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Editorial Gente Nueva

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Edición: Odalys Bacallao LópezDiseño: María Elena Cicard QuintanaCubierta: Alexander Izquierdo PlasenciaCorrección: Ileana Ma. RodríguezComposición: Ileana Fernández Alfonso

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2005

ISBN 959-08-0680-5

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no. 58,Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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Con Carta de una desconocida y Leporella les presentamos a un pres-tigioso escritor austriaco de origen judío, que con su obra marcó unhito en la historia de la literatura universal.Stefan Zweig nació en Viena, en 1881. Al estallar la Primera GuerraMundial y conocer sus horrores, aboga arduamente por la paz. Deesta fecha es su poema dramático Jeremías, cuyo tema destaca el sen-timiento pacifista de su autor.Después de la guerra, Zweig marcha a Salzburgo y comienza a escribirbiografías, novelas cortas, narraciones y ensayos. Con las primeras,obtuvo gran éxito al emplear en su creación un estilo renovador,exento de detalles superfluos y rico en análisis psicológicos, que hizoeste género tan entretenido como sus novelas.El triunfo del nazismo en Alemania llevó a Zweig a refugiarse enGran Bretaña, Estados Unidos y, por último, en Brasil, donde se sui-cidó en 1941, víctima de la soledad.Las dos novelas que recoge este volumen, pese a su brevedad, consti-tuyen verdaderas obras maestras por su humanidad, ternura y dra-matismo que han hecho estremecer a más de una generación de lec-tores. Esperamos que su lectura les resulte grata.

EL EDITOR

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Carta de una desconocida

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Primer tiempo

Tras unas breves vacaciones en la montaña, R., el famoso no-velista, llegó a Viena a primera hora de la mañana, compró unperiódico en la estación y, al fijarse en la fecha, recordó que erasu cumpleaños. “¡Cuarenta y uno!” —pensó súbitamente. Noera feliz ni desgraciado al comprobarlo. Tomó un taxi y, tara-reando, ojeó el periódico mientras se dirigía a su casa.

El criado le informó de las visitas y las llamadas telefónicasrecibidas en su ausencia. Un montón de cartas lo esperabaencima de una bandeja. Mirándolo con indiferencia, abrió una odos, interesado por sus remitentes; pero dejó a un lado, porel momento, un abultado sobre escrito con letra desconoci-da para él.

Cómodamente instalado en el sillón, bebió su té matinal, fi-nalizó la lectura del periódico y leyó unas cuantas circulares.Después, encendiendo un cigarro, cogió de nuevo la últimacarta, la que había dejado para el final.

Más que una carta ordinaria era un manuscrito integrado pordos docenas de cuartillas, de letra apretada y desconocida, escri-tas con rapidez por mano femenina. Instintivamente, examinóde nuevo el sobre por si venía en él una nota aclaratoria. Perono la había; como no había, en este ni en el largo texto, firmao dirección del remitente. “Extraño” —pensó, y se dispusoa leer el manuscrito. Las primeras palabras decían, a manera de

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encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Estaba per-plejo. ¿Iba aquello dirigido a él personalmente o a un ser imagi-nario? Con suma curiosidad reanudó la lectura:

Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches estuveluchando con la muerte, tratando de salvar su frágil vida.Durante cuarenta horas consecutivas, mientras la fiebreabrasaba su pobre cuerpo, lo velé al pie de su cama ponién-dole compresas frías sobre la frente; día y noche, noche ydía. Sostuve sus manitas inquietas. La tercera noche misfuerzas se quebraron. Se me cerraron los ojos sin darmecuenta y debí dormir tres o cuatro horas en aquella dura silla.Mientras tanto, me lo arrebató la muerte. Y ahí yace mi po-bre, mi querido pequeño, en su estrecha cama, tal comomurió. Solo sus ojos, sus inteligentes ojos oscuros, han si-do cerrados; sus manos están cruzadas sobre el pecho, sobresu blanca camisa. Arden cuatro cirios, uno en cada esquinade la cama.No me atrevo a mirarlo, tengo miedo de moverme. Las lla-mas, al oscilar, hacen vagar sombras extrañas sobre su ros-tro y los labios cerrados. Se diría que sus labios se animany, por un momento, casi llego a imaginar que en realidadno está muerto, que va a despertar y a decirme, con suclara voz, algo adorablemente infantil.Pero sé que está muerto; no quiero volver a mirarlo parano sentir, una vez más, esta loca esperanza y una vez mássufrir el desengaño. Mi hijo murió ayer, ahora lo sé. Ya nome queda nadie en el mundo más que tú; solo tú, que no meconoces; tú, que vives alegre y despreocupado, jugando conlos hombres y las cosas. Solo tú, que nunca me has conoci-do y a quien yo nunca he dejado de amar.He encendido una quinta bujía y la he colocado en la mesasobre la que te escribo. Lo hago porque no puedo conti-nuar sola, junto a mi hijo muerto, sin abrir mi corazón aalguien; y, ¿a quién debo confiarme en esta hora terriblesino a ti, que has sido y sigues siendo todo para mí?Quizá no sea capaz de expresarme con claridad. Quizá noseas capaz de comprenderme.

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Siento pesada la cabeza y me duele todo el cuerpo; debo detener fiebre. La gripe epidémica está asolando este barrioy probablemente he sufrido el contagio. No lo sentiría sicon ello pudiera unirme a mi pequeño. A veces, se me oscu-rece la vista y tal vez no pueda acabar esta carta. Pero voya intentarlo con todas mis fuerzas. Quiero, por esta pri-mera y última vez, hablarte, amor mío, a ti, que nunca meconociste.Solo deseo hablar contigo ahora que puedo contártelo todopor primera vez. Quisiera que conocieras mi vida entera,mi vida que fue en todo momento tuya y de la que nuncahas sabido nada. Pero solo después de mi muerte llegarása conocer mi secreto, cuando ya no quede nadie a quien de-bas responder, únicamente en el caso de que esto que aho-ra sacude mis miembros con escalofríos signifique el finpara mí. Si debo seguir viviendo, romperé esta carta y man-tendré el silencio que hasta ahora he guardado. Si, por elcontrario, llega a tus manos, sabrás que es una mujer muer-ta la que te está contando la historia de su vida; la historiade una vida que desde el primero hasta el último momentoconsciente fue tuya.No tienes por qué asustarte de mis palabras. Una mujermuerta no necesita nada: ni amor, ni compasión, ni consue-lo. Solo he de pedirte que creas todo lo que mi dolor, quebusca amparo en ti, me fuerza a revelarte. Cree mis palabras,ya que no te reclamo otra cosa; una madre no miente juntoal lecho de muerte de su único hijo.Voy a contarte mi vida entera, esta vida que no empieza,realmente, hasta el día en que te vi por primera vez. Todolo anterior es lóbrego y confuso, el recuerdo de algo seme-jante a un sótano polvoriento con gentes y cosas grises yaburridas; un lugar que no hablaba a mi corazón.Cuando apareciste, tenía trece años y vivía en la casa dondehoy habitas todavía, en la misma casa donde estás leyendoesta carta que es el último aliento de mi existencia. Vivíaen la misma planta; nuestra puerta enfrente de la tuya.

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Sin duda, no te acuerdas ya de nosotras. Seguro has olvida-do hace tiempo a la pobre viuda de un contable, siempreenlutada, y a su hija pálida y delgaducha.Vivíamos muy calladas, como ejemplares típicos de la burgue-sía modesta. No es probable que supieras nuestro nombre:no teníamos tarjeta en la puerta ni nadie venía a vernos. Ade-más, ¡hace tanto tiempo!; quince o dieciséis años. Imposibleque lo recuerdes, amor mío. Pero yo, ¡con cuánta pasión meacuerdo de cada detalle! Como si acabara de suceder, re-cuerdo el día, la hora en que oí hablar de ti por primeravez, en que por primera vez te vi. ¿Podría ser de otro modo,si entonces comenzó la vida para mí?Ten un poco de paciencia y déjame contarte todo desde elprincipio. No te canses de escucharme, pues yo no me hecansado de amarte jamás.Los inquilinos que ocuparon el piso antes que tú eran pro-fundamente desagradables, soeces y malos; se peleabanconstantemente. A pesar de ser ellos mismos muy pobres,nos odiaban por nuestra miseria y por la distancia que guar-dábamos respecto a ellos, dada su plebeyez. El maridobebía con frecuencia y solía pegar a su esposa. A menudo nosdespertaba en la noche el ruido de sillas volcadas y de vaji-lla rota. Una vez, en que había sido golpeada con más du-reza que de costumbre, la mujer salió al rellano corriendocon los pelos revueltos seguida del hombre, que continuó mal-tratándola hasta que acudieron los vecinos a la escalera yamenazaron con avisar a la policía.Mi madre no quería nada con ellos, y desde el primer díame prohibió jugar con los niños, quienes aprovechaban cual-quier ocasión que se les presentaba para descargar sobremí todo el mal humor que les producía semejante negativa.Si me encontraban por la calle, me insultaban; cierto díame lanzaron una bola de nieve, tan apretada, que me pro-dujo un corte en la frente. Todos los vecinos, por instinto,los detestaban, y todos respiramos con mayor libertad eldía que se vieron obligados a abandonar la casa —creo quedetuvieron al marido por robo.

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Durante unos días se vio el letrero “Por alquilar” en lapuerta principal. Más tarde fue retirado y el portero nosinformó que el piso había sido alquilado por un escritorsoltero, que de seguro sería mucho más pacífico. Aquellafue la primera vez que oí tu nombre.Pocos días después se inició la limpieza total del piso, se-guida por la llegada de pintores y decoradores. Por supues-to, hacían mucho ruido, pero mi madre estaba contentaporque, según decía, aquello era el fin del desorden.No te vi durante el traslado. Tu criado, ese hombre peque-ño y serio, de pelo gris y buenos modales, que demuestraclaramente haber servido en grandes casas, vigilaba la ins-talación. Supervisaba los detalles con aire de entendido y atodos nos impresionaba mucho. Un sirviente de tanta ca-tegoría resultaba algo nuevo en aquellos apartamentos. Porlo demás, era en extremo cortés, si bien mantenía ciertadistancia respecto a los otros criados. Trató a mi madredesde el primer día con mucho respeto, como a una dama,e incluso con nosotros, los chiquillos, se mostraba amabley deferente. Cuando en ocasiones pronunciaba tu nombre,lo hacía en forma tal que demostraba el respeto que haciati sentía y que sus sentimientos eran los de un fiel servidor.¡Cuánto quería al bueno de Juan por eso, y cuánto lo en-vidiaba, al mismo tiempo, por su privilegio de verte cons-tantemente y de poder servirte!¿Sabes por qué te cuento todas estas tonterías, amor mío?Porque quiero que comprendas el poder que, desde unprincipio, tu personalidad llegó a ejercer sobre mí, sobreaquella chiquilla tímida y reservada. Ya antes de que te vie-ra, un halo nimbaba tu persona; estabas rodeado de unaatmósfera de lujo, maravilla y misterio. La gente cuya vida esopaca se siente ávida de novedad. En aquella modesta casade suburbio, todos esperábamos impacientes tu llegada.En mi caso, la curiosidad alcanzó un grado superlativocuando una tarde, al volver del colegio, encontré ante lapuerta el transporte que traía tus muebles.

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Ya habían subido la mayor parte del mobiliario más pesa-do, y los mozos se ocupaban entonces de las piezas de me-nor tamaño. Me detuve en la puerta a contemplarlo conadmiración. ¡Todo cuanto te pertenecía era tan distinto alo que yo estaba acostumbrada! Ídolos indios, esculturasitalianas y grandes cuadros de brillantes colores.Por último, aparecieron los libros, tantos y tan bonitos comonunca hubiera podido imaginar. Estaban amontonados jun-to a la puerta. Tu criado los limpiaba con cuidado, uno auno. Veía crecer la pila, llena de curiosidad. Juan no meechó, pero tampoco me dio ánimos, y no me atreví a tocar-los, aunque deseaba ardientemente acariciar la suave pielde las encuadernaciones. Miré tímidamente algunos de lostítulos. La mayoría estaban en francés, inglés, o en lenguasde las que yo no sabía ni una palabra. Me hubiera gustadopermanecer allí, contemplándolos durante largo rato, pero mimadre me llamó y tuve que entrar en casa.Aunque todavía no te conocía, pensé en ti toda la noche. Yono tenía más de una docena de libros baratos y viejos. Losquería más que a nada en el mundo y los leía una y otravez. Traté de imaginar entonces al hombre poseedor de tan-tos volúmenes, al hombre que había leído tanto, que sabíatantos idiomas, que era rico e ilustrado. La idea de tantoslibros me despertaba una especie de etérea veneración ha-cia tu persona.Traté a solas de verte mentalmente. Debías ser viejo, congafas y una larga barba blanca, algo así como nuestro pro-fesor de Geografía, pero mucho más amable, agraciado ycortés. No sé por qué estaba segura de que eras guapo, yaque al mismo tiempo te imaginaba casi como un anciano.Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez.Te instalaste a la mañana siguiente; pero, a pesar de haberestado pendiente todo el tiempo, no logré verte. El fracasoinflamó mi curiosidad. Al fin, al tercer día, te vi. Me quedéverdaderamente sorprendida al comprobar cuán diferente re-sultabas del anciano que mi mente infantil había creado.

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Era un hombre mayor, simpático y con gafas el que habíaimaginado; tú llegaste con el mismo aspecto de ahora, ya queeres de las pocas personas a las que el tiempo no mutila.Vestías un bonito traje gris deportivo y subiste la escalerade dos en dos, con esa naturalidad de movimientos que tecaracteriza. Llevabas el sombrero en la mano, por lo que, conindescriptible sorpresa, pude ver tu rostro radiante y tucabello juvenil. Esa figura, hermosa, esbelta y apuesta, fueun golpe para mí. Es extraño que pudiera descubrir en aquelmomento eso que en ti sorprende continuamente. Descu-brí que eras dos personas en una: que eras un joven ar-diente e irreflexivo, amante del deporte y la aventura y, alpropio tiempo, en tu arte, un hombre altamente culto, quehabía leído mucho y con un agudo sentido de la responsa-bilidad. Sin proponérmelo, sorprendí lo que todos aquellosque frecuentan tu trato llegan a descubrir: que tienes dosvidas. Una de ellas, de todos conocida, es la vida abierta almundo; la otra, alejada de ese mundo, únicamente tú laconoces. Yo, una niña de trece años, absorbida por el em-brujo de tu atractivo, percibí, al primer golpe de vista, esesecreto de tu existencia, esa profunda separación de tusdos vidas. Y tal dualidad me atrajo poderosamente.¿Puedes comprender ahora, amor mío, qué milagro, qué ten-tador enigma debiste parecerle a aquella niña? Allí estabael hombre de quien todo el mundo hablaba con respeto por-que escribía libros, y porque era famoso en la buena socie-dad, una sociedad extraña a la mía. Pero, de pronto, este serevelaba como un joven de veinticinco años, animoso e in-fantil. No necesito decirte que, a partir de aquel momento,en mi pequeño mundo eras lo único que me interesaba, quemi vida giraba alrededor de la tuya con la fidelidad propiade una niña de trece años.Te vigilaba, observaba tus costumbres, la gente que veníaa verte, y todo ello aumentaba, en lugar de disminuir, elinterés por tu personalidad, ya que en la diversidad de tusvisitantes se reflejaba la dualidad de tu naturaleza. Entreellos había jóvenes, estudiantes vestidos con descuido,

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camaradas de risa y diversión. Otros eran damas que ve-nían en coche. Una vez vino a verte el director de la ópera—aquel gran hombre que, hasta entonces, no había vistomás que de lejos y con la batuta en la mano—. Algunasjóvenes, estudiantes todavía de la Escuela de Comercio, se es-currían tímidamente por tu puerta. La mayor parte de tusvisitas eran mujeres.No reflexioné nunca sobre eso, ni siquiera cuando una ma-ñana, al irme al colegio, vi salir de tu casa a una damacubierta de espesos velos. No tenía más que trece años, yesa inmadurez, propia de mi edad, me impedía percibir queaquella curiosidad, por cuanto a ti se refería, era sinónimode amor.Pero recuerdo el día y la hora en que deliberadamente teentregué mi corazón. Había ido a dar un paseo con unacompañera de colegio y estábamos charlando en la puerta.Llegó un coche. Te apeaste con esa manera impaciente yespontánea que nunca he cesado de admirar, y te disponíasa entrar. No sé qué impulso me obligó a abrirte la puerta, yponerme en tu camino, hecho este que por poco nos hacetropezar. Me miraste de un modo cordial, dulce y envol-vente, que era casi una caricia. Me sonreíste tiernamente—sí, esa es la palabra, tiernamente— y dijiste afable, casien tono confidencial:—Muchas gracias, señorita.Eso fue todo, amor mío. Pero desde ese momento, desde elmomento en que me miraste con tanta ternura, te perte-necí. Más tarde, mucho más tarde, comprendí que ese eratu modo de mirar a todas las mujeres que se cruzaban en tucamino. Era una mirada acariciadora y resuelta: la miradadel seductor nato. Involuntariamente, mirabas de esa for-ma a todas las mujeres: la dependienta que te atendía, lacamarera que te abría una puerta. No es que, consciente-mente, desearas a todas aquellas mujeres; pero tu impulsohacia el otro sexo hacía que, sin proponértelo, tu miradafuera ardiente y acariciadora siempre que se posaba sobreuna mujer.

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A mis trece años no lo comprendí, y solamente experimentéla sensación de estar sumergida en fuego. Creí que tu ter-nura no era más que para mí, mía únicamente, y en aquelmomento se despertó la mujer que más tarde llegaría a ser,la mujer que sería tuya para siempre.—¿Quién es? —preguntó mi amiga.De momento, no pude contestar. Me resultaba imposiblepronunciar tu nombre. Se había convertido de pronto enalgo sagrado, en mi secreto.—Oh, no es más que un vecino —repuse ásperamente.—Entonces, ¿por qué te sonrojas cuando te mira? —preguntóde nuevo la niña con la malicia de una criatura curiosa.Me pareció que se burlaba, que iba a descubrir mi secreto,y eso aumentó mi sonrojo. Fui deliberadamente antipáticacon ella:—Tonta —dije enfadada. Sentía deseos de pegarle.Se rió burlonamente hasta que las lágrimas nublaron misojos, a causa de la rabia impotente que sentía. La dejé en lapuerta y subí con premura la escalera.Desde entonces, desde aquella hora, siempre te he amado.Sé muy bien que estás acostumbrado a que las mujeres telo digan. Pero estoy segura de que ninguna te ha amadotan servilmente, con una fidelidad tan acusada, con tantadevoción, como yo te amé y te amo. Nada puede igualar elamor oculto de una niña. Es sumiso y sin esperanza, pacientey apasionado, algo que el amor de una mujer de verdad, lle-na de deseos y exigencias, nunca puede igualar. Nadiemás que los niños abandonados son capaces de sentir una pa-sión semejante. Los otros pueden derramar sus sentimientosen la camaradería, disiparse en las charlas confidenciales.Han leído y oído mucho sobre el amor y saben que a todosllega. Se divierten con él como con un juguete, lo ostentancomo el muchacho que fuma su primer cigarrillo. Peroyo nunca había tenido un confidente, no me habían ense-ñado ni aconsejado, carecía de experiencia y era confiada.

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Acepté mi destino sin reserva. Todo cuanto me sucedía,todo cuanto me animaba, se concentraba en ti, en misfantasías.Mi padre había muerto hacía mucho tiempo. Mi madre nopodía pensar más que en sus preocupaciones y en sus re-cuerdos, en la dificultad de hacer llegar a fin de mes suexigua pensión de viuda, y poco tenía en común con unaniña en la difícil edad del crecimiento. Mis compañeras decolegio, más enteradas que yo y un poco pervertidas, nopodían simpatizar conmigo por la frivolidad con que juzga-ban mi concepto del amor. La conclusión fue que todo loque de mí surgía, que en las otras muchachas generalmen-te se diluye, se concentró en ti. Te convertiste en algo esencial—¿qué palabra expresaría mis sentimientos?—. Te con-vertiste en algo tan esencial como mi propia vida. Nadaexistía si no se relacionaba contigo. Nada tenía sentido sino te concernía.Tú lo cambiaste todo. Había pasado inadvertida en la es-cuela, sin que yo me tomara el menor interés. Entonces, depronto, fui la primera. Leía un libro detrás de otro, hastamuy entrada la noche, porque sabía que eras un amante delos libros. Ante la sorpresa de mi madre, empecé, casi obs-tinadamente, a practicar el piano, porque supuse que tegustaba la música. Cosí y arreglé mis vestidos para hacer-los más presentables a tus ojos. Era un verdadero tor-mento el remiendo que ostentaba el viejo delantal de colegio—hecho de una antigua bata de mi madre—. Temía quelo advirtieras y me despreciaras por ello, de modo que solíacubrirlo con la cartera de los libros cuando subía la escale-ra. Me aterraba la idea de que pudieras ver semejante remien-do. ¡Qué tonta era! Si apenas me volviste a mirar…No obstante, mis días pasaban esperándote y vigilándote.Teníamos en la puerta una mirilla y a través de ella podíaver la tuya. No te rías, querido. Ni siquiera ahora me aver-güenzo de las horas que pasé espiando a través de aquellamirilla. En el vestíbulo hacía mucho frío y también temía

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despertar sospechas en mi madre. A pesar de ello, me man-tuve en el puesto de observación durante largas tardes,durante el curso de meses y años, con un libro en la manoy tensa como una cuerda de violín dispuesta a vibrar alimpulso de tu proximidad.Siempre estaba al lado tuyo, y siempre dispuesta; pero túignorabas esa tensión como ignorabas la del resorte del reloj,que fielmente te marcaba las horas, acompañaba tus pasoscon su tictac apenas perceptible y al que no otorgabas másque una rápida mirada, apenas un segundo entre millones.Sabía todo lo tuyo; cuanto a ti se refería: tus costumbres,las corbatas que llevabas, los trajes que usabas. Pronto lleguéa familiarizarme con tus visitantes habituales; y teníamis simpatías y antipatías. Desde los trece a los dieciséisaños, todas las horas de mi vida fueron tuyas. ¿Qué tonte-rías no llegué a cometer? Besaba la cerradura que habíastocado, recogía una colilla que acababas de tirar y la con-servaba como algo sagrado porque tus labios la habían opri-mido. Mil veces, al atardecer, con un pretexto u otro, salía ala calle para ver en dónde tenías encendida la luz y poderasí, con mayor precisión, situar tu invisible presencia. Du-rante las semanas que permanecías ausente —mi corazónparecía detenerse siempre que veía a Juan bajar tu male-ta—, mi vida carecía de sentido. Triste, mortalmente aburri-da y de mal humor, vagaba sin saber qué hacer, tratando deevitar que mis ojos húmedos traicionaran ante mi madretal desesperación.Sé que todo cuanto estoy relatando aquí es una sarta degrotescos absurdos producto de la fantasía de una niña ex-travagante. Debería estar avergonzada, pero no lo estoy.Nunca mi amor fue más puro ni más ardiente que en aqueltiempo. Podría contarte, durante horas y días enteros, cómoviví contigo a pesar de que apenas me conocías de vista. Noes de extrañar que así fuera, ya que si nos encontrábamosen la escalera y no podía evitar el encuentro, pasaba a tulado rápidamente y con la cabeza baja, temiendo encontrar

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tu ardiente mirada, con la misma prisa del que se lanza alagua antes de ser abrasado por una llama.Durante horas, días, podría referirte cosas de aquellos añosque has olvidado hace tiempo, desmenuzar el calendariode tu vida, pero no quiero cansarte con detalles. Única-mente quisiera explicarte un suceso que data de aquellaépoca; la experiencia más espléndida de mi infancia. Nodebes reírte, ya que, por absurdo que te parezca, tuvo paramí una infinita significación.Creo que era domingo. Estabas en uno de tus frecuentesviajes, y el criado, después de haber sacudido las alfom-bras, las arrastraba penosamente por la puerta entreabier-ta. Eran demasiado pesadas para él y le pregunté, no sinantes haber vencido mi natural timidez, si quería que loayudara. Me miró sorprendido, pero aceptó. ¿Cómo podríascomprender el respeto, la piadosa veneración que expe-rimenté al entrar en aquella casa, al ver tu mundo: el escri-torio ante el cual solías sentarte —sobre él había un jarrónde cristal azul con flores—, los cuadros, los libros? No pudeechar más que una ojeada furtiva, a pesar de que el bonda-doso Juan me había permitido ver más de lo que yo nuncahubiera osado pedir. Pero fue suficiente para absorber laatmósfera y proporcionar alimento fresco a mis ensueñosinfinitos.Ese breve instante resultó el más feliz de mi existencia.Querría explicártelo de forma que pudieras comprendercómo mi vida dependía de la tuya. Querría explicarte aquelminuto y también la hora horrible que le siguió. Como yate he dicho, mis pensamientos, enteramente ocupados porti, me habían dejado insensible a todo lo demás, incluso ami madre. No me preocupaba de lo que hacía, ni de susvisitantes. Apenas si me di cuenta de que un señor mayor,un comerciante de Innsbruck, pariente lejano de ella, solíavisitarnos con frecuencia y permanecía largo rato con no-sotras. Me gustaba que se la llevara al teatro, porque asípodía pensar en ti sin ser molestada, y también podía mirar

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sin temor por la mirilla, que era mi distracción principal,mi única distracción. Un día mamá me llamó con ciertagravedad y me dijo que teníamos que hablar seriamente.Me puse pálida y mi corazón se contrajo. ¿Sospecharía algo?¿Me habría delatado? El primer pensamiento fue para ti, parami secreto, lo único que me unía a la vida. Pero tambiénmamá estaba desconcertada. Nunca me había besado, y enaquella ocasión lo hizo cariñosa y repetidas veces. Me llevóal sofá y empezó a decirme entrecortadamente y con la ver-güenza pintada en el rostro, que su pariente, quien era viu-do, le había propuesto casarse y que, en gran parte pensan-do en mí, había aceptado. Palpité con ansiedad y, no teniendoen la mente más que a ti, balbuceé:—Nos quedaremos aquí, ¿verdad?—No, nos vamos a Innsbruck, donde Fernando tiene unacasa muy bonita.No oí nada más. Todo parecía oscurecerse ante mi vista.Luego, supe que me había desmayado. Mi madre le contó ami padrastro —quien aguardaba tras la puerta— que mismanos se agitaron convulsivamente y mi cuerpo pesabacomo un saco de plomo. No puedo explicarte lo que sucedióen los días siguientes; cómo yo, una criatura indefensa, lu-ché en vano contra los mayores. Incluso ahora, si pienso enello, me tiembla la mano y apenas puedo escribir. Me eraimposible revelar el verdadero motivo y, por lo mismo, mioposición parecía una terquedad infantil.Nadie volvió a decirme nada. Desde entonces, los prepara-tivos se hicieron a espaldas mías. Aprovechaban las horasque pasaba en el colegio. Cada vez que volvía, alguno de losmuebles había sido trasladado o vendido. Mi vida se desha-cía. Por último, una tarde, cuando regresé para cenar, meencontré la casa casi vacía. En las habitaciones desiertasno quedaban más que baúles y paquetes, y dos camas pro-visionales para mamá y para mí. Íbamos a dormir una no-che más para partir al día siguiente a Innsbruck.

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En aquel último día comprendí, de repente, que a partir deese momento no podía ya vivir sin estar a tu lado. Erastoda mi vida. Es difícil decir lo que pensaba, si es que enaquellos instantes de desesperación era capaz de pensaralgo. Mamá no estaba en casa. Tal como iba, con el delan-tal del colegio, me dirigí a tu puerta. Tenía los miembrosrígidos y las articulaciones flojas; creía sufrir la atracciónde un imán. Había pensado tirarme a tus pies y pedirteque me tomaras como criada o como esclava.No puedo remediar el temor que siento al pensar que pue-das reírte del apasionamiento de una chiquilla de quinceaños. Pero no te reirías, amor mío, si pudieras darte cuen-ta de cómo permanecí en el suelo helado, rígida por el te-mor, al tiempo que me sentía arrastrada por una fuerzaenorme, y cómo mi brazo parecía elevarse a pesar mío. Lalucha duró eternos y angustiosos segundos; por último, tiréde la campanilla. Aquel agudo sonido resuena todavía enmis oídos. Siguió un largo silencio, durante el cual mi cora-zón dejó de latir y la sangre se detuvo en mis venas, mien-tras esperaba que vinieras.Pero no viniste. Nadie acudió. Debías haber salido aquellatarde, y Juan probablemente estaba también fuera. Con laextinguida nota de la campana resonando todavía en losoídos, me retiré al hogar vacío y me eché exhausta sobreun colchón, tan agotada por esos pocos pasos como si hu-biera estado caminando horas sobre la nieve.A pesar del cansancio, la determinación que había tomadoera tan firme como antes: quería verte, hablarte, antes deque me separaran de ti. Puedo asegurarte que mi mente noalbergaba ningún deseo impuro; todavía era inocente, qui-zá porque nunca había pensado en nada más que en ti.Solo quería verte otra vez, sentirme a tu lado.Durante toda aquella horrible noche estuve esperándote,amor mío. Tan pronto como mi madre se hubo dormido,me deslicé al vestíbulo para aguardar tu llegada. Era unanoche muy fría de enero. Estaba cansada, me dolían los

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miembros y ya no quedaba ninguna silla donde poder sen-tarme; así, pues, me eché en el suelo y allí permanecí es-tremecida por la corriente de aire que entraba por debajode la puerta, apenas vestida, sin abrigo alguno. No queríaevitar el frío por temor a dormirme y no oírte llegar. Meacometían calambres en la helada oscuridad, y una y otravez tenía que levantarme para combatirlos. Pero esperé,esperé a que regresaras como si mi vida dependiera de ello.Al fin, sobre las dos o las tres de la madrugada, oí abrirse elportal y pasos en la escalera. Se desvaneció la sensación defrío y una ola de calor me invadió. Abrí la puerta suave-mente con el deseo de salir, de echarme a tus pies…, no sélo que habría hecho en mi locura. Los pasos se acercaban.Oscilaba la luz de un candil. Temblando sostenía el pesti-llo. ¿Serías tú el que subía?Sí, eras tú, querido, pero no venías solo. Oí una risa amable,el frufrú de un vestido de seda y tu voz, hablando quedo.Una mujer subía contigo…No sé todavía cómo sobreviví a la angustia de aquella no-che. A las ocho de la mañana siguiente me llevaron aInnsbruck. Ya no me quedaban fuerzas para luchar.

Segundo tiempo

Mi hijo murió la noche pasada. Volveré a estar sola una vezmás si realmente sigo viviendo. Mañana, hombres extra-ños, indiferentes, vestidos de negro, traerán un féretro parael cuerpo de mi único hijo. Quizá también vengan algunosamigos con coronas. Mas, ¿de qué sirven las flores sobre unféretro? Me ofrecerán consuelo con frases triviales. ¡Pala-bras, palabras, palabras! ¿Qué ayuda pueden ofrecer laspalabras? Todo cuanto sé es que voy a estar sola de nuevo.No hay nada más espantoso que estar sola rodeada de se-res humanos. Lo sé por experiencia. Lo comprendí duranteaquellos dos años interminables que habité en Innsbruck,desde los dieciséis a los dieciocho, rodeada de mi familia y

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sintiéndome como una prisionera. Mi padrastro, hombretranquilo y taciturno, era muy amable conmigo. Mi madreaccedía a todos mis caprichos, como si con ello quisieraatenuar una injusticia cometida. Los jóvenes de mi edad sehubieran sentido dichosos de gozar de mi amistad. Pero yofrenaba sus avances con enfado, tercamente. No quería serfeliz ni deseaba vivir contenta lejos de ti; por eso me encerréen un mundo melancólico, lleno de tormento y soledad. Noquería usar los trajes nuevos y alegres que me regalaban,me negaba a asistir a los conciertos o al teatro y no tomabaparte en las animadas excursiones. Apenas salía de casa.¿Puedes creer que en los dos años que viví en aquella pe-queña ciudad no llegué a conocer más de doce calles?Gozaba con el sufrimiento; renuncié a la sociedad y a todoplacer, embriagándome con el deleite de la mortificaciónque, de este modo, añadía al dolor de no verte. Por lo de-más, no hubiera permitido que nada me apartara de miúnico anhelo: vivir solo para ti. Sentada en casa, sola, horatras hora, día tras día, no hacía más que pensar en ti, re-volvía sin cesar en mi mente los cien queridos recuerdos,renovaba cada movimiento y cada espera y ensayaba esosepisodios en el teatro de mi fantasía. La constante evoca-ción de los años de la infancia, desde el día que llegaste ami vida, ha fijado los detalles en mi memoria hasta tal pun-to, que puedo recordar cada minuto de aquellos años pasa-dos con la misma precisión que si fuera ayer.Mi vida seguía dependiendo de la tuya. Compré todos tuslibros. Si en los periódicos se mencionaba tu nombre, el díaera considerado festivo. ¿Podrías creerme si te dijera quede tanto leer las obras que escribiste me las sé de memoria,línea por línea? Si, durante la noche, alguien me desperta-ra y me leyese una frase al azar, continuaría el relato sinequivocarme; incluso ahora podría hacerlo, después de treceaños. Cualquiera de tus palabras era sagrada para mí. Elmundo carecía de interés salvo en lo que a ti concernía. Leíaen los periódicos vieneses las reseñas de los conciertos yde los estrenos, y me preguntaba cuáles serían los que te

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podrían interesar. Cuando se hacía de noche te acompaña-ba mentalmente y me decía: “Ahora, entra en el vestíbulo,ahora toma asiento”. Tales eran mis imaginarias fantasías,que se repetían una y mil veces simplemente porque enuna ocasión te vi en un concierto.¿Por qué recordar ahora todas esas cosas? ¿Para qué refe-rir la trágica desesperación de una niña abandonada? ¿Paraqué decírtelo, si nunca has sabido nada de mi admiración ode mi pena? Pero, ¿seguía siendo niña? Tenía diecisiete,dieciocho años; en la calle los jóvenes se volvían a mirar-me, pero no conseguían sino ponerme de mal humor. Amara alguien que no fueras tú, o imaginarlo, era algo imposi-ble, ya que el mero acto de ternura por parte de otro hom-bre me hubiera parecido un crimen. Mi amor seguía siendotan inmenso como antes, pero al crecer mi cuerpo y des-pertarse los sentidos, cambió de carácter para convertirseen un amor más ardiente: en el amor de una mujer de ver-dad. Lo que había estado oculto a los ojos de la muchachainocente, de la niña que había llamado a tu puerta, eraahora mi único anhelo. Quería ser enteramente tuya.Quienes me trataban me creían reservada y tímida. Perotenía un propósito inquebrantable. Todo mi ser estaba di-rigido a un único fin: volver a Viena, volver a ti. Luchépara conseguir tal objetivo, que tan incomprensible y desati-nado parecía a los otros. Mi padrastro gozaba de una situa-ción desahogada y me trataba como a una hija. Insistí, sinembargo, en que quería ganarme la vida por mí misma, yal fin logré que consintieran en mi regreso a Viena comoempleada en una casa de modas, que pertenecía a un pa-riente próximo suyo.¿Necesito decirte adónde me llevaron los primeros pasosen aquella brumosa tarde de otoño, cuando al fin, ¡al fin!,me encontré en Viena? Dejé mi equipaje en consigna y toméun tranvía. ¡Qué despacio caminaba! Cada parada era unnuevo tormento. Por último, llegué a la casa. Mi corazónbrincó de alegría cuando vi luz en tu ventana. La ciudad,

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que tan remota y triste me había parecido, se llenó de vidade repente. Yo misma volvía a vivir, ahora que estaba denuevo junto a ti, mi eterno sueño. Cuando ya no nos sepa-raba nada más que el frío y brillante cristal, podía ignorarel hecho de que en realidad estaba tan lejos de tu mentecomo si nos hubieran separado montes, valles y ríos. Erasuficiente que pudiera seguir mirando tu ventana. En ellabrillaba una luz; aquella era tu casa, tú estabas ahí; aque-llo era mi mundo. Durante dos años había soñado con esemomento y al fin había llegado. Estuve parada allí todaaquella tarde cálida y brumosa, hasta que la luz se apagó.Entonces, busqué mi propio domicilio.Tarde tras tarde volví al mismo lugar. Trabajaba hasta lasseis. El trabajo era pesado, pero me gustaba, ya que el mo-vimiento de la sala de pruebas ocultaba el torbellino de micorazón. Y al instante de cerrar ruidosamente las puertas,volaba hacia mi querido rincón. Verte de nuevo, encontrarmecontigo tan solo una vez, era todo cuanto deseaba, aunquefuera a distancia y me limitara a devorar tu rostro con lamirada. Al fin, después de una semana, te hallé. El encuen-tro me cogió por sorpresa. Estaba mirando la ventana cuan-do surgiste de improviso en la calle. Al instante, volví a serniña otra vez, la niña de trece años. Mis mejillas se sonroja-ron. A pesar del deseo enorme de contemplar tu rostro, bajéla cabeza involuntariamente y eché a andar con rapidez,como si me persiguieran. De inmediato, sentí haber hui-do como una colegiala, puesto que tenía conciencia de misverdaderos deseos. Quería encontrarte; quería que me re-conocieras después de todos aquellos años aburridos, quete dieras cuenta de mi presencia, que llegaras a amarme.Pero durante largo tiempo no te fijaste en mí, no obstantepermanecer frente a tu casa cada noche, incluso cuandonevaba o soplaba el crudo viento de los inviernos vieneses.A veces, aguardaba en vano muchas horas. A menudo, cuan-do salías, lo hacías acompañado de amigos. Por dos veces tevi con una joven, y el hecho de que al fin yo había despertado,de que mi sentimiento hacia ti era algo nuevo y diferente,

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me fue revelado por la súbita contracción del corazón alver una mujer desconocida familiarmente cogida de tu bra-zo. No me sorprendió tal visión. Desde mi infancia recuer-do la gran cantidad de visitas femeninas que recibías; peroentonces aquella realidad me produjo un definido dolor fí-sico. Tuve una sensación mixta de enemistad y deseo cuan-do presencié tu abierta manifestación de intimidad con laotra, y por una vez, estimulada por ese orgullo juvenil delque quizá nunca esté liberada, me abstuve de la visita ha-bitual; pero ¡cuán vacía y horrible me pareció aquella tar-de de reto y renuncia al mismo tiempo! Al día siguienteestaba, de nuevo, ante tu ventana; esperando llena de hu-mildad, como siempre he esperado frente a tu vida, ocultapara mí.Al fin llegó la hora en que me descubriste. Te vi llegar des-de cierta distancia, y traté de reunir mis fuerzas para evi-tar la consiguiente huida. Como si la suerte lo hubieraprevisto, un carro muy cargado ocupaba la calzada, obstru-yéndola, de forma que tuviste que pasar por mi lado. Sinproponértelo, tus ojos encontraron mi rostro y de inmedia-to, a pesar de que apenas habías notado la atención de mimirada, tu faz adquirió aquella expresión que solías mos-trar al mirar a las mujeres. Este recuerdo me hirió comouna corriente eléctrica —aquella mirada acariciadora ydecidida con la que años antes, siendo niña, se había des-pertado la mujer—. Durante un segundo o dos tus ojos memiraron sin que yo pudiera desviar los míos; luego pasas-te. Me latía el corazón con tal violencia que me vi obligadaa detenerme, y cuando, movida por una curiosidad irresis-tible, volví la cabeza para verte, continuabas parado y se-guías mirándome. El inquisitivo interés de tu expresiónme convenció de que no me habías reconocido.No me reconociste entonces, como nunca me has reconoci-do. ¿Cómo describir mi desengaño? Aquella fue la primerade las decepciones, amor mío; la primera vez que soporté lapersistente condición de mi destino: el que nunca me ha-yas reconocido; el que vaya a morir desconocida. ¡Ah!,

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¿cómo hacerte comprender mi desengaño? Durante los añosque viví en Innsbruck nunca cesé de pensar en ti. La ideade nuestro próximo encuentro en Viena siempre estaba pre-sente en mi pensamiento. Variaba según mi estado de áni-mo, pasando de las más funestas a las más halagüeñasposibilidades. Había imaginado todas las variantes conce-bibles. En momentos de depresión me había parecido queme despreciarías, que me rechazarías por no ser de tu mun-do o por importunarte; por ser fea, insignificante o pre-suntuosa. Había previsto mentalmente cualquier forma po-sible de abandono, frialdad o indiferencia. Pero nunca, enel paroxismo de la depresión, en la más clara evidencia demi insignificancia, había podido sospechar la más horri-ble de las posibilidades: que nunca hubieras tenido con-ciencia de mi existencia.Ahora comprendo —¡tú me lo has enseñado!— que el ros-tro de una niña o de una mujer, es algo en extremo variablepara un hombre. Por lo general, no es más que la visión deun momento que se desvanece, tan rápido, como la imagenreflejada en un espejo. Un hombre puede olvidar con pron-titud el rostro de una mujer, porque la edad modifica losrasgos y, porque en épocas diferentes, los vestidos cambiansu aspecto. La mujer adquiere resignación a medida queaumenta su experiencia. Pero yo, todavía una niña, era in-capaz de comprender tu olvido. Mi mente había estado tanllena de ti desde el día en que te vi, que me había forjado lailusión de que, recíprocamente, a menudo pensabas en míy me aguardabas. ¿Cómo hubiera podido seguir viviendo sihubiese sabido que no representaba nada para ti, que noocupaba un lugar en tu memoria? Al mirarme aquella no-che y mostrarme que, por tu parte, no existía el más levelazo, por sutil que fuese, que uniera tu vida con la mía,significó mi primer contacto con la realidad, me trajo elprimer aviso de mi destino.No me reconociste. Dos días después, cuando nuestros ca-minos volvieron a cruzarse y me miraste con cierta in-timidad, no reconociste a la niña que te amaba desde hacía

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tanto tiempo, y en la que habías despertado su sentimien-to de mujer; reconociste, simplemente, el rostro agradablede la jovencita de dieciocho años, encontrado dos días an-tes en el mismo sitio. Tu expresión denotaba una agrada-ble sorpresa. Una sonrisa se dibujó en tus labios. Pasastede largo como entonces, y como entonces detuviste los pa-sos de repente. Yo temblaba, me regocijaba, deseaba a todacosta que me hablaras. Sentí que por primera vez teníavida para ti; anduve despacio y no traté de huir. De pronto,te oí muy cerca. Sin volverme, comprendí que enseguidaiba a escuchar tu amada voz dirigiéndose a mí. Estaba casiparalizada por la expectación y mi corazón latía con tantafuerza que temí sentir la necesidad de detenerme. Estabas ami lado. Me saludaste con afecto, como si fuéramos viejosamigos —a pesar de no reconocerme, aunque nunca has lle-gado a saber nada de mi existencia—. Tus maneras erantan llanas y agradables que fui capaz de responderte sinninguna duda. Caminamos a lo largo de la calle y me pre-guntaste si podíamos cenar juntos. Accedí. ¿Hay algo queyo hubiese podido negarte?Cenamos en un pequeño restaurante. Es posible que lo ha-yas olvidado. Para ti debe ser uno entre tantos. Y yo misma,¿qué era para ti? Una entre centenares, una aventura, unnuevo eslabón para tu cadena sin fin. ¿Qué sucedió aquellanoche para que me recuerdes? Apenas hablé, porque mesentía tan inmensamente feliz de tenerte a mi lado y deoírte hablar, que no quería desperdiciar ni un momento conpalabras o preguntas absurdas. No dejaré nunca de estarteagradecida por aquella hora, por tu manera de justificarmi ardiente admiración. Nunca olvidaré el tacto que des-plegaste. No hubo ninguna demostración indebida de ternurani caricias presurosas. No obstante, me trataste con unaconfianza tan cordial, tan familiar, desde el primer mo-mento, que me habrías ganado aun en el supuesto casode que mi ser no fuera tuyo desde siempre. ¿Podría hacertecomprender lo mucho que representaba para mí el hecho

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de que mis cinco años de espera infantil se vieran tancolmados?Fue haciéndose tarde y salimos del restaurante. En la puertame preguntaste si tenía prisa o si disponía todavía de ciertotiempo. ¿Cómo podía ocultarte que era tuya? Repuse que te-nía mucho tiempo. Entonces, después de una momentáneavacilación, me propusiste ir a tu casa para seguir charlan-do. “Encantada” —repuse con presteza, delatando así missentimientos—. No dejé de observar la sorpresa que te pro-dujo la rapidez de mi aprobación. No puedo asegurar si tesentiste vejado o complacido, pero lo que sí puedo afirmar esque mostraste sorpresa. Hoy, por supuesto, comprendo tuasombro. Ahora sé que es usual en una mujer, aun en el casode desear ardientemente el amor de un hombre, fingirdisgusto, simular temor o indignación. Para obtener suconsentimiento son necesarias súplicas vehementes, men-tiras, juramentos y promesas. Sé que solo las profesionalesdel amor, las prostitutas, suelen responder a invitaciones deesa clase alegremente, con un consentimiento franco, y aca-so también las muchachas inocentes. ¿Cómo podías com-prender que, en mi caso, el rápido asentimiento era el gritode un deseo eterno, el despertar de anhelos que habían per-sistido durante mil días y más?En todo caso, mi actuación despertó interés; me había hechointeresante a tus ojos. Mientras paseábamos juntos, sentíque tratabas de clasificarme a través de nuestra charla. Tupercepción, tu conocimiento profundo de toda la gama delas emociones humanas, te hacía comprender que habíasencontrado a alguien diferente; que aquella bonita y com-placiente joven escondía un secreto. Tu curiosidad se ha-bía despertado, y con tus discretas preguntas intentasteaveriguar mi misterio. Pero mis respuestas eran evasivas.Prefería aparecer como una tonta antes que develar misecreto.Subimos a tu apartamento. Perdóname, querido, por decir-te que no puedes comprender todo cuanto significaba paramí el subir esas escaleras contigo, cómo me embargaba la

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felicidad hasta casi sofocarme. Incluso, ahora apenas pue-do pensar en ello sin que las lágrimas pugnen por sal-társeme, a pesar de que se han secado mis ojos.Todo lo de aquella casa había quedado impreso en mi pa-sión; cada cosa era un símbolo de mi infancia y de mis deseos.Allí estaba la puerta donde mil veces había aguardado tullegada; los escalones donde oía tus pasos y donde te vi porprimera vez; la mirilla a través de la cual había observadotus idas y venidas; la estera donde una vez me arrodillé; elsonido de la llave en la cerradura, que siempre había sidouna señal para mí. Mi infancia y sus pasiones se hallabanencerradas en aquellos pocos palmos de terreno. Allí esta-ban todos los momentos vividos y surgían ante mí como unhuracán, cuando todo se estaba consumando, cuando ibacontigo, contigo, a tu casa, a nuestra casa.No olvides —mi manera de expresarme puede parecertetrivial, pero no encuentro palabras más adecuadas— quehasta tu puerta llegaba mi mundo real, el aburrido y mo-nótono mundo de mi vida anterior. Ante ella empezaba elmágico mundo de mi imaginación infantil. El reino deAladino. Piensa cómo, mil veces, mis ojos ardiendo habíanestado fijos en aquella puerta por la que estaba cruzan-do, en aquel momento, mi cabeza como un torbellino, ytendrás una remota idea de lo que representaba aquel tre-mendo minuto.Pasé toda la noche contigo. No podías imaginarte que an-tes de ti ningún otro hombre hubiera visto mi cuerpo.¿Cómo podías sospecharlo, si no había opuesto ningunaresistencia ni expresado ninguna vergüenza, por temor atraicionar mi secreto? Aquello te habría alarmado; no tepreocupas más que por las cosas que discurren con facili-dad, por lo que es leve, imponderable. Temes verte envuel-to en cualquier otro destino. Te gusta ofrecerte librementea todo el mundo, pero no hacer sacrificios. No me juzguesmal cuando te diga que me ofrecí a ti siendo doncella. No teestoy culpando de nada. No me atrajiste, no me desilusio-naste ni tampoco me sedujiste. Me eché en tus brazos; salí

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al encuentro de mi destino. No te guardo más que agrade-cimiento por aquella noche. Cuando abrí los ojos en la oscuri-dad y te sentí a mi lado, imaginé que estaba en el cielo, y laausencia de las brillantes estrellas me sorprendió. Mientrasdormías, te oía respirar, sentía tu presencia. Estaba tan cer-ca de ti que derramé lágrimas de felicidad.Me fui temprano, por la mañana. Tenía que ir al trabajo yademás quería hacerlo antes de que llegara tu criado. Cuan-do ya estuve dispuesta para marchar, me rodeaste con tusbrazos y me miraste largamente. ¿Sería que un vago y borro-so recuerdo se agitaba en tu mente, o simplemente que miradiante felicidad me hacía parecer hermosa? Me besasteen los labios y, cuando ya me iba, me preguntaste: “¿Noquieres llevarte unas flores?” Había cuatro rosas blancasen el jarrón de cristal azul, sobre tu escritorio —lo recor-daba desde aquella ojeada fugaz de mi infancia—, y me lasdiste. Las conservé muchos días y solía besarlas a menudo.Antes de separarnos habíamos convenido un segundo en-cuentro. Volví a tu casa y de nuevo estuvo todo lleno deencanto y maravilla. Me concediste aún una tercera no-che. Después, dijiste que tenías que abandonar Vienadurante algún tiempo —¡oh, cómo detestaba tales viajesdesde que era niña!— y me prometiste que sabría de titan pronto como estuvieras de regreso. No quise dartemás que un apartado de correos y callé mi nombre. Guar-dé mi secreto. Una vez más me ofreciste algunas rosas almarcharme.Día tras día, durante dos meses, me pregunté… No, noquiero describirte la angustia de aquella espera ni mi deses-peración. No me quejo ni te reprocho nada en absoluto.Te quiero tal como eres, ardiente y olvidadizo, generoso einfiel. Te quiero tal como siempre has sido.Volviste mucho antes de aquellos dos meses. La luz en tusventanas me lo indicó, pero no me escribiste. En mis últi-mas horas no tengo ni una línea escrita por tu mano, ni

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una línea de aquel a quien he dado la vida entera. Esperé,esperé desesperadamente. No me llamaste, no me escribis-te ni una palabra, ni una sola palabra…

Tercer tiempo

Mi hijo, que murió ayer, también era tuyo. Era tu hijo,fruto de una de aquellas tres noches. Era tuya, y tuya fuidesde entonces, mi amor, hasta la hora en que nació. Mesentía como dignificada por ti, y no me hubiera sido posi-ble aceptar las caricias de cualquier otro hombre. Eranuestro hijo, querido; el fruto de mi amor consciente y de tudescuidada, pródiga y casi involuntaria ternura. Nuestrohijo, nuestro niño, nuestro único hijo. Quizá te asustes,quizá solo te sorprendas. Te preguntarás por qué nunca tehe hablado de ese niño; y por qué, habiendo guardado si-lencio durante tantos años, te hablo de él ahora que yacedurmiendo su último sueño, ahora que me acaba de dejarpara siempre y que nunca, nunca, volverá. ¿Cómo podíadecírtelo? Yo era una desconocida, una muchacha que solose había mostrado ansiosa de pasar contigo aquellas tresnoches. Nunca hubieras creído que yo, la compañera sin nom-bre de un encuentro casual, te fuera fiel a ti, que has sidoinfiel constantemente. Nunca hubieras aceptado sin re-celo a mi hijo como tuyo.Incluso, en el supuesto caso de que hubieras confiado enmi palabra, habrías conservado, no obstante, la secreta sos-pecha de que aprovechaba el lance casual para ofrecer unpadre en buena situación al hijo de otro amante. Hubierasrecelado. Siempre se hubiera interpuesto una sombra dedesconfianza entre tú y yo, y no lo hubiera podido sopor-tar. Además, te conozco; quizá mejor de lo que tú mismocreas conocerte. Tú amas, pero sin preocuparte, conservan-do el corazón libre y tranquilo; eso es lo que entiendes poramor. Te hubiera resultado insoportable aparecer de impro-viso convertido en padre; ser responsable del destino de un

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niño. La libertad es tan necesaria para ti como el aire querespiras, y yo te habría parecido una cadena. Interiormen-te, aun en contra de tu conciencia, me habrías odiado comoa una rémora personificada. Quizá, solo de vez en cuando,durante una hora o un breve minuto, te habría parecidouna carga. Pero mi orgullo no me permitía, ni por un ins-tante, ser una sombra en tu vida. Prefería arrostrar solalas consecuencias antes que ser una carga para ti; queríaser la única, entre las mujeres que has tratado íntimamen-te, en la que solo pensaras con amor y agradecimiento. Sinembargo, ya ves, nunca has pensado en mí. Me has olvidado.No te acuso, amor mío. Créeme, no me quejo. Debes perdo-narme si por un momento, aquí o allá, mi pluma parecebañada en amargura. Debes perdonarme; mi hijo, nuestrohijo, yace entre cuatro cirios oscilantes. El dolor es másfuerte que yo. Perdona mis lamentos. Sé que eres compasi-vo y siempre estás dispuesto a ayudar. Ayudas al primerextraño que te lo pide. Pero tu caridad es peculiar; no tie-ne ataduras. Cualquiera puede obtener de ti lo que puedaagarrar con ambas manos. Y aun así, debo confesar que tubondad discurre lentamente. Necesitas que te lo pidan.Ayudas a aquellos que lo solicitan; ayudas por vergüenza,por debilidad y no por el placer de hacerlo. Déjame decirteque aquellos que se ven aquejados por el dolor y el tormen-to, no están más cerca de ti que tus hermanos en la felici-dad. No obstante, es duro, muy duro, pedir algo a los de tuclase, incluso entre los más amables.En cierta ocasión, siendo niña todavía, espiaba a travésde la mirilla de nuestra puerta y observé como dabas unalimosna a un pobre que había llamado. Se la diste de ma-nera presta y espontánea, casi antes de que hubiera ha-blado. Pero mostraste cierto nerviosismo y apresuramientoen tus modales, algo así como si quisieras quitártelo de en-cima cuanto antes; parecías temer el encuentro con susojos. Nunca olvidé aquel modo tímido y trabajoso que usastepara dar una limosna; aquel evitar una palabra de agradeci-miento. Por esto nunca te busqué en mis tribulaciones. Sé

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que me habrías concedido cuanta ayuda hubiera necesi-tado, aun cuando sospecharas que el niño no era tuyo. Mehubieras ofrecido comodidades y dinero, gran cantidad dedinero; pero siempre con una impaciencia encubierta, conun secreto deseo de desprenderte de la preocupación. In-cluso, llego a creer que me hubieras aconsejado deshacer-me del futuro ser. Eso era lo que más temía, porque sabíaque hubiera hecho cuanto quisieras. Pero mi hijo era todopara mí. Era tuyo; eras tú vuelto a nacer —tú, pero noesa persona feliz e inconsciente a quien nunca puedo es-perar poseer, sino tú siempre para mí, carne de mi carne,íntimamente ligado con mi propia vida—. Al fin te poseíapara siempre; podía sentir tu sangre discurrir por misvenas; te podía alimentar, acariciar, besar tantas vecescomo mi alma lo deseara. Por eso, me sentí tan feliz cuan-do me di cuenta de que esperaba un hijo tuyo, y esa estambién la razón por la que te lo oculté. A partir de en-tonces ya no te podías escapar; eras mío.Pero no quiero ocultarte que los meses de espera no fuerontan felices como yo había imaginado en los primeros mo-mentos de transporte. Estuvieron llenos de dolor y cuida-dos, llenos de fatiga ante la crueldad de la gente. Las cosasse me pusieron difíciles. En los últimos días no pude con-servar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastrohubiesen advertido el estado en que me hallaba y habríanavisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mimadre, de modo que en la última temporada del embarazome las arreglé con el producto de la venta de las pequeñasjoyas que poseía. Una semana antes de internarme, mi la-vandera robó el poco dinero que me quedaba y tuve queacudir a la Maternidad.El niño, tu hijo, nació allí, en aquel refugio de miserables,entre las muy pobres, las prostitutas y las enfermas. Eraun lugar horrible, donde todo resultaba extraño, descono-cido. Nos sentíamos ajenas las unas de las otras y yacíamosen nuestra soledad, unidas únicamente por nuestra pobre-za y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en

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aquella sala impregnada de olor a cloroformo y sangre, yrodeadas de gritos y lamentos. En esas salas, la pacientepierde toda su individualidad, salvo la que permanece en sunombre escrito en lo alto de su cabecera. Lo que reposa en lacama es solo un pedazo de carne estremecida, un objeto deestudio… ¡Ah, las madres que dan a luz en su casa, rodea-das de la solicitud impaciente de sus esposos, no saben loque representa, en este trance, sentirse sola e indefensaante el cinismo, disfrazado de ciencia, de los médicos jóve-nes o la avaricia inconcebible de las enfermeras!Te pido perdón por hablarte de estas cosas. Nunca másvolveré a hacerlo. Durante once años he guardado silencio ypronto estaré muda para siempre. Una vez por lo menostenía que hablar alto, hacerte saber cuán costosamente vinoal mundo este niño, este niño que fue mi delicia y que aho-ra reposa para siempre. Había olvidado aquellas horas tanpenosas; las habían ocultado sus sonrisas, su voz; las habíaolvidado en mi felicidad. Ahora, después de muerto, la tor-tura ha vuelto a tomar forma y, por esta vez, siento la nece-sidad de contártelo.Pero no te acuso; ni un solo momento te he guardado rencor.Ni siquiera en la agonía del alumbramiento estaba resenti-da contra ti. No me arrepiento del goce que he disfrutadocon tu amor; nunca he cesado de amarte ni de bendecir lahora en que fijaste la meta de mi vida. Si de nuevo se pre-sentara la misma coyuntura, a conciencia de lo que iba aacontecer, pagaría aquella dicha con cualquier castigo y locumpliría, contenta, tantas veces como fuera preciso.

Cuarto tiempo

Nuestro hijo murió ayer. Era nuestro, aunque nunca lo co-nociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el másbreve contacto contigo, y tus ojos nunca han descansadosobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durantelargo tiempo. Mis ansias de verte eran menos intensas y

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creo que mi amor no era tan apasionado; desde que teníaal niño, mi amor, en realidad, era menos obsesivo. No que-ría dividirme entre tú y él, y, por tanto, prescindí de ti, queeras feliz e independiente, y opté por el niño. Él me necesi-taba, debía cuidar de su alimento y lo podía besar o acari-ciar cuanto quisiera.Parecía como si me hubiera curado del eterno anhelo. Lacondena, al fin, había sido levantada con el nacimiento detu hijo, que me pertenecía de verdad. Desde entonces, po-cas veces mis sentimientos me han conducido humildemen-te hasta tu casa. Solo un detalle: siempre te he mandadoun ramo de rosas blancas el día de tu cumpleaños, como lasrosas que me ofreciste después de nuestra primera nochede amor. ¿No se te ha ocurrido preguntarte nunca, duran-te estos diez u once años, quién las mandaba? ¿Has recor-dado si alguna vez ofreciste a una muchacha un ramo deflores semejantes? Yo no lo sé ni lo sabré nunca. Para míera suficiente el enviártelas desde la oscuridad; me basta-ba revivir en la memoria, una vez al año, el recuerdo deaquella hora.Nunca viste a nuestro pobre hijo. Hoy me pesa habérteloocultado, porque estoy segura de que lo hubieras querido.Nunca lo viste sonreír cuando abría los ojos al despertar-se, unos ojos oscuros e inteligentes que recordaban lostuyos, aquellos ojos con los que miraba ávidamente, conalegría, a su madre y al mundo entero. Era tan brillante,tan cariñoso… Tenía toda tu ligereza y tu inquieta imagina-ción —naturalmente, en la forma que puede manifestarseen un niño—. Se pasaba horas enteras jugando con las co-sas, enamorado de un objeto cualquiera, igual que tú jue-gas con la vida; más tarde, poniéndose serio, se sentabafrente a sus libros. Eras tú, vuelto a nacer. Esa mezcla dealegría y seriedad que te caracteriza, esa dualidad de ca-rácter se hacía cada vez más palpable en él, y cuanto másse parecía a ti, más lo quería. Era buen estudiante y ha-blaba en francés con mucha soltura. Sus cuadernos eranlos más cuidados de la clase. ¡Qué hombrecito más tieso

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y guapo! Cuando en verano lo llevaba a la playa, a Grado,las mujeres solían pararlo y le acariciaban sus largos ca-bellos rubios. En Semmering, la gente se volvía a mirarlomientras jugaba en el tobogán. Era tan guapo, tan bueno,tan atractivo… El año pasado ingresó en el pensionado yempezó a llevar el uniforme: un uniforme de paje del si-glo dieciocho con una pequeña daga al cinto. Ahora elpobrecito yace solo con su camisa, los labios pálidos y lasmanos cruzadas.Debes asombrarte ante la costosa educación que escogí parael niño, hecha de lujo y despreocupación. ¿Cómo era posi-ble que yo pudiera proporcionarle esa brillante iniciaciónen la vida confortable de los adinerados? Querido, te estoyhablando desde la oscuridad. Te lo diré sin avergonzarme.Por favor, no te estremezcas. Me vendí. No fui una mujerde la calle, una prostituta vulgar, pero me vendí. Mis ami-gos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principiolos tuve que buscar, pero muy pronto fueron ellos los queme buscaron, porque yo era —¿te diste cuenta alguna vez?—una mujer hermosa. Todos aquellos a quienes pertenecí mefueron adictos. Todos llegaron a ser fervientes admirado-res. Todos me amaron, todos excepto tú, amor mío, excep-to tú, a quien amé siempre.¿Me despreciarás ahora por saber lo que hice? Estoy segu-ra de que no. Sé que lo comprenderás; sé que comprende-rás que lo hice por ti, por tu otro yo, por tu hijo. Durantemi estancia en la Maternidad, comprobé toda la amargurade la pobreza. Supe que en el mundo el pobre es siempre laeterna víctima. No podía soportar la idea de que tu hijo, tuadorable hijo, fuera a vivir en aquel abismo, entre la corrup-ción de la calle, respirando el aire viciado de los arrabales.Sus tiernos labios no debían aprender el lenguaje del arro-yo; su delicada y blanca piel no debía irritarse por el ásperoy sórdido ropaje de los miserables. Tu hijo debía tener lomejor en todo, toda la riqueza y la alegría del mundo. Te-nía que seguir tus pasos en la vida, ser digno de vivir en lamisma esfera que tú.

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Ese es el motivo, el único, amor mío, por el que me vendí.No me costó ningún sacrificio, ya que las palabras “honor”y “deshonor” me eran insignificantes. Tú eras el único aquien mi cuerpo podía pertenecer y no me querías; ¿quéimportaba, pues, a quién se lo ofrecía? El cariño de miscompañeros, incluso sus muestras de pasión, nunca encon-traban en mí ningún eco, aunque muchos de ellos fueranpersonas a quienes no debía más que respeto y, a pesar delrecuerdo de mi propio destino, que me hacía simpatizarcon ellos por su amor no correspondido. Todos aquelloshombres fueron buenos conmigo; todos me mimaron y lle-naron de afecto, todos me trataron con respeto. Uno deellos, un viudo maduro y con título, consiguió, haciendouso de su influencia, ingresar a mi hijo sin padre, a tu hijo,en el colegio. Aquel hombre me quería como a una hija.Tres o cuatro veces me pidió que me casara con él. Hoypodía ser marquesa y poseer un magnífico castillo en Tirol.Estaría libre de complicaciones, ya que el chico hubieratenido un padre afectuoso y yo un marido apacible, distin-guido y bondadoso. Insistí en mi negativa a conciencia deque le haría daño. Es posible que fuera una locura de miparte. De haber aceptado, llevaría una vida tranquila y reti-rada en cualquier lugar, y mi hijo estaría conmigo todavía.¿Por qué esconderte el motivo de mi negativa? No queríaatarme. Deseaba permanecer libre para ti en todo momen-to. En lo más recóndito de mi ser, en el subconsciente, conti-nuaba soñando con la locura de mi infancia. Quizá algúndía me llamarías a tu lado, aunque no fuera más que poruna hora. Desde el primer despertar a mi estado de mujer,¿mi vida no había sido una constante espera, aguardandoun acto de tu voluntad?Al fin, la hora tan esperada llegó. Y ni siquiera esta vezsupiste que había llegado, amor mío. Cuando aparecí denuevo, no me reconociste. Nunca me has reconocido, nun-ca, nunca. Te encontraba bastante a menudo en tea-tros, conciertos, en el Prater, por todas partes. Mi corazónlatía con violencia cada vez que nos cruzábamos, pero tú

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siempre pasabas distraído por mi lado. Me había converti-do, en lo que se refiere a la apariencia exterior, en una per-sona distinta. La tímida jovencita era ahora una mujer, her-mosa según decían, ataviada con vestidos caros, rodeadade admiradores. ¿Cómo podías relacionarme con aquellatímida muchacha que habías conocido a la incierta luz detu dormitorio? A veces, mi acompañante te saludaba, y, enaquellas ocasiones, esperaba que tus ojos delataran algúnestremecimiento al devolver el saludo, pero tu mirada erasiempre la de un cortés desconocido, una mirada de respe-to, pero nunca de reconocimiento, distante, desesperada-mente distante.Recuerdo que una vez, esa actitud habitual, ese olvido de mipersona, fue una tortura para mí. Estaba en un palco delteatro de la ópera con un amigo, y tú en el de al lado. Lasluces se atenuaron cuando empezó la obertura. Ya no podíaver tu rostro, pero sentía tu respiración tan próxima comosi estuviéramos en tu habitación; tu mano, fina y elegante,descansaba en el antepecho cubierto de terciopelo. Meembargaba un infinito deseo de inclinarme a besar humilde-mente aquella mano, cuyas caricias había conocido. A losacordes de la orquesta, mis ansias se hacían más intensas.Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para mantener loslabios alejados de tu querida mano. Cuando acabó el primeracto le dije a mi amigo que quería marcharme. Me resultabaintolerable tenerte sentado a mi lado en la oscuridad, tanpróximo y al mismo tiempo tan lejano.Pero la hora llegó una vez más, solo otra vez, la última enmi pobre vida. No hace más que un año, al día siguientede tu aniversario, mis pensamientos habían estado conti-go más que nunca, pues solía conceder a ese día la catego-ría de fiesta. Por la mañana temprano, compré las rosasblancas enviadas anualmente como recuerdo de un mo-mento que tú ya has olvidado. Por la tarde, me llevé a mihijo de paseo y juntos fuimos a tomar el té. Por la noche,estuvimos en el teatro. Quería que considerara aquel díacomo un místico aniversario de su infancia, a pesar de nopoder conocer la razón.

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El día siguiente lo pasé con mi amigo de aquella época, unjoven y adinerado fabricante de Brünn, con el que habíavivido dos años. Estaba apasionadamente enamorado demí, y también quería casarse conmigo, pero me negué, sinrazón aparente, aunque me abrumaba con los regalos yatenciones que tenía para mí y para el niño, y con la sim-patía que emanaba su torpe y dócil devoción.Fuimos a un concierto donde nos reunimos con un grupo degente muy animada. Cenamos en un restaurante de laRingstrasse, y mientras charlábamos y reíamos propuse tras-ladarnos a un salón de baile: el Tabarín. En general, seme-jantes sitios, donde la falsa alegría es siempre expresión deembriaguez parcial, me resultaban odiosos y apenas los fre-cuentaba. Pero, en aquella ocasión, una extraña fuerza pa-recía arrastrarme y me condujo a hacer la proposición, quefue aclamada con júbilo por los otros. Me sentía presa deuna impaciencia inexplicable, como si algo extraordinariome estuviera aguardando. Como siempre, acostumbrados acomplacerme, todos accedieron a mi ruego. Fuimos al salónde baile, bebimos champaña y me asaltó un repentino acce-so de animación poco frecuente. Bebí una copa tras otra,con una alegría casi dolorosa; me uní al coro de una canciónagradable, y me sentí de humor para bailar con entusiasmo.Mas de pronto, noté como si una mano helada o ardiente mehubiera agarrado el corazón. Tú estabas sentado con unosamigos en la mesa inmediata a la nuestra y me mirabas conesa mirada acariciadora y codiciosa, aquella mirada que siem-pre me había conmovido más allá de la razón. Por primeravez, después de diez años, volvías a mirarme con toda lafuerza de tu inconsciente pasión.Era tanta mi agitación, que poco faltó para que la copa secayera de mis manos temblorosas. Por fortuna, mis compa-ñeros ni se dieron cuenta de mi estado. Sus sentidos estabanun poco embotados entre aquel barullo de risas y de música.Tu mirada se hacía cada vez más ardiente y enardecía missentidos. No estaba segura de si al fin me habías reconocido,

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o si tu deseo había sido despertado por una mujer aparen-temente desconocida. Mis mejillas ardían, y hablaba sinsaber lo que decía. No pudiste dejar de apreciar el efectoque tu mirada me producía, e hiciste un imperceptiblemovimiento de cabeza para indicarme que saliera. Luego,después de haber pagado tu cuenta, te despediste de tusamigos, no sin antes hacerme otra señal para que supieraque me aguardabas fuera. Temblaba como si estuviera aque-jada de un acceso de fiebre. Ya no podía contestar si mehablaban ni contener el tumulto de sangre. La suerte qui-so que una pareja de negros iniciara, en aquel momento,una danza exótica acompañándose de sus gritos agudos y unfuerte zapateo. Todos se volvieron para observarlos, y yoaproveché la oportunidad. Ya de pie, le dije a mi amigo quevolvería enseguida y salí a tu encuentro.Me aguardabas en la antesala, y tu rostro se iluminó alverme. Con la sonrisa en los labios te dirigiste presurosohacia mí. Era evidente que no me reconocías, ni a la niña,ni a la muchacha de otros tiempos. De nuevo me convertíapara ti en una reciente amistad, en una mujer desconocida.—¿Tienes un rato para dedicarme? —me preguntaste enun tono confidencial, con el que demostrabas tomarmepor una de esas mujeres que cualquiera puede comprar poruna noche.—Sí —repuse; el mismo tembloroso aunque perfectamen-te consciente “sí” que oíste en mi juventud, hacía más dediez años, en la oscura calle.—Dime, ¿cuándo nos podemos encontrar?—Cuando quieras —contesté, ya que nunca sentía el me-nor atisbo de vergüenza en cuanto a ti se refería.Me miraste con cierta sorpresa, sorpresa que contenía elmismo sabor de duda mezclada con curiosidad que ya ha-bías mostrado en otra ocasión, asombrado ante la rapidezde mi consentimiento.—¿Ahora? —preguntaste después de un momento de duda.—Sí —repuse—, vayámonos.

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Cuando me dirigía a recoger mi capa al guardarropa recor-dé que mi amigo de Brünn había entregado nuestras cosasjuntas y que, por lo mismo, él tenía el número. No era posi-ble volver a pedírselo, y todavía me parecía más imposiblerenunciar a aquel momento de estar contigo, con el que ha-bía soñado ardientemente desde hacía tanto tiempo. Hicela elección al instante. Me envolví en el chal y penetré de-cidida en la noche húmeda, insensible no solo a la pérdidade mi capa, sino también a la del hombre bueno y cariño-so con el que había vivido dos años, indiferente al hecho decolocarlo públicamente, ante sus amigos, en la grotesca si-tuación de un hombre cuya amante lo abandona a la pri-mera seña de un desconocido.Me daba perfecta cuenta de la bajeza e ingratitud de aquelcomportamiento respecto a un buen amigo. Sabía que miultrajante locura lo alejaría de mí para siempre y que mejugaba el porvenir. Mas, ¿qué representaba su amistad, mivida, comparada con la suerte de sentir tus labios una vezmás sobre los míos, de escuchar de nuevo tu adorada voz?Ahora, que todo ha pasado, te lo puedo decir, puedo decirtecuánto te amé. Creo que de llamarme tú en mi lecho demuerte, hallaría la fuerza necesaria para levantarme y acu-dir presurosa a tu encuentro.En la puerta tomamos un coche que nos llevó a tu casa. Denuevo pude oír tu voz, una vez más sentí el éxtasis de estara tu lado, y estaba tan embriagada por la alegría y la con-fusión como lo estuve en otro tiempo. No puedo describír-telo todo. ¡Cómo se renovaban en mí, mientras subíamosla escalera tan conocida, mis sentimientos de hacía diezaños! ¡Cómo vivía simultáneamente en el pasado y en elpresente, como si todo mi ser estuviera fundido con el tuyo!En las habitaciones casi nada había cambiado. Se veíanalgunos nuevos cuadros, muchos más libros, uno o dosmuebles nuevos, pero en conjunto conservaba el aspectofamiliar de un viejo amigo. Sobre el escritorio estaba eljarrón con las rosas, mis rosas, las mismas que yo había

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mandado la víspera, día de tu cumpleaños, como recuer-do de la mujer que habías olvidado, aquella que no reco-nocías, ni siquiera entonces, cuando se hallaba junto a ti,cuando sostenías sus manos y besabas sus labios. Perome confortó el ver allí mis flores, saber que estimabasalgo que venía de mí, algo como el aliento de mi amor.Me tomaste en tus brazos. De nuevo permanecí contigo todauna noche inolvidable. En ningún hombre he conocido tan-ta ternura, aunque apagada después por un olvido inhuma-no, infinito. ¿Quién era yo, junto a ti, en la oscuridad? ¿Erala niña enamorada de otros tiempos, la madre de tu hijo,una desconocida…?Pero amaneció. Era ya tarde cuando nos levantamos y mepediste que me quedara a desayunar. Mientras tomába-mos el té, que una mano invisible había servido con dis-creción en el comedor, charlamos con tranquilidad. Comoentonces, desplegaste una cordial franqueza y, como en-tonces, no hubo preguntas indiscretas ni curiosidad sobremi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vi-vía. Yo era para ti, como siempre, una aventura casual, unamujer sin nombre, una hora ardiente que no deja rastrotras de sí. Me contaste que estabas a punto de iniciar unlargo viaje, que ibas a pasarte dos o tres meses al norte deÁfrica. Tus palabras sonaron en mis oídos como un fúne-bre tañido: “Pasado, pasado, pasado y olvidado”. Deseéecharme a tus pies, llorando: “¡Llévame contigo para queal fin puedas conocerme, al fin, después de tantos años!”Pero fui tímida, servil, cobarde y dócil. Todo cuanto pudedecir fue:—¡Qué pena!Me miraste sonriendo y dijiste:—¿De veras lo sientes?Por un momento creí que iba a perder el sentido. De pie, temiraba fijamente. Luego dije:—El hombre que yo amo siempre se va de viaje.

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Te miré derecho a los ojos. “Ahora, ahora —pensé—, ahorasí que me recordará”. Pero solo sonreíste y me dijiste entono consolador:—Siempre se vuelve.—Sí, se vuelve, pero entonces se ha olvidado —repuse.Debí hablar con mucho sentimiento, porque mi expresión teconmovió. Te levantaste también y me miraste interrogati-va y tiernamente. Pusiste tus manos sobre mis hombros:—Las cosas buenas nunca se olvidan; nunca te olvidaré.Tus ojos me estudiaban con atención, como si quisierasguardar mi imagen en la memoria. Cuando sentí aquellamirada penetrante, aquella exploración de todo mi ser,imaginé que el embrujo de tu ceguera se iba al fin a rom-per. “Me reconocerá, me reconocerá”. Mi alma temblabacon expectación.Pero no me reconociste. No, no me reconociste. Nunca habíasido más extraña para ti que en aquel momento, porque, deno ser así, nunca hubieras hecho lo que hiciste unos minutosmás tarde. Me habías besado otra vez, me habías besado apa-sionadamente. El pelo se me desordenó y tuve que volver aarreglarlo. De pie ante el espejo, vi a través de él —y al mirarme cubrí de vergüenza y de horror— que metías en mi man-guito, con disimulo, unos billetes de banco. Apenas pude con-tener el llanto; tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritary abofetearte. Me estabas pagando la noche que había pasadocontigo, a mí, que te había amado desde mi infancia, a mí, lamadre de tu hijo. Para ti no era más que una prostituta con-tratada en un salón de baile. No era suficiente que me olvida-ras; tenías, además, que humillarme.Recogí mis cosas con rapidez para poder escapar lo antesposible; mi pena era demasiado grande.Busqué mi sombrero. Lo vi sobre el escritorio, junto aljarrón de las rosas blancas, junto a mis rosas. Tuve el deseoirresistible de intentar un último esfuerzo para despertartu memoria.—¿Quieres darme una de tus rosas?

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—Desde luego —respondiste, sacándolas todas del jarrón.—¿Quizá te las regaló alguna mujer que te ama?—Quizá —repusiste—. No lo sé. Me las mandaron, pero nosé quién me las ofrece; por eso las quiero tanto.Te miré ansiosamente.—¡Tal vez te las envió alguna mujer que hayas olvidado!Estabas sorprendido. Te miré todavía con más intensidad. “Re-conóceme, por favor, reconóceme al fin”, pedían mis ojos. Perotu sonrisa, a pesar de ser cordial, no daba ninguna muestra derecuerdo. Volviste a besarme, pero no me reconociste.Salí corriendo, pues mis ojos estaban llenándose de lágri-mas y no quería que las vieras. En el recibidor, cuandoescapaba precipitadamente de la habitación, casi choquécon Juan, tu criado. Aturdido, pero celoso de su deber, seapartó rápidamente de mi camino y me abrió la puerta.Entonces, en aquel instante fugitivo, a través de mis ojosarrasados en lágrimas, ¿comprendes?, vi cómo una luz sehacía en su rostro. En aquel breve instante, estoy segura,me reconoció aquel hombre que no había vuelto a vermedesde la infancia. Me sentí agradecida. Me hubiera arro-dillado a sus pies y le habría besado las manos. Saqué demi manguito aquellos billetes de banco, con los que mehabías ofendido, y se los tiré. Me miró alarmado —en aquelinstante, tengo la certeza, él comprendió más de mi vidaque cuanto hayas aprendido de ella a lo largo de toda tuexistencia—. Todo el mundo, todo el mundo me ha queri-do; todos me han abrumado con su cariño y amabilidad.Únicamente tú, solo tú, me has olvidado. Tú, solamentetú, has dejado de reconocerme.

Quinto tiempo

Mi hijo, nuestro hijo, ha muerto. No tengo a nadie a quienquerer, a nadie en este mundo, excepto a ti. Mas, ¿qué pue-des ser tú para mí; tú, que nunca me has reconocido; tú,

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que cruzaste por mi vida como si hubieras cruzado un arro-yo; tú, que hollaste mi alma como si fuera una piedra; tú,que seguiste un camino ajeno a mi eterna espera? Una vezimaginé que podía conservarte para mí sola; que te poseía,a ti, el evasivo, en el niño. ¡Pero era tu hijo! Por la noche,me ha abandonado cruelmente para emprender un largoviaje; me ha olvidado y nunca volverá.De nuevo estoy sola, más horriblemente sola que nunca.No tengo nada, nada tuyo. Ni al niño, ni una palabra, niunas líneas de tu puño y letra, ni un lugar en tu memoria.Si alguien mencionara mi nombre en tu presencia, sonaríaen tus oídos como el de una extraña. ¿Cómo no estar con-tenta de morir, si estoy muerta para ti? ¿Por qué no he deabandonarlo todo, si tú me has abandonado?No te censuro, querido. No deseo introducir mis pesaresen tu alegre vida. No temas, no volveré a molestarte nuncamás. Sufre conmigo, para que yo pueda dar paso al deseode gritarte desde el fondo de mi corazón, por una sola vez,en la hora amarga de la muerte de mi hijo. Únicamenteesta vez voy a hablarte, luego volveré a la oscuridad y seréde nuevo muda, como siempre lo he sido. Ni siquiera llega-rá a ti mi lamento si sigo viviendo. Solo en el caso de quemuera recibirás esta herencia de una mujer que te ha ama-do más ardientemente que nadie, una mujer que nunca hasconocido, una mujer que ha esperado siempre tu llamada ya quien nunca has llamado. Quizá, quizá cuando recibaseste legado querrás verme; entonces, por primera vez, teseré infiel, ya no podré oírte desde el sueño de la muerte.No te dejo ningún retrato ni ningún recuerdo, igual que túnunca me diste nada, porque no quiero que ahora me reco-nozcas. Tal fue mi destino en vida, tal quiero que sea midestino después de muerta. No te llamaré en mi últimomomento; seguiré mi camino, dejando que ignores mi nom-bre y mi aspecto. La muerte me será fácil, porque tú nosufrirás por ella. No podría morir si mi muerte hubiera decausarte dolor.

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No puedo ya seguir escribiendo… Me pesa tanto la cabe-za…; me duelen los miembros; tengo fiebre. Me parece quetendré que acostarme de inmediato. Quizá pronto todohabrá acabado. Quizá, por esta última vez, el destino seráamable conmigo y no me dejará ver cómo se llevan a mihijo… No puedo seguir escribiendo. Adiós, querido, adiós.Mi agradecimiento para ti. Cuanto sucedió fue bueno, apesar de todo. Te estaré agradecida mientras me quede unsoplo de vida. Estoy contenta de haberte escrito. Ahorapodrás saber, aunque no lo comprendas plenamente, lomucho que te he amado, y que mi amor nunca será unacarga para ti. Me tranquiliza el pensar que no te decepcio-naré, ni habrá cambios en tu brillante y amable vida. Mimuerte, amado mío, no te causará ningún daño. Y eso meconsuela.Mas, ¿quién?, ¡ah!, ¿quién te enviará ahora las rosas blan-cas por tu cumpleaños? El jarrón permanecerá vacío.Nunca más volverá a respirarse en tu habitación, una vezal año, aquel aroma, aquel aliento de mi existencia. Unaúltima súplica, la primera y la última. Hazlo por mí. Nodejes de comprar ese día —en el que suele pensarse en unomismo— algunas rosas, y ponlas en el jarrón. No quiero anadie más que a ti. Únicamente deseo seguir viviendo entu recuerdo solo un día al año, suavemente, silenciosamen-te, como siempre he vivido a tu lado. Por favor, querido,hazlo. Es mi primera súplica y la última… Gracias, gra-cias… Te amo, te amo… Adiós…

Epílogo

La carta cayó de sus manos temblorosas. Después, meditólarga y profundamente. Sí, tenía vagos recuerdos de la hijade una vecina, de una muchacha, de cierta mujer en un sa-lón de baile, aunque todo era turbio y confuso como el reflejode una piedra en el lecho de un riachuelo turbulento. Perse-guía las sombras a través de su mente, sin conseguir unirlas

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en una imagen concreta. Se agitaban en su memoria vagosdestellos, pero ni aun así podía recordar. Le parecía habersoñado con aquellas figuras, a menudo y con viveza, sin que,a pesar de todo, dejasen de ser unas imágenes de ensueño.Sus ojos se dirigieron al jarrón azul del escritorio. Estabavacío. Durante muchos años, en el día de su cumpleaños, nolo había estado. Tembló. Experimentó la sensación de quese había abierto de repente una puerta invisible, una puertaa través de la cual soplaba el aire helado de otro mundo, yque invadía el refugio de su habitación. Le llegó como un avisode muerte y un signo de amor inmortal. Algo informe, apa-sionado, fluyó en su interior, y el pensamiento de la amanteinvisible, ardiente e inmaterial, se agitó en su mente como elsonido de una música lejana.

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Leporella

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En el registro civil constaban los nombres: Crescencia AnaLuisa Finkenhuber, de treinta y nueve años, nacida de uniónilegítima en una aldea de Zillertal. Al lado de la rúbrica, “señasparticulares”, su hoja de servicio ostentaba una raya trans-versal, como signo negativo. Si fuera obligación de los funcio-narios la descripción caracterológica, una mirada fugaz leshubiera bastado para hacer constar, sin titubeo, en aquel punto:“parecida a un rucio montaraz, flaco y decaído”. Un inequívocoaspecto caballar acusaba la expresión del labio inferior, pesada-mente caído; el óvalo alargado y duro de su cara atezada; lamirada húmeda de sus ojos sin pestañas, y especialmente, elsucio y grasiento pelaje que le caía sobre la frente. De susandares se desprendía asimismo ese pasmo y esa testarudezcaracterísticos del mulo alpino, que en invierno y en veranotrabajaba gruñendo, pero con el mismo trote constante, porlos senderos pedregosos: del monte al valle y del valle al mon-te, cargado de leña. Apenas libre de las riendas de su labor,solía Crescencia juntar las manos huesudas, apoyar los codosy mirar ante sí, como los animales en la cuadra, con los senti-dos para adentro. Todo en ella era duro, enjuto y pesado. Lecostaba pensar y era lenta en comprender; las ideas nuevas nollegaban sino embotadamente a su sentido interior, como através de una criba espesa; pero una vez que lograba hacersuyo algo nuevo, lo retenía con una avara tenacidad. Nunca leíaen los periódicos ni en el devocionario, el escribir le costaba

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trabajo, y las torpes letras que trazara en su libro de cocinaeran muy parecidas a su misma figura desgarbada, toda ellaen ángulos y careciendo de las formas tangibles de la feminidad.Dura como su osamenta, su frente, sus caderas y sus manosera su voz, que, a pesar de las notas de garganta tirolesas,sonaba siempre como una carraca. Pero Crescencia no decíauna sola palabra inútil. Nadie la vio reír: también en esto eraperfectamente animal, ya que la característica de las criaturasinconscientes de Dios, es el ser incapaces de esa bendita ex-presión del sentimiento que es la risa.

Criada a expensas de la Comunidad en calidad de expósita, alos doce años a sueldo como camarera, más tarde fregona enun mesón frecuentado por carreteros, pudo salir de allí, dondese había distinguido por su tenacidad, su furia de toro en lafaena, y ascendió a cocinera de una pensión de turistas de ciertoprestigio.

A las cinco de la madrugada se levantaba Crescencia, barría,limpiaba, encendía la lumbre, cepillaba, ordenaba la casa, gui-saba, restregaba y lavaba hasta bien entrada la noche. No sele ocurría pedir ni un día de fiesta y, a no ser para ir a la igle-sia, no conocía las calles; la mota de fuego redondeada y cálidadel hogar era su único sol, y eran su bosque los millares deleños que astillaba durante el año.

Los hombres la dejaban en paz, ya fuera porque en un cuar-to de siglo de ahincada faena se había quedado sin ningunafeminidad, o bien porque, oliendo a moho y huraña como era,no convidaba a que se le acercasen. Su único goce lo hallaba enel dinero, que iba amontonando con su instinto campesino,para evitar que en su ancianidad tuviera que tragar, una vezmás, en cualquier asilo, el pan amargo de la Comunidad.

Por el mismo afán de dinero, este ser oscuro abandonó suhogar tirolés a los treinta y siete años. Una oficiosa interme-diaria, que la había visto durante la temporada veraniegatrasteando por las habitaciones y en la cocina desde la prime-ra luz de la noche, la sedujo prometiéndole que en Viena veríadoblado su sueldo. Durante el trayecto del tren, Crescencia nodirigió la palabra a nadie y aguantó horizontal, sobre las

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doloridas rodillas, el peso de la cesta que contenía todo su ha-ber, a pesar de la amabilidad de los pasajeros que querían ayu-darla a ponerla en la red de los equipajes. El robo y el engañoeran las únicas imágenes que su dura testuz campesina asocia-ba con la idea de la gran ciudad. Una vez en Viena, fue precisoacompañarla de compras los primeros días, ya que la atemori-zaban los coches como a la vaca el automóvil. Pero, cuandohubo conocido las cuatro calles hasta el mercado, no necesitóde nadie, y provista de su cesto, sin levantar la mirada, iba dela puerta de la casa al sitio de la compra y volvía a casa, y otravez a fregar, a la lumbre, al trasteo; lo mismo en el nuevo ho-gar que en el antiguo, sin hallar diferencia alguna. A las nueve,igual que en la aldea, se acostaba y dormía como un animal, conla boca abierta, hasta que sonaba el despertador. Nadie sabíacómo se sentía, tal vez ni ella misma; a nadie lo decía. Res-pondía a los mandatos con un ronco: “Bien, bien”, y si no lecuadraba lo que le decían, con un ambiguo encogimiento dehombros. La tenían sin cuidado los vecinos y sus mismas com-pañeras; las miradas burlonas de las que llevaban una vidamás fácil que la suya, resbalaban como agua sobre el cuero desu indiferencia. Una sola vez, en que una chica hizo burla de sudialecto tirolés, y no cesaba de hostigar a la taciturna compañe-ra, arrebató, de pronto, del hogar un leño ardiente, con intenciónde alcanzar a la atemorizada, que huyó gritando. Desde aqueldía, cesaron de hostigarla.

Cada domingo, por la mañana, Crescencia iba a la iglesiacon su amplia basquiña1 plisada y la cofia de plato de las al-deanas. Y una sola vez, el primer día que salió en Viena, searriesgó a dar un paseíto; pero como se resistía a utilizar eltranvía, viendo paredes de piedra a ambos lados que se mo-vían en torbellino, no pasó del puente sobre el Danubio; allífijó su mirada en la corriente, como en algo ya conocido, diomedia vuelta y regresó a la casa por las mismas calles, bor-deando las fachadas y evitando, atemorizada, los azares dela circulación. Esta primera y única salida explorativa debió

1Basquiña. Saya que usan las mujeres sobre la ropa interior para salir a lacalle. (Todas las notas son del Editor.)

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decepcionarla, pues desde entonces no abandonaba la casa, niaun los días festivos, prefiriendo ocuparse en su costura o mi-rar tras la ventana con las manos ociosas. Así, pues, la granciudad en nada mudó la vieja rutina de sus jornadas, a no serporque, al final del mes, las manos chamuscadas, heridas ygastadas cogían cuatro billetes azules en lugar de dos. Cadavez los examinaba largo rato, poco confiada; los separaba y,alisándolos uno a uno casi con ternura, los juntaba a los ante-riores en el cofrecito de madera amarilla labrada que habíatraído consigo. Este cofrecito desvencijado era todo el secretoy la pasión de su vida; de noche escondía la llave bajo la almoha-da; dónde la guardaba durante el día, no lo sabía nadie.

Así era aquel raro ser humano, que tal le llamamos, aunquelo humano no se traslucía más que vagamente en sus trazas.Pero, tal vez, era necesario un ser con los sentidos tan cerra-dos para poder prestar servicio en el hogar, no menos raro, deljoven barón de F. En general, los criados, aparte de los mo-mentos rutinarios, como el de anunciar una visita, no podíansoportar la atmósfera pendenciera. El tono excitado y hasta elhisterismo partían del ama de casa. Esta era la hija mayor deun riquísimo fabricante de Essen, quien al conocer al barónen un balneario —mucho más joven que ella, de mal linaje ypeor situación económica, pero guapo y con reputación de te-ner el charme1 aristocrático requerido—, se había casado conél sin demora. Pero apenas extinguida la luna de miel, la reciéncasada hubo de convenir en que sus padres, exigentes en mate-ria de conducta y de laboriosidad, tenían motivos para oponer-se a tan precipitada boda.

Además de muchas deudas no confesadas, pronto se vio queel indolente marido dedicaba mayor tiempo a sus enredos desoltero que a los deberes conyugales; no precisamente de malánimo, pues tenía un fondo jovial como todos los que son lige-ros, pero indolente y sin freno ante la vida. Este medio caba-llero, pagado por su bello rostro, veía como avara limitación deorigen plebeyo todo lo que fuera capitalizar el dinero con vis-tas a las rentas. Él quería una vida fácil, ella una domesticidad

1Charme (del francés). Encanto.

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sólida y ordenada al modo del burgués renano, concepto quea él le atacaba los nervios. Y cuando, a pesar de la riqueza de sumujer, se vio obligado a regatear, y ella, hacendosa como era,le negó su deseo favorito: el de una cuadra de caballos de carre-ra, le pareció que pocos motivos le quedaban ya para preocupar-se, un día más, como cónyuge de la maciza alemana nórdicade ancha cerviz, cuyo tono autoritario dañaba los oídos. Nose preocupó más por ella; apartó de sí a la desilusionada mu-jer, sin dureza de actitud, pero de manera definitiva. Cuandole reprochaba algo, él escuchaba cortés y en apariencia inte-resado; pero en cuanto el sermón terminaba, con el humo desu cigarrillo, ignoraba las vehementes exhortaciones, y se lan-zaba sin freno a hacer su real gana. Aquella amabilidad cor-tés, casi oficial, indignaba a la desilusionada mujer más quecualquier resistencia. Y como no podía absolutamente nada con-tra ella, contra su educación inquebrantable, la cólera conteni-da se abría camino, violenta, en otras direcciones: descargabasobre los inocentes criados el peso de su ira, en el fondo discul-pable, pero mal dirigida. Las consecuencias no se hicieronesperar: en dos años mudó de camareras no menos de dieci-séis veces, y el despido de una de ellas le costó una respetableindemnización.

Como un caballejo de coche de punto bajo la lluvia, Crescenciaera la única imperturbable en medio de aquel tumulto de tem-pestades. No tomaba la defensa de uno ni del otro ni se preocu-paba de los cambios, y le pasaba como inadvertidos el diferentenombre, color del pelo, atmósfera física y comportamiento de losseres trashumantes que con ella compartían el dormitoriode servicio. Y es que no hablaba con nadie ni se preocupaba delos portazos nerviosos, las comidas interrumpidas, los arreba-tos histéricos y los desmayos. Sin meterse en nada que no fue-ra su ocupación, de la cocina al mercado y del mercado a lacocina, lo que sucedía al otro lado de aquella zona amuralladano le importaba. Resistente e insensible como una trilladora,pasaba los días. Por fin, se cumplieron los dos años de su es-tancia en la gran ciudad, sin acontecimientos, sin que hubieraampliado su mundo anterior; solo el montoncito de billetes

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azules guardados en su cofrecito había aumentado una pulgaday, cuando al fin del año los contaba uno a uno, humedeciendo elpulgar, discrepaban poco de la mágica cifra de los miles.

Pero la casualidad tiene taladros de diamantes, y el destino,peligrosamente astuto, sabe a veces entrar por el sitio másinsospechado en las naturalezas de roca y preparar su derrum-bamiento. En el caso de Crescencia, el motivo exterior se vistiócasi con la misma trivialidad que ella. Después de un paréntesisde diez años, se le antojaba al Estado ordenar una nueva esta-dística de la población, y, para el más riguroso cumplimiento,se mandaron a todas las casas unas hojas complicadísimas. Elbarón, desconfiando de la redacción de las personas a su servi-cio, prefirió llenar él mismo las planillas, y para ello habíallamado también a Crescencia a su cuarto. Al preguntarle elnombre, edad y naturaleza, dio la casualidad de que, apasio-nado como era por la caza y amigo del propietario de ciertocoto, había tirado más de una vez a las gamuzas en aquel rin-cón alpino, y tenido como guía, durante dos semanas, a unvecino del lugar natal de Crescencia. Como, para colmo de coin-cidencia, ese guía resultaba ser un tío de la mujer, el señor semostró comunicativo; la conversación, nacida de una puracasualidad, se prolongó, y apareció otro detalle: que el barónhabía comido un excelente asado de ciervo precisamente en laposada donde entonces guisaba Crescencia. Bagatelas, pero no-table por lo gracioso de las coincidencias y maravilloso para lasirvienta, que veía por primera vez a una persona que sabíaalgo de su hogar. Permanecía delante de él con la faz encarna-da, llena de interés; se torcía, halagada a más no poder, cuando elbarón pasó a las chanzas y le preguntó, imitando el dialectotirolés, si cantaba coplas de su país, y otros pormenores delmismo carácter sencillo. Finalmente, divertido con su propiohumor, le dio en el anca dura con la palma de la mano, al estilocampesino, y la despidió riendo:

—Ahora, anda, buena Cenzi; y toma un par de coronas, porser de Zillertal.

Un motivo que, por sí mismo, nada tenía de patético ni de im-portante fue suficiente para que, en la sensibilidad subterránea

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de aquel ser primitivo, los cinco minutos de conversación obra-ran como la piedra caída en un estanque; poco a poco, y pere-zosas, se formaron las primeras ondas, se ensancharon cada vezmás y llegaron lentamente al borde de la conciencia. Era laprimera ocasión, durante años, que la tozuda y sombría mujerreanudaba la conversación con un ser humano, y se le antoja-ba sobrenatural la coincidencia de que este primer hombreque le hablaba allí, en medio de aquel caos de piedra, supieraprecisamente de sus montañas y hasta hubiera comido una vezdel ciervo que ella guisó. Además de esto, estaba el golpe de lamano jovial en el anca, que es tenido entre los campesinos comouna especie de interrogación lacónica, como una petición derelaciones. Claro que Crescencia no se atrevía a pretender queaquel señor elegante y distinguido lo hubiera hecho con talintención, pero la familiaridad no dejaba de ejercer un efectoestimulante en sus aletargados sentidos.

Así, por vía de ese choque casual, empezó, capa a capa en sumundo interior, un proceso de movimientos, hasta que, torpemen-te al principio y luego con mayor claridad, fue perfilándose enella un nuevo sentimiento, semejante a aquella repentina re-velación con que un día el perro reconoce por dueño, entretodas las figuras con dos piernas que le rodean, a una sola;desde ese momento sigue a su amo, saluda meneando la cola oladrando a aquel a quien el destino le ha señalado, y siguedócilmente sus huellas. En la limitada esfera de Crescencia,que solo contenía hasta ahora los cinco habituales conceptos:dinero, mercado, hogar, iglesia y cama, penetraba un nuevoelemento que, exigiendo un sitio, echaba bruscamente a unlado todo lo anterior. Con esa codicia aldeana que no sueltanunca más lo que una vez ha cogido con sus recias manos,absorbió muy adentro de su piel el nuevo elemento, hasta elmundo confuso de los impulsos.

Pasó algún tiempo antes de que aquello se trasluciera al ex-terior; los primeros síntomas parecían insignificantes: cuida-ba de los trajes del barón y de su calzado con fanatismo, y, encambio, dejó al cuidado de la camarera los vestidos y zapatosde la baronesa. O bien, estando en los cuartos o en el pasillo,

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se apresuraba al oír la llave en la cerradura de la puerta de laescalera, a fin de aligerar al señor del abrigo y del bastón. Re-doblaba su asiduidad de cocinera, y se afanó en recorrer elmercado central para obtener un asado de ciervo. Por último,también en su aderezo se veían señales de un mayor cuidado.

Hasta brotar esos retoños de su nuevo sentimiento, hastasalir de su mundo interior, habían pasado una o dos semanas.Y pasaron más todavía hasta unirse una segunda idea al pri-mer impulso, y adquirir forma y color determinados. Estesegundo movimiento era complementario del primero: un odio,sordo al principio, pero cada vez más determinado y escue-to hacia la esposa del barón, la mujer que podía habitar,dormir, hablar con él sin profesarle el mismo rendido respe-to que sentía ella. Ya fuese que —más consciente ahora— ha-bía presenciado una de aquellas escenas bochornosas en queel señor endiosado recibió una chocante humillación, o bienque el contraste con su jovial familiaridad le hiciera sentir do-blemente la altanera reserva de la alemana del norte, lo ciertoes que opuso de repente a la señora, que nada sospechaba,una cerrilidad, una animosidad agresiva, llena de puntillos ymalicias. Así, la baronesa tenía que tocar siempre dos veces eltimbre para que Crescencia atendiera la llamada con inten-cionada lentitud y manifiesto desgano, acompañados de unmovimiento de los hombros con que daba a entender su resis-tencia. Encargos y órdenes los recibía áspera, sin respuesta,de modo que la baronesa no sabía nunca si había entendidobien, y si por precaución se lo preguntaba, un gesto malhumo-rado o un desdeñoso: “Ya lo he oído”, era toda su respuesta. Obien sucedía que, en el preciso momento de salir para el tea-tro, cuando ya la señora cruzaba el cuarto, nerviosa, una llaveindispensable había desaparecido, la cual era encontrada deforma casual al cabo de media hora en cualquier rincón. Secomplacía en olvidar las misivas o las llamadas telefónicas parala baronesa, y cuando esta se informaba, le echaba a los pies,sin la menor muestra de disgusto, un seco: “Lo había olvida-do”. Nunca la miraba a los ojos, quién sabe si por temor de nopoder contener su odio.

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Entretanto, las discordias domésticas habían empujado almatrimonio a las más desagradables escenas; tal vez la cerri-lidad irritante de Crescencia tuviera también su parte en laexcitación de la señora, más exaltada de semana en semana. Yacastigados sus nervios por una prolongada pubertad y, encimade esto, exasperados por la indiferencia del marido y la animo-sidad de los servidores, la atormentada mujer fue perdiendocada vez más su equilibrio. De nada le valió nutrir su excita-ción con bromuro y veronal; tanto más violenta la hipertensiónde su red nerviosa se desgarraba en discusiones, y cuando laacometían los espasmos, los estados de histerismo, no encon-traba en nadie el más mínimo lenitivo o asistencia. Por últi-mo, el médico, llamado a consejo, recomendó una estancia dedos meses en un sanatorio, proposición acogida por el indife-rente marido con tan pronta solicitud, que la mujer volvió asospechar y se negó, de pronto, a la marcha. Por fin, acordada ya,la acompañó su camarera, en tanto que Crescencia quedaba so-la al servicio del señor en la espaciosa vivienda.

Al saber que el cuidado del barón le quedaba exclusivamenteconfiado, Crescencia experimentó en sus embotados sentidosel efecto de una súbita explosión de pólvora. Como si hubieranagitado la botella mágica donde se mezclaran todas sus saviasy energías, subía de su naturaleza el escondido sedimento depasión y se revelaba en su comportamiento. Lo apocado y torpeexudaba de improviso de sus miembros duros, congelados; pa-recía como si, desde que le dieran la noticia electrizante, susarticulaciones fuesen más dúctiles y su paso más decidido.Apenas se trató de los preparativos del viaje, recorría el cuar-to, bajaba y subía las escaleras y, sin que se lo pidieran, seocupaba del equipaje y lo arrastraba hasta el coche con su pro-pia mano. Y cuando por la noche el marido volvió de la estacióny entregó a la solícita sirvienta, que se le acercaba presurosa, elbastón y el gabán, exclamando con un suspiro de alivio: “¡Felizviaje!”, sucedió una cosa notable. De pronto, los labios deCrescencia, en los cuales, como en los de las bestias, no se di-bujaba nunca la sonrisa, se distendieron extraordinariamen-te. La boca se torcía, se ensanchaba y, de súbito, brotó en su

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faz iluminada de idiotismo una expresión tan desenfrenada-mente animal que el barón, penosamente impresionado, searrepintió de su exceso de confianza y entró en la habitaciónsin decir palabra.

Pero este momento de malestar fue pasajero y, en los díassucesivos, amo y sirvienta experimentaban al unísono el be-néfico desahogo de una calma inapreciable. La ausencia de lamujer había despejado la atmósfera pesada que flotaba en la casa:el marido, suelto por fin, descargado de la enojosa obligaciónde dar cuenta a alguien, ya la primera noche llegó tarde, y lacallada asiduidad de Crescencia le brindó un saludable con-traste con los recibimientos demasiado convincentes de la espo-sa. Crescencia, con aquel apasionado entusiasmo, se precipitóa sus faenas de cada mañana. En extremo madrugadora, lolimpió todo hasta relucir; restregó los metales de puertas y ven-tanas como una endiablada, imaginó los más regalados menús,y el barón notó, con sorpresa, que en la primera comida para élsolo había escogido el preciado servicio, que no solía abando-nar el armario de los objetos de plata a no ser en señaladasocasiones. Distraído al principio, esta vez no le pasó por alto elvigilante cuidado, la delicadeza de aquel ser singular, y comoera bondadoso en el fondo, no le escatimó las muestras decomplacencia. Alabó los platos, le dedicó un par de frases ama-bles, y cuando a la mañana siguiente, día de su fiesta ono-mástica, encontró una torta artísticamente elaborada, consus iniciales y su escudo dibujados en azúcar, soltó la risa debuena gana:

—¡Me estás mimando demasiado, Cenzi! ¿Qué voy a hacer,¡Dios me ampare!, cuando vuelva mi mujer?

Pasaron todavía algunos días antes de que el hombre echarapor la borda sus últimos escrúpulos. Entonces, seguro de ladiscreción de la criada por varios indicios, empezó a acomo-darse en su casa como si volviera a los días de soltero. Llamó aCrescencia al cuarto día de su remedo de viudez, y, sin preám-bulos, le ordenó en el tono más impasible que tuviera prepara-da para la noche una cena fría para dos personas; luego podíaacostarse: él mismo cuidaría de todo lo demás. Crescencia

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enmudeció. Ni una mirada, ni un parpadeo, aunque había pe-netrado en lo profundo de su frente encogida todo el significadode esas palabras. La precisión con que interpretó su propio áni-mo la notó luego el barón con divertida sorpresa, pues al llegar aaltas horas de la noche con una alumna de la ópera, no solo hallóla mesa puesta con gusto, adornada con flores, sino también eldormitorio, pues, al lado de su cama ostentaba, insolentementeinvitador, el vecino lecho medio abierto y preparado, donde espe-raba la ropa de seda para la noche y las zapatillas de la esposa.No pudo menos que reírse, el suelto marido, a propósito de laprevisión de aquel ser. Con ello, ante tan oficiosa complicidad, elúltimo escrúpulo cayó por su propio peso. Y fue como un sello enel callado pacto entre los dos el que, ya de mañana, la llamara afin de que ayudase a vestir a la elegante intrusa.

Fue por entonces cuando Crescencia adquirió su segundonombre. Aquella vivaracha alumna de la ópera, que estabaestudiando el papel de doña Elvira y se complacía en bromearelevando a categoría de don Juan a su amigo, le había dichouna vez, entre risas: “Di a tu Leporella1 que entre”. El nom-bre le cayó en gracia por lo grotescamente que parodiaba a laenjuta tirolesa, y en adelante solo así la llamó. La primera vez,Crescencia se quedó pasmada; pero, seducida por el buen so-nido de este nombre que no comprendía, se complació con elnuevo bautismo como con un título.

Cada vez que el arrogante señor la llamaba así, sus delgadoslabios se entreabrían, descubriendo anchamente los pardosdientes de caballo, y sumisa, como si meneara la cola, se arri-maba para recibir el mandato del gracioso señor.

El nombre fue imaginado en parodia, pero la incipiente divahabía echado con él un mágico manto verbal sobre aquel sin-gular ser: semejante a los cómplices de Daponte, la vieja don-cella huesuda, extraña al amor, parecía enorgullecerse de lasmúltiples aventuras de su dueño.

¿Era, solo, la satisfacción de ver cada mañana revuelta y des-honrada, ora por un cuerpo joven, ora por otro, la cama de la

1Leporella. Se compara al personaje con Leporello, el joven criado de donJuan en la ópera Don Giovanni de Wolfgang Amadeus Mozart.

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dueña odiada ardientemente? ¿O centelleaba en sus sentidosun secreto placer malsano? Lo cierto es que la vieja doncella,austera y beata, ponía una diligencia casi apasionada en serútil al señor en todas sus aventuras. Enfriados ya los impulsosen su propio cuerpo desollado, perdido el atractivo del sexo alcabo de unas decenas de años de labor, se enardecía ahora confruición atisbando una segunda mujer, y enseguida una ter-cera, en el dormitorio; como un corrosivo actuaban esta com-plicidad y el perfume picante de la atmósfera erótica en sussentidos soñolientos. Crescencia iba convirtiéndose en Leporella,y, como el listo muchacho de la ópera, se movía, saltaba. Acarrea-dos por el raudal cálido de esa participación, aparecieron en ellararas condiciones, diversas astucias, bellaquerías, sutilezas yun afán de acechar, de saber, de sonsacar, de ir con rodeos. Escu-chaba tras las puertas, atisbaba por las cerraduras, escudriñabacamas y habitaciones; volaba, impulsada por una singular exci-tación, escalera arriba o abajo, cuando rastreaba una nuevapieza; y, poco a poco, esta vigilancia, este interés de curiosidadcon que participaba en aquellos azares, iban transformandoel envoltorio correoso de un día en una especie de persona vi-viente. Con sorpresa general de los vecinos, Crescencia se volviócomunicativa de la noche a la mañana, charlaba con las mu-chachas, hacía toscas bromas al cartero, empezaba a entraren las mañas y habladurías de las vendedoras; y una noche,cuando las luces del patio estaban apagadas, las muchachasque tenían el cuarto frente al suyo, oyeron un susurro singulardetrás de la ventana, generalmente silenciosa ya antes de aque-lla hora: indócil, a media voz, Crescencia, con voz de matraca,estaba entonando una de esas canciones tirolesas que cantanal oscurecer en los prados las vaqueras. Quebrada, saliendotrabajosamente de los labios inexpertos, la monótona melodíaimpresionaba de un modo raro, con una emoción de cosa lejana.Por primera vez, desde que era niña, intentaba Crescencia en-tonar de nuevo la melodía, y había algo que llegaba al almaen aquellas notas que salían a empellones y, levantándose dela sombra de los años prescritos, que la memoria volvía a sa-cudir, buscaban la luz.

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Quien menos cuenta se daba de este memorable cambio erael barón, que fue su involuntario causante. Porque, ¿quién sevuelve a mirar su propia sombra? Sabemos que nos sigue fiel ycallada, o que se nos adelanta como un deseo a medio formar,pero ¡cuán raro es que nos molestemos en observar sus formasde parodia, y que concretemos nuestro yo en su deformadafigura! El barón no veía nada nuevo en Crescencia, a no ser suasiduidad en el servicio: atenta, callada y fiel hasta el sacrifi-cio. Esta discreción, un saber guardar las distancias en todaslas situaciones delicadas, era justo lo que más le complacía.Algunas veces, como quien acaricia un perro, le lanzaba, indi-ferente, unas palabras cariñosas; otras, bromeaba con ella, lepellizcaba el lóbulo de la oreja, sin malicia; le regalaba unbilletico o una localidad para el teatro, pequeñeces que él sa-caba maquinalmente del bolsillo de su chaleco; pero, para ella,reliquias que guardaba con celo en su cofrecito de madera. Pocoa poco, se acostumbró a pensar en voz alta delante de ella yhasta a confiarle encargos complicados, y cuantas más señalesle daba de su confianza, más crecía en Leporella su gratitud ysu aplicación. Un extraordinario instinto de interpretación,de olfato, fue desplegándose en la mujer que vivía a la caza delos deseos de su señor, a los cuales algunas veces se anticipaba;era como si toda su vida, su esfuerzo, su voluntad, hubieranpasado de su cuerpo al de él; todo lo veía con sus ojos, lo perci-bía por sus sentidos, y disfrutaba de sus goces y éxitos con unentusiasmo casi vicioso. Exultaba cuando una nueva figurafemenina pisaba el umbral, y sus ojos denotaban el desengaño—como burlada ella misma en un encuentro— si lo veía en-trar por la noche sin amable compañía. Su pensamiento, antesembotado, trabajaba ahora tan impetuoso y ágil como antes susmanos, y lucía y centelleaba en sus ojos una nueva luz vigilan-te. Un ser humano se había despertado en la arrocinada bestiade carga; un ser sombrío, cerrado, astuto y peligroso, caviladory ocupado, inquieto y mangoneador.

Un día en que el barón volvió a su casa antes de la horaacostumbrada, se detuvo con sorpresa en el corredor. ¿No seoía, allá en la cocina generalmente en silencio, un singular

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susurro cortado de risas? Y he aquí, asomando a la puerta dela cocina, a Leporella, a la vez decidida y turbada, restregándosecon torpeza las manos a ambos lados del delantal.

—El señor me dispensará —dijo barriendo el suelo con lamirada—, pero la hija del confitero está aquí…, bonita mu-chacha…, ¡y le gustaría tanto conocer al señor…!

El barón levantó los ojos de tal modo sorprendido, que noatinaba cómo tomarse aquella desvergonzada familiaridad, sienojándose o echando a broma sus oficiosidades de mediado-ra. Acabó predominando su curiosidad masculina:

—Deja que la vea.La muchacha, un monigote estimulante, rubia, de dieciséis

años, atraída por los asiduos halagos de Leporella, convencida ala postre, salió ruborosa, con sonrisa de turbación, siempreinstada, empujada por Crescencia. No sabía cómo moversedelante del hombre elegante a quien, desde la tienda situadaenfrente, había contemplado a menudo con una admiracióncasi infantil. Al barón le pareció bonita y le propuso tomar elté en su habitación. No sabiendo si debía aceptar o no, se vol-vió a Crescencia. Pero esta, con chocante prisa, se había meti-do en la cocina, y no halló más recurso la inocente caída en ellazo que, ruborizada y con una excitación de curiosidad, obe-decer a la peligrosa invitación.

Pero la naturaleza no anda a saltos. Por más que, al impulsode una pasión desviada y borboteante, una cierta actividadespiritual brotara en aquel ser duro y confinado, esta no sesobrepondría al impulso que en su instintiva animalidad pu-diera determinar una próxima ocasión. Amurallada en su afánde servir en todo al señor, con quien estaba encariñada comoun perro, Crescencia había olvidado por completo a su amaausente. Y tanto más terrible fue su despertar. Como el true-no en medio de un cielo sereno, le sorprendió una mañana verentrar al barón, áspero y enojado, llevando una carta en lamano, diciéndole que lo pusiera todo en orden para la llegadade su esposa, que volvía al día siguiente del sanatorio. Cres-cencia se quedó sin color en el rostro, con la boca abierta delsusto: la noticia fue como una cuchillada. Pasmada, como si

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no hubiera comprendido, no hacía más que mirar con los ojosmuy abiertos. Y tan fuera de lo común, tan pavorosamentedescompuso su cara aquel rayo, que el barón creyó necesariotranquilizarla un poco:

—Me parece que tampoco tú puedes alegrarte, Cenzi. Pero,¿qué le vamos a hacer?

Algo, no obstante, comenzaba a recobrar movimiento en lafaz petrificada. Trabajaba desde muy hondo, como subiendode las entrañas: espasmo violento que iba tiñendo de un rojovivo el blanco yeso de las mejillas. Poco a poco, al recio latirdel corazón, aquel algo subía hasta su garganta, la cual tem-blaba bajo una fuerza opresora. Por fin, llegó a lo alto y seabrió paso entre los dientes que rechinaban:

—Algo…, algo… se podría hacer.Dura como un disparo mortal había salido la frase. Y tan

mala, con una concentración tan voluntariosa se contraía lacara antes descompuesta, cuando así se hubo aligerado, que elbarón no supo contener el terror y le volvió la espalda, asom-brado. Pero Crescencia empezaba a fregar con celo espasmó-dico un almirez de cobre, como si fuera a romperse los dedos.

Con la señora de vuelta, volvió a reinar la tempestad en lacasa; estallaba en las puertas, zumbaba ásperamente a travésde los cuartos y, como un viento colado, barría de la viviendala densa atmósfera de bienestar que flotaba en ella. Ya fueseporque la engañada esposa se enterara, por los soplones delvecindario o por medio de cartas anónimas, de cuán indigna-mente su marido había abusado de los derechos domésticos, obien porque la hubiera disgustado el evidente mal humor ner-vioso con que su propio marido la recibió, poco parecían haberaprovechado a sus nervios, en extrema tensión, los dos mesesde sanatorio. Alternaban los espasmos en competencia con lasamenazas y las escenas de histerismo. Se hacían de día en díamenos soportables las relaciones domésticas. Unas semanasmás desafió el marido virilmente el cúmulo de reproches, por me-dio de su inquebrantable cortesía, y se opuso con tiento ydando largas al asunto cuando ella amenazó con divorciarse oescribir a sus padres. Pero precisamente esta indiferencia, fría

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hasta lo inhumano, llevó a la pobre, rodeada de secreta hosti-lidad, a los extremos de la excitación nerviosa.

Crescencia se había acorazado en su antiguo silencio. Peroeste silencio era ahora agresivo y peligroso. A la llegada de suseñora permaneció terca en la cocina, y, requerida luego, senegó a saludarla. En pie, rígida como de madera, respondiócon tal aspereza a todas las preguntas, que la impaciente se-ñora se apartó pronto de ella; cuando volvió la espalda,Crescencia proyectó sobre ella, con una sola mirada, todo elodio acumulado. Veía defraudado, con esta vuelta, lo que máscodiciaba; la sacaban del placer de su apasionada sujeción yla confinaban de nuevo en la cocina, en el fogón; le quitaban elnombre de Leporella.

El barón se guardaba bien de mostrar ninguna simpatía porCrescencia ante su esposa. Pero algunas veces, cuando, ago-tado por las enojosas escenas, necesitado de alivio, quería de-sahogarse, se colaba en la cocina y se sentaba en uno de losduros taburetes de madera, solo para poder lanzar fuera, enun gemido:

—¡No puedo más!Tales momentos, en que el deificado señor, colmada la medi-

da de su resistencia, buscaba refugio cerca de ella, eran losmás venturosos de la vida de Leporella. Nunca arriesgaba unarespuesta ni un consuelo; retraída, muda, permanecía senta-da en su sitio, y solo de cuando en cuando miraba a aquel diosesclavizado con mirada de sufrimiento, atenta y compasiva;y esta callada participación le hacía bien. Pero en cuanto aban-donaba la cocina, subía otra vez hasta la frente de Crescenciaaquel pliegue de rabia, y sus pesadas manos desfogaban la iraen el pedazo de carne indefensa, o la trituraba restregandoplatos y cubiertos.

Por fin, la atmósfera saturada de aquella vuelta al hogar des-cargó con carácter de borrasca. En una de las molestas escenasel barón perdió la paciencia y, abandonando la dócil e indiferen-te actitud de chico de escuela, salió dando un portazo tras de sí.“¡Basta ya!”, gritaba, a tal punto enfurecido, que las ventanasretemblaron hasta en la última habitación. Y con la cólera

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todavía al rojo, con la cara congestionada, se precipitó en lacocina ante Crescencia, que vibraba como un arco tendido.

—¡Ea! Prepara mi saco y mi fusil. Me voy una semana decaza. En este infierno no aguanta más ni el mismo diablo; estotiene que acabarse.

Crescencia lo miró entusiasmada: ¡aquél era el barón! Y unarisa áspera brotó de su garganta:

—Razón tiene el señor; esto tiene que acabar.Y, palpitando de celo, corriendo de un cuarto a otro, arreba-

taba con prisa vertiginosa los objetos de los armarios o desobre la mesa, y cada nervio de aquel ser, de rústica activi-dad, temblaba ansiosamente. Luego, bajó ella misma la esco-peta hasta el coche. Pero cuando el amo buscaba la palabrapara expresarle cómo le agradecía su solicitud, tuvo que apar-tar los ojos con espanto, pues aparecía una vez más en susastutos labios aquella desgarrada sonrisa maliciosa, que cadavez lo atemorizaba de nuevo.

No pudo menos de pensar en el gesto de concentración de unanimal cuando va a lanzarse sobre la presa, al ver la actitud deCrescencia. Pero ella se agazapó de nuevo, y gruñó a mediavoz, en tono confidencial, casi ofensivo:

—Tenga el señor buen viaje, que yo me encargo de todo.Al cabo de tres días, el barón recibía un telegrama que lo

apremiaba al regreso. En la estación lo aguardaba su primo.Conoció al punto en su mirada, con inquietud, que algo la-mentable había sucedido; el nerviosismo, el aturdimiento desu pariente eran significativos. Después de unas palabras be-névolas de preparación, supo que por la mañana habían halla-do a su mujer muerta en la cama, con la habitación llena degas. A la sazón, en mayo, la estufa de gas estaba fuera de ser-vicio, de modo que quedaba excluido un accidente casual, y eraevidente, en cambio, la intención de suicidio por el hecho deque la desventurada había tomado veronal por la noche. Con-firmaba este supuesto la confesión de Crescencia, única perso-na que estaba en la casa aquella noche: ella había oído cómo lainfeliz andaba por la antesala, al parecer para abrir con toda in-tención el gasómetro, que estaba cuidadosamente cerrado. El

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médico forense, sobre la base de esta declaración, creyó tam-bién excluida la casualidad del suceso, e incorporó al sumarioel suicidio.

El barón empezó a temblar. Cuando su primo mencionó eltestimonio de Crescencia, sintió que la sangre se enfriaba ensus manos: un pensamiento desagradable, repugnante, se le-vantaba en su interior como una náusea. Pero rebatió con ener-gía la idea que fermentaba dolorosamente en él, y se dejó llevara casa. Ya habían trasladado el cadáver y en el salón esperabansus parientes con semblante sombrío y hostil: su pésame erafrío como un cuchillo. Con una cierta insistencia acusadora, secreían obligados a mencionar el “escándalo” que ya no era posi-ble ocultar, puesto que la doncella, de mañana, había salidogritando por la escalera: “¡Mi señora se ha matado!” Habíandispuesto un entierro sin aparato, porque —y aquí volvían otravez el cuchillo hacia él— bastante excitada estaba ya por lashabladurías la curiosidad de sus relaciones sociales, en un sen-tido desagradable. Sombrío, confuso, el marido oía las murmu-raciones; levantó una vez la mirada hacia la puerta cerrada deldormitorio y la dejó caer, acobardado. Quería llegar a algunaconclusión que aliviara su congoja, pero las conversaciones va-cías y odiosas lo desconcertaban. Todavía lo rodearon media horamás los parientes enlutados, difundiendo su dolor; luego se des-pidieron uno tras otro. Se quedó solo en la sala vacía, a medialuz, temblando bajo una vaga aprensión, con la frente doloriday las articulaciones cansadas.

Golpearon a la puerta. “¡Adelante!”, dijo con miedo. Y ya seacercaba un paso vacilante, un paso seco, mojigato, que le erabien conocido. Lo asaltó el horror: sentía sus vértebras comoatornilladas y, al mismo tiempo, como si la piel de las sienes sele escurriera en escalofríos hasta las rodillas. Quería volverse,pero los músculos no lo obedecían. De pie, en medio de la habi-tación, temblando y sin voz, caídas las manos y rígidas comode piedra, se daba perfecta cuenta de cuán cobarde debía pa-recer allí su presencia, consciente de la culpa. Pero fue en vanoquerer concentrar las energías: los miembros no reacciona-ban. Impasible, en la más árida e imperturbable neutralidad,

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la voz decía detrás de él: “Era solamente para preguntar a miseñor si come en casa o fuera”. El barón temblaba cada vezcon más violencia y, sintiendo un frío de hielo en el pecho,hasta la tercera vez de intentarlo no le salió, atropelladamen-te, la frase: “No, no voy a comer ahora”. El paso se escurrió yél no tuvo ánimos para volver la cabeza. De pronto, su rigidezse deshizo: lo sacudía de arriba abajo un asco o un espasmo. Seacercó a la puerta de un salto y dio vuelta a la llave, convulso,para que no volviera cerca de él aquel paso espectral, odioso, quelo perseguía. Luego, se dejó caer en una butaca para ahogar unpensamiento que no quería admitir y que volvía a subir, fríoy pegajoso como un caracol. Y este pensamiento tirano que lerepugnaba, lo sentía con toda su conciencia, sin poder defen-derse. Estuvo con él toda la noche en vela y durante las horassiguientes, hasta el momento del sepelio, cuando, vestido de lutoy silencioso, permanecía de pie junto al ataúd.

El día que siguió al entierro, el barón abandonó a toda prisala ciudad; todas las caras le eran insoportables; en medio desus condolencias, tenían —o él se lo figuraba así— una miradasingularmente escudriñadora, inquisitorial, que lo martirizaba.Los mismos objetos inanimados hablaban con malicia acu-sadora: cada mueble, en especial los del dormitorio, en elcual el olor azucarado del gas parecía estar pegado a todo, lorechazaba cuando por instinto abría la puerta. Pero la pesadi-lla de sus sueños y de sus vigilias era la descuidada y fría indife-rencia de la que fue un día su confidente, la cual, como si nadahubiese acaecido, iba de un lado a otro por la casa desolada.Desde aquel segundo en que allí, en la estación, su primo ha-bía pronunciado el nombre de la cocinera, temblaba al pensarque podía encontrarse con ella. Apenas oía su paso, le asaltabauna inquietud nerviosa que lo sacaba de quicio: se le hacía inso-portable aquel andar indiferente y taimado, aquella muda y fríatranquilidad. Le asqueaba la sola idea de su voz chirriante, desu cabello grasiento, y su insensibilidad torva, bestial, sin pie-dad; y la cólera se revolvía contra él mismo al pensar que lefaltaba energía para romper la soga que lo estaba estrangu-lando. Solo veía un camino: la huida. Sin decirle una palabra,

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preparó a escondidas su equipaje y dejó un papel escrito alvuelo, diciendo que iba a casa de unos amigos en Kärnten.

Pasó todo el verano fuera de casa. Llamado una vez a Viena,con premura por asuntos de la sucesión, prefirió ir en secretoy hospedarse en el hotel, no enterando de nada al pájaro si-niestro que estaba aguardando en casa.

Nada supo Crescencia de su llegada, porque no hablaba connadie. Desocupada, sombría como un mochuelo, se pasaba lashoras sentada en la cocina, iba dos veces —una más que an-tes— a la iglesia y recibía encargos o dinero por mediación delapoderado, pero nada le decían del señor. No escribía ni hacíaque le transmitieran noticia alguna de él. La mujer permane-cía muda, esperando: su rostro se endureció y enflaqueció, susmovimientos eran de nuevo menos flexibles, y así, en esperary más esperar, pasó muchas semanas envuelta en un misterio-so estado de entorpecimiento.

En el otoño, la solución de apremiantes asuntos impidió albarón prolongar las vacaciones. De vuelta a su casa, se quedóparado en el umbral, vacilando. Dos meses en el círculo de lamás confiada amistad le habían hecho casi olvidar muchascosas, pero ahora que le era inevitable enfrentarse con supesadilla, su cómplice tal vez, ver el cuerpo ante sí, se le re-producían la misma opresión, la misma náusea. A medidaque subía los escalones, cada uno con más lentitud, la manoinvisible se le iba acercando a la garganta, y tuvo que con-centrar toda su voluntad para lograr que los rígidos dedos sedecidieran a dar vuelta a la llave.

Sorprendida, salió Crescencia de la cocina en cuanto oyó elruido de la llave en la cerradura. Al verlo, se quedó un mo-mento pálida, y agachándose, como si a la vez se escondiera,tomó el saco de mano que él había dejado en el suelo. Muda, loentró a la habitación, y mudo él, igualmente, la siguió. Mudo es-peró mirando detrás de la ventana hasta que la sirvienta hubosalido. Y entonces dio vuelta a la llave precipitadamente.

Este fue el recibimiento al cabo de dos meses de ausencia.Crescencia esperaba. Y también esperaba el barón que tal vez

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su espasmo de horror se aliviaría al verla. Pero no hubo tal.Aun sin verla, solo de oír su paso en el corredor, le volvía elmalestar. No probaba el desayuno y se escabullía sin decirleuna palabra, lejos de la casa, a la cual no volvía hasta muyadelantada la noche para evitar su presencia. Los dos o tresencargos que le era imprescindible confiarle se los daba con lacara vuelta. Le ahogaba la garganta tener que respirar el airedel mismo espacio donde respiraba aquel fantasma.

Crescencia, entretanto, no abandonaba su taburete; allí sen-tada, muda, no quería ya ni guisar para ella sola. Nada leapetecía, y huía de la gente. Con el recelo en los ojos, soloesperaba el primer silbido de su dueño, lo mismo que el perroque ha sentido el látigo y conoce que ha hecho un disparate.Su turbado sentido no comprendía exactamente lo sucedido;solo entraba en su conciencia, llenándola de pesadumbre, laidea de que su dios y señor la apartaba de sí y no quería sabernada más de ella.

A los tres días de haber llegado el barón sonó el timbre de laescalera. Un hombre reposado, de pelo entrecano, afeitadopulcramente, esperaba a la puerta con una maleta en la mano.Crescencia quería despedirlo, pero el intruso insistió en que erael criado nuevo, que el señor lo había citado para las diez y quedebía anunciarlo. Crescencia se puso blanca como la cal y perma-neció un momento de pie, con los dedos en ristre, tiesos, levanta-da la mano; luego esta cayó abatida como un pájaro herido.

—Vaya usted mismo —dijo al sorprendido visitante. Volvióla espalda, entró en la cocina y se encerró.

El criado se quedó en la casa. Desde aquel día el dueño notuvo que dirigir la palabra a Crescencia; encargaba al reposa-do camarero lo que era preciso comunicarle. La mujer no seenteraba de lo que sucedía en la casa: todo fluía como el aguasobre la piedra fría, por encima de ella.

Ese estado de cosas que la oprimía duró dos semanas, devo-rándola como una dolencia; se le había afilado la cara, y en lassienes el cabello era más cano. La rigidez de sus movimien-tos se acentuaba, y casi siempre se le veía sentada, mudacomo un madero, mirando fijamente hacia la ventana vacía;

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si trabajaba, lo hacía de modo violento, enfurecida, como enun arranque de cólera.

Un día, al cabo de estas dos semanas, se presentó el criado enel cuarto del barón, el cual conoció, por el modo discreto de es-perar, que tenía algo que comunicarle fuera de lo común. Yaotra vez se le había quejado de lo gruñón que era aquel esper-pento tirolés, como despectivamente la llamaba, proponiéndo-le que fuera despedida; pero el barón, movido quién sabe porqué, pareció no querer oír hablar del asunto. Así, como aque-lla vez, el criado se alejó con una reverencia, ahora manteníasu punto de vista; puso una cara insólita, casi turbada, y, porfin, confesó tartajeando que, aunque su señor lo tachara deridículo, no podía… no podía decirlo de otro modo: aquellamujer… le daba miedo. Aquella alimaña cerril, ruin, era inso-portable, y el señor barón no sabía qué persona peligrosa teníaen casa. El avisado se estremeció, a pesar suyo. ¿Qué queríadecir? ¿Qué alcance le daba? El criado atenuó un poco su afir-mación. Nada concreto podía asegurar, pero tenía como unpresentimiento de que aquella persona era un animal rabiosoy nada tan fácil como que cualquier día lo perjudicaría.

—Ayer, al volver la cabeza para darle instrucciones, cacé ca-sualmente una mirada… Bueno, por una mirada no se ha dejuzgar, pero parecía que se le iba a echar a uno al cuello —yahora no se fiaba de ella, tenía miedo hasta de catar los guisosque preparaba—. El señor barón ignora —concluyó su infor-me— lo peligrosa que es. Nada dice, nada opina, pero, ¡cuida-do!, creo que sería capaz de un crimen.

Removido en sus adentros, el barón echó una mirada incisivaal acusador. ¿Había oído algo en concreto? ¿Le había transmiti-do alguien una sospecha? Se dio cuenta de que le empezaban atemblar los dedos, y dejó enseguida el cigarro, a fin de que sumano no trazara en el aire su excitación. Pero el semblante delviejo era totalmente sincero. No, no podía saberlo… Vaciló. Luegorecobró todo su impulso y se decidió:

—Espera. Pero si otra vez te trata con desagrado la despa-chas en mi nombre, y se acabó.

Se inclinó el criado, y el barón, con más desahogo, retroce-dió un poco en su decisión. Todo lo que le recordase aquel ser

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peligroso era capaz de echar una sombra sobre su jornada.“Mejor sería —reflexionó— que fuera por Navidad, cuandoyo esté fuera de casa; por Navidad tal vez”. El solo pensa-miento de la anhelada liberación le hacía bien. “Sí, lo mejores por Navidad —reafirmaba—, cuando yo no esté aquí”.

Pero al día siguiente, al entrar en su cuarto, después de lacomida, dieron unos golpecitos en la puerta. Abstraído, levan-tando los ojos del periódico, gruñó: “¡Adelante!” Entonces, sele acercó una vez más aquel odioso andar duro, rastrero, queoscurecía sus sueños. Fue un despertar; semejante a un crá-neo lívido y caseoso, bamboleaba la faz huesuda encima delcuerpo delgado vestido de negro. Un algo de compasión semezclaba a su espanto, al ver cómo el paso temeroso de aque-lla criatura totalmente abismada, se detenía con humildad alborde de la alfombra. Para animarla se esforzó en mostrarsecondescendiente.

—¿Qué hay, Crescencia? —preguntó. Pero no le salió el tonojovial y cariñoso que se había propuesto; contra su voluntad,la pregunta resultó repelente y malhumorada.

Crescencia no se movía. Pasmada, mirando la alfombra, porfin, como quien aparta algo de un puntapié, soltó la queja:

—El criado me ha dado el despido. Me ha dicho que el señorme despide.

Con una penosa impresión, el barón se había puesto en pie.No podía presumir que aquello viniera tan pronto, así es queempezó a farfullar palabras: que no era para tanto y que elladebía hacer un esfuerzo para entenderse bien con el personal.Pero Crescencia no se movía; clavada en la alfombra la mirada,tiesos los hombros con ofendida resistencia, tenía la cabezabaja, como el toro que va a embestir, y no hacía caso de laspalabras cordiales, en espera de una sola que no llegaba. Ycuando el barón se cansó de hablar, un poco asqueado del pa-pel de amable componedor, la mujer permaneció testaruda ycallada, hasta que prorrumpió con hostilidad:

—Solo quería saber si fue el mismo señor quien dio el encar-go a Antonio de que me despache…

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Lanzó estas palabras secamente, indignada, violenta. Y elbarón las recibió como un golpe en sus nervios ya excitados.¿Era una amenaza? ¿Lo desafiaba?

De pronto, todo apocamiento y compasión lo abandonaron.El odio y el asco acumulados durante semanas se abrían pasocon el ardiente deseo de concluir de una vez. Súbitamente, cor-tante el tono, con aquella fría objetividad aprendida en elMinisterio, afirmó con indiferencia que sí, que en verdad ha-bía dado carta blanca al criado para que dispusiera de lascosas domésticas. Él, personalmente, solo deseaba su bien yprocuraría hacer que quedara sin efecto la orden de despido.Pero si se obstinaba en no querer ponerse a bien con el sir-viente, entonces se vería precisado, ¡ah, sí!, a prescindir desus servicios.

Y concentrando la voluntad, enérgico, decidido a no dejarsevencer por ningún secreto ni confidencia, con las últimas pa-labras sostuvo decidido la mirada contra la que parecíaamenazarlo.

Pero la mirada que Crescencia levantó con recelo era ni másni menos que la de un animal herido por el cazador, al verprecipitarse la jauría de entre el matorral cercano.

—Gracias —dijo con voz débil y apenada—. Ya me voy…, noquiero ser más tiempo una carga para mi señor…

Y lenta, sin volver la cabeza, se deslizó hacia la puerta conlos hombros hundidos y el andar tieso.

Por la noche, cuando el barón volvía de la ópera, al recogerde la mesa las cartas del último correo, notó un objeto rectan-gular que no recordaba. Lo examinó a la luz y vio que era uncofrecito de madera labrada por mano campesina. No estabacerrado, y contenía, cuidadosamente ordenadas, todas las pe-queñeces que Crescencia había recibido de él: un par de posta-les de cuando salió para la caza, dos billetes de teatro, unasortija de plata y todo el montón de billetes de banco, ademásde una instantánea de veinte años atrás tomada en Tirol, dondeestaba ella con los ojos asustados por el relámpago del mag-nesio: la misma expresión sorprendida y azarada que tenía aldespedirse, pocas horas antes.

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El barón, algo perplejo, empujó a un lado el cofrecito yfue a preguntar al criado qué significaban aquellos objetosde Crescencia sobre su mesa. El criado se aprestó a llamar, deinmediato, a cuenta a su enemiga. Pero Crescencia no estabani en la cocina ni en ninguna de las habitaciones de la casa.

Cuando al día siguiente el informe policíaco dio cuenta delsuicidio de una mujer de unos cuarenta años, que se habíaprecipitado al agua desde el puente del Danubio, ni el barón nisu criado necesitaron inquirir adónde se había marchadoLeporella.

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Índice

Carta de una desconocida/ 7

Primer tiempo/ 9Segundo tiempo/ 23

Tercer tiempo/ 33

Cuarto tiempo/ 36

Quinto tiempo/ 46

Epílogo/ 48

Leporella/ 51

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