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EL LABERINTO DE ERIN

SOL SANTANDER (2015)

Todos los derechos reservadosSafe CreativeCódigo 1508224929682

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Dedicada a todas las mujeres de 1916.

Las mujeres que tomaron parte en el Levantamiento de Pascua, fotografiadas en el jardín de Ely O'Carroll (Peter's Place, Dublín) en el verano de 1916. KilmainhamGaol Collection

Para Joseph, esperando haber sido justa.

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Indice

4 de Mayo de 1916.PRELUDIO17 de Marzo de 1916. Día de San Patricio.14 de Abril de 1916.15 de abril de 1916.16 de Abril de 1916.Jueves Santo, 20 de Abril de 1916.Viernes Santo, 21 de Abril de 1916.Sábado de Gloria, 22 de Abril de 1916.Domingo de Resurrección, 23 de Abril de 1916.DESARROLLOLunes, 24 de Abril de 1916.Martes, 25 de Abril de 1916.Miércoles, 26 de Abril de 1916.Jueves, 27 de abril de 1916.Viernes, 28 de Abril de 1916.Sábado,29 de Abril de 1916.CONCLUSIÓNDomingo, 30 de Abril de 1916.2 de mayo de 1916.3 de mayo de 1916.4 de mayo de 1916.Agradecimientos.Bibliografía.

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4 de Mayo de 1916.

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Kilmainham Gaol, 4.00 a.m.

Amanda mordía con fuerza las puntas de sus dedos entumecidos, en un desesperado intento por recuperar su sensibilidad. El frío y la humedad de Kilmainham, lacárcel de Dublín, se colaba poco a poco entre sus huesos y ella sentía que eran capaces de aturdir su alma. Un ruido de pasos en el pasillo se detiene ante la puerta.Emily O'Flaherty, su compañera de celda, al fin duerme después de tres días de insomnio. Ella, en cambio, permanecía despierta desde que Emily le contara sobre losdisparos que había escuchado durante la madrugada, justo al amanecer. Esas ráfagas de disparos, tres, que ella podría jurar ante quien fuera que no eran otra cosa quefusilamientos.

Un guardia trae una carta entre las manos. ¿Amanda McKahlan? pregunta con un tono impersonal. Sin decir nada más entrega el sobre. “Es de Joseph”, piensa ellaal apenas tomarlo entre sus manos, reconociendo de inmediato su letra, esa caligrafía perfecta delineando su nombre… La pesada puerta vuelve a cerrarse y Amanda, deespaldas a ella, mira por millonésima vez aquella celda. Apenas podría dar dos pasos hacia un lado y dos más hacia el otro. Y ver unos centímetros de cielo gris, a travésde los barrotes. Eso es todo. El breve espacio al que pretenden reducirlas.

Se sienta en el piso helado, en la esquina donde una vela proveniente de la compasión de uno de los guardias, alcanza a iluminar un pequeño círculo. Emily continúadormida, temblando, encogida en ese rincón. Los pensamientos de Amanda vuelan alrededor de sus angustias ¿Qué habrá sido de todos? ¿Adrián? ¿Mi hermana? ¿Mipadre? ¿Constance? ¿Dónde estarán? ¿Vivos? ¿Muertos? Y esa carta, que incluso cerrada, se parece tanto a una despedida…

Emily pregunta cuanto ha dormido... Nada, casi nada, minutos, apenas el tiempo para que los pasos de varias personas se acercaran y se alejaran, tiempo de quesintieran un poco más de frío, tiempo que de correr tan rápido la última semana, ahora se desliza lento, pesado, oscuro, como las aguas del río. Tiempo que se desdibuja,que se transforma, que se contrajo entre el humo, los disparos y el éxtasis y ahora se estira lento... lento, lento.

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I

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PRELUDIO

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17 de Marzo de 1916. Día de San Patricio.

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Talbot Street, 3.00 p.m.

Aunque ya habían pasado un par de horas y Emily se preparaba apurada para no llegar tarde al trabajo, no podía dejar de pensar en el desfile. Aquella fijación le

resultaba aún más extraña al no haber podido ni siquiera distinguir el rostro de Jim entre la multitud, su amado Jim, el único miembro de los Voluntarios que conocía.Mientras las llaves de la puerta tintineaban entre sus manos, ella concluyó que se trataba de “aquello” que tanto se había imaginado. Ahora tenía la certeza de que algoocurriría y que esta vez, sería inevitable. Inevitable. Aunque costara creerlo, los anhelos de los fenianos, los ánimos exaltados de las feministas, las exigencias de lossindicalistas y la simple negativa de quienes no querían alistarse para luchar en la “Gran Guerra” parecían conducir al fin a un único estallido. Y su amiga Rosiecompartía la misma sensación: “Connolly tiene razón...” le había susurrado convencida mientras miraba alucinada los impecables uniformes verde – gris, marchando enlas ordenadas columnas del desfile de los Voluntarios en plena calle Sackwille.

Desde que había comenzado a relacionarme con Jim, yo había logrado comprender algunas cosas sobre los Voluntarios: se habían fundado con la firme

intención de "defender los derechos y la igualdad de todos los irlandeses y lograr la libertad de Irlanda", se organizaban en divisiones y batallones, tenían una precisacadena de mando y aún después de tres años y una terrible división interna a causa de la guerra, mantenían miembros activos en todas las provincias del país, y hoyhabían decidido hacer nada más y nada menos que un simulacro de maniobras.

Le había preguntado a Jim de que se trataba, curiosa, temprano por la mañana, mientras él volvía a pulir los ya brillantes botones de su chaqueta, esos coquetosbotones que mostraban el arpa de Brian Boru, vistiéndose para asistir al desfile. Chaqueta, pantalón, el cinturón Sam Brown, el fusil, las botas tan altas comobrillantes. “Un simulacro de maniobras”, me había repetido él sin ganas, entre dos mordiscos a un bizcocho que comenzaba a endurecerse y un sorbo de agua, antesde irse apurado sin agregar nada más.

“Parece que los Voluntarios al fin se han decidido”, continuó Rosie sin dejar de mirar el desfile, mientras yo volvía a confundir otro rostro con el del hombre queamaba. “¿O qué más puede significar esto?”, se preguntaba ella intentando lograr que yo la escuchara entre el bullicio de la gente y el ruido de los metales de labanda marcial. Sí, me preguntaba yo también ¿Que más? Al igual que Rosie y medio Dublín, yo tenía la misma duda. Desde hacía algunos años, la Liga Gaélica habíaorganizado actividades de calle el día de san Patricio, y podría decirse que nos habíamos acostumbrado a sus apariciones tranquilas, a las melodías de sus gaitas, alas canciones de pueblo y a los trajes hechos con el patriótico tweed de Donegal de sus miembros, aquellos entusiastas del rescate de la “Irlanda irlandesa” y elregreso a tradiciones que ya no eran tales.

Pero nadie habría imaginado que los Voluntarios se unieran a ellos en el desfile, aunque fuera común para muchos el verlos pasearse por las calles con susuniformes los fines de semana. Pero ese día hicieron más, simularon la toma de los principales edificios de la ciudad y todo el centro terminó acordonado hacia elmediodía. De eso se trataba el dichoso “simulacro de maniobras”... Muchos se burlaron de esos juegos de guerra y otros pocos, como nosotras, se preguntaban quepodrían significar. La verdadera guerra, decía la gente, se estaba librando en el continente, en Bélgica y en Flandes y como siempre, los muchachos irlandeses sehabían alistado bajo la bandera del Imperio Británico... y ahora aparecían estos tipos... ¿Quién sabe con qué intenciones?

Como si no faltaran razones para el cuchicheo de la gente, aparecieron entonces las mujeres de Cumann na mBan... Era cierto, como decían algunos, que lamayoría de ellas no eran más que las esposas, hermanas e hijas de los Voluntarios, que no habían perdido la oportunidad de usar un uniforme y fundar su propiaorganización. Nosotras, que militábamos en el Ejército Ciudadano, queríamos saber qué se traían entre manos ese grupo de buenas chicas burguesas entre las quehabían tantos nombres conocidos. El elegante uniforme era muy similar al de los hombres, con el mismo grueso paño verde – gris extendiéndose entre las ampliasfaldas que escondían unas botas tan caras y lustrosas como las de Jim. Los largos cabellos recogidos bajo un sombrero de ala ancha y sobre todo el prendedorplateado donde se unían la "C" y la "M" del nombre de la organización bajo la forma de un fusil declaraban a los cuatro vientos que aquellas damas estabandispuestas a combatir. Pero esta vez, tan sólo se habían limitado a aparecer en público y Rosie y yo no pudimos evitar mirarlas con una mezcla de admiración,curiosidad y ¿por qué no aceptarlo?, algo de envidia.

Emily sacó apurada las llaves de su bolso, pues sabía que abriría el pub con retraso. Apenas al doblar la esquina de la calle Talbot, había distinguido las siluetas de

sus compañeros: la mesonera apoyada nerviosa contra la pared, la cocinera acompañada de los dos sobrinos que le servían de ayudantes y el fornido cantinero, apiñadosfrente a la puerta cerrada del local. Apuró el paso aún más y las mejillas de su rostro de muñeca se tiñeron de un saludable tono rosa por el esfuerzo.

Entraron apenas saludándose y ella abrió la caja y puso todo en orden en la barra. Esa tarde debía obtener los últimos informes y además lograr que en el pub todomarchara tan bien como cualquier otro día. Fue sólo cuando ella se sentó tranquila sobre el taburete frente a la caja, que recordó como entusiasmadas por el desfile, en elúltimo momento, Rosie y ella habían decidido colocar sus prendedores con la mano roja del Ulster, la insignia que las identificaba como parte del Ejército Ciudadano, enlos sombreros de hombre que habían adoptado como parte de su improvisado uniforme; ese uniforme que ella ni siquiera había tenido tiempo de cambiarse antes devenir.

Miró de nuevo a la calle vacía, mientras sacudía la alfombra de la entrada después de abrir el local con su característica energía. De seguro, los clientes comenzaríana llegar más tarde. Conocía bien las animadas calles de la ribera norte, pues había nacido muy cerca, en una de las peculiares casas de "Monto", el nombre con el que seconocía el área aledaña a Montgomery Street y su madre había sido una de las más de mil prostitutas que la policía obligaba a permanecer confinadas en ese pequeñovecindario. Su padre, ¿Quién lo sabía? El podría haber sido quizás un obrero que gastaba su paga, un soldado inglés, un marinero extranjero o hasta alguno de lossacerdotes que acudían disfrazados a las llamativas terrazas.

Emily jamás sintió la menor curiosidad por saberlo. Lo que sí tuvo muy claro hacía unos pocos años era que debía salir cuanto antes de allí. Nunca habló de susrazones, pero cuando encontró un puesto como obrera en la solicitada Fábrica Jacobs, ninguna de las protestas de su madre pudo convencerla, aunque la paga fueramucho menor a las generosas propinas que hasta entonces había ganado como mesonera del más concurrido de aquellos burdeles, donde su madre tanto había hecho porconseguirle un puesto a los catorce años ¿Cómo cambiar las brillantes monedas que caían en su bolsillo los días de cobro por aquella fábrica apestosa? ¡Una fábrica!,repetía su madre atónita una y otra vez, ¡una fábrica! a unos pocos peniques el jornal Emily sacó apurada las llaves de su bolso, pues sabía que abriría el pub conretraso. Apenas al doblar la esquina de la calle Talbot, había distinguido las siluetas de sus compañeros: la mesonera apoyada nerviosa contra la pared, la cocineraacompañada de los dos sobrinos que le servían de ayudantes y el fornido cantinero, apiñados frente a la puerta cerrada del local. Apuró el paso aún más y las mejillas desu rostro de muñeca se tiñeron de un saludable tono rosa por el esfuerzo.

Entraron apenas saludándose y ella abrió la caja y puso todo en orden en la barra. Esa tarde debía obtener los últimos informes y además lograr que en el pub todomarchara tan bien como cualquier otro día. Fue sólo cuando ella se sentó tranquila sobre el taburete frente a la caja, que recordó como entusiasmadas por el desfile, en elúltimo momento, Rosie y ella habían decidido colocar sus prendedores con la mano roja del Ulster, la insignia que las identificaba como parte del Ejército Ciudadano, enlos sombreros de hombre que habían adoptado como parte de su improvisado uniforme; ese uniforme que ella ni siquiera había tenido tiempo de cambiarse antes devenir.

Miró de nuevo a la calle vacía, mientras sacudía la alfombra de la entrada después de abrir el local con su característica energía. De seguro, los clientes comenzaríana llegar más tarde. Conocía bien las animadas calles de la ribera norte, pues había nacido muy cerca, en una de las peculiares casas de "Monto", el nombre con el que seconocía el área aledaña a Montgomery Street y su madre había sido una de las más de mil prostitutas que la policía obligaba a permanecer confinadas en ese pequeñovecindario. Su padre, ¿Quién lo sabía? El podría haber sido quizás un obrero que gastaba su paga, un soldado inglés, un marinero extranjero o hasta alguno de lossacerdotes que acudían disfrazados a las llamativas terrazas.

Emily jamás sintió la menor curiosidad por saberlo. Lo que sí tuvo muy claro hacía unos pocos años era que debía salir cuanto antes de allí. Nunca habló de sus

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razones, pero cuando encontró un puesto como obrera en la solicitada Fábrica Jacobs, ninguna de las protestas de su madre pudo convencerla, aunque la paga fueramucho menor a las generosas propinas que hasta entonces había ganado como mesonera del más concurrido de aquellos burdeles, donde su madre tanto había hecho porconseguirle un puesto a los catorce años ¿Cómo cambiar las brillantes monedas que caían en su bolsillo los días de cobro por aquella fábrica apestosa? ¡Una fábrica!,repetía su madre atónita una y otra vez, ¡una fábrica! a unos pocos peniques el jornal

A pesar de aquella imagen y de la terrible alergia que le provocó el aire viciado, lleno de un fino polvillo de harina, ella volvió al otro día, y al siguiente y a todos losdemás. Se había convertido en una de "las chicas de Jacobs", mujeres que trabajaban turnos de once horas hacinadas en cinco pisos que no contaban con mucha luz niventilación. Trabajaban apiñadas, aturdidas por el ruido de las máquinas, de pie. Oficialmente, no se permitía hablar e ir al baño sólo tres veces al día. Unas escalerasminúsculas llevaban a una azotea, donde en los días soleados de verano les permitían subir a disfrutar del calor en esa escasa media hora de almuerzo en la quemordisqueaban una papa, una salchicha o con mucha suerte algún bocadillo con jamón, entre montones de sorbos de los termos con té que pasaban de mano en mano.Sin embargo, bajo sus pañuelos de obreras en aquellas salas de amasado, horneado, cortado y empaquetado se susurraban historias. La mayoría, claro está, eran historiasde hombres... de hombres que encantaban, hombres que enamoraban, hombres que embarazaban y hombres que abandonaban. Incluso había historias de hombres que secasaban, y las pequeñas historias de las labores del hogar, de la crianza de los niños, de las rebajas de las tiendas y de los mejores puestos del mercado. Pero también secontaban otras historias. Eran las menos, sí, pero había quienes murmuraban sobre nuevas ideas y viejas leyendas, de aquella mezcla del antiguo movimiento feniano yel nuevo sindicalismo que se extendía en las principales ciudades del país.

Y esa fue la voz que más le interesó a Emily. Se había mudado a un cuartucho en la populosa zona de Liberties junto a una compañera de la fábrica llamada RosieHackett. Rosie era miembro de la Liga Gaélica y se había propuesto organizar un sindicato en la clandestinidad. Ella iba a reuniones en la Unión Sindical, y allí leprestaban libros que traía bajo su viejo abrigo. Luego, por las noches, a luz de una vela solitaria, ambas mujeres leían hasta que las vencía el sueño y el cansancio.

Emily compartía sus hallazgos con entusiasmo, periódicos, pequeños libros y revistas con algunas compañeras. Leían novelas románticas como todas las mujeres,pero comenzaron a interesarse también en libros de historia, geografía y cultura irlandesa y entre ellos se colaban periódicos como “Bean na hEireann” (“Mujeres deIrlanda”) que decía promover “la militancia, el separatismo irlandés y el feminismo”, “An Claidheamh Soluis”, la revista bilingüe de la Liga Gaélica y el "Irish Review",una revista mensual dedicada a difundir lo mejor de la literatura del país, e incluso publicaciones tan tendenciosas como "La Libertad Irlandesa" escrita por laHermandad Republicana. Pero fue un ejemplar de la revista de la unión de sindicatos "El Obrero Irlandés", el culpable de que Emily fuera echada de la Fábrica de Jacobssin ninguna contemplación. Cuatro años después de haberse decidido a cambiar de vida, se encontraba desempleada.

Durante esos días, ella había ido de una tienda a otra sin lograr un empleo fijo e incluso había intentado colocarse como criada en alguna casa de ricos, pero las amasde llaves la rechazaban de inmediato al dudar de sus orígenes. Una chica de “Monto” no era lo más adecuado para servir en una casa de burgueses. Un mes después ygracias a la madre de una de sus antiguas compañeras de la fábrica, Emily vendía fruta en un puesto del mercado de Moore Street el día que Jim fue a verla paraproponerle que se encargara de la caja del pub.

Él era uno de los miembros más activos de los Voluntarios en esa zona de la ciudad. También pertenecía a la Hermandad Republicana, la organización secreta quecontrolaba los movimientos públicos de la primera, y por ello, cada vez debía salir más, sobre todo por las noches. Necesitaba encontrar a alguien que pudieraencargarse de la taberna en sus ausencias y ocupar el delicado puesto de la caja, alguien discreto e involucrado con los nacionalistas. Al poco tiempo de haberlaempleado, él se encontraba gratamente sorprendido por ella. La seriedad de Emily, su responsabilidad con el dinero, su natural simpatía, el desparpajo con el que atendíaa los clientes unida a la firmeza con la que atajaba las frecuentes peleas e increpaba a quienes pretendían colocar las cuentas a su favor; la habían convertido en laempleada ideal.

Ella también estaba muy satisfecha. Aquel trabajo era el más cómodo y entretenido de los que había tenido, ganaba bien y además veía a Jim por lo menos una vezal día. Emily se arreglaba para la ocasión con estudiada coquetería y su rutilante belleza atraía a muchos parroquianos. Se había enamorado de él e intentaba transformarpoco a poco el carácter de sus relaciones. Quería demostrarle que era capaz de abandonar su turbio pasado, y convertirse en una compañera ideal. Algunas noches atrás,a la salida de una función en el Teatro Abbey, habían bebido juntos y él, ya completamente ebrio la había besado…”estás siempre dando vueltas y vueltas en mi mente,Emily” había dicho, y ella guardó el beso y la frase como un raro tesoro, a pesar de que él luego pretendiera actuar como si no recordara ninguna de las dos cosas…

Ya el pub estaba repleto como era costumbre y en uno de los rincones entre la penumbra se escuchaba el alegre sonido de un violín y una armónica. Los hombresreían, y muchos de los clientes habituales se habían burlado del traje severo de Emily, tan distinto a su provocativa forma de vestir, y por sobre todo de aquel sombrerode hombre que lucía orgulloso la mano roja del Ulster en su ala derecha. Un provocador que proponía brindis a la salud de Su Majestad evitó ser sacado del lugar a losgolpes gracias a su intervención y los hurras y las exclamaciones en recuerdo a San Patricio, a Robert Emmet, a los fenianos y la mítica figura de Eire se sucedían sincesar.

Pero este año, a Emily el alboroto de la fiesta le resultaba indiferente. Sentada en la barra, junto a la ventana, aquella mujer rubia y pequeña miraba sus uñasarregladas, tan diferentes a los estragos que la fábrica y el mercado habían hecho alguna vez en sus manos, mientras tiritaba por una inesperada corriente de aire frío...¿Acaso Jim no vendría? ¿Acaso las cosas se habían complicado? Pasadas ya las ocho, su mirada alternaba entre la calle y el interior del local, fumando su tercer cigarrillocon rabia.

Al fin, distinguió la figura delgada de Jim caminando entre la ligera niebla. Se contuvo para no correr hacia él y saludarle con un beso en los labios. El sí se habíacambiado, seguramente porque aquel uniforme resultaba peligroso para sus quehaceres de la tarde. Entró frotándose las manos entumecidas y ella le sirvió una pinta decerveza, que él tomó mientras la miraba sin poder evitar reír... ¡Se veía tan extraña con esa chaqueta de corte militar, esa falda tan ancha y esas botas! ¡Con aquellos airesde colegiala!

−¿Han venido?− preguntó él, tratando de mantenerse serio.−Sólo falta uno. Todo está guardado ya y tengo los números y los lugares aquí− dijo ella señalando su cabeza -−¡Buena chica! ¿Quién falta?−El americano. Jim se limitó a alzar las cejas. Nada más podía hacer, el pobre. Yo había logrado entender que en la complicada red de la Hermandad Republicana Irlandesa él

sólo sabía que se le había ordenado recibir todos los informes sobre las ubicaciones actuales de las armas con las que contaban en esa parte de la ciudad. La mayoríaeran los viejos máuseres alemanes desembarcados en el cercano pueblecito de Howth dos años atrás; aquella tarde donde el ejército británico había sorprendido a losVoluntarios trayendo su precioso cargamento en unos carretones hacia la ciudad y se había armado un desorden tal en las calles del centro, entre los rumores y laexageración, que cuatro personas que nada tenían que ver en el asunto habían muerto por los disparos que cayeron sobre la multitud eufórica, cuando se propusieronentrar a la fuerza al cuartel del regimiento de la guardia escocesa.

Yo me había enterado de todos aquellos detalles al día siguiente, en nuestra reunión en Liberty Hall, porque varios de mis compañeros del Ejército Ciudadanohabían logrado robar algunas de las armas que tan apresuradamente habían enterrado los chicos de Fianna Eireann, la organización juvenil asociada a losVoluntarios, en los bordes del camino mientras ellos escapaban de los soldados del ejército. Era la época en la que estábamos sedientos de armas, mucho antes de quelos miembros de la unión sindical que trabajaban en los muelles comenzaran a pasar fusiles de contrabando. Hasta ese día sólo habíamos visto algunas pistolas yadmiramos asombrados aquellos largos fusiles, sin poder creer que los Voluntarios hubieran casi agradecido que les quitáramos de encima tan peligrosas evidencias.

Ahora, casi dos años después, Jim me había confesado que volvían a escucharse rumores sobre otro "gran" cargamento, pero él principalmente se ocupaba de

ubicar las armas que hacía llegar un un misterioso agente norteamericano, un hombre que ejecutaba las órdenes de quienes consideraban que era más prudenteintentar introducir pequeños grupos de armas y municiones hacia Irlanda mientras se arriesgaban al éxito de otra operación a gran escala. Y ya que era "Clan naGael", la organización de la inmigración estadounidense, la que pagaba todas esas locuras ; de este lado del océano no habían podido más que aceptar. Era untrabajo de hormiga, una incertidumbre, un vivir en el miedo para conseguir diez, quince, quizás veinte fusiles o pistolas más.

Era como nuestra llovizna: escasa pero constante. Me constaba que el último año, cada semana había llegado uno de esos cargamentos, por las vías más

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inusitadas. Aquel agente se comunicaba con un contacto en Dublín, una persona que también auxiliaba a Jim con los escondites de las armas, pero ahora su últimomensaje decía que vendría. Él había asegurado que estaría allí el día de San Patricio.

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2

Fitzwilliam Street, 6.30 p.m.

Constance Markievicz caminaba apurada por la calle Fitzwilliam, entre las simétricas casas de ladrillos rojos con coloridas puertas georgianas. Se detuvo ante el

número 22 y llamó a la puerta con tres golpes enérgicos y cortos. Al entrar, los arreglos de flores que se apretujaban en la entrada, los cubiertos y las copas reciénpulidos sobre la mesa y la agitación con la que Brigid, el ama de llaves, abrió la puerta y la condujo a través del salón hasta las escaleras, le hicieron recordar que estanoche el diputado McKahlan daba una fiesta.

Y Constance sabía que la cuidadosa selección de sus invitados respondía a la intención de exhibir todas las alianzas que había conseguido como representante delPartido Nacionalista Irlandés en la Cámara de los Comunes. Su partido había defendido la propuesta del “Home Rule”, la ley de autonomía para Irlanda en elparlamento de Londres durante cuatro largas discusiones y en la última de ellas, apenas dos años atrás, habían conseguido aliarse a los liberales ingleses para lograr suaprobación; y él, como uno de los diputados más populares, hacía todo lo necesario por preservar aquel precario equilibrio hasta el final de la guerra.

¡La guerra! Su estallido se había interpuesto entre ambas partes, y todos, tanto el gobierno inglés como la mayoría de los nacionalistas irlandeses, consideraron elhecho como una simple interrupción de sus negociaciones. Mientras tanto, declaró la Corona con el apoyo del Partido, los irlandeses debían alistarse en el ejércitobritánico, dispuestos a morir una vez más, bajo la bandera que sus dirigentes habían prometido abandonar. Así, la mayoría de los hombres acudieron al llamado,movidos por una mezcla de lealtad y necesidad; mientras que otros pocos, muy pocos en realidad, habían desfilado hoy mostrando su descontento ante la “guerraimperial” y la clase política que defendía el reclutamiento y postergaba la autonomía.

Patrick McKahlan, por su parte, había sabido mantener buenas relaciones tanto con los miembros de su propio partido, con los liberales, con algunos de losconservadores ingleses y con numerosos representantes del amplio espectro de los nacionalistas, más o menos radicales. Por ello, solía recibir mucho en su casa, tantoen Londres como en Dublín, pero siempre de manera modesta. Era viudo desde hacía mucho tiempo y no había querido imponer a sus hijas tales obligaciones sociales.Sin embargo, ahora, el momento político lo había hecho decidirse a organizar aquella cena; y pedirle además, a Amanda, su hija mayor, hacer de anfitriona.

Él confiaba que la tarea no sería muy complicada para ella pues reconocía, con algo de orgullo, que Amanda había heredado mucho de su simpatía, su inteligencia,su verbo fácil y su interés en la vida pública, aunque también aceptara, muy a su pesar, que ella había empleado tales virtudes para cultivar otros intereses que él nocompartía. Era asidua al teatro y su interés por conocer a escritores y dramaturgos, actores y actrices la había llevado a involucrarse en el movimiento culturalnacionalista, el llamado “Renacimiento Gaélico”, que pretendía rescatar el rico pasado céltico a través de todas las manifestaciones del arte. Inicialmente, Patrick habíasupuesto que aquella bohemia llevada de la manera conveniente, podría darle algo de brillo a su casa, pero cuando la curiosidad intelectual de Amanda la llevó de una ideaa otra, y de otra a otra más, se iniciaron aquellas épicas discusiones entre ambos que ya formaban parte de la vida doméstica. Amanda se había hecho también defensorade algunas ideas feministas y de acuerdo a ellas y a la convicción, que tanto lograba desesperarlo, de que algo útil debía aportar a la sociedad, había decidido estudiarenfermería y para colmo de males, no se había contentado con graduarse, sino que trabajaba en el Hospital Meath, en Liberties, una de las zonas más pobres de laciudad.

Ante todo esto, Patrick solía repetir que afortunadamente, sus obligaciones en Londres le permitían evitar el espectáculo de verla salir temprano, como cualquierotra mujer trabajadora, vistiendo aquel severo uniforme, apurada por tomar el tranvía junto a la multitud que también pretendía llegar a tiempo a su jornada. Sinembargo, él creía que lo peor de todo, era que ella no iba sola: Amanda había logrado arrastrar a su hermana menor, la discreta Evelyne, en aquella empresa. Sin embargo,él era capaz de distinguir las profundas diferencias en el carácter de ambas en el ejercicio de la misma profesión: Amanda se había involucrado desde el principio con laorganización del sindicato y las exigencias por la mejora del precario servicio hospitalario, mientras que Evelyne, mucho más tímida y cercana a la devoción católica,ponía su conocimiento en práctica en numerosas actividades de grupos de mujeres dedicadas a la caridad. Así, entre actores y escritores nacionalistas, feministas,enfermeras y sindicalistas, Patrick y su hija mayor mantenían una distancia de intereses casi insalvable.

Y la mujer más importante para Amanda dentro de aquel círculo de intereses era Constance Markievicz. Se habían conocido en los días de la escuela de enfermeríay Amanda había encontrado en ella la fortaleza y la ternura que la muerte de su madre le había arrebatado. Aquella mujer excéntrica, mordaz y de fuerte carácter, íconode las feministas y blanco favorito de la burla de los sectores más conservadores, tenía también, un profundo sentimiento maternal. Era una atenta consejera y siempreestaba al tanto de todos los problemas, importantes o no, de “sus chicas”, como solía referirse a sus jóvenes compañeras de militancia, acudiendo en su ayuda antecualquier inconveniente. Ella era su mejor amiga, su modelo, su confidente.

Por ello, las visitas entre ambas mujeres no eran extrañas, aunque hoy Constance había llegado de manera sorpresiva pues Amanda cuidaba que ella no coincidieranunca en casa con su padre. Esperaba que se tratara de una conversación breve, pues apenas comenzaba a arreglarse para la cena. Amanda se volvió al escuchar lospasos ante la puerta y Evelyne se adelantó a saludar, antes de salir de la habitación. Ella sabía que últimamente, las conversaciones entre ambas solían dedicarse porentero a la política y como nunca había sentido el menor interés por involucrarse en ese tema, murmuró el poco convincente pretexto de que debía hacer un arreglo deúltima hora para su vestido. Mientras Constance se sentaba en un sillón, Amanda se empeñaba en sostener las largas trenzas rojas de su cabello con una serie depequeñas horquillas de metal que abría rápidamente con su boca.

−Disculpa que no te mire −le dijo casi en un susurro y sus ojos verdes se encontraron con la mirada de Constance a través del espejo− Casi termino con esto.−No te preocupes, discúlpame a mí por venir a verte en un momento tan inconveniente, pero me he enterado de algo que necesito comentarte.Amanda arqueó una ceja en una muda interrogación, mientras Constance sacaba una pequeña nota cerrada de su bolso.−¡Ah! Y Joseph te ha enviado esto, acabo de verlo en Liberty Hall.Amanda colocó la última de las horquillas, dando por terminado su complicado peinado y se dio la vuelta para el acostumbrado beso en la mejilla con olor a jazmín,

un aroma de muchacha que Constance se empeñaba en seguir usando. Amanda abrió la nota con impaciencia y sus ojos, bajo la mirada atenta de Constance, recorrieronen un instante la única línea que contenía:

"Nuestro amigo ha vuelto de América. Espero que tengas todo dispuesto para recibirle".

Amanda asintió levemente, volvió a cerrar la nota y la guardó en la segunda gaveta de la antigua peinadora, atiborrada por los frascos de perfume, peines, cepillos,

ganchos para el cabello y las adornadas cajas de madera que servían de joyeros.−Todo se ha previsto para Abril −continuó Constance, encendiendo uno de sus largos cigarrillos− Es definitivo. Y hasta ahora no tengo noticias que esta decisión

se haya comunicado a Cumann na mBan ¿Tú sabes algo?−Por medio de Cumann, no.−¿Debo suponer que tienes otras vías para informarte?−Quizás... −dijo Amanda, y tras intercambiar una mirada pícara, llena de complicidad, ambas rieron.−Sabía que estarías en algo más que Cumann...−Nunca te he escondido mi opinión. Creo que la organización no se ha conducido como debería. Louise, Agnes y el resto de la directiva son muy moderadas. Los

Voluntarios, aparentan que nos consideran su "brazo femenino" y la verdad es que, aunque poco les importa nuestra participación, saben que no deben desperdiciar elactivismo de las mujeres. Y tú, que podrías haber encabezado una posición un poco más militante, te fuiste al Ejército Ciudadano, aunque sigas perteneciendo a nuestradirectiva en el papel.

−“Secretaria honoraria” −afirmó Constance irónica, con su distinguido perfil recortándose ante la luz ocre del ocaso que aún entraba por la ventana− Connolly tienelas cosas muy claras, y yo ya no estoy para juegos. Es lamentable que tú no pudieras unirte a nosotros también.

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−Habría sido interesante, pero imposible para mí. Por ahora sólo puedo quedarme en Cumann y hacer todo lo que pueda desde allí.−Eres miembro fundadora −recordó Constance, como una velada sugerencia.−Sí, pero ahora no me encuentro tan activa. Al inicio, no tenía ningún problema con papá. En esa época, los Voluntarios estaban alineados con la política de su

partido y él aceptó mi participación en Cumann, pero desde que ocurrió la división tuve que prometer que mantendría la discreción, que no sería muy notoria. Ya ves,ni siquiera estuve en el desfile...¡Con lo que me habría gustado hacerlo! De seguro, todo el mundo estará hablando de eso hoy...

−El desfile fue impresionante. Hubo un ejercicio de maniobras en el centro de los Voluntarios.−¡Vaya! Sabía que ellos y las chicas iban a desfilar uniformados, pero nada más.−El desfile tuvo un buen efecto −afirmó Constance, deseosa de dar por concluido ese tema− Sólo he venido a pedirte que sondees a las chicas en relación a lo que te

he comentado, necesito volver a casa pronto y tú estás muy ocupada. Usa tu influencia, por favor, mucha o poca, algo debes poder hacer. Necesito saber si losVoluntarios adelantan alguna instrucción a Cumann en los próximos días.

−¿Sobre Abril?−Sí −dijo Constance poniéndose de pie como queriendo enfatizar su afirmación y dirigiéndose hacia la ventana, abrió de nuevo la cajetilla de cigarrillos con un gesto

impaciente. Amanda, mirándola en silencio, intentando imaginar las razones de la curiosidad de Constance, admiró una vez más su esbelta figura. Cercana a los cincuentaaños, aquella hija de un landlord protestante y condesa por su matrimonio con un noble polaco, mantenía intacta la elegancia de sus maneras, sus palabras y susmovimientos a pesar de su indumentaria sencilla y su enérgica militancia con la causa obrera.

−No voy a preguntarte sobre tus fuentes, sé que no me dirás nada y además las sospecho, del mismo modo que tú sospechas las mías y no vamos a comprometer anadie... −continuó Constance - Obviando esos detalles y hablando tú y yo con sinceridad ¿Crees que realmente podamos lograr algo significativo en Abril? No tenemosarmas suficientes.

−Las tendremos −dijo Amanda -−¿Acaso sabes algo que te permita estar tan segura?−Sí y te pido que confíes en mí. Los planes son muy serios y se encuentran en plena marcha. No puedo decirte nada más.−Confiaré en ti, entonces −respondió Constance, exhalando una nueva bocanada de su largo cigarrillo− ¿Y tu novio, vendrá hoy?−Claro. No sabes con cuanto cuidado él y papá han preparado todo esto. Todos estarán aquí: los del Partido Parlamentario, sus patrocinantes y sus aliados dentro

del Castillo.−¿Y Andrew continúa sin opinar sobre tu militancia en Cumann?−El es mucho más inteligente de lo que parece. No olvides que también es un político, Constance, y actúa ante mí como si no se diera cuenta de mucho. Y yo, imito

su cautelosa actitud.−Aunque ello pareciera un comportamiento muy favorable para la futura tranquilidad de la vida matrimonial, no es así, Amanda. Creo que estás caminando sobre

un terreno muy peligroso.−Lo sé. En algún momento la situación puede superar esta suerte de... acuerdo tácito.−Y ese momento se acerca, sin duda alguna. Todo sería más sencillo si disolvieras ese compromiso. Sinceramente, no sé porque aún lo mantienes en pie.−Por costumbre, supongo. Por evitar problemas. Y también por papá, claro. Además, Andrew no es un mal hombre... He logrado convencerlos a ambos de que

fijemos la fecha de la boda después de mayo. Así daremos tiempo de que suceda lo que deba suceder... y yo pueda tomar una decisión definitiva.Constance no estaba muy convencida con su respuesta. Y la siguió con la mirada, mientras Amanda buscaba el vestido que usaría esa noche. Se trataba de un traje

de más de medio siglo de antigüedad, cuya exquisita seda brillaba suavemente bajo la luz.−¿No es hermoso? −preguntó Amanda tocando el fino tejido.−¿Verde?−¿Acaso no es un color igual a cualquier otro?−No desde que los fenianos comenzaron a usarlo en su bandera. Verde nacionalista y republicano. Muy conveniente en una cena organizada por tu padre llena de

políticos a favor del “Home Rule”.−Era de mi madre, él no se atreverá a reclamar nada. Además, dicen que en América los irlandeses se visten de verde el día de San Patricio −respondió ella con una

sonrisa− Sólo podrán acusarme de snob.−Tú sabrás lo que haces... −concluyó Constance con un suspiro. Al menos lucirás muy bien, Andrew va a sentirse orgulloso.−Andrew...¡Seguro! No necesito fingir contigo, sé que no soy la más entusiasta de las novias.−Nunca te faltaron otros pretendientes...−Tienes razón, ¡Pero qué clase de pretendientes!, ¿sabes? Creo que todavía una parte de mí se resiste a convertirse en una mujer encerrada en el papel de esposa, o

unirme a un hombre sin un mínimo sentido de trascendencia, de imaginación −dijo sin detenerse mientras se sentaba de nuevo al borde de la cama, ahora para ajustarselos zapatos− Al menos Andrew es culto y respeta algunas de mis opiniones. No conozco alguien más conveniente.

−Claro que conoces a alguien mucho más conveniente −la contradijo Constance con malicia− pero hiciste todo lo que estuvo a tu alcance para desalentarlo.−Sé de quién hablas y no voy a permitir que sigas −dijo Amanda, moviendo su dedo índice frente a Constance como una advertencia− Él es como mi hermano.

Además, está comprometido con Grace. Me ha dicho que está enamorado de ella.−Si en todos estos años no le permitiste otra opción al pobre, ni le diste la más mínima esperanza... −dijo Constance con una sonrisa− En fin, te casarás con

Andrew, convencida de que no pudiste hacer nada mejor.−¿Y acaso existe otra opción? Papá y Evelyne son la única familia cercana que tengo... Sabes todo lo que insistió para que me comprometiera y todo lo que ha

insistido para que me case cuanto antes.−Sigo creyendo que lo mejor sería no casarte.−¿Sería la única salida razonable, no? Pero a la final todas lo hacen, aunque sea para convencerse de que no funciona.Era una frase concluyente y un fino sarcasmo referido al fracaso matrimonial de Constance. Ella sonrío comprensiva y encendió un segundo cigarrillo.−Lo digo por tu propia seguridad. Juegas con fuego, Amanda. Debo irme−¡Ay Constance! No sigas atormentándome y ayúdame con estos broches.

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3

Kingstown, 7.00 p.m.

−¡Al fin llegamos! −dijo el espigado oficial de la Real Policía Irlandesa, volviéndose a mirarla− Logramos desembarcar en Kingstown un día de San Patricio.Margaret Skinnider asintió levemente, mirándolo a su vez con una tímida sonrisa mientras sostenía con su brazo izquierdo el adornado sombrero de ala ancha, cuya

estabilidad era amenazada por la intensa brisa marina. Avanzaron hacia las escaleras de pasajeros y frente a ellas, Margaret no supo qué hacer. Su pesada maleta y lafalda estrecha que llegaba a sus tobillos de seguro le dificultarían los movimientos. Al mismo tiempo, y en silencio, aquel hombre llegó a la misma conclusión, por lo quetras pedirle permiso tomó la maleta y bajó hasta el muelle con ella, volviéndose a ofrecerle su brazo para descender los pequeños escalones. La combinación de ladelgada silueta vestida de celeste, el brillante cabello castaño arreglado en un moño impecable y la mirada risueña en aquel rostro tan juvenil como delicado le resultabamuy atrayente.

−Muchísimas gracias, señor −dijo ella con sinceridad llevando la maleta con dificultad− Que tenga buenas noches.−De nada, señorita −respondió él siguiéndola con interés−Disculpe si resulto inoportuno, pero... ¿Cómo llegará a Dublín?−No lo sé... −respondió ella, añadiendo dubitativa− supongo que pagaré un coche.−Es lo usual −afirmó él− pero debe ser difícil encontrar uno hoy. Todo el mundo quiere estar en la ciudad para la cena. Si me lo permite, puedo llevarla. Hay un

auto esperándome y soy el único pasajero.Margaret le miró impávida, con el frío del miedo corriendo por su espalda. Pero sólo dudó por un segundo, el tiempo que tardó en reconocer que esa era la mejor

opción posible. Mientras tanto, el oficial atribuyó sus dudas a la buena educación, que privilegiaba a la modestia como una de las principales virtudes femeninas; y supoque ella había accedido cuando la vio sonreír de nuevo.

−Si no es molestia para usted... −dijo casi en un susurro -−En lo absoluto señorita −contestó él, mientras tras un gesto suyo, el chofer tomó la pesada maleta y la colocó, con esfuerzo, en la parte de atrás del vehículo−

será un placer para mí disfrutar de su compañía hasta la ciudad.Los elegantes botines de Margaret relucieron bajo los encajes de su falda al subir al auto y al sentarse en la parte de atrás, al lado del oficial, sintió de nuevo el

molesto roce que tantas veces había irritado su piel. Ambos llevaban pesados abrigos, y dentro de aquel pequeño espacio, sintieron un poco de calor.−¿A qué parte de la ciudad se dirige? −preguntó él -−Al sur, a Dawson Street. Vivo allí −respondió ella -−Así que estaba de visita en Glasgow −dijo él, más a modo de afirmación que de pregunta.−Sí, suelo visitar a mi tía en invierno.−La temporada de invierno es buena en esa ciudad, pero no se compara con la de Londres. Pero en lo que a mí concierne, lamento no poder disfrutarla como es

debido. Este trabajo me obliga a viajar mucho.−Ya lo veo −agregó ella.−Sí −continuó él− ¡Qué diferente es viajar por placer!, pero siempre termina uno por añorar la casa.−Así es. Y a las personas.−Más aún. Estoy seguro de que usted debe ser muy esperada.−Sí, en casa aguardan mi llegada.Esa última afirmación de Margaret era la única cierta en aquella anodina conversación. Pero no era su familia quien aguardaba por su regreso en el número 14 de

Dawson Street. Al igual que otras mujeres de Cummann na mBan, Margaret Skinnider solía viajar entre Glasgow, Belfast y Dublín transportando armas. Se trataba deuna de las vías por las que aquellos fusiles y pistolas compradas con el dinero y los contactos de Clan na Gael en el continente llegaban a Irlanda. Y una de las másseguras, pues en dos años de tráfico ninguna de aquellas damas había sido ni siquiera detenida para una revisión por autoridad alguna. En ese momento, mientrascharlaba con aquel cortés oficial británico perteneciente al cuerpo cuya misión era resguardar la seguridad de la colonia, metros de cables metálicos daban vueltasalrededor de su cuerpo bajo el corsé, y aquel elegante sombrero escondía detonadores de bombas. En su maletín, ocultas entre su ropa íntima, había pistolas y cajas debalas y algunas valiosas comunicaciones en los bolsillos laterales de su abrigo.

Se trataba de una fina ironía, de la que podría jactarse más tarde, durante la cena: Margaret, con su dulce voz y su expresión inocente había logrado que un auto delRIC trasladara su peligroso contrabando, protegiéndolo de ser revisado en algún peaje, pues a pesar de las numerosas ocasiones en las que había realizado aquel viaje,sentía que cada vez se atemorizaba más. “Dios me había escuchado, haciéndome llegar a salvo esta última vez”, pensó Margaret mientras se despedía del oficial, quehabía tenido el cuidado de dejar la maleta en la antesala de la casa, donde uno de sus compañeros, a quien presentó como su hermano, lo tomó para llevarlo al interior.Sólo se detendría un par de horas, lo necesario para cenar y despistar a cualquier improbable espía, antes de llevar las armas a su destino final: Surrey House, laconocida propiedad de Constance Markievicz en las afueras de la ciudad.

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Talbot Street, 8.00 pm

En ese mismo momento, un hombre alto y delgado entraba al pub bajo la mirada atenta de Emily. Ella detalló la nariz aguileña, las facciones correctas, la mirada

aguda de los ojos grises y el cabello rubio que él echó hacia atrás con un movimiento seguro nacido de la costumbre, mientras caminaba con largos pasos entre losanimados coros de borrachos. Pidió una cerveza al llegar al mostrador, que tomó rápido mientras observaba con detenimiento el local y ella concluyó que se trataba deun hombre de gestos precisos, pocas palabras y aún menos sonrisas. ¿Acaso sería a quién esperaban? Jamás le había visto por allí. Y ella jamás olvidaba un rostro.

−¿Sigue lloviendo en el sur? −preguntó ella.−Sí −respondió el recién llegado con firmeza− Pronto podrá iniciarse la siembra.−Me alegra. ¿Cómo se llama su hacienda?−Dumbarry.−Sígame, por favor.Entraron al depósito de los licores, donde Jim se encontraba sentado sobre las cajas, revisando el cuaderno donde ella había anotado todo lo que los sucesivos

visitantes habían informado en relación al número y ubicación de las armas en aquel sector.−Bienvenido, siéntese por favor −dijo él y tras volverse para tomar una botella y agradecer a Emily, quien regresaba a la caja, agregó −¿Quiere un trago? Es de mis

mejores whisky. Ambos tomaron de la botella, asintiendo al reconocer la calidad del licor.−¡Por San Patricio! −exclamó Jim levantando la botella.−¡Por San Patricio! −respondió su invitado− No me había dado cuenta de lo feliz que me siento por estar otra vez en casa.−Lo entiendo, aunque yo nunca he salido de esta isla ¡Discúlpeme! −dijo extendiendo la mano− Mi nombre es Jonathan Pearse.−Y el mío Adrián O'Connell −respondió éste apretandola con una breve sonrisa− Le traigo muy buenas noticias, Jonathan. Nuestra mercancía llegará mañana a

puerto.−Llámeme Jim, todo el mundo me conoce con ese nombre.Adrián asintió y Jim se sintió satisfecho. En esos últimos días había dudado de la efectividad de aquel compañero intangible, quien tantas responsabilidades tenía

en América, pues sentía una desconfianza natural por los desconocidos y aún más por aquel hombre, casi extranjero, que se codeaba con lo más granado de la comunidadirlandesa en América, aquellos descendientes de los emigrantes de quienes se decía habían logrado hacer tanto dinero.

Sin embargo, Jim era capaz de poner a prueba sus propios estereotipos y sometía a toda persona a la que conocía a un escrutinio tan silente como exhaustivo.Solidario o rapaz, despiadado o fiel, todo dependía de la opinión que se hiciera de quién se tratase, pues Jim se había hecho camino en las calles, y mucho debía tanto alhaber aprendido a conocer a sus contrapartes con una sola mirada como a utilizar cualquiera de sus recursos con objetiva conveniencia. Ese muchacho que apenaspasaba de los veinte años, tenía un un rostro inocente donde no encajaba su mirada glacial y se jactaba de ser el amigo incondicional de sus amigos y el peor enemigo desus enemigos.

−¿Qué enviaron? −preguntó−Fusiles y pistolas. Sin municiones, eso no pude hacerlo esta vez. Pero creo que logramos hacer llegar una buena cantidad.−Así es y todo será muy útil.−¿Dónde vamos a guardarlas?−No se preocupe. Está resuelto ya. El cargamento se quedará aquí por unos días, mientras pueda sacar una parte hacia otro depósito similar a este y otra hacia los

sótanos de una amiga.−¡Qué! −exclamó Adrián sorprendido− ¿Quién se atreve a correr semejante riesgo?¿No es muy peligroso guardar armas en una casa?−Alguien que sabe que nunca sospecharán de la suya. Dentro de la organización sólo yo y el Consejo Militar sabemos su identidad. Nos es muy útil. Era quien

enviaba los mensajes traducidos para usted.−¡Deirdre! −dijo él con una de sus tan raras como breves sonrisas−Me gustaría conocerla.−Lo hará en su debido momento −y cambiando de tema, afirmó− Un miembro del Consejo Militar quiere conversar con usted mañana ¿Es posible que venga?−Claro ¿Cuándo debería estar acá?−A las 7.30, mismo santo y seña. ¿Me acompañaría a cenar?−Por supuesto. Mi familia está invitada a una fiesta que da un diputado amigo de mi padre. El se molestó porque me negué a ir con ellos, pero no creo que podría

soportar a toda esa gente reunida.Jonathan Pearse rió con ganas.−No crea que aguantar a toda mi familia junta es fácil, pero debe ser más divertido. ¿Sabe bailar?−No. Pero toco el violín de manera bastante regular. ¿Sirve de algo?−Seguro. Es San Patricio y después de la cena iremos a un ceidílh. Aunque si usted no sabe bailar, las chicas no estimarán mucho que lo lleve −dijo con una

sonrisa− aunque… un forastero siempre causa interés… más si es joven, y... ¿soltero?−Sí, soltero −respondió Adrián y preguntó preocupado, pues parecía que escapando de una reunión que podía serle desagradable, acabaría en otra peor−¿Habrá

mucha gente en su casa?−Demasiada. Mi familia es bastante grande.−¿Patrick Pearse? −se aventuró a preguntar.−¡No! −respondió Jim, aguantando sus ganas de reír, pues definitivamente aquel hombre no sabía nada de Dublín− compartimos el apellido −le explicó− pero mi

familia no tiene nada que ver con el profesor Pearse. El vive en St. Enda’s, en Rathfarnham y yo sólo soy un tipo de Liberties que ha tenido algo de suerte. Lo estoyinvitando al ceidílh de mi vecindario.

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St. Enda's School, Rathfarnham. 7.30 p.m.

El Profesor Patrick Pearse se había convertido en el alma de la Hermandad Republicana Irlandesa. Sentado en una mullida butaca, en la primera fila del pequeño

teatro, esperaba el inicio de la obra en la que sus estudiantes habían trabajado durante meses. Pero ahora, no era la pedagogía, ni la literatura, ni el teatro lo que absorbíasus pensamientos por completo. En medio de su expectativa, alcanzó a distinguir la conocida silueta de Thomas MacDonagh haciéndole un gesto al otro lado del salón,al lado de la puerta, como era común en los días en los que él fuera el subdirector de la escuela.

Su escuela... St. Enda´s era el resultado de un sueño nacido entre los paisajes agrestes de las islas Aran. Aquel pequeño archipiélago en el oeste del país, era el lugardonde se conservaba el idioma irlandés con mayor pureza. Durante esos años de búsqueda del pasado celta, los entusiastas de la recuperación de "la lengua" solían viajaren verano a las pequeñas aldeas de la costa para aprender los enrevesados sonidos de la boca misma de los pescadores, los labriegos y las tejedoras de encajes.

En una de esas tardes luminosas, mientras paseaba por la playa repitiendo aquellas antiguas frases una y otra vez, entre el rugido del romper de las olas, mirando alos ancianos que reparaban sus gastadas redes de pescar, Patrick comprendió que era indispensable enseñar a los niños para rescatar el idioma. Debía establecerse unaescuela bilingüe donde no sólo se educara en gaélico, sino donde pudiera prescindir además de los castigos y las regletas y los niños (y las niñas ¿por qué no?, pensó)aprendieran en libertad. Fundar una escuela donde reconstruir la identidad irlandesa.

Dos veranos después, St. Enda´s casi era una realidad. Patrick podía recordar vívidamente, cómo revolvía una taza de té, mirando distraído por la ventana de una delas tabernas del pueblo, cuando la figura de un hombre que ascendía con esfuerzo la empinada colina en una bicicleta llamó su atención... Fear an Rothar, "es el hombrede la bicicleta" susurró el tabernero, contándole además que se trataba de otro visitante habitual de veraneo. Un hombre que con su simpatía se había ganado el apreciode los pobladores; otro estudioso del idioma, un maestro de Tipperary, tan famoso tanto por haber traído una bicicleta por primera vez a la isla como por cantar tantoen gaélico como en francés.

Patrick quiso conocerlo, e hizo un tímido gesto apenas lo vió entrar al lugar. El recién llegado pidió una pinta de cerveza y unas de esas salchichas ligeramentepicantes. Respondió a su saludo, se sentó a su mesa y conversaron el resto de la tarde, al final de la cual estaba decidido que se mudaría a Dublín durante el otoño y quesería el subdirector de la naciente escuela. Thomas MacDonagh tenía entonces treinta años y tal como lo había dicho el tabernero, era profesor en su ciudad natal.

Años después, tras su paso por Cullenswood House, al sur de la ciudad, St. Enda's se había trasladado a Rathfarnham, a unos cuarenta minutos del centro. Losprofesores dictaban clases de literatura en los amplios jardines que rodeaban la antigua casona, y acompañaban a los estudiantes en sus actividades físicas. Atendían unhuerto siguiendo las enseñanzas de un campesino de Donegal, estudiaban la naturaleza de la zona y empleaban cartillas en gaélico. Debatían las normas en un Consejo deEstudiantes, y se consideraban una gran familia. Patrick había soñado un ambiente, un modo de aprender, una forma de enseñar y había sido capaz de ponerlo enpráctica. Había logrado también hacer respirar de nuevo al alma irlandesa. En St. Enda´s no sólo se enseñaba a hablar gaélico, se leían los antiguos poemas, se cantabanlas canciones ancestrales. Los estudiantes jugaban otra vez los juegos que habían entretenido a los celtas. La tradición despertaba, y traía consigo todo aquello que habíalogrado sobrevivir a los siglos de prohibición británica.

Pero aquella espléndida mansión del siglo XVIII, rodeada de parques y bosques donde Robert Emmet había vivido durante un verano, era muy cara y Patrickrecordó que en pocos días debía pagar la cuota de la hipoteca y aún le faltaba una parte del dinero. Ese era el aspecto más prosaico de sus insomnios: el financiamientode la escuela. Era de la opinión de mantener las matrículas a niveles razonables, y reconocía que había otorgado más becas y exenciones de lo que podía permitirse. Losprimeros años había recibido un considerable empujón de parte de Clan na Gael, y John Devoy emprendió las actividades de promoción de St. Enda´s entre losmiembros más prósperos de la populosas comunidades irlandesas de Nueva York, Chicago y Boston como una empresa personal. Pero no era suficiente, así que Patricky Thomas, con la ayuda de amistades y contactos organizaron numerosas actividades: en verano, habían cenas con algún invitado especial en los hermosos jardines; enotoño, al comenzar la animada temporada teatral no faltaban estrenos a beneficio de la escuela y en invierno, eran las concurridas conferencias por donde se pasearon,entre otros, Douglas Hyde, Eoin MacNeill y Roger Casement. Aún así, la hipoteca del edificio donde funcionaba St. Enda´s no dejaba de ser una constantepreocupación. Apartó aquel asunto de su mente, mirando los murales que mostraban al héroe de su infancia: Cuchulain, el épico guerrero que desafió a la reina Maeve ylos ejércitos de las cinco provincias: Meath, Leinster, Munster, Ulster y Connacht. Cuchulain, el que moriría joven, guiando a sus compañeros en la batalla...

Nacido de padre inglés y madre irlandesa, Patrick Pearse siempre había sido un idealista. En su alta estatura, que disimulaba con un andar ligeramente cargado deespaldas, se mezclaban un místico y un filósofo. En sus ojos de mirada profunda, parecía arder una llama. Tenía treinta y cinco años y a pesar de haber obtenido unDiploma en Leyes y otro en Artes, siempre había ejercido los oficios de escritor y de maestro, los únicos acordes a su vocación. Se había unido a la Liga Gaélica apenasadolescente y su devoción por "el idioma" hizo que fuera electo editor de su revista “An Claidheamh Soluis”. Era conocido, además, como el mejor profesor de irlandésde la ciudad y un orador excepcional que lograba encender en los corazones de sus escuchas el fervor nacionalista.

Su entusiasta militancia en la Liga Gaélica lo condujo a los sectores más radicales del nacionalismo cultural, aquellos que empezaban a mostrar su convicción de lanecesidad de la acción armada. Pocos podrían pensar por su natural mutismo y por tratarse de un hombre pacífico, incapaz de probar una copa o fumar un cigarrillo, undevoto católico que ayunaba los viernes, se creía que usaba cilicio y llevaba una existencia casi monástica, que los años lo hubieran convencido de que sólo las armaspermitirían alcanzar la independencia a su país. Cansado de la ambigüedad de quienes apoyaban el “Home Rule”, sus escritos inflamados, donde convocaba a recuperar"la tradición irlandesa de la libertad" y alertaba sobre el exterminio cultural de todo lo irlandés, lo habían llevado hacia la secreta Hermandad Republicana, donde tambiénhabía alcanzado con rapidez posiciones de liderazgo.

Thomas Clarke, uno de los miembros más importantes de dicha organización, decidió que fuera él quien pronunciara el discurso del funeral de Jeremías DonovanO`Rossa, un conocido líder feniano que había muerto en los Estados Unidos y Patrick se internó tres días en la soledad de la pequeña casa que él mismo habíarestaurado en la remota provincia de Connemara para escribirlo. Sus palabras en aquel sepelio lograron su objetivo y el párrafo final retumbaba aún en la imaginación detodos los republicanos: "La vida brota de la muerte; y de las tumbas de los patriotas, hombres y mujeres, brotan las naciones vivas... Creen que han pacificadoIrlanda. Creen que han comprado a la mitad de nosotros y han intimidado a la otra mitad. Creen que han previsto todo, creen están preparados para todo; pero¡necios, necios, necios! Nos han dejando a nuestro feniano muerto, y mientras tumbas como esta estén en Irlanda, la Irlanda sometida nunca estará en paz.”[1]

Ese día, Patrick comprendió que aunque todas las organizaciones y personalidades que habían rodeado el féretro de O´Rossa deseaban fervientemente la libertad deIrlanda, cada grupo pretendía lograrla a su manera. Por ello, tras mucho meditarlo concluyó, que era necesario entonces convertirse en intrigante y conducir a la seccióndisidente de los Voluntarios hacia la dirección más radical que pretendía la Hermandad Republicana Irlandesa. Debía hacer coincidir algunas voluntades y mantener lasdisonancias bajo un relativo control. Descubrió también que James Connolly y su Ejército Ciudadano, planeaban un levantamiento para Enero de 1916. La Hermandadtomó cartas en el asunto y Patrick se encerró con él junto a Sean MacDiarmada y Joseph Plunkett en un lugar desconocido. En aquella controvertida reunión, quealgunos calificaron de secuestro y que había durado casi tres días, lograron que Connolly aceptara unirse a los planes del Consejo Militar de la Hermandad.

Estaba agotado. Patrick escudriñó con preocupación el rostro de su amigo. Sentado en el sillón favorito de su despacho, ante una tetera humeante y tras abrir unade las ventanas que dejaba entrar el aroma de los espléndidos jardines, él pensaba que aunque nunca se pusiera en evidencia, durante todos esos años no había logradomantener sus nervios bajo control. A diferencia suya, Thomas MacDonagh se sirvió una taza de té con naturalidad y bebió un par de sorbos tranquilamente antes depronunciar la frase que Patrick había esperado escuchar durante toda la noche:

−Los alemanes han asegurado que el barco con las armas saldrá en la fecha prevista. Es un acuerdo definitivo y el agente americano ya está aquí.−Esperemos que en esta ocasión hagamos menos escándalo que con el desembarco en Howth. −Ya está todo listo −aseguró Thomas con una sonrisa, asombrado por aquella respuesta que encerraba un sarcasmo demasiado cruel− No habrán multitudes, ni

chicos de Fianna, ni bicicletas. Mucho menos lo haremos de día. Sólo unos pocos Voluntarios de confianza, algunos autos y un buen número de casas seguras. Estamosocupandonos de ello.

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−¿Connolly?−En el Ejército Ciudadano no saben nada.−Muy bien. Debemos cuidarnos de cualquier rumor, por pequeño que sea. Nuestra mejor arma será la sorpresa.

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Barrio de Liberties, 9.30 p.m.

Ceidílh. La tradición celta de la fiesta en comunidad, reuniones de duración indeterminada donde se come, se bebe, se baila, se canta y se recita. En la Irlanda rural

solían extenderse durante varios días y tras la cercanía del baile y el efecto desinhibidor de la bebida se convertía en la oportunidad ideal de encontrar pareja. O deperderla. Algunos aprovechaban el encuentro con las comunidades vecinas para hacer negocios, y los nacionalistas de diversos lugares tenían oportunidad de reunirse,intercambiar ideas y inflamar los ánimos de los lugareños a través de las tan conocidas canciones rebeldes. Tras la emigración por la Hambruna, los ceidílh habían sidollevados por las comunidades irlandesas alrededor del mundo como una muestra evidente de su nostalgia. En Dublín, la creciente popularidad de la Liga Gaélica los habíahecho cada vez más frecuentes; y últimamente, en los días de San Patricio, habían adquirido un significado especial.

Adrián se había entusiasmado con la invitación de Jim y había decidido pasar por su casa a buscar su violín y a anunciar que volvería tarde, a quien sabe que hora.A pesar de haberse abierto paso entre las risas, el humo y los cabellos sueltos de las mujeres con relativa timidez, el llegar con Jim y Emily (una pareja popular, pensóél, al ver su acogida) le hizo acaparar la atención general de inmediato, y gracias al estuche del violín colgando de su hombro, en un momento se encontró formando partedel conjunto de músicos que se alternaban en la tarima. Al igual que él, todos eran aficionados, y en su mayoría pobladores del sector. Obreros de las fábricas aledañas,estibadores del puerto, uno que otro estudiante pobre y algún desempleado. Uno de ellos le contó que también había estado en Boston, y compartieron cigarrillos de lanutrida provisión que Adrián había traído de América. Fumar era su único vicio y lo había adquirido en la Universidad, así que sólo conocía los cigarrillosnorteamericanos y temía que el sabor de los europeos no le agradara.

Adrián además conocía todas las canciones populares, todas, e interpretaba con el mismo entusiasmo las divertidas canciones de taberna y las melancólicas baladas,así como una gran variedad de animadas jigas; todos los himnos fenianos y las canciones rebeldes (algunas tan antiguas que incluso habían llegado a estar prohibidas poralgún tiempo). Después de tocar por un largo rato, cedió cansado su puesto a otro de los violinistas, no sin algunas protestas del improvisado público. Dos o tresmiradas femeninas, en cambio, le solicitaron con insistencia.

Él caminó indiferente mientras buscaba entre la gente a Jim y a Emily tarareando aquella canción que interpretaban ahora, esa canción que le gustaba tanto..."Finnegan´s Wake" siempre le había hecho reír, pues sólo los irlandeses eran capaces de cantar tal sátira de un velorio. Se contaba el funeral de Tim Finnegan, elcaballero que había caído muerto completamente ebrio, y mientras era velado, resucitó por efecto de su amado licor. Adrián acompañó el estribillo con un silbido,pensando que al igual que Tim Finnegan él también había estado muerto; y a diferencia del protagonista de la simpática canción, no había sido el whiskey sino el volvera Dublín y reencontrarse con el contradictorio carácter de sus compatriotas lo que le había revivido

"Mickey Maloney agachó la cabeza

Cuando le lanzaron un cubo de whiskeyLe pasó por encima y cayó en la cama,

El licor se esparció sobre Tim.¡Por Dios!, ¡revive!, ¡ved cómo se levanta!

Tim Finnegan levantándose de la camagritando: “¿Vais a despertar a todas las niñas y niños”,

¡Oh Jesús!, ¿creíais que estaba muerto?”

−¡Oh Jesús!, ¿creíais que estaba muerto? −le repitió a Jim sonriente, sentándose al fin en una mesa junto a ellos.−Usted me mintió. Dijo que tocaba el violín regularmente −respondió éste− Lo hace muy bien.−¡Es un intérprete maravilloso! −exclamó Emily con sinceridad-−Sí, bueno… -respondió Adrián −aprendí un poco de niño, más por complacer a mis padres que por mí mismo; pero confieso que años después, cuando llegaron a

mis manos las canciones tradicionales, me empeñe bastante con esto. Aprendí jigas, polkas, reels y sobre todo airs. Además, los ceídilh de la Liga Gaélica de Bostonson… digamos… más exigentes, más planificados. Hay que ensayar mucho. Allá jamás dejarían tocar a un músico improvisado.

−Aquí somos un poco más libres, amigo. Y todo el que sepa bailar, tocar, cantar o recitar es bienvenido… ¡Es un auténtico ceidílh, no un concierto! Además lamayoría de los aficionados son muy buenos. Aunque hoy no tenemos a una de nuestras mejores cantantes, la mejor para mí. Su Deirdre.

−¿Su Deirdre? ¿Quién es? −preguntó Emily curiosa-−El seudónimo del contacto de Adrián aquí. Ya me está pareciendo que sólo vino acá a buscar a su Deirdre... −respondió Jim malicioso-−“Mi” Deirdre… −dijo él acentuando el posesivo con ironía− ¡También canta!−Como las hadas.−¿Y por qué no está aquí hoy?−Tuvo un compromiso familiar, un odioso compromiso familiar.Jim se levantó por dos jarras de cerveza, dejándolo en la mesa con Emily, cuya charla seguía distraídamente mientras pensaba en la interrogante de esa invisible

compañera. A pesar del seudónimo, hasta la conversación con Jim no podía asegurar que se tratase de una mujer, aunque siempre la había imaginado como tal. Ellafirmaba sus mensajes como Deirdre, la mítica princesa celta cuya perturbadora belleza no la había exento de la tragedia y él no podía negar la extraña emoción que sentíacuando las recibía, una turbación que nada tenía que ver la preocupación que le generaba su trabajo en Clan na Gael, tan paciente como dedicado.

Desde el momento en que fue decidido que iría a Dublín y él aceptó hacerlo, se había imaginado cualquier tipo de escenario. Pero nada le había preparado para tantaefervescencia. El desfile de la mañana lo había impresionado, pues aquellas columnas armadas y uniformadas tenían todo el aspecto de un ejército regular. El planoriginal era que desembarcara dos días antes y que participara en el desfile; pero el retraso del barco y su natural prudencia hicieron que decidiera esperar, con suuniforme doblado aún en la maleta, la ocurrencia del mismo. Quería ver con sus propios ojos de que se trataba antes de comprometerse. Necesitaba comprender, darseun respiro, encontrar alguien en quien confiar. Y Jim, a pesar de parecer tan distinto a sí mismo, era la persona adecuada para ello. Ahora, Emily se había levantado abailar y Jim volvía a la mesa con las dos jarras de cerveza y él intentaría platicar al respecto.

−Creo que debería ponerse un poco al corriente de los asuntos de esta ciudad −dijo Jim adelantándose a su deseo− Yo voy a serle sincero: esto es un saco de gatos.−Lo sé. La Hermandad me ordenó que volviera por eso.−Sí, pero no es sólo la Hermandad… aunque… en realidad, la Hermandad, o mejor dicho su Consejo Militar, dirige todo.−¿Quiénes están allí?−No lo sabemos, sólo lo suponemos. Verá, la Hermandad sufre de un gusto supersticioso por el secreto. Ha sido necesario, la historia irlandesa está llena de

delaciones. Así que actuamos a ciegas. Pongamos nuestro caso como ejemplo: yo hago mi parte en el asunto de las armas, pero sólo lo conozco a usted y a nuestraDeirdre, pero no sé quién está detrás de usted, ni de ella. Entre nos, supongo que ella recibe órdenes directas de alguien del Consejo Militar. Ella sabe quien es esealguien y quién soy yo, pero no sabe quién es usted. Y usted sólo sabe quién soy yo, y que Deirdre existe. ¿Entiende?

−Sí, pero eso hace las cosas más complicadas.−Claro. Y nos lleva a extremos risibles. Confiamos en que el Consejo Militar tenga la clave de todo.−Eso no deja de ser arriesgado.−Por supuesto. Y ha generado también muchos resquemores. Celos de quienes quieren más protagonismo, lucha de poderes, choques de intereses.

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−Uhmm…−Diferencias políticas −continuó diciendo Jim− algunos intentan discutir ahora cómo será la futura República.−Quizás no sea una preocupación tan prematura −contestó Adrián− Si uno se juega la vida en esto, es importante saber por qué se lucha ¿No lo cree?−Por supuesto. Y no es un asunto fácil. Por un lado, están los sindicalistas, que tienen como objetivo la justicia social y un gobierno socialista. Para ello, hay que

sacar a los ingleses de circulación. Así que hay que lograr la independencia y proclamar una República. Del otro, la gente del Partido Irlandés, los poderosos locales, quedesean independizarse para tener el completo control del país y no depender de los deseos de los ingleses. No quieren saber nada de sindicatos, y mucho menos desocialismo. Y en el medio, los románticos del Sinn Feinn, la Liga Gaélica y demás organizaciones que promueven "el rescate de la identidad nacional". La mayoría deellos son universitarios y burgueses como usted y creo que son el grupo que deben atraer los que se encuentran digamos... un poco más a la izquierda. Además, ellosdirigen a los Voluntarios, y tal como pudo ver hoy estamos bastante organizados; somos una fuerza que no se debe desdeñar.

−Ciertamente, pero todos los grupos coinciden en la necesidad de proclamar una República.−Al menos. Pero allí acaban las coincidencias, ¿Qué República?, ¿Que gobierno? Yo no soy un estratega ni un político, pero creo que deberíamos estar todos juntos

¿No? ¡Somos demasiados pocos para dividirnos!−Eso suena coherente −respondió Adrián asintiendo− pero para ello,todos deberán hacer concesiones y llegar a una postura equilibrada. Y eso el carácter humano

lo tiene difícil, pues requiere trascender los fanatismos ¿Podrían llegar a ser esos dos grupos de los que me habla una mayoría sólida?−No lo creo. Y están también los intereses de las mujeres. La mayoría militan en las organizaciones de los celtistas, por llamarlos de alguna manera, aunque hay

también un grupo importante en los sindicatos.−¿Deirdre? −preguntó Adrián interesado-−Está en los dos lados. Ella está más relacionada con los Voluntarios y la Liga Gaélica, pero también pertenece a un sindicato.−¿Cual?−No puedo decirle eso sin pedirle permiso a ella −y añadió− No se preocupe, de seguro en algún momento la conocerá y sé que no se sentirá defraudado.Adrián rió con ganas, pues la conversación le resultaba absorbente, el ambiente interesante y Jim alguien de quien podría hacerse amigo. Parecía que este regreso

traería consigo más cambios de los que había previsto. Incluso la posibilidad de conocer a una mujer... ¿republicana? Él pensó desde hacía cuanto tiempo no tenía esasensación de expectación ante la vida. Y eso estaba muy bien, pasara lo que pasara.

−Volviendo a lo nuestro −dijo Adrián a Jim, que le escuchó con atención− por lo que usted me ha dicho supongo que plantear un gobierno conjunto, pasa portrascender la división social. Quizás parezca exagerado, pero esas tonterías separan a la gente.

−No, no es exagerado; y menos aquí. Donde hay tanta pobreza el que tiene más de un par de zapatos se cree parte de la familia real. Y por supuesto ya no ve delmismo modo al obrero en paro. Veo que usted no se comporta de ese modo ¿Es distinto en América?

−En lo absoluto. Allá es peor, mucho peor. Pero a mí me resulta ridículo actuar de esa manera.−Claro −agregó Jim, mientras volvía su cabeza hacia la tarima de los músicos, pues sonaban unas notas conocidas, muy conocidas. Y además Emily volvía a la

mesa tan cansada como sonriente.−Es "Dios salve a Irlanda" −respondió Adrián y agregó con ironía− ha llegado la hora del patriotismo.−¿No le gusta? −preguntó Emily algo sorprendida, antes de tomar un trago -−Claro que sí, y mucho. Pero no soporto los golpes de pecho. Prefiero actuar.Jim lo miró asintiendo en silencio, pues le constaba que él decía la verdad. "Dios salve a Irlanda" era una antigua canción feniana que se había convertido en una

suerte de himno nacional, y como tal, no faltaba en ninguna reunión de irlandeses alrededor del mundo. Y a pesar de lo que acababa de decir, Adrián la cantó en voz altapor primera vez en su vida, pues nunca había sentido que aquella canción le concerniera tanto.

"Dios salve a Irlanda, dicen los héroesDios salve a Irlanda, dicen todos ellos

así muramos en el cadalso,o en el campo de batalla

¿Qué importa si caemos en nombre de la querida Erin?”

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14 de Abril de 1916.

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7

Sackwille Street, 8.00 p.m.

Adrián descendió del tranvía una parada antes de la concurrida intersección de la calle Sackwille y Bachelor's Walk, justo al borde del puente que denominado

Carlisle Bridge, ya muchos comenzaban a llamar O'Connell Bridge, por encontrarse al frente de la imponente estatua del “Libertador”, erigida a finales de siglo. Sobre unimpresionante pedestal de ángeles que representan la fidelidad, el patriotismo, el coraje y la elocuencia, a Adrián le costaba reconocer al tío de su padre, DanielO'Connell, aquel hombre que le resultaba tan real a pesar de su trascendente carrera política y su gran éxito en la derogación de las leyes que habían prohibido tantascosas a los católicos irlandeses durante siglos enteros, en la pétrea figura que dominaba la calle.

Cualquier otro habría justificado su adhesión a la causa nacionalista en ese vínculo bastante cercano. Adrián no se engañaba al respecto. Como muchos, se habíadescubierto irlandés en el exilio, a pesar de que a diferencia de la mayoría, no había sido la pobreza lo que lo había empujado más allá del mar, sino una profundanecesidad de trascender los convencionalismos de una sociedad que se le hacía demasiado provinciana.

En principio, había ido a Alemania sólo por dos años para estudiar filosofía. Pero luego, había aceptado la propuesta de su tío paterno en Boston de instalarse consu familia. Se había graduado de abogado con honores y durante tres años había trabajado en uno de los más prestigiosos despachos de la ciudad. Sin embargo, SeamusO'connell, su padre, sospechaba por los continuos comentarios en las cartas de su hermano menor, que Adrián frecuentaba a los activos fenianos de esa ciudad y que esehecho estaba relacionado con su intempestivo regreso. Durante los pocos días que llevaba en casa, él ya tenía idas y venidas muy misteriosas... ¿Pero quién sería capazde preguntarle a dónde iba y que hacía?... Seamus sabía que ante cualquier pregunta que considerara inoportuna, su hijo respondería con un orgulloso silencio. Así quesólo le quedaba rezar, con la esperanza de que no se metiera en problemas.

A pesar de que él era bastante reservado desde niño, Adrián había aprendido a perfeccionar su innata capacidad para el disimulo en Boston, ajustándose a lasconvenciones de los círculos de la clase media alta entre los que se movía, haciéndoles creer además, que era similar a ellos. Nadie podía ni siquiera imaginar quetrabajaba incansablemente por un sueño, muy diferente a la ambición que sus colegas suponían: una casa de campo llena de libros de filosofía, algo de buena literatura yun poco de historia y política. Una casa que oliera a hierba húmeda y cal, al campo irlandés, una casa rodeada de ovejas y violetas, una casita cómoda donde estar asalvo de las veleidades del mundo. Y trabajar como un abogado de pueblo... ¿O quién quita, incluso juez? dirimiendo líos de linderos y herencias de granjeros. Adriánsoñaba con comprar una propiedad en el campo y durante esos años en América había reunido el capital necesario para que después de la boda de su hermana, suspadres pudieran vivir una vejez tranquila. Y el podría, al fin, instalarse en cualquier aldea de nombre impronunciable.

Estaba convencido que tendría que encontrar a la mujer adecuada para sentarse junto a la chimenea, ¿pero dónde? Durante sus años en América, llegó a despreciarla doble moral de muchas bostonianas, que bajo una fachada de respetabilidad, aparentaban vivir la paz de sus matrimonios arreglados en pos de la conveniencia, a pesarde aprovecharse de ella. Había tenido relaciones con algunas de esas damas aburridas de sus hogares, pero se trataba de una mutua complacencia física, del deseo queaparecía y se extinguía de inmediato, como la llama de su encendedor. Por el otro lado, sus compatriotas, las católicas mujeres de la nutrida emigración irlandesa tambiénhabían logrado alejarlo por completo con sus tan evidentes como desesperados intentos de atrapar un esposo. Era simple, debía existir alguna mujer que no loconsiderara un instrumento de su propio bienestar. Le repugnaba verse como un medio de trascender el tedio o peor aún, como un cálculo económico. Quería una mujerque pudiera caminar sin miedo en medio de las estanterías de libros que llenaban las habitaciones de su fantasía, una mujer que tuviera anhelos y desazones y que vivierauna vida propia, una rara avis reconoció, casi imposible de encontrar.

Así, paso a paso, entre las bocanadas de su infaltable cigarrillo, había llegado a las puertas del Teatro Abbey, el pequeño edificio que se había convertido en uno delos íconos de su país. Adrián ya sabía por las tertulias de la Liga Gaélica, de como en Irlanda el teatro se había convertido en una eficiente herramienta de difusión delnacionalismo. A finales del siglo pasado un grupo de dramaturgos se habían propuesto dar forma a una especie de teatro nacional. Desde tiempos inmemoriales, losirlandeses habían amado las historias y venerado el talento para narrarlas. Y ahora, en la ciudad, el escenario teatral se convertía en la herencia del senchaidh, el contadornómada de cuentos que a su llegada congregaba al pueblo junto la lumbre. Las largas caminatas de Isabella Augusta, la famosísima Lady Gregory, por los pobladosrecogiendo esos relatos milenarios de los campesinos que luego llevaría con éxito a la imprenta y a las tablas, inspiraron a numerosos escritores a reencontrarse con laesencia nacional. Se trataba de vetar las comedias y los ligeros musicales ingleses, presentados por compañías que viajaban desde Londres, Liverpool o Manchester yreivindicar la cultura irlandesa, diezmada por los siglos de prohibición británica.

Uno de sus primos, de viaje en Dublín hacía unos cuantos años, le había contado como una majestuosa Maud Gonne interpretaba a la condesa Cathleen en lafamosa obra de Yeats. Ella aparecía por primera vez en escena como una frágil anciana, describiendo sus cuatro hermosos campos verdes que le habían sido injustamentearrebatados. Condenada a vagar, sin hogar y en la miseria, en la escena siguiente pide a una familia de granjeros que sus hombres la acompañen a recuperar lo perdido.Cuando uno de los jóvenes decide abandonar la seguridad de su pueblo y sale a luchar por ella, Cathleen se ha transfigurado y ahora se muestra como una hermosa mujercon andares de reina que encabeza la batalla. Aquella noche, su primo le había confesado como él, casi un extranjero, se había emocionado hasta las lágrimas con aquellavisión sobre las tablas.

Y no había sido el único. Desde su estreno, muchos reconocieron con facilidad la alegoría nacionalista y el teatro se convirtió en un instrumento político. Surgierongrupos experimentales, de aficionados y espectáculos con precios especiales para los obreros. Una compañía presentaba obras los domingos en la tarde de maneragratuita en Liberty Hall. Si bien él tenía un conocimiento general de todo ello a través de comentarios, periódicos y revistas había que vivir en Dublín para saber hastaque punto las discusiones teatrales se habían convertido en subterfugios del debate político. No obstante, las funciones y en especial los estrenos en los principalesteatros y sobre todo en el Abbey, mantenían su apariencia de frivolidad. Él observó con curiosidad de recién llegado la elegancia de los hombres y los vistosos trajes denoche de las mujeres, los coches deteniéndose en la entrada y las tertulias de intelectuales, artistas y quienes pretendían de conocedores de la actualidad dramática.

Amanda y Evelyne, por su parte, llegaban con retraso pues apuradas en su habitación, ambas se habían cambiado de vestido quizás unas tres veces. Ni siquiera el

tener que ir del brazo de Andrew, podría afectar lo mucho que le gustaba a Amanda ir al teatro. Era su principal afición, y más allá de la seriedad con la que evaluaba lastemáticas, los argumentos, las actuaciones y la escenificación como la más exigente de los críticos, siempre lo disfrutaba con un placer infantil. Ir al teatro, significabausar hermosos vestidos, peinarse, perfumarse y lucir las joyas que su madre le había heredado. Ir al teatro era también polemizar y encontrarse con toda Dublín,chismorrear, ver y opinar. Ella misma reconocía que sus frecuentes salidas a los teatros de la ciudad eran la contraparte de su dedicación al Hospital. Cuando iba alteatro, Amanda se permitía ser superficial.

Adrián buscaba el número de asiento que marcaba su entrada y su mirada curiosa recorrió todo el proscenio del no tan grande como famoso teatro Abbey

deteniéndose al encontrarse con ella. Probablemente, fue su austera sobriedad lo que le atrajo. Amanda se había decidido por un sencillo traje gris oscuro, una estrechatúnica recta como dictaba la moda. Sólo un bordado azul realzaba el escote cuadrado y una gruesa cinta del mismo color marcaba la línea de la cintura. Pero el vestidoestaba hecho de un género pesado, lujoso, brillante, de una textura que incitaba al tacto y su mórbido color resaltaba el contraste de la blancura de la piel con el cabellollameante, recogido en un moño alto, y destacaba los ojos claros, cuyo color él no era capaz de distinguir en la distancia. Llevaba sólo una joya, una elaborada y gruesagargantilla que acompañaba con los pequeños brillantes que destacaban la esbeltez del cuello. Finalmente, dos broches plateados relucían al lado derecho de su peinado.Sentada entre dos hombres y acompañada de otra joven, bonita, pero mucho menos deslumbrante, ella parecía estar ausente de todo lo que le rodeaba, de los murmullos,de las miradas y encontrarse dedicada al estudio del programa con todo su interés.

Dos días antes, el nombre de la obra en el cartel del anuncio había incitado su curiosidad mientras regresaba de una de sus reuniones con Jim: "Metempsicosis" ...hasta dónde recordaba, era el nombre que los griegos daban a la reencarnación ¿Sería posible que nuestra esencia inmortal pasara de un cuerpo a otro?, pensó él, ¿Quétodo lo vivido fuera tan sólo un parpadeo de inmortalidad? ¿Sería esa acaso la razón de sensaciones que escapaban a la racionalidad, como la incómoda urgencia que

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sentía de descubrir la identidad de la hermosa pelirroja?…¿Hermosa?, Adrián se sorprendió al notar cuán atrayente le resultaba aquella mujer. El nunca se había detenido ni siquiera a dedicar una segunda mirada a una

pelirroja, pues ese color de cabello le resultaba decididamente artificial. Sin embargo, pensó que ojalá le hubiera pedido a su hermana que lo acompañara, pues de seguroella le habría dicho su nombre de inmediato. "Esta es una ciudad pequeña y todos nos conocemos", le pareció recordar escuchar decir a su padre... aunque, mejor no,quién sería capaz de soportar las burlas e indiscreciones de Elizabeth si se enteraba que él se había interesado por alguien.

−¿Interesado? Más bien obsesionado −había dicho Evelyne a Amanda durante el intermedio− No te quitaba los ojos de encima. Creo que no se enteró mucho de la

obra.−¿Estás segura que no sabes quién es?−Jamás lo he visto. Y sabes que soy incapaz de olvidar un rostro.−¿Cómo es él? −preguntó Amanda− ¿Atractivo?−No sé a qué puedes referirte con "atractivo" −señaló Evelyne con cinismo -−¿Cómo es él? −le repitió a su vez Amanda ansiosa− Descríbelo.−No sé... normal. Rubio, alto, delgado, facciones correctas, ojos claros, un peinado común de raya al medio. Entre unos treinta y treinta y cinco años. Estaba solo.

Y no, no logré ver si llevaba un anillo de matrimonio.Amanda rió divertida.−De seguro me lo preguntarías −se adelantó a decir Evelyne.−Dime, ¿Parecía uno de esos hombres molestos?−No. Parece muy serio. Lleva un traje marrón oscuro, y tampoco logré pude distinguir el dibujo de la corbata. Pero nada de eso hará falta. Su mirada es tan exigente

que sabrás de inmediato quién es.−¿Sabré quién es? ¿Cuándo?−Cuando se acerque a ti. Lo hará, estoy segura.−No podrá. Papá y Andrew nos esperan.−Es cierto.−Bueno −dijo ella tras un enorme suspiro −al menos Andrew es un buen compañero de teatro. Hace pocos comentarios y suelen ser acertados.−¡Vaya!, parece que ya te has acostumbrado a él −dijo Evelyne irónica− Haces bien.−¡No! −respondió Amanda− Sólo he dicho que no es tan desagradable venir con él al teatro. Y en cuanto al misterioso hombre de la mirada exigente, hermana mía,

ya me lo mostrarás y veremos qué hacer con él.−¡Ay, hermana! Siempre crees que lo tienes todo bajo control. Cuidado y te llevas una sorpresa. Sí, estaba interesado. Mientras fumaba con placer un cigarrillo en la galería superior del teatro, Adrián la miró desplazarse por el salón del brazo de aquél hombre

que la exhibía orgulloso ¿Un esposo? ¿Un prometido? Concluyó que el otro acompañante, mucho mayor, era el padre, pues ambos compartían el perfil impetuoso y elpaso decidido. Las peripecias bostonianas lo habían convertido sin proponérselo en un conocedor del carácter femenino. Detallando la expresión de su rostro, su siluetadesenfadada y la contenida voluptuosidad de sus movimientos llegó a la conclusión de que esa sobriedad que mostraba en su atuendo, sus joyas y sus gestos noalcanzaba a engañarlo. Era una mujer apasionada, aunque ningún sentimiento la ligara a ese hombre.

Observó con detenimiento, como quien planea un ataque, como ella saludaba con cortesía a los diversos grupos que se apretujaban en el salón, llegando confacilidad hasta el autor de la obra, Thomas MacDonagh, de quien sabía que era un escritor y profesor, directivo de los Voluntarios. Al entrar al plateau, llevó a cabo sudiscreto plan para cruzarse con ella. Y lo logró. Sus miradas se encontraron. Verdes. Sus ojos eran verdes. Ambos se miraron por un instante. Luego, siguiendo a sus tresacompañantes, ella pareció deslizarse por su lado como una silenciosa gata, dejándole tan sólo el crujido de su vestido, la estela de su perfume y la imagen de su sonrisa.

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8

Belgrave Road, Rathmines 10.00 p.m.

Otras personas habían decidido posponer sus planes para ir al teatro esa noche. Kathleen Lynn, Constance Markievicz y Madeleine Ffrench - Mullen se habían

encontrado en el hogar de la primera para acudir juntas al Abbey; pero luego de cenar, ya instaladas en la tertulia nocturna, habían preferido evitar el tumulto del estrenoy ver la nueva obra de Thomas MacDonagh en los días siguientes.

La noche clara y fresca, las invitó a quedarse en el salón de la cómoda casa, el número 9 de la calle Belgrave en el tranquilo distrito de Rathmines, cuya fachada deladrillos rojos era conocidas por muchos en Dublín. Si se le preguntara por Kathleen a algún vecino, responderían que ella era una mujer que pasaba la mitad de latreintena, bondadosa, refinada e inteligente, y que su gran discreción y los muchos favores que como médico practicante les debía, hacían que todos obviaran que allídormía con excesiva frecuencia una mujer un poco menor, una mujer con una larga cabellera castaño oscura, que solía usar suelta debajo de sombreros de hombre, a quienera fácil reconocer como su amante. Y añadirían además, que aunque todo el mundo conocía la naturaleza de la relación entre ambas, nadie se atrevía a decirlo en voz alta,pues la verdad era que esa insólita pareja se conducía con tanta mesura como naturalidad.

El amplio salón de la casa era también escenario habitual de discusiones políticas e intelectuales. Y como en el hogar de Constance, era común que alguna de lashabitaciones e incluso la terraza, sirvieran de refugio para quienes, en la agitación de aquellos días, necesitaran de un amparo temporal. Pero hoy, sólo Madeleine yConstance acompañaban a Kathleen. Tras unas cuantas botellas de vino, la conversación casual había derivado a las confidencias y la accidentada vida personal deConstance ocupaba entonces su atención.

−¿Y qué? ¿Sola muy sola? −preguntó Madeleine.−Sí, sola muy sola. Ya los hombres no me interesan.−¡Pobre Constance! −bromeó Madeleine risueña, con esa media risa que era una de las cosas que más le gustaban a Kathleen de ella− sólo le queda "Poppet".El aludido, un hermoso perro negro con largas orejas que acompañaba a su dueña a todas partes, levantó la cabeza al escuchar su nombre. Y siguió la conversación

de las mujeres con atención, echado a los pies del sofá.−Al menos “Poppet” me es fiel −dijo Constance, extendiendo uno de sus brazos para acariciarlo− No podíamos decir lo mismo de mi queridísimo esposo −agregó

con sarcasmo -−Amiga −intervino Kathleen− sabemos de las numerosas infidelidades de Casimir, que se enredó con un montón de bailarinas y actrices, que te lo echó en cara, que

toda la ciudad lo supo... Pero si hemos de ser justos, tú también en algo contribuiste cuando empezaste a correr detrás de todos los republicanos de Dublín.−No con esas intenciones...−Me consta, pero los hombres son como son, y era obvio que él iba a desquitarse.−Nuestro matrimonio tenía problemas desde mucho tiempo antes. Sus infidelidades y mi militancia fueron sólo detonantes, o más bien, excusas.−De acuerdo. Pero estoy segura que él también supuso que tenías algún amante por allí - dijo Kathleen De un día a otro te involucraste completo en este asunto.

Recuerdo cuando te conocí, efervescente, incansable. Tanta actividad parecía efecto de una pasión... bueno −aclaró ella− ya sabes, efecto de una pasión carnal.−¡Para nada! −exclamó Constance− Todos esos hombres son demasiado serios para mí. He de reconocer que siempre me gustaron los hombres con un carácter

burlón, por eso he tenido tan mala suerte. Antes que nada, tienen que resultarme divertidos. Además, mis contemporáneos casi parecen ancianos... y no voy a hacer ahacer el ridículo enredándome con alguien que pueda ser mi hijo. Y hasta los jóvenes son tan terriblemente serios...

−¡Es verdad! ¡Todos son tan serios!... −exclamó Madeleine riendo con ganas− ¡tan gaélicamente serios!.... ¡tan patriotamente serios!.... ¡tan católicamente serios!...Kathleen terminó acompañándola en su risa. El rostro desconsolado de Constance, en contraste con su pose relajada en el sofá y su largo cigarrillo les causaba

mucha gracia. Madeleine se sirvió otro trago.−Poco a poco, Madeleine −intervino Kathleen protectora− Has bebido mucho hoy.−Corrige, hemos bebido mucho hoy −dijo Constance− Cinco botellas de vino, a más de una por cabeza. Yo también estoy medio mareada.−Sí, pero ella está medio borracha −respondió Kathleen señalando a Madeleine -−Te equivocas, Kathleen, estoy completamente borracha. Y así mismo te digo que yo estuviera obligada a escoger alguno de esos hombres, me quedaría con Patrick

Pearse.−¡Qué! −saltó Constance, siguiéndole el juego− Creo que sería el último que escogería si tuviera que hacer algo así. Es el más serio de los serios.−Pero es hermoso −replicó ella mirándola con picardía− Como una estatua.−Es cierto −agregó Kathleen− y así tan serio dando esos discursos parece un tribuno romano.−La verdad es que cada vez que lo veo, su inexpresividad me recuerda a una estatua −continuó Madeleine− pero al menos se trata de una hermosa estatua.Kathleen la miró preocupada, inquieta, como cada vez que hacía ese tipo de comentarios referentes a los hombres, pues Madeleine, a diferencia de ella, había

estado casada, aunque siempre decía que admiraba a los hombres atractivos por un placer estético, pues no soportaba la unión sexual con los hombres. Sexo. Una fuerzadirectriz del universo. Y en este país tan mojigatamente católico, pensó ella, los escándalos sexuales habían sido usados como arma política. Aún permanecía el recuerdode Parnell, destruido en la opinión pública por su relación con una mujer casada. Y pensando en ello, agregó

−Si, él es muy apuesto. Aunque supongo que también es el más discreto de los hombres, y tiene además la más discreta de las mujeres...−O es verdad lo que se dice de él −intervino Madeleine, maliciosa, como siempre.−No lo creo −afirmó tajante Kathleen− A nadie le consta.−Yo estuve haciendo algunas averiguaciones...−Madeleine, ¡eres despreciable! −la interrumpió Kathleen ofendida-−Sí, lo es. Has hecho algo despreciable −agregó Constance, y luego mostrándose muy interesada, preguntó− ¿Qué lograste saber?−Nada −respondió ella−. Nadie sabe nada. Nada de nada.−¡Vaya! Así que nuestro Patrick además de hermoso es enigmático. Dejémoslo así −sentenció Kathleen− Estábamos buscándole un novio a Constance.−Tiempo perdido, amigas. Ya no estoy para esas cosas.−¿Por qué no? −preguntó Kathleen− No eres vieja, y aparentas mucho menos.−Aparenta unos treinta y cinco apenas −intervino Madeleine, mirando a Constance− ¿Recuerdas el día de San Patricio, en el desfile? Hubo un chico, un Voluntario

joven que te miraba fascinado. Se dió cuenta que yo lo noté y me dijo... "me dejaría matar por ella"−¡Constance, la Diana cazadora! −exclamó Kathleen divertida -−Bueno, si salimos bien de todo esto, les prometo que iré en busca de un novio.−¡Eso sí merece un brindis! −continuó Kathleen− no sé si más por el novio o porque salgamos bien de todo esto.Las tres brindaron y bebieron de sus copas y Kathleen recordó que Constance le había comentado que tendría una esperada visita−¿Llegó al fin la chica que esperabas? −preguntó− ¿La de Glasgow?−¿Margaret? ¡Oh sí! −respondió Constance− Está en casa desde hace unos días.−No la has traído para conocerla.−Hemos tenido mucho trabajo y hoy, ella fue a visitar a unos familiares lejanos que viven aquí.−¿Y qué tal? ¿Cómo es ella?

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−Es una jovencita formidable. La llevé a conocer la ciudad. Ya saben, lo habitual: el Museo Nacional, los teatros, el Parque Phoenix, Grafton Street. Y cuando yallevábamos unos tres días de monumentos, tiendas, plazas, teatros y pinturas me dijo "Constance, todo está muy bien, pero yo quiero conocer el lugar más pobre deDublín"

−¡Vaya! ¿Y dónde la llevaste?−Fuimos a la calle Ash.−¡No tenías que ser tan precisa! −exclamó Madeleine, quien en innumerables ocasiones había acompañado a Kathleen a ese sector en las jornadas asistenciales que

el ICA organizaba con los poquísimos médicos simpatizantes de la organización− ¡Pobre chica! Saldría impresionada de allí.−Impresionada, sí, pero entera. Me dijo que eso era lo que necesitaba saber para asegurarse de que estaba tomando la decisión correcta.−La comprendo −afirmó Kathleen en tono de preocupación−. En ellos, en la gente que atiendo todos los días en el Hospital pienso cada vez que me despierto en

las noches muerta de miedo.−¿Miedo? −preguntó Constance.−Un miedo paralizante. E insomnio. Cada día que pasa me cuesta más dormir.−Sí, y se queda sentada en la terraza, balanceándose en una mecedora vieja, hasta que amanece −añadió Madeleine− ¡No sé en qué tanto piensa!−En todo lo que resulta complicado comprender. En esta maldita encrucijada, armándonos de ambos lados, católicos y protestantes divididos gracias a los ingleses

mientras nuestros muchachos mueren por su imperio en el frente... Pienso en las mujeres que llegan al Hospital todos los días, con niños enfermos en los brazos,muertas de hambre y de espanto. Sin esperanzas ni voluntad... ¿En qué más puedo pensar? ...Al igual que tu Margaret, en sí estaré haciendo lo correcto. En sí tienesentido poner mi vida en las manos de Connolly, esperando por su próxima orden −Kathleen suspiró como desprendiéndose de aquella pesada carga y agregó− ¿Hasvisto a Amanda? Tenemos que finiquitar el asunto de los insumos de primeros auxilios.

−Sí, estos días ha estado muy ocupada buscando los suministros que le indicaste. Ya compró una parte y hoy estaba por negociar otra. Me dijo que si lograbaresolverlo iría mañana a Liberty Hall a verlas. Allí podremos conversar.

−¿Liberty Hall? ¿Mañana? −preguntó Kathleen algo distraída.−Sí, Liberty Hall, mañana −afirmó Constance− Hay reunión del ICA ¿No lo recuerdas?−Ah sí −respondió cansada− Creo que comenzó a afectarme el vino. Hoy tengo sueño y voy a aprovecharlo −agregó extendiendo sus brazos sobre la cabeza,

mientras intentaba reprimir un bostezo− Iré a dormir. Les recomiendo que hagan lo mismo.−Está bien, Kathleen −dijo Constance y agregó volviéndose hacia Madeleine− Por cierto, ¿Crees que podrías acompañarnos al campo este domingo? Margaret y

yo queremos desempolvar las pistolas.−¡Por supuesto! −exclamó Madeleine entusiasta− No quiero perder la práctica ¿Margaret ya sabe disparar?

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−Me contó que había aprendido en un club de tiro británico... ¡Qué te parece! No le creí y la lleve a un entrenamiento de los Fianna con la excusa de que conocieraa los chicos, pero yo sólo quería tener la oportunidad de que disparara... y no sólo me demostró que sabe, sino que descubrí que esa chica es un prodigio con las armas−concluyó Constance con una sonrisa cómplice.

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15 de abril de 1916.

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Hospital Meath, 5.30 p.m.

Amanda acomodaba la larga trenza de su cabello bajo el sombrero saliendo de su turno de trabajo en el Hospital, cuando reconoció a Joseph en uno de los bancos

del parque y a pesar de lo habitual que era para ambos encontrarse, ella detalló su imagen como si fuera la de un extraño al que observara por primera vez. Lo miró condetenimiento, desde el borde del sombrero hasta la punta de sus zapatos. Vio aquella figura alta y delgada, demasiado delgada; el sombrero hundido hasta las cejas bajoel que, como siempre, su cabello castaño claro estaría algo despeinado, los anteojos redondos sobre una nariz tan decidida como prominente. Los labios finos y laexpresión tranquila y aquellas manos grandes que sostenían un periódico; aquel abrigo gris que le quedaba tan holgado, demasiado holgado.

Se acercó a él, preguntándose una vez más cuál era en realidad el sentimiento que los unía: ¿camaradería? ¿amistad? ¿hermandad? de seguro podrían darse esenombre quienes habían crecido juntos. Pero... se preguntó ella, ¿Por qué seguían persiguiéndose por toda la ciudad? ¿Por qué cenaban juntos dos o tres veces a lasemana? ¿Por qué era a ella y no a su novia a quien él le confiaba todos sus secretos, involucrándola en los más disímiles asuntos, convirtiéndola en una especie de alterego?

Amanda no comprendía cómo era posible que él y Grace estuvieran a punto de casarse y que ella no tuviera ni la menor idea del asunto que cada día ocupaba másespacio de los días de Joseph. Su vida cotidiana había cambiado por completo. Atendía con toda rapidez los asuntos del "Irish Review", la revista de la que era editor, yhabía dejado en manos de sus socios las decisiones concernientes al funcionamiento del Teatro Hardwick. Incluso había hecho a un lado la escritura. Y a ella lepreocupaba el verlo cada vez más enfermo, más pálido, más delgado, más endeble.

−¡Hola! ¿Qué haces aquí? −preguntó, sentándose a su lado.−Necesito conversar un asunto urgente contigo.−¿Tan urgente como para no esperarme en casa?−Sí. No podía arriesgarme a que fueras a otro lugar al salir de aquí.−¿De qué se trata?−De algo que debemos conversar en privado. En tu casa.−Te advierto que papá aún no se ha ido a Londres. Decidió quedarse hasta mañana.−Cenaremos con él entonces, y esperaremos un poco más.... −respondió él, agregando con sarcasmo− ¿Y tu novio?¿Está allá?−No creo que tengas el placer de encontrarlo −respondió ella en el mismo tono-

Sí, era muy probable que Andrew Reynolds no hiciera su acostumbrada visita a la casa de los McKahlan esa noche. En la última ocasión, hacía apenas dos días, él

se había ido furioso. De hecho, Andrew y Amanda habían tenido una discusión tan acalorada que una mujer un poco más preocupada supondría que su compromisohabía quedado en entredicho. Y Joseph había sido además el protagonista ausente de aquella diatriba. Todo comenzó cuando los altos funcionarios del Castillo queAndrew conocía le comentaran acerca de la poca conveniencia de que su futura esposa frecuentara algunos círculos y en particular, que fuera una amiga tan cercana dealguien identificado por ellos como miembro de la Hermandad Republicana. Incluso, le confesaron subrayando que se trataba de información clasificada, que el viaje queél realizara el año pasado hacia Alemania no había sido motivado por asuntos médicos, sino por una especie de conspiración. Y Alemania era nada más y nada menosque la nación enemiga en la guerra.

Andrew no necesitó saber más. Le exigió a Amanda que suspendiera cualquier tipo de relación con Joseph. Ella respondió con sencillez que no iba a hacer tal cosa.El tono impersonal de su réplica lo ofendió profundamente; así que, alterado, él levantó la voz y ella le respondió del mismo modo. Luego, descolocado por la vertienteque tomaba el asunto, Andrew arremetió de nuevo, esta vez empleando como pretexto un discreto anillo que ella jamás se quitaba: una pequeña amatista que Joseph lehabía traído de Egipto hacía unos seis años atrás. Él, enfatizando sus derechos de prometido, le reprochó que usara un anillo regalado por otro hombre y arrastrado porlos celos dijo que era inadmisible e incluso inmoral, que lo llevara al lado del de su compromiso. Ella, para la mayor de sus desesperaciones, le respondió con una sonoracarcajada, diciendo luego que no cometiera la tontería de hacerla escoger entre ambas alhajas. Andrew había respondido saliendo de la biblioteca dando un portazo y dehecho, no volvieron a hablarse hasta la fría despedida que habían tenido esa noche.

Pero nada de eso le importaba a Amanda, aunque le preocupara el rostro desconcertado su padre. Quizás, sin quererlo, había encontrado una excusa sencilla pararomper aquel compromiso. Mientras aún pensaba en ello, Joseph se puso de pie, dejando el periódico sobre el banco, para que otro transeúnte lo leyera. Ella sonrió ytal como solía hacer, lo tomó del brazo mientras comentaba acerca de su día de trabajo.

Caminaron hacia la parada del tranvía y una hora después, ambos compartían la mesa con un Patrick McKahlan quien aún se preguntaba qué había sucedido entresu hija y su prometido. Sin embargo, Patrick intentaba disfrutar por completo aquellos escasos momentos con sus hijas y prefirió no empañar la comida con un asuntoque de seguro, sería bastante desagradable. Ya conversaría con Andrew en Londres y tal como sucedía desde el inicio de esa unión casi obligada, él se encargaría deconvencer a Amanda. Mientras tanto, aprovechaba el verse con Joseph, pues admiraba su habilidad para la buena conversación, su extensa cultura literaria y su buengusto artístico.

De hecho, Patrick se había convertido voluntariamente en un patrocinante en Londres de la revista que Joseph editaba: el "Irish Review", una publicación mensualfundada en 1911 con la intención dar difusión al talento literario del país. Sus creadores habían tenido problemas con la administración y dos años después, el estadofinanciero de la misma era tan desastroso que aceptaron que fuera rescatada por aquel joven que apenas pasaba de los veinticinco años y que estaba dispuesto a invertiren ella. Patrick había seguido sus acciones con gran expectativa y luego que Amanda le enviara el primer número, él decidió comprar varias suscripciones que distribuyóentre sus conocidos en el círculo literario de Londres. Así, el "Irish Review" tenía sus seguidores desde el otro lado del océano y Patrick seguía siendo un entusiastapromotor del mismo.

Joseph y Patrick mantenían una relación fluida y cada vez que coincidían en la casa, platicaban durante horas. Y esta vez no era diferente, se pasearon por laactualidad noticiosa, el arte, el teatro y la literatura e incluso los comentarios y chismorreos de la ciudad; pero Amanda notó como esta vez habían evitado mencionar lapolítica local. No obstante, Patrick como parlamentario, estaba muy bien enterado de la complicada situación en Dublín y sentía temor de que Joseph, a quien reconocíacomo un idealista incorregible, se involucrara más allá de lo prudente. Ya bastante notoria había sido su participación en el dichoso Comité de Paz cuando la HuelgaGeneral. Ahora, poco a poco, el "Review" bajo la etiqueta de "actualidad" había incluido artículos de variados personajes de la esfera nacionalista que subíanprogresivamente el tono. Y él, como editor, debía ser el responsable de todo ello.

−El "Irish Review" es exquisito y tiene su público en el ambiente literario de Londres −dijo Patrick, intentando introducir el tema con prudencia− … pero muchosme han comentado que ha dado un giro muy político.

−¿Qué quiere decir con eso, Sr. McKahlan? −respondió Joseph imitando su cautela.−Bueno, que se ha radicalizado en la postura nacionalista. Y eso no está gustando.−Con todo respeto, siento decirle que la revista no está dirigida al público británico.−Por supuesto. Pero eso tampoco significa que se convierta en una publicación política, la clave de su éxito ha estado en abrir las puertas a lo mejor de la literatura

irlandesa.−Exacto padre, a la literatura irlandesa −lo interrumpió Amanda con vehemencia− De la Irlanda irlandesa. El "Review" es una publicación difusora del

Renacimiento Gaélico.−¿Renacimiento Gaélico? −respondió Patrick− ¡Bobadas! No existe un tal "Renacimiento Gaélico"¿No lo crees, Joseph? ¡"Renacimiento Gaélico"! −continuó él

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enfatizando la frase− ¡Esta hija mía suele ser tan exagerada!−Lamento continuar disintiendo −respondió Joseph moviendo la cabeza− Existe un movimiento cultural consolidado en función de la recuperación de nuestra

herencia gaélica. Literatura, deportes, teatro...−Hablando de teatro −interrumpió Patrick, ya un poco molesto− ese Yeats que Amanda admira tanto no es muy afecto a los nacionalistas.−¡Papá, por favor! Es verdad que Yeats no es un militante republicano, si es a lo que quieres referirte; pero es uno de los mejores dramaturgos que ha dado este

país. Y sus obras han popularizado las antiguas historias −intervino Amanda animada− Su “Cathleen ni Houlihan” ha reavivado el espíritu nacionalista, el idealrepublicano.

−Amanda, no creerás que una simple obra de teatro pueda tener tales efectos −opinó despectivo.−Yo no me atrevería a afirmarlo −dijo Joseph con petulante suficiencia− No subestime el poder de la palabra.Se hizo un silencio incómodo. Patrick y Joseph se miraron. Un ruido en la entrada distrajo la atención de los tres. Era Evelyne, quien después de haber dejado el

sombrero y el abrigo en el vestíbulo se acercaba a la mesa, saludando a Joseph y Amanda y dándole un beso en la mejilla de Patrick.−¿Y estas son horas de llegar? −preguntó éste, cuyo tono de dulzura contrastaba con la aparente aspereza de la frase.−Fui a pasear un poco. Además, invité a Amanda. Pasé a buscarla al Hospital y aún tenía unos tres o cuatro pacientes, así que dijo que vendría acá apenas saliera.

Le pedí que te avisara ¿No lo hiciste? −preguntó Evelyne dirigiéndose hacia ella.−No −dijo Amanda ausente, mientras aún se preguntaba sobre el asunto que había llevado a Joseph a buscarla− Lo olvidé, por favor, disculpenme.−Tranquila, hija. No es grave. Pero debiste haber acompañado a Evelyne, no has avanzado nada en las compras de tu ajuar.−Papá, sabes que me fastidia mucho ir a las tiendas.−Pues no deberías −replicó Evelyne sonriente− Hay unos sombreros hermosos en la calle Grafton. No te preocupes, yo la llevaré.Brigid entró trayendo un plato para Evelyne y ésta, al saludarla, le extendió a su vez el periódico y una carta.−Hola, Brigid −le dijo− Pasé por la Oficina de Correos. Traje tu periódico y esto. Dicen además, que los pagos llegan después de Pascua.Ella le dio las gracias y mientras limpiaba de un extremo de sus ojos unas lágrimas que nadie había visto se retiró con discreción, colocándose los anteojos para leer.−¿Ya llegó una carta de Ferdinand? −preguntó Amanda asombrada apenas salió.−Sí. Pasé por el Correo −dijo Evelyne en voz baja− porque estaba cerca, pero la verdad es que a mi también me sorprendió.−¿Dónde está Ferdinand? −preguntó Joseph con curiosidad− ¿Volvió a Cork?−No −respondió Amanda− Está en el ejército. Se alistó hace poco más de un mes.−¿Ferdinand se alistó? −repitió Joseph incrédulo.−Sí. Una historia muy triste. Hace unos meses tuvo un hijo y se casó. Pero poco después lo echaron de la fábrica, y el pobre no pudo conseguir trabajo luego. Yo

le insistí que no se alistara, que esperara un poco más. Nosotras estábamos tocando todas nuestras relaciones para encontrarle un empleo. Le ofrecimos dinero, pero élno escuchó razones.

−Le aumentamos el sueldo a Brigid −agregó Patrick.−Así es, y ella lo ayudó un tiempo, pero él estaba desesperado −dijo Evelyne.−Y como miles más se alistó por la paga −concluyó Amanda -−¡Pobre Ferdinand! ¡En una trinchera! Nos vendemos como ganado −sentenció Joseph con amargura.−Peor aún, como esclavos −continuó Amanda− Y con unos amos tan originales que obligan a ponerse las cadenas ellos mismos a sus nuevas adquisiciones... ¡Y

hasta a agradecerlas!−Bueno, bueno, la conscripción no es obligatoria −se apresuró a decir Patrick, previendo la dirección de la conversación.−Lo será muy pronto −afirmó Joseph.−¿De dónde sacaste esa idea?−Se dice en todas partes. Ya muchos, los que pueden, están llevando a sus hijos más jóvenes al campo. George y John están pensándolo muy seriamente.−¡Rumores! No hay dicho nada oficial al respecto. No puedo creer que tu padre de oídos a tales habladurías y saque a tus hermanos de la ciudad ¿Acaso crees que

no se tomaría en cuenta la opinión del Parlamento?−Señor McKahlan, usted habla como si fueramos una provincia de un país democrático, como si tuviéramos algún derecho legítimo −argumentó Joseph con

seriedad− Somos una colonia, y las ovejas de los campos de Limerick valen más que nosotros para los ingleses. Si la guerra sigue como va, necesitarán más carne decañón para las trincheras y no dudarán en sacarla de aquí.

−Exageras.−No lo creo.Las dos hermanas se miraron asustadas, alzando las cejas, aparentando colocar la atención en sus respectivos platos. Amanda, por su parte, pisaba el pie de

Joseph bajo la mesa, intentando llamar su atención. Lo último que deseaba era un episodio de discusiones políticas. Sólo quería que el ritual de comida, charla y cigarrode su padre concluyera lo más pronto posible, y así poder conocer qué era lo que él mantenía bajo tal misterio.

−Pongamos algo claro −comenzó a decir Patrick, un poco más calmado− Yo soy representante del Partido Irlandés y como tal defiendo al “Home Rule” como lavía más pacífica y legítima de lograr la independencia...

−¡Una autonomía restringida! −interrumpió Joseph-−¡Calma hijo! −lo interrumpió Patrick a su vez− Sí, inicialmente el "Home Rule" promueve la autonomía; pero ella deberá conducir a la independencia. Un proceso

progresivo sin guerras ni conflictos. El Rey ha refrendado el proyecto y existe la promesa de retomar su discusión apenas finalice la guerra. Esa es mi posición y la deun sector importante de compatriotas. Por tu parte, eres directivo de los Voluntarios Irlandeses, quienes se muestran en abierto desacuerdo con todo esto, y sobre todo,en nuestra colaboración como nación en el esfuerzo de guerra británico ¿Es así?

−Así es. Y estoy seguro que opinaría diferente en cuanto a esa colaboración en una guerra que no es nuestra si sus hijas fueran hijos.−No voy a opinar sobre suposiciones, Joseph. Y cómo mantenemos posturas en apariencia irreconciliables, te propongo que dejemos la política fuera de esta

mesa. Lo último que deseo es discutir contigo. Eres el ahijado de mi esposa, es decir, como un hijo para mí ¡Por Dios, te llevé en brazos el día de tu bautismo y estasdos ni siquiera habían nacido! ¡No puedo tenerte de contrincante!

Los cuatro rieron con ganas y ya más relajado, Patrick continuó−¡Ojalá fuera tan fácil resolver nuestras diferencias! Te confieso que cada vez que regreso a Dublín me asusto más. En el Ulster están armándose hasta los dientes

y han expresado una y otra vez que no aceptarán el "Home Rule". Acá, hay también un grupo importante de gente; ustedes, los Voluntarios, dispuestos a defenderse deesa posición radical del Norte... y también se han estado armando ¿O me equivoco?

−Creo que si usted pasara más tiempo en Dublín entendería mejor algunas cosas −dijo Joseph, obviando intencionalmente responder la pregunta que Patrick habíahecho− Aquí, la sociedad no se divide sólo entre nacionalistas y unionistas. No es tan sencillo. No está escrito en blanco y negro, sino que hay muchas tonalidades degris. Demasiadas quizás.

−Supongo que tienes razón −respondió Patrick, encendiendo al fin su cigarro− Este país me desconcierta cada día más.

Minutos después, Amanda tomó una llavecilla del armario y como solían hacer desde su infancia, ella y Joseph se dirigieron hacia el jardín privado de la cuadra.Los irlandeses amaban los jardines, y cada sector trataba de mantenerlos a la medida de sus capacidades económicas. La calle Fitzwilliam era el núcleo de las familias queformaban parte de la aristocracia de Dublín. Tenían hermosas casas y parques privados, cuyas llaves guardaban los propietarios con el mayor de los celos. Tanto losMcKahlan como los Plunkett llevaban apenas dos generaciones viviendo en aquella calle, pero la plaza Fitzwilliam había sido el escenario de los dilemas adolescentes deAmanda y Joseph y los viejos árboles habían escuchado interminables horas de su conversaciones. Para ambas familias era normal que los dos jóvenes vieran transcurrir

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las tardes y los anocheceres en un banco que habían hecho suyo, cuando el clima lo permitía. Esa noche se habían dirigido allí y sin mediar una palabra Joseph le entregóuna hoja que llevaba guardada en el bolsillo interno de la chaqueta de su traje. Ella se sentó a su lado y comenzó a leerla con avidez.

"Ordenes Secretas transmitidas a Oficiales Militares"

Las fuentes de las que se copian este documento no indican puntuación o mayúsculas.Las siguientes medidas cautelares han sido sancionadas por la Oficina de Gobierno por recomendación del Oficial Comandante General de las Fuerzas de

Irlanda. Deben ser llevados a cabo todos los preparativos para que entren en vigor inmediatamente tras la recepción de una orden emitida por la Oficina delSecretario Principal en el Castillo de Dublín, y firmada por el Subsecretario y el Oficial Comandante General de las Fuerzas de Irlanda.

En primer lugar, las siguientes personas deben ser puestas bajo arresto: Todos los miembros del Consejo Nacional del Sinn Fein, el Comité Ejecutivo Central delos Voluntarios Irlandeses y Comité de La Liga Gaélica. Véase la lista A 5 y 4 y la lista suplementaria A2. Patrullas montadas les acompañarán continuamente, yvisitará los puntos para informar cada hora.

Los siguientes locales serán ocupados por las fuerzas suficientes y podrán ser tomadas todas las medidas necesarias sin necesidad de consulta a los CuartelesGenerales: Primero, los locales conocidos como Liberty Hall, No 6 Beresford Place; el edificio del Sinn Fein, calle Harcuort; n º 2 de Dawning Street, Sede de losVoluntarios Irlandeses, calle N ° 12 D' Olier Street, Oficina de "Nacionalidad"; n º 35 Rutland Square, Liga Gaélica, los locales del Sinn Fein en toda la ciudad, loslocales de los Consejos Sindicales, Surrey House, Capel Street, Leinster Road, Rathmines.

LOS SIGUIENTES LUGARES SERÁN AISLADOS, Y TODAS LAS COMUNICACIONES HACIA O DESDE ELLOS REVISADA: el lugar conocidocomo la Casa del Arzobispo, Drumcondra; Mansion House, Dawson Street; no.40 Herbert Park; Larkfield, Kimmage Road; Woodtown Park, Ballytoden; Colegiode St. Enda´s, Hermitage, Rathfarnham y adicionalmente los locales mencionados en la lista 5 D, véase el Mapa 3 y 4.

Las fuerzas de la Policía Metropolitana de Dublín y de la Real Policía Irlandesa en la ciudad de Dublín deben ser acuarteladas bajo la dirección de la autoridadmilitar competente. Se publicará la orden de permanencia en las casas de los habitantes de la ciudad hasta que la autoridad competente militar lo permita. Piqueteselegidos entre las unidades de Fuerzas Territoriales serán colocados en todos los puntos marcados en los mapas 3 y 4”[2]

−¡Qué es esto! −exclamó ella, agitando la hoja, caminando sin parar de un lado a otro, frente al banco− ¡De dónde lo sacaste!−¿Cual versión deseas escuchar? −preguntó él con malicia−¿Qué quieres decir?−Tengo dos explicaciones, la verdadera y la que contaríamos. ¿Cúal te gustaría escuchar?−¡Ambas! −exclamó ella, deteniéndose súbitamente frente a él− ¡Por Dios, Joseph, esto es una locura!−Cálmate, Amanda −dijo él con firmeza− Y por favor, no levantes la voz, alguien podría escucharnos. Lo que acabas de leer es el resumen que hicimos Sean

MacDiarmada, Rory O´Connor y yo de unas órdenes que localizaron los agentes de Clarke infiltrados en el Castillo.−¿Órdenes del Castillo? −preguntó incrédula casi en susurros y nerviosa, mientras Joseph asentía− Es un golpe completo a las organizaciones nacionalistas... Nos

tienen localizados a todos... ¡Aparece la dirección de la casa de Constance! ¡Aparece St. Enda´s! ¡Aparece tu casa!El continuó asintiendo, mientras la miraba en silencio. Ella se sentó a su lado.−Y piensan detener a los directivos, ocupar todos los locales...−repitió, sin creerlo todavía− ¿Cuándo van hacerlo?−No lo sabemos. Todas estas acciones estaban distribuidas en varias órdenes y acompañarían el anuncio de la conscripción obligatoria...−¿Varias órdenes? Pero esto es un sólo documento... −divagó ella confundida -−Ese documento lo imprimimos en Larkfield hoy temprano -−¿Para qué? ¿Por qué reunir todas las órdenes en un sólo documento?... Disculpa Joseph, pero no entiendo nada...−Sean MacDiarmada recibió las transcripciones de la gente del Castillo, y hoy redactamos este documento y lo imprimimos en Larkfield porque no tenemos los

originales, sólo las transcripciones. Y hay que divulgar esta información de manera que parezca creíble.−¿Para intentar desactivar este operativo? −preguntó ella, esforzándose por comprender la situación− ¿Para provocar una réplica? ¿Es esa la intención?−No, no se daría a conocer de manera pública. Lo que queremos es que Eoin MacNeill se entere de esta situación. El está en desacuerdo con el Levantamiento y ha

afirmado de manera reiterada que sólo dará una orden de insurrección como respuesta a una agresión previa.−Entonces, se lo entregarán −se atrevió a sugerir ella− para que él de esa orden.−Sí, pero aún no lo sabemos. No lo hemos decidido. El problema es que este documento es una media verdad. Siendo estrictos, lo que acabas de leer no existe, lo

escribimos nosotros.−Pero las órdenes... −insistió ella -−Son ciertas.−Entonces el documento es cierto.−Sabes que esa conclusión no es necesariamente verdadera −afirmó Joseph -−¡Pero no es posible permitir que tales órdenes se ejecuten! −exclamó Amanda con preocupación− Mucha gente terminaría en la cárcel.−Quedaríamos desarticulados. Y no habríamos logrado nada... Quizás la burla pública y algo de conmiseración, en el mejor de los casos.−¿Qué cree el resto del Consejo? ¿Se han reunido?−No, no se ha discutido en el Consejo. Es obvio que Patrick estará en desacuerdo. El sólo juega limpio.−¿Y acaso esto es juego sucio?−No lo sé. La verdad es que no sé si hacer esto sea correcto. Joseph la miró a los ojos, y luego se quitó los lentes, frotándose los ojos en un discreto gesto de desesperación. “Así que ha venido acá por mi consejo”, pensó ella,

“quiere conocer mi opinión”, y consideró que era injusto que él le otorgara tal responsabilidad. Abatida, se acercó un poco más a él y las manos de ambos se unieronsobre el regazo de ella. Permanecieron en silencio unos segundos y el campanario de la iglesia cercana dejó escuchar con limpidez diez campanadas.

−¿Y si no se publicara? −preguntó ella en un susurro− ¿Qué sucedería?−MacNeill no daría jamás la orden a los Voluntarios de tomar la ciudad el domingo.−¿Y entonces? ¿Quienes lo harían? ¿Tú y yo? −preguntó ella desafiante, y agregó con doloroso sarcasmo− Y Constance, y el profesor Pearse... y Thomas,

supongo.−De seguro Clarke y MacDiarmada... ¡Y Connolly con su Ejército Ciudadano! Ellos están desesperados.−¿Y por qué MacNeill no quiere hacerlo?−Dice que no es ético movilizarnos si no fuera como réplica a una agresión previa.−¿Hace falta más agresión? ¿Acaso no son suficientes setecientos años de agresión?−Eso es evidente para nosotros, pero él y sus partidarios afirman que estamos en guerra.−¿Estamos? −dijo Amanda con ironía -−Amanda, legalmente estamos en guerra. Nos acusarían de traición.−¿Traición? No creo que sientas escrúpulos por "traicionar" a los ingleses.−Por supuesto que no. Pero sí por engañar a MacNeill.

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16 de Abril de 1916.

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Liberty Hall, 11.00 a.m.

Emily volvió a cambiar de posición sobre la silla, mientras recogía con un gesto rápido un mechón rebelde que había caído sobre sus ojos. Concentrada, tomaba

notas esporádicas sobre su vieja libreta, como cada vez que escuchaba a James Connolly. Junto al resto de los miembros del Ejército Ciudadano, había estudiado demanera sucesiva las insurrecciones del Tirol en 1809, Bélgica y París en 1830 y Moscú en 1905 en las reuniones de las últimas semanas, para analizar ejemplos reales delucha callejera. Y como en cada ocasión que escuchaba una de sus conferencias o leía uno de sus escritos, a ella le impresionó el profundo conocimiento histórico,político y militar de aquel hombre pequeño, barrigón y con un gran bigote que había nacido, al igual que todos ellos, en un tugurio; que al igual que ellos había crecidocon frío y hambre y que como muchos ellos había mentido sobre su edad para conseguir su primer empleo. Alguien que incluso, llevado como tantos por la conjunciónde la falta de puestos de trabajo y la necesidad familiar, había servido en el ejército británico. Y tras una noche en la que recibió la orden de custodiar a un hombreapresado por resistirse a la expulsión de sus tierras a causa del vencimiento de las rentas, había desertado.

“En el sentido militar del término” - preguntó Connolly a sus seguidores - “¿Qué es una calle?” Y tras hacer la pregunta, su brillante mirada recorrió el abarrotadosalón de Liberty Hall, el edificio sede del Sindicato Irlandés de Transportistas y Trabajadores. Todas las sillas se encontraban ocupadas e incluso una decena dehombres permanecían sentados en el piso y todos seguían sus palabras con atención absoluta. James Connolly, era un autodidacta que había aprendido a leer y escribirya adolescente, pero a pesar de ello, se conducía en sus conferencias y discursos con la naturalidad que le otorgaba el conocimiento de cada uno de los temas queabordaba. Y con la entera convicción de las ideas que defendía.

“Una calle es un desfiladero en una ciudad”- continuó explicando él, mientras gesticulaba con vehemencia, intentando hacer más gráficas sus palabras - “Undesfiladero es un paso estrecho a través del cual las tropas sólo se pueden mover por el estrechamiento de su frente, y por lo tanto, son un buen objetivo para elenemigo. Un desfiladero es también un lugar difícil para que los soldados maniobren, sobre todo si los flancos del desfiladero han sido tomados por el enemigo. Colocoun ejemplo, compañeros: Un puente sobre un río es un desfiladero cuyos lados están constituidos por el río. Una calle es un desfiladero cuyos lados están constituidospor las casas de la calle ¿Se comprende esto?” Los hombres que mantenían sus gorras en las manos callosas asentían, al igual que las muchachas de vestidos sencillos ysombreros de segunda mano.

Emily miró a su alrededor y concluyó que constituían una extraña milicia. Una donde lo único que sobraba era el entusiasmo. Un ejército cuyo primer uniformehabía sido una banda en el brazo derecho, celeste para los soldados y roja para los oficiales. Ahora, casi dos años después, casi nadie contaba con el equipamientomilitar correspondiente... ¡Que bien costaba lo suyo!, pensó ella, recordando también que se reunían y entrenaban sólo los domingos, el único día que tenían libre. Enverdad, se trataba sólo de medio día libre, pues en la mañana estaba la Iglesia, esa presencia a la que pocos se atrevían a desafiar faltando a la misa. Las frecuentesmarchas y ejercicios (que los Voluntarios también llevaban a cabo, con más gente y uniformes mucho mejores, para que negarlo, bien lo sabía por Jim) nos habíanconvertido en el blanco de numerosas burlas. Ni siquiera los ingleses nos tomaban en serio, a pesar que una madrugada nos habíamos atrevido a llevar a cabo un ejercicioen la zona aledaña al Castillo... Pero ¿acaso qué somos? unos cientos de obreros tan chiflados que habían aceptado que las mujeres que lo quisieran se unieran a laorganización en igualdad de condiciones, incluso llevando el mismo uniforme y el sombrero donde destacaba un broche de la Mano Roja del Ulster.

“Si el ejército toma una calle” - continuó explicando Connolly y ella volvió decidida a la libreta, intentando plasmar en un rápido bosquejo sus palabras - “y ésta seencuentra bien atrincherada y los insurrectos se mantienen con fuerza en las casas a ambos lados, estas casas deben ser asaltadas y tomadas una a una. Además, hemosvisto como una barricada de la calle colocada en una posición donde la artillería no puede operar a distancia es inexpugnable a los ataques frontales. Traer la artilleríaadentro un par de cientos de yardas, la longitud de la calle media, significaría la pérdida de la misma por las tropas en caso de enfrentamiento, incluso si estuvieranarmados con rifles... Hemos estudiado ejemplos suficientes”

Más que suficientes...pensó ella. Conocemos cada detalles de la insurrección de Moscú en 1905 ¡la terca ciudad donde los rebeldes habían resistido durante nuevedías a las fuerzas del Zar! “Ahora bien”, continuó exponiendo Connolly tras tomar un sorbo de agua, “la defensa de un edificio se rige por las mismas reglas. Cualquieredificio invicto es un grave peligro. Por lo tanto, la fortificación de un edificio fuerte, como un pivote sobre el que la defensa de una ciudad o pueblo debe girar, forma unobjeto principal de los preparativos de cualquier fuerza que defiende una posición, sea un ejército regular o insurreccional”

Ahora, sentada junto a la puerta, Emily ve pasar a su lado a Constance sabiendo que de seguro ella salía de la reunión para atender algún asunto urgente, tras undiscreto gesto de Connolly... No era raro, Constance Markievicz, a quien la prensa amarillista había colocado el apodo de la "Condesa Roja" y que era llamada por todos"Madame" era su mano derecha y un puntal del Ejército Ciudadano. Y esa mañana, en esa reunión donde las palabras de Connolly parecían dar a entender que elacontecimiento para el cual se habían estado preparando se avecinaba, Emily rememoró para sí misma el largo camino que habían recorrido.

Recordó aquella mañana de finales de agosto hacía ya casi tres años, cuando junto al resto de las trabajadoras de Jacobs, sacó su tarjeta de la unión sindical y sepuso en huelga. Al mismo tiempo, los conductores de tranvía abandonaron sus puestos con los vehículos abarrotados, pues ese día comenzaba la famosa serie decarreras de caballos en el hipódromo de la ciudad. Y nosotros, recordó ella, sólo queríamos que se nos pagara el mismo salario que a los obreros protestantes deBelfast, no los miserables nueve chelines que recibían los hombres y los siete que nos pagaban a las mujeres. Y tener sus mismos horarios, de diez horas, no las doce ocatorce que se trabajaban aquí. Y hacerlo en las mismas condiciones, no en esas antesalas del infierno que eran estas fábricas. Y tener el derecho de asociarnos en unsindicato. Un sindicato que nos amparara, ante la perenne zozobra del despido sin explicaciones en la que vivíamos... Un sindicato que fuera capaz de revertir el climade competencia por los puestos de trabajo que generaba esta incertidumbre, donde los únicos que ganaban eran los patronos, que contrataban al que aceptaba elsalario más bajo.

¡Por supuesto que la huelga significó la guerra!... Una guerra que se extendió por cinco largos meses y puso patas arriba nuestras vidas. De un lado, lospropietarios encabezados por el magnate William Martin Murphy, dueño de la compañía de tranvías, del "Irish Independent" y del Hotel Imperial entre otrasmenudencias y del otro, nosotros: unos veinte mil miserables que nos podríamos hacinados en los cuartuchos del centro de Dublín, liderados por Jim Larkin yempujados por Connolly.

Tres días después del inicio de la huelga, Larkin y cuatro más fueron detenidos y logramos que salieran bajo fianza. Se convocó además un gran mitin que elgobierno inglés prohibió. La falta de los escasos salarios ya se hacía notar y apareció o mejor dicho, aumentó el hambre... Nos atrincheramos en Liberty Hall yConstance fue de las primeras en comprar comida para el comedor que se instaló para las familias de los obreros en huelga. Ella dirigía la cocina y encabezaba latarea de servir las humildes escudillas de metal. Se convirtió en un apoyo incondicional, se hizo una de nosotros. Escondió a Larkin en su propia casa... y junto a unade sus amigas feministas, una joven instructora llamada Nellie Gifford idearon una manera de burlarse de Murphy. Lo hicieron entrar nada más y nada menos que almismísimo Hotel Imperial disfrazado de un clérigo que viajaba acompañado de su sobrina... que no era otra que la señorita Gifford.

Todos vimos a Larkin comenzar su discurso desde el balcón de la habitación que habían reservado, mientras miles de huelguistas llenábamos la calle Sackwille.Momentos después, llegó la policía y estalló el caos, entre porras, piedras y puños. No hubo quien no llevara un golpe, cientos terminamos heridos y hasta hubo unobrero muerto con el cráneo fracturado... ¡el pobre James Nolan!

Algunos comenzaron a hablar de abuso de la fuerza, mientras otros exigían aún mayor rigor... Dos días más después se derrumbaron dos casas en Church Streety la hipocresía de la burguesía de esta ciudad se hizo presente una vez más. Los periódicos mostraron un gran asombro cuando descubrieron que diez familias vivíanen una de ellas, y que habían cuarenta personas adentro en el momento de la tragedia. Los equipos de rescate sacaron sobrevivientes y cadáveres de bajo losescombros durante toda la noche. Por supuesto que la desgracia nos conmocionó, pero no nos asombró, pues así eran todas nuestras casas; así que más bien nosaterrorizamos porque comenzamos a temer que algo así podría sucederle a cualquiera. Aún hoy, porque seguimos viviendo en los cuartos de esas antiguas mansionescompartiendo un baño y una fuente de agua en el patio, con las paredes carcomidas por la humedad y techos sin décadas de reparación...

Al día siguiente, Murphy declaró que ningún miembro del sindicato podría volver a trabajar y que los que aún lo hacían, serían despedidos. No le escuchamos,

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estábamos ocupados llevando el ataúd de Nolan al cementerio acompañado de miles de personas. Los hombres se presentaron armados de porras y palos de hurling ylas mujeres bordeamos las calles del cortejo fúnebre tomadas de manos. Funcionó. La policía no se atrevió a tocarnos un cabello esa vez. Mentiría si no recordara querecibimos apoyo de algunas personas, de intelectuales, de entusiastas que visitaban Liberty Hall manifestándonos su apoyo y hacían donaciones. Se instaló un dichosoComité de Paz. A finales de ese mes, llegó un barco de Inglaterra, cargado de comida para nosotros enviada por sindicatos ingleses que también nos mostraban susolidaridad... Habían largas filas frente al edificio, tras las "Family Boxes"...

Fue por esos días que comenzamos a hablar de la necesidad de una fuerza armada, una fuerza nuestra, que nos permitiera defendernos de los desmanes de lapolicía. A esas alturas las cosas se ponían peores si es que eso era posible, el gobierno trajo miles de trabajadores de Inglaterra para ocupar nuestros puestos y lapolicía atacó nuestras reuniones y allanó nuestras casas. Muchas personas fueron heridas y dos más cayeron en las calles de la ciudad: uno, muerto a golpes y otra,una chiquilla de catorce años, muerta de un disparo cuando salía de Liberty Hall con una de esas cajas de comida... muchos más fueron encarcelados.

A mediados de Noviembre, Connolly nos informó que ya todo estaba listo y que un ex militar, el Capitán White, nos entrenaría. Tuvimos nuestra primera reuniónen Croydon Park y de las trescientos personas que nos presentamos, cincuenta éramos mujeres. Rosie y yo estuvimos allí, junto a otras que ahora están en este mismosalón, escuchando a Connolly. Constance, por supuesto, había sido de las promotoras del asunto y la sosegada Dra. Lynn, que había atendido a tantos de nuestrosheridos, se ofreció a darnos clases de primeros auxilios. Allí estuvieron también su compañera Madeleine Ffrench - Mullen, Helena Molony y la simpática señoritaGifford.

A todas estas, la huelga se extendía y el gobierno británico decidió al fin solicitar un informe al respecto. En él se llegó a la conclusión, de seguro cierta, de queambas partes mantenían en ese momento posturas irrazonables. A principios de año dejaron de llegar los barcos de solidaridad de Inglaterra y Murphy propuso quelos trabajadores que firmaran un documento repudiando su afiliación al sindicato podrían regresar al trabajo. Finalmente, comprendimos que no podíamos ganar labatalla y los líderes nos recomendaron volver a las fábricas. Algunos lograron hacerlo sin necesidad de la firma y debo decir con orgullo que la condenada FábricaJacobs fue la última en reabrirse. Pero a algunos, como a Rosie, eso no se les permitió... y a otros, como a mí, nos echaron unos cuantos meses después.

Así habíamos llegado aquí, con tanto esfuerzo... y quizás por ello, a diferencia de los Voluntarios, en el Ejército Ciudadano no habían secretos. Aunque nadie lohubiera dicho, todos asumíamos que se preparaba una insurrección y tomábamos las previsiones para ello. Ahora, Connolly nos alertaba sobre el futuro:"¡Compañeros! -decía- saldremos a la calle y nos uniremos a los Voluntarios por razones tácticas... pero una vez alcanzada la victoria, no guardaremos nuestro fusil.¡No podemos confundirnos!” - decía con exaltación - “los Voluntarios son una expresión de la burguesía y debemos permanecer atentos, pues nuestra tarea notermina con la independencia política, es menester lograr también nuestra independencia económica. Lograr el control de los medios de producción y suprimir laopresión de la clase obrera: esas son nuestros mayores aspiraciones. Hacer de Irlanda una República Socialista, una República de los Trabajadores. Intentaremosconvencerlos de que el concepto de una República Socialista está en consonancia con los ideales democráticos de los republicanos del pasado: los Irlandeses Unidos,la Joven Irlanda y los Fenianos. Una República Socialista no es más que la aplicación del principio democrático del ideal republicano ¡La causa de los trabajadores esla causa de Irlanda, la causa de Irlanda es la causa de los trabajadores! No pueden existir incompletas. Irlanda busca la libertad. Los trabajadores queremos unaIrlanda libre, dueña y señora de su propio destino, con un pueblo único propietario de todos los recursos dentro y sobre su suelo ¡Nosotros, los obreros, lucharemospor liberar la nación de la dominación extranjera, como el primer requisito para el libre desarrollo de de nuestra clase!”[3]

Hubo fuertes aplausos y unos cuantos hurras. La conferencia había terminado con esas palabras y quedaba claro que el momento de la verdad se acercaba. Denada me serviría comentárselo a Jim, pues él como buen miembro de los Voluntarios, no sabía nada más que las órdenes que recibía. Y lo poco que sabía no lo decía.Ni siquiera a mí, sino era necesario. Ahora, izaríamos nuestra bandera en Liberty Hall. En un gesto de desafío y de la mano de Mollie O`Reilly, una de las más jóvenesde nuestros miembros, la "Starry Plough" se elevó por encima de nuestras cabezas. Sobre el verde republicano, el arado que simbolizaba la tierra y el trabajoondeaba en el cielo de Dublín rodeado por las estrellas... y nosotros creímos que tal como lo dijo Connolly "al menos ese pedazo de cielo irlandés donde ondeabanuestra bandera era libre".

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Jueves Santo, 20 de Abril de 1916.

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St. Enda's School, Rathfarnham 8.00 p.m.

Las ruedas del auto traqueteaban sobre los guijarros del camino que llevaba desde el centro de la ciudad a Rathfarnham. Eoin MacNeill se revolvió incómodo dentro

del abrigo, intentando calmarse. Su carácter reflexivo le obligaba a buscar la expresión más serena y las palabras más adecuadas para enfrentarse a la delicada situación.Pero estaba furioso y además, tenía que reconocerlo, bastante decepcionado.

Hacía sólo una hora dos miembros de los Voluntarios, aquella organización que él dirigía, habían estado en su casa para contarle que Patrick Pearse, ThomasMacDonagh y Joseph Plunkett estaban enviando órdenes para unas sospechosas maniobras el Domingo próximo ¡Y a él! ¡Ni una palabra! No podía negar que lo habíasospechado, sobre todo desde Enero, cuando Patrick encabezó una apurada serie de maniobras, ejercicios y concentraciones en todo el país. Y esa extraña exhibición quehabía sido el desfile del día de San Patricio... En esos días le había preguntado qué significaba todo aquello y él respondió que sólo se trataba de entrenamientos ¿Cómono pudo darse cuenta de que mentía? El número de este mes del periódico de los Voluntarios confirmaba la convocatoria de las dichosas maniobras para apenas dos díasdespués: El Domingo de Pascua, 24 de Abril. Esas eran las órdenes que se estaban propagando por todo el país.

Estaba furioso. Con todo. Con todos. Llevaba en su chaqueta una copia de ese... papelucho que le había hecho cometer tantas tonterías durante esos últimos días.Apenas el miércoles, había llegado a sus manos aquel escrito, que se suponía era una copia de órdenes del Castillo. Recordó el profundo impacto que sintió al leerlo,pues temió por las imprevisibles consecuencias de esas próximas acciones de las autoridades británicas. Era evidente que los Voluntarios debían resistirse al arresto...¡Para ese tipo de cosas se habían armado! ¡Y quién sabe cómo reaccionarían los sindicalistas! Lo más probable era que todo se convertiría en un motín descontroladomuy lejano del ordenado enfrentamiento que habían previsto como último recurso. Era cierto, él había sido el principal impulsor de la idea de prepararse para la luchaarmada y el artífice de los Voluntarios, sobre todo después de que los unionistas del Ulster comenzaran a acumular armas y entrenarse. Tal como tituló un artículo quepublicó en esos días, Eoin MacNeill consideraba que "El Norte había comenzado".

Pero ¿Cuándo? ¿Cuándo actuar? Él creía que debían arriesgarse a una acción armada sólo cuando las condiciones estuvieran dadas. Sostenía además, que resultabademasiado comprometedor involucrarse en un conflicto con los ingleses cuando miles de irlandeses estaban luchando en las filas del ejército británico. ¿Qué pasaría conellos si en Irlanda había una rebelión?... ¿Tomarían acaso los ingleses represalias contra los irlandeses en sus filas si ello sucediera? ¿Y qué pensarían sus familiares aquí?Era mucho más prudente esperar por tiempos mejores. Por otro lado, estaban también, las peculiares circunstancias que la guerra había traído consigo. Era cierto quedurante los últimos tiempos de estos siete siglos de ocupación, los republicanos habían mantenido la creencia de que "los problemas de Inglaterra eran las oportunidadesde Irlanda", así que la guerra significaba un momento inmejorable para una insurrección.

Roger Casement, un antiguo miembro del Servicio Exterior convertido al nacionalismo estaba tan convencido de eso, que se había dado a sí mismo la tarea dematerializar el apoyo del gobierno alemán. A través de ellos, sostenía, obtendrían un importante cargamento de armas y una incursión naval a Inglaterra en la fecha enque se acordaran las acciones en Irlanda. El año pasado, habían decidido enviar a Joseph a Berlín para que les trajera información de primera mano acerca del estado delas negociaciones de Casement. A fin de cuentas, él no pertenecía a los Voluntarios y su pasado de funcionario del Servicio Exterior era demasiado reciente.

Dos meses después, a su regreso, Joseph aseguró que a pesar de lograr convenir muchas menos armas de las que necesitaban, los alemanes las enviarían en la fechaprevista. Una insurrección en la más próxima de sus colonias era una distracción británica que las fuerzas alemanas bien sabrían apreciar. Poco después, Joseph habíaestado también en América, conversando con los dirigentes de Clan na Gael y a Eoin le constaba que las comunicaciones eran fluidas y el dinero para las armas estaballegando puntualmente ¡Dios mío! Él había confiado el manejo de ese delicado triángulo a la habilidad de Joseph, del mismo modo que había dejado en las manos dePatrick y Thomas MacDonagh la dirección de las diversas brigadas distribuidas en todo el país. Les había entregado la organización y él se había convertido en undirector decorativo.

Había confiado en ellos pues los consideraba sus iguales... ¡Y ahora! ¡Ahora! Ahora se había enterado de que lo habían engañado como a un tonto. Quizás ahorafuera un objeto de burla para ellos. Pero no era capaz de imaginar algo así. Los conocía... O al menos eso creía. Durante años había tenido a Thomas como colega en laUniversidad y siempre lo apreció como un amigo y un académico de prometedor futuro. Había colaborado con Patrick, cuya pasión por el idioma gaélico y la antiguacultura compartía, como profesor y conferencista invitado a St. Enda´s... Sus propios hijos estudiaban allí. Había apoyado a Joseph con el "Irish Review", puesadmiraba la fuerza de voluntad que mostraba ante su enfermedad y lo consideraba un escritor talentoso, alguien de quien lo mejor estaba por venir. ¡Y esos eran los treshombres que lo habían engañado! Hoy, había descubierto que el "Documento" que Joseph había sacado a la luz y distribuido entre varios periodistas y miembros deorganizaciones nacionalistas era falso, se trataba sólo de un medio para manipularlo a favor de la locura que se había apoderado de sus antiguos compañeros.

¿Por qué? ¿Por qué habían hecho algo así? Eoin intentaba racionalizar el asunto para no dejarse llevar por su ira. Bajó del coche y tras pedir al chofer que loesperara, caminó algunos metros por el sendero, oloroso por las primeras flores de la primavera. Vio el desvío que conducía hacia la casa que otrora del guardaparques,había sido el hogar de Thomas MacDonagh antes de casarse... por un momento pensó que quizás fuera mejor regresar a Dublín y hablar con él antes. Dudó por unsegundo y siguió adelante. No podría asegurar que no iba a tener una escena desagradable con él ante Muriel y los niños. Y ella había sido tan amable cada vez que losvisitaba.

Ya estaba frente a la puerta principal y sabía que la luz encendida era la del despacho de Patrick, que se encontraba justo al entrar, a la derecha. Dió tres golpessecos a la puerta. Patrick abrió de inmediato y cuando se encontraron frente a frente los deseos de Eoin de mantener la mesura se fueron al traste. Tras cuatro grandespasos a través de aquella amplia habitación pintada de verde avellana, lo arrinconó frente a la mesa.

−¡Estás preparando una insurrección! −exclamó, sin ni siquiera detenerse en la formalidad de un saludo.Patrick palideció. Estaba mudo. Incólume.−¿Acaso no tienes nada que decir? −insistió Eoin.−¿De qué estás hablando? −respondió Patrick, modulando cada palabra.−De las órdenes que tú y tus amigos han dado para el Domingo.−¡Ah! ¿Las maniobras? −replicó él, tras un momento de silencio, en tono de poca importancia - Las órdenes son para efectuar maniobras especiales el Domingo.Eoin no podía creer que Patrick tuviera tal habilidad para la mentira. Lo desconocía por completo.−Maniobras muy especiales... ¡Una insurrección! ¡Tú, Thomas y Joseph están preparando una insurrección!Patrick se volvió de espaldas, y permaneció de pie ante la ventana un breve instante, mirando absorto la bruma sombría que cubría el jardín. Luego, de nuevo frente

a MacNeill y sin expresión alguna en su voz, le preguntó−¿Qué pruebas tienes de eso?−Dos oficiales fueron hasta mi casa a decírmelo. Ustedes han enviado despachos a todo el país: equipamiento completo, arma de reglamento con sus municiones y

comida para un día. ¿Qué demonios pretenden?Patrick continuó mirándolo en silencio. Eoin pensó que siempre le había desagradado esa mirada vacía que él mostraba en ocasiones. ¿Estaba allí? Tanta

impasibilidad le exasperaba.−Y además diste órdenes para cortar los rieles del tren que viene desde Bray −continuó− Y como si faltara algo más... ¡Esto!− exclamó Eoin lanzando una copia del

"Documento del Castillo" sobre la mesa.−¿Qué hay con eso? Son las órdenes del Castillo. Ahora podrás comprender que debemos adelantarnos a ellas...−Es falso −dijo MacNeill cortante, interrumpiéndolo -−¿Falso? Eso es imposible.−Es falso. Es un invento. ¡Tú y Thomas pasan por encima de mi autoridad y envían despachos a las brigadas de todo el país y Joseph se da a la tarea de difundir

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una sarta de mentiras!... ¿En qué clase de rufianes se han convertido? ¿O acaso siempre lo fueron?−Contrólate, Eoin −dijo Patrick, apoyando ambas manos sobre la madera pulida de la amplia mesa− Sí, enviamos los despachos a causa de lo que se dice aquí. Es

imposible no adelantar nuestros planes de insurrección. Si me permites parafrasearte, "Inglaterra comenzó"−No te burles de mi, Patrick ¡No más! −gritó McNeill, dando un puñetazo sobre la mesa− Estuve toda la semana como un estúpido confirmando estas

informaciones... ¿Y sabes qué? Descubrí que son una hermosa colección de medias verdades.−Joseph sería incapaz de hacer algo así, de publicar algo falso... ¡Si se pasa días enteros revisando las contribuciones de la revista detalle a detalle! −se atrevió a

agregar Patrick con una mueca que intentó disfrazar como una conciliadora sonrisa.−¡Pues se ha convertido en un editor de folletines! ¡Y tú y Thomas en unos condenados traidores! Quiero que sepas que haré todo lo posible por detener esta

locura. Ni una bala será disparada en una calle de este país si puedo evitarlo.−Ya no... Eoin... Ya no... −susurró Patrick moviendo la cabeza -−¡Haré cualquier cosa! Te advierto que haré cualquier cosa para detener esta locura... ¡Excepto ir al Castillo! ¡Tenlo muy en cuenta!MacNeill salió de la habitación con la misma brusquedad que había entrado. Y justo ante la puerta, al ver la tímida luz que venía del final del pasillo principal de la

escuela, desde aquella escalera que llevaba a las habitaciones de los estudiantes en el segundo piso, agregó−Y no hace falta decir que mis hijos no volverán aquí después de Pascua.

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Viernes Santo, 21 de Abril de 1916.

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St. Enda's School, Rathfarnham 10.00 a.m.

Winnie entró en la biblioteca de St. Enda´s intentando no inclinar su torso delgado hacia adelante, como solía hacer al caminar. No quería parecer demasiado

ansiosa. Frente a ella, encontró una pared cubierta por completo de estanterías de caoba y al pasear su mirada curiosa concluyó que nunca había visto reunidos tantoslibros en gaélico. Más allá, sobre la mesa, numerosos papeles de todo tipo y tamaño, entre los que destacaban una serie de planos de la ciudad. Ninguno de los seishombres que se encontraban reunidos a su alrededor pareció advertir su llegada. El Consejo Militar de la Hermandad Republicana Irlandesa. El secreto de los secretos.Los nombres por los que cualquier informante pagaría. Y pagaría aún más por sus palabras, y por aquellos planos y las anotaciones que cubrían toda la mesa, por lalista de los lugares donde se guardaban armas... y por la lista de los responsables de los grupos de Voluntarios, el Ejército Ciudadano, Cumman na mBan y Fianna nahÉireann.

Los miró con detenimiento y sólo reconoció la cabeza canosa, el amplio bigote y los anteojos de Thomas Clarke, la imagen que había recorrido toda Irlanda durantesus quince años de cárcel, como un símbolo de la resistencia republicana. El resto, le asombró por su juventud. Ella había supuesto que allí todos rondarían unacincuentena más o menos avanzada, como Clarke y Connolly, pero el resto de ellos parecían andar más bien por los treinta. Incluso, miró a quien parecía decir algo enrelación a uno de los planos, un hombre joven con apariencia de aristócrata. ¡Así que estos eran los conspiradores! Aquellos por quienes había dejado a sus hermanos enBelfast y había venido a Dublín tras recibir un telegrama de Connolly hacía apenas una semana. A un lado de la ventana, una bandera tricolor, un símbolo prohibido.

Connolly se adelantó y dijo en voz alta, para que todos pudieran oírlo:−Traje a mi secretaria de mis tiempos de Belfast, la señorita Winnifried Carney de quién ya les he hablado. Ella transcribirá las órdenes de movilización. Es de mi

absoluta confianza.Todas las cabezas masculinas asintieron con cortesía, mientras ambos se acercaban a la mesa. Entonces, él fue presentándolos, nombrándolos, comenzando por la

silla más distante del extremo de la mesa. Ella intentó asociar un rasgo particular a los nombres de cada uno en su memoria, como solía hacer con las numerosas personasque buscaban a Connolly en Belfast para recordarlos. Era un truco infalible.

−Eamonn Ceannt.Una expresión dura y un bigote engominado. ¿Por qué los hombres tendrán que engominarse el bigote?, pensó. Le parecía una costumbre espantosa.−Thomas MacDonagh.Una de las sonrisas más sinceras que había visto jamás. De seguro, concluyó ella, no era un hombre de ciudad.−Sean MacDiarmada.¡Por Dios, qué ojos tiene!... pero era una mirada que esas que desnudaban, o más bien, que acariciaban.−Thomas Clarke.A éste ya lo conocía, su cara la conoce todo el país.−Joseph Plunkett.El aristócrata. Es tan evidente que ha pasado gran parte de su vida encerrado en una biblioteca.−Y Patrick Pearse.Patrick Pearse. ¡Patrick Pearse! Así que este era el profesor Pearse. Un rostro de belleza clásica, el cabello oscuro hacia atrás, la frente despejada, una nariz

perfectamente delineada, los labios finos, un pequeño defecto en el ojo derecho que lejos de afearlo, convertía aquel conjunto estatuario en un rostro real. Y una vozprofunda, grave, pausada.

Lo supo desde ese instante, jamás olvidaría a Pearse. Y él ni siquiera le había dedicado una sonrisa.Sean MacDiarmada se adelantó a sacar la silla para ella. A pesar de su bastón de lisiado era un perfecto galán, que seguía sonriendo tras su profunda mirada azul.

Lo obvió, concentrándose en no volverse a mirar de nuevo a Patrick Pearse. Winnie pasó su mano derecha por el cabello castaño que peinaba siempre tratando deesconder sus orejas, pues desde niña su madre la había convencido de que eran muy grandes. Y luego, nerviosa, su mano izquierda fue hacia la medalla de la virgen quependía de su cuello, quedándose un instante sobre el discreto, discretísimo escote. Levantó su nariz respingada y sacó la máquina de escribir de la funda. Pero no podíaevitarlo, no podía dejar de mirar a Pearse. No, mejor, a Patrick. Patrick. Patrick. Patrick, comenzó a repetir ella en su mente como una letanía. Era increíble como unnombre tan común podía adquirir una sonoridad desconocida. El más joven del grupo, Joseph, empezó a toser, apretando un pañuelo contra la boca. Luego, se levantóde la mesa y caminó hacia la ventana abierta. Nadie pareció inmutarse y ella siguió su ejemplo, a pesar de que le inquietó escuchar lo difícil de su respiración cuandopasó a su lado. Patrick también se levantó y siguiéndolo, le dijo algo en voz baja, de pie frente a la ventana. Luego de ese minuto eterno, MacDiarmada preguntó.

−¿Y al fin que haremos con MacNeill?−No lo sé −afirmó Patrick con desdén− Lo que ustedes hicieron fue una locura. Una absoluta locura.- Las informaciones son ciertas, lo sabes −afirmó Joseph con una firmeza que contrastaba con su apariencia de fragilidad -- Pero el documento no −replicó Patrick del mismo modo mirándolo a los ojos, alzando un poco su rostro hacia el de Joseph, que mucho más delgado, era también

algo más alto. Ambos hombres parecieron medir sus posiciones en silencio y una tensión inusitada se extendió por la habitación.Winnie, por su parte, miró a Joseph con desagrado. Aquellas escasas palabras le revelaron que él hablaba un inglés impecable, exento del acento que tan bien

caracterizaba a sus compatriotas. Reconoció además, no sabía si en sus gestos, o en su forma de vestir, o en ambas cosas, un refinamiento que no coincidía en loabsoluto con su idea de un militante nacionalista. Winnie estaba demasiado acostumbrada al hablar áspero y a las maneras bruscas de los sindicalistas para simpatizarcon ese jovencito altanero y pálido. Joseph Plunkett no le generaba ninguna confianza, concluyó.

−Mi gente en el Castillo lo confirmó todo −intervino de inmediato Thomas Clarke, tratando de conciliar la situación− Habían varias órdenes de detención yallanamiento y la idea original era robarlas; pero después al adelantar los planes descubrimos que se trataba de un riesgo inútil e innecesario. Uno de los agentes copióextractos de todas las órdenes.

−Y entonces a mí se me ocurrió redactar un único documento e imprimirlo nosotros mismos −continuó Sean MacDiarmada− Y le pedí ayuda a Joseph que trabajacon esas cosas y tiene una imprenta casera. Eso fue todo.

−Así suena muy bien, pero MacNeill grita ahora a los cuatro vientos que lo engañamos como una banda de rufianes. Dice que nos ha perdido el respeto... ¡Porfavor! −exclamó Patrick subiendo su voz progresivamente de tono− ¡Eoin MacNeill, director de los Voluntarios y profesor invitado de esta escuela durante tantos años!

- ¿Y qué pretendías Patrick? −replicó Joseph molesto− Hace unos días, tú mismo afirmaste aquí que MacNeill no estaba dispuesto a dar una orden de insurreccióna los Voluntarios. Y concluímos además que sin la participación de los Voluntarios es imposible.

- Y por eso, no se contentaron con agrupar todas esas órdenes en un único documento ya de por sí bastante tendencioso, sino que además le dieron su "toque deoriginalidad".

−Alguien dijo una vez que el fin justifica los medios. Además, soy editor −agregó Joseph con la refinada ironía que era la máxima expresión de su enojo.−¡No seas sarcástico!… −gritó Patrick al fin.−¡Vaya que se crean complicaciones! −exclamó a su vez Clarke, asustado por la vertiente que estaba tomando la discusión− Excepto MacNeill y Hobson, acá está

la directiva de los Voluntarios en pleno. Dirección de Organización, Operaciones, Comunicaciones, y la División de Dublín - afirmó señalando a Patrick, Joseph,Eamonn y Thomas respectivamente.

−Sí −afirmó Thomas MacDonagh, uno de los pocos que parecía mantener la calma ante la afirmación de Clarke− podríamos ratificar las órdenes de movilización

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pero MacNeill lleva la dirección de la organización, él continúa siendo el Presidente de los Voluntarios.−O al menos eso cree −dijo MacDiarmada, suspicaz, como siempre.−¿Qué quieres decir? ¿Acaso sugieres que tomemos la riendas del asunto? −preguntó Pearse− ¿Que obviemos a MacNeill y a Hobson?−¿Queda alguna otra opción? Ya la rebelión casi es pública... sabemos que están a punto de arrestarnos... ¿Qué más podemos hacer? −apuntó Thomas Clarke, con

su pipa en la mano.−Llevamos dos años preparando esto... si tengo que escoger entre ser arrestado sin haber podido intentar nada, o ser arrestado intentando, yo prefiero arriesgarme

−insistió Joseph, apoyado en el quicio de la ventana.De nuevo, volvió ese incómodo silencio.

¡Al demonio!, pensó Connolly...¿Con qué clase de tipos se había implicado? ¿Habría sido un error unirse al Consejo Militar? ¿Acaso debió haber permanecido

sordo ante el entusiasmo de MacDiarmada, la voluntad de Pearse y la lucidez de Joseph en esa reunión de Enero? ¿Debió haber continuado con su tan pequeño comoaguerrido Ejército Ciudadano? Le resultaba casi insólito que fuera a Joseph, el nacido en la ostentosa Fitzwilliam Street, aquel joven cosmopolita que llevaba en susmanos más acostumbradas a la pluma que a las armas aquel extraño anillo celta que le regalara su aún más extraña novia, a quien sintiera más cercano a sus propiossentimientos. Él, y Sean MacDiarmada, que ¡Por Dios! usaba un bastón, eran los únicos que parecían estar convencidos de pasar a la acción. Quizás, ThomasMacDonagh, que con su natural afabilidad escondía su rostro de cualquier otra expresión, también pensara lo mismo...Ceannt, como siempre, se mostraba cuando menosimpenetrable. Pearse tenía miedo del enfrentamiento con MacNeill, de eso no cabía ninguna duda. No lo culpaba, él también habría deseado que todos los republicanosestuvieran de acuerdo con una línea de acción. Pero nunca había sido así, no en Irlanda. La división había sido una constante entre las numerosas organizaciones en lalarga historia de rebelión.

Desde su extremo de la mesa, los ojos castaños de Winnie, casi negros bajo el armonioso arco de sus cejas, parecían decirle que nada podría resolverse con estagente. Incluso, le pareció ver su cabeza moviéndose en una negación casi imperceptible. Sin embargo, sus manos de largos dedos continuaron hábiles sobre el teclado dela máquina, con una aparente indiferencia. Clap, clap, clap. Aquel sonido sordo iba a volverlo loco. Era tan similar al martilleo de la duda en su mente... clap, clap, clap.

−Aquí todos hemos conspirado a espaldas de MacNeill −dijo Joseph intentando disminuir la tensión− Sabíamos que este momento iba a llegar.−¡Creí que podríamos convencerlo! −exclamó Patrick.−Pues no fue así −replicó Joseph−. Y ahora no nos queda más que asumirlo.−Joseph tiene razón. ¿Vamos a hacer esto o no? −preguntó Thomas MacDonagh− Creo que ya estamos lo suficientemente expuestos como para cambiar los

planes. Aquí los siete estamos arriesgándolo todo.

Patrick paseó su mirada por la habitación, y por primera vez en esos días no se sintió solo. Aunque sintiera que sus compañeros, bien con sus palabras, bien consus silencios lo empujaban a un abismo ¿Pero acaso su deseo no había sido otro que entregarse a ese abismo? ¡Claro! Pero no de esa manera oscura, contaminada deintrigas y engaños, sino como caballeros, como honorables combatientes, como los míticos fianna, los soldados de Finn.

Miró los ojos de cada uno y en todos encontró asombrado la entrega a esa terrible decisión. Tras todo ese tiempo en el que tantas veces les había hablado sobre lanecesidad del sacrificio, la obligación de una acción tan sublime que despertara a sus compatriotas de la inacción, lo había logrado. Y al final, en una furtiva mirada a esamujer que mecanografiaba órdenes con el rítmico traqueteo que había servido de fondo a aquella difícil conversación, encontró la única mirada que lo confortaba. Aquellamirada fue un abrazo silente. Al fin, había hablado el loco y ellos habían decidido escucharlo ...“Puesto que los sabios no han hablado, yo digo que sólo soy un loco; Unloco que ha amado su locura, Sí, más que los hombres cuerdos sus libros o sus casas o sus plácidos hogares”[4]...

Connolly, desde su esquina de la mesa, también sintió que la decisión había sido tomada. Pero sólo sonrío irónicamente, tras notar sorprendido la intensidad de la

mirada de Winnie; y adivinando, pues la conocía como nadie, sus más profundas intenciones... Ahora su fiel secretaria le mostraba una faceta desconocida, conmovidahasta los huesos nada más y nada menos que por Patrick Pearse.

−Además, le aseguraste a MacNeill que no se suspenderían las "maniobras especiales" - escuchó decir a Clarke -−No se suspenderán −afirmó Patrick− Deseo hacer esto como ninguna otra cosa en mi vida.−Creo que todos compartimos ese sentimiento −dijo Thomas MacDonagh− Por eso estamos aquí ¿No?−¿Hay algo más que alguien quiera agregar? −inquirió Patrick.−Si nuestra decisión es continuar, debemos pensar que será lo próximo que hará MacNeill −dijo MacDiarmada apoyando sus manos con fuerza sobre el bastón.

Sus claros ojos azules miraban sin vacilar hacia adelante, como cada vez que se concentraba en una idea.−Dijo que haría cualquier cosa para detenernos, excepto ir al Castillo −afirmó Patrick.−Entonces, hay que pensar en quienes seguirían sus órdenes, en caso de una confrontación directa −agregó Clarke -−Tienes razón, consideraré uno a uno a mis subordinados −dijo MacDonagh− Deberíamos sincerar el número de combatientes con los que contamos.−Así como el de armas y casas seguras −continuó Joseph− yo también comenzaré a hacerlo de inmediato.−Todo eso está muy bien, y es necesario - intervino MacDiarmada −pero hay algo, o mejor dicho alguien, que me preocupa más: Bulmer Hobson.−Lamento estar de acuerdo −afirmó Ceannt− Hobson podría hacer mucho daño al momento de distribuir estas órdenes que confirman la movilización −dijo

señalando a Winnie mientras explicaba− ¿Qué pasaría si MacNeill no cambia su postura? Hobson le es incondicional.−También le es incondicional a Constance −sugirió Clarke – trabajaron juntos en la organización de Fianna na hÉireann− ¿Acaso ella sería capaz de

neutralizarlo?... Esto suponiendo que obviamente, Constance nos siga.−Estoy seguro que Constance, con las chicas de Cumann y los muchachos de Fianna nos seguirán −intervino Connolly, al fin− Son más fieles a sus convicciones

que muchos hombres. Ahora bien, no sé cuán efectivo pudiera ser pedirle a ella que controle a Hobson. Él tendría que escoger entre dos lealtades.−Así es −continuó MacDiarmada− Y yo no me arriesgaría a su elección. Hay que silenciar a Hobson.−¿Qué quieres decir? −intervino MacDonagh asustado− A pesar de todo es un compañero, está de este lado.−Lo sé, Thomas. No le haremos daño; sólo lo mantendremos bien guardado.−¿Un secuestro? −preguntó Patrick.−Si quieres darle ese nombre... −sugirió Clarke. James, desde su esquina, volvió a sonreír bajo su poblado bigote... de seguro así planearon mi propio secuestro, pensó. Y de nuevo cuestionó si era prudente seguir

confiando en ellos. Su eterno dilema. −Esto cada vez me gusta menos...−C'est la guerre, Patrick −afirmó MacDonagh− Cuando la bandera tricolor ondee en todo el país, lo sacaremos de donde quiera que sea que lo lleven sin un solo

rasguño.−Eso es lo que propongo −repitió MacDiarmada.−¿Alguien opina algo más? −preguntó Patrick -−Que es horrible, pero necesario −dijo Joseph− Y creeme Patrick, tampoco me gusta mucho tener que adoptar esta decisión.−¿Eamon?−Suscribo por completo las palabras de Joseph.

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−¿Connolly?−Es necesario.−Entonces está decidido... ¿Quién se encarga?−Nosotros -apuntó Clarke −la Hermandad tiene experiencia en estas cosas. ¡Vaya que si las tiene!, pensó Connolly.

−Muy bien. Está decidido −repitió Patrick− Ahora, volvamos a MacNeill ¿Qué vamos a hacer con él?−Yo creo −intervino Connolly de nuevo, cauteloso− que podría intentarse conversar. Incluso para dar una última oportunidad antes de actuar con "lo de" Hobson.−Estoy de acuerdo, pero ¿quién hablará con él? −dijo Patrick− Ha dicho que no aceptará reunirse conmigo, ni con Thomas, ni con Joseph.−¡Ah caramba! Hubo discusión de intelectuales −se atrevió a bromear Clarke.−Digámoslo así −respondió Patrick a quien el comentario de Clarke le resultó divertido, relajándose un poco− Se siente ofendido...−Yo lo haré −interrumpió MacDiarmada-−¡Tú! −exclamó Patrick− ¡Si apenas lo conoces!−Precisamente por ello. Así no sentiré la menor vergüenza por insistir lo necesario. Haré lo que sea para convencerlo. Debemos obtener alguna garantía de que no

desmovilizará a los Voluntarios.−Eso es indispensable −reconoció Patrick− ¿De verdad crees que podrás hacerlo?−No tengo ninguna duda de ello. Y así fue. Esa tarde del viernes trajo consigo ocupaciones para todos. Apenas terminada la reunión, Thomas MacDonagh, Eamonn y Joseph acudieron a la sede de

los Voluntarios para distribuir las órdenes de movilización que Winnie había terminado de mecanografiar y Patrick había firmado, pues debían organizar el envío de losmensajeros a las diferentes provincias. Thomas Clarke, por su parte, tampoco tenía tiempo que perder: necesitaba ubicar a los miembros de la Hermandad necesariospara secuestrar a Bulmer Hobson lo más pronto posible.

Por su parte, tal como lo había prometido, Sean MacDiarmada acudió a la casa de Eoin MacNeill y tras revelarle que el barco con las armas alemanas debíadesembarcar ese mismo día en Banna Strand y que ello además, estaba sincronizado con alzamientos simultáneos en las principales ciudades y poblaciones del país,logró obtener de él la promesa de que no intervendría más en contra de los planes de sus compañeros. Pero, aseguró MacNeill con gravedad, lo harían sin suparticipación... no se uniría jamás a esa irresponsable agitación. Eoin, moviendo suavemente la cabeza mientras escuchaba a MacDiarmada, había decidido para susadentros mantenerse informado y seguir los acontecimientos en un alerta silencio. Sin embargo, para Sean sus palabras fueron más que suficientes: el peligro internohabía sido superado.

Esa tranquilidad les duró muy poco. Apenas horas después, a finales de la tarde, Adrián O'Connell entraba a la sede de los Voluntarios para entregarle unpreocupante mensaje a Joseph, un mensaje que sólo podía revelar en persona y de viva voz... la gravedad del asunto hacía necesario olvidar todos los seudónimos y losintermediarios: sin explicación alguna, la entrega de aquel "gran" cargamento de armas proveniente de Alemania en el que habían trabajado durante meses a ambos ladosdel Atlántico, había fallado.

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Fitzwilliam Street, 10.00 p.m.

Amanda intentaba escribir una respuesta a la carta que había recibido de Andrew Reynolds, el último de los episodios de la ya olvidada discusión entre ambos, en

aquella pequeña habitación del segundo piso que había convertido en una mezcla de salón, estudio y biblioteca. Miró fastidiada las estanterías donde no cabía un libromás, recordando que debía organizarlas con urgencia, pues en ellas, sus pesados volúmenes de medicina se alternaban con las delicadas poesías de los románticosingleses, las últimas novedades de sus amigos de la Liga Gaélica, los diccionarios de francés y alemán e incluso esa condenada gramática irlandesa que ThomasMacDonagh le había regalado cuando intentó asistir a sus lecciones, tratando de seguir infructuosamente los avances de Joseph ...Taim, yo soy; Tair, tú eres; Tasé, éles. ¡Debo ser la nacionalista con peor irlandés del país!, pensó, sonriendo divertida ante sus dificultades con el idioma. Aunque podría competir con Constance y deverdad no sabría cual de las dos es peor; continuó, logrando reírse sola de su ocurrencia.

Ella levantó otra vez la mirada, contemplando las flores que Andrew le había enviado y recordó que debía abrir un poco más las cortinas en la mañana, para que latibia luz de primavera hiciera destacar su belleza. Sus dedos tamborileaban sobre el escritorio cuando escuchó unos golpes a la puerta de la entrada, e intrigada esperópor quién podría venir a esa hora de la noche. Brigid, tras un pequeño retraso, abrió, aunque era tarde; pero al parecer ella también cada vez se le hacía más difícil dormir.Joseph entró, con un extraño portafolios, de esos que usan para llevar planos. Traía además un abrigo muy grueso y una bufanda, que no había dejado en el vestíbulo ya Amanda le preocupó verlo tan abrigado. No hacía más frío del habitual.

−¿Cómo estás? −preguntó él.−Tratando de escribirle una respuesta aceptable a una carta del señor Reynolds. No es un asunto sencillo - dijo ella, leyendo el párrafo final de aquella larga misiva.

"Te escribo desde el despacho, es muy tarde y estoy agotado. Hemos estado revisando las noticias de Verdún, esperando que nuestras decisiones mejoren lasituación de nuestras tropas en esta guerra terrible, que estamos obligados a ganar. La situación es muy grave, pero no puedo dejar de pensar en ti y de imaginarcómo cambiarán las cosas después de nuestro matrimonio. Quisiera saber si estás dispuesta a adelantar la fecha de la boda. No quiero seguir esperando. Heconversado con tu padre al respecto y él me ha dicho que todo depende de tu opinión. Hoy he visto este conjunto en la tienda de Cartier en Burlington Street yaunque sé que prefieres las esmeraldas, supongo que estos zafiros sabrán celebrar tu belleza. No lo uses aún. Guárdalo para cuando vuelva a Dublín, quieroverte vestida de azul, como el día que nos conocimos" Amanda cerró la carta, haciéndola a un lado con desinterés.−Debí haberme casado contigo −dijo.El sonrió.−Es muy tarde para tomar esa decisión −respondió él−. Soy un hombre comprometido.Ella consiguió reír.−Lo sé. Y además no hubiera funcionado ¿Recuerdas todo lo que peleamos cuando viajamos a Donegal?−Sí. Menos mal que también fue Geraldine. Eres demasiado impulsiva.−Y tú demasiado quisquilloso −replicó ella− ¿Qué te ha hecho venir tan tarde? Aquí cenamos hace rato.−Dos asuntos urgentes. Y comenzaré por el más grave: Roger Casement fue detenido esta mañana.Amanda agitó sus pies en una reacción involuntaria bajo el escritorio. Tenía la impresión de caer en un agujero enorme, con el piso hundiéndose bajo sus pies, con

una sensación tan vívida que sus manos palidecieron, apoyadas con fuerza en el borde del escritorio.−Casement no debía venir −dijo ella.−Lo sé, era lo acordado, que enviara las armas en esta fecha. Pero vino, y lo arrestaron justo antes de desembarcar.−¿Y nuestras armas? −preguntó Amanda con un hilo de voz.−No sé qué habrá sido de ellas, pero no llegarán −respondió Joseph, con tranquilidad. Y agregó− Capturaron el "Aud". Hay que reformular todo.−¿Reformular? ¿De qué hablas? −inquirió ella.−De la estrategia. Planificamos todo contando con las armas del "Aud". Nuestros dos años de trabajo se acaban de ir a la mismísima basura −respondió él, ahora sí

con un tono de desconsuelo. Se sentó en el sofá, como lo hacía siempre y comenzó a quitarse los guantes con parsimonia, mientras Amanda miraba con preocupación unligero temblor que hacía vacilar sus manos delgadas.

En ese momento, se escucharon otros pasos por la escalera. Constance entró azorada, aún con el sombrero en la mano y ligeramente despeinada.−¡Constance! −exclamaron ambos al mismo tiempo.−Supongo que ya saben lo de Casement −afirmó ella categórica, obviando el saludo− sentándose también en el sillón de la esquina, haciendo a un lado los cojines

con energía.−Sí, el agente de Devoy me avisó esta tarde.−A las miembros de Cuman na mBan, como suele suceder, nos tomó por sorpresa. Nunca nos avisan de nada...−Vine a decírselo a Amanda de modo personal −la interrumpió Joseph− Y sigo de inmediato a Liberty Hall. Nos reuniremos allá para decidir qué vamos a hacer.−¿Nos? −preguntó Constance curiosa, mirándolo inquisitiva -−El Consejo Militar −afirmó él− Pero necesitaba que Amanda se enterara cuanto antes, de seguro comenzarán a investigar desde el Castillo y hay que poner todo,

y a todos en resguardo ¿Entiendes? - enfatizó él volviéndose hacia ella.−Sí −respondió Amanda, aún sorprendida.−¿Puedes comunicarte con tus contactos?−Sí. El de América ya está aquí.−Lo sé. Acabo de decirte que fue él quien me avisó a mí. Por favor, comunícate con todos los demás de inmediato. No podemos arriesgarnos a perder a nadie más.

Ni a una sola de las armas que tenemos.−Está bien. ¿Y qué es lo segundo? −preguntó asustada ¡Si esa era apenas la primera noticia!, pensó ella.−Acércate −le pidió él, mientras se quitaba la bufanda−, amanecieron mucho más grandes −dijo mostrándole dos abultamientos en el cuello− ¿Es de lo que hablaba

el doctor O'Neill? ¿Lo que dijo que debía vigilar? −preguntó él aparentando tranquilidad.−Sí −respondió ella enfática, mientras los palpaba con cuidado− son ganglios linfáticos inflamados, muy inflamados. Y además tienes una fiebre terrible ¿Te sientes

bien?−No −respondió él moviendo la cabeza. No me siento nada bien.−¿Y hay más? ¿Axilas? ¿Ingle?−No, sólo éstos.−¿Recuerdas lo que dijo el doctor sobre eso? ¿Lo que significa?−Sí… Es grave, ¿Verdad?−Bastante ¡Olvídate de Liberty Hall! Iremos al Hospital. Voy a subir a buscar mi uniforme −dijo ella nerviosa− El doctor O'Neill está de guardia hoy y si se lo

pido, te operará cuanto antes, yo misma lo asistiré para que no pueda darme la excusa de que no tiene una enfermera calificada para esto − agregó, ya de pie ante la

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puerta.−¿Y no puedes hacerlo tú?−¡No! ¡Estás loco! No es una cura, es una operación. Una operación que tu condición la convierte en muy delicada. Debe hacerlo un cirujano, un buen cirujano...−No puedo perder tiempo −la interrumpió él−. La situación ahora es muy complicada.−Supe algo de eso ayer −intervino Constance, incómoda ante el extraño giro que tomaban los acontecimientos− pero no lo creí, pues no pude confirmarlo con

ninguna fuente confiable. ¿Podrás decirnos qué demonios está pasando? −preguntó ella casi suplicante -−Claro. Quizás sea mejor que ustedes lo sepan. Eoin MacNeill descubrió el verdadero sentido de las órdenes de movilización del domingo y fue hasta St. Enda´s a

reclamarle a Patrick de muy mala manera, pero lo peor de todo es que prometió que haría cualquier cosa para sabotear nuestras acciones.−¡Maldito traidor! −exclamó Constance furiosa− ¿Y ustedes que hicieron?−Ofrecimos conversar, pero él no estaba dispuesto a ni siquiera ver a Patrick, a Thomas o a mí mismo...−¡Qué se ha creído ese MacNeill! −exclamó Constance indignada mientras sacaba un cigarrillo de la cajetilla que guardaba siempre en su bolso con unos dedos

rápidos que evidenciaban su nerviosismo. Amanda, al notar sus movimientos, la miró a los ojos abriendo los suyos en una enérgica prohibición. Ella, sin saber que hacer,comenzó a agitar entonces su pie debajo de la falda. Era una situación desesperante.

−Eso no tiene importancia. Está ofendido porque planificamos todo a sus espaldas −explicaba Joseph− Sean lo visitó y logró convencerlo, le contó acerca de lallegada del “Aud”. Veinte mil rifles con municiones suficientes y una orden de movilización nacional son un argumento contundente para cualquiera; así que él aceptó nohacer nada más, aunque aseguró que no participaría… Pero ahora, cuando se entere del arresto de Casement y de la captura del "Aud" ¿Quién sabe qué hará? ¿Entiendesporque no puedo perder tiempo?... Creí que tú podrías ayudarme, Amanda −añadió en un tono de reproche, volviéndose hacia ella, quién mucho más preocupadaescuchaba todo apoyada en el resquicio de la puerta, con los brazos cruzados−, sé que has hecho cosas similares antes y me has dicho que sabes tanto de operacionescomo un cirujano.

−No, no cosas similares −alcanzó a balbucear ella− he ayudado a gente con extracciones de bala sencillas o una cura de una puñalada por una pelea, pero esto esdiferente; además, contigo no voy a arriesgarme. No estoy en capacidad de hacerlo sola. Debemos ir al Hospital y buscar al doctor O'Neill que es un especialista enestas cosas. Por eso, te lleve donde él para que te tratara, porque es el mejor.

−Sí Amanda, lo sé y te lo agradezco. Pero ahora no puedo exponerme a que O´Neill me deje allá ¿No lo entiendes? De hecho, ir al Hospital ahora, es de por sí, unagran pérdida de tiempo.

−Lo siento. No hay otra alternativa −afirmó ella y señalando hacia el cuello de él agregó− Eso no va a hacer más que empeorar y si prefieres esperar a que ocurra¡Créeme que no nos vas a servir de nada muerto! −dijo ella, ya alzando la voz− ¡No sé cuando vas a tomar conciencia de lo que te sucede!

−¡Amanda! −replicó él, indignado, conteniendose para no hacer lo mismo -−Joseph, ella tiene razón −intervino Constance conciliadora, pues la situación le resultaba muy incómoda− ¿Sabes si Connolly está al corriente de todo esto?−Claro que lo está, él es miembro pleno del Consejo Militar de la Hermandad desde Enero.−¡Vaya! −exclamó sorprendida− Entonces esperaré sus órdenes al respecto. Venía a buscar a Amanda para que me acompañara a visitar a Louise y otras chicas de

Cumann y avisar de esto, pero creo que ustedes deben ir cuanto antes al Hospital −y agregó−¿Quieres enviarle algún mensaje a alguien conmigo?−Sí, vi a Grace por la mañana, pero si puedes, dile mañana temprano que fui con Amanda al Hospital. Y que según ella es indispensable −dijo él, acentuando la

última frase con una leve recriminación.−Yo no puedo ir a esa casa. Me conocen por Nellie. Tampoco puedo enviar a nadie. Nos pondría bajo sospecha.−Es cierto. Mañana ella estará en la iglesia de St. Stephen en la misa de las 9. Allí podrás encontrarla.−Está bien. Lo haré−¿Podrías también decírselo a Thomas? Está en Liberty Hall.−¿MacDonagh?−Sí. Hazlo cuanto antes, por favor −y dirigiéndose hacia Amanda preguntó− ¿Cuánto tiempo tardaremos?−Apenas comencemos, quizás un par de horas. Pero tengo que pedírselo al doctor O'Neill y no sé cómo esté la guardia cuando lleguemos. Evelyne está allá también

y supongo que nos podrá ayudar, pero no pienses en un tiempo determinado. Ustedes por favor, vayan escribiendo las notas para mis contactos explicando lo que pasa−ordenó ella acercándose al desordenado escritorio− aquí están el papel y las plumas. Subiré a buscar mi bolso, menos mal que tengo preparado siempre el uniforme…Constance − agregó ella, por segunda vez detenida en la puerta de la habitación−, uno de ellos es Jim, el chico del pub, entrégale las dos notas, él entregará la otra y secomunicará con el resto −y volviéndose de nuevo, dijo− Por cierto, hay un hombre que nos ofreció cincuenta pistolas.

−Lo recuerdo. - afirmó Joseph - Parecía que se encontraban en buen estado. No las compramos esperando lo que vendría en el "Aud".−Exacto, eran para las muchachas −y regresando hacia el escritorio, se volvió hacia Constance y le dijo− esas eran las pistolas que te ofreció la Hermandad −sin ni

siquiera pensarlo Amanda tomó la delicada caja que guardaba el collar y los pendientes que había enviado Arthur junto a las flores y se la extendió a Constance− ¿Creesque alcance con esto para comprarlas? Te diré dónde tienes que ir.

Constance tomó el estuche, lo abrió y levantó uno de los pendientes, observando con detenimiento el corte de las piedras y el engaste.−Por supuesto −afirmó, absorta en aquellas exquisitas joyas, sin darse cuenta que Amanda había salido ya de la biblioteca− ¿Tú qué crees, Joseph? −preguntó

mostrándoselas.−No conozco de joyas. No tengo ni idea de cuánto costará eso.−Yo sí. Y no es ninguna bagatela. Ella es una buena chica, a mí ya no me queda nada que valga la pena vender. Y tú, debes hacer todo lo que ella te diga. Ya te

enterarás lo que decidan. Ante todo debes cuidarte.−Eso intento −y con una sonrisa cómplice, añadió− aprovecha y fúmate tu cigarrillo. A estas alturas ya nada me hará un poco de humo más o menos.

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Castillo de Dublín, 11.40 p.m.

El guardia se puso en posición de alerta al notar las luces del automóvil que se acercaba entre la espesa niebla de la madrugada. ¿Cuándo le trasladarían de allí?,

pensó, pues ese lugar era considerado uno de los peores puesto de guardia de la ciudad, donde la actividad nocturna era tan, o más intensa que durante el día. Los anchosmuros del Castillo de Dublín, aquella antigua fortaleza construida sobre un montículo con vista al río Liffey, eran el símbolo del poder británico y el lugar mejorcustodiado de la ciudad, con relevos de efectivos cada seis horas.

Las manos del guardia aún tiritaban de frío dentro de sus guantes mientras abría la pesada reja de la entrada posterior, tras el gesto habitual del chofer. El lujosoauto se detuvo en el patio, muy cerca de una pequeña puerta en el edificio principal. Sir Matthew Nathan, subsecretario de gobierno, subió el cuello de su pesado abrigode lana para proteger su nuca de la brisa helada y avanzó sin saludar, tal como era su costumbre. Subió las escaleras, y abrió la puerta de su oficina, la tercera de esepasillo. Encendió su novedosa lámpara eléctrica, que iluminó el lugar con tonos amarillentos. Un telegrama, marcado como urgente, esperaba dentro de un sobre quehabía lacrado el Primer Ministro Herbert Asquith con sus propias manos en su oficina de Westminster. Debía tratarse de una muy comunicación importante, pues lehabían ordenado acudir al Castillo en vez de llevarla hasta su casa, por lo que lo abrió y leyó las tres líneas con impaciencia:

“Inicio rebelión desembarco Roger Casement Banna Strand/

Tomar medidas previstas /Informe inmediato resultados”

Sintió un profundo desagrado, mezclado con un poco de decepción. Desde Londres se le informaba de una sublevación que ya había sido controlada. Sir MatthewNathan concluyó que había perdido inútilmente sus preciosas horas de sueño. Rompió el telegrama en pedazos que abandonó en la papelera con rabia. Todo ese asuntode la rebelión inminente le tenía harto desde el miércoles anterior, cuando Alderman Emily, uno de sus asistentes, había leído un informe urgente acerca de una serie dereuniones que se habían llevado a cabo entre miembros de varios sindicatos dublineses y le mostró un periódico donde habían sido publicadas algunas de las órdenes queacompañarían el aviso de conscripción obligatoria. Lord Wimborne, el Virrey, se asombró al ver que las previstas medidas anticonscripción eran ya conocidas por losrepublicanos; así que le ordenó investigar y remitió la información a Londres, donde el Primer Ministro a su vez sugirió “adelantar los arrestos masivos de miembros delos Voluntarios para evitar problemas”.

Así había comenzado esa semana infernal donde el exceso de trabajo le había impedido a Augustine Birrell, su jefe y segundo en jerarquía del gobierno colonial,ocuparse de las notas del libro que preparaba. Días después, los tres descubrieron, gracias al trabajo de sus agentes en toda la ciudad, que efectivamente se preparabauna sublevación para ese fin de semana. Y tuvieron ademas mucha suerte, pues el Ministerio de Guerra había recién descubierto el código de mensajes de la marinaalemana, lo que permitió descifrar los mensajes de radio que intercambiaban irlandeses y alemanes. Fue así como pudieron conocer, no sin asombro, que losrepublicanos iban a recibir un importante cargamento de armas y municiones de parte de Alemania, país contrincante en la guerra y a quien le favorecería en gran maneraesa eventual “distracción” del ejército británico, que desviaría fuerzas para enfrentar a sus súbditos rebeldes.

El mediador entre irlandeses y alemanes había sido Sir Roger Casement, un hijo de británicos nacido en Irlanda, que había servido hasta 1913 en el Servicio Exterior,denunciando las terribles condiciones de vida de los congoleños bajo el gobierno colonial belga. También había estado en Alemania Joseph Plunkett, ese poeta y editorhijo de un conde, a quién sabían ligado a la causa republicana. Había solicitado un pasaporte para viajar a Berlín alegando razones médicas, pero ellos habían descubiertoque no había hecho otra cosa allá que reunirse con Casement. Como resultado, habían logrado obtener de los alemanes un importante apoyo en armas que seríadesembarcado en Banna Strand en la madrugada del viernes.

Nathan recordó, con un suspiro mitad sueño y mitad fastidio, como se había apresurado a transmitir aquellas importantes informaciones al Ministerio de Guerra.El barco había sido interceptado y todos sus ocupantes detenidos; sin armas, pues el capitán alemán había tenido la ocurrencia de arrojarlas al mar. Él sabía también, através de sus agentes, como la noticia había llegado rápidamente a Dublín y sobre todo cuánto había afectado a Eoin MacNeill, el Presidente de los VoluntariosIrlandeses, organización que iba a suministrar gran parte de los combatientes a la supuesta rebelión. Tal como procedía a explicar al Primer Ministro (con copiaobligatoria a Lord Wimborne y Augustine Birrell) en un telegrama de respuesta, estaba convencido que el peligro había sido superado. Nada iba a suceder ahora. Sinarmas y con la conspiración puesta en evidencia no habría rebelión. Por primera vez habían logrado adelantarse al gobierno inglés y ellos sólo podían pagarle con ladescortesía de hacerlo salir de su casa en una noche tan fría para pedirle que se ocupara de una sublevación que ya había sido neutralizada.

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Hospital Meath 11.30 p.m.

A Joseph nunca había dejado de asombrarle la metamorfosis de Amanda cuando llevaba puesto aquel uniforme blanco. Se convertía en una mujer silenciosa y

precisa, con una máscara de severidad que parecía hacer cambiar incluso los rasgos de su rostro. Le costaba reconocer en esa enfermera eficiente a la enjoyadaespectadora que solía pasearse por el vestíbulo del teatro Abbey. Ahora, sólo era la asistente de Edward O'Neill, el jefe del área quirúrgica y uno de los mejores médicosde la ciudad y eso parecía rodearla de una aureola de respeto y de envidia. El doctor O'Neill mantenía a Amanda en un ritmo tan permanente como acelerado de trabajo yestudio, y no perdía ocasión para insistir en su deseo de que siguiera la carrera de medicina. Sin preguntárselo, le asignaba libros de las más diversas especialidades yluego, en las consultas, la interrogaba como si fuera un estudiante. En más de una ocasión, la había hecho salir de su casa para que lo asistiera en una operación deemergencia y no era raro que la tratara a los gritos. Pero era un médico excelente y ella había encontrado en él la atención, la autoridad y el reconocimiento que echaba demenos en su padre. Por eso, lo obedecía ciegamente, consentía todas sus manías y había logrado establecer un vínculo cercano, convirtiéndose en una especie dediscípula. Una asistente capaz, confiable y segura que jamás le había pedido nada para sí misma. Hasta ahora.

Amanda había desaparecido tras un golpe seco de las puertas del área de emergencia y le había pedido que permaneciera allí, quieto, hasta que lograra arreglarlotodo. Joseph miró a su alrededor y el amplio vestíbulo que era la sala de emergencias pareció dar vueltas. Las paredes descascaradas, pequeñas manchas de sangre ysucio en el suelo, colillas de cigarrillos y gasas usadas amontonadas en los rincones ¿Qué extraña necesidad de redención sufría su amiga?, se preguntó impresionadoporque ella pasara tanto tiempo en un lugar tan deprimente, rodeada de tanta miseria. Y que eso, además, la hiciera tan feliz. Nunca su sonrisa era tan sincera comocuando volvía, trasnochada y cansada de sus guardias nocturnas, dos veces a la semana. Solía contarle algunas cosas, algún caso que la impresionara, pero jamás se habíareferido a la sordidez del escenario.

La emergencia estaba atestada de gente y un fuerte olor a desinfectante inundaba el lugar, un olor acre que le irritaba la nariz. El llanto de los niños se mezclaba congemidos y susurros. Mujeres andrajosas rodeadas de chiquillos que pedían a gritos un buen baño, hombres con las manos cortadas o con las frecuentes puñaladas de lasriñas callejeras. Borrachos al borde del coma etílico abandonados en un rincón. Y aquellas variedades de toses, desde tímidas tosecillas, que trataban de esconderse, hastasonidos estentóreos que crispaban de sólo escucharlos. Él, en particular, siempre se había sentido avergonzado de su tos, y por ello, no salía sin llevar por lo menos treso cuatro pañuelos encima, distribuidos entre los bolsillos del abrigo, la chaqueta y el pantalón. Y por eso, le asombraba escuchar esa amplia variedad de toses, queparecían querer ocupar su espacio o finalmente, llamar la atención. Allí, escuchándolas, pudo interiorizar cuán común era lo que había asumido como algo propio de suvida. Dublín, la lluviosa y fría Dublín, era una ciudad de tuberculosos y él era sólo uno, uno más entre miles de enfermos. Se decía que la perenne humedad y la crudezadel invierno creaban las condiciones propicias para el mal. Pero era la miseria lo que lo convertía en masiva. El hacinamiento, el desaseo, la escasa ropa, la falta decalefacción y sobre todo, la desnutrición. Esas eran las verdaderas causas.

Recordó el horrorizado relato que había hecho Constance el domingo pasado de cuando su amiga Margaret Skinnider, le había pedido que la llevara al "lugar máspobre de Dublín". Ella describió con su habitual vehemencia las ruinas que eran usadas como casas, los desechos que cubrían la calle, los olores nauseabundos, losrostros de los niños que hurgaban la basura en búsqueda de los harapos que no alcanzaban a cubrirlos. Esos mismos niños, de miradas atormentadas que hacían largasfilas ante las puertas de los comedores populares que atendían las organizaciones de mujeres y la caridad. Ese era el panorama en el que ese endemoniado bacilo quealojaban sus pulmones se regaba como pólvora. Y morían muchos, demasiados, de todas las edades, pero sobre todo ancianos y niños.

Las opiniones de los médicos y las consejas populares coincidían en que quien adquiría la enfermedad en la infancia, no llegaba a los veinte años. Pero ese habíasido su caso, y ya había alcanzado los veinte y ocho. Se preguntó una vez más las razones del sospechoso silencio que mantenían sus padres acerca de las circunstanciasen las que se habría contagiado. Él sólo sabía que no recordaba un momento sin sentir esa opresión en su respiración como una silente evocación de las innumerablessentencias de muerte que había escuchado a lo largo de su vida. Rostros preocupados de médicos que susurraban "sólo algunos años", "apenas unos meses" y el tiempo,incólume, había pasado. Geraldine, su hermana, no se cansaba de señalar los constantes descuidos y maltratos que los siete hermanos habían sufrido a manos de sumadre durante su infancia, señalándolos como motivos de su enfermedad. Quizás era cierto, y al igual que en todos esos niños, el frío y el hambre seguían siendo lasúnicas culpables.

Quizás era cierto, pensó, y algún oculto remordimiento había hecho que su madre de tanto en tanto acudiera a algún médico famoso, para luego ni siquiera seguirsus indicaciones. Cuando apenas era un jovencito egresado con honores académicos del más reputado collegue católico de Inglaterra ella había intentado obligarlo ainternarse en un sanatorio en el continente. Recordó divertido la cara de su madre, una mezcla de miedo, decepción y sorpresa, cuando él respondió que su únicaintención era presentarse a los exámenes de ingreso en la Universidad apenas fuera posible. No pudo hacerlo, aquel invierno particularmente frío le había puesto al bordede la muerte una vez más. Y nada había podido evitar dos años de peregrinaje, tras la mejoría que prometían los climas cálidos. Italia, España, Egipto, Argelia, con lascartas de Amanda siguiéndolo como una prueba de su deseo de volver. Ella le contaba de mujeres sufragistas, de sus primeros días de estudio en ese mismo Hospital, delnaciente sindicato de enfermeras al que se había afiliado, de la cada vez más popular Liga Gaélica, de los recovecos de la política local, del mundo literario, del teatro, deexcursiones por verdes colinas, de música, de canto y de cuanto lo extrañaba. Le enviaba copias de revistas y recortes de periódicos y él se convencía cada día más deque no podía convertir su vida en un escape de lo inexorable. Y había vuelto, con su primer libro de poesías por publicar y la convicción de que no volvería a ausentarsede Dublín por tanto tiempo. Aunque Dublín lo matara.

Había vuelto y cansado de vivir para su enfermedad, se decidió a vivir a pesar de ella. Tras superar las pruebas de ingreso, se matriculó en la Universidad pero susfrecuentes recaídas impedían que avanzara tal como lo esperaba. A pesar de ello, logró convertirse en el editor del "Irish Review", rescatándolo de la ruina económica yconvirtiéndolo en una revista prestigiosa. Había logrado echar a andar el Teatro Hardwick. Se había colado entre la intelectualidad dublinesa que se comprometía cadavez más con el nacionalismo. Pertenecía a la directiva de los "Voluntarios Irlandeses", aquellos hombres que se atrevían a declarar que defendían la causa de laindependencia, reuniéndose, y entrenándose para ello de manera bastante pública. E incluso, en las escaleras de St. Enda´s había conocido a Grace Gifford y hasta habíaencontrado el amorr. Concluyó que durante ese tiempo había tenido una vida feliz, redonda y completa como la luna llena, en la que sólo las advertencias del doctorO'Neill destacaban como una mancha sombría. Las manchas sombrías de sus pulmones.

Amanda había logrado que acudiera a su consulta tres años atrás, a pesar de que él había decidido que no vería a un médico más. Recordó las límpidas paredes delconsultorio que miró esa primera vez, absorto, mientras O'Neill golpeaba sobre su pecho y espalda y escuchaba, concentrado, a través de su moderno estetoscopio; O´Neill que le ordenaba respirar y toser, y escuchaba y fue sólo después de aquel elaborado ritual, que O'Neill había emitido su desesperanzado veredicto. Con ambosórganos en un grado avanzado de esclerotización el experimentado médico no podía ofrecerle nada más que lograr una existencia medianamente agradable, con ningunapromesa acerca de cuánto podía durar ese estado de gracia. Su propuesta era simple: una vida normal sin ningún tipo de exceso sumada a una cuidadosa supervisiónmédica. Aquella áspera honestidad lo había convencido y había seguido todos sus consejos con una obediencia absoluta, hasta que este asunto de la inminente rebelión,sobre todo desde Enero, había logrado trastornar todas sus rutinas: muchas comidas a deshoras, muchas salidas de noche, mucha humedad y frío, muchaspreocupaciones y sobresaltos, mucha falta de sueño.

Y entonces volvió todo esto. Las noches de fiebre que habían sido parte de su juventud. Ahora había comenzado a sudar y con sólo instantes de diferencia se habíaquitado la pesada bufanda, el abrigo, e incluso la chaqueta de su traje, que permanecían hechos un montón informe sobre sus piernas. Se revolvió incómodo sobre la sillay comenzó a hacer las profundas inhalaciones que O'Neill le había enseñado para enlentecer y facilitar su respiración. Debía ante todo prevenir la ocurrencia de unataque de tos. Y además la fiebre, aquella condenada fiebre al fin estaba bajando, la conocía bien. Entonces, abrió los ojos y la vió, sentada en la silla consiguiente, aaquella chiquilla entre unos siete y nueve años, rubia y pálida con unos enormes ojos azules. Azul claro, quizás tan claros como los de Grace, pensó él. Las mejillas conun ligero color rosado y la mirada febril delataban que ella, al igual que él, no tenía una temperatura normal en su cuerpo. El vestido roído pero limpio, tan viejo y limpiocomo las medias que llegaban casi hasta las rodillas. Los zapatos rotos. Le sonrió con esos hermosos ojos azules, húmedos de lágrimas. Y él le devolvió la sonrisa. La

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mujer que la sostenía, con esa juventud ajada que habla de una vida de trabajo, se volvió asustada.−Tenga cuidado −le dijo− Es tísica.−Yo también −respondió él−, desde que era más chico que ella. Así que no se preocupe.La mujer pareció sorprendida, pues llevaba tiempo observándolo, desde que él remoloneaba en aquella dura silla. No se explicaba que hacía un hombre tan elegante

en un lugar como ese. Había mirado con detenimiento su ropa, de buena hechura y sus anteojos cuya fina montura evidentemente era de oro. Las manos, tan distintas alas de los hombres que conocía, que delataban que no hacía un trabajo manual. ¡Y ahora decía que él también era tísico! La gente como esa no iba morirse de tisis en unhospital roñoso como el Meath. Se iban al extranjero. O al menos se quedaban en sus cómodas casas, grandes, limpias y calientes, atendidos por médicos privados.

−¿Hace mucho que viene acá? −preguntó.−Hace unos tres años, pero a la consulta. Nunca había estado en la emergencia.−No es un buen lugar.Ella no había terminado de pronunciar esas palabras cuando la niña comenzó a toser, con un ímpetu desacorde con la fragilidad de su cuerpo. La madre, asustada,

no sabía qué hacer. Él tomó uno de sus pañuelos y se lo entregó a la niña, mientras le daba una serie de precisos golpes en la espalda. Tras eso, ella escupió y unamancha roja y brillante se extendió sobre el pañuelo. Pero se calmó y pudo respirar de nuevo. La mujer lo miró aún más sorprendida.

−Experiencia −dijo él. Ella sonrió y él agregó− Tengo una amiga que hace siempre eso conmigo. Por eso sé que funciona.−Es tan horrible lidiar con esto, uno no sabe qué hacer. Yo quisiera que la hospitalizaran, pero es difícil conseguir una cama. Este invierno la ha dejado muy mal,

necesita descansar, que la atiendan, comer bien.El la escuchaba, pensando que podría hacer por ayudarla. Aquella niña tenía algo que él no había tenido: una madre preocupada. Entonces vio a Amanda que se

acercaba. Y a Dios gracias, él se sentía mejor.−Ya hablé con O'Neill −dijo ella− Me dice que esperemos un rato hasta que se libere un quirófano. Ahora todos están llenos. Pero aceptó y eso es lo importante.−Está bien, respondió él, procediendo a contarle lo que aquella mujer le había dicho.−Venga conmigo −respondió Amanda apenas Joseph le explicara la situación− Le conseguiré una cama en hospitalización para su hija, así tenga que ingresar

mañana. Venga, pero usted sola, mientras resolvemos este asunto. Si la ven con la niña todo se complicará.La mujer dudó mirando a su hija y a Amanda. Era evidente que no quería dejarla sola.−Yo me quedo con ella −intervino él− No se preocupe.−Sí, no se preocupe −insistió Amanda− es mi amigo, y le respondo por él.−¿Como se llama? −preguntó la mujer.−Joseph −dijo él− Joseph Plunkett.−No olvidaré su nombre −dijo desconfiada apuntándolo con un índice acusador- Y por favor, cuide a mi hija.−Ve, mamá -dijo la pequeña- ya viste que él podrá cuidarme. Una niña rubia, otra condenada, pensó mirándola. Otra vida robada respiro a respiro a la muerte. Ella aún no era consciente de ello y quizás nunca lo fuera, pues

según parecía su vida sería muy breve. Ya escupía sangre en abundancia. Una muñeca pálida, hambrienta y enferma. Esta era su ciudad y estos sus compatriotas. ¿Porqué tenía que sufrir alguien hambre en un país de granjeros? ¿Por qué tenía alguien que sentir frío en un lugar que se envanecía de producir lana de la mejor calidad? Losbarcos, pletóricos de alimentos, de trigo, de carne, de leche y ovillos de espesa lana salían todos los días desde el puerto, hacia Inglaterra, cargados por hombres quemiraban recelosos aquello que no podían tener. A la mayoría de los dublineses sólo les quedaba aturdirse, embriagarse para evadir la miseria. Robar. Enrolarse en elejército por una paga ínfima, encadenarse a una máquina para comprar pan y sobrevivir. Una nación de sobrevivientes.

Un par de horas más tarde, Amanda y la madre de la niña regresaban a la emergencia. Habían logrado resolver el ingreso de ambos, uno al quirófano y la otra a lasala de hospitalización y a pesar de todo, sonrieron al encontrarlos dormitando, apoyados uno en el otro como dos hermanos o más bien como un padre con su hija,lejanos de aquel estropicio de la emergencia.

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Sábado de Gloria, 22 de Abril de 1916.

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Talbot Street, 11.00 a.m.

El hombre miró con asombro las puertas cerradas del pub. En sus casi quince años de andanzas por la zona era la primera vez que no lo encontraba funcionando a

esas horas. Aunque aquel antiguo local había cambiado varias veces de dueños, cantineros y cocineras, siempre se había mantenido abierto al público. Tocó una vez.Dos veces. Incluso, intentó escuchar por si distinguía algún ruido adentro, quizás se tratara de un extraño retraso. Nada... Unos minutos después aquel hombre se habíadecidido, no sin cierta incomodidad, a buscar sus patatas fritas, sus huevos revueltos con salchichas y su cerveza a otro lado. Mientras tanto, Jim hacía pasar a laprimera de las personas que se le había ordenado esperar a través de la discreta puerta de la pequeña casa donde vivía, que aunque no lo pareciera, se comunicaba con lataberna por la parte de atrás. El rítmico traqueteo del bastón de Sean MacDiarmada sobre el piso pulido hizo sentir a Emily, quien miraba desde una discreta posiciónentre el final del local y la puerta del depósito, aún más nerviosa.

Apenas minutos después, llegó Thomas Clarke y él y Sean se sentaron en una de las mesas y comenzaron a hablar en voz baja. Jim salió para asegurarse que nadase veía tras las cortinas que ahora cubrían las amplias ventanas o que ningún peatón inconveniente rondaba su cuadra. Se esforzó en disimular su asombro cuandodistinguió a los próximos visitantes de su local acercándose entre la niebla: Thomas MacDonagh y Patrick Pearse caminaban apurados mientras el primero de ellosintentaba anudar alrededor de su cuello la larga bufanda que acompañaba su abrigo de corte severo y el segundo hundía aún más sus manos sin guantes en los bolsillos.Connolly, al entrar, saludó con un sonoro beso en la mejilla a Emily. Y luego, tras una mirada oportuna de Jim quien conversaba con Eamonn Ceannt, el comandante dela compañía de los Voluntarios a la que él pertenecía, ella sirvió pintas de cerveza para cada uno de ellos. Patrick apartó el vaso de sí con un gesto tan rutinario comocansado de inmediato... ¿Tendrá un poco de agua, por favor? le preguntó. Ella atendió a su solicitud sin encontrar ninguna palabra para responderle, confundida por lacortés frialdad de sus palabras. Luego, salió junto a Jim de ese lugar.

−¿Y por qué aquí? −le preguntó con una voz entrecortada en el depósito.−No tengo la menor idea. Me pidieron el local para hoy y dije que sí. Es todo...−Vino Connolly −insistió ella, envolviéndose más en el largo chal que llevaba sobre los hombros.−Y Pearse −agregó él -−¿Y eso no te causa ni siquiera un poquitín de curiosidad?−Por supuesto, pero he dado mi palabra.−¡Tonterías! … Desde aquí podríamos escucharlo todo...−¡Estás loca! No sería capaz de cometer semejante canallada. Subiremos y esperaremos a ver que pasa.−Están preparando una insurrección −afirmó ella en susurros, acercándose a él− Connolly nos lo ha dicho. Y si se están reuniendo es porque de seguro,

participarán ustedes también.−Si así fuera lo sabré cuando deba saberlo. ¡No antes! Y no vamos a estar escuchando tras las puertas cerradas, no somos ningún par de informantes.−No, pero no molestaría para nada saber qué están tramando. Son nuestras vidas...−Y las de ellos. Olvídalo. Subamos ya... −dijo él imperativo, mientras la tomaba del brazo− e intenta no hacer tanto ruido…

−MacNeill volvió a verme esta mañana −anunció Patrick al resto−−¿Sabe del arresto de Casement? −preguntó Connolly.−Por supuesto. Y de la captura del “Aud”. Me amenazó con enviar una contraorden a todas las guarniciones de las provincias para acabar con la movilización de

mañana si no lo hacíamos nosotros.−¿Y qué le respondiste?−Que no íbamos a dar marcha atrás bajo ningún concepto.−Eso es lo que crees −dijo Connolly más a modo de afirmación que de pregunta.−Eso creo −repitió él− ¿Y ustedes? ¿Hay alguien que opine diferente?Todos se miraron mientras las cabezas se movían de un lado a otro en silentes negativas.−Y hay más −continuó Patrick, recordando el más reciente de los extraños episodios ocurridos en los últimos días, en su otrora tranquilo despacho. El O'Rahilly,

uno de los hombres más conocidos de Dublín, un periodista que había puesto su inmensa fortuna a disposición del movimiento nacionalista, miembro de la directiva delos Voluntarios y amigo de Hobson y MacNeill había irrumpido anoche en su casa. Y sin decir una palabra, había apuntado una pistola a su cabeza.

−¡Qué! ¿Por qué? −exclamó Ceannt apenas Patrick terminara de contarlo...−Por el secuestro de Hobson −respondió éste mirando a Clarke.−Él está bien −replicó el aludido, mirando sus manos nudosas que sostenían la pipa humeante sobre la mesa− No le ha sucedido nada.−Lo sé. Eran nuestras condiciones... pero El O'Rahilly dijo que nos aseguráramos de enviar alguien muy rápido con el gatillo para él.−Ese O`Rahilly siempre ha sido muy fanfarrón.... −agregó Ceannt -−Hobson está bien donde está. Además, lo sacaremos de allí apenas esta... éste... ¡Éste condenado asunto comience de una buena vez! −concluyó Clarke.−¿Y dónde demonios está Joseph? −preguntó Sean MacDiarmada− Es raro que no haya llegado.−Antes de venir acá me informaron que estuvo en el Hospital en la madrugada... respondió Thomas MacDonagh.−¡Mierda! −explotó Sean−¿Acaso en algún momento esto dejará de ser una maldita sucesión de malas noticias? Él tiene los planos y la ubicación de las casas

seguras. ¡Y hay que comenzar a sacar todas esas armas ahora mismo!−Con la pérdida del cargamento del "Aud" cada arma que tengamos acá es indispensable −afirmó Patrick− ¿Alguien sabe quién es el segundo en eso?−Segunda −replicó MacDonagh− hay que buscar a Amanda McKahlan.−¿McKahlan? −preguntó Sean, que continuaba sintiéndose irritado− ¿Cómo el parlamentario?−Una de sus hijas. De seguro ella está con él −continuó Thomas, mientras el resto lo miraba intrigado− Amanda es una amiga cercana de Joseph, quien también le

ha servido de enfermera. Constance me avisó que ella lo llevó al Hospital Meath para que lo operaran de emergencia, ella trabaja allí...−¿Esa belleza es hija del diputado McKahlan? … ¡Vaya! −exclamó MacDiarmada− ¿Y dices que sabe de los planos, y las casas?−Sí, tiene dos años trabajando con nosotros y si Joseph está tan mal como parece, Amanda debe estar con él en Marlborough Road.−Mierda, mierda.... ¿Por qué ahora?... ¡Justo ahora! −susurraba Sean, mientras se levantaba y caminaba hacia una esquina, donde encendió un cigarrillo que fumaba

con violencia.−Entonces alguno de nosotros tiene que ir hasta allá −afirmó Patrick con parsimonia, pues sentía la tremenda necesidad de mantener la apariencia de que los planes

se estaban llevando a cabo sin ninguna modificación sustancial− Tenemos que saber se encuentra él y recuperar esa información.−Yo lo haré −dijo Thomas− igual ya tenía decidido ir hasta allá apenas saliera de aquí.−Y hay que llevarle esto −dijo Patrick sacando de un maletín una hoja mecanografiada, que colocó encima de otras similares, llenas de borrones y enmendaduras−

Transcribí la versión final. Vamos a leerla para verificar que estamos en completo acuerdo con ella.−No creo que haya que hacer ninguna modificación más −dijo Thomas MacDonagh− Ya hemos tenido suficiente.Era verdad. Las últimas reuniones del Consejo Militar se habían convertido en apretadas discusiones de historia, política, sintaxis y gramática, todo a la vez.

Habían pasado horas debatiendo tanto por las implicaciones políticas e ideológicas de una frase o afirmación, como por la conveniencia o no de determinado signo de

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puntuación. Pero tras superar desavenencias, contradicciones y uno que otro sobresalto los siete estaban satisfechos con aquella cuartilla en la que todas (o casi todas,como había pensado Connolly en su momento) sus propuestas sobre la nueva República serían expuestas. Una Proclamación para el pueblo de Irlanda. Un llamamientopara la historia. Una sacudida a las conciencias dormidas. Y una expedita sentencia de muerte si llegaran a fracasar.

La voz de Patrick llegó al punto final y a pesar de que habían acordado que él ocuparía la Presidencia del Gobierno Provisional, extendió la hoja a Thomas Clarke:el viejo feniano de una generación pasada que había pasado quince años de su vida en una cárcel inglesa... Firmaron. Y Patrick entregó con un gesto solemne aquella hojaa Thomas MacDonagh para que Joseph la firmara a su vez. Luego, acordaron las tareas que hacían falta alistar para mañana. Domingo de Pascua, una metáforasignificativa. Cristo redentor venciendo la muerte. La fiesta cristiana de la resurrección marcaría el estallido del Levantamiento. Habían citado a todas las guarnicionesfrente a Liberty Hall, donde se encontrarían a las primeras horas del día.

Pero ellos no sabían que El O`Rahilly, tras salir de St. Enda´s arrepentido por no haber sido capaz de llevar a cabo su decisión de volarle la cabeza a Patrick Pearse,

si éste no le revelaba el destino de Hobson; había partido en su moderno auto, un ostentoso Roll Royce, en una gira forzada por todo el país. En pocas horas, habíapasado por Cork, Kerry, Tipperary y Limerick entregando personalmente las contraordenes de MacNeill, insistiendo sobre los líderes de los Voluntarios de todo elpaís para lograr detener a tiempo esa locura suicida... Así, en esas ciudades y los pueblos aledaños, miles de Voluntarios abortaron sus planes de salir hacia la capital otomar sus propias calles. Uniformes, mochilas y los largos máuseres alemanes que habían desembarcado con tanto esfuerzo en Howth fueron devueltos a sus esconditeshabituales. Y como si no bastara con ello, MacNeill se había entrevistado con el editor del "Sunday Independent" para asegurarse de entregarle un explícito texto paraque fuera publicado en la edición del domingo.

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Malborough Road, 7.00 p.m.

Tras el aviso de Joseph la tarde anterior, Amanda había ido a buscarlo en Larkfield, la granja ubicada en las afueras de la ciudad que gracias a una antigua ley feudal

que permitía el uso de armas en una propiedad privada, había servido como base de entrenamientos de los Voluntarios durante los últimos dos años. También habíaservido de arsenal, pero eso obviamente no era del conocimiento general. Joseph pasaba mucho tiempo allí, amparado en la excusa de que el aire fresco del camporesultaba más favorable para su salud. Sin embargo, la inminencia de la rebelión, le había volver a su antiguo domicilio en la ciudad, la pequeña y confortable residenciaen Malborough Road que compartía con su hermana desde que una agria discusión alrededor de su participación en el Comité de Paz de la Huelga, lo había apartado dela convivencia familiar en Fitzwilliam Street. Ella, como siempre, lo había acompañado, había vuelto a su casa a descansar y ahora regresaba como una ligera garantíaante la gravedad de la situación. Se lo había prometido al doctor O'Neill, luego de rogarle que no lo dejara internado en el hospital como ambos sabían que debía hacerlo.

Mientras subía las escaleras, ella escuchó una voz que, aunque le resultaba familiar, no alcanzaba a reconocer con claridad−¿Entonces hasta ahora no ha hecho ningún tipo de acuerdo verbal?−Ninguno −respondió Joseph− ¿Usted cree que pueda haber algún problema con la inclusión explícita de esta casa? Preferiría que ella pudiera vivir aquí.−No debería haberlo. En mi opinión el documento es adecuado. Usted es el hijo mayor, no lo olvide.¿De qué hablaban? Asuntos legales. Amanda decidió dejar de escuchar cosas que no me incumbían y tocó la puerta. Seamus O´Connell abrió, quizás un poco

sorprendido al verla. El era amigo de juventud de Patrick McKahlan y solía visitarlo cuando se encontraba en la ciudad. Tras el saludo de cortesía, ella se apresuró aacercarse a Joseph, impresionada por su palidez mortecina y la expresión cansada de su rostro. Tocó su frente con una mano, mientras colocaba un maletín de primerosauxilios sobre la mesa de noche. No hacía falta usar el termómetro. Fiebre. Seguía la maldita fiebre, pensó ella, no habían logrado controlar la infección con la operación.

−¿Cómo has seguido? −preguntó en voz baja, con la intención de que nadie más lo escuchara.El sólo movió la cabeza de un lado a otro... y ella supuso que quiso decir más o menos.−¿Has vomitado de nuevo?−Sí.−¿Sangre?Asintió.−¿Cuántas veces?−Dos. Poco después que te fueras.

No eran síntomas de un diagnóstico alentador. Amanda miró el resto de la habitación, esa habitación en la que ella podría moverse con tanta comodidad como en lasuya propia. Vió las estanterías llenas de libros en al menos cuatro idiomas diferentes, el armario cuyas puertas cerradas no permitían saber que él lo mantenía en unorden monástico, herencia de aquel severo Collegue inglés en el que había estudiado y la pequeña mesa que frente a la ventana, abierta en los escasos días soleados, lepermitía escribir o leer ante la saludable combinación de luz y aire natural que el doctor O´Neill le había recomendado. Pero era otro hombre quién ocupaba la silla dondeJoseph solía sentarse: el hijo de Seamus.

Adrián no dejó de mirarla desde que ella entró a la habitación. No pudo menos que sorprenderse al reconocer a la mujer que había robado su atención días atrás, en

el teatro. Era la misma persona, pero al mismo tiempo se trataba de alguien diferente. Encontró en sus gestos, aquel toque en la frente y la sucesiva búsqueda del pulsoen las muñecas una experticia aprendida, pero también una dulzura casi maternal. En su rostro no quedaba ni un rastro de la orgullosa expresión que había creídoinherente a ella. Ni del lujo de su ropa aquella noche, pues estaba vestida con una sencillez extrema. Una blusa blanca con finas rayas celestes, una falda recta gris oscuraque descubría unos botines negros, unos zapatos comunes, cómodos. El cabello rojísimo recogido en una gruesa trenza, cuyo extremo alcanzaba su cintura. Ningunajoya, excepto unos discretos zarcillos de perlas.

¿Quién era ella? La imagen que había construido se caía a pedazos. La había supuesto tan altiva y distante como la había visto en el Abbey. Mirándola sentada enel borde de la cama, deteniéndose en la curva de su espalda inclinada, en la exquisita redondez de sus caderas, en el perfil de su pierna que se adivinaba por la estrechezde la falda, en la ternura con la que se movían sus manos de uñas muy cortas; Adrián concluyó que su belleza no tenía que ver con atuendo alguno. Eran tan sólo supresencia, que le envolvía sugerente como un abrazo invisible. Intentaba disimular que por un momento, había abandonado su trabajo para permitirse mirarla. Ella yJoseph hablaban en susurros y parecían no notar que él y su padre también se encontraban en la habitación.

Se sintió incómodo ante la evidente intimidad que existía entre ambos ¿Quién era ella realmente? se preguntó de nuevo. La había visto paseándose del brazo deese... esposo o prometido con una solemne indiferencia y ahora, no podía menos que inquietarse al verla besando a Joseph en la frente. Un casto beso en la frente, peroAdrián notó ¿O acaso fue una impresión equivocada? que la curva de su seno había alcanzado a rozar la mejilla de él por accidente. Un roce casi imperceptible si es querealmente había ocurrido. De seguro había sido una idea suya, porque ninguno de los dos evidenció alguna molestia. Ella se había sentado a su lado y él le había tomadola mano en un mudo gesto de agradecimiento. Fue entonces, cuando al fin Joseph pareció recordar que no estaban solos.

−Amanda McKahlan, mi mejor amiga −dijo dirigiéndose a él y agregó con cierto orgullo, queriendo mostrarse jovial− Al menos, cuento con la mejor enfermera deDublín. Él es Adrián O'Connell, el hijo de Seamus −continuó− acaba de llegar de América y según me acaban de contar, se encargará de la oficina de su padre, quién porsu parte nos ha confesado que está cansado de trabajar −Los tres hombres rieron y Joseph agregó con su acostumbrada teatralidad− Redactamos mi testamento.

−¿Testamento? −repitió Amanda− ¡Qué palabra tan horrible!... ¿Para qué?−Porque es una previsión que debe tomarse −replicó Joseph.−Si quieres espero fuera, en la biblioteca −dijo ella poniéndose de pie con evidente incomodidad.−De ningún modo. He decidido que firmes como mi testigo, si no tienes ningún inconveniente por supuesto −y volviéndose hacia Seamus agregó− No tengo ningún

tipo de secretos con ella.−Si lo quieres así −respondió ella, aún contrariada.A su contrareidad por saberse involucrada sin desearlo en ese asunto, se sumaba su certeza de ser detenidamente examinada por la mirada de aquel hombre. El

Teatro Abbey. "Metempsicosis", el estreno de la obra de Thomas MacDonagh. Y al igual que en esa ocasión, ella tampoco podía dejar de mirarlo. Y decidió sentarsejunto a él, al lado de la ventana cuyo postigo permanecía abierto. Decidió cerrarlo para que el aire frío no se colara dentro de la habitación, mientras él intentaba ordenarlos documentos que llenaban la pequeña mesa.

−Mire, éste es el expediente −dijo Adrián, señalando la pila más alta de legajos− Mi padre calculó hace unos años lo que corresponde como herencia a cada uno delos hermanos y hermanas y yo lo actualicé hace poco.

−Lo calculé hace un montón de años −interrumpió Seamus− cuando debía hacerse, y perdí la cuenta de las veces que le he señalado a la señora Plunkett que debeatender ese asunto porque ya varios de ustedes han cumplido la mayoría de edad. Esto de las herencias es muy delicado, sobre todo en familias tan numerosas y contantas propiedades...

Entonces ella era enfermera, pensaba Adrián, y además, era también íntima amiga de Joseph. Miró el bolso que había colocado con completa naturalidad sobre elsillón que estaba al lado de la cama. No se trataba de una visita pasajera, pensó, y ella se quedaría con él por el resto de la noche. Su evidente desenvoltura le hizopreguntarse cuán habitual sería ese suceso.

−¿Ya redactaron el documento?−preguntó ella.−Sí. Habitualmente le entregaría este manuscrito aprobado por el cliente a nuestra secretaria para que lo transcriba y haga las copias correspondientes, pero ahora

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no será así. Joseph quiere dejarlo listo hoy mismo; por eso estoy transcribiendo esta versión definitiva y lo firmaremos en manuscrito. Usted, si actuará como su testigotambién debe hacerlo.

−¿Y por qué tanta prisa? −dijo Amanda a Joseph asustada− ¿No te parece que estás exagerando?−No −respondió él, mientras ella comprendía que no era su salud la razón de tanta urgencia. Volvió a mirar a Adrián, con sus pequeños espejuelos de lectura sobre

la nariz aguileña, escribiendo con cuidado. Detalló sus manos, grandes manos de dedos delgados que no exhibían ningún anillo de matrimonio. Ni ningún otro. Ahorapodría decírselo a Evelyne: era soltero. En la mano izquierda llevaba un reloj de pulsera, que aunque ya se fabricaban en Europa, los dublineses no se atrevían a usarpues consideraban que era un objeto para mujeres. Pero él venía de América y a ella le pareció que no había nada de inapropiado en ello. Todo en él le parecíaarmonioso, desde la cuidada raya de su peinado hasta el discreto aroma de su colonia. Un olor que sin embargo, se mezclaba con un inconfundible rastro de cigarrillo. Élse volvió hacia ella y se quitó los anteojos, que guardó en el bolsillo interior de la chaqueta de su traje. La miró de nuevo, con esa inquietante casi sonrisa. Y se puso depie.

−Está listo. Acá esta el borrador. Verifique el documento, por favor −dijo acercando las hojas a Joseph, quien paseó su mirada por encima de los folios. Sabía quetodo estaría bien. Seamus O´Connell era un hombre intachable y su hijo había llegado de Boston en medio de los mejores comentarios. Lo firmó sin demora.

−Todo está bien −dijo devolviéndole los documentos a Adrián, quién a su vez los entregó a Amanda.−Por favor leálo, y luego fírmelo −dijo Adrián.−¿Debo leerlo? −preguntó ella.−Por supuesto −respondió él− Usted es la testigo, por tanto la garante de lo establecido allí.Ella obedeció en silencio. Y lo firmó, sin sorprenderse porque Joseph designara a Grace como su única heredera.−Les agradezco que hayan venido tan rápido y un día como hoy −dijo Joseph mientras ellos firmaban a su vez.−No se preocupe −respondió Seamus−yo soy de la vieja escuela y espero que Adrián se comporte del mismo modo. Atiendo los asuntos legales de tu familia

desde hace unos veinte años. Es nuestro trabajo y hay que hacerlo bien. Los abogados debemos compartir el espíritu de los médicos y los sacerdotes y estar dispuestosa atender emergencias.

−Además es un documento sencillo. Sólo una heredera. Lo hemos resuelto muy rápido −agregó Adrián, acercándose a la mesa y comenzando a ordenar los papelesen su maletín, mientras Amanda lo ayudaba a hacerlo, pasándole las carpetas, en silencio.

−Excepto por mis libros, que son para ti −continuó Joseph.−No hables de eso −dijo ella−. No me gusta.−Eres tan supersticiosa.- Quizás... respondió Amanda levantando la mirada hacia Adrián que decía un "gracias" casi inaudible−Hasta luego, señorita −dijo Adrián, ya en voz alta−. Ha sido un auténtico placer conocerla −agregó él tomando su mano temblorosa entre las suyas y

manteniéndola asi, quizás por más tiempo que lo que la cortesía prescribe como habitual. Ya en la calle, Adrián no podía dejar de pensar en ella.

−¿Desde cuando la conoces? −preguntó a su padre, mientras ambos caminaban hacia la parada del tranvía− Es una mujer realmente hermosa.−Sí, lo es. Y destaca aún más porque ella actúa como si no lo supiera. He visto crecer a Amanda, soy amigo de juventud de su padre. Fionna, la esposa de Patrick,

era una diosa. Te aseguro que jamás has visto una mujer como ella.−¡Vaya padre! Nunca te había escuchado decir algo así...−Fiona lo merecía. Era además, una gran dama. Una dama católica de Cork, que se casó por amor con un protestante cuando los matrimonios mixtos no eran

comunes. Lástima que muriera tan joven. Amanda, al menos, heredó algo de su belleza y bastante de su carácter. −Es enfermera...¿Qué extraño, no? −preguntó pensativo−¿Qué más sabes de ella?−Amanda es muy independiente, y ella y Patrick no se llevan muy bien por eso. La relación entre ambos empeoró cuando comenzó a estudiar porque él nunca

estuvo de acuerdo. Pero Amanda es una buena muchacha y está muy involucrada en el mundillo del teatro y la literatura. Va a la Liga Gaélica y esas cosas...−Entonces es inteligente, además de bella.−¿Te gustó, no es cierto?−Mucho, me gustaría poder verla de nuevo. Eres amigo de su padre, así que podrías presentarme −y añadió risueño− ¿Acaso no insistías en que conociera mujeres

solteras?−Ella está comprometida −afirmó Sean, sorprendido por su tono festivo− pero como eres mi hijo, te digo si tanto te atrae podrías intentar acercarte. Ha

transcurrido un montón de tiempo y aún no se casa, y créeme que no parece muy entusiasmada por su novio. Al menos, nunca la he visto mirándolo del mismo modoque a ti.

−¡Papá! ¡Por favor!−¡Ya! −exclamó Sean riendo con ganas− ¿Acaso crees que nunca fui joven? ¿O que jamás cortejé a una mujer? Te prometo que visitaremos a Patrick apenas vuelva

de Londres −y agregó en tono de advertencia− Por cierto, ellos viven en Merrion, en Fitzwilliam Street.−¿Ah sí? −preguntó Adrián con un tono de despectiva indiferencia− ¿Sigue siendo el reducto de los que se creen dueños de este país?−Ahora más que nunca.Padre e hijo se miraron en silencio. Se trataba de considerar esa fina e insalvable línea, la frontera más complicada de cruzar, esa tímida distancia entre la burguesía

acomodada y la casi aristocracia. La frontera entre Rathmines y Merrion, entre la riqueza rancia y la "nueva" clase media católica.−¿Y crees que a ella le importe?−No. A ella su posición social le tiene sin cuidado. Como pudiste ver es una mujer bastante sencilla. En realidad y para ser sincero, podría decir que Amanda es un

tanto excéntrica; pero a Patrick, puede ser... No sabes todo lo que hizo para comprar esa casa después de casarse.−¿Es todo muy extraño, no? −continuó Adrián, conduciendo la conversación hacia otro ámbito que le resultaba igualmente embarazoso− Tuve la impresión de que

ella iba a quedarse.−Era evidente que iba a quedarse, ella es enfermera y ambos se conocen desde niños. Los padres de Joseph viven a tres casas de la casa de Amanda. Y Josephine

Plunkett, la madre de Joseph era muy amiga de Fionna, la madre de Amanda. Ambas bautizaron a sus hijos mutuamente. Cómo comprenderás, debe resultar máscómodo para él que ella lo atienda a que lo haga una desconocida.

−Creo que él está peor de lo que quiere mostrar.−Seguro. Joseph está enfermo desde niño. No sería sorpresa para nadie que muriera en cualquier momento.−¡Qué triste! Parece una buena persona... Y me parece que quizás...−¿Quizás?−Quizás podría haber algo más que amistad entre ellos.−No eres el primero que lo supone. Pero llegas tarde al chisme, hijo −dijo Seamus con una sonrisa− Hace unos años, se decía que los padres de ambos veían con

muy buenos ojos un compromiso entre los dos. Y de seguro algo había. Patrick llegó a comentarme que no le sorprendería el día que Joseph pidiera la mano de su hija,pues ella no iba al teatro ni a ningún baile con nadie más y ambos se visitaban con mucha frecuencia. Pero eso no llegó a suceder.

Avanzaron algunos pasos en un incómodo silencio. Y Adrián se detuvo a encender un cigarrillo, tratando de acallar su ansiedad.−¿Sabes si alguno de los dos llegó a negarse?−No, fue hace mucho tiempo y no se conocieron detalles. ¿Te interesa tanto esa historia?−Sí, lo confieso. Pero por favor, no le cuentes nada a mamá ni a Elizabeth. Serían insoportables.

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−Está bien, y quédate tranquilo, es evidente que no hay ningún sentimiento de ese tipo entre ambos. Ya viste el testamento de él. Le deja todo a su prometida...Yno olvides la claúsula que añadió.

−Un gesto de verdadera caballerosidad... Pero sin embargo, me parece... ¡Es tan evidente que ella lo adora! −exclamó él en un inocultable estallido de molestia.−¡Vaya hijo, no te has acercado a la dama y ya estás celoso! −dijo Seamus riendo− muy mal síntoma.Adrián permaneció mirando hacia adelante fijamente, en silencio. Habían llegado a la parada y permanecían sentados en el banco, uno al lado del otro. Pensativo,

aplastó la colilla, consumida por completo, con un pie. Y con la misma enérgica decisión habló a su padre, mientras sus dedos tamborileaban sobre la piel del maletínque había puesto sobre sus piernas.

−Papá, por favor, no te burles de mí. Sólo quiero saber...−Todo lo que tenga que ver con ella −interrumpió Seamus− Para no llevarte sorpresas. No has cambiado en nada, Adrián. Nunca te gustaron las sorpresas.−Es verdad, no quisiera llevarme sorpresas cuando pueda acercarme a ella.Seamus lo miró sorprendido. No era un juego todo el asunto, como había querido pensar. Tampoco podía negar lo inusual del comportamiento de su hijo. ¿Acaso

Adrián tenía en verdad la intención de cortejar a Amanda McKahlan? El siempre había sido tan obstinado cuando tomaba una decisión. Ella, no lo negaba, era unaexcelente opción para cualquier hombre soltero, una mujer discreta en cuanto a su reputación, muy dedicada a su trabajo y a quien sólo se le veía salir al teatro, e inclusolo que muchos catalogaban como sus "locuras" a él no le parecían tales, pues simpatizaba con las causas nacionalistas y sindicales, incluso con el feminismo. Era unamujer joven, hermosa, católica y de buena familia. Y según había sido evidente, a ella también le había atraído su hijo. Pero, plantear un acercamiento significaría unconflicto tremendo con Patrick McKahlan y con Andrew Reynolds, por supuesto. A pesar de ser viejos amigos, Seamus no sabía si Patrick estaría dispuesto a cambiarsus jugadas políticas con un diputado de su partido con una excelente posición económica por un modesto abogado recién llegado de América, aunque se tratara de suúnico hijo. Mientras tanto, Adrián continuaba tratando de recordar lo poco que había logrado conocer de ella. Y volvió a preguntar.

−Dijiste que ella iba a la Liga Gaélica, ¿No es así?−Sí, va a la Liga Gaélica. Patrick me ha contado que canta muy bien.−¿Canta? −preguntó Adrián uniendo eslabones en su mente ágil. Él siempre recordaba los detalles.−Sí, ¿Por qué?−Por nada, papá, por nada.Era increíble. Una idea extravagante se había instalado en su mente ¿Acaso ella también pertenecería al movimiento nacionalista? Joseph era directivo de los

Voluntarios y según él mismo había dicho, no le guardaba ningún secreto; por otra parte, también era hija de un importante parlamentario que desdeñaba la escaladarepublicana y continuaba adhiriéndose al "Home Rule"... Jim le había hablado de una "valiente republicana, de cuya casa nadie sospecharía", una valiente republicanaque cantaba como las hadas en los ceídilh de la Liga Gaélica y que no había podido asistir a la fiesta de San Patricio por un compromiso familiar, la misma noche queAmanda presidía aquella fiesta a la que su familia había asistido... eran demasiadas coincidencias ¿Y si fuera ella?... Era imprescindible saber si hablaba, o por lo menosescribía, en alemán. Tenía además todas las cartas, que había guardado violando la enérgica orden de destruirlas ¿Sus cartas? Era una lástima que en aquel testamentosólo estuviera su firma. Si lo hubiera pensado antes, habría hecho que escribiera algo... Deirdre, Deirdre, ¿sería acaso ella "su" Deirdre?...

Mientras tanto, Amanda revisaba las estanterías, pues como acostumbraban en esas ocasiones, ella le leería. Habían descubierto que era una buena manera de pasar

esas noches, donde ninguno de los dos solía dormir. A lo largo de esos años, se habían paseado por gran parte de los clásicos o alguna novedad que le interesara a ambos.Pero esta vez, Joseph había permitido que escogiera y ella sacó con cuidado un pequeño tomo muy gastado, lleno de marcas y anotaciones.

−"La Vida Nueva"−afirmó el, reconociéndolo de inmediato, pues se trataba de uno de sus libros favoritos− Estás de ánimo romántico entonces. −Quizás −respondió ella.−Y aún nerviosa. Me pregunto por qué.Se miraron a los ojos y ella no pudo resistirse. Pero no fue capaz de encontrar una frase que describiera con exactitud sus aún confusas emociones.−“Incipit vita nova” −sentenció él− Quizás el Dante tuvo una expresión similar en su rostro cuando conoció a Beatriz.−¡No exageres! −exclamó ella, reconociendo de inmediato la frase destacada del primer capítulo de ese libro que a fuerza de lecturas, conocían casi de

memoria..."Empieza la vida nueva" había escrito el poeta florentino al iniciar la descripción de su convulsa historia de amor con su adorada Beatriz− Él sólo me resultó...¿interesante?

−¿Adrián O´Connell?−Sí, él es... interesante.−Interesante −repitió él, notando su ligero rubor. Jamás la había visto ruborizarse− Un adjetivo muy anodino.−Bueno sí, interesante.−¿Sólo eso?−Sí. No he dicho nada más.−Nadie lo ha hecho −respondió él con seriedad− Pero tu mirada fue suficiente. Creo que él pudo captar el mensaje.−No hablas en serio. ¿Era tan obvio? −se atrevió a preguntar ella.−Depende de lo que consideres obvio. Al menos fue muy divertido verte así, pasándole las carpetas. Que amable de tu parte.−Eres cruel.−¿Cruel?¿Por qué?−Por burlarte de mí de ese modo.Su risa contenida le hizo toser. El respiró un poco y le respondió.−Amanda, te conozco desde hace más de veinte años, y jamás te he visto así. No me pidas que desperdicie la oportunidad. Lamentablemente, no puedo reírme

como quisiera.−Eres cruel −repitió ella.−Y te diré algo más −dijo él sin considerar su comentario− Te has estado escribiendo con él desde hace unos dos años.−¡Que dices...!−¿Cuándo te informaron que estaría aquí nuestro contacto de Clan na Gael?−En los días antes de San Patricio.−Exacto. Él llegó a Dublín dos o tres días antes de San Patricio, Seamus lo dijo cuando tú aún no estabas aquí. Estuvimos conversando un poco, porque Adrián y

yo ya nos conocíamos.−¿Cómo? −preguntó ella sorprendida -−Bueno, nos habían presentado. Fue cuando viajé a Boston, a negociar con los fenianos de allá ¿Recuerdas?−Sí.−Lo ví en la Liga Gaélica. Todos lo conocían y me dió la impresión de que era muy respetado. Además, habla alemán, y eso por allá no es muy común.−¡Sí! −exclamó ella−su padre lo dijo el día de la fiesta en casa, que él había estudiado en Heildeberg.−¡Ah sí! No mencionó nada de eso ahora. El tema salió a relucir porque le llamó la atención un libro de Höderlin que estaba sobre la mesa.−¿Sabe de poesía?−Sí, eso parece. Quedamos en que podíamos conversar sobre ello luego. Dice que no conoce a casi nadie en Dublín...Ella, sentada en el sillón frente a la cama, pasaba las páginas del libro intentando escoger uno de los sonetos. Era increíble que se tratara de su contacto americano,

el autor de los misteriosos mensajes que dirigían sus idas y venidas clandestinas por la ciudad. Aquellos mensajes que ella guardaba como reliquias entre los cajones de

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su ropero, mientras le aseguraba a Joseph que los convertía en cenizas. Y como un eco de su propio pensamientos, él afirmó−Él era tu contacto en América, Devoy lo nombró su agente y lo envío acá. Adrián fue quien nos avisó sobre el fracaso de la misión del "Aud". Fue a buscarme en

la sede de los Voluntarios ayer por la tarde, puedes preguntárselo a Thomas...

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Domingo de Resurrección, 23 de Abril de 1916.

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18

Liberty Hall, 8.00 a.m.

Liberty Hall estaba rodeado de una evidente tensión esa mañana. Estaba en el aire, en los chillidos entrecortados de las gaviotas planeando sobre las riberas del río,

en las aguas quietas y oscuras que reflejaban la fachada de la Custom House, en el sonido del tren que traqueteaba sobre el puente de hormigón armado bloqueando lavista frente al edificio de los sindicatos, en la brillante frialdad del sol, en los rostros contraídos, en los gestos crispados. Helena Molony caminaba de un lado a otro, conun periódico arrugado entre sus manos cubiertas con guantes oscuros. Apenas vio salir del edificio a Constance, se acercó a ella y cada una encontró su propia rabia, sudecepción, reflejada en el rostro de la otra.

−Connolly está allí dentro, esperando a los demás −dijo Constance.−¿Y qué crees de todo esto? −preguntó Helena con la voz entrecortada por las lágrimas que intentaba contener.−No lo sé −respondió Constance, en una frase que sonó como un latigazo, arrojada con desprecio Ambas se sentaron sobre un pequeño muro aledaño al edificio y

se miraron mientras Helena suspiraba intentando evitar el llanto y Constance estrujaba sus hermosas manos, aquellas cuidadas manos de condesa que tanto deseabanempuñar la pistola que llevaba al cinto de su uniforme de Cummann na Bam.

−Si tuviera a MacNeill en frente lo mataría −dijo a Helena al fin, encendiendo presurosa un cigarrillo− ¡Te lo juro!−Lo sé. Y yo no estoy segura de si lo evitaría...−¡Cómo demonios se le ocurre publicar eso en un periódico! ¡Ahora si que van a arrestarnos a todos! ¡Y sin poder haber disparado ni una maldita bala! ¡Ni volado

un maldito edificio inglés!−¡Ay Constance! −gimió Helena, ya llorosa− ¿Crees que podremos hacerlo? Tantos preparativos, tanto tiempo, tanta gente... habían miles como nosotras en todo

el país, esperando las órdenes de movilización.−No tengo idea. Habrá que esperar −respondió envuelta en la nubecilla de humo que producía la ansiedad con la que fumaba− Y la verdad, no es nada sencilla la

decisión para ellos.−¡No para mí! −exclamó Helena− ¡Yo sería capaz de salir sola y con una sola mano, si fuera necesario! No estoy dispuesta a retroceder ahora.−Yo tampoco. Y no saldrías sola, amiga. Yo iría contigo.Helena sonrió entre sus fugaces lágrimas, que corrían honestas sobre su cara, sin que ella ni siquiera pretendiera limpiarlas. Constance continuó, en un intento de

recuperar su su acostumbrado buen humor.−Al menos ya somos dos ¡Dos valientes soldadas del Ejército Ciudadano Irlandés!−Dos valientes soldadas que si se rebelan solas acabarían flotando boca abajo en el río o compartiendo celda en Kilmainham... ¿Qué prefieres?−Supongo que la opción "A" −dijo Constance, riendo al fin, aunque no podía esconder que la suya ahora era una risa amarga, irónica− Mira, allí está entrando

Clarke. Ahora sólo nos queda esperar...Era el único que faltaba. Los siete hombres de los que dependía la continuidad de las operaciones ya estaban dentro, reunidos en el despacho de Connolly. Hasta

Joseph había llegado puntual, a pesar de su malestar físico. Amanda lo había acompañado temprano, siguiendo hasta su casa para dormir lo que pudiera mientrasesperaba que él avisara las novedades. Muchos en la ciudad decidieron hacer lo mismo. Ante la profusión de órdenes y contraordenes numerosos mensajeros, a pie y enbicicleta, iban de un lado a otro llevando noticias. Algunos habían venido a Liberty Hall, en busca de los líderes, de "su" Comandante, o simplemente de "su" inmediatosuperior. Los miembros más convencidos de los Voluntarios y el ICA, así como algunas las chicas de Cumann na mBan y los agitados muchachos de Fianna h Eireannrondaban por los alrededores, esperando una aclaratoria de aquella confusión.

Mientras tanto, los agentes del RIC y la policía también se encontraban a la expectativa. Continuaban con sus rondas habituales en silencio, pero para todos eraevidente que algo anómalo ocurría. Demasiada gente caminando rápido hacia el frecuentemente allanado edificio de los sindicatos. Demasiados uniformes verde oscuro yverde - gris, demasiadas armas exhibidas casi con insolencia. Pero Sir Mathew Nathan, el Subsecretario para Irlanda, quién ejercía en la práctica la administraciónbritánica en la isla, había sido tajante: "Nada de detenciones ni de provocaciones sin mis órdenes expresas". Él había decidido seguir con su prudente línea de acción;pero hoy, durante el trayecto que recorría en auto hasta su oficina en el Castillo se convencía cada vez más de la necesidad de cambiar de estrategia. Mirando las callesdel centro llegó a pensar que estaban tomadas por los nacionalistas. Hundiéndose en el mullido asiento, con su chófer pasándole un encendedor, Nathan concluyó queahora eran ellos quienes parecían un ejército de ocupación.

Thomas Clarke avanzaba apresurado por los pasillos de Liberty Hall, mientras escuchaba a efectivos del ICA comentar su asombro ante el anuncio en el periódico.

Al verlo, los dos hombres que custodiaban la puerta se apartaron con respeto.−¿Qué diablos fue lo que publicaron? −dijo angustiado al entrar al despacho, sin detenerse a saludar.−¡Léelo por ti mismo! −exclamó Patrick extendiendo su ejemplar del "Sunday Independent" mientras Clarke, aún aturdido por la rápida carrera que había hecho

desde su casa, negó en silencio. Patrick comenzó a leerlo de inmediato, impaciente, enfatizando cada palabra:

"Debido a la crítica situación todas las órdenes dadas a los Voluntarios Irlandeses para mañana, Domingo de Pascua, quedan derogadas y no habrá desfiles,marchas, ni se llevará a cabo ningún otro movimiento de Voluntarios. Cada miembro de los Voluntarios deberá obedecer esta orden estrictamente en todos susdetalles"

A pesar de que ya había perdido la cuenta de las veces que había leído ese pequeño recuadro inserto en la página central del más popular de los periódicos

dominicales, Patrick no había podido controlar que la rabia lo consumiera en cada una de ellas. Tampoco pudo evitar golpear aquel periódico contra la mesa ¡Como siromperlo acabara también con aquella nota!

−Estamos perdidos −afirmó Thomas MacDonagh− Los Voluntarios de todo el país detuvieron la movilización. E incluso la División de Dublín ha sido afectada.−¿Crees que puedas revertir la orden? −preguntó Clarke.−Tal vez... Si hablo con cada uno de los oficiales, creo que podría convencer a una buena parte. Pero no podremos hacer nada en relación al resto del país

−respondió Thomas moviendo la cabeza en reiteradas negativas− No hay tiempo.−Y Patrick no puede moverse de aquí −continuó Clarke mientras caminaba de un lado a otro, en una breve línea frente a la mesa, con las manos detrás de la

espalda− Podríamos enviar mensajeros...−¿Y las armas alemanas? −preguntó a su vez Patrick ansioso dirigiéndose a Joseph− ¿Qué pasó con ellas?−Parece que todo se perdió. Ha sido imposible hacer contacto. Eso fue lo que dijo el agente de Devoy.−¿Y es confiable? ¿Cómo sabes que no se trata de una trampa? −preguntó Connolly suspicaz, pues aún no se fiaba por completo de aquellos republicanos

burgueses− ¿Estás seguro de que es confiable?−Si, lo conocí en Boston y conozco a su familia acá −afirmó Joseph con seguridad− Además, ya la Hermandad lo investigó.−Así es −le apoyó Clarke− Clan na Gael es nuestra organización hermana. Todo ha sido verificado. Puedo asegurarles que ese hombre está limpio. No hay ninguna

razón para que mienta.−Además, según Devoy él fue quien lo convenció de no interrumpir los pequeños envíos de armamento y se ocupó de dirigirlo todo desde allá −continuó Joseph−

Y esas armas, junto a lo de Howth, son todo con lo que contamos ahora.

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−Está bien −afirmó Connolly, aparentando estar convencido−. Contamos con eso, más lo del ICA.¡Lo del ICA! Lo del ICA era bien poco, pensaron todos, pero nadie se atrevió a recordárselo a Connolly. No obstante, su provisión de explosivos, robados a

guarniciones británicas, era un asunto nada despreciable.−Creo −afirmó Joseph mirando sus manos que continuaban temblorosas, pues su fiebre no había cesado− que debemos olvidarnos de las armas alemanas y de todo

ese asunto por completo. Han arrestado a Casement y cualquier cosa que decidieran finalmente hacer los alemanes, ya no la harán. Tenemos armas aquí y los hombresestán listos.

−Bueno −continuó Patrick, ordenando sus propios pensamientos− esto es con lo que contamos: la posibilidad de recuperar una proporción importante de laDivisión de Dublín, mensajeros para el resto del país y las armas que ya están dentro de la ciudad. La pregunta es: ¿podríamos hacerlo?

−No como lo habíamos planificado −respondió Thomas MacDonagh.−Claro, habría que ajustar los planes −dijo Patrick− Creo que si decidimos que continuaremos, habrá necesariamente que posponerlo.−¡Posponer! −gritó Clarke− ¡Y darle tiempo a los ingleses de que nos arresten a todos y nos desarmen! ¡Actuariamos como estúpidos!−¡Thomas! −gritó a su vez Patrick, conteniendo su agitación para no decir más.−Si Patrick, actuariamos como estúpidos, exactamente eso digo −continuó Clarke, obviando su manifiesta contrariedad−, esos hijos de puta nos tienen ubicados a

todos. Creo que hay que seguir ahora mismo, como lo habíamos previsto. Al menos tendríamos la sorpresa de nuestra parte. En unas horas será un hecho público ypodrán encerrarnos a todos... ¿O crees que son tan tontos? Estuve quince años golpeándome la cabeza contra las paredes de una cárcel inglesa y creeme que no quieroregresar. Si Dublín se rebela ahora, el resto del país nos seguirá... o al menos los Voluntarios que estaban involucrados para la movilización.

−¡Eso es una locura! ¡Un suicidio! - susurró Ceannt, que luchaba por mantener su mesurado carácter.- Lo retrasaremos un día y enviaremos nuevas órdenes para solventar esta confusión −insistió Patrick-−¡Confusión! −exclamó Sean MacDiarmada− ¡Lo que enviaremos será nuestra propia sentencia! Parecemos una maldita banda de aficionados...−Sean, hay que cambiar todos los planes −insistió Joseph− En las condiciones actuales, incluso en Dublín, tendríamos con suerte la cuarta parte de los efectivos.−Privilegiaríamos la lucha callejera −apuntó Connolly, intentando rescatar su entusiasmo.−Y quizás también la ocupación de los edificios... −le siguió Joseph, que había revisado junto a él la estrategia de la ocupación una y otra vez− Una defensa activa.

Habría que estudiarlo.−Veinticuatro horas... aplacemos todo un día más −propuso Patrick− Así tendremos la posibilidad de ajustar los planes. Saldremos lo más fuertes que podamos y

de seguro, como dice Clarke, el resto del país nos seguirá.Tras una irrebatible votación, en la que Clarke permaneció como el único partidario de la acción inmediata, decidieron posponer los planes hasta el mediodía del día

siguiente, Lunes de Pascua. Pero no había tiempo que perder. Era imprescindible esforzarse por revertir el desastre que MacNeill, Hobson y el O'Rahilly habíanproducido. Decidieron enviar a algunas de las mujeres de Cumann na mBan, las más confiables y astutas, como mensajeras de la “contraorden de la contraorden”. Lasituación resultaba tan delicada que Connolly sólo colocó en las manos de su propia hija, Nora, la comunicación con sus fuerzas en Belfast.

Las líneas de aquel periódico, que aún continuaba sobre la mesa como un silente testigo de la discusión, danzaron ante la mirada cansada de Joseph. Tendría queenviar un mensajero para informar a Amanda de la situación. Era indispensable que activara el operativo de sacar de sus escondrijos todas las armas que habíanintroducido durante los últimos dos años en la ciudad, comenzando por las que reposaban en el sótano de su casa. Era urgente que trajera además los valiosos planosque había dejado en su biblioteca, cuando salieron apresurados hacia el hospital. Y además, necesitaba que ella viniera, no podía arriesgarse a la fase más peligrosa deaquella maniobra sin contar con el auxilio de su dedicada enfermera.

Sir Mathew Nathan también había tomado algunas decisiones contundentes. Arrestaría a los cincuenta líderes más conocidos de los Voluntarios, y a los de la Liga

Gaélica, y a los del Sinn Feinn, y a los sindicalistas, y a esas mujeres que protestaban por la conscripción, y también a esas que se habían atrevido a desfilar en ropassimilares a uniformes. Arrestaría a todos los agitadores antes de que el orden colonial se saliera de control. Los arrestaría a todos, aunque no tuviera celdas suficientesdonde meterlos. Los arrestaría a todos aunque no le alcanzaran los policías para una posible represión ¡Para algo los tenían identificados! Había telegrafiado su decisióncon rabia en el aparato conectado a la línea particular del Castillo, que se comunicaba directamente con Londres. A pesar de su enérgica convicción, debía solicitar laautorización para ello... El golpeteo del telégrafo lo sacó de sus cavilaciones, pues ya calculaba los espacios necesarios para encerrar a toda esa gente. Cuando leyó elmensaje, la satisfacción que su inmediatez le había producido se desvaneció. Augustine Birrell, su jefe, le ordenaba "esperar por su respuesta hasta mañana".

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19

Cooperativa de la Unión Sindical, 5.00 p.m.

Emily salió apurada a llenar dos jarras con agua fresca. A pesar de la frialdad del clima de afuera, el encierro y la actividad convertía aquella habitación en un

espacio caluroso, asfixiante y húmedo. El olor de la tinta hacía el aire menos respirable. Tres hombres y dos mujeres en unos pocos metros cuadrados, una vieja máquinaWharfedale, una tabla de composición y tres cajas de tipos. La entrada al lugar se encontraba oculta tras armarios con ropa de niños y hombres del ICA fuertementearmados guardaban los alrededores. Simulaban que trabajaban bajo coacción, por sí, como ya se había hecho costumbre, el local era allanado por el RIC.

¿Secuestrados? Esa había sido una salida ingeniosa que se nos ocurrió en el momento... La verdad era que sabíamos a la perfección lo que hacíamos,desesperados por lograr imprimir la mayor cantidad de copias posibles de aquel documento que Thomas MacDonagh le había entregado a Connolly al final de aquellareunión de nueve horas.

Rosie y yo estábamos en Liberty Hall desde la mañana, pues nos negamos a creer que las maniobras previstas habían sido suspendidas por un problema con losVoluntarios...¡Los Voluntarios! En mi escaso conocimiento de los entresijos de la política, me parecía que aquellos hombres bien vestidos y bien alimentados, quevivían en Ranelagh y en Rathmines, aquellos burgueses inflamados de pretendido sentimiento nacionalista iban a dejarnos solos... Yo suponía que algo así iba a pasar,por eso no me extrañó cuando Rosie nos despertó dando gritos bajo la ventana... Ella y yo corrimos a Liberty Hall, mientras Jim decidió ir hasta la casa de suComandante buscando noticias de las que pudiera fiarse.

Llegamos tan temprano que vimos entrar a todos los dirigentes de los Voluntarios... Un tal Consejo Militar, mientras preparamos té y emparedados en la cocinaque habíamos logrado improvisar desde los días terribles de la Huelga. Todo el mundo hablaba intentando comprender lo que pasaba, el periódico donde se publicó elanuncio suspendiendo las acciones de los Voluntarios iba de mano en mano, todo eran susurros donde se mezclaban las palabras traición y decisión.

Nueve horas, ellos estuvieron reunidos allí durante nueve horas, las había contado una por una. Pero Connolly también había salido y entrado unas cuantasveces, dando fuertes portazos y gruñendo órdenes. Y en una de esas salidas, trajo consigo al hombre que imprimía nuestro periódico "El Trabajador Irlandés" y a dostipos más. Y nos llamó luego a Rosie y a mí. Resulta que habían escrito un documento, una Proclamación y había que imprimirlo cuanto antes... debíamos encerrarnosen esa habitación y correr.

No fue un asunto sencillo. La máquina era vieja y según ellos, tenía problemas de funcionamiento. Mientras estaba concentrada en llevar a cabo la primera tareaque me encomendaron, ordenar aquellas letritas de metal que se llamaban “tipos” en orden alfabético en una caja de madera con compartimentos, ellos notaron elsegundo gran inconveniente: aquellos "tipos" no eran suficientes... Liam O`Brady, así se llamaba ese hombre, salió a pedir más... ¿De donde salieron? No lo sé, perouna hora después dos cajas, también incompletas, llegaron a mis manos. Cuando Joe Stanley, el compositor, me enseñó cómo se acomodan aquellas pequeñas piezas,colocadas al revés sobre lo que llamaban "plancha de composición" continuaron los problemas... Apenas en las primeras líneas tuvimos que modificar una "O" parahacer una "C" y mejor no detallo lo tosco de nuestros métodos. Luego, creo que en la línea siguiente, tuvimos que agregar lacre a una "F" para hacer una "E"...Además la "e", aprendí en esas rápidas lecciones, es la letra más frecuente de nuestro idioma y no teníamos suficientes, así que tuvimos que combinar "e" de variasclases de tipos. Yo las veía todas iguales, pero para ellos era una cosa terrible ¡Una verdadera locura! Para completar, por una razón que jamás acabé decomprender, ellos determinaron que sólo podríamos imprimir aquel cartel en dos partes, una mitad primero y la otra después. Enviaron un mensaje a Connollypreguntando su opinión al respecto y de inmediato recibimos de vuelta un papel con sólo una palabra: “¡Adelante!”

Cada minuto aumentaba nuestro nerviosismo. Incluso las manos de aquellos hombres, que parecían tan tranquilos, bromeando y fumando algún cigarrillo, lesdelataban temblorosas. Cuando Rosie salió a buscar el consabido té con emparedados nos contó a la vuelta que unos efectivos de la RIC habían estado rondando.Connolly los echó con amenazas de disparos después que ellos le confesaran que no traían consigo una orden de registro. Constance, a su vez, decidió guardar lapuerta del local armada con aquel hermoso revólver suyo con detalles de nácar que resultaba tan llamativo. Podía imaginarla con su uniforme con pantalones, elpeinado impecable y el cigarrillo balanceándose en su boca... Hacía apenas una semana, yo estaba en la tienda (era una cooperativa de ropa para niños dondealgunas nos turnabamos para atender) y Constance había llegado corriendo con la noticia del allanamiento de la imprenta de Liberty Hall, la oficial, la que estaba a lavista de todos. Los agentes del Castillo confiscaron la máquina y la mayoría de los tipos y por eso decidieron buscar otra imprenta y meterla en este lugar sin ventanasni ventilación.

¡Sudamos! Yo no sudaba tanto desde que trabajaba en la sala de horneado de la Fábrica Jacobs... Rosie se limpiaba el sudor cuidando no correr la tinta, pues sulabor era vigilar las bobinas de papel, retirar las copias húmedas y ponerlas a secar. Luego, las apilamos en paquetes y cada hora, las sacamos fuera...100... 200..300. ¡Ya me sabía el texto de memoria!... Y notaba como los muchachos trataban de hacer funcionar aquel armatoste más allá de sus posibilidades. Algunas copias setrababan en la máquina, otras salían con manchas, muy claras o muy oscuras... incluso noté, cuando ya casi terminamos, que en una de las oraciones finaleshabíamos colocado una "e" al revés.

Eran ya las nueve de la noche pasadas y hasta, habíamos recibido algunas visitas; Connolly, impaciente, pasaba de tanto en tanto y algunos de los firmantes (meenteré que los hombres que habían estado reunidos eran los redactores de aquel documento que nos empeñamos en reproducir) también habían entrado parasaludarnos, uno a la vez. El que más se quedó fue un joven de anteojos que parecía conocer bastante del asunto. Stanley, O`Brady y Molloy conversaron con éllargamente sobre aquella vieja imprenta, que chirriaba como un animal moribundo. De hecho, todos nos habíamos manchado con el aceite oscuro que ellos le poníande tanto en tanto para que continuara. Él metió sus dedos delgados en las cajas de tipos que yo había ordenado y me indicó el nombre de cada uno de ellos,señalándome que dos de esas cajas, las cajas que habían llegado luego, eran suyas... y terminó opinando

−Ese papel es muy malo, perderemos la mitad...Horas después nos dimos cuenta que tenía razón. La meta era imprimir 2500 ejemplares, pero alrededor de la una de la madrugada, Rosie y yo le dimos una

mala noticia a los chicos...−Es imposible continuar.−¿Por qué? −preguntó Brady.−No hay más papel −le respondí señalando la única bobina que quedaba.Tal como aquel hombre había apuntado, entre desgarros y enredos en la máquina habíamos perdido casi la mitad del papel ¡Que demonios!−Bueno, chicas... terminaremos lo que se pueda −respondió Stanley− Hemos hecho todo lo posible … y hasta lo imposible −agregó con un profundo resoplido de

cansancio.−¿Cuántas tenemos? −preguntó Molloy.−Unas mil −respondió Rosie agotada, sentada en un rincón, limpiándose el sudor.−Es bastante. Sobre todo en estas circunstancias...Eran casi las dos de la madrugada. Pero nuestro trabajo, a diferencia del de ellos, no había terminado. Luego de culminar la impresión, comenzamos a sacar las

copias que quedaban, llevándolas a Liberty Hall. Allí, Helena, que esperaba con un estado de ánimo extraordinario, proveniente de la mezcla explosiva de suentusiasmo con muchas tazas de café, se dio a la tarea de ir en bicicleta por toda Dublín para distribuirlas... y reiterar a muchos que aunque pospuesta, la decisión depasar a la acción se mantenía.

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20

Hotel Metropole, 5.30 am

Amanda despertó de su breve sueño, miró de reojo el reloj en la pared y decidió que ya que Joseph al fin había logrado dormir, dejaría que lo hiciera por todo el

tiempo que fuera posible. Se levantó para verificar que aquellas almohadas que con tanto cuidado había colocado continuaban allí. Estaba tan cerca de él que podíaescuchar su respiración cansada e irregular, sobresaltada con más frecuencia de lo que ella hubiera querido. Tomó la palangana de porcelana que había pedido apenas alllegar, donde finos hilos de sangre, roja y brillante, destacan sobre el agua... “Esto no va nada bien”, pensó mientras la vaciaba en el baño... ¡Pero quién sería capaz depedirle que volviera a casa!

Recordó cuán lentamente habían caminado las cuatro escasas cuadras que separaban Liberty Hall del Hotel Metropole, ubicado en plena calle Sackwille, y losviolentos ataques de tos que había tenido que enfrentar con todas sus armas habituales: desde los consabidas fricciones en el pecho, los golpes en la espalda y el técaliente, el agua, el cambiar de postura y hasta los más sugerentes susurros de las páginas de Dante en los breves ratos de tranquilidad... Sin embargo, aquellos delicadosversos que casi conocía de memoria ahora cobraban sentido y habían logrado llevar sus pensamientos hacia otra persona. Amanda sintió de nuevo, punzante y retorcida,la misma vergüenza de cuando notó, casi a las cuatro de la madrugada, que acariciaba el cabello de Joseph pensando en Adrián.

Él había venido poco después de la medianoche. Aún el sillón en el que ella intentaba leer, al lado de la cama, lejos de la mesa en la que los dos hombres se habíansentado y mientras Joseph explicaba sus instrucciones y Adrián hacía un montón de preguntas, Amanda se encontró con sus ojos grises que la miraban con frontalidad,casi con descaro. Y la verdad era que ella no necesitaba mucho más... ¡Quién sabe - se atrevió a fantasear - si hasta esta visita no era más que una audaz excusa paravolver a verla! Por ello no se sorprendió cuando lo escuchó decir

−¿Me permite conversar algunas palabras a solas con esta dama?Joseph subió los hombros y respondió−Pregúnteselo a ella ¿Quién soy yo para negárselo?No hizo falta. Amanda, a pesar de que aparentaba continuar su lectura desde el sillón, no había perdido ni una sola de sus palabras. Incluso, ella habría podido jurar

que distinguía en el aire su olor, esa mezcla inconfundible de colonia cara y cigarrillos americanos baratos. Los versos del soneto que leía parecían flotar ante sus ojosuna y otra vez, con sus líneas duplicadas en las páginas opuestas de aquella edición bilingüe... "Quando mi vide, mi chiamò per nome, e disse "Io vengo di lontanaparte, ov´era lo tuo cor per mio volere"[5]… (“Me llamó por mi nombre al divisarme; vengo – dijo – desde lejos, donde estaba tu corazón porque yo así lo quise”)

Ella hizo un leve gesto de aceptación con la cabeza y lo siguió fuera de la habitación. Inquieta, miró hacia los lados. Aquel largo pasillo poco iluminado y lasucesión de puertas cerradas le provocaba una extraña sensación de clandestinidad.

−No sabe cuánto deseaba volver a verla −dijo él, sin ninguna antesala− Durante todo el día, a pesar de esta situación, no he podido dejar de pensar en usted. Sóloquiero que lo sepa.

Amanda no respondió nada, pues evidentemente no le contaría cómo durante todo el día y la noche ella tampoco había sido capaz de dejar de recordarlo, y muchomenos podía confesarle como desde que Joseph le había asegurado que vendría estaba desesperada. ¡Sí, desesperada! Ante su expectante silencio, él continuó

−Anoche conversé con mi padre acerca de usted.−¿Y qué le dijo de mí? −preguntó ella con verdadera curiosidad.−Que la conoce desde niña y por ello puede asegurarme que es una mujer sincera e inteligente, tan hermosa como su madre y muy independiente...−¿Independiente? ¿Por qué él cree eso? −lo interrumpió ella sorprendida.Una sonrisa ligera revoloteó entre los labios de Amanda, mientras ladeaba un poco la cabeza. Así, en el pasillo en penumbras, su rostro quedó casi oculto en un

espontáneo gesto de coquetería. Y él agregó−Y también me dijo que ahora está comprometida. ¿Es verdad?−Sí.Lo escueto de su respuesta lo hizo dudar, pero Adrián no sentía celos por su prometido. Cuando la vio de su brazo en el vestíbulo del Abbey, había notado como

aquel hombre había llamado la atención de otras mujeres, pero no la de ella... ¿Por qué habría aceptado aquel compromiso? No había ninguna emoción en su afirmación,en aquel enfático "sí". El advirtió además, que ella ya no llevaba aquel vistoso diamante que obviamente era su anillo de compromiso. En su mano izquierda sólopermanecía ese discreto anillo cuyo exótico diseño hacía resaltar una pequeña y brillante amatista... La piedra del vínculo espiritual, la pureza y la castidad ¿Qué podríasignificar?, se preguntó. Adrián también notó como mientras él hablaba, ella había mantenido aquella mano sobre el pomo de la puerta, mostrándose un poco agitada,asustada y su cuerpo se volvía hacia la habitación de manera casi imperceptible... en la dirección de sus verdaderos sentimientos. Estaba seguro de que ella ni siquiera seatrevería a suponerlo; pero para él, todo resultaba evidente y esa era su única duda, su gran duda, la duda que se revolvía, amarga, en su pecho.

−¿Se quedará acá? −preguntó.−Por supuesto.A pesar de su silencio, Adrián no pudo lograr que su profunda contrariedad fuera menos evidente, y ella al notarlo, añadió nerviosa, hablando rápidamente.−Como usted sabe, soy enfermera, y creo que es evidente que él no puede quedarse solo, que puede necesitar asistencia en cualquier momento. Lo he hecho

montones de veces, desde que...−No hace falta que dé explicaciones −dijo Adrián, y luego, avergonzado ante la dureza de sus palabras, añadió incómodo, poniéndose el sombrero y disponiéndose

a irse− Discúlpeme por favor, soy un entrometido -Ella extendió su brazo hacia él, tocándolo en el hombro para detenerlo y dijo en un susurro, casi suplicante−Se trata de una relación familiar.Él, aunque no quería otra cosa que salir de allí después del exabrupto que había cometido, se quedó un momento para escucharla.−Quizás su padre olvidó decirle que hemos crecido como hermanos... −continuó ella mientras el verde de su mirada brillaba desafiante entre las sombras− Sólo

quiero que lo sepa.Adrián era suspicaz. Así que se acercó más ella para decirle−Mañana, iré junto a usted apenas sea posible ¿Lo sabe, no?Ella sonrió, mientras él besaba la asustada palma de su mano.−Sí, lo sé... Y yo lo estaré esperando - alcanzó a responder, mientras él se alejaba por el pasillo y ella miraba los dedos que había cerrado rápidamente, como

guardando un tesoro. Temía que el recuerdo de los labios de Adrián se desvaneciera.

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II

DESARROLLO

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Lunes, 24 de Abril de 1916.

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21

Richmond Bridge, 11.00 a.m.

El doctor Frédéric McMillan detuvo su apurada caminata justo al llegar a la esquina del puente Richmond. No sabía aún si debía acudir al lugar indicado, siguiendo

la última de las órdenes que había recibido, o continuar esperando. Tras los contradictorios mensajes que recibiera el sábado y luego, el domingo, decidió atender al másreciente de ellos, pensando que prefería equivocarse a no participar. Había eludido sus labores en su consultorio del Hospital Meath y mientras se acercaba hacia ladiscreta sala cercana a Blackhall Place donde tantas veces se había reunido, la calma del Dublín matinal lo hizo perderse en una agradable contemplación. Las sosegadasaguas del Liffey corriendo bajo los puentes, la armonía de las curvas de mármol del Edificio de las Cortes, la línea firme de los tobillos de la muchacha que pasaba por lacalle y tomaba un coche...

En medio de sus dudas, Frédéric se sorprendió al ver la aglomeración de uniformes al inicio de la calle Blackhall, pero al entrar a Colmcille Hall sólo pudointercambiar un fuerte apretón de manos con Eamon Daly, el más joven de los Comandantes de los Voluntarios, antes de que éste subiera al improvisado podio dellugar. Entre los murmullos y la expectativa, él dijo que se había conformado un Gobierno Provisional, que la República sería declarada al mediodía y que todos ellosestaban convocados a defenderla.

¡La República sería proclamada al mediodía!...En medio del asombro y los comentarios entusiastas, los hombres comenzaron a formarse en la calle dispuestos amarchar, tal como Daly lo había indicado, hacia las Cuatro Cortes, a cinco cuadras de allí.

−Doctor MacMillan, sabía que estaría aquí −dijo Daly a modo de saludo.−No puedo hacer otra cosa y por favor, llameme Frédéric.Daly asintió en silencio y luego preguntó.−¿Trajo todos sus instrumentos?−Sí −respondió señalando el pesado maletín que tenía semanas equipando en el hospital− Algo me decía que no se trataba de una maniobra...−No, doctor. Se acabaron los ensayos −dijo Daly con una sonrisa− ¿Se quedará?−Por supuesto, sólo quisiera saber si además de su médico, pudiera considerarme uno más de sus soldados.−¡Eso es demasiado peligroso, doctor! −exclamó Daly, sorprendido− ¿Por qué quiere hacer algo así?−Por una razón personal...−Yo sólo quería seguir las recomendaciones que me han dado −dijo Daly intentando justificar su pregunta− cuidar a los pocos médicos y enfermeras con los que

contamos, pero si usted lo desea así, así será.

En realidad, Frédéric defendía razones muy antiguas. Se trataba de un deseo, un compromiso, una venganza personal, que mantenía oculta como su más recónditosecreto. Una promesa hecha cuando sólo era un niño de ocho años que miraba asustado desde su cama como varios policías entraban a su casa dando ásperos gritos,tumbando muebles y puertas, hasta esposar al hermano de su madre, Thomas Caffrey, y sacarlo entre violentos empujones y sollozos de mujeres calle abajo en mediode la fría niebla de la madrugada.

En pocos días, él aprendió a silenciar cualquier referencia a su antiguo compañero de juegos; y poco después había logrado descubrir, no sin sorpresa, que su tíofavorito había sido uno de los asesinos de Lord Cavendish, el Secretario para Irlanda que había sido apuñalado junto a su asistente por cuatro hombres de la HermandadRepublicana en el Parque Phoenix, al día siguiente de su desembarco.

Al conocerse las razones de su detención, el tío Thomas sufrió el desprecio del resto de la familia y de la opinión pública, la cárcel y una humillante ejecución porahorcamiento en Kilmainham Gaol; pero Frédéric, siempre en silencio, le había convertido en su ícono particular del patriotismo y ahora, en su principal motivo paraluchar.

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Liberty Hall, 11.15 a.m.

Constance, impaciente, ya había encendido su tercer cigarrillo. Frente al edificio de Liberty Hall, todo quien llegaba o salía se acercaba para preguntar, darle alguna

información o comentar algo. Miembros del Ejército Ciudadano, de Cumann na mBan, de los Voluntarios, acudían a Liberty Hall en busca de las armas, pistolas,bombas caseras y granadas que se habían guardado allí. Iban a enterarse de las últimas órdenes, sobre todo después de la confusión del día anterior. Venían parapreguntar por sus superiores, para confirmar adonde debían ir. Y ella respondía, explicaba, escuchaba, planificaba, disponía y sobre todo ordenaba. Parecía tan cómodacon el sencillo uniforme verde oscuro, cuyas líneas masculinas acentuaban su esbeltez; mientras caminaba de un lado a otro, midiendo con pasos largos la entrada deledificio, calzada con aquellas botas negras que casi alcanzaban sus rodillas y las dos pistolas al cinto cuya capacidad de usar, nadie se atrevería a poner en duda. Unagran sonrisa apareció en su rostro cuando vio acercarse a James Connolly.

−Hola Constance.−Hola James.−¿Cómo te sientes? ¿Estás lista?−Por supuesto.¿Se mantienen las órdenes de ayer?−Sí, irás a St. Stephen Green en el auto de la doctora Lynn, ella estará encargada de las chicas y tú te quedarás allí, ayudando a Mallin.−Entendido −dijo ella, llevándose la mano derecha a la sien, en un gesto que imitaba un saludo militar− ¿Algo más?−Sí, recuerda siempre que eres mi “fantasma” −agregó Connolly sonreído− Y que siempre debes confiar en Pearse.Constance miró a Connolly con una interrogación en sus ojos .−¿Fantasma?¿De qué estás hablando? −le preguntó.−De que eres la única persona que conoce sobre todos los planes del Ejército Ciudadano y por tanto, serás responsables de los mismos si yo muero, o

desaparezco.−No digas esas cosas, James −replicó ella con severidad-−Sabes bien que es una previsión necesaria. Están colocando material de primeros auxilios y medicamentos en el auto. Cuídalo, no hay más.−Eso haré −dijo ella mientras le tendía la mano, que Conolly estrechó con fuerza− Cuenta conmigo para lo que sea −agregó a modo de despedida, abrazándolo con

emoción después. Helena Molony, vestida con un traje masculino de tweed marrón y con el pecho cruzado con un cinturón Sam Brown, había presenciado toda la escena al acercarse.

Acompañada por siete mujeres más del ICA con atuendos similares, acudían en busca de las armas que Connolly les había prometido. Constance, a su lado, asintiósatisfecha al comprobar en qué se habían convertido los valiosos zafiros con los que Andrew Reynolds había intentado comprar el cambio de la fecha de su boda conAmanda.

−No las usen excepto como último recurso −advirtió Connolly, mientras Helena colocaba el pequeño revólver dentro de aquellas incómodas correas de cueroasintiendo en silencio.

Por su parte, Arthur Hamilton Norway, el nuevo director de la Oficina General de Correos, camina distraído pensando en el trabajo que lo esperaba en la oficina, a

pesar del feriado. Había dejado a su esposa aún somnolienta en el hotel donde vivían desde su llegada, prometiéndole que estaría allí sólo un momento: escribiría losinformes, los dejaría listos para el envío y recogería algunos documentos y luego; al regresar al hotel, la invitaría a pasear; sería una verdadera lástima desperdiciar un díatan hermoso, el sol brillante y el cielo sin nubes, tan diferente a la proverbial lluvia dublinesa de la que tanto le habían hablado.

Incluso, mientras saludaba al escaso personal que debía trabajar ese día, él lamentó que a último momento desistiera de acudir a las famosas carreras de caballos delLunes de Pascua, pues perezoso, había preferido disfrutar de un largo desayuno junto a su esposa. Sus superiores en el Castillo le habían comentado con entusiasmosobre las carreras de Fairyhouse y cómo éstas atraían a quienes admiraban el trabajo de los criadores de caballos o simplemente no podían marcharse durante los díasferiados. Había sido un error de recién llegado, concluyó, pues la mayoría de los oficiales e incluso de los soldados estarían allí, llevados por la bien ganada fama de lospurasangres irlandeses o por simple entretenimiento.

Al entrar a la oficina, Arthur se detuvo a admirar el panorama de la calle principal de la ciudad desde el amplio ventanal. Descrita por muchos como una de lasavenidas más hermosas de Europa, Sackwille Street exhibía algunas estatuas dedicadas a eminentes irlandeses entre los árboles sembrados en su isla central. A losextremos de la calle, destacaban las figuras de Charles Stewart Parnell y de Daniel O'Connell y en medio de ellas, la orgullosa efigie del Almirante Nelson, el vencedor deNapoleón, justo en frente de su ventana. La altiva expresión del intrépido militar, que parecía mirar siempre victorioso sobre la ciudad logró transmitirle algo de suconfianza.

Con el rítmico sonido del traqueteo del tranvía como única compañía, se sentó en el escritorio, buscando con la mirada la caja de cigarrillos que había dejado sobreél. Sin embargo, no alcanzó a usar el encendedor, sorprendido por el sonido agudo del teléfono. Mientras sostenía el cigarrillo entre sus labios, escucho a Sir MatthewNathan ordenarle con voz nerviosa que acudiera al Castillo de inmediato.

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Liberty Hall, 11.50 a.m.

Unos minutos después, Winnie se había integrado al grupo que formaba ordenadamente frente a Liberty Hall, al lado de James Connolly, como siempre. En una

mano, llevaba el estuche con su máquina de escribir portátil y con la otra trataba de acomodar aquel revólver Webley tan grande en la pistolera. Vestía una de sus blusasausteras y claras, combinada con unos pantalones de hombre que lograban adaptarse a su figura con escasas curvas femeninas. El cabello oscuro arreglado con pulcritudy las botas militares que James le había regalado. Y su dije de la virgen brillando entre los discretos vuelos de la blusa. Nunca había dejado de usarlo, y mucho menos lodejaría hoy.

Su corazón latió con más fuerza cuando distinguió a Patrick Pearse entre la multitud que lo rodeaba, organizando la columna. Él se veía particularmente apuestocon ese uniforme, pensó; con ese verde gris de los Voluntarios que destacaba su palidez, su perfil de estatua clásica y su cabello castaño oscuro, peinado con la raya dellado derecho. Ella escuchó su voz, esa voz que a tantos había conmovido, imaginando palabras muy diferentes entre sus labios ¿Acaso susurraría ese hombre palabrasde amor? ¿O sólo era capaz de amar a la República? Mientras admiraba la silueta de su espalda enfundada en aquella chaqueta de oficial, notó como unos dedos delgadosse aferraban a su brazo con excesiva familiaridad. Al adelantarse, logró distinguir a una mujer ya instalada en los cuarenta, hablándole una expresión desdeñosa en surostro.

Era Margaret Pearse, quien tras una accidentada carrera en su bicicleta, había logrado alcanzar a su hermano menor frente a Liberty Hall. Apenas logró reconocer aPatrick hablando con ese tono de autoridad que tanto le irritaba, no pudo evitar abrirse paso entre aquella multitud de chalados y jalarlo por una manga de aqueluniforme tan limpio y tan planchado. El se volvió, mirando aquellos dedos como si se trataran de insectos que se hubieran posado sobre su brazo.

−¡Vámonos, Patrick! −exclamó ella, exigente− ¡Olvida tus tonterías y volvamos a casa!Winnie se ruborizó por él. ¿Qué clase de loca sería esa? ¿Acaso una esposa celosa?... ”Es la idiota de la hermana”, susurró molesto Connolly, sacándola de sus

dudas, adelantándose a la columna donde algunos hombres ya reían con disimulo y llamando a formación con su potente voz. Él sólo podía intentar distraer el incidentepara que Patrick, mientras tanto, lograra deshacerse de su Margaret como mejor pudiera.

Mientras tanto, en medio de la calle Sackwille, frente a la Oficina General de Correos, sólo el almirante Nelson observa desde lo alto de su columna de piedra comolos muchachos de Fianna na hEireann, los adolescentes que se han entrenado como soldados, apilan sacos de arena en las esquinas de las casas. Las pocas personas quehan ido a comprar sellos hacen fila ante las ventanillas del inmenso vestíbulo de la planta baja. En el segundo piso, los soldados ingleses bromean con las telegrafistas,vestidas con los colores alegres y los grandes sombreros de la primavera. El sol sigue brillando en lo alto del cielo despejado, con un suave y agradable calor. Apenas sise escuchan los pasos de las columnas que acaban de enfilar la calle, ahogadas por el toque del Ángelus en la iglesia cercana. Es exactamente mediodía.

James Connolly, Patrick Pearse y Joseph Plunkett se detienen en silencio. Tom Clarke y Sean MacDiarmada les siguen a poca distancia, con los pasos más lentosde un hombre mayor y un lisiado. Junto a unos ciento cincuenta hombres, ordenados en fila, han caminado la breve distancia desde Liberty Hall bajo la miradaindiferente de los transeúntes, cansados de los desfiles desde el inicio de la guerra.

Connolly da la orden ¡A la izquierda! Oficina de Correos… Carga!!!! La compañía da media vuelta a la izquierda, se detiene un instante y luego carga, corriendocon todas sus fuerzas bajo el imponente pórtico. Echan fuera a los clientes y a los empleados empujándolos con las culatas de los fusiles. ¡Este edificio ha sido tomadoen nombre de la República!, grita Patrick con el revólver en alto. Pero ni siquiera su potente voz se escucha entre el bullicio del desorden de los que intentan entrar, losque intentan salir y los que, asustados, no saben qué hacer. ¡Todo el mundo fuera! grita ahora Connolly, acompañando la frase con un disparo al aire.

Aquel sonido seco, multiplicado por el eco, provocó el pánico. Entre los chillidos de las mujeres, los empleados saltan sobre los mostradores del edificio. Muchostropiezan y algunos caen, junto a las sillas y los escritorios. Las planillas de envíos, los sobres y los paquetes vuelan en el vestíbulo. Los rebeldes avanzan abriéndosepaso de cualquier manera. Winnie no se despega del lado de Connolly, mientras busca con la mirada un lugar donde colocarse con su máquina de escribir. Josephaturdido y agotado por aquella caminata y la corta carrera, ve todo dando vueltas sobre su cabeza y temiendo caer, se aferra a unos de los mostradores. Apenas uninstante después, vuelve en sí y descubre a su asistente, un joven de Cork llamado Michael Collins, llevando del brazo a un teniente británico que ha rescatado de ungolpe dado por un Voluntario demasiado entusiasta “Creo que usted es el primer preso de la República Irlandesa”, le dice Joseph, mientras reúne fuerzas para atravesarese estropicio e ir hacia Patrick y Connolly.

Los tres miran a los lados, sorprendidos, sin creer aún lo que han hecho: han tomado posesión del edificio sin ni siquiera un herido. Unos soldados británicos gritandesde el segundo piso que se rinden ¡No disparen! ¡No tenemos municiones! repiten desesperados. En medio del desorden, escapan, dejando tras sí sus fusiles sin balas.

Frente al pórtico, un carro a caballo trae las provisiones. Dos hombres empiezan a descargarlas. Otros comienzan a fortificar el edificio, empleando muebles, sacosde arena y bolsas repletas de cartas. Connolly asume el control militar, organizando la defensa. Los cristales rotos de las ventanas delanteras son extendidos sobre lacalle, para evitar el avance de la caballería. El aire se llena de la expectativa de un ataque contrario. Patrick ordena la ocupación de los edificios circundantes, mientrasJoseph, que ha alcanzado con dificultad subir a la azotea, señala las posiciones donde se ubicaran los francotiradores.

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Emerald Square, 11:45 am

No fui a Liberty Hall porque decidí quedarme junto a Jim. El jamás me pidió que lo acompañara, y yo estaba segura que nunca haría tal cosa, pero lo cierto era

que estaba dispuesta a seguirlo donde fuera, segura que las anunciadas maniobras de los Voluntarios eran mucho más que eso. Jim pertenecía al Cuarto Batallón delos Voluntarios y él había verificado con toda certeza sus órdenes de concentrarse en Emerald Square, en las cercanías de South Dublin Union.

Cuando llegamos, con apenas unos minutos de retraso, un buen número de Voluntarios ya se encontraba reunido allí y el Comandante Ceannt se dirigía a ellos.Hablaba de lo que estaba sucediendo y en qué consistiría su participación: Serían responsables de resistir el contraataque de las fuerzas británicas, quienesseguramente trasladarían tropas desde los dos cuarteles cercanos y luego, quizás desde Curragh. Tomarían South Dublin Union para ello, porque era el lugar dondepodrían generar una defensa inexpugnable, continuó. También afirmó que no toleraría la más pequeña de las indisciplinas, que no podrían beber ni una gota dealcohol, que debían cumplir con todas las normas establecidas y no vacilar ante ningún peligro en su afán de defender la recién proclamada República. Ello noconstituía una obligación sino la más alta aspiración de cualquier alma irlandesa, dijo, agregando que quien considerara que alguna razón podría alejar de tales fines,era libre de abandonar la formación en ese momento.

Nadie se movió y él comenzó a leer una gran hoja de papel que desdobló solemnemente tras sacarla del bolsillo de su chaqueta. Mis ojos se humedecieron alreconocerla ¡Era una de nuestras copias, de las que habíamos impreso asustados, ahogados de calor, inventando tipos y luchando contra esas bobinas de papel tanmalo! Pude notar un brillo orgulloso en la mirada de Jim, que se volvió guiñandome un ojo. Apenas terminó su breve discurso, el Comandante Ceannt ordenó avanzarhacia South Dublin Union y su voz, afinada por su hábito de músico (él era de los mejores gaiteros de la Liga Gaélica y aún la gente recordaba que años atrás habíatocado en una presentación para el Papa) entonó unos conocidos versos, que acompañamos con entusiasmo ...“Los cielos estrellados sobre nosotros/ Impacientespara la lucha que viene, / Y como esperamos la luz de la mañana,/ Aquí en el silencio de la noche,/ Vamos a cantar la canción de un soldado”.[6]

Sin embargo, mientras caminaba, me preguntaba una y otra vez si esa sería la instrucción correcta. Porque South Dublin Union no se parecía nada a la idea quecualquiera tendría de un lugar adecuado para un asunto como este. He andado mucho por allí, desde siempre, por aquel montón de edificios bajos, feos, grises,pequeños y sucios que alguna vez se construyeron como una “casa de trabajo”, un lugar donde metían a los mendigos que recogían en las noches de helada,inconscientes por el frío y el hambre y a las familias echadas de los cuartuchos cuyas rentas no podían pagar. Allí, tirados como basura, tomaban sopas que proveníande los restos comestibles de la basura. El gobierno lo negaba, pero todo el mundo lo sabía. A mí me lo había contado una de mis vecinas, que trabajaba en esainmunda cocina.

En South Dublin Union, como en Liberties y los barrios del centro, sólo habían niños, borrachos, enfermos, locos, viudas de soldados y perdidos entre ellos, losdespedidos de esos espléndidos empleos de trece horas que yo tan bien había conocido. Claro, había también una iglesia y un hospital, y el correspondiente orfanato eancianato...¿Realmente íbamos a tomar South Dublin Union? Aunque la breve explicación de Ceannt sonaba coherente, imaginarnos dentro de ese lugar con todasnuestras armas no lo parecía tanto.

Eamonn Ceannt había esperado infructuosamente por la señal acordada. Tal como habían previsto con anterioridad, el estruendo de la explosión del fuerte en el

Parque Phoenix debía marcar el inicio de las acciones, la toma simultánea de los diferentes puntos de la ciudad. Se trataba del fortín donde se guardaban una buena partede los explosivos británicos, al que entrarían dos jóvenes Voluntarios, antiguos albañiles en unas recientes reparaciones, que contaban con planos detallados, conocíanlas entradas secretas y hasta sabían donde se guardaban las llaves de aquel arsenal. Ellos serían encubiertos por una docena más de Voluntarios que estarían allí desdeminutos antes, simulando jugar un partido de rugby en el césped que se extendía frente al fortín.

Se trataba de un plan limpio y elegante; pero al parecer, pensó Ceannt, algunos habían decidido no trabajar. Sacó una y otra vez su reloj del bolsillo del pantalón ycuando diez minutos pasaron tras la hora acordada, decidió que daría la orden de avanzar aunque nada se hubiera escuchado.

Como de costumbre, él estaba convencido de lo que hacía. Dividió al grupo en dos y tomó el liderazgo del primero de ellos, formado por una docena de ciclistas yun puñado de Voluntarios y entregó a William Cosgrave y Cathal Brugha, el mando del resto. Ellos avanzarían a través de las estrechas calles del vecindario hastaalcanzar las puertas principales del complejo, mientras él bordearía el Gran Canal para ingresar por la puerta trasera, la cercana al puente Rialto.

Aunque resultara irónico, South Dublin Union, aquel pretendido lugar de rehabilitación de alcohólicos, estaba rodeado de destilerías: la Watkins al este, la

Jameson al oeste en Marrowbone Lane y la Roe's en Mount Brown, al lado norte de la Unión. Ceannt había enviado grupos de 20 hombres a ocupar cada una de ellas.Aunque yo nada conocía de aquellos asuntos, la firmeza con la que organizaba las fuerzas y la autoridad que emanaba de sus órdenes me hizo cambiar rápidamentemi opinión sobre él. El par de ocasiones donde lo había visto antes, me había dado la impresión de un hombre pasivo e introvertido, incluso distante, sin muchamadera de líder y mucho menos de militar.

Su autoridad venía de su firmeza, de su convicción, como cuando pidió las llaves al anciano portero que se encontraba de guardia frente a los portones de laUnión. Así, sin más ni más, hasta con cortesía, como quien supone que será obedecido. Después de darle las gracias, él ordenó que las líneas de teléfono fuerancortadas y le dió a nueve Voluntarios la tarea de vigilar esa entrada. Ellos ocuparon un viejo edificio donde algunos enfermos mentales vagaban en seis dormitorios alcuidado de dos enfermeras. Ellas, asustadas, reunieron a los pacientes en el último, y despejaron el largo corredor de madera donde se ubican los francotiradores.

Nosotros continuamos adelante, entre los patios cuya descuidada hierba nos tapaba hasta las rodillas. Yo era la única mujer en el grupo, pero supongo queCeannt me había visto avanzar tan decidida al lado de Jim que prefirió no hacer preguntas. O al menos a no hacerlas todavía. Cuando llegamos al patio principal, quese extendía frente a la entrada, el grupo más numeroso, el de Cosgrave y Brugha, ya estaba allí, a la espera de sus órdenes.

Ceannt señaló la Casa de Enfermeras, un sólido edificio de ladrillos rojo oscuro de tres pisos y techo de pizarra gris que se levantaba al inicio del patio. Allídebíamos establecer el puesto de mando. Enseguida, empezamos a colocar barricadas en las ventanas y mientras arrastraba muebles al igual que el resto, recordabalas lecciones de Connolly en Liberty Hall. El rítmico ruido de un mazo retumbaba entre las paredes, pues los hombres rompían los muros para hacer túneles a travésde los muros internos. Así, podríamos desplazarnos sin necesidad de salir al descampado. Desde una de las ventanas del último piso, vi llegar a un hombre con uncarro tirado por un hermoso caballo negro. El viejo habló con Ceannt, quitó el arnés del caballo y se fué. Dos Voluntarios corrieron hasta allí, y comenzaron a traerfusiles, picas y sacos que poco después descubrí estaban llenos de cajas de municiones y granadas caseras. Ceannt alzó la mirada y distinguió mi figura curiosa,mirando hacia abajo desde la ventana. Yo, asustada, me volví y corrí hasta la siguiente habitación mientras los hombres convertían el carro hecho de largos listonesde madera, en parte de la gran barricada levantada tras la puerta principal.

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Dublin Castle, 12:05 p.m.

En el Castillo, ante la puerta principal, Arthur Hamilton se detiene a mirar mejor la estatua que representa a la Justicia. Le han contado que la gente cree que por

estar de espaldas a la ciudad y mirando hacia el Castillo, resulta un símbolo muy apropiado de la justicia británica. Sobre todo porque sus balanzas siempre seencontraban ladeadas, rebosantes de lluvia, hasta que se decidió silenciar los sarcasmos garantizando la imparcialidad con unos discretos orificios en los platillos

“Lamentablemente, no podían voltear la estatua”, pensó Arthur, mientras atravesaba el amplio patio adoquinado, sonriendo al comprender la anécdota ¿Para quédiablos podrían requerirlo con tanta urgencia un día feriado? Luego de varias contraseñas y revisiones llega al fin a la oficina de Sir Matthew Nathan, quien conversabacon el Mayor Price, el oficial de inteligencia del ejército.

−¡Ah!, es usted, siéntese −dijo Nathan señalando una de las sillas a Hamilton− Tenemos serios problemas. Un barco ha sido tomado con oficiales alemanes a bordoy armamento para un levantamiento…

Su rostro perplejo hizo que Nathan tomara una pausa. Y un respiro. Luego, lo vio sacudir su cigarro en el pesado cenicero de cristal tallado que adornaba elescritorio y lo escuchó decir

−Necesito que interrumpa el uso de los teléfonos y telégrafos sobre toda la ciudad y sus alrededores. Al mismo tiempo, Sean Connolly, un joven miembro del Ejército Ciudadano que trabajaba en una librería y actuaba en el teatro Abbey, se aproxima a Dame Street,

encabezando un pequeño contingente formado por diez hombres y nueve mujeres. Las suelas de sus botas resuenan sobre los adoquines a cada paso. Ya están frente aCity Hall, a un lado del Castillo. Helena Molony, que avanza en la columna derecha, se detiene un momento para mirar hacia atrás y distingue el auto de Kathleendoblando hacia St. Stephen Green cuando la sorprende el sonido de un disparo. Hay un hombre inerte, un policía, en medio de un gran charco de sangre. Sean, al verlosalir del puesto de guardia, había apuntado su fusil y con sólo una bala, lo había matado.

Arthur Hamilton continuaba desconcertado tras las palabras de Nathan. Aparentando tranquilidad, se sentó frente a una máquina de escribir para redactar las

órdenes que el Subsecretario le había solicitado. Un sobresalto lo hizo saltar sobre la silla. Afuera, muy cerca, una breve serie de detonaciones. Cerca, muy cerca, tal vezjusto bajo la ventana.

−¿Qué pasa?, preguntó nervioso, levantándose.−De seguro es el tan prometido ataque al Castillo −dijo Nathan apagando su cigarro sin terminar en el cenicero, mientras el Mayor Price disparaba desde la

ventana, sin certeza de a quién o por qué lo hacía. Luego, los dos hombres salieron apresurados y Arthur Hamilton, aún aturdido, esperó unos instantes en la oficina.Pensaba en su esposa a quien le había asegurado una y otra vez que Dublín era el mejor de los destinos coloniales que le habían ofrecido, el más tranquilo, el máscercano, el menos exótico... “Mi amor, será como si estuviéramos en una ciudad inglesa”, le había dicho... ¿Y su hijo? ¿Habría vuelto de la carrera con su moto? ¡Quiénsabe qué podría estar sucediendo por las calles! Intentó llamar al hotel por el teléfono que se encontraba sobre el escritorio, pero sus dedos temblorosos no alcanzaron aatinar el número. Ruidos de voces nerviosas en el pasillo lo hacen bajar las escaleras. En el rellano, todos los mensajeros comentan asustados lo que acababan de ver. Aaquel policía le habían disparado justo en el corazón.

Sean permanecía estupefacto ante el cadáver del policía, que tan nervioso como él, había apuntado con su arma, como respuesta ante el avance del grupo hacia la

entrada del Castillo. Sus compañeros lo rodeaban en silencio, compartiendo su estupor, hipnotizados por el brillo de la sangre sobre el gris de los adoquines. ¡Entremos!¡Entremos! - dijo Sean nervioso, agitando sus manos, señalando la puerta vacía. Ellos, en medio de la conmoción, vacilaron por un instante. Bendito instante. Ningunopodía creer que ese hombre estaba muerto. En un segundo, casi sin que pudieran darse cuenta, las puertas del Castillo estaban cerradas y los centinelas disparaban haciaellos.

En medio de la confusión el pequeño grupo siguió a Helena, que corría, escapando de los disparos, hacia City Hall, el edificio adyacente donde funcionaba elgobierno de la ciudad. Las largas faldas de las mujeres del ICA fueron el único inconveniente cuando saltaron la alta reja de la entrada. Otros se desplazaron sin muchosproblemas hacia los edificios de los alrededores. Sin embargo, habían fallado en su objetivo de capturar el Castillo. Y ya podía contarse también a la primera víctima, elpolicía James O´Brien, de cuarenta y cinco años.

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St. Stephen Green, 12.30 p.m.

Cuando Constance llegó a St. Stephen Green, muchas de las mujeres de Cumann na mBan que se habían encontrado temprano en el Father Matthew Park, a la

espera de instrucciones, se habían trasladado hasta allí. Vió a Margaret Skinnider junto a un grupo organizando las municiones y a varios de sus chicos de Fiannna nahEireann ayudando en la excavación de las trincheras. Kathleen y Madeleine entregaban el material de primeros auxilios que habían trasladado en el auto, dictandoinstrucciones precisas a las siete enfermeras con las que contaría la guarnición. Michael Mallin, mientras tanto, junto a un grupo de hombres, señalaba los lugares dondelevantarían barricadas. Ella se dirigió hacia él, tal como Connolly le había indicado.

−¡Condesa! −exclamó Mallin deferente, extendiendo la mano− ¡Que bueno que esté aquí!.−Es un placer para mí, Comandante Mallin −respondió ella− Connolly me ordenó ponerme a sus órdenes.−Sí, claro. Verá, con todo lo que ha sucedido con el aviso de MacNeill, no se han presentado todos los hombres de los Voluntarios que deberían; y muchos de los

que acudieron a esta guarnición han sido enviados a otras.−Ha sucedido lo mismo en casi todas partes con ellos, según sé.−Eso se comenta, pero acá han llegado algunas chicas de Cumann. Se reportaron quince hace una hora. Y muchas de nuestras compañeras del Ejército Ciudadano.−¿Quiénes? −preguntó Constance con curiosidad.−Según recuerdo, verá … allá están −dijo volviéndose hacia donde se agrupaban las mujeres, apilando municiones y comida− la Señorita Ffrench-Mullen…−Madeleine es una de las mujeres más valientes que conozco, puede ordenarle cualquier cosa, no se negará.−Ve, son esas particularidades lo que requiero saber para organizar mejor las cosas. He entrenado junto a nuestras chicas, pero no sé nada de las de Cumann...−Le diré: Rossie Hackett, aunque pertenece al ICA, se entrenó como enfermera junto a Annie Kelly, Mary Hyland, Lily Kempson, Kathleen Seerey, Mary

Devereux- dijo rápidamente mientras las señalaba; la Señora Joyce y Chris Caffery han actuado como mensajeras, son ágiles, discretas y conocen y son conocidas portodos, creo que podrían seguir haciéndolo. Y entre nuestras chicas, Nellie Gifford Margaret Ryan, Bridget Gough y Margaret Skinnider, como usted bien sabe, sontiradoras excepcionales, mejores que muchos hombres.

−Es bueno saber eso, pues este contingente no está completo y si se lo confieso me parece poco entrenado ¿Y las demás? No sé nada de estas chicas de Cumann−agregóó Mallin ansioso− ¿También saben disparar? Eso sería muy conveniente.

−¡Por supuesto! −exclamó Constance con orgullo− las damas que he referido son buenas tiradoras; las demás lo hacen de forma regular, bastante aceptable, diríayo. Las mujeres, Comandante Mallin, estamos obligadas a meternos en este asunto en serio.

Él la miró desconcertado, y Constance continuó.−Arriesgamos demasiado. Todas esas mujeres que usted ve allí; todas, son hijas, madres, esposas, novias, hermanas; al mismo tiempo son obreras, enfermeras,

maestras, tenderas... Esta sociedad no nos asigna el rol de hacer la guerra. Cuando decidimos asumirlo todo nos cuestiona; así que estamos obligadas a hacerlo bien.¿Comprende?

−Claro −respondió Mallin− Usted también tiene muy buena puntería... - dijo él condescendiente, mientras caminaban bordeando la laguna donde los patoscontinuaban nadando plácidamente, hacia el interior del parque.

Dieron una vuelta, entre los árboles y los cuidados mazos de flores y él le mostró las entradas donde ya se alzaban las barricadas y las trincheras recién abiertas,trabajos cuya finalización le ordenó supervisar mientras él recorrería las calles adyacentes para levantar otras barricadas que mejoraran la defensa de la posición. Doshoras después, la nombró segunda Comandante.

Constance miraba a su alrededor, recordando las noches en las que su carruaje se había detenido en el cuadrante norte del parque, frente al Hotel Shelbourne,famoso por la elegancia de sus salones. Contempló con desprecio a la calle que los separaba, conocida como el “Beaux Walk”, uno de los lugares de exhibición favoritosde la alta sociedad dublinesa, que durante el último siglo había mostrado allí el lujo de sus joyas y la suntuosidad de sus pieles y vestidos. Esas mismas joyas, pieles yvestidos que ella había abandonado, corriendo tras un anhelo de justicia, vendiendolos para comprar comida para las cocinas comunales de Liberty Hall durante la huelgay armas para la rebelión, convirtiéndolos en símbolos de un pasado que había dejado atrás.

Su pasado... Constance siempre causó polémica, desde aquella tarde londinense de su presentación a la reina Victoria, cuando había respondido encantada a lasmiradas curiosas de los caballeros de la corte que deslumbrados, la llamaron “la nueva belleza irlandesa”. Casi adolescente, triunfaba en el exigente salón del trono,inclinándose en la reverencia protocolar con la gracia que su madre se había empeñado en enseñarle, sintiendo desde ese momento que esa no iba a ser su vida… ¿Dóndeestaría su vida?

Quizás lo supo desde su niñez, cuando su padre la llevaba a cabalgar por sus amplias propiedades en Sligo, presentándola a los campesinos arrendatarios, a quienesconsideraba criaturas desvalidas, dependientes de su cuidado. Pero lo olvidó y trató de saberlo cuando sola, había vivido en París la vida bohemia de una estudiante dearte, desdeñado las costumbres victorianas. Fue allí que se descubrió rebelde. Entre pinceles, óleos y paletas, había conocido a Casimir Markiewicz, su esposo durantequince años, el tiempo que necesitó para volver a Irlanda y reencontrar su nacionalidad entre el teatro de Yeats y las arengas de los obreros, organizados por Larkin yConnolly. Fue hacia sus cuarenta años que supo que su rebeldía tenía un sentido. Ella había entendido, y se había entregado. Casimir, su esposo; Maeve, su hija, aquellasuntuosa casa, sus elegantes vestidos, sus valiosas joyas, la privilegiada posición… todo había sido entregado… poco a poco fue despojándose de todo como un lastre.Ahora, a sus cuarenta y ocho años vivía entregada a un sueño. Y hoy al fin, pensó ella, tenía entre las manos un rifle para defenderlo.

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Parkgate Street, Comandancia General del Ejército Británico, 12:45 p.m.

El Coronel Cowan, el oficial de mayor rango a quien habían dejado de guardia durante aquel aburrido feriado en Parkgate, la sede del mando del Ejército Británico,

decidió actuar de inmediato ante las noticias. Mecánicamente, anotó en su libreta los nombres de los tres regimientos de infantería que se encontraban dentro de laciudad: 3er regimiento de los Royal Irish Rifles, 3er regimiento del Royal Irish Regiment y el 10mo regimiento de los Royal Dublin Fusiliers. A todos les dijo lo mismovía telefónica: habían sido reportados enfrentamientos en el Castillo con guerrilleros sinn feiners, muchos de ellos habían estado moviéndose durante la mañana por laciudad y quizás, podrían esperarse algunas escaramuzas. Preguntó el número de efectivos en cada uno y les instruyó para enviar piquetes de inmediato al Castillo.

¿Qué más podía hacer? No tenía ni una remota idea de lo que estaba sucediendo o de su magnitud. Estaban en guerra. Sabía que lo sancionarían por haber ordenadomovilizar tropas sin autorización, pero si no lo hacía y la situación, fuera la que fuera, se complicaba; la sanción (y su vergüenza) sería mayor. ¿Dónde estaría SirMatthew Nathan? Lo más probable era que Agustine Birrell se encontrara en Londres y Lord Wimborne, tan afecto a los buenos caballos como a las mujeres hermosas,de seguro disfrutaba de ambas aficiones en su tribuna privada de Fairyhouse.

Decidió ponerse en acción de nuevo y llamó al Brigadier Lowe en Curragh, informando de la situación y requiriendo efectivos de la 3era Reserva de Caballería y la25th Reserva Brigada de Infantería para su traslado a Dublín. Siguiendo la sugerencia de Lowe, avisó también a los cuarteles de Athlone y Belfast por si fuerannecesarios aún más efectivos.

Tenía que avisar a Londres. Los nervios le secaban la boca. Intentó servirse una taza de té, pero en aquel recipiente no quedaba ni una gota. Llamó a la mujer delservicio y le mostró la tetera boca abajo, agitándola vacía. Mientras ella murmuraba excusas, él intentaba enviar un telegrama. Silencio. Probó de nuevo, tecleó. Nada.Silencio.

−Quizás la línea esté cortada, mi coronel −se atrevió a sugerir el soldado de guardia, de pie ante la puerta de su oficina.−Es probable −aceptó Cowan− Necesito enviar un telegrama a Londres.−Mi coronel, he trabajado en comunicaciones. Si esta línea está cortada, es muy probable que no se puedan enviar telegramas en toda la ciudad. Es raro que el

teléfono haya funcionado...−¿Y dónde está el aparato más cercano?−En Kingstown, mi Coronel. Si usted lo necesita, puedo ir en bicicleta hasta allí. Podré llegar en poco más de una hora. Pero le pido autorización para no llevar el

uniforme. La verdad es que hay muchos sinn feiners por las calles.

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South Dublin Union, 1.00 p.m.

Jim y yo estábamos ordenando municiones en una de las habitaciones de la casa de enfermeras, cuando un lejano sonido llamó nuestra atención.−Espera −me interrumpió él alzando su mano derecha hacia el oído− ¿No escuchas?...Apenas se oía aquel lejano murmullo. Ambos callamos, y Ceannt, abajo, hizo lo mismo. Momentos después, él estaba supervisando nuestro trabajo arriba,

todavía con aquel débil sonido entre nosotros.−Es música militar, del cuartel de Richmond −concluyó Ceannt− Aún no saben que estamos aquí. Pero de seguro, no tardarán en enterarse. Hay que terminar

con esto y estar todos preparados en las posiciones de tiro −ordenó−. Ustedes dos −dijo señalándonos a Jim y a mí−,al techo.−Ahora mismo, Comandante −respondió Jim obediente, jalandome del brazo.−¿Y usted? −preguntó Ceannt dirigiéndose a mí− ¿Dispara?−Por supuesto, Comandante −respondí− Pertenezco al Ejército Ciudadano.Ceannt hizo caso omiso a mis explicaciones, pero con el rabillo del ojo pude notar la satisfacción en sus ojos, cuando me vió tomar con familiaridad mi vieja

pistola, guardada en uno de los profundos bolsillos de mi falda. Mientras subíamos, se escucharon unos primeros disparos, que parecían bastante cercanos… Lo que los rebeldes de South Dublin Union no podían saber era que el Coronel Cowan acababa de informar con sus intempestivas llamadas telefónicas al cuartel de

Richmond sobre la situación en la Oficina General de Correos y los enfrentamientos en el Castillo y que en respuesta, ellos habían decidido enviar una compañía alcercano Hospital Real de Kilmaiham y colocar una ametralladora Lewis sobre su techo, que dominaba los campos de la Unión, cuya ocupación sospechaban. La funciónde esta moderna máquina, operada por dos soldados y que era capaz de disparar 550 rondas por minuto, sería cubrir el avance de los soldados del ejército inglés.

Allí estábamos Jim y yo, junto a otro par de Voluntarios, agazapados en el techo. Podíamos distinguir a quienes se ocultaban en las pequeñas zanjas e incluso al

chico que aguardaba en una posición suicida frente a la puerta. No tuvimos que esperar ni siquiera una hora por la respuesta inglesa. Casi a la una de la tarde,comenzó a escucharse movimiento desde el sur, pero enseguida, esos ruidos fueron acallados por un estruendo de mil demonios escupiendo balas sobre el patio. Nosechamos al suelo hasta poder descubrir qué diablos era lo que estaba sucediendo.

La ametralladora Lewis había comenzado a hacer su trabajo, mientras quince soldados ingleses esperaban desde sus posiciones de tiro en las ventanas de los

edificios que acababan de ocupar, en la calle al frente de la entrada cercana al puente Rialto. Cuando se escucharon los primeros impactos, los de la ametralladora en ladistancia, los pacientes que se apiñaban en el último dormitorio del edificio ocupado por los Voluntarios se echaron al suelo. Los rebeldes enviaron un mensajerosolicitando instrucciones y Ceannt ordenó la retirada hacia el interior de la Unión. Por su parte, los ingleses habían recibido la instrucción de avanzar a cualquier costo,incluso escalando los muros que rodeaban el complejo, aquellas gruesas paredes de piedra que tan semejante la hacían a una ciudadela medieval.

Con la ayuda de unos binoculares, que uno de mis compañeros compartió con el resto, pudimos ver cómo muchos de los soldados ingleses cayeron en la

avanzada, a causa de las balas de los nuestros, que disparaban desde el edificio de los enfermos mentales. Poco después, escuchamos el sonido del silbato, la señalacordada para disparar nuestros fusiles de Howth. Los hombres habían decidido entregarme uno, pues concluyeron que mi pequeña pistola no serviría de mucho enesa posición. ¡Oh, un fusil de Howth! A pesar de lo mucho que supliqué, no había alcanzado a hacerme con uno de los que mis compañeros del ICA habían robado ensu accidentado desembarco, hacía casi dos años... Ahora, me costaba creer que un hombre, un Voluntario, me ofreciera uno sin más ni más. Al principio, fue difícilmantenerlo firme, era muy largo y mis brazos demasiados cortos ¡Y estas manos tan pequeñas! Bastante pesado, también. Pero bajo la mirada entre reprobatoria yasustada de Jim logré sostenerlo haciendo algo de presión con el codo. Me di cuenta que una vez que comienzas a tirar del gatillo ya no hay vuelta atrás. Sólo losdedos abriendo y cerrando el cerrojo automáticamente, poniendo balas y sacando casquillos en aquel viejo máuser sin posibilidades de pensar en nada más.

A pesar de la furiosa respuesta de los rebeldes, los ingleses eran más numerosos y continuaban avanzando, acercándose a la puerta principal, pagando como precio

numerosos heridos y algunos muertos. Los Voluntarios concentraron sus disparos en la estrecha entrada y lograron alcanzar a un oficial que disparaba contra una puertade madera aledaña al fuerte enrejado de la principal, en un intento desesperado de abrirla. El hombre cayó mal herido y el resto, asustado, se retiró. Apareció una camillaque se llevó al oficial en medio de un tenso silencio, roto unos segundos después por una voz enfurecida:

−¡Malditos bastardos!¡ Hijos de puta, lo mataron!Se trataba de un segundo oficial británico que tras comenzar a disparar, también fue alcanzado por alguna de las ráfagas de balas de los Voluntarios. Los soldados

que lo acompañaban se retiraron apenas lo vieron caer, como si aquello hubiera sido efecto de algún oscuro sortilegio. De nuevo, hubo silencio, mientras la camilla volvíaa hacer su recorrido.

Pocos minutos después, vino una segunda oleada de soldados británicos. Los condenados fusiles se recalentaron y debíamos parar los disparos por turnos.

Afortunadamente, comenzamos a escuchar también fuego de parte de los muchachos de la destilería Jamenson y más allá, desde Marrowbone Lane donde me habíandicho que estaban unas chicas de Cumann, pues todos aquí creían que yo era una de ellas. Los ingleses, que ya no estaban cubiertos por nadie, y disparaban echadossobre la hierba, se resguardaban como mejor podían. Algunos intentaron escalar el muro de piedra sin lograrlo, y otro, escondido tras un poste de telégrafo al que lasbalas arrancaban montones de astillas, fue al fin alcanzado por una de ellas. Con los binoculares, mientras esperaba que mi fusil se enfriara, pude ver como su cuerporodó por la suave cuesta y cayó en el agua del Gran Canal.

Momentos después, vimos a uno de los nuestros atravesando los patios que separaban nuestra posición de la entrada del puente de Rialto. De seguro era unmensajero, pues poco después volvía acompañado del resto del grupo. ¿Están retirándose?, preguntó Martin, el Voluntario que me había entregado el fusil, gritandosobre el ruido. ¡Es lo mejor!, respondió Jim mientras intentábamos cubrir el retorno de los seis hombres. Uno de ellos cayó herido, y dos de los otros le ayudaron acontinuar. Los ingleses, por su parte, también parecían retirarse. Después escuchamos más ruido de disparos, esta vez desde el este, en la fábrica de cerveza Guinessy luego un poco más lejos, minutos más tarde.

−Esos son de la Institución de Mendicidad −apuntó Jim.−¿Dónde están Heuston y los chicos de Fianna? −le pregunté−Ajá. De seguro los ingleses enviaron otro grupo que bordeara este edificio para poder avanzar. Los chicos también están dando pelea.−¡Pobres muchachos! Cuando los ví salir hacia allá, con Heuston a la cabeza recé por ellos −les dije mientras vaciaba las pocas gotas que quedaban en las

cantimploras en mi aún recalentado fusil− Me pareció que excepto él, ninguno llegaba a los diez y ocho años.

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Oficina General de Correos, 1.30 p.m.

Amanda ya había llegado a la Oficina de Correos y se ocupaba en establecer el puesto de primeros auxilios en el rellano del primer piso, junto a algunas de las

compañeras de Cummann na mBan a quienes había entrenado. La toma del edificio, aunque ocurrió sin combate, había dejado unos cuantos heridos. La mayoría,hombres cortados con trozos de vidrios de las ventanas y un joven, que al disparar un fusil por error había recibido un rasguño superficial en una pierna.

La noticia de la toma del edificio comenzaba a extenderse por la ciudad y muchos Voluntarios, entre aquellos que permanecían dubitativos por las órdenes ycontraórdenes y los que ni siquiera se habían enterado, acudían ahora y eran, en su mayoría, asignados a otras guarniciones.

Tras el tumulto de la toma, el interior del edificio era irreconocible. En el vestíbulo, sólo el mostrador principal permanecía fijado al suelo. Libros, mesas, sillas,sacos de correo, escritorios, más libros, artículos de oficina, archivos de correspondencia, habían sido amontonados debajo y alrededor de las ventanas, empujadoscontra los gruesos marcos de madera, con la intención de impedir la entrada de las balas enemigas...

Porque todos estaban seguros que habría una respuesta de los ingleses. Los hombres, pensativos miraban a los curiosos, a la gente desarmada en las calles yapuntaban sus fusiles desde diversos ángulos, probando... Otros contaban sus municiones, engrasaban las armas, y hasta se atrevían a hacer chistes al respecto, perosólo conseguían risas huecas, acalladas por la expectativa como respuesta. Todos los ocupantes del edificio esperaban el ataque de los ingleses, pero... ¿Cómo? y sobretodo.... ¿Cuándo?

Amanda añadía a la duda común, sus propias preguntas sobre aquella efímera promesa. Adrián había asegurado que la buscaría...”cuando le fuera posible” ¿Dóndeestaría él?, se preguntaba, ¿Acaso lo habrían asignado a otra guarnición? … ¿Cómo podría saberlo? Podía preguntarle a Joseph, pero la verdad, viéndolo tan atareadosobre sus mapas, rodeado de esos otros hombres....De momento, debía conformarse con esperar y observar discretamente a todos quienes entraban y salían del edificio.

Ella miraba hacia el vestíbulo, apoyada sobre la pulida balaustrada cuando la voz de un hombre que acababa de llegar fue reconocida por muchos al momento. Eltrabajo se detuvo y algunos se volvieron hacia él. La mayoría lo miraron con rabia, pues conocían el papel que había desempeñado para evitar que todo sucediera. Sabíanque el escaso número de hombres que se habían presentado a todas las guarniciones era en gran medida su responsabilidad. Era El O'Rahilly.

El sonrió como si nada hubiera sucedido y saludó con amplias palmadas en la espalda a los primeros que se acercaron. Llevaba el equipamiento completo y un parde pistolas relucían entre las correas de cuero. Afuera, se comentaba, su lujoso auto no alcanzaba a distinguirse bajo las cajas de provisiones. Su mirada curiosa estudiabael local. Hizo cómo si no viera a Joseph, que seguía apoyado en el mostrador, asignando a los recién llegados a las diversas guarniciones, ni a Connolly que dirigía eltrabajo de fortificación del edificio. Pero no pudo obviar la mirada frontal de Pearse, cuando llevado por el alboroto, bajó hasta la entrada para averiguar que sucedía. Lasonrisa de El O'Rahilly desapareció de inmediato bajo su bigote cuando lo miró a su vez.

Amanda recordó un ring de boxeo al presenciar la escena. Dos contrincantes midiéndose con la mirada y el círculo expectante de gente a su alrededor. Como buenosirlandeses, algunos se atrevieron a susurrar apuestas. Pearse, esperó que El O'Rahilly se dirigiera a él mientras mantenía sus brazos cruzados sobre el pecho como unaestampa del orgullo. Fueron unos largos, largos pasos. A pesar de lo que la mayoría esperaba, no había ninguna expresión en los rostros de ambos. Ella escucharíacomentar después que todos estaban de acuerdo que en Pearse era lo habitual, pero para un hombre como El O'Rahilly era cosa de tomar en cuenta. Bajo el raro silencio,incluso alcanzó escucharlo decir:

−Es una locura Patrick, pero es una gloriosa locura, y yo quiero estar en ella.

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Fitzwilliam Street, 2:00 p.m.

−¡Es una locura! −exclamó la mujer mientras extendía sobre la mesa una copia de la Proclamación con manos temblorosas.La criada de los vecinos le contaba a Brigid los rumores que se habían apoderado de la ciudad en menos de una hora. Decía que habían tomado el centro de la ciudad

y quien sabe cuantos lugares más, que en el Trinity Collegue se escucharon disparos, que los rebeldes están en el Castillo y han asesinado al Sub Secretario Nathan...“¡Esos puercos sinn feinners asesinos!”... Que venían los alemanes, que miles de hombres habían llegado de la provincia, que la condesa loca estaba dirigiendo a lasfeministas en las calles, que, que, que...

Evelyne la escuchaba angustiada, intentando pasar desapercibida, de pie al lado de la puerta de la cocina. Su hermana no había vuelto a casa y su padre estaba enLondres. Primero había supuesto que Amanda seguía con Joseph, en Malborough Road, pero durante toda la mañana había esperado que el teléfono sonara anunciandola breve llamada que ella solía hacer cuando algún incidente la retrasaba allí. Había decidido que comenzaría a preocuparse en la tarde, mientras daba vueltas ociosa por lacasa. No fue capaz de tomar sus pinceles, ni sus lápices y ni siquiera de escaparse hasta la cocina, donde era habitual que platicara con Brigid mientras terminaba lacomida. Casi a las dos, su intranquilidad fue justificada, pues los rumores que se extendían por la ciudad tocaron su puerta y llegaron en forma de la aquella criada hastala cocina. La curiosidad ante el cartel que ambas mujeres examinaban ajustándose los lentes, hizo que Evelyne decidiera hacer notar su presencia. Se acercó a la mesa yles preguntó señalando

−¿Qué es eso?−Un cartel que han pegado los rebeldes por la ciudad... una pro - cla- ma- ción −respondió Brigid pronunciando con cuidado esa larga palabra.Ahora eran tres las cabezas que se inclinaban sobre el rústico papel. Cuando terminaron de leer, Evelyne y Brigid llegaron a la misma conclusión.−¿Será que Amanda está con … “él”?−Seguro −respondió Evelyne− Iré hasta la casa de los Plunkett... Algo tienen que saber.Salió a una desierta calle Fitzwilliam, mientras pensaba cómo introduciría un asunto tan delicado. A diferencia de su hemana, Evelyne nunca visitaba a los Plunkett.

Temía el desdén de la señora Josephine y la suficiencia con la que la trataba Geraldine. La intimidad de Amanda y Joseph siempre le había resultado algo incómoda. Ycómo si no bastara con ello, años atrás había notado que George, el segundo de los hermanos, la miraba con acuciante interés. Y eso en particular, no podía tolerarlo.Pero ahora, el último de los nombres que firmaba aquella Proclamación era el de Joseph. Y al estar junto al de Patrick Pearse y Thomas MacDonagh todo parecía muyclaro. Amanda tenía que estar con él. Su hermana estaba metida en este lío y ellos eran su fuente más inmediata de noticias.

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Fábrica Jacob's, 2:15 p.m.

Maire atisbó el horizonte, asomándose impaciente por la pequeña ventana. Líneas de luz en el piso, donde se distinguían aún las huellas de los pasos de los obreros

que levantaban el polvo todos los días...La Fábrica Jacobs. Horas antes, Thomas MacDonagh había paseado su mirada asombrada por el lugar, pues a pesar de creerloimposible, éste no podía ser más conveniente.

Había aceptado la dirección de aquellos 135 hombres y 15 mujeres sin rechistar porque sabía cuán importante era mantener la disciplina, pero la sola mención deemplear una fábrica de ¡galletas! como cuartel le resultaba de una comicidad absurda en una situación tan seria. Cuando escuchó la idea durante la reunión de ayer, habíamovido la cabeza con incredulidad; pero al llegar allí, mientras observaba en silencio, decidiendo la organización de sus fuerzas en aquel edificio, agradece sorprendido lasolidez de la construcción, sostenida con una fuerte armazón de hierro y la anchura de las paredes, impenetrables a los disparos de los rifles. Ciertamente, la fábricaJacob era lo más cercano a una fortaleza antigua pensó, a esos castillos medievales que había conocido en sus años en Francia y a falta de foso, se encontraba rodeadapor calles estrechas que no permitirían el uso de artillería.

Ubicada al sur de la ciudad, hasta tenía dos altas torres, símiles de almenares, que permitían observar los alrededores. Constance Markiewicz y Kathleen Lynntambién habían pasado por allí temprano para dejar un cargamento de armas y equipos de primeros auxilios. En cuanto a provisiones, Thomas había reído con ganas aldescubrir los depósitos, incontables cajas de todo tipo de galletas. No se trataría de una dieta variada, pero tampoco les rendirían por el hambre. A pesar de su cercanía ala desesperación en las horas anteriores, Thomas había dirigido la ocupación con optimismo.

La reducida guarnición le había imitado. Ahora, Maire Nic Shiubhlaigh, paciente en su puesto de vigilia, estornuda por el polvo, se empina, confirma sus temores yvuelve a estornudar. Su largo cabello cobrizo, brillante, bajo el sombrero verde que era el único equipamiento del uniforme de Cumann na mBan que poseía, se agitajunto a su cuerpo. Sus ojos no le mienten. Esas formas que se dibujan en la lejanía son ellos. Ellos que vienen, tal como lo esperaban. Corrió hacia el amplio galpón,donde entre las máquinas apagadas, se apilaban los rifles y los cartuchos que habían trasladado.

−¡Comandante! ¡Vienen! −fue lo único que dijo.Aquella palabra le resultó extraña entre sus labios. Maire y Thomas habían llegado a trabajar juntos en el Abbey y en el Irish Teathre y ella se había acostumbrado

a su presencia en los primeros ensayos cuando participaba en alguna de sus obras. De inmediato, la silueta de Thomas, tan familiar entre escenarios y parlamentos,señalando los matices de una frase o un movimiento que no resultaba claro en el guión; corrió tras ella, siguiéndola hasta aquella ventana, que en lo más alto de la torredonde se encontraba el molino, permitía vigilar el camino que venía desde el cuartel de Portobello. Sobre el horizonte, en la última colina, crecían unas pequeñas manchasoscuras. Thomas bajó corriendo las escaleras, ordenando a sus efectivos que debían tomar sus posiciones.

Maire ayudó al muchacho que estaba a su lado a cargar su fusil. Ambos se miraron nerviosos y ella recordó el incidente que había provocado su llegada. Se llamabaLiam y a pesar de que era muy alto, durante las pocas horas que habían pasado vigilando desde la torre, entrecerrando los párpados, le había confesado que apenas teníaquince años, que sólo llevaba tres semanas entre los Voluntarios y que por supuesto, había mentido en su planilla de inscripción. Le había contado divertido que suspadres, al ver la agitación de ayer, habían quitado las válvulas de los neumáticos de su bicicleta para que no pudiera salir y que él los había convencido de que perderíasu trabajo si faltaba hoy. Cuando llegó a la Oficina de Correos lo habían enviado acá y cómo él rara vez cruzaba el Liffey, tuvo que pedir ayuda para no perderse entrelas calles del sur.

Pero lo peor había sucedido cuando llegó. El edificio acababa de ser tomado y una multitud enfurecida lo rodeaba, gritando insultos a los Voluntarios que estabanadentro. Las mujeres de los soldados que combatían en Flandes bramaban: “¡Vayan a Francia a pelear de verdad! ¡Vagos! Ella miraba desde arriba y advirtió alVoluntario que se encontraba a su lado, como una de esas mujeres, una alta y corpulenta, llevaba un bloque pesado en su mano. Aquel hombre notó, en cosa de unsegundo como la mujer iba a lanzar aquel objeto al muchacho que trataba de abrirse paso hacia adentro. El hombre le disparó en el instante preciso y Maire sólo escuchóel pitido ensordecedor en sus oídos y la figura de la mujer hundiéndose entre las cabezas de la multitud.

El temblor en sus rodillas continuó hasta que Liam llegó corriendo hasta la parte alta de la torre. Al volverse, recordó el asombro pintado en el rostro del chicocuando, jadeando por el esfuerzo de las escaleras, la descubrió allí, alta y hermosa como una aparición, más parecida que nunca a uno de sus personajes heroicos sobrelas tablas. Era la misma expresión exática que veía en su rostro ahora, mientras sostenía su fusil sobre la ventana. Los británicos se acercaban por la calle Camden yThomas había ordenado que no se abriera fuego hasta que pudieran ver a la mayoría.

Pero aquella orden no llegó con la claridad necesaria a quienes se habían apostado en los edificios de los alredores y cuando apenas los primeros uniformes caquisse anunciaron en la vuelta de la calle, hicieron fuego sobre ellos. Un oficial y seis soldados cayeron heridos y sólo minutos después, Maire y Liam pudieron ver desdeallí la huida del resto.

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Oficina General de Correos, 2.30 p.m.

Winnie ya había acomodado la máquina sobre un escritorio de la oficina que Patrick había tomado para sí mismo en el segundo piso. También le había traído té,

aunque la taza ya se había enfriado bajo su mirada indiferente. Pero Winnie era paciente y sin decir nada, bajó hasta la cocina ocupada por las chicas de Cumann, en elprimer piso. Apenas volvía con una nueva tetera humeante, notó que él conversaba animadamente con otra mujer. Una joven alta, de nariz respingada y labios finos, conel cabello castaño claro recogido en un moño y en cuyos ojos brillantes ella pudo reconocer que compartían el mismo confuso sentimiento hacia aquel hombre.

Louise Gavan - Duffy era la única hija entre varios hermanos de una familia de elevada posición social. Vivía en Merrion y había sido compañera de estudios deAmanda en un exclusivo colegio católico para niñas. Al terminar la secundaria, las dos decidieron seguir estudios superiores y a pesar que Louise intentó convencer aAmanda de que estudiara Lenguas y Literatura y Amanda a su vez intentó enrolar a Louise en la enfermería, ninguna renunció a su verdadera vocación. Ya en laUniversidad; Louise había sido de las primeras alumnas de irlandés de Patrick y tras graduarse, lo había acompañado tanto en sus pretensiones literarias como en susproyectos educativos. Sólo eran muy buenos amigos, pero no faltaban los comentarios maliciosos sobre la relación entre ambos, en particular después de la importantedonación de dinero en efectivo que ella había hecho para el funcionamiento de St. Enda's.

Poco después de aquel escandaloso incidente, la estudiosa Louise suplantó a Amanda como objetivo favorito de las murmuraciones de Merrion cuando asumió laresponsabilidad de dirigir St. Ita's, una escuela para niñas que seguía los principios pedagógicos de St Enda's y sobre todo, cuando luego se convirtió en la secretariageneral de Cumman na mBan. Pero, a pesar de aquellos actos inusuales, ella tenía una personalidad introvertida y reflexiva y estaba convencida de que esa rebelión eraun terrible error. Intentaba explicar sus argumentos a Patrick cuando Winnie entró a la oficina.

Él sintió que no era capaz de escuchar un reproche más: Eoin MacNeill, El O'Rahilly, su madre, su hermana... y ahora, ¡Louise! Sólo la cortesía y su profundaestima hacia ella hizo posible que le permitiera finalizar aquella detallada exposición. Ella siempre era así, tan objetiva, tan racional. Cuando al fin terminó, él respondió

−¿Y si estás en desacuerdo, por qué estás aquí?Louise lo miró a los ojos en silencio.−No me dirás ahora que has venido desde tu casa hasta acá con el único propósito de reprocharme esto −continuó él− Si es así, ya te escuché, y creo que es obvio

que no vamos a cambiar nuestra posición.Winnie aunque no lo pareciera, se mantenía atenta a la conversación, mientras tecleaba lo que Patrick apenas había acabado de dictar, comunicaciones a todas las

guarniciones. El té se enfriaba de nuevo.−Lo sé, Patrick −dijo Louise− Y sigo estando en desacuerdo. Pero vine a preguntarte en qué puedo ayudar. En cualquier cosa que no involucre armas. No la traje y

no voy a aceptar ninguna.−Está bien, Louise. Si así lo quieres, en lo que a mí respecta no tengo ningún inconveniente. Hay mucho que hacer y muchas de tus compañeras de Cumann están

aquí. Habla con ellas, eres su secretaria general y te respetan como tal.Winnie alzó la cabeza ante las palabras “Cumann” y “Secretaria General”. Ella era miembro de Cumann na mBan en Belfast... Así que esta era... pensó, recordando

el organigrama que exhibían en una pared de la oficina... ella era … el segundo nombre después de Constance...¡Louise Gavan - Duffy! Era mucho más joven y linda delo que habría creído.

−Pero tus compañeras sí que están armadas −agregó Patrick− Señorita Carney −preguntó con un tono que delataba un dejo de ternura−, ¿Podría acompañar a laSeñorita Gavan - Duffy a la cocina? ¿O prefieres el puesto de primeros auxilios? −le preguntó a Louise− Hay uno acá y se están estableciendo otros en los edificiosadyacentes.

−Donde sea más útil Patrick, respondió ella, reconociendo para sí misma que lo único que la había hecho decidirse ir hasta allí, era su incapacidad de abandonarlo enmedio de tal desastre. Estaba convencida que todo terminaría mal, muy mal.

Después de aquella abrupta entrevista, Louise había reconocido a Amanda en medio de la multitud como la tabla salvadora a la que se aferra un náufrago. Mientrasla escuchaba, Amanda asentía con condescendencia pues sabía que repitía las mismas palabras que le había dicho a Patrick y que lo más probable era que ella tuvierarazón. Pero ni siquiera aceptar eso, la ayudaba a comprender a Louise. Su pragmática amiga, que siempre había tenido el coraje de defender sus ideas, nunca había sidocapaz de defender de la misma manera los dictados de su corazón. Ni siquiera era capaz de confesar como se consumía de celos desde que vió entrar a esa mujer que sehabía apoderado de la oficina de Patrick. Amanda podía leerlo a través de sus cuidadas palabras: esa recién llegada, un poco más vieja y un poco más fea, se le habíaadelantado...

−¿Y qué piensas hacer? −le preguntó.−Me quedaré, por supuesto, pero no podré ayudarte −respondió ella−. Ya sabes que no soy muy buena con la sangre y las heridas... Estaré en la cocina.−¿La cocina? ¡Por favor, Louise, si eres una de nuestra mejores tiradoras!Además... ¡Ni siquiera sabes cocinar!−Amanda, vine desarmada. Sinceramente creo que debimos haber suspendido. Se lo dije a Constance el viernes.−Fuiste la única de la directiva que mantuvo esa opinión.−Que la mantiene −repitió ella.−Quienes creen eso, no están aquí −dijo Amanda mirándola a los ojos.Louise dió un pequeño paso hacia atrás. Recostada sobre la baranda, con sus ojos claros abiertos con una mirada asustada, parecía un animal acorralado. Y Amanda

además, estaba furiosa con ella ¿Cómo podía actuar así? Después de todo lo que había trabajado en la organización de Cumann na mBan se negaba a movilizarse en lavíspera y apenas horas después, tenía la desfachatez de aparecerse con esos discursos... y ni siquiera admitía lo que realmente le sucedía. Y mientras tanto seguíamirándola con esos ojos de lástima.

−Amanda, no puedo... −susurró.−Permitir que Patrick estuviera solo −dijo Amanda ante su mirada sorprendida− ¿Acaso crees que no lo sé? Siempre lo sospeché, desde que me hablaste de tu

excelso profesor de irlandés en la Universidad. A pesar de tu desacuerdo, corriste aquí apenas te enteraste porque... ¿Quién más sino tú podría asistirlo?−Amanda, no he venido por aquí por esa razón... ¡Que sólo es una suposición tuya! −replicó ella con energía.−No mientas. Viniste acá para quedarte junto a Patrick, pero... ¡Oh sorpresa! Ya había otra mujer aquí, con él. Aunque te mueres por saber quien es, no lo

preguntarás, así que te ahorraré la tarea: ella se llama Winnie Carney, era la secretaria de Connolly en Belfast y llegó hace unos días de allá.−¿Ah si? −dijo Louise, simulando indiferencia mientras su mirada bajaba hasta el suelo. Luego, intentando alejar aquel tema, preguntó− ¿Es verdad que tuvieron

que operar a Joseph?−Si, estuve con él en el hospital la madrugada del viernes. Pero aquí está, ya sabes como es cuando se empeña en algo. Su terquedad le hace sacar energías de quien

sabe dónde. Joseph sólo cederá cuando se caiga muerto. Deberías aprender de él, amiga.

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St. Stephen Green, 3.00 p.m.

Había llegado corriendo hasta la caseta de verano de St. Stephen Green donde Kathleen y Madeleine organizaban los insumos de primeros auxilios. El hombre, de

mediana edad, todavía jadeaba por el esfuerzo cuando Kathleen se acercó con una cantimplora de la que él tomó tres largos sorbos con avidez, echándose otro más sobrela cabeza y el rostro sudado y enrojecido.

−¡Doctora, doctora! −dijo con la voz aún entrecortada− necesitamos que venga.−¿Adónde? −preguntó Kathleen angustiada.−A City Hall... No pudimos tomar el Castillo... Estamos atrincherados en City Hall. Los ingleses han respondido con fuerza.Ella podía ver cómo aquel hombre, que apoyaba contra el sofisticado enrejado victoriano de la caseta unas manos encallecidas, con uñas mordidas y sucias,

intentaba expresarse de la mejor manera que le era posible.−¿Y?¿Cómo están ustedes? −preguntó ella impaciente.−Mal, doctora, muy mal. Hemos resistido, pero ya tenemos varios heridos. Dos graves.−Iré contigo entonces −Y mientras revisaba su maletín, un estrecho maletín marrón, con los bordes gastados y una cerradura que no ajustaba por completo,

preguntó− ¿Han avisado a Connolly?−Sí, cuando yo salí para acá, la señorita Helena fue hacia la Oficina de Correos.Madeleine había presenciado toda la conversación en silencio. Un extraño silencio, tratándose de ella. Estaba aterrorizada. Pero sabía que no serviría de nada

cuestionar la decisión de Kathleen. Sería peor. Desde que estaban juntas ella había entendido que la prioridad en su vida era su profesión. Nada ni nadie le antecedía. Asíque ella, inteligentemente, la acompañaba en sus visitas a los barrios obreros y las casas de caridad. Le sirvió de asistente en los entrenamientos de primeros auxilios delEjército Ciudadano. Madeleine había sabido aprovechar el trabajo de Kathleen como un medio de acercamiento y no como un motivo de separación.

Pero ahora, temía perderla, temía que algo le sucediera. Ambas habían encontrado junto a la otra esa tan ansiada paz del espíritu. No podía dejar que Kathleen fuerasola hacia aquel aquelarre de disparos, gritos y heridos en el que se había convertido City Hall en su fértil imaginación.

−Te acompaño −dijo.−No, Madeleine −se opuso Kathleen con suavidad, mientras revisaba el cargador de su pistola− Será apenas cosa de una hora o dos. Estabilizaré a los heridos y

volveré. No podemos dejar a las chicas solas con este puesto.El hombre en un rincón, escuchaba el diálogo entre ambas mujeres sin atenderlo. Todo su interés estaba puesto en las galletas que mordisqueaba con ansias... ¡Tenía

tanta hambre y esas galletas del viejo Jacobs caían tan bien!Kathleen estaba lista. Ambas mujeres se miraron a los ojos, con la honestidad a la que estaban acostumbradas. Madeleine no podía esconder su desagrado por

dejarla partir ¿Y si le sucediera algo? ¿Si la arrestaran? ¿Si la hirieran? ¿Sí...? Una rápida visión de su vida vacía, su vida sin Kathleen pasó frente a sus ojos... Así que labesó, no con el beso que le daba en público, un beso de amigas, en la mejillas o en la frente; sino con el beso que reservaba para los espacios guardados entre los ladrillosrojos de la casa, un rotundo y posesivo beso de amantes. Con una de sus manos en la base de su cuello, rozando el nacimiento de su cabello castaño recogido en unmoño y la otra apretando el brazo donde ella ya sostenía el maletín, dispuesta a irse; Madeleine la besó en los labios, profunda y apasionadamente, bajo la miradaatónita de aquel hombre que sólo alcanzaba a persignarse una y otra vez, mientras susurraba una oración, quizás un exorcismo.

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Oficina General de Correos, 2.30 p.m.

Amanda se sentía algo cansada, a pesar de que apenas habían pasado unas pocas horas. Quizás se tratara del efecto de ir por todos los edificios cercanos

distribuyendo a las chicas y dejando las cajas de primeros auxilios. Y después, Louise y sus inexplicables contradicciones. Mientras volvía a vendar la mano de uno delos Voluntarios que se habían cortado y no sabía mantener apretadas las tiras de gasa en su lugar ella se alegró al sentir al fin ese olor en el aire... esos condenadoscigarrillos, ese olor... ¡su olor! Y la voz de aquella mujer, Winnie Carney, llamándola ¡Señorita McKahlan! Los ojos grises de Adrián sonreían en medio del verde de suuniforme.

−El Comandante Connolly ha dicho que ustedes deben ir a las Cuatro Cortes y South Dublin Union a verificar la situación y entregar estos despachos −dijoWinnie mientras le entregaba a Adrián unas notas mecanografiadas y sin agregar más se alejó. Connolly había asumido el mando de todos los asuntos operativos y elladistribuía sus órdenes. Estaba muy atareada.

−Prometí que volvería −dijo Adrián.−Y yo, que te esperaría −respondió Amanda.−Ambos hemos cumplido nuestras promesas entonces −continuó él− Creo que sólo seré tu guardaespaldas, pues a diferencia de ti, yo no conozco a nadie. Jim me

ha dicho que te movías sin problemas entre todos los depósitos de armas de la ciudad.−Jim es un exagerado. Y por supuesto que necesitaré tu ayuda −respondíó ella mientras caminaban hacia el pórtico. Eamon Bulfin tenía veinte y dos años y había nacido en Argentina de padres irlandeses. Siguiendo los consejos de sus amistades en Dublín comprometidas con el

movimiento nacionalista, lo habían enviado desde Buenos Aires a estudiar a St. Enda´s. Luego, había ingresado a la Universidad de Dublín y fue su devoción a suantiguo profesor, lo que había hecho que saliera desde Rathfarnham hacia la Oficina de Correos al apenas recibir una orden manuscrita con un lápiz azul por la mañana,llevando a algunos de sus antiguos compañeros consigo. Aquel pequeño grupo rezagado, marchaba por la calle Prince hacia la Oficina de Correos, cuando distinguieronuna compañía de lanceros británicos al inicio de la calle.

Amanda y Adrián, que habían echado a andar rápidamente por la calle Sackville hacia el puente O'Connell pudieron observar al grupo de jinetes que se dirigía hacia

la Oficina de Correos unos segundos antes que los centinelas ubicados en las ventanas. Echaron a correr, con la intención de regresar a la seguridad del edificio, hasta quelas primeras balas silbaron a su alrededor. Sólo lograron refugiarse en la entrada del vecino Hotel Metropole bajo el resguardo de los francotiradores que se encontrabanen el techo.

Mientras tanto, dentro de la Oficina de Correos, Connolly se movía de un lado a otro dando órdenes. Los rebeldes disparaban a los lanceros ingleses desde lasventanas. Bulfin y sus compañeros, que se encontraban todavía en la calle, también intentaban refugiarse ante la intensa lluvia de disparos y responder, pero no sabíancon certeza de dónde venían los tiros. Agachado y tratando de moverse con cuidado en medio de aquella confusión, Bulfin descubrió una ventana, la rompió con el fusil,y con por la brusquedad de su movimiento la vieja culata de madera se quebró en dos pedazos. Desconcertado, volvió su mirada a su derecha en el preciso momento quesu compañero intentaba entrar por la ventana consiguiente y era herido por un disparo.

En ese instante cesaron las balas. Hubo silencio. Connolly sacó su cabeza por una de las ventanas de la Oficina de Correos y miró a la compañía de lanceros correrhacia el puente O´Connell. ¡Los habían hecho huir! Miró hacia el lado opuesto de la calle y pudo ver a Bulfin cargando a su compañero herido. Los alentó con un gestoy volviéndose hacia el interior del edificio gritó un nombre. Al momento, Julia Greenan, una de las enfermeras, corrió hacia la entrada. Los ocupantes del edificio gritanhurras, y sonríen, optimistas ante su primer éxito. Patrick repartía felicitaciones, cuando Bulfin se acercó a él y le reportó su situación. El sonríe al verlo, y le entregauna bandera verde cuidadosamente doblada; Geroid O´Sullivan, otro soldado del grupo, tiene entre sus manos la bandera tricolor. Y a ambos, les ordena subir al techo deinmediato.

Aquella confusa mezcla de sonidos se había silenciado. Amanda permaneció por un momento absorta ante la visión de los cuatro cadáveres de los soldados inglesesabatidos sobre la calle. Pensaba en Ferdinand y su trinchera de Flandes... ¡Pobres chicos! ¡Reclutas, víctimas de un sistema, de la dominación! ¡Ningún landlord o dueñode las fábricas de Belfast, Derry o Dublín vestía el uniforme británico!

Adrián la tomó nuevamente del brazo, decidido a continuar el camino como si nada hubiera sucedido, y avanzaron sorteando los vidrios rotos en silencio hasta queunos sonidos desde el techo de la Oficina de Correos les hicieron volvernos hacia él. Entre el resplandor del sol, podían distinguirse un par de brazos que se afanaban enlos salientes de los amplios ventanales, entre un revuelo de palomas. El tricolor republicano había sido izado en un edificio público por primera vez en la ciudad deDublín y las tres columnas de igual ancho resplandecían en medio de aquel sol inusual. La historia irlandesa se resumía en sus tres colores: el naranja de la casa deOrange, reinante en la Gran Bretaña, el color de quienes permanecían fieles a la Corona; el verde de los nacionalistas, verde de los campos irlandeses, verde de lostréboles que dan cobijo a los duendes de leyenda, verde de San Patricio, verde sinónimo de rebelión. Y entre ambos el blanco,como símbolo de la paz. Mientras aqueltricolor republicano resumía en la simplicidad de sus franjas verticales siete siglos de agitación, al otro lado del techo, ondeaba una reminiscencia gaélica, una banderaverde, con el arpa de oro de los rebeldes de 1798, bordada meses atrás por las manos de Constance y que su perro, Puppet, había mordido la noche anterior en unaesquina.

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Alrededores del Castillo de Dublín, 3.00 p.m.

Helena Molony viene corriendo desde City Hall a pedir refuerzos a la Oficina de Correos. Ya en la calle Sackwille, sorteando los trozos de vidrio y de cajas de

madera destrozadas, salta los charcos de sangre de un caballo muerto de la unidad de caballería que había huido poco antes y no se asombra ante la visión de dos mujeresque cortan trozos del mismo, indiferentes del entorno, envolviendolo en lienzos curtidos. Es el hambre, el hambre omnipresente de Dublín. Un hombre alto, deapariencia distinguida y rostro agitado se acerca a ella, con el sombrero en la mano, tratando de arreglar su cabello revuelto. Se trata de Francis Sheehy-Skeffington, elconocido periodista y profesor, que a pesar de simpatizar abiertamente con el movimiento republicano, se opone a la violencia de sus métodos. Junto a su esposaHanna, se había convertido en el portavoz del pacifismo y la anti conscripción.

−¡Helena! −grita en medio del ruido de los chicos que han comenzado a romper las vidrieras de las tiendas de la calle Sackwille para robar dulces y juguetes.−¡Francis! ¿Qué haces aquí? −pregunta sorprendida, deteniéndose.−Intentar detener esto. ¡La gente ha comenzado a echarse a la calle a saquear!−¿Y que esperabas? No hay policía −responde ella con la respiración agitada−. Y sí mucha miseria. Al menos hoy comerán.−Eso no lo justifica. ¡Apenas llegue el ejército los masacrará!−El ejército tendrá suficiente entretenimiento con nosotros…−¡Sí! ¡Bonita ocurrencia la de ustedes! Va a costarnos cara, Helena −asegura él con una mirada sombría− Que Dios te bendiga y sobre todo te proteja.−Amén, Francis. Y vuelve a tu casa. Dale mis saludos a Hanna −y volviéndose hacia él de nuevo, agrega− No somos tan inocentes. Sabemos que esto va a estar

mucho peor.

Mientras tanto, Sean Connolly intenta mantener la posición en City Hall luchando con su conciencia. Aún no puede creer que mató a ese hombre, ese policía. Unaunidad del ejército británico los rodea, y tres hombres y dos mujeres, los de mejor puntería, suben al techo, donde pueden hacer más daño, arrastrándose, hasta llegar ala pequeña balaustrada del borde, tratando de no ser alcanzados por las balas que silban sobre sus cabezas. Al frente, más a menos a la misma altura, se encuentran lossoldados apostados en la Torre Bedford, en el ala colindante del Castillo.

Comienza el enfrentamiento entre los francotiradores de ambos bandos. Y Sean no puede huir de aquella voz, aquella culpa que no cesa… Ese hombre, de segurotenía una mujer… una viuda…huérfanos… amigos… nietos… El sonido de las balas. No hay elección. Una explosión. Gritos. Más disparos. Dentro del City Hall todoparece moverse, retumbar.

Los rebeldes disparan agachados desde las ventanas. Entre la torre y el techo los francotiradores de ambos bandos continúan el tiroteo. Una quemadura en elabdomen. Sólo el oído de médico de Kathleen Lynn escucha su primer lamento. Corre hacia él y lo tiende sobre el piso. Hay mucha sangre, y junto a una de las chicas,que sigue sus instrucciones, intenta detener la hemorragia con compresas. Más sangre. Kathleen mira el rostro pálido de Sean. La debilidad del pulso, y su piel húmeday fría no mienten. Morirá en algunos minutos...

Helena, que ha vuelto de la Oficina de Correos con la promesa del envío de algunos refuerzos sostiene su mano. Lo mira a los ojos. El no la ve. Sólo puedecontemplar las imágenes de su memoria. Su hija Mónica, sonriendo. Las obras en Liberty Hall. La voz de Yeats leyendo el manifiesto del Nuevo Teatro de Irlanda…“Tenemos intención de representar en Dublín, en la primavera de cada año, ciertas funciones teatrales celtas e irlandesas, que, sea cual fuere el grado de perfecciónque consigan… serán escritas con gran ambición, y en consecuencia, crearán una escuela de literatura dramática celta e irlandesa… Demostraremos que Irlanda noes la patria de la bufonería y el sentimentalismo fácil como la han pintado muchos, sino la cuna de un antiguo idealismo”… ¿Idealismo?...¿idealismo?… Todo se vadesdibujando, se va oscureciendo. La sangre se escapa y con ella el aliento…

Kathleen le habla, Helena le habla, pero él no escucha nada…sólo recuerdos, figuras instantáneas… ¿Cuántos habrían como él? ¿Cuántos morirían?... quizás suspalabras sobre el escenario tenían parte de la culpa… enviandolos al sacrificio ciego, alimentando el espíritu de lo inevitable… Ayer fue Domingo. Domingo deResurrección. Los lirios de Pascua. Jesús. Iglesia. Misa. Acto de contrición… la oración viene a sus labios y Helena acerca su oído para escucharlo, sosteniendo sucabeza en su regazo… ¡Dios mío! Me arrepiento de todo corazón… de todos mis pecados y los aborrezco… porque al pecar sólo merezco las penas establecidas por tijustamente… sino principalmente porque te ofendí, a ti sumo Bien y digno de amor… por encima de todas las cosas. Helena aprieta aún más su mano, y repite conaquella voz moribunda… Por eso propongo firmemente, con ayuda de tu Gracia…no pecar más en adelante… y se escucha decir, ya sola … y huir de toda ocasión depecado. Amén. Ella cierra los ojos de Sean con cuidado y mira a Kathleen.

−Ha muerto −le dice− Ahora tú eres la Comandante de la guarnición.

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Richmond Bridge, 3.30 p.m.

Mientras avanzaban hacia las Cuatro Cortes bordeando el Liffey, Amanda reconoció una vez más porque aquel era su paseo favorito de la ciudad. El río gris y

calmo, atravesado por los puentes. Una curva sinuosa abrazando la ciudad, una mujer tendida al lado de su amante.Los alrededores de las Cuatro Cortes, al igual que el resto de las calles de esa zona de la ciudad, se mantenían en una tensa calma. Aunque el reflejo de la redonda

silueta del edificio aún se mecía frágil con el vaivén del río, como si flotara, vigilado por las alas de las gaviotas; grandes barricadas obstaculizaban sus entradas. Adrián yella se desviaron hacia el puente, y de pie en medio de éste miraron los edificios con la fresca curiosidad de un par de recién llegados.

−Esta es mi vista favorita de Dublín −dijo él.−También la mía −confesó ella.−La imagen que veía en mi memoria cuando cerraba los ojos −continuó él− Aunque no me gustara aceptarlo, de vez en cuando me atacaba la nostalgia.−¿Hace cuanto te fuiste?−Hace poco más de diez años.−Es mucho tiempo.−Sí −afirmó él− creo que todavía no me acostumbro al regreso. Desde que volví todo ha sido reuniones, armas y planes de guerra. ..−¿Y por qué te fuiste? −preguntó ella pensando que si él hubiera estado durante todo ese tiempo en Dublín, lo habría conocido... Aunque... concluyó, tras

meditarlo un momento, él habría sido uno más. Esa rara certeza, ese aplomo que tanto le atraía de él era inherente a su condición de emigrado y repatriado. Alguien quese había atrevido a seguir sus impulsos y abandonar el hogar. Y regresar además, cuando lo había creído conveniente.

−Cuando terminé el collegue tenía la sensación de que necesitaba algo más que Dublín −respondió− Sentía que esta era una ciudad muy provinciana, condemasiados prejuicios y yo creía que necesitaba irme de aquí para ser libre.

−¿Creías?−Si, creía, porque descubrí que la libertad no tiene nada que ver con estar en algún lugar determinado o hacer o no alguna cosa. Él calló por un momento y aún

mirando hacia el río, se atrevió a decir−Anoche deseaba haber podido conversar un poco más con usted...−Conmigo.−Contigo −corrigió él− Pasé el resto de la noche conjugando el peor de los tiempos verbales. Si yo hubiera... Si te hubiera conocido antes. Al menos te habría hecho

alguna invitación…−Y yo la habría aceptado con gusto −respondió ella decidida.−Habría estado muy bien −continuó él animado− Te habría citado aquí. Me gusta este puente y la parada del tranvía está cerca.−Y si hubiera sido así. ¿Adónde me habrías llevado?−Al Teatro. Te gusta el teatro.−¡Qué ocurrente! ¿No podrías haberme llevado a otro lugar?−Por supuesto. Como tu estabas aburrida de ir siempre al teatro habríamos tomado el tranvía hasta la última estación y después almorzaríamos en las afueras.

Luego, nos sentaríamos en la hierba y compartiríamos una botella de vino.−Uhmmm....esa idea me gusta más. Creo que esa salida contigo fue maravillosa, Adrián O'Connell.−Lo fue −dijo él−, pero lo que no cuentas es que cuando estuvimos ligeramente embriagados yo me atreví a tocar el violín y tú, sin dudarlo, me acompañaste

cantando.−¿Tocas violín?−Un poco.−¿Y cómo sabes que canto?−Jim me lo dijo.−¿Y qué más sabes de mí?−Sólo lo mucho que disfruto tu compañía.Tras mirarla un momento en silencio, Adrián agregó−Me extrañó mucho encontrarte de uniforme. Esta es la cuarta vez que te veo y cuatro veces me has sorprendido. Hace unas dos semanas, una elegante aristócrata

en el Teatro Abbey, hace dos días una dedicada amiga, anoche una eficiente enfermera y ahora, una mujer dispuesta a combatir. ¿Quién de ellas eres en realidad?−¿De veras te interesa saberlo?−Por supuesto, desde la primera vez que te ví siento una extraña mezcla de interés y certeza. Lo único que deseo es que me permitas acercarme a ti −continuó él,

ante el silencio de ella− Sé que eres una mujer comprometida, pero aún no te casas y ciertamente si estuviéramos en una situación normal, ayer en la noche yo en lugarde encontrarte en el Hotel Metropole, habría estado en tu casa pidiéndote esto, hablando con tu padre sin importarme en modo alguno las consecuencias. Le habríapreguntado si me permitía visitarte y quizás alguna salida. Pero ahora...

−Ahora estoy aquí contigo −dijo ella interrumpiéndolo al fin− y no hay casa, ni padre, ni prometido, ni permisos, ni ritos sociales... Ahora, la única verdad es queno sabemos qué puede pasar.

−Entonces, sólo déjame estar junto a ti. No quiero nada más.−¿Acaso podemos ofrecernos algo más? …¡Yo también hubiera querido conocido antes!−Me basta con saber eso −dijo él con una sonrisa, tomándola de la mano− ¡Vamos! Hay que entregar esto en las Cuatro Cortes y continuar hacia South Dublin

Union.Ella lo siguió emocionada, preguntándose todavía qué era lo que había ocurrido entre ambos.−Deirdre... Al fin descubrí a Deirdre… ¿Por qué usaste ese seudónimo? −preguntó él algunos pasos después− ¿Han muerto ya muchos guerreros por ti?−Ninguno hasta ahora - respondió ella divertida.−Pues atenta, porque según la leyenda serán tres. Y ya me gustaría saber quienes podrían ser los otros dos.Amanda no se atrevió a responder. Ya habían llegado al edificio de las Cuatro Cortes. Y allí, al igual que en la Oficina de Correos, había mucha actividad. También

se fortificaban las puertas y las ventanas Pero a diferencia de allá donde se habían usado sillas y sacos de cartas, los rebeldes habían descubierto en los depósitos milesde libros con expedientes antiguos. Y estos eran empleados como ladrillos para levantar aquellos muros.

Adrián encontró un compañero de la Hermandad con el que fue a buscar a Ned Daly hasta un edificio cercano donde él había decidido establecerse; y mientrasAmanda lo esperaba, de pie en el vestíbulo, alcanzó a ver una figura que le parecía muy conocida cargando una gran pila de libros…¡No podía ser él!…Llevaba ununiforme de los Voluntarios.

−¡Doctor McMillan! −le gritó, pues no soportaría quedarse con la duda.−¡La enfermera Amanda McKahlan!−respondió él−, ¿También usted se escapó de sus deberes en el Hospital?−Estoy cumpliendo con otros deberes −respondió ella aún sorprendida por encontrarlo allí.−Ya veo −dijo él con su circunspección habitual− Supongo que deberá decidirse por alguno de los dos.

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−No, doctor. No he dejado de ser enfermera. Usted sí parece ser un soldado completo. No sabía que pertenecía a los Voluntarios.−Lo había mantenido en secreto. No todos somos tan espontáneos −dijo él recordando las frecuentes agitaciones de ella con el sindicato de enfermeras− ¿Y su

hermana? −preguntó− ¿Está con usted?−No.−Es una lástima. Su hermana es una enfermera eficiente…Adrián se acercaba con el Comandante Daly, quien saludó a Amanda con un fuerte apretón de manos.−Veo que conoce al doctor −dijo.−Sí, trabajamos en el mismo hospital.−Muy bien. Adrián me ha preguntado sobre nuestra situación con las armas. Me alegra decirles que no necesitamos nada. Es más, hasta podríamos darles algunas

−afirmó Daly, henchido de satisfacción.−Atrapamos dos camiones británicos llenos de artillería −aclaró Frédéric al notar la sorpresa de Amanda y Adrián.−Sí, hace una hora y media aproximadamente −explicó Daly− Una unidad de caballería venía escoltando los camiones. Confieso que me sentí como un niño ante

una caja de caramelos. Decidí atacar y tuvimos una escaramuza bastante violenta. Por un momento, creí que había cometido un error, pero todos aquí se mostraron muyorganizados y valientes. Tuvimos algunos heridos, el doctor los atendió y las muchachas los trasladaron hasta el convento, pero ningún caído, gracias a Dios.

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City Hall, 4.30 p.m.

El beso de Madeleine aún le quemaba en los labios. Le había asegurado que estaría de vuelta en unas dos horas. No había permitido que la acompañara y ahora

quién sabe qué podría pasar en medio de ese desastre. Kathleen se sentía arrepentida, pues todo habría sido diferente junto a ella. No podía dejar de pensar en la calidezde la sonrisa de Madeleine y en su constante buen humor, que eran lo único que le daba fuerzas para seguir adelante cada día. La recordaba dolorosamente, pues comohabía dicho aquel hombre al ir a buscarla en el Green, la situación en City Hall era crítica.

Sean Connolly había dispuesto poco menos de la mitad de su contingente en el vestíbulo, la parte baja del edificio. Allí, entre la exquisita arquitectura neoclásica,las estatuas y las banderas, sobre el colorido mosaico que representaba el escudo de la ciudad habían intercambiado disparos con los soldados que ocupaban los jardinesdel Castillo. Él, junto al resto, había ocupado la amplia balaustrada que rodeaba la cúpula. Minutos después, había sido presa de los disparos de los francotiradoresbritánicos en la torre Bedford y mientras ella ayudaba a bajar su cuerpo aún tibio junto a Helena y otra de las chicas, notó como el resto de la guarnición la miraba conrespeto, esperando de ella alguna orden, alguna frase, algo que hacer. De inmediato, un ruido similar a la lluvia hizo que ambas mujeres se miraran asustadas, ¿Acaso eltiempo cambiaba, y aquél sol esplendoroso ya se había ocultado tras las nubes? Escucharon mejor y descubrieron la cruel realidad: eran balas, una lluvia de balas.

Desde entonces y durante toda la tarde, no cesó el fuego cruzado sobre el edificio del Ayuntamiento. Las posiciones más peligrosas seguían siendo las del techo.Los ojos les escocían por el humo y el polvo. Kathleen se asombra al ver que Helena, de costumbre tan comedida, toma uno de los fusiles y echada sobre su vientre, enel techo, ocupa uno de los puestos de francotiradores. Se limpia las lágrimas y dispara, una y otra vez, obsesivamente, midiendo en silencio sus objetivos. Ella bienconocía los motivos de su actitud, Sean Connolly y Helena, habían sido amantes unos cuantos años atrás. ¡Amantes! Se habían separado en paz y seguían siendoamigos. Resultaba evidente que Helena aún lo amaba, concluyó con un suspiro, mientras arrodillada en uno de los rincones ya ha extraído unas cuantas balas y perdidola cuenta de las curas y los vendajes. En el fondo de su maletín ha encontrado incluso una pomada para las manos enrojecidas de uno de los hombres, quemadas por elcontacto con el fusil recalentado.

−¡Ten cuidado, muchacha! le grita a Annie Norgrove, una chiquilla de poco más de quince años que gatea entre los francotiradores con facilidad a pesar de las tres ocuatro cantimploras que cuelgan de su cuello y sus brazos. Trae también comida para ellos, y su padre, desde una de las posiciones de tiro la mira con preocupación. Estan peligroso. Las balas han roto ya muchas ventanas y a pesar de la fortificación que hicieron del edificio, muchas de ellas han chocado contra las paredes, levantandonubecillas de yeso. Están literalmente hasta las narices de yeso.

Kathleen sigue a Annie con la mirada. Esa muchacha era tan ágil como un gato. A pesar del ruido de las balas les entrega las cantimploras a los hombres que tienenya los labios resquebrajados por la sed. Comen sus emparedados con los granos de polvo crujiendo entre los dientes, sin abandonar su posición. Sólo les molestan lospañuelos, húmedos de sudor, con los que se han envuelto las manos para poder seguir disparando los fusiles. Una nueva ráfaga de ametralladora desde el techo delCastillo. Annie salta del susto y Kathleen, que acaba de terminar una sutura, también ¡Por el amor de Dios, Annie, baja!, grita su padre. Las balas chocan contra laspequeñas chimeneas de los edificios de la calle Amiens y la chica aterrorizada, obedece.

Kathleen la sigue tras un nuevo grito de angustia, hay otro herido grave tendido en el vestíbulo. Más tarde, las chicas se acercan a ella asombradas, diciéndole queun hombre acaba de darles cuatro cubos de leche. Era la entrega de la tarde para el Castillo, explican, pero el repartidor prefirió dejarlo allí. Dijo además, que haría lomismo mañana, pues podría justificarse afirmando que no había podido llegar hasta ninguna de las entradas del Castillo. Aquel guiño de buena suerte le parecía casiincreíble, pero allí estaban los brillantes recipientes como mudos testigos del asunto. Mientras los miraba en silencio, Jack O'Reilly, uno de sus compañeros del EjércitoCiudadano, se acercó a ella, hablándole en susurros.

−Doctora, los muchachos necesitan que usted dirija la guarnición. Necesitan alguien que dé las órdenes ¿Entiende?−¿Y por qué yo? −responde, como si aquellas palabras nada tuvieran que ver con ella− ¿Por qué uno de ustedes no asume el liderazgo? ¿Por qué no tú?−Porque después de Sean, que Jesús lo tenga en su gloria −agregó O'Reilly con respeto, mientras se persignaba− usted es la única oficial presente. Nadie se atreverá

a dar una voz de mando, doctora. Yo no cometería tal exabrupto.−Soy oficial médico. Una médico, ese es mi deber.−Ahora debe ser algo más, doctora −continuó aquel joven en un tono grave que contrastaba con su rostro juvenil− Y con todo respeto, estoy dispuesta a

ayudarla... mi Comandante.Kathleen, a pesar del estropicio, sonrió. Le dolía tanto la cabeza que sentía que estaba a punto de reventar. Una multitud de puntitos brillantes desdibujó por un

momento aquel panorama ante sus ojos. Una vez más, no podría ser discreta. Una vez más, se le exigía ese protagonismo que tanto le incomodaba. Se llevó una de susmanos a la cabeza, en un intento de aliviar el dolor y la mirada de aquel joven le reveló que no existía otra salida.

−Muchas gracias, Jack −le dijo con sinceridad y tras pensarlo por un momento, agregó− Tienes razón, asumiré el mando, iremos a conversar con cada uno denuestros compañeros. Mientras avanzaban por el vestíbulo, hacia el par de hombres que defendían la entrada, preguntó angustiada

−¿Cuánto tiempo crees que podamos continuar resistiendo? Mientras tanto, sitiado dentro del Castillo, a Sir Matthew Nathan le parece que la mitad de Irlanda se ha sublevado. Hay un ruido de mil demonios ¡Ni que fuera el

frente occidental! Escucha horrorizado como los oficiales comentan que hay francotiradores rebeldes en las casas aledañas, en gran parte de las que tienen ventanas haciael Castillo. Otros murmuran que los refuerzos que llegaron hacía un rato, habían sufrido numerosas bajas en South Dublin Union y habían sido atacados de nuevo frentea la Institución de Mendicidad ¿Acaso es ésta Dublín, la misma Dublín de los buenos purasangre y los alegres teatros, de las mujeres de pechos voluptuosos y losempedernidos bebedores?, pensó, mientras escuchaba que al fin habían comenzado a llegar nuevos refuerzos desde Curragh.

Nathan no alcanzaba a comprender qué sucedía ¿Acaso no contaban con el mejor ejército del mundo? El jefe temporal de la operación, el Capitán Elliotson, habíaapuntado todas esas modernas y costosas ametralladoras Vickers hacia el techo del Ayuntamiento y tenía a sus mejores francotiradores en la torre Bedford, justo frentea ellos. Pero los rebeldes abrían fuego desde ese edificio, desde los tejados de las Oficinas del “Daily Express” e incluso desde otras tiendas y casas de los alrededores.Había tenido que abandonar su oficina cuando las balas empezaron a romper las ventanas y hacer agujeros en las paredes. Minutos después, los médicos y lasenfermeras del Hospital de la Cruz Roja decidieron trasladar los heridos que habían ubicado en las oficinas de esa ala, hasta la relativa seguridad de las salasprotocolares, más internas. Pronto, los pasillos estuvieron llenos de los quejidos de los soldados heridos, tendidos en colchones sobre el piso. Nathan se estremeciócuando, buscando él también un lugar para refugiarse, escuchó a uno de ellos murmurar: “Me gustaría atrapar a todos esos malditos sinn feiners, torturarlos yametrallarlos después”

Prefirió no responder. En apenas unas horas, aquel lugar se había convertido en un escenario de locura. Cabizbajo, Elliotson le había dicho que acababa de enviar ungrupo contra las barricadas de los rebeldes y no menos de veinte soldados habían quedado tendidos en el piso ¿Cuántos condenados sinn feiners habrían allá adentro?Intentando descubrirlo armados con unos binoculares desde las ventanas más altas, llegaron a distinguir un revoloteo de faldas sobre el techo del Ayuntamiento, tras laslargas siluetas de los fusiles ¿Acaso los rebeldes se habían disfrazado para un eventual escape? ¿Disfrazados de mujeres? Al menos Elliotson y él encontraron una razónpara reírse un rato.

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South Dublin Union, 4.20 p.m.

Afortunadamente, esos dos mensajeros de la Oficina de Correos habían llegado en el único momento de calma que hubo durante la tarde cuando, al fin,

aprovechamos para comer algo. Mientras las mandíbulas eran lo único que se movía en nuestra guarnición, todos mirábamos curiosos al Comandante Ceanntabriendo el despacho. Connolly, dijo, solicitaba reportar la posición e informar sobre nuestras expectativas.

Lo cierto es que habíamos pasado una tarde terrible. A pesar de nuestra defensa, algunos soldados ingleses habían logrado entrar a la Unión tanto por la puertaprincipal, como por la del puente Rialto. Adentro, nuestra posición era más favorable y muchos cayeron, perdidos entre los patios. Sin embargo, ellos decidieronvolver y la segunda vez, estaban decididos acabar con nosotros, los del techo de la casa de enfermeras. Minutos después del nuevo ataque, nos vimos obligados arecoger nuestros fusiles y bajar hasta el ala oeste.

Habíamos logrado escapar mientras escuchábamos los gritos de las enfermeras corriendo por las escaleras y la entrada de más soldados británicos. Luego,oímos los ecos de un sonido mucho más espeluznante: los gritos de los pacientes que permanecían en el Hospital adyacente, los internos del manicomio, alterados porel ruido de los enfrentamientos. Hubo escaramuzas en los pasillos de la casa de enfermeras y Jim, Martin y yo corrimos de un lado a otro, entre aquellos histéricosalaridos, defendiéndonos con los revólveres mientras cargamos incómodos los largos fusiles de Howth, convertidos en un peso inútil en aquellas circunstancias. Unahora después, habíamos perdido el puesto del puente Rialto y el de la caseta de la entrada, pero los británicos se habían retirado de la casa de enfermeras y el hospital.Esa era la posición que el Comandante Ceannt detallaba con calma a los mensajeros, especificando también que creía tener municiones y comida suficiente paraalgunos días, si continuamos gastándolas con prudencia.

Desde mi discreta posición pude verlos mejor. El hombre alto no era otro que Adrián, el americano que yo había recibido en el pub, que tanto había frecuentado aJim en los últimos días; ella, una mujer que hacía unos años yo había buscado sin éxito entre los pasillos del hospital Meath y cuya belleza, aún bajo el uniforme deCumann na mBan, había logrado llamar la atención de mis cansados compañeros. Poco después, se fueron con la misma reserva que habían llegado. Yo me acerqué aJim, que comía con ganas y le pregunté

−¿Sabes quién es ella?−¿Quién? −respondió él, con la cuchara aún hundida en la escudilla donde quedaban algunos trozos de papas.−La acompañante de Adrián. La saludaste cuando hablabas con él.−¡Ah! −exclamó él, entre otros dos bocados− Amanda, ella se llama Amanda McKahlan, ¿Por qué? ¿Estás celosa? La conozco desde hace tiempo.−Para nada, Jim. Quizás la haya conocido antes que tú. Esa mujer me salvó la vida.El me miró intrigado, pero no dijo nada más. Supongo que el hambre había hecho a un lado cualquier motivo de su curiosidad.

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Alrededores de St. Stephen Green, 6.00 p.m.

Margaret Skinnider había sido enviada a la Oficina de Correos para informar sobre el establecimiento de la guarnición. Se había quedado un rato, curiosa,

conversando, recogiendo informaciones sobre el resto de las guarniciones, indagando los ánimos, observando. Empezaba a oscurecer y debía volver. A unas dos cuadrasdel parque, notó que la multitud de curiosos que había rodeado el parque durante todo el día había desaparecido. En cambio, distinguió a dos personas que corrían haciael lugar donde ella se encontraba... Eran Constance y el Comandante Mallin. Y se detuvieron, refugiándose en el dintel de un edificio, apenas a unos metros, mientrasescuchaban el ruido de las botas de los soldados británicos que huían en la dirección contraria, por Harcourt Street.

Los separaba poco menos de una cuadra. Constance le indicó con un gesto que se acercara. Cuando Margaret ya se encontraba a su lado; dispararon sus largosfusiles. Apenas los dos disparos resonaron a través de calle solitaria, los soldados que esperaban expectantes al inicio de la calle, sin ni siquiera intentar responder,corrieron hacia la vía del cuartel de Portobello. Margaret, a pesar de sus nervios, reía ¡Apenas tres personas - y ella misma con su larga falda gris, evidentemente unamujer - habían hecho escapar a toda una compañía británica! Continuaba riendo mientras avanzaban tranquilos a lo largo de la calle y Constance tarareaba una de susmarchas escocesas favoritas en honor a ella ... ¡Sólo dos disparos!...

−Estos pobres muchachos llevan tanto tiempo paseando por esta ciudad como si se tratara del patio de sus casas, que un par de disparos es suficiente paradesmoralizarlos −sentenció Constance, mientras alisaba las vistosas plumas de su sombrero de oficial−, aunque sea por un rato.

Margaret vio iluminarse el rostro de Constance con una sonrisa ¡Había sido un buen día! A pesar de los sobresaltos iniciales, lograron establecer la guarnición yhasta tenían prisioneros. El pabellón de verano del parque, aún sin Kathleen, fue establecido como puesto de primeros auxilios. Las mujeres, hicieron bocadillos sinparar. Sin embargo, las balas británicas habían caído a los pies de quienes se atrevieron a salir en busca de agua y la situación, hora a hora, se hacía más tensa.

Mientras caminan, Margaret escucha con atención como Constance y Mallin discuten acerca de la posibilidad de que el ataque inglés se intensificara durante lanoche. El poco número de Voluntarios que se presentó a la guarnición, imposibilitó la toma de los edificios circundantes, tal como se había previsto en el plan original yhabían convertido el parque en una posición muy vulnerable. ¿Donde podrían refugiarse?, se preguntaban. Entonces Margaret, con la ingenuidad de su juventud y sudesconocimiento de la ciudad, preguntó

−¿Y ese edificio? −dijo señalando el Colegio de Cirujanos, una enorme construcción con severas columnas neoclásicas que se alzaba al lado oeste del parque− ¿Estátambién ocupado por los ingleses?

−No, no lo está −respondió Constance mirando a Mallin con una interrogación.Minutos después, enfrentan al portero con un grupo de Voluntarios. Envalentonado por la visión de los uniformes, aquel hombre toma su fusil con más

entusiasmo que pericia. Dispara sin éxito hacia el pequeño destacamento frente a la puerta cuya cerradura ha sido abierta con un disparo preciso de Constance. Alescuchar la detonación desde adentro, uno de los Voluntarios tiene la intención de responder y ella, al notarlo, hace bajar su brazo enérgicamente.

−Ustedes dos; ¡Ya basta! Nadie va a ser herido o muerto aquí −exclama apuntándolos a su vez con su extravagante pistola de aplicaciones de nácar y dirigiéndoseal portero le ordena− Díganos dónde está el arsenal con el que entrenan los oficiales.

−Es la primera vez que oigo hablar de un arsenal −responde este impávido.Mallin levanta la mirada. Colgada en la pared, la copia de la Convención de Ulster, declaración de principios de los unionistas. El documento donde expresaban su

negativa a la Autonomía Irlandesa y que en su momento, había provocado la creación de los Voluntarios.−¿Qué es eso? −pregunta Constance con desprecio, tras notar el gesto de Mallin señalándoselo.−No sé, nunca me había fijado en ello −responde el hombre indiferente.Constance no soporta tanta insolencia. A fin de cuentas, acaba de salvarle la vida. Ayudada por sus pistolas y precedida por su fama de buena puntería, lo obliga a

llevarla a su habitación, donde lo encierra con su mujer y sus hijos. Una vez en el techo, los hombres izan la pequeña bandera tricolor que Margaret había traído desde laOficina de Correos y acondicionan puestos para los mejores tiradores. Almacenan agua en previsión de posibles incendios y perforan las paredes a martillazos, parafacilitar una eventual retirada por los inmuebles vecinos. Las provisiones, algunos pocos bizcochos y galletas, vienen de la fábrica Jacob, de los defendidos reinos deThomas MacDonagh.

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Alrededores de la Oficina General de Correos, 5.30 p.m.

John Brennan - Whitmore ha tenido en su opinión, ocupaciones menos dignas. Por orden de Connolly, ha recorrido los lujosos hoteles que bordean la calle

Sackwille en busca de comida. El Imperial, el Metropole, el Gresham... Grupos de Voluntarios irrumpen en los ostentosos vestíbulos y confiscan pan, leche, carne,jamón, patatas, frutas, tocino. Los paquetes de té y las cajas de madera con huevos y vegetales son trasladadas hacia dentro de la Oficina de Correos. Estufas, ollas,cazuelas, cucharones. Los implementos son entregados a las mujeres de Cumann na mBan, mientras Louise, ya oficialmente encargada de la cocina, toma nota en unalibreta. Hace una tabla con cuatro columnas: Qué es, cuánto es, de dónde viene y una estimación de cuánto cuesta. Porque no se trata de un pillaje. A cadaestablecimiento le han entregado recibos donde se describe la misma información que Louise ha registrado. Les han entregado recibos a nombre del Gobierno Provisionalde la República Irlandesa.

De la misma manera, a través de las incursiones en los hoteles, Amanda ha terminado de equipar el puesto de primeros auxilios, los hombres han traído tambiéncolchones, almohadas y cobijas pensando en la proximidad de la noche. Han encontrado hasta una estrecha cama de campaña. Ella, apenas al verla, se atreve a ordenarque la suban. “Es justo lo que necesitará Joseph”, pensó.

La expectación dentro de la Oficina de Correos, se ha convertido en aburrimiento. Winnie, tras mecanografiar todas las órdenes de Connolly y confirmarlas conPearse, comparte un trozo de chocolate con un par de Voluntarios mirando las vitrinas rotas en la calle. Ellos le hacen historias de la ciudad “Deberías haber vistoDublín antes de todo esto”. Dos de los francotiradores, que bostezaban en el techo, apuestan si uno de ellos es capaz de acertar en la nariz del almirante Nelson, quecontinúa bien erguido sobre el Pilar. Lo logra en un sólo disparo, pero Connolly los regaña a ambos por indisciplina. Jack, el menor de los hermanos Plunkett, junto aotros tres jóvenes Voluntarios, deciden aprovechar su ímpetu juvenil cavando un túnel en la parte posterior del edificio. Sorprendidos, a finales de la tarde, irrumpen enel museo de cera en la vecina Henry Street. Regresan con dos prisioneros: las efigies de Su Majestad y de un antiguo Gobernador General que terminaron en unabarricada.

Porque ahora, Connolly había dado la orden de erigir barricadas alrededor del edificio, para obstaculizar el acceso desde cualquiera de las calles adyacentes. Losaburridos ocupantes de la Oficina de Correos se dedican con ánimos a su nueva tarea y la mayoría ha salido del edificio. Bajo la luz del ocaso, la ocasión parece festiva.Connolly se muestra incansable, supervisando el trabajo y dando órdenes, Patrick asiente, con una incipiente sonrisa revoloteando entre sus labios. Hasta Joseph hasalido, y mira feliz a su alrededor tras haber descansado un rato en su “nueva” cama. Acomodándose el sombrero, para evitar el resplandor de los últimos rayos del solsobre sus ojos, escucha los comentarios de Brennan - Whitmore. Connolly, dice, le ha asombrado por su energía y su continua exigencia a los hombres, y cómo adiferencia de Patrick, parecía estar en todas partes. Pero la sola presencia de éste último, continúa, inexplicablemente, extendía un ambiente de calma y confianza a sualrededor. Apenas aparecía, los ojos de toda la guarnición lo seguían con reverencia. “Creo, concluía Brennan - Whitmore, que si ese hombre hubiera vivido en la EdadMedia, habría sido un santo”

Winnie también compartía sus impresiones con Connolly, de pie ante una de las barricadas en construcción. Cuando ella ve salir a Joseph, aprovecha para confesartodos sus recelos ¿Qué hace él acá?, pregunta. “A veces pienso”, continua ella, casi en un susurro y sin inmutarse por la expresión taciturna que iba adquiriendo elrostro de Connolly, “que él puede ser un espía o al menos resultar un estorbo para ustedes”. Él la mira y con voz condescendiente, como un padre que no quierereprender a una hija irresponsable, le responde: “Winnie querida, no sabes lo que dices. Aunque te cueste creerlo, ese muchacho tiene más coraje en su dedo meñiqueque todos nosotros juntos. Y es la mejor cabeza de este lugar, incluyéndonos. No lo olvides”, concluye con un dedo acusador.

Mientras Winnie mira a Connolly con recelo, un Voluntarios se acerca a ellos con un papel en la mano, que han encontrado sobre la mesa de uno de los cafés de lacalle. Es una proclama del Virrey, Lord Wimborne, que Connolly arruga entre su puño tras leerla rápidamente.

"Considerando que, en un intento, promovido y designado por los enemigos extranjeros de nuestro Rey y de nuestro país, de incitar a la rebelión en Irlanda y

por lo tanto poner en peligro la seguridad del Reino Unido, ha sido hecha por un imprudente, aunque pequeño, grupo de hombres, culpables de los actos deinsurrección en la ciudad de Dublín:

Ahora,nosotros, Ivor Churchill, Lord Wimborne, Barón, Señor Teniente General y Gobernador General de Irlanda, por la presente advertimos a todos lossúbditos de Su Majestad que se están tomando las medidas más severas para la pronta supresión de las perturbaciones existentes y la completa restauración delorden.

Por este medio instamos a todos los ciudadanos respetuosos de la ley de abstenerse de cualquier acto o conducta que pueda interferir con la acción del PoderEjecutivo, y en particular, advertimos a todos los ciudadanos del peligro de frecuentar de forma innecesaria las calles o lugares públicos, y de la prohibición dereuniones.

Dado bajo nuestro sello, el día 24 de abril de 1916. −¿De qué se trata? −pregunta Winnie curiosa.−De nada nuevo, amenazas británicas.

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Oficina General de Correos, 11.30 p.m.

Amanda, casi sin quererlo, había logrado entrar a la oficina principal del edificio, y al igual que Arthur Hamilton por la mañana admiró la calma de la calle Sackwille

frente a ella, aunque ahora, sólo pudieran distinguirse los edificios de las tiendas y los hoteles y los monumentos a O´Connell y Parnell como informes masas oscurasentre los resplandores de la luna. Tras la caída de la noche, las mujeres de la cocina habían servido una comida caliente que todos habían sabido agradecer, se organizaronturnos de guardias y el resto se dispuso a dormir. Pero entre susurros, entre el alboroto de la cena, Adrián y ella habían acordado encontrarse en aquel lugar que llenaba aambos de curiosidad. Ella creía que no podrían entrar y él, sólo por contrariarla, había afirmado que sería tan sencillo como había sido en realidad. Tan sólo girar elpicaporte y empujar la puerta, aunque ni siquiera Adrián supuso que Hamilton había salido tan nervioso de allí, tras la apremiante llamada de Nathan, que olvidó usarsu llave al cerrar.

Admiraron el elegante mobiliario de la amplia oficina. Una mesa de reuniones, un pesado escritorio de caoba, numerosas sillas y hasta un cómodo diván donde deseguro, los sucesivos directores habían dormido más de una siesta. Se sorprendieron al descubrir una caja fuerte, mal oculta en una de las paredes. Finalmente, sentadosfrente al ventanal que cubría por completo la pared posterior de la habitación, ambos se perdieron en sus propios pensamientos.

−Mira la ciudad, parece tan tranquila −dijo ella− Nadie creería lo que está pasando.−Así es −respondió él− ¿Te molesta si fumo un cigarrillo?−Para nada.¿Podrías regalarme uno?Esa petición le sorprendió, a pesar de sus pretendidas ideas liberales ¡Una mujer que fumara era el colmo!, pensó. Pero sólo se atrevió a murmurar mientras abría

su cajetilla.−Entonces fumas.−Muy poco. Sólo cuando lo necesito−¿Cuándo lo necesitas? −preguntó él más extrañado que curioso.−Sí, ¿Cómo crees que soportamos las enfermeras nuestros turnos nocturnos? Fumamos escondidas en los baños, como los colegiales. Pero esta vez es solo un

capricho.Adrián sacó también su encendedor y se acercó a Amanda para ayudarle con su cigarrillo, quedándose absorto ante su mirada verde - grisácea. Ella inhaló

profundamente mientras él sólo veía sus labios y las formas redondeadas de su pecho levantándose. Quizás no era tan malo que las mujeres fumaran, pensó. Ambosdisfrutaron sus primeras bocanadas en silencio, hasta que él decidió hacerle la pregunta que rondaba en su cabeza desde el día que Joseph los había presentado.

−Anoche me dijiste que te comprometiste en matrimonio ¿No es así?−Sí, desde hace poco más de dos años, pero ese asunto, ahora carece de importancia. Siento que ha pasado demasiado tiempo desde ayer.−Si lo crees así... −susurró él, y tras una bocanada de humo, continuó firme pero cauteloso− Me cuesta entender cómo una mujer comprometida con un

parlamentario se juega la vida traficando armas y participando en una rebelión nacionalista. No te atreverás a negar que carece de sentido.−Adrián −dijo ella en tono complaciente− en mi vida pasan tres cosas que no conoces: Primero, el compromiso fue idea de mi padre, no mía; Segundo: mi padre,

está muy enfermo. Tercero: yo no voy a casarme, romperé ese compromiso apenas sea posible.−¿Estás segura de ello?−Absolutamente.Su tono de voz fue tan decidido que él aceptó su respuesta sin dudar. Ambos permanecieron en silencio y Adrián encendió un segundo cigarrillo. No sabía qué

hacer. Quería poseerla, encerrarla entre sus manos, saberlo todo con respecto a ella. Amanda, por su parte, nada temía más que desagradar a Adrián. Ella miró de nuevohacia la ventana y él deseó colocar sus labios en la curva impecable de su cuello. En lugar de ello, preguntó.

−¿Por qué eres enfermera?Ella rió, con esa risa explosiva que él nunca había escuchado en una dama.−¡Creo que estás interrogándome!−¡No!, no es así −respondió él− Sólo que resulta un oficio extraño en alguien de tu... posición.−¡No seas tonto! −rió ella− Lo digo sólo por molestar. Eres sincero y esa es mi cualidad favorita. Soy enfermera porque es mi vocación y decidí seguirla.−¿Y cómo supiste que era tu vocación?−Lo sentí así. Hace unos diez años, llevé al hospital a Brigid, la mujer que trabaja en mi casa con su hijo enfermo. Estuvimos esperando dos horas para que le

atendieran. A pesar de eso, ella se sentía tranquila porque yo la acompañaba. Durante ese tiempo, observé a las enfermeras y comprendí lo hermosa y necesaria queresulta su labor. Y lo inútil que era yo. Al verlas, tuve una sensación que en ese momento me resultó extraña, pero que se ha repetido en otras ocasiones. Una sensaciónde decisión definitiva, donde sólo existe una dirección posible que seguir. ¿Has sentido eso alguna vez?

−Es posible.−Yo sí. La última vez fue hace unos minutos. Estar aquí es lo único que puedo hacer ahora. Es mi única opción.−¿Sólo por eso haces esto entonces?¡Por intuición!−No es intuición, se trata más bien de aceptar tu rumbo. Pero, si prefieres llamarlo así, podría decirse que estoy aquí por intuición. Estar aquí me hace sentir

completamente tranquila. Aunque además tengo también convicción política, pero eso no es lo más importante. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí? Eres abogado, vivías enBoston −afirmó ella con seguridad.

−Así es. Me gradué allá y ejercí durante unos años. Pero crecí con la idea de la independencia irlandesa. En mi caso, digamos que es un asunto de familia...−Tu padre era sobrino de Daniel O'Connell −dijo ella, recordando que Seamus O'Connell se enorgullecía con frecuencia de aquel privilegiado vínculo.−Sí, él fue un gran hombre −dijo él− Y mi padre lo admira tanto que mi segundo nombre es Daniel.−¿Adrián Daniel O´Connell? −preguntó ella, reprimiendo malamente una sonrisa burlona.−Sí, pero eso no vamos a divulgarlo −susurró él, dándole una palmada juguetona en el hombro¿Verdad?−No, si no quieres.−Volviendo a mi tío abuelo, lo admiro, pero disiento de su creencia en las vías políticas para lograr nuestra independencia.−¿Por qué? −preguntó ella con gran interés y tomando otro cigarrillo de la cajetilla de él junto al encendedor.−Porque en este caso, lamentablemente, resulta indispensable tomar las armas −respondió él con convicción− Los británicos, como buena clase privilegiada, no

cederán tan fácilmente. Irlanda ha sido su feudo desde hace siglos, fuente de alimentos y mano de obra barata. Somos un país explotado en su colectivo, de forma queesto no es más que una variante de la lucha de clases.

−Estoy de acuerdo contigo −respondió Amanda con entusiasmo− Pero independizarnos no es suficiente, debemos además avanzar hacia una sociedad más justa.Estar dispuestos a renunciar a nuestros privilegios, pues lo que hacemos con los campesinos y los obreros es exactamente la misma cosa que los británicos hacen connosotros.

Adrián la miró fascinado. Amanda parecía saber de qué hablaba. Reconoció con placer que, tal como lo había supuesto, se encontraba ante el extraño ejemplarfemenino que había buscado durante todos esos años, mezcla de musa, amazona y vestal, que no encontró en ninguna de las tabernas de Heidelberg ni en los salones deBoston. Su mirada se detuvo en la curva de sus labios, deseando tanto besarlos como escuchar su próxima palabra. Sin embargo, su rostro no manifestó nada de ello aldecir.

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−Como puedo ver además de nacionalista eres marxista.−No, sólo quisiera que hubiera verdadera justicia. Si crees que eso es ser marxista, entonces lo soy. Créeme que no me molestan los adjetivos que otras personas

me coloquen. Esas etiquetas me tienen sin cuidado −replicó una Amanda acostumbrada a ser polémica−. Además, una vez leí un artículo de Connolly donde afirmabaque "el socialista irlandés era en realidad, el mejor patriota irlandés"

−Estoy de acuerdo −respondió él− Pero volviendo a nuestra discusión, yo sí creo que algo importante tiene que ocurrir en este país. Y no se trata sólo de lograr laindependencia −argumentaba él con vehemencia− No puede ser sólo eso, pues el mundo se agita entre nuevas ideas ante las que no podemos permanecer indiferentes.Irlanda no puede continuar igual. Algo tiene que sacudirnos. No sé qué, pero sucederá. En América, se habla mucho de ello.

−Es muy fácil decirlo desde el otro lado del Atlántico −replicó ella con sarcasmo− En este país hay demasiada hambre y división. Mucha pobreza y falta deeducación. Familias enteras que sufren terribles carencias. A la mayoría no le interesan los cambios políticos, pues no comprenden la relación de estos con lasatisfacción de sus innumerables necesidades.

−¿Qué tanto puedes saber tú de eso? −preguntó él desafiante.−No mucho. Sólo lo que puedo ver al acercarme. Cuando tenía siete años, acompañé por primera vez a mi madre a un orfanato.... Y a los pocos años, cuando era

yo quién me había convertido en huérfana, recordé el lugar y me prometí volver. Regresé al orfanato como voluntaria poco después de comenzar a estudiar enfermería.−¿Y entonces? −preguntó con verdadera curiosidad.−Entonces… me quedé trabajando en el hospital, en el orfanato, en la casa de beneficencia. Terminé convirtiéndome en lo que menos había deseado ser, una

filántropa. He sabido de tantas cosas, tantos casos particulares, tantas personas cuyas tragedias podrían arreglarse con lo que para mí resultaba una nimiedad, ¿Cómo nohacerlo entonces? Por otro lado, siento que entre la gente humilde la vida es más auténtica. Nosotros estamos mucho más cómodos, pero vivimos en medio deespejismos.

−Entiendo de qué me hablas. Por eso siempre quise irme, lejos de lo que conocía. Pero descubrí que ninguno de esos esquemas está asociado a un lugar. Boston,aunque no lo creas, es una ciudad mucho más acartonada que Dublín.

−¿De veras? Creí que en el Nuevo Mundo todo era diferente.−Sí y no. En América ciertamente hay mucha agitación social, además de que resulta muy interesante vivir en un país gobernado democráticamente. Pero la

diferencia entre las clases sociales es tremenda y cada quien conoce muy bien donde está su lugar, de manera que resulta impensable cambiarlo. En América, losirlandeses somos considerados como una especie extraña, unos bulliciosos agitadores, útiles inmigrantes, brazos trabajadores que nunca alcanzarán a ser tan refinadoscomo sus vecinos británicos, a quienes las clases altas, especialmente las de Nueva York y Boston, desean emular.

−Entonces el Nuevo Mundo no es más que una pálida copia de éste.−Tienes una lengua mordaz. Espero que siempre la uses para bien −le respondió el divertido.−Eso intento ¿Y Alemania? ¿Qué tal Heidelberg?−Heidelberg es una excelente Universidad. Jamás dejaré de agradecerle a mi padre que me permitiera ir allá, aunque fuera por poco tiempo. Tú hablas alemán ¿No?,

o por lo menos lo escribías muy bien en las cartas ¿Dónde aprendiste?−Aquí, con un profesor.−¿Para qué?- preguntó él sorprendido de nuevo.−Porque me pareció interesante, porque quería leer a Goethe en su idioma, quizás por llevarle la contraria a mi padre que quería que perfeccionara el francés, quizás

por todo al mismo tiempo.−Eres una mujer particular −dijo él.−No lo creo, sólo he tenido una posición privilegiada. Lo que jamás he querido ser es una mujer ociosa.−Ya lo veo −dijo él y continuó, animado por la confianza que ella le mostraba, intentando satisfacer algunas de sus interrogantes− Me has explicado cómo te

convertiste en enfermera, pero no cómo terminaste metida en este asunto de las armas.−Por Joseph.−¿Cómo? −exclamó− ¿El te metió en esto? ¿Por qué?−Por necesidad. Como él mismo te dijo, no nos guardamos secretos.−¿Y entonces?−A pesar de que cada uno era el confidente del otro, él había mantenido siempre un silencio absoluto en relación a la Hermandad. Hasta el día que volvió de

Alemania, yo sólo sabía que pertenecía a ella. En cambio, el conocía mis simpatías republicanas, así como mi discreta membresía a Cumman na mBan.−¿Discreta?−Sí, soy miembro de Cumann desde el principio, pero jamás asistí a ningún acto público debido a mi padre. Él tiene una posición muy importante en su Partido y

no quería perjudicarlo. A pesar de ello, habían ya muchos comentarios alrededor de mí. Imagínate si se me ocurría salir a la calle con un uniforme...−Entiendo −dijo Adrián asintiendo− ¿Y qué pasó con Joseph?−Bueno, él sabía todo eso. Y sabía además que yo me podía comunicar en alemán, pues de hecho, muchas veces me ayudó con mis estudios. Entonces, cuando

regresó de Alemania sabía que necesitaba un enlace acá, alguien en quien pudiera confiar por completo. Así que esa noche me dijo que yo era la única persona que reuníaesas características. Me preguntó si estaba dispuesta a hacerlo.

−Entonces, entraste... por él ¿Estuviste jugándote tu vida y la de tu familia por él?Amanda lo miró en silencio. Hasta ese momento, que analizó su actuación a través de los ojos de Adrián, no había percibido el asunto en su auténtica magnitud.−Quiero a Joseph como el hermano que nunca tuve. Cuando estuvo fuera del país nos escribíamos a diario. Él ha sido una presencia tranquilizadora para mí, la

estabilidad que siempre necesité... Creo que Joseph me ha dado más consejos que mi padre... Aunque eso, a decir verdad no es difícil.−Exageras...−¿En qué? ¿En la despreocupación de mi padre o en la sobreprotección de Joseph?−Supongo que en ambas −dijo él− Pero también estaba... ¿Cumann na mBan? Has dicho esa frase varias veces ¿Qué es?−Significa “Liga de mujeres”. Somos un cuerpo de militancia republicana, adscritas a los Voluntarios Irlandeses. Lamentablemente, no somos la mayoría de las

mujeres de esta ciudad, aunque contamos con la presencia significativa de grupos importantes: intelectuales, artistas, maestras, enfermeras y obreras. Nosotraspretendemos incluir en el movimiento nacionalista la igualdad de derechos de la mujer; pues las mujeres, tomando tus palabras, hemos sido un sector explotado en sucolectivo.

−Realmente tengo que aceptar que las mujeres aquí han sorprendido. Verlas tan activas el día de hoy, completamente insertas en una estructura militar me chocó unpoco al principio, debo admitirlo; pero luego me pareció admirable. Además de que su trabajo resulta muy valioso. Algo así, sería imposible en Boston. Las mujeres deallá, y la sociedad en general, viven dentro de un rígido código social, que las limita por completo. Sin embargo, no me enterado de una sola opinión contraria. Podríacreerse que allí las mujeres están felices con su destino.

−Es posible que así sea. Nosotras mismas somos las únicas culpables de la sumisión femenina. Aunque parezca absurdo, sumar a nuestra causa resulta muy difícil.−¿Por qué?−Es sencillo. Se trata siempre de un fenómeno de resistencia a abandonar los esquemas. Para las mujeres de la clase alta significa dar la espalda a la comodidad que

implica el no ser responsable de sí mismas y para las mujeres trabajadoras es agregar un problema más del que ocuparse.−Además del estigma social.−Además. Pero tratamos de no preocuparnos por eso. Al igual que las sufragistas británicas, las republicanas irlandesas podemos demostrar que no somos un

grupo de mujeres amargadas, feas y solteronas, tal como pretenden mostrarnos.−Puedo dar fe de ello.

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−¿De qué?−De lo que dices, pues lo que veo ante mí es a una mujer tan valiente e inteligente como hermosa.−¿Realmente lo crees? −preguntó ella con una pícara sonrisa.−Sí. Y quisiera conocer más de lo que sé, está detrás de esa belleza.Ella lo miró, sabiendo que él también sentía esa reconfortante sensación de comodidad en su compañía, percibiendo tal vez a alguien parecido a sí misma,

encontrando en ese rostro taciturno alguien que tampoco esperaba encontrar los sobresaltos del amor. Quiso acercarse más, pero temió las consecuencias. Se levantóbruscamente y nerviosa, dio algunos pasos mientras parecía observar a la ciudad que se extendía ante los dos. Sus pensamientos se sucedían entre sí, desplazándoserápidamente unos a otros ¡Por qué no conocí antes a este hombre!... ¿Qué demonios es esto que siento?... ¿Y qué sucederá ahora?

La incertidumbre, la terrible incertidumbre que se extendía ante el próximo amanecer le llevó hasta el más definitivo de sus pensamientos... “Quizás sea muy pocolo que nos queda aquí”... “Quizás en algunas horas estemos muertos” Pero su rostro no mostraba el menor rasgo de esa lucha. Sólo caminaba, de un lado a otro,oscilante, perdida entre sus reflexiones. Entre tanto, Adrián la miraba en silencio, precisando cada detalle de su cuerpo en movimiento, desde el peinado en el que ya sehabían escapado algunos cabellos rebeldes hasta la extraña silueta de las pistoleras y las formas inesperadas que sus caderas le otorgaban al austero uniforme. “Quéhermoso es el reflejo de las luces en su cabello rojo”, pensó él, mientras encendía otro cigarrillo.

−¿Quién es usted, señor O'Connell? - le preguntó ella sacándolo de su ensimismamiento.−Alguien arrastrado por la curiosidad, sorprendido por encontrarte ahora −respondió él con sencillez.−¿Acaso me buscabas? −preguntó ella sin saber que decía.−Siempre −dijo él.−Tengo largo rato contándote acerca de mi vida, sin saber nada de ti... −alcanzó a decir ella en voz muy baja- ¿Quién es usted, señor O'Connell? −repitió ella.−Aún soy incapaz de saberlo. Pero tu compañía me ha hecho posible sospecharlo - respondió él mientras un gesto casi imperceptible de su rostro acompañó su

mano sobre el espacio vacío en el viejo diván en el que ahora se había sentado, intentando seguir su deambular por la oficina.Ella comprendió de inmediato y se sentó junto a él, extendió su brazo con timidez y acarició su fino cabello rubio, deteniéndose en el borde de su rostro. Él tomó

su mano y como si se tratara de una continuación del discreto beso que había puesto sobre ella la noche anterior, comenzó a besarla en el dorso mientras descubría elmiedo y la sorpresa en los ojos de ella. Se detuvo.

−Regresé a Irlanda, tratando de encontrar en mi patria la razón que diera sentido a mi vida. Pero ahora... frente a una mujer que acabo de conocer dudo de todo loque creía, porque no me atrevo a nombrar esto que siento ante tu presencia.

−Durante todos estos días intenté imaginar cómo sería todo −dijo ella− Y ahora, cuando llega el momento, estoy aquí contigo...−Y todo es diferente, ¿No? −la interrumpió él− Sientes que tenemos mucho que vivir aún.Ella asintió en silencio, tomando la mano de él entre las suyas.−Así es −dijo ella− Como si algo me dijera que a pesar de que siento que ya te conozco...−Debemos conocernos otra vez.−Exacto.−Quizás eso no sea necesario... −susurró él mientras acercaba sus labios a los de ella besándola con delicadeza.−Así que era esto −preguntó ella, aún con los ojos cerrados.−¿Qué cosa? −preguntó él a su vez riendo.−De lo que hablan los poetas - le respondió ella, besándolo de nuevo.

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Martes, 25 de Abril de 1916.

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St. Stephen Green, 3.00 a.m.

El Capitán Elliotson había decidido su próxima acción. Después de cercar al fin a los tercos ocupantes de Liberty Hall, envió a un grupo de quince soldados a

tomar el Hotel Shelbourne, frente a St. Stephen Green. La conjunción del día feriado, la situación en la ciudad y la hora dieron lugar a más de una situación incómodacuando aquel grupo, siguiendo las órdenes del capitán, procedió a desalojar todas las habitaciones de los últimos dos pisos cuyas ventanas daban hacia al parque. Másde un ilustre ciudadano fue descubierto en extrañas compañías y aún más extrañas actitudes.

Pero nada de eso importaba. La misión se reducía a despejar el área y luego, cuando llegó otro grupo de soldados, extenuados por haber trasladado las pesadaspartes de tres de las eficientes ametralladoras Vickers desde el Castillo, a instalarlas en las habitaciones del último piso. Aquellos soldados nunca habían visto tanto lujode cerca, así que disfrutaron por completo la última instrucción de su superior: dormir hasta el amanecer, lo que hicieron en los mejores colchones y las almohadas mássuaves que habían usado jamás.

Mientras tanto, Constance se entretenía mirando las estrellas esa fría madrugada del martes. Sentada dentro del coche de Kathleen, que permanecía estacionado allado de una de las puertas del Parque, fumaba un cigarrillo tras otro. Más tarde, aún temblando dentro de su rígido uniforme militar, salió a vigilar su pequeño feudo. Loshombres y mujeres de guardia no se sorprendieron al verla aparecer, una alta y esbelta silueta entre la niebla, susurrando una cancioncilla. Sabían que ella permaneceríadespierta, pues Constance jamás pediría hacer a otro nada que ella no estaría dispuesta a hacer. Tras una breve plática, la convencieron de que durmiera un poco,imitando a quienes se acurrucaban junto a los setos de las casas de verano, entre la tranquilidad de la madrugada.

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Oficina General de Correos, 5.00 a.m.

Aquel hombre vestido con un traje impecable a pesar de la hora, con un maletín de médico en una mano y una copia de la Proclamación en la otra se acercó a la

puerta frontal de la Oficina de Correos, intentando mantener la compostura mientras los dos voluntarios que hacían guardia ante la puerta lo detienen con la pregunta derigor:

−¿Adonde diablos cree que va?−Vengo a ver a Joseph Plunkett −respondió señalando su nombre en una arrugada copia de la Proclamación− ¿Está aquí? Soy su médico.Los dos hombres se miraron, consultándose en silencio. Aquel hombre, ciertamente, parecía un médico. Y sí, Plunkett sin duda alguna necesitaba ver a uno. A

medida que el día había transcurrido, se hacía cada vez más evidente su estado de agotamiento. Todos en la Oficina de Correos parecían darse cuenta de ello, excepto élmismo. Sí, lo dejarían entrar.

−Está arriba −informó uno de ellos− Acompañeme.Atravesaron el amplio vestíbulo, entre el desorden sobre el que el doctor O'Neill paseó su mirada indiferente y subían las escaleras cuando se encontraron con

Amanda, que bajaba apurada y casi los había tropezado.−¡Doctor O'Neill! −exclamó ella nerviosa, ruborizándose hasta las raíces del rojo cabello recogido en una trenza.−¡Así que está usted aquí! −le increpó él, molesto− ¿Debí acaso suponerlo?−Doctor... −comenzó a decir ella− Le mentí... lo acepto... mentí... prometí volver el domingo y no lo hice. Y tampoco asistí ayer a mi guardia...−¡Amanda! −continuó él, ahora gritando, apuntándole con el dedo, mientras el voluntario que lo acompañaba se escurría escaleras abajo− ¡Has actuado de manera

muy irresponsable!−Sí, doctor −asintió ella en un susurro apenas audible.−Confíe en ti porque en cinco años siendo mi asistente y mi discípula me has demostrado una gran habilidad y dedicación al estudio y al trabajo... Eres la mejor

enfermera que haya visto jamás, pero pareces desconocer las responsabilidades inherentes a tu profesión, y eso es imperdonable.−Doctor O'Neill... −suplicó ella avergonzada− por favor, entienda que no podíamos hacer otra cosa...−Yo jamás debí permitir una actuación tan irregular. Es mi responsabilidad haber dejado que ustedes se retiraran del Hospital. Joseph debía permanecer

hospitalizado... ayer, cuando no volvieron a la consulta no sabía qué hacer, y sí, me sentí muy culpable... además, hoy tenías guardia conmigo y no te presentaste... ¡ Ypor Dios que jamás me imaginé algo como esto!... ¿Él está aquí?

−Sí, doctor. Está arriba. Vengo de allá −dijo ella.−¡Qué montón de dementes! −musitó el doctor entre dientes, subiendo los escalones− Vaya una manera de enterarme dónde está mi paciente... −y volviéndose

hacia ella agregó− ¡Me necesitas!¡Me utilizas!¡Y al demonio!Amanda bajó el rostro avergonzada.−¿Y ese uniforme?¿Qué significa?−Cumann na mban −susurró.−¿Cumann na qué? −exclamó él− ¡Yo no sé nada de gaélico, muchacha! Me sorprende usted Amanda, ahora supongo que está llena de secretos... ¿Al menos has

tenido la decencia de hacerle seguimiento? −preguntó, mientras ambos subían los últimos escalones− Me temo que podemos estar en presencia de una fase terminal−agregó− No quise decírtelo el sábado.

−¿Realmente lo cree? −preguntó ella preocupada, pues O'Neill era conocido tanto por su habilidad quirúrgica como por su ojo clínico.−La verdad es que lo operé porque tú me lo pediste, y porque quería darle una última oportunidad. No lo sé. Tengo que evaluarlo. ¿Como ha estado? ¿Fiebre−Sí, no ha cesado desde el sábado. Y ayer en la tarde aumentó−Si, si, la fiebre vespertina.−No, doctor, no es la fiebre vespertina. No ha dejado de tener fiebre y en la tarde aumentó.−Eso es peor, ¿Cuánto?−39,5 hace una hora y media.−¿Mareos?−Dice que esporádicos y momentáneos.−¿Tos? ¿Expectoración?−Sí. Sangrante. Rojo carmesí.−¿Qué nos indica eso?−Que las lesiones pulmonares siguen activas −respondió Amanda.−Exacto. ¿Has limpiado la herida? ¿Cambiado las vendas?−¡Claro! Ayer y hoy, dos veces al día.−Bueno... al menos no estás tan loca como pareces... sobre todo con esa pistola −dijo él despectivo− Has hecho todo lo que te enseñado que se debe hacer. Pero yo

debía verlo ayer y hoy.−Sí, doctor −asintió ella.Joseph se levantó sorprendido apenas reconoció al doctor O'Neill en la puerta. Mediando sólo una sonrisa ambos hombres se estrecharon las manos con sincera

simpatía. El resto de los presentes se levantaron y se fueron en silencio.−Amanda, por favor, déjanos solos - exigió el doctor O'Neill con firmeza.

Había decidido bajar a la cocina, donde un buen rato había pasado ya, ayudando a Louise y al resto de las chicas con la preparación del desayuno. Ella y Adrián

habían dormido un par de horas entrelazados sobre el diván de la oficina del director y luego, él se había unido al turno de guardia que le correspondía. Y ahora, alencontrarla allí, ella le había pedido que la acompañara afuera. Necesitaba caminar, le dijo, salir de allí, respirar.

Apenas amanecía. Caminaron con paso apresurado y llegaron al puente O´Connell. Adrián torció a la izquierda y siguieron hasta el Ha´penny Bridge, aquellagraciosa estructura, una curva blanca sobre el río, que había recibido su nombre por el medio penique que se pagaba antiguamente como peaje[a]. Amanda se detuvocansada sobre la balaustrada del puente y miró el fluir pesado del agua durante unos minutos. Luego, se sentaron en un banco mientras las primeras luces del albailuminaban la silueta de la ciudad.

−El doctor O´Neill es uno de los mejores cirujanos del país y yo trabajo como su asistente...−dijo ella, estrujando un pañuelo entre sus manos− Acaba deasegurarme que Joseph morirá muy pronto.Es cuestión de días.

Al decirlo, pareciera que ella al fin aceptara que era cierto. Y fue entonces que pudo llorar. Amanda se abandonó al llanto entre la penumbra grisácea del amanecer,imaginando que sus lágrimas descendían por su rostro y tras deslizarse por su piel, se unían a la pesada corriente del Liffey.

−Llora −dijo él, mientras le daba otro pañuelo, incómodo− ¿Quieres que te deje sola? Estaré allí, junto al...−¡No! ¡Por favor, no me dejes sola!Él apretó sus dedos húmedos bajo el abrigo con el que había pasado las horas más frías de la noche, y ella se recostó en su hombro. Poco después, le dijo.

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−¿Sabes qué es lo peor? Que soy tan egoísta.−¿Por qué dices eso?−Porque sólo pienso en mí. ¡Mírame!, yo debería estar allá, con él. ¡Por Dios! El doctor acaba de decírselo...−Eres humana, Amanda. Necesitas llorar, y no vas a hacerlo frente a él. Ya volveremos.−No puedo creer que estoy aterrorizada por la casi certeza de saber que tendré que ser yo quién estará allí, con él, al final... debería más bien, sentirme reconfortada

por eso... ¡Soy una mala persona, una pésima amiga... y una peor enfermera!−No digas eso. No es cierto −e intentando ayudarla, preguntó− Te he visto trabajar ¿Qué es lo que te asusta tanto?−El tiene una tuberculosis pulmonar muy avanzada y la infección ya alcanzó las glándulas linfáticas. ¿Sabes como terminan esos casos?−No.−La muerte siempre es horrible, pero creo que esta es una de las peores que el demonio ha inventado. Los pulmones colapsan y hay una hemorragia masiva,

hemotipsis le decimos nosotros. La gente común usa un nombre menos evasivo: vómito de sangre, ellos se ahogan en su propia sangre. Agradece a Dios que no has vistoa alguien morir así... yo sí, a varios y no puedo dejar de pensar en él en cada caso. No es raro que algunos pacientes, sobre todo hombres jóvenes, se suiciden cuando seenteran de su destino.

−Entonces, quizás sea mejor que... −Adrián no se atrevió a decir su idea, pero ella lo entendió enseguida, pues estaba pensando en la misma cosa. De segurohabrían tantas balas cruzando el aire en un futuro cercano...

−Sí, sería mejor, aceptó ella.−Incluso para tí.−Y sobre todo para él...¡De qué barbaridad estamos hablando! −exclamó ella, con la voz rota en un sollozo.El ruido seco de disparos lejanos interrumpió sus preocupaciones, trasladando el miedo a la muerte a algo aún más inmediato.−Se escuchan disparos −dijo él poniéndose de pie y avanzando hacia ella− Debemos volver.−Sí, volvamos. Vienen de la guarnición de City Hall, la de Sean Connolly y las chicas del Ejército Ciudadano.

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City Hall, 7.30 am

Kathleen y O'Reilly han logrado mantener el orden durante toda la noche, dirigiendo los tímidos intercambios de disparos en los que se había convertido el

enfrentamiento con las fuerzas apostadas en el Castillo. Sin embargo, ambos sabían que el amanecer traería consigo un nuevo ataque, así que no se sorprendieron cuandoescucharon una serie de explosiones, con un sonido diferente al de las balas. Se trataba de un ruido más profundo, menos hueco. “Son granadas, doctora” afirmó O'Reillycon una sombría seguridad, “las están lanzado desde la parte trasera del Castillo”.

En la planta baja, la mayoría de las mujeres intentan proteger a los heridos, acurrucadas tras los anchos pilares del vestíbulo del Ayuntamiento. Unos quinceminutos después de esa ronda de granadas, escucharon a los soldados correr hacia las ventanas, decididos a asaltar el edificio. Enseguida, los disparos de losfrancotiradores del techo, entre los que Helena se había mantenido insomne, les revelaron lo delicado de su posición. Apenas cayeron los primeros, una de lasametralladoras Vickers cubrió con sus ráfagas al resto. Aquel ruido nuevo sorprendió a muchos, que en su impaciencia por defenderse, habían descuidado sus propiasposiciones. Segundos después, Helena volvía a cerrar los ojos de un amigo: Jack O'Reilly, que había dejado a Kathleen a cargo del vestíbulo, había sido abatido en eltecho.

Abajo, el estruendo les hizo pensar que la cúpula estaba a punto de caer sobre ellos. Eran las metrallas y las granadas, y los soldados británicos intentando porsegunda vez entrar por las ventanas y derribar las puertas. Lograron detenerlos, pero una tercera oleada no tardó en aparecer. Era una pesadilla de revólveres, fusiles ybayonetas en medio de la tenue luz del alba. Kathleen gritaba sobre el ruido, al fin dando órdenes y consiguieron detenerlos de nuevo.

Aquella satisfacción fue breve. Se oyen más explosiones de bombas y disparos, una cuarta oleada de soldados se prepara para el asedio. Kathleen sabe que ya nohay nada que hacer. Ordena que todos suban al techo y esperen. Un profundo silencio cayó sobre el edificio. En la planta baja, entre la penumbra y el polvo, un oficialbritánico se abre paso entre la confusión con cuidadosas pisadas que se escuchan con nitidez sobre el colorido mosaico del piso que muestra el escudo otorgado aDublín. Detrás de una de las estatuas, ella mira una vez más las figuras de apariencia romana que parecían escenificar las virtudes que adornaban a la ciudad, las palabrasen letras negras bajo el blasón, que resultaban un terrible sarcasmo en aquel momento: “Obedientia Civium, Felicitum Urbis”.

−¡Ríndase en nombre de Su Majestad! −exclamó aquel hombre, apuntando su pistola en todas las direcciones.Desde el techo, los hombres y las mujeres exhaustas miran a Kathleen esperando una señal. Ella asiente y todos dejan sus fusiles recalentados. En medio del humo,

camina hacia el centro del vestíbulo, y con las manos en alto coloca su pistola sobre el mosaico del piso, frente al oficial, que la mira atónito. “Obedientia... Felicitum”lee también él al recoger el arma. Aquella dama madura, con un peinado conservador donde ya se distinguían algunas canas y una mirada serena detrás sus anteojos, quetanto le recordaba a una de sus tías en Londres, no tenía nada que ver con su idea del Comandante de aquella banda de guerrilleros.

−Si, nos rendimos −dijo ella ante su rostro asombrado− Soy Kathleen Lynn, la oficial a cargo. El sorprendido oficial creía ser objeto de una broma muy pesada. En medio del vestíbulo redondo del City Hall, podía asegurar que sentía sobre su espalda los ojos

vacíos de todas las estatuas de mármol. Con su pistola en la mano y la que ella le había entregado bien segura en el cinto, se acercó a Kathleen quien aún mantenía lassuyas en alto.

−Baje las manos −ordenó, tratando de sonar firme− No puedo aceptar la rendición de parte de una mujer.−¿Por qué? −preguntó ella con una voz cuya serenidad sólo consiguió aumentar su desconcierto ¿Cuántos años más que él tendría? ¿Quince? ¿Veinte? Casi podría

ser su madre.−Porque es absurdo. Debo llevar ante el Capitán Elliotson al oficial al mando de esta guarnición... O al jefe de este... asunto ¿Comprende?−Perfectamente, señor −replicó ella− Debe llevarme a mí. Soy la oficial a cargo.−Señora −continuó él pronunciando cada palabra con cuidado, como si hablara a un niño− No hay mujeres en el ejército ¡Y mucho menos oficiales!Kathleen levantó su cara y lo miró a los ojos. Desde el uniforme caqui sin una arruga hasta la afectada impasibilidad de su rostro, le resultó evidente que él

intentaba imponer una actitud de autoridad. Y ese tono de voz tan insolente... Ella respondió irónica−No en su ejército, señor. Pero sí en el nuestro.Al desconfiado oficial le pareció ver una orgullosa sonrisa entre las sombras. De seguro la sarta de tonterías que decía esta mujer eran parte de una trampa y en un

momento, sería contraatacado por un montón de sinn feiners ¡Una mujer oficial! ¡Si ni siquiera lleva un uniforme! ¡Si ni siquiera eran un ejército! … Pero debíacontinuar de alguna manera con la toma de ese condenado lugar que tantas bajas había costado. Con el olor a pólvora quemado irritando su nariz y las nubecillas depolvo llevándolo al borde de un estornudo, ansioso por romper el incómodo silencio, intentó buscar las mejores palabras para proceder a la entrega, pero sólo pudodecir.

−Si es así, debo esposarla... señora. Arriba, a pesar de su atención, los agotados combatientes no lograban distinguir más que murmullos. En medio del silencio, Annie Norgrove haló el brazo de Helena

con preocupación−Señorita Molony ¿No nos entregaremos verdad? −le preguntó con una voz de niña asustada que era casi un chillido− El Comandante Connolly dijo que no lo

hiciéramos.−Sí, Annie −respondió Helena en un desconsolado susurro− Ya no tiene sentido resistir. Si continuamos nos masacraran. Y hay heridos que deben ser atendidos en

un Hospital...Helena suspiró, mientras acariciaba la cabeza de Annie. Ella también se sentía decepcionada y lamentablemente, ya no tenía quince años ¡Tanto trabajo y todo

había terminado tan pronto! Habían fallado en la misión que Connolly les había encomendado. Se sobresaltó al escuchar el rítmico sonido de las botas de los soldadosque tras un enérgico gesto del oficial, entraron al recinto, distribuyendose en los puntos estratégicos: puertas, ventanas, esquinas.

Mientras el oficial esposaba a Kathleen a regañadientes, el resto subió gritando órdenes de no tocar las armas que permanecían en el suelo y ponerse en fila con lasmanos en la cabeza. Mientras obedecía, haciendo cada uno de esos movimientos, Helena sentía que una mano invisible oprimía su pecho. Contemplaba desconsolada loscadáveres, los primeros en ser entregados para ser sepultados en el hoyo que ya habían dispuesto en las cercanías ¡Sus compañeros muertos! ¡Sean! El llanto se hizotenazas que ascendían por su garganta, llenándole la boca de un sabor acre. Se apoyó en una pared para no caer y allí, junto a sus compañeras vió acercarse a uno de lossoldados, un joven que se abría paso entre los muebles rotos y las armas abandonadas, quien exclamó con expresión de asco, dirigiéndose a los otros como si descubrieraun gran hallazgo

−¡Cerdos cobardes! ¡Tenían rehenes!Luego, Helena lo vio tender su mano a Jenny, una de sus compañeras, a quien sus ojos expertos habían reconocido al instante como la muchacha más linda del

grupo. El resto de las mujeres, con Helena a la cabeza, bajaron las escaleras sin alcanzar a comprender que sucedía. Annie, siguiéndola, lloraba de rabia, pero lossoldados, moviendo molestos su cabeza al verla, supusieron que sus lágrimas eran provocadas por el miedo.

Todos suponían que ellas eran rehenes de los rebeldes, hasta que uno de los recién desarmados prisioneros se dirigió a la chica que era aún llevada por el brazo delsoldado inglés con preocupación

−¿Jenny, te encuentras bien? −preguntóEl oficial salió rápidamente de su error. Furioso, ordenó que todas las mujeres “¡Todas sin excepción, con estos locos nada se sabe!” gritó, fueran trasladadas a

prisión junto a los hombres. Kathleen suspira, pensando en cuándo podrá volver a ver a Madeleine. Le habría gustado tanto poder avisarle. Pero estaba segura de queella, apenas pudiera, la buscaría. Y estaría tan orgullosa apenas se enterara de todo lo que había sucedido. Pensó en su anciano padre, en Mullaghfarry, que ahora sí sepondría las manos sobre la cabeza, decepcionado, cuando se enterara de todo. Pero nada le preocupaba más ahora que el afligido rostro de Helena.

Cuando ambas columnas comenzaron a avanzar, apenas levantando sus pasos de los adoquines de Dame Street, desde el edificio del frente, aún tomado y donde se

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habían interrumpido los disparos por temor de herir a uno de sus compañeros alineados en la calle, George Norgrove gritó a su hija−¡Annie, se fuerte, seguiremos aquí!

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Oficina General de Correos, 6.00 a.m.

A pesar de lo que había prometido a Amanda, Joseph se levantó, cansado de intentar dormir. Empapado de sudor, decidió caminar por el largo pasillo y bajar las

escaleras. Se notaba movimiento en la cocina y más allá, por supuesto, entre los hombres que permanecían de guardia ante las barricadas de las ventanas. De seguro,habían sido los escalofríos lo que le habían impedido descansar. Era habitual. Pero ahora todo era diferente. Debía intentar dejar los asuntos de su breve y accidentadavida en orden...¿Acaso O'Neill le habría dicho algo a Amanda? Sería tan reconfortante saber que, como siempre, podría compartir sus más íntimas preocupaciones conella.

Se sentó frente a la ventana de una de las desiertas oficinas del segundo piso y en pocos momentos su pensamiento voló hasta un preciado recuerdo. Una tarde deverano, hacía ¿seis? ¿siete? años... Amanda salía de una de sus primeras rondas en el hospital y él, llevado por la novedad y el ocio de las vacaciones en la Universidadhabía acudido a buscarla, disfrutando de aquel sol que iluminaba el mediodía de la ciudad, tan parecido a este adelanto de los días de julio. Ella, para su sorpresa, noestaba cansada y en uno de sus tan frecuentes como inexplicables impulsos le preguntó si podrían pasear por los alrededores. Así, como una broma, llegaron después demedia hora de tren al pueblecito de Bray, el poblado más antiguo del país, "La puerta de los jardines de Irlanda", cercana a las maravillas de las montañas de Wicklow.Bray era un paseo habitual para los dublineses y tomados de la mano se confundieron con los otros visitantes por las pequeñas calles, compartieron una cerveza yprobaron los famosos mejillones del condado.

La playa despejada, el graznido de las gaviotas, el sonido del mar. Ella se quita los zapatos y las medias sin duda alguna y trepa a las rocas de la orilla como unaniña feliz... Su cabello agitado por la brisa salobre como una bandera desafiante. Él la mira desde la prudencia de la distancia, confundido, temeroso de aprovecharse,como una parte de sí lo deseaba, del encanto del momento. Tal vez era mejor que ella continuara siendo tan sólo esa imagen con la que jugaba desde su niñez, la mujerque poblaba sus poesías en medio de la mirada entre triste y risueña de Geraldine que todo lo adivinaba y la ignorancia que ella parecía mostrar cuando las leía... Díasdespués, las palabras que ella había inspirado sobre uno de sus cuadernos, le hicieron temer haber sido demasiado evidente...”Olas blancas en el agua/ hojas doradas enlos árboles/ como la hija de Mananan/ vino desde el mar... los capullos y la flor/ el fruto de la espuma/ desde el oscuro seno del océano/ ella vino desde su hogar[7]”...

Él, siempre cauteloso, vuelve su mirada y alejándose de ella, camina pensativo por la orilla de la playa..."Respondió a su llamada/ Oh, vientos del mundo/ cuandola fruta madura cae/ y las flores se despliegan”. Esa tarde, él se preguntó si ella permanecería siempre así, en esa extraña dualidad, de mujer incondicional perointocable. Tan intocable para él como para cualquiera. Amanda miraba absorta el mar, agitaba alegre sus pies blancos en el agua fría y la espuma y él no podía menos queadmirar su silueta, y las forma de las piernas que descubría ingenua alzándose la falda hasta los muslos. Pero ciertamente, no había malicia alguna en ella, pues resultabaevidente que nunca dejaría de verlo como un hermano y jamás reconocería al hombre para el que ahora su cuerpo exhibía inquietantes formas.

Ahora, pensó, él no podía menos que aceptar que ella había respondido al llamado de su propio destino, despidiéndose al fin de muchacha que tomada de su brazolo había convertido durante tantos años en una efectiva coraza contra cualquier otra presencia masculina. Ahora todo estaba terminando. No se lamentaba. Aquella habíasido una tarde maravillosa, quizás una de las mejores de su vida. Ella le había querido, fiel, desinteresada e incondicional. Su gran capacidad para el amor le había sidoentregada completa, sólo que se trataba de un amor casto y filial, puro como una rosa blanca. Y ahora, él podía comprender que era el momento de retirarse en silencio.

Siempre había reconocido que Amanda estaba hecha para la pasión y por eso no quiso turbar su vocación con una declaración que la habría colocado en unaposición incómoda. La amaba lo suficiente para no hacerlo y felizmente, había alcanzado vivir para ver como ella descendía desde aquel promontorio rocoso y nacida deesa tarde de risas y mar, respondía finalmente al llamado de su piel. Como siempre lo había temido, sería otro el hombre que haría tal descubrimiento. Mirando elextraño panorama de la calle Sackwille, entre barricadas, vidrios rotos y restos de los primeros saqueos, él aceptó que ahora, años después, su visión se hacíarealidad..."Respondió a su llanto/ Oh, criaturas de la tierra./ Y el sonido de su suspiro/ hecho música y mirto... Respondió a su lamento/ Oh, soñadores del hado /Y sudormir tuvo un nuevo sueño/ Y esplendor y florecer".

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St. Stephen Green, 7.00 a.m.

Una serie continua de disparos sacaron a Margaret Skinnider de su ligero sueño. Se levantó asustada, con el fusil en la mano y el cabello en desorden. El hombre

que se encontraba a su lado, dormitando en una de las barricadas del parque, extendió su dedo hacia arriba señalando el origen de las balas. Desde los balcones del HotelShelbourne, todos se habían convertido en fáciles blancos de las ametralladoras y los fusiles británicos.

Constance también despertó de un salto al sentir el impacto de las balas sobre la carrocería. Corrió hacia Mallin, quien ordenó responder. Las balas silbaban en elaire en todas las direcciones y el fuego cruzado hizo estallar la grava de las alamedas, convirtiendo el parque en una multitud de charcos de fango. Barricadas y trincheraseran refugios inútiles y los rebeldes buscaron el abrigo de los frondosos árboles para ocultarse de quienes, como aves de presa, les acechaban desde la altura.

Mallin se acerca a Margaret y le susurra una orden al oído. Ayer, ella fue y volvió dos veces a la Oficina de Correos, conoce como manejarse en las peligrosascalles. Le gusta volar en su bicicleta, con la falda gris, el discreto sombrero, los pequeños anteojos y la sonrisa inocente que la hacen parecer una chica cualquiera de laciudad. Ella asiente y corriendo hasta una de las casetas, esquivando las balas, toma la bicicleta sin dudar. Debía avisar a los 16 hombres que guardaban el puente de lacalle Leeson del traslado. Si St. Stephen Green era abandonado antes de que pudieran unirse al resto, quedarían aislados en medio del ataque británico.

En el techo del Hotel Shelbourne, los soldados distinguieron enseguida la figura de un ciclista que salía a toda velocidad del cuadrilátero del parque. Un mensajero,por supuesto. Había que detenerlo a toda costa y tras la voz de mando de uno de los oficiales, dos ametralladoras apuntaron directamente al pequeño punto oscuro queavanzaba por la calle. Margaret pedaleaba hasta el límite de sus fuerzas mientras las balas impactaban los bordes de las ruedas, el piso, o chocaban con el metal de losradios. Metros después, fuera de alcance de los británicos, tuvo una nueva preocupación: los 16 hombres debían volver a pie hacia el Colegio de Cirujanos, bajo el fuego.

No lograron hacerla desistir de ir al frente. Admirados ante la temeridad de la chica, dos transeúntes que habían visto su arriesgada carrera desde el parque, seacercaron a ella y le dijeron en voz baja “Todo está seguro en esta calle”. Minutos después, una mujer se asomó a la ventana justo para avisarle “¡Perderás tu revólver!”Al llevar su mano al bolsillo de la gabardina, Margaret notó que en efecto, la pequeña arma estaba a punto de salirse y ella concluyó que perder la vida o mantenerla eraun asunto de segundos, de milímetros, de suerte. Como la que tuvo Mallin cuando ella se reportaba ante él al volver y una bala pasó silbando a través de su sombrero.Bajo su mirada asombrada, él se lo quitó, lo miró en silencio y se lo volvió a poner.

El martilleo constante de la ametralladora Vickers deja numerosos heridos y algunos muertos sobre la grama húmeda. Envalentonada por la visión de la sangre desus compañeros, Constance logra silenciar una de ellas con una serie de precisos disparos de su fusil. Entre los árboles, el grupo ha resistido durante tres largas horas,pero lo insostenible de la situación resulta evidente para todos. Mallin se aproxima poco a poco hacia la puerta oeste del parque, la más cercana al Colegio Real deCirujanos y da la orden de iniciar su ocupación.

Margaret es una de las primeras en acatarla. Al alcanzar la entrada del Colegio, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, guiña los ojos que tardan enacostumbrarse a las penumbras del interior del edificio, en áspero contraste con la luminosidad del exterior. Logra distinguir un amplio vestíbulo, y formas de grandes yantiguas estanterías. Al frente, unas escaleras. Se acomoda sus pequeños anteojos casi caídos sobre la nariz, respirando profundo... ha logrado llegar ilesa.

¿Cuántos de sus compañeros podrían decir lo mismo? A diferencia de ese temerario primer grupo, que aún se recupera bajo el pórtico, asombrado de no haberrecibido ni un rasguño; Madeleine, en el segundo, sufre la intensidad del fuego británico que al notar el movimiento de retirada, desplaza las ametralladoras y lostiradores hacia esa esquina. Los escasos metros entre la arboleda y las escaleras del Colegio de Cirujanos se convierten en una prueba de nervios. Al volverse, justo antesde iniciar su carrera, Constance le indica con un gesto que no irá aún, mientras sigue su ritmo constante de disparos, desafiante, sin cubrirse, hasta que las balascomienzan a estrellarse en las ramas por encima de su cabeza.

Dos horas después, St. Stephen Green había sido desalojado por completo. Cinco cuerpos quedan atrás, sobre el césped, como la muestra más vívida del graveerror que habían cometido al no ocupar el hotel. Ya adentro, Madeleine guía al resto, conoce el lugar pues algunas veces acompañó a Kathleen a sus conferencias médicaso una que otra recepción. Las aulas enormes, con frías corrientes de aire, las paredes cubiertas por gabinetes con objetos para los estudiantes. Muestras zoológicas,guijarros y antiguos herbarios, trozos de cuerpos humanos en grandes recipientes de vidrio.

Había un terrible olor a formol y la calefacción no funcionaba, pero los recién llegados ocupantes no esperaron ninguna orden para preparar su nueva guarnición.Cubrieron de barricadas las amplias ventanas, donde se ubicaron los hombres y mujeres de puntería más fina. Otros suben las escaleras, aún con sensación de huida. Lasenfermeras, encabezadas por Rosie Hackett, ocupan la biblioteca, el lugar más amplio e iluminado de la edificación y colocan allí a todos los heridos. Improvisan uncrucifijo, que cuelgan por encima de los bancos de estudio. Algunos comienzan a rezar el rosario como un agradecimiento, mientras que otros pocos, cansados por másde tres horas de enfrentamiento y la peligrosa carrera, se envuelven en alfombras como momias y sus ronquidos se escuchan en seguida en la gran sala de conferencias.

No podían negar que se encontraban a resguardo en el edificio, Margaret tiembla por el aire gélido del lugar, mientras piensan en que los únicos alimentos que tienenahora son esos paquetes de galletas y lo poco que han podido recoger antes de su loca carrera a través del parque ¡Qué lugar tan lúgubre! ¡Qué olor a muerte! Pero lamirada firme de Madeleine, frente a ella, la hace sentirse segura. Más allá, las enfermeras se ocupan de su primer paciente de seriedad, un joven que recibió quincedisparos cubriendo la retirada.

Afuera, Michael Mallin, aún se arrastra en el fango, alerta, hasta alcanzar el cuerpo de otro muchacho, vestido con el uniforme verde gris de los Voluntarios,moribundo bajo la lluvia. Sus manos palpan el rostro, ya inerte, cerrando temblorosos sus párpados. Él está convencido que es su deber cerrar los ojos de los caídosantes de abandonarlos en medio del barro “¡Dios acoja sus almas!” susurra, mientras un fino hilo de sangre le recorre el rostro. Se trata de otra bala que sólo le haarañado el cráneo.

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Fitzwilliam Street, 10.00 a.m.

Evelyne revolvía los huevos y picaba las tiras de tocino, mientras un sorbo de té, frío y con mucha azúcar, permanecía en su boca. Llevaba casi una hora intentando

terminar ese desayuno tardío, pero sus nervios le impedían tragar. Brigid, que solía comer con las chicas en la mesa del comedor cuando Patrick McKahlan no seencontraba en casa, la miraba preocupada. Sus oscuras ojeras revelaban que ella también había permanecido despierta durante la noche y ahora, al igual que Evelyne,había perdido el apetito por completo.

−Pero, señorita Evelyne ¿Está segura de lo que dijeron?−¡Claro! Joseph, George y Jack están en la Oficina de Correos. Cuando estuve allá, el señor Plunkett había ido a verlos. Y cuando volví, en la tarde, Mimí me

aseguró que él le había comentado que Amanda estaba allá.−¿Mimí?−La menor. Es la única que está en la casa con ellos.−¿Y no era que el señor Joseph estaba muy mal de nuevo? ¿Cómo puede estar en la Oficina de Correos? −preguntó Brigid, agregando para sí misma, mientras

movía una vez más una plateada cucharilla dentro de su taza− No entiendo nada...−Yo tampoco. Eso fue lo que me dijo Amanda el domingo temprano. Que el doctor O'Neill lo había operado ¿Ya trajeron los periódicos?−Sólo el “Irish Times” y el mensajero dijo que no cree que lo haga mañana, si todo sigue igual. Dice que es peligroso andar por las calles.−¡El “Irish Times”! No creo que hable mucho de esto. Según papá es un panfleto unionista y por eso, prefiere leer el “Irish Independent” −explicó mientras

revisaba las escasas páginas: una extensa reseña de las carreras de Faeryhouse, una crítica de la obra que se había estrenado el domingo en el Teatro Gaiety (unacompañía muy mala, de acuerdo al comentario que Amanda le había hecho) Algunas noticias de la guerra y apenas en una columna en la tercera página, la únicareferencia al suceso que había trastornado a la ciudad. Evelyne leyó en voz alta.

El Levantamiento del Sinn Fein en Dublín. Ayer por la mañana una insurrección se llevó a cabo en la ciudad de Dublín. Las autoridades han tomado medidas activas y enérgicas para hacer frente a la

situación, las cuales están avanzando favorablemente. De acuerdo con una declaración oficial se tiene previstas acciones tempranas y rápidas. Peor que la falta deinformación fiable, sin embargo, es la creciente escasez de alimentos. Por ahora,los suministros previstos para durar hasta las vacaciones de Semana Santa hancomenzado a agotarse. En la calle de la iglesia y el área de la panadería de Boland los rebeldes distribuyeron pan, pero en la mayoría de las áreas centrales de laciudad no había furgonetas de pan, ni entrega de leche ni funcionan las carnicerías y puestos de víveres. Los lecheros que se aventuraron a las calles cerca de St.Stephens Green fueron detenidos a punta de pistola por Lily Kempson y Mary Hyland, dos jóvenes del Ejército Ciudadano y requisaron sus suministros. Por lotanto, a la creciente lista de quejas contra los rebeldes, se añadió ahora la amenaza del hambre.

Dublín, de hecho, ya ha tenido suficiente de su gloriosa insurrección, y se espera con impaciencia a los militares para hacer algo al respecto. −¿No dice nada de los pagos del ejército? −preguntó Brigid, apenas ella acabara de leer.−No ¡Había olvidado que llegaban esta semana!−Sí. Y justo a la Oficina de Correos. Bonito lugar han encontrado sus amigos para atrincherarse. ¡No se les pudo ocurrir otro mejor!−Supongo que no −respondió Evelyne, algo molesta− Y no son mis amigos.−Lo sé, pero sí los de su hermana ¡Venga a saber Dios en qué parará todo esto! ¡Cómo si no faltaran desgracias en esta casa!−Iré a hablar con ella −dijo Evelyne con fingida energía mientras se ponía de pie− Aunque estoy segura que nada la hará volver aquí. Y de seguro me enteraré de

algo acerca de los pagos.−No lo creo, pero le agradezco cualquier cosa que pueda saber. Si esos pagos llegan y no los entregan, no serán los soldados ingleses quienes saquen a los sinn

feiners de allí, sino sus mujeres. Evelyne sorteaba las calles con barricadas, descubriendo a cada paso una ciudad desconocida. Había salido después de pensarlo con detenimiento, tal como era su

costumbre al tomar una decisión; así que al levantarse de la mesa, sólo ajustó algunas de las horquillas de metal que sostenían apretado el moño de su trenza castañoclaro. En la puerta de la casa sacudió sus impecables zapatos y tomó el gran bolso con el que iba atrabajar al hospital.

Volvía esa conocida sensación de incertidumbre, ese miedo acechando de nuevo. Ese no pertenecer. Sus padres habían muerto cuando ella sólo era una bebé y sufamilia materna no había dudado en entregarla a un hospicio de las Magdalenas. O al menos esa era la historia que siempre le habían contado. Había acostumbrado a sumemoria a no guardar ningún recuerdo de ese lugar, atrincherándose en la idea de que era muy niña. A fin de cuentas, esas imágenes que espantó con manotazos duranteaños como si fueran cuervos posándose en un campo de trigo, habían sido sustituidos por el amor de la única madre que había conocido, una dulce mujer de manos muyblancas y cabellos muy rojos. La mujer que había decidido llevarla a casa y hacerla su hija, dándole al fin un lugar al que pertenecer.

Sabía lo que sentía. De nuevo esa sensación de vacío en el estómago. Como hacía tantos años atrás… Cuando le dijeron que Fionna había muerto, vomitó. Vomitósobre la antigua alfombra del salón donde Brigid trataba de entretener a las dos niñas con sus muñecas favoritas, galletas y juegos de mesa. Recordaba las caras largas detodos esos adultos, que llenaron la casa en pocos momentos, como si hubiera ocurrido ayer. Todo Merrion había acudido al funeral, pues Fionna con su buen carácter ysu elegancia natural se había ganado el cariño del exclusivo vecindario. Lloró, lloró mucho y luego pasaron muchos días para que ella volviera a decir una palabra. Yahora, de nuevo sin avisar, regresaba esa insoportable sensación de no pertenecer, ese pánico. Ahora era Amanda, la hermana que había estado junto a ella en esasegunda orfandad, quien se había ido.

Caminaba rápido, entre los curiosos y los asustados. Escuchó, apenas en unas pocas cuadras, que Redmond había sido tomado prisionero, que el Castillo estaba enllamas, que el sacerdote de una de las catedrales había sido abatido por un disparo perdido, que los alemanes habían desembarcado en tres lugares de la isla, que Corkestaba en manos de los Voluntarios. Pocas tiendas permanecían abiertas y quienes tenían el dinero suficiente compraban provisiones. Cuando pasó frente al TrinityCollegue notó la gran cantidad de guardias en las puertas y avanzó apurada ante las miradas de los soldados que le ordenaron continuar. Por el rabillo del ojo, como unasombra, distinguió siluetas en el techo, pero no podía voltear para saber si se trataba de una fantasía. Atravesó el puente O'Connell, asombrada del aspecto de una calleSackwille casi desierta, donde destacaban las orgullosas columnas de la Oficina de Correos. Como siempre, Hibernia continuaba de pie sobre el frontón, pero Evelynedescubrió con sorpresa que ahora se encontraba franqueada por dos banderas nuevas.

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Parkgate Street, Comandancia General del Ejército Británico, 10:15 am

El Coronel Cowan podía respirar tranquilo. Ya había llegado a la ciudad el General Lowe, quien ha sido designado como autoridad militar para enfrentar el

Levantamiento. Al fin puede conocer al cincuentón con fama de taciturno que tiene bajo su mando casi cinco mil hombres en el cuartel Curragh, a 35 kilómetros deDublín. Dada la urgencia del caso, él ha adelantado a sus hombres y a otros mil más que ha convocado desde Belfast. Cowan descubre aliviado que esta vez la tetera síestá llena y sirve las tazas de los otros tres hombres que se sientan alrededor de los mapas de la ciudad que su ayudante acaba de traer de los archivos: el General Lowey los Capitanes Portal y Maconchy.

−Tenemos seis guarniciones rebeldes −decía Lowe, mientras marcaba con banderillas rojas el más grande de los mapas que se extendía sobre la mesa, consultandolas notas que Cowan había estado preparado durante toda la noche− la Oficina de Correos, las Cuatro Cortes, la Fábrica Jacobs, el Molino Boland, South Dublin Uniony el City Hall.

−Así es, mi General −asintió Cowan− aunque aún no tenemos reportes de si se mantiene la posición de City Hall. La última información dice que se encontrabamuy deteriorada.

−¿A qué hora?−A las 6.30 −dijo Cowan, logrando reprimir un bostezo con dificultad. Había dormido escasos minutos frente la máquina de escribir, desde que se le informara que

debía recabar toda la información y organizarla para recibir al General Lowe− Y hay que incluir también al grupo que se encontraba en St. Stephen Green y que segúnacaban de informar se trasladó hacia el Colegio de Cirujanos.

−¿St. Stephen Green? −preguntó.−Aquí, mi General −respondió Cowan, señalando una mancha verde en el mapa− Es el parque más grande en el centro. Y el Colegio está al frente.−Tenemos entonces siete posiciones −rectificó Lowe− Sin idea precisa del número de rebeldes a los que nos enfrentamos, ni cual es su arsenal. Creo que debemos

mantenernos vigilantes y esperar ¿Qué cree usted, Capitán Portal?−El planteamiento táctico de ellos ha sido defensivo, mi General −apuntó de inmediato el aludido− Quizás debamos acercarnos ¿Cómo saber qué tienen? ¿O con

qué apoyo cuentan? Tal vez tengan apoyo interno, que no podemos permitir entrar a la ciudad. Y de seguro apoyo alemán −agregó.−He estado considerando todo esto −afirmó Lowe caminando hacia la amplia ventana con las manos entrelazadas en su espalda. Bajo los límpidos cristales en el

gran patio de las Royals Barracks, un rectángulo rodeado de los edificios grises, comenzaban a alinearse los efectivos británicos− Y creo que debemos plantear un cerco.Aunque hasta ahora el asedio ha sido poco eficiente.

−Se han reportado demasiadas bajas en City Hall, señor −dijo Cowan mirando sus notas.−Pero habrá que acabar con esa guarnición, por ahora −respondió Lowe con firmeza y continuó mirando el mapa para cerciorarse de los nombres− Y continuar la

presión en South Dublin Union. En cuanto a las demás, no perdamos más tiempo. Observen los planos, −dijo señalándolos con sus manos enguantadas− los canalesconstituyen una frontera natural, que encierra el centro de la ciudad, dividido por el río. Hay que aislarlos bajo cualquier concepto. Que no sea posible la comunicaciónentre sus guarniciones ¿Qué opina, Capitán Cowan?

−Estoy de acuerdo con usted, mi general, pero desgastaremos nuestras tropas. Ellos están atrincherados. Hace poco, enviamos unos efectivos a la estación Amienspara reparar la vías del tren cerca del puente Annesley. Fueron atacados por un piquete de rebeldes y tuvimos bajas y prisioneros. Será complicado seguir así.

−Probaremos, Capitán Cowan y si la resistencia sigue siendo como hasta ahora, emplearemos artillería. Ya he ordenado que sea trasladado el parque de artilleríadesde Athlone, tal vez los primeros cañones lleguen hoy mismo.

−¡Artillería!¡Dentro de la ciudad! Eso sería un desastre −pensó Cowan, mientras colocaba su taza sobre la mesa para que no se notara el súbito temblor de susmanos. A diferencia de todos ellos, él era dublinés y pudo imaginarse rápidamente los destrozos que la artillería podría hacer en su ciudad de calles estrechas y genteshacinadas. Esas cuadrículas no eran un plano para él ¡Cuántas veces había ido de compras en la calle Sackwille! ¡Cuántas veces había coqueteado con una chica en susdías de permiso en un banco de St. Stephen Green!

−Mi general −intervino en un tímido intento de hacerle cambiar de opinión - estuve hace poco en Athlone. Las armas de las baterías de campo 144 y 145 ava estánen muy mal estado. La verdad, son casi chatarra.

−¡Pues las arreglaran! −exclamó Lowe− Debemos contar con esa fuerza. Por cierto, capitán Cowan, llame a Augustine Birrell y comuníqueme con Sir MatthewNathan. Hay que comenzar a poner orden, proclamaremos la Ley Marcial.

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Oficina General de Correos, 11.30 am

Winnie había logrado que Patrick al fin tomara té de las tazas que ella se preocupaba por traer a la oficina y en la mañana, él se había atrevido a pedirle que

transcribiera las notas que había escrito durante esa noche de poco sueño. Bajo la mirada desdeñosa de Louise, Winnie había tomado de la cocina unos bocadillos,subiendo luego presurosa por las escaleras. Patrick alcanzó a sonreír mientras ella preparaba la máquina y se acomodaba en la silla. El sonido metálico de la barraespaciadora chocando contra los topes, junto al aroma que despedían las tazas que ella acababa de servir le resultaba extrañamente reconfortante.

El se sentó a su lado y ordenó sus notas. Había tenido tiempo, como la mayoría de los hombres en la guarnición, de lavarse la cara con un poco de agua fría ypeinarse, pero aún no estaba obligado a emplear la cuchilla de afeitar. Tocó su mejilla y notó que una pequeña aspereza era la única muestra de su trasnocho. “Aún no esgrave”, pensó mientras extendía relajado las piernas bajo la mesa. Miró el perfil de Winnie a través del luminoso resplandor que atravesaba las ventanas y se detuvo enlas largas pestañas que se curvaban con gracia y los dedos delgados que en la posición descrita en los manuales de mecanografía se extendían sobre el teclado: a, s, d, f, g,h, j, k, l... Ella esperaba por él, así que comenzó a dictar:

“La República de Irlanda fue proclamada el lunes de Pascua 24 de abril a las 12 horas. Simultáneamente con la proclamación del gobierno provisional, la

División de Dublín del Ejército de la República incluidos los Voluntarios Irlandeses, Ejército Ciudadano y otros órganos, ocuparon los puntos dominantes de laciudad. La Oficina de Correos fue capturada a las 12 horas, el castillo fue atacado en el mismo momento, y poco después las Cuatro Cortes fueron ocupadas…

El dudó por un instante, con su dedo índice repasando las líneas que había escrito con un lápiz y Winnie dijo con rutinaria soltura−Creo que suena mejor “y poco después fueron ocupadas las Cuatro Cortes”El la miró con una mezcla de rabia, asombro y agradecimiento. La verdad era que nunca había tenido una secretaria. Para él escribir era lo más similar a celebrar una

liturgia. Una actividad tan solemne como solitaria. Hasta lo concerniente a la administración de St. Endas lo hacía personalmente y sus escritos literarios sólo eransometidos a la mirada crítica de Thomas y Joseph después de un largo período de maduración y múltiples correcciones. Ellos solían burlarse de él por tener tantascontemplaciones y por como enmascaraba de mala manera su susceptibilidad ante los comentarios... Pero ella tenía razón, así quedaba mucho mejor.

−Es cierto −admitió−, con una muy bien oculta vergüenza. Winnie, sin inmutarse, tomó una nueva hoja de papel y procedió a colocarla en la máquina. En pocossegundos, mientras él miraba absorto la danza de sus dedos sobre las teclas, ella copió de nuevo el fragmento y se detuvo esperando su próxima palabra.

−El resto, profesor Pearse −susurró ella sacándolo de su fascinación ¡Qué mirada tan brillante tiene! pensó él, admirando un rizo rebelde que se asomaba de supeinado, de seguro hecho a toda prisa. Revolvió de nuevo sus notas y continuó

“Las tropas irlandesas tienen el Ayuntamiento en su poder y dominan el Castillo. Los ataques fueron inmediatamente iniciados por las fuerzas británicas y

fueron rechazados en todos estos lugares. En el momento de redactar este informe las fuerzas republicanas mantienen todas sus posiciones”

−¿Donde nació, señorita Carney?−Cerca de Belfast −respondió ella sin que su asombro ante aquella repentina pregunta se trasladara a ni una sílaba de sus palabras.−¿Tiene hermanos? −continuó él.−Sí, claro. Tengo cuatro hermanos allá.−¿Y desde cuando trabaja?−Desde muy joven, profesor. Mi padre abandonó a mi madre cuando aún éramos chicos. Ella tenía una tienda y yo ayudaba a atenderla, pero necesitábamos otras

entradas de dinero y cuando cumplí quince comencé un curso de mecanógrafa. Trabajo en ello desde entonces.−Connolly tiene mucha suerte.Solos en la oficina y sorprendida por aquellas preguntas hechas con el tono neutro de un trámite, Winnie lo miró a los ojos. Él, siempre esquivo, dirigió su mirada

hacia otro lado, suponiendo que ella sólo deseaba detallar el leve defecto en su ojo derecho que tanto lo avergonzaba. No podía ni siquiera sospechar que ella tenía unaopinión muy diferente, pues cada vez se convencía más de que aquel hombre alto, un poco corpulento, perfectamente peinado y de mirada febril se había convertido ensu ideal de la masculinidad. La hacía recordar a los héroes de Jane Austen, esas novelas románticas que ella escondía en los últimos cajones de su dormitorio como unpecado inconfesable. Pero Patrick era tan real como la extraña situación en la que estaban involucrados, a medio paso entre la gloria y el escarnio, y Winnie decidió nodetenerse a pensar en ello ahora, mientras intentaba mantener su concentración transcribiendo sus palabras.

“Ha habido fuertes enfrentamientos, que han continuado durante casi 24 horas, las bajas del enemigo son mucho más numerosos que los del lado republicano.

Las fuerzas republicanas en todas partes están luchando con espléndida gallardía. La población de Dublín están claramente con la República, y los oficiales ysoldados son aplaudidos en todas partes cuando marchan por las calles. Todo el centro de la ciudad está en manos de la República, cuya bandera ondea en laOficina de Correos.

El Comandante General P.H. Pearse es el Comandante en Jefe del Ejército de la República y Presidente del Gobierno Provisional. El Comandante GeneralJames Connolly está al mando de los distritos de Dublín. La comunicación con el país está cortada en gran medida, pero los informes muestran que el paíscomienza a levantarse y los cuerpos de hombres de Kildare y Fingall ya se han reportado en Dublín "

Revisaron el documento y Patrick se levantó apurado para entregárselo a Connolly, quien envió una mensajera hasta la imprenta que permanecía escondida de

Liberty Hall. Luego, bajó a la cocina, preocupado por no haberlo hecho antes. Tal como lo suponía, descubrió el conocido perfil de Louise entre las hornillas y los sacosde provisiones, pero su figura le resultaba extraña, fuera de lugar, entre tantas ollas, cacerolas y montones de papas y pan. Se había acostumbrado a verla como uncolega, un igual y jamás se la había imaginado como ama de casa. Louise era toda ideas, toda pensamiento y ahora la descubría tan distinta como las curvas de supeinado, su seno y sus brazos, removiendo una cacerola en medio del humo. Había acudido a buscarla para conversar con ella, pero al verla ocupada en la cocina,comenzó a preocuparse por las provisiones. Ella, apenas al saberlo, llamó a otra de las mujeres, una que trabajaba como cocinera y le preguntaron cuanto tiempopodrían comer con lo que tenían

−Con una economía estricta, poco más de dos semanas, Comandante −respondió la mujer sin titubeos.−Entonces ejerzan la “economía estricta”. Esto va a ser largo.−Podemos hacerlo, Patrick −asintió Louise con una sonrisa, después de hacer el gesto cansado de una esposa secándose las manos en el delantal− Todo lo que

debemos prever es lo que vamos a decir cuando allá afuera empiecen a quejarse de no estar recibiendo suficiente comida.

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South Dublin Union, 11.45 a.m.

Habíamos dormido poco. Pasé buena parte de la noche junto a un pobre hombre que había enloquecido. En medio del frío de la madrugada, había prendido una

cerilla para encender un cigarrillo y esa pequeña luz frente a una de las ventanas hizo que uno de los atentos francotiradores ingleses disparara mortalmente a sucompañero en el cuello. Temprano en la mañana, otro hombre izó una improvisada bandera, un arpa verde pintada sobre una de las cortinas y al menos eso nos hizosonreír por un rato. Cantamos “Una Nación otra Vez”, hasta que los disparos británicos nos hicieron callar para ocuparnos de nuevo de nuestras armas.

Durante toda la mañana habían continuado las escaramuzas. Habíamos llenado cuanto recipiente pudiera contener agua, reunimos toda la comida queencontramos y siguiendo una nueva orden del Comandante Ceannt, hicimos una segunda barricada frente a nuestro edificio. Estábamos agotados y entre el frío, y laescasa comida yo había tratado de conseguir un mínimo de comodidad para Jim. Encontré hasta una manta para arroparnos el poco tiempo que pudimos dormir,recostados contra las paredes. Pero yo cada vez lo notaba más irritado, molesto. A él le incomodaba que nuestros compañeros de la guarnición nos vieran comopareja más o menos establecida. Estaba avergonzado de mí, lo sabía, no quería que nadie lo relacionara con esta antigua trabajadora de Monto. Ahora, sentía que yoresultaba para él algo similar a un estorbo. Pero también notaba cómo se enardecía en silencio cuando otros hombres me miraban o me prestaban alguna atención.Acaparadores, indecisos, así son los hombres y así han sido siempre.

Cuando poco después del almuerzo, hacíamos guardia en nuestros ya habituales puestos del techo yo le grité, asustada por una distracción suya, quizás por elcansancio, quizás por el sueño, quizás por el sopor de la tarde; que pudo haberle costado la vida. Los francotiradores ingleses, aunque habían disminuido mucho susataques, no perdían oportunidad de infringirnos alguna falta.

−¡Podrás dejarme en paz, mujer! −gritó él a su vez.−¡Lo único que pretendí fue avisarte!−¡No hacía falta!−¡Desagradecido! ¡Ese disparo pudo haberte matado!Era una de esas pausas que nadie sabía cuanto podrían durar. Podían ser sólo segundos o largas horas. Los dos Voluntarios que nos acompañaban en el techo

desde ayer, nos miraron evidentemente molestos y luego se miraron incómodos entre sí. Los entendía. No es nada agradable estar en medio de una pelea marital.−¡Pues que me mate! ¡Estoy harto de ti, Emily! ¡Harto! ¡Harto de que me persigas por todas partes!Lo miré furiosa, conteniendo las lágrimas por la rabia. No iba a llorar frente a él, ingrato como todos los hombres. Bruto, torpe...−No tienes derecho a hablarle así, Jim −dijo uno de ellos con voz firme.−Tengo derecho a hablarle como ....−No, no lo tienes −lo interrumpió el otro− Emily no ha hecho más que cuidarte. Y si tienen algo que discutir, haganlo en otro lugar.−Por favor...no hace falta... −les dije nerviosa.−¡Vaya! Tienes quien te defienda... Quien sabe que habrás hecho para que te quieran tanto −continuó él malicioso− No se puede confiar en una mujer criada

entre putas.Le di una cachetada, una rotunda cachetada, con tanta fuerza que mis manos aún ardían mientras bajaba las escaleras corriendo, entre las caras asombradas de

nuestros compañeros. Corrí, corrí, corrí por los atrincherados pasillos de la casa de enfermeras. Corrí tanto que una de las chicas me detuvo y al verme llorando metrajo hasta la cocina. Y aquí, mientras preparamos un guiso con los últimos trozos de carne que quedan todavía me pregunto por qué he sido tan estúpida.

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Alrededores de las Cuatro Cortes, 1.00 p.m.

Evelyne apenas pudo preguntar por Amanda en la Oficina de Correos. Tenía miedo y al detallar el panorama, de hombres armados, barricadas y uniformes supo

que si la hubiera tenido frente a ella no habría dudado en reclamarle ¿Qué diablos tenía que hacer allí? Una de las chicas que atendía con ella el puesto de primerosauxilios le dijo que había salido, acompañada por un hombre, a las Cuatro Cortes.

¿Las Cuatro Cortes? ¿Ahora tendría que caminar hasta las Cuatro Cortes? La chica también le dijo que no podía tener ni idea de cuando volvería. Ellos, al igual queotros grupos, habían hecho varios viajes de ida y vuelta trayendo y llevando armas. Era todo lo que sabía. Lo cierto era que Conolly, temprano, había ordenado a doshombres del ICA trasladar las pocas armas que aún permanecían en algunos escondites de la ciudad. A media mañana, el auto que habían conseguido para desalojar elmayor de tales escondites, venía tan cargado que sólo pudo rodar lentamente, con el motor a punto de expirar, hasta el inicio de la calle.

Las chicas de Cumann se habían dado a la tarea de distribuirlas. El movimiento dentro de la ciudad aún era posible si se evitaban las calles principales y los lugaresmás transitados. De acuerdo al lugar adonde se dirigieran, iban solas, en grupos de dos o acompañadas por un hombre. Aunque ella no pudiera saberlo, Amanda yAdrián habían hecho ya dos viajes cuando Evelyne decidió seguir la ruta “segura” que la muchacha le había indicado hacia la vecina guarnición.

Mientras avanzaba por Church Street, Evelyne se sobresaltó al ver la silueta inconfundible y el paso rápido del doctor MacMillan. ¿Qué hacía él allí? ¿Adóndeiba? Durante años, lo había seguido en silencio a través de los pasillos del Hospital y se consideraba capaz de distinguir en cualquier lugar a ese hombre callado y unpoco engreído, pero nada le había hecho suponer jamás que él se encontrara involucrado en aquellos líos nacionalistas. Lo cierto era que no conocía nada de su vidapersonal. Alto y corpulento, ella estaba segura que engordaría en unos pocos años. Sabía que tampoco era un jovencito, pues su cabello oscuro ya había comenzado aretroceder en las sienes.

−¿Desde cuándo está aquí, Evelyne? −preguntó él asombrado, apenas la distinguió de pie, frente a la puerta, con la expresión atónita de una niña perdida.−Venía tras usted −respondió ella− Estoy buscando a Amanda.−¡Ah! Ella ha estado por aquí, pero me dijo que pertenece a la guarnición de la Oficina de Correos. Están trayendo armas de allá desde temprano. Acaba de irse, de

seguro volverá por aquí más tarde.−Entonces la esperaré. Puedo ayudar mientras tanto −dijo ella.−¿De verdad? ¡Eso es excelente! Tenemos pocas enfermeras y ninguna tan buena como tú −dijo él con una tímida sonrisa.Evelyne agradeció el comentario con un susurro y el gesto impaciente de sus manos sobre la falda pasó inadvertido para él, mientras lo seguía al interior del edificio

de la Institución de Mendicidad, un antiguo edificio a las orillas del Liffey, donde algunas asociaciones filantrópicas llevaban a cabo jornadas de caridad. Ella habíaparticipado en algunas y recordó que le habían comentado que Pamela, la esposa de Lord Fitzgerald, se encontraba refugiada en ese lugar la noche que él fue entregado asus perseguidores durante la rebelión de 1798. En esa ocasión, le había parecido un lugar deprimente y sus paredes grises, desconchadas en los rincones cercanos delsuelo y en el techo debido a la humedad, muy similares a las del hospicio de las Magdalenas. Pero ahora, ocupado por los chicos de Fianna h Eireann, los sacos de arenasobre las ventanas, el desorden de los muebles movidos de lugar, y la variedad de bolsos, sombreros, polainas, armas y municiones habían transformado los viejossalones completamente.

Aquellos adolescentes mantenían su buen humor y a pesar de que se suponía que sólo defenderían el lugar por dos o tres horas, ya se acercaban a las treinta y seis.Habían mantenido a raya los esporádicos intentos de avance británico, mientras hacían bromas y tarareaban canciones en los interludios de tranquilidad. Mientras ellaaún intentaba acostumbrarse a la idea de que se encontraba allí, entre los rebeldes y Frédéric le explicaba que el enfrentamiento del lunes en la tarde había dejado algunosheridos que él atendía, dando rondas entre ese edificio y el Father Matthew Hall, el Comandante de aquella guarnición hizo su entrada.

Sean Heuston era bajo y robusto y quizás por ello, llevaba unas botas con suelas muy gruesas. Evelyne notó que al caminar, él marcaba el paso con el pieizquierdo, como si marchara. No llevaba el uniforme de los Voluntarios, sino un extraño traje de tweed marrón, el tejido nacional cuyo uso defendían las asociaciones pro- gaélicas. El rostro era de facciones toscas, con un par de cejas oscuras que se unían en un gesto ceñudo y los labios quizás bastante carnosos. “Definitivamente, esfeo”, pensó ella mientras una extraña sonrisa, casi un movimiento espasmódico iluminaba su rostro y por un segundo, puso en evidencia su juventud, pareció unmuchacho más.

−¿Ha visto a McLoughling, doctor? −preguntó con una voz tan brusca como sus facciones.−No −respondió Frédéric− ¿No está acá?−No. Lo envié a la Oficina General de Correos a informar sobre el estado de nuestra posición, dar el parte de heridos y traer algunas provisiones.−Buena idea, no hay casi nada.−Un poco de té, azúcar y leche; un pudín de ciruela no muy grande, un saco pequeño con siete libras de arroz y una botella de cerveza Guinness ¿Cree usted que

podríamos vivir con eso? −preguntó él muy serio y Evelyne, al imaginar aquel bastimento, tuvo ganas de reír, pero el rostro de Heuston que volvía a su ceñudacondición natural, se lo impidió. Miró a su alrededor para controlar sus ganas y logró distinguir los numerosos agujeros de balas en el fondo de la habitación y en losmarcos de las ventanas, donde los chicos se mantenían alertas. Serían poco menos de veinte y a diferencia de la Oficina de Correos, ella era la única mujer presente.

−Allá tienen provisiones, han tomado todo de los hoteles y las tiendas alrededor −dijo Evelyne con desenvoltura, mientras examinaba aún aquella habitación−Seguro enviarán algo.

−Es una amiga del hospital que decidió quedarse para ayudarnos −explicó Frédéric ante la mirada interrogativa de Heuston, quien apenas al escucharla hablar, lamiró sorprendido por la espontaneidad de su intervención, y se dirigió de inmediato a Frédéric como exigiendo una explicación. Éste, a su vez, completó su respuestavolviéndose hacia ella, para preguntarle −¿No es así Evelyne?

−¿Señorita Evelyne....? −continuó inquisitivo Heuston, tras el leve asentimiento que obtuvo Frédéric con su explicación.−McKahlan, me llamo Evelyne McKahlan −respondió, ya mucho más decidida− Soy enfermera graduada y trabajo en el Hospital Meath junto al doctor.−Una excelente profesional, señor −agregó Frédéric.−Bueno, señorita McKahlan, le agradezco mucho su ayuda, aunque espero que no la necesitemos en demasía −dijo Heuston, haciendo ante ella una especie de

reverencia antes de retirarse...“¡Qué tipo tan extraño!”, pensó ella, mirando a Frédéric de reojo y todavía atajando una carcajada.

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Oficina General de Correos, 2.00 p.m.

Amanda volvía de los viajes de traslado de armas cuando notó a un hombre con un uniforme británico haciendo preguntas a mis pacientes. A las cortadas leves de

la toma del edificio se habían sumado ya unos cuantos heridos por bala y aquel pobre chico de la brigada de Kimmage a quien le había explotado una granada de mano enla cara. Ella había visto un caso similar en el hospital (un obrero herido de la misma manera por la explosión de una caldera) así que fue capaz de estabilizarlo y logrartrasladarlo hasta el cercano hospital Jervis. Al terminar, ella se asombró al ver un oficial británico dentro del edificio, y aún más al ver que era el mismísimo JamesConnolly quien lo acompañaba.

−Señorita McKahlan, le presento al Capitán Mahony −dijo en un tono galante− Como puede ver es un oficial británico. Ha sido capturado como prisionero y élmismo pidió que le trajera acá pues también es médico.

−Sí, señorita −dijo a su vez aquel hombre con extrema cortesía− Antes de ser soldado soy médico.−Así como no tenemos... −continuó Connolly.−Con su permiso, Comandante −lo interrumpió Amanda−, no creo que sea conveniente que un médico británico trate a nuestros heridos. Con todo respeto, doctor

−le dijo mirándolo− comprenda que no puedo confiar en usted. Es el enemigo.−La entiendo. En su lugar yo actuaría del mismo modo. No se preocupe, estoy dispuesto a trabajar sólo bajo su supervisión. Además, he podido apreciar que

usted es una médico muy competente.−No soy médico. Soy enfermera.−¡Vaya! −exclamó el doctor sorprendido− En estas suturas está la mano de un cirujano.−E insisto en dejar claro mi desacuerdo −continuó ella, sin ni siquiera atender su halagador comentario− Pero por supuesto, cumpliré sus órdenes, Comandante.Connolly sonrió bajo su tupido bigote y agregó.−Señorita McKahlan, demos una oportunidad al doctor. Está aburrido y nosotros, de seguro lo necesitaremos. Pero estoy de acuerdo con usted, así que le

propongo que supervise su trabajo. Lo siento doctor −dijo, volviéndose hacia él− no podemos olvidar que usted es británico ¿Todos de acuerdo?−De acuerdo −asintió Amanda, mientras que el doctor imitaba el gesto.−¿Cuántos pacientes hay? −preguntó él.−Diecinueve −respondió ella entregándole un cuaderno en blanco que había tenido la previsión de traer− En estas hojas, he ido anotando lo más importante... una

especie de historia, por si quiere verlas. El las tomó y procedió a contarlas rápidamente.−Falta una −dijo.−Sí, aquí hay sólo dieciocho hombres. El otro paciente es uno de los oficiales, tiene una complicación de una enfermedad crónica. Y a él, usted no lo toca bajo

ningún concepto.Connolly no pudo reprimir su risa ante el rostro desconcertado del doctor.−Lo siento, doctor −dijo− ¡Ella manda aquí!

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Oficina General de Correos, 2.30 p.m.

Se trataba de otro asunto desafortunado. Que los planes trazados con tanto cuidado no funcionaran, se había convertido ya casi en una costumbre. Sin embargo,

nadie terminaba de habituarse a ello. El Viernes Santo, tres hombres habían salido hacia el poblado de Cahirciveen, en la costa, donde los Voluntarios locales habíaninformado que una muy completa estación de radio permanecía sin custodia. Por una mala jugada del destino, el auto donde viajaban esos hombres, ya de regreso, tuvoun accidente mientras atravesaban un puente. Cayeron al río, los Voluntarios murieron y el valioso equipo de radio jamás llegó a Dublín.

Joseph, responsable de aquella operación, se había enterado del desafortunado desenlace en las últimas horas de la tarde del lunes. Temprano en la mañana,mientras pensaba frente a los cristales rotos de la calle Sackwille, descubrió una remota salida ante sus propios ojos. La Escuela de Telegrafía de Dublín se encontraba alotro extremo, pero los ingleses al comenzar la guerra, la habían cerrado y era conocido que sólo algunos equipos de poco valor, permanecían allí.

Adrián compartía su primer cigarrillo después de almorzar, cuando Joseph envió una nota pidiendo que un grupo entrara a ese lugar y trajeran el equipo.Entusiasmados, fueron de inmediato y pasaron las primeras horas de la tarde despegando los cables, arriesgándose a subir al techo con la escasa protección de sólo doshombres armados con fusiles, para el delicado trabajo de desarmar la antena para su traslado.

Cuando el único de ellos que conocía en detalle qué estaban haciendo, un experimentado electricista que había trabajado con equipos de comunicaciones, descubrióque el aparato de transmisión que estaba abandonado abajo, tal como Joseph lo sospechaba, no funcionaba, propuso que se lo llevaran por partes y abandonaran lapeligrosa y quizás inútil idea de desmontar la antena. El resto que nada sabían del asunto, estuvieron de acuerdo. Suponían que Joseph sabría qué hacer con aquello.

−¿Es posible que algo más salga mal? −dijo él con amargura cuando colocaron las aquellas piezas, trozos de cables y transmisores, sobre la mesa.Adrián lo miró desconcertado, levantando los hombros.−¿Podría ayudarme? −le preguntó Joseph y ante la mirada interrogante de Adrián, le dijo− No se preocupe, le diré qué hacer.Joseph tenía una segunda intención al invitarlo. Quería descubrir cuáles eran sus intenciones con Amanda. Adrián, por su parte, también estaba sumido en sus

propias dudas, que revoloteaban alrededor de la misma silueta de mujer. Ambos hombres trabajaron probando las diversas partes del equipo, con un pesado silenciointerrumpido tan solo por las breves indicaciones de Joseph. Y como si alguno de los dos, o ambos, la hubieran invocado, ella apareció. Amanda colocó su mano en elhombro de Adrián, no sin antes acariciar su cuello, en un movimiento íntimo, pero casi imperceptible. Susurró algo en su oído, le preguntó a Joseph que hacían y cómose sentía. Y tras algunos minutos de plática se fue de nuevo, a su puesto de primeros auxilios.

−Es muy bella ¿verdad? −dijo Joseph siguiéndola con la mirada con la única intención de provocar una reacción de parte de Adrián.−Sí, es hermosa −respondió él mecánicamente.−Amanda puede tentar a cualquiera −afirmó Joseph colocando el destornillador sobre la mesa, cruzando los brazos sobre el pecho y mirándolo frente a frente−

pero ella es mucho más frágil y sensible de lo que parece. Así que tenga cuidado.“Así que tenga cuidado”, repitió Adrián en su mente... ¿Cuidado? ¿Qué sabía él de lo que había sucedido entre ambos? Él notó que el tono de esa última frase,

aunque dicha con prudencia, había sido claramente amenazador. Prefirió obviarlo.−No tiene de qué preocuparse −respondió− Sé quién es usted y quién es ella.−No, no lo sabe −replicó Joseph, mirándolo por encima de los anteojos y tomando de nuevo el destornillador para seguir armando el aparato− usted conoce a una

Amanda a la que yo jamás podré acceder. Y está bien que sea así. Le aseguro que no son celos, se trata únicamente de que no podría perdonarle que no se comportaradignamente con ella. Tan dignamente como ella lo ha hecho con usted.

Atónito, Adrián se preguntó si ella le habría contado algo?...¿Cuándo? Joseph, en cambio, leyó en seguida la interrogante en aquel rostro que trataba de mostrarseinexpresivo.

−No me ha dicho nada, no hace falta −aclaró, con un dejo de orgullo− La conozco y sé exactamente cómo ama. Hágase merecedor de ello. Es lo único que le exijo.¿Exigir?¿Acaso había escuchado bien?¿Exigir?¿Tenía acaso él algún derecho a exigir? ¿Ante qué extraña mezcla de consejero moralista, hermano protector y amante

celoso se encontraba?¿Acaso habían ido alguna vez ellos dos más lejos en su amistad?, le constaba que no... pero igualmente, entre un hombre y una mujer podían pasartantas cosas. Miró de nuevo los ojos castaños que lo examinaban y no encontró la más mínima sombra de duda sobre lo que pedían. Mejor dicho, sobre lo que exigían.Ninguna.

−¿Exigir? −se atrevió a repetir Adrián.−Sí, exigir −repitió Joseph con firmeza− Creame que si llegara a hacerle algún daño no dudaría en poner una bala de éstas entre sus cejas... Afortunadamente, eso

todavía puedo hacerlo.La serenidad con la que la que dijo esa última frase la hacía casi irreal, poco creíble. Pero era cierto, lo estaba amenazando. En América, se había cansado de

escuchar cómo en Irlanda, muchos asuntos se resolvían de esa manera, que además se consideraba la natural. Allá se tenía la creencia de que sus compatriotas erandigamos, un poco bárbaros. Adrián creía que se trataba de un odioso estereotipo, o tal vez una conducta propia de algunos sectores... pero encontrarse con esto, departe de este dublinés que todos daban por tan educado y cosmopolita...

−Le aseguro que eso no será necesario −afirmó, queriendo dar por cerrado el asunto.−Eso espero. Conozco a Amanda desde que era una chiquilla con lazos en las trenzas, y la he visto rechazar a gran parte de los solteros de esta ciudad; la he

escuchado burlarse de todas las promesas, los cumplidos y los ofrecimientos, y también la he escuchado lamentarse durante años por su pretendida imposibilidad paraenamorarse. Digo pretendida, porque no debería confesarle que jamás la he visto actuar así con nadie. Ella no es una mujer fácil, sólo es una mujer enamorada. Y unamujer además muy importante para mí, que no soportaría ver humillada. Así que sólo le pido que considere todo esto, y que evalúe siente algo similar. Sólo le exijo querespete sus sentimientos.

−Eso hago.−Ojalá así sea. Nada quisiera más que asegurarme de que la dejo en buenas manos.Adrián lo miró atónito. No lograba saber si entendía o no lo que estaba sucediendo... quizás en este Dublín los códigos eran diferentes, pensó. Joseph, por su parte,

comprendía que se había extralimitado, llevado por la preocupación que la causaba que ese hombre hiriera a Amanda de alguna manera. Debía explicarse.−Usted debe pensar, con toda razón, que soy un entrometido −le dijo tras un momento en el que ambos hombres se revolvieron incómodos en sus asientos−. Pero

permítame contarle algunas cosas acerca de Amanda. Ella es huérfana de madre y su padre, aunque la ama, jamás se ha ocupado mucho de ella. Mis padres, por otraparte, son sus padrinos, pero tampoco han actuado como les correspondía. Nosotros nos conocemos desde niños, y siempre hemos tenido una relación muy estrecha.Imagínese que soy su hermano mayor, y así quizás entienda lo que estoy haciendo. Ella tiene un alma generosa y fiel, que se entrega a las personas y las cosas porcompleto, y una personalidad que puede resultar desconcertante... y sí, le confieso que temo que usted haya podido malinterpretar y aprovecharse de ella. Y Amanda,después de todo, merece alguien que la ame de una manera tan honesta como ella lo hace.

Adrián lo miró en silencio, pues no sabía qué decir... a pesar de que Joseph no le había dicho nada que desconociera, escucharlo de parte de él, daba a todo unaperspectiva diferente... recordó también lo que ella le había contado acerca de él. ¿Cuántos recuerdos y cuántas confidencias habían entre ambos? Veinte años... muchas,las suficientes para comprender su actitud...

−Lo entiendo. Entiendo perfectamente todo. Y de seguro, si yo me encontrara en su posición, actuaría del mismo modo.Joseph sonrió. No se había equivocado. Aquel hombre era honesto.−Siempre me he preocupado por ella. Y ella se ha preocupado por mí. Y por eso le pido que me perdone el haberlo amenazado... pero verá... debía decirlo…

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aunque conozco a su familia, apenas lo conozco a usted y ahora, de un momento a otro...−Ciertamente, las cosas no han sucedido como deberían −aceptó él con una sonrisa conciliadora− ¿Pero qué podemos esperar de todo esto?... Es una locura ¿No lo

cree?−¿Quién lo sabe? Cualquier cosa puede suceder. En cuanto a mí, desde anoche sé que ya no viviré mucho tiempo más.Adrián lo miró con miedo, este hombre decía cosas tan contundentes con una facilidad pasmosa, en el tono de cualquier comentario trivial. No sabía qué responder,

pues sabía que era una afirmación completamente cierta.−Por favor, no es necesario decir que lo lamenta −se adelantó Joseph ante su silencio− he estado esperando esa noticia desde hace mucho tiempo. Mientras tanto,

he vivido, y eso es bastante. No quisiera que lo supiera nadie más, y si se lo he dicho a usted es sólo porque sé que una de las cosas que me permitiría morir tranquilo essaber que Amanda no estará sola.

−No lo estará −afirmó él, conmovido− Se lo aseguro. Es más, se lo prometo. Yo ya no podría vivir sin estar cerca de ella.−Está bien, confió en usted. Y le pido que olvide todo lo que hemos conversado, que lo olvide absolutamente todo, excepto su promesa. Y ahora vamos a intentar

encender este condenado radio.

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Abajo, Connolly y Patrick conversaban animados. En esa tensa calma, después de asegurar todas las barricadas y hacer dos rondas seguidas por todos los

puestos, Connolly se encontró en la desconcertante situación de no tener nada que hacer. Patrick, que ya había revisado la versión impresa del comunicado que habíadictado a Winnie por la mañana y había decidido luego ver a Joseph encontrándolo ensimismado en una confusión de cables, tornillos y tuercas, tuvo la mismasensación. Apenas miró a Connolly sentado en un rincón, fumando, calmado por primera vez desde hacía más de veinticuatro horas, decidió arrastrar otra silla junto aél.

Intercambiaron algunas frases banales, mientras cada uno notaba cuánto había aumentado su simpatía hacia el otro. Hasta ese día se habían visto como un par depersonas en las que había una ventajosa coincidencia política, un ideal compartido y era inevitable que en algún momento su conversación llegara a un punto que habíaneludido durante meses: la definición política de la naciente República.

Ambos eran conscientes de cuán apartados se hallaban sus referentes ideológicos, a pesar de que Connolly reconociera que Patrick había expresado abiertassimpatías hacia los obreros durante la Huelga General...“ ¿Puede extrañar que la protesta sea cruda y sangrienta? - había escrito para un periódico - No sé si losmétodos del Sr. James Larkin son los métodos del sabio o del imprudente, pero esto sí sé, que aquí el mal es todavía más horrible y que el hombre que intentahonestamente arreglarlo es un buen hombre y un hombre valiente”[8]. Connolly reconocía que Patrick se había arriesgado al manifestar con tal libertad sus opinionespor escrito y a viva voz, pues era una persona conocida en los círculos intelectuales y el director de una escuela innovadora. “Pero a fin de cuentas una escuelaburguesa” había respondido una vez a un comentario sobre las ideas liberales de St. Enda's. Estaba claro que Patrick no era ni por asomo un socialista... ¡Y era ademástan católico!

−¿Y qué pasaría si ganáramos? −le increpó− ¿Has pensado en ello? Si de alguna manera lográramos terminar con el mandato británico ¿Que haríamos después?−Construir la democracia −replicó Patrick− Un gobierno de igualdad para todos los ciudadanos.−¡Utopías, Patrick, utopías! −exclamó Connolly, exaltándose poco a poco− ¿Cree que así habría igualdad verdadera? ¿Cree acaso que la única igualdad necesaria

es la política? ¿El derecho al voto, a establecer un parlamento? ¿Nada más?−No, obviamente la reconstrucción de nuestra nación es un proceso. Es necesario invertir en la educación para cerrar las brechas entre las clases sociales.

Desmontar el colonialismo mental, permitir a cada persona, hombre y mujer, ser dueña de su propio destino. Invertir en la salud, en la industria, en el campo.−Sé que muchos de ustedes tienen buenas intenciones −continuó diciendo Connolly con energía−, Pero lamento decirte que si la independencia no va

acompañada de la construcción de una República Socialista, todos nuestros esfuerzo habrán sido en vano. Inglaterra todavía nos gobernaría, a ti y a mí.−No necesariamente.−No seas soñador, Patrick. Nos gobernaría a través del dinero, a través de sus capitalistas, a través de sus propietarios, a través de sus financistas, a través de

todo el conjunto de las instituciones comerciales e individualistas que ha plantado en este país.Patrick lo miró sombrío. Sabía de qué le hablaba: salarios, alquileres... hipotecas. Del descontento y la desigualdad que había desatado la Huelga General, ahogada

tras cinco meses de resistencia y hambre. Y le preguntó.−Entonces, Connolly ¿Qué hacer?−Establecer una verdadera igualdad. Igualdad política, social y sobre todo económica.−¡No! Sería un desastre, un desorden. Aún no estamos preparados para eso ¿Qué harían los propietarios? Se resistirían y los ánimos populares se exaltarían. Se

generaría mucha violencia...Connolly lo miró decepcionado, mientras él continuaba argumentando sobre los efectos de tales medidas en al sociedad. Ese miedo por romper las estructuras era

una expresión tan burguesa ¿Acaso no habían asumido ya la lucha armada? Él sabía que la riqueza no era una prioridad para Patrick. A pesar de no ser cercanos, leconstaba que él vivía con austeridad. Nunca le escuchaba hablar de dinero, excepto cuando preocupado, había dicho alguna frase aislada sobre los pagos de la hipoteca dela sede de su escuela.

−Es un riesgo necesario −continuó Connolly− El nacionalismo sin socialismo, sin una reorganización de la sociedad sobre la base de una forma más amplia y másdesarrollada sólo es cobardía nacional.

−Yo no sería tan tajante. La transformación social debe ser un proceso gradual.−¡Pero no tan gradual que muramos sin ver un cambio! Me resisto a creer que luchamos sólo por cambiar el color de la bandera y el acento de los poderosos.

Además, y eso debe saberlo usted mucho mejor que yo, esa sociedad de propiedad común no nos resulta extraña... subyace en la estructura social de la antigua Erin.−La sociedad comunal de los antiguos celtas. Allí le doy la razón −dijo Patrick asistiendo, asombrado, como quien acababa de hacer un importante descubrimiento

y exclamó animado− ¡Punto para Connolly!−Y punto para las chicas −continuó el aludido, tan entusiasmado como él− Fueron las primeras en relacionar su reivindicación con el rescate de la libertad de la

mujer en la cultura celta. Así, crearon un feminismo nacionalista, un feminismo diferente al de las sufragistas británicas. Le propongo una tarea que de seguro llevará amejor término que yo: documente las raíces célticas de la República Socialista Irlandesa.

Patrick rió y Connolly se asustó, pues era la primera vez que le veía hacerlo desde que lo conocía, él nunca iba más allá de una sonrisa.−¡Hecho! −respondió Patrick, extendiendo su mano hacia él− Es un trato. Prometo estudiar sobre ello y escribir una buena argumentación, con su ayuda, por

supuesto.−Es todo un trato, profesor Pearse −respondió Connolly mientras estrechaba la mano que Patrick le había extendido− Será un placer seguir trabajando con usted.

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Institución de Mendicidad, 6.00 p.m.

En pocas horas, Evelyne había vivido ya un par de enfrentamientos entre los chicos de la Institución de Mendicidad y los ingleses. En la segunda ocasión, ella

volvía con Frédéric de las Cuatro Cortes y ambos pudieron ver como un gran número de soldados se habían concentrado en Queen Street. Lograron entrar corriendo a lacasa esquivando una ráfaga de ametralladora. Era apenas la primera de ellas. Luego vino otra y otra más. Los muchachos se refugiaron tras los marcos de las ventanas yellos los imitaron.

Adentro, los gritos de Heuston estaban acompañados de los rítmicos estornudos de Evelyne, quien comenzaba a preguntarse por qué no había vuelto a casa. Losimpactos de las balas hacían agujeros sobre el yeso que recubre las paredes y todo quedó envuelto de inmediato en una fina niebla gris. “¡Disparen! ¡Disparen!” gritabaHeuston, mientras les hacía gestos para que se tiraran al suelo. Frédéric se había ubicado ante una de las ventanas y ella se arrastró hasta uno de los muchachos quehabía sido herido en un brazo. En un rincón y todavía luchando contra los estornudos, revisó la herida que afortunadamente no era grave. Pero Frédéric había dejado sumaletín al otro extremo de la habitación y ella corrió, medio agachada para alcanzarlo.

Una bala pasó silbando sobre su cabeza y ella sintió flaquear sus piernas mientras lograba al fin colocar desinfectante sobre la herida del jovencito y vendarlo.“¡Usted, al piso!” volvió a gritar Heuston y ella deseó tener también un arma a mano para callarlo. Aquel hombrecito estaba en todo y... ¡No paraba de gritar! Dosmuchachos gatearon hasta la ventana y ella aterrada, distinguió como acercaban un encendedor a lo que parecían ser unas vulgares latas. Luego, las lanzaron por laventana y Evelyne saltó junto al estruendo de la explosión.

“¡No! ¡Aún no! ¡Esperen que esas basuras estén en el patio!” gritó Heuston, con una de aquellas bombas en la mano. La ametralladora continuó disparando ráfagassobre el edificio durante unos cuantos minutos, que le parecieron una eternidad. Cada vez que levantaba la cabeza, temía ver a Frédéric herido por alguna de las balas queentraban por la ventana e impactaban sobre la pared. “¡Ahora!”ordenó Heuston y las bombas volaron sobre las cabezas de los soldados que avanzaban desde el puentede Queen Street. Ella se atrevió a mirar por un resquicio de la ventan y logró distinguir el brillo de un montón de cascos. Demasiados cascos. Tras la primera ronda debombas, se retiraron. Los muchachos se mantuvieron expectantes frente a las ventanas por un rato, limpiaron los fusiles y organizaron las municiones. Luego, Heustonse volvió y bajó las escaleras sin decir nada más.

Media hora después, Evelyne y Frédéric conversaban en voz baja, mientras la caída de la noche oscurecía la habitación. Poco a poco, se encendían algunas velas. El

tranvía que había estado abandonado desde la tarde del lunes en la esquina de la plaza Blackhall comenzó a moverse y todos vieron o escucharon sorprendidos comoavanzó en dirección a las Cuatro Cortes. El paso de peatones, tímido tras el reciente enfrentamiento, aumentaba poco a poco. Todo parecía regresar a la normalidad.“Daly no puede estar en las Cuatro Cortes”, murmuró uno de los muchachos que tomaba un poco de té caliente agachado junto a la ventana.

Una segunda voz le respondió, cercana a Frédéric y Evelyne. “Deben haberlos sacado de la Oficina de Correos también. Esto se acabó”, afirmó con amargura. Lospasos de Heuston resonaron en el piso y Evelyne le escuchó dirigirse a uno de ellos, consultando acerca de lo que deberían hacer. Ella concluyó que él también estabaseguro de que todo había terminado. Luego, le habló a Frédéric:

−Deben haber herido a MacLoughlin. O quizás haberlo detenido, si es que cayó la guarnición de la Oficina de Correos.−Creo que debemos esperar −opinó Frédéric.−¿Esperar? Hay que desalojar este lugar antes de que nos apresen y guardar estas armas donde podamos recuperarlas después −afirmó Heuston− E intentar

escapar. No sea iluso doctor. No vamos a esperar a los ingleses aquí sentados.Frédéric volvió la cabeza hacia un lado y miró a Evelyne.−Ve a lavarte la cara. Pediré permiso para acompañarte a tu casa.Ella lo obedeció en silencio y cuando llegó al baño del lugar, los muchachos que habían tenido la misma idea le abrieron paso con respeto. Mientras se lavaba la cara

y volvía a poner las horquillas en su lugar, notó que un creciente murmullo atraía la atención general: McLoughling había vuelto. El rostro de Evelyne todavía estaba mojado cuando Frédéric hizo un lugar a su lado para ella entre el grupo que rodeaba a McLoughling. Él parecía disfrutar de la

atención general y sus manos, de dedos largos se movían acentuando su emocionada narración. Contó que la Proclamación de la República se había hecho al mediodía dellunes y que un Gobierno Provisional se había establecido en la Oficina de Correos. Que un grupo de lanceros los había atacado y fueron eliminados. Que la fortaleza dePhoenix Park había explotado. Que Sean Connolly no había logrado tomar el Castillo, pero había capturado City Hall. Que de Valera se había hecho cargo de Boland'sMill, Thomas MacDonagh de la Fábrica Jacob's y Eamonn Ceannt de South Dublin Union. “En conclusión, la ciudad está en nuestra manos”, dijo orgulloso. Dalyseguía en las Cuatro Cortes y planeaba un ataque contra el cuartel de Linenhall. Se hablaba de un cargamento de armas en Kerry y de un desembarco de armas enLimerick... En definitiva, los británicos habían sido tomados por sorpresa, atacaron y fueron rechazados por el ahora denominado Ejército Republicano Irlandés.

Evelyne miró a la calle incrédula, ahora desierta. Era de noche y a través del resplandor de las velas, al volverse distinguió el rostro de Frédéric que sonreíasatisfecho. ¿Te quedarás acá?, le preguntó “Iré a ver a Daly”, continuó él ante su silencio, “pero si quieres irte te acompañaré hasta tu casa”... Y ya has visto cómo esesto, agregó con una leve sonrisa”.

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Sackwille Street, 7.00 p.m.

Al caer la noche, el segundo día de la rebelión, el centro de Dublín era un aquelarre. Los tímidos pillajes de la primera noche, se convirtieron en un saqueo apenas

los habitantes de los slums del centro comprobaron que la policía había sido retirada por completo de las calles. Los primeros en atreverse fueron los niños y las tiendasde juguetes y dulces las primeras en ser asaltadas. Luego, tras ellos vinieron sus padres, sus abuelas, los vecinos. En una orgía de pillaje las mujeres se ponían variascapas de ropas y sombreros, mientras arrastraban muebles hacia sus casas. Los hombres hacían rodar los barriles de whiskey y llevaban a cuestas grandes piezas decarne de res y cerdo, jamones, ristras de chorizos. Otros, en las calles, han roto los gruesos cristales de las joyerías y venden anillos con diamantes y relojes de oro a seispeniques o un chelín.

Eamon Bulfin miró asombrado desde su puesto de guardia en el techo a dos chicos arrastrando una bolsa de golf con todos sus palos. A una mujer llevando uncochecito de niño lleno de enseres de cocina, con una gran olla a modo de sombrero. Y a una chica delgaducha, de unos trece años, pavoneándose por la calle con unabanico de plumas en una mano y un gran brazalete de oro en la otra muñeca. Sin embargo, el no podía detallar que llevaba un largo y pesado abrigo de piel de marta ylos bolsillos llenos de medias y ropa interior de seda. Montones de cintas de vivos colores, volaban desde un gran sombrero negro. Pero si podía observar perplejo comovarios niños que habían saqueado la tienda de fotografía y la juguetería cercana a la esquina de Henry Street, hacían una enorme pila de fuegos artificiales en medio de lacalle. Tembló del susto cuando notó que le habían prendido fuego. El mismo había ayudado a guardar las granadas en el último piso del edificio. Una simple chispa quellegara hasta allí podría resultar fatal.

Connolly, de pie frente a una de las ventanas, observaba el panorama entre la rabia y el desengaño ¡Esa era la clase trabajadora de Dublín! ¡Su gente! ¡El germen dela revolución, el proletariado, el motor de la lucha de clases! ¿Saqueadores? Era cierto, aceptaba, que aquellas opulentas estanterías sin guardia alguna eran muytentadoras para quienes vivían entre tantas necesidades. Aquellos vestidos deslumbraban a las chicas que no habían tenido más que harapos... Los juguetes eran comoiconos brillantes para los niños que jugaban con desechos de la basura y balones de trapo ¿Acaso no recordaba lo que era sentir los pies insensibles por el frío de la callebajo los huecos de un zapato demasiado remendado? Sabe Dios que él habría hecho lo mismo si se le hubiera presentado esa oportunidad en su Edimburgo natal. Perohabría sido tan hermoso que ellos se hubieran dado la vuelta, uniéndose a la guarnición.

Sueños... los sueños de 1913 y sus cinco meses de Huelga General. ¿Cuán lejos estaba esa impoluta alma irlandesa que había invocado ante Patrick como unconjuro? Los saqueos, ya habían traído roces dentro del edificio de Correos y ellos había tenido que mediar en la situación. Habían aparecido las contradicciones de claseque tanto había temido. Muchos de los Voluntarios creían que debían intervenir para controlar los saqueos... a fin de cuentas las tiendas eran de compatriotas que nadatenían que ver en el asunto y la ausencia de la policía era consecuencia de las acciones que ellos habían tomado; por su parte, los miembros del Ejército Ciudadano, sugente del ICA, nada quería saber sobre reprimir a los saqueadores. Para ellos, tal acción significaba una afrenta personal.

Así que no habían hecho nada. Entre las llamas, el ruido de los vidrios rotos y el alboroto de la gente escucharon las sirenas del cuerpo de bomberos. Y algunosmiembros del ICA habían optado por aprovechar la confusión para tomar el Hotel Imperial e izar su bandera del arado y las estrellas, la “Starry Plough”, sobre susodiados muros. Se trataba nada más y nada menos que el Hotel propiedad de William Martin Murphy, el hombre que había dirigido la oposición patronal a la HuelgaGeneral. Desde esos balcones, Jim Larkin les había hablado, antes de que la policía los apaleara.

Mientras tanto, en la Escuela de Telegrafía, el electricista que había escogido ese viejo transmisor para que fuera reparado, ahora sigue las instrucciones que Josephhabía escrito en una de las páginas de su libreta, seguidas del mensaje en Código Morse. Tras varios intentos, logra enviarlo con éxito por primera vez:

“Declarada la República de Irlanda en Dublín hoy/ Las tropas irlandesas han tomado la ciudad y están en plena posesión/ El enemigo no puede moverse por la

ciudad /El país entero se ha alzado” Sonríe satisfecho, mientras acomoda sobre la silla las pocas cosas que ha traído consigo: un bocadillo, uno de aquellos termos con té, su abrigo, un fusil máuser, una

pistola, una bolsita con municiones. La transmisión debe ser repetida cada media hora, durante lo que queda del día y toda la noche. Una y otra vez con la esperanza deque algún receptor cercano capte la señal. Ellos, por su parte, sin los equipos necesarios para ello, no pueden ni siquiera esperar una respuesta.

−Bueno, pudimos reparar el transmisor −dijo Joseph acercándose a Connolly y Pearse, que seguían reunidos en una esquina de la planta baja, tras lograr sofocar el

conflicto que los saqueos habían estado a punto de provocar.−Lo sabemos. Hace un rato salió el electricista.−Ojalá logre enviar el mensaje.−¿Bajaste los mapas? −preguntó Connolly.−Sí, están sobre uno de los mostradores del fondo −respondió Joseph.Caminaron hacia ellos y comenzaron a revisar las posiciones. Tacharon con amargura una cuadrícula, City Hall había caído.−Mallin envió a la mensajera −dijo Connolly señalando St. Stephen's Green− Se trasladaron al Colegio de Cirujanos.−Es una buena elección - opinó Patrick.−Sí, aunque estarán más aislados −agregó Joseph− Desde el Green tenían más movilidad. Pero tenían que haber tomado el Hotel Shelbourne y los edificios de las

esquinas como lo habíamos previsto. En fin...−¿South Dublin Union? −preguntó Connolly.−Se mantienen. Ceannt es un hueso duro de roer.−¡Que si no! −exclamó Joseph con un lápiz azul en la mano- ¿Las Cuatro Cortes?−Algunas escaramuzas. Los chicos de Heuston han contenido el ataque desde la Institución de Mendicidad −informó Connolly− el Molino de Bolands y la Fábrica

Jacob's han estado bastante tranquilos. Hacia el suroeste han tenido poco fuego.−No menos que nosotros −suspiró Joseph− Debemos intentar desentrañar la estrategia de los británicos. ¿Qué haríamos si estuviéramos en su lugar?−Atacar cuando tuviéramos certeza de las fuerzas del enemigo −respondió Patrick.−Exacto. Nos están tomando el pulso. Intentarán rodearnos ¿Qué crees Connolly?−Que hay que fortalecer las posiciones. El Molino de Boland y South Dublin Union llevarán la peor parte cuando contraataquen.−Estoy de acuerdo. Hay que fortificar además los puestos del Norte −siguió Joseph− Si nos atacan frontalmente, sin desgaste, estamos perdidos.−Hay que comunicarle eso a Daly −dijo Connolly y señalando los círculos rojos sobre el mapa, agregó− La Fábrica Jacob's está aislada... habrá que enviar un

mensajero a Thomas. Que refuerce a de Valera.−Sí. Ya voy anotando los despachos para redactarlos con la señorita Carney −dijo Patrick.−¿Te ha ido bien con ella, no? −preguntó Connolly con un dejo de picardía en su voz.−Si, claro. Es una mujer muy eficiente −respondió Patrick levantando su mirada hacia Connolly; y éste, quizás un poco decepcionado por una respuesta tan

impersonal, continuó−Hay que fortalecer nuestras barricadas al máximo y considerar la distribución de los hombres con cuidado para que todos los puntos estén bien cubiertos. Es

indispensable resistir el ataque. Tenemos barricadas establecidas aquí, aquí y aquí −dijo Connolly mientras señalaba sobre un plano detallado de la calle Sackwille y susalrededores los cinco puntos: Middle y Lower Abbey Street, North Earl Street y las dos en Henry Street, encerrando Moore Street.

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−No hay límites a lo que habríamos podido haber hecho sin la contraorden de McNeill ... −dijo Joseph en un susurro, antes de sentarse en una silla junto la mesa.Patrick se volvió hacia él con la intención de animarlo, a pesar de que compartía ese sentimiento de frustración, esa mezcla de rabia, decepción y amargura.

−Es cierto −dijo, sentándose a su lado− Pero el Domingo en la mañana cuando vimos ese maldito periódico ninguno de nosotros soñó con que ahora estuviéramosacá. Y mucho menos en una posición tan favorable. Incluso ayer, cuando tomamos el edificio, no creí que pasaríamos de veinte y cuatro horas aquí.

−¿Recuerdas el día que hablamos en Dolphin's Bar? −siguió Connolly− Les confesé a MacDiarmada y a ti que era cierto, que estaba dispuesto encabezar unainsurrección en Marzo y enseguida me preguntaste “¿Con cuanta gente cuentas?” y yo te respondí...

−“Con doscientos cincuenta” −lo interrumpió Joseph− y Sean y yo nos miramos asombrados. Confieso que comencé a admirarte desde ese momento.−Yo sabía que iba a ser un fracaso desde el punto de vista militar. Pero lo indispensable aquí y tú lo sabes, era comenzar el alboroto. Ya se unirán.−Nadie, aparte de los Voluntarios rezagados se ha unido, Connolly −insistió Joseph.−Hasta ahora. Y aunque nadie más se una, esto termine como termine no será olvidado. Así que me doy por pagado. Y todavía no les hemos visto el blanco del ojo

a los ingleses por aquí. Sé que será duro, muy duro. Vendrán con todo su equipamiento y nos enfrentarán cuerpo a cuerpo, edificio a edificio, como en el City Hall.−Hubo ruido de artillería por la mañana... hacia el norte −intervino Patrick preocupado.−Sí, lo sé. Pero no la usarán aquí, en el centro comercial de la ciudad. Ellos no destruirán sus propiedades −concluyó Connolly con determinación.Los tres continuaron discutiendo los movimientos del próximo día y poco después, distinguieron una figura conocida conversando con quienes hacían guardia en la

puerta. Una mujer bajita, algo llena, con un moño de cabello castaño oscuro y anteojos redondos en un rostro bondadoso donde dos profundas arrugas enmarcaban laboca. Era Hanna Sheehy - Skeffington, una maestra de escuela que había fundado junto a su esposo Francis la liga por el voto femenino y después, el Sindicato deMujeres Trabajadoras de Irlanda. Patrick se acercó para saludarla, mientras ella empujaba un carrito lleno de bolsas: harina, pan, galletas, hasta algunas zanahorias,papas y brócolis, dos botellas con leche, paquetes de té. Y en la mano, dentro de una bolsa de tela y envuelto en un impecable paño de cocina, el tibio contenidodespedía un olor inconfundible: galletas de avena.

−Hola Patrick. Me atreví a traerles unas provisiones.−Hanna, no hacía falta. Muchas gracias...−¡Oh sí! No es mucho, pero todo hace falta. Ya estuve donde Constance.−¿Como están? ¿Cómo está ella? −preguntó Connolly.−Jamás la había visto tan feliz. Tienen un poco de hambre, pero están bien. Les dejé la mayoría de lo que tenía y les prometí que mañana llevaría más. Cuando

vacié la despensa de la casa y salí, Francis se molestó mucho.−¿Cómo? −preguntó Joseph, quien no era capaz de imaginarlo en ese estado. Francis era un militante pacifista y su tolerancia, proverbial.−Sí, tuvimos nuestra primera discusión seria después de trece años de matrimonio. El estaba en completo desacuerdo con el Levantamiento. Y yo le dije que les

traería comida hasta el final. Es lo mínimo que puedo hacer por ustedes.−El Gobierno Provisional lo agradece −dijo Patrick y ella no supo descifrar si él bromeaba o lo decía en serio.−Y la leche, por favor, es para Joseph. No, no pongas esa cara −dijo regañona mirándolo− sé que te hará bien. Por cierto, ¿Han visto a Francis por aquí? Quedó en

volver a casa por la tarde...−No, Hanna −respondió Patrick− Estuvo por la calle temprano. Quería organizar una fuerza para detener los saqueos. Nosotros decidimos no intervenir. Pero en la

tarde... no, no lo hemos visto.−Bueno, ya volverá −dijo Hanna escondiendo a duras penas su preocupación− Si me permiten, quisiera saludar a algunas conocidas, chicas de Cumann. Y sé

también que al menos un vecino mío también está aquí y tengo un mensaje para él.Luego de abrazar a Patrick, Hanna avanzó decidida hacia Adrián, quien cumplía su guardia frente a las ventanas. Los hombres habían establecido turnos de dos

horas, en los que apoyados sobre los sacos que habían empleado para fortificarlas permanecían atentos con las armas al hombro. Su familia vivía en la misma calle quelos Sheehy - Skeffington y Francis, a pesar de su excéntrica vestimenta de pantalones cortos con largos calcetines, la indómita barba que se negaba a afeitar y el botón ensu solapa que decía “Voto para la mujer” era un visitante habitual de su padre, Seamus O'Connell, quien podía pasar varias horas conversando con él después de la cenaen el salón bajo la mirada desaprobatoria de su madre y su hermana. Pero ambas lo toleraban por Hanna, quien cuando no les daba largas peroratas sobre la liberaciónfemenina, era una excelente vecina y una mujer de trato encantador. A Hanna le gustaba cocinar e intercambiar puntos de crochet y eso era más que suficiente para ellas.

Adrián sentía que los conocía desde hacía años a través de las largas cartas de su familia y en el par de meses que había pasado en Dublín se había unido a lascharlas de Francis y su padre e incluso, había atendido las invitaciones que el inusual matrimonio le habían hecho a cenar. Cuando Hanna, eufórica, tocó las puertas desus vecinas sin vergüenza alguna, pidiéndoles comida para los rebeldes, Anne O'Connell se escandalizó y subió las escaleras consternada, mientras Seamus le confesó elcontenido de la nota que su hijo había dejado temprano en la mañana sobre su escritorio y tras exigirle a su esposa las llaves de la despensa, ayudó a Hanna en su tarea.

El resto de los hombres miraron con agrado a esa mujer que les recordaba sus días de escuela, que olía a las galletas que horneaban sus madres y que saludó aAdrián como sólo una de ellas habría podido hacerlo.

−¿Cómo dejaste a papá? −le preguntó él.−Asustado, pero feliz. Me mostró tu nota y me dijo en voz baja “Si lo ves, dile que estoy orgulloso de él y que sólo lamento que no me lo dijera antes”.−¡Vaya! −exclamó sorprendido− ¿Y mamá?−Furiosa. No voy a repetir nada de lo que dijo. Lo olvidé −agregó Hanna con una sonrisa.−¿Mi hermana?-Para variar, opina lo mismo que tu madre.−¿Podría creer algo diferente? −comentó Adrián divertido por el buen humor de Hanna.−Dile a papá que estoy con la hija del señor McKahlan.Hanna lo miró intrigada.−Él sabe lo que quiero decir. Y estoy seguro que le gustará saberlo.−Si tú lo dices... Tu padre también me pidió que te dijera que tengas mucho cuidado. Que prefiere que llegues a casa huyendo a que no llegues.−¡Todo un consejo! ¿No?−Un consejo de padre, Adrián. Y yo opino igual. Que Dios te bendiga. Francis Sheehy - Skeffington había fracasado en su intento de organizar una fuerza ciudadana que sofocara los saqueos. Y al igual que los airados Voluntarios,

decidió retirarse. Caminaba por el puente de Portobello, hacia su casa, cuando fue detenido por tres soldados del ejército británico, quienes lo interrogaron sin lograrcomprender cómo ese hombre que aseguraba apoyar las ideas nacionalistas, declarara una y otra vez encontrarse “en absoluto desacuerdo con la violencia de losmétodos de sus compatriotas”. Fastidiados, luego de repetir las mismas preguntas y escuchar las mismas respuestas en tres ocasiones, lo llevaron ante su superior: elcapitán Bowen - Colthurst. Este, quien reconoció en Francis a uno de los agitadores públicos habituales, decidió que lo mantendría como rehén. Si su grupo era atacado,lo fusilaría, le aseguró.

Bowen-Colthurst le repitió varias veces durante su interrogatorio que buscaba “fenianos”. Así que más tarde lo llevó consigo cuando fue al pub de un concejal en laesquina de las calles Camden y Harcourt donde se comentaba, solían reunirse algunos republicanos. Siguiendo sus órdenes, los soldados lo destruyeron con granadas demano. Bowen-Colthurst detuvo a todos los presentes: dos periodistas pro - británicos, un político del Sinn Feinn y un transeúnte anónimo. Francis, atónito, fue testigoimpotente del asesinato de dos de ellos mientras regresaban al cuartel. La mañana siguiente, mientras Hanna, acompañada de el hijo de ambos encendía una vela ante lapequeña figura de la Virgen que mantenía en un rincón privilegiado de la sala, tanto él como los dos periodistas fueron fusilados sin juicio ni acusación alguna.

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Miércoles, 26 de Abril de 1916.

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South Dublin Union, 5.30 a.m.

Nos levantamos bastante temprano, emocionadas por la tarea de cocinar el desayuno, pues contábamos con una novedad, producto de un golpe de suerte. Un

pobre chico iba por un camino aledaño al South Dublin Union llevando una vaca consigo. Aquel robusto animal, asustado por el sonido de unos disparos cercanos,perdió el control y uno de los muchachos de guardia en los muros del hospital, quien trabajaba como aprendiz de carnicero consiguió atraparla... Bueno, ahora todosaquí están a la expectativa de un desayuno de lujo ¿Cuántos de nosotros han desayunado chuletas en su vida? Para quien al levantarse sólo conoce el calorcillo de unataza de té y con suerte una alguna rebanada de pan, desayunar con chuletas es un hecho que ronda lo milagroso.

Pues allí estábamos, cortando hogazas de unos panes que ya habían comenzado a endurecerse y limpiando aquellas tan deseadas chuletas. Yo había pasado lanoche entre las mujeres que habían venido a ayudar con la cocina y una de ellas, me había atendido como cosa suya, haciéndome una taza de té tras otra, escuchandomis frases inconexas y dándome su pañuelo para secar las lágrimas que aparecían a ratos.

Era una buena mujer, de esas que se casaron muy jóvenes y han pasado su vida criando a sus hijos y cuidando a su marido. De hecho, su hijo y su marido eranVoluntarios y asegurar su bienestar el único motivo por el que ella se había atrincherado allí. “Ni creas que sé usar una de esas” dijo mirando curiosa mi pistola yluego preguntó asombrada “¿De verdad sabes cargarla?” “Y limpiarla, también”, le respondí... “Una chica tan joven y tan linda” susurró moviendo la cabeza conlástima...

Lo realmente complicado con ella fue intentar explicarle los motivos de mi pelea con Jim. Primero tuve que aclarar, ante su mirada atónita, que no éramos maridoy mujer... que sí, yo había accedido a convivir con él sin casarme... que sí, lo sabía, era pecado, que claro que no era de ese modo como actuaba una mujer honesta. Alfin tuve que confesarle la verdad: yo no era una mujer honesta. Al menos no lo había sido, y me había acostumbrado ya a no determinar la honestidad de una mujer entales términos...

Ella, nerviosa, se pasó la mano sobre el cabello reluciente, arreglado en un grueso moño sobre la nuca y me miró examinándome sin vergüenza alguna. Yo, querespondía a su inspección mirándola sin titubeos, creía escuchar sus pensamientos... “Así que es una de esas”...”Sí, lo soy” le dije, ahora sí intentando ocultar mirostro entre los vapores del té. “O mejor dicho, lo fui”, agregué apenas pude volver a mirarla a la cara de nuevo.

Eran las cuatro de la madrugada pasadas cuando comencé a contarle acerca de mi infancia, de mi madre y de cómo había sido una jovencita tonta que creía queestaba logrando todo lo que pretendía. Ella me hizo un montón de preguntas, algunas tan íntimas que llegué a ruborizarme. Me confesó que siempre había sentido unamezcla de rabia, curiosidad y vergüenza por aquellas casas clandestinas que provocaban tales alborotos entre los hombres. Pero nunca había tenido la oportunidadde conversar una mujer involucrada con esos lugares. “Una mujer honesta no debe hacerlo”, afirmó. “Una mujer honesta cruza la calle cuando ve acercarse a unade ellas y jamás, jamás se acerca a las calles del distrito”. Ella más bien, hacía todos sus esfuerzos por mantener a su esposo y a sus hijos alejados de aquellos lugaresfuentes de pecado, enfermedad y ruina.

Yo sabía que ella tenía razón, pero continuaba haciendo preguntas tan disímiles como sorprendentes. Finalmente, le conté lo que me había sacado de ese mundo.Recuerdo claramente que era una noche de las buenas. La música sonaba en el salón, corría el whisky y había mucho movimiento y altas propinas. Las mujeres locomentaban eufóricas en los pasillos, hasta las prostitutas menos solicitadas no bastaban para atender a los clientes. Yo también estaba contenta hasta que vi a unhombre alto, de mediana edad y de quien comentaban que era un oficial británico junto a la barra. Él había ofrecido sumas crecientes de dinero a la dueña del localpor mí, aunque ella le repitiera una y otra vez que yo sólo era una mesonera, y qué si quería algo conmigo era asunto únicamente mío.

El se acercó a mí en varias ocasiones y yo me negué en todas ellas. Desde unas cuantas semanas él se limitaba a beber y mirarme. Yo le temía, le temía mucho eme cuidaba de no acercarme. Sin embargo, no sé qué sucedió esa noche. Era tarde y quizás yo estaba ya muy cansada. Entre el bullicio y la gente, el me arrinconó enun rincón cercano a la barra. Yo intentaba defenderme de sus brazos a duras penas, cuando escuchó la caída del vaso de cristal donde él había llevado su whisky.Entre la confusión, uno de los pequeños vidrios, hizo un rasguño en su antebrazo. El rugió de rabia a la vista de un leve hilillo de sangre y un cuchillo, pequeño yafilado, hizo su aparición. Lo hundió en mi vientre, una, dos, tres veces. Mis gritos se escucharon sobre las risas y la música y el sonido de las chicas corriendo porlas escaleras para auxiliarme fue lo último que oí antes de mi desmayo.

Aquella mujer estaba impresionada por mi historia. Tanto, que el alboroto cuando el voluntario carnicero trajo más chuletas no causó ningún efecto en ella. Sólolas acomodó sobre la mesa de la cocina y preguntó “¿Y entonces? ¿Cómo te salvaste?”... “Me llevaron al Hospital Meath, le dije, y a pesar de estar tendida en laemergencia con el vestido y las piernas llenas de sangre, ningún médico me prestó atención” De seguro los vestidos con grandes escotes, el peinado llamativo y losrestos de maquillaje que la compañera que me había acompañado y yo misma aún teníamos nos delataban, alejándolos de nosotras.

“Así son”, le dije con amargura, “nos buscan en secreto y nos desprecian en público” Yo perdí el sentido de nuevo y mi amiga me contó que su llantodesesperado hizo llamar la atención de una enfermera; una chica que según me contó luego, parecía ser una especie de jefa. Le ordenó a un camillero que me llevaraadentro y ante la mirada sorprendida de mi amiga, ella misma limpió mis heridas y las suturó. Luego, me ingresaron al área de hospitalización y pude conocerlacuando entre las miradas de rechazo del resto de las mujeres de la sala, vino al día siguiente a revisar las heridas, a curarlas y me ayudo a lavarme con un recipientede agua y un paño limpio que sacó de quién sabía dónde. Luego, cuando trajo una taza con sopa que al menos estaba caliente, me pareció lo más parecido a un ángelque he conocido en la vida. No pude averiguar su nombre y días después me dieron de alta sin haber vuelto a verla.

¡Vaya! exclamó ella ¿Y tú madre? Se asustó pero me consoló diciendo que eran “gajes del oficio”, le respondí. Luego se enfureció cuando al volver a casa le dijeque jamás volvería a ese trabajo. Ella misma estaba muy enferma ya, pero no era capaz de darse cuenta que su lenta agonía, que nunca pude precisar si era por sífiliso por tuberculosis, era la consecuencia natural de la vida que habíamos llevado. En esos días en el hospital pensé mucho y tenía claro que era capaz de hacercualquier cosa antes de volver a arriesgarme de esa manera. Necesitaba además recuperar mi dignidad. Jamás he podido olvidar las miradas de esas mujeres, que nome dirigieron ni una palabra después de saber que me habían herido en una riña de burdel, las risas burlonas de los médicos, el trato desdeñoso del resto de lasenfermeras...

Levanté la mirada y noté su expresión a medio camino entre la indignación y la vergüenza . Ella habría sido una de esas mujeres que llegaron a exigir que mesacaran de la sala. Lo sabía. Era evidente en la manera como se mordía un labio. Pero yo también sabía que muchos hombres se gastaban sus pagas completas en eldistrito y luego volvían a sus casas amargados, borrachos y sin dinero. Yo la comprendía y estaba segura que sí yo misma hubiera sido una mujer en su situación,habría pensado igual.

Eso fue lo que le dije mientras freímos las chuletas y la opulencia del olor de la grasa se extendía por el edificio. El agua para el té hervía y mientras comíamos untrozo de pan duro, esa gruesa mujer me sorprendió con un gran abrazo. Un abrazo de madre, uno de los que yo había tenido muy pocos. “Todo se arreglarachiquilla, ya lo verás... me dijo, todo se arreglará, eres una buena chica y él sabe cuánto lo quieres, añadió acariciando mi cabello mientras yo lloraba de nuevo sobresu hombro.

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Oficina General de Correos, 7.00 a.m.

Amanda apenas comenzaba a abrochar los botones de su chaqueta cuando el estremecimiento de un sonido fuerte, pero lejano, la hizo saltar del susto. Adrián, con

la suya también a medio poner, fue hacia la ventana y sólo alcanzó ver una estrecha columna de humo que ascendía a unas tres cuadras de allí. Se encontraban todavía enla oficina del director, en el último piso de la Oficina de Correos, en esa habitación donde los besos y las caricias furtivas que habían intercambiado en los pocosmomentos en que había sido posible habían encontrado su continuidad. Ambos terminaron de vestirse apresuradamente y sin mediar una palabra corrieron apuradoshacia las escaleras.

Poco después, con la respiración entrecortada por la mezcla de sorpresa, angustia y excitación se confundieron entre la multitud que se apretujaba frente a lasventanas intentando descubrir qué diablos era lo que estaba sucediendo. Tras la falsa alarma de la noche, que les había destrozado los nervios por horas de expectativa;todos, hasta Connolly, habían decidido irse a dormir un rato. Ahora, a escasas horas del amanecer, algo quedaba claro, los ruidos venían desde el este y parecía tratarsede un bombardeo.

El conserje de Liberty Hall, único ocupante del edificio desde el lunes, fue quien se llevó el peor susto. Apenas terminaba de desayunar y barría el pasillo principal,cuando el fuerte estremecimiento que acompañó a aquel bramido lo hizo caer al piso, mientras el sonido de un eco horrible retumbó en sus tímpanos, dejándolo sordopor unos instantes. El “Helga” un barco bombardero británico, acababa de disparar el primero de sus obuses y por un error de centímetros, había impactado en laestructura metálica del puente Butt.

Este, conocido como “Loop Line”, no era otro que el puente que hacía posible que el tren atravesara el Liffey. Un joven y ocurrente escritor de quien comenzaba ahablarse, un tal James Joyce, recogía el sentimiento generalizado de los habitantes de la ciudad hacia el amasijo de vigas y remaches, describiendolo como “aquellaaberración que destruye la vista magnífica de la Casa de Aduanas desde el puente O'Connell”. Verdaderamente era, con mucho, el más feo e inconveniente de los puentesdublineses, ocultando la silueta de Liberty Hall desde la ribera opuesta. Pero ello no bastó para que el General Lowe, desde el despacho de las Royals Barracks,decidiera en sus cavilaciones de la madrugada, abrir fuego sobre Liberty Hall obviando aquel obstáculo, pues consideraba al edificio nada más y nada menos que elcuartel general de los rebeldes.

Así, las paredes de Liberty Hall se estremecieron por el intenso bombardeo y el conserje se preguntó al levantarse con dificultad, si alguna vez había ocurrido unterremoto en Dublín. De seguro, los habitantes de las casas de los alrededores, aquellas hileras de mansiones en ruinas alquiladas y sub alquiladas, tuvieronpensamientos similares cuando salieron espantados, entre las nubes de humo y polvo hacia la calle, donde se llevaron un susto mayor al encontrarse con las descargas delas dos ametralladoras que los británicos habían colocado en el techo del Trinity College, con la única intención de disparar a los sinn feiners cuando, tal como lo habíaafirmado Lowe, “huyeran como ratas asustadas” del edificio.

Habían dispuesto dos máquinas de artillería más en el barco y las tropas inglesas esperaban al otro lado del puente, en la Casa de Aduanas, armados con bayonetaspara hacer una carga sobre el edificio. La acción había sido planificada en todos sus detalles, pero Liberty Hall estaba vacío. Sólo la figura de un hombre reptaba sobre elasfalto y ambas ametralladoras abrieron fuego de inmediato sobre ella. A pesar de todo, el conserje logró escapar ileso y minutos después aquella tromba de soldadosentró al cascarón vacío en que se había convertido Liberty Hall: rompieron puertas, quebraron cristales, lanzaron los muebles fuera y aventaron papeles, entre los quellegaron a encontrar algunas de las últimas copias de la Proclamación, que muchos conservaron, convirtiéndolas en extraños trofeos de guerra.

Mientras tanto, en el un café que se encontraba frente al Pilar de Nelson, John Brennan-Whitmore y sus hombres corrieron a sus posiciones, dejando su desayunode tocino y huevos fritos enfriándose intacto sobre las mesas. Al otro lado de la calle Sackwille, en medio del vestíbulo de la Oficina de Correos, Connolly tuvo comoprimera reacción tranquilizar a sus desconcertados ocupantes.

−¡No nos alarmemos! Esto sólo demuestra que tienen prisa por terminar el trabajo. Finalmente, han valorado nuestra fuerza −continuó− Además, probablemente,ya vienen a ayudarnos otras guarniciones de Voluntarios desde las provincias.

Y mientras afirmaba estas cosas, saltaba gozoso, tan feliz que algunos creyeron ver que aplaudía en medio de su euforia.−¡Así que tuvieron que sacar la artillería! −gritó luego bajo la mirada preocupada de Patrick que llegó a sospechar que el pobre Connolly quizás comenzaba a

perder el juicio− ¡Nos están tomando en serio!El bramido de los obuses ya se extendía por poco más de una hora y dentro de la Oficina de Correos muchos se preguntaban dónde quedaban las previsiones que

habían tomado para el esperado combate cuerpo a cuerpo. Durante dos días, la imaginación de aquellos hombres se había poblado de cientos de uniformes caquisasaltando el edificio y ¿Ahora? ¿Acaso podría hablarse de una lucha gloriosa cuando la única opción era pensar en cómo proteger el edificio de los efectos de lasexplosiones? Ellos estaban seguros que no serían capaces de devolver el golpe en tales circunstancias y la frustración comenzó a extenderse tan rápidamente entre losocupantes como la incertidumbre.

Un jovencito del Ejército Ciudadano que no tenía más que una banda celeste y un sombrero con la insignia de la mano roja del Ulster como uniforme, se volvióhacia Adrián, mientras ambos escuchaban impotentes el estruendo de los obuses tras los sacos de arena apilados junto a los ventanales.

−El Comandante Connolly nos dijo que los británicos nunca usarían artillería contra nosotros −afirmó el muchacho, aferrándose a esa frase como si de un talismánse tratara.

−¿No te parece genial que ahora fuera Connolly quien tomara las decisiones para los británicos? −respondió Adrián y el rostro asustado del muchacho que lomiraba con unos ojos azules muy abiertos le hizo saber que no había comprendido ni una palabra de su sarcasmo.

Lo cierto era que nadie en el edificio podía negar que no se encontrara, al menos, preocupado. Cuando en la mañana del martes se había escuchado fuego de artilleríahacia Phibsborough, Connolly dijo que los británicos las bombardeaban porque no les importaban las casas de los católicos pobres y a casi todos, socialistas o no, leshabía parecido una explicación razonable; pero en ese momento, con los obuses explotando en plena calle Sackville y sus alrededores, hasta Connolly se preguntabacómo era posible que la zona comercial más importante de la ciudad, el predio unionista y protestante por excelencia, estuviera siendo atacado con artillería.

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Colegio de Cirujanos, 10.30 a.m.

Los hombres del Colegio de Cirujanos miraban con interés como Madeleine Ffrench Mullen ayudaba a Margaret Skinider en el complicado ascenso a las vigas del

techo del desván del edificio. Margaret había abandonado la larga falda gris y la blusa blanca con la que había ido y venido como mensajera durante los dos últimos díaspor el uniforme del Ejército Ciudadano que Constance le había regalado; había acomodado además su fino cabello castaño en una trenza y los pequeños ganchos quedescubrió perdidos en el bolsillo le ayudaron a colocarlo todo bajo la gorra. Tal como murmuraban los hombres abajo, parecía un chico, una figura delgada y flexiblecomo la de cualquiera de ellos años atrás. Tan sólo algunas sutiles redondeces y el perfil de la naricita respingada donde cabalgaban insolentes los anteojos, revelaban queera una mujer quién se trepaba con habilidad sobre las antiguas vigas.

Unos quince días atrás, Madeleine, Margaret y Constance habían tenido una extraña excursión. Aquella mañana de domingo, Constance había colocado en la maletadel viejo auto de Kathleen, quién prefirió esperarlas en casa, lienzos de diversos tamaños y estados de trabajo. Luego, entre ellos, lápices, carboncillos, botellas de aguay tubos de óleos. Y finalmente, escondidos bajo las olorosas cajas de madera, tres largos rifles y su pequeña pistola con las aplicaciones de nácar.

Encendió el auto con un gesto rutinario, con el pie hurgando bajo la larga falda en busca del pedal acelerador, mientras Madeleine cabeceaba en el asiento delcopiloto y Margaret casi palmoteaba de alegría en el trasero. Las fachadas de las casas y las tiendas se sucedían en aquella mañana tranquila, en las que las calles sedesperezaban y las mujeres salían a hacer las compras. Ya en las afueras, una anciana con el cabello blanco cubierto con un pañuelo oscuro agitó la mano en un saludo yMargaret le respondió del mismo modo.

Dieron paso al tranvía y los matices infinitos del verde de los distritos del sur le provocaron una sensación similar a la embriaguez. El pensamiento de Margaretvoló hasta las suaves colinas de los highlands escoceses, tan similares y al mismo tiempo tan diferentes a éstas y al entrecerrar los ojos, ella escuchó las risas de losniños en el patio de la escuela donde trabajaba y el sonido de la tiza sobre el pizarrón cortando el silencio que se extendía sobre el aula mientras dictaba su clases dematemáticas.

La silueta de un viejo molino les dió la bienvenida a Larkfield. Constance estacionó el auto frente a la pequeña casa y llamó a la puerta, mientras Madeleine sedesentumecía y Margaret intentaba descifrar el funcionamiento de la rudimentaria cámara fotográfica que había traído consigo desde Escocia. Poco después, GeraldinePlunkett ya había colocado la tetera sobre el fuego y Joseph comentaba con ellas sobre los avances en el entrenamiento de la brigada y la fabricación de explosivos.

En realidad, él hablaba con Constance, Madeleine y Geraldine porque Margaret se limitaba a escuchar y asentir deslumbrada. Para ella, todo lo que había vivido enesos días se trataba de imágenes un mundo nuevo donde las ideas más descabelladas de las tímidas tertulias de la colonia irlandesa de Glasgow se convertían enrealidades. De la mano de Constance, ella sentía que tenía el privilegio de asistir al origen de los acontecimientos y cada vez estaba más convencida de cada una de laspalabras entusiastas que escribía a su familia. Lejos habían quedado ya las dudas que alguna vez tuvo y las ocasiones en que su madre, preocupada, la había acusado deun entusiasmo excesivo por una causa sin futuro.

El Colegio de Cirujanos tenía tres pisos. En la planta baja se encontraban las aulas y un modesto museo, en el piso de arriba, más aulas, laboratorios y la biblioteca.En el tercer piso estaban las habitaciones del cuidador, que permanecía secuestrado con su familia y una cocina de la que algunas de las chicas, dirigidas por NellieGifford habían tomado posesión para cocinar para el resto... Claro, lo poco que había para cocinar. Por último, estaba el desván bajo el techo. Desde el primer momento,decidieron que era imposible disparar sobre el tejado, pues no había donde esconderse y quienes actuaran como francotiradores se convertirían en blancos fáciles paralos artilleros en el Hotel Shelbourne. No obstante, cuatro hombres lo intentaron y uno de ellos fue herido al poco rato, por lo que Mallin los retiró a todos y decidióabrir agujeros para disparar a través de la cubierta inclinada del desván. Allí era donde Margaret y Madeleine iban a ubicarse y la segunda de ellas asintió satisfecha alalcanzar sus posición al reconocer que desde allí se podría actuar con la mayor seguridad.

Margaret se montó a horcajadas en la viga vecina y la punta de su rifle alcanzó sin problemas el resquicio por donde debía disparar. Tras ello, su pensamiento,volvió hacia aquella mañana en Larkfield donde había practicado con Madeleine ejercicios de puntería, mientras Constance terminaba un paisaje que había prometidoregalar a Joseph. Lo cierto era que apenas minutos después ambos, habían trasladado su atención desde el lienzo a la habilidad de esas dos mujeres. Y ahora Madeleine,le repetía las mismas palabras que aquel día, mientras ella acomodaba de nuevo la posición de su cuerpo, para que ningún músculo se encontrara en tensión... Precisa tuobjetivo... mantén la mente en blanco... únete al rifle... concéntrate... respira... hala el gatillo... siente el disparo... respira. Pero ahora, a diferencia de aquel día, ella seencontraba frente a frente a sus objetivos, ahora no eran marcas de tiza en los viejos troncos.

Desde aquel desván, ella podía distinguir las siluetas de los soldados ingleses, con sus uniformes caquis entre el ramaje de los árboles de St. Stephen Green. Seguíanallí, apostados tras las ventanas de las habitaciones de los pisos superiores del Hotel Shelbourne. El techo estaba reservado para los artilleros y el enfrentamiento entrelos ocupantes de ambos edificios se había extendido durante toda la noche y lo que había pasado de mañana. Abajo, abajo, pensó ella, el cuerpo debía estarprácticamente pegado a la viga, ambas debían permanecer quietas y tranquilas, agazapadas como gatas al acecho.

Se miraron a los ojos. Margaret frunció los labios y Madeleine asintió levemente. Montan el gatillo y apuntan, como en un movimiento ensayado. Dos disparos,dos objetivos. Luego, distinguen movimientos de sorpresa en el del otro lado. Los soldados buscan el origen de las balas y mientras tanto, apuntan las ametralladorasVickers en esa dirección. Responden a una señal del oficial y el resto de la guarnición rebelde, responde a su vez desde las ventanas del Colegio de Cirujanos. Ellas,deciden hacer un nuevo par de disparos. Dos soldados caídos más.

Los francotiradores de la azotea del hotel cambian sus posiciones tras una orden del oficial, reconocible con sus prismáticos, recorriendo el panorama una y otravez. Allí arriba, en el desván, los ojos les escocían a ambas a causa del humo y la escasa luz y los oídos les zumbaban por el retumbar de los disparos, pero Margaretreconoció que así como le había gustado correr con la bicicleta entre el fuego cruzado, ahora sentía el orgullo recorriendo su cuerpo mientras miraba a sus anchas a lossoldados británicos sobre el techo del Shelbourne, escogiendo su próximo objetivo, sabiendo que en la ventana siguiente exhibían una de las banderas tricolores que ellamisma había traído desde la Oficina de Correos.

“Un francotirador es un asesino con licencia” había dicho Joseph aquel domingo, agregando que en la estrategia moderna de guerra resultaban un elemento tandecisivo como fundamental. “El mayor daño que hace un francotirador es sobre la moral del enemigo, que se siente susceptible de recibir un disparo preciso desdecualquier lugar en cualquier momento” había continuado él y ella recordó con exactitud sus palabras, mientras no podía reprimir una sonrisa cuando distinguió de nuevoal oficial barriendo el horizonte con los prismáticos. Pero era inútil, el espacio entre las vigas y el techo, donde sólo dos mujeres pequeñas, delgadas y ágiles podíanagazaparse, seguiría estando fuera de su vista.

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Colegio de Cirujanos, 11.00 a.m.

Mientras tanto, Nellie Gifford contaba las escasas raciones en la cocina cuando una silueta inconfundible, alta y con un corto cabello cobrizo la sorprendió en

medio del incesante ruido de los disparos. Era su hermana Muriel. Luego de saludarse ambas se miraron nerviosas y Nellie leyó en voz alta el papel que Muriel le habíaentregado, estrujándolo entre sus manos, apenas después de saludar:

“El Gobierno Provisional de la República Irlandesa saluda a los ciudadanos de Dublín en la memorable ocasión de la proclamación del Estado Irlandés

Soberano e Independiente ahora en curso de ser establecido por irlandeses de armas.Las fuerzas republicanas mantienen las líneas tomadas a las doce del mediodía del Lunes de Pascua, y en ninguna parte, a pesar del ataque feroz y casi

continuo de las tropas británicas, han sido rotas las líneas. El país está levantándose en respuesta a la llamada de Dublín y el logro final de la libertad de Irlanda esahora, con la ayuda de Dios, sólo cuestión de días. El valor, auto - sacrificio y la disciplina de los hombres y mujeres irlandeses están a punto de ganar para nuestropaís un lugar glorioso entre las naciones.

El honor de Irlanda ya ha sido redimido y reivindicamos su sabiduría y su autodominio. Todos los ciudadanos de Dublín que creen en el derecho de su paíspara ser libre deben entregar su lealtad y su ayuda a la República de Irlanda. Hay trabajo para todos: para los hombres en la línea de combate, y para las mujeres enla provisión de alimentos y primeros auxilios. Cada irlandés y irlandesa digna de ese nombre acude en la ayuda de su país en su hora suprema. Los ciudadanossanos pueden ayudar a la construcción de barricadas en las calles para oponerse al avance de las tropas británicas. Estas tropas han estado disparando sobrenuestras mujeres y sobre nuestra Cruz Roja. Por otro lado, los regimientos irlandeses del ejército británico se han negado a actuar en contra de sus compatriotas.

El Gobierno Provisional espera que sus seguidores - la inmensa mayoría de la gente de Dublín - mantengan el orden .Han ocurrido saqueos e Irlanda debemantener su nuevo honor sin mancha.

Hemos vivido para ver una República de Irlanda proclamada. Ojalá vivamos para lograr establecerla con firmeza, y que nuestros hijos y los hijos de nuestroshijos disfruten de la alegría y la prosperidad que traerá la libertad.

Firmado en nombre del Gobierno Provisional,P.H. PearseComandante en Jefe de las Fuerzas de la República de Irlanda, y Presidente del Gobierno Provisional”.

−¿Qué te parece? Un texto muy propio de ellos −dijo Muriel con un leve desprecio− Cualquiera de los tres, o los tres juntos pudieron haberlo escrito. Hombres

ilusos... −y colocando aquel papel sobre un mesón a su lado, dijo− Fui a ver a Thomas en la Fábrica Jacobs, a pedirle que fuera razonable y volviera a casa.−Te respondió? −preguntó Nellie, aunque conociera su respuesta de antemano.−Sí, me dijo que esa posibilidad no existía. Que en su calidad de Comandante de las Fuerzas de Dublín no podía desobedecer a Patrick.−Aunque te moleste saberlo hermana, eso es completamente cierto.Muriel apretó uno de sus puños para evitar darle una respuesta brusca a Nellie. Necesitaba de su apoyo. Era la única que podría ayudarla. En lugar de ello, le

preguntó−¿Has visto a Patrick? ¿Qué sabes de él?−Sólo sé que él y Joseph están en la oficina de Correos. Margaret, la chica que ha hecho de mensajera acá, nos ha contado de ellos.−Durante estos días me he preguntado una y otra vez de qué se trata todo esto... y termino por suponer que he vivido un espejismo. Yo creía que conocía a

Thomas... que mi esposo era un hombre que defendía todo aquello por lo que ha luchado durante los últimos años: St. Enda's, sus estudios universitarios, el puesto deprofesor, nuestro matrimonio, sus hijos... Y ahora −continuó ella, evitando un suspiro− ahora me doy cuenta que su único interés está en otra parte. Qué puso todo esoen un brazo de la balanza y esta fantasía en el otro. Y ya sabemos bien qué es lo que ha ganado. Quizás tú puedas ayudarme a comprender todo esto...

−Esto... −dijo Nellie recorriendo con su mirada la cocina y las ventanas desde las que se distinguía la silueta de los árboles más altos y el Hotel Shelbourne,mientras el incesante sonido de los disparos les servía de ruido de fondo− Esto va más allá de uno mismo, Muriel.

−Tú eres una mujer soltera, y no tienes nada que perder. Discúlpame Nellie, pero una parte de mí no es capaz de perdonar a Thomas y la otra... la otra, no puedeperdonarse a sí misma.

−¿Por qué?−Porque tuve que haberlo sabido. Dejé pasar el tiempo mientras él salía a reuniones clandestinas y ejercicios dominicales. Lo obvié, quise pensar que se trataba de

una especie de juego de chicos grandes. Ya sabes, los hombres nunca dejan de ser niños, niños grandes. Era tan extraño, a ratos un esposo y padre ejemplar, un dedicadoacadémico y más tarde, con ese maldito uniforme...

Nellie avanzó un paso y abrazó a su hermana. Las lágrimas de Muriel, grandes y calientes, humedecieron su hombro e incluso las puntas del pañuelo que ella sehabía puesto sobre el cabello para cocinar.

−¿Y Grace? −le preguntó− ¿Por qué no vino contigo?−No me hables de Grace. Claro que le pedí que me acompañara.−¿Y?−Me dijo ayer que no iría a ninguna parte. Acababa de recibir una nota de Joseph y me pareció que esta muy molesta. Pero ya sabes como es ella, no me dijo nada

más y siguió como si nada extraño estuviera sucediendo. Pasé por la casa antes de venir aquí, por si hubiera cambiado de idea o por si al menos me daría alguna notapara él, pero no dijo nada. De seguro mamá...

Nellie la miró expectante, pues el rostro de Muriel, quien seguía llorando, se quebró en una nueva mueca de dolor.−¿Qué pasó con mamá?−Apenas escuchó mi voz en casa, bajó corriendo y comenzó a gritarme un montón de tonterías sobre Thomas. Y yo pretendía dejarle a los niños mientras venía acá

pero no voy a permitir que nadie les hable así sobre su padre. Me fui de inmediato, mientras ella, molesta, la emprendía de nuevo contra Grace.−Ufff... de seguro ya papá estará cansado de escuchar la perorata sobre mí. No sé que puede ganar con eso ¿Y qué hiciste con los niños?−Los deje con Geraldine, la hermana de Joseph. Tuve que ir hasta Marlborough. Y ahora, debo ir hasta la Oficina de Correos.−Ven, te daré una taza de té, te sentaras un rato mientras la situación se calma un poco. Hablaré con Mallin o con Constance para que le pidan a Margaret que te

acompañe. No es sencillo llegar ahora a la Oficina de Correos y ella aquí, es la experta.

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Oficina General de Correos, 1. 30 p.m.

Desde que el primer obús había explotado en Liberty Hall, los ocupantes de la Oficina General de Correos no habían tenido un momento de reposo ni de silencio.

La mayoría de los hombres han sido distribuidos por Connolly en las barricadas de las calles adyacentes y los edificios de los alrededores. Amanda, por su parte, hadejado el puesto de primeros auxilios en manos del resto de las chicas, pues ha salido con el doctor Mahony con frecuencia a estabilizar heridos para su traslado. Hanacudido a casi todos los puestos, desde la pescadería Kelly hasta la Oficina de Correos y desde aquí hasta Henry Street y Lower Abbey Street. Y en todos, en todas lasbarricadas, en todos los techos, en todas las ventanas, en todos los edificios hay enfrentamientos. El sonido de un disparo, les resulta tan natural como el chillido de lasgaviotas sobre las calles de Dublín. Pero ahora, las gaviotas han desaparecido, ya no sobrevuelan las orillas del río con sus círculos oscuros. El olor de la pólvora las haespantado.

No son las únicas asustadas. El doctor Mahony, nervioso, mantiene su mano temblorosa sobre la culata de su pistola. Amanda lo mira en silencio, sin atreverse apreguntar si dispararía a su propio ejército. Han visto asombrados como los soldados ingleses ni siquiera se inmutan ante las cruces rojas que las enfermeras han añadidosus uniformes, con la esperanza de que su trabajo sea respetado. Media hora antes, una ambulancia solicitada al hospital Jervis para trasladar a los pacientes graves eraatacada al apenas acercarse al edificio ¡Atacada, la ambulancia blanca con sus enormes letras rojas!

El “Helga” se ha ensañado durante unas dos horas con los edificios ubicados frente al Liffey, en la conjunción entre Bachelor's Walk y Eden Quay. Luego, haavanzado remontando el río y ahora lanza sus obuses sobre las Cuatro Cortes. Eso dicen los despachos que han enviado los hombres que ocupan tales lugares, con susdisparos como única respuesta a los ataques. Los británicos intentan avanzar lentamente alrededor hacia la Oficina de Correos, disputando el control de cada edificio.Mientras tanto, hay más y más heridos. En los raros momentos de calma, algunos civiles se aventuran a mirar y otros continúan saqueando lo poco que queda. La“Starry Plough”, la bandera del ejército ciudadano que ondeaba desde el martes sobre el Hotel Imperial está agujereada. El hombre encargado de las transmisiones deradio ha vuelto, junto a los compañeros que defendían los edificios vecinos, porque su posición era insostenible. Fue sólo entonces, mientras colocaba desinfectantesobre unos rasguños que se había hecho en el brazo y miraba su rostro, tiznado y cansado, que Amanda recordó que no veía a Joseph desde hacía unas cuantas horas...

El sonido de los enfrentamientos se extendía por toda la calle y aún en el segundo piso, aquel ruido aturdía. Amanda se cubrió la oreja derecha con la mano,intentando concentrarse, mientras sacudía el termómetro hasta que la delgada y brillante columna de mercurio descendió hasta su nivel normal. Continúa la fiebre. A lolejos, escucha la sirena de la ambulancia que al fin se lleva a los heridos tras el éxito de la conversación de la emisaria que Patrick Pearse había enviado, una jovenenfermera llamada Elizabeth O'Farrell, con un oficial inglés.

Joseph sigue cada uno de sus movimientos con la mirada mientras aún sostiene una de las cuentas de su rosario dando vueltas entre el índice y el pulgar. Quizástambién aún susurra una oración, o tal vez ese murmullo que ella adivina entre el golpeteo seco de las balas sea tan sólo efecto de la imaginación. Dos sacerdotes jesuitasse han arriesgado entre los disparos, las ráfagas de ametralladoras y las esquirlas de las explosiones de artillería para ofrecer “auxilios espirituales” a los rebeldes y él hasido uno de los primeros en confesarse.

Los sacerdotes han venido traídos por los comentarios sobre la devota actitud de los combatientes de quienes se dice, han rezado rosarios completos todos los díasy mantenido una conducta ejemplar. Era cierto. Tan cierto que resultaba irreal. En las horas de espera, las letanías de las oraciones se habían alternado con las letras delas canciones republicanas y ahora, entre el ruido de las balas y el escándalo de las explosiones, entre el humo y las esquirlas todavía se escuchaban ambos sonidos.

Al verlos llegar, muchos de los ocupantes manifestaron de inmediato el deseo de confesarse, pues creían que ahora el peligro de la muerte les exigía una concienciatranquila. Amanda, como otros, se había apuntado en una lista para tales efectos y para su asombro al hacerlo descubrió que Adrián se le había adelantado... Esesacerdote tendrá al menos dos confesiones muy entretenidas, pensó y la picardía de su inesperada sonrisa intrigó a Joseph quien tomó una de las manos que yadescansaban inmóviles sobre su regazo y la mantuvo entre las suyas un momento.

−Tienes las manos frías −dijo.−No. Es que tú estás caliente −le contradijo ella− O`Neill tenía razón. Esta fiebre no baja con nada.−¿Y crees que O'Neill tenga razón en todo lo demás?−¿A qué te refieres?−A su pronóstico. Seguro te lo dijo, no hay necesidad de esconderlo.Ella apretó sus dedos con nerviosismo y él contempló el brillo violeta de la pequeña amatista que se mantenía desafiante en el dedo medio. Amanda asintió en

silencio, apretando los labios, esquivando su mirada.−Sabía que lo haría −dijo él− pero había temido preguntártelo.−Y yo no había querido hablar de ello. Pero sí, creo que tiene razón.Ella volvió a tomar su mano y luego acarició la línea de su cabello, humedeciendo las puntas de sus dedos con las gotitas de sudor que relucían en su frente. Luego

lo abrazó y él notó que ella también temblaba. Las manos de ella rodearon su espalda en un abrazo como tantas veces lo habían hecho, pero él descubrió algo distinto enel movimiento de su cuerpo, y sin ni siquiera proponérselo se encontró con sus labios y con un beso profundo y sincero.

−¿Por qué haces esto? −preguntó él, con el recuerdo de sus labios aún en los suyos.−¡Oh Dios! ¡Joseph! −exclamó ella con la voz ahogada por el llanto.−¿Acaso nunca te diste cuenta? −le preguntó en un susurro al verla llorar.−¡No! ¿Darme cuenta de qué? −respondió ella asustada y luego, tras mirarlo le dijo.−Yo no sabía ... No sabía que tú...-Desde siempre.−Perdóname, por favor −dijo ella con tristeza, dirigiendo su mirada hacia otro lugar. Las estrellas sobre el arado todavía ondeaban sobre una pálida tela azul

agujereada, en el orgulloso edificio del frente. Aquella bandera, al igual que ella misma, no se rendía ante las ruinas− Ha sido ese pronóstico, esa sentencia... −continuó−Cuando lo supe, ayer en la mañana, creí que me volvía loca. Después, preferí suponer que no era cierto... Simplemente, no puedo imaginarme viviendo sin ti.

El la escuchó, mirándola preocupado y acomodó los anteojos que caían por su nariz con un movimiento con el que trataba de disimular su asombro.−Amanda −dijo él, hablándole suavemente, como a una niña pequeña− Yo sabía que te amaba desde la primera vez que apareciste en casa tomada de la mano de tu

madre, vestida y peinada como una muñeca, irreal como una aparición. Recuerdo que te tomé de la mano y tú, como si me conocieras, te sentaste a mi lado. Teníascuatro años y yo siete y desde ese día decidí adorarte. Tú, tú ¡tú! Siempre tú, siempre allí. Cuando fui a Stonyhurst creí que dos años lejos de ti terminarían con todoesto, pero allá, aunque no estuvieras, todo me hablaba de ti. Y la verdad, no ayudabas mucho enviándome cartas todos los días, con tus fotos que escondía de lasmiradas de los otros muchachos del internado... aunque luego les dije que eras mi novia.

−¡No hiciste eso!−¡Claro que sí! Era el único irlandés de ese lugar. En algo debía destacar para sobrevivir ¿No crees?−Eras el mejor estudiante de tu curso.−Volví a Dublín −continuó él− y tú seguías allí, siempre allí. En esa época, esperé con preocupación que te enamoraras de alguien, que en algún momento me

hablaras de un pretendiente. Pero ese verano, más bien, pasamos mucho tiempo juntos ¿recuerdas el día que fuimos a Bray?−Por supuesto.−Y después, cuando pasé todo el invierno enfermo, me costaba comprender por qué estuviste todo ese tiempo conmigo, cuidándome. No sabes cuantas veces me

pregunté por qué preferías pasar las noches desvelándote con un enfermo que en los bailes o los teatros.

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−Porque si no podía ir contigo no tenían sentido.Él la miró preocupado. Había aceptado vivir con ese amor no correspondido, entendiendo que se trataba de un imposible. Pero saber que habría sido capaz de

provocar en ella un sentimiento similar... No, no era algo de lo que fuera bueno enterarse ahora. Además, pensó él, ella de seguro estaba muy confundida. Estabadeslumbrada por Adrián, ambos se habían enamorado súbitamente, lo sabía, estaba convencido de ello desde el momento en que los presentó. Y eso, además, era lomejor para todos.

−Mamá siempre me contaba de la primera vez que te enfermaste −continuó ella, sin atreverse a mirarlo− Decía que yo no dejé de insistir para que me llevara averte y ella, aunque no quería hacerlo, no pudo más que acceder.

−Temía que te contagiaras.−Sí, pero yo siempre supe que nada malo para mí podría venir de ti.Era cierto y al aceptarlo, ella comprendió lo cruel que había sido, despreciando ingenua pero firme todos sus indicios durante esos años, atrayéndolo con sus

cuidados y su interés, sabiendo que nadie más podría conocerla como él. Se miraron hasta el fondo de los ojos, tan cerca, tan cerca como siete años atrás cuando habíanestado a milímetros de besarse en “su” banco del parque, en aquel verano en el que tantas cosas pudieron haber pasado, en aquel verano de Bray... Ni siquiera teníamosveinte años, pensó Amanda, escuchando el sonido de los disparos golpeteando en la calle, convertido en eco monótono... ¡Qué distinta pudo haber sido nuestra vida!

−¿Por qué nunca me lo dijiste? −le preguntó.−Porque te perdería. Te habrías alejado de mí.−¿Y por qué cuando tus padres y mi padre querían.... −dijo ella sin alcanzar a completar la frase.−¿Qué nos casaramos? −siguió él− Habría sido una excelente idea, si tú lo hubieras querido.−No sé si habría sido capaz de negarme, si me lo hubieras pedido.−Lo sé. Por eso nunca ni siquiera lo insinué. Te quiero lo suficiente para no colocarte en una situación tan incómoda. Imagina si hubieras aceptado; habría sido

terrible para ambos, para mí que te amaba y para ti que me has sido incondicional. Porque luego, cuando descubrieras que no era esa la clase de amor que sentías por mí,me habrías despreciado y tiempo después me habrías odiado. Y yo habría perdido estúpidamente tu cariño y tu confianza. Era una tontería hacernos eso ¿No lo crees?

−Yo no lo sabía, Joseph −repitió ella al borde de las lágrimas− ¡No lo sabía!−Sólo me faltó decírtelo. Y sin embargo, te lo dije de tantas maneras.−Papá lo aseguró cuando llegó el ramo de flores que me regalaste en mis quince años.−Las quince rosas más rojas que pude conseguir en toda Dublín en pleno Agosto. Tú no quisiste darte cuenta, Amanda. Pero ahora, hoy, estoy aún más

convencido de que actué correctamente al no decírtelo. Logré curarme de ti, mantener tu amistad, amar a otra mujer. Y tú al fin has encontrado a alguien ¿No es así?−No es igual.−Claro que no. No puede ser igual. Hemos pasado una vida juntos. Y de seguro, nuestro amor tiene otra forma. Lo tuyo con Adrián es como lo mío con Grace. Ella

es la mujer con la que voy a casarme y soy feliz por ello ¿Lo entiendes? −dijo él con una sonrisa.−En verdad ha sido una extraña coincidencia que Connolly decidiera que él estuviera aquí y que nos enviara además juntos a entregar esos despachos el Lunes.−No fue idea de Connolly, Amanda. Fui yo quien le pidió que diera esa orden.−¿Tú? −preguntó ella asombrada− ¿Por qué?−Porque sé que podía confiar en él. Porque es evidente que te quiere y por ello podía estar seguro de que te cuidaría. Y especialmente porque me gusta verte

sonreír como cuando estás con él, con ese brillo en los ojos.Amanda se mantuvo callada. La mirada de él se deslizó desde los ojos asustados y llorosos de ella hasta los labios que le habían regalado aquel beso y sin inmutarse

continuó descendiendo hasta que una tímida señal, un objeto desconocido le hizo detenerse.−¿Qué es? −preguntó curioso.−¿Esto? −preguntó ella a su vez sosteniendo una delgada cadena de oro con un sencillo crucifijo al final que pendía de su cuello y cuyo leve resplandor apenas

alcanzaba a destacarse sobre el verde oscuro del cuello de su chaqueta− Es de Adrián −respondió incómoda.−¿Lo ves? Haces bien −dijo Joseph sonriendo− Jamás encontrarás un hombre mejor.

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Trinity Collegue,1:00 p.m.

El General Lowe miraba asombrado como los elegantes jardines del Trinity Collegue, la antigua y conocida Universidad reservada a estudiantes protestantes, se

habían convertido en un cuartel. Los dos mil soldados que había solicitado se apiñaban sentados en filas frente al edificio, mientras los primeros contingentes de losotros dos mil, que había logrado arrancar al mando general, desviándolos de Francia, desembarcaron temprano en Kingstown y marchaban hacia la ciudad.

Lowe podía estar satisfecho, había logrado que después de las complicaciones en los alrededores del Castillo y de haber conseguido doblegar a los rebeldes que seapostaron en City Hall, Sir Matthew Nathan pudiera regresar a su despacho. Sin embargo, éste había vuelto tan asustado y nervioso que ya se contaban bromas entre elmando militar sobre sus pesadillas de sinn feiners escondidos en los rincones del Castillo, quienes cuál modernos leprechauns, aquellos duendes impertinentes de loscampos irlandeses, eran capaces de mil travesuras si se les molestaba.

Aún sonreído, encendió otro de sus cigarros mientras se acercaba a la mesa de la oficina de la que se había apoderado. El coronel Cowan había salido, dejando susnotas en desorden sobre el otro escritorio. De seguro, estaba recibiendo o enviando un despacho. Lowe reconocía su eficiencia y el hecho de que, como era de la ciudad,resultaba muy útil en la misión de mantenerlo informado de la situación. Cowan entró y Lowe distinguió un surco oscuro alrededor de sus ojos verdes claro, miró sucabello revuelto y las dos profundas arrugas que descendían desde la nariz hasta la boca ¡Pobre hombre! llevaba ya tres noches durmiendo apenas unas horas. Cuandoesa misión terminara recomendaría su ascenso. Hasta ahora, él había hecho un trabajo excelente.

−¿Qué hay de nuevo? −preguntó Lowe al verlo entrar.−Ya comenzó el ataque final a la Institución de Mendicidad.−Muy bien, ya es hora de acabar con ese maldito edificio ¿Qué más?−Los batallones que usted solicitó mi general, desembarcaron en Kingstown. La 178th brigada “Sherwood Forester” fue transferida en su totalidad.Lowe asintió, solicitando más información.−Se me ha informado también, mi General, que los soldados fueron recibidos bajo los vítores de los vecinos, quienes incluso les ofrecieron té y comida.−¡Vaya!−Es Ballsbridge, un lugar de gente acomodada, de mayoría unionista −siguió explicando Cowan− Me informaron también que muchos de los soldados creían que

estaban en Francia, señor.−¿Cómo? −pregunto Lowe con asombro.−Le decían “Bonjour mademoiselle” a las muchachas que los saludaban.−¡Vaya hatajo de tontos! ¿Qué ha sucedido con ellos? ¿Dónde están ahora?−Los dividieron en dos columnas, una salió hacia Kilmainham y esperamos que hayan escuchado nuestra recomendación de bordear South Dublin Union. El

segundo grupo mi General, fue atacado a la altura del puente de Mount Street. Los sinn feiners habían apostado hombres en algunas de las casas cercanas.Lowe decidió ir al clavo.−¿Cuántas bajas hubo?−El problema señor, es que al momento de recibir este reporte la columna llevaba una hora y media detenida allí, no han podido avanzar ni un metro. Y se cuentan

ya cuarenta bajas.Lowe lo miró por encima del humo de su cigarro, mientras él continuaba su nerviosa explicación.−Me atrevería a sugerir señor, que los tomaron por sorpresa. Ese personal fue entrenado para la guerra de trincheras, no para enfrentarse a delincuentes que no

siguen ninguna estrategia conocida por nosotros, con francotiradores ubicados en cualquier lugar.−Envíe un despacho ordenando que insistan y acaben con los francotiradores. Que usen la artillería contra las casas si es necesario. Hay que evitar más bajas y

abrir esa ruta para la llegada de los refuerzos.−Por supuesto, señor −asintió Cowan, comenzando ya a preparar la máquina de escribir.−Y luego ubique a Portal y Maconchy y dígales que suban. Hay que preparar el bombardeo de la Oficina de Correos.

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Institución de Mendicidad, 2.15 p.m.

Sean McLoughling sonrió cuando notó que Evelyne quizás tuviera las piernas entumecidas a causa del peso de Frédéric, que se había quedado dormido sobre ellas.

Luego de dos días yendo y viniendo entre los edificios que habían sido tomados alrededor de las Cuatro Cortes, atendiendo heridos y actuando como francotirador aintervalos, sólo, sin mucho descanso ni comida, él había caído agotado.

Cabeceaba desde la mañana, pero el sonido amenazador de los obuses, el asombro y miedo de sus compañeros y la intensidad del ataque sobre la Institución deMendicidad le habían mantenido despierto. En el pequeño bolso que formaba parte del equipamiento de los Voluntarios y dónde éstos guardaban sus efectospersonales, Frédéric había traído un sobre con café, lo único que lo mantenía despierto en las guardias del hospital y los chicos lo miraron extrañados cuando lo vierontomar ese brebaje amargo y oscuro, con un olor tan diferente al delicado aroma del té.

Pero ya ni siquiera el café lograba mantenerlo despierto. Mientras Evelyne descansaba sentada en un rincón, él se acercó a ella y le dijo cansado que tambiéndescansaría un rato apoyándose en su hombro. “Sólo un momento” susurró... y desde el hombro, la cabeza de Frédéric se deslizó hasta el pecho y desde allí hacia suregazo, donde se acomodó como si lo conociera desde siempre y Evelyne descubrió asombrada, que en sus entradas pronunciadas llegaban a contarse algunas canas.

Como el buen soldado que se consideraba, había solicitado permiso a Heuston para dormir cuando mucho un par de horas. Este asintió sin pensarlo pues nada máspodía pedirle a este médico - soldado que ni siquiera pertenecía a su guarnición y había atendido diligente a sus heridos, desplazándose constantemente entre el edificioy Father Matthew Hall. Sin embargo, cuando los brillantes botines de Heuston aparecieron ante Evelyne, ella no supo si levantarse y continuar trabajando, si levantarsee irse o si, sencillamente, continuar allí. Se limitó a mirarlo hacia arriba por primera vez, dando un respingo.

−Pobre Doc... está muy cansado −afirmó él− dejemosle dormir. Y usted debería seguir su ejemplo y echar también una cabezadita.Ella intentó poner en práctica su consejo, mientras sus manos se atrevieron a detenerse sobre una de las oscuras ondas del cabello de Frédéric, quien durante el día

anterior, la noche y esa mañana le había contado demasiadas cosas de él, mientras trabajaban. “Tengo este nombre, así con ortografía francesa, por culpa de una madrecon sueños de pianista, fanática de los nocturnos de Chopin”, le había dicho. Hasta le había contado de su tío, de ese secreto terrible, de esa vergüenza que habíaconvertido en fortaleza y que era lo único que le permitía tomar aquel fusil. “Prometí salvar vidas, Evelyne, pero hasta eso puede tener una excepción”...

¿Y ella? Había venido buscando a Amanda, había hablado con varias personas que la habían visto en la Oficina de Correos, había escuchado decir a SeanMcLoughling riendo con toda su vitalidad adolescente, que cada vez que iba allí, sentía la tentación de “dejarse herir para quedarse al cuidado de esa mujer”. No leextrañó. Ese era el tipo de comentarios que su hermana generaba entre los hombres a su alrededor, manteniéndose siempre indiferente.

Y ahora ella tenía a Frédéric, el hombre con el que había soñado durante los últimos cinco años, durmiendo sobre sus piernas y sus dedos se detenían asustados enla curva de su oreja. Lo había encontrado allí y él se había refugiado en ella...

A media mañana, la había ayudado a hervir las siete libras de arroz que todavía tenían en un enorme caldero. Repartieron las raciones, le dijeron a Heuston que noquedaba nada más y él decidió que McLoughling y otro de los chicos volverían a la Oficina de Correos para traer más provisiones. Evelyne aprovechó para enviar unabreve nota a Amanda y pedirle algunos suministros médicos. Mientras McLoughling y su compañero esperaban un momento de cese de los disparos para salir,Heuston los siguió por las escaleras y el piso de abajo, repitiendo órdenes y consejos cómo una madre regañona: “informen a Connolly que seguimos manteniendo laposición”, “averigüen todo lo que puedas sobre los demás”, “tengan cuidado”, “traigan suficiente comida, somos dieciséis... diecisiete, corrigió, con la enfermera”,“díganles que tenemos una enfermera”, “¡Vuelvan lo antes posible!”

Evelyne los miró cruzar el patio a gatas, por miedo a los francotiradores que se habían apostado en la pared del fondo. Heuston abrió con cuidado la puertecillatrasera y salió a la calle, mientras los chicos lo cubrían arriba con las pistolas y los fusiles cargados. Miró a ambos lados de la calle y se aseguró que ésta se encontrabasolitaria. Tras una seña suya, los dos muchachos avanzaron pegados a la pared.

Dos calles después, cuando ya se habían perdido de su vista, una brigada inglesa abrió fuego contra ellos y ambos corrieron con el escalofrío que suponíanprecedería el impacto del disparo en su espalda. Apenas escapaban de los soldados, cuando un grupo de mujeres de pie ante una puerta comenzó a gritarles “¡Deberíanestar en Flandes, hijos de puta!” “¡Si uno de ustedes cae en mi manos, les arrancaría las tripas!” McLoughling apresuró el paso y su mano apretó el revólver en elbolsillo, pero nada más sucedió. Unos metros después, la barricada que ellos mismos habían colocado en el puente de la calle Church se había convertido en un montónde cables enredados que debieron recorrer dando saltos en zig - zag. Siguieron adelante por las calles North Brunswick, North King, Capel, Parnell y Henry...

La estatua de cera del rey les dió la bienvenida a la Oficina General de Correos. En una parodia de su dignidad, alguna de las mujeres le había puesto pendientes yllevaba en sus brazos uno de los fusiles de Howth. Todavía reían con ganas cuando se encontraron con los miembros del Gobierno Provisional reunidos en el vestíbulo.Las teclas de la máquina de Winnie, sentada al lado de Patrick Pearse, no paraban de sonar y él le susurraba algún despacho de cuando en cuando. Los chicos seacercaron a Connolly y le informaron de la situación de la Institución de Mendicidad. El sonrió satisfecho y el resto se reunió a su alrededor.

−Esta es una excelente noticia −dijo− ¡Todavía tienen ocupada la Institución de Mendicidad! Tenemos que enviarle un mensaje especial de felicitaciones a laguarnición. Connolly se volvió de inmediato a Winnie y lo dictó, con dos o tres interrupciones del resto, que agregaban algo o proponían una frase mejor. Cuando ellaterminó, la firmaron y se la entregaron a McLoughling.

−Dígale a la señorita Gavan-Duffy que les dé todas las provisiones que necesiten. Es la encargada de la cocina. Coman algo caliente, y vuelvan lo antes posible.Ambos cumplieron la orden de Connolly, pero antes de salir hicieron algunas otras cosas. Preguntaron por amigos y compañeros, intercambiaron rumores e

informaciones, entregaron al nota de Evelyne a Amanda quien escribió otra de respuesta y les entregó algunos suministros médicos ante las miradas y los suspiros deMcLoughling, consiguieron prestadas dos navajas para afeitarse que ya no tenían mucho filo y lograron lavarse por partes, tal como se había hecho costumbre entre losmiembros de la guarnición que hacían listas informales de turnos para emplear de aquella manera un lavabo ubicado en el segundo piso.

A medida que regresaban, distribuyeron unas copias de las “Noticias de la Guerra de Irlanda” que les habían entregado antes de salir. Notaron que habían muchosciviles entre la calle Parnell y North King, así que supusieron que se mantenía la tranquilidad. Avanzaron, atravesando una barricada de Voluntarios que se habíaestablecido unas pocas calles antes de la Institución de Mendicidad y cuyos francotiradores los cubrieron en aquellos últimos metros. Quedaron perplejos cuandovieron nada más y nada menos que a un centinela británico en el frente del edificio. Los compañeros de la barricada no les habían comentado nada sobre algún ataque a laguarnición. Pero algo andaba mal, no les quedaba ninguna duda. No habrían soldados caminando de un lado a otro si sus compañeros no hubieran sido evacuados ocapturados.

McLoughling avanzó, dispuesto a saber que estaba sucediendo y su acompañante, agazapado en el dintel de la puerta, decidió abrir una lata de galletas para acallarsu nerviosismo mientras esperaba. Unos quince minutos después, McLoughling volvía apesadumbrado, y encontró a su compañero conversando con una vecina de lacalle que terminó de aclararle todo a ambos. Los británicos habían arremetido con una buena provisión de granadas y soldados contra el edificio. Después de casi unahora de combate, durante la cual ella misma había tenido que refugiarse debajo de su cama por la cantidad de disparos, Heuston se había rendido. Los chicos formaronfrente al edificio y ella, agachada frente a la ventana de la parte de abajo de su casa pudo escuchar los reclamos del oficial inglés:

−Ordene al resto que se entregue.−¿Cual resto? −respondió Heuston con orgullo, casi empinado sobre las gruesas suelas de sus botas− Estamos todos aquí.−¿Todos?−Sí. Somos catorce en esta guarnición.¡Catorce chiquillos! Había susurrado el oficial, pero eso la chica no había podido oírlo mientras miraba cómo marcharon por la calle hacia las Royal Barracks.

“Habían sido hechos prisioneros - continuaba ella - Llevaban dos heridos en camillas, creo que por esquirlas de las granadas de mano y los soldados ocuparon la calle.Mucha gente salió a ofrecer pan y té a los ingleses. Yo me quedé en silencio, para que creyeran que no estaba en casa. No voy a darle nada a ninguno de ellos”.

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McLoughling y su compañero le dirigieron una mirada sombría, mientras ella continuaba su relato. “Catorce chicos resistieron tres días, dijo con una sonrisa. Fue algomuy bueno de ver. Si yo fuera ustedes, iría hasta la Oficina de Correos, con el resto”.

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Colegio de Cirujanos,2.50 p.m.

−Creo que lo más prudente es esperar por el alto al fuego −afirmó Constance, mientras ayudaba a Margaret a cargar la pequeña pistola que llevaría en el bolsillo de

su falda, tras la enorme puerta principal del Colegio de Cirujanos.−¿Cuál alto al fuego? −preguntó ésta a su vez− No hay ningún alto al fuego.−Claro que sí −continuó Constance mirando hacia adentro, al reloj del vestíbulo− En cinco minutos será el alto al fuego para los patos.−¿Qué? −preguntó Margaret desconcertada y Muriel la miró a su vez, pensando una vez más que todas habían perdido la razón. Y ella lo único que quería era

poder ver a Patrick y convencerlo que autorizara a Thomas a abandonar su guarnición.−Mi niña −siguió explicando Constance− desde el Lunes acordamos con los ingleses que suspenderemos el fuego por media hora, a las 10 de la mañana y a las 3 de

la tarde para que el guardaparques pueda venir a alimentar a los patos del lago del Green. Hasta ahora se ha cumplido sin problemas y si bien la tregua es sólo para elseñor Kearney y su carretilla, en ambos lados aprovechamos para comer y descansar y ustedes podrían salir por la parte trasera del Colegio. Eso sí, tienen queasegurarse de que no las vean, podrían acusarnos, con razón, de violar el trato.

−Está bien. Saldremos por la parte trasera. Nos desviaremos un poco de la ruta que suelo seguir, pero probablemente sea menos peligroso.−Y más tranquilo. Recuerda que Muriel no está tan acostumbrada como tú a esquivar los disparos −dijo Constance con una sonrisa− Saluda a los muchachos de mi

parte.Llegaron unos cuarenta minutos después, después de sortear calles y callejuelas. En algunos tramos, Margaret tomó a Muriel de la mano y su ligero temblor la

desconcertó. En su rostro no se notaba ningún rastro de nerviosismo, pero las palmas húmedas de su manos la delataban, mientras se dejaba guiar por ella yescuchabancómo los disparos y las explosiones de granadas aumentaban a medida que se acercaban a la calle Sackwille.

Lograron cruzar el río a la altura del puente Grattan, lo que aumentó su travesía en unas seis cuadras. Tras cruzar unas cuantas barricadas, lograron entrar a laOficina de Correos por una de las puertas laterales de Henry Street y Margaret sintió, como siempre que llegaba allí, que el miedo se quedaba detrás de sus columnas yla inundaba la calma, a pesar de la agitación y el desorden. “Esto sólo es posible cuando los hombres se están dando sin reservas y con la conciencia tranquila a una grancausa”, pensó, notando que Muriel ya había avanzado en busca de alguien conocido.

La vió abrazar a Joseph y dirigirse a Patrick desde una prudente distancia. Si se hubiera acercado lo suficiente, quizás habría notado un ligero fulgor de odio en susojos al hablarle.

−¿Por qué enviaste a Thomas a la Fábrica Jacobs? −le preguntó sin saludar.−Él es el Comandante de esa guarnición.−Necesito que autorices que él abandone ese lugar.−¿Qué dices? ¿Por qué él debería hacer algo así? Se le propuso ese puesto y aceptó. Ahora es tan responsable de esa guarnición como yo lo soy de ésta.−Thomas está en peligro, Patrick. Lo sabes −dijo ella, luchando por contener las lágrimas− ¡Tú serás el único responsable si algo llegara a ocurrirle!−Ha habido muy poco fuego hacia ese sector de la ciudad −respondió él− Él está bien, Muriel. Está cumpliendo con su deber.−¡Sí, claro! −exclamó ella con toda la ironía que su rabia le permitía− ¿Acaso sabes tú cuál es su deber? ¡No! ¡No quiero un discurso más! ¡Ni un maldito discurso

más! −gritó ella, mientras las lágrimas saltaban de su rostro.−Por favor, Muriel, cálmate −le dijo Joseph, acercándose a ella− Thomas está bien. Todo estará bien ¿Quieres que te lleve a la enfermería? Quizás tengan algún

calmante...−¡No necesito un calmante! −exclamó ella desafiante.Él consiguió tranquilizarla y a los pocos minutos se encontraban sentados frente a frente. Ella volvió a romper en llanto cuando él la abrazó. Mientras sus manos

acariciaron su cabello corto, él pensó en lo parecida que era a Grace. Y mientras ella apoyaba su cabeza en su pecho, logró escuchar el silbido de su respiraciónentrecortada y notar el calor que despedía su piel. Se incorporó asustada y miró su rostro, pálido y demacrado por las noches de poco sueño. Las ojeras se disimulabanpor la montura de los anteojos, pero Muriel en ese momento tuvo la misma opinión que Margaret poco después, le expresara a Constance cuando le preguntó por cadauno de ellos. Sin dudarlo, ella respondería “él tiene escrita la muerte en su rostro”.

−¿Y tú cómo estás? −preguntó Muriel− Nada bien, según parece.−Sea como sea, estoy aquí y seguiré aquí hasta cuando sea necesario −respondió él− ¿Cómo están los niños?−Tuve que dejarlos con tu hermana −respondió ella, recordando que Joseph era el padrino de Donagh, el mayor, y que otra amiga de Thomas también involucrada

en este asunto, Helena Molony, era la madrina de Barbara, la menor... ¡Qué sería de su hijos, con su padre y sus padrinos muertos, encarcelados o convertidos enproscritos! ¡Qué vida les esperaba!

−Puedes estar tranquila entonces, ella los cuidará bien.Joseph se detuvo mirándola a los ojos y ella supo que él temía escuchar la respuesta a su próxima pregunta. Un temblor casi imperceptible en sus labios lo

delataba. Luego, él tocó la unión de la armadura de su espejuelos en el leve gesto que en las tantas veladas que había pasado en su casa, ella había aprendido a reconocercomo evidencia de su ansiedad.

−¿Grace respondió mi nota? −preguntó.−No −dijo ella.−Por favor, dile que aunque ella lo crea así, no la he olvidado. Dile que no dejaré de cumplir mi promesa, que puede estar segura de ello. Dile que la quiero. Tras la salida de Margaret y Muriel, Patrick, James y Joseph examinan por quien sabe que vez los mapas llenos de borrones, tachas y marcas de lápices de colores.

Ya saben que los chicos de la Institución de Mendicidad se han rendido y que hacia el noroeste, en los predios de Eamon de Valera, hay fuego intenso. El resto de lasguarniciones sigue defendiéndose. Es necesario mantener las líneas abiertas y se ha recomendado a todos comunicarse con la Oficina de Correos con frecuencia y abrirtúneles por si fuera necesario desplazarse por los efectos de los bombardeos. Los tres intentan prever cuál sería el próximo movimiento de los ingleses, ahoraconsiderando que usarían la artillería sin ningún escrúpulo, cuando un nuevo estruendo, similar al de la mañana pero mucho más fuerte, les hizo levantar la cabeza almismo tiempo.

−¡Fuego! −fue lo primero que escucharon y luego alcanzaron a distinguir unos gritos entre el bullicio− ¡Agua!¡Las mangueras!Lo cierto era que poco después de las cuatro de la tarde algo había logrado estremecer la sólida estructura del edificio. Nadie estaba seguro de qué se trataba con

exactitud. Los nervios alterados por el golpeteo incesante de las ametralladoras Vickers y Lewis, los disparos, las granadas y el fuego de artillería que ya se oía a la alturade la pescadería Kelly, dieron lugar a toda clase de conjeturas. Algunos decían que una bomba había explotado en una de las salas laterales, otros aseguraban que setrataba de una explosión de dinamita en uno de los edificios aledaños, pero una segunda y una tercera explosión en rítmica sucesión demostraron que quienes asegurabanque se trataba del avance de la artillería pesada estaban en lo cierto.

−Eso está de este lado del río- se atrevió asegurar Louise, mientras Amanda se agachaba a limpiar la sopa caliente que pretendía llevar a los heridos y que aquellasacudida había derramado sobre el piso de la cocina.

−Con su permiso, señoritas, “eso” es artillería pesada −afirmó uno de los prisioneros británicos, tres muchachos que habían decidido que preferían lavar platos enla cocina que mantenerse ociosos ante el cuidado del O'Rahilly. Louise y el resto de las chicas los trataban igual que al resto de los hombres, allí no pasaban hambre nifrío y se encontraban ocultos de la mirada de los oficiales, de los que temían algún gesto de represalia repentina− De seguro es una QF de 18 libras, aseguró el joven.

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−¿Podría estar digamos... en Abbey Street? −le preguntó Louise curiosa.−Las detonaciones son enormes −agregó Amanda.−¿Abbey Street? No sé donde queda... ¿A qué distancia de aquí?−Una cuadra.−No, no tan cerca... Pero de seguro a menos de tres.−Tengo que buscar un lugar seguro para los heridos, Louise. Cada vez hay más. Y puede haber un incendio - afirmó Amanda preocupada.Las barricadas de los alrededores de la Oficina de Correos eran atacadas poniendo a prueba la nueva idea del General Lowe y el Coronel Portal. Dos meses antes, el

Comandante de las fuerzas británicas habían leído con asombro en el periódico del ejército que Sir Douglas Haig había sorprendido a los alemanes improvisando treintaseis tanques en plena Batalla del Somme. Ellos harían lo mismo. Trajeron los grandes camiones cisterna que transportaban la cerveza Guinness y los convirtieron envehículos armados. Adentro, los soldados, aunque un poco incómodos, podían disparar a las barricadas sin temer a los peligrosos francotiradores rebeldes.

Mientras Connolly insistía en fortalecer las barricadas de Henry Street y Moore Street, Patrick decidió subir al techo, donde Eamon Bulfin lo recibió con alegría.Sin embargo, la expresión en el rostro de ambos cambió por completo mientras detallaban la escena de la ciudad bajo la luz mortecina del final de la tarde. Columnas dehumo ascendían desde varios lugares, algunos edificios ya habían caído parcial o totalmente y sus ruinas salpicaban los cuadriláteros de las calles solitarias, podíandistinguirse las barricadas alrededor del edificio y más allá, hacia las Cuatro Cortes. Dublín ya parecía un escenario de guerra.

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Número 10 de Downing Street, Londres. 8.00 p.m.

Patrick McKahlan esperaba en la antesala de la residencia oficial de Herbert Asquith, el Primer Ministro británico. Poco antes del mediodía había enviado un

mensaje, cambiando su reunión en la tarde a la hora de la cena. A pesar de su más de quince años en el Parlamento, nunca había compartido una cena privada con unpersonaje tan encumbrado. Cuando fue invitado a entrar, intentó no detenerse a mirar la calidad de los cubiertos de plata y la cristalería o el año de la cosecha del vinoque sirvieron en su copa, o las firmas de los cuadros que adornaban el comedor.

Asquith, durante el primer plato, le comentó con detalle su conversación con el Rey, a quien había informado de los últimos sucesos durante la tarde. “Su Majestadse encuentra muy conmocionado con la rebelión de Dublín. Lo considera una traición terrible”, le dijo, antes de revelarle que había decidido seguir una línea dura deacción.

─−Me he comunicado con el General Lowe y con Lord Wimborne y les he informado sobre mi decisión de enviar un oficial militar de alto rango con poderesextraordinarios a Irlanda. He escogido al General Sir John Maxwell, en gran medida debido a su valiosa sugerencia sobre la necesidad de manejar esto con la contundencianecesaria. Lo he meditado y creo que tiene usted toda la razón al respecto y le agradezco la claridad de su exposición y sus razonamientos. El General Maxwell,continuó, tiene experiencia en asuntos similares, sirvió a la Corona con éxito durante un alzamiento en Sudán y en la guerra de los boers. Su hoja de servicio es impecabley es un hombre de carácter firme. Irá investido de los plenos poderes que otorga Su Majestad a través de la Ley Marcial. Necesito su colaboración en el Parlamentomañana, cuando anuncie esta decisión y quisiera saber si usted tiene alguna consideración al respecto.

−¿Qué medios tendrá su alcance el General Maxwell para llevar a cabo su tarea?−Todos los posibles en esta situación de guerra. He insistido en que debe proteger a la población civil, pero también he sido claro en que la rebelión debe ser

sofocada lo antes posible.−Creo que estos son los aspectos más importantes. Como ya le he dicho antes Sir, en Dublín la mayoría de la población apoya el “Home Rule” como una solución

pacífica a nuestro conflicto histórico, y ahora no podemos permitir que una minoría exaltada ocupe un lugar preeminente que nunca ha tenido.−Sí. La promesa del “Home Rule” se mantiene intacta, diputado McKahlan. Usted, junto a Redmond, son la expresión de ello en el Parlamento. Y la coalición con

nuestro partido resulta muy favorable. Diputado McKahlan, esta tarde llegó a mis manos este documento −dijo Asquith extendiendo sobre la mesa un cartel que habíaconservado doblado en una carpeta− Es la declaración de independencia de los rebeldes. No lo haré público por ahora, pero me gustaría conocer su opinión.

Patrick lo desplegó con cuidado, haciendo a un lado el plato con los restos de su cena y lo leyó, primero de manera apresurada llevado por su curiosidad, luego,lentamente, sopesando cada palabra. Había leído frases similares... en los periódicos nacionalistas, en las cuartillas de los obreros, en las revistas feministas por las quealguna vez había discutido a Amanda, exigiendo que nunca más las trajera a su casa... incluso había leído frases similares en las últimas editoriales del “Irish Review”...

−Se trata del ala radical de los Voluntarios Irlandeses, Sir −afirmó.−¿Los Voluntarios? ¿No son ellos parte importante de la brigada irlandesa?−Sí, Pero una minoría dimitió. Son ellos.Asquith tomó su barbilla pensativo al preguntar interesado−¿Y los nombres?¿Reconoce a alguien?Patrick desvió su mirada al trozo final del cartel. Los reconocía a casi todos y un preocupante dolor hizo detenerse su corazón por un instante al mirar el último de

ellos: Joseph Plunkett. ¿Acaso Amanda estaría metida en este asunto?−No, Sir −respondió, llevándose la mano al pecho con discreción, recordando los dos ataques cardíacos que ya había sufrido. Se sirvió un vaso de agua, del que

tomó un pequeño sorbo antes de continuar− No reconozco ninguno de estos nombres a una primera lectura.

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Jacob's Factory,11:30 p.m.

Maire notó que las huellas del cansancio en el rostro de Seamus Grace no se borraron tan fácilmente tras el lavado y la comida caliente. Era el único de los trece

hombres que habían cubierto la defensa del puente de Mount Street que permanecía despierto, dispuesto a contarles lo ocurrido tras huir de aquel lugar. Mientras sesentaba a la luz de un par de velas, junto a Thomas y aquel muchacho que no se había despegado de ella desde el Lunes, ella podía escuchar los ronquidos de los docehombres restantes, quienes dormían sobre colchones improvisados, agotados.

Durante todo el día habían escuchado los disparos y las explosiones, sabían de los enfrentamientos en la ribera norte del Liffey: la Oficina General de Correos ymás allá, en las Cuatro Cortes; distinguían la crudeza de los sonidos al oeste en el área de la guarnición de Eamon de Valera y tenían también noticia que al este, Mallin yConstance lideraban escaramuzas por los alrededores de St. Stephen Green. Incluso habían sabido de su desesperado traslado, pues les habían hecho llegar provisiones.

Estaban rodeados, pero tras el breve enfrentamiento del Lunes, la guarnición de la Fábrica Jacobs no había sido atacada. El Capitán Elliotson recordaba aquellosmuros tan similares a murallas medievales y en medio de su desesperación por recuperar City Hall, decidió que no efectuaría ningún otro movimiento que pudieracostarle tantos efectivos. A su llegada, el General Lowe, decidió imitar tan prudente decisión y sólo dió a Portal y Maconchy sólo una instrucción más

−Aíslenlos.Así, con las intersecciones de las calles ocupadas por patrullas británicas y rodeados por zonas en pleno enfrentamiento, Thomas MacDonagh se enfrentó al hecho

de que sus mensajeros ya no podían ir y venir a la Oficina de Correos desde el martes en la mañana. No tenía órdenes, ni despacho, ni instrucción alguna. Nada sabía dePatrick ni de Joseph, mucho menos de Connolly y ni hablar de Ceannt, al otro extremo de la ciudad, en las antípodas de South Dublin Union...

Los ocupantes de la Fábrica Jacobs se habían rendido al peor de los aburrimientos. Peadar Kearney, un joven Voluntario se había dedicado a culminar los detallesde una canción, que de tanto repetirla se había convertido en una insignia de la guarnición, con hombres y mujeres cantandola una y otra vez... Aquella canción quetambień había cantado Ceannt, una canción que se escuchaba tambień en la Oficina de Correos, una canción que, compuesta unos meses atrás, en la euforia de la rebeliónse convertía poco a poco en un himno... “Vamos a cantar una canción, la canción de un soldado,/ con un coro alegre y entusiasta,/ alrededor de nuestros fuegosardientes,/ Los cielos estrellados sobre nosotros;/ Impacientes para la lucha que viene,/ Y como esperamos la luz de la mañana,/ Aquí en el silencio de la noche,/ Vamos acantar la canción de un soldado”...

Entre el rumor de los versos, Thomas MacDonagh había decidido escuchar al muchacho recién llegado, que parecía necesitar desesperadamente contar lo que tantole había espantado. La luz mortecina de las velas, en una habitación con el frío de la medianoche... la escena lo llevó a las posadas que conocía de sus viajes tras latradición gaélica a Donegal y Connemara... Así había comenzado todo, un citadino que seguía aquella insólita moda de poner en una libreta las palabras de los ancianos,capaces de contar historias míticas y mundanas durante años si así lo quisieran... Tenemos el alma del senchaidh, pensó él, rindiéndonos ante una buena historia; el almadel leprechaum juerguista y de la banshee llamando las almas hacia el reino de la muerte.

−Entonces, una granada entró por la ventana y explotó al lado del pobre Malone −decía− Dejé el máuser y cuando fui a auxiliarlo estaba tendido en un charco desangre, con los brazos y un lado de la cara destrozados. Me había quedado solo...

−¿Sólo? −preguntó Thomas, sin darse cuenta que perdido en sus propias cavilaciones, no había seguido el relato del joven.−Sí, Comandante −repitió éste extrañado por la pregunta− Me quedé solo, pues desde la mañana, esa casa la defendíamos Malone y yo.−¿Y entonces? −preguntó Thomas, uniendo las cejas en el entrecejo, preocupado, curioso.−Pude escapar a través del humo. Aquello era una batalla campal, Comandante. El fuego de las ametralladoras aún cubría “nuestra” casa, pero yo logré avanzar

hacia la posición siguiente, Clanwilliam House, allí se habían apostado seis hombres y la lucha no había sino empezado.−¿Y los ingleses? −alcanzó a interrumpirlo Thomas.−Seguían enviando hombres. La verdad es que no podíamos detenernos a pensar cuántos eran. Sólo disparábamos. Los fusiles llegaron a estar tan calientes que

debíamos hacerlo a un lado hasta que se enfriaran y emplear las pistolas. La madre de uno de los muchachos nos había enviado unas latas de sardinas... usamos el aceitepara nuestras armas.

Thomas miró por encima de los hombros de Seamus Grace el montón de fusiles que parecían bostezar, apilados en una esquina y recordó que dos años atrás, loshabía acunado entre sus brazos como a sus propios hijos, tal vez movido por un orgullo similar. Él mismo había dirigido la operación de desembarco desde Howth: lallegada clandestina del velero de Erskine Childers y su esposa, quien hasta se había tomado una foto, sentada con orgullo sobre las cajas que el dinero de losnorteamericanos había comprado en Alemania, el aviso que algún traidor dio a las autoridades inglesas y la temeridad de los “scouts” de Constance, los muchachos deFianna na hEireann, cavando hoyos apresurados para esconderlos a los lados del camino que llevaba a Dublín. Y luego, la matanza de cuatro personas en los disturbiosque la persecución a los Voluntarios había provocado en Bachelorś Walk... ¿Por qué de Valera no se había comunicado con él pidiéndole refuerzos? ¿Por qué no habíacolocado más hombres de su guarnición a reforzar a estos catorce... héroes... locos... tontos? ¿Por qué Patrick no le enviaba un condenado mensajero? ¿Por qué...?

... Tres horas después −dijo Seamus, interrumpiendo de nuevo las voces dentro de la cabeza de Thomas− habían caído dos de de los nuestros, entre ellos elComandante de la avanzada. Los británicos se concentraron en nosotros y el fuego de artillería acabó con varias tuberías y la escalera de la parte trasera de la casa. Peroellos seguían cayendo como conejos. Luego, más o menos a las a las cinco, hirieron a Murphy... quedábamos cinco de los siete que defendíamos la casa. En nuestradesesperación arrastrábamos cualquier cosa que conseguimos contra las ventanas, armarios, colchones, sillas, un sofá. En uno de los departamentos al parecer habíatrabajado un sastre porque encontramos un maniquí y lo colocamos en una ventana que no podíamos defender... Logró atraer unos cuantos disparos.

−¡No jodan! −exclamó Maire sin darse cuenta de qué decía y los tres se echaron a reír a carcajadas.−Estuvo allí, de pie, unos quince minutos como un buen soldado −continuó Seamus enjugándose el par de lágrimas que su risa, aún nerviosa, le había provocado -

entonces vimos que los ingleses comenzaban a arrastrarse a lo largo de la calle, hacia el puente. Le disparábamos a todos. Cada cierto tiempo, entraban ambulancias aretirar los muertos y heridos que cubrían el puente. A esos los respetamos, no íbamos a comportarnos igual a ellos, que han atacado a nuestras chicas.

−Claro, ¿Recuerdas a qué hora sucedió eso? −preguntó Thomas.−Anochecía, Comandante. Nos sorprendimos cuando notamos que caía la noche. Entonces vimos la hora, eran las ocho cuando los ingleses trajeron un carro de

artillería y lo apuntaron justo frente a nuestra casa. Comenzaron incendios en varios lugares que no pudimos controlar, no teníamos agua. El humo nos asfixiaba. Al ratodecidimos retirarnos. Uno de nosotros se volvió para disparar una última bala. No sabemos si llegó a hacerlo, pues cayó muerto con un disparo en la cabeza. Tuvimosque dejarlo allí y escapar a toda prisa de la casa, ya casi incendiada por las granadas... Nueve horas, señor.

Un incómodo silencio se apoderó de los cuatro, que compartían un único pensamiento ¡Nueve horas! ¡Unos cuantos Voluntarios frente a dos divisiones del ejércitobritánico!

−¿Y? −alcanzó a decir Maire, mirando ansiosa a Seamus Grace− ¿Qué sucedió finalmente?−Se retiraron. Y nosotros logramos llegar aquí. −¿Cuántos? −volvió a preguntar el General Lowe, abriendo los ojos enrojecidos por el insomnio y los apurados tragos de whisky que había tomado, seco, sin hielo,

ante los preocupantes reportes que había recibido durante toda la tarde y la noche sobre la situación en Mount Street Bridge.−235 bajas, señor.−¡235 bajas!−gritó incrédulo Lowe ante el Capitán Hanson, de la 218 Sherwood Forester, quien se había presentado ante su superior tal cómo se encontraba, con el

uniforme sucio y arrugado, el cabello revuelto y el rostro con las manchas de hollín de los cañones de artillería.−Sí señor −asintió Hanson, retrocediendo levemente ante aquel rostro colérico− Con 20 oficiales entre ellos.

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Lowe entrecerró los ojos con rabia y preguntó.−¿Cuántos sinn feinners habían?−No lo sabemos. Huyeron. Sólo encontramos dos muertos, uno en el 25 de Northumberland Road y otro en Clanwilliam House.−235 bajas, nueve horas de batalla sin lograr avanzar ni un endemoniado metro, ni cruzar el maldito puente ¡Dos divisiones del ejército imperial atrincheradas en

una callejuela de mierda y ni siquiera sabemos a cuántos guerrilleros nos enfrentamos! ¿Tiene algo más que decir, Capitán?−No, señor.−Yo sí. Estamos haciendo el ridículo.

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Colegio de Cirujanos, 3.00 a.m.

Margaret Skinnider camina sigilosa entre dos de sus compañeros de guarnición, Frederic Ryan y William Partridge. Nada se escucha a través del aire frío de la

madrugada, ni una sola de las hojas de los árboles del parque parece moverse. En su mano derecha, la áspera textura de la granada, una y otra vez, dando vueltas entresus manos. La orden es sencilla: incendiar dos edificios en un intento de detener el ataque británico. Esa incursión es el resultado de una ocurrencia de Margaret, quienmedia hora antes había interrumpido la animada conversación que Mallin sostenía con los hombres de guardia en el vestíbulo del Colegio de Cirujanos para proponerleatacar con bombas el Hotel Shelbourne.

−Yo podría salir con uno de los hombres e intentar lanzar una bomba a través de la ventana trasera −sugirió ella.−Es muy riesgoso −respondió Mallin− No tendrán tiempo suficiente para retirarse.−¡Claro que sí!Tenemos fusibles de ocho segundos.−Sí, pero no son tan precisos como quisiéramos. Además, ellos tienen el Hotel bajo control...−No esa ventana −interrumpió Margaret− Es la más alejada. Si somos muy rápidos, podremos salir de allí con nuestras bicicletas. Vale la pena intentarlo,

Comandante.−No es un mal plan... - dudó él.−Debemos pasar a la acción −insistió ella− ¿Hasta cuando vamos a estar defendiéndonos? Nada le sucederá a este edificio, las balas se estrellan en la fachada como

si fueran guisantes...−¡No, Margaret! −exclamó Mallin, levantando la voz− Aún si aprobara un plan tan temerario, no permitiría que una mujer participara en él. Es demasiado

peligroso.- Tengo el mismo derecho a arriesgar la vida que cualquier hombre ¿O acaso la Proclamación de nuestra República no nos ha declarado iguales?Mallin la miró en silencio, con la fina línea de sus bigotes moviéndose indecisa de arriba a abajo, de abajo a arriba.−Está bien ¡Ganaste! −concluyó diciendo mientras se retiraba rezongando en busca de dos hombres más− ¡Eres tan terca como Constance! ¡Una tozuda cabeza

escocesa!A su regreso, les explicó a los tres, que los enviaría a una tarea más urgente que atacar el hotel. Los ingleses habían tomado una pequeña iglesia cercana y a pesar

haberse establecido la norma de no emplear ningún templo, ni católico ni protestante, como puesto de avanzada o considerarlo objetivo de ataque; ésta los separaba deotro grupo con el que era indispensable mantener la comunicación. "Los ingleses violaron el trato y colocaron una ametralladora en la azotea de la iglesia", explicóMallin. "Es necesario quemar los dos edificios adyacentes para frenar el avance".

−Ya podrás usar tu bomba de ocho segundos... −dijo al despedirse de ellos, aún no muy convencido de la presencia de Margaret.−¡Gracias Comandante! −exclamó ella risueña, mientras sus dos compañeros la obligaban a caminar entre ambos. Al bajar las escaleras del Colegio, Margaret alisaba

su querido uniforme, tarareando aquella canción compuesta por Constance que algunos entusiastas seguían cantando adentro...Ya en la calle, los tres avanzan con cuidado, adivinando el contorno de las casas, las tiendas y los árboles entre la oscuridad.−No dejes de mirar arriba −recuerda Partridge a Ryan, quien encabeza el grupo.−Ya lo sé −afirma este− Desde allá nos están cubriendo.Margaret se detiene de una manera tan brusca que Partridge, aunque concentrado en sus propios movimientos, choca con ella.−¡Qué pasa mujer! −reacciona sobresaltado, sin subir la voz.−Siento que nos apuntan.−¡Ah! −susurra Partridge− No es nada...Ya están a sólo unos metros del edificio al que deben prender fuego. El campanario de la iglesia, aunque no muy alto, se alza a su lado, tan amenazador como un

ogro nocturno. Con un culatazo de su fusil, Partridge rompe la puerta de cristal de la tienda que ocupa la parte baja. Un breve destello ilumina la escena. Enseguida, elsonido seco de una descarga de disparos. Al correr, Margaret siente algo que la quema debajo del hombro. Ryan, delante de ella, ha caído con un certero disparo en elpecho. Mientras se lanza sobre el cuerpo con la vana esperanza de que aún viva, otro fogonazo la alcanza cerca del seno derecho; cuando es Partridge quien cae sobreella para cubrirla.

−¡Lo mataron!... ¡lo mataron! −solloza Margaret obviando su propio dolor.−Sí −afirma Partridge, agazapado para esquivar las balas− y tú estás mal herida. Tenemos que movernos de aquí.−No es nada −miente ella; mientras su sangre, que ya empapa los dedos con los que aprieta su herida en el costado derecho, corre a través de la manga verde

oscuro, llenándola de largas líneas rojas− No es nada...Más disparos, ahora de sus compañeros desde el Colegio de Cirujanos, hacen que callen los de los soldados británicos en el Shelbourne. Constance, de pie junto a

Mallin en una de las ventanas, distingue vagamente las siluetas de Margaret y Partridge.−¿Podrán volver? −se pregunta angustiada.−Empiezan a moverse −responde Mallin, esforzándose por verlos entre la penumbra mortecina iluminada por una luz de media luna.−Sí... ¿Pero qué hacen? ¿Por qué no vienen? ¿Qué le pasará a ella?−Intenta traer el cadáver de Ryan... ¡Maldición! ¡Mataron a Ryan!−No podrá, no podrá, no debe intentarlo −repite Constance como una letanía, corriendo hacia la puerta principal.Partridge logró convencer a Margaret de abandonar el lugar y ayudándola a moverse, intentan avanzar lo más rápido posible. Llegan hasta la esquina, pero ella

perdía mucha sangre, así que decidió llevarla en brazos, a pesar de sus protestas. Constance los espera junto a la entrada principal, con una de las enfermeras y unacamilla improvisada. Suben hasta la cocina, donde Nellie Gifford cerró la puerta con un golpe que acalló los rumores que venían desde el vestíbulo. La valientefrancotiradora estaba herida. Mallin, entre pensamientos de culpa, decide esperar afuera.

La colocaron sobre el mesón entre un estrépito de tazas, platos y cubiertos retirados bruscamente. Nellie ya había colocado agua a hervir y apartados unos cuantospaños de cocina limpios y sostenía con firmeza las piernas de Margaret que agitaban impotentes ante el dolor, mientras otra de las chicas intentaba encontrar lasentradas de las balas. Constance, acariciando y sosteniendo su mano temblorosa, susurraba palabras en su oído "¿Recuerdas aquel domingo en Larkfield? Logramosvolar un muro con probando los explosivos que trajiste de Escocia..." La paciente alcanzaba sonreír en medio de sus sollozos.

−Tengo que cortar esto, está empapado... −dijo la muchacha que la atendía señalando la manga del costoso uniforme que Constance le había regalado a su llegada aDublín.

−¡No! −exclamó Margaret llorando− ¡Mi uniforme no!−Te daré otro −le respondió Constance, consolándola como a una niña pequeña−, te daré otro mejor, te lo mereces.−Quiero... quiero... un botón de este...−Claro, responde la enfermera cortándolo en seguida.−Un botón de éste −repite Margaret en un susurro, casi desvanecida− un botón de éste...apretándolo en su mano derecha.Al fin, las tres balas descansan en el fondo de una taza de té. Y aunque Nellie suspiró aliviada cuando comenzaron a vendarla, las miradas que ella y Constance

intercambiaron estaban llenas de angustia.

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Jueves, 27 de abril de 1916.

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Oficina General de Correos, 5.00 a.m.

Adrián se detuvo a mirarla apenas terminaron de trasladar al último de los heridos. Mientras Amanda despejaba su frente de los cabellos que estorbaban su vista y

se apoyaba cansada en la pared; él detalló las manchas de sangre, nuevas y viejas, que salpicaban el delantal blanco que ella llevaba sobre una blusa beige. Esa blusa tanarrugada que había sacado del fondo de su bolso, como el conejo de la chistera de un mago. Las finas líneas en el borde de sus ojos y alrededor de su boca ponían enevidencia las pocas horas de sueño, sus manos descansaban sobre la falda y la espalda se curvaba levemente como intentando soportar un fardo pesado. Las botas llenasde polvo, el cabello recogido a toda prisa, algunas uñas mordidas...

Él mismo debía tener un aspecto similar. Su barba rubia ya se asomaba decidida tras cuatro días sin afeitarse, llevaba la misma camisa y ni hablar de dormir unanoche entera. Y ahora, habían pasado un par de horas trasladando a todos los heridos a la esquina izquierda de la planta baja del edificio, lejos de las ventanas y laspuertas, resguardados por los pesados mostradores de madera, el lugar que Mahony y Amanda consideraron más seguro. Al terminar, los tres se sentaron en el piso,contemplando la nueva ubicación. Los ventanales y la puerta principal seguían cubiertas por los sacos de arena, sacos de correspondencia, sillas y mesas. Intentabanhablar, pero el alboroto de los hombres que seguían las órdenes de Connolly de establecer nuevas barricadas en Middle Abbey Street, unido al estrépito de las bombas yel sonido seco de los disparos, hacía casi imposible escucharse.

Arriba, Thomas Clarke y Sean MacDiarmada, se dedicaban a las comunicaciones desde una de las oficinas, enviando y recibiendo papeles en un bote metálico deconservas que viajaba por un hilo tendido entre la Oficina de Correos y uno de los edificios que había sido tomado desde el lunes en el lado opuesto de la calle. El radioya era un recuerdo y la intensidad de las explosiones junto a las frecuentes ráfagas de disparos hacía imposible el uso de los mensajeros; por ello, sólo era posibleintercambiar mensajes usando aquella lata, convertida en un blanco curioso para los fusiles británicos cuando hacía su viaje sobre la calle Sackwille, una y otra vez, sinque ellos hubieran conseguido ni siquiera hacerle un agujero.

El doctor Mahony fue hasta la cocina en búsqueda de agua y Adrián le dió en beso en la mejilla a Amanda y se recostó sobre su hombro. Con la mano de ella entrelas suyas, sentía que habían pasado meses, años desde que estaban en ese lugar. Viviendo un tiempo detenido, circular, repetitivo. Mirando a su alrededor concluyó queconocía de memoria cada columna.

−Las bombas cada vez se escuchan más cerca −dijo ella, acurrucándose a su lado− ¿Crees que atacarán el edificio?, le preguntó.−Estoy seguro.−¿Y qué sucederá entonces?−Será el fin −afirmó él sin duda alguna− Y cuando eso pase te buscaré, así que no te muevas de aquí, no intentes buscarme tú a mí. No podemos perder la calma.

Recuerda además, que éste es el lugar más seguro.−Estaré aquí. No puedo irme, no puedo abandonar a los heridos.−¿Y si algo extraordinario te obligara a hacerlo?¿Qué harías?−Busca a Joseph. En caso de alguna emergencia estaré con él.−Claro −dijo Adrián y a ella le pareció notar un dejo irónico en su voz. Al mirarlo, sintió miedo. Miedo y un poco de desprecio por sí misma "de seguro soy yo

misma quién está viendo reacciones que no existen", pensó. El desorden de la calle reflejaba su propia lucha. Tanto ruido, derrumbes parciales, disparos. Elestremecimiento que siguió a una nueva explosión le dio valor para una decisión súbita. Le contaría todo ¿Todo? ¿Qué era todo? ¿Un beso? ¿O ese sentimiento de quecallando lo traicionaba? Adrián no comprendería lo que ella había sentido en ese momento ¡Vaya! Si ella misma no lo comprendía...

−Debo irme −dijo él y ella asintió en silencio.−¡Cuídate, por favor! −respondió− Hay muchos disparos...−No saldré de aquí.−¡Cuídate! −repitió ella.−Lo intentaré −dijo él, acariciando su mejilla− Trata de descansar un poco. Te ves muy cansada. Louise. Ahora era Amanda quien buscaba a Louise entre los olores del desayuno. Ella tampoco había abandonado su trabajo durante tres días completos con sus

noches. Dos trenzas caían descuidadas sobre sus hombros que se encorvaban cansados, hacia adelante. Notó que caminaba sin zapatos, con sus pies delicados cubiertostan sólo con unas medias negras. Las losas del piso estaban algo frías, pero ella explicó, antes de que Amanda preguntara.

−No soportaba esas condenadas botas un minuto más. Apenas terminemos con el desayuno, volveré a ponérmelas.Amanda sonrió ante la visión de los pequeños pies de su amiga enfundados en las medias. Ella, que siempre había sido tan escrupulosa. Jamás había visto a Louise

ni siquiera despeinada. Recordó que siempre era la primera en despertarse en la habitación que compartía en el internado junto a Evelyne y a otra chica, ahora casada enInglaterra. Y la primera en tener todo el uniforme y las tareas a punto.

−Dicen que se está incendiando Clery`s? −preguntó Louise− ¿Es cierto?−Sí. Y las tiendas de al lado también ¿No sientes el olor del humo?−Aquí siempre ha habido olor a humo −dijo Louise, entre el borboteo de las ollas y los susurros de las dos mujeres que abrían los últimos cartones de huevos− No

notamos la diferencia.Ambas rieron un poco. Y luego, Amanda agregó−Puedes asomarte a verlo si quieres.−Ni loca. Me basta con tu testimonio. ¿Cómo están los heridos?−Todos bastante estables. Pero creo que no nos queda mucho tiempo aquí.Louise se sentó en una de las sillas de la larga y estrecha cocina, apartándola hacia un rincón. Amanda se sentó en otra mientras los dos prisioneros británicos,

salieron a buscar agua aunque nadie se los había pedido.−¿Qué sabes? −preguntó Louise y Amanda, sostuvo la mirada ante la inquisidora expresión de su amiga.−Nada que no sepan los demás. La artillería pesada sigue acercándose y ya hay incendios muy cerca. Connolly ordenó establecer más barricadas para intentar

frenar el avance, pero es obvio que los británicos nos superan en número ampliamente ¿Quién sabe cuántos soldados habrán traído ya?−Y los nuestros jamás llegaron ¿Lo ves?−Si, Louise −respondió Amanda, algo fastidiada ¡Sólo faltaba que agregara "se los dije"! Pero no lo hizo, en cambio, ella movió sus hombros adoloridos y le

preguntó.−¿Patrick?−No vuelto a verlo. De hecho, ni siquiera he podido subir a ver a Joseph...Louise conocía a Amanda lo suficiente para saber que ella quería hablar de algo más que el estado de las cosas. Se acercó un poco más.−Amanda, sucede algo que no me has dicho... ¿Verdad?−Sí −dijo Amanda y luego miró la punta de sus sucias botas por un instante, pero levantó enseguida la cabeza, mirando al frente, sin detenerse en los ojos de su

amiga− Hice algo que no debía. Y ahora me siento culpable.−¿Qué hiciste? No puede ser tan grave...−Besé a Joseph.

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Louise se quedó mirándola a la expectativa, esperando algo más.−Y ahora no sé... −continuó Amanda− si debería decírselo a Adrián.−Definitivamente, no −respondió Louise− ¿Acaso nunca lo habías hecho?−¡No!−¿Ah no? ¡Vaya!−¿Acaso tú creías...?−Todo el mundo lo ha creído, Amanda.−Pues bien, soy la última en enterarme −dijo ella con ironía− Y yo, créeme, no pretendía hacerlo pero luego que el doctor O'Neill lo vio y me dijo... No puedo dejar

de pensar en que va a morir. Quiero decir, que va a morir pronto. Todos vamos a morir, pero yo...−Fue una reacción natural −la interrumpió Louise− No te preocupes. Seguro Joseph lo comprenderá, él es muy razonable. Y ahora tú debes serlo también. No hay

nada porque preocuparse. Seguro fue un lindo momento.−Louise, no seas cínica.−No lo estoy siendo. Lo único que sé es que estás enredando el asunto más de la cuenta ¿O acaso no recuerdas que tienes un novio?−No tengo ningún...−Y no estoy hablando de Adrián −prosiguió Louise− ¿Recuerdas a un señor llamado Andrew Reynolds?−Para serte sincera creo que ya no lo recuerdo.−Pues es tu novio. Y ya te tocará resolver todo este enredo si es que logramos salir de aquí con vida. No lo compliques más.−No hay nada que resolver. Supongo que papá no tendrá deseos de hacerme ninguna exigencia después de todo esto. De hecho, dudo que Andrew quiera saber algo

de mí.−Si tú lo dices...−¿Y tú, Louise? −preguntó Amanda a modo de contraataque− ¿No has salido de aquí desde que Patrick...?−¿Desde que Patrick qué? −la interrumpió Louise desafiante.−Bueno, desde el Lunes −dijo Amanda cautelosa.−Tú sabes bien cómo ocurrieron las cosas −continuó Louise− y lo poco amiga que soy de generar complicaciones. Sigo aquí, acompañando al hombre que admiro

en su suicidio. No necesito estar junto a él para sentirme a su lado.−Louise... Louise... no todo está perdido aún.−Desde que pusieron un pie aquí y Patrick salió a leer esa Proclamación, todo estaba perdido. La diferencia sólo han sido unos pocos días y mucha, mucha sangre.

Ellos lo sabían y sin embargo, jugaron con los sueños de quienes decidieron acompañarlos. Aunque, también hay que decir a su favor que no obligaron a nadie. PeroPatrick desde ese momento es hombre muerto. Por eso vine aquí apenas lo supe.

−¡Oh, Louise! ¿Y él lo sabe? ¿Sabe que tú...?−Ni siquiera lo sospecha. Pero no hace falta. Vine aquí porque quedarme en casa era imposible, impensable. Y estoy dispuesta a afrontar las consecuencias. Si

sobrevivo, seguiré adelante con la escuela. Siempre defenderé sus ideas porque él logró que se convirtieran en las mías. Me parece que tu deberás enfrentar una situaciónmás complicada. Nada más mira... ¡Vaya lío que has armado!

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Father Matthew Hall, 8.30 a.m.

La fila avanzaba lentamente. Las mujeres, casi ocultas entre sus chales oscuros, apretaban los niños contra el pecho y las piernas y cuchicheaban mirando a su

alrededor. Algunos Voluntarios mantenían el asunto en orden, recibiendo elogios e insultos a partes casi iguales. "Quizás más insultos", apuntó uno de ellos a sucompañero, mientras le hacía lugar a una anciana. Habían salido obligadas por el hambre, pues las balas que silbaban en el aire de un lado a otro, no distinguían entrecombatientes y civiles. Algunos casos de heridos y muertos lo confirmaban y nadie quería estar expuesto a ser el próximo. Pero dentro del cordón militar impuesto porlos británicos ya no habían despachos de pan ni de leche. Casi todas las tiendas estaban vacías y muchas destruidas. Tampoco habían trabajos, ni tranvías, niperiódicos, correos, teatros, cines, bancos, ni pagos de pensiones de soldados en el frente. Ningún barco entraba al puerto desde el lunes, excepto para transportartropas o suministros militares... El tiempo parecía haberse detenido, con noches y días iguales, una y otra vez.

Sólo dos actividades superan al desconcierto: el traslado de heridos de uno y otro bando y la sepultura de los muertos. Al lado del Castillo se abrió un fosa común,donde los cuerpos sin ninguna distinción ante la muerte, eran enterrados a toda prisa. Muchos habían hecho lo mismo en los jardines de las casas. Sin funerales y nisiquiera una oración. En un país donde los largos velatorios eran tradición, ocasiones de reunión familiar e historias y rezos interminables, se enterraba a los muertosrápidamente y en silencio.

Mientras tanto, los vivos buscaban la comida en cualquier parte y a cualquier costo. Las historias corrían de boca en boca. Un hombre había saltado sobre lostejados por cinco edificios hasta que encontró algo que comer en una tienda abandonada. Muchos saquearon y otros, en cambio, vendían con sobreprecio. Uno más, untendero con simpatías republicanas, alojó a todos sus vecinos durante la semana, alimentándolos sin cobrarle nada. Como siempre, la escasez ponía en evidencia lomejor y lo peor de lo humano. Sin embargo, alrededor de las Cuatro Cortes; a diferencia del resto de la ciudad, habían seguido teniendo algo de comida. Todos los días,bajo la supervisión de los Voluntarios, los vecinos recibían un poco de pan de la cercana panadería Monk que había sido tomada por los rebeldes desde el lunes.

Evelyne detalló la fila desde la ventana. Aquellos rostros le recordaron sus días de trabajo en el Hospital. Y al igual que en esos días, se distrajo en sus cavilaciones,pensando que quizás, alguna de ellas fuera una tía, una prima, una abuela suya, hasta que distinguió a Frédéric caminando rápido, avanzando hasta la entrada del FatherMatthew Hall. En los momentos más álgidos del combate en la Institución de Mendicidad, Heuston les había ordenado escapar hacia el puesto de mando donde seatrincheraba el Comandante Daly: "Ustedes son demasiado necesarios como para que se los lleven los ingleses ahora", les dijo, despidiéndolos apresuradamente por lapuertecilla lateral por donde Sean McLoughling había salido horas antes.

Tomados de la mano corrieron resguardandose bajo las salientes de los tejados y era un milagro que llegaran ilesos allí. Pero ellos parecían haber traído el estruendodel fuego de artillería consigo. Lo cierto era que la rendición de los Heuston y sus chicos de Fianna na hEireann había dejado a las Cuatro Cortes a merced del asedio delas tropas británicas y a pesar de continuar encontrándose con mucha resistencia, el Capitán Portal intentaba adelantar sus líneas. Evelyne sintió los pasos de Frédéricsubiendo por la escalera y apenas al verlo atravesar la puerta, ella se adelantó y le ofreció la cantimplora que él le había dejado y que ella llevaba colgada, cruzada sobresu pecho.

−Las barracas de Linenhall siguen ardiendo −dijo después de tomar un buen trago.−¡Dios mío! ¿Cómo permitieron que el incendio se extendiera de esa manera?−La orden fue de Connolly. Luego de que los muchachos lograron tomar el cuartel ayer en la tarde, Daly le envió un despacho preguntándole qué hacer. Y él ordenó

incendiarlo.−Pues me parece que fue una tontería.−No lo sé. No somos suficientes para ocuparlo y Daly no quería arriesgarse a que los británicos lo retomaran. Era un problema táctico, me dijo. Pero ahora, el

fuego puede salirse de control y alcanzar las casas de los alrededores.−¿Qué tan lejos es?−Cinco cuadras. Pero eso no es lo peor. Los ingleses tienen una ametralladora en el techo del hospital Jervis y otra en el Broadstone. Nos estamos defendido bien,

pero...−Enséñame −lo interrumpió ella, y ante su mirada recelosa preguntó− ¿Crees que pueda aprender a disparar?−Claro −dijo él para no contrariarla.−No quiero ser un lastre inútil si hay necesidad de defender este edificio.Frédéric usaba uno de los fusiles de Howth, como el resto de los hombres, pero tenía también un revólver automático en el cinto. Bajo la mirada atenta de ella, lo

sacó y verificó que se encontraba cargado. Ella siguió sus movimientos recordando la noche que había descubierto la pequeña arma, casi de juguete, que Amandaescondía entre los bolsillos de su abrigo mientras se desvestía en su habitación"¿De dónde lo sacaste?" le había preguntado, arrinconandola, sin lograr que ella dijera nisiquiera una palabra al respecto. Llegó a amenazarla con llamar a su padre a gritos y Amanda mirándola a los ojos le había dicho "No te atreverás. No harás nada y nodirás nada", antes de guardar aquel artilugio en el cajón superior de su gaveta, donde alguna vez ella la visto también colocar unas misteriosas cartas escritas en alemán.

¡Qué tonta había sido! Mientras todo esto sucedía a su alrededor... jamás habría podido imaginar que Joseph, con sus conversaciones eternas sobre temas tandisímiles como el misticismo oriental, la poesía árabe o la novedosa telegrafía sin hilos, que la aburrían a morir, pudiera ser uno de los líderes de... ¡esto! ¿Y Frédéric?¿"Su" Frédéric? ¿Y todos esos hombres y mujeres que había visto en la Oficina de Correos, en St. Stephen Green o aquí mismo? Había presenciado asombrada sustertulias nocturnas y sus canciones republicanas, sus oraciones y sus maldiciones, había cuidado sus heridas y corrido, alentada por ellos, bajo una lluvia de balasbritánicas ¿Y por qué? "Por Irlanda" decían todos "Por la República Irlandesa"... El brillo febril de los ojos de Frédéric cuando lograron llegar sanos y salvos al FatherMatthew Hall parecía haber iluminado un recóndito rincón de su alma dormida ¿Acaso sería ese el lugar adónde habían corrido Fionna, Amanda y Joseph? ¿Un algosimilar a una gran casa, a una gran madre? ¿La utopía? ¿Ese "algo mejor" que relucía en la mirada de Frédéric?

Estaban abajo, en un recodo de la calle que permanecía solitario. Frédéric le señaló las partes del revólver y guió con cuidado su mano mientras le enseñaba cómoliberar el cargador; y la sostuvo con firmeza, mientras ella colocaba su dedo en el gatillo. Inclinado detrás de ella, Evelyne alcanzó a reconocer el ligero olor acre de lacamisa que él no se había quitado en tres días "¡Ahora!" ordenó y ella había halado, saltando del susto por la vibración y el ruido. Luego sin volverse a él ni decir nadamás, repitió el procedimiento y disparó una vez más, sola. Y otra vez, sola de nuevo. Frédéric sonrió y le dijo.

−Vamos, niña. Ya está hecho. Quedatelo. Creo que cabrá en uno de los bolsillos de tu falda.−Pero hará mucho bulto −respondió ella sonriendo mientras se refugiaban de nuevo en el edificio.

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South Dublin Union, 2.30 p.m.

Después de un día que culminó tranquilo, con la aparente retirada de los británicos, habíamos disfrutado de una hermosa mañana de primavera. Entre la

claridad, desde las ventanas de los últimos pisos y los techos podíamos ver gente caminando por las calles adyacentes como si nada hubiese sucedido. Muchos de loshombres decidieron entonces descansar, lavarse y afeitarse. Cuando salí al pequeño jardín que se encontraba al lado de la casa de enfermeras a caminar y disfrutarun poco de aquel sol espléndido, vi a nuestro segundo Comandante, Cathal Brugha, desarmando su pistola para limpiarla. Poco después, un joven que no reconocícomo ninguno de nuestros compañeros se presentó como un mensajero enviado por el Comandante Pearse desde la Oficina de Correos y me pidió que lo llevara anteCeannt.

De nuevo, nuestro Comandante leyó el despacho y nos expresó su satisfacción pues las noticias eran bastante buenas. Las posiciones se mantenían a lo largo detoda la ciudad. Sin embargo, el muchacho dijo después de escucharlo:

−Ha sido muy difícil avanzar a través de las líneas británicas, señor.El Comandante Ceannt lo escuchó atento, mientras él describía los numerosos efectivos que el ejército británico había desplegado en la ciudad, con las calles

principales bloqueadas por barricadas y máquinas de artillería y su rostro no mostró ningún gesto de sorpresa. Más bien, aquel clima de tranquilidad no lo convencía.Una vez que el mensajero se fue, nos dio nuevas órdenes: debíamos trasladar a los pacientes que todavía se encontraban en los edificios cercanos al nuestro a los dela entrada del puente Rialto, preparar las armas y las municiones, precisar las posiciones de tiro y acordar las señales.

La espera de los Voluntarios en la guarnición de South Dublin Union fue breve. Habían pasado pocos minutos después de que los relojes marcaron las dos de latarde, cuando una unidad británica abrió fuego junto a la puerta de Rialto provocando una estampida de caballos. Esta vez, a diferencia del Lunes, los edificios seencontraban desguarnecidos, por lo que los ocuparon rápidamente y colocaron francotiradores en las ventanas que intentaban contener el montón de disparos quevenían desde más adentro.

Los soldados habían emprendido aquel nuevo ataque con desgana. Muchos conocían de la férrea resistencia que los rebeldes habían mostrado el Lunes y de lasbajas que todo ello había causado. La mayoría habían combatido en City Hall, en los alrededores de la Oficina de Correos y hasta en el puente de Mount Bridge. Seencontraban exhaustos, sorprendidos y hasta un tanto asustados. Sin embargo, avanzaron en carreras cortas, en oleadas de veinte hombres, hacia la casa deenfermeras, atravesando un convento donde las monjas rezaban arrodilladas por los heridos y los muertos y las casas donde las enfermeras intentaban otra veztranquilizar los gritos y los llantos de los pacientes exaltados por el ruido.

Poco después de que escucháramos los primeros disparos, ellos lograron llegar al patio principal. Di la voz de alarma, tal como correspondía a la posición de

centinela que Ceannt me había destinado, apenas distinguí los hombres de caqui corriendo a través del jardín que separaba el hospital del convento y enseguidaabrimos fuego sobre ellos.

Sin embargo, ellos al igual que nosotros habían aprendido un poco, y habían traído granadas que lanzaron sobre los edificios a su paso. Fue entonces cuandoadmiré la inteligencia de nuestro Comandante; pues gracias a los túneles que los hombres habían abierto fastidiados ante su mirada inflexible, era posiblecomunicarnos hasta la puerta de James Street sin salir al patio. El Vice Comandante Brugha me ordenó bajar, relevándome de mi peligrosa posición. Sin embargo, lasituación abajo no era mejor, los británicos dirigían sus disparos exclusivamente hacia las ventanas, muchas de las balas entraban en las habitaciones en diagonal y ladichosa ametralladora que tanto daño nos había hecho el lunes desde el techo del Real Hospital dirigía sus ráfagas, una y otra vez, hacia nosotros.

Bajamos, tratando de esquivar los disparos que entraban través de las ventanas traseras, atravesaban las habitaciones y salían por el frente. Quise mirar unaúltima vez por la ventana y al hacerlo, distinguí a dos soldados británicos que se preparaban para disparar desde el edificio del frente a los Voluntarios que defendíanla barricada frente al edificio, justo a la altura en la que yo me encontraba. Entre los gritos de mis compañeros, pidiéndome que bajara, vi que uno de ellos tenía laposición más vulnerable. Era Jim.

Afortunadamente, aún tenía municiones. Decidí cargar el fusil y apuntar. Aunque mi puntería era un poco menos que normal, acerté y el segundo de los soldadosvió caer a su compañero a su lado de un disparo en la cabeza. El sonido alertó a quienes se encontraban en la barricada, que entraron al edificio. Mientras tanto, yahabía colocado la segunda bala y casi como un milagro, volví a acertar. Logré salir entre los disparos que se concentraron en las ventanas del segundo piso y luegodel primero, cerré los ojos mientras corría, con las balas estrellándose en las paredes. Fui la última en llegar a la habitación, donde agachados, intentamosrecuperarnos de la carrera y pensar qué hacer. Mientras los muchachos felicitaban mi valentía, los ojos azules de Jim me miraban desconcertados desde una esquina,en silencio.

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Trinity Collegue,3.00 p.m.

Mientras el Coronel Cowan observaba con sorpresa cómo los jardines del Trinity College, se habían convertido en cuarteles del ejército, recordó la feria de ventas

de caballos de Ballinasloe a la que alguna vez lo llevó su padre de niño, pero a una segunda mirada deploró su comparación. Nada había allí del clima festivo de loscriadores, que cerraban negocios con un escupitajo, un apretón de manos y un trago de whiskey en rápida sucesión. Aquí, los hombres cansados permanecían de pie otirados en las aceras de cualquier modo, mientras los caballos, atados a los postes, comían los cuidados cesped de los jardines interiores. De acuerdo a lo que Loweconfesó en una conversación en su oficina, habían cerca de cuatro mil soldados que sobrevivían masticando duras galletas de marineros.

−Prefiero estar en el frente, mi Coronel −le contaba uno de ellos− Allí, al menos, sé de qué dirección vendrán las balas. Pero aquí, aquí el enemigo está en todaspartes. En cualquier ventana, en cualquier tejado, escondido en una chimenea. Usted no sabe lo que fue el puente de Mount Bridge ayer, señor. Después de horas decombate, corrimos persiguiendo a un hombre y cuando ya creíamos que lo habíamos atrapado, resultó ser un tipo cualquiera camino a su casa ¿Cómo creerle? ¿Y cómono creerle? −preguntaba aquél soldado desconcertado.

También hay muertos, que han enterrado en los jardines del Castillo y heridos civiles, traídos por las ambulancias tiradas por caballos. Lowe no quería quesiguieran trayendolos allí, pero la gente insistía pues suponían que los médicos militares se encontraban en mejor condiciones de atenderlos que los hospitales. Elcoronel Cowan escuchó a un hombre gritando por entrar al cuadrilátero de césped, mientras agitaba la mano de un niño de unos nueve años, cubierta con vendasensangrentadas.

−Lo hirieron el lunes, señor −dijo dirigiéndose directamente a él. De seguro, sus charreteras de oficial llamaron su atención.−Me parece que la herida es de cuidado −respondió, sin acercarse mucho− Está infectada. Vaya al Hospital Duns. No estoy autorizado para permitir el acceso.−Pero señor, ¿Acaso no sabe cómo está la calle? ¡El Hospital Duns!En medio de la conversación, el coronel Cowan cometió el error de mirar el chico a los ojos. “Era tan sólo un niño”, pensó y no podía encontrar en sí mismo una

razón que le impidiera ayudarle.−¡Gracias señor! −exclamó el hombre cuando Cowan mismo levantó las cuerdas que bloqueaban el acceso− ¡Yo sabía que nos ayudaría! Le he hablado a usted

porque es evidente que es un hombre honorable. No hemos comido nada desde el Lunes en la noche, señor −continuó− No quise salir, esperábamos que todo estoterminara pronto.

"Yo también lo creí" pensó Cowan "Parece que ambos nos hemos equivocado"−Pero cuando escuché los bombardeos decidí que no podía esperar más. La herida de mi hijo empeoraba. Ya está demasiado enfermo para quejarse, señor...−Traiga un poco de té y pan para este hombre y su hijo por favor −ordenó Cowan a un soldado. No quería escucharlo, no quería saber. Desde que comenzó el

bombardeo de artillería sobre la ciudad, su querida ciudad, él sólo deseaba que todo terminara lo más pronto posible. Era un militar y había servido durante años, peronada lo había preparado para la incómoda sensación que se había apoderado de él desde el día anterior. Sentía tantos deseos de correr. No era miedo, era tan sólo ganasde abandonar esa realidad. Si hubiera tenido a los líderes de la rebelión en frente, los habría golpeado por ser tan estúpidos ¿Acaso algún compatriota podría perdonarlesel daño que sufrían los civiles y la destrucción de Dublín?

−Siéntese acá, señor. Ya el médico lo atenderá.

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Oficina General de Correos,3.30 p.m.

Aproximadamente a las diez de la mañana, una de las cargas de la artillería disparada desde el “Helga” cayó en Lower Abbey Street, apenas a una cuadra del edificio

de la Oficina de Correos. Una vez más, Connolly supuso que se trataba del preludio del ataque británico, y envió a veinte hombres a reforzar la guarnición del HotelMetropole, justo al lado del edificio; y una vez más, se equivocó. Sin embargo, una fina espiral de humo ascendía al cielo desde el hotel Wynn, ubicado en la mismacuadra, y minutos después, otro misil caía en la imprenta del "Irish Times", encendiendo los gigantescos rollos de papel almacenados allí.

Eamon Bulfin, que no había sido relevado del techo, concluyó que era el peor de los numerosos incendios que presenciaba desde su atalaya. Frente a él seencontraba el altivo perfil de Hibernia, la blanca estatua que se levantaba sobre el pórtico corintio del edificio, quien parecía burlarse de todo, sonriendo irónica entre lahumareda gris y las chispas que danzaban en el aire enrarecido del mediodía.

El bombardeo se ensañó contra la calle entera. En el Hotel Imperial, los huéspedes que permanecían allí desde el Lunes y que habían sido apilados en lashabitaciones de atrás por los francotiradores ingleses cuando tomaron el edificio, se reunieron aterrorizados en la sala de juego. Las damas irlandesas sacaron sus rosariosy entre Ave Marías y Padrenuestros, las inglesas y las escocesas las acompañaron cayendo de rodillas aunque no hicieran más que mover los labios. Los hombrescaminaban nerviosos de un lado a otro entre el olor de los cigarrillos caros que aún les quedaban y se reunían en los rincones en grupos cada vez más apretados. Quizástoda esa pesadilla terminara pronto...

Adentro, en la Oficina de Correos, Sean McLoughling recibe nuevas órdenes de Connolly para la guarnición del Hotel Metropole. Sean había seguido el consejo dela chica que le contó sobre la rendición de la Institución de Mendicidad y tras otra peligrosa carrera, se había unido a la guarnición. Se presentó directamente anteConnolly, a quien el muchacho impresionó rápidamente por su madurez y entereza. Por ello, había decidido arriesgarse, poniéndolo al mando de ese grupo y hastaentonces, McLoughling había superado con creces sus expectativas.

Connolly había colocado a casi todos los hombres distribuidos en las numerosas barricadas y puestos de avanzada que rodeaban el edificio y mientras las mujeresalardeaban de distinguir a la perfección los sonidos de los diversos tipos de armas: las ametralladoras Vickers, Lewis y Maxim, los disparos del Helga, las balas de losmáuser y las pistolas; los hombres restantes, encargados de defender el edificio, decidieron cavar túneles previendo un eventual escape.

No era una tarea fácil. Los muros de la Oficina de Correos estaban construidos con el mejor granito de las canteras de Wicklow, hechos para sobrevivir a la vanidadde cualquier virrey. Sin embargo, ellos rescataron de los rincones picos, azadones y mazos y se dividieron en grupos para acometer la dura labor. Los golpes contras lasparedes se añadieron al resto de los ruidos: disparos, gritos, explosiones, lamentos, susurros, órdenes. En medio aquel desorden, los martillazos resonaban en toda laplanta baja del edificio y el humo se cargó de polvo. Polvillo de yeso que hacía escocer los ojos y estornudar.

A pesar de que debían alternarse por la escasez de herramientas, los hombres se empapaban de sudor a los pocos minutos de comenzar a usarlas, y las pesadaschaquetas y hasta las camisas se convirtieron en túmulos verdes y blancos a sus pies. Quienes descansaban intercambiaban sorbos de agua de las cantimploras que laschicas llenaban con mayor rapidez de la habitual, fumaban los últimos cigarrillos salidos de algún bolsillo olvidado y hasta pronunciaban con fervor las letanías de losrosarios que formaban parte del equipamiento habitual de los Voluntarios.

Patrick, ante aquel panorama, concluyó que ya era hora de que las mujeres abandonaran el edificio. La situación se estaba haciendo cada vez más peligrosa. Supresencia en el vestíbulo generó una gran expectativa y cuando sus primeras palabras pusieron en evidencia sus opiniones, en pocos minutos se encontró rodeado porun corrillo de largas faldas arremolinado a su alrededor.

−No estoy dispuesta a obedecer esa orden −dijo Winnie firme, de primera.−No podemos abandonar a nuestros heridos, agregó Amanda.−Somos parte de la guarnición, continuó Elizabeth O'Farrell −tan parte de ella como ustedes mismos.¿Y qué si las cosas comienzan a complicarse...?−¿Comienzan? −la interrumpió Patrick enfático− La situación es muy delicada. El edificio está rodeado de incendios y lo más probable es que sea alcanzado por

alguno de ellos.−¿Y es en esas circunstancias que usted me ordena abandonar el puesto de Primeros Auxilios, Comandante? −se atrevió a preguntar Amanda maliciosa y él no

alcanzó a dar una respuesta razonable.−Lo que nos está pidiendo es inaceptable −afirmó Winnie mirándolo a los ojos− He demostrado mi disposición a hacer todo lo que se me ha ordenado hasta ahora.

Dejé mi familia en Belfast al primer llamado de Connolly, al igual que muchas de mis compañeras. Así que no me exija abandonar ahora.Todas asintieron con decisión y él mismo sintió la fuerza de sus palabras como un golpe. Como si faltara algo más, Louise tomó la palabra, arrinconándolo con la

dureza de su mirada.−La señorita Carney tiene razón. Al exigir que nos vayamos ahora nos discriminas, actuando desde la creencia que combatimos como republicanas y como

feministas. No puedes tratarnos como a niñas a quienes se les aleja del peligro. La igualdad establecida en la Proclamación se iría al traste, pues además de noconsiderarnos capaces de hacer algo más que cocinar, enviar despachos y curar heridas nos arrebatas el derecho a elegir nuestra suerte, como sí puede hacerlo cualquierade esos hombres.

−Sé usar un arma −lo desafió Amanda− Soy enfermera y antepondré esa labor ante cualquier cosa, pero he sido entrenada tan bien como cualquiera de ustedes.−Así es. Yo también −dijo Elizabeth.−Y yo −concluyó Winnie, tocando su revólver Webley. No nos pida esto, Comandante, por favor. Si nos echa ahora nada habrá cambiado. Usted mismo habrá

convertido la Proclamación en letra muerta.

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Colegio de Cirujanos,4.30 p.m.

Constance se inclinó sobre el rostro de Margaret una vez más. Al fin había abierto los ojos, después de pasar gran parte de la tarde delirando por la fiebre.

Constance abandonó el fusil y la pistola y permaneció a su lado vigilando cada gesto, cada susurro, tomándole el pulso y la temperatura, limpiando sus heridas,sosteniendo su mano cuando ella se revolvía incómoda en la camilla improvisada. En su delirio, Margaret la confundió con su madre y Constance le cantó la nana con laque muchos años atrás había dormido a Maeve.

−¿Quieres tomar algo de sopa? Aunque sea un sorbo... −le dijo con voz suave− No puedes deshidratarte con esa fiebre.−Dame agua.La obedeció. Mientras tomara aunque fuera sólo agua tenía posibilidad de sobrevivir. Un ruido en la puerta la hizo levantar la mirada. Era Michael Mallin.−Comandante... −susurró Margaret cuando lo vio inclinado ante ella, con la misma consternación de un padre angustiado.−No te esfuerces, niña. He venido a ver cómo estás.−Es la tercera vez que lo hace −dijo Constance− Está realmente preocupado por ti. Le he dicho que eres muy fuerte.−Me siento bien −dijo ella, hablando lentamente− Lo peor es la tos y el dolor en el pecho...−¿Tose mucho? −preguntó Mallin volviéndose hacia Constance.−Sí, pero no hay sangre. Me temo que un pulmón pueda estar afectado; pero, a Dios gracias, no parece ser grave.Un ruido horrible salido de la garganta de Margaret, hizo que ambos se volvieran asustados hacia ella, quien sólo intentaba evitar la tos sin éxito alguno.−Tranquilos −les dijo irónica− No es un estertor. No moriré todavía.La espontánea risa de Constance se apagó ante la mirada sombría de Mallin.−Jamás podré perdonarme por esto −dijo él− No debí haber dejado que fueras.−Yo quiera ir. Insistí mucho... La verdad es que usted me salvó la vida. Mi plan original era peor.−Tu plan original era de locos, Margaret. Pero sólo eres una muchacha, una muchacha muy entusiasta y yo estaba en el deber de protegerte.Margaret apretó la mano de Mallin bajo la mirada conmovida de Constance−Y esta señora... −continuó Mallin dirigiéndose hacia ella− Esta señora te ha vengado dignamente.−¿Cómo? −preguntó Margaret curiosa y Constance hizo un gesto con su mano intentando callar a Mallin, pero éste ya había comenzado.−Luego de ellas te vendaron y te quedaste dormida, ésta señora salió con Partridge y otro chico más. Ellos dos atrajeron el fuego británico y el otro trajo el cuerpo

de Ryan. Luego, yo mismo vi desde acá que eran dos los centinelas del edificio. Pues bien, a ella sólo le bastaron dos disparos para acabar con ellos.Margaret volvió su mirada a Constance, que enjuagaba uno de los lienzos húmedos que le colocaba sobre la cabeza con el gesto seguro de quien estaba muy

acostumbrada a cuidar enfermos. Ella sabía porque otras personas se lo habían contado, que más de un herido en una escaramuza clandestina, una obrera enferma o hastaalguna actriz del Abbey atacada por los nervios había encontrado refugio y atención en su casa. Incluso "Puppet" tenía que soportar que ella lo hiciera compartir eljardín con cuanto perro herido y andrajoso encontrara por las calles. Pero también la había visto disparar sin ningún escrúpulo hacia los soldados ingleses. Sabía que ellatambién era capaz de eso. De volver y provocarlos con toda saña. Para que no quedara ninguna duda, Constance misma dijo asintiendo.

−Como contó Mallin, has sido vengada, querida. Pero ya has hablado demasiado. He de exigirle que deje descansar tranquila a nuestra paciente, Comandante.−Sí, claro −aceptó Mallin− ¿Has sabido del médico?−Está en camino. Yo me ocuparé de todo, puedes confiar en ello.

En la cocina, Madeleine miraba en silencio un pequeño saco de harina junto Nellie. Tras la herida de Margaret había continuado en su puesto de tiro en el desván

hasta el mediodía, cuando había salido con dos de sus compañeros en búsqueda de comida. La situación de la guarnición en ese sentido era desesperada. No habíantenido una comida completa desde que se trasladaron al Colegio de Cirujanos. Muchas horas habían pasado desde que masticaron las últimas galletas. El rugido delhambre movía los intestinos de todos.

−¿Sólo esto? −preguntó Nellie desconsolada. Ni en los peores días de la Huelga se había enfrentado a una situación similar.−Y las latas y las frutas que te dieron los muchachos.−Somos casi cincuenta. Si abro esas latas se armará un motín. Haremos podrrige con esta harina.−Sí, creo que es lo mejor. Aunque no resulte nada apetitoso...−Si tuviéramos al menos un poco de avena...−Ni lo sueñes, Nellie. Cuando salimos, aún se escuchaban los últimos disparos de un tiroteo en Grafton Street. Apenas terminó, unos saqueadores se apoderaron

de la frutería a la que nos dirigíamos... ¡Nunca en mi vida he visto algo igual! La mayoría eran mujeres y niños. Sacaban racimos completos de plátanos y los chicosescapaban arrastrándose. Una mujer, en la tienda de arriba, lanzaba más cosas cuando recibió un disparo en la cabeza, obviamente de un francotirador. El cuerpo cayó ala calle, lo recogieron, alguien lo puso sobre una carretilla y se lo llevó. Pues bien, los demás continuaron como si nada había sucedido. Nosotros decidimos explorar elotro lado de la calle y bueno, aquí tienes...

Nellie la miró con las manos sobre el delantal y luego de pensar un instante, le dijo.−Jamás he deseado tanto un poco de porridge.

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South Dublin Union,5.00 p.m.

El estruendo de las granadas británicas me dejaba sorda a ratos, aquel olor mordiente de los explosivos me dificultaba respirar. A pesar de nuestra defensa y de

mi casi suicida intervención, ellos lograron entrar. Minutos antes de ello, Ceannt había previsto el desenlace y ordenó que ocuparámos el edificio vecino, la panaderíade la que tantos sacos de harina habíamos sacado los días anteriores. Escuchamos los tres disparos seguidos que significaban “los ingleses están aquí”, y corrimos arefugiarnos en él, con el eco de nuestras botas desplazando por un momento el sonido de aquella maldita ametralladora. Al llegar, Ceannt volvió a desaparecer por eltúnel, tras decirnos que llamaría a los dieciséis Voluntarios que permanecían en la entrada de James Street.

Cathal Brugha no había escuchado los disparos del centinela que guiaron la salida de sus compañeros y permaneció en el segundo piso confundiendo el eco de los

pasos de sus compañeros hacia la panadería con su presencia en la planta de abajo. Listo para disparar, el comenzó a descender la escalera hacia el vestíbulo para unirsea ellos justo en el momento que un soldado británico, que había avanzado sobre la barricada sin defensa, lanzaba una granada por una de las ventana.

Brugha se arrastró por las escaleras al borde del colapso, herido por las numerosas esquirlas y alcanzado por algunos de los disparos con los que el soldado se abríapaso entre el humo y el polvo. Dejando un rastro de sangre roja y brillante a su paso, alcanzó a esconderse en una pequeña cocina que se encontraba al lado derecho delvestíbulo. Agonizante, disparó una y otra vez hacia la barricada vacía. El soldado inglés había vuelto a su antigua posición, tras una orden de su superior y algunosVoluntarios, sorprendidos por el silencio, decidieron volver desde la panadería.

Caminábamos con precaución, pues escuchábamos nítidamente el sonido de disparos en el vestíbulo. Al avanzar, lo primero que vimos fue un gran charco de

sangre, luego, al Vice Comandante Brugha en medio de él con su pistola en la mano. Mi compañero se acercó a él y descubrió con sorpresa que aún se encontrabavivo. Brugha le entregó un pequeño reloj de bolsillo y le pidió un vaso de agua. Yo corrí hacia la cocina y me arrodillé junto a él para que bebiera, mientras nospreguntamos cómo podíamos sacarlo de allí. Era imposible que pudiera seguirnos por el túnel. Se escucharon los dos disparos a lo lejos. Ceannt nos ordenabaretirarnos. De seguro, algún centinela había distinguido un nuevo avance.

−Díganle a Ceannt que resistiré todo lo que pueda −susurró nuestro Vice Comandante antes de que saliéramos de allí.Cuando llegamos al edificio de la panadería, los hombres discutían si debíamos volver todos a la casa de enfermeras, pues a pesar de lo que suponían, los

ingleses habían fallado en tomar el lugar. El Comandante Ceannt los escuchaba distraído, entre las letanías de quienes habían decidido rezar una década del rosarioen busca de alguna intervención divina. De repente, escuchamos en la distancia el ya conocido ruido de la ametralladora sobre la casa y entre las ráfagas una vozqueda cantando versos de “Dios Salve a Irlanda” ...”Así muramos en el cadalso, o en el campo de batalla ¿Qué importa si caemos en nombre de la querida Erin?...”Aunque pareciera increíble aquella voz no era otra que la Cathal Brugha.

−¡ Vamos muchachos! −exclamó Ceannt, con el entusiasmo de quien era testigo de algo parecido a una resurrección. Disparando a los ingleses desde la parteposterior de la barricada, logramos volver a la casa. Vi a Ceannt arrodillarse al lado de Brugha y hablarle en gaélico, mientras las lágrimas caían por su rostro,hasta que dos Voluntarios y yo logramos llevarlo a la parte posterior de la casa para atender sus heridas. A pesar de que el pobre hombre deliraba a causa de toda lasangre que había perdido, demostró ser el más atento de nosotros cuando señaló con su dedo tembloroso hacia las ventanas, donde un resplandor rojizo iluminaba lostrozos de los cristales rotos entre la oscuridad.

−¿Qué sucede? −balbuceaba− ¿Qué sucede?Preferimos ni siquiera asomar una posibilidad. Pero todo parecía indicar que nuestra ciudad estaba en llamas.

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Oficina General de Correos, 5.30 p.m.

¡El Comandante Connolly está herido!El grito alcanzó a escucharse entre el estrépito de los golpes de martillo y las repetidas explosiones. Amanda levantó la cabeza, dejó la taza de sopa que daba a uno

de los heridos y corrió hasta la puerta siguiendo el instinto que había desarrollado en años de guardias de emergencias.¡El Comandante Connolly está herido! escuchó de nuevo y supo que no lo había imaginado. Era real. Dos Voluntarios lo traían cargado y un hilo de sangre marcaba

su rastro. Elizabeth abrió un espacio y el doctor Mahony identificó la herida al instante.−El tobillo derecho −fue lo único que dijo, mientras apretaba un torniquete para detener la sangre.Los dos intercambiaron una mirada sobre el grueso cuerpo de Connolly, contraído por el dolor. "El hueso está destrozado", coincidieron ambos sin decir ni una

palabra. La bala había impactado justo sobre él y los extremos del hueso roto asomaban entre la carne cubierta de astillas. Elizabeth sostenía un pañuelo con cloroformosobre su nariz y mientras Amanda extraía las astillas con una pinza, Mahony hacía una férula con una tabla. Los rumores se extendían entre los ocupantes del edificio ymás allá, entre las barricadas. Connolly estaba herido.

−Necesitaremos litros para que haga algo de efecto −afirmó el médico preocupado ante el fracaso del analgésico.−¿Morfina? −preguntó Amanda.−¡Tienes! ¡Bendito sea Dios! −exclamó él, mientras ella corría hacía la mochila con los insumos, rebuscaba entre los bolsillos, sacaba una ampolla y preparaba la

inyección.Subió la manga de la camisa, con sus dedos palpando las venas sobre el brazo. Connolly alcanzó a escuchar como ella canturreaba una balada ¿Danny Boy? “From

glen to glen, and down the mountain side... The summer's gone, and all the roses falling...” No podía creer que esa mujer estuviera susurrando una canción... y mientrasél se distrajo un poco intentando recordar el siguiente verso, ella introdujo la aguja. Un pinchazo, un ardor que se extendió sobre todo el brazo izquierdo, un picor casiinsoportable y luego, un entumecimiento que si bien no eliminaba el dolor, al menos lo hacía soportable.

Mientras Mahony colocaba una segunda férula, Connolly le dijo−Capturarte es lo mejor que hemos hecho esta semana. Al caer la noche, los incendios de los edificios parecían haberse extendido hasta el cielo. El fuego había tomado toda la calle Sackwille, alcanzando incluso algunas

calles laterales. Los hombres que se habían preparado para un enfrentamiento armado, seguían excavando túneles para escapar de la enorme trampa en la que se habíaconvertido la Oficina de Correos. Adrián sentía, al igual que todos ellos, que se encontraba más allá de la extenuación.

Los brazos agarrotados, la espalda adolorida, las manos despellejadas. Ahora, no había más que el rítmico sonido del martillo y el pico y los fragmentos de rocasaltando a su alrededor. "Al menos habían logrado alcanzar la igualdad" pensó él, porque profesores y abogados, obreros de fábricas y cargadores del puerto,comerciantes y artesanos se habían entregado a la misma tarea guiados por la misma desesperación.

Amanda, mientras tanto, intentaba adivinar el desenlace de esta tragedia clásica. No había un coro ni un narrador que apuntara las lagunas del argumento y sualrededor de pesadas columnas corintias y severos muros de mármol alternados con los mostradores de madera taraceada, que se distinguían todavía entre el desorden desacos de arena, cajas llenas de papeles, armas y muebles colocados en cualquier parte, era más de lo que la imaginación del más enloquecido de los escenógrafos habríasoportado.

Pero era real, aunque pretendiera verlo como una obra de teatro más. Drama en tres actos y final ¿Acaso podrían salir del edificio? ¿Adónde? Si todo alrededor, alparecer, parecía estar tomado por las llamas ¿Entregarse a los ingleses? ¿Qué pasaría entonces? ¿Los condenarían a muerte? ¿A cuántos? ¿A quienes? ¿Y que opinaríanlos dueños de las tiendas de la calle comercial más importante de la ciudad al saber sus propiedades convertidas en cenizas? ¿Y las mujeres de quienes servían en elfrente en Flandes y en Bélgica que no habían cobrado sus pensiones y que buscaban comida para sus hijos en medio de los bombardeos y los enfrentamientos?

Era real y ahora ella estaba sobre el escenario, frente al público y sin guión. No quedaba más que improvisar. Como las férulas hechas a toda prisa que sosteníanmalamente la pierna de Connolly y al cama de ruedas que sus incondicionales muchachos del ICA habían armado para él, impaciente por poder mirar desde las ventanasel desarrollo de los enfrentamientos en las barricadas que tanto había supervisado. Winnie apenas al enterarse de su herida, abandonó a Patrick sin darle ningunaexplicación y junto al adolescente que un tiempo antes se había proclamado a sí mismo como guardaespaldas de Connolly, le leía pasajes de una novela de detectivesque había traído consigo en el último momento.

Improvisar requería mucho talento y algo de la sangre fría de Joseph, quien decidió dejar el primer piso y unirse con todos los demás, en el vestíbulo. Era evidenteque nadie le pediría que participara en la excavación, donde sus dos hermanos menores, George y Jack se habían mostrado incansables. Más bien, los hombres lomiraron con una mezcla de lástima, asombro y admiración. Algunos pensaron que quizás su enfermedad comenzaba a afectar su cordura. Iba de un lado a otro, de ungrupo a otro, opinando y alentando, como queriendo recuperar de algún modo el tiempo perdido. Lo cierto era que su larga conversación con Patrick alternabadiscusiones sobre literatura con sus ideas sobre la manera de afrontar la inminente evacuación del edificio. Se trataba de un asunto estratégico, le dijo. "Ellos creen quesaldremos de acá vencidos, pero ello puede no ser así si lo planificamos como es debido" pero... ¿Cuándo? y sobre todo ¿Adónde?.

Las gotas de sudor caían sobre su libreta de apuntes, pues el infierno de afuera ya era similar a su propia fiebre. Absorto, lejos de los gritos de los combates en lasbarricadas cercanas, el tum-tum-tum del martillo y los picos y los sollozos de Connolly, torturado por el dolor más allá de la morfina; Joseph hacía esquemas y dibujos,sentado junto a los heridos, pensando en las diversas opciones. Una explosión iluminó el vestíbulo con tanta claridad como si fuera de día. Otro edificio más seencendía. Con los ojos brillantes, bien por la fiebre o por un insólito entusiasmo, se volvió hacia Amanda y le dijo:

−¿Sabías que una ciudad no había ardido por completo desde la invasión napoleónica a Moscú?Ella lo miró compasiva, conteniendo el acceso de llanto que le escocía en la garganta. Había visto tantas veces esos arrebatos de ánimo en los estadios finales de los

pacientes de tuberculosis. Estaba segura que deliraba.

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Viernes, 28 de Abril de 1916.

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Kilmaiham Royal Hospital, 2.00 a.m.

Los largos años de servicio a la Corona del General Sir John Maxwell no disminuyeron su sorpresa ante las siluetas humeantes que divisó al remontar el Liffey.

Una línea de fuego se recortaba entre la oscuridad del cielo, con las chispas brillantes bailando en el aire frío de la noche. Tras los binoculares, sus ojos atónitos exploranla ribera norte, incendiándose entre las estelas sibilantes de las balas, el crujido de las ametralladoras y los estampidos de la artillería.

Su larga experiencia como Comandante Militar y Gobernador en el Medio Oriente y África, con su ambición abriéndose paso entre la rebelión madhita de Sudán yla guerra de los Boers lo habían acostumbrado en cierto modo a esos difíciles enfrentamientos... Pero Dublín... ¡Dublín! con sus calles adoquinadas, sus tranvías y susparques con hierba verde, tan similar a su querida Inglaterra. Dublín, el lugar en el que había nacido su esposa y donde él había servido durante dos felices años. Si no loestuviera viendo, le habría costado creer que esa pequeña y amable ciudad, donde la rebeldía ya sólo era tema de canciones de taberna, estaba convertida en un incendio.

Cuando llegó al Royal Hospital, donde establecería su puesto de mando, el Brigadier Lowe ya se había trasladado desde el Trinity College y lo esperaba ansiosojunto a todo su equipo. El alto y espigado General Maxwell saludó sin muchas ceremonias, asombrado de la intensa actividad desplegada en el lugar en plena madrugada.Entró a la oficina y de inmediato le solicitó a Lowe que presentara el informe de la situación.

A pesar de que deambulaba con pasos seguros por el lugar, mirando curioso por las ventanas, lo escuchó con atención. Luego, tomó posesión del escritorio queLowe había ordenado disponer para él, hizo algunas preguntas concisas y aprobó la estrategia que éste había desarrollado durante los días anteriores y que acababa dedefender en su informe...

−Definitivamente, lo mejor es aislar a los rebeldes −concluyó, y luego de encender uno de sus gruesos cigarros comentó− Parecen tener muchas armas ymuniciones.

Lowe sólo respondió con un desganado asentimiento, mirándolo agotado desde una silla.−¿Usted está seguro de que todos los líderes están en la Oficina de Correos?−continuó Maxwell.−Sí, señor.−Entonces nos concentraremos allí... Y en las Cuatro Cortes. Para el resto del sur bastará con mantener el cordón militar en los alrededores.−¿South Dublin Union?−No lo toquen. A una serpiente sólo hace falta aplastarle bien la cabeza. Después pensaremos en investigar a este... Sinn Feinn ¿No?−Augustine Birrell me ha informado que tienen mucha información en el Castillo al respecto.−Entonces necesitaré que elabore un buen informe. Cuántos son, quiénes son, dónde están. Todo ello será imprescindible en los próximos días.−Así se lo haré saber, señor.−No se preocupe, Brigadier Lowe. Se lo solicitaré personalmente. El Coronel Cowan miró como el Brigadier Lowe se acomodaba en la silla, al fin relajado, mientras lo veía preparar una vez más su máquina de escribir sobre el

escritorio vecino. El General Maxwell quería dictar una proclama lo antes posible y al teclear sus palabras sobre el papel; esas órdenes que serían publicadas yejecutadas lo antes posible, Cowan no pudo evitar volver a estremecerse con esa mezcla de desagrado, miedo e indignación que ya le resultaba casi familiar al imaginarsus consecuencias... Había mucho de terrible en esa extraña alquimia de convertir sonidos en documentos... Intentó no pensar, sólo transcribir, golpeando una tecla trasotra... “si fuera necesario no voy a dudar en destruir todos los edificios dentro de cualquier área específica luego de que sea rodeada por las tropas de Su Majestad. Lasmujeres y los niños podrán salir de la zona luego de la revisión establecida para tal fin y los hombres también podrán hacerlo sólo si el funcionario militar a cargo estáconvencido de que no ha tomado parte alguna en los disturbios actuales...”

Al terminar, Cowan logró alcanzar a Lowe en el pasillo y le confesó que le gustaría poder salir del cuartel. Desde el Lunes se encontraba en servicio activo, bajomucha presión, cansado, le explicó. El Brigadier Lowe asintió y luego, mostrando tal vez algo de envidia, lo asignó al grupo que llevaría las órdenes del General Maxwellal resto de las guarniciones británicas sólo para satisfacer su petición.

Más tarde, lo que Cowan alcanzó a distinguir bajo la tenue luz del amanecer superó el más exagerado de sus temores. La desolación del centro le hizo recordar lasescenas de las ciudades en ruinas en Bélgica y el norte de Francia que los periódicos habían reproducido en sus portadas una y otra vez desde el inicio de la guerra, conla intención de inflamar el sentimiento anti - alemán y propiciar el reclutamiento. Ante sus ojos asombrados, Dublín se había convertido en una nueva Ypres... losmismos esqueletos de edificios aparecían entre la bruma, como fantasmas de animales antiguos, como los dinosaurios que alguna vez había visto en un museo en unavisita fugaz a Londres. Incluso, intentó divisar la silueta orgullosa de la Oficina de Correos, pero sólo alcanzó a distinguir unas columnas ennegrecidas en medio de unmontón de humo. “Lo habían logrado”, pensó, “esos malditos rebeldes habían logrado destruir la ciudad”.

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Oficina General de Correos,6.30 a.m.

La artillería británica había continuado bombardeando la calle Sackwille durante toda la madrugada y a medida que las horas pasaron, más y más misiles impactaron

sobre el techo de la Oficina de Correos. Mientras sus alrededores seguían consumiéndose por las llamas, el imponente edificio parecía una roca solitaria en medio de unmar agitado; no de agua, sino de fuego. Patrick, temiendo una explosión casi a las cinco de la madrugada, había ordenado que todas las bombas y granadas que aúnquedaban fueran trasladadas a las bodegas, lo más lejos posible de los incendios, en la parte trasera del edificio.

Los hombres exhaustos que hasta entonces picaban la piedra de las paredes para abrir túneles, ahora empapaban esos mismos muros con agua, sin que esa acciónlograra disminuir su angustia. Cuando el alba comenzó a despuntar por el este y todos los esfuerzos por contener el fuego parecían inútiles, una extraña ráfaga de airefrío sopló hacia el sur, llevándose la amenaza consigo. Todos se quedaron en silencio contemplando el extraño fenómeno y hasta el menos creyente se persignó omurmuró alguna breve oración. Sólo podía tratarse de un milagro. Eamon Bulfin, en medio de su asombro, se sentó cansado en uno de los escalones del último piso,mirando absorto el resplandor de las llamas en el cielo. Patrick, también agotado, hizo lo mismo y a Eamon le sorprendió su cara roja y el cabello revuelto, mojado por elsudor bajo el sombrero que acababa de quitarse.

−Sólo hay una razón por la que estoy decidido a sobrevivir, profesor −le dijo− Algún día, alguien debe escribir un libro sobre esto.Patrick sonrió con tristeza y lo miró en silencio. Ese impenetrable silencio suyo. Y Eamon, al borde de la desesperanza, continuó.−Hacer esto era lo único correcto, ¿No? −preguntó casi con brusquedad.−Claro −respondió Patrick con un susurro− Pero ha sido el final de todo... ¡Los Voluntarios! ¡Irlanda! ¡Todo!−La gente nos culpará cuando esto termine... y nos condenará.−Seguramente, Eamon. Pero si no lo hubiéramos hecho, la guerra habría terminado sin más, como una nueva oportunidad perdida. Sólo espero que algún día la gente

entienda el sentido de lo que hemos intentado... aunque sea después de muchos años. Me conformaría con eso.Patrick se quedó de nuevo en silencio, siguiendo con la mirada las escaleras que se perdían hasta el piso de abajo. Una nueva ráfaga de disparos se escuchó en la

calle Sackwille, seguida por la respuesta en las barricadas que todavía rodeaban el edificio.−¡Qué gran hombre es el O`Rahilly! −exclamó y Eamon se volvió a mirarlo sorprendido− Vino aquí con nosotros a pesar de que siempre estuvo en contra del

Levantamiento.La calma llegó al edificio con el amanecer y como en los tres días anteriores, el desayuno era servido por las chicas de Cumann na mBan siguiendo la rutina. Pero

ahora, algunas de ellas se mostraban un poco más apuradas y nerviosas. Eran quienes habían sido convencidas por Patrick para retirarse del edificio, apenas terminarancon aquella labor. Él quería leerles un manifiesto antes de que se fueran y para transcribirlo, le había pedido a Winnie su máquina de escribir. Tecleaba apuradoconsciente de la ironía que era hacerlo sobre el papel de la Oficina de Correos, con las armas reales de Inglaterra impresas en la parte superior.

Connolly, continuaba al mando, a pesar de todo. Gracias a las inyecciones de morfina de Amanda había logrado dormir a ratos durante la noche y después de queunos muchachos del ICA lograron colocar unas ruedas en su camilla, se sintió con el ánimo suficiente para darles una orden

−Llévenme al vestíbulo.−Usted no debe hacer eso −dijo el doctor Mahony al escucharlo, mirándolo con preocupación.−Es muy riesgoso, Comandante −susurró Amanda− Su herida es bastante delicada...−Lo sé, pero es más importante dar confianza a la guarnición, mi querida señorita −insistió él con una galante sonrisa.Y tras un discreto pero enérgico gesto, su "guardaespaldas", aquel jovencito del ICA que no se había despegado de su lado ni un momento y Winnie lo acomodaron

sobre camilla y obedeciendo sin rechistar, lo llevaron al vestíbulo donde su reaparición tuvo un gran efecto. Luego de recibir los efusivos saludos y las cautelosaspalmadas de ánimo, Winnie se acurrucó a su lado y continuó impasible la lectura de la novela de detectives. Mientras tanto, el chico, le encendió un cigarrillo queConnolly fumó como si no existiera otro más y dijo al exhalar su primera bocanada.

−Un libro como este, mucho descanso, un buen cigarrillo y una insurrección. ¡Esta es una revolución de lujo!Poco después, él notó una pequeña agitación en el panorama. Patrick leía su Proclama y Winnie se detuvo y alzó la cabeza interesada cuando lo escuchó referirse a

las mujeres irlandesas, a ellas quienes "se merecen un lugar prominente en la historia de la nación por su entrega y heroísmo frente al peligro, superando incluso al corajede las mujeres de Limerick en los días de Patrick Sarsfield"... Le pareció distinguir a Louise entre el grupo, pero ella sólo se estaba despidiendo de sus compañeras de lacocina. Las mujeres, ya libres de los delantales, se agrupaban frente a una de las puertas laterales, la que colindaba con Henry Street y Winnie movió la cabeza divertidacuando lo vio dando la mano torpemente a cada una de ellas. “Adiós”, les dijo mientras ellas partían llevando consigo una bandera de la Cruz Roja.

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Colegio de Cirujanos ,10.00 a. m.

Al comienzo de la mañana, Nellie miró desesperada las ollas vacías en la cocina, cada vez más parecidas a grandes bocas abiertas, y a falta de comida, ella recordó

que también había entrenado con el resto de las chicas del Ejército Ciudadano desde el primer día en el que se habían reunido en Croydon Park. Si quería continuarsiendo útil, había llegado el momento de tomar un arma. Así lo hizo y se unió a Madeleine y Constance, que seguían disparando con sus fusiles desde las ventanas delColegio de Cirujanos, en la interminable batalla establecida con los soldados en el Hotel Shelbourne. Nada había cambiado desde ese día y nada hacía pensar quecambiaría. Sin embargo, la visión del incendio durante la madrugada había llenado de preocupación a toda la guarnición. Lo habían visto hacerse cada vez más grande ytodos coincidían en señalar que era la Oficina de Correos y la calle Sackwille completa lo que se quemaba.

Acordaron no decirle nada a Margaret, que permanecía presa de una declarada neumonía en su cama, bajo los cuidados de Constance que sólo abandonaba supuesto para acompañarla. Ahora, las tres mujeres miraban asombradas por los grandes cristales de la fachada del Colegio, detrás de los sacos y los muebles que habíanempleado para protegerse.

−No es Roma la que arde −dijo Constance− ¡Es Dublín!−Los muchachos están perdidos... −agregó Madeleine− y nosotros con ellos.−Y ni siquiera podemos enviar un mensajero... −señaló Nellie con un profundo suspiro− los ingleses no se mueven de aquí... si al menos supiéramos que está

sucediendo.−¡Nos consumimos en un enfrentamiento estéril! −exclamó Constance− ¡Si pudiéramos ayudarlos!Nellie miró la miró compartiendo su rabia y su impotencia. Pensaba preocupada en sus hermanas... ¿Muriel habría logrado comunicarse Patrick y convencer a

Thomas? ¿O Grace habría decidido trascender su extraño orgullo y habría hecho algo por saber de Joseph? Había perdido la cuenta de las ocasiones en que los habíadefendido a ambos en las constantes discusiones familiares... Lo hacía porque le resultaban simpáticos, porque compartía sus ideas, pero también por lo mucho que ledivertía ver a su madre transfigurada por la rabia cuando ella afirmaba que ellos eran los mejores hombres que sus dos hermanas podrían encontrar jamás sobre el mundoentero... Nellie, ante la aterradora visión del resplandor de las llamas, aceptó una vez más que era cierto, Thomas y Joseph eran los mejores hombres que sus hermanasencontrarían jamás sobre el mundo entero; y ahora, sus esperanzas acerca de que ambas pudieran continuar con sus vidas tan felizmente como hasta ahora se destruíanal igual que las calles de la ciudad.

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South Dublin Union ,11.30 a.m.

Mis dedos pequeños no alcanzaban a rodear los de Jim tan firmemente como lo habría deseado. Era una sensación tan nueva que él me tomara de la mano. Yo

luchaba por no mostrarme menos alegre de lo que estaba, pues la solemnidad de la situación exigía alguna reserva. El Comandante Ceannt pronunciaba un emotivodiscurso de despedida para nuestros muertos, para los caídos en el terrible enfrentamiento de ayer.

Parecía haber pasado tanto tiempo. No podía creer que sólo horas nos separaran de todo aquello. Mientras las paladas de tierra, húmeda y oscura, caían sobrelos improvisados ataúdes, las imágenes de lo ocurrido cruzaban rápidamente por mi mente. Después que me aventuré a quedarme en aquella habitación asediadapara evitar que fueran atacados desde arriba, Jim no tenía ni idea de cómo disculparse. ¡Pobre hombre! Me había insultado y además, me debía la vida porañadidura. Al caer la noche, cuando cesó por fin el ataque británico y el Vice Comandante Brugha ya se encontraba en una situación medianamente estable, meacerqué a él y le dije con sencillez que no tenía nada que explicarme. No necesitaba su verguenza.

Pero recibí una sorpresa. Por primera vez pude ver su mirada azul enfrentándome sin disimulos y comprendí que Jim había sido un chico tan temeroso como yomisma. Sencillamente, los dos habíamos aprendido a esconder nuestro temor a la soledad y el rechazo en la altanería.

−¿Por qué lo hiciste? −me preguntó.−¿Tenía alguna razón para no hacerlo? −le respondí.El me miró en silencio durante algunos segundos.−Eres la mujer más noble que jamás he conocido −dijo al fin− Fui un estúpido al insultarte...¿Podrás perdonarme?−Lo hice hace mucho. Cuando comprendí que no podía permitir que algo malo te sucediera.

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Oficina General de Correos,4.00 p.m.

Mientras trabajaba reforzando una barricada enorme con bolsas de carbón que habían arrastrado desde la cocina, Adrián cayó en cuenta que los británicos nunca

iban a atacarlos frontalmente. Ellos iban a continuar bombardeando el edificio hasta que se derrumbara por completo, fueran incapaces de seguir controlando losincendios o una de las cargas de artillería explotara en el centro mismo de tanta desgracia. Lo más probable, concluyó, era que ni él ni Amanda salieran de allí con vida.Afortunadamente, Elizabeth nunca dejaría a sus padres solos y él había tenido la precaución de dejarles una carta donde exponía con toda claridad sus cuentas enAmérica. Nunca compraría la casita en el campo, ni tendría un hijo, ni lograría tocar esa difícil canción que tanto había ensayado en el violín.... pero, al menos, no sentíaremordimientos por dejar nada ni a nadie abandonado tras de sí.

“Tal vez, el resto de los hombres tenían otros pensamientos” pensó él, y a esto se debía que allí, frente a la puerta principal, en el centro del vestíbulo, pudieraescuchar a quienes recitaban el rosario en el techo cada media hora... Dios te salve María, llena eres de gracia... ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén... entre losintervalos de metralla y sus disparos de respuesta.

Acababa de mirar su maltrecho reloj de pulsera, distinguiendo las manecillas con dificultad a través del vidrio completamente rayado. Eran las cuatro en puntocuando se arrojó al suelo por instinto. Algo había pasado silbando sobre ellos y se había estrellado arriba, a pocos metros de sus cabezas. Cuando logró levantar lamirada, entre el polvo y los trozos de argamasa, sólo pudo distinguir que el techo se incendiaba. Las llamas se extendían rápidamente por todas direcciones comolenguas de fuego, entre una locura de gritos y órdenes.

A pesar de lo que le había prometido, Amanda corrió junto a él en medio del alboroto, y después de asegurarse que ambos se encontraban ilesos, corrieron junto alos demás. Dos pesadas mangueras aparecieron de quién sabe dónde y lograron con dificultad dirigir el par de chorros hacia el techo, empapándose en el intento.Sudando y maldiciendo, otros formaron filas para transportar cubos con agua y apagar las llamas. A los diez minutos habían logrado controlar el incendio del techo, elvapor se extendía por el edificio y Adrián, Amanda y sus compañeros, mojados de agua y sudor, pudieron relajarse un poco.

A diferencia de ellos, Patrick se encontraba en plena actividad y junto a Joseph, que corría tras él, se dirigía hacia un nuevo incendio. Ambos avanzabanconfundidos, entre el agua y el humo, siguiendo aquellos gritos alarmados. Al llegar al inicio de las escaleras, Patrick se detuvo súbitamente volviéndose hacia Joseph.

−¿Crees que podamos hacer algo? −le dijo, gritando a pesar de encontrarse muy cerca de él.−¡Claro que sí! −exclamó Joseph− ¡Hay que controlar el fuego!−¿Qué? −preguntó Patrick, quien no había escuchado su respuesta completa en medio del estruendo.−¡El fuego!−¿Y después qué, Joseph, qué?−¿Qué? −repitió Joseph, quien tampoco alcanzaba a distinguir sus palabras por completo.−¿Qué haremos después?−Buscar un nuevo cuartel general.Patrick se acercó aún más hacia él y lo sostuvo por los hombros. Lo miró a los ojos y por un instante, se distrajo con el resplandor de las llamas reflejadas en los

cristales de sus anteojos. Joseph, como siempre, tenía una nueva idea. Qué habilidad la suya de hacerlo decidirse por una nueva idea... Tal vez era su terco hábito deseguir adelante, de seguir viviendo aunque todos los médicos le repitieran una y otra vez que no le quedaba más tiempo... De seguro, él estaba acostumbrado a esasensación de desahucio, concluyó.

−¿Lo has pensado? −le preguntó ansioso.−Sí y ya lo conversé con Connolly. Está de acuerdo.−¡Dios santo! ¿Qué han pensado?−Salir hacia las Cuatro Cortes y avanzar hacia un nuevo edificio hacia el norte. Quizás “Williams and Wood's”. Pero ahora hay que controlar el incendio... y

controlar a la gente. No podemos permitir el pánico.Patrick tomó sus palabras muy en serio y poco a poco, logró poner un poco de orden entre aquella confusión. Un grupo de los hombres continuaban combatiendo

el incendio, mientras otros volvían a las ventanas para contener el ataque de los soldados británicos apostados en los alrededores. A través del humo y el agua, otros,avanzaron hasta las escaleras y con los picos, hachas y martillos que habían empleado para romper las paredes el día anterior hacían agujeros en el techo cerca de lasllamas, para evitar que éstas se extendieran.

Las ráfagas de disparos desde la calle Sackwille recrudecían y minutos después, la artillería volvió a ensañarse contra el edificio. Adentro, lograron extinguir elincendio, pero apenas minutos después el impacto de un nuevo misil inició otro fuego, y otro, y otro. Los ocupantes del edificio corrían de un lado a otro, sucios dehollín y yeso, empapados, salpicando con sus botas. Apagaban un incendio y los gritos alertaban sobre uno nuevo en un lugar diferente. Las llamas se extendían hacia elcielo devorándolo todo.

Si alguien hubiera llevado una medida del tiempo, sabría que llevaban poco más de cuarenta minutos dedicados a esa tarea agotadora, alternando el transporte decubos de agua y el arrastre de las mangueras con la defensa desde las ventanas. Adrián, como muchos otros, ya había tomado conciencia de la cruel realidad: el edificiono tenía salvación alguna; y ellos tampoco si permanecían dentro de él.

−Deja esa manguera −le dijo a Amanda que se empeñaba en arrastrar una de las que se extendían por el piso del vestíbulo, largas y gruesas, como exóticasserpientes tropicales - No hay nada más que hacer, mi amor.

Ella lo miró desconsolada, con dos mechones de cabello chorreando agua pegados a los lados de su cara.−Podemos apagar un incendio, dos, tres... pero no una docena −continuó él− ¡Tienen que dar la orden de salir de aquí!Un lado completo del edificio estaba en llamas y un estruendo terrible se escuchó cuando se derrumbó parcialmente. Las paredes temblaron y en medio del ruido,

los breves gritos de pánico no se escucharon. Cuando Amanda intentó mirar a través de las nubes de vapor, polvo y humo lo primero que distinguió fue la frágil siluetade Joseph encorvado por un súbito ataque de tos.

“¡Pobre!” pensó mientras lo sostenía, ayudada por Adrián. El olor a madera y yeso quemado era insoportable, incluso para ellos. Los tres jadeaban, con larespiración agitada y bastante cercanos a la asfixia. No quería ni siquiera imaginar cómo podría sentirse él, corriendo de un lado a otro en tales circunstancias. Sentadosen el primer escalón de la escalera, apenas pudieron distinguir la mancha de sangre que él había logrado escupir al fin, entre la superficie oscura y resbaladiza que cubríael suelo, esa mezcla de pizarra, cenizas y yeso, desprendida de los agujeros del techo y las paredes descascaradas, arrastrada por el agua. Los tres pares de botas sehundían algunos milímetros en aquella porquería.

Ella miró preocupada a Adrián sobre la cabeza de Joseph, que permanecía recostado sobre su pecho y sintió al fin, que él siempre había comprendido todo lo quesucedía entre ellos dos, pero que jamás se atrevería a hacer la más mínima mención a ello. La extraña sensación de la ropa mojada, fría y pesada, contrastaba con el calorde las manos de Joseph. Ella sostenía aquella mano ardiente entre las suyas, pero su mirada se mantenía fija en los ojos grises de Adrián. Esos ojos tan lúcidos de lossabía que ya no podría despedirse nunca... ¿Acaso era la cercanía de la muerte lo que producía tales efectos sobre la razón?¿Saber que en cualquier momento podríamorir provocaba tal claridad de pensamiento?

No tuvo mucho tiempo para pensarlo. El doctor Mahony se acercó apurado y sin ningún preámbulo le dijo−Ha vuelto el padre O'Flanagan, el sacerdote que estuvo anteayer para las confesiones. Quiere llevarse a los heridos a un Hospital.−¿Irán al Hospital Jervis?−Sí, creo que eso fue lo que dijo.

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−Me parece muy bien −respondió ella y Mahony la miró esperando una respuesta más extensa.−¿Y usted no va a irse con nosotros? −le preguntó.−¿Usted se irá? −preguntó ella a su vez.−Sí, Connolly me ha dicho que he sido liberado −respondió Mahony con una breve sonrisa− y el O'Rahilly sugirió que saliera del edificio con ellos.−Entonces no tendré ningún remordimiento por quedarme. Usted podrá atenderlos si algo sucediera antes de llegar al Hospital ¿Connolly irá con el resto de los

heridos?−No, el sacerdote y yo intentamos convencerlo, pero fue inútil. Dijo que su lugar estaba con ustedes. ¡Es un hombre formidable!

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“Reilly's Fort”, alrededores de Father Mathew Hall, 6.15 p.m.

El General Lowe no se encontraba equivocado cuando le confesó al General Maxwell que creía que North King Street era el peor lugar que podrían haber escogido

para trazar la frontera norte del cordón militar alrededor de las Cuatro Cortes. Desde el martes había notado que los rebeldes mostraban una inesperada fortaleza en elárea, le dijo. Maxwell lo escuchó pensativo, y decidió movilizar más tropas desde otros puntos de la ciudad. Tenía que impedir, por sobre todas las cosas, que esaguarnición se encontrara en condición de auxiliar a sus atacados vecinos de la Oficina de Correos.

A las 5.45 de la tarde la Escuela Técnica de calle Bolton había sido tomada por las fuerzas británicas, quienes la convirtieron en su base de operaciones en el área.El coronel Henry Taylor, encargado de la misma, colocó a un grupo de francotiradores en el techo con la orden de abrir fuego contra las barricadas rebeldes. La llegada deuno de los carros armados, aquellos que el capitán Portal había improvisado empleando camiones cisterna de cerveza Guinness, marcó el inicio de la acción.

Evelyne miró estupefacta tras la ventana del pub vacío en el que se encontraban como aquel esperpento de metal rodaba lentamente, disparando cargas deexplosivos contra las casas a lo largo de la calle. A pesar de las advertencias de Maxwell, muchos civiles seguían dentro de ellas, pues las consideraban “el lugar seguro”al que había hecho referencia en su proclama. Ella pudo ver también cómo entre los gritos, los llantos, los quejidos y las explosiones, algunos soldados guiaron a losciviles que huían aterrados hasta la parte trasera de la escuela donde lograron refugiarse.

Comenzaron el ataque cuando vieron avanzar la infantería, un montón de uniformes caquis detrás del carro armado, que disparaban contra las casas, derribaban laspuertas, rompían las ventanas y entraban. Los Voluntarios devolvían el fuego, con el auxilio de los francotiradores que Daly había colocado en los tejados y aquellasgranadas caseras a las que Evelyne había perdido ya el miedo. No se sorprendió cuando se encontró a sí misma lanzándolas rítmicamente desde su ventana y disparandouna y otra vez aquel revólver que Frédéric le había regalado. Se sentía eufórica, capaz de hacer cualquier cosa para frenar el avance de los hombres vestidos de caqui. Susbalas, como las de todos los demás, se estrellaban contra el carro armado, mientras adentro, los soldados británicos eran presa de un eco insoportable, el impacto de cadabala multiplicado por cientos.

Habían bautizado el pub vacío, donde se acomodaban malamente entre los taburetes, las mesas y los mostradores como el “Reilly's Fort”. Hasta tenían unabandera: la chaqueta rota de un Voluntario que colgaba de la punta de la bayoneta de un soldado británico caído, bien a la vista, marcando su posición en la esquina deNorth King Street y Church Street. Al frente, atravesando North King Street, habían construido una sólida barricada. Unos pocos metros más allá, tras una curva ligerade la calle, estaba Beresford Street, donde tres francotiradores rebeldes lograban hacer bastante daño desde el techo de una antigua fábrica de malta.

Por su parte, en la calle Coleraine, que corría paralela al lado izquierdo, se alzaba desafiante una barricada inglesa. Y tras ella, el coronel Taylor concluía frustradoque el carro armado no era, tal como lo había creído, una ventaja determinante a su favor. Sus tropas no habían logrado avanzar, coartadas entre granadas yfrancotiradores. Caía la noche y comenzaba a temer que tal vez el enfrentamiento no sería tan breve como Maxwell y Lowe lo habían supuesto.

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Oficina General de Correos,6.30 p.m.

Louise, en cambio, hacía preparativos para irse con una mezcla de frustración, desolación y rabia. Patrick había entrado a la cocina con la intención de conversar

con ella, pero al encontrarla, las palabras que había meditado con tanto cuidado sonaron como una orden. El Comandante General de los Voluntarios daba una orden a laSecretaria General de Cumann na mBan: las mujeres debían irse. Sólo el ligero temblor de sus manos y un leve rictus en la boca que él bien supo identificar, delataron laprofunda contrariedad que le provocaba quitarse el delantal y comunicarle la decisión al resto de las chicas.

−No tienes un arma, Louise −le dijo él a modo de justificación y sólo recibió una mirada fulminante de ella como respuesta.Luego, la vio dirigirse a cada una de las mujeres. Louise se movía con discreción entre el desorden y susurraba en sus oídos. Permanecían dieciséis dentro del

edificio y ella consiguió convencer con dificultad a doce. Elizabeth O'Farrell y Julia Greenan hicieron caso omiso de sus palabras con elegancia. No iba a ordenarle nada aWinnie, quien se había convertido en poco más que una extensión de Connolly desde que había sido herido. Después de dar una vuelta por todo el vestíbulo no habíalogrado encontrar a Amanda... Ella sabía que seguía en el edificio y supuso, al fin con una leve sonrisa en los labios, que como en algunos días de largos sermonesreligiosos en el internado, ella seguramente se encontraba escondida en el más insólito de los lugares.

Las mujeres entregaban sus armas a los hombres y colocaban, en cambio, insignias de la Cruz Roja en su ropa. Sus miradas llenas de angustia recorrían el ruinosovestíbulo, mientras registraban sus blusas manchadas de hollín y los profundos bolsillos de las faldas mojadas por encima de las rodillas. No podían salir armadas, nopodían llevar consigo ningún indicio de haber participado de manera activa en la rebelión. Así, sería más sencillo que sortearan las alcabalas británicas y llegaran sanas ysalvas a sus hogares. Ahora, más que nunca, la posesión de un arma o la más insignificante munición era equivalente a una peligrosa confesión. La aventura se habíaterminado y ellas se despojaban de aquellas pistolas, aquellas cajetillas de municiones, aquellos fusiles que ellas habían usado con orgullo, convertidos en símbolos deuna doble insubordinación.

Patrick se dirigió hasta Winnie, agachándose a su lado para hablarle en voz baja, en un último intento de convencerla que sonaba muy similar a una súplica.−Señorita Carney −le dijo− no me perdonaría si a usted le sucediera algo acá. Usted ha sido una compañera inestimable, pero creo que por su propia seguridad,

debe irse con las demás.−Váyase a la mierda −respondió Winnie con suavidad y Connolly, tendido en la camilla a su lado, hizo un esfuerzo supremo por no reír al escucharla.Mientras tanto, el doctor Mahony y Louise ayudaban al sacerdote a organizar el grupo y como el resto de las mujeres, ella no podía evitar volverse a mirar aquel

lugar donde habían pasado cinco días. Abandonaban a los hombres a su suerte empujadas por ellos mismos y ella se convencía de que sí, debían resguardarse, pues sumilitancia apenas comenzaba. Louise reconoció con amargura que con esta decisión quedaba demostrado que aunque permitieran con deferencia que ellas votaran,estudiaran y trabajaran, los hombres irlandeses aún no las consideraban sus iguales.

Patrick se acercó y hasta en él, sobre todo en él, ella reconoció esa lucha entre las ideas que defendía y las más recónditas de sus creencias en su mirada... Le habríagustado tanto poder abrazarlo. Estaba segura de que no volvería a verlo. En una ráfaga veloz de imágenes, lo recordó en aquella aula de la Universidad, donde escuchó suprimera clase de gaélico y luego, en las reuniones de la Liga, en los teatros, en la sede de los Voluntarios. Sintió el roce de su brazo cuando caminaron juntos por losantiguos salones de la mansión que convertirían en St. Enda´s y volvió a ver el brillo orgulloso de sus ojos cuando inauguraron St. Ita's, con ella como una de susprofesoras. El ruido de una nueva explosión la trajo de nuevo a la realidad. Louise lo miró como queriendo fijar en su memoria cada detalle de su rostro, cada gesto. Notendría otra oportunidad... así que... ¡Qué demonios!, trataría de al menos una vez, decirle lo que sentía.

−Siempre quise acompañarte, acompañarte hasta el final −dijo al fin− seguir junto a ti hasta el final y esta vez, como siempre, no lo has permitido.−Adiós, Louise −respondió él− Te veré pronto.−Tú y yo sabemos que no será así. No volveremos a vernos. Espero que estés orgulloso de todo. Te prometo que continuaré, pero no de esta manera.Ella esperó un segundo más frente a él, con la esperanza de un abrazo sincero. El sólo estrechó su mano como a todas las demás y agregó una torpe palmada en la

espalda. Louise, a causa de aquel breve diálogo se había convertido en la última del grupo y desde un rincón donde los miembros del Gobierno Provisional y algunosVoluntarios se habían reunido alrededor de Connolly, Amanda reconoció la erguida silueta de su amiga recortándose contra la leve claridad del cuadrado de la puerta, queen la parte lateral del edificio se abría al inicio de la calle Henry.

Estaban agachados alrededor de Connolly, que con la voz entrecortada por el dolor, resumía la situación mientras esperaban a Patrick. Todos sudaban por el calory miraban nerviosos a su alrededor tras cada explosión.

−¡Tenemos que salir ahora! −concluyó Connolly− las columnas ya han resistido bastante. Los dos chicos que fueron hasta las alcantarillas dicen que es imposibleintentar salir por ellas, están obstruidas por el sucio. Joseph y yo creemos que lo mejor es ir hacia el norte o hacia las Cuatro Cortes.

−Daly ha mantenido la posición; Ceannt y MacDonagh también −agregó Joseph tosiendo−, fortaleceríamos un eje, pero abandonaríamos definitivamente el nortede la ciudad.

−¡Pero los reforzaríamos a ellos! −afirmó Thomas Clarke, a quien la situación de colapso parecía haber rejuvenecido en su ímpetu.−Es evidente que están efectuando un cerco... −dijo Joseph con un resuello de aliento− pero la resistencia de las otras guarniciones ha impedido su avance.−Nuestras barricadas lo han hecho muy bien −dijo Connolly− el problema es que este maldito edificio termine de caerse y que se nos acaben las municiones. ¡Hay

que decidirse ahora mismo!−¿Y si hiciéramos las dos cosas? −intervino Patrick que había seguido las palabras de todos con atención− Nos dividimos en dos grupos: una avanzada a las Cuatro

Cortes y otra a una nueva guarnición en el norte.−Habíamos pensado en el edificio de “Williams and Woods” −añadió Joseph.−Un buen lugar −afirmó Sean McDiarmada− Es grande.−¿Cuántas personas irían a las Cuatro Cortes?− preguntó Clarke.−Unos treinta hombres −sugirió Joseph− dirigidos por alguien que pueda mantener la cabeza fría. Propongo a Adriań O`Connell.Connolly asintió, mientras que Amanda abría sus ojos en un evidente gesto de sorpresa y Joseph continuó hablando, mirándola directamente.−La señorita McKahlan puede acompañarlos como enfermera. Ambos hicieron el trayecto varias veces el lunes y el martes, podrán conducir al grupo.−¿Acepta usted señor O'Connell? −preguntó Connolly.−Por supuesto −dijo Adrián− estoy aquí para hacer todo lo que sea necesario.−Muy bien −dijo Connolly− Usted separará ese grupo y el resto saldremos hacia “Williams and Woods”.−Yo he preparado ya la segunda avanzada −intervino animado el O`Rahilly. Si me lo permiten once hombres y yo llegaremos a “William and Woods”, nos

apoderaremos del edificio y estableceremos la ruta para el resto.Así quedó acordado. Mientras tanto, en medio del alboroto de los dos grupos de hombres que se preparaba para salir, los escombros y los conatos de incendio,

Amanda logró arrinconar a Joseph−¿Qué demonios se supone que acabas de hacer? −lo increpó.−Sacarte de aquí.−No voy a irme.−¿Por qué? Adrián aceptó dirigir el grupo que saldrá hacia las Cuatro Cortes. Míralo, ya los hombres están listos y él está hablando con Connolly...−No voy a dejarte solo aquí.−Ni voy a estar solo ni vamos a seguir aquí. ¿Acaso no escuchaste que vamos a desalojar el edificio? Esto no resiste una hora más.

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−Me quedaré contigo.−Amanda, escúchame. Nosotros cinco vamos a exponernos más que los demás. No quiero condenarte a consecuencias que están más allá de tu responsabilidad,

ahora que estamos a punto de lograrlo.−¿Lograr qué? −preguntó ella atónita− Todo está perdido.−¡No! −exclamó él eufórico− ¡Ya casi todo está ganado! No podemos retirarnos. Quizás, la hora de nuestro sacrificio esté cercana. Ahora, cada minuto de esta

resistencia convierte esto en algo más grande, más sublime… más…−¡Yo seguiré contigo adonde sea! −lo interrumpió ella.−No te conduciré a la muerte... Por favor. ¡Vete!, es lo último que voy a pedirte...−¡No!El la tomó por el brazo, con fuerza, casi con brusquedad y le habló en un tono imperativo que le era desconocido.−¡Vas a salir por esa puerta, junto a ese grupo! Necesitan una enfermera...¡Es una orden!Ella lo miró asustada, él jamás la había tratado así. Sin embargo, cuando sus miradas se encontraron; en lugar de la rabia que ella esperaba encontrar, los ojos de él

parecían suplicar.−Vete con él −insistió casi sin voz− Yo voy a estar bien.−¿Estar bien? −repitió ella irónica− ¡Estar bien!−Sí, estaré bien. Nos veremos en las Cuatro Cortes mañana.Ella sabía que mentía. Sabía que sería casi imposible esa reunión en las Cuatro Cortes. Pero prefirió engañarlo y engañarse, asintiendo.−Y si por alguna razón no volviéramos a vernos −dijo él− cuando “ese” momento llegue, de la manera que sea, te recordaré caminando por la bahía de Bray.El primer grupo de hombres se agitaba junto a la puerta, las municiones listas, las pistolas al cinto, los fusiles de Howth a punto. Adrián miró hacia ella que se

despedía con un abrazo fugaz y alcanzó incluso a leer los labios de él donde distinguió un silencioso "te amo". Joseph, por su parte, siguió aquella mancha de cabellorojo hasta que se perdió por la calle Henry; “Dios quiera que lleguen a salvo”, pensó.

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Oficina General de Correos, 7.00 p.m.

A las siete en punto, los oficiales ingleses ordenaron intensificar el ataque sobre la Oficina de Correos. Les costaba creer lo que habían visto durante las últimas tres

horas. El edificio se consumía por las llamas, estremeciéndose como la melena de un viejo león herido, batallando por no desplomarse. Adentro, Sean McLoughling correhacia el sótano obedeciendo una orden de Patrick, de nuevo preocupado por las granadas, evitando una explosión accidental. Ahora, las trasladan por pequeños tramos,intentando mantener la calma en medio del incendio, caminando lentamente a través del pasillo hasta un patio en la parte trasera del edificio. Un paso en falso, unapequeña caída pueden generar una catástrofe. El O'Rahilly, que ultima apurado los detalles de su temeraria avanzada, intenta hacer un lado una manguera. Pierde elcontrol y el chorro alcanza a McLoughling en el pecho. El muchacho cae, aferrado a las granadas que sostiene entre sus brazos. Todo el recinto se llenó de humo y loúnico que parecía estallar era el corazón de Sean. Por fortuna, las granadas estaban tan empapadas que no eran más que un desecho molesto.

El O'Rahilly suspiró aliviado y tosiendo junto a McLoughling en medio del humo, recordó a los prisioneros, los soldados británicos que había resguardado durantetoda la semana. A excepción de los dos jóvenes que habían decidido trabajar en la cocina, el resto permanecía encerrados con llave dentro de una oficina. Corrió por lasescaleras, escuchando la voz de Connolly informando sobre las decisiones que habían tomado, sobre el eco de los disparos y las explosiones. Al acercarse, aquellosgritos ahogados, desesperados, alcanzaron a conmoverlo. Aquellos pobres hombres llevaban tres horas gritando para llamar la atención de sus captores, torturados porla certeza de saberse presos dentro de un edificio en llamas. Ya libres, atravesaron corriendo el patio donde McLoughling y los otros terminaban de acomodar lasgranadas, respirando un poco de aire fresco con grandes bocanadas. Luego, siguieron hasta la salida de Henry Street.

−Probablemente, nunca más volveremos a vernos, así que les deseo buena suerte −les dijo el O'Rahilly mientras abría la puerta− Ahora, ¡Corran por su libertad!Los diez temerarios que habían decidido acompañar al O'Rahilly en su aventura, llegaron a sonreír por su acción, pero el rostro aterrado de los soldados al asomarse

a la calle Henry, llena de francotiradores y barricadas británicas, los trajo de nuevo a la realidad. En unos minutos, serían ellos quienes debían abrirse paso por la mismaruta, sin la ventaja de un uniforme caqui. Pero el O'Rahilly no parecía sentir la menor aprensión por ello, mientras cargaba su pistola Mauser y se atusaba el bigote.

−Va a ser una victoria brillante o una muerte brillante, muchachos −les dijo, y luego añadió risueño− ¡Los que hablan gaélico detrás y quienes sólo alcanzamos aentendernos en inglés adelante!

Se movió haciendo el menor ruido, abriéndose camino a través de la barricada rebelde en la calle Henry. Se lanzó al descubierto por unos pocos metros y llegó hastala esquina de Moore Street. Allí se detuvo y dividió el grupo en dos partes, uno avanzaría por la acera izquierda y el otro por la derecha. Los ingleses, por su parte, alnotar el movimiento, se atrincheraron tras su barricada en el final de la calle, en la conjunción con Great Britain Street. Abrieron fuego sobre ellos y los hombrescorrieron, intentando ponerse a cubierto en los portales de las casas.

A la mitad de Moore Street se abrían dos callejuelas paralelas: Sampson Lane y Henry Place y justo allí se encontraba El O'Rahilly cuando cayó herido. Corriócomo pudo a su derecha y se refugió, cómo todos los demás, en el dintel de una casa, mientras la descarga de una ametralladora barría la calle. Mientras tanto, ni unosolo de los diez hombres restantes movía un músculo.

MacLoughlin, por su parte, llegaba hasta la puerta de la Oficina de Correos y escuchó a Patrick explicar a Sean MacDiarmada el camino a “Williams and Woods”,refiriendo que el O`Rahilly había salido con una avanzada.

−¿Cómo piensa llegar hasta allí? −preguntó ansioso McLoughlin.−Por Moore Street y Great Britain Street.−¡No! ¡Esa calle está llena de barricadas y francotiradores ingleses! −exclamó McLoughling presa de la angustia− ¡Hay que ir por la calle Henry a través de los

mercados y las Cuatro Cortes!Por primera vez en la semana, un escalofrío recorrió la espalda de Patrick. Miedo. Culpa.−¡Detengan al O`Rahilly! −gritó con su potente voz− ¡Que no siga por Moore Street!McLoughling fue más allá. Se lanzó a la calle y corrió sin pensarlo por Henry Place hasta la intersección con Moore Street y se detuvo al darse cuenta que el

O'Rahilly y sus hombres estaban siendo masacrados. Al volverse, descubrió que la mayoría de la guarnición, con las armas en la mano, lo había seguido, con MichaelCollins a la cabeza. Ya era de noche y ese triste espectáculo, con aquellas llamas tan altas que casi alcanzaban al Almirante Nelson ergido en sobre su columna comodramático telón de fondo, llegó a inmovilizarlo por un momento.

El O'Rahilly, mientras tanto, había logrado arrastrarse hacia Sampson Lane donde algunos de sus hombres se le unieron, mientras otros permanecían amontonadosal inicio de Moore Street o se refugiaban al otro lado, en Henry Place. Las ráfagas de ametralladora sobre la calle no se detenían. Tras unos largos, larguísimos minutos,vino al fin un momento de calma.

El O'Rahilly se puso de pie, disparando a ciegas entre el espeso humo en dirección a la barricada británica, intentando dirigir un nuevo avance sobre Moore Street.Quizás deseaba reagrupar a sus hombres en Sackwille Lane o quizás pensaba atraer el fuego sobre sí mismo mientras ellos avanzaban sobre la barricada. Pero quienestodavía lo intentaban eran muy pocos, moviéndose entre los cuerpos tendidos de los heridos y los muertos, aún calientes sobre la calle; mientras la ametralladora y losfrancotiradores ingleses continuaban haciendo estragos.

Los antiguos ocupantes de la Oficina de Correos se encontraban en una difícil encrucijada, pues alejándose de las llamas se enfrentaban a los disparos. En laconfusión, algunos siguieron a McLoughling hasta Henry Place; mientras que otros, recordando las órdenes que Pearse había explicado antes de la advertencia deMcLoughling, se precipitaron hacia la calle Moore y doblando la esquina, se enfrentaron a las armas de los ingleses. En ambos casos, muchos de ellos fueron heridos.Finalmente, la mayoría coincidieron en la parte inferior de Moore Lane, una callejuela paralela a Moore Street, bajo el fuego de la ametralladora que disparaban losingleses, todopoderosa en el techo del Hospital Rotunda.

El O'Rahilly había sido alcanzado de nuevo por un disparo y ahora, herido de muerte, se desplomó en Sackwille Lane. Se arrastró contra la pared y escribió unaúltima carta... “Querida Nancy, me dispararon en una ráfaga llegando a Moore Street y me refugié en un portal... Escucho los hombres señalándome, creo que tengomás de una bala. Toneladas y toneladas de amor y cariño para ti y los niños, Nell y Anna. Creo que de todos modos, fue una buena pelea...” Desangrándose poco apoco, mientras el cielo de Dublín se desvanecía entre sus ojos entreabiertos, él alcanzó a colocar unas palabras más... “Favor entregar a Nannie O`Rahilly, 40 HebertPark, Dublín”... “Adiós, querida”.

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Teatro Coliseum, Henry Street, 8.00 p.m.

El padre O`Flanagan, el doctor Mahony, los dieciséis hombres heridos y las doce mujeres que salieron de la Oficina de Correos antes de la evacuación general,

también habían caminado arrastrándose por las paredes, escondiéndose en los dinteles de las puertas, avanzando por la calle Henry, pensando que cada paso losacercaba un poco más al teatro Coliseum. Tres hombres habían acompañado al grupo para llevar a los heridos, trasladados sobre frágiles mantas.

Atravesaron dos tiendas, y luego avanzaron sobre un techo, expuestos al fuego cruzado. Después bajaron por una escalera, abriéndose paso en un esfuerzo lento ydoloroso que duró más de media hora, pues a pesar de la llamativa fachada de estilo griego con adornos de loza vidriada que adornaba la calle, el teatro Coliseum seencontraba bajo la superficie del suelo.

Louise dispuso con cuidado a los heridos sobre la gruesa alfombra del salón - bar, lamentando que siguiendo las preferencias teatrales de Amanda nunca habíanasistido a los populares espectáculos musicales que se presentaban en el lugar. Si lo hubieran hecho, ella sabría donde se encontraban las puertas. No podían quedarsemucho tiempo allí, los heridos necesitaban de los cuidados médicos de un hospital, aunque el doctor Mahony repitiera una y otra vez que se quedaría con ellos hastaque eso sucediera. Los dos Voluntarios que los habían acompañado miraban desconcertados la nutrida provisión de bebidas de la barra que ha permanecido intacta.Dudaron por un momento, pero bajo la severa mirada del padre O' Flanagan afirmaron con desgana que “sólo tomarían de las bebidas no alcohólicas”.

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Moore Street, 9.00 p.m.

Mientras que Michael Collins buscaba refugio para sus compañeros en las casas a lo largo de Moore Street, McLoughling tomaba el mando en la parte inferior de

Moore Lane. Ordenó a los hombres buscar materiales para hacer una nueva barricada, pero sólo se encontraron con un auto, que empujaron hasta la boca de la calle. Noera mucha protección contra las ráfagas de la ametralladora, pero era algo.

Algunos voluntarios, llevados por el miedo, se refugiaron en la fábrica de agua mineral O`Brien; otros, en los pequeños establos de las casas. Y otros más, al ver asus compañeros alcanzados por las balas, en los dinteles de las puertas, demasiado asustados para moverse. Joseph, quién había salido de la Oficina de Correos entrelos últimos, venía detrás de este grupo y se unió a ellos en uno de los salientes. Pero él no tenía la más mínima intención de quedarse allí. Empujando su moderna pistolaalemana, pretendía alcanzar al primer grupo, conducido por su voluntarioso asistente.

−¡Vamos! −exclamó, alentando a los temerosos− ¡No podemos tener miedo ahora!−¡Comportemonos como hombres! −agregó Sean MacDiarmada, alegre por escucharlo, desde una puerta al otro lado de la estrecha calle.Y tras darse ánimo a sí mismo, él se atrevió a asomarse y vio la alta silueta de Joseph a unas cuantas casas; unos metros más allá, distinguió a McLoughling.−¡Oye MacLoughlin!−le gritó, agazapado junto a Thomas Clarke, con sus palabras interrumpidas por los disparos ¡Eres el único que parece saber qué demonios

está haciendo aquí! ¡Es mejor que des las órdenes!−Lo haré, pero sólo si estás son las únicas órdenes que se escuchen acá −respondió el muchacho de inmediato con firmeza− ¡No podemos crear más confusiones!−¡Entendido, Comandante McLoughling! −gritó Joseph desde su lugar y aunque asustados, algunos de los hombres rieron en silencio.Patrick y Conolly, por su parte, aún se encontraban en la Oficina de Correos. Connolly, a pesar de su dolor, insistió en quedarse con Patrick hasta que el resto de

la guarnición llegara a buen recaudo. Finalmente, decidieron que saldrían. Una vez más, Winnie y el chico “guardaespaldas” cargaron la camilla con la intención deresguardar a Connolly con sus propios cuerpos. Al asomarse, vieron la calle Henry cubierta de humo, tan oscuro y espeso que les costaba distinguir las formas de lascasas. Tras ellos, iban Elizabeth y Julia, escoltadas por Patrick, quien se volvió para asegurarse que nadie más quedaba dentro del edificio, que se desplomaba con tantoestrépito como sus propias ilusiones. Cuando ya salía, las siluetas de tres hombres llamaron su atención. Eran quienes habían acompañado a las mujeres con los heridosy que habían vuelto al edificio justo a tiempo para abandonarlo con sus últimos ocupantes. Sin decir una palabra, los tres hombres le pidieron a Winnie que seadelantara. Ellos, junto al chico, conducirían la camilla de Connolly.

McLoughlin por su parte, había logrado conducir hasta la barricada a los pocos hombres aturdidos que deambulaban por Moore Street sin tener muy claro quéhacer. Unos pocos, incluso heridos, habían entraron a algunas casas, transmitiendo su pánico a los habitantes, estupefactos al ver entrar desde los techos a aquelloshombres armados y sucios de hollín.

Winnie, encabezando al último grupo que se trasladaba desde la Oficina de Correos, intentaba descifrar las llamadas de sus compañeros, unos cuantos brazos quese adivinaban entre el humo y le señalaban dónde debía entrar. Distraída por el ruido, resbaló en un charco y cayó al suelo. Ellos salieron enseguida para ayudarla y lacondujeron a Cogan's, una tienda ubicada en la esquina de Henry Place y Moore Street, frente a la barricada, que habían ocupado como refugio. Cuando sus ojospudieron acostumbrarse a la densa penumbra, iluminada por el cabo de una vela que alguien había rescatado, ella distinguió al resto del grupo. Los voluntarios con lacamilla de Connolly, habían logrando adelantarse y ya lo habían colocado cuidadosamente en medio del salón. Winnie miró preocupada su rostro pálido y contraído porel dolor y al acercarse le preguntó

−¿Cómo estás?−Mal −respondió él con amargura− El soldado que me hirió hizo el trabajo del día para el ejército británico.El resto no apartaba la mirada de la puerta, sólo faltaba Patrick por llegar. Y un ruido seco les hizo entender que había resbalado exactamente en el mismo lugar

donde minutos antes lo había hecho Winnie. Sin embargo, su alta figura apareció ante ellos con tanta dignidad que nadie notó lo sucio y manchado que estaba suuniforme. Saludó con un movimiento de cabeza a Joseph, quien apoyado en una de las ventanas, miraba hacia la calle. Su entrada coincidió además con la llegada de laseñora Cogan, la dueña de la tienda, que había bajado de su casa, ubicada en el piso superior, atraída por el ruido. Se dirigió a ellos con voz temblorosa.

- Puse a hervir un jamón - dijo - Creo que podría alcanzar para todos - agregó dubitativa antes de desaparecer del lugar tan sigilosa como un ratón sorprendido.Más tarde, Winnie cortó el prometido jamón en trozos iguales, que no alcanzaron a satisfacer el hambre de ninguno de ellos. Masticaron las magra ración.

Decidieron proteger las ventanas. McLoughling, Joseph y George trabajaban en mejorar la barricada que habían levantado sobre aquel auto destruido en la unión deHenry Place y Moore Street. La Oficina de Correos continuaba ardiendo y la claridad de las llamas iluminaba la calle mucho más que lo cualquier farol lo había hechojamás. Los siluetas de los tres hombres que buscaban, apilaban y arrastraban escombros se distinguían con facilidad, pero no hubo ni un herido más. Los ingleses habíandecidido cesar el ataque.

Después de aquella comida frugal, Patrick ordenó a un grupo de hombres romper el muro hacia Great Britain Street mientras tenía lugar un breve consejo de guerra.De nuevo, se reunían agachados alrededor de Connolly. Evaluaron la situación y decidieron dar el mando de la guarnición a McLoughling. “El debe mantener mi rango”,dijo Connolly y Sean y Joseph lo apoyaron sin reservas. Patrick, por su parte, al considerar la propuesta recordó a Cuchulainn, el héroe adolescente de las sagasirlandesas. Siempre lo había imaginado tan valiente y aplomado como McLoughling. Quizás, pensó, su juventud inspirara a los exhaustos combatientes. Y además,Connolly y Joseph alababan sus habilidades y cualidades estratégicas. Sí, lo nombrarían Comandante, pensó Patrick. No había otra alternativa. Connolly y Joseph, cadauno al límite de sus posibilidades físicas, estaban literalmente fuera de combate y Clarke, MacDiarmada e incluso él mismo no se consideraban hombres militares.Quizás McLoughling era el milagro que necesitaban en una situación tan precaria.

El nuevo Comandante aceptó la propuesta asintiendo en silencio. Sus siguientes palabras fueron su primera orden: organizar las guardias de vigilancia, tanto en lasventanas como en la barricada. El resto, afirmó, deberían dormir todo lo que fuera posible, para intentar recuperarse y afrontar la mañana. La escalera que comunicaba ellocal con la casa se llenó rápidamente, así como todos los rincones del piso inferior. McLoughling salió, organizó una pequeña guardia, chequeó las posiciones y tambiénse retiró a dormir en el rellano de la escalera.

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Moore Street, 11.00 p.m.

Afuera, George Plunkett formaba parte del primer grupo que vigilaría la barricada. Había logrado que Joseph aceptara irse a dormir y mientras encendía su último

cigarrillo, un torcido sobreviviente salido del fondo de uno de sus bolsillos, pensaba en el delicado estado de su hermano mayor. Fue entonces cuando escuchó lo queparecían ser los dolorosos gemidos de un hombre herido. Llegó a suponer que eran efecto de su preocupación...

−Agua... agua... agua...Pero no, el sonido, que cada vez se hacía más débil, venía desde el extremo de la calle.−Debe ser uno de los nuestros −susurró uno de los Voluntarios que acompañaba a George.−Dame tu botella de agua −ordenó George, con el acento impecable que compartía con su hermano y que tantos comentarios había provocado alrededor de ambos.El hombre se volvió a mirarlo y le entregó la cantimplora con desgano.−Cúbreme −le pidió George− pero no dispares a menos que sea necesario.Avanzó agachado, bordeando la barricada con pasos cortos y luego, corrió hacia Sampson Lane. Los británicos comenzaron a disparar enseguida y George alcanzó

a ver las chispas que el impacto de las balas hacían saltar sobre el asfalto. Desde la barricada, la claridad de los incendios era suficiente para que su compañero pudieraver como George se inclinaba sobre un hombre tendido en el suelo. A su regreso, los disparos de los británicos cesaron: era evidente que trasladaba un herido.

Cuando llegó a la barricada, sus compañeros lo recibieron con un incómodo silencio. El hombre que había rescatado, poniendo en riesgo su propia vida, era unsoldado británico y George, a modo de justificación, dijo con el mismo acento preciso, más no con su acostumbrada seguridad

−Voy a tomar su rifle.Y volvió a hacer el mismo camino, de ida y vuelta, esta vez sin ninguna concesión de los francotiradores británicos, que a pesar de todo no lograron alcanzarlo.

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Henry Street, 11.30 p.m.

En el teatro Coliseum, mientras tanto, el padre Flanaghan, el doctor Mahony y Louise mirando el avance de las llamas sobre la calle, deciden que es tiempo de

intentar llegar hasta el Hospital Jervis. Ninguno de ellos estaba familiarizado con el teatro y dieron varias vueltas por el mismo, angustiados hasta encontrar unapequeña puerta de emergencia que salía a Princess Street. De nuevo, el sacerdote se colocó a sí mismo a la cabeza de la procesión, llevando la bandera de la Cruz Roja enalto y el resto lo siguió con dificultad a través del callejón conocido como Williams Lane. Luego, pasaron sobre una barricada incendiada y entraron cautelosamente enMiddle Abbey Street, donde fueron recibidos con una lluvia de disparos británicos.

Louise y el doctor Mahony y se colocaron frente a los heridos, uno al lado del otro, mirándose asustados. El padre O`Flanagan continuó avanzando, ondeando labandera. El oficial inglés, al distinguir la sotana ordenó suspender el ataque y dio un paso adelante, apuntándolos con el revólver. Mahony, por su parte, se quitó elabrigo oscuro que llevaba y con su uniforme caqui a la vista se adelantó al grupo.

−Se trata de un grupo de mujeres y heridos, señor −dijo− Estamos desarmados.

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“Reilly's Fort”,12.05 a.m.

- ¿Qué diablos haces aquí?−le dijo Amanda a Evelyne apenas superara su sorpresa al darles la bienvenida al llamado “Reilly's Fort”. Tras una complicada travesía a

través de la calle Henry, la calle Abbey y los fantasmales quioscos vacíos de los mercados de Ormond Street y Capel Street y lograr atravesar la zona de batalla enBereford Street, aquella treintena de hombres, encabezados por Adrián y Amanda, habían visto flamear una bandera verde sobre sobre un edificio de dos pisos. Laintensidad de los enfrentamientos hizo que entraran allí a toda velocidad, asustados por todo lo que habían debido ver hasta llegar a aquellas puertas que se abrieron deinmediato al distinguirlos entre el humo.

Los combatientes rodean a los recién llegados, cubiertos de hollín y sudor. Adrián responde algunas preguntas, mientras el ritmo de los sonidos de su corazóndesciende poco a poco. Amanda distingue dos rostros conocidos entre los hombres sin afeitar y con camisas sucias. Allí al menos no hay hollín. Uno de ellos se acercay el brillo de su mirada le parece similar a la esperanza. Es Fredéric MacMillan y a su lado, Evelyne le tiende los brazos emocionada.

−¡Bienvenidos al Reilly's Fort! - dice al abrazarla llorando de alegría.Amanda, por su parte, ni siquiera se detuvo a escuchar los esperadas informaciones sobre la situación, tanta era su expectativa por saber cómo había llegado su

hermana a ese lugar, y cómo ahora se encontraba junto al doctor MacMillan. ¡Y con un arma!−Fui a buscarte a la Oficina de Correos el martes en la mañana −respondió Evelyne con naturalidad− y me dijeron que estabas aquí... Caminé hasta acá como

pude... Y me quedé −concluyó, alzando un poco los hombros.−Te quedaste −repitió Amanda− ¿Por qué? Si jamás te interesaste en nada de esto.−Necesitaban enfermeras que atendieran a los heridos.−¿Con él? −preguntó Amanda, mirando hacia donde se encontraba Frédéric.−Sí.Ambas intercambiaron una mirada de desafío y tal como solía pasar, no necesitaron más palabras y rieron juntas, pues Amanda bien conocía la debilidad que su

hermana sentía por el doctor MacMillan desde hacía ya unos cuantos años.−Daly nos envió aquí hace unas horas −comenzó a explicar Evelyne− hasta entonces, estábamos en Father Mathew Hall, a unas dos cuadras de aquí, atendiendo a

los heridos. Pero desde la mañana, los británicos avanzan por North King Street y el decidió fortalecer este lugar. Debemos mantenerlos a raya.−Así que ya eres toda una combatiente republicana −dijo Amanda− ¡Vaya, qué rápido cambia la gente cuando le conviene!−A pesar de qué puedas creer eso, no es así. He visto y escuchado muchas cosas. Ya tendremos tiempo de hablar al respecto.−Eso espero... ¿Y cómo te ha ido con... eso? −preguntó Amanda señalando el revólver.−Bastante bien, aunque creo que he gastado las municiones más rápido de lo que creía.−Suele pasar al principio.−Pues no, le ha ocurrido a casi todos. Eso comentan.−¿Mala puntería?−Demasiados ingleses, diría yo ¿Y tú? ¿Por qué los han enviado aquí?−La Oficina de Correos está siendo bombardeada, así que decidieron evacuar y que vinieramos hasta aquí como una avanzada.−¡Bendito sea Dios! −exclamó Evelyne preocupada− ¿Y Joseph?¿Dónde está?−Obviamente, saldrá con el último grupo. Intentarán tomar el edificio de "Williams and Woods"−Es extraño que no te hayas quedado con él.−Si hubiera podido... Pero él me obligó a venir.Se encontraban en un conocido pub, un edificio de dos pisos ubicado en la intersección de Church Street y North King Street, a escasos metros del Father

Matthew Hall, llamado Reilly´s. A pesar de haber sido tomado por los Voluntarios desde el Lunes, era sólo desde esa tarde que las fuerzas británicas habían decididoefectuar un ataque frontal sobre ellos. Los rebeldes habían logrado contenerlo y eufóricos, habían izado una nueva bandera, una bandera tricolor que sustituyó laimprovisada chaqueta de un Voluntario que habían colocado en el primer momento. Y tomándose muy en serio lo que había comenzado como una broma, en lugar de“Reilly´s Pub” ahora lo llamaban “Reilly´s Fort”.

Y como un auténtico fuerte, aquel lugar se encontraba perfectamente pertrechado. Los sacos de harina, de granos y de maíz habían servido para fortificar lasventanas, los estantes, las sillas y hasta las largas barras habían sido empleadas para construir tres sólidas barricadas en los alrededores del edificio

La llegada de aquella inesperada avanzada desde la Oficina de Correos fue recibida con entusiasmo. Algunos de los hombres fueron ubicados en las ventanas, traslos sacos y otros más, la mayoría, se dirigieron hacia las barricadas. Todo ocurrió tan rápido que cuando Amanda, quien había continuado hablando con Evelyne,intentando contarle lo sucedido en aquellos días, miró a su alrededor buscando a Adrián, no lo encontró. Ellos ya se encontraban en sus puestos, aguardando una nuevaoleada británica.

−Ahí vamos otra vez… De nuevo en una barricada... −dijo Amanda, cuando el nítido sonido de un disparo se escuchó con claridad sobre los demás.Adrián, quien en efecto, se encontraba apostado en la barricada más cercana, la que cruzaba North King Street, justo al frente del “Reilly´s Fort”; supo que el chico

que había recibido el disparo en la cabeza estaba muerto antes de que su cuerpo tocara el asfalto. Otro Voluntario levantó el cuerpo inerte sobre sus hombros, con laintención de llevarlo hasta el improvisado hospital del Father Matthew Hall, mientras una parte de sus compañeros cubrían su retirada y el resto continuabandefendiendo la posición... Ante aquella desalentadora visión y concluyendo que sería una estupidez exponerse de ese modo, los ocupantes de las barricada decidieronvolver al pub, junto a los recién llegados refuerzos, arrastrándose por la calle uno a uno, con el mayor de los sigilos.

Subieron corriendo las escaleras y entraron apresuradamente, tomando posiciones en las ventanas. Adrián haló a Amanda por el brazo y la llevó con él hacia eltecho del edificio. Mientras ascendían por las pequeñas escaleras de hierro, ella reunió todas sus fuerzas para que él no notara que la aterrorizaban las alturas. Sinembargo, una vez en posición de tiro sobre la fría superficie de la pizarra del tejado, echados boca abajo, ella alcanzó a apreciar la belleza del cielo azulado, que las llamasque aún se alzaban débiles desde Sackwille Street teñían de violeta. Él, mientras tanto, le señaló las posiciones del resto de los francotiradores sobre un edificio deBeresford Street y la fábrica de malta, y también a la avanzada británica que se organizaba una cuadra más allá; con los soldados, los oficiales, su artillería y sus tanquescomo extraños soldados de juguetes recién salidos de la caja.

Adentro, Evelyne cargaba una y otra vez aquel revólver que Frédéric le había dado, alternándose con él en el turno de disparos. Con el regreso de los hombres de labarricada abandonada, el “Reilly´s Fort” era en esos momentos, inexpugnable. Sin embargo, nadie en el contingente británico había notado la maniobra y el ataque sobrela barricada desierta continuó durante casi una hora más durante la cual los rebeldes se defendieron fieramente desde el edificio, evitando su avance.

Cuando el Coronel Taylor descubrió que perdía municiones atacando una barricada abandonada, consideró el asunto una burla y ordenó, en una suerte dedesagravio, ocupar una pensión ubicada en la esquina de Correlaine Street que los Voluntarios habían mantenido desde el Lunes y que había quedado desprotegida con elabandono de la barricada. Se trataba de una pírrica victoria, pues los disparos desde el "Fort" continuaban hiriendo a sus hombres e impactando en los improvisadostanques. Minutos después, analizando la situación, Taylor notó que sus hombres eran heridos y muertos por francotiradores ubicados en los techos desde tresposiciones de tiro diferentes. Habían por lo menos tres edificios ocupados por los rebeldes. Dió la orden de detener el ataque de inmediato. Continuar con el mismo noera más que un suicidio.

−¡Retroceden! −exclamó Adrián, mirando a Amanda luchar con el cerrojo de uno de los largos fusiles de Howth− Parece que las cosas podrían comenzar a salirbien, al menos por un rato.

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Sábado,29 de Abril de 1916.

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Moore Street,5.00 a.m.

La suave luz del amanecer acariciaba los ojos de Winnie, quien miraba con timidez por la ventana, entre los ruidos del intranquilo sueño de sus compañeros. Había

dormido muy poco y lo había escuchado todo: los gemidos alternos de Connolly y el soldado inglés que George había rescatado, las repetidos accesos de tos de Joseph,ronquidos de intensidad y tono variable y hasta los susurros del rosario que Elizabeth O´Farrell había empleado como último recurso contra el insomnio.

Ella había claudicado. Sabía que no dormiría ni un minuto más. Y casi a las cinco de la mañana, se sentó a la mesa que habían arrastrado hacia un lado, junto a losmostradores, pasando con cuidado sobre los cuerpos de sus compañeros y vació todos sus bolsillos. Los hombres, antes de dormir, parecían haberse puesto de acuerdoen entregarle montones de notas para sus esposas, madres, hermanas, hijas, novias y todo tipo de amigas. Las desplegó sobre la mesa entre la penumbra y venciendo lavergüenza, comenzó la labor de aprenderse el contenido de cada una de ellas... ellos se lo habían pedido, ante la posibilidad de que no fuera posible conservarlas.

"Mi único amor"... "Mi querida madre"... “Hermana mía”..., ya había logrado aprender los nombres y los mensajes de la mayoría de ellas, cuando descubrió la notaque comenzó todo aquello. Una letra que, por su cuidada caligrafía, destacaba entre las demás. Tarde en la noche, Joseph había arrancado una de las hojas de su libretapara escribirle un desesperado mensaje a Grace: "...Esta nota es sólo para decir te amo. Hice todo lo posible para reunirnos y casarnos, pero fue imposible. A excepciónde ello, no me arrepiento de nada. Sé que nos encontraremos pronto. El resto de mis acciones han sido todo lo correctas que he podido y no pueden deshacerse. Entodo caso, no las juzgues mal. Dale mi cariño a mi familia y mis amigos. Querida, querida niña, me gustaría tanto que estuviéramos juntos. Ámame siempre como yote amo”....

Winnie hizo una pausa, conmovida por aquel breve mensaje que había tocado su sensibilidad femenina. Joseph había confiado en ella y se la había entregado, sinduda alguna, junto a uno de los dos pesados anillos que ella tanto había criticado en sus mordaces comentarios a Connolly. Luego, y a pesar del gesto incómodo con elque ella había recibido aquella nota, la mayoría de los hombres lo imitaron. Así había terminado con los bolsillos repletos de ellas y ahora, Winnie recordaba la salida deJoseph de la Oficina de Correos junto al penúltimo grupo, conduciendolos junto a MacLoughlin hasta aquel lugar, y se sintió avergonzada por haber dudado tan siquierauna vez de su coraje.

Ella concluyó además con amargura que aquellos trozos de papel, esas declaraciones de todos los tipos de amor que podían existir entre un hombre y una mujer,eran también declaraciones de derrota, pues con ellos, ya aceptaban que todo había acabado. La rebelión estaba acabada y ahora, lo único que quedaba por descubrir eranlos detalles del final.

Winnie miró de nuevo a su alrededor y vio a Elizabeth al fin dormida con el rosario colgando entre sus manos. Alguien más se movía entre la penumbra, en elrellano, debajo de la escalera. Era Patrick. A pesar de sus oscuras ojeras, sus ojos azules aún brillaban, mientras miraba las notas que cubrían el espacio de la mesa frentea Winnie con una mezcla entre interés y melancolía.

−Usted aún no ha escrito nada para su familia... −susurró ella.No habían vuelto a mirarse a los ojos desde que Connolly había sido herido. Y a pesar de la áspera respuesta que él había recibido de ella cuando le sugirió salir de

la Oficina de Correos, Patrick sabía que Winnie era la única persona que podría escucharlo... Esa madrugada necesitaba, al fin, hablar ¿Acaso iba a escribir algo para sufamilia? había preguntado ella y el eco de sus palabras permaneció entre ambos como una reverberación. Su familia... Patrick comenzó a contarle sobre su infancia, de supadre inglés y su madre irlandesa, de su abuela que lo había iniciado en el gusto de los cuentos y la antigua lengua, de ese sentirse dividido entre las dos almas de supatria.

Ella asentía comprensiva. También era hija de un matrimonio mixto, pero su padre protestante sólo había significado una gran ausencia, una interrogación, unprofundo vacío. La razón por la que su madre y ella, la hermana mayor, debían salir a trabajar para mantener la casa. Mientras tanto, Patrick, absorto en sus propiaspalabras, fue más allá; y ahora le contaba también de sus ideales, del refugio de lo mítico, de esas imágenes que huían etéreas en sus poesías.

Entonces se detuvo, como si se enfrentara a sus propios pensamientos.−He sido tan cobarde, mi estimada señorita... −dijo al fin.Ella volvió a mirarlo, y en lugar de una pregunta él encontró una mirada cálida, similar a un hogar.−He tenido que escuchar tantos susurros malintencionados a mi alrededor... continuó.Luego sonrió brevemente, y le contó sobre el escándalo que un poema suyo había provocado años atrás. Mientras ella lo escuchaba desconcertada, él recitó algunos

versos en gaélico…” An té’ gá bhfuil mo rúin/ Ní fiú é teagmháil leat:/ Nach trua an dáil sin, / A mhic bhig na gcleas [9]” (“El que tiene mis secretos / No está encondiciones de tocarte: /¿No es una cosa lamentable, / Pequeño muchacho de los trucos?”).

Al terminar, el se recostó en la silla, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía tranquilo, y en cambio, ella no sabía qué hacer tras aquellaextraña especie de confesión. Una idea atrevida había cruzado por su cabeza ¿Acaso él? No, no era posible, pensó... Pero... ¿Qué otra interpretación podrían tener unaslíneas tan explícitas? Probablemente, su gaélico no era tan bueno cómo creía y había comprendido mal. Pero si así fuese, ¿Por qué aquél poema le había traídoproblemas? ¿Acaso él?...

Como si escuchara sus pensamientos y estuviera resuelto a responder sus preguntas, Patrick abrió los ojos y de nuevo, muy serio, le dijo.−Usted ni se imagina la discusión que ese poema me causó con Joseph. Se negaba a publicarlo en el “Irish Review”. Temía las consecuencias que podría traerme

hacerlo. Yo me empecine en ello pues en realidad se trata de una simple alegoría, pero la realidad mostró que él tenía razón.Ella extendió su mano sobre la mesa, acercándola a la de él, pero Patrick ni siquiera lo notó.−La gente no es capaz de comprender que el papel es el único refugio, cuando la realidad es simplemente imposible −sentenció.−Lo comprendo −dijo ella inclinándose hacia él.−Hubo una mujer, señorita Carney, una mujer cuya mirada vuelvo a ver en sus ojos −continuó Patrick− Se llamaba Eveleen Nichols y la conocí en la Universidad.

Le propuse matrimonio y ella se negó, era única hija y decía que debía cuidar a su madre.−¿Cree que era cierto? −susurró ella.−Sí, y yo estaba dispuesto a insistir y a esperar, pero ella murió en un accidente. Y ya no hay nada más. Ni siquiera las palabras que algún día me atreví a escribir.−Lo entiendo −repitió Winnie en un tono que sólo él podía escuchar, rozando al fin los dedos de su mano, mientras afuera, ya era completamente de día.

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“Reilly's Fort”, 5.30 a.m.

El Coronel Taylor, ante el éxito de los rebeldes, había decidido que su única salida era emplear las mismas poco ortodoxas técnicas de combate de sus oponentes.

Túneles y francotiradores, al parecer, de eso se trataba. Una hora después de la retirada que Adrián había celebrado con tanto entusiasmo, casi a las tres de lamadrugada, llegó el vehículo que había solicitado a Portal mediante una nota que revelaba un estado de ánimo muy cercano a la desesperación. Los soldados descargaronpicos, palas y bombas y el Coronel Taylor ordenó que debían hacer túneles de una casa a otra a fin de poder avanzar, evitando las barricadas rebeldes.

Siguiendo su plan, se encontraba listo para atacar de nuevo el edificio al amanecer. Y la primera avanzada se encontró, de nuevo, con los disparos de losfrancotiradores. Arriba, Amanda y Adrián tenían los dedos entumecidos de tanto abrir y cerrar aquellos cerrojos, en un rítmico movimiento que resultaba casihipnotizante. Dentro del “Reilly´s Fort” todo estaba cubierto por una capa de polvo gris, el suelo del pub estaba lleno de cartuchos vacios y olor acre de la mezcla de lapólvora ardía en las gargantas. En ambos lugares además, las municiones disminuían peligrosamente.

La luz del día ya permitía distinguir con perfección a los soldados ingleses entre los edificios en una visión que le recordaba a Amanda unas antiguas maquetas delmuseo de la ciudad, cuando ella vio avanzar a través de la calle a una figura muy conocida.

−¡Es Evelyne! −dijo y al apenas señalarla, Adrián se unió a quienes la cubrían con disparos desde el pub.Ella había decidido arriesgarse junto a un joven Voluntario a ir hasta Father Matthew Hall en busca de las indispensables municiones.−Dios los ampare −agregó él al verlos avanzar por Church Street.Evelyne le había contado a Amanda cómo ellos habían intentado ir hacia la guarnición general el viernes por la tarde, pero la intensidad del fuego lo había impedido.

Ahora, las dos siluetas delgadas iniciaban el camino de regreso, entre las oraciones entrecortadas de su hermana. Habían pasado quizás unos diez minutos y ahora,ambos volvían cargados con varias bandoleras de municiones. Amanda y Adrián sabían, por haber transportado unas cuantas de ellas el martes por la mañana, lopesadas que llegaban a ser. De nuevo, ambos contaron con el apoyo de sus compañeros, tanto desde las ventanas como de los tres grupos de francotiradores de losedificios adyacentes.

Sólo faltaba que cruzaran la calle. Los británicos notaron el movimiento y barrieron aquellos escasos metros con el fuego de artillería. Amanda gritó desde el techo,presa del pánico, al escuchar el sonido inconfundible de la ráfaga y en su nerviosismo quedó paralizada al mirar hacia abajo. Adrián logró impedir que cayera, y luego,sin soltar el fusil, ella intentaba respirar con grandes bocanadas nerviosas.

Todo fue asunto de un segundo. Evelyne escuchó uno de aquellos disparos muy, muy cerca y supuso que había sido alcanzada por una bala. Se derrumbó,aterrada, en el dintel de la puerta, llevada por el peso de las municiones. Mientras sus compañeros la arrastraban hacia adentro, ella se tocaba el pecho, asombradatodavía de no ver la sangre. Levantó la mirada y pudo comprender lo que había sucedido: uno de los disparos había tocado un tacón de su zapato, pero su compañero, eljoven Voluntario que la había acompañado había quedado tendido en el asfalto, muerto, apenas a unos centímetros de ella.

Las nuevas municiones fueron distribuidas de inmediato. Se les ordenó a Amanda y Adrián no volver a subir al techo. El fuego británico era intenso y concentradoy los soldados se encontraban a escasos metros del “Reilly´s Fort”. El Coronel Taylor arengaba a sus soldados con intensidad, pues era vital para la estrategia de Loweque el cordón de North King Street fuera cerrado. Sin embargo, los rebeldes también sabían que la Oficina de Correos había sido evacuada y que su resistencia eraindispensable para ofrecer una salida a sus antiguos ocupantes y continuaban defendiéndose sin ni siquiera una pausa. Nadie pensaba en comer o dormir. Algunascantimploras con agua circulaban entre las manos ansiosas, aliviando con breves sorbos las gargantas irritadas por el polvo y la pólvora. Desde el segundo piso, Amandapodía ver cómo los británicos comenzaron a tomar las primeras casas de la calle, en medio de un estrépito de vidrios rotos y puertas derribadas que se escuchaban sobrelos gritos de las mujeres aterradas y las órdenes de los militares.

Minutos después, en Father Matthew Hall, los sacerdotes que oían las confesiones de los rebeldes heridos, convencidos que más nada podían hacer queprepararlos para la muerte, fueron los primeros en distinguir un nuevo sonido entre los que ya se habían hecho habituales. Aunque pareciera increíble, eran los hombrescantando en “Reilly´s Fort”. El fuego británico cesó abruptamente, en un intento de reconocer aquel extraño ruido y los versos de "La Bandera Verde", una conocidacanción rebelde, se distinguieron entre aquella repentina tranquilidad... "Envuelto en la bandera verde, muchachos/ mi muerte será más dulce/ con el emblema de losnobles de Erin/ como sudario... Vivo amé mirarla ondear/ y seguirla adonde fuera/ cuando mis ojos se nublen/ mis manos captarán su hoja de brillante pasado..."

Sin darse cuenta, llevados por su asombro, ellos esperaron el cese del canto para reiniciar el ataque. Los rebeldes, por su parte, decidieron responder con doscanciones, agregando "Los chicos del Oeste" a una repetición, aún más entusiasta, de “La Bandera Verde”. Los soldados ingleses, de nuevo, callaron para escuchar yapenas los irlandeses terminaron, respondieron con nuevas ráfagas de disparos.

−¿"Una nación otra vez"? −preguntó animado uno de los Voluntarios, refiriéndose a otra conocida canción nacionalista.−¡Claro! −respondió Adrián− tendremos tiempo de cantarles todo el repertorio.El Coronel Taylor, por su parte, no estaba muy feliz con esa idea. Entre dos versos de "Los chicos del Oeste" “....No olvides a los chicos de los brezos” y "Hurra

por los hombres del Oeste" ordenó cargar a sus tropas por encima de la barricada abandonada, en un esfuerzo impaciente por terminar el trabajo. Insistía también, congritos llenos de frustración, en que sus hombres registraran todas las casas de North King Street “Hay que sacar a esos malditos rebeldes de donde se encuentren −lesdijo− sacarlos y neutralizarlos. Es la única manera de avanzar y terminar con todo esto”.

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Moore Street, 6.30 a.m.

Las órdenes del joven Comandante MacLoughlin se habían llevado a cabo a la perfección. Se había cumplido con las guardias, otros habían dormido y unos más,

habían abierto algunos túneles, similares a madrigueras, entre las casas de manera paralela a Moore Street. El objetivo era salir a la calle Great Britain y de allí, seguirhasta “Williams and Woods” y a las Cuatro Cortes... Avanzar, avanzar como fuera, salir de aquel agujero.

Muy temprano, Winnie, Elizabeth y Julia prepararon un frugal desayuno. Un trozo de pan aquí y allá, algo de harina, tres botellas de leche, algunos huevos quehabían traído de Cogan´s ... Y poco después, el grupo comenzó a moverse a través de los agujeros en la pared, metro a metro. La pierna de Connolly, a pesar de todoslos cuidados que el doctor Mahony y Amanda habían tenido mientras él estuvo en la Oficina de Correos, comenzaba a gangrenarse y cada pequeño movimiento erasimilar a una tortura. Los agujeros habían sido abiertos a niveles diferentes y lo que para el resto significaba apenas agacharse unos centímetros, subir y bajar una pierna;se traducía en dolores indecibles para él sobre la camilla.

Sus breves y cortantes chillidos marcaban el ritmo del avance del grupo y apenas cuatro casas más allá de Cogan´s decidieron no continuar. Joseph lamentó ensilencio aquella decisión, no por falta de solidaridad con Connolly, sino porque el olor penetrante de aquel lugar le causaba náuseas y unos insoportables deseos detoser. Al separarse un poco del resto, logró distinguir unos viejos mostradores y grandes cajas de metal que explicaban la razón de ello. Si su percepción no fallaba,estaban en el No. 16 de Moore Street, y el local pertenecía a una pescadería llamada Hanlon´s.

Volvieron a reunirse en la trastienda, otra vez alrededor de Connolly. Extrañamente, también se encontraba allí el otro herido, el soldado británico que George habíarescatado, como insólito testigo de aquel breve consejo marcial. Una carga de artillería tronó, seguramente desde la calle Sackwille.

−Creo que debemos salir de acá antes de que los británicos sepan con exactitud dónde nos encontramos y sobre todo, lo débil que es nuestra posición −comenzódiciendo MacLoughlin, impertérrito en su rol de Comandante.

−Esos perros van incendiar Moore Street también −dijo Thomas Clarke− Están dispuestos a incendiar toda la ciudad si es necesario.−Así es, Comandante −asintió MacLoughlin con naturalidad− y cuando intentemos escapar, como en la Oficina de Correos, intentarán acribillarnos como conejos

asustados otra vez.−Una vez fui de cacería −dijo MacDiarmada− y los ojos espantados de los conejos me impidieron seguir con aquel asunto. Parecían no haberse dado cuenta del

peligro, no podemos ofrecer semejante espectáculo de nuevo.−No hay esperanza de romper la barricada que tienen en la parte superior de esta calle −dijo MacLoughlin− Creo que debemos volver por la calle Henry...−Tienen una máquina de artillería montada en la torre de la Rotunda, a unos pasos de aquí... −lo interrumpió Clarke.−Lo sé, lo sé −asintió él− Pero esta es una calle muy corta y sólo tiene dos salidas: Great Britain Street donde está la barricada inglesa, o Henry Street. Yo

escogería esa última y seguiría por los viejos mercados de Ormonde Street y Capel Street hasta llegar a las Cuatro Cortes. Esa fue la ruta que hice dos veces desde laInstitución de Mendicidad y la que recomendé a O´Connell, el Voluntario que se llevó al otro grupo…

−No sabemos si lograron llegar a salvo... −dijo Joseph con un suspiro.−Además, como dijo Clarke, tienen artillería en la Rotunda −agregó Pearse− ¿Acaso no es igualmente peligroso?−Los primeros que salgan harán un movimiento suicida −aceptó MacLoughlin− Recordemos lo ocurrido con el grupo del O´Rahilly. Es la misma cosa. Si unos

veinte hombres, bien armados con fusiles, pistolas y bombas, fueran los primeros en lanzar un ataque de distracción contra la barricada británica y el resto se encontraralo suficientemente alerta para aprovechar esos minutos de ventaja; podrían salir de las casas y seguir siguiendo la ruta que he explicado. Luego, al llegar a Capel Street,podríamos enviar una avanzada y solicitarle escolta a Daly.

−Esperando que Daly se encuentre en condición de dárnosla −dijo MacDiarmada.−A esas alturas, eso sería lo de menos −agregó Joseph y Patrick, por primera vez no supo si su amigo eternamente optimista, ahora lo era en grado máximo o más

bien, comenzaba a expresarse de manera bastante sarcástica.Prefirió ni siquiera preguntarlo. Recorrió los cinco pares de ojos que lo miraban expectantes y finalmente, le preguntó a MacLoughlin:−¿Cuántas vidas podríamos perder?−Veinte o treinta aquí, eso depende de la fuerza que tengan los británicos en esa barricada. El problema es, que si no salimos de aquí, no tenemos ninguna

posibilidad de sobrevivir.−Tiene razón −dijo Joseph, tras un largo silencio− estamos en una ratonera. La calle Sackwille está ocupada por completo, hay artillería en la Rotunda y barricadas

británicas en los dos extremos de la calle. La más alejada hasta donde sabemos, está en la calle Henry. Como dice McLoughling la decisión es tan terrible como simple,quedarnos aquí esperando a los ingleses o jugársela una última vez con su plan, que aunque simple y temerario, no deja de ser inteligente.

−¿Y qué crees? −preguntó Patrick.−Yo lo haría −afirmó Joseph sin dudas.Se hizo silencio de nuevo. Hubo nuevos susurros entre Clarke y MacDiarmada y entre Patrick y Joseph. Connolly y MacLoughlin se miraban a los ojos, sin

decirse una palabra. Finalmente, Patrick alzó la mano, se aclaró la garganta y dijo que estaba bien, que todos estaban de acuerdo. Valía la pena intentarlo. MacLoughlin,una vez más, dio muestras de su serenidad. Dijo que él mismo comandaría a los veinte hombres, que debían comenzar a trabajar a abrir un nuevo túnel a Sackwille Laney que sólo faltaba encontrar a otros diecinueve voluntarios.

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“Reilly's Fort” ,9.00 a.m.

Después de más de doce horas ininterrumpidas de combate, se estaba efectuando una importante votación en “Reilly´s Fort”. Los rebeldes se encontraban al borde

del colapso físico y mental y nuevamente, las municiones se encontraban a punto de agotarse. En cambio, las fuerzas británicas eran cada vez más numerosas y lamovilización de artillería, impresionante. Decidieron que evacuarían el edificio como un grupo compacto y de la manera más rápida posible.

Pocos minutos después, se organizaron frente a la puerta, en la planta baja y acordaron, que no harían caso de la primera orden de salir sino de la segunda. Todosasintieron en silencio. Amanda apretó la mano temblorosa de Evelyne, quien nada quería saber de las ráfagas de aquella dichosa ametralladora sobre la calle. Pero noquedaba otra opción y ella bien sabía que Father Matthew Hall se encontraba muy cerca.

Tal como lo habían planeado, se gritó la primera orden, bien alto; con la intención de que los ingleses, que habían permanecido durante todo aquel tiempo atentos asus movimientos, la escucharan. Así fue, y el Coronel Taylor enseguida ordenó concentrar los disparos sobre la puerta. En ese preciso instante, se escuchó la segundaorden de salida y siguiendo lo acordado, saltaron uno a uno por la ventana. Aprovechando aquellos valiosos segundos de ventaja, corrieron con todas sus fuerzas paraatravesar la calle. Se encontraban a mitad de camino cuando los ingleses notaron la estrategia y cambiaron la dirección de los disparos, así que se arrastraron sobre elasfalto y la acera los últimos metros, hasta que todos llegaron con éxito al Father Matthew Hall.

A pesar de que ninguno de los antiguos ocupantes había sido ni siquiera herido, el Coronel Taylor hizo avanzar a sus hombres con un grito de triunfo. Ellosestaban decididos a tomar el edificio del “Reilly´s Fort” lo antes posible. Dieciséis horas de combate, encontraban al fin, su fruto. Pero las balas comenzaron a lloversobre ellos desde los francotiradores rebeldes que seguían apostados en Beresford Street, la fábrica de malta y las oficinas del diario Clarke, ubicadas apenas al lado delrecién abandonado edificio.

Una vez que sus hombres entraron, Taylor se acercó con cautela al cruce de North King Street y Church Street, preguntándose cómo era que había tardado tanto entomar un lugar tan insignificante. Levantó la mirada y justo frente a él, encontró colgada la ruinosa chaqueta verde que había servido como primera bandera. Antes deretirarse, los rebeldes habían arriado su preciada bandera tricolor, que llevaron consigo, dejando como regalo aquel trapo verde que se agitaba lentamente ante el oficialbritánico, con el hálito insolente de una nueva burla.

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Moore Street,11:30 a.m.

Sean Mac Loughlin se limpió el sudor que le caía por la cara satisfecho. Al fin, habían logrado culminar el túnel. Salió de la casa con cuidado, con pasos seguros

sobre el asfalto de Sackwille Lane para hacer un reconocimiento. El cuerpo pálido y rígido del O'Rahilly, tendido boca arriba le hizo detenerse de súbito, asustado.Luego, escuchó un extraño sollozo. Era Sean MacDiarmada, quien lo había seguido en su travesía, quien apenas ahora lograba cerrar los ojos de su compañero.

−¡Ey, ustedes dos! −sonó un grito sobre la calle− ¡Vuelvan!Desconcertados, ambos regresaron a la casa.−El plan ha sido cancelado - dijo Patrick.−¿Qué? ¿Por qué? −exclamó MacLoughlin exaltado− ¿Acaso todos no habían acordado...−¡El plan ha sido cancelado! −repitió Patrick− He decidido que nos rendiremos.−¡Cómo! −exclamó MacDiarmada− No puedes tomar semejante decisión solo.−Sean, hace apenas unos minutos, una familia entera acaba de ser asesinada. Lo vi con mis propios ojos. Su único crimen fue querer escapara de su casa a un lugar

más seguro. Eran cuatro, el hombre llevaba una bandera blanca. Una mujer con un niño en brazos y otro pequeño. Todos asesinados cobardemente por el fuegobritánico.

MacDiarmada y MacLoughlin se miraban incómodos. Uno palidecía, palabra tras palabra de Patrick, mientras el rostro del otro enrojecía.−No puedo permitir que una sola más de esas cosas sucedan si está en mis manos impedirlo −continuó Patrick− Cualquier movimiento nuestro hará que los

británicos masacren más y más gente. Sea cual sea la ruta que tomemos, iremos por zonas muy pobladas ¿Acaso queremos dejar ese rastro detrás de nosotros? ¿Acasoexiste otra posibilidad?

−Me temo que no −dijo MacLoughlin, con una mezcla de desconsuelo y frustración.−Entonces ya no queda otra salida, debemos rendirnos. Emita las órdenes para cese de fuego en máximo una hora.Aturdido, McLoughling salió de nuevo, esta vez para convencer a los hombres que estaban disponiéndose a la salida suicida a recoger sus armas y entrar a las

casas, para prepararse para la rendición.−Pobre chico... −dijo Joseph cuando se acercó a Patrick luego de la salida de McLoughling− Ya hemos decidido quién irá. Será Elizabeth O´Farrell, una de las

enfermeras.−¿Elizabeth?¿Una mujer?...¿Por qué?−Ella misma se ofreció. Quizás sea lo mejor, ya que hasta ahora ellos han respetado a las mujeres. Si sale cualquiera de nosotros, por más banderas blanca que

llevemos, dispararán enseguida. Creerán que es una trampa y el mensaje no llegará jamás.−Después de lo que he visto, ya no creo en banderas blancas ni en cruces rojas.−La estaremos cubriendo desde las ventanas.Patrick no parecía muy convencido de la decisión. Sin embargo, apenas al volverse vio como Sean MacDiarmada amarraba un gran pañuelo blanco de lino a un palo

de escoba. Elizabeth, decidida, alisaba su delantal y ajustaba la banda con la cruz roja en su brazo. Se miraron a los ojos y ella dijo, a modo de despedida.−Todo irá bien, Comandante. Usted sólo confié en mí.Thomas Clarke y otros tres hombres más se encontraban apostados en las ventanas, con sus fusiles y sus pistolas prestos a disparar ante el menor movimiento

extraño. Elizabeth agitó la bandera desde la ventana antes de salir, dió unos pocos pasos seguros, abrió la puerta y desde el dintel de la puerta continuó agitando elpañuelo blanco. Adentro, Julia Greenan rompió a llorar apenas ella cruzó la puerta y Winnie corrió a abrazarla, tratando de calmar su súbito ataque de pánico.

Elizabeth, empezaba a caminar y sentía que los latidos de su corazón podrían escucharse en toda Dublín. Sus sienes comenzaron a latir ante la visión de aquellacalle, llena de escombros y sangre, con olor a pólvora y donde los cuerpos de aquella desdichada familia yacían entre un gran charco rojo. Decidió no mirar. Ella sólodebía caminar hacia adelante, hasta la barricada británica. Sólo un paso, Elizabeth y otro más, pensó... Ahora, era el cuerpo del O'Rahilly, al fin con los ojos cerrados, lacúpula de la Rotunda... Fue entonces cuando ella percibió el increíble silencio y notó que aquella bendita ametralladora, cuyo traqueteo se había convertido en un sonidode fondo habitual, día y noche, ya no se escuchaba. Habían respetado su bandera blanca. Sólo un paso, Elizabeth, un paso y otro más... Y con esa frase en sus labiosllegó al final de la calle, hasta la barricada, donde los brazos de unos soldados asombrados se extendían para ayudarla a saltar al otro lado.

Mientras tanto, Sean MacLoughlin volvía de su incómoda misión y Thomas Clarke, ya sentado junto a Connolly, le hizo señas para que se uniera a ellos. Winnie,aún sostenía en sus brazos a Julia quien continuaba llorando, ahora con un interminable sollozo.

−Han enviado ya a una mensajera −dijo Clarke a MacLoughlin− Ella va explorar las condiciones con los británicos.MacLoughlin lo miró atónito. Realmente, le costaba asumir que ya todo había terminado. Clarke, pensativo, agregó.−Quizás debimos seguir con su plan... quizás... ¿Quién sabe cómo serán esas condiciones? Probablemente, nos matarán a todos.−No a todos −dijo Connolly− Estoy casi seguro que a nosotros nos matarán, Thomas. Pero Patrick fue claro en que el mensajero debía solicitar que nosotros

seamos considerados los únicos responsables. Los muchachos no deben pagar un precio tan alto por nuestras decisiones.Connolly intentó acomodarse sobre la camilla e hizo un gesto a MacLoughlin para que se acercara a la él.−Hijo mío, escúchame −le dijo con voz firme, aunque entrecortada por el dolor− sé juicioso y no reveles nunca tu identidad. No les digas que fuiste nombrado

Comandante por nosotros. Eres muy joven e Irlanda necesitará de hombres valientes e inteligentes como tú en las luchas futuras. Nuestro camino ya terminó,muchacho, pero el tuyo apenas comienza. Por favor, promete que recordarás este consejo cuando nos entreguemos.

MacLoughlin asintió, con un nudo en la garganta. Nadie hablaba, y los gemidos del soldado inglés herido y los incesantes sollozos de Julia en los brazos de Winnieeran lo único que rompía el silencio, hasta que el sonido de unos pasos se agregó a ellos. Patrick caminaba de un lado a otro de la habitación, se asomaba por la ventana ycontinuaba caminando, con el sonido de sus botas rompiendo rítmicamente el silencio, como el tic tac de un reloj.

Elizabeth saltó la barricada y los soldados la llevaron ante su comandante, el Coronel Hodgkin, a quien le explicó que ella había sido enviada por el Comandante

Pearse, para negociar con ellos.−¿Cuántas mujeres están allí? −preguntó Hodgkin.−Tres, respondió ella.−Pues bien, le aconsejo que vuelva y saque a las otras chicas de allí.Ella, desconcertada, decidió regresar. Entonces, él cambió de idea y la tocó en el hombro.−No, no se vaya, es mejor que espere −le dijo− Supongo que esto tendrá que ser informado.Hodgkin llamó a otro oficial y le dijo que escoltara a la señorita por Great Britain Street. Se sorprendió al ver que otro oficial, que no era otro que el Coronel Portal,

salió justo del número 75, la tienda de tabaco de Thomas Clarke, que había sido allanada y ocupada por los británicos.−El Comandante del Ejército Republicano Irlandés quiere negociar con el Comandante de las Fuerzas Británicas en Irlanda −dijo ella a Portal, reuniendo todo su

valor pues nada deseaba más que transmitir toda la dignidad de sus compañeros.−¿El Ejército Republicano Irlandés? −preguntó Portal con desprecio− Querrá decir los Sinn Feiners, señorita.−No −respondió ella con firmeza− se llaman a sí mismos el Ejército Republicano Irlandés y yo creo que es un nombre muy bueno.A Portal le causó gracia la determinación de aquella pequeña mujer rubia y continuó, extrañado de aquel insólito diálogo.

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−¿Será posible trasladar a Pearse en una camilla?Elizabeth volvió a mirarlo desafiante y le dijo.−El Comandante Pearse no necesita una camilla.Portal se cansó del juego. Dirigiéndose a uno de los soldados, le ordenó:−Quítenle la banda de la Cruz Roja y requisenla. Es una espía.Dos hombres obedecieron de inmediato. Le quitaron la banda y el delantal. La llevaron hasta el vestíbulo de un banco que se encontraba a dos casas y la registraron.

Unas tijeras, trozos de vendas, pedazos de pan, un pañuelo...−¡No tiene ningún arma, señor! −gritó uno de los soldado.−Traiganla a la tienda −respondió, mientras sacaba de su bolsillo el número telefónico del puesto de Comandancia del General Lowe en el Trinity College.

En el Trinity College, el Coronel Cowan respondió el teléfono que estaba sobre el escritorio del General Lowe al primer timbre y escuchó con asombro como

Portal le comunicaba que "una enfermera de la Cruz Roja había llegado a la barricada de la calle Moore con un mensaje verbal de Pearse".−Quieren negociar la rendición −continuó− Dígale al General Lowe que la chica ha sido detenida en espera de sus órdenes.Lowe le pidió a uno de los capitanes bajo su mando, el capitán Courcy Wheeler que preparara el auto y lo acompañara a Great Britain Street. Elizabeth fue traída

ante él y Portal repitió ante su superior el diálogo que habían tenido con anterioridad.−La llevaré en el coche hasta la parte superior de Moore Street, señorita −le dijo el General Lowe respetuosamente− y usted hablará con el señor Pearse. Dígale

por favor, que yo no voy a negociar en absoluto. Únicamente, aceptaré una rendición incondicional.−Muy bien, señor −asintió ella, sorprendida por su caballerosidad.−Por cierto, señorita −añadió Lowe, justo antes de que el auto arrancara− Usted debe estar de regreso en media hora o las hostilidades continuarán.Ella lo vio sacar un cigarrillo y sentarse en uno de los bancos que bordeaban la calle, dispuesto a esperarla entre los oficiales y los soldados. Lowe miraba su reloj y

hasta le hizo un cortés gesto de despedida. Media hora después, ya de vuelta, Elizabeth se preguntaba con nerviosismo cual sería su reacción ante la nota que Patrickhabía enviado como respuesta. Ella no conocía su contenido, pero suponía, por los comentarios que él había hecho a sus compañeros, que insistía en solicitar ciertasgarantías para los combatientes. Ahora, al acercarse, ella distinguió a Lowe, aún fumando sus cigarros, pero a diferencia de cuando se fue, él parecía encontrarse muymolesto.

−Tiene suerte de que no ordene fusilarla, señorita −le dijo− Usted llega un minuto tarde.−No por mi reloj, señor −dijo Elizabeth, intentando sortear el escollo.Lowe se volvió hacia uno de los soldados.−Ajuste su reloj con el de ella −le ordenó con voz áspera, mientras abría la breve nota de Pearse que ella le había entregado cerrada.−Vuelva y repítale al señor Pearse que no estoy dispuesto a negociar y que debe rendirse incondicionalmente −le dijo, ahora con voz firme− Si usted no vuelve aquí

con él en media hora; señorita, en media hora −continuó él, enfatizando esta frase− ordenaré a reanudar las hostilidades con toda la fuerza necesaria.Elizabeth fue trasladada una vez más a la parte superior de Moore Street. Al entrar al número 16, lo primero que vió fue el rostro pálido de Julia, arrodillada

rezando el rosario junto al resto de la guarnición. Patrick, al escuchar la puerta, se levantó de inmediato después de persignarse. Entre el sonido de las letanías... "Padrenuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre”... sólo bastó el movimiento de la cabeza de Elizabeth en una negativa para que él comprendiera que su peticiónno había sido considerada.

−Debe venir conmigo, Comandante −le dijo Elizabeth en voz baja− El General Lowe sólo aceptará la rendición incondicional de su parte.−Por supuesto −asintió él− Deme sólo un momento, por favor.Él se acercó a uno de los cubos de agua y se lavó la cara, tomó un viejo peine y con un sólo movimiento aprendido, nacido de la rutina, hizo una impecable raya en

su cabello. Alisó la chaqueta de su uniforme, se puso el cinturon Sam Brown y tomó de encima de la mesa aquella espada con la que habían entrado orgullosamente a laOficina de Correos y que habían traído consigo al escapar. Ahora, fue Winnie Carney quien comenzó a llorar al verlo listo, con su uniforme completo, dispuesto a irse.El se acercó a ella, y le dijo tocando su hombro, rozando su oído con un susurro.

−Gracias por todo, señorita Carney. Por todo. ¡Hemos hecho lo mejor! −continuó, ahora dirigiéndose al resto en voz alta− Nuestra acción ha sido lo más grandeque ha conocido nuestra patria desde los días de Robert Emmet. Debemos entregarnos con el orgullo de saberlo. Y creanme, que daré gustoso mi vida por ello, perointentaré ante todo que ustedes, mis queridos compañeros, sean tratados con el honor que su valentía merece. Dios los bendiga y nos proteja.

Julia se acercó y le dio un abrazo nervioso a Elizabeth, apretando las cuentas de su rosario en la mano, mientras Patrick extendía su mano a la mayoría de loshombres.

−Ya es hora, Comandante −dijo Elizabeth en voz muy baja a su lado, tomándolo del brazo al salir a la calle.Unos diez pares de ojos los siguieron, asomados por la ventana. Seguían cada paso de esa extraña pareja, él tan corpulento y alto, de cabello castaño bajo el

sombrero del uniforme oscuro y ella, pequeña, delgada y rubia con el delantal blanco de enfermera. Otra vez, Elizabeth, apeló a su concentración para avanzar entre loscadáveres y las manchas de sangre sin inmutarse, mirando siempre hacia el frente. Él no dijo una palabra hasta que alcanzaron la barricada británica, donde el GeneralLowe, los esperaba impaciente. Había ordenado al teniente King que identificara a Pearse apenas llegara, pues había sido uno de los soldados británicos que habíapermanecido como prisionero en la Oficina de Correos.

−Mi General −le dijo como respuesta− yo no podría hacerlo, nunca vi al señor Pearse allí. Sin embargo, el teniente King se adelantó al ver llegar a aquel hombre conuniforme de oficial junto a la enfermera. Tenía miedo a las reprimendas del General Lowe. Eran exactamente las 2:30 cuando le preguntó a Pearse

−¿Usted estaba en la Oficina de Correos?−Sí −respondió Patrick.−Bueno, yo no lo había visto −dijo el teniente King, algo confundido. Patrick, obvió su tonta respuesta y ceremoniosamente, entregó la espada al General Lowe.−Mi única concesión, será permitir a los Comandantes del resto de las guarniciones rendirse por sí mismos ¿Entendido? −dijo Lowe al tomarla.Patrick permaneció de pie, incólume y el General Lowe asumió que estaba de acuerdo. Total, aquel hombre no tenía más opciones que las que él tuviera a bien

darle.−Entiendo que la Condesa Markievicz se encontraba con ustedes allá abajo −le dijo.−No, ella no está conmigo −respondió Patrick.−¡Vamos! Yo sé que está allí abajo −insistió Lowe.−Usted me está acusando de decir una mentira −respondió Pearse y su tono ofendido sorprendió al General Lowe, quien respondió de inmediato.−Le ruego que me disculpe, señor Pearse, pero se me ha informado que ella está en la zona.−Pero no conmigo, señor.−Muy bien −continuó Lowe− Le propongo que la señorita O´Farrell sea detenida por nosotros hasta que usted pueda entregarle su orden de rendición para el resto

de las guarniciones. Creo que sería la persona adecuada para llevarlas a cada una de ellas.−¿Usted estaría de acuerdo con la propuesta del General Lowe? preguntó Patrick, dirigiéndose hacia ella. Al mirarla, se sorprendió del brillo de sus ojos castaños

claro. Su rostro, casi exático, le recordó a las imágenes de María que había admirado desde niño en las iglesias.−Sí −respondió ella, como en un trance− Sólo si así usted lo desea.−Me gustaría que usted lo hiciera, dijo Patrick con la tristeza en su rostro mientras le estrechaba la mano.Ella asintió, luchando por contener las lágrimas, pero fue inútil y revolvió sus bolsillos infructuosamente buscando un pañuelo cuando se lo llevaron, en el mismo

auto donde ella había ido y venido, escoltado por el hijo del General Lowe y otro oficial. Ella siguió el recorrido del auto, con sus ojos nublados por las lágrimas, hastaque desaparecieron al torcer hacia las ruinas de Sackwille Street, frente al monumento a Parnell.

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Fábrica Jacobs, 3.00 p.m.

Louise llegaba al fin a la fábrica Jacobs. Tras su detención en Williams Lane el viernes por la tarde, el grupo de mujeres y hombres heridos había sido trasladado al

Hospital Jervis. Allí, ellos fueron atendidos de inmediato por unas solícitas enfermeras, quienes encontraron como por arte de magia camas y colchones dondeacomodarlos. El oficial británico, algo incómodo, les ordenó a las mujeres que permanecieran en la sala de espera durante la noche. Louise lo miraba de reojo mientrashablaba y concluyó que de seguro aquel hombre intentaba ganar tiempo esperando una indicación de los mandos superiores en relación a ellas.

Siete mujeres, que se acomodan como pueden entre las sillas. Ya habían mal dormido durante varios días, a ratos, perdiendo la noción del tiempo, en unoscolchones en el corredor frente a la cocina en la Oficina de Correos. Ahora, caminando hacia la fábrica, Louise recordaba la gelidez del suelo del hospital y cuánto ledolían las piernas mientras su pensamiento volaba entre miles de interrogantes y suposiciones. Aunque ella sabía, desde el principio, que aquel intento de revoluciónsólo podía culminar en un desastre, reconocía que a ratos, había soñado con que aquellos ideales pudieran hacerse realidad. Esa noche, aunque nada se sabía del destinode quienes habían salido de la Oficina de Correos con la intención de encontrar una nueva sede para el cuartel general, ella lloró, desconsolada y en la más absoluta de laspérdidas.

Cuando al fin llegó la mañana, una de aquellas amables enfermeras les trajo comida. Un poco de pan, mantequilla y té. Ya que el oficial inglés no había vuelto, nienviado ningún mensaje en relación a ellas, les dijeron que se fueran. Y así, todavía asustadas, salieron a la calle. Ninguna de ellas tenía la impresión de que la rebeliónhubiera terminado. Caminaron con pasos lentos, mirando las fachadas, las ventanas, los faroles, los letreros de las casas como queriendo interrogarlos sobre lo sucedido.No lograron descifrar ninguno de aquellos signos y cautelosas, las chicas decidieron volver a sus casas.

Fue entonces cuando Louise decidió, al encontrarse en la ribera sur del Liffey, ir hasta la Fábrica Jacobs. Ella conocía a Thomas MacDonagh, y siempre asociaría asu imagen aquellas tardes de trabajo en St. Enda´s, cuando sentados en el despacho de Patrick y entre interminables tazas de té, soñaban la escuela perfecta. Louise sesentía caminar entre los jardines, atravesando el huerto que cuidaban los niños, siguiendo el rumor de la pequeña cascada donde se había refugiado tantas veces, con unsentimiento tan vívido que cuando, tras identificarse ante los Voluntarios de guardia, comenzó a subir los polvorientos escalones de la fábrica, ella creyó que era ese ellugar equivocado y no aquel por donde se paseaban sus recuerdos.

Pero el hombre que encontró ante sí no era ni la sombra del risueño profesor de francés y matemáticas que ella había conocido. Ella encontró en su mirada unadecepción profunda y una agitación que escondía su rabia.

−¡Ellos no se han rendido, Louise! −afirmó él tajante− Esta lucha no puede más que continuar. Nosotros, prácticamente no hemos visto acción, tenemos armas,municiones... ¡comida para un mes si fuera necesario! No sabemos cómo está Daly en las Cuatro Cortes, ni Ceannt en South Dublin Union ¡Los hombres de Boland´sMill detuvieron dos divisiones del ejército británico!

−Yo no sé más que de rumores, Thomas −le dijo Louise tomando una de sus manos entre las suyas− Y los rumores hablan de una rendición.Siguieron conversando unos minutos más, pero Louise ya no lo escuchaba. Luego, Maire Nic Shiublaigh coincidió con ella en opinar que él no estaba listo para

aceptar una derrota, para comprender que ese hubiera sido el fin y aquella espera impaciente de noticias, su única participación. Tras prometerle aquella mujer quevolvería al día siguiente, Louise decidió volver a su casa. Dos vecinos al verla sucia, sin sombrero ni abrigo y cojeando de un pie que se había lastimado en alguna de esascarreras, supusieron que se encontraba herida, ofreciéndoles sus brazos como apoyo hasta la puerta misma de su habitación.

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Father Mathew Hall , 4.30 p.m.

A pesar de que Edward Daly conocía perfectamente las consecuencias de la retirada de "Reilly´s Fort", y el consiguiente ataque británico, los agotados

combatientes fueron recibidos con entusiasmo en el Father Matthew Hall. El Comandante Daly escuchó con preocupación la descripción que Adrián le hizo sobre lasalida del grupo de la Oficina de Correos, el plan de ocupación de “Williams and Woods” y el pretendido avance hacia la zona de las Cuatro Cortes que los lídereshabían decidido allí; pues resultaba evidente para ambos que la posición actual de las brigadas británicas harían muy complicado un movimiento de ese tipo.Lamentablemente, le dijo, ello también impedía que pudiera enviarse alguien como mensajero para conocer la situación actual de sus compañeros.

Amanda había llegado, en silencio, a las mismas conclusiones; pero a diferencia de Daly, no había sido capaz de mantener la tranquilidad ante tal situación. Durantetoda la noche, desde las ventanas del “Reilly´s Fort” ella había esperado encontrarse al resto de la guarnición de la Oficina de Correos cruzando la esquina. Desde eltecho, había intentado distinguir algún indicio de que ellos hubieran podido seguir sus pasos. Aquellas barricadas británicas habían cumplido su objetivo de cortar lacomunicación entre ambas guarniciones y estrechar el cerco alrededor de los dos grupos. Ya le había preguntado a todos, cada vez con menos esperanza, si alguien sabíaalgo... Pero había sido inútil, no había ninguna noticia sobre ellos.

No podía dejar de imaginar posibles finales para el drama que había dejado atrás, con el edificio de la Oficina de Correos al borde del colapso. Ya confundía ambosescenarios, que sólo se asemejaban en el desorden de las ventanas fortificadas, la angustia de sus defensores y el olor a pólvora, humo y polvo, pues aquel era un edificiomajestuoso de mármol y granito y éste, el Father Matthew Hall, un modesto salón de reuniones con sencillas paredes encaladas y techo de pizarra.

Pensaba en todo ello mientras atendía heridos junto a Evelyne, con el pequeño grupo de mujeres que habían establecido el puesto de primeros auxilios en ese lugar,una esquina de la planta baja con sábanas llenas de sangre. Tras cinco días de lucha, escaseaban los insumos y las chicas de Cumann na mBan, a quienes Amanda habíadado lecciones de entrenamiento, se sintieron alentadas por su presencia. Ellas le contaron preocupadas, que una había sido enviada como emisaria para solicitar aloficial británico una evacuación de los heridos, un salvoconducto para trasladarlos al Hospital Jervis. “Todos ustedes son rebeldes, insurrectos y no pueden acceder alas premisas que se conceden a un ejército regular”, respondió el oficial sin meditarlo ni siquiera un momento y ellas se habían resignado a aprovechar los pocos recursoscon los que contaban para mantenerlos con vida.

A pesar de saber que su presencia era más útil en ese lugar, cada minuto convencía a Amanda de la decisión que había tomado poco después de llegar al FatherMatthew Hall, tras de esa noche de voces dando alarmas en su cabeza. Las palabras de Daly, que Adrián le había referido horas atrás, daban vueltas en su memoria unay otra vez... Y si... si...

−¿Daly te dijo que quería enviar un mensajero? −le preguntó a Adrián.−No −respondió él enfáticamente− dijo que sería lo ideal, pero que la situación actual impedía hacerlo.−Pues yo iré.−¿Qué diablos estás diciendo? −exclamó él.−Lo he decidido. Iré en busca de nuestros compañeros. No puedo soportar más esta angustia. Tengo que saber dónde y cómo se encuentran.Él la miró en silencio por un momento.−No es por nuestros compañeros que tomarás tal riesgo −dijo.−¿Cómo puedes dudar de mí?−No dudo −respondió él, moviendo la cabeza− más bien tengo una gran certeza. No puedes estar un momento más sin saber qué ha sido de Joseph.Ella no respondió, pero su mirada delató su inquietud. Hacía un esfuerzo tremendo porque la lágrima que se encontraba al borde de sus pestañas no terminara de

caer. Era cierto, sabía que era una locura y no deseaba dejarlo allí, ni a su hermana, sentía miedo, pero tampoco podía resistir un minuto más de aquella culpa ¡Lo habíadejado atrás! ¡Lo había abandonado en aquel estado, en medio de aquella situación!

−Es muy peligroso, Amanda −continuó Adrián− Pero sé que nada te hará cambiar de idea, así que iré a decirle a Daly que ambos lo haremos. Tú y yo nosofreceremos como mensajeros. Iremos a saber de ellos.

Ella sonrió, por primera vez en muchas horas, con una sonrisa que iluminó su rostro cansado. Y lo abrazó, agradecida de su sinceridad, y de ese amor que era capazde justificar tantas tonterías.

A pesar de que “William and Woods”, la antigua fábrica de chocolates, se encontraba hacia el norte, a unas siete cuadras de la Oficina de Correos, ellos decidieron ir

hacia el sur, hacia las riberas del río, intentando evitar la barricada británica, dispuestos a emprender una larga caminata. Desde sus primeros pasos, ella pensó, una vezmás a su lado por aquellas calles, en todas las veces que habían recorrido el espacio entre ambos lugares. La Oficina de Correos y las Cuatro Cortes... Extrañamente, lascalles de los alrededores se encontraban desiertas. Los pobladores del lugar, aterrorizados por los combates y la ocupación de North King Street, estaban atrincheradosen sus casas, sin ni siquiera atreverse a asomarse por las ventanas. En un momento, llegaron a ver el río Liffey y Amanda se sorprendió por la hermosa aparición.Parecía que hubieran transcurrido años desde la conversación que habían tenido en el puente Grattam cinco días atrás, y de sus desesperanzadas lágrimas hacía apenascuatro.

Habían caminado durante más de una hora y luego de seguir por Capel Street hasta su intersección con Great Britain Street se asombraron por los daños que habíaefectuado la artillería británica. Aquella ciudad fantasmal que se descubría ante sus ojos era una completa novedad. Llegaron hasta los antiguos muros de la fábrica quedominaba la cuadra y en medio del silencio descubrieron con tristeza que evidentemente, jamás había sido llegado a ser ocupada por sus compañeros. Mientras discutíanen susurros si aventurarse hasta las ruinas de la calle Sackwille, por la posibilidad de que ellos se encontraran en algún punto intermedio, ocurrió lo inevitable. Una vozde alto, tras la que un trío de soldados ingleses que recorrían las calles, precisamente, en búsqueda de rebeldes fugitivos, distinguieron los dos primeros motivos dedetención que les habían indicado: Uniformes y armas.

Esa había sido la primera orden del General Lowe tras la rendición de Patrick Pearse, y numerosos destacamentos a pie ya recorrían las calles. Las alcabalastambién comenzaban a establecerse y los espacios que se habían previsto para trasladar a los prisioneros ya comenzaban a recibir a los primeros de ellos. No tenía ideade su número exacto, pero estaba seguro que serían muchos, pero con algo habrían de comenzar. Había dado una primera indicación, que aquellos soldados cumplieron acabalidad: Adrián fue conducido al lugar que, en medio de las prisas, fue destinado a los hombres, las barracas vacías de Richmond Barracks; mientras Amanda fuetrasladada al lugar previsto para las mujeres, cuyo número suponían mucho menor, a las celdas vacías del ala oeste, la más antigua, de Kilmaiham Gaol, la cárcel deDublín.

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Moore Street, 5.00 p.m.

Los hombres para quienes se habían tomado aquellas primeras previsiones carcelarias, apenas salían de Moore Street. Winnie, como el resto de la guarnición, había

permanecido sentada en silencio tras de la salida de Patrick y Elizabeth. Algunos, encabezados por Julia Greenan, rezaban a intervalos bastantes frecuentes y ella losacompañó un rato, pero después decidió que prefería no continuar engañándose. Nada podía calmar aquella sensación de desolación, tan profunda que alcanzaba lofísico.

Intercambiaba algunas palabras con Connolly y otras con Thomas Clarke y Sean MacDiarmada, sentados a su alrededor. Había dejado de llorar sólo por respeto asu dolorosa agonía, pues parecía que sus lágrimas, de tan guardadas, podrían haberse convertido en un caudal como el que mana de un grifo abierto... De los líderes,únicamente Joseph se había unido a las letanías de sus compañeros y una vez más ella admiro su entereza. Más tarde, reconoció, llegó a sentir envidia por su serenidad.

Quizás una hora después habían venido a buscar a Connolly, con una ambulancia británica, rumbo al Castillo. No sabían nada más. Así, entre susurros y miedo,había pasado otra hora y poco después de las cinco, escucharon de nuevo ruidos de botas por Moore Street. Junto a Julia, ella fue de las primeras en asomarse a laventana. Allí estaba de nuevo Elizabeth, ahora rodeada de soldados británicos, que se acercaban incrédulos a la línea de casas.

−El Comandante Pearse y el Comandante Connolly han firmado la rendición −dijo Elizabeth apenas cruzara el umbral de la puerta, sin atreverse a mirarlos a losojos− Acá está −continuó, agitando el papel con las dos firmas− puedo dar fe de que es cierto. Estas son las órdenes del General Lowe para nuestra guarnición:

“Deben bajar por Moore Street llevando una bandera blanca - comenzó a leer con voz entrecortada - doblar en Moore Lane y Henry Place hasta Henry Street,seguirán hasta al Pilar de Nelson donde darán la vuelta a la derecha. Continuarán por el lado derecho de Sackwille Street hasta el frente del monumento a Parnell. Allí,dejarán las armas y avanzarán cinco pasos hacia adelante”

Nadie tuvo ni siquiera un comentario para tan detalladas instrucciones. Elizabeth se despidió, con su rostro todavía al borde de las lágrimas sin atreverse a acercarsea nadie, debido a la cercanía de los soldados. Tenía muy claro que era una prisionera más, una prisionera con un mandato especial: internarse, a modo de escudo humano,entre las líneas rebeldes para hacer realidad la rendición. Tras aquella breve visita, desapareció de nuevo por la calle, rumbo a las Cuatro Cortes, tal como Lowe le habíaordenado.

Tras algunas palabras nerviosas, nuevas notas cayeron entre los bolsillos de Winnie. Los hombres recogían sus armas y tomaban en la mano los rosarios. El primergrupo, salió apresurado, nervioso, hacia el lugar indicado. Sin embargo, ellos confundieron el Monumento a Parnell, al final de la calle, con el Monumento a O´Connell,al principio de ésta. En apenas diez minutos, llegaron allí y todas sus armas: rifles, pistolas, revólveres y picas cayeron en una ruidosa ceremonia. Un par de soldadosingleses, de guardia sobre el puente O'Connell, corrieron alarmados hacia ellos

−Están en el lugar equivocado −les dijeron− Deben dar la vuelta e ir hacia el final de la calle.“Confundidos hasta el final”, pensaron algunos de ellos, mientras el dedo del soldado señalaba las ruinas todavía humeantes de la Oficina de Correos. Sólo las

columnas de estilo dórico habían sobrevivido a la artillería. Más allá, el segundo grupo, mucho más grande, encabezado por Sean MacDiarmada, Joseph Plunkett yThomas Clarke pasaba ante los ojos asombrados de los todavía asustados huéspedes del Hotel Greesham, que se habían apostado curiosos, frente a la puerta. Sólo seescuchaba el rítmico sonido de las botas, que se detuvieron ante la orden de un oficial británico, a los pies del arpa dorada y la figura de Parnell sobre los cuatro antiguosreinos: Munster, Leinster, Ulster, Connacht...

−¡Den cinco pasos adelante y dejen las armas!El eco metálico volvió a escucharse y tras él, se adelantaron las bayonetas de los soldados.−¿Hay mujeres acá? −preguntó el oficial, algo incrédulo.−Sí, señor −dijo Winnie desde una de las primeras filas− Somos dos −continuó haciéndole un gesto a Julia.−Adelántese - ordenó la voz del oficial.Winnie y Julia dieron un paso más al frente y la mirada del oficial se detuvo en ellas por un momento. Ambas estaban despeinadas, con la ropa llena de hollín y los

ojos hinchados por el llanto. Pero él guardó sus opiniones para sí y tan sólo dijo.−Vayan con el soldado.Julia obedeció como un autómata y fue sólo tras algunos pasos que notó que Winnie no estaba a su lado. Antes de separarse de sus compañeros, al último minuto,

ella había decidió que debía hacer algo más y sin pedir ninguna autorización, ella se quitó su abrigo y lo puso en las manos de Joseph.−Hará una noche fría, le dijo preocupada.−Muchas gracias, señorita Carney −respondió él, mientras ella se adelantaba rápido para alcanzar a Julia, que avanzaba a paso ligero al lado del oficial.

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Father Mathew Hall , 11.00 p.m.

Realmente hacía una noche muy fría. Evelyne intentaba mantener encendidas todas las velas que había encontrado en el refectorio de la pequeña iglesia que daba su

nombre a Church Street, mientras Frédéric les aseguraba una vez más que no estaba dispuesto a dormir. Agazapado junto a la única ventana del lugar, mirando surevólver y las pocas balas de las que aún disponía, se sentía responsable de aquellas mujeres, las cinco enfermeras de Cumann na mBan y Evelyne, que el azar habíacolocado a su resguardo.

Había sido un golpe de suerte en medio de tantas malas noticias. Elizabeth O´Farrell había llegado con la misiva de la rendición a la guarnición con las últimas lucesde la tarde y Edward Daly, aunque parecía mostrarse muy contrariado con aquella última orden de Pearse y Connolly, se dirigió a todos con su acostumbrada firmeza yles ordenó obedecer. Él mismo organizó a los grupos de los hombres para proceder a la entrega, aunque obvió intencionalmente hacer cualquier referencia a los grupos defrancotiradores que permanecían en el edificio al lado del extinto “Reilly´s Fort” y a los que todavía disparaban a los británicos desde la fábrica de malta y BeresfordStreet.

Mientras los hombres se disponían a desocupar el Father Matthew Hall, con una mezcla de miedo, incertidumbre y frustración, el oficial inglés se acercó al puestode Primeros Auxilios. Había un alboroto entre las mujeres de las que había decidido ocuparse en último lugar. Una de ellas, halaba a un hombre uniformado por el brazo,un hombre que acababa de arrojar al suelo una manchada bata blanca, dispuesto a unirse la fila que se disponía a dejar el lugar. Todos se detuvieron al instante al oírlodecir.

−¡Ey! ¿Qué sucede con ustedes?−¡No pueden dejarnos aquí con los heridos sin nuestro único médico! −exclamó una de las mujeres.−¿Cúal médico? −dijo el oficial.−El doctor MacMillan, nuestro médico −insistió la mujer, señalando a Frédéric.−¿Usted es médico? −preguntó el oficial dirigiéndose a él.−Sí, señor −respondió Frédéric− Soy cirujano.−Y si usted siente realmente compasión cristiana por estos hombres heridos −continuó otra de las mujeres− sabe muy bien que nada hace dejándonos acá sin

nuestro médico. No somos enfermeras graduadas, apenas si tenemos algunas nociones elementales...−¡Está bien! −la interrumpió el oficial− ¡Quédense con su médico! −Y dirigiéndose a Frédéric, le ordenó− Trasladen a esos heridos al hospital y esperen acá.

Apenas lleve a estos hombres ante el Coronel Portal, vendré por ustedes.Evelyne no pudo reprimir una tenue sonrisa de alivio, aunque ahora estaba convencida de que algo muy malo le debía haber sucedido a su hermana y a Adrián y

que ella no tendría ninguna manera inmediata de saberlo. Pero al menos no se llevarían también a Frédéric... Amontonados frente a una ventana del Father Matthew Hall,vieron a Edward Daly colocarse a la cabeza de sus hombres y descender hacia las riberas del río, con sus siluetas alejándose entre sus desconsolados suspiros.

Horas después se encontraban al borde del agotamiento. Habían logrado llevar a todos los heridos al Hospital Jervis sin ninguna ayuda, sin camillas ni másvehículos que sus propios pies. Las mujeres se habían dividido en dos grupos de tres y Frédéric había encabezado cada uno de esos viajes. Al terminar, registraron todoel Father Matthew Hall en búsqueda de algo que comer. Nada. Miraron una y otra vez por las ventanas. Nada. Aguzaron los oídos en búsqueda de una voz, un disparo,una sirena. Nada.

−No va a venir ninguna brigada británica −dijo Frédéric− Y tampoco creo que sea buena idea esperar por ellos como corderos. Deberíamos escondernos y esperar lamañana.

−¿Dónde? −preguntó Evelyne, quien no sabía cúal de las opciones la atemorizaba más.−Podríamos explorar la iglesia. Creo que no hay nadie allí. Los sacerdotes se fueron con el resto y las hermanas, volvieron al convento. Además, las iglesias tienen

el deber de ofrecer asilo.Y así, habían salido del Father Matthew Hall, silenciosos como ladrones. Y como ladrones habían rodeado la iglesia, saltado un pequeño muro, atravesado el jardín

y entrado por una ventana abierta del refectorio. Evelyne recordó el primer día que había pasado junto a los rebeldes, en la Institución de Mendicidad, pues ahora eraella quien pretendía dormir "tan sólo unos minutos" acurrucada sobre las piernas de Frédéric.

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III

CONCLUSIÓN

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Domingo, 30 de Abril de 1916.

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100

Rotunda Hospital, 8:00 a.m.

Winnie camina en silencio, cansada como nunca en su vida. Intenta no mirar. Ni las paredes de las casas agujereadas por los disparos, ni el pavimento de esas calles

siempre húmedas, ni siquiera aquel cielo tan gris que parecía capaz de desprenderse sobre ella como un viejo y pesado cortinaje. Había pasado la noche sentada junto aJulia Greenan sobre la fría piedra de las escaleras en la entrada principal del Rotunda Hospital, queriendo ocultarse sin lograrlo en un extremo, recostadas a un árbol bajola mirada compasiva de las enfermeras, que vigiladas por los oficiales ingleses, casi nada habían podido hacer por ellas.

Sin embargo, Winnie se repetía una y otra vez que habían tenido, con mucho, una suerte mejor que la del resto de sus compañeros, que habían pasado la nocheapretujados sobre la hierba húmeda del pequeño patio al frente del Hospital sin ninguna protección contra el frío. Durante la madrugada, en un rapto de osadía, habíaatravesado el breve espacio donde quizás, pensó ella, podrían acomodarse ciento cincuenta hombres y donde habían trasladado a casi cuatrocientos, con la únicaintención de agregar el abrigo de Connolly, que éste había abandonado en el No 16 de Moore Street tras su accidentado traslado, a su propio abrigo alrededor del cuerpode Joseph, quien no dejaba de sacudirse bajo la tos... Winnie miró sus ojos castaños, brillantes por la fiebre, y por unos breves instantes sostuvo su mano temblorosaentre las suyas.

−¿Usted también escucha los disparos? −preguntó en un discreto susurro.−¿Qué disparos, señorita Carney? −respondió él preocupado.−Sé que puede parecer extraño, pero no dejo de escuchar disparos... tal vez haya comenzado a volverme loca.−O quizás estemos dejando de estarlo −dijo él con una sonrisa− Le agradezco todo lo que ha hecho por mí, señorita Carney −agregó tras una pausa.Winnie no pudo responder, pues de nuevo le resultó muy difícil evitar su llanto. Tras la salida de Connolly de Moore Street, toda su fortaleza parecía haberla

abandonado. Pasando incómoda por encima de un acalambrado Eamon Bulfin, abriéndose paso entre sus compañeros, ella había vuelto junto a Julia, con la esperanza deque todos, y sobre todo Joseph, pudieran descansar hasta la cercana mañana.

No fue así. Apenas despuntaba el alba, cuando los cansados guardias fueron relevados. Evidentemente, el Capitán Lea Wilson, el nuevo oficial a cargo, habíadormido y comido muy bien antes de presentarse allí. Decidió entretenerse requisando a los prisioneros, burlándose de ellos, insultandolos. Las enfermeras corríanasustadas, refugiándose en el interior del Hospital, avergonzadas, incómodas. La mirada fija, pero tranquila de Joseph llamó de inmediato su atención. Hizo que sepusiera de pie y comenzó a requisarlo concienzudamente mientras se burlaba de sus dos abrigos, de su cuello vendado, de su expresión cansada, de los sucios pañuelosque salieron de todos sus bolsillos...

−Vaya, vaya ¡Miren lo que tenemos aquí! −dijo al leer una hoja de papel, que había encontrado en el bolsillo superior de la chaqueta de Joseph− ¡Un testamento!Eres un hombre valiente sin lugar a dudas... ¿Tan seguro estás de qué debes morir?

Winnie apretó los puños y casi escondida entre los brazos de Julia, no era capaz de dejar de mirar. Le sorprendía la tranquilidad del rostro de Joseph, que parecíaencontrarse en otro lugar, aunque su mirada continuaba fija en aquel papel que el Capitán Lea Wilson sacudía ante él, en medio de una sarta de insultos. ¿Acaso estaríabebido ese hombre?, pensó ella ante su conducta, tan diferente a la de los soldados de la primera guardia, que se habían limitado a custodiarlos ¡Cómo podía Josephpermanecer tan sereno ante su vulgaridad! Ni Winnie, ni ninguno de aquellos testigos forzados, podía suponer que Joseph no escuchaba nada de lo que aquel hombre ledecía. El sólo mantenía su mirada en la última línea de aquel documento, en una pequeña y conocida firma, donde podía adivinarse un nombre de mujer...

Entre los patios del Rotunda Hospital, entre la bruma y el humo del cigarro de Lea Wilson, tan cercano a su propio rostro, él sólo podía ver a Amanda, aquella quede su brazo, había caminado junto a él tantas calles de su ciudad, su contradictoria y soñolienta ciudad, una y otra vez... La asamblea inaugural de los Voluntarios, quehabía ocurrido en 1913 en una sala adyacente, donde habían tenido que sentarse en lugares separados, pues se habían reservados un grupo de asientos, muy alejados dela tribuna principal, para las mujeres de Cumman na mBan, el café del Hotel Gresham donde habían compartido un almuerzo ligero tantas veces, el monumento aParnell que era uno de sus puntos de encuentro habituales cuando vagabundeaban por la ribera norte del Liffey, los paseos por la calle Sackwille antes de las funcionesdel Abbey... De pronto, distinguió con extrañeza al Capitán señalando sus pies.

−Supongo que debes haber robado esas botas −continuaba aquel hombre en aquella cháchara interminable− Yo debería castigarte por ello... pero eso será después.Eamon Bulfin, quien todavía intentaba aliviar sus calambres buscando algún espacio para mover sus piernas, escuchó que alguien se atrevía a dirigirse a aquel

hombre que ciertamente, ya todos habían deseado hacer callar en su imaginación desde hacía mucho tiempo.−¿Acaso no se da cuenta que este hombre está muy enfermo? −le dijo Michael Collins con altanería− Debería dejarlo en paz.El Capitán Lea Wilson se volvió de inmediato en la dirección de aquella voz, dispuesto a castigar tanta insolencia, cuando un rostro todavía más interesante atrajo

su atención. Había reconocido a Thomas Clarke entre la multitud. Winnie y Julia, aún desde la distancia, alcanzaron a darse cuenta de lo que sucedía y comenzaron susrezos de nuevo. Siguiendo sus órdenes, dos soldados le arrancaron el abrigo a Clarke, con tanta brusquedad que una ligera herida que él tenía en la axila volvió a abrirse.Mientras un hilo de sangre comenzó a manchar su ya sucia camisa, el capitán Lea Wilson lo golpeó en el rostro con toda su fuerza.

−¡Conozco a este viejo bastardo!¡Tiene una tienda pasando esta calle!¡Hijo de puta feniano!Thomas Clarke sólo se movió para acomodar sus anteojos, casi caídos sobre su larga nariz. Entre empujones, lo llevaron hacia el vestíbulo del hospital, donde

Winnie lamentó poder ver con claridad cómo siguiendo las órdenes del Capitán, terminaron de desnudarlo ante la mirada de todas las enfermeras, llamadas expresamentepor él y obligadas a permanecer de pie en la entrada del edificio, sólo para hacer mayor aquella humillación. Las mujeres miraban sus pies y temblaban asustadas, al igualque Winnie y Julia, tomándose de sus manos húmedas y frías. Más tarde, fue Sean MacDiarmada, el único de los tres líderes llevados al escarnio público que decidió daralguna respuesta a sus insultos.

−Podríamos volver a nuestras posiciones... −le dijo con malicia mirándolo a los ojos.−Ustedes no tienen posiciones peligrosas a las que volver −respondió Lea Wilson con una risa.−Eso lo veremos −concluyó MacDiarmada, tranquilo, como si se sintiera protegido por los fervientes rezos de Winnie que él no era capaz de escuchar.Más tarde, ya de mañana, ella sigue murmurando oraciones mientras avanza junto a ellos, en largas filas, en ese inicio del día tan triste y tan diferente a la luminosa

mañana en que ocuparon la Oficina de Correos ¿Aquello había sido real o se trataba de una obra de teatro más?¿Acaso se trataba de una de esas historias míticas quepresentaban en el Abbey? Lo parecía. Caminaban sin certeza alguna de adónde los conducían. Sin embargo, sus compañeros no bajaban la mirada. El verde gris de losVoluntarios alternaba con el verde más oscuro del Ejército Ciudadano y con las ropas sucias de aquellos que ni siquiera habían podido pagarse un uniforme. Habíanheridos, y adolescentes cuya mirada parecía haber envejecido en cinco días... De tanto en tanto, ella vuelve su mirada hacia Joseph, pues le parece que él podríadesmayarse en cualquier momento. Sean MacDiarmada también avanza lentamente, apoyado en dos jóvenes Voluntarios, después de que el Capitán Lea Wilsondecidiera quedarse con su gastado bastón, como una sádica despedida hacia sus prisioneros. Pero incluso ahora, ahora más que nunca, ella se sentía orgullosa de suscompañeros, de esas miradas al frente que nada hacía descender. Algunos cantaban y los versos de “Dios Salve a Irlanda” y “La Canción del Soldado” alcanzaban aescucharse entre el rítmico sonido de sus pasos.

Nadie podía evitar mirarlos. El traslado de los rebeldes rendidos se convirtió en un espectáculo público. O más bien, en un escarnio público. Como en la épocamedieval, los condenados caminaban hacia el piquete de ejecución entre las burlas del populacho. Las mujeres de los soldados que en ese mismo momento morían de fríoy hambre en una trinchera inmunda en quién sabe qué lugar del continente, encuentran donde descargar su frustración. Bolsas con basura, piedras, agua sucia, algúntomate... los hombres que habían esquivado los disparos durante toda la semana, no intentan esconderse ante estos inusitados proyectiles. Algunos rezan, otros pocoslloran lágrimas de impotencia, la mayoría continúa caminando en silencio. ¡Al paredón con los Sinn Feiners! ¡Traidores! ¡Ahórquenlos! ¡Bayoneta para los bastardos!¡Alemanes! Decenas, cientos de voces gritan insultos por las calles que recorren los vencidos que serán encarcelados, mientras algunos pocos se atreven a aplaudirlos sindecir nada más. "No se puede negar que fue una buena lucha" susurra un anciano a su vecino. Winnie ve a una niña harapienta correr hacia la columna enviada por su

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madre. La chiquilla alcanza a uno de los hombres y le entrega un duro y ajado trozo de pan.

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101

Fábrica Jacobs 9.00 a.m.

Elizabeth O´Farrell también seguía caminando al borde de sus fuerzas. Tras la rendición, había tenido un sueño inquieto en la pequeña habitación del cuartel general

de las fuerzas británicas en Parkgate donde la habían recluido, con una custodia que consideró exagerada para el humilde papel que estaba llevando a cabo. Apenas alllegar, le habían permitido sentarse en el pasillo principal, desde donde había visto salir a Patrick Pearse, de nuevo escoltado por los oficiales hacia un destinodesconocido. Luego, había sido sometida a una minuciosa requisa en la que había terminado temblando en ropa interior, de pie sobre las losas frías de aquella habitación.Horas después, al volver de Moore Street, las Cuatro Cortes y la Fábrica Jacobs un joven soldado, casi adolescente, le había traído una bandeja con su primera comidacaliente desde hacía dos días, que ella comió despacio mientras el muchacho la miraba como si se tratara de un animal exótico, una ave extraña recién metida en una jaula.

Sin embargo, ella había decidido obviar todas esas molestias. Durante la fría noche, su única preocupación era cómo dar término a la tarea encomendada por elBrigadier Lowe, pues había resultado ser mucho más complicada de lo que había creído. A pesar de haber esgrimido aquel documento con las firmas de Pearse yConnolly ante sus compañeros con todo el peso de lo inexorable, todos se habían negado a seguir las órdenes de rendición en los primeros momentos. Pero ThomasMacDonagh, en la Fábrica Jacobs, había decidido ir más lejos. Mientras limpiaba los restos de su comida con un trozo de pan duro, ella recordó su desconcierto cuandoél explicó que le resultaba inconcebible aceptar órdenes de Patrick en tales circunstancias, pues éste, al darlas, se encontraba bajo custodia británica.

−¡No aceptaré órdenes de un prisionero! −había exclamado airado− Ahora soy yo, el Comandante de la Brigada de Dublín de los Voluntarios, quien ejercerá elmando de las fuerzas rebeldes en la ciudad desde este momento... Además, nadie, aparte de mí, tiene derecho a realizar este tipos de negociaciones en nuestro nombre.

−El Comandante Pearse me lo pidió expresamente, cuando fue arrestado... −comenzó a explicar ella.−Señorita, en esta situación sólo yo puedo tomar esa decisión −la interrumpió él− ¡Y no voy a hacerlo!¡Váyase!−Comandante, dijo Elizabeth mirándolo asustada, eso no tiene sentido. El centro de la ciudad está en ruinas. Nos atacaron con artillería, hubo explosiones e

incendios... murieron muchos civiles... y ellos, ellos han dicho que no dudarán en continuar si... si nosotros también… también lo hacemos.Elizabeth había comenzado a hablar muy segura, pero a medida que intentaba a avanzar en su apurada argumentación, su voz se convirtió en tan sólo un murmullo.

Un murmullo que se hacía cada vez más tenue ante la mirada furibunda de Thomas.−No podemos rendirnos cuando aún tenemos posibilidades de continuar −respondió él− ¡Tuvimos la ciudad en nuestras manos!¿Qué pasó con las Cuatro

Cortes?¿South Dublin Union?−El Comandante Daly acaba de rendirse, vengo desde allí. Inicialmente, también se había resistido a hacerlo, pero las razones de las que le hablo lo convencieron.

Luego, me confesó además, que no tenía muchas municiones.−¿Ceannt?−La guarnición de South Dublin Union continúa en combate, Comandante. Sólo esperamos por usted para comunicarle estas órdenes. Poco después, Thomas le ordenó que se retirara. Y ella, manteniendo a duras penas aquella firmeza de espíritu que la había conducido entre líneas amigas y

enemigas, comunicó lo sucedido textualmente y de nuevo, se sorprendió. El Brigadier Lowe la escuchó con gravedad, fumando un cigarrillo y la había devuelto a sucelda. Poco después había llegado la comida y tras ella, al fin, un sueño profundo.

A diferencia de Elizabeth, Thomas no había podido dormir tranquilo. Durante toda la noche, se habían paseado las imágenes. Tenía municiones, armas,provisiones, pero reconocía que había sido incapaz de trasladarlas hasta el Colegio de Cirujanos, después que el último mensajero que había enviado allí, en un intentode tener noticias de sus compañeros, le había confesado preocupado que sus compañeros en aquella guarnición padecían hambre. South Dublin Union, al otro extremode la ciudad, sería otra isla. Esa mujer tenía razón. Se había acabado. Derrota. Cárcel. Ejecución. ¿Qué habría sido de sus compañeros luego de esa deshonrosa entrega?¿Qué pensaría Eoin McNeill, ahora que todos sus temores se habían hecho realidad? Thomas sabía desde el principio, que engañarlo no había sido correcto y sinembargo, había aceptado a unirse al Consejo Militar, como último miembro, apenas en marzo. Sin embargo... el juego había llegado a su final. Se había acabado y debíaobedecer y rendirse, aunque no dejara de sentirse como un jugador que se levantaba de la mesa teniendo todavía algunas cartas en la mano. La mañana había llegado al finy ahora, su actitud ante Elizabeth era muy diferente. Poco quedaba ya del desdén con el que había recibido a aquella mujer hacía apenas unas horas.

−Si es así, señorita O´Farrell, si he decidido rendir la guarnición... −le dijo en voz muy baja− ¿Qué debo hacer?−Ordenarle a sus hombres que entreguen las armas −explicó ella con una mirada sombría− El General Lowe los estará esperando frente a la Catedral de San

Patricio. Y usted, deberá venir conmigo.Así, cumpliendo estrictamente las instrucciones, Thomas había ordenado a su Segundo Comandante encabezar la entrega y había seguido a Elizabeth hasta South

Dublin Union, donde ambos vieron con tristeza la bandera verde que ondeaba, aún victoriosa, sobre la casa de las enfermeras. Ella subió las escaleras donde todavía sedistinguían las manchas de sangre de Cathal Brugha, precedida por los sacerdotes y aquel pañuelo blanco que la había logrado resguardarla de las balas. Sus ojoscansados miraron un panorama similar al de los otros lugares donde había estado. Los mismos muebles arrumados a toda prisa en los rincones, el mismo polvo marcadocon huellas despavoridas, el mismo desorden, las mismas ventanas cubierta de todas las cosas que hicieran posible guarecerse...

Y al igual que Daly ayer y Thomas hoy, Ceannt escuchó sus primeras palabras con un gesto ceñudo y la siguió, hasta donde Thomas esperaba, sin responderlenada. Desde una breve distancia, Elizabeth lo vió hacer el saludo militar antes de preguntarle en gaélico.

−¿Por qué vamos a rendirnos, Thomas? Aquí hemos tenido enfrentamientos importantes y algunas bajas, pero los ingleses no han podido avanzar, hemosmantenido la posición. Hemos hecho nuestro trabajo.

−Han sido los únicos, Eamon... - respondió Thomas en inglés, casi en un susurro.−Así que esta bandera... −dijo Ceannt mirando pensativo hacia el asta, una risueña mancha verde sobre el cielo gris.−Habrá que arriarla −dijo Thomas con desgano.−¿Por qué se han rendido? −insistió Ceannt con rabia− Habíamos decidido continuar hasta el final. Todos hasta el final.−Por las víctimas civiles. Han habido demasiadas ya −respondió Thomas, volviendo al gaélico− Eamon, el centro de la ciudad está destruido. Yo no lo creía, pero lo

he visto con mis propios ojos. Bombardearon la Oficina de Correos desde el jueves. Esta mujer estuvo allí y me contó cómo el edificio colapsó y ellos tuvieron queescapar en medio del incendio. Connolly está muy mal herido. Se rindieron asediados por la artillería en Moore Street. No nos queda otra opción que rendirnos. Losingleses amenazaron con bombardear el resto de la ciudad si no lo hacíamos.

−Entiendo, Thomas −aceptó Ceannt a regañadientes− Iré a decírselo a los muchachos. Al menos −agregó con una breve sonrisa−, ellos tuvieron que tomarnos enserio.

Apenas el Comandante se dio la vuelta, nosotros nos retiramos apurados de las ventanas. De todos modos, no habíamos podido escuchar nada de aquella

conversación. Algunos reconocieron a Thomas MacDonagh, oficial de los Voluntarios, en el hombre que había venido a vernos junto a una enfermera, una banderablanca y dos sacerdotes.

Sacerdotes y banderas blancas juntas eran una mala cosa para mí. Pero no compartí mis opiniones con nadie. El Comandante Ceannt entró y pude ver contristeza como algo en su mirada parecía haberse apagado.

−El Gobierno Provisional ha decidido rendirse −nos dijo− El resto de las guarniciones ya lo ha hecho.¡Rendirnos! Pareciera que un bloque hubiera caído sobre nuestras cabezas. Aturdidos, los hombres comenzaron a mirarse entre sí y los murmullos se

extendieron como el zumbido de las abejas sobre la hierba en el verano. Finalmente, Jim se atrevió a decir.

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−Podemos continuar resistiendo, resistir hasta el final y no entregarnos.−Si sólo dependiera de nosotros, Jim −respondió Ceannt− yo sería el primero en apoyarte. Pero han destruido el centro de la ciudad, compañeros, y han

asesinado civiles. Este es el texto que firmaron el Comandante Pearse y el Comandante Connolly.

“Con el fin de evitar la masacre de los ciudadanos más allá de Dublín, y con la esperanza de salvar la vida de nuestros seguidores ahora rodeados ydesesperadamente superados en número, los miembros del actual Gobierno Provisional han aceptado una rendición incondicional, y los comandantes de lasdiversas distritos de la ciudad y el condado ordenarán a los combatientes bajo sus órdenes a deponer las armas”

Seguimos a Ceannt a regañadientes. Había sido un gran Comandante y merecía nuestro mejor comportamiento y nuestra obediencia "Vamos", me dijo Jim y yo

pude adivinar en el leve temblor de su voz lo mucho que lo molestaba seguir esa orden. Salimos por la puerta del puente Rialto y poco después, los compañeros de lavecina guarnición de Marrowbone Lane se unieron a nuestra columna. Yo sabía que una treintena de mujeres de Cumann na mBan habían permanecido allí durantetoda la semana. Rose McNamara, la líder del grupo, se adelantó a presentar su rendición al oficial británico y yo pude escuchar claramente cómo cómo él traspreguntarle quiénes eran ellas y porque se encontraban allí, le dijo

−Señorita, lo mejor es que ustedes regresen a sus casas.−No comprendo −respondió Rose− El Comandante Pearse y el Comandante Connolly han decidido la rendición y el Comandante Ceannt los ha obedecido.

Nosotras, por tanto, debemos seguirlo y entregarnos a ustedes formalmente.La determinación en la voz de aquella mujer me alegró la mañana. El oficial inglés alzó los hombros, y siguió adelante por las calles del vecindario, donde

muchos se dedicaron a burlarse de nuestro triste desfile, a lanzarnos basuras, a gritarnos insultos. A diferencia de la mayoría de mis compañeros, yo no mesorprendía de nada. Nosotros, los dublineses, somos tan capaces del más sublime heroísmo como de la más ordinaria mediocridad.

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Colegio de Cirujanos, 4.00 p.m.

Michael Mallin había logrado mantener ocupados a los ocupantes del Colegio de Cirujanos durante los últimos días. Las mujeres de Cuman na mBan, han

explorado los alrededores, bordeando las paredes bajo el silbido incesante de las balas en búsqueda de comida y noticias. Pero no han encontrado mucho, pues son tanescasas las informaciones como irrisorias las provisiones. Desde el techo y fumando sin cesar, Constance cuenta una vez más los militares apostados en las callescercanas, cada veinte pasos, rígidos, como soldados de plomo guardados en una caja. En la lejanía, se escucha el sonido de una campana anunciando la misa. A las cuatrode la tarde, Mallin la llama hacia el interior del edificio. Elizabeth O´Farrell ha llegado con la orden de rendición al último reducto de los rebeldes.

−Vengo a traerle muy malas noticias −les dijo, repitiendo una vez más aquella frase definitiva− el Gobierno Provisional ha decidido rendirse.−¿Connolly también? −preguntó Constance, mirando a Elizabeth y a Mallin perpleja.−Sí. El Comandante Connolly fue herido en combate el jueves, madame −respondió Elizabeth.−¿Herido? ¿Dónde? ¿Cómo se encuentra él?−Una bala le fracturó el tobillo. Ha sufrido mucho y necesitaba atención médica en un hospital. Pero no ha sido eso lo determinante en la rendición, sino las

razones humanitarias −continuó Elizabeth− Ha habido demasiados muertos y heridos. Aquí está la orden del comandante Pearse y del Comandante Connolly, madame−concluyó, extendiendo ante ella el comunicado firmado.

Constance leyó rápido, concentrada, intentando aceptar la terrible realidad que encerraban esas palabras. De pronto, una frase atrajo su atención. ¡Incluso en larendición, ellas habían sido ignoradas! Evidentemente, no se trataba de una omisión intencional. Mucho menos de parte de Connolly, uno de los pocos que habíadefendido siempre los intereses de las mujeres republicanas. Pero fue la excusa perfecta para que Constance justificara la frustración que amenazaba por consumirla.

−¡Para los hombres de St. Stephen Green −gritó airada, devolviéndole a Elizabeth aquel trozo de papel− ¡Los hombres! −repetía una y otra vez, dirigiéndose a lasmujeres, sus compañeras del Ejército Ciudadano y Cuman na mban, que se arremolinaban nerviosas a su alrededor− ¡No se nos ha ordenado rendirnos, señoras! ¡No seha dirigido ninguna orden a nosotras!

Ellas leían el documento con la misma rabia, pasándolo de mano en mano. Nellie Gifford asintió con firmeza, sacudiendo enérgicamente su corta cabellera rubia,siguiendo las palabras de Constance.

−¡Rendirse!, ¡Jamás!, ¡No nos retiraremos! −gritaba.Los hombres las acompañaron en esa opinión. Había una especie de conmoción. El tumulto crecía minuto a minuto, entre injurias, maldiciones y llantos de mujeres.

Elizabeth, mientras tanto, con su suave voz le explicaba una vez más la situación a Constance y a Mallin, que continuaba imperturbable a su lado. Los tres subieronhasta las ventanas del último piso y Elizabeth señaló una a una, las ominosas columnas de humo que todavía se elevaban hacia el cielo. Después de escucharla, yaconsciente de la tragedia, fue la propia Constance quien les comunicó al resto la guarnición que habían decidido obedecer. Ahora intentaba calmarlos repitiendo una yotra vez lo mucho que ella creía en la palabra de Connolly.

Minutos después, ya aceptada la rendición, los más optimistas enterraron sus armas en el patio del Colegio con la esperanza de recuperarlas en circunstancias másfavorables. Constance, mientras tanto, se ocupaba de que sacaran a Margaret Skinnider de la mejor manera posible del edificio y la trasladaran al hospital más cercano.Acostada en la camilla llevada por dos soldados, a sus terribles dolores se unió la decepción de ver cómo descendía la bandera tricolor del techo, aquella bandera que ellamisma había traído desde la Oficina de Correos. Desde el techo del Hotel Shelbourne, un soldado inglés también observó la maniobra y lo señaló a su superior, el capitánWheeler, quien montó de inmediato en su coche para recibir la rendición de la guarnición.

Al llegar a la puerta, todas las miradas se volvieron hacia él. Todos observaban sorprendidos a aquel militar inglés, alto, con un cigarrillo en la boca, desarmado,recién afeitado, limpio, indiferente… tranquilo. Un joven del Ejército Ciudadano, lo apuntó con su revólver en un último gesto de desesperación. Constance alcanzó adetenerlo, bajando su mano con discreción.

−No −le dijo− ahora sería una vergüenza. Ya les hemos dicho que nos rendimos.El la miró arrepentido y ella asintió con un rostro casi maternal. Hizo un gesto a Mallin y ambos salieron caminando del Colegio. Wheeler la miró en silencio, y

durante algunos breves segundos, no se le ocurrió nada qué decir o hacer. Constance, con su extravagante sombrero con plumas en la mano, tomando el brazo de Mallin,parecía disponerse a dar un paseo. Aún en medio de aquella derrota su presencia continuaba siendo desafiante, a pesar de su uniforme sucio y arrugado y sus botasllenas de barro.

−¿Cuántos son? −pregunta Wheeler.−Aparte de nosotros dos, ciento nueve hombres y treinta y cinco mujeres −responde ella con desparpajo.Wheeler alzó las cejas, ¡Dónde demonios iban a meter a 35 mujeres más!−Que todos depongan sus armas −exigió.−Así será -respondió Mallin.−Está bien −continuó Wheeler y recordando que su esposa era pariente de los Gore - Booth, la familia paterna de Constance, añadió− ¿Desea usted subir a mi

coche, señora?−No, gracias, mi sitio está aquí, junto a ellos −dijo ella con la misma exquisita cortesía, nacida de generaciones de educación aristocrática. Constance aún mantenía

su arma, aquel costoso y pequeño revolver, un automático alemán con aplicaciones de nácar que se había hecho tan famoso en aquellos días, en la mano derecha. Se lollevó a los labios y lo besó, antes de entregárselo a Wheeler solemnemente.

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Kilmainham Gaol, 6.00 p.m.

Madeleine Ffrench - Mullen tiembla por primera vez al acercarse a esa mole informe de piedra y basalto. Tiembla, porque para todo dublinés, Kilmainham Gaol es

sinónimo de lo temible. Cae el crepúsculo, y su luz ocre alarga las sombras sobre las calles vacías. Pero ni siquiera el ocaso alcanza a iluminar los lúgubres muros de lacárcel más importante de la ciudad.

Gris. Paredes grises, suelo gris, techo gris… cielo gris. Cinco dragones de piedra gris entrelazados la miran. Cinco figuras que danzan talladas sobre la estrechapuerta. Piratería, robo, traición, asesinato, perjurio... Cinco delitos abriendo sus fauces de piedra mientras las hacen entrar poco a poco.

Adentro, las hacen formar en filas. Deciden olvidar sus nombres y le asignan un número a cada una. Madeleine observa con asombro la amplitud de la edificación,imposible de adivinar desde el exterior, y ella alcanza a escuchar, mientras permanece de pie en medio de aquel vestíbulo circular, rodeado de tres pisos de celdas, cómolos guardias descubren que tal como lo temían, las celdas resultaban insuficientes. Serían trasladadas a las celdas del ala oeste, mucho más antigua.

Madeleine recordó que alguna vez había leído en un reportaje que Kilmainham había sido remodelada hacía ya mucho tiempo siguiendo las ideas de un conocidofilósofo inglés, Jeremy Bentham, quien suponía que el panóptico, la estructura circular del vestíbulo, permitía vigilar mejor a los prisioneros, y que éstos, internados enceldas individuales eran conminados a arrepentirse en soledad. Pero ahora no había espacio para ningún internamiento solitario y Kilmainham, además, nunca tuvovocación de cárcel modelo. Había sido construida sobre una colina de roca caliza y entre sus muros, que rezumaban humedad continuamente, eran la pulmonía y el tifus,más que el encierro, quienes afectaban rápidamente a los presos. Todos sabían cuán difícil era sobrevivir a una larga estadía allí, mucho más que en la otra cárcel deDublín, Mountjoy. Kilmainham Gaol era una sentencia silente pendiendo sobre Dublín, un espectro, un inanimado verdugo.

Madeleine sigue mirando a su alrededor, y nota con inquietud que Constance, temblando por el frío, enciende un cigarrillo y se extraña por su tranquilidad. Lapequeña llama ilumina su rostro delgado, donde dos profundas arrugas recién aparecen, desde los lados de la nariz hasta los extremos de sus labios. Sus ojos seencuentran y Madeleine la descubre pensativa, intentando calmar su ansiedad, sosteniendo aquel cigarrillo con sus dedos largos con elegancia, con aquel gesto tan propiode ella. Apenas en la segunda bocanada, un soldado aparece entre las sombras y le ordena apagarlo. Constance continúa fumando, imperturbable, como si ni siquierahubiera notado su presencia, cuando Madeleine escucha el sonido inconfundible de una cachetada. El cigarrillo cae de los labios de Constance, quien testaruda hasta elfinal, obvia lo sucedido y rebusca entre los bolsillos de su pantalón un segundo cigarrillo con el encendedor en la otra mano.

Avanzan por los estrechos pasillos, entre mensajes escritos con lápices y burdas tallas en los marcos de madera oscura. Los guardias colocan tres mujeres en cadacelda; por lo que, a cada paso, el grupo disminuye entre los chirridos de las puertas y el ruido de las pesadas llaves. Al fin, una puerta se abre, pero Madeleine es laúnica en entrar. Confundida, mira hacia atrás, esperando que el guardia señalara también a la chica que caminaba tras ella. No fue así y cuando sus ojos se acostumbrarona la penumbra, se sorprendió al descubrir asombrada una mirada y una sonrisa conocida. Dos brazos que la envolvieron con fuerza, y una leve suavidad sobre sus labios.

−Bendito sea Dios −exclamó Kathleen, apretándola contra su pecho−, ¡Estás viva!Se sentaron sobre el duro catre, juntas, muy juntas, mirándose entre las lágrimas como si apenas se conocieran. Era increíble que el azar las hubiera unido en aquella

celda. Sintió un segundo brazo de mujer rodeando sus hombros. Era su amiga Helena Molony, quien desde la tarde del martes, que parecía ahora tan lejana, había estadorecluida allí junto a Kathleen Lynn.

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2 de mayo de 1916.

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Fitzwilliam Street, 10.00 a.m.

El auto se detuvo frente a la puerta de la casa de los McKahlan. Patrick subió los escalones casi al trote y al abrir la puerta, le faltaba el aliento. Evelyne, al

escuchar el familiar tintineo de las llaves, también corrió impaciente hacia la entrada. Aquel sonido sólo podía significar que había ocurrido lo que más anhelaba yAmanda había regresado; o lo que más temía, y su padre había vuelto de Londres.

Patrick abrazó a su hija y lo asombró el ligero temblor de su cuerpo. Sin quitarse el abrigo y el sombrero, la sostuvo por los hombros e hizo la pregunta que ella nodeseaba escuchar

−¿Dónde está Amanda?Los grandes ojos castaños de Evelyne se abrieron aún más y en medio de la palidez de su rostro, parecían ser lo único que permanecía vivo en él.−¡Dónde está Amanda! −repitió él, levantando la voz.−En la cárcel, papá. En Kilmainham.Ya lo había dicho. Ayer, había ido de un lado a otro de la ciudad buscando noticias sobre ella; esquivando francotiradores que no aceptaban todavía las órdenes de

rendición y continuaban enfrentándose a los ingleses desde los techos, sometiéndose a revisiones de las alcabalas británicas, regalando monedas en cada portón de loscuarteles. Así había llegado a las listas de prisioneros. No se permitían visitas. No se definían cargos. No se sabía cuándo, quién, cómo, por qué iban a juzgarlos. Eratodo lo que había podido saber. Su hermana estaba en la cárcel.

Patrick cayó pesadamente en el sillón, con el sombrero aún entre sus manos. Con un gesto incómodo, lo arrojó sobre la mesa, como si le quemara, mientras sumirada incómoda, fue desde la ventana hasta sus manos y luego, al asustado rostro de Evelyne.

−¿Amanda participó en esto? −le preguntó.−Sí.−¿En la calle?−Sí, padre −respondió Evelyne sin atreverse a enfrentar su mirada.Los pensamientos de Patrick se encontraban. Él había tenido conocimiento de algunos detalles que comenzaban a filtrarse en el Parlamento. Su bancada exigía

información de los sucesos y de la reacción británica. Y a pesar de que la tensión en los debates iba en aumento, él había decidido volver a Dublín para saber de ellas.Porque lo más profundo de su ser temía que Amanda se hubiera involucrado, estaba casi seguro de ello, tras ver el nombre de Joseph en aquella Proclamación y saberque Constance había sido arrestada, pero jamás imaginó que ella llevara sus simpatías nacionalistas a acciones tan concretas. Él había querido creer que sólo se trataba dereuniones de salón, artículos altisonantes y banderas clandestinas.

−¿Has ido a ver a los Plunkett? Deben tener noticias.−Allanaron su casa ayer en la tarde.Patrick cerró los ojos y suspiró preocupado.−¿Sabes si hay algo acá que pueda comprometernos?¿Sabes qué hizo exactamente tu hermana?−No, padre −dijo Evelyne, a pesar de que Amanda nunca le había escondido ninguna de sus actividades, pues ella sabía que en un momento como ese Evelyne

jamás la traicionaría.−¡Qué estúpidos han sido todos!¡Y ahora, quién sabe qué sucederá conmigo en el Partido cuando sepan que mi hija...!¡Y Andrew!−¡El Partido!¡Andrew! −exclamó Evelyne levantándose del asiento como si un resorte la impulsara y Patrick, al enfrentarse al fin a sus ojos, se asombró de lo

enrojecidos que se encontraban, brillantes, en medio de unas profundas ojeras− ¡No puedo creer que sea lo único que te importa! ¡Amanda está presa, papá! ¡Presa!−siguió ella, con su voz rota en un sollozo− ¡Los únicos estúpidos han sido quienes usaron un cañón para apuntar a una hormiga!

−¿Qué demonios dices, Evelyne? −preguntó Patrick, tomándola del brazo con fuerza− ¡Nos basta con una loca en la familia!...−No sé quién es el loco −dijo ella alzando su rostro hacia él, desafiante−. Tú no estabas aquí. Nunca has estado aquí. No sabes nada.−¿Acaso tú sí? ¿Acaso has visto algo que yo no?−¡Claro que sí! −exclamó ella con plena convicción− Vi a un oficial británico ordenando avanzar sobre las casas en North King Street a cualquier costo. Vi a los

rebeldes enfrentar la artillería con fusiles viejos. Los oí cantando un himno, papá, ¡Un himno! Los oí rezar el Santísimo Rosario...El sonido de un manotazo rasgó el aire e interrumpió las apasionadas palabras de Evelyne. Ella cayó sobre el sillón mirando perpleja a Patrick, con su mano sobre

su mejilla derecha, donde la mano de él la había golpeado. La expresión de su cara enrojecida la asustaba. El jamás había hecho algo similar.−¡Así que tú también estabas en la calle! −gritó él, fuera de sí− ¡En la calle, de dónde jamás debí sacarte!¿Y por qué demonios no estás presa también?−Yo sólo fui una enfermera −respondió ella, entre sus sollozos− No conocía a nadie, nadie me conocía... pude escapar.Patrick le dirigió una mirada furiosa. Y volvió a tomar su sombrero de la superficie de la mesa.−Voy a Kilmainham. Si alguien te pregunta por Amanda, quien sea, tú no sabes ni una palabra acerca de ella. Intentaré hacer todo lo que pueda por resolver este

desastre.

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Richmond Barracks, 5.30 p.m.

El silencio cubría los lóbregos pasillos de las Richmonds Barracks como un abrigo muy pesado. Aquel gran edificio cuadrado, ubicado a cuatro cuadras al este de las

Cuatro Cortes, en el camino al puesto de Comandancia de las Fuerzas Británicas en Parkgate y el Phoenix Park, era el cuartel más grande del ejército británico en laciudad. A pesar del inusitado número de refuerzos que habían llegado en los últimos días algunas de las barracas se encontraban vacías al ocurrir la rendición. Al saberlo,el Brigadier Lowe ordenó de inmediato que los prisioneros fueran trasladados allí. El General Maxwell aplaudió la iniciativa, y añadió con visible alivio, que la CorteMarcial también sería establecida en el mismo lugar de manera inmediata.

Ante el estupor de sus colaboradores, él parecía encontrarse muy apresurado por iniciar los juicios. Así que instaló dos cortes marciales, cuyos miembros fueronconvocados a todas prisas y ubicados en dos pequeñas habitaciones cercanas a las oficinas de los oficiales.

Los juicios debían iniciarse a la primera hora de la mañana del martes 2 de mayo. Sin embargo, nimiedades como una máquina de escribir cuyo teclado nofuncionaba correctamente y la necesidad de traer cajas y cajas de papel desde Parkgate y el Castillo hicieron que el primer hombre a ser juzgado fuera trasladado acomparecer pasadas las dos de la tarde.

La digna reserva con la que Patrick Pearse enfrentó las preguntas del presidente de la Corte, impresionó a todos los presentes. Durante más de dos horas, en elespacio sofocante de la pequeña habitación donde se apiñaban los tres miembros de la corte, el fiscal, los detectives y los guardias él repitió una y otra vez susargumentos: sí, se había entregado incondicionalmente dando en prenda su propia vida; sí, consideraba que se oponía a una ocupación extranjera con pleno derecho; sí,era completamente responsable de sus acciones como Presidente del Gobierno Provisional; sí, había negociado armas con los alemanes; no, no revelaría los detalles de lared del tráfico, además, no era capaz de hacerlo, no la conocía en su totalidad; no, jamás ninguno de ellos había recibido órdenes ni dinero de parte de los alemanes.

El prisionero No. 1, como se referían los oficiales y hasta los soldados ingleses a Pearse, había sido trasladado desde Parkgate hasta la pequeña cárcel adyacente a laiglesia del Sagrado Corazón de Arbour Hill el día anterior. Luego, Maxwell decidió que estuviera desde temprano en Richmond Barracks, a la espera del inicio de lasactividades de la Corte. Patrick se había dejado llevar con tranquilidad de un lugar a otro, convencido de su destino. Y como tal, reconocía el valor de su ejemplo. Cuandoapareció en el patio de las Richmond Barracks, con su uniforme impecable, tan bien peinado, afeitado y limpio como siempre, los pocos hombres que se encontrabanfuera y pudieron acercarse a él lo saludaron con infinito respeto. Eran pocos, pero el eco de la admiración llevó su serenidad a cada uno de los prisioneros. Ahora, todosestaban comprometidos a enfrentarse a la Corte con la misma dignidad.

Al culminar el juicio, esperó un rato en la celda donde había permanecido durante la mañana. El secretario de la corte entró y le entregó su sentencia. Al leerla, élrealizó de inmediato dos solicitudes: papel y tinta para cartas y ver a uno de los sacerdotes de la congregación capuchina de Church Street. Esos, que tan valientementehabían prestado su apoyo a la guarnición de las Cuatro Cortes y que habían acompañado a Elizabeth O´Farrell en su difícil misión ante Thomas MacDonagh y EamonnCeannt. El joven soldado no respondió nada, pero apenas minutos después, la primera de sus peticiones había sido satisfecha. Por la segunda, habría que esperar unpoco más, le dijeron.

Tres horas después, las cartas se acumulaban sobre la incómoda mesa que le servía de escritorio. Tres documentos donde intentaba poner en orden sus

complicados asuntos financieros. Largas cartas a su madre, a su hermana y a Willie, su hermano; cartas a un par de amigas: Mary Hayden y una breve, brevísima notapara Louise. Miró asombrado que aún quedaba papel, afortunadamente no lo habían escatimado. De seguro, era suficiente para lo que aún queda por escribir, pensó.

El eco de los pasos de guardia se extiende a lo lejos, a través de los largos pasillos. Es todavía temprano, piensa él, apenas acaban de encenderse las velas. Losreclusos hacen vigilia en silencio. El graznido de los cuervos hace tan inminente la realidad. La muerte. El creía que había superado la muerte, pues había muerto al firmarsu desesperada rendición. Mientras caminaba al lado de Elizabeth, sobre los charcos de sangre en Moore Street, creía que aún era posible la salvación. Lo creyó inclusoal ver el rostro impasible del General Lowe recibiendo sus armas. Lo creyó hasta que el General Maxwell, en esa oficina de Parkgate, le había mostrado cuán frágil era susituación. Así, que queriendo salvar a todos quienes le habían seguido, tomó la pluma, escribió y firmó. Ahora, tras el juicio, sin la certeza de que su propia vida fuerasuficiente para calmar todas las furias desatadas sentía el peso de la culpa. Tal vez, se le había ido la vida persiguiendo una luz brillante, arriesgándose a caminar por unsendero desconocido, siguiendo aquel signo luminoso que veía al final del camino. Y esa deslumbrante claridad era un abismo. Patrick sabía que lo único capaz de calmarel vacío era el rumor de su pluma rasgando el papel mientras escribía una larga misiva a la Corte Marcial en respuesta a su sentencia:

“Lo siguiente es la esencia de lo que deseaba declarar cuando fui interrogado hoy por el Presidente de la Corte Marcial, ya que nada se me permitió decir enmi defensa: Deseo en primer lugar repetir lo que ya he escrito en cartas al General Sir John Maxwell y a el Brigadier General Lowe. Mi objeto en acordar unarendición incondicional fue prevenir una mayor matanza de la población civil de Dublín y salvar las vidas de nuestros gallardos seguidores quienes mantuvierondurante seis días una resistencia sin paralelo en nuestra historia militar. Ahora están rendidos y (en el caso de quienes estaban bajo el mando inmediato de loscuarteles generales) sin comida. Yo entiendo ahora completamente, como entonces, que mi propia vida está en prenda de la ley británica, y moriría alegre sipienso que el Gobierno Británico, que se ha mostrado a sí mismo como fuerte, se muestre ahora a sí mismo como lo suficientemente magnánimo para aceptar misimple vida a cambio de una amnistía general para los valientes hombres y chicos que han luchado bajo mis órdenes"Ya se adelantaban los días de mayo. En Donegal, el cielo transparente se reflejaría en el pequeño lago al frente de su casa, aquella casa que había comprado en ruinas

y que él mismo, con la ayuda de algunos labriegos había encalado de nuevo. De seguro, sus vecinos pronto comenzarían a limpiar las hierbas del frente y amontonar lossimétricos bloquecillos de turba junto a la cerca de piedra. Luego, hacia Junio, revisarían el tejado para tener todo a punto cuando él llegara para vivir allí durante elverano... ¿Qué le había hecho abandonar esa exquisita placidez? Al menos sabía que no había desperdiciado ni un minuto de aquellos días llenos de luz.

"En segundo lugar, quiero que se entienda que cualquier admisión hecha aquí, concierne únicamente a mí mismo. Nada de esto concierne ni puede ser usadoen contra de cualquiera que haya actuado junto a mí, incluso de aquellos que firmaron documentos conmigo (y la Corte estuvo de acuerdo en esto). Admito que fuiComandante General de las fuerzas de la República Irlandesa, las cuales han actuado en contra de ustedes durante la semana pasada, y que fui Presidente de suGobierno Provisional. Mantengo todas las palabras y los actos que realicé en tales cargos. Cuando yo era un niño de diez años, una noche me arrodillé a un ladode mi cama y juré ante Dios que dedicaría mi vida en el esfuerzo de lograr la libertad de mi país. He conservado esa promesa. Como un muchacho y como unhombre, he ayudado a organizar, armar, entrenar y disciplinar a mis compatriotas con el único fin, de que cuando llegara el momento, lucháramos por la libertadirlandesa. El tiempo, me parece, ya llegó, y nosotros fuimos a la batalla. Parece que hemos perdido, pero no ha sido así. Rehúso la idea de que luchar nos hahecho perder, luchar es ganar. Hemos conservado la lucha desde el pasado, e impulsado una tradición hacia el futuro"El futuro. ¿Acaso alguien podía ni siquiera aventurarse a imaginar el futuro? Su madre y su hermana intentarían salir adelante con los poquísimos recursos que

había dejado a su alcance. E intentarían salvar a St Enda´s. De seguro, Louise las ayudaría. Era lo único de lo que creía tener alguna certeza."Repudio la aseveración del acusador de haber solicitado ayuda y realizado alianzas con el enemigo de Inglaterra. Alemania no es más para mí que

Inglaterra. Yo acepté armas alemanas, pero no oro alemán ni ningún otro tipo de tráfico. Mi único propósito fue ganar la libertad irlandesa. Dimos el primergolpe nosotros mismos, pero debemos estar agradecidos de la ayuda de este aliado.

Asumo que estoy hablando a ingleses, quienes valoran su libertad y quienes profesan estar luchando por la libertad de Bélgica y Serbia. Creo que nosotros,también, amamos la libertad y la deseamos. Para nosotros es más deseable que cualquier otra cosa en el mundo. Si nuestra lucha ha caído ahora, nos pondremosde pie otra vez y, reanudaremos la pelea . Ustedes no pueden conquistar Irlanda. Ustedes no pueden extinguir la pasión irlandesa por la libertad. Si nuestraproeza no ha sido suficiente para ganar la libertad, entonces las próximas generaciones la ganarán con una mejor”.El soldado recogió la carta y le ordenó seguirlo. Fue trasladado a Kilmainham y a los pocos minutos de que se encontrara allí, le comunicaron que el sacerdote lo

atendería. El padre Aloysus entró a la celda y tras escuchar su confesión, ofrecerle la comunión y rezar, charlaron animados, asombrados de que los guardias parecían

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haber olvidado la presencia del sacerdote. Patrick escuchó con satisfacción que Connolly, ¡Connolly! había solicitado también la comunión por la mañana. El seencontraba en el Castillo, donde era atendido por los médicos. Sus sufrimientos eran terribles, dijo el padre Aloysus, pues la pierna se había gangrenado definitivamente,pero su esposa y su hija habían podido visitarlo. Patrick sonrió al conocer el renovado interés religioso del otrora ateo Connolly, "De algún modo, sus dolores parecíanhaberle devuelto la cordura", pensó. Apenas era la medianoche de aquella noche eterna cuando el sacerdote partió, disimulando las lágrimas en sus ojos. De nuevo solo,con su viejo reloj en una de sus manos, gracias a aquel guardia de Parkgate que se lo había devuelto antes del juicio, podía escuchar su tic - tac como un flujo translúcido.Aquella noche era más larga de lo que había supuesto…

Acostado de espaldas en el catre, se asombró al ver a una oscura mariposilla entrar por la estrecha ventana. Era una polilla nocturna, de esas que siempre siguen laluz. Siguió su ingenuo revoloteo con la mirada y entendió de inmediato la señal. Esa luz que había visto desde niño no le había atraído al abismo, era completamente real.Así como lo había escrito en su carta a la Corte Marcial, siempre alguien más correría tras ella hasta alcanzarla. En medio del susurro de sus oraciones, se quedódormido, con una sonrisa de satisfacción en los labios. Lo despertaron poco después, a las 3.00 a.m., para llevarlo a uno de los patios, cuyo grueso muro de piedra haríade paredón de fusilamiento. Aunque él no podía saberlo, Thomas MacDonagh y Thomas Clarke habían sufrido un periplo similar al suyo y también condenados por laCorte, le acompañarían en su destino. Eran los primeros de los ejecutados.

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3 de mayo de 1916.

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Oakley Road, 7.00 a.m.

Tras su amargo cruce de palabras con Patrick el martes, Muriel había descubierto junto a Margaret que volver a la Fábrica Jacobs era prácticamente imposible. Así

que decidió regresar a su casa, al número 29 de Oakley Road donde había sido tan feliz. En los días siguientes, aquella casa no fue más que un vaivén de esposas yfamiliares de Voluntarios buscando información. Los ojos rojos de Muriel revelaban a todo quien quisiera verlo, que ella no necesitaba recordar que Thomas era elComandante de la División de Dublín, tal como lo repetían todas aquellas voces impacientes, asombradas de que ella no supiera nada más. Grace, tras el estallido de larebelión había corrido a casa de su hermana en busca de refugio. Todos los prejuicios de su madre habían encontrado al fin la razón perfecta para expresarse y ella, apesar del amor que sentía por su padre, había decidido alejarse, al menos mientras se aclarara el panorama.

El padre Aloysius, al salir de la celda de Patrick a las primeras horas de la madrugada había entrado en la celda de Thomas. Se sorprendió al encontrarlo arrodilladojunto a una mujer con hábito, una monja. Se trataba de su hermana, a quien él había pedido ver expresamente. En un momento, había deseado ver a Muriel, pero alimaginarla entre aquellos muros, se había arrepentido. Era mejor así, era mejor recordarla como siempre la había visto en casa y no allí. Sin embargo, le había pedido aaquel sacerdote que le ofreciera los últimos auxilios espirituales y que se comunicara con su esposa por la mañana. Esas eran las razones que habían llevado al padreAloysius hacia aquella casa, entre disparos de francotiradores que aún permanecían en los tejados.

Muriel abrió la puerta con Barbara, su hija menor, cargada y Donagh, el primogénito, abrazado a sus rodillas, mirando con curiosidad a aquel hombre con largoropaje que le llegaba a los pies. Grace, mientras tanto, permanece sentada a la expectativa, temiendo lo peor al reconocer el susurrante hábito del sacerdote apenas alverlo en el portal. El padre Aloysius había decidido esperar a que el camión del pan pasara por la calle para llamar a la puerta. Nada más lejano a sus deseos quedespertar intempestivamente a dos mujeres y dos niños pequeños. Era tan difícil comunicar esas terribles noticias, y todavía debía ver a la madre y la hermana dePatrick Pearse, en St. Enda's. La señora Clarke, en cambio, había visitado a su esposo en la cárcel, horas antes de su ejecución.

−¿Cuándo podré tener el cuerpo? −dijo Muriel al saberlo− Usted comprenderá que no tengo mucho tiempo para arreglar los funerales.−Su esposo ya fue sepultado, señora. El General Maxwell ordenó que los prisioneros ejecutados fueran enterrados en el cementerio de la iglesia del Sagrado

Corazón, en Arbour Hill.−¿Y puedo?...−No, señora −la interrumpió él con suavidad− La iglesia se encuentra bajo custodia militar. Los señores Pearse y Clarke también fueron ejecutados ayer y fueron

enterrados en el mismo lugar. El General Maxwell ha dispuesto que nadie ingrese allí. Quizás hayan más ejecuciones... −dijo el sacerdote con una voz casi imperceptibley sobre los hombros de Muriel sus ojos se encontraron con los de Grace, quien al escuchar aquella conversación discretamente parecía haber tomado una determinación.

La carta que Joseph le había entregado a Winnie Carney en Moore Street permanecía cerrada, junto a las pertenencias de la emisaria, en la cárcel de Kilmainham,pero una segunda y apresurada nota había logrado llegar a sus manos. El la había escrito en las Richmonds Barracks y enviado con un soldado. Ella recordaba susúltimas líneas como si las estuviera leyendo: “No hemos tenido una sola noticia fiable del exterior desde el lunes 24, sólo rumores. Escucha, si vivo, podría ser posibleencontrar una iglesia para casarnos por poder - Me dicen que es muy difícil, sin embargo. El padre Sherwin podría hacerlo. Ya sabes cómo te amo. Esto es todo lo quetengo tiempo de decirte ahora. Sé que me amas y eso me mantiene feliz…”

−Puedo asegurarle que uno de mis compañeros llevó a cabo el oficio de difuntos y que ellos fueron enterrados en suelo consagrado −continuó el sacerdote− Yomismo escuché la confesión del señor McDonagh y le ofrecí la santísima comunión. Ahora, debe preocuparse por usted y los niños.

Muriel asintió con los ojos llenos de lágrimas. Esas lágrimas, grandes y calientes, que ahora caían sobre la carta que el sacerdote le había entregado. La última cartade su esposo. Tras cerrar la puerta, ella se volvió hacia su hermana, en búsqueda de un abrazo consolador. Pero Grace acababa de ponerse el abrigo, se acomodaba elsombrero y le dijo sin inmutarse junto a la puerta.

−Debo ir ahora mismo a la iglesia de Rathmines.

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Kilmaiham Gaol, 11:00 a.m.

Pocas veces había sentido tanto frío, ni siquiera en el cuartucho de Liberties donde Rosie y yo compartíamos una vieja y achacosa estufa que producía más humo

que calor. Como en esas larguísimas noches de invierno, el frío no me deja dormir. Como entonces, las horas se fueron lentamente entre el rechinar de dientes y lostemblores, pero ahora ni siquiera tengo la manta, ni la estufa con olor a óxido hacia la cual volverme con la esperanza de conseguir un poco de calor. Los guardias, almenos me han dejado quedarme con el abrigo y hasta me han dado media taza más de té tibio.

Es tan extraño estar sentada sobre este incómodo catre con la presencia constante de ese agujero justo a la altura de los ojos sobre la puerta, porque aunque dudoque así sea, tengo la sensación de que alguien está mirándome siempre desde afuera. Un maniquí exhibido en una vitrina de Sackwille Street... Y mientras el tiempopasa, he recordado capítulos enteros de aquellos libros que Rosie y yo leíamos por las noches, he susurrado todas las canciones que conozco, desde las advocacionesde la misa hasta las tonadas obscenas que los borrachos tarareaban entre los vestidos brillantes de las chicas de Monto.

A ratos, intento descifrar sonidos lejanos, o al menos lo que yo creo que lo son. Susurros, o tal vez el ruido del viento entre los árboles de afuera. Gemidos, o elchillido lejano de las gaviotas. Podría jurar que algunas de nosotras han logrado comunicarse mediante un secreto código de golpecitos sobre las piedras de losmuros. El sonido hueco de la taza vacía de metal sobre las piedras húmedas. Intento unirme a la conversación, pero nadie ha respondido a mis tímidos intentos. Una yotra vez los pasos de los guardias, a veces lejos y otra vez más cerca... más cerca... más cerca ¿Acaso vienen por mí?

Puedo jurar que el eco de esos pasos se ha detenido ante la puerta. Entre el golpeteo de los latidos de mi corazón, el chirrido de la cerradura. El guardia, como siyo no existiera, como si yo no mirara sentada desde el catre, hace entrar a una mujer sin decirme nada. Una mujer casi tan alta como él, una mujer con una largacabellera roja, mal recogida alrededor de un rostro que evidenciaba noches de insomnio. Un rostro donde el labio superior hinchado, con unas pequeñas gotitas desangre seca sobre el borde izquierdo, revelaban, que un puño masculino había descargado un golpe. Un rostro que yo alcancé a reconocer en el primer momento, aúnen medio de la penumbra gris que volvió a la celda tras cerrarse la puerta.

Emily creyó, que al igual que el guardia, Amanda no parecía notar su presencia. La verdad era que ella aún intentaba comprender qué estaba sucediendo. Tras

escucharla sollozar por algunos minutos, sentada en el catre, con el rostro oculto entre las manos temblorosas, Emily se atrevió a colocar su mano pequeña sobre laespalda que se curvaba tan dolorosamente. Amanda se estremeció a su contacto, e incorporándose de inmediato, la miró a los ojos.

−Me llamo Emily y pertenezco al Ejército Ciudadano −dijo ésta muy seria como una chiquilla que practicara un saludo en la escuela, y agregó− Estuve en SouthDublin Union.

Amanda detalló aquel rostro curioso, donde se dibujaba una amplia sonrisa y por un instante, se sintió más tranquila. Estaba en Kilmainham, la había interrogadodos veces y tras discutir qué harían con ella, la habían llevado hasta esa celda. Y esa muchacha rubia, que parecía una adolescente, era su compañera de reclusión.

−Gracias Emily −le respondió, notando cuánto dolía aquel labio roto. Todavía sentía en la boca aquel sabor metálico al decirle su nombre y que era miembro deCumann na mBan.

Ambas permanecieron en silencio. Amanda miraba la celda, deteniéndose en cada detalle. La perenne humedad sobre las piedras, la punzante y áspera textura delcolchón, el breve cuadrado de la ventana donde nada podía distinguirse más allá del cielo siempre cambiante de Dublín.

−¿Hace mucho qué estás aquí? −preguntó.−Tres días y tres noches −respondió Emily señalándole con un gesto un rincón de la pared− Comencé a marcar los días con mi uña, aquí. El primer día, cuando se

me ocurrió hacerlo, creía que era una tontería, pero ayer decidí que era necesario.Amanda pasó su dedo sobre las tres pequeñas líneas verticales que Emily había marcado, mirando con repugnancia su propia uña, partida y sucia.−¿Cómo llegaste?−Nos trajeron los ingleses tras la rendición el Domingo. Yo era la única mujer que quedaba en South Dublin Union, las que habían ayudado en la cocina se habían

ido ya, pero en Marrowbone Lane había una veintena de chicas de Cumann...−¿Eras la única mujer? −la interrumpió Amanda− ¿Por qué?−Porque desobedecí mis órdenes. Yo debía presentarme en St. Stephen Green al Comandante Mallin. Pero decidí seguir a mi... marido, que pertenecía al batallón de

los Voluntarios dirigido por Ceannt.−¿Y qué fue de él?−No lo sé −dijo ella moviendo la cabeza− A los hombres se los llevaron a otro lugar. Pensar a cuál ha sido uno de mis pocos entretenimientos aquí. La cárcel de

Mountjoy siempre está llena y acá... fíjese que nos han colocado en el ala antigua. De seguro, el ala nueva debe estar llena también... ¿Los habrán llevado a Inglaterra?¿Los habrán deportado a Australia? ¿O los habrán enviado al peor lugar del frente occidental? De ellos puede esperarse cualquier cosa.

Amanda asintió con desgana. Ella también se había hecho aquellas preguntas. Sin embargo, bastante había tenido con lograr sortear el par de interrogatorios sindeclarar nada que pudiera servir para incriminar a Joseph o a Adrián.

−¿Te han interrogado?−No −respondió Emily.Aunque lo suponía, Amanda sabía que esa era la peor de las respuestas posibles. Ellos sabían. Tal como lo creía, los formales ingleses estaban a la búsqueda de

recursos legales para las acusaciones. Y la comunicación con los alemanes era lo peor que ellos podrían admitir en tiempos de guerra. Joseph y Adrián estaban en peligroy muy seguramente aquel oficial volvería por ella... ¿O acaso había desistido? ¿Habría terminado por creer que ella nada sabía de las armas o la conexión alemana?

−A usted si la han interrogado −afirmó Emily con voz grave, mirando fijamente la sangre seca en la comisura del labio− ¿Le hicieron daño?−No. Esto sucedió −respondió Amanda tocándose el labio− porque él perdió la paciencia conmigo con toda razón. No pudo sacarme nada. Yo participé en el

tráfico de armas, envié y recibí mensajes y el sótano de mi casa estuvo lleno de ellas. Tuve miedo de flaquear, pero afortunadamente, no lo hice. No dije nada. No puseen evidencia a nadie.

−Eso está muy bien −dijo Emily con orgullo, mientras nuevas lágrimas asomaban a los ojos de Amanda.Ambas mujeres se abrazaron en silencio. Emily pasaba sus manos sobre el cabello de Amanda, acomodando los mechones sueltos con cuidado detrás de las orejas.

Estaría con ella, dándole consuelo, cuánto tiempo hiciera falta, pensó. Sin embargo, pocos minutos después, una insoportable arcada la hizo levantarse y correr hacia elfétido cubo de latón que ella había arrimado a una esquina.

−¿Te sientes bien? −preguntó Amanda, agachada a su lado.−Sí −dijo Emily−. Son sólo náuseas.−Puedes confiar en mí. Soy enfermera. Trabajo en el Hospital Meath y estuve atendiendo heridos toda la semana. ¿Te duele en algún lugar? ¿Tienes alguna herida?−No. Realmente creo que esto... Verá, estuve preocupada todos estos días porque me viniera la menstruación... debía ser así... ¿Se imagina qué situación? Pero no...

no ha sucedido −dijo Emily con una sonrisa triunfal.−¿Así que crees que estás embarazada?−Sí. Ojalá.Amanda le devolvió la sonrisa, aunque no compartiera su entusiasmo por aquella noticia en esas circunstancias.−¿Y tú esposo? −le preguntó− ¿Llegaste a comentarle sobre la posibilidad?−Él no es mi esposo. Esto es asunto mío. Yo hice todo lo posible para que sucediera.

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Sin darse cuenta, Amanda tocó su propio vientre. En medio de aquel torbellino, ni siquiera se había detenido a pensar en esa posibilidad para sí misma. Si fuera así,¿Ella sería capaz de decir con tanto aplomo "esto es asunto mío”? ¿Qué podría hacer en semejante encrucijada? Era valiente esa muchacha.

−Bueno Emily, si estás embarazada hay que decírselo a los guardias. Debe confirmarlo un médico y tú necesitas otras condiciones, no pueden negarlo.−Pueden −dijo ella con firmeza− ¡Claro que pueden! No voy a darles el gusto. Además, estoy segura que no estaremos aquí por mucho tiempo.−¿Cómo puedes saberlo?−Deben haber demasiados detenidos. Esto fue algo grande, grande en verdad. ¿Cuánto tiempo cree que podrán tener a todos los hombres presos? ¿Dónde? No van

a matarlos a todos, y cada uno de ellos tiene esposa, madre, hijos, hermanas, novias. Las familias comenzaran a presionar ¿Y nosotras? Yo no tengo familia, peroseguramente usted sí ¿Acaso cree que su familia no va a hacer nada al respecto?

Amanda se detuvo a pensar en ellos. Su familia... ¿Quién sabe dónde habrían metido A Evelyne? Tal vez se encontrara en una celda próxima. Y no sentía ningúndeseo de ni siquiera detenerse a pensar en la reacción de su padre.

−Yo estoy segura que esto va a provocar algo más, señorita Amanda.−Sí, respondió ella. Viudas y huérfanos, eso va a generar. Cárcel y represión. Nos rindieron, Emily. Fuimos una confusión y un desastre. Fuimos estúpidos.−No lo creo.−Darán penas de muerte.−Oh si, las darán. Y serán nuestros mártires... Esta mañana comenzaron. Escuché tres ráfagas de disparos por la mañana. Estoy segura que fueron fusilamientos.Amanda no pudo evitar temblar. ¿Acaso Joseph…?−Estoy segura −siguió Emily−. Ellos lo están y nosotros también. Connolly siempre nos dijo que esto era sólo un comienzo...

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Richmond Barracks, 1.30 p.m.

−¡Al patio! - exclamó el soldado a la entrada del barracón.Como todos los demás, Adrián se levantó del extremo donde se encontraba sentado, desentumeciéndose las piernas. Los prisioneros habían sido recluidos,

siguiendo las órdenes del General Maxwell en los vacíos barracones del cuartel Richmond. En cada barracón había unos sesentas hombres y ellos habían decididoorganizarse en grupos para dormir, descansar y emplear los cubos que apestaban en uno de los extremos. Al lado opuesto, se amontonaban termos vacíos de té ymigajas de galletas secas y pan duro. Eran los restos de la única comida que habían tenido desde que los metieran allí.

Adrián se encontraba en uno de los barracones donde habían llevado a los combatientes de la guarnición de la Oficina de Correos por lo que encontró muchosrostros conocidos. No tenían ningún mobiliario, así que dormían acurrucados en el suelo. Las ventanas eran muy pequeñas y el aire escaso. Al menos, no tenían muchanecesidad de calefacción. Eran mucha la cercanía y poca la ventilación.

El aire frío le golpeó el rostro cuando salió al patio y hundió sus manos, marcadas con quemaduras y pequeñas cortadas como las de todos los demás, en losbolsillos de su sucio pantalón verde. Cómo extrañaba su buen par de guantes. Y una bufanda. Los hombres caminaban alrededor del cuadrado de cemento y algunos sesentaban en los pequeños espacios de césped que se adivinaban entre los barracones. A pesar de lo que había dicho el guardia, no les permitían ir hasta el patio, detrásde los edificios grises.

El resplandor del sol lo encegueció en los primeros minutos. Pero después, al acostumbrarse a la claridad, el paseó su mirada por el rectángulo bordeado por losedificios. Una figura conocida, sentada en el césped con el rostro hacia el sol, llamó su atención de inmediato. Joseph parecía encontrarse muy tranquilo, disfrutando,quizás más que la mayoría, de aquel raro privilegio. Adrián, al verlo más detenidamente al acercarse tuvo la sensación de que él parecía encontrarse en un parque. Veranoen St. Stephen Green. Llegó a extrañar que el no tuviera una cesta, un mantel de picnic y un grupo de amigos ante sí.

−¡Vaya! ¿Así que finalmente llegó usted aquí? −dijo Joseph al verlo, invitándolo a sentarse a su lado con un gesto.−Pues sí −respondió Adrián− Parece que todos hemos terminado aquí.−¿Y Amanda? ¿Sabe dónde está?−No, fuimos arrestados juntos, pero a ella la llevaron a otro lugar. He logrado escribirle a mi padre y le he pedido encarecidamente que se ocupe de ella.

Intentábamos llegar a “Williams and Woods”. Ella quería saber de usted.La mirada de Joseph bajó ante la mirada penetrante de Adrián. Luego, él pensó que esta velada acusación por el arresto de ambos era injusta. Joseph no había otra

cosa que entregarla en sus manos. Y permanecer en el Father Matthew Hall no habría cambiado las cosas. Tal como había podido constatar, todos los caminos parecíanllevar a Richmond Barracks... y a un lugar desconocido para las mujeres.

−Quizás haya podido volver a casa −dijo Joseph− Winnie Carney y Julia Greenan se entregaron junto a nosotros, pero a ellas también se las llevaron a otro lugar.Tal vez las hayan liberado. Ojalá...

−Realmente, no sé dónde podrían encerrar a las mujeres si quisieran hacerlo.−Ni siquiera tienen mucho espacio para nosotros −dijo Joseph− ¿Lo han interrogado ya?−Sí. Pero me las arregle para no comprometer a nadie más que a mi mismo ¿Y a usted?−También. Apenas llegamos aquí ayer, trajeron a los comisarios de la policía política ¿Pudo verlos? Eran los hombres de civil que entraron a los barracones. Me

identificaron de inmediato y me sacaron de allí. Estoy en confinamiento solitario, así que no sabe cuánto me alegra verle ...Un acceso de tos interrumpió las palabras de Joseph y Adrián vio como él limpió la sangre del borde de sus labios con un pañuelo que distaba bastante de estar

limpio.−¿Se encuentra bien? −le preguntó preocupado.Joseph asintió sin muchas ganas.−Deberíamos exigir que lo trasladen a un hospital −dijo Adrián− Usted no debe permanecer aquí en ese estado ¿Quiere que hable a algún oficial acerca de ello? Yo

podría...−Eso no hace falta −dijo Joseph casi en un susurro− Estoy a la espera de mi juicio y estoy seguro que me condenarán a muerte.Adrián lo miró sin comprender cómo él podía hablar de su propia muerte con tanta tranquilidad. Era la tercera vez que tenía la convicción de que Joseph se

encontraba más allá de todo eso. Más allá de aquellos edificios, de los dolores, del hambre, del frío, del terrible olor que tenía la ropa de todos, de aquel pañuelo inmundoy el abrigo con corte de mujer que él llevaba sobre los hombros.

−Y también estoy seguro que ustedes no serán condenados −continuó− ¿No habrá dicho nada de su participación en el traslado de las armas? Y mucho menos de laconexión alemana. Niéguelo todo. Si quiere salvar la vida, usted debe conducirse como si hubiera sido un simple combatiente, nada más.

−Ese es el consejo que he dado a todos mis compañeros del barracón. He pasado todo este tiempo ensayando con ellos sus respuestas. No olvide que soy abogado.−Es cierto. Yo sólo quisiera pedirle algo más...−No necesita recordármelo −lo interrumpió Adrian− Una promesa es una promesa.

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Fitzwilliam Street, 9.00 p.m.

Evelyne había regresado a casa, cubriéndose nuevamente con su armadura de silencio, sintiéndose otra vez perdida, descubriendo los susurros que desde su interior,

eran sus únicas voces. En aquella tarde gris, plena de escaramuzas y de sonidos de armas que aún no se apagaban, había recorrido las ruinas del centro de la salud yregresado al hospital. Todo era desconcierto, lividez. En una sala repleta de quejidos y sangre, un grupo de soldados rodeaban el lecho de una joven herida de balas. Sedecía que era Margaret Skinnider, a quien no habían podido encarcelar por su delicado estado. El doctor O´Neill, que se había negado a informar las ausencias deFrédéric, Amanda y la suya propia, ahora se enfrentaba al oficial que exigía que la prisionera debía ser interrogada.

Se hablaba de hogares ultrajados con menos suerte que el suyo. Puertas derribadas, hombres haciéndose paso a culatazos, hombres muertos, hogares saqueados.Por los pasillos, madres, esposas, hermanas, hijas, escrutando rostros y leyendo, o haciéndose leer, las largas listas de heridos y cadáveres. Cuerpos cubiertos de jironesde uniformes de los que ya no importaba reconocer el color. ¡Qué importaba ya el origen de tanto llanto! Ingleses e irlandeses, como todos los humanos, parecenhermanarse sólo en la muerte. Y aquellas campanas doblando a difuntos. Y las calles destruidas, aún oliendo a pólvora, y las mujeres que iban al hospital luego depermanecer horas de pie en largas colas para comprar un kilo de harina, un trozo de pan, unas papas, un poco de jamón o de tocino, algunas salchichas. El fantasma delhambre, que vuelve a Irlanda a la mínima mención, volaba sobre el pensamiento de todos… Grupos de policías y guardias aparecieron, como por arte de magia, en todaslas esquinas, revisando los coches, el tranvía, incluso las camillas del hospital. Demasiado había cambiado en unas horas. Habían vuelto los años peores. Se creyósonámbula, y limpiando, curando, cerrando heridas y párpados transcurrió ese largo día en el que Evelyne entendió que por primera vez extrañaba; extrañaba a Amandacon su estúpida intrepidez, y extrañaba a Frédéric, y sus ojos brillantes, su sonrisa fugaz.

Había vuelto a casa, cansada de soportar los destrozos de la ciudad y las agonías del hospital, y dentro de sus muros, extrañamente intactos, descubrió quetampoco podía soportar su estropicio de casa deshabitada, con su padrastro silente encerrado en la biblioteca tras misteriosas reuniones, con Brigid que se acercaba aella con miedo, con una calle a la que todos los vecinos se asomaban con disimulo. Sintió frío y envuelta en un pesado chal se sentó con la intención de dibujar en uno delos sillones de la sala. Allí seguía, acompañada de un té que se había enfriado, cuando vio a un auto desconocido estacionarse. Desde un resquicio de la ventana, desde elque sabía no podría ser vista distinguió la maciza silueta de Frédéric acercarse a la puerta.

−No pude irme a Donegal −dijo él mirándola.−Ya veo…−¿Y no vas a preguntarme por qué?−Si viniste hasta aquí, es porque vas a decírmelo −dijo ella casi en susurro.El la abrazó con fuerza, notando por primera vez algo que ella había percibido la primera vez que lo miró en el hospital, que su nariz sólo alcanzaba a rozar la mitad

de su pecho.−Pero si ya lo sabes… −dijo él mirándola a los ojos− No fui capaz de irme y dejarte aquí.−Lo suponía, pero llegué a dudarlo anoche, y decidí esperar. Tú sabías bien donde encontrarme.

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Kilmaiham Gaol,7.30 p.m.

Constance ni siquiera se levantó del catre al escuchar el ruido de las llaves que abrían la puerta de su celda. Se limitó a sentarse. Durante esos días, había sido difícil

para ella contener el asco que todo el entorno le producía. Aquellas molestas náuseas, que la hacían recordar los primeros días de su ya lejano embarazo, atacaban denuevo. Cerró los ojos por un momento y mientras respiraba profundamente y cubría su boca con la mano derecha, tratando de evitar las arcadas, vio entrar al coronelCowan, ese joven oficial que le resultaba tan desagradable. Venía a traerle un sobre, que ella abrió de inmediato, aún con el estómago revuelto, mientras su mirada pasabade la hoja con el enorme sello de la Corte Marcial Británica al rostro impecablemente afeitado del militar.

−Es su sentencia, señora −dijo él, dando una explicación innecesaria− Debo esperar, por si desea hacer alguna respuesta o petición.Mientras le hablaba, Cowan no podía despegar sus ojos del rostro de esa mujer, que a pesar de su edad madura, había logrado fascinarlo. Nunca antes había

conocido tanto orgullo y apostura. Constance, con su mirada altiva, su silueta recta y sus gestos duros le parecía algo cercano a un ser sobrenatural. O por lo menos, auna mujer única. Las historias que de ella se contaban entre los soldados le resultaban increíbles, y las escuchaba una y otra vez, ocultando con cuidado su placer.Mientras ella releía aquella misiva, los minutos se hacía infinitos y él la observaba más detenidamente, queriendo poder saber algo de aquella, al parecer, tanperturbadora decisión. La comunicación era larga, y ella parecía molestarse al leer cada palabra, su cara enrojecía, las delgadas venas de su cuello palpitaban, su ceño sefruncía cada vez más. Finalmente, sus manos finas, sin anillos, estrujaron el papel con rabia, lanzándolo al extremo de la estrecha celda justo a los pies de Cowan.

−¿Algo que decir, señora? −preguntó él imperturbable, deseando que ella tal vez necesitara algo de él.Constance lo miró a los ojos, al fin. Aquella dama parecía consumirse de indignación, con sus largos cabellos cayendo en una trenza floja por su espalda y sus

hombros temblando ligeramente por efecto de la ira.−¡Llévese esa porquería! −dijo ella pareciendo morder cada palabra− Ustedes ni siquiera han tenido la decencia de fusilarme.Él recogió el papel y salió de la celda lo más rápido que pudo, caminando rápidamente, impaciente por conocer el contenido de la misiva. Se apoyó en la baranda de

hierro y pronto alcanzó a leer aquello que había despertado la cólera de su distinguida prisionera. Premeditado o no, se trataba de un tratamiento humillante, Cowanleyó las palabras terribles que arderían siempre en la memoria de Constance...”y a pesar de habérsele encontrado culpable de todos los cargos presentados en sucontra, este tribunal decide conmutar la pena de muerte por fusilamiento por la de encarcelamiento de por vida. Hemos realizado esta excepción únicamente enconsideración a su sexo”... Cowan cerró la carta molesto. La Corte le había negado a Constance el tratamiento de heroína, ese que él mismo le había otorgado. Le habíanimpedido convertirse en una mártir, como el resto de sus compañeros. La condena de su género le perseguía aún en esos momentos, pues más que por haberse rebeladocontra la autoridad del Imperio, Constance Markievicz era castigada por haberse rebelado contra la autoridad del hombre, y la esencia misma de su sentencia era negarleel tratamiento que habían otorgado a sus contrapartes masculinos.

Constance lo sabía y mientras tanto, sola en su celda, lloraba por primera vez desde hacía muchos años; y doblada sobre su vientre, vomitaba todo el profundoasco que aquel orden le generaba desde su niñez. Sabía que una y otra vez, el sonido de las balas que habían hecho caer a tres ¡vaya si los había contado! compañerossuyos en la madrugada, sonaría en su cabeza, cada día…todos los días, hasta el final de los suyos. Y en ninguno de ellos pudo dejar de desear poder haberlosacompañado.

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Fitzwilliam Street, 8.30 p.m.

Seamus O´Connell entró al salón y Patrick McKahlan notó, por primera vez en todo el tiempo que llevaban conociéndose, su familiar silueta ligeramente

encorvada. Su cabello, peinado hacia atrás, le pareció quizás más cano, más profundas las arrugas alrededor de su boca, más oscuras las ojeras que rodeaban unos ojosempequeñecidos tras los párpados pesados. Aquel rostro revelaba un cansancio infinito.

−Buenas noches, Seamus. Que bueno verte −dijo Patrick con sentida sinceridad.En verdad, agradecía la visita de quien siempre le había transmitido una profunda confianza. Porque se sentía más solo a cada instante. Desde su regreso a Dublín,

Patrick McKahlan era cercado por la soledad. Una terrible sensación de no saber ya cuál era su lugar. Una extrañeza de sí mismo y de todo lo que le rodeaba. Laausencia de Amanda y su terrible discusión con Evelyne le habían arrebatado de golpe su único contacto real con el mundo: sus hijas, convertidas en un par de extrañas.El traje arrugado de Sean revelaba un día agitado. Y su expresión ansiosa, un deseo imperioso de descansar.

−Necesito conversar unas cuantas cosas importantes contigo −dijo− Y rogarte un favor.−¡Pero por favor hombre! Siéntate, tomemos un trago. Pareces un espectro.Seamus obedeció en silencio sentándose en uno de los mullidos sillones junto a la chimenea, frotándose lentamente las manos. Mientras tanto, Patrick servía dos

vasos de whisky y cuando extendió uno de ellos a su viejo amigo, se preguntaba qué causarìa la expresión de vívida preocupación en su rostro. Seamus era un hombre deperenne buen humor.

−Patrick, no sé por donde comenzar todo este asunto.−Por el principio −replicó él, intrigado, algo contagiado de su impaciencia.−¿Qué sabes de tu hija?Sintió aquella interrogante como un golpe inesperado. Ambos hombres se miraron a los ojos y Patrick supo que no podría repetirle a Seamus la mentira que había

dicho durante el almuerzo a Andrew, a quién le había afirmado que nada había logrado averiguar durante su visita a Kilmainham, en la mañana. A él sólo podía confesarlela verdad.

−Está en Kilmainham −dijo casi en susurro, sintiendo como un enorme peso caía de sus hombros− Participó en la rebelión. La detuvieron armada.Seamus, para su sorpresa, no pareció inmutarse. Más bien, Patrick observó que su expresión mostraba el mismo alivio cuando respondió−Mi hijo también está preso. En Richmond Barracks. Por la misma razón.−¿Tú hijo? −preguntó a su vez Patrick asombrado− ¿Adrián?Seamus asentía suavemente a medida que Patrick lo interrogaba. Adrián había salido de su casa el Lunes de Pascua, sin decir a dónde iba ni cuándo volvería, tal

como era habitual; pero también solía regresar a las horas adecuadas. Cuando ello no sucedió, una serie de cartas que èl había escrito a cada uno de los miembros de sufamilia, dieron respuestas a todas sus preguntas y él logró comprender como había ocurrido todo. O casi todo.

−Sí, así es −dijo, comenzando a explicar sus conclusiones− Adrián siempre estuvo ligado a los fenianos de América. Y fueron ellos quienes le ordenaron regresaracá. El no regresó para ocuparse de la firma, como yo quería; ni para establecerse aquí, como quería Anne, ni para nada de eso. El volvió porque estaba involucradodesde allá con el Levantamiento.

Patrick no supo qué decir, pues compartía la misma tristeza que llenaba las palabras de Seamus, aquel sentimiento de descubrir que no conocían a sus hijos.−No pude entrar a Kilmainham, ni mucho menos a Richmond Barracks −continuó Seamus− la cárcel y el cuartel están repletos y todo el mundo quiere saber de sus

familiares. De ir a un lugar a otro me enteré que trasladaron funcionarios de los tribunales para trabajar en ambos lugares, y de ellos, de ellos si que conozco abastantes... de algo deben servir más de veinte y cinco años de ejercicio en los tribunales. Bien, logré contactar a alguien que está manejando los expedientes. Lo soborné,y él encontró el de mi hijo y me dijo lo más importante. Quería saber bajo qué cargos lo acusan. Esa persona logró comunicarse con Adrián y hacerme llegar una notasuya.

Patrick continuaba mirándolo desconcertado, mientras servía un segundo trago para ambos, pues Seamus le hablaba como si todo aquello le afectara de un mododirecto. Y para él, no se trataba más que de una catarsis de su amigo.

−Y así me enteré de algo que te concierne. Amanda y Adrián fueron arrestrados juntos. El me pidió que me ocupara de ella... están comprometidos.Patrick lo miró estupefacto, con el vaso a la altura de sus labios.−Eso no puede ser cierto −dijo cortante, colocando el vaso sobre la mesa− Amanda está comprometida desde hace dos años con Andrew Reynolds, lo sabes. Debe

tratarse de una confusión.−Pues parece que cambió de opinión. Estoy completamente seguro de lo que te digo. Mi contacto verificó que lo arrestaron con ella. También revisó su expediente.

Amanda Maireád McKahlan Donaghan, de 25 años, nacida el 17 de Agosto de 1890 en Dublín ¿Acaso no es esa tu hija?−Seamus, ¡Qué dices! −exclamó Patrick− ¡Ellos ni siquiera se conocían! −añadió despectivamente.−Falso −respondió Seamus de inmediato con la irónica certeza de un jugador de cartas que despliega una jugada ganadora ante su contendor− Se conocieron el

sábado antes del Levantamiento.−¿Cómo lo sabes?−Porque estuve presente. Fue en la casa de Joseph Plunkett, en Malborough Road. Adrián y yo fuimos a redactar su testamento. Y Amanda le sirvió como testigo

del mismo.−¡Joseph! −vociferó Patrick, ya completamente iracundo, temblando de rabia− ¡No quiero saber nada de él! Estoy seguro de que fue él quien hizo que Amanda se

involucrara en todo esto ¡Él! ¡Y la condenada de Constance! No sabes como me arrepiento de no haber controlado a Amanda ¡Confiaba en su buen juicio!−¡Ya, Patrick! −respondió Seamus, intentando calmarlo− Nuestros hijos ya no son niños... −y tras una estudiada pausa añadió− Y además hay razones.−¿Qué dices?−Que hay razones. Yo estoy orgulloso de Adrián. Realmente orgulloso, y haré cualquier cosa por defenderlo, a él, a Amanda y a sus compañeros.−Fue una locura.−Una sana locura −replicó Seamus, levantando el también un poco la voz, dispuesto a exponer sus más recónditos sentimientos en relación a la rebelión; esos

sentimientos que habían permanecido ocultos, convertidos en amargas culpas− ¿Hasta cuando íbamos a estar así, obviando la realidad, esperando el fin de una guerraque no es nuestra y reclama la sangre de nuestros hijos para discutir el "Home Rule" ¡por quinta vez!, para que la Cámara de los Lores la vuelva a vetar? ¿Qué hemoshecho, Patrick? ¿Aprovecharnos de la emancipación católica para enriquecernos y convertirnos en burgueses, en honorables miembros de la sociedad? ¡Hemospisoteado la herencia de mi tío, de Daniel O´Connell, de Robert Emmet, de Lord Edward Fitzgerald, de Theobald Wolfe Tone!

−¡No, por Dios, Seamus! No vengas tú también con esas monsergas de feniano trasnochado. Estoy harto de lamentos irlandeses que sólo sirven para nublar eljuicio y hacernos sentir cada vez más miserables ¿Has visto a dónde lleva todo eso? −¡Monsergas de feniano trasnochado! Muy bien, te hablaré del presente ¿Qué hayde la miseria de esta ciudad? ¿Acaso no has visto a los niños muriendo de hambre y frío en las calles? ¿Qué hay de los obreros en paro? ¿Qué hay de las obrerasexplotadas? ¿Qué hay del saqueo del campo? ¿Y de las rentas que hacen miserables a los campesinos? ¿Ya se te olvidó la Huelga? ¿Se te olvidó la policía matando agolpes a los sindicalistas? ¡Por Dios, Patrick, tú eres un hombre honesto, por eso hemos votado por ti como nuestro parlamentario! Tienes que hacer algo. Mira a tualrededor, la ciudad en ruinas, miles de presos, una cacería humana. Y eso que no han comenzado los juicios... y las ejecuciones -añadió con una mirada sombría-. Habrápenas de muerte, estoy seguro. Los ingleses se volvieron locos, no estuviste aquí el miércoles cuando comenzaron a bombardear la ciudad y a disparar a mansalva acualquiera. Asesinaron a mujeres y niños, a Francis Sheehy, mi vecino, uno de los mejores hombres que pudieras haber conocido, un pacifista. Y por cierto, ahora que

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despotricas del mejor amigo de tu hija, de una de las pocas compañías que tuvo durante todo este tiempo, mientras tú estabas en Londres, te informo que tus propiosvecinos, George y Josephine Plunkett, también están presos. Así que ya lo ves, nadie está a salvo. Tienes que hacer algo, Patrick, son nuestros hijos, somos nosotros. Yesto sólo puede tener una solución política. Una petición de amnistía.

−¿Ya sacaste todo? No sabía que eras un tan feroz militante republicano.−Por favor, Patrick -dijo Seamus en un tono casi suplicante- si quieres, olvida todo lo que te he dicho y piensa. Tienes el poder y la respetabilidad para encabezar

una petición de amnistía. Redmond seguramente estará de acuerdo. Sabes bien que sólo necesitas alzar tu teléfono, conversar con él y en media hora estaríamos enKilmainham solicitándole una audiencia al General Maxwell. Hazlo por nuestros hijos, hazlo únicamente por el lazo familiar que ahora nos une.

−Eso… Eso no puede ser cierto −se limitó a responder.−Lo es. Te guste o no. Y ahora tú y yo, debemos actuar juntos en todo este asunto. Patrick, están realizando juicios llenos de inconsistencias legales. A puertas

cerradas, sin pruebas ni expedientes sustentados y sin posibilidad de acudir a abogados defensores. Los oficiales pertenecientes a las Cortes Marciales no tienen ningúnentrenamiento para ello. Adrián lo escribió en su nota escuetamente, léelo por ti mismo −dijo Seamus, extendiéndole un papel que Patrick ni siquiera miró- Patrick, mihijo intentó asistir a sus compañeros como abogado defensor −continuó Seamus− y no se lo permitieron. No pudo ni siquiera defenderse a sí mismo. Y mi contacto medijo hace unas pocas horas que los ingleses habían decidido recluirlo en solitario por sus reclamos sobre ello y que además, no había podido encontrar nada sobreAmanda. Tenemos que actuar rápido, porque cualquier cosa puede ocurrirles a nuestros hijos...

−Eso no puede ser posible. Amanda no pudo haber cometido la estupidez de comprometerse con tu hijo.−¿Y por qué no? ¿Acaso crees que Adrián no es digno para tu hija?Patrick lo interrumpió de manera abrupta, ordenándole con voz mortecina.−Vete, Seamus. Vete.−¿Qué? −exclamó Seamus desconcertado, poniéndose de pie.−Pareces muy contento con las acciones de tu hijo y su pretendido noviazgo −dijo Patrick irónicamente.−Sí lo estoy ¡Vaya que si lo estoy! −exclamó desafiante− Adrián ha limpiado la vergüenza que he sentido durante todo este tiempo por nuestra cobardía y se ha

comprometido además con una excelente muchacha. Con tu hija.−Amanda ya no es mi hija. Si tanto te alegra todo esto, estarás muy complacido de que mañana mismo envíe todas sus cosas a tu casa. Y puedo resolver también el

asunto de su herencia de inmediato. Tú mismo tienes los documentos. Los firmaré cuando quieras.−Patrick McKahlan, recibiré con gusto a tu hija en mi casa apenas logre sacarla de la cárcel, así que puedes mandarme lo que quieras. Lo que si no aceptaré será ni

un sólo centavo de tu parte. Y estoy seguro de que Adrián estará de acuerdo conmigo en decirte que, aunque no somos tan ricos como tú, tenemos la capacidad demantener una casa decorosamente. Nada le faltará a Amanda. Y ya me voy, no hay necesidad de que me eches.

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Kilmaiham Gaol, 8:15 p.m.

Cuando el coronel Cowan vió bajar a aquella mujer del auto, vestida con un sencillo traje de calle beige con delgadas líneas azules pero con su corta cabellera rubia

cubierta con un enorme sombrero blanco y un largo velo casi transparente, pensó que el General Maxwell con toda seguridad reprendería a la Corte Marcial. Él se habíaesforzado en evitar cualquier situación que al trascender al público, pudiera convertirse en centro de los sentimentalismos. Por ello, había decidido no entregar loscuerpos a los familiares, ni realizar exequias públicas y restringir al máximo las visitas. Pero esto... Sin embargo, también era cierto, tal como lo había afirmado elpresidente de la Corte, este tipo de voluntades no debían negarse.

A pesar de haber sido avisados, los guardias de la cárcel de Kilmainham se habían mostrado desconcertados ante aquella aparición de largos guantes blancos. Gracehabía mirado las paredes de una oficina anónima por casi una hora y luego, había caminado impaciente una y otra vez por uno de los patios vacíos. En algunosmomentos, su mirada había ido tímidamente hacia arriba, hasta las ordenadas hileras de pequeñas ventanas. Joseph, de seguro, se encontraba en una de ellas y quizásNellie, su hermana, y Constance, y la Doctora Lynn, pensó. Mientras tanto, acompañando el compás de sus pasos, ella apretaba una pequeña caja de terciopelo entresus manos. Dos horas antes, tras haber logrado poner a punto los documentos en la Iglesia y ante la Corte Marcial, ella había ido apurada a Grafton Street. Podíarecordar palabra por palabra el breve diálogo que había tenido con el dueño de la primera joyería con la que se había topado.

−Disculpe, señorita, estoy por cerrar −dijo él al verla entrar apurada al local.−Por favor −rogó ella y la voz pareció quebrarse de manera casi imperceptible - atenderme sólo le llevará un momento...El hombre se acercó al mostrador con curiosidad, y miró sus claros ojos azules en los que creyó ver asomarse una lágrima. Él no podía soportar ver llorar a una

mujer, así que fijó su mirada en el brillo de las piedras que destellaban desde las mullidas cajas del mostrador.−¿En qué puedo ayudarla? −alcanzó a decir con un hilo de voz.−Quiero un par de anillos de bodas.Él se sorprendió por aquel insólito pedido. Las parejas solían venir a la joyería y tomados del brazo sopesaban todos los modelos y muchas veces incluso

encargaban un diseño especial. Era extraña esa mujer.−No tengo muchos modelos ahora. Verá, señorita, las parejas suelen encargar...−Deme cualquiera −interrumpió ella− Los mejores que tenga.Ahora, la habían hecho entrar a la capilla de la cárcel y ella miró con asombro a los soldados con las bayonetas caladas y la tímidas luces de las velas. El servicio de

gas aún no había sido restablecido en la ciudad tras la semana de combate, ni siquiera en ese lugar, adyacente a uno de los puestos del ejército. Ella miró hacia el lúgubrepasillo que se extendía a su izquierda y logró distinguir a Joseph caminando hacia la capilla, todavía esposado y llevado por dos guardias, los mismos dos guardias queactuarían como testigos de su boda.

A pesar de lo extraño de aquella situación, tan diferente a su imaginado casamiento en la iglesia de Rathmines, ella sonrió bajo el improvisado velo nupcial. Él, queparecía tan diferente al alegre joven que había visto en el vestíbulo del Hotel Metropole el sábado 23 por la tarde, había cumplido su promesa. Estaba casándose conella. Se tomaron las manos en el frío de la capilla de Kilmainham, ese frío que las velas no alcanzaban ahuyentar. Se miraron a los ojos e intercambiaron los votos y losanillos que ella había comprado tan intempestivamente. Tras la bendición final del sacerdote, un beso fugaz, antes de que los guardias volvieran a esposar a Joseph y lollevaran de vuelta a su celda.

Grace, desconcertada, siguió a uno de los jesuitas que atendían a los reclusos, quien la llevó a un convento cercano con la esperanza de volver a verlo durante lamadrugada. Así sería, pero sólo por diez minutos, en la celda donde él se encontraba, de nuevo rodeados de soldados armados, con uno de ellos llevando el tiempo en unreloj. En su segunda salida de Kilmainham, la definitiva, ella llevaría entre sus manos las llaves de la casa de Larkfield y la de Malborough Road, instrucciones paraSeamus O'Connell concernientes a la ejecución de su testamento y un mechón de su cabello.

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4 de mayo de 1916.

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Fitzwilliam Street, 4.45 a.m.

Patrick McKahlan tomó aquel grueso álbum de fotos, mirándolo sin pensar. Había pasado la noche entera sin dormir, casi acabándose una de sus botellas de

whyskey con tragos tan largos como amargos. No alcanzaba a comprender porqué había tratado a Seamus de esa manera. Ayer, él había conversado sobre la posibilidadde intervenir políticamente en las secuelas de la rebelión con el antiguo subsecretario Nathan, quien al igual que Augustine Birrell, el depuesto Secretario de Gobierno, sedisponía a volver a Inglaterra a ponerse a la orden del Servicio Exterior. Ambos, en su momento, se habían mostrado en desacuerdo con la proclamación de la LeyMarcial y en ceder el control del gobierno al General Maxwell. Irlanda no era una zona de guerra, decían, sino una colonia en vías de obtener su autonomía. Por lamañana, había vuelto al Castillo. Un funcionario de inteligencia lo había citado con absoluta discreción. Ya su hija había sido plenamente identificada, le dijo,declarándole cuán sorprendido se encontraba de saber que su propia casa había servido como una de las “casas seguras” de la Hermandad Republicana y de lo lejos quehabían ido las actividades de Amanda, tanto antes como durante la rebelión.

Así había descubierto que tal como le había reprochado Evelyne, él no había estado allí y no sabía nada y de seguro, como ahora se reprochaba a sí mismo, Fionnahabría estado orgullosa de la actuación de Amanda; quizás tan o más orgullosa de lo que Seamus estaba de Adrián. Por las venas de ambos corría esa sangre extremista yrebelde, capaz de las grandes pasiones; mientras que él, él siempre había respondido a esa otra alma del país, a esa vocación tolerante y conciliadora, que intentaba antetodo adaptarse y sobrevivir. Lamentablemente, para todos, su posición podría catalogarse como muy cercana a la cobardía. ¿O incluso a la traición? Ahora, entre losvahos del alcohol, recordaba su reunión con Asquith y cuanto había insistido en la necesidad de ahogar la rebelión con la máxima firmeza que fuera posible, sin nisiquiera considerar que un ápice de esa violencia pudiera tocar a su familia.

Sus manos temblorosas había ido cansadas hasta el viejo albúm con tapas de cuero, desde hacía muchos años guardado con cuidado en uno de los anaqueles de sudespacho. Una serie de recuerdos, o más bien de antiguas sensaciones, lo asaltaron al ver esas imágenes que hablaban de un pasado que le parecía muy lejano.Extrañamente, aquellos sencillos trozos de cartulina se convertían ante sus ojos insomnes en los retazos de su vida, que parecían haberse separado por completo. Se vio a sí mismo, muy joven, cuando era un rico y apuesto empresario, invencible, capaz de todo, incluso de pretender a la que le parecía la mujer más hermosa delpaís. Se sintió de nuevo de juerga junto a sus amigos, algunos de los cuales como Seamus O´Connell no lo eran ya. Algunos de ellos no me consideran digno de respetoahora, pensó al observarlos. Miró fijamente aquellas fotografías de su matrimonio, donde era evidente su expresión absorta y se detuvo en las formas estatuarias deella... tan perfecta que parecía irreal; y justo en ese momento recordó que la etérea belleza de Fionna siempre lo había asustado...

Años después, la foto familiar, con su hija que era apenas una niña indefensa en sus brazos. Reconoció que había sido un padre orgulloso, incluso cuando laabrupta interrupción de su segundo embarazo puso a Fionna al borde de la muerte y ambos decidieron adoptar a Evelyne. Los primeros pasos de ambas niñas, losveranos con las tías maternas en el sur, los viajes que hicieron juntos al continente. Alguna vez había tenido una familia... pensó, aceptando que la muerte de Fionnatodo lo había cambiado al ver aquella fotografía de la graduación de enfermeras de las chicas, a la que él se había negado rotundamente a asistir. Era Constance quienaparecía junto a Amanda y Evelyne vestidas con sus impecables uniformes blancos y sus sonrisas de triunfo. Él mientras tanto, ese año, recorría la ciudad y susalrededores inmerso en sus apetencias políticas. Observó por primera vez sus fotos de la campaña electoral con tristeza, pues hasta ese momento creía que ese habíasido el único período de su vida en que se sintió victorioso después de su viudez, sin embargo, ahora le parecía que esas pretendidas victorias no habían sido más que unengaño ¿Por cuánto tiempo se había engañado? ¿Por cuánto tiempo había evadido el dolor de su soledad?

Respiró profundamente, mientras intentaba ordenar sus pensamientos al cerrar el álbum, pues la visión del rostro de Fionna le resultaba casi insoportable. Unafoto suelta cayó entre sus manos y al mirarla sintió que su corazón se detenía, pues recordó que había sido él mismo, quién la había hecho en la biblioteca, unos diezaños atrás, sorprendido por la novedad de una cámara fotográfica casera. Amanda y Joseph sonreían, tomados del brazo junto a la ventana, ella con el larguísimo cabellorojo en desorden cayendo a los lados de su cara bajo un gran sombrero adornado con flores mientras él intentaba mostrar una sobriedad acorde a la de sus trajes reciéncortados en Londres por exigencia del internado. Él había venido a Dublín durante el verano y días después, cuando debía regresar a Inglaterra, habían echado a suertesquién se quedaría con la fotografía. Le temblaron las manos al recordar que Joseph sería fusilado al amanecer dentro de los mismos muros donde su hija permanecíapresa, esperando quizás por el mismo destino. Al salir del Castillo había corrido a Kilmainham, desesperado, buscando informarse acerca de su hija y un conocido suyo,que participaba en la Corte Marcial, le había confiado esos detalles, así como la polémica surgida alrededor del destino de las prisioneras… entre las que ella seencontraba.

Esa madrugada, le contó, habían ejecutado al Profesor Pearse, a Thomas MacDonagh y a Thomas Clarke; y para hoy, ya se habían decidido las ejecuciones deWillie Pearse, Ned Daly, Michael O´Hanrahan y Joseph Plunkett...el resto de los nombres no le decían mucho, porque en verdad, él ya no hacía mucha vida en Dublín,pero no pudo evitar estremecerse al escuchar el último... prácticamente un miembro de su familia. Habían compartido tantas veces la mesa en esos últimos años. El hijomayor de los Plunkett, el ahijado de su esposa...el mejor amigo de su hija... incluso habían llegado a pensar, años atrás, en que llegarían a casarse. El los había visto crecera ambos, e incluso ahora, permanecían juntos... en Kilmainham. Se levantó y caminó hacia la ventana, notando que justo en ese momento el sol comenzaba a elevarsesobre el horizonte, iluminando las ruinas de la ciudad.

Joseph, mientras tanto, se preparaba para abandonar su celda. El momento había llegado. El padre Sebastián, otro de los jesuitas de la congregación de Church

Street, había escuchado su confesión y ofrecido la comunión y ahora, recibía sus anteojos y uno de sus anillos, con la precisa instrucción de entregarlos a su madre y asu esposa. Cuando esposaron sus manos detrás de la espalda, él dijo al sacerdote

−Padre,soy muy feliz, moriré por la Gloria de Dios y el honor de Irlanda.−Eso es cierto, hijo mío −respondió el sacerdote, acercando sus labios a la cruz del rosario que habían utilizado para sus últimas oraciones. Patrick cerró los ojos con fuerza, intentando borrar la imagen que apareció en su mente de inmediato: el condenado besando el aquel crucifijo de cuentas negras que

tantas veces había visto entre sus manos, antes de hacérselo poner en el cuello. Un pedazo del alma de Amanda se iría con él al saber que la sentencia había sidoejecutada. ¿Acaso ella sería capaz de perdonarlo? Ellos eran como hermanos desde siempre y él, los había abandonado. Fionna delirando por la fiebre, con la vidaescurriéndose entre sus piernas en su tercer parto, aquel que había logrado llevársela al fin. “Cuida a mis niños, Patrick, promételo, por favor, promételo por la Virgen,dame tu palabra y moriré en paz... Cuida a mis niños Patrick, cuídalos con tu vida” ... Sus niños, ¿Qué había hecho él por sus niños: Amanda, su hija adorada; Evelyne,la pequeña que había sacado de aquel inmundo orfanato y Joseph, su amado ahijado, aquel jovencito tan brillante como frágil? Había traicionado a Fionna, a todos susprincipios, a su ardiente nacionalismo, a su solidaridad, a su confianza...

¡Cómo no pensar en lo que podía sucederle a Amanda! ¿Cómo no llorar por todos aquellos muertos, dublineses como él? ¿Cómo no pensar en el destino de suhermosa ciudad, herida y humillada? ¿Cómo pudo no hacer nada? ¿Cómo pudo seguir en Londres, leal al Parlamento, mientras todo sucedía? ¿Cómo fue capaz degolpear a Evelyne cuando le dijo la más pura verdad acerca de su conducta? ¿Cómo pudo echar a Seamus de su casa, cuando puso ante sus manos la más honorable delas acciones?... Quizás debió tomar otra posición y no ser ciego, quizás de ser así las cosas pudieron haber sido diferentes..., quizás debió haber tomado las armas juntoa ellos; quizás debió al menos, defenderlos del escarnio público ¿En qué clase de persona se había convertido? ¿Cuándo había sucedido? ¿Cuándo se había divorciado desu hija?... ¿Cuándo se había divorciado de su patria? ¿Cuándo había dado la espalda a la realidad?… ¿Cuándo? ¿Cuándo había decidido traicionar a aquel ser que habíailuminado su vida y a quien había prometido ser eternamente fiel?

Se sintió consumido por una inadmisible vergüenza y la única salida que parecía plausible se dibujaba con mayor nitidez cada instante. “Yo también soy uncondenado”, concluyó, “ojalá puedan perdonarme”. Con una firme resolución abrió la tercera gaveta de su escritorio de caoba. Patrick tomó la pistola y la acercó a susien en el preciso instante en que el pelotón apuntaba en el paredón de Kilmainham. Joseph, con sus ojos miopes cubiertos por una venda blanca dio la bienvenida a la

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muerte en un susurro que guardó para sí mismo. Aquella dama solitaria con la que tantas veces había jugueteado desde su infancia había decidido presentarse de unmodo inusitado. Al menos, no lo había hecho en medio de una lucha terrible por un último suspiro, una última respiración. ¡Firmes, presenten armas!, exclamó el jefe delpelotón... Ambos hombres miraron al frente en el momento previo, Joseph vio el cielo iluminado del alba sobre el pelotón y los muros de la cárcel, desdibujandose comouna acuarela desvaída. La silueta de una amplia bahía, el rugido de las olas rompiendo en la playa, una mano tan conocida entre las suyas, el aroma de Amanda, su risafeliz mientras caminaban por la playa de Bray. Patrick, en cambio, sólo pudo distinguir la destrucción de la ciudad, las ruinas de su vida y la mirada exangüe de Fionna,satisfecha por una promesa que él había roto. Aquí, el sonido seco del disparo despertó a todos los sirvientes de la casa. Allá, el hálito de los fusiles espantó a laspalomas que aún dormían en los recovecos del techo de la vieja prisión.

Amanda escuchó el sonido de los disparos nítidamente, queriendo creer que son producto de su imaginación. Ahora, habían sido cuatro las series de disparos.

Cuatro fusilados. Las lágrimas se agolpan en su rostro, cuando se levanta y camina de un lado a otro en la estrechez de la celda. Minutos después cansada, se sientevencida. Se arrodilla en el duro y frío piso y comienza a susurrar el Credo. Terminada la oración, coloca su cabeza sobre el sucio catre y toma aquel sobre firmado por suespigada letra de poeta, lo abre nerviosamente y lee su última carta en silencio, sentada en el piso.

Ella se encontraba en un estado preocupante, miraba hacia adelante, en silencio, sin expresión, como si hubiera perdido la razón. Habría preferido que llorara.

Quería consolarla, pero me resultaba difícil saber qué decir o qué hacer. Me arrodillé a su lado, junto a la cama y tomé su mano izquierda, húmeda y fría. Ella me miró yme mostró la carta que le habían entregado durante la madrugada.

Dublín. Mayo 4th, 1916. Mi amada hermana:No puedo llamar por otro nombre a quién he conocido como tal desde mi infancia. En estos, los que ahora sé últimos momentos de mi vida recuerdo

nuestras conversaciones bajo los viejos árboles del Parque Fitzwilliam y sonrío. Te doy las gracias por todo el afecto y la comprensión que me brindaste, portodas las horas que pasaste velando junto a mi cama de enfermo, así como por tu infinita paciencia al estar siempre dispuesta a leer y opinar acerca de mistrabajos, sin rechazar ni siquiera aquellas pésimas páginas que terminaron olvidadas en el fondo de mi papelera.

Por ello, coloco en tus manos mi colección de libros y todas las fotografías que tomamos juntos en Donegal. Quisiera también que fueras tú quien le explicaraa Grace mis razones para unirme a esta causa y los motivos de mi silencio hacia ella con relación a estos asuntos, pues creo que eres la persona que ha logradoentenderlos con mayor claridad.

Moriré con la tranquilidad plena que otorga el deber cumplido y con la infinita confianza en la vida eterna. Ahora, puedo asegurarte que ha sido muy grandeel placer de haber vivido estos días, al igual que un honor haber luchado a tu lado. Amanda, no quiero que llores por mí, sólo te pido que continúes luchando porvolver a izar nuestra bandera.

Hermana, amiga, compañera, amada mía, que Dios te bendiga y guíe cada uno de tus pasos y por favor, cuida de mi esposa y de nuestro hijo, a quién teentrego como ahijado. Sé que harás de él o ella, junto a Grace, una persona cabal.

Te ama profundamente y para siempre, Joseph Mary.

−¿Qué hemos hecho, Emily? −dijo al fin, mientras yo todavía mantenía la carta entre mis manos. Sabía que cualquier cosa que dijera era una tontería, así que

decidí utilizar las razones que aquel hombre, fuera quien fuera, le había escrito. Era evidente que la conocía mejor que yo.−Le pidió que no lo lamentara −le dije− Y que se levantara y siguiera luchando...−Él no hizo otra cosa durante su vida… Levantarse y seguir luchando. Siempre supe que él se iría antes, pero jamás quise aceptarlo. Y ahora... ahora me

pregunto cuántas mujeres, cuántas personas estarán viviendo un dolor como este. Hemos cometido la más grande de las estupideces al creer que algo podíamos hacerfrente a Inglaterra... Hemos sido tan ilusos...

−Usted no puede hablar así. No tiene el derecho de decepcionarse −le dije con energía− Personas como usted no tienen derecho a decepcionarse, tienen laresponsabilidad de guiar al resto.

−¿Yo?¡Qué dices!¡No quiero saber nada más de todo esto! Mi padre de seguro no querrá saber más nada de mí, mi hermano ha muerto, mi hermana con todaseguridad debe estar en otra de estas celdas y el destino de mi... novio, al igual que el de tu… esposo…, es un misterio...

−Hasta ahora han fusilado a siete, estoy segura que se trata de los líderes. Esta carta es de uno de ellos, ¿Es así?−Sí. Era una de las personas a quien deseaba proteger durante el interrogatorio.−Lo ve. Algo dentro de mí me dice que ellos sólo ejecutarán a los líderes y en algún momento liberarán al resto, a nuestros hombres. Y cuando llegue ese

momento, debemos volver a las calles. No podemos detenernos ahora. Tenemos que mantener viva nuestra causa.−Envidio tu entusiasmo.−Pues ha sido usted quien me lo ha transmitido.−¿Yo?−Hace unos años usted me salvó la vida y me hizo creer que yo era capaz de sentirme digna. Y ese fue el inicio del camino que me ha traído hasta aquí.−¿De qué hablas?−Hace cinco años, una noche agitada, un día de cobro. Usted estaba de guardia en el Hospital Meath y una mujer, más bien una muchacha, llegó a la emergencia

traída por dos prostitutas. Quizás se tratara también de una de ellas, llevaba también un vestido escotado y maquillaje ordinario. Tenía tres heridas en el vientre yestaba desangrándose en la emergencia.

−¡Cómo olvidarlo! ¿Esa chica, eras...?−Sí, era yo. En medio de mi desvanecimiento, alcancé a escuchar cómo usted logró llevarme adentro. Luego, me contaron que usted misma había decidido

atenderme, porque el cirujano se negaba a hacerlo. Días después, usted me trajo un tazón de sopa y me dió de comer con sus propias manos, con esas manos que yomiraba sorprendida, convencida que eran las de una señorita de calidad.

−¡Tonterías! Lo hice porque es mi trabajo.−Sí, pero nunca nadie como usted me había tratado así y yo, al verla, me prometí a mi misma que jamás le permitiría a nadie más humillarme. Ese fue el principio

de todo. Dejé mi trabajo de cantinera y me hice obrera en la Fábrica Jacobs. Luego fue el sindicato, Connolly, el Ejército Ciudadano... Y allí, volví a verla, cuando ladoctora Lynn la invitó al curso de primeros auxilios. Y el lunes, cuando yo dudaba de todo esto, apareció junto a su novio en South Dublin Union trayéndonos noticiasdel resto de las guarniciones y nos llenó de esperanza. Usted parecía tan valiente, tan segura, tan digna. La pérdida es terrible, pero estoy segura que como él mismolo ha escrito aquí, se ha ido satisfecho. Y usted no puede ahora menospreciar su sacrificio, está comprometida a darle sentido. Está comprometida a continuar y volvera izar nuestra bandera.

−Emily... −me dijo ella, al fin con una leve sonrisa, tras mirarme por unos segundos− Debo llevarte a la próxima reunión de Cumann na mBan. Necesitaremosoradoras como tú… Necesito que me repitas tus palabras una y otra vez para espantar esta tristeza.

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Evelyne fue la primera en encontrarse con el cadáver de Patrick sobre la mullida alfombra marrón. Pálida y digna, detuvo con un gesto majestuoso a los sirvientes

que corrieron desde sus camas hasta la biblioteca, luego de aquel único disparo que estremeció todos los muros. Sin decir una sola palabra, llamó a la policía, pidiéndolesque vinieran por una emergencia con voz calma. Sin embargo, ella sabía que Frédéric, quien vendría a verla al salir de la guardia del Hospital, tal como lo hacía todos losdías, de seguro llegaría antes que ellos. Nada podía ser tocado y una pesada languidez cayó sobre la casa cuando cerró la ventana desde la que su padre adoptivo habíavisto por última vez los tejados derruidos de su ciudad. Unos pasos se escuchaban ascendiendo por la escalera. Entre los brazos de Frédéric, Evelyne pudo llorar al fin,sabiendo que no viviría mucho tiempo más entre aquellos muros.

FIN

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Agradecimientos.

A mi esposo, Eginardo Rosales, por haber soportado pacientemiente y alentado mi dedicación a este proyecto.A mis amigas: Maureen Morgado por haber escuchado todos mis entusiastas (quizás demasiado) comentarios sobre esta historia y sus personajes y haber leído y

opinado concienzudamente sobre un montón de páginas de prueba y a Elluz Avila por su generosa realización de la portada.A María Elvira González, mi mejor compañera del curso de narrativa, quien aportó su valiosa experiencia como profesora y escritora en mis primeras correcciones.En Dublín, mi muy especial agradecimiento a Honor O'Brolchain, sobrina nieta de Joseph Plunkett y autora de su biografía. Fue un privilegio contar con su apoyo

en mi investigación, el recorrido que preparó para mi por la ciudad, la gentileza con la que respondió todas mis preguntas y sobre todo, la copia de los “Sonnets toColumba” que guardo como un tesoro. A menudo, recordar todo esto fue un tácito compromiso que me obligó a continuar.

También en Dublín, a Tom Stokes, periodista y profesor, autor del blog “The Irish Republic” y a Lorcan Collins, investigador, autor y editor de la serie “16 lives”por su gran disposición a responder mis dudas y su gran amabilidad.

Al personal del Museo Nacional de Irlanda, la Biblioteca Nacional, el Museo de la Oficina General de Correos, Kilmaiham Gaol y muy especialemente el PearseMuseum por la dedicación con la que atendieron a una investigadora amateur tan curiosa como apurada, dandome acceso incluso a documentos, libros o lugaresrestringidos al conocer mis propósitos.

Muchas gracias, de todo corazón.

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Bibliografía.

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[1] Patrick Pearse. Oración fúnebre de Jeremiah O'Donovan Rossa. 1 de Agosto de 1915[2] Traducción libre del denominado “Castle Document”[3] James Connolly. “The Irish Flag”, 8 de Abril de 1916 en “Worker's Republic”[4] Patrick Pearse . Fragmento inicial de “The Fool”[5] Dante Aligheri. La Vida Nueva, Capítulo IX[6] Fragmento de “La Canción del Soldado” (Amhrán na bhFiann). Compuesta por Peadar Kearney (letra) y Patrick Heeney (música) en 1907, actualmente suversión en gaélico es el Hiimno Nacional de la República de Irlanda.[7] Joseph Plunkett “White Waves on the Water”[8] Patrick Pearse. Fragmento de “A Hermitage” (1913)

[9] Patrick Pearse. Fragmento de “A Mhic Bhig na gCleas” (“Pequeño muchacho de los trucos”)