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EL HIJO DEL FUNDADOR EL NEPTUNO DE LA PLAZA Desde niño tuve cierta predisposición a ver lo sobrenatural. Las esculturas fueron parte de ese mundo insólito y sin respuesta. Especialmente aquellas imágenes que presentaban un tamaño natural con respecto a las proporciones humanas al observarlas detenidamente, siempre ocurría lo mismo; me invadía esa inexplicable sensación de que, de un momento a otro, cobrarían vida y hasta se echarían a andar como cualquier otro sujeto de carne y hueso. En mi ciudad, a diferencia de otras, nunca existieron muchas estatuas que adornaran las calles, o las plazas. Salvo contadas excepciones, la gran mayoría de imágenes de piedra o madera estaban congregadas en los templos. Sin embargo, no es de estos sujetos inertes de las iglesias de los cuales pretendo narrar; sino, de uno en especial: del dios Neptuno, que desde 1921 se eleva imponente, por encima de la fuente de la Plaza España, en el centro de Arequipa. Viví casi toda mi niñez y adolescencia en una vieja casa de dos pisos, en plena esquina de las calles San José y Colón; ubicándose la ventana de mi habitación de frente a la imagen de mármol del dios de los mares, Neptuno y su séquito. Durante cientos de amaneceres que acompañaron los mejores años de mi juventud, pude observar concienzudamente la escultura de aquella divinidad barbada. La escudriñé por los cuatro puntos cardinales. Desde arriba, desde abajo. Al atardecer y al amanecer. La vi en todo su esplendor y, otras veces, sucia y maloliente. Lloré cuando un indeseable mortal le arrancó una extremidad, sólo por robarle el tridente. Me maravillé cuando fue restaurado su poder, y pudo lucir nuevamente su brazo intacto, elevando su arma al cielo. Amé su belleza y perfección. Me refresqué en sus aguas al amparo de su presencia e hice una hermosa pintura que nadie nunca vio. En suma, fue parte de mi vida, de mi crecimiento; un vecino, un amigo y,

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EL HIJO DEL FUNDADOR

EL NEPTUNO DE LA PLAZA

Desde niño tuve cierta predisposición a ver lo sobrenatural. Las esculturas fueron parte de ese mundo insólito y sin respuesta. Especialmente aquellas imágenes que presentaban un tamaño natural con respecto a las proporciones humanas al observarlas detenidamente, siempre ocurría lo mismo; me invadía esa inexplicable sensación de que, de un momento a otro, cobrarían vida y hasta se echarían a andar como cualquier otro sujeto de carne y hueso. En mi ciudad, a diferencia de otras, nunca existieron muchas estatuas que adornaran las calles, o las plazas. Salvo contadas excepciones, la gran mayoría de imágenes de piedra o madera estaban congregadas en los templos. Sin embargo, no es de estos sujetos inertes de las iglesias de los cuales pretendo narrar; sino, de uno en especial: del dios Neptuno, que desde 1921 se eleva imponente, por encima de la fuente de la Plaza España, en el centro de Arequipa. Viví casi toda mi niñez y adolescencia en una vieja casa de dos pisos, en plena esquina de las calles San José y Colón; ubicándose la ventana de mi habitación de frente a la imagen de mármol del dios de los mares, Neptuno y su séquito. Durante cientos de amaneceres que acompañaron los mejores años de mi juventud, pude observar concienzudamente la escultura de aquella divinidad barbada. La escudriñé por los cuatro puntos cardinales. Desde arriba, desde abajo. Al atardecer y al amanecer. La vi en todo su esplendor y, otras veces, sucia y maloliente. Lloré cuando un indeseable mortal le arrancó una extremidad, sólo por robarle el tridente. Me maravillé cuando fue restaurado su poder, y pudo lucir nuevamente su brazo intacto, elevando su arma al cielo. Amé su belleza y perfección. Me refresqué en sus aguas al amparo de su presencia e hice una hermosa pintura que nadie nunca vio. En suma, fue parte de mi vida, de mi crecimiento; un vecino, un amigo y, casi reemplazo, a la imagen del padre que nunca conocí. La noche que cumplí 15 años, ocurrió un acontecimiento que nunca podré olvidar; pero no por el recuerdo de mi mejor celebración de cumpleaños; sino más bien porque fue aquella noche de viernes, cuando sin poder conciliar el sueño, después de una cena más que abundante, decidí atisbar desde la ventana de mi habitación, con vista a la plaza, cuando casi un minuto después que había examinado los rincones más oscuros y olvidados del sector, me pareció que algo no estaba bien dentro del panorama; que faltaba una entidad, una presencia vital en las inmediaciones. Cuando miré al lugar donde debía alzarse la imagen imponente del dios Neptuno; sólo pude observar su ausencia, y a dos niños y un delfín de mármol, que habían quedado huérfanos de padre y protector. Quedé absorto y sólo atiné a imaginar que habían robado la estatua. Muy para mis adentros, maldije a los autores de tan horrendo crimen. Indignado, me puse a escribir en mi diario, por el resto de la noche, toda clase de afrentas contra los causantes de mi pena. Apenas me fue posible -una hora después del amanecer-, bajé raudamente por los escalones de mi casa y me encaminé a la plaza, para ver si podía encontrarme con alguien que me contara los

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detalles de lo sucedido. De seguro, la gente estaría ya rodeando la fuente y hablando sobre el inefable robo. Sin embargo, grande sería mi sorpresa, cuando al llegar al lugar pude observar en lo alto, intacta e incólume, la escultura de mármol del dios Neptuno. En esos momentos no pude comprender qué había sucedido, o ¿es que habría soñado todo? Supe que ésta no era una explicación convincente; además, todo el tiempo gastado en escribir en mi diario -varias páginas-, me demostraba que no había vuelto a conciliar el sueño. ¿Sería posible que, en el escaso tiempo que había transcurrido desde mi insólito descubrimiento, hasta esas horas de la mañana, los autores del hurto se habían arrepentido del crimen cometido y habían devuelto la estatua a su lugar? Por mucho tiempo no supe explicar ciertamente lo sucedido, y al parecer, nadie a excepción mía, había reparado en el insólito acontecimiento. Durante semanas estuve pegado a mi ventana, noche tras noche, sin poder observar nada anormal con la imagen de piedra. Finalmente, me aburrí de hacer la guardia y me dediqué a dormir sin interrupciones nocturnas. Sin embargo, unos días más tarde, fui despertado por un sonido inusual que asemejaba el rozar de dos piedras, lo que me hizo saltar de la cama como impulsado por un resorte y correr hacia mi ventana, para ver si era cierto lo que empezaba a sospechar. Una vez más, la estatua había desaparecido y, tal como había acontecido la primera vez, el evento había sucedido antes del amanecer, cuando las calles de la ciudad estaban oscuras, y cuando las viviendas de sillar parecen convertirse en casas deshabitadas. Consulté la hora en el reloj de la sala y decidí no pegar los ojos, y esperar el regreso del dios de piedra. Mientras aguardaba junto a mi ventana, el sueño hizo presa de mí, y cuando mi madre me despertó una hora más tarde, tendido en el piso de mi habitación, lo primero que hice fue acercarme presuroso a la ventana y observar la fuente... ¡Sí, allí estaba Neptuno! Había regresado mientras yo dormía plácidamente en el suelo de madera, y al mejor estilo oriental. Ocurrido este último acontecimiento, convine conmigo mismo, que lo más sensato sería trazar un plan que me ayudara a descubrir, de una vez por todas, qué era lo que estaba sucediendo con la escultura; así que opté por hacer tres cosas: la primera sería reducir el tiempo de vigilancia a sólo dos horas -de tres a cinco de la madrugada-, tiempo dentro del cual había desaparecido Neptuno las dos veces anteriores; la segunda medida, sería que mi presencia y observación, no fuera algo que pudiera evidenciarse; pues quizá, a esto se debiera mi fracaso en mi anterior labor de vigilancia; por último, confiarle mi secreto a mi mejor amigo, y así pedir su ayuda para que, si esto fuera posible, resolviéramos juntos el inexplicable misterio. Cuando le confié todo a Julián, mi compañero de aventuras, él reaccionó tal y como yo lo había esperado, de forma entusiasta y hasta consiguió de la biblioteca de su abuelo un viejo libro de historias mitológicas, en donde pudimos leer los títulos que el gran dios marino había hecho suyos, a través de los tiempos: Neptuno, Señor de las aguas, Señor de las tempestades, Señor de los terremotos. Sólo faltaba pedir permiso a los padres de Julián para que le dejaran dormir las noches siguientes en mi casa, lo que no fue difícil de lograr; puesto que aparte de la gran amistad que se mantenían nuestras madres, estábamos en pleno gozo de unas largas vacaciones escolares de tres meses. Llegada la noche esperada, y después de haber hecho guardia por cinco días seguidos,

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pudimos finalmente presenciar, boquiabiertos, cómo la estatua de piedra del dios Neptuno cobraba vida ante nuestros ojos, y bajaba, ayudado por su enorme tridente, desde lo alto de la fuente de la plaza; para luego desaparecer por una esquina con rumbo desconocido.

Al percatarnos de la inminente evasión, Julián y yo, sin mostrar la más leve indecisión, bajamos por las escaleras que conducían a la puerta de salida de la casa. Al llegar a la acera, corrimos lo más aprisa que nos fue posible, y bordeamos la esquina. Una vez en el lugar, divisamos todavía no muy lejos, la figura esbelta del dios Neptuno, que después de haber recorrido la totalidad de la cuadra, desierta de gente, llegaba a la intersección de las calles San José y Peral; lugar en el cual se alzaba una enorme casona de dos pisos, y en cuyo elevado ángulo, podía verse la imagen de piedra del gigante Atlas, sosteniendo el mundo. De pronto vimos detenerse al dios Neptuno, y mirar hacia lo alto de la edificación, alzando su tridente de acero en señal de desafío, mientras la representación de piedra del gigante, aún inanimada, observaba la declaratoria de guerra que el dios de los mares le hacía desde la calle. Julián y yo, más que sorprendidos por esta inesperada escena, sólo atinamos a escondernos como mejor pudimos en algún recoveco de la cuadra, desde donde contemplamos cómo después de varios minutos de afrentas por parte del dios Neptuno, el gigante Atlas despertaba de su letargo y con indescriptible fuerza lanzaba el mundo de piedra, que cargaba a su espalda, con dirección a su declarado enemigo. Gracias al cielo y a todos los dioses del Olimpo, el enorme proyectil sobrepasó por encima de la cabeza de Neptuno y se desintegró, como si de una bola de arena se tratara, por sobre el ancho pavimento. La respuesta del dios de los mares no se hizo esperar, y arremetió con todo su poder, lanzando su tridente por los aires, clavándose en el cuello del gigante Atlas; mientras éste se llevaba los brazos a la garganta y se contorneaba en la pared, como si de un pez arponeado se tratara; circunstancia que logró finalmente, que el tridente se desprendiera y cayera desde lo alto de la edificación a los pies de Neptuno, que con una enorme carcajada, que nos sonó sobrenatural, disfrutaba de todo lo acontecido. Una vez terminó la contienda, vimos regresar al dios, y nos escondimos lo mejor que pudimos, viéndolo pasar a unos metros al lado nuestro. Al parecer, la entidad de piedra no se percató de nuestra presencia, o quizá no le importó que hubiéramos observado la lucha. Salimos de nuestro escondite al momento que el dios dobló la esquina. Cuando llegamos a las inmediaciones de la plaza, Neptuno ya había subido a su fuente, y permanecía nuevamente como señor indiscutible del lugar; pero inanimado, sin dar mayores muestras de vida. Aquella misma mañana del 15 de enero de 1958, ocurrió en Arequipa un devastador terremoto. Durante algo más de un minuto la tierra tembló y provocó que cayeran, entre otras cosas, la mayor parte de construcciones antiguas, torres de iglesias, junto con otros objetos y figuras; entre estas últimas, que desaparecerían para siempre, se encontraba la hoy olvidada escultura de piedra del gigante Atlas, al cual se le encontró luego del sismo, caído, destrozado en la acera, y vencido por su enemigo. Julián me contaría un día después, que mientras ocurría el desastre natural, le pareció escuchar la carcajada del dios de los mares; aunque no podía jurar que realmente se hubiera tratado de esto, pues quizá el terrible susto vivido, a causa del movimiento

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telúrico, le había jugado una mala pasada. Por mi parte, yo estaba más que seguro de haber percibido un sonido sobrenatural, que fue diferente al causado por el propio sismo. Lo que sí fue claro para los dos, era que finalmente Neptuno, el dios de los mares, de las tormentas y de los terremotos, había vencido en su lucha por el dominio del vecindario.

LOS CUCOS DE NUESTRA NIÑEZ

Cuando era niño, vivía en una vieja casona de estilo colonial en el centro de Arequipa. Se trataba de una casa con portón robusto, tres patios enormes, bóvedas altísimas y blancas, con no menos de 20 habitaciones, muchas de éstas, atiborradas de muebles y cosas inservibles. La verdad es que, para una familia de seis integrantes como era la nuestra, el lugar nos quedaba realmente grande. Cada habitación tenía su nombre característico, ya fuera porque se la habían puesto los abuelos en el pasado, o simplemente porque se le había ocurrido a un pariente por aburrimiento: el cuarto de los juguetes, la vieja despensa, el recinto de los trastes, el salón del piano, el comedor grande, la habitación del tío A. A los diez años, lo medianamente grande o enteramente horrible, nos parece ilimitado y por demás hermoso. Para mí, aquella vieja casona era como poseer mi propio castillo, pues guardaba muchos secretos e historias memorables; y cuando le contaba a algún amigo sobre la casa, era como si estuviera refiriéndome a una persona viva y real. Pero toda esta visión de ensueño y fantasía ocurría sólo durante el día; pues de noche, la casa se convertía en una verdadera visión de espanto, y algunas habitaciones cambiaban, irremediablemente, de nombre y también de forma; el cuarto de los juguetes, pasaba a convertirse en el refugio de los gatos, el comedor grande, en la habitación del fantasma, la vieja despensa, en el suplicio del perdedor... Recuerdo vívidamente, como si hubiera ocurrido ayer, lo que aconteció una de tantas noches, cuando nuestros padres y el resto de la familia, habían salido de viaje para no regresar hasta pasada la medianoche del día siguiente. Me encontraba en una habitación en compañía de mi hermano dos años mayor, cuando a éste se le ocurrió iniciar un viejo juego de azar -tan viejo como nuestras cortas edades-, que daba como resultado que el perdedor padeciera un castigo; el de tener que salir de nuestra segura habitación y cruzar toda la casa, hasta llegar a la vieja despensa, para hacerse de algunas frutas que degustaríamos después. A este macabro jueguito lo habíamos bautizado como: ?el suplicio del perdedor?; y digo macabro, porque realmente había que tener valor -a esas edades-, para cruzar por los largos pasadizos, y oscuras habitaciones, casi siempre al amparo de una luz agonizante, esto si había suerte, y si ninguna de las bombillas de los patios estaba quemada. Pues bien, como decía, aquella noche fui yo el elegido por el destino, y como queriendo darme su apoyo y el valor necesario, antes de mi temerario trayecto, mi hermano me entregó a manera de préstamo su nueva adquisición: una fina y reluciente navaja de bolsillo, como si esta pequeña arma pudiera defenderme del acoso de un espectro o algo decididamente peor. La verdad, para mí era, que ni un cañón me hubiera dado la confianza suficiente para cruzar por los dos primeros patios, plagados de antiguos

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muebles, árboles y sombras deformes; sin embargo, había algo que parecía darme mayor seguridad; una argucia que usábamos siempre con éxito mi hermano y yo, según nos hubiera elegido la suerte; era la de silbar lo más fuertemente posible mientras cruzábamos por alguno de los muchos parajes oscuros de la casa. Esta actitud parecía explicarse cuando creíamos firmemente que sólo podíamos ser víctimas de un gato, un alma en pena u otra cosa horrible; si estos seres, vivos o no, se veían sorprendidos por nosotros. Mientras que si anunciábamos nuestra presencia, ellos se apartarían del camino y no sufriríamos ninguna consecuencia; al menos esto nos habían dicho nuestros hermanos mayores. No obstante esta vez, ni los silbidos, ni alguna otra argucia me servirían de ayuda, pues cuando terminaba de cruzar el primer patio y me disponía a pasar junto al comedor grande -en donde alguna vez mi hermano Javier, viera la horripilante figura de una entidad fantasmal-, algo que escuché a mi espalda me puso la carne de gallina. Lo que sentí claramente fueron las pisadas de una presencia, que al volverme para mirarla por sobre mi hombro, se mostró como un ente demoníaco que, sin embargo, no alcancé a observar en detalle, pues por miedo a ser alcanzado por aquella entidad sobrenatural, eché a correr como mejor pude hacia el interior de la casa, ya que me hubiera sido imposible volver por mis propios pasos, sin ser víctima de aquello que cada vez estaba más cercano a mí. Gritando y pidiendo el auxilio de mi hermano mayor, que seguramente no podía escucharme desde donde se encontraba, huí espantado mientras mis rodillas parecían querer traicionarme. Al llegar a la cocina tropecé con media docena de muebles, antes de buscar refugio en lo más recóndito de la despensa, la cual clausuré con cerrojo por dentro. Mientras en medio de la oscuridad, aguardaba temblando y aterrorizado la inevitable llegada de aquella entidad espeluznante, pasaron por mi cabeza infinidad de ideas descabelladas sobre lo que sería mi suerte más adelante; no obstante, se sucedieron lentamente los minutos y nada grave aconteció, si bien creí escuchar que algo se apoyaba del otro lado de la maciza puerta de roble que separaba la habitación contigua. En los siguientes minutos de larga espera, lo peor que sucedió fue sentir claramente como una acelerada colección de insectos y quien sabe qué otras alimañas, me caminaban a su antojo por sobre el rostro, el cuello y mis manos; lo que hasta cierto punto preferí soportar, como castigo del destino, a tener que enfrentar a aquello grotesco que había del otro lado. Pero, ¿qué era lo que acontecía afuera? ¿Es qué acaso ya no había nada amenazante en el exterior? ¿Se había tratado solamente de mi volátil imaginación? o ¿Era una trampa para que yo saliera de mi refugio, y fuera devorado por quién sabe que criatura horrenda? A todas estas interrogantes, tuve para bien o para mal, que intentar responderme; sin embargo, no sería sino hasta una hora después que me animaría a descorrer el cerrojo de la despensa, y atisbar hacia la oscura cocina para ver si el peligro había desaparecido. Menos mal no observé nada más que las sombras de los muebles y otros utensilios que reconocí en su totalidad como familiares. En esos momentos me asaltaron nuevas preguntas. ¿Qué había sucedido con mi hermano? ¿Por qué después de una hora no había venido a buscarme? o ¿Acaso él había sido víctima de algo espeluznante? La idea de que un miembro de mi familia fuera presa de aquel ente sobrenatural, me dio las fuerzas necesarias y el valor para salir de mi refugio, coger un trapo, rociarlo de combustible, amarrarlo a una madera -que obtuve de la cocina-, y prenderle fuego a

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manera de antorcha, o es que acaso vivo o muerto, ¿quién no le teme al fuego? Hasta las almas del infierno se queman en éste. Aquellos eran mis pensamientos, cuando salí al rescate de mi hermano. Crucé una vez más el enorme segundo patio, y llegué al pasadizo en donde había tenido el encuentro anterior. Caminé por el mismo, y llegué al primer patio, donde me di cuenta que toda la casa estaba a oscuras, y esto incluía la habitación donde había dejado a Javier. Esta inusitada realidad me hizo detenerme de improviso y tratar de entender qué era lo que había ocurrido; temí lo peor y seguí adelante al amparo de la luz de mi antorcha. Cuando me paré bajo la entrada de nuestra habitación e iluminé la escena, pude ver a mi hermano agazapado detrás de una cómoda y con los ojos desorbitados. Al acercarme a él, profirió un grito de horror que me dejó totalmente sorprendido. Al parecer, a causa del resplandor que mantenía por delante, no había podido reconocerme. Una vez me reconoció, se abalanzó sobre mí y me dijo algunas palabras que por el nerviosismo no alcancé a entender. Luego, tomó la antorcha con una mano y me agarró con la otra, mientras a nuestras espaldas un sonido, como el rechinar de dientes, nos amenazaba desde el fondo de la habitación. Salimos huyendo despavoridos, sin voltear a mirar ni un segundo, y una vez llegamos a la calle, cerramos con doble llave. Aquella noche dormimos en la casa de una señora del barrio, buena amiga de nuestros padres, y aunque no entendió bien cuál era el motivo por el cual no pasábamos la noche en nuestra propia casa, igual dejó que nos alojáramos en la suya. Mientras pasaban las horas para la llegada del ansiado amanecer, ni mi hermano ni yo pudimos pegar los ojos. Entonces él me contó sobre la aparición que lo había ido a buscar a nuestra habitación. La resumió diciendo, que aquella entidad monstruosa tenía forma semihumana, con horrible cara de trapo arrugado y dientes negros como el ébano. Cuando al día siguiente llegó el resto de la familia de viaje y les contamos lo sucedido, nadie pareció creernos. Nuestros hermanos mayores hasta se burlaron de nuestra absurda historia; nos dijeron que de seguro habíamos confundido una sábana vieja con el supuesto personaje monstruoso. No obstante, nadie pudo convencernos, ni a mí ni a mi hermano, para que entráramos nuevamente a la casa, especialmente de noche. La casona fue vendida unos meses después por mi padre, y hasta el día de hoy no sé si esto se debió a cuestiones económicas, o porque realmente descubrió algo que nunca nos dijo. Hoy que termino de escribir estas líneas, 20 años después de lo sucedido, y recién llegado de viaje, he pasado por la calle San José y he visto, por fuera, nuevamente la casa. Al parecer una red de hoteles la compró, y la ha restaurado hasta casi no poderla reconocer. No obstante, recuerdo bien lo que guardan aquellas altas paredes de sillar en las noches más oscuras; y aunque la nostalgia me embarga al volver a ver la casa, después de tantos años, de algo si estoy convencido, y esto es, que si por cuestiones del destino alguien me pidiera pasar una noche más dentro de ésta, estoy seguro que nada en el mundo me haría aceptar tal invitación.

?EL LADO OSCURO DE LA LUZ?: UN ENCUENTRO EN LA CATEDRAL

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Avanzaba inexorablemente la noche, y las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como habían llegado. Por último, se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que hacían procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de soprano. Alguien habría tropezado con algún mueble, camino a la salida posterior. De seguro se trataría del guarda que antes de marcharse, clausuraba inevitablemente el templo. En ese momento consulté mi reloj. Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que me hice; después de todo, antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no había ningún motivo para seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas el descomunal órgano había sido desmantelado; creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y los pequeños compartimentos -bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para nosotros-, habían servido de cómodo escondite. Decidí que lo más sensato sería utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no me hablaba. Sin duda estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo había perdido la razón, e incluso, me amenazó con terminar nuestra larga relación, si no me olvidaba de la idea. Pero ahora que nos encontrábamos dentro del lugar, ya no decía más nada. Había sido muy difícil convencerla; pero finalmente, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, podía disuadirme de abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo junto a ella; pero en realidad, los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era muy remota. La decisión ya había sido tomada y ahora, nada ni nadie podía evitar su desenlace. Pasada la primera media hora, nos aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de santos y arcángeles nos observaban pasar irreverentes, o quizá realmente no podían notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo importante, lo fundamental era que faltaba algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos encontrábamos encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy distantes de algún salvador, de amigos, de familiares o simplemente de la gente. En fin, alejados del bullicio mundano, que de seguro a esas horas y en aquella noche de sábado, empezaría a vivirse en calles, plazas y centros nocturnos. Nadie en la ciudad sospecharía lo que habíamos venido a esperar; ni siquiera podían soñarlo. Pasaron varios minutos, antes de que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al púlpito; aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio. El estrépito que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca por el paso del tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía. Nadie hasta la media noche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y lo que me

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dijo parecía ser el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi propósito. De mi parte, yo no me atreví a mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue abrazarla y ceñirla contra mi pecho; decirle que la quería. ¡Que la amaba intensamente! Que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me daba el valor suficiente y que, sobre todo, me hacía inmensamente feliz. Por un momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y pareció también apaciguar sus temores. Subimos hasta lo más alto que la estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien no podríamos hacernos de la ayuda de ninguna luz a la hora acordada, esto no debía preocuparnos. ?Ellos? traerían seguramente las suyas... Transcurrió al menos otra media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones más olvidados del templo -la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las criptas de los clérigos-, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior, diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos quedaban, todo el lugar siguió en calma; tanta como la de un sepulcro; y ya estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado del púlpito. Giovanna apretó mi mano con notorio nerviosismo. Escuchamos que desde el exterior, el reloj de la torre dio las doce campanadas. Entonces fue cuando aparecieron. Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera invadido por aquella luz intensa. Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné nuevamente: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea vehemente; mis planes, totalmente inejecutables; ?ellos?... Y me invadió el terror; un terror como nunca antes lo había experimentado. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo. Lo más probable sería que estuviera clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos habían visto. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios no hubo discusiones, y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para ?ellos?.

MONICA: LA LEYENDA

"Desde hace cuatro o cinco años, han operado grandes cambios en los usos y costumbres del Perú. La moda de París va tomando el cetro y no quedan sino algunas ricas y antiguas familias que se muestran rebeldes a su imperio..." Flora Tristán, 1838.

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FIESTA DE CARNAVAL. No pretendo que alguien crea mi historia; lo más que puedo decir, es que me ocurrió un día como hoy, hace cuarenta años. Me llamo Rodolfo N.; nombre con el cual me bautizaron en memoria de mi abuelo paterno, de quien se dice soy su viva imagen. Nunca conocí a mi abuelo, pues el mismo día que yo nacía, él abandonaba esta vida; y reitero, esta vida, pues como me lo contaba mi padre, el suyo, era un hombre que creía fielmente en aquello inexplicable, llamado reencarnación. Sus últimas palabras al morir, fueron... AREQUIPA, SIGLO XIX Recibí la invitación un día lunes, y por más que me esforcé en recordar cuál era la familia: Carpio Paz Soldán; residentes en la calle El Roble, Cayma -según decía el remitente de la tarjeta que tenía en mis manos-, finalmente renuncié a resolver el enigma, y después de colocar la fina invitación en una mesa del recibidor de mi casa, decidí olvidar el asunto y continuar leyendo dentro de la calidez de mi biblioteca, una deliciosa novela de misterio. Pasada una semana y en una ocasión en la que hurgaba nuevamente mis libros, para saber cual sería el siguiente relato a degustar con avidez, me encontré, por segunda vez, con la tarjeta de invitación; alguien de la casa la había metido dentro de una olvidada novela de Flora Tristán. La tomé y releí el contenido; entonces me percaté que la fecha de celebración de la misma, era para el día siguiente. No teniendo mayores cosas que hacer al otro día fue que decidí acudir a la fiesta de carnaval. Al llegar aquella noche, a la cercanía de la propiedad en cuestión, lo primero que capturó mi atención fue el enorme y frondoso roble, que daba su nombre a las inmediaciones; sería un árbol de no menos de 200 años de edad. Una vez ubicada la dirección que se consignaba en la tarjeta, me acerqué a la puerta de una gran casona colonial -luego de haber alquilado el mejor disfraz de arlequín que pude encontrar-, y toqué la manecilla dorada del portón. Del otro lado de la puerta, se dejaba escuchar un vivaz ambiente de voces y melodiosos sonidos -muy nuestros y añejos-, que llamaron mi atención, y en una época en la cual, una buena parte de las celebraciones parecen dedicadas sólo al gusto de los extranjeros llegados de París. Al abrirse el amplio portón, alguien que parecía conocerme me recibió, y digo alguien, pues con el gracioso antifaz dorado que llevaba puesto, junto con el largo vestido de seda y encaje que ostentaba, no llegué reconocer de qué bella dama se trataba. Me hizo pasar por un recibidor que daba acceso a un amplio salón, maravillosamente decorado con finas cortinas color de vino, y altas y enmarañadas candilejas, cuyo fulgor daba un ambiente antiguo e irreal al lugar; pero a la vez agradable. Dentro de la desmesurada y bulliciosa habitación, se congregaban un centenar de personas, ataviadas con los más inverosímiles disfraces; aunque puedo afirmar que el gusto general había optado por las representaciones de origen europeo. Una vez llegamos al medio de la gran sala, la dama que me acompañaba soltó mi brazo, y me presentó ante un nutrido grupo de invitados, vestidos con trajes de las más variadas épocas y lugares; sin embargo, después de varios minutos de intrascendente plática con Luis XV, Napoleón y otros personajes, por más que hice el intento, igualmente no pude reconocer la identidad de ninguno de los congregados;

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no atiné sino, a pensar que se me había invitado por error; no obstante, la fina y elegante dama que me había recibido al llegar y que ahora me observaba con una hermosa sonrisa dibujada en los labios, había mostrado conocerme de muchos años. En esos momentos, un hombre alto y desapacible, cubierto el rostro con una máscara veneciana, se acercó a la bella joven y le dijo algo que le hizo cambiar súbitamente de expresión; luego la pareja se apartó de la multitud, y se dirigieron a un mirador interior de la casa. Durante media hora no les volví a ver por ninguna parte. Dediqué entonces mi tiempo a confraternizar y, por supuesto, a danzar un delicioso valse. Asimismo, fui invitado a ejecutar al piano, una melodía clásica que me enseñara mi padre, y que agradó a todos. De súbito, cuando la reunión llegaba al clímax de la diversión, el hombre de la máscara veneciana apareció nuevamente y, con total mala educación, se hizo paso a empujones entre la gente que bailaba dentro del salón; finalmente se aproximó donde yo me encontraba sentado, y quedó quieto; desafiante, frente a mí. Los ojos que se contemplaban detrás de la fría máscara, eran tan intimidantes, que hubieran hecho pensar a cualquiera que del otro lado de aquel rostro de cartón, no había un hombre, sino un demonio disfrazado. En su mirada se notaba un odio sobrenatural que no alcancé a imaginar a qué se debía; sólo atiné a seguir adelante con las notas musicales, tratando de ignorar lo más que pude al personaje. Por último dio media vuelta y se alejó con dirección a la puerta de salida. Ya no lo volvería a ver. Pasados unos minutos, la interpretación musical terminó y la algarabía de los congregados alrededor del piano, así como de la generalidad de los danzantes, se evidenció en un crisol de aclamaciones y aplausos. Se me pidió una segunda ejecución, la cual amablemente rechacé; pues había quedado muy perturbado por lo acontecido minutos antes; además, estaba sinceramente preocupado por el bienestar de la bella dama del antifaz que aún permanecía en el interior de la casa. Me aproximé, muy disimuladamente, hacia el pequeño ambiente que separaba el salón del mirador interior y desde allí reconocí, de espaldas hacia mí, a la dama que buscaba; permanecía sola, y por sus actitudes pensé estaría llorando; no me equivoqué, al volverse de lado, noté que se llevaba un pañuelo blanco al rostro. Me acerqué a una distancia prudente de ella y le hablé. Se sobresaltó y la noté avergonzada por el hecho de haber sido descubierta en aquella situación. Perdóneme -le dije-, no quise molestarla, si desea puedo retirarme; he hice el ademán de salir. Ella me detuvo me llamó por mi nombre: Rodolfo, y presurosamente me pidió le acompañara. Hice lo solicitado y pude finalmente contemplar su rostro en todo su esplendor. Se trataba de una mujer hermosa: tez ligeramente canela, pelo y ojos oscuros y un ángel que hubiera cautivado al más distraído. Nunca la había visto antes; aunque debo confesar que había en ella un aire familiar que no pude explicar. Le pregunté si todo estaba bien y le conté la desagradable escena suscitada en el salón y sobre el hombre de la máscara veneciana. Ella me respondió que se hallaba bien; aunque apenada. Quise saber cuál era el motivo; me respondió que el hombre de la máscara era su prometido, se casarían en dos meses; sin embargo, esto ya no sería posible, habían terminado su relación hacía unos minutos. Le pregunté por el motivo de la ruptura, y ella se disculpó por no poderme contestar. Le dije que no se apenara, que seguramente todo se arreglaría con su novio, y que la gente estaría preguntándose por ella en el salón. Le propuse bailar una pieza y ella se excusó; me pidió que permaneciéramos en el mirador,

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contemplando la profundidad de la noche. Pasaron unos cuantos minutos y pareció ir olvidando poco a poco su pena; y hasta conseguí que esbozara una pequeña sonrisa. Finalmente, tomó su antifaz dorado y me pidió lo conservara conmigo; que lo guardara como recuerdo de esa noche y por la amistad que siempre nos había unido. No creí comprender de qué antigua amistad me hablaba; pero no insistí en el tema. De pronto, me gratificó con una caricia en el rostro y me dijo que se retiraría a descansar, que agradecía mis palabras de aliento; y que esperaba nos volviéramos a reunir en otra oportunidad. Le dije que así sería; que era una promesa y después de besar su delicada mano, la contemplé ascender por unos largos escalones. Fue la última vez que la vería. Al regresar al salón, observé que los ánimos de los danzantes habían decaído en extremo y me apresuré a despedirme; sin embargo, reparé que no sabía cuál era el nombre de la dama del antifaz dorado; no me había atrevido a preguntárselo, por temor a que se diera cuenta que yo no la había reconocido. Indagué, y no fue difícil averiguar su nombre: Mónica -me respondieron-, la hija mayor del coronel Carpio Gamio... Al despertar, lo primero que observaron mis ojos fue el intenso brillo del antifaz dorado; estaba colgado en una ventana de mi habitación. Recordé a quien pertenecía: a Mónica, y me invadió un incontrolable deseo de volverla a ver; de tomarla en mis brazos y confesarle que estaba enamorado de ella. Me alisté y vestí tan rápido como la circunstancia me lo permitió. Guardé el antifaz en mi bolsillo y salí de mi habitación resuelto, sin prestar atención a lo que preguntaban mis familiares; sin dar mayor explicación de a dónde me dirigía. Subí en mi brioso corcel, y no dejé de cabalgar hasta arribar a las inmediaciones de la casa. Al llegar reconocí el viejo roble que precedía la propiedad y, unos metros más allá, la enorme casona de portón robusto. No obstante, y a pesar de encontrarme a esa hora de la mañana -pasada las siete-, no alcancé a reconocer la construcción colonial. La fachada de la casa se alzaba delante de mí, pero no guardaba la fisonomía de aquella que había visitado la noche anterior; inexplicablemente, parecía haber envejecido cien años. ¿Cómo era esto posible? Bajé del caballo y golpeé lo más fuerte que pude contra el viejo portón; pasados unos minutos, alguien desconocido me abrió la puerta. Se trataba de un hombre de tez apergaminada, que me preguntó qué deseaba, y que por su marcada expresión de asombro, pensé seguramente había notado mi evidente desconcierto. Yo le respondí, que buscaba a la hija del coronel Carpio Gamio. El anciano, después de escucharme, pareció quedar casi tan desconcertado como lo estaba yo en esos momentos; salió del interior de la propiedad, y dejó la puerta junta. Se sentó en una fría piedra de granito, y comenzó a relatar una historia sorprendente, y diría yo, hasta espeluznante: Esta fue alguna vez la propiedad del coronel, cuya hija usted busca -me dijo-, sin embargo, debo decirle que toda la familia murió en un incendio. Eso no es posible; usted debe estar confundiéndose -aseveré-, apenas si estuve aquí anoche. No confundo nada -me respondió el anciano, mirándome fijamente a los ojos-, déjeme que le cuente lo sucedido. Según todos sabían, fue el prometido de la hija del coronel, quien en un acto de locura; motivado por los celos a un joven desconocido, incendió la casa, la noche de celebración de carnaval; con todo e invitados dentro; fue algo terrible. Esto ocurrió hace cuarenta años atrás. Después del trágico suceso la propiedad fue vendida por un pariente lejano, al teniente alcalde del distrito, quien respetando sus muros y linderos -que fue lo

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único que quedó en pie-, la convirtió en lugar de descanso, lo que es hasta hoy. Yo soy el vigilante de este cementerio. Después de escuchar esta macabra versión, quedé paralizado, y sólo atiné a empujar la desencajada puerta y penetrar al interior, para comprobar por mí mismo lo absurdo o no, de aquella descabellada historia. Una vez dentro verifiqué, horrorizado, que cuanto se me había dicho, debía ser cierto; aquella extensión yerta, que alguna vez fue un enorme y festivo salón, ahora estaba poblada sólo de lápidas silenciosas y criptas profanadas. Eché a llorar y no pude entender qué era lo que en realidad había sucedido. Llegué a pensar que la fiesta a la cual había sido invitado era fruto de un mal sueño; una pesadilla. Recordé el antifaz que me había entregado Mónica al despedirse, y metí la mano en el bolsillo. Lo que saqué de éste, fue un trozo de cartón quemado, que no era otro sino, el de la máscara veneciana. Lo solté de mis manos espantado, y en mi conmoción creí ver a unos metros de distancia, un objeto reluciente que me pareció reconocer. El anciano me observaba callado, pasivo; como si la situación no le fuera, después de todo, extraña. Le pregunté si la familia había sido enterrada en aquel lugar. Me respondió que si, que todos descansaban dentro del cementerio. Me aproximé hacia aquel objeto que parecía atraerme con una magia desconocida. Al llegar, descubrí colgado sobre una antigua lápida, el dorado y reluciente antifaz de mi amada. Observé la inscripción que estaba labrada sobre la borrosa lápida de mármol, y pude leer con dolor: Mónica Carpio Paz Soldán. 1848 ? 1866. Comprendí entonces que ni la muerte ni el tiempo mismo, habían podido vencer la fuerza del amor de Mónica por mi abuelo, y que lo que había dicho éste, antes de morir -que regresaría nuevamente a la vida en su próximo nieto-, se había convertido en realidad.

AMOR EN UN CEMENTERIO DE AREQUIPA

A María, la nieta de María Nieves y Bustamante (autora de: Jorge o el hijo del pueblo)

Finalmente, después de nueve meses de activa lucha legal para obtener el permiso del juez que lograra la exhumación del cadáver, estuvo delante de la tumba de su pequeño hijo. No estaba sola; un enjambre de gente, entre familiares, amigos y reporteros, sumaban el póstumo cortejo. Uno de los presentes; el magistrado, dio la orden a los sepultureros para que iniciaran su labor. La lluvia se precipitó aún más impetuosa y era seguro que hasta el mal tiempo conspiraría para alargar, aún fuera unos minutos más, la espera de aquella madre, de fisonomía demacrada, en su intención de volver a contemplar el cuerpo de su hijo. Se sucedieron uno a uno los minutos y mientras tanto la mujer del velo anochecido tuvo la ocasión de evocar los años idos junto a su pequeño; recordó su feliz nacimiento; la emoción y la dicha que la llenó al saberse madre y aquella inigualable sensación de sentir a su primogénito sobre su pecho, acogerlo en sus brazos y mostrarle la vida misma. Se acordó de la primera celebración de cumpleaños, junto a familiares, amigos y a su desaparecido esposo. Rememoró aquella mañana primaveral en la cual jugaba alegremente con su hijo en el jardín de la casa, con el perro, la pelota de

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trapo, y sobre, todo cuando su pequeño se acercó a ella, le acarició delicadamente el rostro y le dio un dulce beso mientras le decía:

- ¡Te quiero mucho, mamita! ¡Te amaré por siempre!

Eso había sucedido hacía apenas un año, tres meses antes de que ocurriera el fatal accidente; que quizás como lo había declarado reiteradamente el abogado de la familia, no había sido casual, ya que existía una duda razonable para creer que esta muerte fue premeditada.

Ahora -bajo la lluvia y al amparo de un enorme ciprés, terminada la penosa labor de los sepultureros, el cajón ubicado sobre el verde pasto, a escasos segundos de que un profesional competente abriera la tapa de madera del ataúd, que guardaba los restos del niño, y confirmara la argumentación del abogado-, María, la madre, pareció desfallecer; sus familiares la sostuvieron para que no se desparramara por el suelo; la tensión acumulada de largos nueve meses, y en especial la de los últimos minutos, había sido demasiada. La sentaron en una fría loza de mármol y le pidieron que no se acercara a ver el cadáver de su hijo; su estado no sería ya el mejor. Ella reaccionó de súbito, se paró y no dejó que nadie la contuviera. Se aproximó al hueco abierto en la tierra y se detuvo frente al ataúd. La tapa fue movida y detrás de ésta se dejó ver el cuerpo gelatinoso de un niño de 7 años en avanzado estado de descomposición. La madre se dejó atrapar por el llanto o ¿quizás estaba llorando de alegría por el reencuentro? El médico comprobó el argumento del abogado -la caja estaba arañada por dentro-, y mientras se cubría medio rostro con un pañuelo húmedo, ordenó fuera cerrada nuevamente la cubierta. La mujer no lo permitió y pidió que la dejaran despedirse de su pequeño; quería contemplarlo de cerca por última vez. Un familiar quiso impedirlo; pero el amor de madre pudo más que cualquier argumento. Se arrodilló delante de su hijo y descubriéndose el velo se inclinó, lo abrazó y lo llevó a su pecho como cuando lo tuvo por primera vez al nacer. Un brazo se desprendió del cuerpo del niño; pero el amor de madre no lo notó.

- ¡Te quiero mucho hijito! ¡Te amaré por siempre! -Le dijo y besó el rostro descarnado de su pequeño.

SOBRE EL ESCRITOR

Pablo Nicoli Segura nació en Arequipa el 19 de agosto de 1964. Cursó sus estudios primarios y secundarios en el colegio La Salle y posteriormente estudió Administración de Empresas en la UCSM., y Literatura en la UNSA.