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El Cenit de Sidus Vanessa Del Valle
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!!!!! EL CÉNIT DE SIDUS Vanessa del Valle
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Título: El cénit de Sidus
© Vanessa del Valle Muñoz
© Ilustración de cubierta: Vanessa del Valle Muñoz
Primera edición: septiembre 2014
Depósito legal: B-186502014
ISBN: 978-84-617-1229-8
Corrección: José María Bravo
www.elcenitdesidus.com !Todos los derechos reservados. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado -electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.- sin el permiso previo de los titulares de los derechos de propiedad intelectual.
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Agradecimientos a Alex Sola, Víctor Jané y Rubén Martínez.
A mis primeros lectores Iván González y Albert Cano.
A los creadores de películas y libros que me hicieron soñar.
!“All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die.”
Blade Runner 1982
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PRÓLOGO
!Vanessa del Valle es una creadora con multitud de pasiones artísticas.
Es una portentosa poetisa, guionista aficionada, soberbia cocinera y una hábil
ilustradora, como demuestra la portada de este mismo libro. Pero había un
arte que solo cultivaba en privado, el de la escritura. Ahora, cientos de
páginas después, se decide a ofrecer y demostrar, con una novela, sus
habilidades y vibrante creatividad.
Hace muchos años que conozco a la autora, y un tercio los ha
pasado desarrollando El cénit de Sidus. Por ello, pese a ser su primera obra,
rezuma pasión y disfrute. Sin duda, por haber estado hecha con dedicación y
paciencia, puliendo y abrillantando cada aspecto hasta ser de la calidad
exigida.
Gran aficionada al género, atesora lo mejor que ha recibido de él y lo
impronta en una novela singular y robusta, que sorprende por su ligereza. Su
dinamismo acerca la obra a un trepidante guión cinematográfico. Rehuyendo
del formalismo burocrático de un estilo más clásico, aquí el narrador es
prácticamente sustituido por una especie de corresponsal en directo, que
apenas tiene tiempo de retransmitir los sucesos. Con contadas concesiones a
la contemplación y a la recreación, la narración te arrastra por las solapas y te
lleva a una epopeya frenética. De igual manera, los protagonistas son
engullidos por los acontecimientos, y obligados a renunciar a su mundo y a
parte de sus propios valores, en pos de salvar de la extinción sus vidas y la de
los suyos. La narración, pese a huir del maniqueísmo, y ser clara y concisa, no
cae en lo simplón y aprovecha esa austeridad narrativa para desarrollar con
descarnada intensidad las tragedias de los protagonistas. No solo ríes y lloras
con ellos, también pasas frío, hambre, dolor, placer, horror, ira y pasión;
podrás oír como respiran, saborear lo que beben, oler aquello que les hace
enloquecer. En esta obra los conceptos clásicos del bien y del mal
(protagonista-antagonista) se intercambian según cada punto de vista; nada es
malo y nada es bueno del todo, y todos tienen parte de razón, tanto que se
podría considerar una obra con cuatro protagonistas intentando ser
consecuentes con lo que creen que deben hacer. Sentimientos, que lejos de
ser primarios, son complejos y fuertes, y reaccionan como materia viva a los
acontecimientos, y los dejan marcados para siempre, con heridas que
costarán de cicatrizar.
Si algo define el texto es intensidad y complejidad, pero su fluidez y
claridad narrativas la convierten en una experiencia casi vital que deja con
ganas de más, y, como los grandes clásicos, te cambia un poquito.
Víctor Jané.
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Dedicado a mi familia, en especial a mi padre, Rafael del Valle,
sin su ayuda y ejemplo no sería la persona que soy hoy en día.
CAPÍTULO 1
El atardecer de las seis lunas
!―No puedo dar cabida a todo el odio que siento dentro de mí.
―Mi cuerpo, mi alma y mi corazón roto. Lo que queda de mí solo
vivirá para dar muerte a todo lo humano.
!Una solitaria figura femenina se erguía frente a la balaustrada del
balcón del Palacio de Salis. Addaia contemplaba con añoranza el gran mar
que se perdía en el horizonte. De azul profundo y oleaje intenso. Pensó en su
planeta de origen, Pangea. Aquel océano se parecía tanto al mismo que la
había visto crecer…
La gélida brisa acariciaba su tez blanca mientras analizaba sus
pensamientos. Después de doscientos años aún seguía pensando en él;
cuánto lo echaba de menos. Ella, hija de una de las familias más antiguas de
su mundo, poseedora de la Ánima îre, se sentía débil y vieja cuando afloraban
sus recuerdos anidados.
Parpadeó. Notó que se le secaban los ojos; no lloraría. Su carga era
esa. Siempre añorando. Su nostalgia mezclada con el salitre y el amargor de la
pérdida.
Sintió el olor penetrante a mar tras una oleada de aire fresco, la
humedad perlada se impregnó en su rostro.
!8
Addaia poseía una apariencia joven y esbelta, de piel aterciopelada,
cara ovalada y carnosos labios rojo carmín. El frío hacía que la sangre subiera
a sus mejillas, llenándolas de rubor. Su larga y oscura melena, mecida por el
viento, caía a lo largo de su cuerpo. Iba ceñida en una toga blanca con
bordados de plata y oro que le conferían un aire de alta nobleza. Sus
movimientos eran majestuosos, elegantes, propios de una desmodos de más
de mil años de antigüedad.
Dejó de pensar en él y se propuso entrar en el palacio en busca de su
padre. El hombre más querido para ella.
La arquitectura de aquel edificio era sencillamente soberbia. La
piedra blanca predominaba, junto con una decena de ventanales coronados
con arcos conopiales y arquillos. Poseía la típica imprenta de la erosión del
mar en sus paredes. Un arco de medio punto construido con minerales
cautês adornaba y aseguraba el portón de madera que daba entrada a una de
las estancias.
Se adentró en silencio en el salón principal del palacio, vio a su padre
nada más entrar. Este revisaba en su teluris alguna tesis importante, sentado
cómodamente en el diván. Observó el pequeño y delgado libro electrónico
que sostenía a la altura de sus ojos. Escrutó en su rostro esperando alguna
reacción a su entrada. Parecía inmerso.
―Padre ―dijo.
―Bendecida Addaia ―contestó sin prestarle demasiada atención.
Ella tomó asiento a su lado.
!9
Su padre, Samuel, era uno de los desmodos más admirados del
planeta, con más de mil trescientos años de longevidad. Se llevaban apenas
unos pocos años de diferencia. Aún irradiaba juventud y atractivo irresistibles
por todos sus poros. Casi se diría que una luz emanaba de él. De piel blanca,
labios finos y cabellos dorados como el Sol antiguo de Pangea. Olía a trigo
cada vez que se sentaba a su lado. Era curioso cómo ese aroma tan similar al
de los campos en los que jugaba de pequeño aún permanecía en él.
Antes de ser un desmodos, Samuel había sido un pequeño niño
humano despreocupado y alegre. Algo excéntrico, pero de buen corazón. El
pasar de los siglos lo habían tamizado hasta convertirlo en una persona sabia
y perseverante. Las desgracias pasadas también le habían transformado en un
viejo apático y huraño. Tan parecidos en algunas cosas… sin embargo tan
diferentes en muchas otras.
―Padre ―repitió―. Hemos de hablar sobre mis últimas
sensaciones.
Samuel dejó de estudiar su teluris y dirigió sus ojos hacia la nada,
pensativo.
Parvus, el pequeño androide acompañante de Addaia, apareció
caminando con sus peculiares andares por uno de los pasillos colindantes. Se
quedó parado frente a su dueña, observándola mientras esperaba
pacientemente.
―Siéntate a mi lado, Parvus ―le pidió.
De un gracioso saltito, el androide de apenas treinta centímetros
subió al gran diván que gobernaba aquella estancia.
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Tres cuadros enormes de la familia colgaban de una de las paredes.
Al otro lado, pinturas decorativas en tonos pálidos, anaranjados y azul cielo.
Dos columnas dóricas sostenían firmemente el techo, una primitiva caja de
música de cobre descansaba en el centro.
Samuel, tras un corto espacio de tiempo, rompió el vago silencio que
se había creado entre los dos.
―Qué sientes, Adda, dímelo. ―Así era como Samuel llamaba
cariñosamente en la intimidad a la que fuera su hija y alma gemela.
―Siento molestarte, padre, estos últimos días te he notado muy
inquieto, como si desearas decirme algo.
―Eso es… ―Samuel titubeó―. Algo que no debe preocuparte, mi
amada. Los problemas del gobierno se han intensificado. Eso es todo.
«Me está escondiendo algo», pensó Addaia.
―Siempre he creído en tus palabras, padre, pero hay algo raro en
esto.
Parvus siguió con su mirada de metal el teluris de Samuel mientras
este lo depositaba en una mesita de madera cercana a ellos.
Samuel sostuvo las dos manos de su hija firmemente.
―Vienen tiempos extraños para todos, Adda; has de tener paciencia.
«¿Qué es lo que no me quiere decir?», se preguntó Addaia, invadida
por una gran desazón.
!11
―Me haces sentir como si no fuera parte de esto; quiero ayudarte en
lo que te aflige.
―Tienes que apoyarme, Addaia; dentro de unos días partiré de viaje,
estaré muy poco tiempo fuera. Cuando vuelva, quizás podamos hablar sobre
ello.
―¿Qué quieres decir, es que no me vas a llevar?―. Intentó
desesperadamente controlar sus sentimientos.
―Sé que hace siglos que no hemos estado separados, pero no puedo
llevarte, hija mía. ―Le acarició suavemente la mejilla―. Parvus se quedará
contigo.
El pequeño androide dirigió su mirada callada a Samuel y luego a
Addaia.
―No entiendo bien qué sucede, padre; hacía tiempo que no me
sentía así como ahora. Confundida.
Samuel abrazó a su hija notando cómo esta intentaba calmar su
perturbación interior.
―Prométeme al menos que cuando vuelvas me lo contarás todo
―rogó Addaia.
―Así será ―respondió él.
No consiguió sacarse las dudas de su cabeza. «Le seguiré ―pensó―.
Puedo saber dónde está en todo momento y él lo sabe, por eso necesita creer
que me quedaré aquí».
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Samuel acarició sus negros cabellos.
Parvus pensó que allí ya no le necesitaban. Tras dar otro saltito para
bajar del diván se fue caminando por el pasillo.
!13
Todo aconteció más rápido de lo que Addaia hubiera deseado. Los
desmodos solían ser personas pacientes y tranquilas. Por regla general, las
cosas se hacían despacio, sin prisas. Había toda una eternidad para
elaborarlas, dada la condición de inmortales de la que gozaban. No obstante,
el día de la partida de Samuel todo sucedió frenéticamente.
Todo estaba listo; impacientes, esperaban a la nave que le llevaría
lejos de ella.
Fuera del palacio, un cálido atardecer rojo purpúreo bañaba el cielo.
Cuarenta y dos años de luz antes de hacerse la oscuridad. Con las seis lunas
siempre visibles en el cielo. Calipe, Cea, Aristide, Fia, Domenia y Rea. Así era
su mundo.
Addaia sintió una punzada de sed. Hacía poco que había bebido su
dosis de cruor, pero estaba tan tensa que su cuerpo le pedía más
inusitadamente. Consiguió atenuar sus miedos. Tenía un plan para seguir a su
padre, aunque no iba a ser fácil.
Las naves desmodos eran ágiles y veloces, tenían sensores
excelentemente desarrollados que podían rastrear fácilmente a cualquiera que
intentara seguirlas. Sería detectada nada más despegar tras ellos. Por lo tanto,
solo podía confiar en sus sentidos: crearía una ruta lo más desviada posible,
pero con una curva lo suficientemente cercana para no perderlos.
Tenía la esperanza de que evitaran saltar a velocidad interplanetaria.
Albergaba suficientes sospechas como para creer que se dirigían a algún
satélite cercano.
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Addaia salió de su ensimismamiento al escuchar la llegada de la nave
antes que nadie. Tanto ella como su padre se levantaron aprisa y salieron al
pequeño puerto que poseía el palacio en el exterior.
La nave êvo de transporte amerizó exitosamente y quedó suspendida
a escasos metros del mar.
La plataforma de la nave se acopló sobre el muelle y a continuación
descendió una silueta.
―¡Sir Samuel Stadpole! ―llamó la figura misteriosa alzando la voz
por encima de los ruidosos motores de la nave.
―¡Federic, está todo listo! ―contestó Samuel―. ¡Permítame solo un
momento!
―¡Por supuesto, sir Samuel! ―le indicó con un movimiento de
manos.
Su padre se acercó a ella con semblante sombrío. Besó su frente
susurrando dulcemente:
―Mi amada Adda, pronto estaré compartiendo el atardecer contigo.
―Padre… ―apenas murmuró.
Con gran preocupación le vio partir hacia su misterioso destino. La
êvo despegó sin demorarse lo más mínimo, alejándose rápidamente de allí.
―¡Parvus! ―chilló Addaia ahogadamente, como si aún pudieran
escucharla.
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El pequeño androide apareció repentinamente, observándola desde
el suelo con impaciencia.
―Prepara la vinger, hemos de despegar lo antes posible.
Parvus salió disparado y desapareció dentro del palacio.
Addaia sopesó el siguiente paso. Sus sentidos la advertían de que
algo oscuro acechaba aquella misión encubierta. Tan importante como para
que su ubicación no pudiera serle revelada. «Mi padre corre peligro»,
presintió.
Su planeta, Caelus Sidus, había gozado de la paz durante dos
preciosos siglos después de las guerras de Marso. Algo podría haber
perturbado esa tranquilidad o quizás algo relacionado con la única otra raza
existente en el sistema. Los humanos…
Estos vivían como animales en Fonteius Sidus o Tera, como
llamaban ellos mismos a su mundo. La terraformación de su planeta de gas
había sido muy complicada, ya que no dominaban la técnica tan
excelentemente como los desmodos. El hecho de que su atmósfera poseyera
un estado semilíquido complicaba el proceso en extremo. Los humanos
llevaban dos siglos rodeados de un hábitat irrespirable, tóxico y de altas
presiones. Suspendidos a cientos de kilómetros sobre un magma plateado
que cubría por completo su vasto e inmenso tamaño, que, además, iba
perdiendo su estado líquido a medida que se alejaba del núcleo, al igual que
su temperatura. Encerrados en ciudades cúpula gravitando alrededor de Tera,
la alternativa era la lujosa vida bajo tierra en satélites cercanos.
Las tensiones debían de haberse agudizado, de alguna manera.
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Addaia se encaminó hacia su vinger, que se encontraba camuflada
bajo una placa de suspensión cercana al Palacio de Salis. Salió caminando por
los terrenos familiares sin mirar hacia atrás, desobedeciendo a su padre por
segunda vez en la vida.
Parvus parecía estresado con la puesta a punto de la nave. El
androide estaba preparado para todo tipo de tareas, desde cortar el pelo hasta
programar computadoras de vuelo. Dotado de una limitada inteligencia
artificial, como sucedía con todos los androides desde la creación de los
primeros modelos. Debían ser de pequeño tamaño y sin la posibilidad de
comunicarse verbalmente. Lo que menos querían los desmodos, y sobre todo
los humanos, era una nueva raza que se impusiera a las demás. Por aquella
principal razón los dos bandos siempre habían fabricado respetando la Ley
de la Prohibición Mecánica, independientemente de su enemistad. Así, esas
pequeñas vidas artificiales serían útiles y serviles, nunca una amenaza.
Transgredir esa ley era la mayor aberración que se podía llegar a cometer.
Addaia llegó justo en ese momento y descendió a la vinger.
―Los mares llevan mucha carga eléctrica hoy, tendremos un buen
despegue ―auguró.
Sacó el uniforme dermoadaptado de su cabina y se lo colocó
quitándose el vestido con destreza. Sintió un pequeño escalofrío al ajustarse
los sensores, tras notarlos filtrándose como pequeñas agujas en su piel.
Recogió su melena en una larga cola y miró a Parvus antes de tomar los
controles.
―Colócate de copiloto, Parvus; no vamos a poder invitar a nadie
más, vas a tener que ayudarme.
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Parvus subió al asiento torpemente, miró atónito hacia la consola de
mando y después a Addaia.
―¡No me mires así, busca algo para poder llegar a los controles,
venga!
Finalmente, hizo un hatillo con toda la ropa que se había quitado y la
puso sobre el asiento de Parvus.
―Toma, eres un quejica ―dijo bufando.
Parvus subió al bulto de ropa mientras estrechaba sus ojos metálicos
y sacudía su cabecita de lado a lado, indignado.
―Estás sentado sobre seda vermis, es todo un privilegio ―soltó con
ironía.
El androide emitió un suave chirrido de irritación apretando sus
juntas de metal, que consiguió que Addaia esbozara su primera sonrisa en
muchos días.
Se colocó la bioesfera transparente en la cabeza, aspiró
profundamente, cerró los ojos y se tendió bocabajo. La posición de pilotaje
en estas naves ligeras era bastante peculiar. Debía relajar todos sus músculos
y hacerse una con la nave. Sentir la vibración del mecrametal y el sistema
orgánico conductor. Parvus se encargaría de corregir cualquier tipo de error
que escapase a sus sentidos.
«Despeguemos ―pensó―. Suavemente».
El mar seguía bajo ellos, debía operar con la máxima precisión para
salir de debajo de la placa de suspensión.
!18
La vinger avanzó lentamente sobrevolando las aguas como una ligera
pluma, haciendo que el oleaje se abriera tímidamente a su paso.
«Salgamos de aquí».
La nave salió tan disparada hacia el cielo que Parvus tuvo que
agarrarse firmemente al respaldo del asiento para no acabar rebotando como
una pelota.
Tras un soberbio pilotaje, en pocos minutos se encontraron en
órbita.
Antaño la radiación había sido un gran problema para navegar por el
espacio, sin embargo, ahora que los viajes interplanetarios no solían durar
más que unas pocas horas, se había reducido la exposición
considerablemente. La mayoría de las naves y trajes espaciales actuales
poseían protección ante campos magnéticos y electrostáticos que repelían
con efectividad las radiaciones. A eso había que añadir, además, la resistencia
natural que se había desarrollado a lo largo del tiempo.
Las estrellas rodearon la nave; desde el óculo inferior de la vinger,
Addaia contempló su mundo. Tan bello como Pangea cientos de años atrás,
aunque su azul era mucho más intenso. Había costado mucho tiempo, dolor y
lágrimas crear ese hermoso hogar.
«Tengo que concentrarme en padre ―pensó―. He de llegar hasta
él».
Después de largos años conviviendo juntos y dada la línea genética
que los unía, había adquirido esa singular habilidad de saber dónde se
encontraba en cualquier momento. Estaba mentalmente unida a él. Sin
!19
embargo, ahora se encontraba muy lejos, más de lo que ella recordaba haber
estado nunca. «La señal es tan débil…», se lamentó.
―Creo que van a un satélite, Parvus, no van a quedarse en Caelus
Sidus. ¡Menos mal!
Introdujo las coordenadas con su mente y de forma manual para no
cometer errores.
―Al satélite de Rea ―murmuró―. Es allí adónde se dirigen.
!
!20
Samuel se encontraba sentado junto a Federic, levemente ansioso
por haber dejado atrás a su hija. Preocupado por no poder prever su
reacción. Después de mil años, Addaia seguía siendo un ser impredecible, no
deseaba verla mezclada en nada que pudiera situarla en serio peligro. Su
compañero de asiento le observaba también pensativo.
Federic era un prestigioso desmodos en Caelus Sidus. Aparte de ser
una de las piezas clave de la estructura de seguridad política del planeta, sus
obras literarias eran muy conocidas. Era lógico que fuera el encargado
durante ese viaje de la protección y necesidades de uno de los senadores.
Miró la pantalla que se encontraba delante de ellos, donde aparecía
información detallada del trayecto.
―Sir Samuel, en pocos minutos llegaremos a Rea. Aterrizaremos en
la ciudad de Pômum Rubra ―informó Federic.
―Perfecto ―contestó Samuel.
―Sabe que no podíamos decirle nada de esto, sir Samuel…
―comentó repentinamente refiriéndose a su hija.
―Lo sé.
―Addaia es una pieza clave en nuestra sociedad, de las pocas
poseedoras del Ánima îre, pero esta expedición es extremadamente secreta
―continuó Federic―. Solo tres miembros del Senado, incluido usted, han
sido convocados. Más un reducido equipo para poder velar por su seguridad.
―¿Conocemos ya a cuántos humanos vamos a recibir? ―preguntó
Samuel, distrayendo la conversación sobre su hija a propósito.
!21
―Acudirán algunos miembros relevantes de la facción humana
Civitanig, no sabemos el número exacto. Apenas tuvimos comunicaciones
con la intención de evitar centinelas espía. ―Federic hizo una pausa,
quedándose pensativo.
―Desde que se firmó el tratado de neutralidad, hace más de
doscientos años, no hemos mantenido contacto alguno con humanos. Solo
algunas líneas abiertas con la facción Civitanig y con rigurosa discreción
―continuó―. Aunque no le estoy diciendo nada que no sepa. Solo quería
que comprendiese lo extremadamente delicado de la situación.
―No hace falta que se disculpe, Federic. Vienen tiempos aciagos
―suspiró.
―A veces pienso si nunca viviremos tranquilos; hemos visto morir a
tantos de los nuestros por el camino ―dijo el joven, sensiblemente afectado.
―El problema, Federic, es que nosotros recordamos a todos los que
hemos perdido durante nuestras largas vidas. En cambio, los humanos, con
su fugaz existencia, tienen la suerte de recordar a ninguno o quizás solo a
unos pocos. También es lo que nos hace más fuertes, la suma de todas las
desgracias y errores que hemos cometido durante siglos nos ha hecho sabios.
Por eso hoy estamos aquí.
―Aunque, a veces, la suma de todo eso también puede convertirse
en algo peligroso. Acaba superando nuestros límites y solo pensamos en
erradicar el mal que nos hostiga, como si de un tumor se tratara, por vías
mucho menos pacíficas. Por eso también hoy estamos aquí. ―Federic siguió
!22
hablando mientras torcía la boca en una mueca al pronunciar su nombre―.
Todos sabemos que los rumores sobre los câlîgâtum son ciertos.
Federic era un desmodos relativamente joven, unos trescientos años
de vida, bastante atractivo, de tez suave y pajiza. No obstante, ya conocía bien
la pérdida y el desdén de la que hablaban. También la vergüenza de su propia
raza, los câlîgâtum. Esos seres infames que se escondían en la cara oculta de
Caelus Sidus, amparados por la oscuridad, enfermos de odio. Conspirando
contra los humanos. Poniendo en serio peligro los dos siglos de neutralidad.
«Siente aversión hacia ellos, no se lo reprocho, no son dignos de
nuestro linaje», pensó Samuel.
―Espero de verdad que esta reunión sirva para todos los que no
deseamos conflictos en el sistema ―confió Samuel.
―Que la sangre que fluye te oiga ―entonó Federic a modo de
pequeña plegaria.
!23
K11 se encontraba inspeccionando la seguridad en las afueras de la
ciudad burbuja de Pômum Rubra, cerca del acantilado Verona, una grieta
espectacular de veinte kilómetros de profundidad, única en todo el sistema.
Pômum Rubra era territorio Kojna Dento, como su pueblo
denominaba a la raza desmodos. Él, como humano, se sentía maravillado por
la tecnología y belleza que habían creado en aquel satélite vacacional llamado
Rea. Jamás antes había estado fuera de su ciudad natal en Tera, al igual que
prácticamente toda la comitiva humana que le acompañaba. Ya solo el hecho
de poder caminar en el exterior sin presurización ni máscara le fascinaba.
Sus ojos rasgados eran de color avellana, como la tierra que pisaba.
Su pelo castaño oscuro, con un corte al estilo militar. Alto y de espaldas
anchas. Su cuerpo parecía vigoroso y ágil.
Siguió caminando observando las estrellas a su alrededor salpicadas
en el cielo. Solo la cúpula protectora transparente que preservaba la
atmósfera de la ciudad le separaba de ellas. Descendió la mirada al acantilado
bajo sus pies, salvaje y agreste. No pudo evitar un pensamiento fugaz:
«Cómo los hemos envidiado siempre, pero, en definitiva, todos han
sido humanos alguna vez».
La solemne quietud de la que disfrutaba en aquel hermoso lugar se
disipó bruscamente cuando zumbó el comunicador insertado en su oreja
derecha.
―¡B156 a K11!
―Aquí K11 ―contestó.
!24
―Todo bien a este lado de la ciudad, la central me dice que tienes
problemas para establecer tu comunicador. ¿Todo bien?
―Sin novedad, procuraré no acercarme demasiado al acantilado
para evitar interferencias.
―De acuerdo. ―La comunicación se cortó.
Habían acudido con sistemas de comunicación rudimentarios de
corto alcance a propósito, para evitar cualquier tipo de detección no deseada.
Aunque eso mismo podía suponer un problema cuando perdían su propia
conexión.
Volvió a quedarse solo, tranquilo, a pesar de lo expuestos al peligro
que se encontraban en aquel lugar. No era menos inseguro que su propio
mundo.
Tera había sido colonizada enteramente por humanos hacía siglos,
las cosas no andaban bien desde mucho tiempo atrás. Las tres facciones
principales que poblaban su planeta cada vez se encontraban más
distanciadas. Él formaba parte de la facción Civitanig, la más marginada de
las tres. Un pueblo díscolo, naturalistas, reacios a las manipulaciones
genéticas y a los injertos artificiales. Expoliados y repudiados continuamente
de cualquier pertenencia o lugar. Las otras dos facciones que coexistían eran
los fanáticos Guberno-Industriales y los Laboristos, se necesitaban los unos
de los otros. Indistintamente del grupo al que pertenecían, todos eran
maltratados o absorbidos por el Credo Industrial simultáneamente. Tera al
completo estaba corrompida hasta los cimientos. En doscientos años de
historia las cosas no habían hecho nada más que empeorar.
!25
Salió repentinamente de sus abstraídos pensamientos cuando divisó
algo acercarse en el cielo.
Saltó a su vehículo y se dirigió aprisa hacia lo que parecía una
pequeña nave vinger adentrándose sin permiso dentro de la cúpula
Los sistemas de seguridad de la bóveda saltaron tras la intrusión,
inutilizando el vehículo invasor, que cayó a escasos metros del acantilado para
suerte del piloto. Tras un fuerte impacto, la vinger abrió un socavón en el
suelo.
K11 no cesó de intentar dar la voz de alarma a través de su
comunicador, sin suerte alguna. La conexión había vuelto a interrumpirse.
Los pelos de la nuca se le erizaron.
¡Fekaĵo! ¡Fekaĵo!, maldijo en su lengua natal.
Montó en su vehículo. Apenas tardó unos segundos en llegar a la
vinger siniestrada. Sacó de su guantera una dronimma, una potente arma
capaz de absorber el oxígeno, dejando sin respiración momentánea a sus
oponentes o dependiendo de su uso, definitivamente.
―¡No te muevas! ―gritó a ciegas hacia la nave, que se encontraba
prácticamente destrozada. No lograba ver nada, el humo y el olor a metal
quemado lo invadían todo. Tosió varias veces e intentó vanamente cubrirse la
boca con una mano. Finalmente, bajó de su vehículo para poder tener mayor
visibilidad, miró dentro de la cabina del aparato apuntando firmemente con
su arma.
«No hay nadie, ¿dónde…?».
!26
―Si te mueves te dejo tieso… ―siseó una voz femenina a su
espalda. ―Suelta el arma, ¡ahora! ―vociferó.
Durante un par de eternos segundos pensó cómo reaccionar;
finalmente decidió levantar los brazos y sujetar la dronimma en el aire.
―¡Tírala al suelo, te doy un segundo! ―volvió a gritar la voz.
Siguió sus órdenes y tiró la dronimma bien lejos.
Acto seguido, un pequeño androide se apoderó de su arma y se alejó
con ella, acarreándola pesadamente
―¿Puedo girarme ya? ―preguntó K11.
―Puedes ―permitió la voz.
Poco a poco volteó sobre sí mismo. A escasos metros de él vio una
hermosa y joven mujer. Vestía un uniforme dermoadaptado igual de lívido
que su tersa piel. Sus ojos penetrantes le escrutaban. No recordaba haber
visto jamás una chica igual a esa. Se quedó tan cautivado que tardó varios
segundos más de lo normal en percatarse de que no iba armada.
―¿Cómo? ―bufó, bajando los brazos―. ¡¿Y tu arma!?
―No voy armada ―contestó la chica con cierta sorna.
―Pero…
―Pero tú sí ibas armado ―le cortó ásperamente.
―Entraste en zona restringida sin permiso; ¡devuélveme mi arma!
―restalló indignado―. ¿Cómo demonios te atreves?
!27
―No.
La mujer se dirigía hacia él impasible, con una calma sorprendente.
―¿Eres… un Kojna Dento? ―titubeó.
―No me gusta ese nombre ―se quejó ella exhibiendo una visible
mueca―. Si te refieres a si soy una desmodos, sí, lo soy.
Un escalofrío recorrió la espalda de K11. Nunca había conocido
antes a un desmodos. Esperaba que fueran mucho más terroríficos. Con
colmillos enormes y garras en vez de manos. No obstante, aquella chica
poseía una imagen de dulzura angelical, como una diosa bajada del cielo; ni
mucho menos se parecía a un demonio, como se lo habían representado
desde bien pequeño. Se maldijo a sí mismo por pensar así en ese momento.
―Vas… ¿vas a comerme? ―le dijo.
―Qué dices, idiota ―ella se mostró irritada.
K11 se sonrojó levemente.
―Hablas perfectamente mi idioma… ―continuó expresando sus
pensamientos en voz alta.
Se asombró de no notar diferencia alguna en su entonación, como si
se tratara de un humano quien estuviera hablando.
―Me llamo Addaia, soy hija de una persona muy importante que
hoy ha venido a esta ciudad. No tengas miedo, no voy a hacerte daño, pero
me encantaría que me explicases por qué hay humanos hoy aquí ―le dijo
señalándolo.
!28
―Ah, no… no―K11 comenzó a deslizarse lentamente en dirección
a su vehículo.
El pequeño androide reaccionó a su movimiento y torpemente
apuntó la dronimma hacia él.
―¡Eh, tú, pequeñajo, ni se te ocurra! ―escupió K11 dirigiéndose
hacia él.
―Parvus, baja el arma ―La joven se acercó grácilmente hacia el
androide, agarró el arma y la lanzó con una fuerza insólita.
Sabía que los desmodos eran criaturas fuertes y ágiles, sobre todo los
más ancianos. Había conseguido salir de aquella nave antes de que se
estrellase y desarmarle con una treta. No confiaba en ella.
―Tienes que perdonarme ―dijo Addaia―. De verdad que no voy a
causarte ningún daño, hacía cientos de años que no veía a un humano…
Necesito llegar adonde está mi padre. Algo está a punto de ocurrir, lo
presiento ―suplicó.
K11 se encaminó de nuevo hacia su vehículo. Para su desgracia solo
era un transporte ligero, sin armamento equipado, que gravitaba a medio
metro del irregular suelo que pisaban. Subió sin mediar palabra. Cogió una
barra identificadora y la escaneó. Dio positivo en la identidad que le había
revelado. No salía de su asombro cuando la barra verificó que era hija de uno
de los senadores desmodos más importantes. K11 vaciló durante un par de
minutos, y tras sopesar la situación unos segundos se dirigió hacia ella
ceñudo.
―Está bien, sube, pero no intentes nada. Si lo haces…
!29
―No intentaré nada ―contestó ella.
―Y ese bicho ―dijo, señalando a Parvus―. Apágalo, o lo que sea.
Parvus entrecerró sus ojos de metal mirándole fijamente y le dedicó
una robótica mueca. Con su peculiar saltito subió a la parte trasera del
vehículo y se quedó de espaldas a él, malhumorado, con los brazos cruzados.
Addaia subió finalmente tras él.
Recorrieron toda la zona limítrofe del vertiginoso acantilado. Addaia
ya había estado allí anteriormente, durante las fiestas de la Vîndêmia. Ella y
su padre habían estado largo rato charlando en el borde del abismo,
admirando su espectacular dimensión. Una depresión sin fin, tan descomunal
que no se conseguía discernir dónde acababa o dónde comenzaba. Un lugar
tan singular, como misterioso y bello.
!!
!30
La congregación secreta estaba a punto de iniciarse en la ciudad
principal del satélite Rea. Se había decidido esa ubicación por ser territorio
desmodos, seguro y neutral. Un sector vacacional, deshabitado
temporalmente por una falsa cuarentena. Una isla burbuja sobre un áspero y
escarpado suelo. Al adentrarse en ella, grandes zonas boscosas exuberantes y
húmedas te envolvían. Con un suave olor a musgo, almizcle y lavanda. Varias
especies animales aún no extinguidas se conservaban en aquel lugar, en total
libertad. Las edificaciones consistían en lujosas y abiertas estancias, todas
emulando a las maravillas de la naturaleza o fusionándose con la arquitectura.
Samuel estaba sentado en una de esas fastuosas salas. Mientras
esperaba sentado alrededor de una gran mesa oval, admiraba maravillado un
gran dragón blanco esculpido a mano, que hacía las veces de columna,
sosteniendo un alto techo cubierto por una gran manta de hiedra, esta caía en
una bonita ramificación en la mitad de la habitación a un par de metros de la
mesa. La iluminación, en cuidados tonos ocres y verdes, era también
exquisitamente acorde a una sensación imperativa de relajación y bienestar.
Compartía mesa con dos senadores desmodos más. Hombres fieles y
rectos como él. Federic, frente la gran puerta de entrada a la sala, montaba
guardia.
Fue entonces cuando los cuatro humanos llegaron. Solo uno, bajito y
de pelo canoso, se sentó en la mesa oval frente a ellos. Los otros tres se
quedaron custodiando la puerta cerca de Federic.
―Bienvenidos sean. Soy Samuel Stadpole ―se presentó
rápidamente haciendo un ostentoso ademán con la mano. El resto de
dignatarios se presentaron después de él.
!31
El humano parecía nervioso. Tras las presentaciones carraspeó y
susurró un nombre.
―Legi1, líder de la facción Civitanig en Tera. ―Señaló luego a los
humanos detrás de él―. KB21, A515 y M10, mis chicos de seguridad. ―Los
tres rudos humanos asintieron muy serios desde la puerta.
―Por favor… señores, si son tan amables de ir al grano. Este es un
lugar increíble, pero no estamos seguros aquí ―acabó diciendo,
perceptiblemente ansioso. Sus ojos saltones no paraban de mirar hacia un
lado y otro, inseguros.
―Por supuesto, sir Legi1; nosotros corremos el mismo peligro que
usted ―dijo uno de los dignatarios―. Esta sala está limpia de tecnología,
solo llevamos los traductores con nosotros.
―Câlîgâtum ―pronunció Samuel vehementemente.
Legi1 centró su mirada en él y después preguntó:
―¿Hay pruebas que corroboren esos rumores?
―Tenemos informes de movimientos no autorizados en la cara
oculta de Caelus Sidus. Rumores de que una fuerza desconocida se concentra
allí. Sospechamos que quizás pretendan cometer algún tipo de acto terrorista
contra la población humana.
―¿De cuántos individuos estamos hablando? ―preguntó Legi1.
―No lo sabemos a ciencia cierta, creemos que solo unos pocos.
―Torció el gesto levemente y continuó―. Pese a las guerras que nos hemos
!32
visto obligados a vivir entre humanos y desmodos a lo largo de muchos
siglos, nosotros siempre hemos deseado la paz. Este grupo de terroristas que
se está creando es tan sorprendente para ustedes como para nosotros y no
debemos dejarlo fuera de control.
―Desde los tiempos antiguos de Pangea hemos sido enemigos, sir
Samuel ―manifestó Legi1―. Llevamos miles de años luchando contra su
especie, veo lógico que unos pocos Kojna Dento se rebelen incluso en tiempos
de paz.
Pese a que a Samuel le llegó la traducción de la palabra como
desmodos a través de su traductor acoplado, no pudo evitar oír de la boca del
propio representante de los humanos la alusión despectiva hacia su raza,
Kojna Dento, con el consecuente malestar y tensión palpable en la sala. Samuel
decidió obviar ese suceso por el bien de la reunión.
―Somos conscientes de ello, sir Legi1; comprenda que no nos
queramos ver envueltos en una nueva guerra por culpa de unos pocos
lunáticos.
―Sabe que desde el final de la guerra interplanetaria, tras el
Incidente de Marso, hemos malvivido en Tera. ―Las facciones de Legi1 se
tornaron más duras mientras hablaba―. Puedo decirle con seguridad que mi
propia gente actuaría bajo sospechosos intereses si esto sucediera. Haciendo
caso omiso a todo lo que no fuera conveniente. Por desgracia.
―¿Qué quiere decir exactamente, sir Legi1? ―preguntó uno de los
dignatarios.
!33
―Que les bastará cualquier excusa para poder invadir su planeta.
―Hizo una breve pausa―. Y quedárselo. ―Se rascó la oreja inquieto.
Los tres dignatarios, incluido Samuel, se mostraron muy nerviosos
tras su declaración.
―¿Es que quieren repetir lo de Marso? ―dijo uno de los senadores
desmodos golpeando la mesa con el puño cerrado―. ¿Es que quieren volver
a aniquilar otro planeta? ¿!No han tenido suficiente!? ―maldijo, perdiendo
los papeles.
―Por favor, señores, mantengamos la calma… ―Samuel le lanzó
una mirada reprobadora que le hizo avergonzarse. No volvió a pronunciar
palabra durante el resto de la reunión.
―Tenemos que ser resolutivos, debemos tener una perspectiva clara
del asunto que nos concierne ―aconsejó Samuel tajantemente.
―Desde mi facción no podemos hacer gran cosa, sabe que somos
unos desplazados en nuestra propia sociedad ―dijo Legi1―. Aunque
queremos la paz tanto como ustedes quieren vivir tranquilos. El Credo
Industrial está haciendo mucho daño; vuelve a la gente cada vez más fría y
manipulable. Vivimos constantemente en crisis y tienen suficientemente
lavado el cerebro como para meterse de lleno en otra sangrienta batalla si se
les empuja. ―Carraspeó de nuevo―. Los câlîgâtum son una amenaza mayor
de lo que ustedes creen. ―No apartó la mirada y los miró fijamente,
entrecerrando los ojos.
!34
Un pequeño silenció viajó por la habitación, sumiendo todos los
pensamientos en penumbra.
Fue justo en ese momento cuando se oyeron los primeros gritos
provenientes del pasillo, tras la puerta de la gran sala. Federic sacó su arma
rápidamente y los tres humanos que protegían a Legi1 le imitaron
poniéndose en alerta. Medio minuto más tarde, una gran explosión
sobrevino, las paredes temblaron haciendo caer sobre ellos una lluvia de
hojas de hiedra.
Los dignatarios desmodos y el humano se levantaron asustados.
―¡Corran! ¡Corran a la sala contigua! ―gritó Federic indicando que
se apresuraran.
Los comunicadores que cargaban los humanos restallaron con
entrecortados gritos de alerta.
Apenas dio tiempo a que cruzaran la puerta de la otra habitación
cuando un gran estruendo sonó de nuevo en el pasillo. Lo último que vio
Samuel fue el rostro completamente desencajado de Federic, con los ojos
abiertos de par en par, separándose lentamente de la puerta.
!!!!!
!35
Addaia y K11 estaban cruzando una arboleda dentro de la ciudad.
Para él era una travesía única, jamás había visto tanta naturaleza viva de
verdad. Estaba maravillado con el entorno cuando de repente oyeron una
explosión que venía del centro.
K11 paró el vehículo en seco.
―¿Qué ha sido eso? ¡¿Tú tienes algo que ver?! ―se dirigió
desconfiadamente hacia Addaia.
Haciendo caso omiso ella saltó del vehículo y comenzó a correr en
dirección a la explosión atajando camino por entre la espesura.
―¡Eh! ¡Eh! ¡Maldita sea! ―K11 dio un brinco yendo tras ella.
Corría como un demonio; después de varios minutos de carrera cada
vez la tenía a mayor distancia. Resollando como un animal de carga se paró
cinco segundos para coger aire. «¿Cómo es posible que sea tan rápida? Podría
recoger mi corazón del suelo». Frustrado, se frotó el pecho y siguió
acelerando tras ella.
Addaia sentía la presencia de su padre cerca, se apresuraba en llegar a
él con todas sus fuerzas. Se escuchó otra detonación, esta vez más lejana.
«Tengo que llegar a tiempo», se dijo.
Parvus estaba a varios metros de distancia, alcanzándola a pequeñas
zancadas y sorteando todo tipo de grandes obstáculos que trababan el paso a
su pequeño pero rápido cuerpo.
Addaia llegó hasta una alta pared blanca que circundaba el bosque.
Sobre ella había una pasarela donde aparentemente había sucedido la primera
explosión. Se quedó pegada al muro y afinó su oído. Gritos de auxilio,
!36
angustia, disparos y jadeos. Pisadas cerca de ella, descontroladas. «Necesito
un arma ―pensó―. Si subo desarmada a la pasarela seré un blanco fácil».
―¡Parvus, sube y consígueme algo para defenderme!
El androide, que acababa de llegar, escaló por la pared rápidamente y
se esfumó por ella sin vacilar.
Tras un momento los gritos y las pisadas cesaron. Addaia explotaría
en cualquier momento si Parvus no aparecía inmediatamente. Se asomó unos
segundos más tarde portando un têlumn, un arma desmodos prohibida desde
hacía siglos. «¿De dónde demonios la ha sacado?».
―¡Ayúdame! ―Tendió una mano hacia el androide, que la ayudó a
subirse a la pasarela, y agarró el arma prohibida.
Con un ágil y controlado movimiento, rodó agazapada hasta cubrirse
tras un gran ornamento de piedra en forma de flor. La pasarela estaba
aparentemente vacía, solo podía entrever algún herido o cadáver tirado por el
suelo.
El olor a sangre humana le llegó como una bofetada. La pilló tan
desprevenida que tuvo que hacer un esfuerzo titánico para calmar la
tremenda sed que le sobrevino. Ya hacía horas de su última toma de cruor y
el resto de sus dosis permanecían en la vinger accidentada. El cruor era la
sustitución perfecta a la sangre desde hacía casi un milenio. Sin embargo,
aquel aroma tan puro… Cerró los ojos e intentó concentrase. Unos aullidos
humanos la despertaron de golpe.
K11 la vio agachada sobre la pasarela. Tomó otro camino para poder
acercarse, donde pudo escalar con facilidad hasta ella sin que nadie le viera.
!37
Él también había escuchado los alaridos provenientes de una zona más
apartada.
«No puede ser», pensó Addaia mientras contemplaba la escena a
unos veinte metros de ella. Un ser que parecía un desmodos devoraba un
humano. Tenía el pelo largo y enmarañado, de rostro endemoniado y
protegido con armadura negra. La sangre caía a borbotones de su boca
mientras clavaba con afán sus colmillos en la desgraciada víctima. Addaia se
quedó atónita ante aquel cuadro. Inesperadamente, el asqueroso desmodos
percibió su presencia. Se quedó mirándola fijamente, inmóvil.
K11 casi no pudo advertir los movimientos que ocurrieron a
continuación. De un salto impresionante el demonio subió a una torreta
cercana, apuntando directamente a Addaia con su arma, quien de pronto ya
no se encontraba donde la había visto por última vez.
Desde la otra punta de la pasarela nació una descarga cegadora, un
relámpago púrpura atravesó el escenario directo hacia la torreta. Tras un
fuerte estallido cayó fulminada en pedazos. Una fuerza destructiva como no
había visto jamás.
Pudo ver como la piedra y el desmodos se fundían a la vez en una
masa gelatinosa. Todo en un breve intervalo de tiempo. Poco después llegó
un olor nauseabundo a carne frita proveniente de aquella amalgama
sanguinolenta y la humareda que había causado. K11 se cubrió la nariz con
una mano, arrugando el entrecejo.
Todo parecía ahora en calma. Se acercó cautelosamente al origen de
los disparos esperando encontrarla. Cuando estuvo a escasos pasos de ella.
Addaia restalló:
!38
―¡No te acerques! Por favor… ahora no ¡Aléjate de mí! ―le dijo
jadeando.
―¿Te han herido? ―preguntó preocupado.
―No, no es eso, estoy bien es solo que…
Su voz sonaba débil y pesada.
Addaia sentía palpitar su sed, sus ojos se perdían en los restos de
sangre, la piel dulce de aquel chico…
―¡Vete! ―volvió a gritar con toda la voluntad que pudo concentrar.
K11 retrocedió dos pasos hacia atrás, confundido. La miró perplejo,
parecía como ida.
Cerró los ojos. «Mierda, vete, vete, vete, no pienses, Addaia, no
pienses, ¡concéntrate!», se obligó a sí misma.
Cuando alzó la vista, K11 ya no estaba allí, fue un alivio que
apaciguó ligeramente su ansiedad.
Consiguió sobreponerse a duras penas, saliendo de aquella marea
roja que la dejaba atontada. Parvus echó a andar tras ella.
K11 llevaba apenas un par de minutos en la sala de reunión bajo el
dragón blanco, cuando Addaia apareció por la puerta destrozada. Allí solo
había silencio y cuatro cuerpos inertes en el suelo.
Reconoció el cadáver del hombre que vino a recoger a su padre,
Federic, junto a tres humanos más.
!39
―Estaba aquí, pero hace bastante que ya no está. Se lo han llevado
―dijo Addaia, con una gran carga de frustración en su voz―. O quizás
puede que esté muerto… ―Su voz sonó ahora como si le hubieran
arrancado el corazón.
K11 descubrió la sala contigua, completamente hecha añicos y su
interior vacío, esta vez sin restos. «También ha desaparecido Legi1», pensó
K11.
―Está claro que han sido los câlîgâtum, esto es una declaración de
guerra en toda regla ―sentenció K11.
Addaia tras oír la palabra câlîgâtum notó un escalofrío. Sabía de ellos.
Había conocido a algunos a lo largo de su vida. La mayoría despojos sociales
que habían sido desterrados. Pero aquello… aquello era diferente. Más
parecidos a monstruos que a desmodos.
Oyeron pisadas y voces provenientes del pasillo que se acercaban
hacia ellos. Los dos se apresuraron a esconderse poniéndose a cubierto.
Cuatro humanos armados con dronimma aparecieron en el gran
salón inspeccionando el lugar. Formaban parte del destacamento de
seguridad Civitanig. K11 se relajó.
―Esto es un desastre ―dijo el más joven de ellos.
K11 se levantó alzando las manos.
―No disparéis. Acabamos de llegar también.
Le apuntaron con sus dronimma.
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―¿K11, verdad? ―preguntó uno de los chicos que pareció
reconocerle.
―Sí.
―¡Bajad las armas! ―exclamó un tercero que parecía el líder―.
¿Quién va contigo? ―interrogó cuidadoso cuando vio una figura femenina
cerca de él.
―Un desmodos aliado. ―K11 observó claramente cómo todos la
miraron con visceral desprecio.
Tras una breve pausa reveladora uno de ellos habló cambiando su
tono de voz:
―Estamos bien jodidos. Solo hemos sobrevivido los de la periferia.
Ha sido un asalto relámpago.
―Quedan algunas naves utilizables, vamos a evacuar. No sabemos si
estos engendros son capaces de volver a acabar el trabajo. Nos vamos a
marchar ya ―instó el más joven.
―Tenéis razón, será mejor ir hacia el hangar ―dijo K11.
Miró a continuación a Addaia, que estaba con la mirada perdida;
parecía desorientada y decidió cogerla del brazo.
―Vámonos ―le instó―. Aquí ya no hay nada que podamos hacer.
Le siguió sin pronunciar palabra.
Llegaron a las pistas de aterrizaje en poco tiempo. Solo dos naves
parecían operativas a simple vista. Los crueles câlîgâtum habían pasado por
!41
allí, matando y desangrando a todo aquel que habían encontrado. Por
supuesto, también se habían molestado en inutilizar toda vía de escape
posible a su paso.
―¡Solo dos funcionan! El transporte de cuatro tripulantes y la
vinger del fondo ―dijo uno de los soldados señalando―. Volvemos todos a
Tera inmediatamente. Hay que comunicar esta catástrofe y la desaparición del
cabeza Legi1.
―Tú y la señorita iréis en esa vinger ―ordenó el líder señalando a
K11 de manera taxativa―. Nosotros cuatro cabemos justos en la nave
transporte.
Addaia despertó de su sopor. No tenía ninguna intención de ir con
los humanos. Quizás sería su imaginación, pero podía sentir aún algún
resquicio del alma de su padre. Ya no se encontraba en aquel planeta, sin
embargo, podía estar en cualquier otro. Tampoco quería ser apresada en Tera
por su condición. Notaba el desagrado que creaba a su alrededor; nadie
quería verse mezclado con un desmodos. Decidió callar y esperar.
El soldado al mando, que parecía tener más experiencia que ninguno,
notó la mirada tensa de Addaia.
―¿Alguna objeción? ―dijo sin esperar respuesta alguna―. Una vez
allí nos dirán cómo debemos proceder ―sentenció.
Los cuatro soldados subieron aprisa a la nave de transporte y se
prepararon para el despegue. Addaia y K11 se dirigieron hacia la vinger, que
superficialmente parecía intacta.
― Parvus, sube ―ordenó al androide palmeándose el hombro.
!42
Con una intrépida soltura mecánica, Parvus subió escalando por su
cuerpo hasta sentarse en su hombro.
Cuando estuvieron lo suficientemente lejos de los soldados, K11
habló.
―¿Estás de acuerdo con esto?
―¿Qué opción me queda? ―le contestó ásperamente.
―Puedes quedarte aquí.
―Yo tampoco he visto ninguna nave más disponible ―contestó―.
Ni pilotos.
Sondeó su rostro en busca de alguna emoción o señal que le revelara
si estaba tramando algo. No parecía una mujer de las que se dejaban llevar.
Llegó a la pequeña nave aún dudando, pero se decidió a buscar un
uniforme dermoadaptado dentro de la cabina de la vinger.
―¿Sabes cómo pilotar esta nave? ―preguntó ella.
―Sé cómo hacerla llegar hasta mi casa. Como comprenderás no
puedo dejarte pilotarla.
―¿Es que soy una prisionera? ―Parvus se puso en tensión sobre su
hombro, se agarró con más fuerza, nervioso.
―Por favor, sube y ocupa el asiento de copiloto ―instó K11
amablemente con un ademán, evadiendo su pregunta.
!43
Addaia ocupó su lugar ajustando todo perfectamente a su cuerpo, se
acopló la bioesfera de seguridad en la cabeza y revisó que todo estuviera
correcto.
La nave transporte con los cuatro soldados dentro despegó a pocos
metros de ellos y salió disparada por la compuerta reventada del hangar.
―Por Dios, espero que no haya nadie esperándonos ahí fuera
―murmuró él.
―No te estás poniendo bien los sensores ―le señaló Addaia desde
su asiento―. Harás que nos matemos.
―¡Está bien, hace mucho que no piloto una nave de estas!
―contestó encrespado.
Addaia cerró la escotilla de la cabina.
―Ayúdale, Parvus ―le indicó.
El androide se acercó a la parte delantera y ajustó los sensores a K11
como le habían ordenado, lo justo para que no se diera cuenta mientras
introducía uno de sus miembros periféricos en la ranura de propulsión de la
nave. La vinger se preparó para el despegue.
―¡Un momento! ―exclamó K11.
―¡Parvus! ¡Sujétale! ―ordenó Addaia.
Con gran pericia, Parvus deslizó una soga de mecrametal que extrajo
de su propio cuerpo alrededor de K11, inmovilizándolo.
!44
―¡Maldito seas, bicho repelente! ―rugió con todas sus fuerzas,
forcejeando inútilmente―. ¡Me las vas a pagar, trasto inútil! ¡Y tú…! ¡Y tú…!
―exclamó tratando de mirar hacia atrás.
―Y yo… ―le interrumpió―. No pensaba irme a vuestro planeta
para acabar interrogada o, quién sabe, hasta torturada. Mi padre sigue ahí
fuera. ¿De verdad esperabas que no hiciera nada? ―le aseveró mientras
computaba sosegadamente su nuevo destino.
Consiguió despegar la vinger con pericia, no sin dar antes
instrucciones concretas a Parvus, que ahora se encontraba sentado sobre K11
al mando de la nave. Salieron al exterior de la ciudad. Afortunadamente nada
amenazante esperaba allí fuera.
K11 estaba intentando soltarse de sus ataduras cuando Addaia le
sugirió que se relajase.
―Es mejor que cierres los ojos. Vas a sufrir una ligera conmoción.
Tengo que calcular justo el momento en el que te desmayes. Si me paso
puedo matarte.
―¡¿Cómo?! ―aulló alarmado él.
Addaia chasqueó la lengua; había sido un intento inútil de persuadirle
para que se calmase.
―Parvus, agárrate bien.
El androide se apresuró a abrazarse a la pierna de K11.
Addaia aceleró la vinger de tal modo que los carrillos de él ondearon
abriendo su boca en un espasmo. De su garganta solo consiguió salir un grito
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ahogado. Cuando la nave viró bruscamente en línea vertical, sus ojos
comenzaron a ponerse en blanco intentando resistir la fuerza de la gravedad.
Viró de nuevo lateralmente antes de salirse fuera de la inmensa bóveda.
Finalmente, dejó caer la cabeza cuando perdió el conocimiento.
Continuó un poco más hasta que estuvo segura de que este se había
desmayado y desaceleró la nave.
―Bien, por fin. Créeme, Parvus, cuando lleguemos a Caelus Sidus
nos matará por esto. ―Addaia hizo una mueca―. Átale mejor, por si acaso.
Parvus aprovechó que K11 estaba inconsciente para meterle una
patada en la espinilla con todas sus ganas.
!!
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CAPÍTULO 2
La noche más oscura
!―¿Por qué me retienes?
―Mi vínculo contigo no me permite matarte.
―Ella jamás te apoyará en esto, y lo sabes.
―Si hubiera habido algo en este mundo que me hubiera hecho
cambiar de idea, habría sido ella, pero también me la quitaron.
!!El planeta Tera era un lugar inhóspito y difícil. Sobrevivir allí
significaba formar parte de alguna facción, pobre o rica, pero todas servían al
Credo Industrial de manera ferviente.
Doscientos años atrás, la guerra interplanetaria entre Marso y Pangea
había acabado con la destrucción de uno de los planetas, Marso,
originariamente colonizado por la raza desmodos. Los humanos, tras el
fatídico suceso, acabaron huyendo de la peligrosa y contaminada Pangea,
conquistando pobremente el planeta adyacente, Fonteius Sidus o Tera, donde
la terraformación nunca fue completada del todo. La infertilidad, junto con la
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gran mortalidad infantil, eran una merma entre la decadente sociedad, que se
agolpaba en las ciudades flotantes de plastometal.
Con una población de trece millones de personas en poco más de
mil quinientos kilómetros cuadrados, solo la burguesía gozaba de ciertos
privilegios, los llamados también fanáticos Guberno-Industriales. La mayoría
eran representantes de las principales empresas del planeta, embebidos por la
adicción y la corrupción interna. Todo Fonteius Sidus era ahora dirigido y
monopolizado por los Nueve, su gobierno actual, dividido en nueve
industrias diferentes que poseían el poder absoluto.
Uno de los Nueve, Isembard, se encontraba en una de las salas
pertenecientes a las más altas castas del planeta Tera, emplazada bajo tierra en
uno de los cuatro abarrotados satélites que giraban alrededor de Tera.
Observaba la muchedumbre a su alrededor, altivo y solitario.
Una especie de opulenta fiesta se celebraba allí de forma habitual, y
aunque todos los Nueve eran siempre invitados, pocos de ellos asistían ya.
Un hombre se acercó tambaleándose torpemente hasta Isembard,
plantó en su cara una especie de cóctel de color indefinido sosteniéndolo con
solo dos dedos. Un agente de seguridad a su lado se puso nervioso ante la
torpeza del espontáneo. Parecía borracho o drogado.
―Lord Isembard, tómbrese este potennnte tónico eshtimulante, ya
nadra será igual ―parloteó totalmente ebrio, alzando el jugo multicolor con
entusiasmo.
El hedor a alcohol revenido y la halitosis galopante le llegaron junto
con sus bamboleantes palabras. Se apoyó en la mesa porque no parecía poder
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mantenerse en pie por más de dos minutos. Claramente iba hasta arriba de
cualquier tipo de drogas de las que corrían por allí a menudo.
―Guiu. ―Isembard pronunció su nombre con desdén―.
Agradecería que siguieras en la otra mesa. Me molestas.
Guiu asintió achispado.
―¡Disculbe, disculbe… ¡No volvrerá a pashar, majestad…! ―Alzó
un dedo hacia arriba y lo bajó después formando una línea recta, a modo de
torpe reverencia. Tras el gesto de burla se marchó dando un traspié muy
dignamente.
«No sé por qué sigo viniendo a estas estúpidas juergas», pensó,
dándole vueltas a su discreta y solitaria copa.
El ruido era ensordecedor, algarabía y risas de fondo. De entre toda
esa amalgama de sonidos se oía de fondo a la orquesta tocar. Un grupo de
tres desgraciados laboristos con instrumentos de cuerda Mola, tocando
alguna vieja canción que antaño pudiera haberle resultado divertida.
Pese a que la sala era enorme, el ambiente estaba cargado por una
densa capa de humo. Isembard se dijo a sí mismo que sería la última. Al
principio, hacía ya bastantes años, ese tipo de fiestas le complacían. Incluso
las drogas bailaban a su alrededor sin ningún tipo de pudor. Probándolo
todo. Con el tiempo, su interés había menguado hasta el punto de
encontrarlas decadentes. Ser uno de los Nueve era muy estresante y de vez en
cuando le venía bien abstraerse, pero aquello ya no le llenaba para nada.
Se frotó la barbilla pensativo. Llevaba días sin afeitarse, seguramente
tendría una pinta horrible. Tenía el cabello moreno, salpicado de canas,
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recortado al estilo burgués. De ojos grises y mirada profunda, surcado por
unas pequeñas arrugas que ya comenzaban a ser demasiado pronunciadas
para su gusto.
Había heredado su industria, como casi todos los Nueve, a la edad
de veinticinco años; ahora tenía veinte más a las espaldas y últimamente las
preocupaciones le habían colapsado hasta el punto de volverse esquivo con la
gente. Las cosas no iban bien. Todo en Tera marchaba gracias a él; era dueño
de la industria de procesamiento de energías y el terrateniente del planeta
Pangea. Sin energía, Tera no era nada. Con su carencia todo dejaría de
funcionar. Su responsabilidad era tan grande como tener millones de vidas en
sus manos. Y las cosas no andaban nada bien.
Miró el fondo de su copa abstrayéndose del tumulto. Pensó en el
mar de Pangea. Ese océano radioactivo y contaminado. Un planeta
inhabitable, destrozado, succionado hasta la última gota de recursos y de
cualquier tipo de vida que lo hubiera podido llegar a habitar. Ahora solo
servía como una enorme masa recolectora de energía, gracias a las fuertes
tormentas eléctricas que envolvían todo el globo. Incluso los días habían sido
alterados desde que vaciaron su única luna, saqueando todas sus materias
primas. Esta se había ido alejando poco a poco de su campo gravitatorio,
alterando su órbita levemente, haciendo que los días fueran más largos. Sin
contar con la destrucción del planeta Marso, su vacío en el espacio también
supuso un cambio sustancial en parte de su nebulosa.
Todo era un cúmulo de mierda que se había ido amontonando hasta
llegar a ese punto.
!50
Y él era el propietario de un triste planeta destartalado. Ni siquiera
apto para terraformar. Pangea, el planeta origen y ahora convertido en la
ramera del sistema solar.
Su máxima preocupación era conseguir atajar los problemas de
degradación que estaban ocurriendo en la gran red de sistemas
automatizados asentados allí. Se estaban haciendo viejos y estaban fallando.
Su autosuficiencia tenía unos límites y las incursiones realizadas al planeta por
humanos eran extremadamente peligrosas, además de poco rentables. La
mayoría no volvían con vida.
Tera y sus satélites necesitaban más, cada vez más y el cada vez tenía
menos. ¿Cómo iba a salir de aquel círculo vicioso?
Alguien se acercó, obligándole a despertar de su sopor.
―¡Lord Isembard! ―voceó un chico joven uniformado frente a él.
Formaba parte de la seguridad de aquel lugar. No reconoció su cara.
―¿Qué rayos pasa? ―respondió malhumorado.
Algunas miradas se giraron a curiosear.
―Se solicita su presencia urgentemente en La Ĉambro Principal.
Señor.
―¿Cómo? ―Isembard sonó sorprendido―. ¿Quieren que viaje
ahora hasta Tera para una de sus estúpidas reuniones? Acabo de llegar al
satélite, no me pienso mover de aquí ―contestó agobiado.
Más miradas captaron su atención.
!51
―Mi lord, los ocho restantes ya se encuentran allí. Lo siento, señor,
es altamente imperativo que se presente. Una vez lleguemos podrá entender
lo delicado de la situación.
El chico comenzó a ponerse nervioso y a mirar a su alrededor
inquieto. Hizo una reverencia apremiante a Isembard.
―¡Maldito seas…! Que alguien prepare mi transporte ¡Vamos, inútil!
―le espetó sin mirarle.
―Sí, milord, lo siento, milord.
El chico salió disparado, dejando una ristra de miradas curiosas a su
paso. El jolgorio del local había bajado sensiblemente, muchos asistentes se
interesaban por el suceso.
―Primero me terminaré mi copa ―se dijo a sí mismo Isembard,
disgustado.
!!
!52
La Ĉambro Principal era la más extraordinaria estancia del edificio
del gobierno. Ubicada justo en el núcleo de la ciudad más enorme jamás
conocida. Suspendida a cientos de kilómetros sobre el mar de plata de Tera.
Aquella ciudad acogía a gran parte del total de la humanidad, principalmente
de clase trabajadora. Dividida en varias cúpulas o plataformas en forma de
colmena, que formaban una telaraña de edificaciones caóticamente
ordenadas, conectadas por gigantescos conductos que hacían las veces de
método de transporte.
Isembard entró en la sala. Había ocho personas sentadas alrededor
de una gran mesa negra con forma de círculo, un plafón transparente
sobresalía del centro. Altas paredes negras como la mesa, sobrias, con un par
de ventanales inmensos a cada lado. Con un techo abovedado a gran altitud
del suelo, blanco nacarado, dando una sensación de espacio monumental.
Casi provocaba vértigo al mirar.
No había decoración en aquel salón. Solo mobiliario funcional y
varios robots secretarios, más un par de androides que se dedicaban a servir
comida y bebida a los asistentes afanosamente.
Isembard se acercó a la mesa y ocupó el único asiento vacío que
faltaba por llenar.
―Ha tardado ―se quejó uno de los asistentes, sin dejar de mirar su
teluris.
Isembard se ajustó la ropa tras sentarse, ignorándolo.
―¿Qué es lo que corre tanta prisa, amigos míos? ―preguntó él.
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Estudió las caras de los demás; no presagiaban nada bueno, incluso
algunos de ellos sonreían levemente. Aquél gesto auguraba algo aún peor.
―Hemos sufrido un ataque desmodos.
Isembard entrecerró los ojos, suspicaz.
―¿Qué quiere decir exactamente con ataque?
―Te pondré al día, camarada ―dijo otro de ellos sardónicamente.
Se trataba de Malmastro. El cacique del Credo Industrial, el obeso
pastor universal de todas las almas de Tera. Su rechoncha barriga ocupaba
media sala.
―Tarde o temprano esto iba a pasar ―continuó―. Esos hijos del
demonio nos han atacado con todas sus fuerzas en un satélite cerca de su
planeta. Era una reunión secreta en misión de paz. Nosotros íbamos a
acogerlos en nuestro seno y mirad cómo nos lo pagan ―despotricó sin
pestañear.
―¿Alguien sabía algo acerca de esa reunión secreta? ―preguntó
asombrado Isembard a todos los presentes.
Esta vez fue el dueño de la industria fármaco-narcótica quien habló:
Tajdo Koruptita.
―Bueno, hasta donde sabemos ha sido la facción Civitanig la que ha
viajado hasta allí para contactar con ellos.
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―O sea, que no había sido aprobada por ninguno de nosotros. Que
yo recuerde, todavía está activa la Ley de No Contacto con los Kojna Dento
―conminó él.
―Así es, ha sido un acto deliberadamente separatista ―contestó
Tajdo.
―¡Siguen siendo humanos! ―restalló Malmastro, que veía su
opinión tambalearse ante aquellos dos―. ¿Es que vamos a quedarnos de
brazos cruzados mientras atacan a nuestros siervos? ¿Qué pasará con sus
almas, y las nuestras, cuando vengan a clavarnos sus colmillos en nuestras
propias casas?
El carácter de Malmastro era conocido por todos. Odiaba más que a
nadie a la raza desmodos. Su Credo radicaba en el odio hacia ellos y en la
veneración hacia el trabajo duro. Produce para vivir. Consume para liberarte.
Trabaja y sé servil. Esas eran sus consignas. Todos le hacían caso. Era un
hombre peligroso.
―Entiendo su postura, Malmastro ―contestó prudentemente
Isembard, intentando mantener la calma―. Desde hace milenios no había
acontecido nada semejante. Mi memoria no llega a recordar ni una sola vez
que nos hayan atacado primero. Adonde quiero ir a parar es que llevamos dos
siglos de tratado de neutralidad ―añadió―. ¿Qué razón necesitan ahora para
un ataque? Debe haber algún motivo que desconocemos.
―¡No hay ninguna explicación, la única razón es que siempre nos
han odiado! ¡Esto es una declaración de guerra! ―Malmastro alzó su
corpulento cuerpo de la silla bramando, desafiante.
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Un murmullo recorrió la estancia. Isembard sintió un terrible
escalofrío. «Una guerra no, ahora no; es una locura».
Tajdo, el dueño de la industria fármaco-narcótica, e Isembard, se
miraron.
―Hay que someterlo a votación ―dijo uno de los asistentes.
―Un momento, ¿tan rápido? ¿No deberíamos esperar a tener más
información al respecto?
Malmastro lanzó una mirada fulminante a Isembard.
―La información ya ha sido expuesta. Creo que todos pensamos
que es la hora de decidir; no podemos dejar esto en manos del tiempo.
Un nuevo murmullo de asentimiento recorrió la mesa, algunas
disimuladas sonrisas asomaron entre los asistentes.
―Deben declarar si apoyarán o no incondicionalmente una ofensiva
contra la raza desmodos, iniciando una guerra para la conquista del planeta y
la rendición de su gobierno.
Fue el representante de la industria de armamento quien pulsó los
botones de la pantalla de plastometal colocada en el centro de la mesa. Una
gran luz blanca apareció en la pantalla volviéndola opaca. Tras eso,
emergieron una serie de números en rojo y datos concernientes al tema.
―Por favor, señores, utilicen su teluris para dar el voto anónimo
―invitó gentilmente.
Isembard se sintió coaccionado; algo estaba siendo ocultado y
obviamente algunos de los presentes ya tenían esa información en su poder.
!56
Sin embargo, seguramente no les convenía compartirla. Muchos intereses
había allí, demasiados. Colocó un rotundo voto negativo en su teluris y
examinó a los demás, nervioso. Rezó para sus adentros, suplicando algún
milagro que le diera más tiempo.
Tras un escaso minuto que se le antojó eterno, el resultado de la
votación apareció flotando en llameante rojo. El mismo que tiñó su
semblante de estupor y desesperación mientras lo contemplaba.
!!
!57
El Palacio de Salis era ahora un sitio desierto y aislado. Antaño,
cuando Addaia era un a desmodos doscientos años más joven, la vida se
agolpaba con fervor entre sus paredes blancas. El bullicio de sirvientes,
invitados y todo tipo de personalidades atraídas por su famosa familia
revoloteaban constantemente como un enjambre a su alrededor. Venían
sobre todo atraídos por sus especiales dones. Ella era capaz de sentir cosas y
de crear muchas otras de forma genuina. Su belleza y aptitudes eran
envidiadas y veneradas. Eso a ella le disgustaba bastante. Prefería vivir una
vida sencilla, alejada de muchedumbres que solo la agasajaban. Su padre
siempre le aconsejaba que debía ser condescendiente con los demás. Su
responsabilidad no era ignorar a la gente que la amaba ni que la odiaba. Solo
aceptarla.
K11 yacía tumbado en la cama de su propia habitación. Addaia se
encontraba observándole de cerca mientras su mente divagaba. K11 poseía
una suave piel ligeramente tostada, llena de vida, le fascinaba. Unos rasgos
orientales muy marcados que le concedían un gran atractivo, de ojos rasgados
y boca sugerente, mandíbula marcada, un cuerpo fuerte y atlético. En
conjunto le resultaba cautivador. Pensó en su edad; comparado con ella debía
ser un niño. Addaia se preguntó si conocería algo de su raza asiática originaria
de Pangea, probablemente no. Las distinciones físicas entre los humanos se
habían perdido con el tiempo, quedaban tan pocos que ya no importaba,
tenían dos manos para trabajar y eso ya era suficiente.
Hacía siglos que no trataba con uno de ellos y ciertamente había
olvidado cómo comportarse en su presencia. Así que le había suministrado
una droga suave para inmovilizarle las piernas, antes de despertarlo. Por si
acaso.
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Debía ser precavida; su reacción podría ser muy mala. Él no era
consciente de que ella tenía fuerza suficiente como para quebrarlo como la
ramita de un árbol. Mejor evitar esa opción. Al menos dominaba su lenguaje
a la perfección, ni siquiera necesitaba de un traductor y eso facilitaba mucho
las cosas.
Apenas hacía una hora que habían llegado a Caelus Sidus,
aterrizando directamente en el palacio. Había habilitado una nave de
transporte êvo que la llevaría hasta donde tenían retenido a su padre. Cada
minuto que pasaba era una ocasión más para perderle. Así que tenía prisa por
irse. No iba a ser un viaje fácil… estaba segura de que se encontraba en la
cara oculta de Caelus, un lugar indómito y desapacible. Congelado en su
totalidad. Con fuertes ventiscas que te dejaban helado con solo tocarte.
Supuso que los radares enemigos podían detectarla fácilmente si se
acercaba demasiado desde el cielo; para evitarlo, había cargado en la bodega
de la êvo un transporte terrestre para cuando llegara a una distancia
prudencial del lugar.
Aunque había dos problemas añadidos. Sin un copiloto el viaje sería
demasiado complicado y tenía secuestrado a un humano.
Se acercó a K11. Pulsó delicadamente con la yema de sus dedos en el
sitio adecuado de su cuerpo; pronto se reactivaría su circulación recuperando
la conciencia. Se sentó cerca de él.
Parvus se encontraba junto a ella con gesto ceñudo, vigilándolo
todos sus movimientos atentamente.
K11 comenzó a parpadear, una intensa luz de atardecer le cegaba,
entraba por un gran ventanal cerrado, traspasando unas blancas y vaporosas
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cortinas. Se sentía mareado y con muchas náuseas. Abrió los ojos lentamente
sintiéndose desorientado. No reconocía el lugar, pero una gran calma parecía
reinar allí. Se dio cuenta de que estaba estirado en una mullida cama. Las
sábanas estaban suavemente perfumadas y la cantidad de olores agradables
que le llegaban eran abrumadores y nuevos. Sobre todo comparándolo con su
cuartucho y sucia litera, de luz artificial perenne, que compartía con otros
civitanig en Tera. Su primera reacción fue incorporarse toscamente y vomitar.
Un pequeño androide saneador apareció repentinamente en la
habitación, limpiando todo aquel desastre sin dejar rastro.
Addaia se levantó y le tendió un pañuelo para que se limpiara.
―¡Tú! ¡Qué me has hecho! ―restalló él, rechazando su
ofrecimiento.
―Lo siento de veras ―se disculpó Addaia
―Mierda, me encuentro fatal. Todo me da vueltas.
―Te he suministrado una droga calmante.
―¿Qué me pasa en las piernas? ¡No puedo moverlas! ―exclamó,
mientras frustrado se removía en la cama intentando apresarla con una mano.
Addaia fintó y se irguió de nuevo grácilmente.
―Por favor, te ruego que me disculpes. No podía arriesgarme a ir a
tu planeta para ser apresada o quién sabe qué. Me vi obligada a hacerlo. Sin
embargo, no te deseo ningún mal. Puedes volver cuando quieras, te cederé un
transporte cuando gustes y una recompensa por las molestias.
Su voz parecía sincera. K11 se calmó por el momento.
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―Te agradezco mucho la ayuda que me prestaste en Pômum Rubra
―siguió.
―Sí, ya veo tu forma de agradecer las cosas ―farfulló él indignado.
―Perdóname, ni siquiera sé tu nombre todavía.
Tras dudar un instante, dijo:
―Me llamo K11. Tú eras…
Ella recordó habérselo dado ya.
―Addaia Stadpole ―le ayudó―. ¿Qué tipo de nombre es K11? Oí
que se referían a ti así en Rea.
Su pregunta pareció quedar en el aire cuando K11 comenzó a notar
sensibilidad en las piernas poco a poco. Consiguió mover el dedo de un pie.
―El efecto se está disipando. Necesitas comer o beber algo. Creo
que el recopilador será capaz de reproducir algún alimento para humanos.
―Un poco de agua ―carraspeó.
―Claro.
Addaia se acercó al recopilador aprisa, apenas podía contener sus
nervios, era especialista en no mostrar sus sentimientos, pero no conseguía
contener su impaciencia. Había tomado una dosis de cruor al llegar,
acertadamente. La sed se le agraviaba más en momentos de tensión. «Agua,
no sé cómo demonios voy a reproducir agua».
El recopilador había sido una gran invención integrada en la
sociedad hacía más de medio milenio. Los desmodos lo habían creado para
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sintetizar y reproducir cruor lo más rápida y eficazmente posible. Los
humanos lo habían rediseñado hasta añadir más proteínas y vitaminas de
nivel básico. Incluyendo el agua. El sabor jamás sería igual que un alimento
natural, pero suplía las grandes carencias del sistema alimentario.
Siguió dándole vueltas a la situación. Las cosas serían más fáciles si
no necesitara a nadie más para llegar a su padre. Intentarlo sola con Parvus
podía ser una apuesta arriesgada. Solo necesitaba acercarse un poco. Una vez
en el transporte terrestre, K11 podría esperarla allí. «¿Podré convencerlo?»,
pensó. No podía confiar en ningún desmodos. A esas alturas todo el consejo
sabría de la situación, pronto intentarían encontrarla. No podía demorarse
mucho allí. Ellos intentarían detenerla, no dejarían que se aproximara a la
zona oscura del planeta. Aunque, en realidad, era la única que podía averiguar
dónde estaba exactamente el enclave de esos repulsivos seres, los câlîgâtum;
sabía que su padre se encontraba allí. La sensibilidad hacia su padre se había
estabilizado; había dejado de alejarse. Tenía que llegar antes de que volvieran
a moverlo.
Algo parecido a agua se materializó en el recopilador. Un poco turbia
y con olor acre.
―¡Esto está realmente asqueroso! ―escupió K11 tras beber un
sorbo.
―Lo sé, pero te quitará la sed y te limpiará la garganta.
―¿Estás segura? Creo que me estás envenenando. Mira qué color
tiene. ¿Es agua de una letrina? ¡Sabe a rayos! ―espetó asqueado.
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―Eres un niño. Bebe y calla. ―Hizo una breve pausa―. He de
pedirte algo, K11.
―Creo que no estás en posición de pedirme nada ―escupió.
Addaia le miró con semblante frío. K11 leía la preocupación en su
rostro.
―Puedo sentir a mi padre. Sé de cierto que aún está vivo. Puedo
llegar hasta él.
K11 la miró de soslayo.
―¿Sentirlo?
―Poseo una especie de don, algo especial en mi mundo.
K11 frunció el entrecejo. No entendía muy bien de lo que hablaba. A
pesar de que las ventanas estaban cerradas, en aquella estancia hacía mucho
frío. K11 estaba congelado, lo cual, añadido al sopor de estar recién
levantado, le dificultaba pensar.
―Igualmente, ir allí después de lo que ha ocurrido es una temeridad
―dijo―. Y de las grandes. ―Sorbió de nuevo del vaso con una mueca y le
recorrió un terrible escalofrío.
―¡Mi gobierno no hará nada! Se quedarán esperando como siempre,
aletargados en su diplomacia y sus leyes. No puedo quedarme quieta viendo
cómo pierdo a la persona más importante de mi vida. Iré de cualquier
manera. Me infiltraré allí donde le tengan y conseguiré sacarle sea como sea.
Solo te pido que me ayudes a llegar cerca de allí. Nada más. Te pagaré por
ello.
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K11 se quedó pensativo, caviló durante un par de minutos.
―¿Cómo puedo saber siquiera que puedo confiar en ti? ―dijo.
―Te pagaré ahora. Lo que quieras. Solo pídeme lo que desees.
«Lo que desee…», pensó. Y no pudo evitar fijarse en sus labios
rojos, suplicándole. Los desmodos ya no le parecían tan glaciales y carentes
de vida. Sufrían por los suyos. Daban la vida por una familia, luchaban aun
sabiendo que tenían todas las de perder. Le recordaba mucho a…
―Tendré que comunicar de alguna manera a mi facción que me
encuentro vivo y supuestamente sano. ―Miro de soslayo su vaso―. Y que
tardaré en volver.
Addaia dio un brinco y se abalanzó sobre él. Hincó las rodillas y le
cogió una mano dulcemente.
K11 se asustó tanto que estuvo a punto de meterse debajo de la
cama, ante su inesperada reacción.
―Que el agua que fluye en ti te oiga. Gracias, K11 ―le agradeció
posando delicadamente la cabeza en el dorso de su templada mano.
!
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Isembard deambulaba por sus dependencias. Reflexionando sobre
los hechos acaecidos.
Le había parecido que Tajdo Koruptita, el amo de la industria
fármaco-narcótica, tampoco estaba muy de acuerdo con todo lo que estaba
pasando. Quizás podría convencerle a él y a algún miembro más del consejo
para presentar una moción formal. Tajdo era famoso por su diplomacia y
saber estar. Proveía al planeta entero de sustancias estimulantes y
psicotrópicas; no había nadie en Tera que no estuviera enganchado a alguna
droga de su industria. Era un hombre atrevido y emprendedor, pero muy
voraz a la vez. Tendría que ir con mucho cuidado si no quería acabar
jugándose su propio cuello.
Había estado memorizado las sonrisillas de la estancia, todos ellos
estaban descartados. Por no hablar de Malmastro, sus intenciones eran más
que claras. «Ese maldito gordinflón fanático…», pensó.
Se miró en un espejo que había colgado de la pared de su lujoso
despacho. Nuevas arrugas surcaban su rostro. Se palpó la cara. «Esta vida me
está haciendo viejo, ¿cómo pueden ni siquiera plantearse una guerra en esta
situación?». Inquieto, cruzó la habitación dirigiéndose a la puerta. Su injerto
orientador le comunicó que Tajdo se encontraba en su despacho oficial. Se
encaminó allí sin perder ni un segundo.
―Pase, lord Isembard ―le invitó Tajdo cuando le vio llegar.
Sus reflejos cobrizos brillaban en la penumbra de la habitación,
siempre con su sonrisa de medio lado. Sostenía una copa en sus manos.
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A Tajdo no parecía sorprenderle el hecho de que estuviera allí, pero
Isembard sí que se mostró decepcionado cuando encontró a alguien más en
la habitación, aparte de su robot secretario.
―Ah, disculpe, pensé que no tendría compañía. ―Sonó un poco
incómodo.
―No se preocupe, yo mismo he mandado llamar a Geligio, quería
hablar con él sobre este asunto tan escabroso que acaba de suceder. Supongo
que usted viene a hablarnos de lo mismo.
Isembard carraspeó receloso. Tajdo notó su desconfianza y siguió
hablando.
―A ninguno de nosotros nos gusta la idea de entrar en una guerra
abierta. Me temo que muchas cosas escapan a nuestro entendimiento en este
momento. Ha sido todo tan rápido como imprevisto.
―Desde luego no podía pasar nada peor ―constató Isembard.
―El resultado ha sido claro ―habló por primera vez Geligio―.
Todos o casi todos han votado un tajante sí.
Geligio era un hombre tímido e introvertido. Dueño de la industria
terraformadora, era más científico que político. Isembard casi no había
tenido contacto con él hasta ahora. Le observó. Era delgado, de manos
temblorosas, labios finos y mejillas hundidas. Completamente calvo, ni un
solo pelo asomaba.
―Bueno, todo indica que Malmastro se ha aliado con algunos
miembros del consejo para conseguir ciertos objetivos desconocidos. Es un
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personaje exageradamente conservador ―habló Isembard con rostro
iracundo―. Y peligroso… ―añadió.
―Tenga cuidado, Isembard, podrían tacharle de nihilista con esos
pensamientos.
―¡Jamás! ¡Yo creo en el Credo Industrial como todos en esta
habitación! Es la base de nuestro mundo. Produce para vivir. Consume para
liberarte. Trabaja y sé servil ―recitó la directriz suprema sin pestañear―.
¿Cómo pueden siquiera dudar de mí?
Tajdo y Geligio se mostraron sensiblemente incómodos ante la
airada reacción de Isembard.
―De acuerdo. ―Tajdo se aclaró la garganta―. Nos ha quedado
claro.
Isembard levantó una ceja y miró de soslayo a los dos.
―Entonces, señores, volviendo al tema anterior, ¿qué podemos
hacer para cambiar esta circunstancia tan poco conveniente?
―De lo único que somos capaces, ahora mismo, es de comprar
votos para una propuesta de refutación. ―Hizo una breve pausa―. ¿Quiere
una copa, lord Isembard?
El secretario robot de Tajdo les acercó una botella, posiblemente del
mejor elikĵiro de todo Fonteius Sidus. Era conocido como un gran amante de
todo tipo de bebidas etílicas ilegales. Geligio ya paseaba un vaso rojo y
cuadrado con el exquisito elixir dentro. Tajdo le sirvió una copa
personalmente mientras sorbía de su propio vaso.
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―Gracias ―agradeció Isembard.
―Geligio ―dijo Tajdo, señalándolo con la copa, alzado su dedo
meñique―, su industria de terraformación está muy implicada con el
poseedor de las materias primas del planeta. ¿Qué nos puede decir de él?
―¿Tinkturo Farbo? Imposible. Es un fervoroso seguidor del Credo
y de Malmastro ―contestó.
―Ya veo. ―Tajdo gesticuló amargamente.
―¿Qué me dicen de Mucio? Su empresa de ocio y lujo se vería
mermada si la cosa empeora demasiado.
―Sí, podríamos concederle ciertos privilegios a cambio de su
colaboración. Y díganme, señores ―continuó―, ¿qué vamos a ganar
nosotros con todo esto? Quiero decir, si conseguimos cambiar el curso de
esta guerra ―dijo Tajdo, tras agotar su bebida y servirse otra más.
Geligio miró a Isembard, interesado en su respuesta.
―Bueno, creo que lo principal es que no queremos que las malas
decisiones de nuestra propia historia se repitan. Todos sabemos cómo acabó
la última guerra. Millones de personas perecieron cuando el planeta Marso
despareció del mapa galáctico, por no decir la manera en la que malvivimos
en este planeta por culpa de aquello.
Tajdo meneó su dedo meñique en el aire.
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―No, no, por favor, ese tema no. Sabe que no nos gusta recordar
viejas desgracias; ahora estamos en el presente, esta es la vida que nos ha
tocado y todo eso ya forma parte del pasado ―señaló.
Los dos le miraron esperando una respuesta.
―Estoy seguro de que cada uno de nosotros obtendrá sus propios
beneficios ―dijo finalmente Isembard.
Tajdo se giró dándoles la espalda para servirse otra copa, mientras se
decía a sí mismo en voz alta.
―Por supuesto que sí.
!!
!69
Apenas llegaba una tenue luz solar, reflejo de alguna luna errante en
aquel arisco paraje. El hielo se agolpaba agresivamente en la cara oscura de
Caelus Sidus, un frío aterrador envolvía todo. Debido a las largas temporadas
que aquella zona sufría con temperaturas extremas, las montañas heladas se
convertían en piedra casi tan sólida como puro diamante. Apenas lograban
pasar de los 130 °C bajo cero.
Una ráfaga de viento podía dejarte congelado como un témpano en
mitad de aquel lugar. Respirar aquel aire significaba congelar tus órganos
internos en cuestión de segundos. Addaia había sido cuidadosa al respecto.
Conocía bien aquellos parajes. Miles y miles de kilómetros en penumbra, tan
inmensamente inimaginable. Los xobiólogos de su planeta hacían incursiones
a menudo estudiando los organismos extremófilos que sobrevivían en
aquellas condiciones. Tenían equipos especiales para caminar, acampar y
extraer lo que hiciera falta del subsuelo, principalmente compuesto de una
capa gruesa de berilo. De ahí los colores azul verdoso que predominaban,
que hasta se llegaban a percibir desde el espacio exterior cuando las nubes
despejaban. Ella siempre había estado interesada en los estudios sobre esa
cara del planeta y a veces había sido invitada a cooperar con ellos.
Antes de la terraformación de aquel planeta de gas ni siquiera
podrían haber pisado ese suelo. Después de altas dosis de trabajo y
tecnología, su linaje les había brindado la posibilidad de aproximarse a la base
câlîgâtum, no sin ciertos riesgos. Podrían aterrizar y hacer el resto del viaje
por tierra con un transporte adaptado. Parecía fácil, pero no lo era.
K11 se peleaba con los mandos de la nave êvo mientras
sobrevolaban la parte oscura de Caelus cerca del suelo. Parvus se encontraba
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frente a él vigilándole de manera constante. Aquel bicho metálico
impertinente le daba mucha grima.
―¡Deja de mirarme, lata! ―le advirtió con voz amenazadora.
Parvus entrecerró los ojos.
―¡Dejadlo ya! ―les reprobó Addaia―. Haced el favor de
concentraros en llegar al punto indicado en el mapa, no podemos fallar.
―No sé si te has dado cuenta, pero este bicho me tiene manía.
―Parvus no le tiene manía a nadie, solo es un androide.
―Un androide con muy mala leche… ―murmuró él.
Parvus dio un golpe al panel de la nave indignado. Nadie le hizo
caso.
―¡Demonios! ¿Por qué me duele tanto la espinilla? Tengo un
cardenal enorme ―se quejó K11.
Parvus hizo ruiditos con sus juntas, a Addaia le dio la sensación de
que se estaba riendo.
―¿Estás segura de que podremos sobrevivir allí abajo? Estoy
convencido de que no me vas a pagar lo suficiente.
Addaia lo miró de soslayo.
―Tenemos todo el equipo adecuado tanto para ti como para mí.
Cuando aterricemos, iré en un transporte terrestre; tú podrás esperarme aquí
en la nave, así que no estarás expuesto al exterior en ningún momento
―respondió, intentando disipar sus miedos.
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―Ya… Todo suena muy bien, pero cada segundo me arrepiento
más y más de haberme metido en este lío. ―Carraspeó antes de continuar
con una pregunta que le había estado dando vueltas en la cabeza durante
largo tiempo―. ¿Podrías responderme a algo? ¿Por qué todas las naves que
fabricáis solo pueden ser pilotadas mínimo por dos personas? Las más
grandes aún lo entiendo, pero ¿por qué las más pequeñas?
―Forma parte de nuestra unidad de pensamiento. Por seguridad no
viajamos solos. Además, creemos que el trabajo en equipo es mucho más
importante que el trabajo de uno solo. Solemos vivir siempre en
comunidades o en parejas. Dos mentes siempre piensan mejor que solo una
―contestó Addaia, concentrada en el pilotaje.
―Es curioso lo diferentes que somos… Nosotros siempre nacemos
solos, crecemos y morimos solos ―comentó K11 ligeramente abatido.
Addaia siempre se había extrañado de aquella involución humana,
pero recordó sus clases de antropología. La palabra familia había sido
extinguida entre los humanos hacía tiempo.
―¿No tenéis un padre, una madre o hermanos, verdad? ―le picó la
curiosidad.
―Las pocas mujeres que quedan en Tera hace mucho tiempo que
dejaron de ser fértiles por culpa de la contaminación y la toxicidad de los
alimentos. Alguna vez logran quedar encintas, pero sus bebés mueren al poco
de nacer. Nos engendran en granjas de polisembrado con un control de
natalidad muy riguroso. Se nos prohíbe tener cualquier tipo de familia
adoptiva o crear lazos afectivos.
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K11 se quedó apesadumbrado, con semblante severo.
Pese a ser humano y que ella no percibiera bien sus emociones si no
se las mostraba, Addaia lo tuvo fácil para averiguar que era mejor mantenerse
callada en ese momento. Pese a eso decidió hablar.
―Yo tengo un padre, biológico, aunque no es lo normal entre
nosotros. Cuando alguien te convierte pasa a ser tu padre, tu hermano, tu
amante, o todo a la vez. Tampoco somos fértiles, como vosotros, con la
diferencia de que nunca lo hemos sido. ―Hizo una breve pausa―.
Simplemente, somos eternos.
K11 no contestó.
Addaia por primera vez notó cierta compenetración. Era un
humano, comparado con ella era débil y lleno de vacíos. Pese a ello notaba
compasión y bondad en él, cierta rebeldía y misterio que le hacían aún más
interesante. Parecía haber llevado una vida llena de desgracias.
―¿Quién te convirtió a ti? ―K11 quiso indagar.
Ahora fue Addaia la que sintió una punzada de dolor… no quería
hablar de él y menos a K11, le incomodaba. Cada día de su vida lo había
vivido para recordarle, su creador y amante durante miles de años… Por
primera vez en mucho tiempo, su mente había descansado durante los
últimos días. Contuvo sus sentimientos y cambió de tema radicalmente.
―Bien, hemos llegado al punto donde creo que deberíamos
aterrizar. Aquí será imposible o al menos poco probable ser detectados; si
continuamos más allá de esas abruptas montañas no lo tengo tan claro.
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―Está bien ―dijo suspirando K11―. ¿Y ahora qué? ―Examinó
sus controles con desespero.
―No te preocupes, te guiaré todo el tiempo.
Era increíble lo hermoso y peligroso que era a la vez su mundo.
Mientras lo sobrevolaban, Addaia observaba maravillada el terreno
resquebrajado, helado, con multitud de formas verdeazuladas que la
naturaleza, caprichosa, creaba.
Se colocó los sensores en su cuerpo. Chasqueó los dientes.
―Algo no anda bien ―dijo.
K11 la miró nervioso.
―¿Qué ocurre?
―No lo sé, algo está fallando ―volvió a decir, formando una mueca
en sus labios―. Parvus, en la parte posterior de la nave hay un panel de
navegación que puede que… ―Addaia se quedó pensativa un rato―. ¡El
trescientos nueve, ábrelo, rápido! ―le apremió.
Parvus salió corriendo hacia él inmediatamente; justo en ese
momento la nave dio un vuelco y el pequeño robot cayó rodando hacia los
paneles y chocó aparatosamente. Addaia sintió un dolor intenso en la cabeza.
Notó cada fibra de su cerebro punzante. Tras un breve alarido se retiró los
sensores, estirándolos violentamente.
―¡Maldita sea, K11, recalcula el aterrizaje! Introduce los dedos en el
gel conductor y ordena que la nave se pose en aquel claro que muestra el
radar.
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K11, histérico, tocó todo lo tocable presa del pánico.
La nave volvió a volcar. Un prominente risco que se recortaba en la
penumbra se les echaba encima. Addaia hizo virar la êvo lo suficiente para
que no se partiera en dos, sin embargo, no pudo evitar que este los rozara.
Tras un gran y estrepitoso estruendo perdieron parte de su cargamento y se
desviaron aún más de la zona de aterrizaje. Parvus rebotaba como una pelota
de goma por toda la nave a cada embestida.
―¡Ahora sí que tenemos que aterrizar, nos guste o no! Hemos
perdido casi todo el fluido.
El desasosiego se apoderó de ellos. A Addaia la perspectiva de no
volver a ver a su padre por culpa de aquello la sobrecogía.
K11 activó aprisa la burbuja personal, una especie de campo
protector que repelía impactos directos sobre el piloto en caso de accidente.
Los movimientos eran densos dentro de ella y le costaba respirar. El choque
según el radar era inminente. Así que prefería meterse dentro de aquella bolsa
de plástico antes que despachurrarse como un mosquito contra el suelo.
Todas las luces de emergencia saltaron. Tras unos breves segundos,
K11 rebotó ferozmente contra el panel de control y todo se volvió oscuridad.
!
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CAPÍTULO 3
La congelación de la sangre
!―¿Te das cuenta de cómo son? Y tú los sigues protegiendo…
―Ahora lloro por los míos, pero sigo creyendo en ellos.
―Cuando el último de nosotros quede en pie, los seguirás
defendiendo, algún día entenderás que no merecen ni una ínfima parte de tu
perdón.
!!En la capital de Caelus Sidus hacía bastantes horas que había corrido
el rumor del ataque câlîgâtum al satélite Rea. Hacía doscientos años que
aquella ciudad albergaba la mayor concentración de población desmodos,
Initu Cîvitâ. La cuna del senado.
La cultura, la arquitectura y la tecnología se aglutinaban allí como en
ningún sitio que jamás hubiera existido. Una inmensa península rodeada de
naturaleza viviente, puertos aeronáuticos y en el centro, la gigantesca ciudad
blanca de piedra nácar.
La paz y felicidad que otrora abundara se habían tornado en palpable
angustia. Los más altos cargos desmodos se aglomeraban en la ciudadela del
!76
senado pidiendo explicaciones. El resto de la población continuaba bulliciosa
sus quehaceres diarios con cierto escepticismo sobre lo sucedido. El temor y
la desconfianza inundaban sus rostros. La mayoría conocía perfectamente los
conflictos del pasado porque los habían vivido. Doscientos años de paz no
eran tantos como podría llegarse a creer, apenas habían comenzado a
disfrutarlos. Eran pocos los supervivientes desmodos de la última guerra,
comparados con la gran civilización que existió en su día. Su edad de oro se
desvaneció junto al planeta Marso. Retirados por propia voluntad a un
extremo de la galaxia. Con un tratado de paz firmado entre las manos, que
comenzaba a deshacerse en pedazos.
Algunos, la gran mayoría, solo querían vivir en paz. Otros, después
de miles de años intentando convivir con los humanos en Marso con un
resultado desastroso y recibiendo a cambio su más absoluto desprecio,
almacenaban odio en sus almas tras haber perdido a su familia y amigos en el
intento. Deseaban en silencio que toda la deleznable y egoísta raza humana
desapareciera. No era de extrañar todo lo ocurrido e incluso apoyaban
abiertamente el ataque. La llaga estaba abierta.
Quizás la mayoría de desmodos que se encontraban en Initu Cîvitâ
aquel día jamás en su ingenuidad hubieran pensado que sucedería todo tan
rápido tras los acontecimientos en Pômum Rubra. Una nube oscura solapó el
cielo repentinamente, dando paso a un enjambre de naves que cubrieron
todo el espacio aéreo casi sin dar tiempo a huir. Un ataque despiadado se
desató sobre la población civil posteriormente. Sin miramientos, sin
preguntar, sin importarles cuán culpables podían llegar a ser o no.
Los cruceros de guerra humanos llegaron sin previo aviso. No hubo
comunicados. Se abrió fuego sobre la ciudadela del Senado, destruyéndola
!77
tan fácilmente como si pisotearan un castillo de naipes. Muchos desmodos
intentaron escapar en sus naves de transporte y esto desembocó en más caos
y muerte. La furia se desató en pocos minutos. Personalidades con carreras
de más de un millar de años, científicos, naturistas, historiadores, el más
selecto elenco de sabiduría y cultura que había quedado de su longeva
civilización, desaparecía segundo a segundo. El fuego arrasó la ciudad de
Nácar, que pasó del más inmaculado blanco al más horrible negro venido del
infierno. Apenas hubo oposición; desde luego nadie lo esperaba. Al menos
no de aquella manera tan voraz, cruel y cobarde. La guerra había abierto de
nuevo sus puertas de par en par y los jirones de papel del tratado volaron
sobre la ciudad vaporizada.
!!!
!78
Isembard golpeó la mesa de su despacho con fuerza. Hablaba por un
pequeño comunicador con uno de sus asistentes.
―¡Cómo es posible! ¿¡Quién ha dado la orden?
La respuesta no se escuchó en la sala, solo le llegó a él.
―¡Me da igual que sea clasificado! Formo parte de los Nueve, ¿es
que eso ya no significa nada? ―Isembard cada vez entraba más en cólera―.
¡Quiero un informe en quince minutos! ¿Me oye? Necesito saber qué está
pasando y detalladamente. Cómo es posible que hayan atacado la capital
Kojna Dento. ―Sus cabellos blancos se erizaron―. Se supone que ni siquiera
está implicada en los ataques terroristas ¡No me haga perder más el tiempo,
quiero ese informe ya, maldito estúpido! ―Cerró de un manotazo el
comunicador y lo tiró con furia sobre la mesa; acabó aterrizando en el suelo.
Intentó calmarse. Los ojos le ardían y notaba sus dientes rechinar. Se
dirigió al cajón de seguridad de su escritorio. Lo abrió sudando, nervioso,
sacó un pequeño tubo de cristal etiquetado con la marca distintiva de la
industria fármaco-narcótica, tres triángulos pequeños dentro de un triángulo
más grande. Aspiró energéticamente de él; sus ojos quedaron en blanco. Tras
un espasmo, sus globos oculares giraron alocadamente dentro de sus cuencas
durante un orgiástico segundo. Suspiró relajado tras guardar el tubo en el
mismo cajón y posó sus manos sobre la mesa pausadamente.
Un pitido comenzó a sonar intermitentemente sacándole de su
sopor. Alguien solicitaba entrar en su despacho. Su injerto orientador le
indicó que era Tajdo. Abrió las puertas sin vacilar.
!79
Tajdo se asomó, pero no pasó del umbral de la puerta. Parecía venir
solo. Ni siquiera se había traído a su robot secretario.
―Será mejor que demos un paseo, lord Isembard ―le sugirió con
apremio.
La mayoría de pasillos del centro industrial de Tera estaban
embaldosados con un precioso mosaico de un impoluto negro satinado,
menos el suelo por el que Tajdo e Isembard caminaban, que era totalmente
transparente y bajo sus pies dejaba ver con gran esplendor las enormes nubes
semilíquidas de hidrógeno. Cuando estas despejaban, se podía divisar el
bravío mar de plata que bañaba por entero su planeta. Solo el centro
industrial, que era la parte más onerosa de Tera, poseía esa clase de suelo.
Una curiosa arquitectura que dejaba entrever todas sus entrañas desde el
punto de vista del planeta.
―Está sudando, ¿se encuentra bien? ―observó Tajdo.
―Estoy perfectamente, ¿sabe algo de por qué esto se está
acelerando cada vez más? Porque casi me temo que ya no haya marcha atrás.
―Soy consciente de lo ocurrido en el planeta de los Kojna; desde
luego, el consejo no está demasiado contento con ello, o eso parece. Aunque
se haya aprobado la ofensiva, alguien está actuando rápidamente saltándose
bastantes trámites y pasos esenciales. Los dos sabemos, creo, de quién
estamos hablando ―insinuó Tajdo. Sus miradas se cruzaron.
―¿Cree que alguien ha podido filtrar el rumor de una moción
formal contra el voto? ―preguntó Isembard.
!80
―Si le digo la verdad, no tengo ni idea. Pero creo que en Geligio
podemos confiar, es bastante pusilánime. No se atrevería ―afirmó muy
seguro de sí mismo―. Lo que sí tengo en mi poder es bastante información
referente al ataque câlîgâtum que sufrió el satélite. Créame si le digo que es
altamente secreta y debo unos cuantos favores por haberla conseguido
―continuó.
―De poco me sirve ya, me temo. Las cosas se han puesto más que
feas, aunque consiguiéramos esa moción, los Kojna Dento simplemente no nos
perdonarán el haber arrasado su capital. ―A Isembard comenzó a temblarle
la mano.
Tajdo se percató de ello. Eran los típicos síntomas posteriores a la
toma de uno de sus narcóticos. Sonrió complacido.
―Lord Isembard, creo que sería mejor ir a algún sitio más privado
para seguir nuestra conversación. Mejor si nos acercarnos a una sala de
simulador, allí estaremos más relajados.
―Me parece bien ―respondió él, aceptando la invitación.
Los simuladores eran implantes vergonzosamente caros. Con el
dispositivo adecuado, se conseguía enviar señales eléctricas al cerebro
simulando imágenes o sensaciones, para engañar así a la mente humana y
crear un entorno perceptiblemente real. Psicológicamente hablando era
mucho más complicado vivir en Tera sin ellos y no volverse loco.
Una vez en la sala, tanto Tajdo como Isembard introdujeron en el
orificio de su oreja un pequeño dispositivo alargado que quedaba totalmente
!81
disimulado dentro de ella, accionándolo con un pequeño clic para que se
acoplara con el implante.
―¿Me permite elegir el mapeado? ―dijo Tajdo
―Como prefiera ―contestó Isembard; a esas alturas cualquier cosa
le parecía bien.
Una enorme cascada pasó por encima de su cabeza sin mojarle,
colocándose a sus espaldas. Le pareció que una suave brisa fresca le rozaba la
cara; grandes árboles de eucalipto colgantes que ya no existían en el mundo
real aparecieron; el suelo se cubrió de verde y el césped se amontonó
alrededor de sus gruesas y protuberantes raíces. De la nada nació un hermoso
cielo azul que abrigó todo aquel paisaje simulado. La calma y el sosiego se
instalaron de golpe en sus corazones. Y el falso oxígeno llenó sus pulmones
de ficticios y delicados aromas a bosque virgen.
―Ahora mi planeta, este planeta, solo es una gran batería
―murmuró Isembard con la mirada distante.
―¿Se refiere a Pangea? ―preguntó Tajdo―. Bueno, sabe que su
trabajo es uno de los más importantes, sin su industria nada en Tera
funcionaría. Las tormentas eléctricas y la radiación de Pangea nos tienen bien
abastecidos. ―Tajdo sonrió crédulamente.
―Es una lástima que nos rodeen paredes de plastometal, que todo
esto solo sea una visión que jamás vuelva a ser real ―suspiró Isembard
escuchándose solo a sí mismo.
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―Eso puede llegar a cambiar ―le tentó―, si conquistamos el
planeta de los Kojna perfectamente terraformado. Quizá esté más de acuerdo
con Malmastro de lo que usted cree. Desde luego, después de recabar
información sobre el asunto câlîgâtum me han quedado muy claras las
verdaderas intenciones del cacique del Credo Industrial. Dado que no puede
ni quiere convertir a los Kojna, es mejor arrebatarles su planeta de nuevo,
quitándolos de en medio. Ahora la excusa perfecta para llevarlo a cabo le ha
llovido del cielo.
―Yo jamás estaría de acuerdo con un genocidio, no se equivoque
conmigo. ―Isembard lanzó una mirada iracunda hacia Tajdo.
―Cálmese, lord Isembard, estoy seguro de que a nuestra manera
todos sacaremos tajada de esto; evidentemente, siempre hay daños colaterales
que hay que aceptar y muchos beneficios directos e indirectos a cambio. A mí
me cae tan bien Malmastro como a usted. Que sepa que con todo esto que le
estoy contando estoy arriesgando mi propia vida.
Isembard se limitó a no contestar. Se quedó observando la hierba y
las flores que se mecían con el viento.
―Bien ―continuó Tajdo―, la cosa está así. Es cierto que el ataque
câlîgâtum que se cometió en el satélite de los Kojna no fue con el visto bueno
de estos. Poco se sabe de este grupo de terroristas, creemos que son pocos,
pero están bien organizados. Tenían conocimiento de la reunión clandestina
con la facción Civitanig y no solo no han evitado cualquier tipo de alianza
entre las dos razas, sino que han desatado una guerra entre ellas. De toda la
comitiva humana que se presentó allí hubo cincuenta muertos, ocho heridos
!83
y dos desaparecidos. Uno de ellos Legi1, principal portavoz de la facción
Civitanig y el otro un don nadie laboristo de seguridad.
―¿Para qué querrían a un don nadie de seguridad?
―No lo sabemos; seguramente lo soltarían al espacio a modo de
juego o se lo llevarían como tentempié. Ha habido muchos problemas para
identificar a la mayoría de cadáveres, han utilizado armas de las que
desconocemos su origen, cruelmente destructivas ―afirmó Tajdo.
―¿Y qué hay de los Kojna?
―Tres de sus senadores fueron supuestamente secuestrados
también. El resto de su gobierno supongo que ha perecido en el ataque a su
capital.
―O sea, que se han quedado sin líderes.
―Eso parece.
―¿Crees que después de esto los câlîgâtum no nos atacarán en
nuestra propia casa?
―Que se atrevan ―amenazó Tajdo―. Con nuestras defensas
machacaríamos a esos sacos de sangre en un abrir y cerrar de ojos. Además,
calculo que en un par de horas toda nuestra flota volverá al completo.
Tajdo carraspeó antes de seguir hablando:
―Si le soy sincero… Creo que en este punto ya es difícil continuar
con la moción formal.
―No me aburra con cosas que ya sé. ―Isembard torció el gesto.
!84
«Estamos jodidos… estamos bien jodidos», pensó.
!!!
!85
K11 despertó con la cabeza dándole vueltas. Recordaba los últimos
segundos como si hubieran sido un mal sueño, teniendo la sensación de
haber estado desvanecido durante siglos.
La nave se había estrellado aparatosamente contra una angosta
cordillera. K11 oía la estridente alarma de escape en el casco y eso no era
para nada una grata noticia.
Addaia estaba inconsciente a su lado. Su burbuja personal se había
accionado automáticamente justo antes del impacto. Intentó incorporarse
para ir a socorrerla cuando notó que una de sus piernas no le respondía. Se
cayó de bruces contra el suelo sintiendo un horrible dolor. Su burbuja
personal había ardido a la altura de su gemelo derecho y no había estado
suficientemente protegido. Desprendía un espantoso olor a carne
chamuscada. Un hilo de sangre caía por su uniforme dermoadaptado. No
parecía una herida demasiado seria, aunque notaba la pierna como dormida.
La cabina había quedado en una posición inclinada; se agarró con
fuerza a la silla del copiloto y trepó arrastrándose como un reptil pesado.
―¡Addaia! ―gritó.
Ella seguía con los ojos cerrados.
―¡¡Addaia!! ―volvió a desgañitarse.
No respondía. Se acercó más a ella. Un gran cilindro mecrametálico
que formaba parte de la nave se descolgó y salió despedido hacia donde había
estado unos segundos atrás. Una nube de vapor envolvió la cabina dando
paso a un terrible viento gélido desgarrador. Comenzó a tiritar de frío.
!86
―¡Despierta! ¿¡Estás bien!? ―La zarandeó suavemente. Observó sus
ojos moverse bajo sus párpados. Le tocó la frente, estaba fría.
―Despierta, por favor… ―Por un momento se imaginó solo en
aquel paraje espantosamente desolador. No quería morir allí.
Addaia abrió la boca. Sus carnosos labios le parecieron más rojos
que nunca. Sus dientes perlados asomaron al emitir un leve quejido, vio
claramente sus afilados colmillos. Un escalofrío le recorrió la espalda, sin
embargo, al oír su voz y sus ojos abiertos contemplándole, sintió un gran
alivio.
―Oh, Dios… ¿Tienes algo roto?
―Creo que tengo una hemorragia interna. Dame un minuto…
Addaia percibió la pierna lesionada de K11.
―Estás herido ―dijo―, y además sangras. ―Se le ensancharon las
pupilas y su cuerpo se puso en tensión―. Tienes que limpiarte la sangre para
que pueda curarte ―exigió, rígida como un palo.
―De acuerdo ―respondió K11―, solo que no creo que nos quede
mucho tiempo aquí dentro. Tendríamos que salir de aquí.
Addaia miró a su alrededor desorientada. Localizó a Parvus roto en
pedazos al fondo de una esquina. Se incorporó torpemente para poder
acceder al panel de control de la nave y lo observó durante dos segundos.
!87
―Hemos perdido el transporte terrestre y parte del cargamento
―informó―, pero nos quedan un par de trajes protectores y una tienda
adaptada. ―Se irguió poco a poco. Soltó un leve quejido al intentar moverse.
―Hay que ponérselos y coger todo lo que podamos antes de salir
―siguió―. Solo espero que los câlîgâtum no nos hayan detectado. Al menos
hemos sobrevivido… eso ya es un milagro ―dijo pesadamente.
Se equiparon apresurándose por salir al exterior, dejando la nave êvo
estrellada tras ellos. Ahora era un cúmulo de chatarra inservible.
A K11 el frío le calaba tan hondo que aun metido en el traje tenía
que hacer acopio de todo su esfuerzo para dar cada paso sobre el
amenazador hielo. El viento era tan feroz que le sostenía de pie aunque se
dejara caer. De vez en cuando soplaba enérgicamente haciéndole perder
completamente el equilibrio debido a su cojera. Jamás había estado en un
sitio tan agreste, con ese viento tan huracanado parecía estar luchando
consigo mismo continuamente; era agotador.
Iban cargados con mochilas ligeras como plumas, llenas de todo lo
que habían podido llevarse, que no era mucho. K11 se maravillaba con el
instrumental, las mochilas y la tela del traje emanaban una luz difusa en la
oscuridad que les ayudaba a divisar el camino. La tecnología desmodos le
fascinaba.
Mientras pensaba en ello, Addaia pareció querer decirle algo.
―Esp… ra
Apenas se escuchaba nada. Se paró en seco cuando ella palmeó su
pecho.
!88
―No podemos… tinuar con es… viento
Addaia sacó a continuación la tienda adaptable de su mochila, un
tubo de metal ligero que abrió como un pergamino y se desplegó
automáticamente sobre el suelo al soltarlo. Tras posarse, unos poderosos
garfios se anclaron sobre el hielo. Una suave burbuja cubrió la tienda, similar
a la burbuja personal, pero azul tenue.
Una vez dentro todo estaba asombrosamente en calma. Apenas se
oía el rumor del viento, como si hubieran entrado en un portal mágico y ya
no estuvieran en la cara oscura de Caelus Sidus. Además, le pareció muy
espaciosa, lo suficientemente grande como para dar cabida en ella a unas
cinco personas cómodamente. Addaia colocó dos futones en el suelo que ya
de por sí era acolchado. No había ningún utensilio más adentro, aparte de
barras caloríficas y paredes de luz regulable.
K11 se quitó la bioesfera y la mochila. Respiro hondamente por fin.
Addaia se desabrochó el traje. «Aquí dentro estaremos a resguardo
durante un tiempo», pensó.
―Déjame ver esa pierna ―le dijo ella.
K11 se arremangó dolorosamente el pantalón, un considerable tajo
quemado por los bordes le cruzaba la pantorrilla.
Addaia comenzó a marearse por el atrayente olor.
―Puedo hacerlo yo solo, tengo el botiquín.
―No es suficiente, con esa pierna no podrás caminar y morirás
―aseveró―, límpiala un poco antes, por favor.
!89
K11 obedeció.
Tras asearse ella le cogió el tobillo con una mano sin pensárselo. Sus
suaves y frías manos turbaron a K11. No estaba acostumbrado al contacto y
mucho menos de un desmodos. No entendía muy bien lo que estaba
haciendo.
―Tienes que ayudarme ―le pidió―, concéntrate conmigo en sanar
tu herida. Con humanos siempre me resultó más difícil.
―No entiendo ―dijo K11―. ¿Qué quieres que haga?
―Concéntrate ―le ordenó―. Imagina que tu herida sana por
voluntad propia. No importa que no lo entiendas, solo piénsalo.
K11 obedeció de nuevo. Comenzó a notar la mano de Addaia tibia,
al cabo de un minuto caliente. Su pierna comenzó a hormiguear, sintió una
oleada de bienestar que fue inundándole todo el cuerpo. Cuando bajó la
mirada a su pierna la herida estaba cicatrizando poco a poco, la sangre
coagulaba y se cerraba como si su cuerpo la estuviera absorbiendo.
Regenerándose a marchas forzadas. Notó un ligero picor que se desvaneció al
formarse la cicatriz. Ya no notaba nada. No daba crédito a lo que acaba de
presenciar.
―¿Cómo… cómo has hecho? Pero, entonces, ¿tu hemorragia
interna también…?
K11 estaba perplejo.
―Estoy bien. Hace una hora que la he parado.
!90
K11 seguía desconcertado. Se tocaba la cicatriz como si hubiera
presenciado un truco de magia.
―¿Cómo haces…? ¿Todos lo hacéis? Me parece increíble.
―No todos los desmodos tenemos esta habilidad. La llamamos el
Ánima îre ―respondió ella.
De pronto la notó algo apática. Mejor aparcaría el tema. Sin
embargo, no dejó de frotarse la piel cicatrizada, como si fuera la lámpara de
un genio.
Addaia puso entre los dos una bolsa plateada que transportaba al
maltrecho Parvus. El accidente le había causado múltiples averías.
―¿Podrás arreglarlo?
―Creo que no tiene el cerebro dañado. Dedicándole un poco de
tiempo seguro que lo pondremos en marcha de nuevo ―conjeturó Addaia.
―No me cae bien, pero me da pena verlo así. Puedo echarte una
mano. Además de en seguridad, en Tera trabajaba como mecánico robótico.
―Gracias… gracias también por sobrevivir al choque y ayudarme
―Addaia esbozó media sonrisa.
K11 se puso nervioso al tenerla tan cerca. Poseía unos genuinos ojos
que a veces le parecían ocres, a veces azules y a veces una mezcla de ambos.
Unas pestañas larguísimas los decoraban, dándole una mirada tierna y
seductora a la vez.
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―¿Qué ha pasado con la nave? ¿Por qué nos hemos estrellado?
―preguntó cambiando de tema.
―Creo que los câlîgâtum tienen un perímetro de inhibidores de
naves êvo. No contaba con eso. Se supone que es una base pequeña, ese tipo
de tecnología requiere una estación muy grande y extensa. Debemos estar
muy cerca de ellos, calculo que a unos treinta kilómetros.
―¿Tu padre sigue allí?
―Sí, no se ha movido desde que salimos del Palacio de Salis, siento
su señal más intensa. No parece que le hayan torturado, pero está muy débil.
Al menos sigue vivo de momento… ―suspiró.
―Es sorprendente que puedas hacer todo eso y sentir todas esas
cosas; jamás había conocido a nadie igual.
―Los desmodos somos seres espiritualmente muy avanzados. No
dependemos tanto de la tecnología, nuestro cerebro contiene todo lo que
deseamos hacer con nosotros mismos y con los demás. Nuestros
pensamientos son armas poderosas. Vosotros aún no habéis aprendido a
sacarle partido a vuestro potencial interior, más bien parecéis haber
involucionado. Habéis dejado de lado lo realmente importante, que son los
sentimientos, los pensamientos, para dar paso a lo artificial ―continuó―. De
cualquier modo, dentro de mi mundo… soy también un poco especial.
K11 entendió solo la mitad de sus palabras. No obstante, ahora los
desmodos dejaban de parecerle criaturas frías y amenazadoras. Eran
terriblemente bellas y fascinantes. Se sintió abrumado por el aura que
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envolvía a Addaia, le parecía una criatura increíble, ningún ser humano le
había atraído tanto jamás. Miedo y atracción. Se sintió débil y fuerte a la vez.
―Necesitamos cambiarnos, limpiarnos un poco y ponernos ropa
limpia y seca ―dijo ella.
K11 tragó saliva.
Addaia graduó la luz de las paredes de la tienda oscureciéndola hasta
casi solo apreciar sus siluetas y se despojó de todos sus ropajes de espaldas a
él sin ningún tipo de pudor. K11 quedó petrificado. Se olvidó por un
momento de su propia desdicha y el entorno mortal que le envolvía. Solo
podía recorrer con su mirada la espalda desnuda perfectamente moldeada de
Addaia. Sus firmes nalgas apoyadas en el suelo… Notó un impulso
irrefrenable en su entrepierna y se avergonzó.
―No te preocupes, es natural. Quítate la ropa, K11, tú más que
nadie debes protegerte del frío.
―¿También sabes leer la mente? ―le preguntó sonrojado.
―No, pero no me hace falta ―volteó la cabeza para mirarle y
sonreírle―. ¿Quieres que te ayude?
Tras oír su proposición corrió a darse la vuelta y hacerlo solo.
Addaia no pudo evitar reír entre dientes.
Ella solo había amado a una sola persona durante un largo milenio,
no conocía nada más. Nunca había visto a ningún otro hombre como tal.
Tampoco se le habría pasado jamás por la cabeza que acabaría en una
situación así, compartiendo intimidad precisamente con un humano. Eso no
!93
evitaba que fuera consciente de su belleza. Cuando le llegaba el suave
perfume de los cabellos castaños de K11 no podía evitar que le subiera cierto
rubor, como cuando aún era humana y tenía dieciséis tiernos años. Se sentía
extraña con esas sensaciones.
El dolor se instaló de nuevo en su corazón, pensó en su amor
perdido, Arcadi… le había amado tanto que se había consumido sin él. Al
igual que su padre, tenía que admitir que con el paso de los siglos se había
vuelto algo insensible. Retenía sus sentimientos demasiado a menudo,
escondidos tras una capa de polvo acumulada durante años.
K11 la sacó de su sopor.
―Qué frío ―murmuró.
―Ponte junto a mí, emanaré calor de mi cuerpo para calentarte.
K11 se acercó a ella envuelto en su futón. Nunca había estado tan
cerca de una mujer; en su sociedad, sus vidas eran prácticamente doblegadas
al más absoluto celibato. Las drogas suplían los placeres carnales. Y pese a
que algunas mujeres le habían atraído, nunca había intimado con ninguna.
Por miedo o por asco algunas veces. Las humanas laboristos carecían
totalmente de higiene o modales y las civitanig no mostraban ningún tipo de
interés en los hombres. Se avergonzó de su inocente virginidad. Addaia era
una mujer fuerte, experimentada y libre de pensamiento, increíblemente
atractiva.
―¡Qué caliente! Estás ardiendo ―exclamó, intentando distraer su
mente.
!94
A Addaia le agradaba particularmente la voz de K11, esos tonos
graves, su sencillez al hablar, las vibraciones en cada timbre. Se acurrucó un
poco más, sus músculos firmes y vivos la envolvieron, notaba cada tensión de
sus fibras al moverse. Era una delicia ver su piel delicadamente tostada, suave
y caliente moverse. Toda una tentación…
Addaia echó mano a su mochila y escarbó dentro, sacó un pequeño
recipiente cerrado herméticamente. Puso mala cara.
―Qué ocurre ―espetó K11.
―Solo se ha salvado uno.
―¿Uno, un qué?
Addaia le miró sin saber qué responderle. Era su única dosis de
cruor, ¿de qué iba a alimentarse hasta llegar a la base enemiga? Tardarían un
mínimo de dos días en cruzar las montañas; con una sola dosis no tenía ni
para comenzar, sobre todo teniendo en cuenta el esfuerzo físico y los
peligros que entrañaban aquella descabellada hazaña.
K11 tragó saliva.
―¿Con eso te alimentas? ―preguntó curioso.
―Sí ―respondió.
K11 comenzó a preguntarse cuán grave sería el hecho de que solo
quedara uno, y Addaia se planteó cómo podría alimentarse con una sola
dosis, ya que necesitaba un mínimo de cinco o seis. Nunca había pasado
tanto tiempo sin comer; no conocía sus reacciones llegado ese límite y
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todavía menos estando en compañía de un humano… no quería ni pensar en
ello.
Abrió el pote con sumo cuidado para no derramar nada. K11
percibió el olor a óxido enseguida. Observó el brebaje intrigado, una masa
entre líquida y gelatinosa, de un rojo tan oscuro que casi podría ser negro.
Addaia pareció dudar en tomar la dosis.
―¿Te da vergüenza?, ¿no quieres que mire? ―preguntó K11.
―¡No me importa! ―respondió con orgullo mientras posaba su
boca despreocupadamente.
Deglutió solo un poco. Cerró sin vacilar.
―Te has manchado ―dijo K11 pasando un dedo por la comisura
de sus labios, ensuciando sus dedos de falsa sangre.
―¡No! ―Addaia reaccionó agarrándole la mano con cierta
agresividad―. Tengo que tomarme hasta la última gota. ―Le miró
fijamente―. Lo siento ―susurró apenas. Y pasó su lengua ardiente entre los
dedos de él, rozándole con sus afilados colmillos, erizando la piel de K11
hasta el extremo.
―Esto va a matarme ―suspiró―. Eres tan dulce y atrevido que
podría perder la cabeza. ―Addaia entrecerró los ojos en un estado de medio
éxtasis.
K11 todavía observaba sus dedos con estupor. Se sentía tan
colapsado por el miedo y la atracción brutal que sentía hacia ella ardiendo
!96
entre sus piernas, que no sabía cómo reaccionar. Quería abalanzarse,
abrazarla, besarla. Desechó la idea.
Addaia presentaba una imagen de aparente fragilidad. Parecía más
joven que él, de menor altura y constitución más débil. Sin embargo, era
consciente de que su propio cuerpo fuerte y ancho de espaldas, entrenado día
y noche, no tenía nada que hacer contra un desmodos. «Si ella reacciona mal,
jamás lo contaré», pensó. Tragó saliva.
―¿Estás bien? ―le preguntó Addaia, preocupada por la expresión
de su cara―. Tú también tienes que alimentarte.
K11 se sobrepuso a la provocación como pudo y miró dentro de su
mochila disimuladamente; algunas cosas parecidas a alimentos humanos
reproducidas en el recopilador desmodos aparecieron.
―Espero morir antes de frío que por envenenamiento ―titubeó al
verlas.
―Ya estamos… Sé que tienen una pinta extraña, pero llevan todos
los componentes básicos que necesita tu cuerpo, deja de quejarte ―le
regañó.
―¿Puedo hacerte una pregunta personal? ―preguntó él de súbito.
―Claro.
―¿Qué edad tienes exactamente?
Se quedó pensativa mientras se peinaba con los dedos sus largos
cabellos negros.
!97
―Tenía dieciocho años cuando mi vida humana acabó. Llevo mil
doscientos ochenta y ocho años con el mismo rostro, el mismo cuerpo… Lo
único que crece en mí es… digamos el interior.
K11 se imaginó a sí mismo viviendo todo ese tiempo; ¿realmente
alguien era capaz de vivir tantos años? Si tenía que ser en su planeta natal,
desde luego no. Tera era un nido de serpientes. La facción Civitanig a la que
él pertenecía era de lo poco sano que quedaba en el planeta. El Credo
Industrial había acabado absorbiéndolo todo. Luchó con sangre y sudor
durante años para abrirse camino, aprendió, peleó y estuvo a punto de morir
varias veces. Sus cicatrices eran testigo de ello. En ocasiones la vida allí perdía
su sentido. Era un extraño en un mundo cruel para el cual nunca estuvo
preparado. Decidió partirse las piernas si hacía falta para poder conseguir
alguna meta que le devolviera algún tipo de cordura y equilibrio a su vida.
―Yo no podría vivir tanto tiempo… ―pensó en voz alta.
―Todos podemos, si tenemos a los que amamos cerca.
―Tú tienes a Samuel ―dijo K11, acto seguido frunció el ceño
como si le costara continuar―. Antes no quise decir nada, pero… yo una vez
tuve algo parecido a una familia.
Addaia le miró intrigada.
―No entiendo… dijiste que no se os permitía tenerla en vuestro
mundo… ―Notaba que le costaba mucho hablar sobre ello. Probablemente
no lo habría hecho antes de ese día.
―Cuando era un bebé, no sé por qué demonios, dos laboristos se
empeñaron en adoptarme y criarme aun con las advertencias de todos los
!98
que les conocían. Un día, cuando tenía alrededor de seis años, aparecieron
unos hombres con los uniformes del Credo. Se los llevaron a la fuerza
pretextando que solo iban a interrogarles. No volvieron nunca jamás y me
internaron nada más llevárselos. Años más tarde me enteré que habían sido
torturados y expuestos como ejemplo para los demás. Desaparecieron sin
más, no los volví a ver y me sentí totalmente perdido. Internado, me
obligaron a acatar sus frías normas durante años. «Saneamiento», lo llamaban
ellos. Produce para vivir. Consume para liberarte. Trabaja y sé servil. Hasta que
conseguí por fin salir de allí ―siguió hablando cabizbajo, sus preciosos ojos
verdes rasgados se entrecerraron llenos de dolor―. Te lavan el cerebro, te
hacen creer que aquello que has vivido no es bueno, pero yo solo podía
recordar el olor de los cabellos recién lavados de mi madre cayendo sobre mi
cara, los dedos anchos y fuertes de mi padre asiéndome para jugar a volar.
Para mí fueron seis años de felicidad, los mejores de mi vida, y de golpe todo
se volvió oscuridad. Era como si solo hubiera deseado la muerte desde
entonces, o la muerte de aquellos que se los llevaron. Viví teniendo la
esperanza de que volvería a verlos de nuevo algún día. Ahora tengo claro que
ya estarán muertos.
Addaia observó cómo se le enrojecían los ojos, la enorme rabia
contenida parecía no permitirle llorar. El fuego se arremolinaba en torno a
sus palabras. No podía evitar sentir también el desasosiego de todos aquello
por lo que debía haber pasado. Comprendía su amargura, el sentimiento de
pérdida, la confusión… Se sintió identificada con él, además de darle cierta
envidia la facilidad con la que abiertamente mostraba sus emociones.
!99
―Luego fue cuando entré a formar parte de la facción Civitanig
―continuó―. Alejados lo máximo posible del Credo, rechazamos drogas e
injertos artificiales. Somos muy pocos, pero podría llamársele hasta familia.
Hasta ahora Addaia no se había fijado bien en sus labios. Eran
carnosos, de un maravilloso tono rosado, con unos dientes blancos
perfectamente alineados. Mientras hablaba, no podía evitar quedarse
hipnotizada. ¿Era posible que le atrajera tanto? Al verle por primera vez ni
siquiera se había fijado en su físico y ahora se sentía abrumada por locos
pensamientos.
―¿Hola?
―Sí… ―respondió, un poco desconcertada.
K11 había notado su mirada perdida y ahora sus mejillas se habían
puesto rojizas como si la hubieran cazado haciendo algo malo.
―¿Estás…?
―Descansemos ―le interrumpió acalorada antes de que acabara la
frase―. Estamos agotados. Ha sido un día muy largo y tenemos que dormir,
al menos unas horas, antes de continuar. ―Le dio la espalda secamente y se
tendió en el futón.
K11 se encontraba ciertamente sorprendido. Se tumbó junto a ella y
se puso a reflexionar sobre todo lo acontecido, que no era poco, antes de caer
en un profundo y reparador sueño.
!
!100
El amanecer no les cogería por sorpresa. Aquella cara de Caelus
Sidus era fría y oscura como una cueva. La estrella principal de su galaxia
alumbraba aquella zona cada cuarenta y dos años. En la otra cara del planeta,
su Sol, de encontrarse un poco más lejano, podría haberse confundido con
una estrella más en el firmamento. La sensación de ocaso permanente era
perfecta para la raza desmodos, que no soportaban la intensidad lumínica.
La capital desmodos y el Palacio de Salis se emplazaban
estratégicamente en los polos del planeta, donde la luz diurna era casi
permanente; en cualquier caso, la fría noche se instalaba durante veintiún
años por el efecto del peculiar eje de rotación de su planeta, durante los
cuales permanecían retirados dentro de edificios y estructuras ya preparadas
para tal fin.
Addaia sabía que por lo menos les quedaba un día y medio por
cruzar a pie aquel angosto paraje hasta encontrarse con la planicie donde se
encontraba la base câlîgâtum. Habían comenzado a ascender hacía un par de
horas por las escarpadas montañas de hielo, de abruptas pendientes difíciles
de atravesar, asediados constantemente por feroces vendavales. Solo gracias a
sus trajes y calzado era posible aquella travesía medio suicida.
Apenas le quedaba media botella de su única dosis de cruor y
comenzaba a sentir una sed acuciante. Sobre todo cuando K11 se acercaba
demasiado a ella y notaba su particular olor a humano. La ansiedad
comenzaba a consumirla por dentro.
«Tengo hambre», pensó.
―No veo nada con este traje, se me empaña todo ―farfulló K11
detrás de ella. Apenas le oía con el fuerte ruido de la ventisca.
!101
―¡Prueba a respirar por el tubo rojo! ―gritó
K11 la miró y asintió, pudo percibir el cansancio en ella. Caminaba
más pesadamente que el día anterior.
―¡Pareces agotada! ―chilló K11
―¿!Qué?!
―¡Agotada! ¡Que pareces muy cansada!
Addaia jadeaba levemente.
―Estoy perfecta, no te preocupes ―agarró su brazo y señaló hacia
una de las descomunales montañas que se recortaban en el horizonte.
―Cuando lleguemos allí podremos descansar y montar la tienda ¿De
acuerdo?
K11 la agarró de la mano y la ayudó a subir un trecho.
―¡Y yo me quejaba de mi planeta! ―bromeó.
Addaia resbaló tontamente y cayó de rodillas al suelo. Sin querer hizo
resbalar a K11 con ella.
Addaia comenzó a reír a carcajadas.
―Muy bonito ―refunfuñó K11―. Me haces caer y encima te ríes
de mí
Addaia no podía parar de desternillarse y tampoco conseguía
levantarse, eso la hacía reír todavía más.
―Lo siento, lo siento… ―se disculpó.
!102
Cayó sobre él al intentar asirse a las gélidas rocas. K11 notó cada uno
de sus tiernos miembros aplastados contra él. La cogió por la cintura con
fuerza y la puso en pie. Addaia sonreía inocentemente, tan dulce como la
niña que aún aparentaba.
―Qué traviesa eres… ―sonrió K11. «No me habrá oído», pensó.
Addaia le tendió una mano.
―¡Si vamos agarrados será mejor! ―le chilló.
―Pero yo voy delante ―masculló tajante K11 mientras la aferraba y
subía con zancadas fuertes y firmes.
Addaia se sentía reconfortada. K11 era divertido, como una
corriente fresca comparada con la vida aburrida y lenta que había llevado
hasta ahora en palacio. Su manera de hacerle sentir segura le gustaba.
Recordó que pronto no tendría con qué alimentarse y sintió el aguijonazo del
miedo. Él no era consciente del peligro que corría a su lado. Pero la segunda
opción era abandonarle en mitad de la nada a una muerte segura.
!!!!
!103
Tajdo se encontraba en uno de los satélites de Tera. Estaba apoyado
sobre un gran ventanal casi opaco, la luz de la habitación donde se hallaba era
oscura, rojiza, penetrante. Una sala no muy grande, revestida de la misma
roca natural del lugar, tallada finamente y siguiendo las vetas naturales del
mineral. Jugueteaba con un pequeño tubo de cristal entre sus dedos con la
marca de su empresa.
Alguien estaba sentado en una mesa justo delante de él. Tajdo le
lanzó el tubito de cristal. Malmastro lo atrapó al vuelo.
―Es de la mejor que tenemos, pura y cristalina. Pruébela ―dijo
Tajdo.
―Las drogas son para los laboristos. Yo necesito tener la mente
clara y despejada.
Tajdo asintió.
―Aunque no te negaré una botella de ese elikĵiro ilegal que me han
dicho que tienes.
Captó la indirecta enseguida. A Malmastro le disgustaba cualquier
tipo de desobediencia a las leyes o normas establecidas. Le dedicó una sonrisa
nerviosa.
Se aproximó a la mesa donde se encontraba el cacique y se sentó
delante de él, de manera informal.
―Tu industria fármaco-narcótica va muy bien, Tajdo. Cada mes que
pasa tienes más volumen de demanda. Esta nueva droga que has creado está
haciendo que los laboristos se esfuercen y produzcan más rápido. Duermen
!104
menos, trabajan más. Y vienen a rezarnos más a menudo. ―Guardó el tubito
de cristal en un cajón―. Dime, Tajdo, ¿eres fiel al Credo? ―añadió.
―Siempre. Soy servil siempre ―respondió con decisión.
―No hay nada peor que tener una rata traidora y sin fe entre
nosotros. ―Se arremangó las mangas de su oscura túnica repleta de caros
bordados y acercó su gorda y macilenta cara a Tajdo―. No sé si conoces las
costumbres de las ratas, Tajdo. Las ratas se adaptan a cualquier situación, son
ambiciosas, egoístas y no creen en el bien común, roban y comen lo que es
tuyo, ensucian, corrompen… ―añadió―. Yo creo en el Credo, porque soy el
Credo, y tengo el derecho supremo de guiar a nuestras ovejas y defenderlas
de todas las ratas de este mundo.
Entrecerró los ojos y miró fijamente a Tajdo.
―¿Lo ves?
Tajdo asintió incómodo.
Malmastro volvió a apoyar la espalda en su silla.
―Y ahora, cuéntamelo todo.
Tajdo se removió inquieto en su silla.
―Como ya le dije, una de las nueve industrias se está tambaleando.
Ha sido contraria a la guerra y a la opinión del consejo desde el principio.
―Sobrevino un leve silencio, Malmastro aguardaba esperando más.
―Primero quiero saber qué tipo de beneficios directos obtendré de
esto ―se aventuró a preguntar Tajdo.
!105
―¿Aparte de beneficiar a nuestros creyentes y devotos trabajadores?
―Una mueca parecida a una sonrisa cruzó su cara―. Créeme, si una de
nuestras industrias va mal, habrá que buscar a alguien más competente para
hacerse cargo de ella. Yo puedo convencer al consejo para poner a la persona
adecuada.
»En cualquier caso ―continuó Malmastro sin apenas respirar―, la
única industria que está dando problemas actualmente es la energética.
Estamos cruzando una pequeña crisis debido a la multiplicación del gasto de
energía durante la guerra. Sé que Isembard no es una persona belicista y
prefiere perder el tiempo dialogando, sus trabajadores hacen lo que quieren.
¿Hablamos de la misma persona?
Se notaba el sarcasmo en su tono de voz. Tajdo sabía perfectamente
que no solo no le tenía en estima, sino que no le soportaba
―Lord Isembard es un blando ―ratificó Tajdo.
―Me lo imaginaba… ―murmuró Malmastro.
Dirigió la mirada hacia una oscura esquina de la habitación y lanzó
una pregunta:
―Geligio, ¿tú también has tenido contacto con el traidor?
Geligio carraspeó intranquilo. Llevaba rato observando la escena en
silencio, sentado sobre un incómodo sofá negro. Su cara estaba sudada y las
manos le temblaban levemente.
―S…sí… ―contestó dubitativo.
!106
―Ya veo. Entonces hay pruebas suficientes para encerrar a esa sucia
rata. ¿Me equivoco?
―Es un… es un nihilista ―farfulló Geligio.
―Lo sé ―dijo Malmastro satisfecho―. Ahora más que nunca
necesitamos purgarnos del mal. Cualquier amigo de los Kojna Dento debe ser
erradicado de nuestro sagrado consejo fulminantemente ―añadió
enjuagándose los labios de la emoción.
!107
El interior de la tienda era un auténtico remanso de paz comparado
con el caos que gobernaba fuera. K11 había estado reparando a Parvus
mientras Addaia intentaba descansar. No parecía encontrarse nada bien.
K11 bajó el nivel de las paredes lumínicas y se recostó a su lado.
Notó como la respiración de Addaia se aceleraba.
―No te acerques, por favor… ―le pidió.
Su voz era ronca y apagada; rozó la piel de Addaia con sus yemas,
estaba congelada como el hielo. Por un momento se asustó.
―¿Ya no tienes más de esa cosa para beber? ―preguntó K11 algo
nervioso.
―No… ―murmuró ella sin darse la vuelta―. ¿Por qué tu nombre
es un número? ―le preguntó pillándole por sorpresa. Parecía haber estado
pensando en ello.
K11 dudó un segundo.
―No lo sé, siempre ha sido así, una letra o dos, y varios números.
Es la forma de identificar y clasificar a la mayoría de laboristos.
―No me gusta ―respondió Addaia secamente.
Parvus, que había estado desconectado desde la caída de la nave,
estaba encendiendo sus circuitos poco a poco al otro lado de la tienda. Lo
primero que vio fue la espalda de K11, sus juntas chirriaron con
incomodidad. Además, estaba junto a su ama, muy cerca de su ama… con un
traspiés fue a parar entre los dos.
K11 se apartó sorprendido.
!108
Parvus abrazó a su ama mirándole con robótica aversión.
―¡Encima que te arreglo! ―aulló.
Addaia le calmó.
―Parvus, no pasa nada. Estoy un poco cansada. K11 te ha reparado,
no es un buen piloto pero es un gran mecánico; deberías estar agradecido.
K11 lanzo un bufido.
―¡Cómo que no…!
Parvus se acercó a él y le puso una manita metálica sobre su pierna.
Parecía querer hacer las paces, aunque sus ojitos metálicos seguían mirándole
de una manera insidiosa.
―No sé qué pensar… ―espetó en voz baja mirándole con los ojos
entrecerrados.
―Podemos estar contentos ―dijo ella―, Parvus nos ayudará a
llegar antes a la base, le programaremos para que nos guíe por el camino más
fácil y directo.
«Si no consigo cruor pronto, acabaré comiéndome a alguien…», se
dijo.
En realidad, aún le quedaba un sorbo en la botella. No sabía si
tomárselo. Tenía claro que si se la bebía tampoco se sentiría saciada, solo
pensaría en más y más.
K11 la miraba preocupado. No sabía qué hacer. Ella estaba así por
no tener suficiente de aquel líquido gelatinoso del que se alimentaba. A él
tampoco le había quedado mucha comida tras el accidente y también sentía
!109
hambre, pero no como ella. Parecía estar en un estado febril. Esforzándose
en exceso.
―Acércame la mochila ―le pidió Addaia.
Sacó la botella con sumo cuidado e ingirió el último trago. Repasó
con su dedo las paredes del recipiente chupando hasta el último centilitro.
―Aún quedaba un poco… ―dijo él.
―No lo suficiente ―le miró con cara inexpresiva.
K11 tragó saliva y reunió hasta el último ápice de valor antes de
formular la pregunta.
―¿No podrías tomar un poco de mí?
Los ojos de Addaia fulguraron.
―¿Sabes lo que estás diciendo? ―contestó con un tono de voz más
áspero y grave de lo habitual―. ¿Crees que esto no es serio?
K11 notó cómo se le erizaban los cabellos de la nuca. Era una chica
joven y bella, pero… ¿también era un monstruo? El miedo se instaló de
repente en su interior.
―Deberías temerme y no hacerme ese tipo de preguntas… ¿O es
que quieres que te desangre aquí mismo? ―Addaia comenzó a jadear. Su voz
sonaba aún más oscura. Su mente comenzaba a descontrolarse. «Ese olor…
¡Ese maldito olor!».
K11 se quedó totalmente inmóvil y en silencio, aterrorizado. Su labio
inferior comenzó a temblarle ligeramente.
!110
Addaia se imaginó abalanzándose hacia él, para partirle el cuello y
beber hasta emborracharse de líquido rojo y caliente. Volvió a la realidad y
acto seguido se mordió sin pensar su propio brazo salvajemente, mientras
gruñía y se agitaba como un perro loco, salpicando de sangre la cara de K11.
Que no osó ni siquiera mover un ápice de sus músculos, presa del pánico,
detenida hasta su respiración. Parvus corrió a esconderse bajo las mantas.
Addaia pasó de morderse ferozmente a quedarse mirando al infinito
como si estuviera conmocionada… Su tez pálida y sin mácula de niña
inocente estaba bañada de su propia sangre. Recortándose macabros dibujos
sobre su piel. Se recostó exhausta. Sus ojos, idos, hasta que un minuto
después los fijó en K11, que se encontraba inmóvil frente a ella. Blanco
como la nieve.
―Ah… lo siento… ―dijo con su voz dulce de siempre. Fue a
acercar su mano al rostro de K11, este emitió un leve quejido y se apartó de
ella como si acabase de ver una aparición fantasmal.
―Perdóname… perdóname… He tenido que hacerlo…; mi instinto
comenzaba a vencerme. Jamás te haría daño… antes me mataría a mi misma.
Te lo prometo ―se sintió avergonzada.
«¿Se ha mordido para no atacarme?», se preguntó a sí mismo.
K11 comenzó a arremolinar todo tipo de pensamientos. ¿Cómo
podía anteponer su propia vida a la suya? Apenas se conocían… él solo era
un humano de la clase más marginal que podía existir, ni siquiera tenía un
nombre. Ella una respetada desmodos, con miles de años de vida, con
poderes increíbles. ¿Cómo podía siquiera plantearse que su vida valía más que
la suya?
!111
Addaia se desangraba abundantemente por la terrible herida que se
había autoinfligido. Pero no parecía prestarle atención.
K11 cogió su mochila y extrajo unas toallas. Se acercó a ella
lentamente. Addaia solo se limitó a mirarle mientras le vendaba con una de
ellas la herida. Cogió otra y la humedeció levemente. Se dedicó a limpiar con
ternura su rostro totalmente ensangrentado. Ahora le parecía una ingenua
criatura que había estado jugando con fuego y se había quemado, sintiéndose
culpable.
―Gracias ―agradeció ella.
―Me has asustado de veras ―logró decir con voz entrecortada―;
siento haberte dicho eso, no pensé que fuera tan grave.
―Lo es. En el mejor de los casos, si bebiera de ti morirías al
momento, y en el peor entrarías en trance, tu cuerpo herviría de dolor
durante horas y horas hasta acabar muriendo de todas maneras.
―No vuelvas a morderte. Encontraré alimento para ti sea como sea
―le dijo tan seguro de sí mismo como no lo había estado nunca. Addaia era
una joya, una estrella única en el firmamento. Todo lo que había sucedido le
había llevado a dónde estaba ahora, él no había hecho nada más que seguir el
hilo de los acontecimientos, pero… No dejaría que nadie la tocara, nadie. Su
estúpida e inútil vida cobraba sentido justo en aquel instante.
!112
CAPÍTULO 4
Corazones negros
!―Ya queda poco; pronto todo acabará.
―Lo que estás haciendo es abominable.
―No olvides que ellos comenzaron primero. Intentamos convivir, les
ofrecimos nuestro hogar, pero nunca nos aceptaron. Intentaron quitárnoslo y
ahora pretenden arrebatárnoslo de nuevo. Aunque nunca se esperaran que…
!!Aquel lugar era lúgubre y desarraigado como ninguno. Prácticamente
toda la estructura de la base câlîgâtum se encontraba bajo tierra. En la
superficie apenas había instalaciones básicas de rastreo y escudo,
pretendiendo ser indetectables desde el espacio.
Los corredores subterráneos recorrían kilómetros y kilómetros
llegando a bifurcarse en cientos de caminos con finales inciertos.
Una sombra oscura caminaba por uno de ellos. Sus pasos crujían tras
pisar rocas y piedras heladas de berilo. Iba ataviado con lo que parecía un
uniforme negro acorazado, ajado y sucio. Se podía ver el fulgor tintineante de
una hoja metálica que colgaba de uno de sus enganches. Una especie de
!113
cuchillo ligeramente combado y muy afilado. Tenía el pelo negro,
enmarañado. Su rostro era enjuto, surcado de marcas y cicatrices profundas.
Parecía dirigirse apresuradamente hacia algún lugar.
Tras recorrer unos cuantos metros, el túnel dio a parar a un inmenso
espacio abierto de varios pisos de altura. La figura se perdió entre más de una
treintena de seres como él.
Todas las paredes estaban compuestas por mecrametal y roca. Una
construcción ruda, fea e incómoda. No obstante, podía albergar a una gran
cantidad de hombres, como por ejemplo, un ejército inimaginable de
câlîgâtums.
Addaia y K11 estaban en el lugar indicado. Se encontraban
agazapados tras un saliente. Allí en el exterior se podía divisar perfectamente
una especie de antena metálica que sobresalía del hielo. Unos metros más allá,
varios generadores de escudo. Addaia afinó todos sus sentidos. No parecía
haber ningún sistema de seguridad que les impidiera la entrada.
Sentía a su padre… estaba allí, por fin había llegado hasta él. Sin
embargo, aquello no era lo que esperaba. No se trataba de una base pequeña.
Era pasmosamente descomunal. ¿Cómo podía ser posible?
«Él no va a poder acompañarme… Le olerían nada más entrar»,
pensó.
Se giró hacia K11.
―¡Vas a quedarte aquí! ―chilló fuertemente para que le oyera
señalando hacia el suelo―, ¿me oyes? ―aseveró.
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―No puedo dejarte entrar sola ¿Estás loca? Esto es gigante, tiene
que haber cientos de bichos horribles ahí dentro y aún estás muy débil ―se
quejó.
―De veras no puedes venir. No lo entiendes, tienes que esperarme
aquí afuera. Encuentra un sistema para que podamos volver ¡Su hangar!
Encuentra su hangar y quédate observando en el exterior. Parvus irá contigo,
él tiene detectores que te ayudarán y sabré su posición en todo momento.
―¡No me gusta esto! ―contestó disgustado.
―Lo sé. Pero es la única manera. Llegaré hasta mi padre y luego iré
en tu busca. Es una locura pero tengo que sacarle de ahí como sea.
K11 no respondió, se limitó a mirarla con semblante serio y
lamentándose de su débil condición humana. Frustrado por no poder
protegerla y por incumplir todas sus promesas.
―No me va a pasar nada ―le alentó.
Le cogió la mano y la apretó fuerte.
―Voy a volver ¡¿Me oyes!? ―dijo ella nuevamente.
K11 asintió. Le soltó la mano suavemente y sin dejar de mirarle a los
ojos comenzó a alejarse de él. Se dio media vuelta y echó a andar hasta que su
sombra se perdió finalmente en la ventisca.
Miró a Parvus, el pequeño androide no apartaba la vista de donde
ella acababa de desaparecer.
―Vamos, Parvus ―le apremió.
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Parvus le miró y volvió a enfocar la vista de nuevo hacia el horizonte
por donde Addaia había marchado.
―Tienes que ayudarme ―le volvió a decir mientras salía de detrás
del saliente.
Parvus echó a andar tras K11 sin dejar de mirar atrás.
!!
!116
Había varios accesos para entrar a la base câlîgâtum. La mayoría de
ellos estaban vigilados. Cuando se encontraba cerca, Addaia podía percibir
vagamente la presencia de otros aunque no tuvieran ningún vínculo directo
con ella, lo suficiente para poder buscar la abertura más despejada. Se
introdujo ligera y silenciosamente sin apenas oírse sus pasos entre las
sombras. Tenía la genialidad de poder casi mimetizarse con su entorno
cuando la situación lo requería. Una técnica que había perfeccionado durante
años evitando a los aduladores que la visitaban en el Palacio de Salis. Era
triste pero cierto.
De todas maneras, la falta de cruor hacía mella cada segundo en ella.
Era prioritario encontrar abastecimiento antes de nada. En esa condición tan
exánime no podría ni siquiera salvarse a sí misma.
Se acercó a lo que parecía una garita. Dentro había uno de esos
demonios trabajando con su teluris, absorto en su tarea.
Addaia se acercó por detrás y con un rápido movimiento casi
imperceptible le agarró del cuello y clavó sus uñas hasta el fondo,
desgarrándole la yugular. El câlîgâtum cayó instantáneamente al suelo.
Le registró apuradamente sin disimular su ansiedad. Buscaba su dosis
de cruor, rezaba porque llevara una consigo. Encontró un recipiente metálico
más grande de lo habitual. Pesaba, estaba lleno. La abrió con desaforada
excitación. El olor a sangre la impactó; antes de que se diera cuenta ya la
estaba deglutiendo. No era cruor, ¡era sangre humana! que se deslizó a
borbotones por su garganta. Notó como las fuerzas y la calma volvían poco a
poco. Se había bebido más de media botella de golpe. Terriblemente
delicioso… No recordaba la última vez que había tomado sangre original. Se
sintió asqueada por dentro e increíblemente poderosa a la vez.
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Siguió registrándole y encontró un cuchillo combado que se guardó
en un bolsillo. Comenzó a retirarle la ropa sucia y maloliente para ponérsela
por encima de la suya, se cubrió el rostro y el cabello con un harapo oscuro y
mugriento que encontró dentro de la garita.
«Dios, esto apesta», se dijo mientras le sobrevenía una arcada.
¿Cómo podían ser los câlîgâtums tan diferentes siendo de la misma
raza?, ¿cuán grande podía llegar a ser esa dicotomía entre el bien y el mal?
Cuanto más tiempo pasaba, sus acciones más se reflejaban en su propia
apariencia. Con los años derivaban físicamente a su propio estado mental.
Las actitudes positivas hacían que resplandecieran o resaltaban su belleza
exterior. Eran atractivos y perfectos dentro de sus capacidades originales. Por
el contrario, los que elegían otro camino, de naturaleza huraña, perversa o
maligna, desarrollaban formas totalmente repulsivas, gestos agresivos y
facciones animales. Arrugados, sombríos, con colmillos salientes y ojos
negros como el carbón. Tanto que acababan pareciéndose los unos a los
otros, sin discernir hombres de mujeres. Antes de Marso este aspecto oscuro
de los desmodos rara vez ocurría. Tras la destrucción de su planeta, muchos
supervivientes se encerraron en sí mismos y acabaron tomando malas
decisiones. Fue un duro golpe para todos. Pero hoy le estaba quedando claro
que aquella condición estaba en su punto álgido.
Se aseguró antes de continuar que el câlîgâtum que acaba de tumbar
estaba fuera de la vista de otros que pudieran llegar a pasar por allí. Ajustó su
nuevo su atuendo y se adentró en uno de los corredores con todos sus
sentidos agudizados. Notaba algo… tenía clara la presencia de su padre. Era
fuerte e intensa ahora que estaba allí, pero… había algo o alguien que se
!118
interponía, un rastro extraño, familiar, que la turbaba. Intentó concentrarse
en su padre y darse prisa por llegar.
Caminó un par de eternos kilómetros hacia abajo adentrándose en
las cavernas, hasta que se encontró de frente con dos guardias más. No
pareció llamar su atención, pasaron por su lado sin ni siquiera percatarse de
su existencia.
!El túnel excavado en la roca desnuda dio paso a un pasillo mejor
construido, con algunas galerías más pequeñas que se entrecruzaban. Fue ahí
donde comenzó a escuchar un murmullo de voces.
Notaba muchas presencias. Una gran concentración. Decidió seguir
el murmullo, que cada vez era más fuerte; al acercarse se le erizó el cabello.
Dios… aquello era un enjambre… estaba desconcertada. Se subió el harapo
hasta dejar prácticamente solo los ojos al descubierto.
Había mucha más luz al final del pasillo. Se cruzó con varios guardias
de nuevo, sin prestarle atención aparente. Al final, llegó a lo que parecía una
inmensa cúpula subterránea que albergaba a cientos de câlîgâtums reunidos,
quienes entonaban una palabra o nombre al unísono.
Jamás pudo haberse imaginado que fueran capaces de reunir tal
inconmensurable cantidad de efectivos, ¿cómo podían ser tantos? Según le
había contado K11 durante su viaje y por la información que ella tenía, se
suponía que solo eran unos pocos rebeldes. Aquello era mucho, mucho peor
de lo que esperaba.
Se fundió entre la hedionda muchedumbre para pasar desapercibida.
Nadie se fijaba en ella, todos parecían estar concentrados mirando hacia el
!119
mismo sitio, algunos callados en silencio, otros pronunciando aquel nombre
que se repetía… «Cônspectus…, Cônspectus…».
Toda la jauría se silenció de una vez. Addaia echó un vistazo al
frente. Alguien se alzaba en lo alto de una plataforma, estaba de espaldas al
gentío. Vestía una toga negra y blanca como las que se utilizaban
antiguamente en los acontecimientos oficiales de la capital de Marso que
había caído en desuso hacía largo tiempo.
Y entonces habló.
―He venido a confirmaros lo que todos ya conocéis seguramente.
―La figura misteriosa se giró hacia la multitud―. Initu Cîvitâ ha sido
borrada del mapa. Todo desmodos que se encontraba en la capital ha sido
asesinado a manos de la barbarie humana.
Una gran ovación siguió a sus palabras. Como si hubiera sido un
dios el que acabase de hablar.
Addaia no supo discernir bien qué había identificado primero, si su
físico o su voz. Los dos habían cambiado mucho, pero lo supo de inmediato.
Un cúmulo de emociones ―incredul idad, confus ión,
desorientación― la colmaron de golpe, se quedó en blanco por más de
veinte segundos mientras intentaba digerir la realidad. Doscientos años de
soledad pasaron como un soplo por su cabeza, esfumándose como los ecos
de una vela recién apagada. Era él… su amor, su vida, su amante perdido.
Desaparecido en la explosión de Marso, había muerto, estaba segura.
Entonces… ¿Por qué estaba allí? ¿Quién era él? ¿Por qué no la había
buscado? ¿Initu Cîvitâ atacada?
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«¿Qué es todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿¡Por qué?!».
Sin darse cuenta había comenzado a chocarse contra los demás.
Dando torpes traspiés, algunos se giraron a mirarla y se interesaron por su
actitud.
«Tengo que salir de aquí…».
Le faltaba el aire, el dolor había sido insoportable cuando se enteró
de su muerte. Como si le hubiesen arrancado brazos y piernas… En aquel
momento quiso haber muerto con él, acabar con su vida eterna, no merecía
la pena seguir ningún sendero sin su presencia, sin tenerle a su lado. Solo era
una muñeca de trapo, vacía. Su padre, tras largos años, había conseguido
sacarla de aquella agonía. ¿Y ahora era él, Arcadi, quien retenía a Samuel? ¿A
su querido padre? ¡También habían sido amigos desde hacía siglos, incluso
cuando aún eran inocentes niños humanos!
Cayó de bruces al suelo, algunos câlîgâtums hicieron corrillo
alrededor. El murmullo de curiosidad se acrecentó. Logró ponerse en pie
disimuladamente y se concentró en llegar al pasillo desde donde había
accedido. Si seguía así la descubrirían. Se encaminó como si no hubiera
pasado nada y algunos dejaron de mirarla.
Ya en el túnel se escondió en un hueco solitario fuera de la vista de
los demás, arrastró su espalda contra la pared hasta sentarse en el frío suelo,
agarrándose con las dos manos la cabeza, en un intento vano de sostener su
angustia. Nada tenía sentido.
Su viaje la había llevado hasta allí. Sin embargo, jamás pensó que se
encontraría cara a cara con sus recuerdos.
!121
Addaia se asomó por la ventana del tren, le gustaba sentir las ráfagas de viento
en aquella calurosa época del año. Era 1926 y acaba de cumplir dieciséis años. Era una
niña aún, sin embargo ya se sentía mujer. Llevaba su cabello moreno cortado como
marcaba la moda de la época, corto y acabado en pequeños bucles, enmarcando su rostro
ovalado y sus mejillas sonrosadas. Su genuina belleza la aportaban también unos preciosos
ojos grises que, según la iluminación que les llegaba, cambiaban de color.
La locomotora de vapor pasaba por una de las estaciones ya cercanas a la ciudad
de Barcelona. Sabía que estaba cerca también porque esta vez era una estación grande de
hasta tres pisos. Leyó «Villanueva» en una de sus fachadas.
Los prados y las montañas le parecían familiares. No obstante, lo que más le
atraía eran las inmensas playas llenas de arena fina que recorrían todo el litoral.
Dejó de apoyarse sobre la ventana y se sentó bien de nuevo cruzando las manos
sobre su regazo. Llevaba un vestido marfil tejido a mano de seda francesa, con delicados
bordados florales y aplicaciones en ámbar amarillo, que se ajustaba a su cuerpo
maravillosamente, marcando sus curvas adolescentes.
Ella vivía junto a su padre en Montpellier, Francia. Este era su primer viaje
fuera de la ciudad natal. Su cuidadora, Violette, estaba sentada junto a ella en el mismo
compartimento. Le había prometido no separarse de ella durante el mes de estancia en la
casa señorial afincada en un pueblo llamado Sitges, que su bisabuelo Stadpole había
adquirido durante la revolución textil. Violette era una muchacha de corta edad, de
hombros anchos y de cara poco agraciada. Había sido la mucama de la casa desde que
tenía conocimiento.
Estaba impaciente. Su padre Jonathan le había dejado por fin visitar a su
familia residente en España aquel verano. Addaia había sido muy insistente con ello, pese
a las reservas de su padre.
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Su bisabuelo había emigrado desde Inglaterra a Barcelona a mediados del siglo
pasado. Se había dedicado a la industria de la maquinaria, con la que había amasado una
gran fortuna.
Tuvo un solo descendiente, Samuel, el abuelo de Addaia. Aunque este
desapareció cuando Jonathan tan solo contaba con catorce años. Fue entonces cuando
decidió emigrar a Francia y formar una familia.
Addaia no había conocido jamás a ningún miembro de la familia de su padre.
Sin embargo, cada año en la misma fecha recibía una carta desde España. No se la dejaba
leer a nadie y la rompía tras su lectura, sin responder nunca a la misiva. Aunque ella creía
saber de dónde venía… de algún familiar cercano.
Una de las cosas que la empujaban a visitar sus orígenes precisamente era el
misterio y el celo con que guardaba a veces su padre la historia de su parentela. Apenas
sabía nada sobre ellos.
Ahora vivía allí el primo hermano de su padre, casado y con dos hijas. Habían
continuado con el negocio de su bisabuelo, el cual seguía siendo muy próspero. No obstante,
las relaciones entre ellos eran muy distantes, ¿de qué tenía miedo su padre? Además, el
norte de España era un sitio precioso. Le encantaba.
La locomotora volvió a desacelerar, el revisor dio aviso de que esta era por fin su
parada. El atardecer había caído ya; esperaban que alguien hubiera venido a la estación a
buscarlas.
Efectivamente, un carruaje las vino a recoger.
El caserón de la familia se encontraba al final de un camino entre campos y
viñedos. Estaba rodeado por un jardín romántico. Con un pozo de piedra, un estanque y
enigmáticos árboles arqueados. Se respiraba muchísima paz y tranquilidad.
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El día había sido largo tras el viaje, y las presentaciones, el conocer a primos, tíos
y sirvientes, la habían dejado agotada. De todas maneras, antes de ir a la cama decidió
echar un vistazo en plena noche a aquel jardín tan hermoso que no le había dado tiempo
aún de explorar.
Violette dormía ya a pierna suelta, así que bajó sola al patio interior del
palacete, vestida solo con un camisón ligero y una chaqueta larga por encima. Le llegó el
tenue olor a vino almacenado en las bodegas mientras descendía por las escaleras. Dio la
vuelta hasta llegar a la parte trasera de la casa y allí se sentó en un banco de piedra junto
al estanque.
Le entró frío y comenzó a arrepentirse de haber bajado sin la compañía de
Violette.
Las ranas y los grillos estaban en pleno festival de sonidos. Aun así, pudo oír
perfectamente las pisadas, las hojas y hierba seca quebrándose al otro lado del jardín. Se
giró asustada, había una silueta cerca del pozo. Oscura, la miraba.
Salió corriendo como si acabara de ver un fantasma, subió las escaleras
aterrorizada, tropezándose con todo, cerró su puerta con cerrojo, se metió bajo las sábanas
y abrazó a Violette. No volvió a caminar sola nunca más fuera de la casa durante el resto
de los días siguientes.
El sol de la tarde se posaba ya en el horizonte mientras paseaban por la ciudad
de Barcelona, un par de días más tarde del suceso del jardín. No había contado nada a
Violette, se asustaría y la mandaría de vuelta a Francia. Addaia decidió separarse un
momento de su cuidadora. Violette estaba demasiado acalorada y había preferido quedarse
sentada en una de las terrazas de la ciudad en el barrio antiguo. La catedral de Barcelona
se alzaba a más de setenta metros de altura justo enfrente, majestuosa y bella. Addaia no
había podido resistirse a visitarla.
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Era enorme por dentro, con altos arcos góticos perfectamente esculpidos. Le
fascinó la bóveda y la cripta. Aunque no fue hasta que pasó al claustro que se quedó
prendada de ella. En el centro había un pequeño jardín compuesto principalmente por
palmeras y musgo, junto a un estanque gobernado por ocas de plumaje blanco, puro y
hermoso.
Paseaba maravillada en silencio. Absorta en los recovecos arquitectónicos y
naturales de aquel lugar. Cuando se topó con alguien, llevándose un considerable sobresalto.
―Disculpe, señorita ―dijo una voz joven y recia, en un perfecto francés.
Cuando Addaia alzó la vista vio a un chico no mucho más mayor que ella, de
unos diecinueve o veinte años. Resultaba extraño porque llevaba un traje de chaqueta de
lana tejida, muy formal y correcto. Los chicos de su edad solían ir más descuidados. Tenía
una cara atractiva y angulosa, cabello moreno y piel significativamente pálida. Resaltaban
sobretodo sus rojos labios y almendrados ojos de mirada profunda.
La primera reacción de Addaia fue apartarse.
―No, no se asuste, señorita Stadpole. Soy amigo de la familia. ―Le hizo un
gesto con la mano para que no se apartara.
Ella le miró entre sorprendida y asustada.
―¿Puedo acompañarla mientras dure su paseo dentro de la catedral?
―preguntó muy cortésmente―. Una niña tan joven no debería ir sola.
―No estoy sola y no soy una niña ―contestó ella intentando parecer irritada y
no asustada como estaba.
El chico sonrió, se quitó su sombrero y con una reverencia dijo:
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―Tiene razón; además, he sido muy descortés al no presentarme primero. Me
llamo Arcadi Balasch, soy un viejo amigo de la familia.
«¿Viejo?», pensó Addaia.
―Me temo que no nos conocemos, señor Balasch; tampoco he oído hablar de
usted ―le contestó escéptica.
No sabía cómo, pero, de repente, se habían quedado solos en el claustro.
―Hay alguien de su familia que desea conocerla, señorita Stadpole. Aunque
tiene miedo.
―¿Miedo…, miedo de qué? ―le pudo la curiosidad.
Addaia notó la presencia de otra persona cerca de ellos. El chico que acababa de
conocer se giró en dirección hacia la figura recortada en la penumbra.
También era joven, rubio, de ojos azules. Llevaba un traje negro que hacía que
su piel clara resplandeciese. Estaba inmóvil en una esquina, pero en su cara se veía
reflejada la emoción. Los miraba atentamente.
A Addaia aquel rostro le era muy familiar. Recordó los retratos que colgaban de
las paredes en el caserón. Se parecía exageradamente a su abuelo Samuel de joven. Estaba
del todo segura…
―Vamos, Samuel ―le llamó inesperadamente el muchacho moreno―. No
tendrás otra oportunidad más que esta de conocer a tu nieta.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Aquellos dos chicos eran extraños, su voz,
sus gestos, su ropa… «¡¿Mi abuelo?! ¡Si tiene poco más que mi edad! ¡Imposible!», pensó
desconcertada.
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Arcadi percibió el temor en los ojos de Addaia. Posó sus manos suavemente
sobre ella y la sostuvo por los hombros.
―No temas, mi niña, hace tiempo que te observamos. Tu padre nos cuidó
durante muchos años hasta que quiso crear su propia familia y marchó. Lo entendimos
perfectamente y le echamos mucho de menos.
A Addaia le comenzaron a encajar las piezas del puzle que siempre le habían
quedado sueltas, pero aquello sobrepasaba su imaginación.
«¿Desde cuándo me observan? Aquella presencia anoche en el jardín… ¿Por qué
mi padre lo ha mantenido en secreto?». Un huracán de emociones y preguntas la
abrumaron. Se quedó en blanco sin saber qué decir o hacer.
Arcadi miró fijamente a sus ojos y acarició su cabello con delicadeza.
―Eres preciosa, serás tan bonita como lo fue tu abuela.
Samuel dejó de mirarla para centrar su mirada en Arcadi.
―Te dije que no tendríamos que haber venido ―dijo él bruscamente.
Continuaba separado de ellos a varios metros, nervioso. Arcadi se acercó a él.
―¿Qué hay de malo, Samuel? Somos su familia.
―No sabe nada de nosotros, ¿no lo ves? Es mejor así.
Addaia comenzó a temblar, quería saber, pero sentía terror. Deseó por un
momento que la pesada de Violette hubiera venido a buscarla. No obstante, nadie
apareció. Miró hacia la puerta de entrada. Cuando giró la vista de nuevo los dos jóvenes
habían desaparecido misteriosamente. Ahora se sentía confusa. ¡No quería que se fueran!
Miró hacia todos los lados y comenzó a correr por el claustro en su busca. Las ocas
comenzaron a graznar agitadas. Ya no había nadie.
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«¡No! ¡No! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están?».
Se le saltaron las lágrimas, no sabía si de lo atemorizada que había estado o por
la frustración y la rabia que sentía en esos momentos.
Corrió hacia la terraza donde aún estaba Violette medio dormitando.
―¿Qué te pasa, Adda? ―preguntó al verla llegar muy alterada.
Addaia se sumió en el más precavido silencio.
Pasó las sucesivas noches pensando incansablemente en aquel encuentro. No
podía evitar imaginar lo que hubiera pasado si ella hubiera actuado de manera más
valiente; era una cobarde.
Bajó varias noches al jardín sola, pero nadie la esperaba. Temió preguntar al
primo hermano de su padre, por si este la enviaba de nuevo a Francia, aunque parecía no
saber nada al respecto. Y llegó el momento de volver, el verano había terminado. Addaia se
subió de nuevo al tren, sin dejar de darle vueltas a aquel suceso; se juró a sí misma que
cuando llegara a casa no cesaría en su empeño hasta encontrarles. Nunca olvidaría esos
dieciséis años, aquel verano y ese primer encuentro. Sabía que se quedaría anclado en su
memoria por siempre. Y aquel chico… ¿Por qué no dejaba de pensar en él? Arcadi… sus
manos tocándola, su tacto, sus ojos, su voz. Le parecía fascinante, ¿quién era?
El corazón le daba un vuelco cada vez que le recordaba y no sabía por qué.
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No había sitio más sombrío y peligroso que el planeta Tera. Las
ciudades cúpula levitaban gracias al poderoso campo magnético que generaba
su núcleo, llenas de vida mundana, fervorosa, toxicómana y esclavizada. La
maquinaria pesada, las nubes naranjas semilíquidas… Todo eso eran cosas
peligrosas, pero nada podía compararse a una bajada de energía.
Precisamente en ese instante Tera estaba viviendo la primera y más grave tras
la colonización del planeta doscientos años atrás.
Las zonas más pobres o marginales se habían bloqueado con
medidas de austeridad energéticas muy severas y los transportes entre cúpulas
se habían paralizado indefinidamente.
Pero la peor parte se la había llevado una facción de la flota invasora
que se había quedado rezagada en Caelus Sidus, acabando de sofocar lo poco
que quedaba del escaso contraataque desmodos. El gasto de energía era
brutal. Tanto, que cuando acabaron el trabajo no había suficiente para la
vuelta, y tampoco se enviaría más desde Tera, por supuesto. En un ejercicio
más del egoísmo humano, los dejarían a su suerte.
Isembard hacía horas que había comenzado a notar más miradas de
lo habitual sobre su persona. Había una nueva reunión de emergencia en La
Ĉambro Principal, sabía que los Nueve estarían allí esperándole y le pedirían
explicaciones. Algo que ya deberían saber, por los sucesivos informes que
enviaba semanalmente. «Pero como siempre… nadie quiere ver lo que no
desea ver hasta que ya es demasiado tarde».
¿Qué esperaban?, ¿que los problemas se arreglaran sin más cuando
todo se estaba degradando? La codicia del resto de las industrias le asqueaba.
Se alimentaban del miedo y de la miseria humana. Él al menos procuraba
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tratar a sus trabajadores con cierta dignidad. Algunos morían, sí, pero eran
efectos colaterales que no podía evitar. Pangea era un planeta muy inestable.
Dejó de darle vueltas cuando las luces del pasillo por donde
caminaba se apagaron, quedando completamente a oscuras. Esta vez el corte
duró más de treinta segundos. Demasiado. Los burgueses que se encontraban
a su alrededor murmuraron, algunos asustados, otros se quejaron.
Se oyó un estruendo que recorrió como un eco todas las paredes de
plastometal, seguido de varios gritos ahogados. Isembard sabía que
desgraciadamente uno de los sectores más miserables y prescindibles se
habría descolgado. La tecnología en Tera vivía enteramente de grandes
cantidades de energía que provocaban una inmensa fuerza gravitacional que
repelía el campo magnético de su planeta; si este dejaba de actuar caían en
picado sin piedad. Eso significaba al menos un millar de víctimas despedidas
al gas naranja y mortal del planeta.
Todo por no querer invertir en nuevos recolectores de energía
voltaica en Tera. Sus propias tormentas no eran nada despreciables. Sin
embargo, las instalaciones en Pangea ya existían «Entonces para qué invertir,
¿no?, ¿para qué?, para qué, si puede morir gente, y eso no cuesta nada».
Su angustia se exacerbaba por momentos, ¿adónde iban a evacuar a
los millones de personas que residían en los núcleos más pobres si la
situación se agravaba? Los satélites estaban colapsados y las estaciones
espaciales también. Con el tiempo, además, si no se buscaba una solución,
todos correrían la misma suerte. Los satélites se acabarían enfriando y las
estaciones se apagarían como una vela.
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Pese a que su sol estaba demasiado lejano y no calentaba lo
suficiente, el núcleo del planeta Tera despedía muchísimo calor, justo en esa
franja óptima estaba situada la inmensa ciudad. Aprovechando al máximo
esas condiciones idóneas que no se daban en ningún lado más, pero
soportando altísimas presiones y vientos que con la terraformación apenas
habían podido aplacar.
Si no podían sostenerse no servía de nada, morirían como insectos
en una trampa mortal.
Llegó a la entrada de La Ĉambro Principal. Había más seguridad de
la normal, dos guardias se apostaron en la entrada tras su paso.
Una vez dentro se sentó en su lugar habitual delante de la gran mesa
negra. Los otros ocho la rodeaban. Se sintió inquieto. Sin embargo, sabía que
lo había hecho lo mejor posible, no tenía nada que recriminarse, había dado
su vida a aquella empresa, toda su vida entera. Y no iba a dejar que nadie le
dijera lo contrario.
Observó a Geligio, no tenía buena cara. Se le veía tenso y nervioso,
pálido como la cera, parecía a punto de vomitar. Tajdo miraba la nada
abstraído, sin centrar la vista en ninguno de los asistentes, repiqueteando en
la mesa con uno de sus famosos tubitos de cristal. Le miró fijamente durante
varios minutos, pero este no le devolvió la mirada. Isembard se maldijo a sí
mismo por no haberse metido un chute antes de entrar, realmente lo
necesitaba. Esas actitudes no presagiaban nada bueno.
Por supuesto fue Malmastro la voz cantante de la reunión y el
primero en hacerse notar, parecía estar deseándolo.
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―¡Bienvenidos, camaradas! ―dijo alzando la voz como era peculiar
en él―. Todos estáis aquí por una simple razón, uno de nosotros está
saboteando nuestra misión y traicionando nuestras creencias ―continuó.
Estaba claro que quería ir al grano. Isembard se removió intranquilo
en su silla. Algunas miradas furtivas se le cruzaron.
―¡Nuestra misión!, ¿alguien puede decirme de qué se trata, qué es lo
que hacemos aquí? ¿Eh?… ¿Alguien? ―preguntó Malmastro a todos los
asistentes sin obtener respuesta. El silencio que recorría la sala era sepulcral.
―¡Yo os lo diré!, ¡cuidamos a nuestras ovejas!, les damos de comer,
les damos un objetivo, valores y cobijo. Sabéis que sin el Credo no seríamos
nada, ¡nada! ¿Y qué pasa cuando nos centramos en cosas más grandes y
obviamos los detalles más pequeños? ―Hizo una breve pausa―. Que
nuestra madriguera se nos infecta… poco a poco, y acabamos perdiendo lo
más grande. ¿Lo entendéis?, ¿¡entendéis lo que os estoy diciendo!? ―Puso
gran énfasis en esta última frase con su teatro habitual, torciendo tanto el
gesto que parecía un esperpento y señalando a varios de los asistentes como
si fueran tan culpables como el propio traidor.
El nivel de preocupación de Isembard sobre su persona crecía
exponencialmente.
El resto de la mesa se agitó incómoda.
Alguien chasqueó los dedos y el rumor de los zapatos de los guardias
llegó hasta Isembard, escuchó cómo se le acercaban por la espalda.
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―Isembard, ¿tienes algo que alegar? ―Esta vez Malmastro se
dirigió a él particularmente.
―¿De qué se me acusa? ―respondió severamente. Dejó de mirar a
Malmastro y dirigió su atención a Tajdo. Este se retrajo en su silla.
―La mala organización de tu industria está causando estragos en
nuestra estructura social y centenares de bajas incalculables. Sin contar con el
gasto económico de reparación y mantenimiento generado por tus malas
funciones. ―Entrecerró los ojos como si llevara largo tiempo esperando ese
momento―. Varias fuentes me comunicaron tu falta de fe en nuestro Credo,
críticas hacia nuestras costumbres e historia, eso explicaría todo lo que está
pasando ahora mismo… Por si esto fuera poco, no es de extrañar que haya
llegado hasta mis oídos que has mantenido ciertos contactos con… esos
seres infames chupasangre.
Un murmullo exaltado recorrió toda la sala. Algunos
desconcertados, otros ya lo esperaban y asentían con la cabeza dando apoyo a
las duras palabras de Malmastro.
Isembard palideció por completo. Comenzó a brotarle un sudor frío
por todo el cuerpo. De repente notó una angustia exagerada en el estómago y
un cosquilleo que le subía desde las piernas, el miedo se apoderó de él. Los
nervios le traicionaron y su instinto le hizo salir disparado hacia la puerta. Al
segundo de levantarse recordó que los guardias estaban justo detrás de él para
detenerle, pero ya era demasiado tarde. Lo atraparon, apretando sus garras
como una abrazadera imposible de soltar. Isembard se revolvió desesperado.
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―¡Es una trampa! ¡Me habéis tendido una trampa! ¡¡Soltadme ahora
mismo!!
―Solo las ratas caen en las trampas, Isembard. Si hubieras
mantenido la calma quizás te habríamos creído, pero está claro que tienes
muchas cosas que ocultar.
―¡Cállate, gordo de mierda! ¡No sabes ni lo que dices! ¡Todo se va ir
al traste! En menos de un mes estaréis todos allí en el fondo, ¡nadando en
metal líquido! ―Intentó señalar hacia abajo sin resultado, preso de la furia―.
Hace tiempo que ya no hay vuelta atrás, ¡castigándome no arreglaréis nada,
sois así de ignorantes y estúpidos!
El cacique se mostró horrorizado. Jamás nadie le había insultado y
mucho menos en público.
Isembard continuó escupiendo por su boca.
―¡Chupáis y chupáis del bote, y cuando no queda más buscáis un
culpable y no sois más que vosotros mismos! ―exclamó fuera de sí, sin dejar
de intentar zafarse de quienes le apresaban.
Los guardias lo arrastraron hasta la puerta mientras gritaba.
―¡Ningún Credo ni ninguna droga os salvará de vuestro
egocentrismo! Millones de personas morirán de nuevo hasta extinguir por
completo nuestra especie. Lo único que vais a conseguir matándome es
acelerar el proceso. ¡Sois la vergüenza de nuestra raza!
―¡Sacadle de aquí! ¡Sacadle de aquí! ―ordenó Malmastro
visiblemente afectado.
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Tiraron de él hasta que la puerta se cerró de un fuerte portazo; la
câmbro quedó sumida en el más aterrador de los silencios. Casi todos
miraban hacia el suelo con el ceño fruncido y otros habían enrojecido por el
suceso. Jamás se había presenciado ofensa igual en la sala.
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Addaia estaba derrumbada. No sabía cómo demonios se habían
desarrollado las cosas de esa manera. No lograba concentrarse, todo estaba
resultando muy estresante. La cuestión es que su padre seguía preso, y pese al
dolor terrible de cabeza que sentía en ese momento, hizo acopio de toda su
fuerza de voluntad para continuar y no quedarse agazapada en un rincón
llorando desconsoladamente… Estaba muy cerca. Podía notar el aura de su
amado padre tan cerca… «¡Maldita sea!»
Se incorporó y subió por unas escaleras que daban a otra galería, esta
vez más estrecha. Aquella zona era un complejo sistema de túneles
subterráneos tallados en el subsuelo de Berilo, dando un lustre vítreo a las
paredes. Notó más presencias a su alrededor, alguien la estaba siguiendo.
Lamentablemente parecía haber llamado demasiado la atención con su escena
de antes y le andaba detrás. Se escondió en un oscuro recoveco esperando a
que pasara. El câlîgâtum miró hacia todos lados buscándola despistado y giró
por otro camino.
Detrás de ella había una puerta, escuchó perfectamente varias voces
que provenían de su interior; era muy extraño porque no había notado
presencias dentro de la habitación. Entreabrió la puerta y echó un vistazo
rápido disimuladamente.
El olor a humano le llegó inmediatamente en una ráfaga de hedor
inmundo. Había como media docena de ellos estirados en camas, sucios,
algunos parecían dormir, otros hablaban. «¿Qué demonios hacen aquí?»,
pensó mientras escuchaba atentamente lo que decían entre ellos.
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―Me han dicho que una vez convertidos Cônspectus nos visita a
cada uno de nosotros personalmente, ¿será cierto? ―dijo uno de ellos, de
pelo canoso y piel arrugada, parecía muy cansado.
―Eso sería antes, ahora somos muchos queriendo transformar, y
más que van a llegar…
―Sí, pero nosotros ya hemos dado mucha sangre, seremos
especiales, lo sé; ya lo verás ―dijo otro más joven alzando la mano.
Un tubo de medio centímetro de espesor se hundía en su muñeca.
Addaia siguió el tubo con la mirada. Daba a parar a una especie de tanque.
Por el sistema que había instalado parecía una máquina de drenaje. Su sangre
iba a parar a un contenedor refrigerado, para conservarla fresca y recién
ordeñada. Un robot médico trajinaba de un lado para otro, atareado,
cambiando vías intravenosas y gestionando la extracción.
No daba crédito a lo que veía. No solo los câlîgâtum se contaban por
miles, sino que además… ¡Se alimentaban de seres humanos vivos!, y no
parecían estar retenidos o atados a sus camas sino… ¡Esperando a ser
convertidos! ¿Así había creado Arcadi su inmenso ejército, reclutando
humanos? Precisamente el enemigo contra el que luchaba era el mismo que
se unía a sus filas. ¡Aquello era un sinsentido! ¿Cómo se podía haber llegado a
tal extremo y desde cuándo? ¿Ya sabrían esos pobres diablos que la mayoría
de humanos no salían vivos del cambio? ¿Tan mal se estaba en Fonteius
Sidus que preferían traicionar a su propia raza aun sabiendo que la mayoría
iban a morir después de ser desangrados? Las preguntas se le amontonaron,
formando una pelota en su garganta imposible de deglutir. Aquello era un
descubrimiento tras otro y una desgracia continua.
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Arcadi… Arcadi era el artífice de todo aquel entramado… Pensó de
repente en K11, esperaba por todos los medios que estuviera bien. Si le
desangraban y luego le convertían, no se lo perdonaría en la vida. Ella le
había metido en este nido infecto de maldad. Por su condición de humano
no podía detectar su presencia, pero sí la posición de Parvus, la tenía
registrada en todo momento y no era nada alentadora. Es como si
permaneciera escondido en algún lugar en el interior de la estación. Así que
comenzó a preocuparse seriamente por que los hubieran atrapado.
Se habría quedado a averiguar más sobre aquellos pusilánimes
humanos, pero no podía entretenerse y menos arriesgarse a que la
descubrieran, ahora que alguien la estaba acechando.
Avanzó un poco más, cada vez hacía más frío.
Por fin encontró una gran puerta abierta que daba a lo que parecía
un enjambre de celdas, divididas alrededor de un gran círculo de mecrametal
en el suelo. No había nadie, ni tampoco estaban activados los sistemas de
seguridad, y eso no le gustaba nada. Había demasiada luz, si avanzaba más se
arriesgaba a ser vista fácilmente, pero no parecía haber ningún acceso más.
Así que no le quedaba más remedio que exponerse. Su padre estaba a escasos
metros de ella. Lo percibía.
Avanzó cautelosamente entre las celdas vacías. Fue justo en aquel
instante cuando olfateó a K11, su particular esencia llegó a sus fosas nasales
con sutileza. Lo habían atrapado.
De repente escuchó también su voz.
―¡No sigas! ¡Huye! ―gritó desde alguna parte. Un golpe seco lo
silenció.
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―¡Padre! ¡Padre! ―chilló Addaia desesperada; había sido
descubierta.
No obtuvo respuesta. Intento escapar por donde había accedido.
Apenas llevaba recorridos unos metros de túnel cuando cinco câlîgâtums
aparecieron delante de ella entorpeciendo su paso.
Al primero que se acercó le asestó una patada en el estómago que lo
lanzó duramente contra la pared. Las descargas rojo púrpura provenientes de
sus têlumn no tardaron en aparecer, graduadas en menor intensidad para no
dañar los túneles y provocar con ello un derrumbamiento que los mataría a
todos. Addaia las esquivó hábilmente. Sacó su cuchillo combado con destreza
y se abalanzó sobre ellos como una leona a punto de dar caza a su presa.
Algunos câlîgâtums retrocedieron temerosos, no esperaban que
tuviera tanto poder. La acción apenas duró unos segundos. Dos de los
guardias yacían desmembrados en el suelo, los otros dos seguían atrás a la
defensiva. Addaia se limpió la sangre de la cara y comenzó a gritar
enfurecida.
―¡¡¡Devolvedme a mi padre!!! ―vociferó. El eco de su desgarradora
voz recorrió todos los pasillos de la base.
Con la cara desencajada, se volvió hacia atrás. Ahora eran más de
veinte los que venían a por ella.
―¡Vamos, vamos, miserables! ―les conminó.
Los câlîgâtums la rodearon, estaban ansiosos por atraparla. Se
reflejaba en sus asquerosas caras. Nadie disparaba ya sus têlumn. La querían
viva.
!139
De repente se abrió un pequeño pasillo entre ellos. Dos câlîgâtums
aparecieron cuchillo en mano, amenazando con cortarle el cuello a K11.
―Sucia puta, si te mueves lo mataremos ―dijo el que sostenía el
cuchillo con voz áspera.
K11 no entendía nada de lo que hablaban, pero aun así suplicó:
―¡Addaia, por favor, recupera a tu padre y sal de aquí! No dejes que
estas bestias te atrapen por mi culpa!
El câlîgâtum de su derecha le asestó un codazo en las costillas. K11
se retorció sobre sí mismo y se clavó más hondo el cuchillo en el cuello. La
sangre comenzó a brotar.
―¡Apestosa lengua humana! ―gruñó uno de ellos.
La rabia y la impotencia se arremolinaron en el interior de Addaia. El
hedor de aquellos seres le llegaba como una bocanada de estiércol. Si no se
calmaba aquello no acabaría bien.
Apretó sus dientes con odio visceral. Dejó caer su cuchillo al suelo.
Varios câlîgâtums se abalanzaron sobre ella y la agarraron
enérgicamente, hasta el punto de que si Addaia no hubiera sido una
desmodos le habrían roto los dos brazos.
―¡Encadenadla! ―ordenó el câlîgâtum a la izquierda de K11.
Se afanaron en apresar sus manos con anillas de mecrametal y sus
dos piernas con argollas del mismo material, apretadas con fuerza.
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―Eres una zorra muy fuerte. Has matado a tres de los nuestros
como si nada. Vamos a hacer que disfrutes del resto del día… ―dijo de
nuevo el câlîgâtum de la izquierda tras relamer la sangre que caía del cuello de
K11.
Varias risitas y jadeos contenidos se oyeron recorriendo el grupo.
Addaia les gruñó rabiosa enseñando sus brillantes colmillos blancos.
No parecía ella. A K11 aquella cara le recordó el momento cuando se mordió
a sí misma. Aunque todavía más temible y salvaje.
El câlîgâtum bajó su daga del cuello de K11 y la señaló con él.
―Me da igual quién eres o de dónde vienes. Te acabaremos
cortando la cabeza y nos la quedaremos como trofeo, no sin antes degustar
tu cuerpo lentamente. ―Después miró a K11―. Y a este humano inútil nos
lo vamos a zampar ahora mismo ―sonrió burlonamente―, delante de ti.
Addaia forcejeó incansablemente intentando liberarse, mientras
bufaba y gritaba totalmente fuera de sí.
―¡Como le toques un solo pelo te juro que arrasaré la sangre que
fluye por tus venas, jamás habrás conocido sufrimiento igual! ―le amenazó.
Todos se pusieron en tensión, ansiosos, algunos comenzaron a
tocarla indecorosamente. El câlîgâtum que poseía el cuchillo comenzó a reír a
carcajadas. Sin dejar de mirarla a los ojos dijo:
―Creo que tengo hambre.
!141
Mordió el cuello de K11, clavando fuertemente sus colmillos en él y
sorbiendo su sangre sin piedad. Este chilló amargamente retorciéndose de
dolor. Con su débil fuerza no podía hacer nada contra aquellos seres.
―¡No!, ¡no! ―Addaia no cejaba en sus intentos por liberarse de sus
ataduras, sin conseguirlo. Aquello había sido un absoluto desastre. Morirían a
manos de aquellos monstruos. «Estoy tan cerca de mi padre…», pensó. Le
dolía en el alma pensar que no volvería a ver a Samuel ni sabría de su destino.
Cuando K11 estaba a punto de exhalar su último suspiro, el
câlîgâtum que se lo estaba comiendo salió disparado en el aire; su cabeza se
estampó contra el duro techo de berilo y cayó muerto en el suelo
instantáneamente. Todos se apartaron asustados. K11 se desparramó en el
suelo como un trapo sucio, inconsciente.
Una alta figura emergió de entre las sombras.
Los câlîgâtums se alejaron de Addaia alarmados.
―Cônspectus… ―murmuraron.
Ahora que lo tenía justo delante no cabía duda alguna. Arcadi se
colocó en el centro del corrillo a escasos dos metros de ella con semblante
severo y amenazador.
Seguía siendo terriblemente atractivo, aunque su apariencia había
cambiado muchísimo. Ahora sus facciones eran mucho más duras, pequeñas
arrugas y cicatrices surcaban su piel, arrebatándole parte de su juventud.
Sobre todo sus ojos, esos ojos rojos… antaño fueron de un profundo y
precioso verde.
!142
―Si alguien osa tocar a esta mujer de nuevo… ―Arcadi se dirigió a
todos los presentes con un tono de voz exageradamente grave―. Me
ocuparé personalmente de él ―sentenció.
No hizo falta que dijera nada más para que un evidente miedo
visceral se instalara en sus corazones, si alguna vez tuvieron alguno.
Le temían, más que a nada en el mundo, pero lo peor de todo es que
al parecer también le veneraban.
Arcadi miró a K11.
―Metedle en una celda ―ordenó―. Y a ella limpiadla, dadle ropa
nueva y traédmela cuando os lo ordene.
Addaia le miró enloquecida.
―¡¡Arcadi!! ¿Es que no vas a soltarnos?, ¿vas a dejarle morir?
Arcadi se alejó sin prestarle atención.
―¡¿Qué es lo que eres ahora?! ¡En qué te has convertido!
Su silencio permaneció impasible.
―¡No voy a ser tu ramera!, ¿¡me oyes!?, ¡¡me oyes!!, ¡monstruo,
devuélveme a mi padre!
Arcadi se detuvo un instante. Parecía que iba a contestarle, pero a los
pocos segundos siguió avanzando en silencio.
!143
CAPÍTULO 5
Razonamiento confinado
!Tras el cristal de la habitación donde Samuel estaba encerrado nada
se distinguía claro. Había perdido la noción de los días que llevaba allí
recluido. Sus largas charlas con Arcadi no habían servido de nada, había
intentado disuadirle, hacerle cambiar de idea. Sin embargo, aunque antaño
habían estado muy unidos, todavía no se habían perdonado muchas cosas y
su relación se había desgastado por completo. Tras siglos de separación eran
como un auténtico par de desconocidos.
Sabía que la única que podía convencerlo era Addaia. Su pequeña
niña. Ella que fue arrancada de su humanidad a manos del mismo Arcadi,
con apenas dieciocho años de edad, en contra de los deseos de Samuel.
Nunca se lo había perdonado del todo. Su terquedad y egoísmo le perdían,
consciente o inconscientemente. Tras la catástrofe de Marso creía haberle
dado por muerto, pero se habían acabado encontrando aquí, con el resultado
de verse encerrado sin escrúpulos. Como cebo. Lo tenía claro. Arcadi
esperaba que Addaia fuera en su busca. La conocía muy bien y los dos sabían
que lo intentaría. ¿Hasta cuándo les iba a hacer daño? A ellos, su única
familia, que tanto le habían amado. ¿Qué le había pasado en Marso?, ¿qué le
había hecho cambiar tanto?
Se deslizó una puerta que le despertó de su pesadez. Reconoció al
segundo la figura de Arcadi. Hizo un gesto desdeñoso al guardia que vigilaba
a Samuel para que desapareciera. Parecía de mal humor.
!144
Se parapetó delante del cristal, observándole fijamente.
―Tienes mala cara, Samuel ―espetó―. Pediré que te den doble
dosis para alimentarte.
―No voy a beber más sangre humana ―respondió iracundo.
―Hace mil años la bebías conmigo descaradamente, sin quejarte, de
todo aquel que se cruzaba en nuestro camino; hasta jugabas con ellos. ¿Qué
diferencia hay ahora?
―He crecido, sé ver lo que está bien y lo que está mal.
―¿Y quién marca esos límites, Samuel?, ¿lo haces tú?, ¿te crees con
el poder para juzgar según tu criterio quién da y quién quita? ¿Eres capaz de
sacrificar tu propia vida solo por esos tontos ideales? ―Suavemente
introdujo su mano entre los pliegues de su túnica y extrajo una dosis de
sangre humana. Abrió el cilindro metálico que la contenía―. Esta sangre nos
la dan los humanos voluntariamente. Quieren ser como nosotros y la única
vía es dándolo todo primero, asegurarnos de su absoluta predisposición y
fidelidad ―continuó―. Saben que la sociedad humana jamás les dará
ninguna oportunidad de ser alguien. Solo son usados como esclavos, un par
de manos que trabajan día y noche sin descanso y cuando dejan de servir los
tiran como basura, mano de obra obsoleta. ―Arcadi inclinó el cilindro y toda
la sangre se desparramó por el suelo, salpicando las partes blancas de su
túnica de rojo carmín intenso―. Y es ahí cuando nosotros los recogemos y
les damos un propósito, un objetivo, una mejora. No hay que despreciar lo
que nos es dado.
!145
Samuel no respondió. Se limitó a observarle, a analizar sus palabras y
acciones. En todos los días que lo había tenido cautivo jamás le había visto
tan irascible. Como a punto de estallar.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó Samuel.
Arcadi cerró el cilindro con sumo cuidado y lo ocultó de nuevo entre
sus ropas. Se quedó en silencio.
―¿Es mi hija? ¿Addaia está aquí? ¿Está bien?
―Ella… ―Arcadi apretó sus finos labios.
―Déjame verla; te lo suplico, ¡por favor, Arcadi!
Enfurecido, dio una palmada al cristal que encerraba a Samuel.
―¡No me llames más así, estúpido idiota, ya no uso ese nombre!
¡Arcadi murió en Marso…! ―Su tono de voz era más que intimidante―. ¡Tú
la has puesto en mi contra y tú serás quien la convenza de que vuelva a mi
lado! ¿Me oyes? ―Dio de nuevo otro golpe al cristal―. ¡Nunca quisiste que
fuera mía, siempre te opusiste y cuando desaparecí aprovechaste para
embeberle la mente!
―Sabes de sobra que eso no es cierto. No sé qué te pasó. Pero ten
por seguro que tú te has labrado tu propio destino.
―Si no hablas con ella y la convences, os aniquilaré a los dos. ¿Me
has entendido? ¡No va a haber segundas opciones! ―Grandes dosis de
frustración y furia se concentraban en su voz.
!146
―Sabes que ella no va a aceptar nunca lo que estás haciendo, ni en
qué te has convertido. ¿Por eso no volviste, verdad?
La angustia se reflejaba en la expresión de Samuel, que sentía
compasión por él.
―¡Cállate! ―le gritó―. Estamos a punto de acabar con la plaga de
la humanidad, no voy a dejar que nada ni nadie me distraiga. U os unís a mí o
yo mismo acabaré con vuestras vidas ―le advirtió.
Se giró de espaldas envuelto en cólera. Salió de la estancia dejando
una estela de dolor, plasmada solo en el suelo lleno de sangre.
Samuel se quedó solo en el silencio de su celda; sabía que sus
amenazas eran reales y acabó preguntándose a sí mismo si ya no sería
demasiado tarde para él.
!
!147
Tajdo estaba pálido como la cera de una vela. Se encontraba apoyado
en la mullida butaca de su despacho con la mirada perdida. Aquello había
sido una encerrona.
Su industria fármaco narcótica era la que más beneficios aportaba
actualmente. Fusionándose con la energética temporalmente previó una gran
subida de poder dentro de los Nueve, tanta que esperaba conseguir su propio
satélite en breve. Con el suficiente renombre para incluso quizás virar la
oficiosa supremacía autoritaria de Malmastro hacia él. Aunque aquellos
informes… Se los había releído hasta tres veces, había estado durante horas
intentando comprender el tremendo embrollo que había heredado. No solo
la falla en los sistemas no había sido culpa de una mala gestión por parte de
Isembard, sino que los sucesivos partes que había enviado advirtiendo de una
posible crisis habían sido reiterados. Como el resto de los Nueve ni siquiera
se había molestado jamás en leer nada, ocupado en sus propios asuntos o
esperando que algún otro se ocupase.
Y fue tras darse cuenta de ello que vio claramente no solo su final,
sino el de todos a largo plazo. No obstante, lo peor de todo ello era la guerra
abierta. Si los desmodos contraatacaban… La cosa se pondría mucho más
complicada. Al menos le reconfortaba ser consciente de que el enemigo
estaba totalmente debilitado y el puñado de rebeldes câlîgâtum ni siquiera se
había pronunciado. La guerra estaba prácticamente ganada.
En cualquier caso, su ánimo estaba completamente decaído. «Podría
hablar con Malmastro para que fuera Geligio quien llevara el nuevo cargo
―pensó―. Qué estupidez; Geligio es un pusilánime, ni de broma accedería,
¡todo para nada!, ¡todo este teatro para nada!».
!148
Lanzó su teluris sobre la mesa asqueado. Se recostó en su butaca y
esperó a que aquello se arreglara por sí solo, no iba a mover un dedo. Y
menos todavía invertir todas sus riquezas en salvar las zonas más mugrientas
de la ciudad. ¿Acaso otros lo hacían?
Las luces del despacho tintinearon. Un nuevo estruendo se oyó a lo
lejos; alguna que otra placa de la ciudad se había descolgado.
!149
Addaia estaba encerrada en una habitación vacía. Rezaba porque
Parvus estuviera a salvo. Había apagado su geolocalización. Eso solo podía
suponer dos cosas: o lo habían atrapado y desmontado, o se encontraba
escondido y por miedo a que detectaran su señal la había desconectado.
La habían limpiado y le habían dado ropa nueva. Un suave vestido
blanco de seda vermis, con bordados y encajes transparentes de cristal, de
exquisito gusto. Era precioso, pero parecía como si hubiera sido escogido
previamente para ella. No le gustaba esa idea…
Llevaba su traje dermoadaptado debajo. Con la excusa del frío les
había obligado a traérselo a regañadientes. No obstante, los câlîgâtum sabían
que aquella extraña mujer era especial para Cônspectus y se negaban a
jugársela.
Dos câlîgâtum, las mismas que la habían vestido, probablemente
mujeres, entraron de nuevo.
―Vamos, síguenos.
Todavía llevaba las argollas de mecrametal que aprisionaban sus
manos. Al menos le habían retirado las de las piernas, pero se sentía tan
incómoda que solo un segundo libre de ellas le bastaría para terminar con
esas dos horribles criaturas que la custodiaban.
Se aproximaron a las celdas de nuevo. Addaia lo sabía porque
reconocía el aspecto de las paredes, ya había cruzado aquel túnel justo antes
de que la capturaran. El olor a humedad de las cavernas era penetrante en
aquella zona. Hacía muchísimo frío. Cualquier persona normal moriría
congelada en ellas en pocas horas. Comenzó a notar la presencia de su padre
extremadamente cerca. Las paredes de roca cesaron mientras se adentraban
!150
por un pasillo de paredes blancas, teñidas con una tenue luz verdosa. Las
câlîgâtum abrieron una puerta y la lanzaron de malas maneras dentro,
cerrándola tras de sí. Los ojos de Addaia giraron como locos en busca de su
padre… ¡Tenía que estar allí!
Estaba encerrada en una de las celdas de cristal, una habitación
pequeña y vacía, que solo contenía un camastro sin colchón ni mantas. Había
otras tantas celdas vacías contiguas a ella. Aunque justo la que tenía enfrente
estaba ocupada. Había alguien tumbado de espaldas. Parecía dormido.
―¡Padre!
El sonido atravesó el cristal que los separaba. La figura levantó la
cabeza repentinamente mirando hacia atrás. ¡Era él!
Los ojos de Addaia se humedecieron dando paso a un mar de
lágrimas que no pudo contener. Resbalaron por su rostro surcando nuevos
caminos en su aterciopelada piel.
Samuel más que levantarse se tiró al suelo y se arrastró a gatas hasta
la pared que los separaba. Puso las palmas de sus manos sobre el cristal,
queriéndola tocar.
―¡Adda, mi niña!
Ella se agachó mirándole de cerca. Estaba demacrado.
―¿No te has alimentado, ¿por qué? ―le preguntó preocupada.
―Estoy bien, mi adorada, ahora estoy bien.
Las ojeras enmarcaban sus ojos. Tenía una palidez extrema y estaba
mucho más delgado. Sobre todo lo notaba en su ropas, las mismas que
!151
llevaba antes de partir; le quedaban mucho más holgadas. Iba sucio y con
algún pequeño hematoma o herida fruto de una posible trifulca en Pômum
Rubra, por el color tenían varios días de antigüedad.
―Padre…, si pudiera tocarte…
Samuel se sentó en el suelo, extenuado.
―Adda, mi amor, no te preocupes por mí. He sido yo el que me he
negado a comer. He preferido morir antes de que llegaras aquí y te atraparan
por mi culpa. Sabía que vendrías en mi busca y Arcadi también lo sabía.
―¡Padre! ¡Si murieras, yo…! Hubiera venido de cualquier modo
aunque te hubiera dejado de sentir.
Addaia miró a su alrededor, buscando una vía de escape. Comenzó a
palpar las paredes de cristal.
―Adda, yo ya lo he intentado todo. No hay manera posible de salir.
Arcadi era un gran maestro diseñando y construyendo habitáculos como este.
―Ya lo veremos ―contestó con rencor―. Maldito sea… ¿Puedes
creer lo que ha hecho?, ¡¿puedes creerlo?!
Samuel la miró apenado. Sabía lo mucho que lo había añorado
durante más de dos largos y eternos siglos. Él mismo lo había sufrido junto a
ella.
―¿Sabes… lo que está haciendo con humanos? ―volvió a decir con
una mueca en la cara que solo podía significar asco.
Samuel asintió.
!152
Se sentó junto a él. Se quedaron en silencio mirándose.
Al rato Addaia le replicó lastimosamente:
―Tendrías que haberme llevado contigo. Nunca debiste haberte
alejado de mí, padre.
―Todo se complicó ―respondió él―. Debía ser una reunión
secreta, una toma de contacto extraoficial para un proceso de comunión.
Pero todo salió mal.
―Padre, la capital ha sido atacada ―la expresión de lástima hacia los
suyos se hizo patente.
―Lo sé. He mantenido largas conversaciones con Arcadi. Se ha
preocupado de mantenerme informado solo de lo que le convenía.
―Es horrible… Initu Cîvitâ invadida. ¿Ha sobrevivido alguien?
―Por lo que sé, solo unos pocos. Todo el personal gubernamental
ha sido asesinado o está desaparecido.
―Es un completo desastre, padre ¿Cómo podemos volver a casa?
―No lo sé. Lo que sí sé es que va a pasar algo dentro de poco.
Algún tipo de ofensiva, he oído a un guardia decir que estaban preparando
unas valquirias para hacer de avanzadilla. No creo que estemos aquí mucho
tiempo, los câlîgâtums están ansiosos por atacar.
―Podemos aprovechar la confusión para huir ―contestó Addaia.
―Sí…, pero Arcadi no nos dejará marchar así como así.
Addaia entrecerró los ojos.
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―¿Te has fijado cómo me ha vestido?, ¡como si no hubiera pasado
nada!, como si pretendiese que todo fuera a ser como antes… ―Addaia
sintió su alma retorcerse de furia―. Los dos pensábamos que estaba muerto;
aparece repentinamente de la nada, seguido por un ejército de monstruos,
ataca el satélite, ¡y te secuestra! ¿Cómo es posible que alguien cambie tanto?
No le reconozco. ―Las palabras se le amontonaron hasta que se le hizo un
nudo en la garganta―. ¿Cómo es posible, padre? Si estaba vivo, ¿por qué no
vino a mí? ¿Por qué? ―Las lágrimas aparecieron de nuevo en sus ojos, pero
esta vez evocaban frustración.
―Bendecida Adda…, tienes que darnos tiempo. Él quiere que estés
a su lado. Yo ya le he dicho que eso no es posible. Aunque si le rechazas del
todo puede que nuestras vidas se acorten abruptamente. Mide tus palabras
―le aconsejó―. Él ya no es la persona que conociste cuando tenías dieciséis
años… Ni tampoco con la que conviviste durante mil años más. No quiere
decirme qué le ha pasado ni tampoco quiere cejar en su objetivo de extinguir
la raza humana. Si le convences, quizás tú… quizás a ti te haga caso…
―Le odio y le quiero tanto, padre… puede que K11 muera por su
culpa.
―¿Quién?
―No he venido sola. Me acompañaba un humano.
―¿Un humano? ―La cara de sorpresa de Samuel fue notoria.
―Ha sido mordido por un câlîgâtum hace unas horas. No sé ni
dónde lo tienen ni en qué estado está. Me ha ayudado a llegar hasta aquí, sin
!154
él no habría tenido suficientes fuerzas para seguir adelante. Le conocí en
Pômum Rubra y desde entonces no nos hemos separado hasta ahora.
―Addaia… ¿Pômum Rubra, me seguiste hasta allí? ―dijo Samuel
claramente decepcionado.
Addaia se sonrojó levemente. Nunca desobedecía a su padre.
―No lo pude evitar ―añadió.
―Doy gracias a la sangre que fluye que aún estés viva ―rezó para
sus adentros afectado.
―Lo siento, padre…
―Siempre has sido una rebelde, desde que eras una niña.
Conseguías lo que querías y nunca te has callado nada. Es tu fuerza interior lo
que más me gusta de ti. Tu empuje y valor. Nada te detiene. Por muchos años
que hayan pasado, Adda, eres la más íntegra de nosotros. Con el tiempo has
madurado hasta conseguir cosas increíbles que ningún otro desmodos ha
podido alcanzar. Yo creo que es fruto de tu perseverancia. ―Hizo una pausa
mirando fijamente sus preciosos ojos―. Pero arriesgas demasiado tu vida. Te
expones al peligro siempre y ahora que somos tan pocos, no podemos
perderte. Eres lo más importante que nos queda, Adda… No solo para mí,
tienes que ser consciente de que lo que queda de tu especie va a necesitarte
para remontar de nuevo. Si no…, no sé realmente si va a quedar algo bueno
de nosotros.
Addaia le miró en silencio. Era consciente de su singularidad, su
estigma era el Ánima îre. No obstante, sin su padre ella no era nadie. «¿Por
qué dice esas cosas?», pensó.
!155
―Tú también eres importante, padre.
―Yo soy prescindible. Todos lo somos. Pero tus virtudes son únicas,
nadie más ha conseguido dominar el Ánima îre. Eres como un peldaño más
allá. Nuestra nueva escala evolutiva. Tu humildad es maravillosa, Adda, pero
debes ser consciente de que eres un ser superior. Ahora, con la que se nos
viene encima, no puedes dejar que… no debes desaparecer, ¿me oyes?,
simplemente vela por tu seguridad, por el bien de los demás. ¿Me lo
prometes?
―Me hablas como si fuera la última vez que nos fuéramos a ver…
Vamos a salir de aquí. Los cuatro. ¿Me oyes? Encontraremos a Parvus, a K11
y nos alejaremos lo máximo posible de toda esta locura sangrienta e
irracional.
―Que la sangre que fluye te oiga… ―volvió a rezar Samuel.
!!!!!!
!156
K11 estaba tirado en el frío suelo de una habitación, encharcado en
su propia sangre. Apenas le llegó un retazo de conciencia sintió un agudo
dolor en lado derecho de su cuello; notaba el palpitar de su herida abierta.
Pudo entreabrir los ojos. Había dos figuras discutiendo delante de él.
―Necesito interrogarle antes de que muera. Mantenedle con vida
todo lo posible hasta que responda a todas mis preguntas.
Le recogieron del suelo y le sentaron sobre una silla. Uno de aquellos
monstruos le introdujo una aguja en el brazo. Su visión se hizo un poco más
clara. Otro de ellos le vendó el cuello, presionando la herida para detener la
hemorragia temporalmente. Todo de manera ruda y con prisas. Se marcharon
de la habitación.
Addaia ya le había advertido de que no se introdujera en la base. Le
habían cazado por su estupidez. Enseguida le siguieron el rastro, como
perros hambrientos. Suerte que Parvus había podido escapar, al menos él
seguiría en algún lado, escondido. Esperaba que encontrara a Addaia y la
ayudara a escapar, ahora que había sido atrapada por su culpa.
Estaba hecho un desastre, sentía mucho frío y punzadas por todo el
cuerpo. No había rincón de su organismo que no escapara de la terrible
tortura de la agonía.
Ahora veía más claramente al hombre que tenía frente a él. Era alto,
moreno, de facciones duras, tez pálida y ojos de un llamativo rojo sangre.
Parecía estar esperando a que K11 centrara su mirada. Aún estaba
medio ido.
!157
El hombre se sacó la toga que vestía y la colocó meticulosamente
sobre un sofá que había junto a él. Debajo llevaba un uniforme negro,
parecido al de los câlîgâtums, pero mucho más detallado. Ribeteado con hilo
de plata y algún tipo de emblema colgado del pecho. No reconocía bien el
animal representado, dibujado sobre un fondo rojo. La mayoría de fauna
animal conocida se había extinguido hacía más de quinientos años gracias al
genocidio perpetrado por los humanos durante milenios. Parecía un lobo o
un tigre o una mezcla de ambos.
―Al principio te confundimos con un voluntario perdido ―habló
en su idioma para que le entendiera, colocándose justo delante de él―. Por tu
ropa y olor, supimos que habías venido de fuera.
K11 apenas podía sostener su mirada. El dolor le consumía. No
respondió.
―Deberías considerarlo… ―continuó.
K11 juntó todas sus fuerzas para poder formular la pregunta con voz
ronca y maltrecha.
―¿Considerar el qué…? ―tosió esputando sangre.
―Convertirte en un voluntario de mi ejército. En uno de los
nuestros. Ahora mismo no te quedan demasiadas opciones, estás a medio
proceso de conversión, puede que te queden un par de horas de vida como
mucho. Con mi ayuda podrías sobrevivir a la transformación completa.
―No ―logró contestar a duras penas.
!158
―¿Crees que la humanidad te ofrecerá algo mejor? Tu segunda
opción es morir como un insecto. Si ese es tu deseo… ―Entrecerró los ojos
mientras se aproximaba un poco más, doblando la espalda hasta tener su
rostro casi al mismo nivel de él. Pudo observar de cerca sus extraños iris
rojos.
―¿Por qué estabas con Addaia? ―Esta vez su pregunta era seria y
directa. Parecía haber estado jugando con él hasta ahora.
K11 no respondió.
―Si no respondes, no te dejaré morir. Sufrirás durante horas y luego
te obligaré a convertirte. Serás un engendro, porque así nos ves a nosotros,
¿cierto?, quieres ser un engendro… ¿humano? ―escupió la última palabra
como si fuera veneno en su lengua.
K11 le miró con odio visceral. Era el peor destino que le habían
propuesto nunca. Sin embargo, ya todo le daba igual.
―¿Y quién eres tú? ―preguntó K11 casi inteligiblemente.
Cônspectus le observó detenidamente.
―Encontrar un humano con dignidad y carácter es como encontrar
una pepita de oro entre toneladas de barro ―respondió.
K11 no entendió ni una palabra.
―Soy Cônspectus, es todo lo que tienes que saber.
―Si tú no me cuentas… Yo no te contaré.
!159
Cônspectus se lo quedó mirando irritado. Dudaba entre matarle allí
mismo por su falta de respeto o sorprenderse de su fortaleza interior.
―No estás en posición de negociar. Aunque está claro que Addaia
no te eligió por casualidad. Debes ser importante para ella… ¿Su amante,
quizás?
Notó el sutil desdén en su última pregunta. K11 sonrió para sus
adentros.
―Parece que tú… sí lo fuiste.
―¡Escucha, insecto! ―Esta vez vociferó perdiendo la calma y
asiéndole de las solapas―. No sé si eres un temerario o un héroe, pero vas a
acabar muy mal si sigues por ese camino. ―Le enseñó sus dientes blancos y
relucientes, los más afilados que jamás hubiera visto. No parecía haber
encontrado las respuestas que buscaba y estaba disgustado.
K11 emitió un quejido sordo. Cada pequeño movimiento de su
cuerpo era un suplicio. Aparte de sentir cómo se desangraba y debilitaba a
cada segundo que pasaba, entreveía como una mancha negra, una sensación
de oscuridad cerniéndose sobre su cuerpo.
―No te pienso decir nada ―sentenció jugándosela.
Cônspectus se apartó de él, incorporándose sin soltarle. Frunció el
ceño haciendo una breve pausa como estudiándole. Dio media vuelta, lo
arrancó de la silla de un tirón y se lo llevó a rastras por el suelo, como a un
perro. K11 forcejeó inútilmente.
!!160
La prisión en Tera era solo un preámbulo, realmente allí no había
ningún sistema carcelario, solo prisión preventiva. Por lo tanto, las celdas eran
simples habitaciones sin ventanas. Isembard se preguntaba si aquella sería la
mejor celda que había dada su condición noble. Era pequeña y rectangular,
de paredes marrones, una mezcla entre óxido y terracota. Olía a piel sintética
y a rancio. Llevaba muchas horas allí encerrado.
Hacía verdadero calor allí dentro. Solo habían abierto la puerta para
entregarle una ración de comida maloliente y deleznable.
Sabía que no iba a haber juicio. El estado de guerra permitía ese tipo
de trueques con las leyes. Malmastro había jugado bien sus cartas y él había
caído como un tonto.
Al menos, ahora que ya sabía su destino, ahora que sobre su cabeza
ya no pesaban las miles y miles de vidas de Tera, se sentía liberado. Preso y
libre al mismo tiempo.
El golpe bajo de Tajdo… no entendía cómo no lo había visto venir.
Tenía hambre de poder, era ambicioso, voraz, egoísta, corrupto… y Geligio
solo era una pieza débil, un peón en aquel juego de ajedrez.
Desde su estancia, en aquella pequeña celda, oía los ruidos
ensordecedores de las placas cayendo al frío y vacío núcleo de Tera; tenían
cientos de kilómetros cada una. Cada vez se sucedían con más frecuencia.
Muchas vidas perdidas, vidas que de momento eran prescindibles. Los cortes
de energía perduraban más en el tiempo; aquel que hubiera heredado su
industria no estaba haciendo bien las gestiones pertinentes de ahorro y la
cosa se estaba yendo a pique más rápidamente. Tenía la esperanza de ver el
ocaso de Tera antes de que lo expulsaran a Anillo. Ver cómo todo caía por su
!161
propio peso antes de que fuera deportado a la peor cárcel que el ser humano
hubiera concebido antes. Un infierno hecho planeta. Un gran error de la
terraformación. Donde la esperanza de vida se acortaba drásticamente.
Daba igual cuál hubiera sido tu pecado o tu delito. La condena
perpetua en Anillo era la más corta que existía. Era preferible morir aquí que
seguir cualquier tipo de vida allí. Esperaría pacientemente los
acontecimientos sucesivos. Para él ni para el resto de
humanos ya no había futuro posible. Y lo peor de todo es que ellos
mismos habían caído dentro de su propia tumba. Como ya pasara en Pangea
y en Marso, y como sucedería de nuevo ahora. El ser humano no aprendía,
solo ligado al momento, al fugaz placer de poder y ambición que acababa
siempre desembocando en miedo, ira y destrucción.
Jamás aceptarían que los desmodos eran mejores «humanos» que
ellos. Una lección que no aprenderían hasta la extinción.
Isembard se dejó llevar por las cavilaciones, era lo único que le
quedaba en aquel rectángulo de vida, en aquel montón de baldosas que
delimitaba su espacio. Atrapado como un ratón, pero no más atrapado que la
propia inconsciencia humana.
!!!!!!
!162
Las valquirias de Cônspectus aguardaban pacientemente en el
hangar. Tres grandes y enormes navíos de combate, Gunnr, Rota y Skuld, que
podían albergar una cantidad ingente de efectivos, vingers y armamento
defensivo cada una. Pese a alcanzar hasta los doscientos metros de eslora,
eran capaces de viajar a una velocidad insólita por el espacio. Cônspectus las
había fabricado pacientemente durante años. Y ahora estaban preparadas
para su puesta en escena, su primer objetivo, el planeta Anillo.
Parvus se había dirigido hacía al hangar unas horas atrás, llevado por
el bullicio de movimiento que había detectado. Por estadística podía
encontrar a su ama allí, esperando como un animal agazapado cualquier tipo
de rastro que la llevara hasta ella.
Mientras vagaba perdido había estado estudiando la base y sus
habitantes, había robado mapas y órdenes. Contenía dentro de él hasta el
último dato accesible de sus computadoras. Sabía que el actual precepto era
flotar los tres navíos en las próximas horas.
Detectó algo cerca de la nave llamada Skuld. Un destacamento de
câlîgâtums custodiaba a dos figuras familiares. Su primera reacción hubiera
sido correr hasta allí y arañar a todos esos monstruos para que soltaran a sus
amos. No era buena idea; sus circuitos fraguaron otro plan.
A los pocos minutos Parvus ya se hallaba escondido dentro de la
nave Skuld, siguiendo con sigilo al destacamento hasta que concretó el lugar
donde los habían escoltado: unas pequeñas cámaras que previamente servían
para almacenar cruor, sangre humana y enseres, cerradas herméticamente
con grandes puertas metálicas y un pequeño ojo de buey central. Estaban
bloqueadas con un código que fácilmente obtendría y una cerradura, cuya
!163
llave colgaba del cuello de uno de los guardias; no le sería tan fácil hacerse
con ella.
Ya se desesperaba cuando apareció otra figura familiar. Algo le decía
que reconocía a esa persona, pero… Se introdujo en sus memorias y obtuvo
una enigmática respuesta, aunque sus circuitos también le advirtieron de
grandes cambios físicos en él. Su último dato sobre aquel hombre consistía
en un informe completo sobre su desaparición y muerte en la gran guerra de
Marso. Su desconfianza le hizo permanecer escondido.
Arrastraba con él algo. Parecía un hombre convulsionándose
agitadamente y dejando un hilo de sangre tras él. No pudo más que apretar
sus junturas en un espasmo sobrecogedor al reconocer a K11.
Aquel tipo llamado Arcadi se quedó parapetado frente a la cabina
donde estaban encerrados sus amos. Con la mirada perdida parecía mirar a
través del ojo de buey. Después soltó a K11 inconsciente delante de la puerta
y se marchó por el pasillo sin más.
Parvus corrió de un salto hasta K11. Unos câlîgâtums aparecieron
sin darle tiempo a nada y se escondió entre sus ropas, encogido en su más
pequeña forma, como si de una lombriz enroscada se tratara.
Cogieron a K11 por los brazos y las piernas y lo tiraron al suelo
dentro de una celda adyacente, que cerraron tras de sí.
Parvus esperó unos segundos hasta estar seguro de que no había
nadie merodeando alrededor antes de salir. Revoloteó alrededor de K11 sin
saber por dónde empezar. Analizó la biblia médica alojada en su memoria y
comenzó a estudiarla. Una aguja fina salió de su minimochila con un líquido
rojizo que inyectó en él rápidamente. Este balbuceó algo inteligible, aún
!164
inconsciente y con los ojos abiertos de par en par; una extraña veladura negra
los cubría, como una pátina semiopaca.
Rompió parte de su traje para poder ajustar y desinfectar el vendaje
del cuello. Repasó los pasos a seguir; no parecía haber nada más que pudiera
hacer. No hasta no examinarle bien en un tubo médico o similar. Podía tener
además, fracturas o hemorragias internas.
Inspeccionó la celda, no había cámaras ni micrófonos
afortunadamente, era igual que la cámara donde estaban encerrados sus
amos, un simple contenedor de alimento, por lo tanto más sencilla de abrir.
Seguramente le habían tirado allí simplemente esperando a que muriera de
frío o por las heridas. Sin embargo, Parvus le había dado un poco más de
esperanza de vida.
!!!!!!!
!165
―¡Cônspectus! Todo está listo para el despegue ―dijo un enorme
soldado câlîgâtum mientras se cuadraba ante él, casi gritándole al oído. Era
uno de sus más altos generales. Terriblemente astuto y hambriento de sangre.
Estaba nervioso, de ahí su creciente ansiedad. El día tan esperado por fin
había llegado. El comienzo de la batalla. El momento que tanto deseaban sus
negros corazones. La venganza. La aniquilación de todas las almas humanas
que no fueran sometidas o asimiladas. ¡La extinción!
Cônspectus no respondió, se limitó a hacer un movimiento de
cabeza a modo de aprobación.
Él tampoco podía evitar la inquietud. Un malestar creciente en su
estómago, un hormigueo constante que no le dejaba pensar con claridad.
Aunque no era debido a la batalla que se avecinaba. Oh, no; ya sabía de
antemano que estaba ganada. Ver los cráneos aplastados de sus enemigos
solo le evocaba placer y regocijo. Se trataba de Addaia, ella era la fuente de su
desasosiego. El tenerla allí tan cerca después de tanto tiempo… Su actitud
rebelde… No había sabido cuánto la necesitaba a su lado hasta que la había
vuelto a ver. La quería, quería poseerla de nuevo. Su concubina eterna, su
hija, su amiga, su amante, su compañera… Pero la temía, temía encontrarse
con ella, temía encontrarse con su rechazo, ¿debía matarla?, ¿obligarla? No
podía arriesgar tanto en ese momento. No podía dejar de lado su objetivo
ahora, estando tan cerca. Una vez todo hubiera terminado no le quedaría otra
opción más que aceptarle… «Sí, solo es cuestión de tiempo…», pensó.
¿Y sus cambios físicos, le repugnarían? Ya no era la persona de antes
de Marso. Su cuerpo…
!166
Todo era por culpa de Samuel. Apretó la mandíbula y los puños sin
darse cuenta. Sentado en el puente de mando de la Skuld quiso borrar de la
faz del universo a todo aquel que había interpuesto un mundo entre ellos. Un
muro físico y mental que ya no sabía si podría sortear jamás. «Ella sigue
siendo la preciosa criatura de siempre y yo un triste monstruo lleno de rencor
y odio…». Aunque, al menos, podría curar el dolor de sus heridas con la
sangre de todos los seres humanos de este mundo.
Y seguía retorciéndose como raíces nudosas que se agrietaban su
corteza más y más con cada giro de sus pensamientos. Hasta que su mente
colapsó y lanzó por los aires, de un manotazo, la mesa que estaba delante de
él.
―¡A qué estáis esperando!, ¡quiero que esta nave esté ya en el aire!
Su airada acción puso en frenético movimiento a los soldados, que se
apresuraron en despegar las tres inmensas valquirias. Para ellos Cônspectus
era mucho más que un líder. Poco menos que un dios.
Las tres naves pusieron rumbo directo al planeta Anillo; si Tera tenía
una cloaca, era esa. Una pústula abierta llena de desechos, de pútrida y
hedionda plebe desterrada. Delincuentes, ladrones, asesinos o simples
estorbos en el camino de muchos, se amontonaban allí. Como en cualquier
medio salvaje, sobrevivía el más fuerte. Siempre había lugar para más, ya que
uno de cada dos prisioneros nuevos que llegaban a Anillo perecían en menos
de un mes, debido sobre todo a las bajas temperaturas. Los que sobrevivían
tampoco lo hacían durante demasiado tiempo. Un lugar perfecto para
recolectar soldados, convertir almas perdidas. Esta vez no se andarían con
disimulos, no habría espías ni conversores. Entrarían por la fuerza y todo
!167
aquel que no se uniera a sus filas sería automáticamente liquidado. Pensaban
multiplicar sus efectivos de manera considerable antes de ejecutar la masacre
en Tera. No habría opción para la derrota. Ninguna.
De ahora en adelante él era la supremacía absoluta, el poder
arbitrario capaz de decidir la muerte de los que más despreciaba; utilizar sus
propios errores y debilidades tan solo lo hacía más placentero. Y allí estaban
las valquirias, listas para recoger en su regazo a los que ya no tenían nada más
ni mejor que hacer con sus vidas que convertirse en una simple arma a su
disposición.
Volvió a pensar en Addaia. ¡Dios!, ¡no se la sacaba de la cabeza!, no
podía postergar más su encuentro con ella. ¿Le dejaría tocarla? No creía que
fuera a tenerle miedo, pero era tan terca y temperamental. Tras largos
milenios a su lado conocía todos sus puntos débiles. Utilizaría esa ventaja.
Cônspectus se irguió de su asiento. Todos hacían su trabajo
eficazmente sin prestarle atención, como era debido.
―¡Tú!; trae la chica a mi cámara! ―Señaló a un câlîgâtum.
Salió corriendo sin vacilar.
!
!168
Parvus llevaba un buen rato observando a K11. Parecía estabilizado,
al menos había dejado de convulsionarse. Su ritmo cardíaco había mejorado y
ahora dormía mansamente. Se levantó en busca de alguna salida que le llevara
a la cámara de su ama, sabía que había una pequeña rejilla casi imperceptible
que daba a unos tubos de ventilación, según sus mapas.
Por suerte estaba cerca del suelo, solo tuvo que arrastrar a K11 y
subirse a su cabeza, no pareció importunarle demasiado. Desatornilló la placa
y se introdujo en el tubo. No tardó ni un minuto en llegar hasta donde
estaban sus amos. Miró a través de la rejilla, se encontraban allí, solos. Picó
insistentemente para que le oyeran.
Addaia y Samuel estaban abrazados y sumidos en una ligera
duermevela, cuando escucharon el sonido con claridad. Levantaron sus
cabezas hacia el techo con actitud curiosa. Fue ella quien se levantó y se
atrevió a mirar a través de la pequeña rejilla, vio un leve reflejo metálico
dentro de ella.
―¡Parvus! ―le reconoció emocionada.
Una pequeñísima herramienta parecida a un destornillador apareció
entre los delgados agujeros de metal. Addaia, con las muñecas aún
encadenadas, trató con dificultad de aflojar los remaches con cuidado hasta
dejar semidescolgada la placa. Parvus dio un salto para abrazarse a su ama
con fuerza; si hubiera tenido una sonrisa en su cara sería en ese momento la
mayor de su vida.
―¡Parvus, pequeño!, yo también pensaba que te había perdido…
―Ella le abrazó tiernamente. Era reconfortante verle de nuevo.
!169
Puso una manita de metal sobre Samuel; era una pena que los
androides no pudieran hablar en momentos como ese por culpa de la ley de
la Prohibición Mecánica. Sin embargo, así debía ser.
―¿Dónde está K11, Parvus? ―preguntó Addaia visiblemente
consternada.
Parvus señaló hacia una de las paredes.
―¿Está aquí?, ¿en una de estas cámaras?
Parvus asintió.
Addaia alzó su cuerpecito con ambas manos y le interrogó con
ansiedad.
―¡Dime!, ¿sigue vivo?, ¿Cómo está? ―Su voz sonaba lastimosa.
Parvus, con sus dotes de mimo, hizo una admirable actuación para
explicar que seguía vivo gracias a su ayuda, pero que se encontraba en pésimo
estado.
Escucharon pisadas en el pasillo, que se acercaban aprisa. Parvus
corrió a esconderse detrás de Samuel. La puerta de la cámara se abrió de
golpe.
―¡Tú! ―Uno de los cuatro câlîgâtums que abrieron la puerta señaló
a Addaia―.Ven ―ordenó.
Addaia miró a Samuel. Este contenía a Parvus, que se removía detrás
de él nervioso, no quería que su ama volviera a desaparecer.
―Adónde me lleváis ―ordenó que le respondieran.
!170
―He dicho que nos sigas. Cônspectus quiere verte.
Samuel hizo un leve gesto, que Addaia interpretó como un «No te
resistas».
Salió de la cámara de mala gana. Le aterraba la idea de separarse de
Samuel de nuevo.
«Cônspectus… ―pensó―. Es como si Arcadi Balasch siguiera
muerto. Ni siquiera respeta ya su nombre. ¿Dónde está el hombre que tanto
he amado?, ¿queda algo de él?».
Los câlîgâtums le hicieron recorrer casi toda la nave hasta llegar a
unas puertas enormes que daban a la zona de cola de la valquiria. Las puertas
se abrieron y la obligaron a pasar.
―¡Fuera! ―retumbó una voz al fondo de la sala, estaba rodeada de
amplios cristales que dejaban ver el inmenso espacio exterior―. No quiero
que se quede nadie. Solo ella.
Los câlîgâtums se retiraron con cierto escepticismo, aunque ninguno
se atrevía a contradecir ni sola una orden salida de su boca. A Addaia le
repugnaba su fervorosa devoción.
La gran puerta se cerró tras de sí. Apenas percibía la silueta de
Arcadi en aquel espacioso y oscuro salón. Solo la luz de las estrellas y unas
tenues lámparas iluminaban la estancia. Observó que los muebles eran de
madera, antiguos, como de época y todo el estilo general también. Una gran
alfombra con patrones del siglo XX reinaba en el centro. Resultaba
extrañamente reconfortante aquella decoración, con el espacio al fondo…
!171
Notó su respiración agitada. Ninguno de los dos se atrevió a romper
el silencio. Arcadi parecía estar esperando a que ella comenzara a hablar. No
obstante, ella no tenía nada que decir.
Se detuvo a observarla acercándose poco a poco.
―¿Te gusta el vestido? ―le preguntó.
Addaia, indignada, no respondió.
Arcadi se aventuró a acercarse un poco más.
Ella se retiró hacia atrás dando un ligero paso.
Con su mano sacó algo parecido a una llave de dentro de su túnica.
―Puedo… quitarte esto si quieres ―Señaló las anillas de
mecrametal que sujetaban aún sus manos.
Ella le miró airada. Seguía sin hablarle.
Tentando a la suerte Arcadi se acercó hasta casi tocarla e hizo el
amago de quitárselas. Addaia al principió gesticuló desconfiadamente. Sin
apenas darse cuenta, en un segundo Arcadi se las había retirado. Se frotó las
muñecas al instante sintiendo una leve quemazón por culpa del roce.
No se quitaban un ojo de encima. Addaia no podía dejar de mirarle
fijamente, seguía sin poder asimilar que su amado Arcadi estuviera delante de
ella, aquel esperpento… ¡Dios!, no podía por un segundo más contener su
rabia. Sus pupilas giraron en torno a la habitación buscando algo que pudiera
utilizar como arma. Cómo podía haberla abandonado de aquella manera.
¡Doscientos años le había llorado!, ¡doscientos años!, y ahora le preguntaba si
el vestido le parecía bonito…
!172
―¿Qué es lo que te propones? ―Le dio conversación para
distraerle. Su mente estaba fija ahora en un abrecartas antiguo sobre su mesa,
a poco más de dos metros de ella.
―No estoy del todo seguro, sé que ahora mismo me odias.
Addaia dio un paso a su izquierda mientras se atusaba el pelo.
―¿Y qué esperabas, después de secuestrar a mi padre y atacarnos a
mí y al humano que me acompañaba?
―Muchas cosas han cambiado ―respondió.
―No hace falta que lo jures. No te reconozco, no sé quién eres.
Pero si sé que Arcadi, el que yo conocía, ya no está.
―Si entendieras mis motivos…
―¡No hay nada que entender! ―Addaia comenzó a dirigirse hacia él
más enfurecidamente, girando sobre sí misma y acercándose
disimuladamente hacia la mesa―. Pudiste haber venido a mí cuando
sobreviviste a Marso, ¿qué demonios pasó? ¡No hay nada que pueda justificar
todo esto!, ¡nada!
Arcadi se aproximó más a ella, casi al punto de tocarla.
―¡No te acerques!, ¡o juro por toda mi sangre que te arrepentirás!
¡No oses ni siquiera tocarme!
―¿Quieres matarme?, ¿eso deseas? Mírame a los ojos y dime que me
quieres muerto, ¿quieres coger esa daga de ahí y cortarme el cuello?
!173
Addaia se sintió descubierta y corrió hacia la mesa para alcanzar el
arma. Cônspectus se abalanzó sobre ella con una fuerza y rapidez
inimaginables. La estrechó contra la mesa y la inmovilizó en menos de un
segundo. Agarró el abrecartas y se lo puso en su propio cuello.
―¿Quieres que me raje aquí mismo? ¿Delante de ti? ―le gritó a la
cara.
Notó su cálido aliento. Su respiración entrecortada, su pecho
ardiendo arriba y abajo.
Addaia se quedó conmocionada por un momento. Su penetrante
mirada la atravesaba, esos ojos rojos… cuánto de Arcadi podía quedar en
él… Sentía miedo, rabia, furia, desconsuelo, amor, nostalgia. Iba a volverse
loca allí mismo.
Arcadi presionó con más fuerza la daga contra su cuello y se apretó
más contra ella. Una línea fina de sangre se deslizó por la hoja.
―Yo te necesito. Siempre te he necesitado, ¿crees que no quería
estar contigo?, ¿crees que no he pensado cada día de estos largos doscientos
años en ti? ¿Has visto cómo me miras?, ¡no soporto esa mirada de compasión
y odio!, ¿no me ves? Estoy destrozado por dentro, ellos me destrozaron. Me
lo quitaron todo, ¡todo! Y cuando salí de allí solo era una sombra de lo que
había sido. Un engendro, un monstruo como tú bien me has llamado…
¿Cómo podía ni siquiera pensar en volver adonde ya no pertenecía? ―Clavó
el abrecartas en la mesa, hundiéndolo como si la madera fuera mantequilla―.
Ahora este es mi nuevo mundo, soy un hombre nuevo con una nueva misión.
Voy a crear un mundo mejor y tú serás mi reina.
!174
Los perturbadores pensamientos de Addaia aletearon, un cúmulo de
sensaciones y emociones la embriagaron. Sentir de nuevo el abrazo fuerte y
poderoso de Arcadi alrededor de su cintura. Su voz, que aunque estropeada
seguía siendo su voz. Un batallón de recuerdos galoparon por su cerebro,
arrasando con todo, y no pudo más que permanecer en silencio. Confusa. ¿Le
estaba pidiendo que liderase con él aquella matanza? ¿Había estado
apresado?, ¿durante cuánto tiempo? ¿Qué habían hecho con él?
Apretó los dientes y sus ojos se humedecieron. La tensión de su
cuerpo aflojó y Cônspectus lo notó. Deshizo poco a poco el nudo que había
hecho con su propio cuerpo para bloquearla.
Por un momento, Addaia se sintió débil, su vida se había convertido
en un cúmulo de contradicciones. Quería a ese hombre, ¡oh, Dios, le amaba!
Pero no soportaba en lo que se había convertido. ¿Pero hasta qué punto tenía
él la culpa? Luego recordó las palabras de su padre: «Necesitamos tiempo,
Adda». Miró a Cônspectus, que esperaba ansioso una respuesta.
―Quiero que primero salves la vida del humano que venía conmigo
y liberes a mi padre ―solicitó decidida.
Cônspectus lo sopesó por un momento.
―No puedo liberar a tu padre hasta que extermine a los humanos.
―Si no le liberas, no me tendrás nunca.
Addaia se separó de él ásperamente.
!175
―¿Qué relación tienes con ese humano?, ¿por qué extraña razón
quieres salvarle la vida a ese pequeño parásito? ―Más bien pareció escupir la
pregunta.
Addaia consideró su respuesta durante unos segundos.
―Es mi amigo ―respondió.
―Ningún humano es amigo de un desmodos.
―Yo fui tu amiga durante dos años antes de que me convirtieras
―objetó Addaia.
Cônspectus no parecía convencido.
―¿Es tu amante? ―preguntó inquisitivamente.
―No ―respondió Addaia tajantemente.
―Bien, ningún patético ser humano se merece ese privilegio.
Addaia notó el visceral desprecio en sus palabras, surgía de lo más
hondo de su corazón. Había acumulado una aversión exacerbada hacia los
humanos, que había estado macerando en aguas de locura y depravación.
Para él no había distinciones, todos merecían sufrir o morir.
Sintió verdadera compasión por él.
―Está bien. Intentaré salvarle la vida, eso si sobrevive a la
conversión ―aceptó Cônspectus con desdén.
―Solo ha sido mordido, nadie le ha dado su sangre aún…
!176
―Lo sé, pero si nadie le da de beber pronto, morirá y lo sabes. Al
menos le queda la oportunidad de convertirse completamente.
Addaia notó la desazón en lo más profundo de sus entrañas y se
sintió invadida por la culpabilidad.
!!!!!
!177
CAPÍTULO 6
La luz de la muerte
!!Isembard estaba sufriendo el calvario de las náuseas durante el viaje
de traslado a Anillo. Sentía la necesidad acuciante de ir al baño, su estómago
hervía de cosquillas, como si percibiera su inminente muerte nada más divisar
el planeta prisión desde la cabina de la nave donde era transportado. Hacía
pocas horas que le habían sacado del pequeño habitáculo donde había estado
retenido. Había sido embarcado en una nave de transporte común con todos
los demás delincuentes. Sin distinción alguna. Era insultante.
Las rodillas le estaban matando. Hacía tiempo que le dolían según los
cambios de temperatura. El hecho de estar tanto tiempo inmovilizado,
añadido al frío y la humedad penetrante, aumentaban el desgaste de sus
articulaciones hasta el punto de creer que no podría levantarse de donde se
encontraba sentado. Le habían sujetado fuertemente a su asiento, así que de
todas formas no podría moverse. Llevaba días sin asearse y alimentándose
mal, eso aún le hacía encontrarse más débil y cansado.
La nave estaba llena de presos, todos iban igual de sucios o peor que
él. El hedor en la nave era insoportable.
Seguían acercándose a Anillo lentamente… y a cada kilómetro que
avanzaban Isembard se sentía más viejo y decrépito, no duraría ni un día allí.
!178
Pasaron cerca de sus anillos, hermosas formaciones de rocas y polvo
girando a velocidades vertiginosas alrededor del planeta. Una visión
magnífica para un destino horrible.
La entrada al hangar era inminente.
La atmósfera del planeta era increíblemente inestable. Se
encontraban completamente rodeados por nubes de gas denso de un
profundo amarillo, donde la luz solar penetraba con muchísima dificultad.
Movidas por vientos huracanados a temperaturas bajas muy extremas.
Apenas se divisaba el tosco y anticuado recinto penitenciario a través de
débiles jirones de luz. Un amasijo de plastometal viejo y cristal sucio, lleno de
grietas y apaños chapuceros.
Los presos en Anillo se dedicaban única y exclusivamente a los
negocios sucios, tráfico, violaciones y recolección de carbono cristalino que
posteriormente intercambiaban en Tera por desechos, replicadores de comida
y combustibles. Todos los que sobrevivían campaban a sus anchas en aquel
agujero. No había celdas, todo era común, nada era de nadie y nada se
conservaba. La lucha por la supervivencia estaba servida.
Isembard tenía la mirada perdida en uno de los ventanales de la nave
cuando percibió algo que se movía entre las nubes. Primero fue una enorme
sombra que apareció de la nada sobre ellos. Nadie pareció darse cuenta
aparte de él. Entrecerró los ojos para enfocar mejor cuando de pronto asomó
el morro de una nave de dimensiones descomunales. El estómago se le acabó
de descomponer y la piel se le erizó en un segundo. No era ningún experto
en naves, pero estaba seguro de estar reconociendo una nave de combate y
no precisamente humana. La tendrían encima en pocos segundos.
!179
El resto de la tripulación comenzó a percatarse de la situación, su
nave comenzó a temblar, estaban sobre ellos, iba a arrollarlos si no se
apartaban del camino de atraque del hangar.
El piloto hizo una maniobra de emergencia, virando salvajemente
para alejarse de la nave de combate en un ejercicio de maestría y suerte.
La nave dio un vuelco tremendo. Todo lo que no estuviera bien
amarrado cayó al suelo bruscamente, incluyendo las personas. A Isembard
estaba a punto de darle un infarto. Aquello era una ofensiva desmodos. «¿En
el planeta Anillo? ¿Por qué?», se preguntó. ¿Y de dónde habían sacado
semejante navío?, se preguntaba aún cuando dos más aparecieron tras ella,
igual de enormes que la primera. Isembard se quedó atónito.
Perdió de vista las tres naves, el pánico se desató a su alrededor, todo
el mundo gritaba o intentaba quitarse los cinturones de seguridad.
La escena era dantesca. La primera gran nave se parapetó delante del
hangar y disparó a discreción a todo lo que se movía; en un abrir y cerrar de
ojos destruyó las pocas defensas que había y aterrizó a lo bruto, ocupando
casi todo el hangar. Seguramente era la primera visita forzada que vivía
Anillo, totalmente inesperada por todos, ¿quién iba a querer nada de allí?
Su propia nave dio una vuelta completa intentando alejarse de la
pesadilla. Todos los presos gritaban histéricos que el piloto volviera a Tera.
Estaba claro que sin el repostaje previo no iba a haber combustible para la
vuelta. Por más que les fastidiara, iban a tener que aterrizar en aquel infierno.
!!
!180
!Cônspectus estaba excitado. Por fin había comenzado el exterminio;
tan largo tiempo esperando…
Su general se colocó frente a su campo de visión y le distrajo de sus
pensamientos.
―¡Cônspectus!, ¡todo está despejado, mi señor!, sus defensas eran
ridículas. Le informo de que los presos se están amotinando en el ala este de
la prisión.
―Perfecto… ―murmuró―. Controla ese motín y ordena al
negociador que comience las conversiones. No quiero que les den la
posibilidad de pensárselo ―le miró fijamente clavando sus iris rojo fuego―.
¿Me habéis entendido?, todo aquel que se niegue o dude desde el minuto
uno, lo ejecutáis.
―¡Sí, Cônspectus! ―respondió efusivamente.
―Una cosa más… ―añadió―. Tráeme a la chica y a su padre… y al
humano también.
―Pero…
Fue formar la palabra con sus labios y los ojos de Cônspectus
fulguraron. El soldado se dio cuenta de su error y salió disparado sin perder
ni un segundo. El câlîgâtum había sido uno de sus primeros reclutas, de los
más fuertes, listos y experimentados, no tenía nombre, era conocido
simplemente como el General y era también altamente respetado por todos.
!181
Cônspectus había conseguido ser su líder por una única razón. Le
había acogido en su lucha, le había guiado. No obstante, había un precio a
pagar. Él jamás aceptaría una sublevación o un destello de duda bajo su
bandera.
Jamás debían cuestionarse sus órdenes.
Comenzó fraguando aquella venganza reuniendo a unos pocos,
apenas unos treinta insurrectos. Algunos desmodos desarraigados o
expoliados por sus condiciones monstruosas. Poco a poco fue reclutando a
más, pero resultaban insuficientes; el mundo desmodos no podía proveerle
de suficientes efectivos rápidamente, tenía que recurrir a otros métodos si
quería conseguir sus objetivos, incluso si eso implicaba contradecirse a sí
mismo. Sin embargo, por qué no, al fin y al cabo el hecho de usar humanos
contra humanos le provocaba satisfacción y entretenimiento añadidos.
Todo marchaba según el plan, había acumulado un poderoso
ejército. Acólitos inflexibles que le amaban y le seguirían hasta la muerte.
Lo único que cojeaba en todo aquello era Addaia, tenía que estar
seguro de su lealtad, tenía planeada una prueba. La convertiría a su fe, como
hizo con todos los demás, ya lo había hecho una vez, ahora solo había que
pulsar el botón correcto de nuevo…
!!!
!182
Parvus había vuelto a la cámara donde se encontraba encerrado K11,
Addaia le había ordenado que se quedara con él. Iba a necesitar atención
constante, dado su estado, aunque al final no había sido necesario. Parvus
había observado que hacía unas horas había mejorado considerablemente la
temperatura del habitáculo. Además, se habían dedicado a sanarle y hacerle
varias curas mucho más minuciosas. Incluso le habían traído un camastro,
agua y comida.
Hacía una media hora que estaba comenzado a volver en sí,
balbuceando cosas incoherentes. La fiebre había bajado y parecía haber
recuperado un poco de color. Sus ojos enfocaron a Parvus sentado a su lado,
le señaló con un dedo.
―Tú…, bicho…
Parvus ladeó su cabecita, podría haber levantado una ceja si la
hubiese tenido.
K11 se intentó incorporar lentamente pero no pudo.
―¡Oh! Joder, estoy roto… ―Su voz seguía siendo áspera y
entrecortada.
Se agarró el cuello dolorido.
―Si vuelven a por mí ―dijo dirigiéndose a Parvus―, tómales nota
y diles que vuelvan más tarde.
Parvus siguió inmóvil observándole, relativamente sorprendido.
―Tus circuitos del sentido del humor están averiados… ―Se apretó
las sienes con fuerza―. Igual que mi cabeza, va a estallarme…
!183
K11 frunció el ceño y preguntó intrigado
―¿Cómo has llegado hasta aquí?
Parvus señaló hacia el conducto de ventilación.
―¿Qué hay al otro lado?
El pequeño robot se tocó el corazón y se abrazó a sí mismo.
―¿Adda?
El androide asintió.
K11 salió de su letargo de golpe.
―¿Está bien, está viva?
Volvió a asentir positivamente y K11 suspiró aliviado.
Parvus se acercó y examinó de cerca los ojos de K11, el verde vivo
que los había caracterizado se oscurecía cada vez más, la membrana cubría
incluso el resto del globo ocular.
Se oyeron pasos y Parvus corrió a esconderse. K11 cerró los ojos
instintivamente haciéndose el dormido.
La puerta se abrió y tres soldados câlîgâtums, armados hasta los
dientes, entraron.
Uno de ellos le pegó una patada a su catre.
―¡Despierta!
K11 gruñó, le dolieron todas las costillas.
!184
―Vamos, perro humano, levántate y ponte esto. ―Le tendieron
unas bonitas abrazaderas de mecrametal para sus finas muñecas.
Le costó terriblemente levantarse. Su aspecto era demasiado
lamentable, llevaba el traje protector todavía, roto por multitud de sitios por
donde el frío atravesaba sin piedad, y hasta arriba de sangre seca y suciedad.
K11 miró hacia al rincón donde Parvus se había agazapado. Sus
últimas esperanzas estaban puestas en aquel androide, tenía que conseguir la
manera de sacarles de allí; no creía que durasen mucho más con vida.
Cuando salieron al pasillo se encontró inesperadamente con Adda,
iba junto a otro desmodos alto, rubio y delgado, parecía tener su misma
engañosa edad.
―¡K11! ―chilló emocionada Addaia al verle, se le iluminó la mirada.
Le sorprendió que se alegrarse tanto de verle vivo, notó como sus
propias mejillas se sonrojaban con la poca sangre que le quedaba a su
maltrecho cuerpo.
―¡Vamos! ―Uno de los câlîgâtums les metió prisa.
Adda se colocó junto a K11 rápidamente. El chico rubio no dejaba
de observarle mientras caminaban, ¿sería su padre?, ¿al que con tanta ímpetu
había venido a buscar? «Parece más joven que yo», pensó.
―Me alegro tanto… ―Adda esbozó una semisonrisa, podía percibir
una gran preocupación en ella―. Tus ojos… ―Su sonrisa desapareció―. Ya
ha comenzado… ―se lamentó.
―¡Callad! ―les gritó uno de los câlîgâtum irritado.
!185
Permanecieron en silencio hasta llegar a una gran escotilla que daba
acceso al puesto de mando. De camino habían podido presenciar por
estrechos ojos de buey que se encontraban metidos en una especie de hangar
medio destruido. Addaia y Samuel habían oído el ataque anterior al aterrizaje.
Allí afuera todo estaba repleto de ajetreados soldados, la tensión era máxima
y se respiraba en el ambiente.
Addaia se comenzó a poner nerviosa ante la expectativa de lo que
podría suceder. Se cogió al brazo de Samuel, lo miró, estaba tan débil como
una hoja seca. Lánguido y delgado. Addaia se sintió atrapada. Pensó en
intentar matar a los câlîgâtums que los escoltaban y salir corriendo de allí.
Pero ¿y K11?, aquel chico oriental, fuerte y vigoroso ahora estaba pálido
como la leche y apenas caminaba arrastrando los pies. Había perdido sangre
en cantidades demasiado generosas y además se enfrentaba al peor dolor
inimaginable, al sufrimiento de la conversión…
Recordó cuando fue convertida con apenas dieciocho años por
Arcadi. Sin embargo, su suplicio fue dulce por la pasión del momento; Arcadi
estuvo constantemente a su lado y no se separó ni un segundo de ella. El
desconsuelo volvió a anidarse en su interior. Qué quedaba ya de aquello,
estaba enterrado bajo mil años de recuerdos, habían pasado por tantas cosas
maravillosas y también terribles. Qué tan atroz podía haber sido su vivencia
para acabar así. De saberlo… si hubiera tenido tan solo un ápice de duda
sobre su supervivencia tras el estallido de Marso le habría buscado por todos
los confines del universo.
La puerta se abrió y pudo verle, sentado, coronando el puente de
mando, bien patente su superioridad. La contemplaba atentamente, sus ojos
!186
carmesí clavados en ella, estudiando cada uno de sus movimientos. Atento.
Tramando algo.
!!!!!!
!187
La ansiedad por pegarse un chute podía con Isembard. Comenzó a
sudar como un cerdo y se maldijo a sí mismo por estar enganchado. Casi
todo su pensamiento se centraba en ello, justo en aquel momento, cuando
seguramente acabaría muriendo a la deriva envuelto en nubes de gas, sudor y
gritos.
Sentada a su lado había una mujer repulsiva que intentó asirle de una
mano en medio del caos. Intentó soltarse desesperadamente golpeándole la
mano, histérico. Solo pensar en el contacto con esa sucia mujer le causó una
aversión nauseabunda. Ya de por sí las hembras no le gustaban, tenía suerte
de que en su mundo hubiera pocas, eran totalmente inútiles.
El par de guardas que los custodiaban hacía rato que habían
desaparecido por la puerta de la cabina del piloto. La nave de transporte
volvió a maniobrar y se puso de cara al recinto penitenciario de Anillo. Las
dos valquirias restantes estaban parapetadas en la entrada al hangar. Aquello
era un suicidio.
Su único escape en esos momentos era conseguir deshacerse de los
cierres que le aprisionaban la cintura y las piernas. La hedionda mujer a su
lado miraba en derredor con los ojos desencajados, una mancha de humedad
comenzó a aparecer en sus harapos, hasta que un hilo de orina brotó de entre
sus piernas y encharcó todo el suelo.
―¡Qué asco! ―masculló Isembard.
Uno de los presos cerca de él consiguió soltarse las piernas
haciéndose sangre en las manos. De repente la nave recibió una ráfaga de
disparos que resquebrajó el casco e hizo explotar parte del interior de la
cabina. Isembard se quedó inconsciente por unos segundos tras el impacto.
!188
Al reaccionar, vio cómo su asiento había quedado maltrecho, su brazo
sangraba y la mujer a su lado había muerto aplastada por una de las paredes,
reventada por dentro.
Comenzó a faltarle el aire. Probó desesperadamente de nuevo a
soltarse. Las sujeciones habían sufrido tras el ataque y consiguió soltarse las
manos, aunque seguía con las piernas atadas. La nave viró de nuevo con poco
éxito. Isembard entró en pánico, le quedaban pocos minutos de vida.
Comenzó a sangrar considerablemente; usó la sangre de su brazo
para lubricar sus piernas en un intento loco de escapar, por fin se liberaron.
Cayó de bruces al suelo y una nueva ráfaga dejó la nave fuera de combate.
Rodó hacia una de las paredes entre alaridos de dolor y miedo.
La nave encaró de nuevo hacia el hangar. La cabeza le daba vueltas,
centró la mirada en un armario justo a su lado y a pesar de la locura
generalizada consiguió leer «Mantenimiento».
Su cerebro comenzó a trabajar velozmente. Quizás allí dentro
encontraría un traje de reparación exterior y podría usar la salida de
emergencia para huir. Posiblemente no sobreviviría, pero la nave iba camino
a estrellarse contra el hangar en esos instantes y no le quedaba mejor opción
que esa. Se arrastró hasta el armario; efectivamente, dentro había dos trajes,
uno inservible y otro que parecía aprovechable. Los presos que alcanzaban a
verle gritaban ferozmente que los ayudara a soltarse, algunos entre lloros y
pataleos, otros jurando matarle si no les auxiliaba.
Isembard no perdió el tiempo; en cuanto tuvo el traje puesto corrió
hacia la escotilla de emergencia y la cerró tras de sí. Cogió la llave roja de
expulsión que colgaba de una de las paredes y la conectó a la puerta de
!189
emergencia, jadeante, medio ahogado, comenzó a nublársele la vista. Se
activó la cuenta atrás, los segundos más largos de su vida. Accionó su burbuja
personal y tras un pitido ensordecedor la escotilla salió disparada hacia la
atmósfera y él con ella.
Un instante más tarde la nave colisionó estrepitosamente contra una
de las paredes de vidrio del hangar. La estructura pareció resistir, sin
embargo, la nave se hizo añicos. Gran cantidad de metralla salió disparada,
fuego, llamas expandiéndose por las nubes de hidrógeno. Isembard quedó
cegado por unos instantes. Lo único que notó fue el impactar de su cuerpo
contra algo. Se asió con fuerza a lo primero que atrapó entre sus manos para
evitar seguir volando hacia la nada, notó un dolor terrible en la espalda y se
dobló sobre sí mismo. Sería un milagro si la precaria burbuja que llevaba su
vulgar traje de mecánico espacial no se había roto después de aquello.
Cuando por fin consiguió abrir los ojos y ver algo, su suerte le había
llevado a unos treinta metros de lo que parecía la entrada al hangar. Si
escalaba un poco conseguiría escabullirse dentro sin ser visto, eso si su
cuerpo malherido se lo permitía y si las ráfagas de viento gélido brutales de la
atmósfera de Anillo no le arrastraban al vacío. Gracias a Dios la burbuja y el
traje eran viejos pero funcionales.
Permaneció un momento inmóvil, recostado bajo la pared de cristal,
haciendo acopio de toda la poca fuerza que le quedaba. No iba a morir allí
como un perro, lucharía con todas sus fuerzas hasta que no le quedase
aliento. Quizás aquello había sido un golpe de suerte, quizás ahora tenía la
posibilidad de escapar de Anillo si jugaba bien sus cartas…
!!190
Addaia acarició su vestido de seda vermis alisando las arrugas antes
de entrar al puente dignamente. Sus ojos no se apartaron de Arcadi. Quería
retarle con la mirada. Su orgullo seguía inmaculado. Ella era una dama, pese a
la humillación de haber estado prisionera por la persona que más había
amado en este mundo. Nada la doblegaría.
Se situó justo enfrente de él. Con Samuel y K11 detrás de ella. Los
câlîgâtums desaparecieron tras la puerta, solo quedaron Arcadi y su general.
El puente de mando era un sitio más bien pequeño y
despersonalizado, comparado al menos con su cabina personal. Maquinaria
fría, pero altamente sofisticada, concebida para la ofensiva total. Solo de un
vistazo pudo ver como Arcadi había estado poniendo todo su empeño en el
diseño de esas naves, aparte de la demencial base de Caelus Sidus de la que
habían partido.
Nada iba a convencerle de cejar en su obsesiva cruzada. Como si de
un profeta o un dios devastador se tratara, tenía una misión en mente.
Sintió ganas de llorar, aunque la rabia era más poderosa que el
lamento. No supo bien por qué, pero el recuerdo del Palacio de Salis afloró
de pronto. Quería volver, deseaba que todo volviera a ser como antes. Su
pensamiento desde que su padre partió se había centrado exclusivamente en
él. Pero ahora justo entendía. Justo en ese instante comprendía que ya nunca
jamás volverían.
―Cuanto más altiva te muestras, más bella me pareces ―habló
Arcadi estudiándola de cerca―. Siempre fue así. Por ese motivo me enamoré
de ti desde el mismo momento en que te conocí en aquella iglesia.
Addaia se mantuvo callada.
!191
Samuel se dirigió a él.
―¿Qué es lo vas a hacer con nosotros?
Arcadi torció el gesto.
―Samuel, viejo amigo ―se dirigió a él apáticamente―. Ya sabes lo
que quiero.
K11 comenzó a toser, sus ojos cada vez eran más sombríos, parecía
estar pasando un calvario. Comenzó a tener leves espasmos y dejó de poder
controlar bien sus movimientos. Addaia quiso haberle curado con todas sus
fuerzas, pero lo que ahora sufría, la oscuridad que le poseía, no podía ser
contrarrestada con sus dones, no era una enfermedad sanable, ni una herida
abierta. Necesitaba sangre, sangre desmodos…
―Va a morir ―sentenció Arcadi.
―Tú le has dejado morir ―contestó Addaia con desdén.
―Hice lo que me pediste, si no haría horas que ya habría muerto,
aunque lo único que has conseguido es alargar su sufrimiento.
Addaia se sintió como si la hubieran abofeteado.
―Haz que uno de tus seguidores le dé su sangre ―dijo Samuel.
Arcadi gesticuló negativamente y señaló luego a Addaia.
―Conviértele ―le ordenó.
Samuel avanzó un paso adelante y se puso a la defensiva.
―¡Sabes que eso no es posible!, ¡va contra sus principios! Adda
nunca…
!192
―¡Cállate!, es ella la que va a tener que decidir si vive o muere,
¿entiendes? Solo es una mísera vida humana, a mí no me importa nada, hasta
qué punto le importa a ella…
―Convertirle no me hará mejor de lo que tú eres ahora… ―dijo
Addaia enfrentándose cara a cara con él.
Arcadi curvó sus labios en una breve sonrisa.
―Esa es mi intención.
―No voy a hacerlo ―dictaminó.
―Entonces morirá ―insistió Arcadi.
―No te cuesta nada salvarle la vida, hacéis conversiones humanas a
cientos, posiblemente ahora mismo a miles, si no qué hacemos en Anillo.
Aquí no hay nada salvo humanos ―dijo Samuel.
―Aún sigues teniendo agudeza mental… todavía no estás lo
suficientemente débil después de negarte a alimentarte durante días. ―Arcadi
suspiró―. Esta actitud que estáis tomando no os llevará a ningún lado. Si
queréis formar parte de este, mi nuevo mundo, vais a tener que acatar nuevas
normas y tomar acciones drásticas. Si no os implicáis en la causa, estáis
contra ella y por lo tanto contra mí ―carraspeó―. Os he tenido presos, sí,
aunque ahora os estoy brindando la oportunidad, sin ningún tipo de rencor,
de disfrutar esta nueva era que emerge con libertad y beneficios añadidos.
Addaia será mi reina y la madre de la nueva edad desmodos, una civilización
que florecerá como ninguna. Libre de lastres y molestas criaturas inferiores,
!193
nosotros seremos su guía, el origen, el principio de todo. ¿No os dais cuenta
de la grandeza de lo que os estoy ofreciendo?
Se hizo un largo silencio. Addaia comprendía perfectamente lo que le
estaba pidiendo a cambio. Quería una prueba, una muestra de lealtad, verla
convertir a un humano. K11 justo había caído en medio de aquel patético
juego, se prestaba perfecto para la ocasión. Nunca había convertido a un ser
humano, ni siquiera sabía si su sangre sería buena; no todos los desmodos
estaban capacitados, había más o menos posibilidades según la casta y la
genética. Arcadi eso lo sabía muy bien, que ella le convirtiera era como jugar
a la ruleta rusa. Estaba tanteándola, hiriendo su moralidad e intentando
someterla a sus deseos.
«Cuánta crueldad puede llegar a albergar… Me lo dio todo y ahora
me lo quita…», pensó.
―Todo esto que estás haciendo no te hace mejor que el peor de los
humanos. Eres un genocida ―le acusó Addaia mordaz.
Arcadi, con un movimiento casi imperceptible al ojo humano, se
situó tras Addaia y cogió a K11 del pescuezo, ofreciéndoselo como si fuera
una frágil ave a punto de ser degollada.
―Aunque te lo niegues a ti misma ―dijo con inquina―, sabes que
son una raza inferior, no han hecho nada más que bailar a nuestra sombra
durante miles de años, intentando aniquilarnos cuando les dábamos la
espalda. Agobiados por nuestra supremacía, por nuestro poder,
inteligencia… Envidiando y ansiando todo lo que tenemos hasta el día de
hoy… No entienden que somos su propia evolución, un progreso que ha ido
dejando solo lo bueno para asegurar la supervivencia del más fuerte. Somos
!194
criaturas superiores en todos los sentidos, nunca aceptarán que su raza
inferior está abocada a la extinción, yo mismo tengo la misión de acelerar ese
proceso. Precisamente esa es la razón por la que su sangre nos sirve para
alimentarnos, yo solo estoy haciendo que el tiempo corra más deprisa.
Addaia estaba desconcertada. Paralizada sin saber qué hacer o
pensar.
―¡Vamos! ―gritó Arcadi apremiándola―. ¡Lo único que han hecho
hasta ahora es asesinar y autodestruirse!, ¡son seres demenciales, crueles,
déspotas! No les importa el qué ni el cómo, solo su propia ambición y
codicia. Se han llevado dos planetas por delante, millones de vidas, ¡millones
de sueños!
Addaia se apartó de ellos. Arcadi, impaciente, cada vez estaba más
furioso. K11 intentó forcejear penosamente; se resistía en vano, como si una
hoja de papel intentara luchar contra el viento.
―¡Basta! ―gritó Samuel.
Al general de Cônspectus le brillaron los ojos observando la escena,
como si algo le dijera que estaba presenciando acontecimientos esenciales.
Firme como su Dios lo habría requerido. Escuchando en silencio.
Analizando.
Addaia no quería traicionarse a sí misma. «Pero… ¿voy a dejarle
morir? ―pensó; mil pensamientos fugaces la avasallaron―. ¿Cómo puede
obligarme?».
―¿Tanto te cuesta?, ¡solo es un saco de huesos y sangre!
!195
Arcadi entró en cólera atormentado por la indecisión de Addaia y
clavó los colmillos en K11. Este emitió un quejido. Era su fin.
Desde que saliera de Tera, siendo un simple agente de seguridad
civitanig, nunca se planteó ni siquiera la posibilidad de estar justo allí en ese
momento. Rodeado de desmodos. En el centro de una cruel guerra. Tratado
como un triste muñeco por todos, sin fuerza suficiente para cambiar los
acontecimientos. Había llegado hasta allí no sabía muy bien cómo, había
prometido protegerla y ni siquiera sabía protegerse a sí mismo. Y en un
destello, como si fuera un sueño, vio a Addaia saltar hacía él intentando
salvarle de las garras del demonio. Arcadi le pegó una fuerte bofetada,
deshaciéndose de ella fieramente; la vio salir disparada y golpearse la cabeza
contra una pared.
Samuel, salió disparado sin pensárselo a por él. El General, que hasta
ahora había estado quieto como una roca, se le echó encima.
Arcadi, con la boca llena de sangre, vociferó enfurecido.
―¿Tanto le quieres?, ¿es por esto?, ¿tanto le amas que le proteges a
toda costa? ¡¡Has preferido antes que a mí a un miserable humano!! ―Sus
colmillos chasquearon presa de la exaltación. Sus ojos centellearon al rojo
vivo; fue entonces cuando se dirigió personalmente a K11 lleno de rabia, en
su lengua natal.
―Creo que ya no quiero tu conversión… ―Comenzó a reír
abyectamente―. Creo que vas a estar mejor muerto, eres como una mosca
molesta… ¿Sabes?, iba a matarte en cualquier caso después de convertirte
―le dijo al oído en un susurro, con una sonrisa macabra dibujada en su boca.
!196
Mientras, Samuel jugaba su propia batalla con el General. Consiguió
noquearle en pocos segundos. Él era un desmodos ágil y fuerte, su larga
longevidad le había hecho un maestro en técnicas de combate, nadie podía
vencerle fácilmente pese a estar extremadamente debilitado.
Tras dejar al General fuera de combate, fue a por Arcadi sin
pensárselo. Le odiaba, odiaba lo que le había hecho a su pequeña, lo que le
había hecho a él mismo. Siempre había cogido lo que había querido, con o
sin razón, y ahora su egoísmo tomaba proporciones desorbitadas.
Arcadi lanzó al suelo a un medio moribundo K11 cuando percibió
que Samuel se le tiraba encima. Se enzarzaron en una pelea.
Addaia se incorporó medio desvanecida y presenció horrorizada
cómo su padre intentaba vencer a un Arcadi dominado por la ira; la velocidad
a la que peleaban era vertiginosa.
Arcadi asió a Samuel por un brazo y se lo rompió en un abrir y
cerrar de ojos. Se escuchó un leve crujido y cayó arrodillado a los pies de
Arcadi, retorcido por el dolor.
―¡No! ―chilló Addaia con todas sus fuerzas. Nadie la escuchaba.
Las acciones de Arcadi eran como las de una bestia fuera de control.
Sus colmillos chirriaron de nuevo antes de infligir la más salvaje de las
mordeduras en el cuello de su padre.
Los ojos de Samuel se desorbitaron y miraron a Addaia, presos del
pánico. Sabía que iba a morir…
!197
Ella intentó con todas sus fuerzas alcanzarlos. No obstante, en pocos
segundos Arcadi había absorbido toda su vida como un demonio
encolerizado.
Samuel yacía muerto en el suelo.
!!!!!!!
!198
Ya no notaba la yema de sus dedos, la congelación y el viento habían
hecho mella en su magullado cuerpo. Isembard intentaba escalar por la
cristalera de entrada al hangar de Anillo, tan toscamente que solo lograba
pensar en cuánto tardarían en engullirle las nubes amarillentas que se
arremolinaban a su espalda.
Se maldijo por no haber entrenado más su cuerpo. La vida noble en
Tera le había abocado a una existencia laxa, enterrado en papeles y
quehaceres mundanos. Sus músculos eran blandos y temblaban por el
sobresfuerzo al que estaban siendo sometidos. ¿Cuánto tardaría en caer al
vacío…? ¡No!, ¡tenía que llegar a ese maldito hangar! Después de todo por lo
que había pasado no iba a rendirse tan fácilmente. «Robaré una nave y saldré
de este endemoniado planeta. Sí… ¿Y adónde voy a ir?»
―¡Céntrate, joder! ―sacudió sus pensamientos derrotistas y siguió
avanzando. ¡Solo le quedaban unos metros!
Dentro del hangar había un bullicio imparable. Los ejércitos
câlîgâtums marchaban en formaciones compactas invadiendo todo el recinto.
A través de las cristaleras, Isembard observaba fugazmente como degollaban,
mataban o se llevaban a cientos de presos hacia la nave más grande. Era poco
alentador pensar que tampoco le esperaba nada bueno dentro…
Fuera, el panorama no era mucho mejor: naves vinger sobrevolaban
la zona y las dos valquirias gigantes, inmóviles, parecían observar con
beneplácito ese mosquito insignificante que subía por una de las paredes de
Anillo.
Por fin consiguió asir con sus tímidos dedos la cornisa de la entrada.
Ahora solo tenía que empujar sus setenta y cinco kilos hacia arriba,
!199
posiblemente solo setenta después de haber estado varios días sin comer
bien. Intentó valerse de un peldaño sobresaliente empujándose con los pies.
Una mano se le soltó y casi cayó al vacío, se quedó colgando mientras se
bamboleaba en el aire. Justo cuando estaba a punto de caer una fuerte ráfaga
de viento le empujó milagrosamente hacia arriba.
Lanzó un grito aterrador cuando notó romperse una de sus
muñecas; se había retorcido todo el brazo, el latigazo del dolor fue horrible.
No obstante, había conseguido subir, estaba sobre el hangar. Vivo.
!!!!
!200
A Addaia se le cortó la respiración cuando su corazón se paró
durante un instante. La imagen de Samuel sin vida en el suelo era demasiado,
demasiado para asimilarla. No podía estar pasando, ¡no estaba pasando!
Arcadi exhaló un suspiro y miró sus propias manos… Incrédulo. La
miró a ella, volvió a mirar a Samuel. Qué había hecho…
El General, ya recompuesto, ordenó entrar a varios câlîgâtums para
que se llevaran a Addaia y a K11 rápidamente de allí.
Arcadi pareció vacilar; solo reaccionó cuando en última instancia
fueron a llevarse el cuerpo inerte de Samuel, con un escueto…
―No.
Los câlîgâtums lo soltaron de nuevo y lo dejaron en el suelo. Arcadi
se sentó sin dejar de observarlo, callado. En silencio durante un buen rato.
Addaia ya estaba camino de las celdas; iban custodiados por cinco
câlîgâtums, uno de ellos arrastraba a K11. Addaia comenzó a digerir la
situación, un lazo se acababa de romper… La delgada línea que unía su
corazón con el de su padre se había soltado, desconectado y borrado de su
alma con un chasquido. No estaba, ya no estaba. Ni le volvería a coger de la
mano o acariciar sus suaves cabellos.
Su respiración se hizo más rápida. Su corazón comenzó a galopar
desmesuradamente. El grupo cada vez se alejaba más y más en silencio. Hasta
que ella paró en seco.
―¡Sigue caminando! ―espetó uno de los monstruos.
Ella no movió ni un dedo. Solo su pecho subía y bajaba sin cesar.
!201
―¡Camina! ―gritó más enfadado.
Intentó asirla de un brazo. El movimiento fue tan rápido… Casi
imperceptible al ojo humano, Addaia le arrancó un brazo como quien
deshoja una flor. Los demás câlîgâtums abrieron los ojos sorprendidos y
dieron un paso hacia atrás confusos.
Se hizo un silencio sepulcral.
Volteó su rostro y los miró uno a uno a los ojos, desafiante. Estaba
sentenciándolos a muerte, quería arrancarles todos sus miembros, sacudir sus
entrañas, y quería hacerlo personalmente.
Apenas en un segundo, mortífera, pasó por cada uno de ellos como
una diosa de la muerte. Destripando, arrancando y degollando sin parpadear.
Ninguno tuvo tiempo de reaccionar, su poder y fuerza eran arrolladores.
Un pasillo encharcado de sangre, lleno de trozos de carne que antes
formaron parte de un organismo vivo… Addaia seguía expulsando aire tan
rápido que parecía que su pecho fuera a explotar. La sangre le llegaba hasta
los codos. Sus finos dedos ahora eran como afilados cuchillos y todavía le
temblaban ligeramente. Apretó sus puños con rabia contenida, cerró los ojos
y de su garganta surgió un atronador grito lleno de aflicción, chilló hasta que
su voz gutural pareció casi la de una bestia. Tan fuerte que se oyó por toda la
valquiria.
Más câlîgâtums aparecieron corriendo por un pasillo colindante.
Frenaron en seco y resbalaron con parte de la sangre que había salpicada por
todo el paso. Dubitativos, apuntaron sus têlumn hacia Addaia. Esta los miró
de reojo y soltó un bufido que les hizo erizar la piel a todos. Cogió a K11 y
desapareció en un segundo sin dejar rastro.
!202
Isembard se arrastraba por el hangar. Reptaba como un gusano a la
espera de que nadie se diera cuenta de su presencia. Se sacó la bioesfera
espacial con una sola mano cuando ya estuvo en una zona de temperatura
regulada y aire respirable; llevaba el cabello pegado a la cara por el sudor y
una pinta horrible. Además, su muñeca le ardía con un dolor insufrible.
Se escondió tras los tanques de combustible de la Valquiria cuando
pasó un ejército de ajetreados câlîgâtums cerca de él. Era la primera vez que
los veía cara a cara… Aquellos seres informes, deleznables, le hacían sentir
una mezcla nauseabunda entre asco y miedo visceral.
Dio un traspié y fue a parar al suelo. Al levantar la vista, de rodillas
en el suelo, pudo observar una pequeña nave solitaria en medio de aquel
terrible bullicio, parecía una nave êvo de clase media. Era tecnología
desmodos, pero la conocía bien. Aparte de noble, también había sido piloto y
de los buenos en sus años mozos, cuando aún soñaba con ser un gran
navegante. En aquel entonces su vida sí que había sido intensa y
esplendorosa, ahora era un viejo decrépito con principio de artritis y una vida
llena de mierda hasta el cuello.
Fue a ponerse en pie cuando por el rabillo del ojo observó un ligero
movimiento. Un câlîgâtum le había descubierto agazapado y apuntaba su
têlumn hacia él. Lo que parecía un gruñido formado por palabras salió de su
boca.
―¡Levántate!, ¡vas a ser convertido!
―No… ―logró balbucear Isembard, consciente de que iba a morir
en pocos segundos.
―¿No? Pues entonces muere, perro humano.
!203
Isembard cogió aire y se preparó para recibir el disparo cuando una
mano de finos dedos atravesó la cabeza del câlîgâtum y salió por la boca
entre chorros de sangre espesa y oscura.
Después de intentar contener una arcada con más bien poca suerte,
Isembard vomitó en el suelo. Era amarillento y cargado de bilis, destrozó su
garganta como si estuviera escupiendo ácido por la boca. Ya le daba todo
igual.
El câlîgâtum cayó al suelo muerto delante de él. Detrás apareció una
chica, de unos veinte años, cubierta de sangre, con un vestido blanco que le
caía hasta los pies. De rostro pálido y desencajado. Acababa de sacar su mano
de dentro de la cabeza del câlîgâtum, parecía una aparición.
Se quedó quieta observándole por un instante. Cargaba algo con
ella… ¿Un chico? Parecía muerto.
―¿Eres un preso? ―le preguntó vacilando.
―No.
―¿Sabes pilotar una êvo?
―Sí.
―Bien ―respondió la chica tajante.
Estaba claro que no era humana ni tampoco un ser infecto como el
que acababa de matar.
Jamás había interactuado con un Kojna Dento; los había visto, sí, en
algún videoreporte hacía años. Sin embargo, nunca había conocido a ninguno
!204
de ellos; tampoco se esperaba que hablara tan perfectamente su idioma, ni
siquiera se había activado su injerto traductor.
«¿Quiere que la siga?», titubeó. La chica atravesó el hangar sin ni
siquiera intentar esconderse, o era una loca o una temeraria. Siguió
caminando directa hacia la êvo que había visto anteriormente, sin
preocuparse del jaleo que había a su alrededor.
Cuando Isembard giró la vista vio a lo lejos como un puñado de
câlîgâtums venía corriendo hacia ellos disparando como locos a discreción.
Se reincorporó de un salto y salió detrás de la chica sin pensárselo. Acababa
de salvar su vida.
Addaia abrió la compuerta principal de la nave êvo y colocó
suavemente a K11 dentro. El humano que acaba de encontrarse apareció
jadeante, la miraba como esperando una orden.
―Sube ―le dijo.
Isembard lo sopesó unos segundos y dio un salto a la cabina de
copiloto. Se colocó hábilmente los sensores sin vacilar. Addaia se fijó en ello,
también en su muñeca rota.
Ella ya llevaba el traje dermoadaptado debajo del vestido, solo debía
cerrar la compuerta y colocarse en posición. Se dio unos segundos para mirar
hacia atrás. Parvus… su geolocalización seguía desactivada, ¿se habría
quedado en las celdas de la valquiria?… No había tiempo. Con todo el dolor
de su corazón cerró herméticamente la nave; dejaba atrás parte de su vida en
aquel hangar…
!205
Acto seguido la êvo recibió un impacto proveniente de un têlumn
que destrozó el fuselaje delantero. La nave tenía unos seis metros de eslora y
era de las más sólidas, podía resistir, aunque por poco tiempo. Aquellas armas
eran tremendamente destructivas.
Las manos de ella volaron sobre los paneles, Isembard estaba
sorprendido al ver a una mujer capaz de pilotar así… ¿cómo era posible?
Intentó que sus habilidades tampoco pasaran desapercibidas y sin mediar
palabra, maniobraron un despegue conjunto a la perfección.
La êvo pasó como una bala entre la valquiria y la pared del hangar.
Rozando peligrosamente las paredes de plastometal y vidrio, sin apenas
espacio para maniobrar. Pasaron por encima de las cabezas de los soldados
que les disparaban, visiblemente frustrados al verlos escapar.
En el exterior todavía esperaban dos de las tres valquirias, como
gigantes guerreros de metal vigilantes, junto con un enjambre de pequeñas
naves vingers que zumbaban alrededor, así que no todo estaba acabado.
Además, el hecho de ir en una êvo de transporte todavía lo complicaba más,
ya que normalmente nunca iban equipadas con armamento de combate de
ningún tipo. Solo defensivo.
Al instante de salir despedidos a la turbulenta atmósfera de Anillo,
las vingers enemigas detectaron la êvo y salieron velozmente a su caza.
Tenían orden explícita de no dejar salir de Anillo nada que no fuera la
valquiria Skuld, que permanecía atracada en el hangar.
Addaia exprimía la êvo, forzándola a ir a máxima velocidad. Fue
consciente enseguida de que el copiloto humano que había adoptado en
Anillo era de gran ayuda, poseía maestría, parecía ser un buen experto. De
!206
súbito estaba intrigada e interesada. En cualquier caso, ahora no había tiempo
para presentaciones, tenían que salir de allí como fuera…
A K11 apenas le quedaban unos minutos de vida, podía estar muerto
ya, al igual que su padre… había abandonado sus restos en aquel frío suelo;
ni siquiera había podido despedirse, más de mil años a su lado y solo hubiera
necesitado un minuto más para…
Un par de vingers se colocaron tras ellos, comiendo kilómetros a
cada segundo. No tenían velocidad suficiente para escapar de ellos; en breves
segundos iban a ser pasto de sus cañones, casi estaban a tiro. Addaia trazó
una maniobra desesperada, posicionó la nave repentinamente en ascenso, en
su verticalidad total, consiguiendo que frenaran drásticamente y las dos naves
vingers les pasaran de largo. Con esos pocos segundos de ventaja empleó
todo su esfuerzo para virar la nave 180º; Isembard notó como su estómago
se encogía como una nuez ante tal inesperado movimiento. La êvo volvió a
acelerar y se precipitó en descenso, desapareciendo en una grande y espesa
nube amarilla.
Despistaron con éxito a las vingers, pero desgraciadamente
aparecieron tres más que iban rezagadas, introduciéndose tras ellos en la
nube.
Apenas se podía divisar nada en el espeso cúmulo de nubes de gas.
Las vingers enemigas activarían sus radares en breve. Tenía que programar un
salto.
Aquella nave era muy parecida a la que vio partir en el Palacio de
Salis con su padre dentro. «Ojalá jamás la hubiera tomado… ―pensó―.
!207
¿Hubiera cambiado algo?». Comenzó a notar un ligero escozor en los ojos.
No se podía permitir llorar. No ahora.
Asumió el riesgo y metió más adentro sus sensores, notando una
punzada de dolor; su mente haría que la nave êvo corriera a más velocidad de
la imaginada, tanto como ningún humano o desmodos hubiera presenciado
antes; huirían sin dejar rastro. Nunca antes lo había intentado tan al límite; sin
embargo, sabía que era capaz de hacerlo, lo sabía. Lo haría. «La respuesta a
todo está en la voluntad del universo. Yo soy el universo».
Su mirada se concentró en el horizonte, su mente viajó por su
interior y se arremolinó alrededor del espacio infinito haciéndose uno.
Sometiendo a la realidad conocida, le dio vida propia y la moldeó a su antojo.
Isembard notó un extraño temblor que duró apenas unos segundos
y…
Las vingers frenaron y se movieron alrededor confusas. Su presa
había desaparecido sin más.
!!!!!!!!
!208
!!!!!!Parvus no podía contener más sus nervios, sus dueños no habían
vuelto a la celda desde hacía más de una hora y una extraña sensación le
embargaba. Volvió a la celda de K11 por el canal de ventilación. Tenía el
código de la puerta. No obstante, necesitaba la llave plana del guardia para
salir. Se asomó por el ojo de buey. No estaba. Qué extraño.
Miro hacia el panel de apertura, parecía desbloqueado. Abrió poco a
poco y asomó un pequeño ojo metálico. ¿Por qué se encontraba abierta?
Tenía que ser cauto, si deambulaba demasiado le acabarían cogiendo.
Atravesó el pasillo con mucho cuidado. Llegó a un panel de información e
insertó una larga aguja conductora. Había habido una baja importante, no
sabía quién, no obstante sus piezas de metal se erizaron.
Supo que en breve recolectarían toda la masa de humanos y que ya
habían comenzado las conversiones, allí mismo. ¿Dónde estaban sus amos?
¿Había una orden de busca y captura? Alguien había escapado. Un ruido seco
sonó tras él, corrió a esconderse en un armario de herramientas.
Dos câlîgâtums pasaron portando un camastro con alguien metido
en una bolsa de cadáveres. A Parvus se le encogió su minúsculo corazón
metálico. Por el tamaño y el peso calculó que era un hombre.
!209
Sin pensarlo, los siguió agazapado; tenía que saber quién había allí
dentro. Se encontraba muy confundido, sus circuitos estaban a punto de
entrar en pánico.
Se adentraron en una minúscula y fría sala sin puerta de acceso,
dejaron el cadáver en el suelo y se alejaron por donde habían venido.
Cuando Parvus estuvo seguro de que ya no estaban, se acercó
lentamente a la bolsa. Asustado. Por un momento no sabía si realmente
quería mirar dentro o dar media vuelta y echar a correr.
Tocó la bolsa helada. Desplegó el cierre poco a poco, como si ese
momento de incertidumbre significara que aún no tenía por qué pasar nada.
Refugiarse en esos pocos segundos era efímero, ya que su pequeñito corazón
metálico en realidad ya sabía que dentro de aquella bolsa fría y oscura estaba
su amo.
Unos cabellos rubios como el oro asomaron. Si los robots hubieran
podido llorar, ese hubiera sido el momento. Solo pudo entreabrir una parte
de la bolsa, su manita metálica acarició la suave mejilla de Samuel. Era su
despedida.
Aunque antes se llevaría algo…
De su cilíndrico cuerpo sacó unas pequeñas tijeras con las que cortó
un largo mechón de trigo dorado.
Si los robots hubieran tenido padre, Samuel lo hubiera sido para él.
Se quedó largo tiempo contemplándole. Era extraño; después de mil años, la
vida ya no formaba parte de él, inmóvil en el suelo, sin percibir su calor…
!210
Calor… alguien le observaba. Giró levemente su cuello para poder
ver a sus espaldas e introdujo suavemente el mechón dentro de él sin que se
notara.
Y allí estaba de nuevo aquella figura familiar, a un par de metros
detrás de él, observándole desde a saber cuándo. Apoyado pacientemente en
el marco de acceso a la sala, intrigado. Esperando a que Parvus se girara.
Sintió un escalofrío, no quería aceptarlo, pero sentía miedo de aquel hombre,
Arcadi.
Indefenso, había bajado la guardia por un momento y ahora se sentía
atrapado como un ratón. Sin posibilidad de salir corriendo en busca de su
ama.
Se giró por completo y le miró desafiante.
Arcadi torció el cuello y entrecerró los ojos, curioso. Era un diálogo
silencioso. Hasta que lo rompió.
―Te conozco.
A Parvus le sorprendió esa afirmación. Ya que los datos que tenía de
ese hombre eran meramente de archivo. No albergaba ningún recuerdo de él.
Parvus, obviamente, no contestó.
Arcadi continuó hablando.
―¿No me crees? ―Arcadi suspiró y alzó una mano―. Yo mismo te
diseñé con estas manos, justo antes de que estallara Marso y todo se fuera a la
mierda.
!211
Parvus estaba perplejo, ¿que pretendía? No gesticuló ni se movió un
ápice.
―No llegué a construirte. Aunque veo que Samuel acabó el trabajo
por mí y lo hizo muy bien. Qué curioso… encontrarte aquí…
Se quedó pensativo unos segundos frunciendo el ceño; aunque
parecía en calma, se cogió la cabeza con ambas manos de súbito. Parecía que
estuviera sufriendo algún tipo de ataque. Se pegó fuertemente con las dos
manos y se arañó la cabeza con fuerza hasta hacerse sangre.
Parvus observó la escena desconcertado.
―Qué he hecho… Qué he hecho… ¡¡¡Qué tengo dentro!!!
―vociferó totalmente ido―. ¡Y ahora apareces tú!, ¡para recordarme todos
esos momentos!
Se arrodilló en el suelo y se arrastró lastimeramente hacia el cadáver.
Sus ojos rojos parecían todo el tiempo a punto de sollozar. ¿Él tampoco
podía llorar?
Agarró un trozo de la bolsa que contenía a Samuel con una mano y
la retorció hasta casi romperla. Un espasmo de dolor pareció recorrerle.
―Samuel…; Samuel, ayúdame…
!!!!
!212
Aquel verano era radiante y abrasador, jamás se había vivido uno igual. Los
campos y viñedos resplandecían bañados por el sol. Era 1876 y las temperaturas no
dejaban de subir.
Sin embargo, tanto a Samuel como a Arcadi aquello les traía sin cuidado.
Corrían por el campo, como cada mañana, inmersos en sus pesquisas, sin importarles el
intenso calor del día.
Los dos tenían la misma edad, dieciocho años recién cumplidos, y aquello para la
época disgustaba a su familia. «A tu edad yo ya había sentado la cabeza y estaba casado»,
repetía sin cesar el padre de Arcadi, regañándolo. Era dueño de la mayor factoría textil de
Barcelona, uno de los hombres más ricos, amados y respetados de la ciudad. El padre de
Samuel proveía al padre de Arcadi de maquinaria textil importada directamente de
Inglaterra. Aparte de socios, eran grandes amigos, así que cada verano las dos familias se
juntaban y los dos jóvenes aprovechaban todo ese tiempo para divertirse lo máximo posible.
Caía ya el mediodía y el bochorno era insoportable. La hora de comer se les
echaba encima, así que corrieron entre risas, pegándose como críos, hacia la entrada
principal de la casa señorial de la que su familia era dueña.
Los dorados cabellos de Samuel brillaban bajo el sol, su sonrisa irradiaba
felicidad. Arcadi lo consideraba su hermano aunque no lo fuera de sangre, realmente él solo
tenía una hermana pequeña, a la que también amaba con locura. No obstante, envidiaba
a Samuel, quien tenía multitud de hermanos, primos y primos segundos. Entre ellos,
Clementine, que también había decidido pasar aquel verano en su compañía. Se encontraba
en la casa, seguramente ajetreada preparando la comida o aleccionando a algún sirviente.
Era una muchacha muy dulce y tímida, aunque una obsesa de la limpieza y el
orden; cualquier cosa que no estuviera en su lugar la enervaba.
!213
Entraron por la puerta principal, con las botas llenas de polvo, sin haberlas
limpiado primero y dándose coces y burlándose el uno del otro. Era grato entrar en el
vestíbulo, guarecido del calor, fresco y en sombra.
Se sobresaltaron al darse cuenta de que Clementine estaba justo en el umbral
delante de ellos. Inmóvil, de pie. Como esperándoles. Sus largos cabellos rojos caían en
bucles perfectos, llevaba un vestido polisón entallado de color crema que le hacía una figura
esbelta y estilizada. Era ciertamente exquisita.
Arcadi y Samuel se quedaron callados esperando la bronca.
Sin embargo, Clementine tenía una mirada extraña en los ojos, no dejaba de
mirar fijamente a Arcadi hasta que se llevó las manos a la boca y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
―¿Que pasa, Clementine? ―preguntó Samuel desconcertado.
Ella se acercó a Arcadi y puso sus manos sobre su pecho. Esa confianza que
siempre mostraba Clementine con Arcadi fastidiaba a Samuel, que siempre había estado
enamorado de su prima segunda en secreto.
―Tu hermana…, tu madre… Arcadi…
Arcadi frunció el entrecejo, ¿qué estaba intentando decirle?
―Ha habido un accidente en Barcelona… el calor… con el tranvía…; no sé
cómo ha pasado exactamente, pero… pero…
―¿Qué quieres decir?, ¿están bien, no? ―comenzó a ponerse muy nervioso.
―Arcadi, yo… lo siento mucho… ―Clementine rompió a llorar sin
desconsuelo.
!214
Arcadi dio un pequeño paso hacia atrás; no podía contener la angustia que
atravesaba su corazón y su rostro era una máscara de dolor. Samuel intentó asirle de un
brazo. Estaba blanco como la leche, lo rechazó bruscamente.
―¿Dónde está mi padre? ―preguntó confuso―. ¿¡Dónde!?, ¿¡dónde está mi
padre!? ―comenzó a gritar.
Clementine no dejaba de llorar. Arcadi se acercó a ella y la agarró por los
hombros zarandeándola.
―¿¡Dónde está mi padre Clementine!? ¡Dímelo!
Clementine negó con la cabeza sin saber darle una respuesta.
Arcadi se quedó petrificado en silencio durante un par de eternos minutos,
procesando lo que había pasado. De repente salió disparado por la puerta sin mediar
palabra.
―¡Arcadi!, ¡Arcadi, adónde vas! ―exclamó Samuel.
Pero había arrancado a correr como un loco perseguido por el diablo. Desapareció
durante días. No fue hasta al cabo de una semana que volvió, con la misma ropa, sucio,
débil y maltrecho. Como si algo o alguien le hubiera atacado o se hubiera metido en una
pelea.
Su padre, mientras tanto, no pudiendo aceptar la desgracia que había ocurrido en
la familia Balasch, partió hacia Inglaterra. Apenas pasaba por la casa señorial afincada
en Sitges, dedicado por entero a sus negocios en el otro lado de Europa; había medio
abandonado a su hijo Arcadi, no podía evitar, al verle, recordar a su mujer y a su hija
perdida. Acabó formando una nueva familia en Londres y apenas si le volvió a ver nunca
más.
!215
Tras la muerte de su hermana y su madre en la casa todo cambió, Arcadi no
volvió a ser el mismo. Los primeros días los pasó encerrado en su habitación,
completamente a oscuras; parecía estar cursando alguna enfermedad grave. Todos pensaron
que había contraído la fiebre amarilla, que se había llevado a mucha gente durante esos
años. Sin embargo, tras recuperarse, siguió con la misma actitud taciturna y distante.
Dormía durante todo el día y caminaba por la casa durante las noches como un fantasma,
sin dirigirle la palabra a nadie…
Samuel decidió quedarse a vivir allí junto a su prima segunda para cuidar de él.
Arcadi era su familia, no iba a dejarle solo como había hecho su padre.
Y en un segundo pasaron tres años. Samuel se declaró finalmente a Clementine,
aun sabiendo que todavía guardaba sentimientos por Arcadi, y esta le aceptó. Se casaron y
al poco Clementine quedó embarazada. Decidieron dar a luz al bebé en la casa; tenían la
esperanza de que un niño reavivaría aquel hogar, Arcadi saldría de la oscuridad de su
cuarto y dejaría de estar ausente para todos.
Llegó otro caluroso día de verano y Clementine dio a luz a un niño hermoso y
rollizo, Jonathan. Todo hubiera ido bien si ella no hubiera muerto durante el parto…
Samuel llevaba horas preso de la rabia y el sufrimiento. Su mujer acaba de
morir, su amada de cabellos rojizos que tanta felicidad le había dado, y Arcadi seguía allí,
encerrado ¡Sin importarle nada! Su preciosa Clementine no iba a volver, su mejor amigo
estaba ido. Había perdido su autocontrol y su paciencia se había visto superada, ¡Arcadi
saldría de esa habitación con o sin su consentimiento!
Atravesó lanzado toda la casa y se plantó delante de sus aposentos. Una puerta
de madera cerrada a cal y canto le impedía el paso. Intentó abrirla; estaba cerrada por
dentro.
!216
―¡Abre, Arcadi!, ¡abre!, ¡Clementine ha muerto! ―gritó para que le oyera―.
¡Abre, maldita sea! ¿Me oyes? ¡¡Abre!!
Dio un puntapié a la puerta.
Los sirvientes que pasaban por allí se mostraron muy alterados. Sabían que
Arcadi había dado orden explícita de que nadie, bajo ningún concepto, abriera la puerta
durante el día.
Sin embargo, Samuel estaba fuera de sí; le propinó otra fuerte patada a la puerta
e hizo ceder el marco levemente.
―¡Arcadi, estoy harto!, ¡estoy harto, me oyes!, ¡yo también he perdido a
Clementine! ¡¡Abre la puta puerta!!
Tres pasos hacia atrás… un minuto para sopesar el grosor de la madera antes de
estrellar su hombro contra ella furiosamente.
La puerta cedió por completo, cayendo al suelo con gran estruendo.
Apenas logró ver nada en el interior de la habitación, una serie de cortinas negras
totalmente opacas tapaban completamente las ventanas, por donde no pasaba ni un jirón de
luz. Olía a cerrado y el ambiente era sofocante.
Corrió airado hacia una de las ventanas y arrancó la cortina. Un poco de luz
entró. Arcadi estaba metido en su gran cama dosel, cubierto de mantas y almohadones.
Se incorporó de golpe.
―¡Qué estás haciendo! ―gritó―. ¡Cierra esa ventana ahora!
―¿Es que no me has oído?, ¡te acabo de decir que Clementine ha muerto!, ¡¡ha
dado a luz a mi hijo y ha muerto!!, ¿¡y solo te importan las malditas ventanas!? ―Samuel
hervía de dolor.
!217
Atormentado, arrancó otra cortina y otra, la luz cada vez entraba con más
fuerza en la habitación. El sol radiante se estaba adueñando de ella, ahora podía ver con
mucha más claridad, todo estaba dejado y cubierto de polvo. El ambiente era tétrico y
espeluznante.
―¡Por favor, Samuel!, ¡para!, ¡para!, ¡vas a matarme!
Arcadi se cubrió por completo con la sobrecama, Samuel se abalanzó sobre él y
estiró de la manta. Cogió bruscamente el brazo de Arcadi y lo arrancó fuera de su lecho,
quedó totalmente expuesto a los rayos del sol. Estaba pálido como la leche, solo destacaban
sus labios, intensamente rojos. Se quedó en el suelo observándose horrorizado.
Samuel apaciguó durante unos segundos su furia. ¿Por qué demonios actuaba
así?
De su piel comenzaron a brotar, súbitamente, miles de puntitos rojos. Su cara,
sus piernas, todo su cuerpo, incluso el blanco de sus ojos ya no era blanco, era rojo sangre,
como si todo su cuerpo estuviera supurando. Miró hacia Samuel aterrado y comenzó a
retorcerse de dolor.
―Qué… ―musitó Samuel, totalmente desorientado.
Arcadi intentó arrastrarse debajo de la cama, dejando un rastro de sangre a su
paso. Era una imagen dantesca, Samuel no lograba entender nada de lo que estaba
pasando. Se veía sobrepasado, todo iba muy rápido.
―Arcadi, qué… ―intentó ayudarle.
Este le agarró fuertemente la mano y una voz gutural salió de él.
―Pier… pierdo mi sangre… Necesito sangre… muero… el sol…
Nada tenía sentido.
!218
Samuel intentó cogerle en brazos.
―No… no…; vete… ―suplicó Arcadi con un hilo de voz, cada vez más
debilitado por el extremo desangramiento.
―¿Qué es?, ¿qué te pasa? Voy… Voy a llevarte al doctor ―le dijo, sin creer
demasiado en que el médico, que aún se encontraba en la casa, pudiera hacer algo por él.
Lo cogió en brazos como si fuera un muñeco de trapo y se lo cargó encima. La
sangre de Arcadi cayó a borbotones sobre él, bañó su cara, sus ojos, sus labios. Se relamió,
sabía a oxido.
Fue justo antes de cruzar el umbral de la puerta cuando notó una fuerte
quemazón en el cuello, como si dos afiladas agujas se le clavaran fuertemente provocándole
muchísimo dolor. Sintió como su propia sangre era drenada y cayó de rodillas.
―¡Pero qué! ―chilló mientras intentaba sacarse a Arcadi de encima, quien le
mordía con extrema avidez.
Cuando le recogió del suelo estaba muy débil y ahora no lograba ni deshacerse de
una de sus manos que le tenían agarrado como zarpas. Cada vez dolía más y más.
―¡Arcadi!, ¡Arcadi!, ¡¡basta!! ―bramó.
Los gritos desesperados de Samuel surtieron efecto, dejó de morderle y levantó la
cabeza enseñando unos largos colmillos bañados en sangre; era como un monstruo. Había
dejado de supurar, pegó un salto y se metió en un rincón oscuro entre la mesita de noche y el
armario. Sus ojos parecían los de una presa a punto de ser sacrificada.
Samuel se cogió el cuello y cayó al suelo; comenzó a perder levemente la
consciencia. Todo le daba vueltas, ¿estaba viviendo una pesadilla?, ¿todo aquello era real?
!219
Arcadi le había mordido como un perro salvaje y estaban ocurriendo cosas demasiado
extrañas como para que su cordura lo aceptara… ¿En que se había convertido?
Intentó alcanzarle, ¿iba a morir también? Parecía tan asustado…
Arcadi comenzó a sollozar como un crío y se encogió sobre sí mismo.
―Samuel…, Samuel…, ayúdame… ―musitó.
!!!!
!
!220
CAPÍTULO 7
Naturaleza divina
!!Isembard no salía de su asombro, acababa de presenciar una especie
de milagro. Jamás en la vida había visto nada igual. Después de todo lo vivido
en aquel fatídico día y tras pensar que nunca saldría vivo de aquel horrible
infierno no solo estaba a salvo, sino que acaba de vivir una experiencia única
que sobrepasaba el universo concebido para él.
Había notado como su cuerpo había dejado de ser su cuerpo e
inesperadamente se encontraba en otro lugar, lejos de las vingers, lejos de
esos engendros horribles, lejos de las muertes y de las nubes de gas. En el
espacio, rodeado de estrellas, envuelto en una quietud maravillosa y pasmosa
paz. Su radar marcaba que estaban a millones de kilómetros de dónde se
habían encontrado diez segundos atrás. Demasiado increíble. Aquella
muchacha… era increíble…
Addaia seguía con los ojos cerrados, sentía cosquillas por todo el
cuerpo. Notaba cada una de sus extremidades con aguda sensibilidad. Volvió
poco a poco a ser consciente de su situación actual. Aquella experiencia la
había dejado totalmente extenuada, casi no podía ni moverse.
Era consciente de que acababa de conseguir una proeza, ni ella
misma sabía muy bien cómo. Pero era obvio que sus habilidades
excepcionales se habían desarrollado con el paso de los años y el
!221
entrenamiento. Como quien aprende a escribir o a dibujar, había aprendido a
forzar la realidad conocida a su voluntad. Como si fuera un Dios.
Un agudo dolor azotó su mente al recordar la muerte de su padre.
Hubiese preferido quedarse perdida en la inmensidad del universo antes que
volver a la conciencia y acordarse de lo sucedido, al menos allí el tormento no
existía.
Abrió los ojos poco a poco; K11 seguía en la cabina de atrás,
moribundo. ¿Seguiría vivo?
Intentó levantarse torpemente. Se sacó las agujas sensoras, no sin
una mueca de dolor e intentó abrirse paso a través de la nave, tropezándose
con todo.
―Cuidado ―balbuceó Isembard, aún con la boca abierta por lo
sucedido.
La vio meterse en la parte de atrás, donde estaba el chico que parecía
muerto. Se asomó disimuladamente para observarles.
Addaia se arrodilló y puso en su regazo a K11. Estaba en tan mal
estado… los humanos eran tan débiles y delicados, aunque aquel chico le
había demostrado valor, absoluta devoción sin pedirle nada a cambio. Ella
había sido la culpable de todo. Se había obsesionado en protegerla y por eso
ahora estaba en esa circunstancia. Ningún cuerpo humano podía resistir algo
así.
Y ahora solo le quedaba un destello de vida, una pequeña chispa
llameante que se apagaba a cada segundo. Si le daba su sangre probablemente
acabaría matándolo. Había sido mordido por un câlîgâtum y por Arcadi. Si
!222
no bebía sangre desmodos moriría en cualquier caso de forma segura. La
necesitaba, pero ella no quería dársela.
Estaba tan agotada… intentó sanarle con todas sus fuerzas, se
concentró todo lo que pudo para cerrar sus heridas y salvarle de la infección.
Sin embargo, era inútil, solo consiguió que recuperara vagamente la
consciencia.
Isembard estaba intrigado, no sabía bien qué estaba haciendo con él,
pero de pronto pudo presenciar como el pobre chico medio muerto
comenzaba a reanimarse subiendo y bajando su pecho recuperando la
respiración. Le vio entreabrir ligeramente los ojos, parecía que aún estaba
vivo… ¿Había sido ella?
Addaia entremetió sus dedos en el suave pelo castaño de K11 y le
acarició.
―Hola… ―le dijo dulcemente.
―Hola… ―contestó él con una media sonrisa, esputando sangre.
―No hables ―le recomendó ella.
―¿Voy a morir, verdad? ―dijo, tan seguro de ello como nunca no lo
había estado de algo.
Addaia asintió y las lágrimas comenzaron a resbalarle por las mejillas.
―¿Dónde está tu padre? ―Hizo un vago intento de mirar alrededor
sin lograr verle.
Addaia gesticuló negativamente, no le salían las palabras.
!223
―Entonces no ha ido bien… Pero tú sí estás viva ―volvió a
sonreír.
Su entereza era admirable.
Addaia siguió acariciándole.
―Lo siento mucho ―se lamentó.
K11 la miró a los ojos con ternura.
―Adda, he recordado algo… ―tosió de nuevo.
Ella formó una delgada línea con sus labios. Aquello era demasiado.
―He recordado mi nombre… ―Su cara reflejaba verdadera
felicidad―. Mi… mi madre me acariciaba así los cabellos cuando yo era muy
pequeño. Antes de que los del Credo… Ella pronunciaba mi nombre
mientras lo hacía y me contaba historias sobre Pangea. ―Hizo acopio de
toda la fuerza que le quedaba y cogió su mano―. Eltanin… Así me llamo.
Eltanin.
―Eltanin ―repitió Addaia con una sonrisa, sosteniendo su
mano―. Ya eres un hombre completo.
―No… ―musitó―. Lo hubiese sido si hubiera logrado protegerte.
―Tosió con fuerza y cerró los ojos―. Quiero… quiero…
Su mano cayó al suelo sin fuerza. Le perdía, como había perdido a su
padre. Ahora le tocaba a él… No obstante, todavía le quedaba una vaga
esperanza, un pequeño resorte al que acogerse antes de caer al vacío y este
residía en la sangre de ella, su valiosa sangre. Estaba tan asustada… «Tengo
!224
que hacerlo, tengo que probar al menos…», se torturó. Por esa misma razón
había muerto su padre, debido a su terquedad. Apretó la mandíbula con
fuerza y en apenas un segundo se rajó la palma de la mano con sus afiladas
uñas, la sangre comenzó a brotar intensamente.
Se juró a sí misma perdonarse por lo que estaba haciendo. ¿Era
egoísmo su empeño en que siguiera viviendo?
Abrió suavemente la boca de Eltanin con una mano y la sangre se
introdujo en su garganta como un río rojo y caliente. Sus labios gruesos y
carnosos se tiñeron de carmesí.
Un par de lágrimas silenciosas brotaron del rostro de Addaia; no
solo estaba alejándose para siempre de sus dos grandes amores… También
estaba dejando atrás sus principios, su propia moral. Despojada de todo ya,
solo le quedaba redimirse del pecado salvando a otros.
No pasó ni un instante y K11 comenzó a convulsionar presa de la
conversión. Addaia se apartó ligeramente, temerosa. Cerró la herida que se
había autoinfligido con un simple gesto y dejó de sangrar.
En unas pocas horas sabría si lo superaría o no…
Isembard lo observaba todo con los ojos abiertos de par en par; fue
entonces cuando Addaia se percató de su presencia. Se enjuagó la cara con el
puño y le miró impasible. Volvió a centrar su mirada en Eltanin.
Había llegado la hora de tomar una decisión. Iba a dejar de ser
neutral en esta contienda. Su vida había cambiado por completo, la lenta
rutina de su vida durante largos años jamás volvería. Todo estaba roto ahora.
Como un jarrón de cristal se había caído al suelo haciéndose añicos, había
!225
desparramado todos sus sentimientos en el frío suelo. Era hora de implicarse.
Era hora de elegir su propio destino.
Tera.
!!!!!!!!!!!!!!
!226
El General no podía estar más preocupado… Cônspectus se había
encerrado en sus aposentos y había ordenado que nadie le molestara hasta
que no terminaran las conversiones. No entendía por qué justo en esa
coyuntura actuaba así… En el momento de mayor gloria para su raza, no
parecía estar disfrutándolo. Más bien todo lo contrario…
Sacudió su cabeza intentando disipar sus pensamientos desleales.
Cônspectus sabía en todo momento lo que hacía y no iba a dudar de él jamás.
La venganza estaba servida. Y la victoria sería suya.
La mujer había escapado sin dejar rastro, por lo tanto, para su propia
tranquilidad, ya no quedaba nadie capaz de distraerle. Esa mujer le había
envenenado la mente.
Cônspectus había entrado en cólera al enterarse de que se les había
escapado; era una ramera poderosa. Sin embargo, el General,
inteligentemente, le recordó acto seguido que aún tenían el cadáver del otro
en la bodega y le preguntó qué quería que hiciera con él. Rápidamente, el
tema de la conversación viró y Cônspectus se mostró turbado, ordenándole al
final que se deshiciera de él.
Era obvio que se avergonzaba de esa muerte. No obstante, dar
muerte a cualquier traidor era una obligación, desmodos o no, no había nada
de lo que arrepentirse. El General se sentía orgulloso y los planes marchaban
bien, pero que muy bien…
―¡General! Tenemos las conversiones en proceso. Necesitamos
cargar las otras valquirias ―le informó un soldado câlîgâtum.
!227
Tácticamente no necesitaban más de seis mil efectivos. Sin embargo,
no quería quedarse corto, atiborraría las valquirias hasta el máximo de su
capacidad. Diez mil serían suficientes.
Las conversiones habían ido tan bien que incluso habían tenido
tiempo para drenar toda la sangre a los sobrantes para asegurarse un buen
botín. La penitenciaria de Anillo estaba repleta de perros humanos
perdedores que accedían sin vacilar, la única utilidad de los más débiles corría
por sus venas.
Las valquirias Gunnr y Rota seguían esperando fuera para recoger el
cargamento.
―Bien. ―El General se levantó―. Informaré a Cônspectus de que
necesitamos movernos.
Decidió hacerlo personalmente y se encaminó hacia sus aposentos
sin vacilar.
Que midiera casi dos metros empeoraba más aún el hecho de que su
aspecto físico se asemejara más al de una bestia que al de un humanoide.
Espalda arqueada, pelo muy largo, recogido en una coleta, rostro oscuro y el
par de afilados colmillos que sobresalían ominosamente de su boca acaban de
conformar su presencia indómita. Portaba satisfecho el uniforme câlîgâtum
estándar, mostrando sus galones en el pecho, rodeando el emblema del lobo-
tigre rojo.
El General tenía su propia historia. Llena de odio, rencor y
venganza. No por ninguna razón era la mano derecha de Cônspectus.
!228
Llegó a los aposentos de este y pidió permiso para acceder al
interior.
Las puertas se abrieron.
Todo estaba inusitadamente a oscuras. Hacía frío, humedad y se
sintió incómodo en su interior.
No logró ver nada, así que se dirigió hacia el vacío fondo de la sala.
―¡Cônspectus! Necesitamos dejar paso a las demás valquirias. El
cargamento está ya preparado.
Nadie respondió.
Notó un ligero movimiento sobre la mesa. Un reflejo metálico.
Se aventuró a acercarse unos pasos. Cuando centró la vista se dio
cuenta de que había un pequeño androide de menos de medio metro sentado
sobre ella. Un segundo antes de que saltara a por él, Cônspectus salió de
entre las sombras. Tenía mala cara.
―General, déjelo. Es mi invitado.
Antes de que hubiera movido ni un dedo, Cônspectus ya sabía lo que
iba a hacer. Le conocía demasiado bien.
―Tienes mi permiso ―contestó a sus demandas―. Haz lo que
creas conveniente. Confío en tus decisiones, no hace falta que me molestes
para cosas así.
El General no estaba seguro si le había sentado bien o mal ese
precepto. Ciertamente se sentía molesto. ¿Qué era ese androide? No pudo
disimular su inquieta mirada hacia el pequeño engendro de metal.
!229
―¿Alguna cosa más? ―preguntó Cônspectus, inclinando su cabeza
intrigado.
―¡No, Señor! ―contestó a su pregunta―. Le iré informando
mediante su teluris según transcurra lo cometido.
―Perfecto ―concluyó Cônspectus, asintiendo con la cabeza.
El General se cuadró delante de él antes de darle la espalda y salió de
sus aposentos, no sin cierto mal sabor de boca.
Una vez se hubo marchado, Arcadi se sentó en su gran sillón
Chesterfield marrón oscuro. Cruzó las piernas y miró a Parvus.
El androide llevaba bastante rato allí y todavía apenas se había
dignado a hablarle. Parvus no entendía bien qué quería de él y qué hacía ahí,
se había dedicado exclusivamente a observar cómo daba vueltas por la sala y
se sentaba en ese sillón a pensar.
Su mano se posó bajo su mentón y de pronto pronunció un nombre.
―Parvus.
Su nombre.
―Me ha costado recordarlo ―continuó.
Parecía que le costaba hablar, aunque también parecía no querer
estar solo. Hizo una larga pausa y de nuevo se dirigió hacia él.
―¿Me odias, Parvus? He matado a tu segundo padre.
No se inmutó ante la pregunta, estaba en su propia huelga de
silencio. Se sentía muy confuso, lo único que quería era salir de allí.
!230
―Ven aquí ―le ordenó Arcadi señalando hacia sus pies.
No se movió.
―Ven aquí…, por favor.
No parecía un hombre de los que pedían las cosas por favor. Así que
le hizo caso.
Se acercó con recelo y se quedó como a un metro del sillón
mirándole con sus pequeños ojos artificiales.
Arcadi se incorporó.
―Es una pena que no puedas hablar…
Parvus escuchaba atentamente.
―Sabes… esas leyes no las decidí yo, las creó el ser humano. Vamos
a crear un nuevo mundo, donde yo voy a ser el único que dictamine las leyes.
¿Que te parecería si cambiase alguna de ellas?
Parvus entendía perfectamente cuál era su proposición, era tan
aterradora como tentadora. ¿Transgredir la ley de la Prohibición Mecánica?
Se le erizaban las junturas solo con pensar en ello.
Quería odiar a ese hombre por lo que había hecho. ¿Realmente era
su creador? ¿Hablar? Para él era un sueño totalmente inalcanzable.
Arcadi percibió su indecisión.
―Vas a quedarte conmigo ―sentenció―. Y tú, pequeño androide,
vas a ser el primero de muchos a los que vamos a poder escuchar…
!231
Cuando Parvus por fin entendió que hablaba en serio tembló de la
emoción y el miedo. Jamás en su pequeño corazón metálico habría pensado
que…
!!!!!!!!!!!!
!232
Addaia se sentía agotada y hambrienta, había rebuscado por toda la
nave y solo pudo encontrar un cilindro lleno por la mitad de cruor. Se lo
bebió aprisa.
Hacía unos minutos el humano que había recogido en Anillo le había
explicado que era un laboristo entregado a Anillo para trabajos forzados. No
le creyó, sus manos no eran en absoluto las de un trabajador de la industria
del Credo. Además, gozaba de buena salud pese a estar ya entrado en años,
cosa que según tenía entendido no era nada habitual en Tera. Y aunque
forzara deliberadamente su forma de hablar, notaba grandes dosis de
educación y cultura en sus palabras. También parecía tener graves problemas
de drogadicción…
No obstante, ya se estaba acostumbrando a tratar de nuevo con
humanos. «Esos grandes mentirosos…». Eltanin era una rara excepción, no
tenía miedo a decir la verdad ni a mostrarse.
―Déjame ver tu muñeca ―le pidió a Isembard.
El hombre la observó de soslayo.
―Vamos ―aseveró.
Extendió su brazo intrigado. Tenía la muñeca rota, parecía saberlo.
Ella se habría dado cuenta al verle sufrir durante el pilotaje, realmente le ardía
de dolor. La aferró con sus finos y largos dedos mortíferos.
―Mírame a los ojos ―le ordenó.
La miró sin vacilar.
!233
―Ahora quiero que me escuches, no te lo plantees, solo escúchame.
Piensa que tu muñeca ya no está rota.
―¿Cómo? ―preguntó confuso.
―No lo intentes, solo concentra tu pensamiento en que está
enteramente sana por unos segundos, ¿me harás ese favor? Te salvé la vida
allá abajo, no voy a hacerte daño.
Ya sabía que no iba a hacerle daño, no era eso. Es que no sabía que
pretendía con todo aquello.
Pasó del frío contacto de sus dedos alrededor de su muñeca a un
drástico calor. Ahora quemaban.
―¿Qué estás haciendo? ―dijo sensiblemente asustado.
―¡Concéntrate en que está sana! No me estás ayudando. Los
humanos sois tan cerrados ―le dijo ásperamente.
Le hizo caso, no quería verla enfadada bajo ningún concepto.
Se sentía extrañamente a gusto en su compañía, ninguna mujer le
había causado esa sensación antes. Ella era tan diferente a todas las laboristos
que había conocido hasta ahora… por no hablar de las altivas y estúpidas
burguesas. Era revelador, así que la tomaría en serio aunque le resultase
absurdo.
Antes de que dejase de pensar en ello su muñeca dejó de dolerle por
completo. También notó relajación en su dolorida espalda, como si se
hubiera tomado el tónico más potente jamás creado o la droga anestésica más
fuerte del mercado. En unos pocos segundos todo su cuerpo estaba…
!234
¿sanado? Torció la muñeca hacia varios lados, incrédulo. Ni rastro de la
rotura. ¡Estaba completamente curada! No cabía en su asombro.
¿Quién era esa chica? ¿Qué era? ¿Cómo conseguía hacer todo
aquello…? Era un ser maravilloso… estaba fascinado.
Addaia observó como el hombre pasó de la desconfianza a
contemplarla como si fuera un dios.
―Y ahora… ―le dijo muy seriamente―. ¿Vas a contarme la
verdad?
Estaba avergonzado de que se diera cuenta tan fácilmente de sus
mentiras. Lo cierto es que había respondido a sus preguntas
atropelladamente. Creyó que si cualquier Kojna Dento se enteraba de que
formaba parte de los Nueve, aunque fuera un desgraciado repudiado por su
propia gente, se lo merendaría en menos de un segundo. Aunque ella, ella
era… Especial.
―Muy bien. ―Sus ojos bajaron hacia el suelo―. Aunque me
gustaría que no me juzgases. Soy un hombre de honor. ―Volvieron a subir y
fijaron su mirada en ella para reforzar aquella afirmación.
Addaia asintió.
―Puede que lo seas, aunque necesito saber… Quiero ser consciente
de si vas a poder ayudarme en mi próximo movimiento o no.
Isembard sopesó aquella proposición y sus posibles consecuencias.
―¿Qué es exactamente lo que…?
!235
―Pon rumbo hacia Tera ―le interrumpió―. Y explícame quién
eres y por qué estás aquí.
!!!!!!!
!236
En Tera, las cosas habían pasado de ir muy mal a ser un completo
desastre.
La energía seguía cayendo en picado; cuanto menos había, más
faltaba. Además, se hacía cada día más difícil cosecharla. Habían caído tantas
placas y ciudadelas enteras al vacío que las estruendosas explosiones de las
muertes en masa se habían vuelto una penosa rutina.
Los laboristos habían entrado en pánico, muchos habían dejado de
trabajar para tratar de huir a sectores más seguros, cosa que empeoraba todo
aún más. Se necesitada mucha cantidad de energía y efectivos para sofocar
dichas rebeliones que no habían sido previstas, las cuales, para desgracia de
todos, acababan con más derramamiento de sangre.
La flota no había vuelto al completo y se oían fuertes rumores de
que había habido una invasión en el complejo carcelario de Anillo. El miedo
y el nerviosismo comenzaban a olerse por todas las esquinas de Tera. Habían
desatado la serpiente, se había enroscado en su propio cuello y ahora no
sabían cómo deshacerse de ella; estaba a punto de morderlos y no tenían
ningún antídoto para contrarrestarla.
La palabra rendición comenzó a escucharse; solo era un susurro,
pronunciado con la boca pequeña. Los Nueve estaban bajo el punto de mira.
Siendo por primera vez cuestionados severamente por la burguesía, el Credo,
para desesperación de Malmastro, perdía fuerza a cada día que transcurría.
Tera estaba colapsada.
De poco servía ahora su fe si no paraba de morir gente cada día.
Tajdo y Geligio estaban reunidos en el despacho de Malmastro de
nuevo. Se respiraba una profunda tensión en el ambiente.
!237
El gordo estaba hincado en su silla. Embutido en su ostentosa túnica
negra, estaba más seboso que nunca. No se privaba de nada, incluso se estaba
comenzando a quedar calvo. A Tajdo le asqueaba su figura dejada, sus dedos
gordos y grasientos y su bien conocido carácter prepotente.
Le miraba con expresión acusatoria.
Geligio, como siempre, estaba sentado en una esquina, callado.
«Tremendo inútil…». Nunca había dejado de preguntarse cómo demonios
había conseguido llegar a ser uno de los Nueve.
Malmastro torció la boca antes de hablar.
―Nunca debí confiarte el sector energético.
Tajdo solo sentía ganas de incrustar su gorda cara en la pared.
Mantuvo la calma y no contestó a su provocación.
Los fatídicos vaticinios de Isembard se estaban haciendo realidad. Y
no era culpa suya, era culpa de todos.
Precedido por un estruendo, un apagón de energía aconteció y tras
ello, las luces de emergencia se encendieron y dejaron sumida la sala en una
espectral semioscuridad que hacía más palpable la grave situación.
―¡Todo esto es un desastre! ―Repiqueteó con sus gordos dedos
sobre la mesa claramente enfadado, sus ojos brillaban a través de la tenue luz.
―No te atrevas a culparme… ―murmuró Tajdo harto de su
agresiva actitud.
―A quién si no, ¿eh? ―Malmastro estaba histérico―. ¡Tú eras el
responsable de llevar esto y no has hecho más que empeorarlo! Perdemos
!238
mano de obra a cada segundo que pasa, apenas fluyen suministros, los
transportes y las líneas comerciales están cerradas, la presión de la burguesía
es muy fuerte… ¡Incluso se está poniendo en entredicho el Credo!, ¡mi
Credo!, ¡mis ovejas! ―Cada vez gritaba más―. ¡Mis ovejas se están
perdiendo! ―escupía considerables cantidades de saliva a cada palabra que
espetaba. Era sumamente desagradable.
―Te hice un favor y me lo devolviste con algo ya estropeado
―respondió Tajdo insidioso―. Tú has sido el que me ha metido en este lío.
Llevabas tiempo queriendo la supremacía de los Nueve y nos has ido
barriendo del mapa poco a poco con tus manipulaciones diabólicas y tu
demagogia barata.
Malmastro abrió los ojos de par en par, gravemente insultado. Se
levantó de su silla repentinamente y dio un brusco manotazo a su mesa.
―¡No vuelvas a dirigirte a mí jamás así, maldito bastardo! ―Las
aletas de su nariz se abrieron, tenía los ojos inyectados en sangre.
Tajdo, en un destello de lucidez, apreció por las reacciones de su
obeso cuerpo que Malmastro parecía perjudicado por las drogas a las que
tanto repudiaba. La conversación cada vez se calentaba más.
Geligio, en una esquina, sin inmutarse, era como la sombra de un
hombre invisible.
Tajdo no tenía ninguna intención de recular, Malmastro no le daba
miedo. Estaba harto de su prepotencia. Era cierto que probablemente era el
que tenía más poder entre los Nueve, poseía muchos simpatizantes y
fervorosos creyentes, podría buscarle la ruina si se lo proponía… ¡Pero qué
!239
demonios! Estaban con el agua al cuello ahora. Con una guerra en el peor
momento y situación, el tiempo no les era favorable y los cambios se
avecinaban. Su religión estaba acabada.
Tajdo, tras un forzado silencio, le recriminó:
―Vamos a terminar todos desangrados por un Kojna Dento… Tu
mayor preocupación no debería ser el cómo me dirijo a ti, sino en cómo
sacarnos de esta guerra en la que nos has metido sin estar preparados.
―¡Cómo te atreves!, ¡hubo una votación! ―graznó indignado al oír
su acusación.
―Sí… La hubo. Y todos sabíamos quién era el que más la deseaba
en esa sala. Isembard se te oponía y te lo quitaste de encima con una jugada
maestra.
―¡Tú también te oponías! ―chilló.
―Sí. Pero me dejé sobornar. Isembard no.
―¡Eres un estúpido!, ¡yo soy el pastor supremo!, ¡la gente me ama!
―Todos te culpan ―sentenció Tajdo en un tono más que cortante.
Malmastro se quedó en silencio por unos segundos mirándole con
odio acérrimo.
―No es cierto, maldito traidor… Rata inmunda… ―dijo al fin.
―Admítelo… ―le respondió Tajdo con una mueca jocosa―. Estás
acabado, tú y tu religión estáis acabados. Ya nadie cree en el Credo, ya nadie
quiere trabajar para ti si eso supone la muerte. Tus normas y tus leyes ya no
!240
sirven de nada, nos han llevado al más absoluto desastre. Solo nos queda huir
lo más lejos posible sin mirar atrás. Isembard al menos ha sido un tipo con
suerte, no ha tenido que quedarse a ver como destruías a toda una
civilización por tus ansias de poder. A estas alturas ya debe estar muerto y en
paz.
Tajdo se dio la vuelta para marcharse. Ya había dicho todo lo que
tenía que decir, ese seboso fracasado no le iba a molestar más. Ahora mismo
en lo único que pensaba era en salvar su propio cuello a cualquier coste.
Ya estaba delante de la puerta cuando Malmastro, preso de la locura,
volteó la mesa de su despacho y cargó contra Tajdo, aún de espaldas. Movió
toda esa cantidad de kilos con una agilidad inédita mientras sacaba algo
brillante y afilado de debajo de su túnica, un punzón lo suficientemente largo
como para atravesar a alguien y lo suficientemente corto para no ser
detectado por los escáneres.
Tajdo se giró hacia él, alarmado, levantando sus brazos a modo de
defensa. El gordo había pasado por toda la sala atropelladamente, como un
camión sin frenos. Tajdo no pudo reaccionar a tiempo; el punzón le atravesó
la garganta y salió por el otro lado, un horrible estertor salió de su boca
mientras los ojos se le salían de las órbitas.
Cayó de rodillas al suelo, ahogándose en su propia sangre; agarró
con sus dos manos el punzón y Malmastro lo soltó. Convulsionó durante
unos segundos y acabó cayendo al suelo.
Hubo una pausa donde no se escuchó nada en absoluto, solo el
jadeo casi gutural del criminal. Tajdo se encontraba inerte en el suelo. Muerto.
!241
Geligio se removió por fin en su silla, su cara pálida apareció como
un fantasma en un resquicio de luz.
Malmastro le miró. Geligio tragó saliva sin pronunciar palabra.
El orondo asesino agarró el punzón que atravesaba la garganta de
Tajdo y estiró de el con fuerza. Lo sacó como si desensartara un trozo de
carne grande. Se quedó largo rato mirando con ojos entrecerrados el arma
homicida, sudaba como un cerdo.
Estaba seguro de lo que había hecho. Aquel necio ya no iba a hablar
nunca más. Su falta de respeto le había costado la vida, igual que al idiota de
Isembard. Aunque… no podía dejar testigos. Miró de reojo a Geligio, que
temblaba en su silla, y se giró hacia él.
―¿Qué haces…? ―apenas logró murmurar el hombre invisible,
totalmente aterrorizado.
Comenzó a acercarse despacio, nadie iba a subestimarle, todo lo
hacía por sus ovejas, necesitaban un guía. Él era su amo y le debían pleitesía.
Esas malditas ovejas… Iban a obedecerle, ¡les gustara o no!
Aceleró el paso hacia Geligio alzando el punzón en el aire.
!!
!242
Addaia todavía intentaba digerir la magnitud de la situación. Aquel
hombre canoso que estaba frente a ella formaba parte de la mayor cúpula de
poder humana, los Nueve.
Isembard… un curioso nombre que le recordaba a épocas pasadas.
La primera versión de su historia había sido poco creíble, pero esta
lo era aún más. Sin embargo, Addaia sabía que esta vez estaba diciendo la
verdad.
Apoyó su espalda en su asiento y se puso a pensar ¿Cómo podía esto
arreglar las cosas?, ¿ayudaría este hombre y su estatus en algo? No obstante,
era una posición efímera… ya que había sido condenado por sus propios
colegas al haber intentado evitar la guerra.
Después de todo, se sentía sorprendida de cómo alguien con tanta
entereza podía formar parte de ese nido de serpientes. ¿Había esperanza para
los humanos?, ¿cómo podían acabar ellos dos solos con esta odiosa guerra y
salvar a su gente?
Entonces Isembard interrumpió sus pensamientos.
―Hay una posibilidad…
Addaia mostró interés en lo que tenía que decirle.
―Dices que ese hombre de ahí… ―señaló a Eltanin―. ¿Forma
parte de la facción Civitanig?
Ella asintió.
―Si contactáramos con ellos… Me refiero… la mayoría están en
contra del sistema. Debería haber alguna manera de…
!243
―¿Crees que recibirán a un desmodos entre su gente sin más en
medio de un terrible conflicto bélico?
―Lo sé…, lo sé ―le respondió frustrado.
Addaia tragó saliva.
Miró a Eltanin, que temblaba aún de dolor; estaba pasando un
calvario… Él era un civitanig. Era diferente… no lograba recordar la última
vez que había conocido un humano así. Generoso, valiente, transparente…
Parecían aptitudes propias de un desmodos. Addaia sopesó la coyuntura en la
que estaban. Tenía varias opciones, podía volver al palacio de Salis con
Eltanin, si es que aún existía y olvidarse de todo. Dejarse llevar por la
situación y abandonarse al destino… Esa era la vía más fácil. Sin embargo,
Arcadi estaba diezmando la galaxia entera… Cambiando el universo
conocido. Había matado todo lo que había amado alguna vez y no iba a
quedarse quieta viendo como todo pasaba. Tenía que acabar, tenía que
pararle.
―Confío en ti, Isembard ―dijo muy segura de sí misma fijando la
vista en él. Sus ojos grises eran hermosos―. Sé que hallarás la manera.
Isembard se puso nervioso. Su vida había sido compleja y llena de
multitud de responsabilidades… No obstante, ahora sentía mucho más peso
sobre sus espaldas que nunca. De él dependían ahora la supervivencia de
miles de vidas humanas y desmodos y ni siquiera sabía por dónde comenzar.
Sintió miedo. ¿Sería capaz?, ¿cómo lograrían parar esa guerra?, ¿o sacar
aquella gente de allí… y la pregunta más importante, ¿a dónde irían?
!244
Addaia cogió sus manos inesperadamente y las puso entre las suyas.
Un agradable calor recorrió su cuerpo.
―Sé que lo haremos. Averiguaremos la manera de parar este caos
―le reconfortó, podía leer las dudas en su mente―. Puede que nos dejemos
la vida en ello, pero ahora no tenemos casa a la que volver, construyamos un
nuevo hogar con lo poco que nos quede.
No podía más que seguirla. Era una líder. Ella le había salvado la
vida y sentía que cualquier cosa podría hacerse realidad si continuaba a su
lado. Lucharía porque su mundo no desapareciera. Por un mundo justo y
ecuánime.
―Descansemos un poco, desde aquí aún tardaremos un par de
horas antes de llegar a Tera. Lo vamos a necesitar ―le dijo antes de
levantarse con su particular elegancia.
Cerró la puerta de la cabina tras ella; en la estancia quedó un singular
aroma. Hacía apenas unas horas que la conocía y ya la amaba.
Se quedó dormido enseguida, pensando que quizás, después de todo,
sí que había una manera… Una forma de conseguir pararlo todo. Una que
solo él conocía.
!!!!
!245
Addaia seguía sintiendo hambre… su única y mísera dosis la había
tomado hacía apenas una hora. Podía aguantar un poco más, pero no por
mucho tiempo. En Tera iba a ser complicado obtener cruor. Sin embargo, ya
pensaría en ello más adelante.
La cabina de la parte de atrás de la nave de transporte era bastante
grande y confortable. Abrió una litera que había en una de las paredes y
ayudó a Eltanin a subir a ella. Le intentó asear lo mejor que pudo con lo que
encontró a mano, tenía todo el rostro lleno de sangre coagulada y su ropa
estaba sucia y ajada.
Mojó un paño y limpió su cara. Se había quedado dormido, aunque
su cuerpo aún temblaba levemente, sus vasos sanguíneos estaban abiertos de
par en par, recibiendo el nuevo torrente de sangre…
Le quitó cuidadosamente el calzado y los pantalones. La parte de
arriba… Limpió con suavidad el resto de su cuerpo. Brazos, piernas, torso…
Era tan suave, esbelto y perfecto. Se quedó mirándolo por largo rato. No
pudo contener rozar con un dedo sus labios, estaban preciosamente
formados, bajó por su cuello y tocó su pecho. Sintió la excitación en su piel,
se le erizó la nuca solo con pensar en sus dedos tocándola. Se sonrojó, no
podía contener la gran atracción que sentía por él.
Le tapó con la sábana y se recostó a su lado. Una fuerte convulsión
hizo presa de él, Addaia le agarró con todas sus fuerzas y le apretó contra
ella. Consiguió calmarse y entreabrió los ojos mirándola… Tan cerca… a
escasos centímetros de su cara, podía notar su respiración.
―Te pondrás bien ―le susurró al oído―. Necesito que te quedes
conmigo.
!246
Continuaron abrazados. Addaia intentó transmitirle toda la energía
que pudo para que sanara más rápido, la conversión parecía estar yendo bien.
Se quedó dormida al poco tiempo pensando en su amado padre, al que tanto
echaría de menos, pensando en Parvus, en dónde o qué estaría haciendo…
No fue hasta al cabo de una hora que algo la despertó.
Eran los labios de Eltanin…
Estaban besando los de ella. Eran dulces como la miel, tiernos y
suaves. No pudo apartarlos.
Con los ojos aún cerrados entreabrió su boca delicadamente para
que pudiera entrar en ella. Era un mundo de sensaciones exquisitas que había
dejado cientos de desesperados años atrás. Arcadi era la última persona que la
había tocado de aquella manera y ya no recordaba la increíble emoción que
resultaba del contacto.
Sin dejar de abrir los ojos sintió cómo un fuerte brazo la envolvía y
la apretaba contra sí. Sintió el pecho desnudo de Eltanin, sus latidos; ella le
agarró del cuello y se dejó llevar por él.
Las manos de Eltanin recorrieron su cuerpo en busca de más, no
podían frenar el hecho de querer poseerla. Addaia emitió un gemido, Eltanin
quiso morir de placer.
Se notaba diferente, se sentía fuerte y vigoroso. Podría levantar como
una pluma a Addaia si así lo quisiera. No sabía muy bien el cómo o el porqué,
pero en su interior sabía que a partir de ese momento ella sería el punto
neurálgico que daría motor a toda su fuerza. Necesitaba sentir su cuerpo y
fusionarse en uno con ella. La amaba más allá de cualquier sentimiento que
jamás hubiera pensado que podría llegar a existir. Para él todo eran
!247
sensaciones nuevas, no sabía muy bien lo que hacía, sus manos se guiaban
solas… Los gemidos de Addaia le decían qué era lo que quería de él sin
saberlo. Notaba como ardía por dentro.
Sus suaves dedos exploraron todos los rincones prohibidos. La
lengua de Addaia entró con ansia y pasión dentro de él.
Aún tenía puesto el vaporoso vestido de seda vermis. Aunque hacía
un buen rato se había deshecho del traje dermoadaptado para poder
limpiarse y no llevaba nada debajo. Subió su vestido y le envolvió con sus
fuertes piernas.
Él siguió acariciándola hasta que Addaia se colocó debajo de él.
Eltanin se apartó levemente y la observó con el vestido subido hasta arriba
mostrando sus turgentes pechos. Desnuda, le parecía ahora tan vulnerable.
Sus preciosos cabellos negros esparcidos en la cama, su piel de porcelana…
Tan exageradamente bella.
Ella le miro a los ojos, su respiración era entrecortada. Él abrió sus
piernas con suavidad y besó sus rodillas. Se puso a horcajadas y acarició sus
tiernos labios con la yema de sus dedos, sus rosados labios de pequeña
adolescente. Ella iba a ser suya y no iba a parar. Addaia parecía ansiosa por
tenerle dentro de ella.
―Te amo… ―dijo Eltanin, casi en un murmullo, justo antes de
entrar con fuerza. Abrazándola fuertemente, besándola como si no hubiera
un mañana.
Sus cuerpos fueron uno durante largo rato hasta que estallaron en
una explosión de deleite mutuo. Permanecieron abrazados en silencio,
acariciándose sin dejar de mirarse a los ojos.
!248
Ella también le amaba.
!!!!!
!249
Las rebeliones en Tera se estaban recrudeciendo, la ley marcial se
establecía por todas partes, desaparecían altos cargos y la confusión era
palpable en todos los sectores.
Los humanos temían la aparición del ejército câlîgâtum. Estando tan
débiles podía ser una batalla tremendamente complicada o aún peor…
Podrían perderla. Sin apenas energía para sobrevivir, ¿cómo iban a resistir?,
¿cómo iban a volar sus naves? Esas preguntas recorrían la burguesía como la
pólvora, cuyos miembros esperaban sentados en sus cómodas cámaras a que
alguien arreglara toda aquella catástrofe.
Por si todo esto fuera poco, hacía apenas una hora sus radares
habían detectado tres descomunales naves que se acercaban a gran velocidad.
Al principio, pensaron que había sido un error del radar; si la lectura era real,
aquello no era un simple batallón, era un ejército de dimensiones
descomunales. Aunque fuese lo que fuese casi lo tenían encima… Y no
parecía humano ni amigo.
Los Nueve estaban en La Ĉambro Principal reunidos de urgencia,
sin ni siquiera la presencia de robots secretarios. Aunque ya no eran nueve,
ahora solo restaban seis.
No lograban ponerse de acuerdo y se gritaban los unos a los otros,
echándose las culpas sin llegar a ningún acuerdo o decisión.
―¿¡Dónde demonios están Tajdo y el inútil del terraformador!?
―bramó Tinkturo Farbo, sus posaderas apenas podían estar quietas en el
sillón de lo exaltado que estaba.
!250
―Calma, señores… ―instó el representante de la industria
armamentística.
―¿Cómo que me calme, a nadie le preocupa que hayan
desaparecido? ―miró de reojo a Malmastro, que se encontraba frente a él.
Malmastro recibió la mirada con indiferencia.
―Corre el rumor de que han huido a los satélites ―comentó
impasible.
―Ya… supongo que no tiene nada que ver que la última
localización de su orientador fuera en tu sección y no en un hangar…
Malmastro no contestó a la acusación, se limitó a mostrarse inquieto
y molesto.
Al resto ni siquiera pareció importarle, parecían distraídos con algo;
uno a uno, todos se giraron a mirar hacia la misma dirección, como fichas de
dominó. Las tres valquirias de Arcadi se podían divisar a lo lejos, a través de
uno de los grandes ventanales de la sala.
Las alarmas de la ciudad saltaron.
Algunos de los Nueve se acercaron a observar. En un par de
minutos las tres naves estaban prácticamente sobre ellos, comenzaron a
arrojar vingers sin compasión y a dirigir hacia las plataformas potentes
descargas, que lo arrasaban todo ante sus conmocionados semblantes.
La Ĉambro Principal sufrió una intensa sacudida. Los seis ahora
entraron en pánico; fue el dueño de la industria alimentaria el primero en salir
corriendo despavorido.
!251
―¡Un momento! ¡Un momento! ―gritó el dueño de la industria
armamentística, quejándose de la actitud de su compañero.
Todos se miraron de soslayo, dos más huyeron cobardemente tras el
primero.
Una feroz batalla se producía en el exterior, las nubes de gas líquido
ardían tras las explosiones como ríos de pólvora. Una fulminante ráfaga
proveniente de una de las valquirias impactó cerca de ellos y lastimó la mayor
parte de las instalaciones centrales. Los tres únicos dueños industriales que
quedaban en la sala se precipitaron hacia la puerta a la vez.
!
!252
CAPÍTULO 8
Voces en Guerra
!―Quiero volver junto a ella… »
―No te he dado el poder a cambio de nada. Ella está ya muy lejos de
aquí, jamás volverás a verla.
!!No parecía que se hubieran acercado tanto a Tera como para ser
detectados. No obstante, la infernal imagen que presenciaban sus ojos era
desproporcionada. Su radar se había vuelto loco a su llegada. Isembard,
Addaia y Eltanin observaban atónitos el caos desatado.
Cientos de naves câlîgâtum asolaban el lugar como un enjambre,
dentro de su pobre campo de visión también asomaba una de las valquirias
de Arcadi. Con una muy patética respuesta defensiva por parte de los
humanos, los efectivos de Arcadi sobrepasaban cualquier expectativa y Tera
parecía sucumbir atrozmente. No duraría demasiado, el tiempo jugaba en su
contra…
Con todo aquel ajetreo, de momento su pequeña nave pasaba
totalmente desapercibida. Se acercaron a uno de los tres hangares de entrada
a Tera que había sido recomendado por Isembard. Sin embargo, el atraque
allí iba a ser del todo imposible. Aunque consiguieran evitar las vingers
sedientas de sangre, casi todo lo que salía de aquel hangar era masacrado sin
!253
compasión. El hecho de querer entrar en vez de salir, además de estar en una
nave êvo, quizás les salvaría de la quema, pero era demasiado arriesgado.
―¡Poneos los trajes! ―gritó Addaia señalando el armario de
mantenimiento con gesto ceñudo, sin dejar de observar atentamente por el
ojo de buey.
Isembard y Eltanin la miraron sorprendidos.
―¿Hay alguna entrada auxiliar a ese hangar, Isembard?, ¿alguna
compuerta externa? ―continuó sin pestañear.
―¿Cómo?, pretendes…
―¡Poneos los trajes, vamos! ―Se acercó al armario de
mantenimiento y sacó uno de ellos―. Con esta nave no llegaremos jamás,
somos un blanco demasiado fácil ―dijo mientras ella misma ya se estaba
colocando el traje de reparación exterior.
Para Isembard era la segunda vez que se colocaba uno de esos…
Pero esta vez sabía que la presión atmosférica allí fuera era si cabe peor que
en Anillo.
―¿Hay una entrada, Isembard? ¡Piensa, rápido!
―Sí, claro, claro que la hay, pero no sé si podremos abrirla desde el
exterior.
―No importa. Nos arriesgaremos. No nos queda combustible para
volver y tampoco tengo intención de echarme atrás. Vamos a entrar allí sea
como sea.
!254
No sonaba muy esperanzador…
Eltanin no sabía de dónde había salido aquel hombre ni porque a
Addaia le daba tanta confianza. Parecía mayor, de unos cuarenta años,
demasiado refinado como para ser un laboristo. Aunque estaba claro que no
era un desmodos como ellos… Era humano y cada vez que le olía sentía en
su interior un hambre incontenible, una sensación nueva y extraña que le
hacía sentirse como si estuviera dentro de otro cuerpo.
Cada vez estaban más cerca de Tera, estaba claro que la ciudad
plataforma que un día fuera inmensa e imponente se estaba hundiendo en sí
misma. Arcadi estaba acabando con ella; cumplía así su deseo de venganza.
Pero ellos no lo iban a permitir.
―¡Adelante!, saltaremos desde aquí, yo iré primera. ―Pasó una
cuerda de plastometal uniendo a los tres para no separarse y les colocó
mochilas propulsoras en la espalda. Puso una mano sobre la manija de
apertura de la puerta de emergencia. Se dirigió hacia ellos decididamente:
―Saldremos impulsados en dirección al hangar, la presión del aire es
muy fuerte y la atmósfera muy densa, así que necesito que mantengáis la
gravedad al máximo desde que salgamos hasta que entremos. Expulsad
propergol para alinearos conmigo, ¿de acuerdo?
Isembard asintió ofuscado, Eltanin parecía confiar en sus palabras.
―¡Bien!, conectad vuestra burbuja personal a mínima potencia,
iremos más lentos, pero sin ella no llegaremos jamás. Son solo unos tres mil
metros, ¡vamos, preparaos!
!255
Addaia abrió la esclusa; fueron expulsados al vacío de Tera con
fuerza, empujando sus tres pequeños cuerpos brutalmente al cielo naranja
líquido.
Consiguieron encararse hacia Tera. Isembard estaba aterrado, había
estado demasiado expuesto a la muerte en las últimas horas, tenía la
sensación de que había tentado demasiado su suerte, no veía con claridad
cómo iba a sobrevivir una vez más a todo aquello.
«Está bien… ―pensó―. Moriré si es preciso, pero no pienso volver
a ponerme jamás un maldito traje de estos, ¡Dios!».
Eltanin le agarraba del brazo con fuerza, tanto que iba a romperle de
nuevo la muñeca si seguía así. Hasta ahora no le había parecido un tipo tan
fuerte, de hecho hacía pocas horas era un tipo moribundo y ahora parecía
uno de ellos, un Kojna Dento… un desmodos. Había muchos interrogantes en
él.
A Addaia se le agolpaba cada vez más la lluvia naranja en su burbuja
personal. Los zarandeos de las corrientes eran cada vez más poderosos. Aun
con todas las dificultades disparó una pistola de anclaje con la precisión de un
experto, como si hubiera entrenado toda su vida para ello.
Poco a poco se fueron acercando. Algunas vingers pasaron cerca de
ellos, aceleradas, pero no parecían percatarse de su presencia o no les daban
suficiente importancia. Isembard miró hacia atrás. Su nave êvo sí que había
llamado la atención, una vinger espabilada disparó sin contemplaciones y la
fulminó en segundos. Tragó saliva.
Se sentía en el filo de la cuchilla todo el tiempo, aún estaba pensando
en ello cuando los tres rebotaron contra la pared del hangar torpemente.
!256
Addaia asió un saliente con fuerza y ancló un garfio de plastometal.
Afortunadamente, estaban a escasos metros de la compuerta auxiliar.
Addaia reptó lentamente por las paredes de Tera y los demás la
siguieron. Aquella mujer tenía un cuerpo perfecto y una agilidad bárbara,
parecía haber nacido para ello. No solo poseía unos dones inusuales para
cualquier ser vivo, sino que físicamente estaba preparada para acometer
cualquier reto; desde luego pertenecía a una raza superior.
Llegaron a la compuerta. Una válvula enorme abría la esclusa que
daba al interior de la construcción. El plastometal repelía el óxido líquido del
ambiente magníficamente, pero sus trajes y burbujas ya se estaban
resintiendo.
Addaia la agarró con una mano e intentó abrirla sin éxito. La asió de
nuevo esta vez con las dos manos apretando los dientes fuertemente.
―¡Agghh! ―se quejó, intentando abrir la estúpida puerta con todas
sus fuerzas. Cada segundo que pasaba era un riesgo más para ellos. Comenzó
a jadear. Quizás Isembard tenía razón y era imposible abrirla desde fuera.
Addaia maldijo para sus adentros, con lo que les había costado llegar hasta
allí…
―Déjame, yo la abriré ―dijo Eltanin, que hasta ahora había
permanecido callado. Se adelantó decidido. Ella se apartó sorprendida.
Isembard levantó una ceja suspicaz. Addaia le observaba atónita, no
parecía el mismo, se había vuelto muy fuerte, mucho, ¿pero más que ella?
Imposible…
!257
Eltanin cogió con energía la llave de paso, sus músculos se tensaron.
Tiró hacia un lado y poco a poco comenzó a ceder, estaba abriendo la puerta
sin mayor dificultad. Isembard y Addaia se quedaron pasmados.
Claramente su cuerpo había cambiado por completo y una serie de
nuevas habilidades no conocidas estaban naciendo en él. Algo le decía que
aquella fuerza y esos ojos… no eran normales. Tenía demasiada potencia
para ser un recién nacido. ¿Qué podía haber sucedido durante la conversión?
Addaia se sentía seriamente turbada. No quería perderle ahora que le amaba.
Ella sabía mientras entraban y cerraban tras de sí que Eltanin, pese a
no decir nada, debía estar hambriento, su color de piel macilento lo delataba.
Recién convertido tenía que tener una sed brutal.
Apagaron sus maltrechas burbujas y se quitaron las bioesferas una
vez dentro de las instalaciones, después de asegurar y presurizar el ambiente.
El aire que se respiraba era pesado, incluso costaba tomar cada bocanada de
aire. Se encontraban sobre una plataforma de sucio plastometal, hacía mucho
calor y todo estaba muy oscuro, solo las luces de emergencia permanecían
encendidas.
A poco más de un kilómetro se encontraba el hangar y a un par más
el centro de la plataforma principal de Tera.
―Bienvenidos a mi hogar ―murmuró Isembard.
―También el mío ―masculló Eltanin.
Isembard le observó con curiosidad, no sabía nada de él.
Addaia se apoyó contra la barandilla de la plataforma y oteó el
horizonte.
!258
Las entrañas de Tera eran una maraña de cables y tubos que no
llevaban a ninguna parte; estaba claro que las construcciones humanas eran
caóticas y desordenadas. Addaia se preguntaba cómo podían haber
sobrevivido así tanto tiempo…
―Bien, Isembard, pongamos las cartas sobre la mesa. Ya estamos
dentro. Y ahora… cuéntanos tu plan.
Addaia estaba ansiosa, sus cabellos morenos caían por encima de su
traje espacial manchado de óxido. Se mojó los labios nerviosa.
―Primero hemos de llegar al tercer piso del hangar, desde allí
podremos acceder a un pasillo que nos llevará a mi antiguo despacho. Allí hay
un dispositivo dentro de una arqueta, escondida bajo la mesa…
―¿Qué hace ese objeto…? ―preguntó Eltanin.
Isembard titubeó.
―Se coloca sobre un indicador, es una especie de llave que abre la
consola de gestión de energías. Os diré como encontrarla. Desde allí se
accede a un panel de control principal que solo se puede accionar por voz.
―¿Por voz? ―preguntó Addaia.
―Sí, pero no necesariamente la mía. Eso sí, con unos comandos
muy concretos. Unos comandos que solo conozco yo…
―¿Y cómo sabemos que ese sitio no estará repleto de soldados
laboristos?
―No lo sabemos… ―respondió tajante Isembard.
!259
―Está bien ―aceptó resignada Addaia―. ¿Qué accionan esos
supuestos comandos?
―Provocan el desanclaje de la fuente principal de energía. Es una
medida de emergencia que programé en caso extremo. Nadie la conoce ni
sabe de su existencia, pondría en riesgo demasiadas vidas. La verdad, jamás
pensé que la llegaría a utilizar.
―¿En definitiva…? ―preguntó ansiosa.
―Ocasionaría un colapso general dada la situación actual de las
plataformas. Tera caería.
―¿Toda Tera? ―dijo sorprendido Eltanin.
Isembard los miró fijamente a los ojos.
―Toda.
Se hizo un breve silencio.
―¿Y qué pasará entonces con la gente que aún queda aquí?,
¿también morirán? ¿De qué sirve si acabamos con todo? No entiendo…
―replicó Eltanin.
―Podemos salvar a algunos… En realidad, pensaba que ese plan lo
habíais pensado vosotros ―Isembard frunció el entrecejo.
Eltanin se quedó pensativo por unos momentos.
―Mi facción, los Civitanig, siempre han estado en contra de este
sistema. No podemos dejar… Deberíamos…
!260
―Entiendo tu angustia ―le interrumpió Isembard―. El desanclaje
no es instantáneo. Además del tiempo que tardaremos en accionarlo, habrá
un lapso de por lo menos diez minutos antes de caer. Este sitio de cualquier
manera está acabado. Si conseguimos separar la fuente principal no se lo
esperarán y los câlîgâtum caerán con Tera. La fuerza centrípeta durante la
caída hará que la mayoría de las naves sean arrastradas y todos los que estén
dentro de las plataformas…
―Está bien, podemos rescatar a todos los que podamos antes de
eso. Lo haremos ―decidió Addaia―. Aunque tendremos que dividirnos.
A Eltanin no le acababa de gustar aquella idea y ella lo notó.
Le agarró suavemente la mano.
―Sabes que no podemos salvarlos a todos, sabes que esto va a ser el
principio de una nueva era. Tenemos que acabar con la oscuridad que está
arrasando la poca vida que existe y empezar de nuevo con lo poco que nos
quede.
Eltanin asintió con pesar en su rostro.
―¿Piensas que tus padres aún podrían estar aquí? ―Addaia sostuvo
con más fuerza su mano.
―No. Sé que ya no están vivos, no es eso.
―Estarían orgullosos de ti, de eso estoy segura. Yo también lo estoy
―le sonrió candorosamente y deseó besarle.
―Adelante entonces ―aceptó.
!261
Juntó sus labios con los suyos, tan delicados y suaves como lo habían
sido horas atrás mientras se amaban. Quiso poseerla de nuevo.
Isembard carraspeó.
―Perdón ―se separaron ligeramente, avergonzados.
―No hay tiempo ―habló con cierto recelo en su tono de su voz.
―De acuerdo; vamos ―dijo ella.
Recorrieron la plataforma camino al hangar lo más aprisa que
pudieron mientras seguían fraguando la misión.
―Yo iré a la oficina de Isembard y conseguiré la llave para activar la
zona energética. Ojalá Parvus estuviera aquí… ¡Me sería de gran ayuda!
―pensó Addaia en voz alta.
»Isembard, tú y Eltanin deberíais ir a evacuar a la máxima gente
posible de su facción. Nos reuniremos todos de nuevo en el hangar.
Eltanin frenó en seco.
―¡No!, ¡iré contigo!
―¡Vamos, no te pares!, no puede ser, es imposible que él solo llegue
a tiempo, tienes que ayudarle.
Addaia sabía que a velocidad humana tardaría mucho más de la
cuenta.
―Eltanin, recuerda que ahora eres un desmodos, tu facción no te
recibirá con los brazos abiertos. Isembard es humano, además de un
conocido dirigente mártir del sistema, le seguirán adónde les diga. Sé que
!262
quieres protegerme, pero te necesito, necesito que vayas con él ―siguió
apremiándole.
Eltanin rechinó los dientes, no le gustaba la idea de separarse de ella.
Pese a todo, Addaia tenía razón. Sus cambios físicos eran evidentes, su piel,
sus ojos rojos como los de Arcadi. Esos afilados dientes que podía rozar con
la lengua también le resultaban totalmente inusuales a él mismo. Ahora era
uno de ellos y era muy, pero que muy rápido. Chasqueó la lengua.
―Bien, ¿ves esos paneles, Addaia? ―Señaló Isembard sin dejar de
correr―. Te guiarán hasta el centro de mando, mis estancias están justo en
un pasillo paralelo a La Ĉambro Principal. No te será fácil entrar. ―Se le
acercó y le susurró algo al oído.
―Creo que aquí nos separamos ―dijo tras alejarse de ella.
Addaia, después de aquello, gesticuló cierto asombro; Isembard le
había transmitido las palabras de la muerte, el código secreto que tras
pronunciarlo arrancaría de las fauces del lobo su alimento y lo dejaría
indefenso. Ninguno de ellos estaba exento de peligro. Después se giró para
mirar a Eltanin, su cara de preocupación era más que evidente.
―Estaremos bien ―le dijo mientras echaba a correr y sus caminos
se separaban.
La vio marchar por segunda vez en su vida. Aunque esta vez no sería
la bruma lo que la haría desvanecerse en el horizonte, sino la oscuridad,
estaba siendo devorada por la penumbra y ni tan solo tenía la certeza de si se
volverían a ver de nuevo. Pese al poco tiempo que había vivido junto a ella la
amaba con locura. Un sentimiento difícil de encontrar y mantener, tan frágil
!263
como misterioso. «Estaremos bien…». Recordó sus últimas palabras con
angustia, retumbaban en su cabeza mientras aligeraba la marcha junto a
Isembard hacia el hangar.
―Voy a cogerte, procuraré no hacerte daño ―le anunció Eltanin
antes de agarrarle y acelerar poco a poco a una velocidad increíble.
Parecían estar volando, Isembard casi no tocaba de pies al suelo.
―¡Guau!, ¡guau!, ¡guau! ―exclamó, asombrado. Aquellas criaturas
eran increíbles, un aguijonazo de envidia le atravesó, se sentía poca cosa a su
lado. Sin embargo, era consciente de que le necesitaban, Tera era su mundo,
conocía todos sus rincones y todos sus secretos. Él le había dado la vida
todos estos años, de él era el derecho ahora de arrebatársela. Sus palabras
acariciarían como besos a un bebé mimado y lo arrancarían de la teta de la
madre.
!264
Justo despuntaba el pasillo de embarque, alzado a varios metros
sobre el hangar, cuando Eltanin desaceleró al escuchar ruidos y murmullos
cercanos. Se asomaron tímidamente desde donde nadie les pudiera ver.
La actividad allí era frenética, la gente corría despavorida intentando
huir de aquel lugar. Probablemente desconocían que afuera los esperaban aún
menos esperanzas de sobrevivir.
―Pasaremos entremedio de la gente, simulando estar desorientados
y asustados…
―¿Estás seguro? ―preguntó Eltanin.
―Sí ―afirmó dubitativo―. Quitémonos los trajes espaciales,
llamaremos menos la atención. Los civitanig están asentados justo al otro
lado de la estación. Tardaríamos demasiado yendo por otro camino.
―Sé dónde está mi facción ―se quejó Eltanin.
―Disculpa, no recordaba que fuiste uno de ellos. Ahora pareces…
No me acostumbro.
―No te preocupes, a mí también me cuesta reconocerme, aunque
me siento bien, como si pudiera empujar toda Tera solo con mis manos
desnudas ―afirmó mientras se acaba de quitar el traje. Abrió y cerró sus
puños observándolos detenidamente.
―¿Estás listo? ―le preguntó Isembard.
―Sí ―contestó muy seguro de sí mismo.
!265
Avanzaron un poco, aligerando el paso paulatinamente, intentando
actuar igual que los demás. Se adentraron por la planta superior del hangar,
una ancha y larga pasarela que cruzaba de punta a punta, desde la que se
divisaba la amplia zona de aterrizaje muchos metros hacia abajo. Allí habían
mezclados soldados y civiles laboristos con guberno-industriales, incluso
Isembard llegó a entrever algún burgués de alta alcurnia que en su día
compartiera celebraciones y drogas con él. Agachó la cabeza nervioso y
deseó poder taparse la cara con algo, aunque nadie se fijaba en su presencia,
estaban demasiado entretenidos intentando escapar de la muerte.
―¡Están asaltado los satélites! No hay escapatoria, ¡vamos a morir!,
¡vamos a morir todos! ―anunció alguien entre la algarabía a voz en grito.
Una fuerte sacudida proveniente de una gran explosión de origen
exterior hizo temblar la pasarela. Algunos perdieron el equilibrio y cayeron al
suelo.
Fue justo en ese instante cuando Isembard reconoció algunos
dirigentes integrantes de los Nueve de entre la muchedumbre. Se escabullían
por el puente, abandonando el barco a su suerte por la vía rápida. Y allí
estaba el peor de todos, sobresaliendo de entre los demás con su gruesa
figura. El hombre mantecoso, moviendo sorprendentemente sus carnes a
toda prisa. Cuánto le odiaba. Cuánto sufrimiento le había hecho pasar.
Isembard giró hacia él repentinamente, Eltanin se extrañó de su
cambio de viraje, pero le siguió a pesar de ello.
Casi habían cruzado toda la pasarela cuando Isembard se parapetó
delante de un humano orondo y sudoroso. Al pararse en seco le obligó a
detenerse a él también, Eltanin frenó sorprendido.
!266
El tipo gordo abrió los ojos y la boca de par en par, claramente
sorprendido mientras daba dos pasos hacia atrás.
―Tú… ―balbuceó―. Imposible… ―dijo gesticulando
negativamente con la cabeza. Miró hacia Eltanin y se horrorizó todavía más.
El gordo le señaló con un dedo, Eltanin notó como su pecho se
llenaba de aire, estaba a punto de gritar.
Se abalanzó sobre él para silenciarle; lo agarró por un brazo y le tapó
la boca con la otra mano. Atrajeron algunas miradas furtivas, pero el resto de
humanos, incluidos los soldados, estaban demasiado atareados salvando sus
propias vidas.
Malmastro se removió como una serpiente. Sus ojos ahora reflejaban
verdadero pánico.
Entonces Isembard se dirigió a él:
―¿Escapando de tu propia creación?, ¡¿dónde están ahora tus
preciadas ovejas, Malmastro?! ―le dijo desdeñosamente.
!!!!!!
!267
Addaia llegó a la cámara de Isembard enseguida. Todo el mundo
aparentemente había huido, exceptuando algún que otro androide auxiliar
que daba vueltas, confundido, el recinto estaba completamente vacío. Eso le
facilitaría mucho las cosas.
Se sentía una extraña allí; esos individuos vivían hacinados entre
paredes de plastometal grises, frías y tristes. Todo el lugar estaba impregnado
de un pútrido y viciado aire hediondo, era sofocante y procuraba no pensar
en ello, agradecía no haberse topado con ningún humano por el camino.
No le fue nada fácil conseguir la supuesta llave que daba acceso a la
zona de energía con las breves instrucciones que le había dado Isembard.
Estaba escondida en una pequeña arqueta bajo una baldosa disimulada
debajo del escritorio de Isembard, sin ningún tipo de marca o señal que la
identificara. Al abrirla no se veía nada, era una especie de fina tarjeta
escondida hábilmente a la vista, capaz de mimetizarse con cualquier
superficie que tocara; la encontró gracias a su hipersensible tacto.
Justo salía apresurada de los aposentos de Isembard cuando una gran
explosión hizo temblar toda la estructura, hasta el punto de inclinarse sobre
su propio eje, Addaia cayó hacia una de las paredes de manera violenta y, tras
golpearse fuertemente la cabeza, quedó inconsciente.
!
!268
Isembard podía llegar a comprender fácilmente lo patético que
resultaba Malmastro cuando se echó a llorar, a Eltanin le pilló por sorpresa.
Aquel seboso miserable era el ser más ruin que había conocido en
toda su vida. Se había echado a temblar nada más verse envuelto en aquella
situación; miró con ojos llorosos alrededor y juntó sus manos como rezando
a un Dios inexistente.
―Qué demonios… ―murmuró Isembard.
Un gran estruendo removió toda la plataforma desde su base,
inclinándose levemente hacia un lado. Una serie de gritos y confusión se
sucedieron cuando casi todos cayeron rodando cerca de la barandilla que
separaba la plataforma del vacío.
Malmastro había logrado deshacerse de su captor. Se había escurrido
como una serpiente y sus grasientas carnes habían amortiguado la caída.
El gordo se levantó torpemente fijando la vista en la esquina donde
Isembard había ido a parar, este aún ligeramente conmocionado por el golpe.
Metió las manos bajo su túnica y mostró abiertamente el afilado punzón que
escondía bajo ella. Lo alzó con violencia contra Isembard, encolerizado,
como si fuera imposible que segundos atrás hubiera estado llorando como un
crío.
―¡Rata asquerosa! ¡Es hora de que mueras de una vez! ―escupió
mientras se abalanzaba sobre él.
Isembard, perplejo, solo tuvo tiempo a ocultar su rostro en un acto
reflejo, intentando contener el ataque lo mejor posible.
!269
En un destello donde los segundos se hicieron eternos el punzón
frenó en seco, justo antes de que su afilada punta se clavase a la altura de su
corazón. Una mano apretaba fuertemente el cuello de Malmastro, que
luchaba por respirar. Este soltó el punzón, arqueó su espalda e intentó
deshacerse de la mano que le ahorcaba, sin éxito. Estaba a un palmo del
suelo, alzado como un muñeco.
Los agudos y jóvenes dientes de Eltanin se clavaron en su grueso
cuello. Muchos laboristos presenciaron la escena, horrorizados. El pánico se
apoderó del lugar.
Por desgracia, unos cuantos soldados también se percataron y
corrieron hacia ellos desde el otro lado de la pasarela, gritando que soltara a
Malmastro.
Los ojos de Malmastro se quedaron en blanco. Eltanin estaba
drenando toda su sangre. Se sorprendió de sí mismo. No sabía quién era
aquel hombre, era la primera vez que lo veía. Aunque le resultaba familiar,
por su vestimenta estaba claro que formaba parte del clero superior. No
obstante, había amenazado a su nuevo amigo, tenía hambre, mucha hambre y
eso no lo iba a tolerar. Además, no podía pensar con claridad. El deseo de
sorber hasta la última gota de sus venas era feroz.
Abrió los ojos y observó delante de él a un Isembard consternado.
Hizo acopio del poco sentido común que le quedaba y antes de que
Malmastro falleciera desangrado desenterró sus colmillos y lo arrojó como a
un perro.
Los soldados comenzaron a disparar sus dronimma como locos.
Toda la gente huyó despavorida del lugar. Eltanin se giró hacia ellos rugiendo,
!270
era evidente que las dronimma no tenían efecto alguno sobre él. Se dieron
cuenta, consternados, y antes de que pudiera alcanzar a los soldados estos ya
habían corrido a abandonar el lugar. «Malditos cobardes…», pensó
Malmastro se levantó del suelo, agarrándose con una mano la herida
abierta en su cuello.
Eltanin fijó de nuevo su vista en él.
El cacique del Credo Industrial dio un traspié hacia atrás queriendo
evitar al Kojna Dento, con un miedo proporcional a la aversión hacia su raza.
Isembard y Eltanin observaron anonadados como Malmastro
tropezó con el final de la pasarela a medio descolgar y cayó como un saco
pesado al vacío del hangar. Un grito gutural se escuchó antes del golpe seco.
Él solito se había caído por la pasarela, preso del terror. Se asomaron
rápidamente para ver si había sobrevivido. Efectivamente, el gordo estaba
muerto. Su cuerpo orondo había caído sobre una nave de transporte humana
similar a una êvo, espachurrado como un mosquito en un parabrisas.
―Maldito cerdo ―dijo Isembard ásperamente, su cara reflejaba
verdadero asco.
―Siento habérmelo comido ―comentó Eltanin en un extraño
arranque de sinceridad.
Isembard no podía creer la escena tan absurda que acababan de vivir,
pero Eltanin hizo que esbozara una sonrisa.
―Se lo merecía… Créeme ―le reconfortó.
!271
Pero aquello no había acabado, una nueva acometida se produjo. El
hangar tembló por completo cuando una de las valkirias irrumpió dentro; tal
como sucedió en Anillo, aterrizó violentamente como si de un abordaje se
tratara. Arrastrando tras de sí a decenas de naves con humanos dentro, una
auténtica escena de pesadilla.
A punto de caerse, Isembard tuvo que agarrarse bien a la barandilla;
Eltanin, con los labios aún manchados de rojo carmín, le sostuvo por el
hombro.
Sus manos eran como presas del mecrametal más duro que pudiera
existir, casi le rompieron la clavícula, pero agradeció no caer en el mismo sitio
que el gordo.
―Esto no pinta nada bien ―dijo Isembard.
Aquello era una certeza absoluta.
―Tenemos que llegar a la zona civitanig cuanto antes. ¿Estás bien?
―preguntó Eltanin.
―Sí, extremadamente agotado y viejo…; pero ya descansaré cuando
muera.
Aquel humano salido de la nada tenía una voluntad incuestionable.
Era obvio que no era un laboristo y según la descripción que le había dado
Addaia se trataba de una persona importante.
―Sabes, vas a tener que contarme un poco más sobre ti. ―Eltanin
formuló la propuesta sin esperar ninguna revelación, aunque sentía verdadera
curiosidad.
!272
―No lo dudes, amigo. Te lo contaré todo de camino. Tú también
podrás ponerme al corriente de muchas cosas, pero ahora será mejor que
echemos a correr.
Se sonrieron, cómplices, antes de desaparecer por la ahora desierta
pasarela a gran velocidad.
!
!273
CAPÍTULO 9
El ocaso de un linaje
!La imperiosa Skuld reposaba sobre el hangar de Tera. Majestuosa.
Acababa de violentar la compuerta de entrada y estaba acomodada a sus
anchas, creando un gran tapón impenetrable.
De allí no iba a salir nadie más. Justo lo que Arcadi quería. Tenerlos a
todos atrapados y asustados como animales enjaulados, ese era su
propósito… Así se había sentido él durante casi doscientos años. Aquel era
su esperado triunfo.
Salió de la Skuld junto con un interminable ejército de câlîgâtums
que lo rodeaba como un enjambre de insectos, perfectamente adiestrados
para esa ocasión.
Rápidamente comenzaron a brotar las descargas púrpuras
provenientes de cientos de têlumn que arrasaban todo y a todos a su paso: su
tarjeta de bienvenida.
Un pequeño destello metálico se percibía entre las piernas de Arcadi,
moviéndose en círculos alrededor de él. Era Parvus.
Arcadi se parapetó en el centro del hangar.
―¡Vais a pagar por todos y cada uno de los crímenes que habéis
cometido durante miles y miles de años! ¡Todos y cada uno de vosotros! ¡¡Me
oís!! ¡¡¡TODOS!!! ―vociferó con agravio y rencor. La rabia y el dolor latente
clamaban venganza. Sus ojos rojos brillaron con más intensidad que nunca,
!274
los entrecerró y caminó entre la masacre como un dios de la destrucción,
dueño del exterminio que se iba a cometer. Había nacido hacía mil años para
ese día. Así se sentía.
Era la guerra. Su guerra. El exterminio final.
!275
Sentía un punzante dolor de cabeza. Addaia se tocó la cabeza; un
largo y fino hilo de sangre caía por su frente. Se había dado un golpe
verdaderamente fuerte, de no ser un desmodos probablemente jamás habría
despertado.
Se concentró apenas unos segundos para sanar su herida. ¿Cuánto
tiempo había pasado?
Se quedó un minuto más en el suelo antes de levantarse. Se encontró
con varias sensaciones repentinamente, hasta el punto que tuvo que apoyarse
nuevamente en la pared para no caerse. Puso una mano sobre su vientre con
cara de sorpresa.
«No puede ser; no… no, es imposible…», pensó
Arcadi también estaba allí. En Tera. Lo sentía.
―¡Parvus! ―murmuró sonriendo por primera vez en mucho
tiempo. Había activado su geolocalización. ¡Era maravilloso! Sabía dónde
encontrarle y obviamente la estaba buscando; pensaba que lo había perdido
igual que a su padre. Sus ojos se humedecieron… y con una mano se secó las
lágrimas. Estaba emocionada y sus sentimientos esta vez afloraron
abiertamente en ella. Volvió a acariciar su vientre con un brillo especial en su
rostro…
―Pequeño… ¿cómo es posible?
Ruidos a lo lejos. Quizás había pasado demasiado tiempo
inconsciente. Se puso en guardia. Aparte del tufo reciente a humano le llegó
la percepción de tres seres, cada vez más cerca de ella.
!276
Estaba en un cuello de botella; tendría que salir al pasillo de las
oficinas si quería salir de allí. Debía dirigirse sin perder más tiempo al oeste,
para adentrarse en la plataforma principal, donde supuestamente estaba el
centro de control de energías, cerca de donde se encontraba.
Se quedó parapetada en el marco de la puerta de entrada.
«Demonios, ni siquiera tienes un arma», se dijo a sí misma, indignada
por su estupidez.
Sabía que si eran câlîgâtums lo más probable es que fueran armados
con têlumn y esta vez no iban a estar graduadas. Oh, no… iban a hacer todo
el daño posible… como en Pômum Rubra. Si uno solo de esos rayos del
infierno la alcanzaba moriría en el acto y la vida que llevaba consigo también.
Era increíble, pero lo sabía, lo tenía muy claro. Estaba en proceso de
gestación. Podía leer su cuerpo de manera transparente y clara, conocía y
controlaba cada célula de su organismo, y sabía que tras estar con Eltanin
algo insólito había ocurrido, como si de un milagro se tratase. Las palabras de
su padre le vinieron de repente a la mente… Ella era especial, muy especial…
El origen de un nuevo mañana, que justo nacía en la peor de las tormentas.
Una semilla débil y frágil en mitad de un cataclismo. Un preciado tesoro de
valor incalculable. El primer desmodos capaz de procrear. Única en su
especie.
Pero no podía ser solo obra de ella… La transformación de Eltanin
no había sido la de un desmodos normal. Su mutación había sido más que
inusual. Estaba claro que había influido en su estado. Una combinación
perfecta. Una posibilidad entre un billón, así era como nacían las nuevas
especies. No podía ser de otra manera.
!277
De pronto las palabras de Arcadi también emergieron de la parte
más recóndita de su cerebro: «Serás la reina y la madre de la nueva edad
desmodos…». Sintió una punzada de dolor. «Evolución…», pensó. Y las
palabras rebotaron entre las paredes de su cabeza. Arcadi quizás no estaba
tan equivocado del todo… Puede que incluso tuviera algo de razón en su
concepto. Sin embargo, eso no significaba que fuera a aceptar el juicio cruel
que quería imponerles a todos; los humanos no debían extinguirse. No de
aquella manera, al menos…
No se dejó influir por el miedo, saldría de allí a cualquier precio y
cumpliría con su misión. Con más cautela que nunca.
Tenía a los tres câlîgâtums casi encima de ella. Vio a través del cristal
de la oficina el reflejo de uno de ellos; se acercaban lentamente, escudriñando
el lugar en busca de cualquier cosa de valor, aunque sobre todo olfateaban en
busca de humanos.
Su traje de reparación exterior apestaba a humano, así que se dio
prisa a deshacerse de él. Seguía llevando su traje dermoadaptado debajo.
Agarró un dispositivo parecido a un teluris que estaba sobre la mesa
de Isembard y lo lanzó a través del pasillo lo más lejos que pudo.
Los tres câlîgâtums, sobresaltados, persiguieron aprisa el ruido
empuñando sus mortíferas armas hacia la oscuridad del pasillo.
El último en pasar por delante de la oficina de Isembard se llevó un
hachazo directo a la cara. Addaia le propinó un fuerte golpe con su mano
derecha inclinada como si fuera un arma cortante. El impacto fue letal, el
câlîgâtum cayó de espaldas al suelo, con las piernas en el aire, y quedó fuera
de combate.
!278
Los otros dos câlîgâtums corrieron a girarse, pero Addaia ya tenía su
têlumn en las manos. Los miró fijamente antes de pulsar el gatillo. Vio cómo
los chorros de energía atravesaban el corredor y fundían todo lo que había
delante de ella sin compasión, reduciéndolos a una masa gelatinosa con olor a
carne putrefacta quemada.
Asqueada, pasó por encima hasta la puerta de salida. Debía
apresurarse, aquello se estaba llenando de câlîgâtums y el ruido ensordecedor
del têlumn seguramente habría llamado demasiado la atención.
Encontró fácilmente el camino y procuró esconderse entre las
sombras de los corredores. En menos de cinco minutos llegaría a su destino
si no encontraba ningún obstáculo. Fue dando zigzags a gran velocidad,
pausando en sitios seguros para no ser vista ni oída.
No fue hasta casi llegar al objetivo que escuchó más pasos y voces.
Ni rastro de humanos.
Se detuvo para escuchar un instante. Era la voz del general de
Arcadi, la reconoció al instante. Solo la había escuchado una vez y en un
lugar, justo tras morir su padre.
Para su desgracia estaba parapetado justo enfrente de la compuerta
de acceso al centro de control. Y no parecía tener intención de moverse.
Se asomó un poco más y observó que una mitad de la compuerta
estaba en el suelo, destrozada, y la otra mitad abierta. En su interior, Addaia
solo podía ver que el techo se había derrumbado.
Apoyó la cabeza contra la pared y suspiró amargamente; aquello
cada vez se ponía peor.
!279
No sabía qué hacer y su tiempo comenzaba a acabarse. Contó los
câlîgâtums que había con él; eran cuatro, todos armados hasta los dientes.
Quizás era demasiado.
Había unas escaleras frente a ella, medio descolgadas, pero si se
posicionaba en ellas los tendría a tiro a todos. El problema era llegar hasta
allí; probablemente se descubriría y ella también estaría a tiro.
Se mordió el labio, nerviosa.
Ni siquiera sabía a ciencia cierta si podría llegar a la consola de
control aunque acabase con todos ellos y lograra por fin adentrarse. ¡Parecía
totalmente derrumbado!
Tensó sus músculos y se lo jugó todo a una sola carta. No iba a
rendirse.
Rodó por el suelo hasta llegar junto a la escalera, apuntó hacia una
zona donde había tres de los cinco câlîgâtums y los tiroteó sin compasión.
El mismo segundo tardó el General en percibir su presencia y
echarse al suelo a velocidad vertiginosa.
Las paredes se fundieron, junto a los tres câlîgâtums despistados, a
los que había dado de lleno. Un cuarto salió corriendo y disparó hacia la
escalera de donde provenían las descargas.
Una viga y parte de la escalera se fundieron y salpicaron su cara y su
hombro, hiriéndola de gravedad. Se contrajo de dolor y volteó nuevamente
hacia otra zona más segura mientras disparaba frenéticamente su têlumn al
cuarto câlîgâtum. Con pasmosa habilidad dio un tiro certero, prácticamente le
!280
hizo explotar la cabeza. Era sumamente asqueroso ver derretirse a aquel ser
informe de arriba abajo.
―¡Alto! ¡Alto! ―vociferó el General. Addaia lo tenía ubicado pero
no a tiro.
Sudorosa, se quedó quieta de espaldas a él, agazapada cerca de la
escalera.
Su hombro había recibido la peor parte, estaba en pésimas
condiciones. Perdía mucha sangre, se retorcía de sufrimiento intentando
sanarse y dificultosamente pudo parar un poco la hemorragia. Era una herida
demasiado profunda.
Solo podía oír su propia respiración entrecortada en medio de aquel
horrible silencio, mientras notaba como un hambre voraz la golpeaba con
fuerza.
Por su mente pasaron Eltanin y Samuel, como un terrible presagio
de la antesala de la muerte. Su situación era extrema.
―Que la sangre que fluye me oiga…; padre, protege la vida que hay
dentro de mí… ―entonó en una breve y susurrante plegaria.
!!!!!
!281
Eltanin les obligó a quedarse tras él mientras avanzaba a través de un
oscuro pasadizo. Según aseguraba uno de los civitanig que los acompañaba,
ese pasillo se usaba para entrar mercancía de dudosa índole a Tera desde el
hangar principal del que provenían.
No sin gran dificultad, él e Isembard habían logrado llegar adonde se
asentaba la facción. La mitad de las instalaciones estaban destruidas y las
explosiones no cesaban de sucederse, una tras otra. Ir por aquel pasadizo
había sido un gran acierto, ya que Tera cada vez estaba más infestada de
câlîgâtums, sobre todo teniendo en cuenta que alrededor de trescientas
personas seguían sus pasos. Era un grupo enorme; niños, mujeres y hombres,
algunos heridos y otros asustados, quienes caminaban unos metros más atrás
de Eltanin, liderados por Isembard.
Apenas si habían tenido que convencerlos; como animales asustados
se habían ido juntando unos con otros. Confusos y totalmente en pánico se
hubieran aferrado a cualquier cosa, incluso el seguir a un Kojna Dento como él.
El avance era lento y en silencio, pero aparentemente seguro.
Aunque el factor tiempo no estaba precisamente a su favor.
Addaia debería haber podido acceder ya al centro de control, pero
cada vez que Eltanin se giraba para ver la aprobación en el rostro de
Isembard, este le respondía con una negativa. No parecía haberse iniciado
ningún desanclaje aún. Le resultaba extraño… ¿Se había metido en
problemas o no había conseguido la llave de acceso? Su preocupación era
alarmante y los nervios cada vez formaban una pelota más y más grande que
se le atascaba en la garganta. Sentía la necesidad apremiante de salir corriendo
tras ella. Pero no podía, tenía que proteger a toda aquella gente y ponerles a
salvo antes. Si no ni Addaia ni él mismo se lo perdonaría.
!282
Apenas una tenue luz los guiaba, todo estaba lleno de polvo, el calor
y la humedad eran sofocantes. Podía percibir cada ligero movimiento en la
casi absoluta oscuridad que había, cada pequeño e imperceptible cambio en el
ambiente. Desde luego, sus ojos habían cambiado. Miró de nuevo hacia atrás.
Isembard, a lo lejos, caminaba poco a poco, muy preocupado de que
nadie se quedara atrás. Le miró. Ninguna reacción por su parte.
Eltanin levantó una mano. Todo bien.
Este contestó a su señal; todo bien por allí también.
No debía de quedar mucho para llegar al hangar, llevaban más de
una hora caminando por ese estrecho corredor. Aunque de momento solo
alcanzaba a oírse el resquebrajamiento de las paredes, el crujir del plastometal
y sucesivas explosiones lejanas.
De pronto se detuvo. Isembard le estaba haciendo señas. Señaló con
un dedo hacia arriba y Eltanin alzó su mirada hacia el techo. Sobre su cabeza
había una gran placa metálica que parecía recortada sobre la cubierta, con un
enorme pasador que cerraba por dentro la compuerta. Habían llegado.
Eltanin les hizo una señal para que se detuvieran en silencio.
Isembard paró en seco la marcha de su séquito, rumores ahogados
de preocupación llegaron hasta sus oídos. Los civitanig estaban claramente
aterrados, se respiraba en el ambiente. Sería muy difícil conseguir salir con
vida de allí y más contando todos los que eran. Hacerlo de forma disimulada
había pasado a otro plano, ni siquiera se le ocurría la manera, pero había que
intentarlo; no había más opción.
!283
Eltanin hizo señas para comunicarle a Isembard sus intenciones de
salir al exterior del pasadizo a mirar; este contestó gesticulando
positivamente.
Con suma delicadeza corrió el pasador, un inevitable y angustioso
clic que le hizo ponerse la piel de gallina. Esperó unos largos segundos
tragando saliva.
Al no percibir ningún movimiento, entreabrió suavemente la
compuerta hacia abajo. La luz entró a chorros en el pasadizo. Se alzó sobre la
punta de los pies para poder observar disimuladamente por la rendija,
sintiendo molestias en los ojos por el cambio brusco de luminosidad.
Le sobrevino un fuerte olor a quemado y a muerte, el hedor era
insoportable, entró por sus fosas nasales como un torrente. Además de un
silencio inescrutable. Perturbador.
Abrió un poco más, hasta que la compuerta quedó en perpendicular
sobre el suelo. Tenía unos pequeños peldaños que hacían más fácil la subida.
Envió otra señal de nuevo a Isembard. Estaba decidido a subir.
La salida del corredor daba justo al mismísimo suelo del hangar, en
una discreta esquina retirada. Sus sentidos se aguzaron al máximo cuando
tuvo plena visión del lugar. Unas horas atrás este mismo sitio había estado
abarrotado de humanos que corrían despavoridos, huyendo hacia cualquier
lugar. Ahora solo había aniquilamiento por todas partes, sangre… Una masa
sanguinolenta, mezcla de metal y carne humana, parecido a lo que por
desgracia había tenido que presenciar en la ciudad satélite de Pômum Rubra,
solo una semana atrás, pero mucho más devastador.
!284
Una enorme y descomunal nave que reconoció al instante reinaba
entre aquella masacre. Justo unos cuantos metros delante de él podía
reconocer a la Skuld, intacta, que resposaba tranquila en medio del hangar.
Entonces, su ahora acelerada mente trazó el más imposible de los
planes. Esa nave era perfecta para embarcar a las más de trescientas personas
que esperaban bajo sus pies con la esperanza de sobrevivir.
!!!!!!!!!!!!!!
!285
Tras un par de minutos de quietud enervante, Addaia no podía
contener más las ganas de acabar con ese sucio y repugnante câlîgâtum que
acompañaba a Arcadi en todas sus pesquisas. No iba a ser tarea fácil; era
enorme, fuerte y rápido.
―En menos de cinco minutos tendrás aquí a todo un ejército,
preciosa ―le oyó decir tras la pared donde estaba escondido, beligerante.
Lo peor de todo es que tenía razón, probablemente incluso ya habría
informado a Arcadi de su presencia allí. Cosa que dificultaba aún más todo.
―Más te vale no pensarte demasiado tu próxima acción, chiquilla.
Después de que tu maldito padre me dejara semiinconsciente aún tengo más
ganas de acabar con tu inoportuna presencia. Al menos Cônspectus ya lo ha
quitado de en medio por mí, solo faltas tú, cara bonita ―dijo con sorna.
Cônspectus… cómo odiaba ese nombre. Le recordaba que Arcadi
no solo ya no era el hombre que había amado durante un milenio, sino que
su vuelta había traído consigo la mayor de las desgracias y llenado su vida de
crueldad y dolor.
El General quería provocarla para que se descubriera. Era obvio.
Para su pesar era más lista que eso. Aunque sentía un profundo odio hacia
aquel ser repelente. Los dos sabían que tenía que actuar y jugaba esa baza
para que perdiera el control.
Analizó toda la sala. Era una amplia zona de paso que desembocaba
una parte hacia el hangar y la otra hacia varias plataformas de trabajo
laboristas. La separaba de él la escalera donde estaba parapetada, el hueco de
!286
esta y, varios metros atrás, la gruesa pared que se bifurcaba hacia otra zona,
que ahora mismo le servía de escudo al General.
Observó el hueco de la escalera, esta daba a parar a varios pisos.
Hacia abajo parecía estar totalmente derrumbada, pero guio su vista hacia
arriba. Si conseguía saltar hacia el piso superior a través del hueco asiéndose a
la barandilla que aún colgaba, conseguiría escapar de la funesta posición en la
que se encontraba y emboscar al General. Ahora mismo era su mejor opción.
Pero si fallaba en el salto…
Sus sentidos se aguzaron, percibió varias formas acercándose.
Incalculables. Se sentía cada vez más y más acorralada. Se le aceleró el
corazón, a cada segundo el tiempo se le escurría por los dedos sin control.
Asió con fuerza su têlumn y en una fracción de segundo proyectó toda su
energía en lanzarse con un tremendo salto hacia el hueco de la escalera. Una
acción prácticamente imperceptible al ojo humano.
La misma capacidad de reacción tuvo el General al disparar su
têlumn, sorprendido por la acción de esta. El disparo fundió parte del techo y
la barandilla que aún colgaba, sin éxito. Addaia ya estaba arriba.
―¡Mierda! ―vociferó el General tremendamente ofuscado.
Miró a su alrededor, nervioso. No sabía si perseguirla o mantenerse
en posición.
―¡Puta! ―gritó airado.
Dio un paso en falso, intentando decidirse, confuso. Había varias
zonas con el techo caído donde él se encontraba. «Si la perra me dispara
!287
desde ahí estaré muerto… ―pensó―. Y si intento subir…». Soltó un
gruñido cargado de rabia.
Cuando aún estaba mirando hacia las oberturas del techo, obcecado
en cómo salir de aquella situación, Addaia le sorprendió por detrás. Sin darse
cuenta había vuelto tras sus pasos y le había sorprendido como a un tonto.
Disparó su têlumn hacia él. El General apenas consiguió esquivar el
tiro torpemente, perdió su arma que quedó completamente fundida y su
mano sufrió graves daños. Solo hacían falta milésimas de segundo para saber
el resultado de aquel combate. Tenía que conseguir desarmarla si quería
sobrevivir; se lanzó hacia ella sin vacilar.
Sus dos metros de câlîgâtum asieron el cuello de Addaia con odio
visceral. Escupió su aliento pútrido sobre ella e intentó romperle el pescuezo
en pos de asesinarla. Tenía una fuerza descomunal.
Addaia reaccionó soltando su têlumn y asestándole un fiero golpe
con ambas palmas de las manos en los oídos. Aturdido por el inesperado
golpe, el General dio un paso atrás llevándose las manos a la cabeza. Addaia
aprovechó para propinarle una mortal patada en las costillas que le hizo caer
al suelo dramáticamente.
Recogió el têlumn y le apuntó directamente a la cara.
―¡Zorra entrometida! ―vociferó faltándole el aire, sus ojos
chispeaban auténtica aversión.
Le miró por unos segundos, impasible. Sin ninguna emoción. Su
rostro solo era testigo de la suciedad y de la sangre que lo cubrían. Su cuerpo
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herido y desnutrido, erguido, poderoso, denotaba su supremacía moral hacia
aquella criatura infecta que había traído el sufrimiento a su vida.
Apretó el percutor antes de que se arrojara de nuevo sobre ella; la
descarga fundió su figura en una masa humeante, una gelatina negra
parcialmente calcinada. Al estar tan cerca del objetivo el calor era abrasador.
No le importó.
Se quedó durante unos segundos observando cómo se licuaba poco
a poco. Una imagen que anteriormente le podría haber parecido sumamente
repugnante, pero de la que ahora disfrutaba con cierto placer.
Las presencias la sacaron de su sopor, ya casi estaban allí. No podía
desperdiciar ni un segundo. Escuchó pasos y murmullos de voces dando
órdenes. «Arcadi… está aquí». Lo sentía acercarse.
Dio una zancada y se introdujo a través de la puerta derrumbada
mientras apartaba los escombros enormes que entorpecían su paso. Entró
por fin en el centro de control.
Su moral se vino abajo cuando observó que el recinto estaba
totalmente desmoronado. No veía la consola que le había descrito Isembard,
que en teoría se encontraba en una plataforma superior. Estaba detrás de al
menos un par de metros de una. Tardaría horas en despejar aquella zona. Se
aferró a la esperanza de poder introducirse por algún hueco, buscó frenética
un pasadizo o rincón por donde deslizarse… «¡Imposible!, ¡es imposible!, no
puedo pasar por aquí», se maldijo a sí misma.
A través de un pequeño agujero consiguió divisar parte de la consola,
no parecía tener daños graves. Sacó la tarjeta llave que guardaba con mucho
cuidado. Miró hacia el hueco, parecía haber al menos un metro y medio de
!289
distancia hasta el panel de control. Metió el brazo y parte del hombro y se
estiró lo máximo posible tratando de alcanzarla; sus heridas aún abiertas le
causaron un fuerte dolor. Pero las ruinas que la rodeaban eran inestables;
dejó de intentarlo. Aún podría acabar con su brazo sano aplastado.
Se arrodilló en el suelo. Exhausta. Sopesando toda la situación.
Angustiada.
Estaban ya allí, Addaia los sentía… ¡Parvus! ¡Parvus sí que cabía por
el hueco! Su mente se iluminó y se sumió de nuevo en las sombras.
«No… tiene que ser un humano o un desmodos el que lo accione
por comandos de voz. ¡Precisamente por eso no puede ser un robot!».
Resopló frustrada, necesitaba tiempo para pensar en algo y ni
siquiera le quedaban segundos.
Escuchó una extraña voz, no era ni de Arcadi ni de un câlîgâtum…
De dónde…
Dirigió su mirada hacia la entrada del recinto. Observó como Arcadi
traspasaba la puerta con prepotencia, seguido de un ejército de por lo menos
cien soldados câlîgâtums, pertrechados al completo.
Y su pequeñito androide estaba junto a él. Su pequeño Parvus…
estaba hablando.
!!!!
!290
Eltanin metió de nuevo la cabeza dentro del pasillo oscuro donde
Isembard y los demás permanecían resguardados, les hizo una señal para que
esperaran. No tenía intención ninguna de poner en peligro sus vidas. Esta vez
trabajaría solo. Isembard puso cara de estar poco convencido de sus acciones,
pero se mantuvo quieto.
Eltanin dejó la compuerta abierta tras de sí y con sigilosa destreza se
escurrió entre la amalgama de órganos y restos aún calientes descuartizados
en el suelo del hangar. Había grandes socavones que le restaban movilidad y
tenía que ir con sumo cuidado de no tropezar y caer. Aquel podía ser un
lugar fácilmente confundible con el infierno.
Se agazapó tras unas cajas negras enormes que transportaban vete a
saber qué y estudió de lejos la Skuld. No podía dejar que se dieran cuenta de
su presencia o intentaran despegar la nave.
Ya la conocía por dentro, al menos un poco. Lo suficiente para saber
que la cabina de mando estaba en la tercera planta, justo al frente. Concentró
sus nuevos instintos en la Skuld, sus profundos ojos rojos centellearon. Podía
ver a través de sus tripas metálicas, como en un esquema. Podía deducir para
qué y cómo servía cada cosa. En parte debido a su experiencia como
mecánico y por otra gracias a sus nuevas habilidades. Era algo inconcebible,
pero surgía de forma natural… ¿Podían todos los desmodos hacer eso? Se
hacía muchas preguntas con respecto a sus nuevas facultades. Solo el hecho
de ser más fuerte que Addaia le parecía sorprendente.
«Diez… no, doce câlîgâtums custodiándola», contó. Y los ubicó
perfectamente. Dos cerca del tren de aterrizaje, cuatro en la compuerta
principal, el resto repartidos dentro de la inmensa valquiria.
!291
«¿Con cuántos puedo a la vez?», se preguntó.
Una media sonrisa astuta asomó en su rostro. «¡Probemos!».
Reptó hasta la panza de la Skuld. Vio a los dos câlîgâtums que
permanecían de guardia fuera de la nave. Iban equipados con sus diabólicas
armas; no se percataron en ningún momento de su presencia y parecían
disfrutar de su victoria; pateaban cabezas humanas muertas y les disparaban
en grado bajo. Un pasatiempo siniestro y repulsivo que duraría poco.
―¡Hey! ¿Y vuestras madres, qué tal? ―les dijo causándoles un gran
desconcierto mientras se colocaba justo detrás de ellos.
Los dos câlîgâtums sobresaltados intentaron con torpeza graduar sus
têlumn a máxima potencia para acabar con aquel desmodos idiota que había
aparecido de la nada. No fueron lo suficientemente rápidos, Eltanin ya había
cogido sus cabezas y las había aplastado la una contra la otra, rompiendo sus
cráneos como si fueran una nuez. Con un chasquido de huesos rotos, sus
miserables cuerpos se desparramaron por el suelo, muertos
instantáneamente. Eltanin también sintió ganas de patearles las cabezas y
escupir sobre sus cadáveres, pero no tenía tiempo para darse el placer con ese
par de bobos.
Se deslizó como una culebra justo hasta donde estaba una de las
piernas del tren de aterrizaje. Trepó unos metros hasta llegar a la panza de la
Skuld, aflojó unos cuantos pernos con sus propias manos y descolgó una
pequeña placa de mecrametal. Hurgó dentro de ella durante unos segundos.
Observó los movimientos en el interior de la Skuld. La cabina de la
compuerta principal estaba herméticamente cerrada. Los cuatro câlîgâtum
estaban en su interior. Pretendía crear un vacío en el habitáculo, absorbiendo
!292
todo el oxígeno para causarles una grave hipoxia. Aunque los desmodos y
especialmente los câlîgâtum utilizaban mucho menos las vías respiratorias
que los humanos, sus células cerebrales seguían necesitando cierta cantidad
de oxígeno para poder funcionar. Sobre esa base se crearon los dronimma, la
única arma humana que podía llegar a detenerlos. A la que al parecer él era
inmune.
El aire comenzó a faltar dentro de la cabina de la compuerta
principal, los câlîgâtums comenzaron a ponerse nerviosos. Uno de ellos se
levantó y fue hasta el comunicador, intentó hablar con el puente de mando,
pero parecía estropeado. Miró el panel de control de la cabina e intentó
averiguar que ocurría sin éxito.
―Abre la compuerta ―ordenó uno de ellos―. No puedo respirar,
¿qué cojones pasa? ―se quejó.
El mismo câlîgâtum que estaba frente al comunicador fue hasta la
compuerta e intentó accionarla, pero extrañamente no respondía a sus
acciones.
Esta vez fueron los cuatro los que se levantaron exaltados.
Uno de ellos apuntó histérico con su têlumn hacia la compuerta
cuando se comenzó a ahogar.
―¡¿Estás loco?! ―le gritó uno de ellos, asiéndole el arma―.
¡Conspectus te matará si dañas su nave! ¿Cómo piensas que volveremos sin
ella? ―tras amonestarle comenzó a toser descontroladamente.
Eltanin esperaba con paciencia justo detrás de la compuerta. En sus
manos reposaba uno de los têlumn de los soldados anteriores, la había
!293
graduado para no dañar la nave. Jamás había empuñado un arma de esas
características, pero aprendió su funcionamiento en un minuto a la
perfección.
Varios golpes se sucedieron dentro de la nave. Los câlîgâtum
parecían estar pasándolo mal.
Tras unos minutos de incertidumbre un gran cerrojo se deslizó
formando un estruendo considerable. La gran compuerta principal se abrió,
absorbiendo el aire hacia su interior en una gran bocanada.
Eltanin, sin perder un segundo, se introdujo dentro. Olía a perros
muertos.
Todos los câlîgâtums estaban fiambres en el suelo, los sorteó para no
pisarlos.
Era obvio que en el puente de mando ya habrían notado que la
compuerta se había abierto sin permiso, así que… Le quedaban seis más por
quitar de en medio. Esperaba que le vinieran de uno en uno, pero lo
importante era no darles tiempo a llamar a refuerzos. Para eso tenía que
inutilizar las conexiones exteriores, eso era lo principal ahora. Sabía que el
panel estaba en uno de los pasillos laterales. Lo tenía perfectamente ubicado.
No hay don más letal que la sabiduría, y él parecía saberlo todo.
No le costó demasiado acabar de inutilizar la nave y terminar el
trabajo. Tiró fuera de la nave a todos los câlîgâtums, sobre el cementerio de
cadáveres que ellos mismos habían creado.
!294
Isembard dio un respingo cuando, tras un largo y tedioso lapso de
tiempo, alguien golpeó con fuertes palmadas la compuerta de acceso al
hangar que aún permanecía abierta. Pequeños gritos contenidos y caras
asustadas se sucedieron entre los civitanig.
―¡Subid! ―gritó Eltanin asomando la cabeza.
Isembard suspiró más que aliviado.
―¡Vamos! ―apremió.
Isembard hizo una señal decidida al resto del grupo para que se
dieran prisa, se hacía un poco difícil organizar a tal cantidad de gente ellos
dos solos. Había personas que apenas podían caminar, mujeres sollozando
entre la multitud y algunos de edades tan tempranas que no comprendían qué
estaba sucediendo.
Los urgió para que salieran al hangar y siguieran a Eltanin con la
mayor presteza posible lo máximo que pudo.
Isembard fue el último en salir. Su cara de sorpresa fue legendaria,
abrió la boca de par en par. Los civitanig estaban embarcando en una
imponente nave, tan grande como las que habían asaltado Anillo, posada en
mitad de la masacre.
―¿Cómo?… ―murmuró atónito.
Eltanin se le acercó.
―¿Por qué no ha habido aún ningún desanclaje, Isembard? ―le
preguntó desesperado.
Isembard volvió a tierra.
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―No lo sé ―respondió.
―¡Voy a ir a por ella!
―¡Espera!, ¡tenemos que confiar en que llegará a tiempo! ―Le
agarró del brazo intentándole frenar―. No me puedes dejar solo con toda
esta gente ―sonaba inseguro.
―No lo entiendes… Sin ella no existe un mañana. La necesito,
todos la necesitamos, y ahora me necesita a mí.
Isembard resopló frustrado.
―Escondeos en la nave; al mínimo indicio de câlîgâtums despegad y
no nos esperéis. Si soltamos el anclaje y no volvemos en cinco minutos…
―continuó con el semblante muy serio, toda su jovialidad se había disipado
en aquel instante.
Isembard contuvo la respiración. Él tampoco quería perderla, como
le había pasado a Eltanin se había quedado prendado de ella. La admiraba…
la…
―¿Isembard, lo harás por mí? ―le cogió por los hombros y le
zarandeó suavemente.
Asintió sin ganas, quería que todo aquello pasase. Que las buenas
personas como Eltanin o Addaia dejaran de sufrir. Por fin había hecho un
amigo, justo en el peor momento… En un mundo donde jamás había sido
valorada la amistad, donde solo las riquezas y las posesiones individuales
primaban. Sobrevivir cómodamente era la máxima. Pero de qué servía todo
ello si no se compartía con alguien, en la soledad de su habitáculo siempre se
!296
había preguntado cómo sería tener un amigo de verdad. Y ahora ni siquiera
sabía si volvería a verle o a reencontrarse con Addaia. ¿Qué haría con toda
esa gente?, ¿adónde iban a ir?
―Gracias por todo, Isembard. Volveremos a tiempo.
Dijo muy seguro de sí mismo antes de marcharse y desaparecer en
un segundo de su vista.
Casi todos los civitanig habían embarcado ya, solo quedaban los más
lentos o los lesionados; la mayoría estaban en condiciones lamentables.
Isembard ayudó al último de ellos a subir.
Una vez dentro, todos le miraron inquietos y asustados, como si
esperaran algo de él.
―Muy bien. ―Se cruzó de brazos―. Vamos a atrancar esta
compuerta y a escondernos… ―Se atragantó ligeramente―. Buscad un sitio
lo suficientemente bueno y escondeos. Vamos a salir de aquí con vida, ¿de
acuerdo? ¡Venga! Ayudad a los que no pueden moverse con facilidad. Las
reglas van a cambiar a partir de ahora y vamos a comportarnos como una
comunidad. ―Se quedó esperando a ver su reacción.
Todos se miraron y le hicieron caso vehementemente, sin perder
tiempo, pasando las ordenes a quienes no las habían escuchado por estar más
atrás.
―No tengo ni puñetera idea de cómo se pilota esta nave ―dijo en
alto―. Quien sepa algo de pilotaje de cruceros que venga conmigo,
buscaremos el puente de mando ―continuó.
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No iba a amedrentarse… Después de todo por lo que había pasado y
tras días sin dormir ni comer apenas, aquella epopeya estaba llegando a su
final. Para bien o para mal iba a quemar su último cartucho para salvar
aquella gente. Y lo mejor de todo aquello era que no había vuelto a pasar por
su mente la necesidad de drogarse desde que volvió a poner un pie en Tera.
Su cuerpo tenía una verdadera misión ahora, que ya no era abstraerse de su
inútil y tediosa realidad.
!!!
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Addaia no daba crédito. Un tremendo rechazo le recorrió todo el
cuerpo como un relámpago, cómo había sido capaz…
Parvus se encontraba a los pies de Arcadi, giró su pequeña cabecita
hacia donde todos estaban mirando. Vio a lo lejos a su querida ama de
rodillas en el suelo, sucia y con el hombro cubierto de sangre coagulada. Sus
circuitos chispearon. ¡Por fin! Dio un salto y corrió hacia ella sin importarle
nada, solo quería abrazarla y regocijarse de haberla reencontrado.
―¡Ama! ―chilló con una voz enlatada.
A Addaia le sobrevino un escalofrío.
Arcadi, que hasta ahora no había abierto la boca, maldijo al pequeño
robot.
―Después de todo, despreciable hojalata… ―entrecerró los ojos y
torció la boca.
Addaia abrazó fuertemente a Parvus.
―¡Cómo te atreves! ―le gritó desde la otra punta de la sala.
Una media sonrisa burlona asomó en la comisura de sus labios.
Violar la ley de la Prohibición Mecánica era una aberración
inconcebible. Habían acontecido muchas guerras, centurias de debates y
sufrimientos para acabar imponiendo una ley que protegía a todos. Con
penas de muerte fulminantes a quienes vulneraban ese estado de
conveniencia, conocida y asimilada tanto por desmodos y humanos. Aquello
era un insulto innecesario.
!299
―¿¡Ahora necesitas a todo un ejército para matarme!? ―le gritó
enfurecida entre grandes aspavientos.
Arcadi levantó una ceja y se giró hacia su prole.
―Diez de vosotros en la entrada ―les ordenó en un severo
susurro―. El resto según el plan. Vamos.
Toda la tropa despejó el lugar en un segundo, ahora estaban los tres
solos.
―Estoy muy disgustado, Adda… ―manifestó mientras caminaba
hacia ella, sorteando las ruinas―. Te has cargado a mi general en plena
batalla y he tenido que nombrar a un sucesor.
―¿Crees que me importa? ―le dijo con aspereza.
Mientras le veía acercarse su mente se centró brevemente, miró a
Parvus, recordó el hueco para llegar al panel de control por donde el
androide podría pasar perfectamente… Debía accionar el desanclaje antes de
que fuera demasiado tarde. Era lo más importante.
Cualquier movimiento extraño sería detectado por Arcadi,
demasiado astuto como para pretender engañarle. Tenía que pensar algo
rápido antes de que la matase.
Se quedó parapetado delante de ella. Parvus se abrazó con más
fuerza.
Arcadi fue a abrir la boca, pero la cerró de golpe, parecía sopesar sus
palabras.
―Siento de verdad lo de tu padre, Adda… Samuel era para mí…
!300
―Me das asco ―le cortó abruptamente.
Arcadi la observó fijamente.
―No voy a matarte.
―Deberías.
―Todavía te amo, Adda, por esa razón me puse tan furioso. El saber
que no ibas a estar conmigo. ¡Te necesito y odio necesitarte! Samuel siempre
intentó separarnos y lo sabes. ―Esta vez dejó de mostrarse altivo y
manifestó su frustración.
―Estoy tan cansada de todo esto… No puedo más… No sé quién
eres… ―Se levantó del suelo como pudo y se enfrentó a él cara a cara.
Parvus se enroscó entre sus piernas.
―¿Sabes lo duro que es ver cómo me miras, Adda…? Aquel día…
El día que por fin salí de aquel infierno, lo primero que hice fue ir a buscarte.
Recorrí todos los confines del universo hasta dar contigo. Necesitaba verte,
necesitaba saber que estabas bien.
Addaia se quedó callada por unos instantes. Desconfiaba de sus
palabras.
Arcadi pestañeó antes de continuar con su confesión, detrás de
aquellos ojos parecía acumular un gran desconsuelo.
―Cuando llegué al palacio supe que estabas allí porque parte de él
era una réplica exacta de aquel al que tanto íbamos cuando nos conocimos…
Cuando aún eras humana y paseábamos frente al mar, cada atardecer, hace
más de un milenio de aquello. ¿Recuerdas?
!301
Addaia tragó saliva, sus ojos comenzaron a humedecerse. Tenía
razón, parte de la entrada del Palacio de Salis era una copia detallada de aquel
lugar. Ella así lo pidió expresamente cuando su padre mandó construirlo
hacía más de cien años. Era su rincón favorito, donde siempre iba cuando la
nostalgia la invadía.
―Sabía que podrías detectarme, así que me quedé a una distancia
prudencial e intenté camuflar mi entidad.
―No entiendo… ―logró farfullar confusa.
―Te vi arrodillada en la capilla, murmurando una plegaria. Vestida
de blanco, con tu pelo negro trenzado, recogido con una cinta turquesa.
Estabas absolutamente preciosa, más de lo que podía llegar a recordar. Quise
acercarme, abrazarte, besarte…
Sus párpados cayeron cubriendo sus extraños iris rojos, ciertamente
compungido. En un destello fugaz Addaia vio al hombre que una vez amó
con locura.
―No pude ―continuó bajando su mirada al suelo.
No podía más que mantenerse callada y escucharle con un nudo en
la garganta. Las lágrimas de Addaia fluyeron sin freno, recorrieron con pena
un camino sin retorno.
―¿Por qué?, ¿por qué todo esto, Arcadi? ¿Qué pasó después de
Marso? ¿Qué fue lo que pasó…? Por favor…
Se hizo una breve pausa, una barrera casi impenetrable escondía ese
secreto, no quería hablar de ello. Pero al final cedió.
!302
―Los humanos me retuvieron casi doscientos años… hasta que huí
como una mísera cucaracha de Dea Cereris…
Se refería a un satélite enorme situado entre Tera y el desaparecido
planeta Marso. Addaia lo conocía por ser un emplazamiento donde
supuestamente los humanos habían tenido bases de fabricación tecnológica
muchísimo tiempo atrás.
―Me torturaron y me humillaron sin descanso… casi acabaron con
mi psique. Yo no era más que una rata de laboratorio, hubiera preferido
morir cien mil veces antes que vivir aquello, pero ni siquiera tuve esa opción,
eso haría cambiar a cualquier hombre. ―Hizo una pausa, le costaba seguir
hablando―. Y entonces me refugié en el odio. El odio era algo más palpable,
estaba ahí siempre, mientras no estaba drogado, inconsciente o sufriendo un
dolor indescriptible me entretenía urdiendo un plan, memorizaba rostros y
voces. Me dediqué a conocerles, a profundizar en sus debilidades mientras
jugaban con mi ADN. Demasiado tiempo duró aquello, demasiado tiempo…
Perdí la cabeza muchas veces… Me abrieron tantas veces para experimentar
dentro… Obviamente allí había más desmodos como yo. Fuimos
secuestrados indiscriminadamente tras la explosión de Marso, solo sobreviví
yo.
Addaia estaba consternada, no daba crédito al relato de Arcadi. Su
amor… su vida… llevando ese trágico destino mientras ella le daba por
muerto. Cómo habían podido; cómo podía recriminarle…
El gesto de Arcadi se transformó diabólicamente antes de continuar.
―Pero no tuve suficiente con asesinar a todos cuando conseguí
escapar. Debía purgar mi odio… Me prometí a mí mismo que jamás dejaría
!303
que nadie pasara por aquello, nunca, nunca más. Y eso solo sería posible de
una única manera, erradicando por completo el cáncer que es la humanidad.
No quería rendiciones, ni sometimientos, ni siquiera poder. Mi único deseo es
verles desaparecer. A todos. Solo así por fin obtendré la paz y nadie podrá
reprocharme nada, tengo ese derecho, la humanidad pagará por todos sus
actos inhumanos. Por cada uno de sus pecados a lo largo de la historia. Hoy
es ese día, por fin ha llegado el comienzo de su fin. Todos lo recordarán…
¡Todos me recordarán!
Addaia ya no estaba escuchando a Arcadi… estaba contemplando a
un monstruo desbocado. Creado tristemente por la propia humanidad.
Una explosión bien fuerte se oyó a lo lejos. La ofensiva continuaba y
sus pequeños corazones eran el centro en aquel momento. Un destino fatal
había roto su amor por siempre; ella sabía que jamás podrían estar juntos de
nuevo. Él también era consciente de ello desde el mismo día en que la visitó
en el Palacio de Salis. Su negación a aceptarlo era lo que les había llevado a
aquel punto fatídico.
Eltanin… notó su presencia. Estaba cerca.
―Llevo una vida dentro de mí ―soltó sin pensar. Dolorosamente
necesitaba distraerle con algo.
Arcadi reaccionó escéptico.
―Eso es imposible ―dijo desconcertado.
―Yo también lo creía, pero está aquí. ―Con sus ojos aún envueltos
en lágrimas tocó su vientre―. Dijiste que sería la madre de la nueva edad
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desmodos. Tenías razón, estoy aquí para concebir una unión entre las dos
especies.
Arcadi dio dos pasos hacia atrás, conmocionado.
Se escuchó alboroto cerca de la puerta de entrada, pero estaba
demasiado aturdido como para prestarle atención. La revelación de Addaia le
había dejado conmocionado.
―No puedo creer… ¿cómo…? ―Las palabras se le atragantaban―.
Ese humano y tú… cómo has podido…
En un movimiento rápido e inesperado Arcadi la agarró
violentamente por el cuello.
Addaia abrió los ojos de par en par, la tenía inmovilizada. Parvus
comenzó a aullar frenético
―¡Suéltala! ¡Suéltala!
Se acercó a su oído lentamente mientras apretaba más y más su
cuello.
―Lo que llevas en tu vientre… es una abominación y un insulto a
todo lo que nos ha unido alguna vez.
Addaia comenzó a notar cómo el oxígeno abandonaba su cuerpo.
Arcadi no cejaba en mirarla fijamente. Sus ojos rojos, penetrantes, se
humedecieron, el dolor y la furia que reflejaban eran apabullantes. Iba a
matarla.
!305
Intentó vanamente deshacerse de su presa, la asfixia comenzó a
hacerse insoportable. Estaba a punto de darse por vencida cuando un fuerte
empujón la derribó hacia las ruinas, liberándola de las garras de Arcadi.
Cayó a varios metros sobre unas vigas de plastometal y se golpeó el
hombro herido. Se retorció de dolor y se agarró fuertemente el vientre para
protegerlo, luego comenzó a expectorar con fuerza. Había estado a punto de
morir estrangulada.
Una gran nube de polvo se había originado tras el suceso, parte del
techo había caído y no lograba ver nada. Parvus emergió de la nube,
corriendo hacia ella a grandes zancadas con sus pequeñas patitas.
El humo se comenzó a disipar. Addaia pudo entrever a Arcadi tirado
en el suelo intentando alzarse y a Eltanin erguido delante de él.
Addaia se agachó dolorida junto a Parvus.
―Escúchame atentamente ―le dijo.
―Sí ―respondió el pequeño androide totalmente dispuesto.
Addaia sacó la llave escondida en su traje dermoadaptado.
―Esto acciona un panel de control que está detrás de esas ruinas.
¿Ves ese hueco de ahí? ―Addaia señaló para que Parvus lo localizara
rápidamente.
―Sí ―afirmó.
―Debes colocar esto sobre el panel, si todo va bien, la consola se
activará. Tienes que accionar el desanclaje de la fuente principal de energía.
Te pedirá un comando de palabras…
!306
Parvus escuchó atentamente mientras Addaia le susurraba al oído:
―Malforta kandelo venas mallumo jam ne tute plenas.
Parvus asintió convencido y repitió en voz baja:
―Malforta kandelo venas mallumo jam ne tute plenas…
A Addaia le reconfortó el saber que todo iba a acabar de un
momento a otro.
―Deprisa, Parvus. Ahora todo depende de ti.
Sus esperanzas estaban puestas ahora en un androide que jamás
debería haber tenido voz.
Parvus obedeció a su ama fielmente y salió disparado.
Eltanin se giró a mirarla. A Addaia se le paró el corazón. Su aura era
fuerte e invencible, ya no tenía nada que ver con el frágil chico con un
número por nombre de Pommum Rubra… Un joven desprendido de todo,
inmerso en una civilización decadente, fría y manipuladora. Le había
demostrado más que muchos desmodos en toda su vida. Ahora era él quien
la defendía.
Por supuesto que aún había esperanza para la raza humana. Aunque
pasaran mil años más, aún quedaría en ella un atisbo de bondad, amor
incondicional y generosidad. Esa pequeña llama debía mantenerse encendida,
igual que el regalo de su vientre. Su semilla.
Eltanin seguía mirándola sin apartar la mirada, tampoco deshizo ese
vínculo cuando el desanclaje de Tera se accionó tras un desorbitado
!307
estruendo. Los labios de Eltanin formaron una sola palabra. Addaia pudo
leerla perfectamente. «Vete…».
Arcadi había vuelto en sí y se echó sobre él como una bestia salvaje;
sin mediar palabra comenzaron una encarnizada batalla cuerpo a cuerpo.
Parvus salió de entre las ruinas trotando como un loco y se abrazó a
ella.
―¡Ya está, ama!, ¡ya está!, ¡tenemos cinco minutos para salir de aquí!
―exclamó.
Las primeras plataformas en caer serían las centrales, si querían llegar
al hangar a tiempo tenían que salir ya. Pero Eltanin…
Arcadi le asestó un golpe en el estómago que le dejó sin respiración
durante un segundo. El monstruo resoplaba fuera de sí, sus ansias de matarle
eran extensibles a su afán por destruir la raza humana. Solo que él había
dejado de ser un débil humano y ahora era tan poderoso como ese engendro
que tenía delante. Se lo iba a poner más que difícil.
Se había ventilado a más de veinte câlîgâtums antes de entrar allí,
pero la fuerza de sus soldados no era comparable a la de Arcadi.
Ese hombre amargado y resentido. Su venganza había traído la
muerte a humanos y desmodos. No obstante, ahora lo único que importaba
era salvar a ese ser precioso que le había dado la mayor experiencia de su
vida. Debía asegurarse de que iba a llegar a tiempo a la Skuld. Arremetería
contra él con todas sus consecuencias para conseguirlo.
―¡Addaia!, ¡tienes que marcharte! ―le gritó mientras luchaba.
!308
«No… No… ―se dijo para sus adentros―. ¡No voy a irme sin ti!».
Parvus estiró de su mano para que se dieran prisa en salir de allí.
―¡No! ¡No voy a marcharme! ―chilló llorando y soltándose de
Parvus. Comenzó a acercarse a ellos.
―¡Maldita terca! ―le gritó Eltanin―. ¡Quedan pocos minutos para
que la plataforma caiga! ¡Id hacia el hangar! ―Un hilo de sangre comenzó a
caerle de la comisura; Arcadi le cogió encolerizado por las solapas.
Addaia frenó su acercamiento.
―Tú tienes la culpa de todo… ―farfulló Arcadi en su idioma a dos
centímetros de distancia de su cara―. ¡Por tu culpa ha muerto Samuel, ahora
va a morir ella y vamos a morir todos! Debería haberte cortado el cuello nada
más verte… ―Soltó una carcajada histérica―. Después de todo ella te ha
convertido… Sois patéticos, seguís oliendo a humanos, eso es, en el fondo
sois como humanos ―masculló como un perturbado. Había perdido la
cabeza por completo.
Los segundos se escurrían. Un cúmulo de explosiones consecutivas
acabaron por derrumbar casi toda la estancia; Addaia tuvo que esquivar los
escombros, a escasos metros de morir aplastada, y se vio obligada a acercarse
a la puerta de salida. Parvus seguía histérico tirando de ella.
Arcadi y Eltanin habían quedado atrapados entre las ruinas. El
tiempo se acababa, parte de la cúpula se resquebrajó y comenzó
despresurizarse. La consola de control explotó y toda la parte de atrás se vino
abajo. Sobrevino una gran llamarada de fuego y humo, consumiendo el poco
!309
oxígeno que quedaba, el cual escapaba al espacio exterior, succionado
despiadadamente.
Addaia dio dos pasos hacia atrás. La plataforma al fin cedió y
comenzó a partirse en dos. La parte donde estaban Eltanin y Arcadi
comenzó a descender en lo que le parecieron segundos parados en el tiempo.
Addaia comenzó a llorar desconsoladamente, apenas lograba ver
nada. Un grito ahogado cada vez más lejano.
―¡Adda! ¡Corre! ¡Adda!
Su corazón comenzó a latir trastornado, su respiración se aceleró.
No podía hacer nada por él, debía salvarse a ella, a Parvus… a su hijo…
«¡Eltanin! ¡Eltanin! ¡Eltanin!», gritó con furia dentro de su mente mientras
huía a toda velocidad con Parvus, en contra de lo que le dictaba su corazón.
Se alejó impotente, sin mirar atrás, mordiéndose el labio con fuerza, cegada
por las lágrimas.
!
!310
La plataforma llevaba mecidos a Eltanin y a Arcadi hacia el mar de
plata. Sin saber si morirían antes por la caída, la asfixia, o la presión. Un
enjambre de naves câlîgâtums comenzaron a estallar a su paso, era una visión
espectacularmente aterradora de su propio destino. Tampoco tardaría mucho
más en explotar todo Tera en racimo. Oh, Dios… Esperaba con todo su ser
que Addaia lograra llegar a la valquiria; su único deseo era ese. Que saliera de
allí con vida. Se daría por satisfecho y moriría en paz.
Arcadi ya no luchaba, solo esperaba a la muerte como él. Apenas le
oyó decir sus últimas palabras.
―Yo la quise… La quise mucho más que tú. Era especial, siempre lo
fue… desde el día en que la vi por primera vez lo supe ―balbuceó―. Ella
estaba destinada a ser la madre, la madre de un hijo… El primer hijo
desmodos… pero no así; ella…
Eltanin dejó de escuchar su voz al mismo tiempo que entendía el
alcance de sus palabras. ¿Addaia estaba embarazada…? Un hijo… Sus
lágrimas volaron hacia arriba mientras caía al vacío. «Ella… está
embarazada…». En ese momento se sintió por fin un hombre afortunado y
completo.
El mundo artificial construido por humanos desde hacía más de
doscientos años, Tera, se vino abajo para siempre. Acabó cayendo en gran
escala sobre el mar de plata y engulló a la gran mayoría de seres vivos que
existían en el sistema solar.
!!
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Isembard ya no podía esperar más, estaban poniendo en marcha los
motores de la Skuld. Tenía que despegar antes de que el hangar se partiera en
dos. La parte central ya había caído, en breve comenzarían a caer en descenso
ellos también. Significaba que en pocos segundos la base de Tera les
impulsaría hacia abajo. Y no habría escapatoria.
Estaba sentado gobernando el puente de mando, miró hacia atrás.
Todas aquellas caras desconocidas confiaban en él, seres a los que tiempo
atrás, cuando aún era joven y prepotente llegó a despreciar. Ahora le seguían
como a un verdadero líder, no por formar parte de los Nueve, no trabajaban
para él, ni les vendía nada o les hacía creer en ningún dogma místico.
Simplemente le seguían.
Lo que más sentía era partir sin ella, el corazón se le encogía. A esas
alturas daba a los dos por muertos, no podía esperar más. Eltanin había
asegurado que volverían, pero…
Justo cuando fue a dar la orden de despegue, un niño tocó su
hombro.
No sabía cómo dirigirse a él así que titubeó medio segundo.
―Señor ―dijo al fin―. Una mujer… Una mujer ha subido a bordo.
!
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Addaia acariciaba tiernamente su vientre ligeramente abultado.
Estaba de tres meses. Apoyada en la balaustrada del palacio de Salis miraba
hacia el infinito mar de Caelus Sidus, con esa mirada perdida que tenía desde
que había vuelto a su hogar. Llevaba un vestido largo hasta los pies de color
hueso, que se mecía suave y vaporoso con el viento. Los reflejos del atardecer
dibujaban luces y sombras en su pelo, el aire era puro y entraba en sus
pulmones acariciándolos dulcemente.
Parvus estaba allí con ella. En silencio. Había decidido por propia
voluntad volver al estado natural aceptado unánimemente por todos. No
quería hablar… No necesitaba hablar, su voz había conllevado, para bien o
para mal, nada más que destrucción y muerte.
Sus pequeños ojos metálicos la miraron, supo ver la tristeza en sus
ojos y agarró su dedo índice fuertemente.
Addaia le correspondió acariciando su cabecita con la otra mano.
―No te preocupes, Parvus… ―le dijo en un tono afable.
Isembard tocó su hombro en ese instante. Ella se giró a mirarle.
―Te estaba buscando ―dijo. Le sonrió levemente.
Llevaba un traje negro, impoluto, reflejaba su distinguida elegancia.
Era un hombre mayor pero atractivo, sus facciones ya no estaban tan
marcadas por el cansancio, aunque sus preocupaciones eran muchas. Aquel
hombre la había llevado de vuelta a su hogar. Se sentía agradecida.
El retorno a Caelus Sidus solo había sido posible pidiendo asilo a los
pocos desmodos que habían sobrevivido a la guerra. Era difícil, mucho… los
humanos sentían miedo. ¿Después de todo lo que había pasado la
!313
convivencia sería posible?, ¿volvería a pasar lo mismo de nuevo? Solo Addaia
mantenía una esperanza de unión pacífica con el bebé que milagrosamente
esperaba. Pero sin la inestimable guía de Isembard, nada de aquello sería
posible.
Crear un nuevo mundo, surgido de las cenizas. Con humanos y
desmodos. Sin saber si los escasos câlîgâtums supervivientes de Tera serían
una amenaza que aún no se había pronunciado. El hecho de que su
estandarte, Arcadi, hubiera fallecido era un factor esencial para creer que no
aparecerían o que con suerte habrían perecido todos en mitad del espacio.
Tenían fe. Querían creer que esta vez sí funcionaría.
Solo que faltaba Eltanin… solo que faltaba Samuel…
―Necesito que vengas a hablar con la comunidad civitanig, están
nerviosos otra vez por el reparto de suministros. Además, uno de los niños,
Krizo, ha caído enfermo ―le pidió Isembard.
―Muy bien ―contestó ella sosegadamente.
Se hizo un minuto de silencio entre ellos.
―¿Qué es el Ánima îre, Adda?
Ella se vio sorprendida por lo inesperado de la pregunta. Contestó
sin vacilar.
―Es algo complicado de explicar; podría describirse como un
espectro amplio de emociones y sensaciones volcadas sobre ti mismo y en los
demás. Una sobreconsciencia. Una virtud. El entender el mundo que te rodea
en conjunto, sin distinciones ni prejuicios… formas parte de él y forma parte
de ti también.
!314
Isembard escuchaba atentamente.
―Los humanos habéis perdido toda conexión con vuestro cuerpo e
infravaloráis vuestra naturaleza ―continuó―. Ahora que habéis vuelto,
puedo enseñaros una nueva manera de vivir y sentir, podréis comenzar a
caminar por el camino adecuado. ―Hizo una breve pausa―. Nosotros
tampoco somos perfectos, hay cosas que deberíamos plantearnos si son
correctas o no, aun estando fieramente implantadas en nuestra cultura. El
poder de la duda y la curiosidad es lo que nos hará más completos―. Miró
hacia Parvus con miles de interrogantes y dudas que hasta ahora no se había
planteado jamás.
Isembard no acababa de comprender, pero creía firmemente en ella.
Aquellos últimos días en lo que por fin todo había comenzado a
asentarse, Addaia estaba más dispersa, abstraída y taciturna de lo normal. Se
sentía preocupado por ella.
―¿Piensas en él? ―se atrevió a preguntar.
Antes de contestar, por la mente de Addaia pasaron muchas
imágenes y rostros, amigos, familia… había perdido a muchos lo largo de mil
años. La pérdida era incuantificable. Incluso hubo un lugar para Arcadi…
―Sí, constantemente ―dijo al fin―. Volví a casa sin mi padre y
extravié mucho más por el camino… Lo que más me tortura es que no pude
despedirme, no pude expresarles cuánto los quería. Solo recuerdo a Eltanin
cayendo al vacío y el cuerpo de mi padre tirado en el suelo sin vida… No
pude llevarme nada de ellos. ―Acarició su vientre―. Sobre todo de mi
padre. ―Sus ojos se humedecieron―. Después de tanto tiempo… y yo…
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Parvus, que escuchaba atentamente, de repente tiró de su vestido.
―¿Qué ocurre, Parvus? ―dijo al verle excitado.
Hurgó dentro de su cuerpo y rápidamente extrajo algo de él…
Parecía cabello: un hermoso mechón de pelo dorado como el trigo emergió.
Parvus se lo extendió suavemente.
Addaia lo tomó en su mano. Pronto se dio cuenta de a quien
pertenecían esos cabellos.
―Samuel… ―murmuró.
Sus entrañas dieron un vuelco, lo alzó y aspiró su aroma. Se llevó el
mechón a la altura de su corazón y lo apretó contra él…
Parvus había traído hasta ella un pedacito de su padre, conservar
algo de su presencia la reconfortaba enormemente. Significaba mucho para
ella.
―Gracias, Parvus ―le agradeció con lágrimas en los ojos.
Sus pensamientos revolotearon en una amalgama de recuerdos.
Isembard pasó un brazo por su espalda intentando reconfortarla.
No sabían cómo sería su futuro, pero no importaba, solo importaba
el esperanzador mañana.
Habían pasado mil doscientos ochenta y ocho años desde que
aquella pequeña niña humana se había aferrado al amor con todas sus
consecuencias, el destino había sido despiadado la mayoría de veces. Todo
habría sido diferente si hubiera tomado otras decisiones o si no hubiera sido
la Addaia inquieta y valiente ya a sus tiernos dieciséis años. Pero las cosas
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ocurrían porque así debían ser, no tenía sentido luchar contra el pasado ni
tener miedo al futuro.
Decidió ser una desmodos por amor a Arcadi… Ahora sería una
desmodos por amor a los humanos.
―¿Cómo vas a llamarla? ―preguntó de nuevo Isembard.
Addaia observó detenidamente su vientre con cariño y formó con
sus labios una delicada sonrisa.
―¿Cómo sabes que es niña?
Isembard sonrió y se encogió de hombros.
―Sperantia ―contestó acariciándola.
!
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La noche era fresca y sosegada. Una noche perfecta…
Salieron del Cinema Madeleine cogidos del brazo. Acababan de ver una película
de cine mudo, era 1928 y París rebosaba creatividad por todos sus poros.
Caminaron a lo largo de la rue de Surène en dirección a su hotel. Las farolas
iluminaban tímidamente la calzada y la niebla era dueña del lugar, percibiendo la ciudad a
modo de una película en blanco y negro como la que acababan de ver.
―¿Estás segura? ―le preguntó Arcadi.
Era la primera vez que lo notaba verdaderamente nervioso. Nunca antes había
mostrado ningún tipo de debilidad ante ella, ni siquiera en los momentos más difíciles que
les había tocado vivir en los dos años que hacía que se conocían.
Apretó más fuerte su brazo y le miró a los ojos.
―No tengo ninguna duda ―respondió.
La niña de dieciséis años que había conocido en el claustro de aquella catedral se
había convertido en una hermosa y valiente jovencita. Su amor había traspasado fronteras
y sorteado huracanes enormes. Pero ella necesitaba más, necesitaba vivir como él para poder
estar más cerca de su corazón. Acompañarle eternamente.
Por supuesto que tenía miedo, estaba totalmente atemorizada. Pero confiaba en
él. Además, sabía que si Samuel, su abuelo, había logrado convertirse, ella, portadora de
su misma sangre, sobreviviría.
Arcadi debía conducirla al siguiente escalón, mecida en sus brazos, se dejaría
morder por ese apuesto hombre hasta desangrarse. Para bien o para mal su lazo sería
indestructible.
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Pasaron por delante de la Église de la Madeleine hasta llegar a la puerta del
Hotel Ritz, subieron a su habitación, la Suite Imperial.
Allí Arcadi la sentó en el sofá rojo de terciopelo que presidía la châmbre.
Recorrió con sus finos y largos dedos su cuello. Ella sintió un escalofrío, sus ojos se
encontraron.
Unos grandes y preciosos ojos verdes que la tenían hechizada. Su piel blanca y
suave, sus gruesos labios rojos entreabiertos…
―Addaia Stadpole ―pronunció su nombre susurrándolo tentadoramente.
―Arcadi Balasch ―contestó ella.
―¿Quieres ser mía eternamente? ―preguntó acariciando sus labios.
―Pase lo que pase.
―Pase lo que pase ―aseveró él―. ¿Tienes miedo?
―No sé si recordaré cómo era ser humano. ¿Tú aún lo recuerdas?
―Sí; yo también fui humano.
!Fin
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