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Paul HOUIX El combate de la fidelidad monástica Algunas veces, después de haber vivido largos años en su comunidad, un monje puede sentirse llamado a partir al desierto y a vivir en una soledad más radical y más marcada. Durante sus años comunitarios, ha debido sobrellevar a menudo un combate casi permanente contra las fuerzas del mal que lo asaltaban, contra lo que los Ancianos llamaban las “enfermedades del corazón” y que curiosamente se asemejan a lo que los monjes modernos se descubren capaces de sufrir, esas malas tendencias contra las que todo monje debe luchar. Al internarse en la soledad, ¿va a ser liberado de ese combate? En adelante solo con el Solo, ¿va a gustar de esa paz del corazón que sigue en general a los duros combates? De hecho, san Benito, con su realismo habitual y su experiencia personal, no quiere dejar en la ilusión al que parte al desierto y no duda en prevenirlo: El segundo género de monjes es el de los anacoretas o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, y, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan con el auxilio de Dios para combatir sólo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos. (RB 1, 3-5) En la vida común, en “las filas de los hermanos”, en “la armada fraterna”, el monje pues ha tenido que sobrellevar un duro combate; es verdad que si “es bueno”, y si “es dulce convivir los hermanos unidos” (Sal 132), la experiencia muestra que vivir con hermanos, en el mismo marco, en un espacio reducido, provoca a la vez alegrías y sufrimientos, paz y desgarros. Por lo tanto, la realidad se impone: solo o con otros, el monje siempre es un combatiente. Está al frente de un combate que puede definirlo: llegar a ser monje significa entrar en una forma de vida que es la de un combate Traducción del francés realizada por la h. María Graciela Sufé, osb, del artículo publicado en Collectanea Cisterciensia 63 (2001) 138-144

El Combate de La Fidelidad

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Paul HOUIX

El combate de la fidelidad monástica

Algunas veces, después de haber vivido largos años en su comunidad, un monje puede sentirse llamado a partir al desierto y a vivir en una soledad más radical y más marcada. Durante sus años comunitarios, ha debido sobrellevar a menudo un combate casi permanente contra las fuerzas del mal que lo asaltaban, contra lo que los Ancianos llamaban las “enfermedades del corazón” y que curiosamente se asemejan a lo que los monjes modernos se descubren capaces de sufrir, esas malas tendencias contra las que todo monje debe luchar.

Al internarse en la soledad, ¿va a ser liberado de ese combate? En adelante solo con el Solo, ¿va a gustar de esa paz del corazón que sigue en general a los duros combates? De hecho, san Benito, con su realismo habitual y su experiencia personal, no quiere dejar en la ilusión al que parte al desierto y no duda en prevenirlo:

El segundo género de monjes es el de los anacoretas o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, y, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan con el auxilio de Dios para combatir sólo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos. (RB 1, 3-5)

En la vida común, en “las filas de los hermanos”, en “la armada fraterna”, el monje pues ha tenido que sobrellevar un duro combate; es verdad que si “es bueno”, y si “es dulce convivir los hermanos unidos” (Sal 132), la experiencia muestra que vivir con hermanos, en el mismo marco, en un espacio reducido, provoca a la vez alegrías y sufrimientos, paz y desgarros. Por lo tanto, la realidad se impone: solo o con otros, el monje siempre es un combatiente. Está al frente de un combate que puede definirlo: llegar a ser monje significa entrar en una forma de vida que es la de un combate del cual no será posible salir jamás sino por la muerte. Ahora bien, la misma muerte a veces tiene el rostro de un último y postrer combate.

Combatir es no anteponer¿Cuál es entonces el combate que todo monje debe encabezar, ya viva solo o en

comunidad? Cuando, obediente a un llamado interior irresistible, entró en la vida monástica, encontró esta fórmula de san Benito: “no anteponer nada al amor de Cristo” (RB 4, 21) y de inmediato comprendió que así se le proporcionaba el programa de toda su vida.

Ser monje es decidir tener una preferencia: Cristo y su amor. Se trata por cierto de una decisión que va tomando la forma, al cabo de algunos años, de una profesión: delante de la asamblea litúrgica, el monje profesa solemnemente que en adelante “para él, vivir es Cristo” (cf Flp 1, 21). Él se ha tomado el tiempo de verificar sus capacidades para vivir esa preferencia. Ha descubierto ciertamente su fragilidad, su debilidad; incluso se ha descubierto radicalmente pecador, pero no puede dudar en su elección libre y consciente, en su decisión firme y reflexiva: en adelante por lo tanto podrá definirse y presentarse como aquel que ha decidido no anteponer absolutamente nada a Cristo.

Traducción del francés realizada por la h. María Graciela Sufé, osb, del artículo publicado en Collectanea Cisterciensia 63 (2001) 138-144

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El conjunto de observancias tradicionales que estructuran su vida, las diferentesobediencias o cargos que va a asumir como signos liberadores de su obediencia, todo eso va a formar el marco de su compromiso: liturgia de las horas, lectio divina, trabajo manual, servicios comunitarios, acogida de los huéspedes, conjunto que es vivido en una cierta distancia del mundo, distancia que podrá conducirlo incluso a llevar más tarde una vida de ermitaño.

El combate del peregrinoAhora bien, ese monje puede enfrentarse, en circunstancias que no podía prever,

con la más terrible de las tentaciones: la de descubrir que va quizás a dejar de no anteponer absolutamente nada a Cristo. Aquello que le parecía verdaderamente imposible en el momento de esa profesión gozosamente proclamada delante de la asamblea porque sinceramente estaba enraizado en lo más profundo de su corazón, ha dado lugar en él a una pequeña música interior que llama solapadamente a la infidelidad.

Las formas de esa tentación son múltiples: para uno, será la obediencia que se torna no solamente difícil, sino muy simplemente imposible, -lo que san Benito, por otra parte ha previsto (RB 68)-; para otro, será la castidad en el celibato que se hace una carga tan pesada de llevar que está tentado de bajar los brazos sobre todo cuando la misma oración se ha vuelto una prueba casi insoportable; para otro más, será la lasitud en la búsqueda de Dios y ese disgusto de la lectio divina o de la oración que los Padres llamaban acedia. Las personas que toman parte en un Oficio litúrgico en un monasterio probablemente no sospechan la fuerza moral que a veces es necesaria a un monje para mantener su lugar en el coro. En efecto, llegan momentos en que los salmos, por ejemplo, parecen completamente ajenos a la experiencia espiritual que se vive y entonces es preciso seguir estando allí.

Esos momentos de tentación, a menudo desconcertantes, son en realidad para el monje la oportunidad de dejarse conducir hacia el lugar donde lo espera el Espíritu Santo: el lugar del corazón. Es preciso hacerse el peregrino del propio corazón y la tentación es muy a menudo un medio privilegiado del que parece servirse el mismo Señor para llevar al que lo sigue a descender en sí mismo, como se dijo del hijo pródigo que, en su miseria, “entró en sí mismo” (Lc 15, 17). Las distintas clases de sed que revela la tentación –sed de poder, de autonomía, de ternura y de libertad– lo atraen poco a poco hacia la raíz de su ser, en un deseo de amor que mana de profundidades que antes no conocía. Hasta entonces, vivía en la periferia de sí mismo, pero la prueba lo obliga a interiorizarse y a descubrirse habitado y esperado por una presencia que es nada menos que el Amor. Descubre así que Otro excava en él un espacio para verter sin fin su amor y su alegría.

Ahora bien, el amor es luz y el monje es conducido a comprender que no posee todavía –o mejor que todavía no ha recibido- lo que toda la tradición ha considerado como el objetivo último de la vida monástica: la pureza de corazón. Toma conciencia de que ese corazón suyo por fin descubierto no es todavía puro, no tanto por falta de una pureza moral como por falta de una pureza que consiste en “amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas” (cf. Lc 10, 26). Dios debe no solamente tener el primer lugar en el corazón del monje, como por lo demás en el corazón de todo bautizado, sino que es preciso que Dios tenga todo el lugar, que su corazón pertenezca totalmente a Dios y por lo tanto que no haya el menor ídolo en él, la menor división. A los primeros Cistercienses les gustaba decir que es necesario que la caridad sea ordenada en nosotros, es decir, que haya orden en nuestro modo de amar, que todo esté en orden. Ahora bien

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justamente un corazón donde el amor está ordenado porque ha dado a Dios todo el lugar, puede amar en verdad a sus hermanos y hermanas sin contradicción con su amor absoluto por Dios. Incluso hay que atreverse a decir que, para amar en verdad a una persona, es preciso que el amor por Dios haya invadido nuestro corazón, es preciso que el Espíritu Santo haya llegado a ser el único Maestro interior, que haya simplificado nuestra mirada, que haya unificado todas nuestras potencias de amar en el ímpetu de su mismo Amor. El combate de todo bautizado se sitúa precisamente en ese nivel dado que es preciso llegar, y puede tomar mucho tiempo, a una total sumisión al Espíritu, a una radical desposesión de sí cuyo fruto es nada menos que la libertad en una alegría muy pura.

La noche de la feEsto no significa sin embargo que el combate esté terminado y que en adelante todo

va a ser fácil porque el amor habrá finalmente tomado todo el lugar. Hay una prueba más terrible todavía. En efecto, después de una experiencia de profunda libertad interior, la prueba suprema, ¿no será aquella en la que se sumerge el monje a quien Dios le parece no solamente lejano o ausente, sino incluso inexistente? Graves preguntas suben al corazón de ese monje: el Padre que lo ha creado y llamado, ¿se ha vuelto indiferente al inmenso sufrimiento del mundo?; ¿cómo es posible que hombres, todos hijos de ese Padre y por lo tanto verdaderamente hermanos, continúen destrozándose, matándose, haciendo a veces ese mundo tan inhumano?; ¿cuánto tiempo aún durarán esas guerras atroces que provocan tantas víctimas?. ¿Qué monje no ha escuchado en su oración esos gritos que brotan de los salmos y que a veces comienza a hacer suyos cuando antes le parecían casi blasfematorios: “Y tú, Señor, ¿qué haces?” (Sal 6, 4) - “¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?” (Sal 12, 2) – “Despierta, Señor, ¿por qué duermes?” (Sal 43, 24)? Los Padres del desierto también eran a veces atacados por ese demonio de la blasfemia. Por otro lado, ese Cristo al cual él no quería anteponer absolutamente nada parece poco a poco desaparecer y volverse sin rostro, sin forma. El mismo Espíritu Santo cuya presencia luminosa había descubierto en lo más profundo de sí mismo, ese Espíritu que había encontrado, a la manera de san Agustín, “más íntimo a sí mismo que él mismo” y que le había inspirado las más audaces decisiones, parece ahora impotente para sostenerlo, dejándolo abandonado y perdido en la noche de su prueba.

¡Dios se calla! El monje que enfrenta ese silencio de Dios, no sabe si esa prueba es pasajera o si tendrá que sufrirla largo tiempo. Ese silencio es tanto más pesado e insoportable cuanto que ese monje no sabe ni siquiera si esa prueba tiene un sentido. Él, que pretendía ser y se afirmaba como profeta del sentido, se encuentra aquí enfrentado con la ausencia de Dios, ausencia que quita todo sentido a su existencia. Silencio terrible de un Dios que se imponía hasta entonces como lo más real de lo real.

Estamos aquí en el corazón del combate de la fidelidad monástica. Porque ese monje, ya esté solo o en comunidad, no tiene otra vocación sino la de avanzar en la noche de la fe con la firme seguridad de que en adelante no antepone absolutamente nada a Cristo puesto que él es asimilado ahora a Jesús, el Verbo encarnado que permaneció fiel al Padre y a los hombres hasta en el drama del calvario.

En su encíclica Fides et Ratio, el papa Juan Pablo II ha escrito con audacia:Un objetivo primario de la teología es la comprensión de la kénosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente humana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio. (n° 93)

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¿No podría ser esa la última vocación del monje: dejarse conducir en la kénosis de Dios con el ardiente deseo de amar con ese mismo amor que no pide nada a cambio mientras se da? El camino que conduce al monje a aceptar ese lugar “en el corazón de la Iglesia” como decía Teresa de Lisieux, es largo, muy largo a veces, y difícil. Desde sus primeros pasos en la vida monástica, se interrogaba: “¿qué es el amor?”, como san Bernardo que, al fin de su vida, en su tratado De Consideratione, se planteaba la pregunta esencial “¿Quién es Dios?”. En adelante, sabe, o por lo menos comienza a saber, que amar es darse sin pedir nada a cambio, darse a ese Dios que sin embargo parece a veces tan lejano, darse también a su comunidad, darse a sí mismo en cada acto ya sea el más humilde. Su fidelidad reside en esa voluntad de darse “hasta la muerte” como precisa san Benito (RB, Prol 50). Su fidelidad no será una experiencia temporaria, porque no se es fiel a prueba. El corazón de la experiencia de la fidelidad precisamente está en esa duración, en ese ocultamiento constante de una respuesta a un amor, el amor del Crucificado que “me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20). El encuentro con Jesús, el Hombre-Dios, fiel al Padre hasta el sentimiento doloroso de ser abandonado por él –cuando en la cruz el Padre nunca estuvo tan próximo a su Hijo, su Muy Amado- enseña al monje la gratuidad del amor. En la contemplación del Crucificado, capta en efecto que amar es darse verdaderamente sin pedir nada a cambio. Jesús se entregó así, gratuitamente, abandonándose con confianza al querer del Padre y el monje sabe que él es conducido al mismo amor, ese amor cuya fecundidad inesperada supera todo lo que puede imaginar, ese amor que lleva en sí los frutos mismos de la Resurrección.

El combate en la comunidad fraternaQuien ha aprendido, con Teresa de Lisieux, que “amar es dar todo y darse a sí

mismo” es llamado a menudo a enfrentar otro combate que sin duda no esperaba al entrar en una comunidad monástica: el combate del amor fraterno. Siempre es el mismo combate, el del amor vivido en el corazón de una comunidad.

La contemplación asidua del Crucificado a la luz de la Resurrección le ha hecho descubrir la belleza, la grandeza, la nobleza de cada uno de sus hermanos, en quienes descubre y ve la imagen de Dios. Es por eso que amar al hermano puede ser, durante un largo período de la vida monástica, una actitud fácil que es fuente de alegrías muy puras y durables. En esos tiempos de luz y de paz, la vida monástica se presenta como una gozosa anticipación de la felicidad celeste, puesto que el cielo ¡es el otro! ¿Acaso no hay encuentros fraternos, instantes de comunión que conceden un sabor anticipado de la alegría trinitaria?

Pero llega el tiempo de la prueba y del combate cuando, sin que nadie pueda dar las razones, dos hermanos o dos hermanas no logran más comprenderse, ni siquiera coincidir. ¿Quién puede decir por qué se torna no solamente difícil sino incluso imposible entrar en relación con tal hermano o tal hermana con quien, hastaese momento, las relaciones eran fáciles? Ahora bien, poco a poco, se crea una distancia entre las dos personas y los esfuerzos para restablecer las relaciones normales parecen todos condenados al fracaso. Aun cuando un enfoque psicológico permite proporcionar elementos de explicación a dificultades tan desconcertantes, el combate sigue, tomando a veces dimensiones casi trágicas. Se trata precisamente de una verdadera tentación a la cual estamos enfrentados. ¿Habrá que desesperar? o ¿hay soluciones para salir de semejante callejón?

Sin descuidar las dimensiones humanas de ese combate, ni el esfuerzo necesario para aportar soluciones justas y eficaces, llega el momento de una actividad profundamente

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espiritual, de una actividad que no es posible sino por y en el Espíritu Santo. Es él, en efecto, el Espíritu de la verdad quien nos enseña a poner una mirada de amor sobre la persona que estamos tentados de rechazar, de huir o de ignorar, quien nos concede acoger en nosotros y para ella el perdón mismo de Dios. Lo percibía muy bien esa monja que, rechazada misteriosamente por una de sus hermanas, se había sentido impulsada a contemplar a Jesús presente en quien la rechazaba. Estamos entonces en el corazón del combate de la fidelidad monástica, que puede conducir a una verdadera experiencia mística, porque, más allá de todo sentimiento de gozo, se da el encuentro con Aquel que un día nos dirá: “Lo que hiciste al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40).

Llegar a ser CristoTenemos que llegar a ser cristianos. ¿Acaso no es la meta del combate del monje y

de la monja? Entrar en la vida monástica es simplemente querer entrar en la lógica del bautismo por el cual todo cristiano es asimilado, identificado con Cristo Jesús. Juan Pablo II al final de su exhortación sobre la vida consagrada, ha lanzado este mensaje: “¡No os olvidéis que vosotros, de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que sois de Cristo, sino que habéis ‘llegado a ser Cristo mismo’!” (n° 109). Se trata pues no solamente de llegar a ser cristiano, sino de llegar a ser Cristo1.

Ahora bien, toda la vida de Cristo, ¿acaso no ha sido un largo combate comenzado por el famoso relato de la tentación y que se acaba en el jardín de Getsemaní, preludio de la cruz? Mas ese combate precisamente era el de la fidelidad en el amor: el demonio quería quebrantar a Cristo en su fidelidad al Padre y, con eso, en su fidelidad a la misión que había recibido justamente del Padre. Jamás el Hijo muy amado se desvió del camino que había escogido y nuestra verdadera alegría es poder recibir de él una misma fidelidad. Porque el secreto de la fidelidad está allí: es un don y por eso no puede florecer más que en un “corazón triturado” y desbordante de humildad. ¿Acaso no podría ser la Virgen María, después de Jesús, el modelo de esta alianza de la fidelidad y de la humildad?

Abbaye de Timadeuc Paul HOUIX, ocsoF-56580 BRÉHAN Abad

1 Cf. san Agustín en su Tratado sobre el Evangelio de Juan, 21, 8. Juan Pablo II se ha inspirado en esta palabra en su encíclica Veritatis Splendor, en 1993: “Felicitémonos y demos gracias –dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!” (n° 21)