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EDUARDO ACEVEDO DÍAZ - Descubre Lima · 2020. 11. 25. · del tigre (1890), Etnología indígena (1891), Grito de gloria (1893), Soledad (1894) y ... Un bigote con ranuras cubría

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EDUARDO ACEVEDO DÍAZ

EL PRIMER SUPLICIO

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Eduardo Acevedo Díaz

Nació en Montevideo, Uruguay, el 20 de abril de 1851. Fue cuentista, historiador y novelista. Iniciador en su país de la novela histórica.

Desde que era muy pequeño surge su interés en las letras, pero se ve interrumpida por su participación en la política. En 1870 se inicia en la escritura en el Diario El siglo, donde publicaría un mensaje a su abuelo quien había fallecido. Luego trabaja en la revista La república donde publica el cuento Un sepulcro en los bosques (1872). Luego continúa con su incursión política, gracias a esta recorre Europa y parte de los países latinoamericanos. En su viaje publica Brenda (1886), Ismael (1888), Nativa y La boca del tigre (1890), Etnología indígena (1891), Grito de gloria (1893), Soledad (1894) y Lanza y sable (1914).

Falleció en Buenos Aires, Argentina, el 18 de junio de 1921.

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El primer suplicio Eduardo Acevedo Díaz

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Jerson Lenny Cervantes LeonCorrección de estilo: Manuel Alexander Suyo MartínezDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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EL PRIMER SUPLICIO

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Fue en el sitio de 1870.

Lo recuerdo bien. Todo se grabó en mi pupila y luego indeleble en el fondo de mi memoria.

La mañana en la que el condenado debía marchar al suplicio era muy hermosa, tibia, llena de vivos reflejos, ceñida en el alto del naciente con la diadema deslumbradora de la grandeza estival.

El reo pertenecía a la raza negra; joven, veinticuatro años apenas, en toda su plenitud fisiológica, alto, robusto, cuello de toro, musculatura de hierro, dorso escapular de luchador, pecho saliente, el frontal achatado como la nariz, colmillos de lobo, mirar siniestro. Un bigote con ranuras cubría el labio a medias. Tenía envuelto en bandas el brazo derecho, y sujetas las piernas por los grilletes.

La herida del brazo, ancha y dolorosa, le había sido causada por un bote de lanza de hoja de palma y medias lunas.

Ramón Montiel —que así se llamaba— era un soldado bravío capaz de la acción heroica como del crimen alevoso.

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Tres días antes —en tal lapso de tiempo se instruyó el proceso y falló el consejo de guerra— Montiel había cometido un grave delito.

A causa de un desorden en la esquina del cuartel, el oficial comandante del Cuerpo de Guardia le intimó personalmente que volviese a su campo. Del Cuerpo de Guardia al sitio del desorden, había más de veinticinco pasos. Montiel, que estaba emocionado, se negó a obedecer, arguyendo con gran energía que el oficial no podía desempeñar esas ni otras funciones sino dentro de una distancia prefijada por las ordenanzas, tratándose de las que en ese momento estaban encomendadas a su celo.

El oficial, que era joven y resuelto, avanzó entonces sobre él con ánimo de compeler a la línea del deber. Espero tranquilo el soldado, daga en mano y trabada una lucha breve, apenas de segundos, el teniente Torres caía sin vida en la vereda partido el corazón por una puñalada.

Ramón Montiel levantó el brazo con el acero teñido en sangre caliente, y dijo iracundo que se allegase otro.

Un nuevo contendor, oficial también, reemplaza al teniente en la pelea. Otros hombres de armas se agrupan, en aquel círculo popiliano, lanzando voces enérgicas.

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Montiel brinca y ruge como estimulado por el vapor de la sangre que tiñó las piedras; se lanza veloz sobre su segundo adversario, lo hiere y lo derriba.

Se estrecha entonces el círculo en medio de estrujones y alaridos; se oprime al matador que doquiera ve rostros amenazantes y oye gritos poderosos.

El león negro se dispone a romper el cerco mostrando los dientes, el ojo encendido y alta la daga en su diestra formidable; silba el plomo a su lado sin rozarlo; y ya va a esgrimir por tercera vez su hoja temible, cuando otro oficial que se ha apoderado de una lanza la blande colérico desde lejos, la hunde a dos manos en su brazo hasta encajarle las medias lunas y le obliga a abandonar el hierro homicida.

Precipitándose sobre él varios hombres y lo sujetan. Mientras le ataban, bramaba. La sangre le corría de la espantosa desgarradura a borbotones, y una contracción de rabia lo había transformado el semblante en una máscara de simio enloquecido.

Su jefe le dijo airado, mostrándole el puño:

—¿Qué has hecho, Ramón?

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Pareció él recién darse cuenta de su arrebato, descorrido el velo de sus ojos y se quedó mudo removiendo los gruesos labios trémulos, ni más ni menos que la fiera después de haber hundido una y otra vez los colmillos en la carne de su víctima, al escuchar el terrible grito del domador.

Sesenta horas más tarde estaba condenado a muerte.

Era necesario moralizar. La indignación bullía en las tropas como una espuma de borrasca. Aquella vida no valía más que la de un gusano, y había que extinguirla bajo una descarga, por ejemplo.

En la noche última de capilla, a altas horas, el fiero negro se puso pensativo. Se quedó como abismado ante el misterio de la muerte.

Estando yo cerca de él, me preguntó en una corta ausencia del sacerdote que le prestaba sus auxilios espirituales:

—¿Es verdad que debajo de tierra no hay más que gusanos? Esto digo porque muerto el perro se acabó la rabia.

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Algo le contesté que pesó en su ánimo. Él repuso:

—He de morir como soldado.

Un rato después, cuando sin duda trabajó su cerebro la suprema angustia de la jornada final, se levantó de la banqueta como herido por un golpe eléctrico, se arrojó al suelo con todo el peso de su cuerpo y de sus hierros y se echó a rodar como una peonza elástica de la puerta al altar y del altar a la puerta entre gruñidos y lúgubres choques de grilletes.

El centinela enderezó la bayoneta, pero se quedó inmóvil por algunos segundos cual una figura de piedra. Después echó el arma al hombro, dando un ronquido.

Como efecto de los retorcimientos y convulsiones, la congestión del brazo herido de Montiel fue horrible: se le formó allí como una bola enorme de una dureza de granito.

A poco se sosegó. Recobró una fría tranquilidad.

Parecía ya haberse habituado a la idea de la muerte.

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—Mi jefe estará sentido con razón —dijo con mucha calma.

Aludía al coronel Belisario Estomba, bizarro militar que mandaba el Cuerpo de Infantería en cuyas filas había revisado el reo, y a quien había impresionado profundamente el suceso.

Parecía quererle y respetarle, Montiel, porque añadió en seguida siempre sereno:

—Justo será que él mande el cuadro. Así era.

Al pronunciar esas palabras, el reo revelaba cierta fruición, algo como orgullo de soldado.

Una sonrisa natural daba a su rostro una expresión resignada, afable, atrayente sin signo alguno de debilidad o tristeza.

Solo al romper de la mañana al ruido marcial de los clarines y tambores que llegó a sus oídos como un eco lejano de la disciplina y del deber, sintió una conmoción, irguió altivo la cabeza y se estuvo atento largos instantes, ansioso de no perder una nota de aquellas fanfarrias que concitan sus instintos bravíos a la acción y la pelea.

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Ni más ni menos fue su sacudida nerviosa que la de una fiera encerrada en la jaula al sentir la nota de un ave vagabunda, el graznido de un pájaro de las soledades, que le renovase las sensaciones del desierto a modo de himno de vida y de libertad salvaje.

Cuando fueron a buscarlo para conducirlo al suplicio, lo encontraron sonriendo.

Entonces era la suya una sonrisa dura, sardónica, durable como la que contrae los músculos faciales de los eterizados. Hablaba con la mayor entereza, sonriendo siempre.

Pidió hacer testamento, y se labró sobre un tambor. Dejaba a su compañera diez y siete pesos que le adeudaba por servicios domésticos el coronel Goyeneche.

Este militar, que pertenecía a la plaza sitiada y era un perfecto caballero, recibió las últimas voluntades de Ramón Montiel, y las cumplió religiosamente.

Hecho su testamento, Ramón dijo que estaba listo; pero que le cortasen hasta el hombro la manga derecha de la casaquilla, a fin de que ella pudiera ser prendida a la

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muñeca por un botón, y permitiese así que se desahogará su brazo hecho una criba.

Corto la manga.

—¡Gracias! —dijo.

Después de esto marchó con paso firme, cual si no llevase grilletes.

En la puerta aclamó con voz robusta a su general y la revolución. De la muchedumbre de gente de armas reunida en la calle, no salió un eco: pero los gritos del fiero negro lo tuvieron en los ámbitos más apartados a manera de imponentes rugidos.

El cuadro estaba formado en una explanada verde y espaciosa, en las proximidades de la plaza de toros.

Ramón Montiel atravesó la explanada con reposado continente; y oyendo circular por filas la voz de «pena de la vida al que pida por el reo», se volvió para dominar con aire altanero todos los costados del cuadro, y dirigiéndose al digno capellán que lo exhortaba a bien morir, murmuró lentamente:

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—No siga entonces, padre, porque si saben que está rezando por mí, lo van a fusilar también.

Ya en el sitio fatal, agregó con honda ironía:

—Está bueno de padrenuestros, señor cura. Con uno más no hemos de sacar mayor ganancia.

Y a mí, que iba cerca de él, me dijo muy bajo, dulcemente:

—Es el primer delito que cometo este, porque me matan. Que no fui un malvado, dígalo alguna vez por favor. Tenía entonces diecinueve años y era ayudante secretario del fiscal militar. Pasados veintitrés, la edad de Ramón, menos uno, cumplo sus deseos.

Puesto de rodillas se leyó al reo la sentencia.

Una vez leída el condenado dijo:

—Pido licencia para dirigir la palabra a mis camaradas.

Se le otorgó.

Entonces con acento pujante y viril, les recomendó que se inspirasen en su ejemplo y les dio un sentido adiós.

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Luego como última gracia, suplicó que no lo vendan, pues hasta el gusano tenía derecho a la luz del sol en la hora de morir.

Se denegó la gracia.

Mientras le ponían la venda, avanzaba sigilosamente el pelotón con las armas preparadas.

A la señal convenida los soldados apuntaron. Tenían lívidos los rostros y trémulas las manos. Los rezos del capellán pronunciados a media voz eran el único rumor perceptible en el instante solemne.

De pronto resonó la descarga.

Montiel, como impelido por un viento huracanado, se arqueó y tambaleó hacia atrás. Luego, cual si fuese atraído por una fuerza contraria, se vino hacia adelante, firme sobre sus rodillas, se sacudió, y cayó al fin de costado entre roncos gruñidos.

La sangre salió a borbotones del pecho. Pero aún vivía.

Una nueva bala en el cráneo, tras de la oreja derecha, lo dejó al fin inmóvil. La pólvora y el taco ardiendo

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pusieron fuego a la venda, que se desprendió y cayó sobre el pasto, humeando; y entonces se vieron enormes los ojos de Montiel, fijos en el cielo, y en su semblante lívido el ceño terrible con que lo halló la muerte.

La infantería desfiló en silencio delante del cadáver.

Pero de la caballería brotaron frases brutales.

—¡A nadie vas a sacar ya los ojos!

—¡Clavaste el pico, cuervo!

Era la oración fúnebre, que daba la medida de la educación moral y de los instintos de la masa cruda, indisciplinada, agresiva por hábito, irrespetuosa por inconsciencia.

Fue este el primer reo que vi pasar por las armas. Algunos hombres he visto morir después, mas ninguno con la estoica entereza de aquel fiero negro.

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DESDE EL TRONCO DE UN OMBÚ

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I

El cordero agonizaba en el valle. Bajó el águila azulada de la sierra, y le devoró uno de los ojos, el que miraba al cielo. Se limpió el pico curvo en la lana tenue, lanzó una nota estridente y remontó de nuevo a los picachos. Otra águila salió al encuentro, y se trabó la lucha. Algunas plumas cayeron al suelo. Luego se apartaron por distintos rumbos. En tanto, una oveja con gusano en el cerebro se acercó al cordero moribundo, y se puso a dar vueltas sin cesar ni descansar, con la cabeza airada y la colilla tiesa.

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II

Cruza una carreta hacia el paso del arroyo tirada por ocho bueyes entre barrosos y yaguanés. El viejo conductor, montado en un cebruno flojo, va somnoliento. El criollito de ojos negros muy vivos, arrollado en el tronco de la lanza, le grita: «¡Taita, la zanja es honda!» El viejo se enderezó en el recado, rezongando: «¡Vuelta güey!». Pero el vehículo estaba a los bordes, y cayó a la zanja pantanosa. Maniobró la picana, se alzó la voz enérgica, y después de un vaivén enojoso, la carreta arrancó con las pinas crujiendo. El criollito silbó un triste, poniendo los dos pies desnudos en la lanza y las rodillas en el rostro. El viejo arrojó un terno entre un bostezo, y dijo: «¡siempre peludeando!».

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III

En tanto se abaten los negros tordos y los pechos amarillos en el cardizal ardiente, y asoma la gama su airosa cabecita entre las altas hierbas allá en el fondo del llano, como atenta a extraño ruido, relincha con imponente brío un semental criollo y se precipita en frenética carrera a la loma del flanco, que traspone en un segundo y vuelve en el acto con la crin ondulante y el copete encrespado arremolinando una tropilla de ventrudas, reacias al esquilón de la madrina.

Ora enseñando los blancos dientes o dilatando las narices, ya enarcando el cuello o dando una corveta, compele a su grey y la lleva al trazo de gramilla; se pone de pie de súbito, arroja un pequeño gruñido felino, y se pone a pastar. De pronto, una de la grey se aleja demasiado de la ronda. El potro se pone en tres saltos junto a ella, y pagó caro el delito de insubordinación... La víctima se doblega; y la madrina mira aquello con aire de idiota, tal vez cansada de esos caprichos y celos formidables.

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IV

Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo las totoras. Seguía un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía mucho en sus afanes, el perro se echaba. Luego, proseguía una y otra su marcha de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas, porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado del vestido. El perro por esta vez se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso. Cerca había una sombra de toro, una de tantas avanzadas del bosque contra el pampero, y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto. Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues, aunque ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro coadyuvó sin pérdida de segundo, y

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mordió en el tronco. La criolla se quedó con el apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Se fue riendo, con las greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre ellos, como avergonzado. olió largo rato al pie del árbol; introdujo parte del hocico en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella. con la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y perdida.

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V

Una banda pequeña de ñandúes cruza por el médano que está a media cuadra del paso del arroyo, y a un costado del camino. El médano es un reducido círculo amarilloso en medio de dilatadas verduras, y en su centro mismo hay algunos guayabos y malezas solitarias, como si la costra fecunda del subsuelo protestara contra la aridez de las arenas. Los ñandúes marchan tranquilos. Pero, de improviso, dos o tres levantan a modo de árganas los alones mostrando el abrigo interno blanco como la espuma, y emprenden a saltos la fuga. Las demás corredoras se separan del sitio por opuestas direcciones, y alguna brinca con los pies juntos, cual si el peligro no diera tiempo a desplegar los nutridos plumeros. Más de una víbora de la cruz dormitando en la arena caliente, que empolla el huevo del yacaré, ha alzado su chata cabeza y vibrado la lengüeta, al sitio melancólico de esas aves hijas de la cuma, tan similares en sus hábitos de libertad salvaje a los del primitivo gaucho vagabundo.

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VI

Se van muy lejos, y el sol se acuesta. Las sombras bajan al valle. La noche, una noche límpida, serena, de inmensos doseles azules tachonados de solos infinitos, trae con su majestad solemne el don de la calma, del silencio y del reposo que esparce en las sierras y en los llanos con sus luces y rocíos. Los grandes rumores han cesado. Los que se perciben no perturban: bajo diapasón de patos silvestres, tertulias de gallaretas, aleteos entre el ramaje, y el armonioso acento del zorzal, que se alza como un himno a las estrellas, vibrante en los aires, llena de dulce encanto los ribazos sombríos.

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COMBATE DE LA TAPERA

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I

Era después del desastre de Catalán, hace más de setenta años.

Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día. La marcha había sido dura, sin descanso.

Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para calmar el ansia de los pulmones.

Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.

En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre.

Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre, además de los jinetes, enseñando en los cuartos uno que

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otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.

Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbamos quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.

Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:

—¡Alto!

El destacamento se paró.

Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres–dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.

Dos grandes mastines con las colas barrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintieran todavía el calor de la pólvora y el clamor de guerra.

Allí cerca, al frente, se percibía una «tapera» entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre «tacuaras»

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horizontales, agujereadas y en parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.

Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semicegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de racimos negros y flores blancas.

—A formar en la tapera —dijo el sargento con ademán de imperio—. Los caballos a retaguardia con las mujeres, a que pellizquen... ¡Cabo Mauricio! ¡haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás de la cicuta!... Los otros dentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. ¡Pie a tierra de dragones, y listo, canejo!

La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio. Ninguno replicó.

Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.

Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron manejados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resoplantes. Los

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tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa se distribuyó en el interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras, se pusieron a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas.

Empezaban afanosas a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche.

—Nadie pitee —dijo el sargento—. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene... ¡Cabo Mauricio! vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusque las cerdas... ¡Mucho ojo y la oreja parada!

—Descuide, sargento —contestó el cabo con gran ronquera—; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.

Transcurrieron breves instantes de silencio.

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Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo:

—Se me hace tropel... Ha de ser caballería que avanza.

Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente.

—Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los pórtugos. ¡Va el pellejo, barajo! Y es preciso ganar tiempo para resolver los mancarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa?

—Está a mitad —respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo incoloro de barboquejo de lonja sobada—. Mirá, bueno es darles un trago a los hombres…

—Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles.

Ciriaca se encaminó a los saltos, evitando las «rosetas», se agachó y fue pasando el «chifle» de boca en boca.

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Mientras esto hacía, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: «¡luna llena!»L

—¡Te ha de alumbrar muerto, zafao! —contestaba ella riendo al uno; y al otro:— ¡Largá lo ajeno, indino! —y al de más allá:— ¡A ver si aflojás el chisme, mamón! —Y repartía cachetes.

—¡Poca vara alta quiero yo! —gritó el sargento con acento estentóreo—. Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. ¡Apartáte Ciriaca, que ahorita no más chiflan las redondas!

En ese momento se acrecentó el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos salvajes.

El pelotón contestó con brío.

La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se disipó bien pronto para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos.

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II

En los intervalos de las descargas y disparos, se oía el furioso ladrido de los mastines haciendo coro a los ternos y crudos juramentos.

Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado en forma de media luna para dominar la tapera con su fuego graneado.

En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos en busca de Mauricio.

Cruzó el corto espacio que separaba a este de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros.

Los tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de baquetas.

Uno estaba inmóvil, boca abajo.

La china le tiró de la melena, y noto la inundada de un líquido caliente.

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—¡Mirá! —exclamó—, le ha dado en el testuz.

—Ya no traga saliva —añadió el cabo—. ¿Trujiste pólvora?

—Aquí hay y balas para hacer tragar a los pórtugos. Lástima que está oscuro... ¡Cómo tiran esos mandrias!

Mauricio descargó su carabina.

Mientras extraía otro cartucho del saquillo dijo mordiéndolo:

—Antes que este, ya quisieran ellos otro calor. ¡Ah, si te agarran, Ciriaca! A la fija que te castigan como a Fermina.

—¡Que vengan por carne! —barbotó la china.

Y esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con gran destreza.

—¡Fuego! —rugía la voz del sargento—. Al que afloje lo degüello con el mellao.

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III

Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo, hirieron y derribaron varios de los matalotes.

La segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, se escurrió a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.

Era Cata —como la llamaban— una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo de un vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sable a la bandolera.

La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los rojos culebrones de las alturas o grandes «refucilos» en lenguaje campesino, alcanzaban a

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iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.

Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de «mampuesta» sobre el lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.

Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en convulsiones sobre su jinete muerto.

De vez en cuando un trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.

Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.

A Cata le pareció por el eco que el resuello del trompa no era mucho, y que tenía miedo.

Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y la loma, y permitirle ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.

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Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.

Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.

Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila.

Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos. Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.

Chispeaban el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo.

Una de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herirla, pero derribándola de costado.

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En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.

Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.

En su avance de felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.

Oía distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan firme como briosa.

Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aún que formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzando o retrocediendo, según las voces imperativas.

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IV

De la tapera seguían saliendo chorros de fuego entre una humareda espesa que impregnaba el aire de fuerte olor a pólvora.

En el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida. Al unísono con los estampidos, se oían gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñéndolo de un vivo color amarillento, mostraba al ojo del atacante, en medio del nutrido boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que se agitaban sin cesar como en una lucha cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. El trueno no acompañaba al coro, ni el rayo como la ira del cielo la

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cólera de los hombres. En cambio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpeaban a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea.

El continuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que entraban las balas en fuego oblicuo.

La pequeña fuerza no tenía más que seis soldados en condiciones de pelea. Los demás habían caído uno en pos del otro, o habían rodado heridos en la zanja del fondo, sin fuerzas ya para el manejo del arma.

Pocos cartuchos quedaban en los saquillos.

El sargento Sanabria empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el enemigo avanzase.

—Ansi que se quemen esos —añadió— monte a caballo el que pueda, y a rumbear por el lado de la cuchilla ... Pero antes, nadie se mueva si no quiere encontrarse con la boca de mi trabuco... ¿Y qué han hecho las mujeres? No veo a Cata...

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—Aquí hay una —contestó una voz enronquecida—. Tiene rompida la cabeza, y ya se ha puesto medio dura...

—Ha de ser Ciriaca.

—Por lo motosa es la mesma, a la fija.

—¡Cállense! —dijo el sargento.

El enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la «tapera».

Sentía un muy cercano ruido de caballos, choque de sables y crujido de cazoletas.

—No vienen de a pie —dijo Sanabria— ¡Menudeen bala!

Volvieron a estallar las descargas.

Pero, los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse.

Era necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga.

El sargento Sanabria descargó con un bramido su trabuco.

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Multitud de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de la zanja sus bocas a manera de colosales tucos, y una humaza densa circundó la «tapera» cubierta de tacos inflamados.

De pronto, las descargas cesaron.

Al recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino la hubiese acometido; y tras esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el vértigo.

Después un silencio profundo.

Solo el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y caballerías, parecían arrastrados por una tromba invisible que los estrujaba con cien refinamientos entre sus poderosos anillos.

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V

Asomaba una aurora gris cenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.

Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz; tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.

El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.

Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la

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caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.

Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.

De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.

El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.

Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.

Hacia el frente, vejase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se marearon los caballos, un montón deforme en que solo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.

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El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. se salía junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.

Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.

En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, media docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.

Catalina, que había apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: incorporarse sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando el líquido coagulado de los labios de la herida.

Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado

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a hierro, el brioso soldado se hubiera estremecido de pavura.

Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.

—¡Al ñudo ha de ser! —rugió el dragón— hembra con ira concentrada.

Tejidos y venas se abrieron bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos.

Lluvia caliente y humeante batió el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.

Soporte inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en

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tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:

—¡Que la lamban los perros!

Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.

Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.

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VI

Algunos cuervos enormes, muy negros, de cabeza pelada y pico ganchudo, extendidas y casi inmóviles las alas, empezaban a poca altura sus giros en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral.

Cerca de la zanja, vejase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía propiamente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros en el vientre de un cadáver.

Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo. El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizo en el lomo y bajando la cabeza se preparó a acometer, viendo sin duda cuán sin fuerzas se arrastraba su enemigo.

—¡Vení, Canelón! —gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo— ¡A él, Canelón!...

Y se tendió, desfallecida...

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Allí, a poca distancia, entre un montón de cuerpos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles con la profunda quietud de la muerte, estaba echado un mastín de piel leonada como haciendo la guardia a su amo.

Un proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía postrado y dolorido.

Más lo estaba su amo. Era este el sargento Sanabria, acostado de espaldas con los brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre de vida.

Su aspecto era terrible.

La barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un toro, aparecía teñida de rojinegro.

Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmentos del hueso saltado hacia afuera entre carnes trituradas.

En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, le había destrozado una vértebra dorsal.

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Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso.

Al grito de Cata, el mastín que junto a él estaba, parecía salir de su sopor; fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera del cicutal y asomó la cabeza...

El cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento, aportando más el festín que la lucha. Merodeador de las breñas, compañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea.

Se volvió a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zarja y dominar el lúgubre paisaje.

Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucientes, con una expresión intensa de amor y de dolor.

Y arrastrándose siempre se acercó a él, se acostó a su lado, tomó alientos, se volvió a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, le apartó las manos del pecho, le cubrió con las dos suyas la herida y se quedó contemplando con fijeza, cual si observara como se le escapaba a él la vida y a ella también.

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Se le nublaban las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago en las entrañas.

Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exangüe, y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo estaba hundido entre las breñas.

—¡Ah!... ¡Ciriaca! —exclamó con un hipo violento.

En seguida extendió los brazos, y cayó a plomo sobre Sanabria.

El cuerpo de este se estremeció; y se apagó de súbito el pálido brillo de sus tilos.

Quedaron formando cruz, acostados sobre la misma charca, que Canelón olfateaba de vez en cuando entre hondos lamentos.

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