, 67, 69, 70 • Starkey, R, 264, 266, 267 Stockwell, E.L., 117 Stoeckle, B., 62, 755 Stuhlmueller, C, 39, 40 Sullivan, F.A., 273, 280, 290 Swidler, L., 727, 123

Teilhard de Chardin, R, 84-85 Tertuliano de Cartago, 77 Theisen, J.P., 296, 297 Thils, G., 168 Tillich, R, 119,231,247,338 Tomás de Aquino, 11, 20, 178, 193 Toynbee, A., 117 Tracy, D., 729 Troeltsch, E„ 117, 119,231

Van Straelen, H., 117 Veliath, D., 82 Von Balthasar, H.U., 147, 189, 247

Ward, K., 254 Whaling, E, 375 Wilfred, E, 128 Willis, W, 44 Winter, B.M., 117

Zaehner, R.C., 182 Zago, M., 323 Zapelena, T., 273 Zenger,E., 160, 332 Zoroastro (Zaratustra), 182