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El cristianismo en la historia de la humanidad

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El cristianismo en la historia de la humanidad. Gracias a la religión cristiana el mundo es más humano. Ejemplos.

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El cristianismo en la historia de la humanidad

La historia del cristianismo no pudo comenzar bajo peores auspicios. Entroncada de manera directa con la del judaísmo, desde el primer momento dejó de manifiesto una clara oposición con este. Jesús no solo predicaba una clara desviación del exclusivismo religioso de Israel llamando a los gentiles para que recibieran el mensaje del Reino del Dios, sino que además se manifestaba provocadoramente abierto en su actitud hacia las mujeres y, sobre todo, a los pecadores. Lejos de creer en la existencia de un grupo que podía ser mejor que otros y cuya afiliación garantizaba el paso a un mundo mejor, Jesús ofreció a sus contemporáneos una relación personal con Dios, una relación, por otra parte, de la que todos estaban necesitados, de la misma manera que un enfermo que requiere la ayuda urgente e imprescindible de un médico.Jesús insistía en que esa salvación era posible porque Dios había salido al encuentro de la Humanidad y bastaba con que esta ahora no rechazara el ofrecimiento. Para aquellos que estuvieran dispuestos a vivir en la nueva relación de Pacto con Dios —un pacto basado en la muerte futura de Jesús— se abriría la posibilidad de una nueva vida vivida de acuerdo con unas nuevas condicionesLa predicación de Jesús era provocadora y sus afirmaciones de ser el Mesías, el Hijo de Dios, acabaron provocando una reacción combinada que lo llevó a la muerte. Durante la Pascua del año 30 d. C. sus adversarios debieron de respirar tranquilos convencidos de que aquel controvertido personaje dejaría de ser un peligro y una molestia... pero se equivocaron. A los tres días, los mismos discípulos que lo habían abandonado durante su prendimiento, proceso y ejecución comenzaron a predicar la peregrina doctrina de que Jesús había resucitado y se les había aparecido. Por supuesto, ni las autoridades judías ni las romanas creyeron en aquella afirmación, pero no dejó de resultar preocupante cómo antiguos incrédulos (Tomás) o incluso enemigos (Pablo) se sumaban con fervor a la nueva fe hasta el extremo de morir mártires por ella.

En el curso de su primera década, el cristianismo —que ya recibía ese nombre de sus adversarios— había comenzado a dar pasos que evidenciaban la influencia de las enseñanzas de su maestro y fundador. Admitió gentiles en su seno, proporcionó a las mujeres un papel que jamás hubieran soñado en el judaísmo, organizó un sistema de asistencia social en Jerusalén y extremó los valores contenidos en el judaísmo siguiendo el ejemplo de Jesús. Su avance no podía atribuirse a la simpatía del Imperio. El cristianismo era más molesto en sus pretensiones, en sus valores y en su conducta para la gentilidad que para el judaísmo: no solo eliminaba todas las barreras étnicas en un universo donde ser ciudadano romano era una ambición de muchos, sino que, además, daba una cabida extraordinaria a la mujer en su seno, sostenía un sentido finalista de la Historia y se preocupaba por los débiles, los

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marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que no sentía la más mínima preocupación el Imperio.

A pesar de las idealizaciones que a posteriori se puedan hacer del mismo, lo cierto es que el imperio romano era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. Frente a ese imperio el cristianismo predicó a un Dios encarnado que había muerto en la cruz para la salvación del género humano, permitiendo a este alcanzar una vida nueva. En esta resultaba imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres condenándolas a la muerte o al matrimonio impúber, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica de conductas inhumanas como el aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina, la participación en la guerra, el abandono de los desamparados o la ausencia de esperanza. A lo largo de tres siglos, el Imperio desencadenó sobre los cristianos distintas persecuciones que cada vez fueron más violentas y que no solo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que mostraron la incapacidad de alcanzarlo. Al final, el cristianismo se impuso no solo porque entregaba un amor que en absoluto podía nacer del seno del paganismo, sino también porque proporcionaba un sentido de la vida y una dignidad incluso a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto. Constantino no le otorgó el triunfo. Más bien se limitó a reconocerlo y a levantar acta de que el paganismo ya no se recuperaría del proceso de decadencia en que había entrado siglos atrás. Nunca existió un imperio cristiano (a pesar de que el cristianismo fue declarado religión oficial durante un espacio breve de tiempo), pero sí es verdad que algunos de sus principios quedaron recogidos, en mayor o menor medida, en la legislación bajoimperial.

Sin embargo, el gran aporte que el cristianismo proporcionaría a Roma no sería ese. A partir del siglo III la penetración de los bárbaros en el limes romano se hizo incontenible. Durante algunas décadas se pensó en la posibilidad de asimilarlos convirtiéndolos en aliados. Los resultados de esta política fueron efímeros. En el 476 el imperio romano de Occidente dejó formalmente de existir. Pese a todo, aun con el efecto letal de aquellas invasiones, la cultura clásica no desapareció; el cristianismo, especialmente a través de los monasterios, la preservó. Al llegar el año 1000, el cristianismo se extendía hasta el Volga. Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo en su seno no llegaron a incorporar todos los principios de la nueva fe en su existencia. De hecho, en buena medida eran reinos nuevos sustentados sobre el culto a la violencia necesaria para la conquista o para la simple defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia fecunda. La reforma del siglo XI volvió a sentar las bases de un principio de la legitimidad del poder alejado de laarbitrariedad guerrera de los bárbaros, buscó de nuevo la defensa y la

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asistencia delos débiles, y continuó un esfuerzo artístico y educativo que ya contaba con más de medio milenio de existencia. Además, dulcificó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra —la Paz de Dios y la Tregua de Dios—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un sistema de pensamiento como la Escolástica y, sobre todo, abrió las primeras universidades.

Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo no hubieran sido iniciadas sin el impulso cristiano. No debe por ello sorprender que el siglo XX haya sido el que ha contemplado un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones de cristianos por encima de cualquier otro periodo de la Historia.Tanto los campos de exterminio de Hitler como el gulag soviético intentaron, aunque en vano, acabar con una fe a la que veían con razón

como un oponente radical de sus respectivas cosmovisiones. Sin duda, los aportes del cristianismo a la cultura occidental han sido grandiosos a lo largo de sus casi dos mil años de existencia.

Solo podemos captar algo de su extraordinaria importancia cuando tratamos de imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo. Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad despiadada, en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría perecido ante el empuje de los bárbaros en los siglos III-V sin dejar nada en pos de sí. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido demanera infructuosa entre ellos para no poder sobrevivir al empuje conjunto delas segundas invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubieradado sin un islam cuya existencia presupone por obligación la del cristianismo. Durante los siglos de lo que ahora conocemos como Medievo, Europa hubiera sido albergue de oleada tras oleada de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido como no aparecieron en otras culturas. Además, sin los valores bíblicos se hubieran perpetuado, como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy, fenómenos como la esclavitud, el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional o la ausencia de desarrollo científico.Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el islam, el budismo, el hinduismo o el animismo para percatarse de lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo. Y aun así nuestro juicio no se corresponde con toda la dureza de lo que serían esas situaciones, ya que a fin de cuentas, hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la

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cultura occidental, desde el progreso científico a la persecución de un sistema de asistencia social, por citar solo dos ejemplos.

Incluso en el siglo XX, el olvido de principios de origen cristiano — un origen que suele olvidarse casi siempre— hubiera sumido a la Humanidad en una era de barbarie sin precedentes, bien a causa del triunfo del marxismo o del fascismo-nazismo. Pretender, pues, construir el futuro sin recurrir a sus principios solo puede interpretarse como una muestra fatal de terrible arrogancia, de profunda ignorancia o de crasa maldad. Hacerlo implicaría, además, correr el riesgo nada ficticio de ver la resurrección de formas de neopaganismo no inferiores en la gravedad de susmanifestaciones a las que ya conocemos históricamente. Asimismo, el cristianismo no ha logrado a lo largo de casi dos mil años imponer sus puntos de vista de una manera total. En unas ocasiones esto se ha debido a su propio distanciamiento de la pureza original de su enseñanza, en otras, a que la vivencia de una ética no puede imponerse, como se ha creído por error más de una vez. Sin él, el devenir humano hubiera sido un fluir continuo de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento. Con él, se ha visto acompañado el gran drama de la condición humana de progreso y justicia, de compasión y cultura. El filósofo español Manuel García Morente lo expresó de manera elocuente al describir su visión de Jesús: «Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear... Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende» (El «Hecho extraordinario»). Juan lo había expresado de forma más sencilla veinte siglos antes al escribir que Dios había amado tanto al mundo que había enviado a Su Hijo para que el que en Él creyera no se perdiera, sino que tuviera vida eterna (Juan 3, 16).