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el lnguaj d los Sentimientos vicl

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COMENTARIO DEL AUTOR

Nuestros sentimientos son un sexto sentido, el sentido que interpreta, ordena, dirige y resume los otros cinco. Los sentimientos nos dicen si lo que experimentamos es amenazador, doloroso, lamen-table, triste o regocijante. Podemos describirlos y explicados de manera sencilla y directa, ya que no hay en ellos nada de místico ni de mágico. Conforman todo un lenguaje propio. Cuando hablan los sentimientos, nos vemos obligados a escuchar y a veces, a actuar, aun cuando no siempre com-prendamos el porqué. No tener conciencia de los propios sentimientos, no comprendamos o no saber cómo utilizados y expresados es peor que la ceguera, la sordera o la parálisis. No sentir es no estar vivo. Más que ninguna otra cosa, los sentimientos nos hacen humanos. Nos hacen, en fin, semejantes. Los sentimientos son nuestra reacción frente a los que percibimos y a su vez tiñen y definen nuestra percepción del mundo. Dado que buena parte de lo que conocemos depende de nuestros sentimientos, flotar a la deriva en medio de sentimientos confusos o vagamente percibidos equivale a sentirse avasallado por un mundo confuso. Mi objeto al escribir esta obra es explicar la naturaleza de los sentimientos: su significado, su manera de actuar, su origen, y por último, la forma de comprenderlos y utilizarlos. La explicación que propongo proviene tanto de mi formación profesional y experiencia en la clínica psiquiátrica, como de la familiaridad y conocimiento que tengo de mí mismo, los cuales, según confío, por ser aún incompletos, continúan aumentando. Durante el desarrollo de mis puntos de vista he llegado a adquirir la conciencia de mis propias limitaciones y por ello he tratado de evitar que ellos interfieran en forma negativa. No pretendo proveer aquí la totalidad de las respuestas, pero creo haber adquirido cierto conocimiento de los sentimientos en el curso del tiempo. Intentaré, pues, formular aquí los conceptos formados en los términos más directos y sencillos posibles. El lenguaje de los sentimientos es el medio por el cual nos relacionamos con nosotros mismos. Si no podemos comunicarnos con nosotros mismos, no podemos comunicarnos con los demás. Como he señalado, percibimos el mundo por medio de los cinco sentidos. Las impresiones sensoriales que nos llegan por dichos sentidos deben ser integradas nuevamente por cada uno de nosotros. La manera como cada uno percibe con un sentido determinado varía, pero no tanto como la manera como cada uno «crea un sentido» del mundo que percibe. Este proceso de integrar el mundo a nosotros a nuestra propia manera, es un proceso mental básico, así como también un proceso creativo. Nuestros sentimientos son la reacción a lo que percibimos por medio de los sentidos y dan forma a nuestras reacciones frente a lo que percibiremos en el futuro. La persona que lleva dentro una gran dosis de enojo no resuelto, por ejemplo, puede tender a hallar que el mundo que encara es un mundo también lleno de enojo y con ello justificar y perpetuar su propio sentimiento. Creo que de esto cabe inferir que el mundo es en buena parte el que nosotros mismos nos creamos. En realidad, el mundo se halla mucho mas bajo nuestra influencia de lo que la mayoría de nosotros advierte. cuando asumimos la responsabilidad de nuestros sentimientos, asumimos, además, nuestra responsabilidad frente a nuestro mundo. En la comprensión de nuestros propios sentimientos reside la clave del dominio de nosotros mismos, la verdadera independencia, lo cual significa lograr el único poder real que merece ser obtenido. Si bien la idea implica que cada uno de nosotros actúa en forma autónoma, también significa que cada uno puede hacer mucho para reconstruir las piezas inconexas de su vida y llevarlas a una armonía. sospecho, en verdad, que si cada uno aceptase la responsabilidad de poner orden en su propio mundo emocional, el mundo más amplio podría adquirir también mayor realidad, armonía y aun paz. Es mi esperanza que este libro contribuya a despejar el misterio que rodea a los sentimientos, permita en mayor medida reconocer y comprender lo que sentimos, muestre el origen de los sentimientos, así como su dirección, a fin de que se transformen en aliados, en lugar de enemigos de nuestro propio

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desarrollo normal. No es mi propósito proponer soluciones llamativas o sujetas a modas efímeras. el método básico es la comprensión, mediante la cual aspiro a que cada uno de mis lectores llegue a adquirir una conciencia renovada de sí misma. Hay mucho en estas páginas, sin duda, que muchos han pensado ya, o por lo menos; sentido con anterioridad. intentaré aquí, no obstante, ordenar este material y darle con ello mayor utilidad, indicando cuál es el lenguaje de los sentimientos sobre el que sea posible articular una sintaxis apropiada de las emociones. A medida que expresamos en forma más abierta nuestros sentimientos, tenemos menos necesidad de precavernos con cosas que hallamos amenazadoras en el mundo, ya que en lugar de ocultados, la persona abierta los utiliza como guía para interpretar el mundo que vive. quienes confían exclusivamente en el intelecto para encontrar su camino en el mundo no tienden a estar tan en armonía con él como quienes utilizan sus sentimientos. los más altos logros del hombre no se encuentran en a precisión de su ciencia, sino en perfección de su arte. El arte del hombre es la celebración de sus sentimientos en su punto de mayor coherencia. No es posible captar la realidad sin tener en cuenta los sentimientos. las abstracciones del intelecto y el razonamiento tienen importancia, pero cuando ellas pierden contacto con los sentimientos, abren el camino para los actos inhumanos y destructivos. cuando perdemos contacto con nuestros sentimientos, perdemos a la vez el contacto con nuestras cualidades más humanas. recordemos a Descartes y digamos, en una paráfrasis de su célebre frase: «Siento, luego, soy». En este libro aspiro a crear un marco de referencia dentro del cual el lector pueda analizar sus propios sentimientos y su vida. con ello espero asimismo proporcionar un elemento de guía que permita a los sentimientos hallar su expresión más natural de la manera más económica y socialmente aceptable y que en el proceso cuente con las mayores probabilidades de resolver conflictos y estimular su propio desenvolvimiento. podemos manejar nuestros sentimientos en forma defensiva o bien constructiva. en la primera, nos volvemos hacia adentro, mientras que la segunda es un expresivo volverse hacia afuera. Todo lo antedicho es, como bien lo comprendo, una empresa altamente ambiciosa y por lo tanto, imposible de lograr en su totalidad, aun con las mejores intenciones. el lector podrá, según espero, aceptar las ideas y métodos propuestos aquí y utilizados como mejor le convenga para solucionar interrogantes, reunir los pormenores de su propia experiencia y con ellos crearse la mejor vida posible por y para sí mismo.

DAVID VISCOTT

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Ya que el sentimiento

es el primero en prestar atención a la sintaxis de las cosas,

nunca te besará completamente

e. e. cummmgs

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CAPITULO 1

LOS SENTIMIENTOS

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Los sentimientos son la forma en que nos percibimos. Los sentimientos son nuestra reacción al mundo que nos rodea. Son la forma en que sentimos el estar vivos_ Cuando nuestros sentimientos son armoniosos experimentamos nuestro máximo nivel de conciencia. Sin sentimientos no hay existencia, no hay vida! En términos simples,".cada uno de nosotros es sus propios sentimientos”. Lo que sentimos sobre cualquier cosa refleja nuestra historia y desarrollo, las influencias sobre nuestro pasado, nuestro conflicto actual y nuestro potencial futuro. Comprender nuestros sentimientos es comprender nuestra reacción al mundo que nos rodea. Sin conciencia de lo que significan nuestros sentimientos no hay verdadera conciencia de la vida. Nuestros sentimientos resumen lo que hemos vivido y nos dicen si ha sido grato o doloroso. No hay dos personas que incorporen a sí mismas del mismo modo lo que perciben. La realidad derivada de nuestras percepciones es, en gran parte, la creación derivada de nuestras propias necesidades y aspiraciones. Aun así, hay ciertas formas comunes en las que cada uno de nosotros manejamos nuestra reacción frente a la experiencia, nuestros sentimientos. Cualquiera sea la forma en que reunimos los fragmentos de este mundo dentro de nuestra perspectiva, existen ciertas estructuras universales en los sentimientos tales reacciones son previsibles y fáciles de comprender. Si bien cada uno de nosotros puede ser diferente en cuanto a lo que considera importante, todos nos asemejamos mucho en cuanto a nuestra forma de reaccionar, por ejemplo, frente a una pérdida de importancia., Cuando la experiencia se reduce a sentimientos básicos como estos es posible sentir compasión por el prójimo, ya que los sentimientos crean un vínculo común entre todos los seres humanos. Cuando comenzamos a comprender este hecho, muchos de los misterios de la vida quedan disipados. Los sentimientos constituyen la reacción más directa a nuestra percepción. Cuando recurrimos tan sólo a las palabras para describir lo que percibimos estamos tratando, en realidad, de manejar nuestros sentimientos, más bien que experimentados. El pensamiento es una forma mucho más indirecta de manejar la realidad que el sentimiento. los sentimientos nos dicen cuando algo resulta doloroso o nos hiere, porque los sentimientos son la herida. El pensamiento explica la herida, justificándola, realizándola, poniéndola en perspectiva. Los más inteligentes entre los hombres no están en una posición de especial ventaja en cuanto a su comprensión de lo que sienten. En verdad una inteligencia superior suele ofrecer severas desventajas cuando la utilizamos para racionalizar sentimientos y para ofrecer rodeos lógicos, pero no por ello menos engañosos para alejamos de la verdad. Todos conocemos a individuos inteligentes que no parecen poseer la menor comprensión de sus pro-pios sentimientos y que en consecuencia resultan amigos deficientes y poco merecedores de nuestra confianza. Estos individuos distorsionan el mundo, si bien lo hacen a veces con una convincente elegancia y aun con gracia, aunque continúan estando lejos de comprenderse a sí mismos. Parecen funcionar mejor dentro de los estrechos límites de su sistema intelectual, el cual les proporciona un refugio seguro desde donde pueden contemplar el mundo, comentar sabiamente sobre él y al mismo tiempo mantenerse fuera de la corriente del sentimiento humano. Tales individuos ponen su enfoque en un aspecto del crecimiento humano, en el ordenamiento del detalle por medio de la lógica. En esta esfera intelectual se forman las defensas. Se utilizan palabras en lugar de sentimientos. El mundo se crea en forma bidimensional con conceptos y no cabe confiar en los sentimientos por resultar, en términos literales, tan capaces de desarmarnos. El mundo es tan complicado que no podemos depender en forma exclusiva de nuestra capacidad intelectual para evaluar nuestras percepciones. Percibimos un gran número de estímulos y debemos buscar el denominador común. Nuestra capacidad de pensar nos permite formamos conceptos y clasificar nuestras impresiones. Afortunadamente, no obstante, contamos con atajos en el proceso

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mental y el lazo que comprendemos con mayor facilidad entre los estímulos externos y las impresiones percibidas es un sentimiento. Por ejemplo, podemos experimentar un súbito temor que nos advierte que nuestra supervivencia está amenazada mucho antes de que lleguemos a elaborar el concepto mental que nos llevará a idéntica conclusión. A veces, en cambio, permitimos que nuestros sentimientos actúen sobre nuestras percepciones. Si bien esto puede intensificar nuestro estado de alerta y nuestro sentido de la propia protección, también puede distorsionar el mundo que percibimos, en particular cuando nos lleva a sentimos excesivamente vulnerables frente a él. El mundo es un rompecabezas cuyas piezas cada uno de nosotros arma de diferente manera. A pesar de ello, todos podemos aprender a encarado mediante el uso de nuestras aptitudes naturales en forma más eficaz, en lo cual está incluido el aprender a sentir con mayor sinceridad. Cuanto más sinceros nos volvamos, mayor energía tendremos para hacer frente a nuestros problemas. Estar en contacto con nuestros propios sentimientos es el único medio de lograr ser abiertos y libres, el único modo de llegar a ser dueños de nosotros mismos. Ver al mundo en términos «intelectuales» es tan distinto de sentido, como lo es de estudiar. un país en un libro de geografía de vivir en él. Cuando no vivimos con nuestros sentimientos, no vivimos en un mundo real. Los sentimientos son la verdad. Lo que hagamos con ellos determinará si vivimos la verdad o la mentira. El uso de defensas en un intento de manejar los sentimientos puede distorsionar nuestra percepción de la verdad, pero ella no cambia por eso. La explicación de los sentimientos hasta creerlos eliminados no los resuelve ni los exorciza. Están allí y es necesario encarados. Culpar a otros no les quita su capacidad de herir ni disminuye su intensidad. Es posible disfrazados, negados, racionalizados, pero el sentimiento doloroso no desaparece hasta que ha recorrido su curso natural. En realidad, cuando eludimos un sentimiento, sus efectos dolorosos suelen prolongarse y resulta cada vez más difícil manejado. Para comprender los efectos psicológicos y emocionales del dolor resulta útil comprender su naturaleza física. Fisiológicamente la sensación de dolor se transmite por determinadas fibras nervio-sas y es percibida cuando cualquier receptor sensorial se ve sobrecargado por encima de su capacidad normal de recibir y transmitir información. Cuando la presión se vuelve demasiado severa, o la temperatura demasiado elevada, o el sonido demasiado intenso, el estímulo deja de ser percibido como presión, temperatura o sonido, para serio como dolor. La corriente eléctrica llamada de lesión, se inicia en el extremo nervioso y es enviada al cerebro. El impulso doloroso provoca una respuesta de evasión que nos lleva a apartar la parte del cuerpo amenazada, reacción que a menudo se produce en forma automática. La respuesta de evasión resulta básica para la comprensión de los sentimientos humanos, porque los sentimientos humanos dolorosos también producen una corriente de lesión que nos informa que estamos en peligro y que debemos protegernos. Es tan posible sobrecargar los sentimientos como cualquier otro sistema de energía. Cuando existe la amenaza de una lesión emocional, nuestra reacción natural es evitada. Si la lesión no es evitable, debemos aceptarla como una amenaza real, con el fin de hacer los 'preparativos necesarios para reducir la intensidad de la lesión y con ello decidir en cuanto al mejor remedio. Así como durante el desarrollo del espíritu de esfuerzo independiente del niño, también durante el proceso de la lesión y su curación existe un momento en el que la persona misma deberá contribuir al proceso de su curación, que es a la vez un período de crecimiento. A veces, no obstante, reaccionamos exageradamente frente a sentimientos dolorosos y elaboramos defensas impenetrables. Cuando nuestros sentimientos están alterados por estas defensas que nos separan del dolor, el proceso de manejar los sentimientos puede hacerse difícil porque perdemos de vista nuestro problema. Existe un momento apropiado para las defensas y un momento en el cual es necesario bajarlas. El

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objeto de las defensas es el de protegemos contra mayores daños al proporcionamos algo de distancia y de tiempo. Cuando las utilizamos en exceso para protegemos contra todo dolor, requieren el uso de tanta energía que sus efectos desgastan casi .tanto como el daño mismo. La energía consumida por las defensas interviene en la construcción y mantenimiento de una barrera contra la realidad. Todos nosotros necesitamos establecer el equilibrio entre el dolor y las defensas y para ello debemos utilizar como guía nuestra experiencia individual. Si bien a menudo solemos tener pocas posibilidades de elección en cuanto a usar o no una defensa, podemos bajada cuando aprendemos a soportar tanto dolor como nos sea tolerable hasta que éste haya cedido en su mayor parte. No es fácil y requiere valor, pero resulta eficaz.

Existen, básicamente, dos tipos de sentimientos: los positivos y los negativos. Los sentimientos positivos incrementan el propio sentido. de fuerza y bienestar, el sentido de plenitud de vida, de. to-talidad y de esperanza. Los sentimientos negativos interfieren con el placer, agotan la energía y dejan al sujeto extenuado, con un sentimiento de bloqueo, vacío y soledad. Los sentimientos positivos son regocijantes, como las expresiones sexuales entre dos seres que se aman o los que acompañan el reencuentro con un amigo, o la consecución de una meta largamente buscada. Los sentimientos negativos acarrean todo el impacto de la pérdida, como la percepción de pequeñas muertes por don-dequiera que miremos. Los sentimientos positivos con frecuencia hallan expresión en la obra creativa, como la artística, o bien una nueva idea. También pueden traducirse en un acto de amor o de al-truismo. Llevan involucrado un sentido de renovación. El objeto de comprender nuestros propios sentimientos y permitir que fluyan hacia su conclusión natural es que lleguemos a sentimos tan abiertos y tan libres de sentimientos negativos como sea posible, para convertimos en una personalidad más elevada, más creadora y más productiva. Más elevada, porque en forma creciente nos sentimos libres del peso de defensas que tienen su raíz en el temor y el sufrimiento. Más creadora, porque nuestra energía se expresa hacia afuera en forma positiva, realzando todo cuanto entra en contacto con ella de un modo que nos es propio e individual. Más productiva, porque nuestras energías no se ven ya drenadas por la necesidad de impedir que nuestros sentimientos tengan expresión y porque ganamos fuerza al expresados con naturalidad. Cuando sufrimos las heridas emocionales que todos debemos sufrir de vez en cuando, es posible que nos falten las energías y nos sintamos heridos y sin esperanzas durante un tiempo. Es el resultado natural de sentimos heridos. Si nos permitimos a nosotros mismos vivir las etapas naturales del dolor emocional sin intentar evitar la realidad, podremos resolver nuestro dolor en forma más completa. Recuperaremos más pronto nuestras energías y con ellas, nuestra creatividad y productividad. Los sentimientos deben reflejar el presente y proporcionar una perspectiva personal de los hechos que encaramos. Ello no quiere decir que no quepan en el presente los recuerdos de momentos felices o de sucesos desgraciados. Significa, más bien, que los sentimientos deben brotar fundamentalmente de lo que sucede ahora y no de los hechos no resueltos del pasado. Es por esta razón, sin duda, que debemos tratar de resolver el dolor del pasado y gozar de libertad para repasar los pormenores de nuestra vida desde una perspectiva de comprensión, la cual abra el camino hacia un crecimiento continuado. El pasado no debe quedar prisionero en un recuerdo rígido que hayamos mantenido en forma defensiva, por ejemplo, para apoyar sobre él una impresión favorable de nosotros mismos. Cuando bloqueamos las partes del pasado que no nos halagan, o bien nos avergüenzan, con frecuencia perdemos mucho más de lo que habíamos previsto. Las defensas que bloquean los recuerdos desagradables también bloquean los agradables. Más aún, esta incapacidad de recordar lo que es positivo nos despoja de energía y alegría y no es simplemente formar y mantener una actividad op-timista. El Ideal es estar libre de toda necesidad de distorsionar la realidad, de manera que si lo de-seamos nos sea posible evocar sentimientos del pasado y exterminados para volver a resolverlos. Este proceso de resolver problemas emocionales a lo largo de toda la vida hace .posible un auténtico crecimiento y desarrollo. Los problemas, de crecimiento de la infancia, por ejemplo, reaparecen

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constantemente como conflictos en nuestra vida y continúan formándonos. Cuando nos mantenemos abiertos, continuamos creciendo. Cuando nos cerramos y adoptamos una actitud defensiva, malgastamos nuestra energía y nunca aprovechamos nuestro potencial. El problema en la fase inicial del desarrollo es la dependencia; la meta de la vida, alcanzar la independencia. El problema de la fase siguiente es el dominio y el control; la meta de la vida, alcanzar la libertad. En la siguiente fase existe el problema de la identidad, inclusive en lo sexual, y el objetivo de la vida es, simplemente, sentirnos cómodos con nosotros mismos y aceptar nuestros sentimientos sin fingimientos. La adolescencia representa la primera oportunidad de volver a elaborar estos problemas iniciales, proporcionándonos una ocasión para poner a prueba la validez de conceptos previos, la solidez de defensas anteriores. Es, además, el momento de reconsiderar ciertas transacciones surgidas del temor de perder el amor de nuestros padres, el control de nuestras emociones, o bien pasar vergüenza. Los adolescentes típicos despliegan una serie de defensas amplias y en constante variación y desconciertan a las personas que los rodean al cambiar de posición frente a los problemas, así como la imagen de sí mismos, de un momento al siguiente. El adolescente se ve frente a todas las lecciones que hace mucho tiempo se le exigió aprender, o por lo menos, las que sus padres esperaban que aprenderse. No cabe extrañarse que se sienta perplejo. A medida que las energías sexuales cada vez mayores del adolescente comienzan a buscar expresión, tienden asimismo a hacerse sentirse sin control. Ellas le crean fantasías y sentimientos que puede hallar inaceptables y por ello actuar de manera autodestructiva con el fin de castigarse. El adolescente siente a veces que está loco y con frecuencia actúa como si lo estuviera. La imagen clásica del torbellino del adolescente nos resulta harto familiar a todos, con sus movimientos pendulares y la expresión por medio de la simulación de los sentimientos, en lugar de «sentir» dichos senti-mientos, auténticamente. La conducta del adolescente es su lenguaje para la expresión de sus sentimientos. Tan válida es para él como lo es para los adultos «hablar de sus sentimientos». Cuando un padre siente pánico en presencia de la rebelión de su hijo adolescente, tiende a reforzar los peores temores que éste abriga acerca de sí mismo. Entonces el padre es quien se presenta como fuera de control para el adolescente, quien puede llegar a creer, en este punto, que nadie puede ayudado, situación que puede conducido a poner a prueba sus límites y a enfrentarse con la ley. A menudo los padres tratan de sofocar los sentimientos de sus hijos cuando a ellos mismos les provocan malestar. Esta falta de sinceridad al negarse a admitir sus propios sentimientos puede llevar al niño a rebelarse más aún, por cuanto puede ver, o por lo menos intuir, su defensa «adulta». Algunos padres llegan a estimular secretamente la rebeldía de sus hijos para vivir a través de ellos su propia rebeldía, cuando hacen cosas que ellos mismos desearían haber tenido el valor de hacer, ya sea cuando eran adolescentes o bien en ese mismo momento. El padre que se siente prisionero en su matrimonio, por ejemplo, puede estimular a su hijo a que se escape de casa y consecutivamente seguido con sus fantasías. Así como la adolescencia proporciona una segunda oportunidad de que el niño resuelva los problemas no resueltos durante etapas anteriores de la infancia, suele también inducir una segunda adolescencia en los padres. El niño es en tal caso, no sólo, como se suele decir, el padre del hombre en su propio interior, sino también, el de su padre exterior. Debemos recordar siempre lo siguiente: Cuando no tratamos los sentimientos de nuestros hijos como si fueran importantes, ¿ cómo podrá ser posible esperar de ellos que actúen según lo que más les conviene, o sea dando la mejor expresión posible a sus propios sentimientos? La postergación en el niño de asumir responsabilidad por su propia conducta, o bien forzar tal asunción de responsabilidad en forma prematura, puede originar problemas, por una parte, de violenta ira y de sentimiento reprimido, y por otra, de sentirse abandonado y avasallado. .

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Se ha afirmado que el adolescente pasa a ser adulto cuando puede hacer lo que quiere, aun cuando sus

padres están a favor de que lo haga. Los padres eficaces no hacen más difícil esta opción al oponerse a algo que su hijo desee, simplemente por temer ellos sus propios sentimientos. Durante los años consecutivos a la adolescencia, los problemas del pasado continúan surgiendo y se resuelven por lo menos en forma parcial, a medida que el tiempo derriba las defensas de las actitudes de resistencia aún más intensas. En años posteriores es inútil mentir. El espejo dice la verdad y debemos aceptarla. No se trata aquí de una simple «toma de conciencia» de las cosas. Significa asimismo aprender a disfrutar de lo que nos agrada. Es lástima que no hayamos sabido antes lo que ahora sabemos acerca de nosotros mismos, que somos lo que somos y que lo hemos sido todo el tiempo. Qué difícil es aprender sencillamente a ser. Excepto que... ¿ cómo aprendemos a ser?. Abriéndonos a nuestros sentimientos. ¿Y cómo funcionan los sentimientos? ¿ Cuál es el proceso natural por el cual se hacen manifiestos? Tomemos en forma breve un ejemplo. Comencemos por la ansiedad. Es un sentimiento negativo, pero como hemos visto, los sentimientos negativos pueden llevar a resultados positivos cuando sabemos cómo manejarlos. La ansiedad es el temor al daño o a la pérdida, sea real o imaginada, que aún no se ha producido o bien se ha producido pero no ha sido del todo aceptada. Cuando una persona experimenta un daño o una pérdida, siente dolor. El dolor crea un desequilibrio y exige una respuesta de energía. Esta respuesta correctiva tiene que ser dirigida hacia afuera en el punto de origen del dolor. La expresión de esa energía es el enojo. Cuando esa energía no puede ser exteriorizada contra el yo, es percibida como culpa. Cuando no se alivia pronto esta culpa mediante la aceptación del enojo original, como respuesta razonable al daño inicial, se vuelve contra la persona que la siente. La culpa se hace más profunda y se transforma en depresión. Tal depresión puede destruir a una persona y consumir toda su energía.

LA ANSIEDAD ES EL TEMOR AL DAÑO O A LA PÉRDIDA.

EL DAÑO O LA PÉRDIDA LLEVAN AL ENOJO.

EL ENOJO CONTENIDO LLEVA A LA CULPA.

LA CULPA NO ALIVIADA LLEVA A LA DEPRESIÓN.

Tales sentimientos surgen en forma natural cuando sufrimos una pérdida. Existen tres clases fundamentales de pérdida: la pérdida de alguien que nos ama o bien la pérdida de su amor o de nuestra sensación de ser amados; la pérdida del propio control y la pérdida de la autoestima. Cada sensibilidad particular a la pérdida tiene origen en una etapa de desarrollo determinada de los pri-meros años de la infancia. Desde luego todos somos sensibles a todos estos tipos de pérdida, el amor, el control y la autoestima, pero cuando una persona es en especial sensible a un tipo de pérdida, tiende a utilizar un determinado tipo de defensas para manejar dicha pérdida. La persona que teme perder el control, por ejemplo, ve el mundo en términos de control. Responde a cada pérdida como si ella reflejara su propia falta de control. Del mismo modo, otras personas interpretan todas las pérdidas como pruebas de que no merecen ser amadas y otras, ven todas las pérdidas en términos de una disminución de la propia estima. Más adelante me referiré con mayor extensión a estos tres tipos de pérdida, pero en general, la forma en que percibimos una pérdida depende de nuestra ubicaci9n en nuestro propio desarrollo emocional. Es común a todas estas distorsiones de la pérdida, el convencimiento de que debemos ser, sen-cillamente, perfectos. Decidimos que son nuestras propias imperfecciones, que por lo general nos cuesta admitir, las responsables de nuestro daño. Si creemos estar en falta, pero no podemos, en rea-lidad, admitido, es probable que marchemos por la vida tratando de probar que carecemos de todo defecto. Ninguno de nosotros, como es obvio, deja de tener defectos pero es mucho más saludable encarar dichos defectos y aprender a manejados que negar su existencia. Al e mismo tiempo, cada

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uno de nosotros es responsable de vivir la mejor, es decir, la vida más plena posible. Comprendo que la responsabilidad resulte alarmante a quien la haya eludido siempre, pero al mismo tiempo constituye un acto de liberación una vez aceptada realmente la idea. ¿A quién más habríamos de confiar la responsabilidad de nuestros sentimientos, de nuestra vida? ¿ Quién, salvo nosotros, puede saber con certeza lo que sentimos de verdad, especialmente cuando no nos reconocemos a nosotros mismos? Otros pueden formular conjeturas aproximadas sobre nuestros

sentimientos, pero la responsabilidad de nuestro propio viaje por este mundo está, en nuestras

propias manos. Siempre fue así. Siempre lo será. Es en el terreno de los sentimientos donde los errores del pasado y los problemas del futuro desarrollo individual tienen las mayores posibilidades de ser resueltos una vez más y mejor. Los problemas que se presentan como cerrados y las defensas que nos parecen rígidas pueden ser llevadas a un movimiento renovado, de tal manera que podamos desplazamos desde el daño hacia la curación, desde el dolor -hacia el bienestar, desde la fantasía y la defensa hacia la realidad y la aceptación. Cuando aprendemos a permitir que nuestros sentimientos hallen su expresión natural, el mundo que percibimos puede también cambiar y volverse más real y nosotros mismos, más seguros y más sinceros en nuestra apreciación de dicho mundo. Sin ello, no existen muchas probabilidades de lograr la felicidad ni la propia realización. La vida puede malgastarse en un intento por ser algo distinto de nuestro propio ser en su expresión más elevada y auténtica. No temamos ser nosotros mismos, y apoyar siempre nuestros sentimientos sin fingir que tienen importancia. ¿ Qué es ese yo? ¿ Quiénes somos? Somos las personas que experimentan sus propios sentimientos y crean su propio mundo.

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CAPITULO 2

DAÑO Y PERDIDA

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El hecho de sentirse dañado o lesionado es conocido asimismo como sentirse «mal». Sentirse mal es una expresión amplia y vaga que utilizamos para describir toda clase de sentimientos; sin admitir demasiado. Como lo esbocé en el capítulo anterior, la gente se siente herida cuando siente que ha perdido algo. Cuanto más importante es la pérdida, tanto más importante el daño. A menudo no comprendemos la importancia que tiene algo para nosotros hasta que lo perdemos. Las defensas que nos ayudan a manejar nuestro mundo actúan en gran medida protegiéndonos de la vulnerabilidad a la pérdida. Todos nos sentimos vulnerables frente a algo y ninguno de nosotros se siente completamente seguro. Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultada es la mejor manera de adaptarse a la realidad. Cuando vivimos fingiendo que no es posible herimos, o bien que sólo es capaz de herimos un número limitado de pérdidas, hacemos algo más que engañarnos a nosotros mismos. Nos subestimamos en cuanto a nuestras posibilidades. Decir que no podemos ser heridos es otra manera de decir que no nos importa nada de nosotros mismos, de nuestro mundo, ni de quienes viven en él. Si no somos vulnerables a la pérdida, el grado en que estamos involucrados en el mundo no es, con toda probabilidad, muy profundo. Las personas que sólo forman los lazos superficiales tienen un exagerado temor de acercarse de-masiado a otras personas. Temen ser objeto de abandono, traición o rechazo, a pesar de que su estilo exterior de vida dé a otros la impresión de que no hay nada en el mundo capaz de molestadas nunca. Si alguien se crea un estilo de vida a manera de foso que lo aísle de verse envuelto en otras re-laciones, cabe abrigar pocas dudas de que en la vida de dicha persona hay poca felicidad, ya que actúa como defensa rígida aísla al individuo de la dicha, a la vez que del dolor. La gente con defensas rígidas vive a menudo en un mundo con aspecto neutro y sin color que ofrece poco movimiento o variedad. Tanto es retenido por el tamiz de sus defensas, que su opaca y aburrida percepción del mundo se auto perpetúa. La alegría es lo opuesto del dolor. En lugar de algo que se agota se recibe con ella algo que nutre. Quienes son incapaces de aceptar ser heridos son también incapaces de dar placer a otros. Ambos procesos exigen la apertura. Ser abierto significa ser vulnerable, ser capaz de sentirse herido y también de dar placer. Todo el mundo ha experimentado el ser herido en su vida. A menudo las pérdidas más obvias, aun para el observador superficial, son difíciles de reconocer para nosotros, porque sufrimos más in-tensamente en los puntos donde actúan nuestras defensas. El descubrir qué significa una pérdida para nosotros es el primer paso para comprender el dolor de ser heridos y sobreponemos a él. Los niños tienden a sentirse inseguros y vulnerables porque son pequeños y hasta cierto punto indefensos, y dependen de la fuerza de otros. Tienen que mantener una buena relación con su be-nefactor, lo cual implica no hacer nada que les prive de la relación protectora. La gente no ve, no siente que es su propia persona. No siente que puede ser su propia persona, sin incurrir en cierto riesgo de perder la protección de los otros. Cuando crecemos llegamos a comprender que por fuerte que haya sido la persona que nos protegió no siempre es posible contar con dicha protección, y aun cuando podía dárnosla, no siempre sabía por qué nos sentíamos amenazados, ni contra qué pro-tegernos. La condición infantil de ser vulnerables también implica ser abiertos. La mayoría de las personas, sin embargo, no puede soportar mucho tiempo esta condición sin colocarse pronto en posición defensiva. Preferimos ser protegidos a arriesgamos a quedar abiertos a la herida. Para aceptar esta condición de vulnerables sin que ello implique volvemos defensivos, debemos tener la convicción sólida de nuestra propia bondad y fuerza interior, la convicción de que, sea lo que fuere que surja en nuestro camino, seremos capaces de encarado de alguna manera. También es necesario saber que cualesquiera que sean nuestros defectos, no son los únicos, ni muy diferentes de los de otros. Tampoco son tan graves como creíamos. Cuando tenemos oportunidad de cambiar opiniones y experiencias con otros, descubrimos que, en realidad, son pocas las personas con quienes estaríamos dispuestos a cambiar nuestros defectos por los de ellos.

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El punto decisivo para un cambio de actitud en la mayoría de la gente es aquel en el que se acepta la inseguridad y se abandona el esfuerzo para ocultada. Cabrá celebrar, entonces, el día que comprendamos que nuestras imperfecciones son humanas y que tratar de ocultar nuestros problemas no hace más que hacernos más evidentes para los demás y más difíciles aún de corregir. Cuando se vierten energías para ocultar faltas, resta poca para corregidas. Lo esencial es hacer uso de nuestra experiencia y dejar que ella nos señale nuestras fallas al mismo tiempo que nuestras cualidades. Tal proceso nos da la definición de nosotros mismos. ¿Por qué perder el tiempo señalando problemas que advertimos en otros, pero que somos incapaces de contemplar en nosotros mismos? El sentimos heridos señala lo que es importante para nosotros mucho más que ningún otro sentimiento. Esto es verdad sobre todo en las personas vulnerables y en las que cuentan con menos defensas contra el daño. No es posible aprender ni crecer a partir de una experiencia que negamos, incluida la de sentimos heridos. Por su naturaleza misma el dolor es difícil de negar. El dolor duele.

Si aceptamos nuestra condición de vulnerables y la consideramos como prueba de que estamos en una posición abierta y de sensibilidad frente a nuestro mundo, aceptando que ii;&somos perfectos, de-jando de proyectar la imagen de alguien que no lo es, podemos sacar gran provecho de la experiencia de haber sido heridos, ver y comprendemos a nosotros mismos con todas nuestras fallas, con mayor claridad, para tener oportunidad de sobreponernos a ellas y crecer como individuos. Cuando necesitamos fingir ante nosotros que hemos alcanzado ya el éxito, no logramos otra cosa que preparar el camino para una pérdida grave en el futuro, cuando suframos la herida de no haber llegado a la altura de nuestras pretensiones. Como nuestra energía es limitada, es malgastada hacer cualquier uso de ella que no sea la búsqueda de la verdad y de lo que nos ayuda a crecer o a decidir lo que es mejor para nosotros. Hacer otra cosa significa un drenaje de energías en el que terminamos por tratar de justificar algo que sencillamente no es verdad. Más aún, cuando utilizamos la energía para sostener una mentira, resulta cada vez más difícil distinguir qué es real, ya que hemos dedicado tanto de nosotros mismos y de nuestra energía a algo que es falso, que renunciar a ello es semejante a perder parte de nosotros mismos. Con el tiempo el temor a aceptar la verdad se agudiza y nos obliga a negar más y más de lo que es real. Cuando buscamos expresar un sentimiento que en su origen es doloroso, en lugar de sentir dolor o enojo por haber sido heridos, a menudo enterramos dicho sentimiento doloroso o bien lo expresamos de otra manera, o sea como un síntoma. Por ejemplo, existen síntomas compulsivos cuyo objeto es destruir «malos» sentimientos o bien alejados en forma mágica, como lo hace, por ejemplo, el lavado compulsivo de las manos. Existen los llamados síntomas de conversión, mediante los cuales, en lugar de sentir, una parte del cuerpo es simbólicamente afectada, como si en realidad se sufriera la ceguera antes que «mirar» sentimientos dolorosos. Existen enfermedades físicas que se agravan a causa de factores emocionales, desdoblamientos de la personalidad y negación de la realidad. La lista de síntomas posibles es interminable. El significado de cada uno de ellos es, con frecuencia, altamente personal y resulta claro solamente cuando se descubre el significado de los sentimientos simbólicamente contenidos en él. Los sentimientos' pueden bloquearse en cualquier , punto del proceso, en la amenaza, en la herida, en la ira, en la culpa o en la depresión. Lo esencial es que a menos que decidamos que vale la pena alcanzar nuestra máxima personalidad y el riesgo de experimentar la verdad de nuestros sentimientos, nos hallamos condenados a ser con-ducidos a dondequiera que nos lleven nuestras defensas. ¿ Qué es posible aprender sobre nosotros mismos que no sospechemos ya? ¿Creemos, acaso, ser tan malvados que el descubrir la verdad nos destruirá? Es poco frecuente que la gente se desmorone al descubrir la verdad acerca de sí misma. La verdad es que, en general, como todo el mundo, tenemos defectos y no somos tan buenos como esperábamos, aunque al mismo tiempo somos mejores de lo que temíamos. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de corregir aquellas fallas que son posibles de corregir y de aceptar aquellas que no lo son, para poder continuar creciendo y lograr convertimos en lo que encierra nuestro potencial.

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Si aspiramos a crecer como individuos, debemos comenzar por aceptar el hecho de que como todos, somos humanos, vulnerables y susceptibles de ser heridos y que de todo ello puede surgir la posibilidad de liberamos mediante la verdad. Ciertos individuos no fingen ser perfectos sino todo lo contrario, sugieren lo opuesto, que son lo. peor de la especie humana, que no tienen cualidades compensatorias y que su vida es sin esperanzas, inútil. Estos individuos tienen los mismos problemas defensivos, aunque lo ignoran, que quienes afirman ser perfectos. Los que viven criticándose a sí mismos y proclamando su inferioridad están diciendo, en realidad: «No se molesten en atacarme, pues yo mismo me he atacado ya y realizado la tarea mucho mejor que nadie». Encaran una herida potencial tratando de neutralizada de antemano, superando a cualquier crítico que pueda surgir. ¿ Cómo, en verdad, será posible atacados, cuando ellos mismos se encargan de atacarse? Mucho de lo que afirman sobre sí mismos puede ser verdad, pero no tanto, ni mucho menos, como llevan a otros a suponer. En otros términos, no son tan irredimibles como afirman ser. Están además tratando de ocultar, y lo logran dando a sus problemas una apariencia tan abrumadora, que se diría que es una tarea sin esperanzas de éxito decidir cuál es el problema más importante y, mucho menos, intentar resolverlo. ¿ Por qué tomarse el trabajo, entonces? El resultado final de este proceso de denigrarse a sí mismo es precisamente idéntico que el registrado en quienes niegan la existencia de todo problema. Ambos grupos consideran que no tiene objeto tratar de hacer nada en cuanto a sus propios problemas, en un caso, porque no los tienen; y en el otro, porque sólo tienen problemas insolubles. En presencia de sentimientos heridos y de pérdida, resulta notable cuánto nos asemejamos todos. Muchos de nosotros contribuimos asimismo a que nos hieran. Ser heridos prueba que no hemos cometido falta o bien que estamos indefensos y por lo tanto, no podemos asumir la responsabilidad de nuestras dificultades. Implica, además, que alguien más es el agresor en nuestra vida. Tales in-dividuos suelen utilizar el ser heridos para controlar a otros consiguiendo que se sientan culpables. Sol1 capaces de causar mucha infelicidad a cualquiera que caiga prisionero dentro de esa trampa. ¡Tratan de dirigir y controlar creando situaciones en las que los otros se ven obligados a hacer algo!

Una vez que los otros lo hacen, reaccionan ante ello sintiéndose profundamente heridos. Se logra Así que la parte «causante de la herida» que se encuentra atrapada en la red se sienta culpable, lo cual la lleva a mostrarse enojada con la persona a quien ha «herido»: El enojo lo confunde, le hace sentirse más culpable, ya que le resulta difícil ver a la «víctima» como el agresor que es en realidad. Su sentimiento de culpa pasa a controlarlo, hasta la próxima vez que se repita el proceso. Nunca es posible actuar con éxito frente a estos individuos. Con frecuencia crean una situación en, la cual no hacer nada parece equivalente a permitirles que se destruyan a sí mismos. Por otra parte, si respondemos a su condición indefensa, se sienten heridos y afirman que nos inmiscuimos, imponemos nuestra propia voluntad o los despojamos de sus derechos. Si, por el contrario, no prestamos nuestra ayuda, ello se interpreta como prueba de que no nos importa de ellos. Estas per-sonas se aferran habitualmente a su sentimiento de «ultraje» hasta pasado el momento y esperan la ocasión más propicia para atacarnos por nuestra conducta negligente. La mejor manera de encarar el problema es señalarles, simplemente, que nos han puesto en situación de herirlos, y que estamos enojados con ellos por habernos manipulado. Es esencial aquí no aguardar tanto tiempo como ellos en abordar el tema. Debemos decírselo tan pronto como advirtamos nuestros propios sentimientos. En materia de sentimientos, la oportunidad en cuanto al tiempo es sumamente importante. Los problemas que tenga una persona en el manejo de sus sentimientos heridos son en general característicos de sus otros problemas en la vida. Las personas incapaces de expresar sus sentimientos heridos suelen verse atrapadas por defensas que controlan sus reacciones. Toda herida a la cual no se le da expresión deja algún dolor dentro. El dolor involucra energía negativa. Cuando este dolor es guardado, desgasta la energía positiva, que se utiliza entonces para equilibrarlo y contenerlo. La vida

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parece menos dichosa. Los pensamientos y sentimientos carecen de libertad. La concentración y la productividad disminuyen. Cuando el dolor causado por una herida se acumula, continúa buscando expresión, pero las defensas impiden que lo haga en forma directa. Los sentimientos negativos que persisten pueden unirse a otros sentimientos negativos o bien teñir nuestra percepción de tal manera que hallamos motivos para sentirnos heridos frente a casi todo lo que nos rodea en el mundo. La herida negada exige que se la sienta en otra parte. Cuando, por ejemplo, recibimos un regalo, podemos ver en él un soborno, más bien que un acto de generosidad. Estamos siempre en actitud suspicaz, imaginando móviles ulteriores ocultos, cuando en realidad no existen. La mejor manera de superar esta situación es tratar de identificar la causa original de la herida y sufrir y lamentar la pérdida inicial que la provocó. Nada resuelve mejor una pérdida que sufrir y llorarla como es debido. No resulta fácil localizar las pérdidas cuando constantemente proyectamos nuestros sentimientos heridos en lugar de reconocerlos. En el caso de otra persona que actúa de este modo, lo mejor que cabe hacer es señalarle los sentimientos que nos parecen irracional es y tratar de inducirla a atenerse a los hechos. Muchos individuos suelen sentirse asimismo heridos cuando pierden una amistad. Un malentendido entre amigos puede ser uno de los hechos más desgarradores y dolorosos de la vida. Las amistades suelen quebrarse a menudo porque un amigo traiciona la confianza de que lo ha hecho objeto el otro. Dos amigos comparten la misma vulnerabilidad. Una amistad construida sobre una vulnerabilidad común puede ser estrecha y hermosa. Ambos amigos tienen puntos débiles semejantes, y cada uno trata de evitar herir al otro, del mismo modo que él no desearía ser herido. Los problemas surgen cuando un amigo no es capaz de aceptar una ofensa o pérdida y en lugar '(le ello hiere a su amigo exactamente de la misma manera, exactamente como se confiaba en que no lo hiciera. Traiciona la amistad y por traicionar una vulnerabilidad compartida, también se traiciona a sí mismo. Las heridas más grandes siempre tienen sus raíces en el hecho <le que alguien haya actuado con poca honestidad. Este es el peor tipo de dolor, ya que al perder un amigo tan íntimo, sentimos como si hubiésemos perdido parte de nosotros mismos.

La manera de corregir tal situación consiste en desplegar una total sinceridad, permitir a un

amigo expresar la profundidad de su dolor y al otro aceptar la culpa por su falta de sensibilidad, su imprevisión y su crueldad. Si un amigo no está dispuesto a admitir su propio papel al causar dolor, el otro amigo tiene todo el derecho de evitar mantenerse próximo a él. ¿Por qué habría una persona de buscar sentirse próxima a otra que lo ha herido profundamente, a menos que esta persona esté dis-puesta a aceptar sus errores? Quien posee tan poca intuición o responsabilidad explícita para sus ac-tos, no es muy digna de confianza. Si le permitimos volver a acercarse sin haber alcanzado antes un nuevo nivel más sincero de comprensión, no haremos más que colocamos en situación de ser heridos nuevamente. En tal caso, sería oportuno, además, que nos preguntemos «por qué», ya que esta vez somos nosotros quienes nos exponemos solicitando la herida que según sabemos ya, habrán de inferimos. Es una insensatez continuar una amistad tan dolorosa. Sin duda, en una verdadera amistad ambos amigos saben que ocasionalmente herirán al otro o bien serán heridos por éste. Pueden aceptar este hecho no como una debilidad, sino como prueba de condición humana de ambos. No ven los sentimientos heridos como pretexto para interrumpir una amistad sincera. Las pérdidas más difíciles de soportar son las que no es posible reemplazar, pues sólo cabe aceptarlas. La muerte de alguien amado resulta horrorosamente real, totalmente definitiva. Las palabras conciliadoras que quisimos decir alguna vez no pueden ser ya dichas. Las reparaciones que pensábamos hacer en nuestro amor no se materializarán nunca. Es demasiado tarde. Los únicos cam-bios que pueden tener lugar ahora están dentro de nosotros mismos y en nuestra actitud. Mucho de lo que sucede en el proceso del duelo tiene que ver con la aceptación de la pérdida y con la comprensión de nuestro enojo por haber sido abandonadas y dejados solos. Existe asimismo, con frecuencia, mucha culpa por haber sobrevivido al otro y recordar antiguos conflictos que no resueltos

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entre la persona que vive el duelo y la persona amada perdida. Cuando perdemos a alguien á quien amamos, tendemos a utilizar todos los mecanismos defensivos de que disponemos. En general, al oír la noticia de la muerte de un ser querido, la primera reacción es negar el hecho. El deudo suele repetir: «No, no, no,» como si se tratase de negar la realidad de la pérdida. Los sentimientos de vacío y de aislamiento se hacen más profundos. La persona abrumada por la pena trata de controlar sus sentimientos, de limitar la pérdida y de circunscribir el duelo. Puede desear perder la razón o bien comportarse como si la hubiese perdido para obtener alivio a su pena. En su mayoría los ofrecimientos simbólicos se efectúan antes, pero también después de sufrida la pérdida: «Que me muera yo en lugar de él, o de ella», por ejemplo. Se proponen tratos y promesas de reforma y purificación. Es inútil. El dolor se intensifica y el deudo se encuentra tratando de fingir que esto no sucedió, o bien creyendo en la magia, siguiendo rituales ciegamente, haciendo cualquier cosa para mantener viva la esperanza y alejado el dolor. Tales recursos son muy frágiles y la pérdida, con toda su tristeza, comienza a hacerse sentir. Poco a poco se va agotando la energía, al serle quitada parte de ese mundo propio que amó una vez. Cada individuo debe resolver su duelo a su manera. Algunas pérdidas no se resuelven nunca y quien las ha sufrido aprende a vivir con una sensación de estar incompleto y eternamente triste. Habitualmente la herida de haber sido dejado solo, así como el enojo causado por esa herida, encuentran poco a poco alguna expresión. A menudo se manifiesta contra alguien que no es quien ha muerto, ya que enojarse con un muerto amado sólo aumenta los sentimientos de culpa, muy comunes en el proceso del duelo. Por lo común, cuando el enojo contra el muerto es justificable, la culpa pasará. A veces, cuando se pierde a alguien importante durante la infancia y más tarde en la vida, a alguien más, el proceso del duelo se extiende. Estos individuos tienden a recurrir una vez más a sus

mecanismos defensivos de la infancia, en su mayor parte, de negación de la realidad, lo cual no resulta eficaz. En otros casos se sumergen también en la pérdida sufrida durante la infancia, además de la experimentada en el presente. Otros pasan la vida tratando de elaborar su culpa viviendo una vida de autocastigo. Estos individuos necesitan dirigir su enojo hacia afuera para poder ser libres. La pena que es inhibida por fin despoja de su propia vida a quien vive el duelo. Además, sentir el dolor de la herida no es más que la prueba de nuestra vulnerabilidad de seres humanos. La herida es la reafirmación de nuestra capacidad de establecer lazos de afecto, de com-prometemos emocionalmente en el mundo y hallarle un sentido. La persona que vive una vida inmune a las heridas vive una vida inmune a la dicha. No hay manera de evitar el dolor si aspiramos a estar abiertos a la felicidad. Cuando nos sentimos heridos, necesitamos preguntamos: «¿Qué he perdido?» ¿Sabíamos que era tan importante para nosotros? Si no teníamos conciencia de que lo era, ¿por qué no teníamos tal conciencia? No tener conciencia de nuestros compromisos emocionales significa ser peligrosamente vulnerables, incapaces de adaptamos y protegemos como debemos. No todas las pérdidas permiten que nos protejamos contra ellas, pero por lo menos, debemos tener una noción clara de lo que es importante para nosotros. ¿De qué otro modo podemos tener una reacción apropiada, realista, al hecho de perderlo? También es importante saber cómo nosotros, como individuos, experimentamos la herida. Todo el mundo tiene sus propias señales. Algunos sienten dolor de estómago. Otros viven la herida como dolor en el pecho. Es posible tener una representación física de cualquier sentimiento. La tensión y la ansiedad se viven en general como músculos que se ponen tensos en la región del cuello, así como en otras regiones del cuerpo. El enojo provoca a menudo dolores de cabeza. La culpa y la depresión afectan la parte inferior de la espalda. Por ello, cuando analicemos cualquier situación en nuestra vida y abriguemos ciertos sentimientos frente a ella, analicemos asimismo nuestras reacciones físicas. Ello nos permitirá familiarizamos con ellas y comprender el significado de nuestros propios síntomas físicos. A menudo esta expresión física aparece mucho antes de que cobremos conciencia del sentimiento que la provocó, como por ejemplo, la sensación de «cosquilleo» en el estómago antes de

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que nos demos cuenta de que estamos ansiosos. Nunca nos será posible utilizar esta información física con un máximo de beneficio hasta que hagamos el inventario de nuestros propios síntomas y establezcamos su relación con nuestras emociones. Esto puede exigir algún tiempo, pero, una vez adquirido este conocimiento significará un atajo en la búsqueda de soluciones que habrá merecido el esfuerzo realizado. Tal vez la pérdida más difícil de aceptar entre todas es la que nos obliga a mirar el interior de nosotros mismos, para descubrir que tenemos deficiencias en aspectos que nunca hemos admitido ante nadie y muy especialmente, ante nosotros mismos. Al mismo tiempo, no obstante, nos abre el camino para la forma más importante de crecimiento que nos lleva hacia la realidad. A riesgo de ser repetitivo, quisiera destacar lo dicho ya con anterioridad en este capítulo. ¿ Qué debemos hacer cuando hemos sido heridos? Si alguien hiere nuestros sentimientos o nos causa dolor, debemos expresar ese dolor a esa persona en forma tan directa y sincera como sea posible. La forma más sencilla consiste en decir «Me heriste en mis sentimientos cuando hiciste tal o cual cosa. Este procedimiento puede no producir indefectiblemente los resultados que buscamos, pero el hacer que la otra persona sepa que nos ha herido es la mejor manera de establecer el equilibrio de nuestros propios sentimientos. Sentimos heridos desgasta nuestras energías. Podemos compensar este desgaste dirigiendo nuestros sentimientos negativos fuera de nosotros mismos, descargándonos de los sentimientos heridos, o bien expresando en términos apropiados nuestro enojo frente a quien lo provocó. Dejemos que nuestra herida sea problema de la otra persona, si ella la provocó. La otra persona podrá intentar señalamos de qué manera nosotros mismos nos pusimos en posición de ser heridos, o bien evitar aceptar culpa alguna, utilizando otros argumentos. Por nuestra parte, no dejemos de hacer saber ,de nuestra herida a la persona que nos hirió. Ello no significa que no debamos escuchar las explicaciones que nos dé, pero no debemos dejar que ellas se interpongan entre la expresión de nuestro dolor y enojo. Analicemos, entonces, los juicios del otro en busca de elementos de verdad. Tal vez nosotros lo indujimos a herimos. Si es así, es importante saberlo. La importancia de tomar contacto con el dolor y el placer de la vida, con nuestros sentimientos y experiencia en su existencia real, es lo que nos confiere libertad para hacer la más realista y positiva adaptación posible al mundo. Nuestros sentimientos deben fluir naturalmente. Necesitamos resolver problemas cuando se presentan en forma directa y sincera. Si no. logramos aprender algo acerca de nosotros mismos cuando nos hieren, habremos perdido una oportunidad de crecer o de cambiar en cuanto a nuestra manera de encarar el mundo, así como de verificar la validez de nuestras expectativas. Las expectativas determinan de qué manera contemplamos por anticipado al mundo. Por esta razón nuestras expectativas son fuentes potenciales de heridas. Expectativas. La vida que está llena de ellas está también, por lo general llena de desilusiones. Las vidas más llenas de desesperación son las vidas cuyas expectativas carecen en mayor grado de realidad. Esperar que los demás sean siempre amables y actúen en beneficio de nuestros propios intereses, aun a expensas de los de ellos, o suponer que otros quieren escuchar nuestra historia melancólica o disfrutar de nuestra compañía cuando nos mostramos cargosos o cansadores, es otra forma de decir que esperamos que los demás actúen en su propia vida conforme con nuestras propias esperanzas en lugar de hacerlo sobre la base de su propia experiencia y sentimientos. El prójimo tiende a cuidar sus propios intereses. Si creemos lo contrario, pecamos de poco realistas y nos co-locamos sin necesidad en la posición de ser heridos. Los demás no están en este mundo para servimos ni para compensar las pérdidas y malos negocios que puedan habemos afectado. Los otros están en el mundo para hallar su propio camino lo mejor que puedan. Toda expectativa poco realista en cuanto a su conducta tendrá como consecuencia que sientan que hacemos uso de ellos, o que los tratamos como objetos carentes de sentimientos o de derechos propios.

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En resumen, diré que perder algo importante hiere. Hiere más aún fingir que no es así. Esperar más de lo que puede ofrecemos la realidad sólo nos coloca en posición para que se nos hiera intensamente y sin necesidad.

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CAPITULO 3

ANSIEDAD

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La ansiedad es el temor de ser heridos o de perder algo. Sea el temor real o imaginario, el sentimiento es el mismo. La ansiedad varía desde la leve aprensión de quien prueba la temperatura del agua antes de nadar, hasta el pánico rayano en el caos, de la persona totalmente incapaz de controlar sus funciones corporales. Entre estos dos extremos se encuentran los sentimientos de temor, miedo, irritabilidad, agitación, preocupación, impotencia, inseguridad, tensión, nerviosidad, cobardía, terror, todos ellos, grados diferentes de un sentimiento de incertidumbre en cuanto a la propia se-guridad. El temor, como todos los sentimientos, obedece a un fin importante, en este caso, alertarnos para que nos defendamos. Por ello es que cuando tratamos de fingir que no lo tenemos, rara vez somos beneficiados por tal actitud. El temor nos protege y cuando lo ignoramos, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo, ya sea llevados por un deseo de impresionar como fuertes o bien el deseo de eludir la realidad de nuestros sentimientos. Cuando el temor nos advierte sobre el peligro, está resumiendo toda la información que recibe me-diante los cinco sentidos. El temor llama nuestra atención a una posible amenaza a nuestro bienestar. Cuando nos vemos expuestos a una amenaza el organismo reacciona liberando poderosas hormonas estimulantes dentro de la corriente sanguínea. Estas hormonas hacen latir el corazón con mayor fuerza y rapidez, además de orientar la corriente de la sangre hacia el punto donde es más necesaria. En un momento de esfuerzo el suministro sanguíneo disminuye, por lo general en el abdomen y la piel y aumenta en los músculos. La mayoría de los síntomas físicos de ansiedad, pies fríos, «cosquilleo» en el estómago, traspiración, dilatación de las pupilas y palidez son causados por estas hormonas. Estas hormonas del esfuerzo hacen «volar» a nuestra mente y adquirir una conciencia más aguda de nuestro ambiente inmediato. Un exceso nos lleva a una guardia constante, que a su vez tiende a inmovilizar. Los niños residentes en ciudades bajo ataque aéreo durante una guerra, por ejemplo, se vuelven tan defensivos frente a su estado de ansiedad crónica que parecen perder su personalidad. La mayoría de nosotros no podemos sobrevivir a la ansiedad crónica sin sufrir serias consecuencias. La intensidad de la ansiedad depende a menudo de la severidad de la pérdida inminente, de la cercanía de la amenaza, de la importancia de la pérdida para el individuo y de la fuerza del individuo y de sus defensas. ¿De qué nos sentimos ansiosos la mayoría de nosotros? La respuesta en términos generales sería de «perder la vida». Cualquier psicología que no tenga en cuenta la importancia del instinto de sobrevivir tiene poco que ver con la realidad. Pocos de nosotros podemos observar el instinto de la propia

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conservación tal como actúa en la vida real, pero nos es posible, en cambio, detectado o, por lo menos, responder a él con cierta facilidad en el mundo de la fantasía. Por ejemplo, la gran historia y película de aventuras nos absorbe y nos mantiene inmóviles en nuestros asientos mientras nos identificamos con personajes ficticios amenazados por seres, espíritus, holocaustos, terremotos, tiburones en apariencia invencibles. El grado en que nos envuelven estas aventuras refleja nuestro instinto básico de sobrevivir. El sentimiento de asu-mir un riesgo inminente y sobrevivir resulta vigorizante. Nos da un sentido de la vida renovado. Ello es, sin duda, la razón por la cual los deportes que encierran ciertos riesgos son tan apasionantes. En el mundo real la ansiedad es bien frecuente, pero los agresores potenciales a nuestras vidas rara vez se presentan definidos con tanta claridad. Es más probable que sean representados por la burocracia local que nos exige que llenemos una cantidad de papeles sin sentido durante una emergencia, haciéndonos perder el tiempo y provocándonos una tensión innecesaria, o por un gobierno que gasta nuestro dinero en forma irresponsable y nos amenaza con la cárcel cuando no pagamos nuestros impuestos, o por la inflación, o la recesión con sus amenazas de desempleo. Con frecuencia nos sentimos indefensos para encarar tales amenazas. El agresor es, sencillamente, demasiado poderoso. A veces no estamos seguros, siquiera, de dónde proviene la amenaza. El gobierno, la economía, son amenazas gigantescas y abstractas, amenazas sin rostro y sin personalidad que podamos afrontar. Los productores de cine, novelistas y autores de guiones de televisión crean aventuras en las cuales las amenazas, por lo menos, aparecen identificadas como personajes reales a quienes es posible buscar, vencer o sobrevivir. Nuestra ansiedad se despierta, vemos' al enemigo vencido y sentimos una sensación de liberación de nuestra inquietud, una sensación de alivio. Casi todos vivimos vidas en las cuales buena parte de la ansiedad que experimentamos está fuera de nuestro control. Buscamos maneras de expresar nuestro instinto de supervivencia o de poner fin a nuestro sentimiento de impotencia. Nuestro instinto de supervivencia se despierta no exclusivamente a raíz de una amenaza concreta de muerte, sino también de un temor más general de morir. La mayoría de la gente teme la finalidad horrible del hecho que los hundirá en la nada, en el no ser. Cuando afrontamos la muerte inminente, como por ejemplo, si nos vemos en el camino de un automóvil que ha perdido el control, los hechos de nuestra vida se recuerdan en forma vívida. Este abrupto «playback» de hechos pasados surge del aflojamiento súbito y sin discriminación de nuestras defensas, lo cual nos permite ver nuestro mundo interior y también el exterior con mayor claridad, tal como son. Las defensas son una táctica de

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postergación que disminuyen la velocidad de las reacciones y nos protegen contra daños emocionales potenciales. Existe un momento para las defensas y un momento para sobrevivir. Afortunadamente, bajo una tensión considerable, la decisión queda fuera de nuestras manos. La supresión de las defensas se transforma en un acto instintivo para sobrevivir. La mente se abre en busca de seguridad. Esta aper-tura de último minuto de la conciencia ha sido observada asimismo en los hospitales de enfermos mentales donde, en presencia de la muerte inminente, algunos pacientes gravemente perturbados y mudos han comenzado de pronto a hablar en términos emotivos de su propia vida. Es como si la amenaza de muerte implicase tanto castigo, que no quedase ya nada que reprimir para estos pacientes y por ello actuasen sin las restricciones que dieron forma a su conducta durante tantos años. Sólo en raras ocasiones nos, sentimos amenazados en nuestra supervivencia inmediata. Tenemos poco sentido de la amenaza física que al ser superada nos trae el consiguiente alivio. Nuestra era moderna nos ha privado, probablemente de algo, al alejamos del contacto personal directo con los elementos de la naturaleza. Nos encontramos en un circo artificial donde nuestros adversarios son los patrones arbitrarios, los horarios exigentes, las prácticas poco equitativas y la burocracia, todos los cuales crean sentimientos de frustración y nos amenazan sin damos una 'oportunidad adecuada de expresar nuestros sentimientos frente a la situación. Vivimos en una injusta esclavitud emocional. Se nos ha obligado a despojamos de nuestro instinto personal de sobrevivir, en nombre de algo llamado «seguridad a largo término», sin que se nos hayan señalado de antemano las consecuencias. Nunca imaginamos que en el curso de nuestra vida cotidiana y nuestra experiencia de trabajo, nuestra mayor amenaza provendría de nuestros protectores. Peor aún, parecemos disponer ya de pocos recursos para combatir estas amenazas, por cuanto luchar contra el sistema nos parece una tarea abrumadora. Puede que Don Quijote haya sabido bien lo que hacía cuando eligió como adversarios a los molinos de viento. Si tuviésemos que analizar el «sistema», comprobaríamos que la seguridad que nos ofrece es ficticia. Depende de que el sistema funcione. Cuando sobrevienen tiempos duros el sistema no funciona y puede ser difícil ver con claridad la lealtad de la compañía frente a su personal, situación conducente a provocar más ansiedad que seguridad. El mundo moderno nos lleva a muchos a perder la razón. La respuesta es que cada uno de nosotros, en el grado en que sea posible, debemos asumir una vez más la tarea de nuestra propia supervivencia. Es posible que no prosperemos tanto desde el punto de vista económico, pero si logramos disminuir el nivel de nuestra ansiedad asumiendo un mayor control de nuestro destino, habremos ganado mucho.

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Cuando parece imposible manejar en forma directa la tensión de trabajar para una gran compañía o de enfrentarse con la burocracia gubernamental, es necesario encontrar otras salidas para resolver la tensión. Entre éstas puede encontrarse el deporte que nos ofrece un desafío físico y emocional posible de superar. Resulta altamente gratificante hacer frente a una montaña durante el invierno y conquistar sus pendientes más empinadas. Quizá no hayamos logrado vencer al patrón, ni tampoco hacer más justas las leyes impositivas, pero habremos, en cambio, enfrentado con éxito un desafío concreto y probado nuestra capacidad de «llegar». ¡Puede que el sistema no funcione ya, pero nosotros, sí! Es la civilización moderna misma que se encuentra en el fondo de buena parte de nuestra ansiedad y tensión. La industrialización se ha desarrollado con frecuencia a expensas del individuo. Las exigencias de la vida colectiva e industrial dictaminan que suprimamos nuestro instinto de sobrevivir y suframos en silencio las ansiedades derivadas de este género de vida, experiencia que nos desgasta, porque suprimir cualquier emoción requiere un gasto de energía. Vivir en un mundo donde una compañía cualquiera afirma saber qué es mejor para nosotros y pretende que sigamos ciegamente su política, implica colocar la supervivencia de dicha compañía antes que la nuestra. Ninguna compañía u organización que coloque su propia supervivencia por encima del bienestar de cualquiera de sus miembros, considerados individualmente, puede actuar conforme con las verdaderas necesidades de los mismos. Intuimos esto y nos sentimos incómodos en nuestro trabajo, un poco utilizados, tal vez, un poco como si fuésemos una cifra anónima. Muchas firmas de hoy están creando productos en un extremo de la línea de producción y trabajadores deshumanizados por el otro. Trabajar con máquinas sin rostro que ofrecen para nosotros como único interés el de evitar que nuestras manos o nuestra ropa queden atrapados en los engranajes resulta aburrido. La forma habitual de defenderse contra esta monotonía consiste en bloqueada y retirarse hacia un mundo interior. Este apartarse del mundo no hace más que intensificar el sentimiento de tedio. La ansiedad y el aburrimiento tienden a ser concomitantes, y a menudo dan lugar a trastornos como la depresión y el alcoholismo. Este sentimiento de impotencia en el mundo mecanizado mina poco a poco nuestra capacidad de asumir el control de nuestra vida privada. Tendemos a levantar un muro protector de tal magnitud contra nuestra ansiedad en el trabajo que cuando volvemos a casa todavía nos acompañan estos muros defensivos. Cuando buscamos la ternura y el amor que nos faltan en el trabajo, solemos sentirnos defraudados, si, como ocurre a menudo, imponemos exigencias poco realistas a quienes amamos, en el intento de compensar nuestra infelicidad. Con frecuencia nuestra ansiedad cargada de

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tensión nos dificulta la tarea de comprender que los familiares a quienes recurrimos en casa también tienen sus necesidades. Al aumentar la tensión del trabajo, aumenta también la solidez de nuestras defensas y disminuye la riqueza de nuestra vida personal y familiar. A menudo no sabemos reconocer lo que ha sucedido en realidad hasta que el daño está hecho. La intimidad de la unidad familiar ha sido socavada. El marido se siente no realizado, la mujer se siente mártir, los hijos se rebelan. Toleramos tal situación porque no reconocemos o admitimos el problema. «Razonamos» que los tiempos no son los mejores, que deberíamos estar agradecidos por el pan que llevamos a nuestra mesa. Sin embargo, ¿qué empleo vale, en verdad, este tipo de suicidio emocional? Es poco mejor y a veces, peor que la nada. La única forma de reaccionar frente a una amenaza en cuanto la percibimos es con un sentido de dirección. En general no nos conocemos tan bien como para lograr comprender con exactitud qué tememos y, por lo tanto, no podemos aliviar del todo nuestro sentimiento de ansiedad. Algunos de nosotros llegamos al punto de ignorar que lo que sentimos es ansiedad. ¿Qué sentimos, exactamente, cuando estamos ansiosos? En primer lugar, nos sentimos inseguros, agitados, inestables. Hay una sensación creciente de que está por sucedemos algo malo, un sentido vago de pérdida inminente. Los acontecimientos parecen estar fuera de nuestro control y producirse en nuestro perjuicio.

¿Cómo manejar estos sentimientos? Antes de poder hacer nada frente a nuestra ansiedad, debemos ser capaces de admitir que estamos ansiosos. Esto puede no resultar tan sencillo como suena. Muchos individuos abrigan nociones peculiares acerca de sus propios sentimientos. Consideran que admitir que están asustados es admitir una debilidad. Niegan, entonces, su ansiedad y tratan de fingir que no sucede nada. Cada vez que negamos nuestra ansiedad minamos nuestra capacidad de defendemos contra lo que nos amenaza. Decir que no estamos ansiosos equivale a decir que no existe la amenaza. ¿Cómo explicar, entonces, nuestros sentimientos? ¿Y qué fin tienen éstos? Cuando nos sentimos ansiosos estamos percibiendo la amenaza, aun cuando no tengamos conciencia de ello. No ignoremos nuestra ansiedad, pues ella significa que algo que consideramos importante está bajo amenaza. Cuando un individuo tiene un grave problema de percepción, suele distorsionar la realidad que enfrenta. El mundo de la persona sorda o ciega se diferencia mucho del mundo del resto de nosotros. Sin embargo, el mundo del sordo o del ciego se diferencia menos del mundo de la persona que ve o que oye, que del de una persona tan rígida en sus defensas que altera la realidad. La persona ciega carece sólo de vista, pero no de perspectiva. La persona sorda no percibe el sonido, pero no carece de comprensión. Estas personas tienen sus maneras propias de percibir la realidad. Las personas con defectos

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físicos cuentan con menor espacio para funcionar, con menor margen para co-meter errores. La viveza y la facilidad con que responden a un sentimiento de advertencia tal como la ansiedad da la medida de este hecho. Prestan mayor atención a los sentidos que poseen y a los sentimientos derivados de éstos y como resultado de tal actitud tienen mayor conciencia del mundo que los rodea que el resto de nosotros. Encender un fósforo en la habitación donde se encuentra un ciego con frecuencia le provoca agitación y de inmediato busca el origen del humo. Este aumento en su estado de alerta en el uso del olfato es una compensación de su falta del sentido de la vista. No se trata tan sólo de que la persona disminuida tiene mayor agudeza en los sentidos que posee. Los sentidos del resto de nosotros se ven tan bombardeados por nuestro entorno que tendemos a bloquear los estímulos que nos llegan y nos alertarían de ordinario acerca de lo que nos amenaza. Cada uno de nosotros necesita aumentar el nivel de su propia conciencia en cuanto a sus propios sentimientos y percepciones. Esto no significa que, como el ciego, debamos investigar cada rastro del humo, pero sin duda debemos saber que el humo está allí, con el fin de estar preparados para reaccionar en caso necesario. Cuando tratamos de bloquear lo que nos pone ansiosos, lo que nos asusta, preparamos nuestro camino para mayores sufrimientos. Es mejor hacer algo frente a los problemas mientras sean menores y sea posible dominarlos. El constante bloqueo de las amenazas que se presentan a nuestra conciencia consume una cantidad cada vez mayor de energía. En la medida en que tal gasto aumenta, termina por romper nuestras vallas defensivas y por abrumamos. Cuando existe una defensa entre nosotros y nuestra capacidad de percibir nuestros verdaderos sentimientos, dicha defensa también se levanta entre nosotros y nuestras mayores probabilidades de sobrevivir. Sentirse ansioso es sentirse incómodo. Tiene que hacemos sentir incómodos. Si la ansiedad no fuera incómoda, no haríamos nada por vencerla. La mejor manera de eliminar un sentimiento de ansiedad reside en evitar la amenaza que la provocó, en lugar de negar dicha amenaza o soslayada mediante mecanismos defensivos. Cuando estamos en peligro, debemos saberlo. Cuando debemos apoyamos en otra persona para que actúe según nuestros mejores intereses en el caso de vemos amenazados, hay algo que marcha muy mal en nuestra vida. Pasar la responsabilidad de nuestra propia seguridad a otra persona o bien a una institución puede ser útil para acallar nuestros temores en forma momentánea, pero en definitiva socava el proceso natural de la propia su-pervivencia. Los sentimientos de ansiedad y de temor pueden contribuir a reavivar sentimientos infantiles de impotencia, pero admitir que sentimos temor no

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significa que seamos niños. Cuando sentimos temor es natural desear que alguien «más grande», más capaz y más fuerte, venga en nuestro auxilio. Estas esperanzas infantiles tienden a disiparse, por lo general, con la adquisión de experiencia como adultos. Cada día percibimos con mayor claridad, si mantenemos los ojos bien abiertos, que la única persona con quien podemos contar en verdad para obtener ayuda somos nosotros mismos. La sociedad moderna nos transmite dos mensajes contradictorios. Debemos depender de nosotros mismos, ser nosotros mismos, hacernos cargo de nuestro propio destino y al mismo tiempo, conformamos, jugar el juego con el resto, ser un «buen» ciudadano. A menudo se da al individualismo el nombre de «excentricidad», tolerada tan sólo en teoría, en la práctica se requiere el conformismo. El cumplimiento de nuestros deberes para con la sociedad y la obtención de las recompensas tradicionales puede, con harta frecuencia, no llenar nuestras necesidades emocionales. Queremos algo más, pero no sabemos dónde buscarlo. Lo que hallamos es un mar de ansiedad. Por temor, tendemos a seguir el camino elegido por quienes afirman conocer el camino «correcto». No cabe sorprenderse de que sintamos ansiedad durante buena parte del tiempo. Comenzamos a perder la iniciativa, el sentido de nosotros mismos, el de nuestras metas y objetivos en la vida. Para muchos estos conceptos pueden parecer inconsistentes con las realidades duras y prácticas de la vida. Debemos trabajar, debemos llevamos bien y preocupamos de que puedan despedirnos de nuestro empleo. La verdad es... sí, y no. Ese es el mensaje que estamos condicionados a aceptar, pero no es necesariamente la realidad de nuestros mejores intereses o aun supervivencia. Es el mensaje de otros, de una estructura con sus propios intereses creados, no necesariamente idénticos o consistentes con los del individuo en cuestión. Un hecho cierto en la vida es que muchos de nosotros renunciamos o bien cedemos con demasiada facilidad, sin buscar, siquiera, alternativas o someter a prueba su validez. Tenemos la incertidumbre de lo novedoso. No quiero decir con esto que debamos renunciar al trabajo, la familia y la sociedad para obedecer a alguna mística voz interior, sino que por lo menos, debemos dar una oportunidad de expresión a lo mejor de nosotros mismos. Tratemos de escuchamos, aceptemos nuestra responsabilidad en cuanto a la solución de amenazas a nuestra vida y bienestar, por lo menos, en la medida en que nos sea posible dentro de los recursos que llevamos dentro. Tenemos con esto un principio para llegar a ser seres libres. ¿Acaso no es esto algo a que todos debemos aspirar? Aparte de la ansiedad creada simplemente por nuestra sociedad, cada individuo necesita llegar a transar con las amenazas y temores de su propia vida interior personal, basados ambos en prejuicios de su propia educación (llamamos prejuicios a una serie organizada de sentimientos capaces de ser

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desencadenados por algún estímulo exterior).Sea el objeto del prejuicio un grupo, una idea o una actitud, el prejuicio se altera solamente mediante la experiencia. Cuando somos niños adquirimos nuestros prejuicios a causa del temor. Lo que comienza como el temor a un objeto, situación o persona de terminados, tiende a volverse generalizado. El temor frente a un lugar oscuro, por ejemplo, se transforma en temor a la oscuridad. Nuestros prejuicios son como reservorios de sentimientos negativos y se interponen en el camino de la búsqueda de la verdad. Tememos al extraño sólo en parte porque puede causamos daño, pero más aún porque no participa' de nuestra percepción particular de la verdad. Lo que dice acerca de nosotros deriva de lo que él percibe en nosotros. Tendemos a temer al extraño porque es capaz de ver nuestra imperfección y porque puede dañamos al revelar la verdad sobre nosotros mismos.

Cada uno se siente vulnerable de manera diferente. Cuando conocemos nuestra propia vulnerabilidad, sabemos mucho acerca de nosotros mismos. Como hemos visto ya, todo el mundo es vulnerable a la pérdida de un ser querido, a la pérdida del control, a la pérdida de la autoestima. Cada uno de estos tipos de pérdida crea la correspondiente categoría de ansiedad. Ciertas personas están tan sensibilizadas por la experiencia particular de su propia vida que una de las categorías mencionadas toma precedencia sobre las otras y tiñe su forma de ver el mundo.

La gente que tiende a depender de otros es especialmente vulnerable a la pérdida del amor, sea porque durante la infancia experimentó una pérdida de este género, o bien porque vivió con la amenaza de la separación o el rechazo. Estos individuos viven su vida sintiendo una pérdida aun antes de haber perdido nada. Pueden llegar a precipitar una pérdida potencial con el exclusivo fin de desprenderse de su ansiedad. A menudo crean un sentimiento de impotencia en otras personas, quienes sienten enojo contra ellas por haberlos hecho sentir así y las rechazan, con lo cual se produce una nueva pérdida. A causa de que la gente con poca independencia tiende a actuar en forma regresiva e infantil cuando se ve amenazada, muy poco de lo que hace parece ser eficaz para prevenir las pérdidas que temen. Su poca disposición a asumir responsabilidad frente a su propia vida solo aumenta su dolor y aleja más todavía a las personas cuyo amor y afecto temen perder.

Los individuos con poca independencia ven el mundo en el marco del rechazo o de la pérdida y hallan, seguramente, en todas partes, pruebas de que tal pérdida es inminente. Tomemos el caso, por ejemplo, de la mujer tan lastimada por pérdidas y separaciones sufridas durante su infancia, que veía las pérdidas entretejidas en la textura de su vida con mucha mayor claridad

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que su vida misma. Una tarde, al salir furiosa de la casa de su nuera después de haber reñido con ella, comenzó a sentirse ella misma abandonada, a raíz del hecho de haber partido por su iniciativa. Condujo su automóvil por la autorruta, siguiendo otro automóvil. Recorridos unos cuantos kilómetros co-menzó a sentir un extraño afecto hacia este automóvil, pues en su imaginación, lo veía como indicándole el camino hacia su casa. Estaba cui-dándola. Cuanto más se alejaba de la casa de su nuera, con tanta más intensidad volvían antiguos sentimientos de abandono vividos durante su in-fancia. Al cabo de un rato el automóvil que iba siguiendo salió de la carretera y ella quedó reducida a las lágrimas, sintiéndose abandonada por el mundo e incapaz, tanto en sentido figurado como literal, de encontrar el camino a su propia casa.

La experiencia de esta mujer es típica de las formas en que los incidentes registrados en el presente pueden dar salida a dolores no resueltos de nuestro pasado y hacer del mundo una pantalla sobre la cual proyectamos nuestras heridas.

El siguiente tipo de pérdida que provoca ansiedad es la pérdida del control. Se trate de poder, dinero, posición, influencia o título lo que valoremos más que nada, pocos de nosotros nos sentimos tan desgraciados ni tan desesperados como la gente que «controla» y siente que está por perder dicho control.

Los individuos que más temen perder el control son los que hacen especial hincapié en poseerlo todo el tiempo. Viven conforme a reglas. Se sienten más cómodos cuando conocen los límites precisos de una situación dada. Se aflojan solamente cuando están seguros de comprender cómo se integra todo. Aun entonces suelen estar alertas a cosas que podrían marchar mal e inventan procedimientos adicionales para asegurarse que lo que no, ha marchado mal hasta entonces no marche mal en el futuro. Cuando, en efecto, las cosas amenazan salir de control, tienden a envolverse más y más en las reglas y detalles del sistema y comienzan a verlos como dotados de una calidad permanente y aun religiosa. Les confieren entonces atributos rituales o mágicos en su esfuerzo por exorcizar su propia ansiedad. Pensemos en la persona que revisa su lista de compras por hileras que corresponden a los pasillos que ofrecen la mercadería en el supermercado, que mantiene su casa impecable, que paga sus facturas a vuelta de correo, cuya libreta de cheques está correcta hasta el último centavo, cuyo calendario está planeado con meses de anticipación, con lo cual consigue incluir aun el futuro dentro de su propio control. ¿Controla todo, en realidad, esta persona?

De hecho, en el caso de estas personas que tienden a controlar todo, el orden y la rutina parecen tener mayor importancia que los sentimientos. Por ser la pérdida de control tan alarmante para ellas, intentan controlar las piezas

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de su mundo en forma cada vez más minuciosamente detallada, realizando siempre listas más largas y precisas, limpiando cada vez con más empeño su casa o su lugar de trabajo. Más beneficioso para ellas sería admitir que se sienten heridas y ansiosas y comprender que es esto lo que las hace sentirse fuera de control. Cuando experimentamos un sentimiento sin ocultarlo, se disipa más pronto y nos agota mucho menos.

La pérdida de la estima también provoca ansiedad. Puede manifestarse como temor al fracaso, temor a ser descubierto como un individuo sin valor alguno o como temor al ridículo. Quienes viven en el temor de ser avergonzados a menudo tratan de ocultar sus verdaderos sentimientos. Pueden fingir que sus sentimientos son poco importantes, o que la prueba a que fue sometido su propio valor no tenía trascendencia, como por ejemplo, el estudiante que pasa por la escuela aprobando apenas sus materias, por temor a correr e. riesgo de hacer el esfuerzo y no salir el mejor. Siempre puede repetirse: «Si en realidad hubiese estudiado, habría sido el mejor de la clase.» Puede llegar a creerlo. Estos individuos son a menudo competitivos y al mismo tiempo, están inseguros de su propio valor. Se sienten ansiosos no solamente cuando los critican sino además cuando otras personas los superan. Rara vez actúan como ellos mismos, sino de tal manera que a su juicio parezcan de mayor valor ante los otros. Rara vez hacen un esfuerzo honrado por triunfar, sino que limitan dicho esfuerzo a dar tan sólo la impresión de éxito. Es un hecho irónico que el esfuerzo necesario para lograr el éxito sea sólo un poco mayor que e requerido para salvar el prestigio.

No es posible alcanzar el verdadero éxito hasta que estemos dispuestos a ser juzgados en cuanto a nuestro rendimiento. Al negarse a ser objeto de este juicio, el individuo que se preocupa en exceso por la estima que merece, elude hacer el, esfuerzo máximo con el fin de protegerse su frágil imagen propia. En realidad no está seguro de que podría ser el primero y como no sabe en qué medida podría rendir, teme determinarlo.

Estos tres problemas de pérdida, como orígenes de ansiedad, reflejan etapas del crecimiento que toaos hemos vivido. En la medida en que estos problemas del pasado continúan irresueltos, seguimos vulnerables a situaciones semejantes en el presente. Y también en cierta medida los tres problemas, el de perder el amor, el controlo la estima, son capaces de desencadenar sentimientos de ansiedad en cada uno de nosotros.

La cuestión en este punto es: ¿Cómo procedemos a manejar nuestra ansiedad? Puesto que la ansiedad es una advertencia, resulta esencial que comprendamos en primer término qué peligros nos señala y sacar de ella información útil.

A veces es sumamente difícil determinar si la causa de la alarma está en el presente o bien en el pasado. La señora que se apegó al automóvil

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sencillamente no era capaz de hacer tal distinción. Cuando era niña su madre se habia ido con un hombre. No pudo hacer frente a la pérdida y optó por negarla. Actuó como si no hubiera sucedido. Ante los demás, apenas daba la impresión de extrañar a su madre. El precio que pagó por ello fue vivir una vida en la cual cualquier cosa que pudiese recordarle el haber perdido a su madre reactivaba los sentimientos originales de pérdida. Al eludir el dolor por la pérdida original cada nueva pérdida importante o pequeña, desencadenaba en forma simbólica la antigua.

Al manejar una ansiedad proveniente de una pérdida presumiblemente demasiado terrible para reconocer y afrontar, esta mujer fue inducida a pasar revista a los puntos fuertes de su personalidad. Revisó completamente su vida y comprobó que en muchos aspectos era capaz de manejarla adecua-damente.

Llegó a comprender que el impacto de la pérdida original dependía en su intensidad de su falta de defensa que por ser una niña. Con el tiempo comenzó a reconstruir su propia imagen. Vista desde esta nueva perspectiva, su vida ofrecía indicios de que podría soportar en este punto la pérdida de la madre ocurrida durante su infancia. Se permitió a sí misma vivir un duelo que era irremediable, y aceptó el hecho de que estaba fuera de control. En el proceso se liberaron sus sentimientos y quedaron así disponibles para una nueva inversión en el presente. Todo esto llevó tiempo y la mujer sigue siendo muy sensible a la pérdida. Lo será siempre. Por lo menos ha dejado ahora de estar cautiva de su propia ansiedad. Ya no esgrime sus pérdidas por anticipado. Es capaz de disfrutar de la vida, porque ésta no está ya automáticamente contaminada por el pasado.

El manejo de la ansiedad en el plano primordial del presente resulta menos difícil. Cuando nos sentimos ansiosos por razones que no nos resultan claras, o cuando una situación que tendría que hacemos felices sólo nos hace sentimos amenazados, cabe detenerse a pensar. El primer paso para llegar al control de situaciones de ansiedad es: «¿Qué es lo que tanto temo perder?» Formular esta pregunta nos coloca a veces a una distancia suficiente del problema como para encarar su solución. La pregunta comienza a esbozar la respuesta. La empleada de oficina temerosa de pedir un aumento, el inquilino temeroso de provocar la ira de su vecino, cuya radio estruendosa lo ensordece todas las noches, el muchacho temeroso de invitar a una chica a salir... o el caso opuesto en estos tiempos de cambio... todos ellos pueden estar presa de una ansiedad general, sin saber el motivo de ella hasta que se detienen a pensar y se preguntan. «¿Qué tengo miedo de perder?» Como respuesta pueden surgir, respectivamente, las siguientes: mi empleo, una «amistad», mi masculinidad, mi feminidad.

Casi todos debemos afrontar la ansiedad a diario a través de nuestra vida. Los abogados sienten ansiedad cuando tienen que actuar en el juzgado. Los

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contadores la sienten poco antes de una auditoría. Los profesores se ponen tensos antes de pronunciar una conferencia, los estudiantes, antes de un examen. Las dueñas de casa sienten aprensión antes de dar una fiesta, los directores teatrales, minutos antes del estreno. La de ellos es una ansiedad preparatoria, el temor de ser un fracaso, de quedar desprestigiados. Esta ansiedad en cantidades moderadas, nos ayuda a cargarnos de energía que nos permita realizar nuestro máximo esfuerzo. Es comun a toda persona que participa activamente en algo. Sin embargo, suele suceder que el nivel de ansiedad que acompaña la producción es tan elevado que impide a quien la sufre emprender, siquiera, dicho esfuerzo. El llamado susto del actor en grado moderado, en cambio, no es una enfermedad y sólo cuando llega a impedirle trabajar es necesario tratado.

Algunas personas, no obstante, viven toda su vida como si estuviesen por ofrecer una producción tras otra durante todas las horas del día. Temen que todos cuantos las ven los juzguen. Por no haberse aceptado a sí mismas se preocupan por la posibilidad de que nadie los acepte. Temen la confirmación de que no valen nada. Viven un hecho poco satisfactorio tras otro y preguntándose quién será el próximo en descubrirlos.

La ansiedad crónica es difícil de manejar y dolorosa de soportar. La persona que la sufre siente sin cesar que está por sufrir una gran pérdida. Uti-liza la mayor parte de su energía en el esfuerzo de controlar su ansiedad. Como consecuencia, aun el grado mínimo de tensión no tarda en neutralizar en forma total su capacidad de manejar la situación. Al tener que desplegar sus defensas sobre un sector demasiado extenso, para cubrir el mayor número posible de amenazas, su ansiedad comienza a filtrarse por todas partes. Las defensas se hacen inútiles. En realidad, se enreda tanto en el manejo de sus propias defensas, que le queda muy poca energía para vivir.

El manejo de una ansiedad tan grave como ésta puede requerir apoyo profesional, incluida la medicación contra la ansiedad, para que el paciente pueda recobrar parte de la energía que ha estado usando en sus defensas y aplicada a la solución de sus problemas. Es difícil que la terapia tenga éxito, a menos que se logre reducir la ansiedad a niveles manejables. No hay nada como sentirse mejor para mejorar. La ansiedad crónica se agrava con las tensiones de la vida cotidiana: el tránsito, las compras, los medios de comunicación masiva, las exigencias de una familia, las relaciones personales, para no mencionar la economía, las perspectivas inciertas del mundo, los recursos agotables, el envejecimiento y la enfermedad.

Muchas personas sufren ansiedad sin darse cuenta de ello, porque sus defensas contra esa ansiedad les impiden advertir que la tienen. La actitud defensiva del neoyorquino medio es un buen ejemplo. Los habitantes de Nueva York tienen que hacer ojos y oídos sordos a muchas cosas todos los días sólo para poder digerir el desayuno. Nuestra sociedad nos convierte en

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lisiados emocionales cuando como individuos no podemos hacer frente a la falta de objetivos bien definidos y a las recompensas que tienen poco significado real. Todavía nos es necesario contar con algún espacio, tiempo, soledad y paz, aunque sea por unos pocos minutos cada día. Necesitamos tener oportunidad de tomar contacto con nosotros mismos, de escuchar nuestros propios pensamientos, de prestar atención a nuestros sentimientos.

Aun cuando parezca imposible a veces, la mejor manera de manejar la ansiedad es evitar las situaciones innecesariamente amenazadoras y em-prender la tarea de hacer de nosotros mismos las personas más completas y fuertes que nos sea dado ser. Para logrado debemos aceptamos, asumir la responsabilidad de nuestra propia vida, asegurar nos de que vamos en la dirección correcta para nosotros. Es una empresa difícil. Para ser uno mismo, no es necesario estar enteramente libres de ansiedad pero por lo menos debemos saber qué tememos y sentimos libres de cambiar lo que nos amenaza.

La persona libre acepta la responsabilidad tanto para lo bueno como para lo malo que hay en su vida. Tiene conciencia de su propia vulnerabilidad y en lugar de ocultada, la utiliza. Se permite a sí mismo estar abierto al dolor existente en su mundo. A través de esa ventana especial ve con mayor claridad, porque siente más. La persona libre no pierde el tiempo y las energías dejándose envolver en cosas que no es posible cambiar, sino que concentra su esfuerzo en las áreas que es capaz de afectar. No deja que el mundo «le llegue». Simplemente define sus metas y trabaja con honradez. Uno de los objetivos más importantes es llegar a familiarizarse con uno mismo de una manera positiva. Llegar a este punto requiere la aceptación de las propias limitaciones. Debemos comprender que por mal que nos hayan tratado, cualesquiera sean las circunstancias de nuestra vida personal, por mucho que nos hayan abandonado o rechazado con crueldad, o cualquiera sea nuestra situación en la vida en este momento, siempre estamos a cargo de nuestra propia vida y tenemos la responsabilidad básica de realizar al máximo nuestros dones y aptitudes. Cabe esperar con fe que los desengaños y rechazos que experimentamos sean contemplados algún día como pruebas superadas. Si como individuos nos hemos formado en una situación de dependencia, nuestro punto de vista no tiene por qué ser invariablemente el del desengaño y dolor por las pérdidas sufridas.

Nuestra propia sensibilidad individual frente a esa situación de dependencia puede permitimos llegar a ser individuos con extraordinarias cualidades de ternura y-comprensión que nos permiten identificarnos con quienes no han superado aún sus propios lazos de dependencia y prestarles nuestra ayuda. Una vez que una persona logra vencer sus propios problemas de dependencia, adquiere la libertad necesaria para dar, sostener, estimular y apoyar, es decir, para hacer todo aquello que es la antítesis de agotar a otros.

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La ansiedad sentida al temer pérdidas relacionadas con su dependencia desaparecerá en forma gradual a medida que comience a verse como persona fuerte.

De la misma manera los individuos dominantes, una vez que aprenden a vencer su actitud defensiva, tienen mucho que dar. Estos individuos tienen particular comprensión frente a la soledad y el aislamiento. Las personas que han aprendido a superar su necesidad de ser quienes controlan situaciones todo el tiempo pueden ser muy útiles para los demás cuando les enseñan a organizarse y a movilizarse en dirección a un objetivo lleno de satisfacciones personales.

Los individuos, por último, que han sufrido ansiedad referente a su autoestima pueden aprender a ser menos egocéntricos y a preocuparse más por el trabajo que realizan que por la impresión que hacen a los demás. Pueden, asimismo, aprender a respetar lo que hacen por su valor mismo, en lugar de preocuparse en forma constante sobre si son o no merecedores de estima desde el punto de vista de los demás.

Así pues, cuando las debilidades se convierten en fuerzas, nos transformamos también, de miembros dependientes de la sociedad, dominantes o ansiosos de lograr la estima ajena, en educadores, dirigentes y realizadores. Como tales tenemos, sin duda mucho que dar y enseñar al resto. Si bien la ansiedad involucra la amenaza de pérdida o daño inminentes, no disminuye la validez de los aspectos decididamente reales o positivos de su otra función, la de alertar y formar el yo en la medida de su máximo potencial. Es posible lograrlo aceptando las heridas que ha sufrido cada uno de nosotros, dando por terminado nuestro dolor, aprendiendo las lecciones dejadas por nuestras experiencias del pasado, y transformándonos, mediante un crecimiento ininterrumpido, en la mejor persona posible que seamos capaces de rescatar de nuestro pasado y de crear mediante nuestras acciones del presente.

Cada uno es el arquitecto de su propio futuro. Si hacemos uso de nuestros mejores materiales de construcción personal, nada tenemos que temer. El solo hecho de encontramos en el camino hacia el descubrimiento de lo mejor de nosotros mismos disminuye la ansiedad. El resto requiere trabajo y tiempo. Cada individuo se mueve según su propio paso y a su propio modo. Nadie puede creamos la propia vida. Nadie tiene por qué hacerlo. Otros

pueden señalamos el camino, ayudamos a definir nuestras metas; pero el trabajo, la carga, la responsabilidad y por lo tanto, la alegría, nos pertenecen exclusivamente.

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CAPITULO 4

LA RABIA

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La rabia es el sentimiento de estar irritados, frustrados, enojados, contrariados, fastidiados, furiosos, iracundos, «ardiendo».

Nos enojamos cuando nos han herido y por ello todos abrigamos sentimientos de enojo o rabia de vez en cuando. Cuando alguien nos dice que nunca se enoja, nos está diciendo, en realidad, que no reconoce su rabia, o bien la oculta porque teme lo que pueda revelar acerca de él mismo.

No es necesario que estemos ardiendo de rabia para llenar las condiciones que nos califican como enojados. De hecho, la mayor parte de la rabia que sentimos todos no es violenta ni difícil de controlar. Se trata, más bien, de irritación o fastidio, la respuesta habitual a los desengaños de todos los días. La rabia, como la ansiedad, es sólo una de-nominación general para toda una gama de sentimientos, todos los cuales tienen en común el ser reacciones a la herida o a la pérdida.

¿Cómo surge la rabia como consecuencia de haber sido heridos? Toda herida emocional agota nuestra energía al crear un sentimiento negativo que debe ser resuelto de algún modo. La reacción natural es la de desviar ese sentimiento negativo fuera de nosotros y hacia lo que sea que nos provocó el dolor. Ésta es la forma más eficaz de manejar la rabia, pero no resulta tan sencilla como suena, porque la causa de la herida no siempre es claramente identificable. He aquí un ejemplo que ilustra esto. La rabia de una reacción de pesar.

Al perro de un, niño de diez años lo mata un automóvil. Él siente una gran pérdida. El perro fue su compañero, constante. El niño no puede creer que su perro haya muerto realmente. Le duele demasiado aun llorar a su animalito, pues el dolor de la pérdida es tan grande que no puede expresarla, ni siquiera en parte, en forma directa. No puede trabajar en la escuela ni concentrarse en nada importante. Se sienta en su cuarto y contempla el televisor sin disfrutar de la audición. Toda su energía parece haberse agotado en el esfuerzo de manejar su dolor. La parte de sí mismo que se identificaba con el perro ha dejado de existir y él extraña profundamente esa parte. Siente rabia de que el perro haya muerto. ¿Pero contra quién debería sentir rabia por la muerte- de su perro?

Al cabo de unas semanas el niño comienza a hablar con ira sobre el conductor del automóvil. Tendría que haber tenido más cuidado, conducía con demasiada velocidad y, en una oportunidad, llega a acusar al conductor de haber tratado de atropellar al perro. Comienza a soñar que vio el automóvil que mató a su perro estrellándose contra una pared. Después de un tiempo recuerda que su perro siempre corría detrás de los automóviles y que nunca consiguió quitarle esta costumbre. Se siente enojado consigo mismo por haber fracasado como adiestrador e irritado con sus padres porque no le ofrecieron ayuda para enseñar mejor al animal. Después empieza a dirigir sus sentimientos contra el perro por haber sido tan tonto de correr detrás de los automóviles. Poco a poco, la rabia del niño se libera y su energía para -realizar otras actividades reaparece lentamente. Vuelve a ser capaz de concentrarse en la escuela y de reanudar la vida de siempre. La expresión de la rabia contra la herida que la provocó da lugar a que la herida

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emocional cicatrice. En este caso fue natural que el chico buscase objetos contra los cuales le fuera posible expresar rabia: primero contra el conductor del automóvil, después, contra el automóvil y aun, un poco, contra sí mismo. Buena parte de la rabia tenía cierta calidad que podría expresarse como «si sólo hubiese actuado bien no habría perdido mi perro». A continuación desplazó la culpa de sí mismo a sus padres y por fin, muy diluida por el tiempo, la rabia pasó al perro. Una vez dirigido este enojo contra todos los blancos posibles, cayó por fin en el correcto, el pobre perro mismo, con lo cual la herida del niño comenzó a cerrarse. Para que una pérdida se supere y cure de la manera mejor y más completa posible, la rabia que provoca debe contar con total libertad de expresión. El primer paso para la reparación de una herida es hacerla conocer mediante el enojo. El segundo consiste en dirigir ese enojo contra un blanco apropiado. Expresar enojo o rabia es una respuesta natural y saludable, necesaria para mantener el equilibrio de nuestras emociones. Esto no quiere decir que la rabia sea un sentimiento agradable. En ella está involucrado un gran volumen de tensión, cuando aumenta nuestra presión sanguínea y se acelera el ritmo cardíaco. No obstante ello, si la persona enojada es capaz de liberar la tensión emocional y física que ha acumulado en su interior, al final se sentirá mejor. La dificultad se produce cuando no es posible llegar al origen de la herida para enojarse con él, o bien cuando enojarse con él crea tanto dolor inaceptable que el enojo o rabia se bloquean y los sentimientos de rabia crecen en nuestro interior. Algunos individuos consideran que no está bien sentir rabia y se niegan a admitir que sufren aun el más leve fastidio. A otros no les gusta enojarse porque es desagradable. Algunos creen, erróneamente, que la .rabia se irá sola, si no le prestan atención, o bien temen que si se enojan perderán el control, harán una escena, pasarán vergüenza, o bien herirán a otros. Cualesquiera sean las razones que da una persona por no mostrar enojo no hacen más que engañarse. Nunca se justifica enterrar el propio enojo. Refrenado no hace más que intensificar la herida que lo causó. Las defensas que impiden que la rabia fluya naturalmente hacia afuera pasan a canalizada hacia dentro y la dirigen contra uno mismo. Alguien siempre paga por esa rabia. Mucho mejor es que ese alguien sea quien causó el dolor que la persona que fue objeto de él. Cuando se contiene la rabia, el único individuo castigado es uno mismo. ¿Cuánta rabia es necesario expresar para neutralizar una herida? Varía de una persona a otra. A algunos les basta mencionar la herida a la persona que la causó para que se les pase la rabia en forma definitiva. Otros tienen tanta rabia contenida, que se enfurecen cuando llaman por teléfono y les dan un número equivocado. Sin duda, nunca es posible contar con un equilibrio perfecto entre la herida y la rabia. Ello significaría que una pérdida determinada puede cancelarse mediante un sentimiento en particular. Por muy enojada que haya estado el chico cuyo perro murió, por ejemplo su herida nunca se curaría completamente. Por mucha que 1e fuera su rabia, ella no podría devolverle el perro. Por otra parte, no haber mostrado rabia por la pérdida habría sido equivalente a negar que ésta había ocurrido y en el mismo proceso, negar los propios sentimientos. Permitir que fluya el enojo limpia la herida emocional e inicia la curación.

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Algunas personas temen admitir que están doloridas porque no quieren aparecer como débiles. Por una circunstancia irónica, este dolor y esta rabia no expresados minan sus fuerzas y sólo hacen que se sientan menos fuertes, menos capaces de aceptar heridas futuras, y con ello establecen un círculo vicioso que por fin les oculta toda realidad. Si bien mostrar el enojo es necesario para equilibrar el dolor, a veces resulta difícil establecer qué es lo «apropiado». Por ejemplo, ¿cómo expresar en forma apropiada la rabia frente a un ser querido que acaba de morir de una enfermedad larga y dolorosa? ¿Es apropiado clamar contra el cielo por haber hecho a la persona amada de tan frágil sustancia? ¿Es apropiado maldecir al muerto por sus fallas físicas o su negligencia al no haber consultado antes a los médicos? Estos sentimientos de rabia, aunque sean justificados, son difíciles de admitir cuando la persona que los ha provocado está muerta. Nos sentimos culpables al sentir rabia Contra alguien que ha pagado ya el más alto precio. A pesar de ello, a menudo estamos enojados con la persona amada que murió y nos dejó, por irracional o inapropiado que parezca. Entonces, ¿ cómo expresar nuestra rabia ante semejante pérdida? Una mujer mayor, viuda de poco tiempo, buscaba ayuda para su implacable dolor. Cuando hablaba de su difunto marido se quejaba de que le ardían los ojos. Su marido había sido un hombre más bien sumiso y simple, quien, a pesar de haber hecho siempre todo lo que pudo, apenas logró proporcionarle las comodidades básicas. La mujer apretaba los puños al hablar de su desesperado esfuerzo por manejar el pequeño departamento en un complejo habitacional en pleno deterioro. Haber mostrado rabia contra su marido muerto habría intensificado su tristeza al aumentar su culpa. Como lo había amado de verdad y su memoria era una de las cosas que ella valoraba, mostrar rabia contra él habría sido mi riesgo demasiado grande. Por eso, elegía como blancos más inofensivos de su enojo algunas de las organizaciones oficiales, como la administración de Veteranos de Guerra que no le enviaba una pensión suficiente, y otras personas con quienes tenía contacto en su vida diaria, la secretaria del Centro de Salud, por su falta de cortesía; sus hijos, por su falta de cariño. Tal vez estos ataques no siempre fuesen justificados, pero con el tiempo, la rabia contra su marido por haber muerto se dispersó entre varios objetos, ninguno de los cuales advirtió nunca, en apariencia, la rabia adicional que les dirigían. De ese modo el pesar de la mujer comenzó a disiparse poco a poco. Este proceso de liberar el enojo dirigiéndolo hacia afuera en forma apropiada es el centro de todo el problema de la herida y la rabia. Cuando no se expresa la rabia, sino que en forma defensiva se la encierra en el interior, comienza a destruir a la persona en quien habita, provocando la erosión de todo lo que es grato a esa persona. Es un hecho, sin embargo, que muchos individuos dan la impresión de estar siempre enojados a pesar de ello, irritables y susceptibles. ¿Por qué no se sienten equilibrados y felices? Después de todo, nunca dejan de dar expresión a sus sentimientos de rabia. ¿O será así? El hecho de que una persona actúe como si estuviera enojada no significa que está resolviendo su dolor de tal manera que le sea posible encararlo concretamente. La gente crónicamente enojada suele sentirse defraudada por la vida y culpa a terceros

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por sus problemas. Rara vez reciben lo que creen merecer. No advierten que pocas personas en la vida obtienen mucho sin luchar por obtenerlo. Admitirlo, sin embargo, exigiría que la persona aceptas e parte de la culpa por su propio fracaso. En general, esto alarma muchísimo, porque abre ciertos diques de contención: «Si tengo la culpa de algunos de mis fracasos, quizá tengo la culpa de todos.» Contemplar esta posibilidad es demasiado deprimente y sobrecogedor. Más fácil es protegerse contra cualquier iniciativa de culpamos nosotros mismos y dirigir el propio enojo hacia afuera, enojo que se convierte en un mecanismo de defensa y aun en , un estilo de vida. Cualquier ofensa pasajera aumenta la reserva de dolor. La rabia se descarga sin cesar -sin blanco definido- sin llegar a entrar en contacto real con el punto de origen de la herida. La frustración, la confusión y una amargura que aumenta en forma casi vertical son la consecuencia: el buscar una meta que no podemos localizar o que se niega a ser localizada. La expresión adecuada y directa del enojo, por otro lado es parte necesaria de una vida emocional sana. No debemos lamentar nuestros sentimientos de rabia. Todos nos enojamos cuando nos lastiman. Las únicas personas que no se sienten doloridas y por lo tanto, no se enojan, son las que afirman no tener puntos vulnerables. La gente sin puntos vulnerables, en fin, carece de sensibilidad. Tampoco es capaz de responder a los sentimientos de otro ser humano, de compartidos o de llegar a una relación de intimidad con él, porque no tiene acceso a sus propios sentimientos. A veces, cuando una herida es relativamente leve, podemos enterrada en lugar de expresada en forma de enojo. Esto puede convertirse en una mala costumbre, ya que muchas pequeñas heridas mudas pueden sumarse para constituir una gran rabia. Cuando ocurre esto no hay causa aislada del dolor que parezca de importancia suficiente como para justificar que nos sintamos enojados. Dejar escapar la rabia frente a cualquiera de esas heridas menores resultaría en apariencia poco apropiado, y por ello se la contiene, lo cual señala el camino hacia el desastre. Cuando permitimos que los sentimientos de rabia fluyan con naturalidad, cualquiera sea el punto a donde se dirigen, dentro de lo adecuado, ¿qué sucede? La respuesta varía para cada individuo, porque cada individuo tiene su propio estilo y personalidad y, por lo tanto, siente cada herida de manera distinta y conforme con su propia personalidad. Fundamentalmente, una vez que el problema es encarado en forma abierta y con sinceridad y el enojo ha salido de nosotros, queda afuera. Es como si la pizarra estuviese de nuevo limpia. Las dificultades se producen cuando tratamos de modificar nuestros sentimientos naturales para que resulten más aceptables a los demás. En este caso expresamos sólo parte de nuestra rabia y seguimos sintiéndonos prisioneros. Nada contribuye tanto a un sentimiento de frustración como el sentimos prisioneros de nuestro enojo.

El individuo que comprende de verdad sus sentimientos no se sienta a cavilar en silencio sobre el dolor, creando fantasías llenas de rabia alrededor de una eventual venganza. En lugar de ello se encara abiertamente con la persona que lo hirió y en los términos más breves posibles le dice ni más ni menos lo que piensa de la situación, con

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el menor despliegue de adjetivos y exageraciones de que sea capaz. N o frota la nariz del otro en el mal que ha causado, por ejemplo, ni desempeña el papel de la víctima que en este momento tiene el derecho no sólo de vengarse sino también de humillar. Las personas que expresan con acción sus fantasías de venganza no quieren tan sólo venganza, sino también destruir. Admitir que sentimos rabia es un buen primer paso para colocamos en una perspectiva correcta. Muchos se resisten a enojarse porque sus fantasías son tan violentas que les provocan susto y confusión. Se preocupan por el te-mor de salirse realmente de las casillas si se expresan y con ello prueban al mundo que ellos son los monstruos, no los demás. No advierten, en este caso, que las fantasías son resultado del mecanismo de represión en sí. En vista de ello, no actúan. Ambas alternativas, la de reaccionar exageradamente y la de no reaccionar son malsanas. Existen maneras mejores de dar expresión al enojo. Recordemos los puntos que siguen: Cuando alguien nos hiere, digámosle en forma directa y sincera... «Me heriste»... y digamos, además, exactamente por qué. Hagámoslo en privado. No pongamos al otro en la defensiva, pues ello lo llevará a sentir el deseo de tomar represalias en lugar de escucharnos. Despleguemos toda la firmeza que sea necesaria para dejar bien claro lo que deseamos expresar, pero tratemos de evitar una actitud punitiva. Si la otra persona niega habemos herido, volvamos a señalar los hechos y repitamos que sabemos lo que sentimos. Si nos dice que somos demasiado sensibles, que no hizo más que bromear, señalemos que la sensibilidad de la gente varía, que lo que es broma para algunos para otros es dolor. Digámosle que queremos ponerlo en conocimiento de nuestra sensibilidad para que la tenga en cuenta en el futuro. Si sentimos que la otra persona nos hirió deliberadamente, digámoslo. Cuando un individuo hiere a otro en forma intencional, suele hacerlo porque está enojado. De ser éste el caso, pidámosle que la próxima vez se muestre más directo en la expresión de su enojo y nos diga cuál es el problema sin causamos heridas innecesarias. Cuando alguien nos hiere de esta manera, depende de nosotros actuar con control de la situación, ya que la otra persona actúa en forma infantil. Desquitarse rara vez soluciona el problema y con gran frecuencia lo vuelve borroso en cuanto al punto que ambos contrarios están tratando de resolver. Causa culpa, separa a las personas y significa un despilfarro de tiempo y de energía. La expresión adecuada del enojo es saludable y restauradora, pero hay individuos que aparentemente son incapaces de manejar ningún tipo de enojo. Sentir rabia les hace sentirse mal respecto de sí mismos y como consecuencia, mantienen sus sentimientos reprimidos. Temen enojarse por diferentes razones que dependen, en cierta medida, de los propios antecedentes y experiencias. Volvamos a los tres tipos de personalidad, el dependiente, el dominante y el ávido de estima. Los individuos dependientes temen que sentir rabia sea prueba de que no son dignos de ser amados. Temen que expresar su propio enojo ahuyentará a las personas cuya ayuda y sostén necesitan. Muchas de estas personas tuvieron dificultades durante su propia crianza dentro del afecto, cuando era niños, y crecieron con un sentimiento de in-seguridad en cuanto a su propia valía como individuos. Los individuos como éstos aprendieron a tragarse la mayor parte de su rabia y a menudo se sienten prisioneros,

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impotentes y vacíos. Cuando se enojan suelen mostrar poco tacto en cuanto a su elección del objeto de su enojo y carecer de control. Su rabia puede dirigirse contra un objeto «inofensivo», como un niño indefenso, exactamente igual a ellos. Muchos de los llamados maltratadores de niños están dentro de esta categoría. La gente que se sintió no querida durante su infancia casi nunca se sintió cómoda al enojarse con alguien a quien querían. En lugar de enojarse pueden actuar como seres indefensos o bien vencidos, como forma de vengarse de los otros. Es como si estuvieran diciendo: «Mira, fíjate en lo que me haces hacerme a mí mismo». Tal actitud casi nunca da resultados, pues lo único que se logra es alejar más aún a la otra persona. Las personas dependientes viven su vida luchando con su rabia y, de mala gana, por su propia independencia. Pueden sentir que alguien les impide avanzar privándolos de aquello a lo que creen tener derecho. Su rabia se asemeja mucho a la del niño que se siente maltratado y quiere vengarse, pero no sabe cómo hacerlo. Como sus propios ob-jetivos tienden a depender tanto de los demás, no realizan ningún esfuerzo por sí solos, en la dirección que en realidad sería eficaz. El enojo se vuelve contra sí mismo y su energía se agota con rapidez. Los individuos dominantes tienden a equiparar la expresión del enojo con la pérdida del control. Tratan de eludir las heridas y la rabia consecutiva, mediante complicados mecanismos mentales. Sucede, no obstante, que no es posible manipular los sentimientos como se quiere. Los sentimientos exigen expresión. Tratar de controlarlos no hace más que dar lugar a su reaparición bajo otra forma, pero no los cambia en sí mismos ni disminuye su impacto. Las personas intensamente preocupadas por mantener el control parecen estar siempre buscando excusas para sus sentimientos. Intelectualizan, racionalizan, proyectan, aíslan y confunden mediante otros recursos los verdaderos problemas. Rara vez ven nada en forma sencilla o sin complicaciones. Resulta sumamente difícil para la persona dominante decir: «Me heriste y estoy enojada contigo)). Ser vulnerable, para ella, es no dominar o controlar. La rabia es un sentimiento poderoso y canalizarlo por vías no emocionales, por medios intelectuales, requiere mucha fantasía e ideación que consumen energías. Estas fantasías e ideas nos alejan, a su vez, tanto de los hechos y sentimientos reales que a menudo podemos llegar a olvidar en qué consistía la herida_ El primer paso para resol-ver la rabia, o sea, la admisión de la herida, se convierte en el primer obstáculo que debe vencer la persona dominante. Para ella resulta muy difícil, porque si bien es capaz de hablar con facilidad sobre sus sentimientos en forma verbal, las palabras no se traducen en emociones.

No sólo tienen dificultades en expresar el enojo, sino que hallan, asimismo, sumamente doloroso aceptar la debida responsabilidad en cuanto a haber herido a otra persona. Cuando nos enojamos con una persona dominante porque nos ha, herido, nos resultará, tal vez, una experiencia muy poco fructífera. Cuando señalamos lo que nos ha herido, la persona dominante nos dará seguramente una detallada explicación para probar que sus intenciones eran las mejores. Nosotros tenemos la culpa. La herida que nos infligió no fue en realidad una herida, sino nuestro propio defecto animado, por fin,

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merced a su propia conducta generosa que, desde luego fue movida por nuestro propio bien. ¿N os sentimos confundidos? Ese es el objeto buscado.

Puede ser difícil tratar con personas dominantes por el hecho de que están simplemente tan envueltas en el plano intelectual y tan apartadas de sus sentimientos, que en realidad no son sinceras. Peor que ello, tienen una capacidad limitada para aceptar su propia falta de sinceridad y por esta razón ofrecen excusas defensivas cuando se sienten acorraladas. Se ven a sí mismas como personas que tienen que ser perfectas y utilizan sus formidables mecanismos defensivos para alejamos de cualquier consideración de sus sentimientos, enojo y puntos débiles que tengan verdadero significado.

Cuando estos individuos expresan enojo, resulta sumamente desagradable. Tenemos la sensación de estar en el mismo cuarto con un tirano enloquecido. Son incapaces de limitarse a decir: «Me heriste». Su enojo está tan atado a sus defensas intelectualizadas que nunca están verdaderamente libres como para expresar dicho enojo en forma sencilla y directa. En lugar de ello, dejan escapar torrentes de ira. Tales individuos necesitan expresar su rabia en cantidades limitadas cada vez y, sobre todo, llegar a comprender que pueden enojarse sin perder el control, sin desmoronarse.

Las personas a quienes preocupa más el problema del prestigio o de las apariencias superficiales suelen reprimir su rabia ocultándola debajo de un acto de uno u otro tipo. Al exagerar sus reacciones niegan sus propios sentimientos. Por ejemplo, pueden actuar en forma in controlada, mostrar un enojo que raya en la histeria, pero cuando se les pide explicaciones, se niegan a admitir que les sucede nada. «Estaba fingiendo», pueden decir. Estos individuos prefieren representar el papel de alguien enojado a admitir sus verdaderos sentimientos de enojo. Revelarlos abiertamente significa correr el riesgo de que los juzguen. En lugar de arriesgarse a perder nuestro respeto o nuestra admiración, disfrazan su enojo. Sus sentimientos suelen manifestarse como dolencias físicas. Todo el mundo está familiarizado por ejemplo, con los dolores de cabeza causados por el enojo contenido. «Tengo otra vez una de mis jaquecas», se oye decir, cuando «Querría hundirte los dientes», sería decir algo que se aproxima mucho más a la rabia que se siente. Al enmascarar los verdaderos sentimientos estos síntomas físicos libran a la persona de ser juzgada y rechazada por mostrarse enojada, o en otros términos, por ser «mala».

Otra forma en que estos individuos manejan su rabia consiste en «cortar» de sí mismos cualquier acceso de enojo como si no les perteneciera. Más tarde pueden olvidar con toda conveniencia el acceso y negarse a aceptar la rabia como propia. El problema de manejar el enojo de esta manera es que exige mucho gasto de energía, agota y nunca el enojo se dirige en realidad y en forma directa a quienes lo provocaron. Las personas culpables ni siquiera se enteran de que han causado dolor. La persona lastimada no se ha defendido ni expresado directamente y por ello no obtiene alivio para su círculo vicioso de sentimientos heridos y rabia.

Estos tres tipos de personalidad en su relación con el sentimiento de rabia han sido considerados con cierto detenimiento porque todos nosotros somos una combinación

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única de los tres. Todos compartimos ciertos mecanismos de defensa comunes a los tres tipos, aunque en grados que varían mucho.

Algunos de nosotros tenemos reservas de rabia cuyo manejo exige todas nuestras energías. Tal cantidad acumulada de sentimientos no resueltos debe ser reducida a niveles que nos permitan contar con suficientes energías como para invertirlas en el mundo exterior. Es difícil reaccionar frente al mundo en forma más o menos serena e introvertida cuando constantemente sentimos ansiedad en cuanto al riesgo de perder el control y estallar. Cuando estamos llenos de sentimientos negativos, podemos estar dispuestos a dar batalla ante la más mínima provocación, para no mencionar ya una palabra o una mirada. Sin duda hay días en que esto nos ocurre a todos. Hay días en que algo marcha mal pero no es posible identificado, y vivimos ese día llenos de irritabilidad y

malhumor, buscando con quién discutir y mostrándonos en general desagradables. Lo que es intolerable es vivir toda la vida así.

En las formas tradicionales de psicoterapia, los pacientes con sentimientos dolorosos como los señalados, que se han reprimido durante largo tiempo, son llevados hasta su propio pasado para descubrir el origen del dolor inicial, con el cual el paciente deberá reconciliarse. La teoría es que el individuo, más grande y con mayor sabiduría ahora, además de poseer la perspectiva de muchos años de crecimiento y de considerable sufrimiento, podrá contemplar el viejo dolor desde gran distancia y con mayor precisión, lo cual le permitirá despojarse de sus antiguos mecanismos defensivos para manejar ese dolor. El método no siempre da resultados tan directos y

precisos en la práctica. Crecer, simplemente, significa obtener una nueva perspectiva de las heridas, éxitos, afectos y fracasos pasados, de tal manera que podemos ver un presente más acorde con lo que es y menos con lo que fue.

La mejor manera de cambiar la propia perspectiva del pasado consiste en encarar con sinceridad los sentimientos del presente y resolverlos, en forma tan completa como sea posible, a medida' que se producen. Si estamos enojados, mostrémoslo. No nos refugiemos en un dolor de cabeza. No finjamos estar por encima de estos sentimientos. Tampoco tratemos de ignorarlos o de enterrarlos en el pasado.

Todo proceso terapéutico tiene lugar en el presente, sean los hechos que consideramos pertenecientes a dicho presente o bien al pasado. Lo que debemos aprender, en definitiva, en cualquier forma de terapia, es una forma mejor de descargar nuestros sentimientos, .de tal suerte que quede un mínimo de residuo de los encuentros emocionales y quedemos en libertad de actuar recíprocamente sin cargas del pasado.

La manera de cambiar nuestra actitud frente al pasado es mostramos lo más sinceros posible frente al presente. De todos modos, ser del todo sinceros es la mejor manera de vivir. La existencia basada en grados menores de sinceridad insume demasiadas energías y debe apoyarse siempre en defensas. No podemos vivir nuestra máxima ca-lidad de vida en la mentira, en particular cuando nos mentimos a nosotros mismos. La sinceridad total es el primer paso hacia la libertad. El segundo es la expresión abierta de nuestros sentimientos.

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Otros podrán pensar que exageramos la nota cuando por primera vez expresamos abiertamente sentimientos intensos, como lo es el enojo. Recordemos, tan sólo, que la mayoría de los individuos evitan cualquier tipo de altercado. «No hagas olas», nos dicen y nuestro enojo, aun cuando sea leve, aparecerá como inusitado. Nuestra fran-queza sorprenderá o molestará a algunos. Lástima. N o hacemos más que expresar la verdad tal como la sentimos. La mayoría de las personas con quienes vale la pena enojarse aceptarán o, por lo menos, tolerarán nuestra actitud. Quienes no lo toleren no respetan nuestro derecho a ser personas. Puede llevamos meses llegar a sentimos naturales en la expresión de nuestros sentimientos, en especial los de enojo. Cuando por primera vez somos abiertos, puede que sintamos que nuestras emociones se hacen intensas y bullen hasta la superficie, amenazando arrastramos. Resulta tentador, en este punto, cerrarse y volver a frenarlas. Valor. No nos contengamos. Dejémoslas salir. El proceso de aprender a expresar los sentimientos es doloroso. Exige toda nuestra voluntad. Hagámoslo. Tendremos nuestra recompensa cuando los sentimientos prisioneros de dolor y rabia del pasado surjan y escapen en la grupa de los sentimientos semejantes del presente.

Dejaremos, por fin, de sentir que debemos estar siempre en guardia para contener sentimientos prohibidos. Al habituamos a ser más abiertos nos asombrará qué poco tiempo y energía se requieren para mantener nuestros sentimientos al día. Decir «me heriste» será, literalmente, una expresión espontánea. Las personas poco sinceras hallarán más difícil encaramos y mantendrán cierta distancia, hecho del que cabe complacemos. La vida será más plena y más rica, porque dispondremos más de nosotros mismos para los seres y las cosas que amamos en el presente.

Con el tiempo sucederá algo más importante, además. Los sentimientos que contenemos ahora no son los del pasado, hace ya mucho olvidado, los de nuestra infancia, sino los del presente, de nuestra vida cotidiana. La rabia de esta semana, de ayer, de esta mañana, son ahora los culpables. No hay grandes heridas, sino hechos mínimos que nos ofenden y nos hieren a diario. Es nuestro sistema defectuoso de manejar los sentimientos día tras día que causa la mayor parte de nuestras dificultades en la vida y dicho sistema puede ser identificado y reajustado sin necesidad de extraer todas esas pesadas cargas del pasado. El proceso de crecer y transformarse es constante. Si estamos abiertos a él, nos brindará oportunidades renovadas de encontramos y de readaptar el curso de nuestra vida. Así como la adolescencia ofrece nuevas oportunidades para volver a analizar problemas de autonomía de control, de estima o de identidad, los años restantes de nuestra vida nos dan la oportunidad de redefinimos, de buscar nuestra libertad y de aprender a ser nosotros mismos sin disculpamos ante nadie por serio.

Por último, el secreto del éxito en este crecimiento continuado es ser sinceros con nuestros sentimientos en todo momento. Cada vez que no lo somos nos creamos un problema, reforzamos energías negativas, que a su vez distorsionan la realidad e interfieren con nuestra capacidad de manejamos en el mundo.

Si somos heridos y no experimentamos el consiguiente enojo, debemos

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preguntamos por qué. ¿Adónde se fue este enojo? ¿Estamos ocultándolo? ¿O bien fingimos que no nos molesta? ¿Por qué no sentimos enojados cuando nos hieren? ¿Tememos parecer vulnerables en presencia de alguien en particular? Cuando tememos abrimos en presencia de una determinada persona, pero podemos hacerlo frente a otros, ello significa que en realidad no confiamos en esa persona. Tememos que mostramos delante de ella sea un riesgo. Podría herimos más aún, o vengarse. ¡Digámoselo! Si nuestra expresión natural de un sentimiento está bloqueada por la presencia de otra persona, esta persona nos impide ser sinceros y libres. Las inhibiciones que sentimos pueden ser, en realidad, sus defensas, que actúan para contenemos. Señalar que su presencia nos inhibe y nos hace difícil ser lo mejor y lo más sincero de nosotros mismos es nuestra mejor arma y nuestro instinto más valioso. Seguramente no es mala idea, de todos modos, evitar a quienes estimulan o intensifican actitudes poco sinceras en nosotros. Ya es bastante difícil ser sinceros, sin tener que provocar situaciones que nos llevan a expresar lo peor de nuestras cualidades.

Sin duda hay momentos en que expresar nuestro enojo crea problemas. Todos conocemos al patrón exigente y desagradecido que trata a sus empleados como objetos, los hace sentirse insignificantes y los hiere sin cesar, utilizando su autoridad para intimidarlos. Los empleados se sienten irritables y defensivos y tienden a percibir al patrón en términos negativos, aun cuando éste no tenga tal intención negativa. Expresar enojo ante tal individuo trae complicaciones, entre ellas, la posibilidad de perder el empleo. Frente a un empleador como éste tenemos dos alternativas, aprender a aceptar ese aspecto negativo sin involucramos personalmente, o bien cambiar el empleo.

Ocurre que esto no es tan fácil como suena. Muchos individuos se sienten presos por un empleo porque temen el cambio, o bien porque no quieren perder su antigüedad. La estructura de protección provista por el escalafón y por los sindicatos es análoga en grado notable a nuestros mecanismos psicológicos de defensa. Al principio se crearon para evitar que fuéramos vulnerables y para protegemos contra posibles heridas. Después pasamos a depender de ellas y nos costaba funcionar sin su apoyo. Tenemos la tendencia a recrear en nuestro ambiente inmediato los mismos problemas y mecanismos que nos aprisionan mentalmente.

Concedo como cierto que en nuestra sociedad actual, tal como está construida aun cuando nos liberemos de nuestras propias defensas, nuestra apertura tiende a colocarnos en situaciones de conflicto con las defensas y estructuras de control del mundo en el que tratamos de subsistir. Con todo, siempre hay cierta latitud para aumentar la apertura y capacidad de acceso a nuestros propios sentimientos y a los de los demás. Ese es el mundo real, el más accesible, el más compensador, el mundo sobre el cual podemos ejercer el máximo de control saludable en nuestro propio beneficio.

A menudo las personas con quienes nos enojamos no tienen ni rostro ni nombres. Son gente que pasa junto a nosotros con tanta rapidez que apenas reparamos en ella: el conductor de ómnibus que nos da un portazo en la cara, el agente de policía resentido, la camarera mal educada, el empleado de boletería descortés, el conductor de taxi

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agresivo, el abogado autoritario, el médico pomposo. Todos ellos nos hieren de modos que provocan nuestro enojo, pero necesitamos de sus servicios y atención, y nos vemos obligados a soportar sus modales negativos y sus actitudes hostiles.

¿Cómo manejar, entonces, el enojo provocado por estos individuos? El médico se pondrá en actitud defensiva y arrogante si lo afrontamos. El abogado hallará la manera de vengarse y, sin duda, hacernos pagar muy caro. En un mundo ideal, tendría que ser posible manifestar que nos han herido. La verdad es que a mucha de esta gente no le importa herirnos. ¿Qué hacer? Ofenderse por estos episodios y tomarlos como personales es lo peor que podemos hacer. Terminaremos malgastando mucha energía ganando muy poco. A pesar de ello, aun en estas situaciones puede llegar el momento en que nos sea posible dar nuestra opinión de su conducta en términos directos y sinceros y con cierto resultado. Digamos al conductor de taxi mal educado que no le daremos propina. Digamos a la persona malhumorada que aunque ella está resentida, nosotros no lo estamos.

Una vez más, lo importante es que ellos, no, nosotros, carguen con el problema. Agradezcamos el hecho de que nuestros propios sentimientos estén resueltos en forma tal que nos mantienen dentro de lo humano. ¿No estamos, acaso, contentos, de no ser ese conductor de ómnibus constantemente enojado? Si alguien nos hiere intencionalmente, el problema es suyo, mientras que dejan que adquiera control sobre nuestros sentimientos y nos deje enojados por el resto del día lo convierte en el nuestro. La mejor manera de encarar a estas personas es estar a tOno con nuestros propios sentimientos. Cuando lo estamos, no pueden empujarnos fácilmente a actitudes de enojo.

Cuando sentimos que se acumula nuestro enojo, he aquí algunos modos de descargarlo. Imaginemos a la persona que nos ofendió disfrazada en forma ridícula, por ejemplo con calzas rojas y plumas. O bien, en un banquete, desnuda y comiendo con las manos. La fantasía que ridiculiza es eficaz para disipar el enojo y dibujará en nuestro rostro una sonrisa que desconcertará totalmente al otro. Por otra parte, el disfraz de iracundo de la otra persona es en sí ridículo. Nuestra fantasía contribuirá a colocar el hecho dentro de la -perspectiva correcta.

Hay otras formas de dar salida al enojo. Podemos escribir una carta furiosa y no despacharla, guardándola, en lugar de ello, para volver a leerla dentro de un mes. Podemos llamar por teléfono a quien nos ofendió, pero mantener la horquilla apretada mientras le expresamos todo nuestro enojo. Cualquier cosa que nos ponga en contacto imaginario y libere nuestros sentimientos será eficaz. Aunque nos parezcan tonterías, probemos estos medios. Nos sorprenderá comprobar lo bien que nos sentimos. Dar puñetazos a una almohada durante diez minutos proporciona una enorme descarga en algunos, lo mismo que lanzar gritos en el caso de otros. Debemos cuidar, no obstante, que tales medios no se conviertan en fines en sí mismos y hagamos uso de ellos sólo como sustitutos de lo real, cuando la persona implicada no está a nuestro alcance, o bien cuando carecemos del coraje y la capacidad de enfrentarla directamente.

Dediquemos, asimismo, algún tiempo a identificar las manifestaciones físicas de

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nuestro enojo. Todos tenemos un lugar predilecto. Algunos sienten tensión en el cuello, otros, una sensación de ardor. Pensemos en dónde lo sentimos nosotros y recordémoslo. Se trata de nuestra señal de que debemos dar salida a nuestro enojo.

Dejarlo salir en el momento en que lo sentimos es de importancia fundamental.

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CAPITULO 5

CULPA

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El sentimiento de culpa nos hace vemos como inmerecedores, malvados, crueles y llenos de remordimientos, de reproches y de odio contra nosotros mismos. La culpa es el resultado de reprimir tanto tiempo el enojo, que se vuelve contra nosotros. Es un sentimiento complicado y, así como podemos sentirnos heridos de distintas maneras, también podemos sentirnos culpables con distintas manifestaciones. Las personas que se sienten culpables castigan a otros simplemente con su sola presencia. Tienden a enfatizar lo negativo del mundo y a ignorar lo positivo. Carecen de alegría. No se consideran dignas de aceptar lo que les ofrecen otros y por ello no se sienten colmados, ni capaces de dar a su vez. Aunque estas personas no pueden admitir su enojo, hay una cualidad de rabia en su actitud que lleva a los otros a sentirse rechazados o agotados. Dan la sensación de gozar de sus propios sentimientos negativos, como forma de autocastigo. Como muchos nos sentimos culpables por algo en el curso de nuestra vida, la persona llena de culpa reactiva en nosotros sentimientos desagradables que preferiríamos olvidar. Nos invita a rechazarla y a herida al resistir ofertas de ayuda y amistad. Parecen sentirse mejor cuando las tratamos mal. Como la persona enojada, la que se siente culpable halla muy difícil dirigir sus sentimientos hacia la fuente de su enojo largamente reprimido. Ataca sin discriminar y se coloca en posiciones difíciles de defender. Cabe imaginar lo tonta, odiosa e indigna que debe de sentirse cuando da un puntapié al gato de la casa, grita a los niños o da un portazo a un total desconocido para aliviar su frustración. La culpa consecutiva proviene no sólo de haber advertido que su reacción es extemporánea, sino que además, es innecesariamente cruel e in-justificada. Se siente tan cruel, en efecto, como la persona que lo atacó en el punto de origen. Comienza, entonces, a dudar de su propia valía y a volcar su enojo hacia adentro, con lo cual refuerza sus sentimientos de culpa. Como vimos en el capítulo anterior, cuando se internaliza el enojo, es una infección que se expande hasta ocupar todo nuestro mundo interior. Sin la debida expresión, suele tomar la forma de fantasías y sueños cargados de odios. Casi todos los hemos experimentado. Alguien nos hiere y las circunstancias, o bien nuestra propia inseguridad, nos impide decírselo. Sentimos que hemos sido usados y que se han aprovechado de nosotros. Mentalmente vemos a nuestro verdugo y hervimos de rabia. Mientras caminamos por la calle, nos ab-sorbemos tanto en esta rabia y en formas imaginarias de venganza, que doblamos en la dirección equivocada. Comenzamos a revivir las escenas de nuestra afrenta y mentalmente tomamos fuertes represalias. Tal vez humillamos públicamente a nuestra víctima y la avergonzamos al señalarle

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sus faltas. O bien nos imaginamos llamando por teléfono a un amigo influyente, a quien solicitamos que la despida de su empleo o, por lo menos, la reprenda por habemos herido... a nosotros, amigos tan importantes de su poderoso empleador. O es el amanecer. Nuestro verdugo está atado a un poste. Se niega a que le venden los ojos. Muy bien, podremos mirado fijo. Damos la orden al pelotón. Listos, apunten... ¡Venganza! Cuando se deja crecer estas fantasías con la represión del dolor y de la rabia, pueden provocar sentimientos de culpa. Pronto nos vemos... sí, nosotros, normalmente tan calmos y razonables, abrigando fantasías de violencia física y de indescriptible tortura. Los inquisidores medievales no eran nada, comparados con nosotros. Nuestra imaginación, nutrida por el enojo, aprisionada, es digna rival del peor de los monstruos de la audición televisiva «Trasnoche». ¡Peor aún, nos sorprendemos frente al espejo sonriendo! ¡Estamos gozando de ser monstruos! ¿Qué hacer, ante estas siniestras revelaciones sobre nosotros mismos? ¿Sentirnos avergonzados, deshechos, o sencillamente extenuados? Podríamos comenzar por comprender que la herida que nos infirieron no fue intencional y que estamos magnificando la si-tuación. A veces basta esto para comenzar a aliviar nuestro enojo, para liberamos de nuestra preocupación y para ahorramos la culpa consecutiva.

Otras veces no basta. Las fantasías de rabia y la culpa que genera siguen nutriéndose de sí mismas. Podemos llegar a olvidar la herida de origen hasta absorbemos en pensamientos de venganza que no podemos desechar. Al mismo tiempo advertimos que somos nosotros quienes abrigamos estos malos pensamientos y no el otro. El otro solo nos hirió, mientras que nosotros estamos viviendo un mundo de odio. Nos sentimos peor y en este punto empezamos a sospechar que nosotros somos malos. Tal vez merecemos, en realidad que nos traten como lo hicieron. Tal vez ellos vieron esa maldad potencial en nosotros, cuya existencia acabamos de demostrar tan cabalmente. Comenzamos a sentirnos tan mal frente a nosotros mismos, que pensar en la herida de origen nos hace sentirnos mejor. Alguien tan culpable como nosotros merecía lo que le hicieron, no? La culpa de tales dimensiones puede hacer presa de un individuo e internalizar su energía al comenzar a castigarlo, a menudo, de maneras ilógicas e incontrolables. La memoria selecciona sólo los recuerdos negativos. La evidencia de logros y buenas acciones pasadas que apoyen una imagen positiva de uno mismo son más difíciles de hallar. Estamos tan convencidos d nuestra maldad que luchamos con tanta más intensidad por ocultar nuestro enojo, ya que, después de todo, no tenemos derecho a sentirlo. Nos volvemos más cerrados, menos comunicativos y nuestra presencia nos parece incómoda para los demás. Es tanta la energía que internalizamos, que agitamos la de quienes nos rodean. Asi la culpa intensa se convierte en un cepo terrible. Si la persona cargada de

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culpa comienza a expresar enojo, puede sentir que con ello no hace más que probar ser la persona malvada que sospecha ser en secreto. Con frecuencia, este individuo teme castigo que para sus adentros cree merecer. Aún puede actuar en forma que induzca a que lo rechacen o lo hieran porque en realidad siente alivio cuando lo castigan. Parece tener una tendencia a buscar empleos poco satisfactorios y situaciones punitivas en la vida. No cabe sorprenderse ya de que el constante tormento exterior por lo menos le evite la carga del autocastigo. Vive torturado. La resolución de esta culpa no es fácil. Debemos buscar las razones que nos impidieron expresar nuestro enojo al principio. ¿De qué teníamos miedo? ¿No advertimos que nos herían? ¿Temíamos el rechazo de la persona que nos hería? ¿Cómo caímos en la trampa de internalizar nuestro enojo? ¿Qué temimos que ocurriría si lo expresábamos? Necesitamos tener cierta compren-sión del origen de nuestra dificultad antes de poder volver sobre ella e intentar resolverla. El enojo que llevamos dentro tiene que estar justificado por la herida inicial, por lo real y no por nuestras fantasías. El enojo mal dirigido o infundado nos provoca sentimientos pésimos, que no resuelven nada y en realidad, nos hacen sentirnos peor aún. El tipo de culpa más difícil de resolver es el creado no por un episodio aislado, sino por una serie de ellos a lo largo de un período prolongado. Nuestro mecanismo de conducta se vuelve rígido, ocultamos todas las heridas y negamos todo enojo. Vivimos cargados de culpa y nos culpamos por todo lo que marcha mal. Algo que provoca mucha culpa es sentir enojo contra alguien a quien se supone debemos amar: nuestros hijos y nuestros padres, por ejemplo. La madre o el padre ansioso puede abrigar sentimientos mezclados frente a sus hijos y llegar, en ocasiones aisladas, a desear secretamente estar libre de la responsabilidad de ser progenitor, de ser estos malos pensamientos y no el otro. El otro sólo nos hirió, mientras que nosotros estamos viviendo un mundo de odio. Nos sentimos peor y en este punto empezamos a sospechar que nosotros somos malos. Tal vez merecemos, en realidad, que nos traten como lo hicieron. Tal vez ellos vieron esa maldad potencial en nosotros, cuya existencia acabamos de demostrar tan cabalmente. Comenzamos a sentirnos tan mal frente a nosotros mismos, que pensar en la' herida de origen nos hace sentimos mejor. Alguien tan culpable como nosotros merecía lo que le hicieron, ¿no? La culpa de tales dimensiones puede hacer presa de un individuo e internalizar su energía al comenzar a castigado, a menudo, de maneras iló-gicas e incontrolables. La memoria selecciona sólo los recuerdos negativos. La evidencia de logros y buenas acciones pasadas que apoyen una imagen positiva de uno mismo son más difíciles de hallar. Estamos tan convencidos de nuestra maldad que luchamos con tanta más intensidad por ocultar nuestro

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enojo, ya que, después de todo, no tenemos derecho a sentido. Nos volvemos más cerrados, menos comunicativos y nuestra presencia nos parece incómoda para los demás. Es tanta la energía que internalizamos, que agotamos la de quienes nos rodean.

Así la culpa intensa se convierte en un cepo terrible. Si la persona cargada de culpa comienza a expresar enojo, puede sentir que con ello no hace más que probar ser la persona malvada que sospecha ser en secreto. Con frecuencia, este individuo teme el castigo de su enojo, castigo que para sus adentros cree merecer. Aún puede actuar en forma que induzca a que lo rechacen o lo hieran, porque en realidad siente alivio cuando lo castigan. Parece tener una tendencia a buscar empleos poco satisfactorios y situaciones punitivas en la vida. No cabe sorprenderse ya de que el constante tormento exterior por lo menos le evite la carga del autocastigo. Vive torturado.

La resolución de esta culpa no es fácil. Debemos buscar las razones que nos impidieron buscar expresar nuestro enojo al principio. ¿de que teníamos miedo? ¿no advertimos que nos herían? ¿Temíamos el rechazo de la persona que nos hería? ¿cómo caímos en la trampa de internalizar nuestro enojo? ¿qué temimos que ocurriría si lo expresábamos? Necesitamos tener cierta comprensión del origen de nuestra dificultad antes de poder volver sobre ella e intentar resolverla. El enojo que llevamos dentro tiene que estar justificado por la herida inicial, por lo real y no por nuestras fantasías. El enojo mal dirigido o infundado nos provoca sentimientos pésimos, que no resuelven nada y en realidad, nos hacen sentirnos aún peor.

El tipo de culpa más difícil de resolver es el creado no por un episodio aislado, sino por una serie de ellos a lo largo de un período prolongado. Nuestro mecanismo de conducta se vuelve rígido, ocultamos todas las heridas y negamos todo enojo. Vivimos cargados de culpa y nos culpamos por todo lo que marcha mal.

Algo que provoca mucha culpa es sentir enojo contra alguien a quien se supone debemos amar: nuestros hijos y nuestros padres, por ejemplo.

La madre o el padre ansioso puede abrigar sentimientos mezclados frente a sus hijos y llegar, en ocasiones aisladas a desear secretamente estar libre de la responsabilidad de ser progenitor, de ser adulto en general. Sin embargo, estos mismos padres suelen ser incapaces de aceptar estos sentimientos terribles y, en lugar de aceptarlos, se sienten culpables y vuelven su enojo hacia dentro. Muchos creemos que estar enojados con nuestros hijos significa ser malos padres. Y estar tan enojados con ellos como para desear que no existieran es un pecado capital. Pero el pensamiento no es padre de los actos, y son los actos, no los pensamientos, los que son objeto de castigo racional exterior.

En realidad, todos sentimos enojo contra nuestros hijos algunas veces. La dificultad surge cuando estamos enojados con ellos y fingimos no estarlo. Esto

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suele traducirse en un despliegue de afecto compensatorio carente de sinceridad, proveniente no tanto de un afecto auténtico, como de un sentimiento de culpa. Los niños sienten que sucede algo, pero a su vez están confundidos y, 'como es natural, son reacios a mostrar sus verdaderos sentimientos. Como padres, hemos disfrazado tan bien nuestro enojo bajo la forma de dádivas y nuestros hijos las anhelan tanto, que sienten que está mal pensar, siquiera, que sus maravillosos padres no son sinceros. Sus necesidades los llevan a distorsionar su propia perceptividad. Necesitan padres amantes y por ello perciben a sus padres como amantes... o casi amantes. Al mismo tiempo los niños son bastante perspicaces. Todo esto contribuye a una orientación malsana frente al mundo cuando el niño de corta edad comienza a dejar que sus necesidades den forma a su realidad. La dádiva excesiva dificulta el crecimiento del propio progenitor, quien puede sentirse en este punto obligado a reforzar su imagen de padre generoso y por lo tanto da para afianzar dicha imagen y no porque siente deseos de hacerla. Este tipo de padre puede ver en su hijo un obstáculo para su propio crecimiento y desarrollo. El verdadero obstáculo, en realidad, reside en el padre mismo. Temeroso de crecer, usa al hijo como una excusa, pero oculta el hecho. Nos toca, entonces, la tarea de descubrir su juego.

Los padres de este tipo por lo general contienen toda manifestación de enojo en sus hijos, sobre todo cuando éste está dirigido a ellos. Si nuestro hijo nos dice: «Te odio», como suelen decirlo los niños a menudo, aun por motivos triviales, y por nuestra parte nos sentimos inseguros frente a nuestro propio enojo con ellos, puede que digamos: «Cómo te atreves... me heriste en mis sentimientos... ». El niño siente culpa y aprende que manifestar enojo es malo, en especial contra los padres. Además, es peligroso... puede perder el afecto de sus padres. Es mejor callar, ya que sin duda es un chico muy, pero muy malo. Por otra parte, llegará a ser un adulto muy lleno de rabia si este intercambio se hace habitual entre él y sus padres.

Contemplemos el problema desde otro punto de vista, el nuestro, cuando sentimos culpa y enojo frente a nuestros padres. Nos agrada verlos como seres que lo dan todo y que siempre nos cobijarán y aceptarán; Desgraciadamente, nuestras expectativas sobre cómo ser o cómo deben ser nuestros padres no siempre se basan en la realidad. Los padres no son más que individuos que tienen hijos. El hecho de tenerlos no los hace automáti-camente más responsables o aún más amantes. Ofrece una oportunidad y un desafío pero no forma, necesariamente, el carácter. La verdad es que en algunos individuos la paternidad desgasta las pocas reservas emocionales que puedan tener. No todo el mundo debe ser padre y no todos quienes lo son pueden ser buenos padres.

El resentimiento entre los padres que lo son de mala gana y sus propios hijos se nutre del enojo recíproco y no reconocido. A menudo el producto de

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tales padres es un adulto incapaz de manejar su propio enojo. Siente rencor contra sus padres, a quienes ve como artificiales y falsos, personas que representan la comedia de ser generosos, pero que se abstienen de dar lo que más necesita una persona, amor y apoyo. El enojo que no puede ser manifestado durante la infancia sigue buscando expresión, y con esto se prepara la escena para la aparición de un adulto que se siente culpable por seguir abrigando enojo y resentimiento. Puede llegar a temer hacer nada que sea exclusivamente para sí, por sentir que al satisfacer sus propios deseos, y necesidades expresa, de algún modo, sentimientos contra sus padres que re activan su antiguo enojo y ,hacen resurgir los sentimientos de culpa encerrados.

Es difícil romper un mecanismo como éste, pero nunca lo será todo como continuar viviendo una vida cargada de culpa. Si estamos obligados a vivir en un constante temor de herir los sentimientos de nuestros padres, nuestra vida se convierte en una dolorosa repetición de nuestra infancia llena de confusión. Por otra parte, hacer frente a los padres encierra el riesgo de provocar mayor cantidad de sentimientos negativos que los que resuelve, a menos que a esta altura, como adultos, hayamos depuesto nuestra actitud defensiva y encaremos el problema con serenidad y franqueza, en lugar de hacerlo como cuando los niños miden sus perspectivas fuerzas «pulseando». Es oportuno aquí advertir que los padres que crean sentimientos de culpa en sus hijos tienen tendencia a actuar, al envejecer, como si fueran indefensos y estuvie-ran heridos. Son capaces de dar tal impresión de soledad y aislamiento, que la culpa provocada por el enfrentamiento directo puede resultar abrumadora para nosotros.

La mejor táctica consiste en dejar de fingir ante nuestros padres que no sentimos lo que sentimos, o que nuestros sentimientos no tienen importancia. Si nuestros padres nos han molestado o nos han hecho sentimos culpables, debemos señalarlo. Si se lo decimos y todo lo que pueden replicar es cuanto los herimos al decírselo, no podemos hacer casi nada en cuanto a esto. Nadie nos escucha. Si ese es el caso, si no hay en ellos siquiera disposición o capacidad para escuchar, nos quedan pocos recursos, salvo nuestra propia capacidad de autocastigamos con nuestra empecinada insistencia. ¿Qué hacer para agradar a tal padre o madre? Mejor será dedicamos a vivir lo mejor que podamos y esperar, sin mayor certeza, que nuestra felicidad les cause alegría. Estos son los términos sobre lo que cabe actuar para romper las cadenas emocionales que nos han aprisionado con nuestra culpa.

Quienes provocan tales sentimientos, como ocurre con algunos padres, reaccionan mejor frente a la total sinceridad y franqueza de nuestra parte, sin que ello implique que adoptemos actitudes provocativas como las de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? He aquí un ejemplo, una conversación telefónica entre mujer y su madre manipuladora, creadora de culpa. Tiene por objeto

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ilustrar el hecho de que la sinceridad contribuye a eliminar la carga de expresar enojo y devuelve el problema al progenitor, a quien pertenece, de to-dos modos. Madre: No volviste a llamarme. Hija: Estuve' muy ocupada. Bobby está resfriado y Charlie está preparando su informe para la reunión de ventas de California y por eso está bastante tenso.

Madre: Bien, decidí que no sería mala idea ir a Los Angeles con ustedes dos. Podría llegar después de la reunión y pasaríamos juntos las dos semanas siguientes. La hija, que no ha tenido intención de incluir a su madre en su proyecto de vacaciones, imagina varias maneras de decírselo. Considera la posibilidad de decirle: “mira mamá, todavía no hemos planeado nada concreto y además, no conseguiríamos reservas”. Sabe, no obstante, que su madre hará objeciones y sospechará de pretextos tan frágiles. La acusará de que no quiere a su madre, de no desea tenerla cerca. Tendrá que reaccionar exageradamente y decirle que la quiere, además de ofrecerle la oportunidad de que se reúnan, de ser ello posible. Sin duda s madre investigará las posibilidades de reservas en Los Angeles, como si fuera un agente de turismo y en menos de una hora volverá a telefonear para decirle que tiene reservadas habitaciones para los tres. ¡con esta madre no se juega! Se hace la indefensa para suscitar lástima, pero tiene más iniciativa que un sabueso de Agatha Christi para descubrir que la rechazan. La hija de nuestro ejemplo prueba, pues, un enfoque directo y veraz: Hija: Charlie dice que preferiría estar a solas conmigo durante nuestras vacaciones después de la reunión, pues ha trabajado mucho y no quiere ni chicos, ni suegra, ni trabajo. .

Madre: Aah! (La verdad la ha dejado muda un instante.) ¡Pero, yo contaba con ir! Aparte de que no daré trabajo. Tu hermana y tu cuñado me invitaron a pasar las vacaciones con ellos.

Hija: (Sincera, franca y con sospecha de que su hermana está en su sano juicio y no ha pensado hacer tal cosa): ¿Por qué no vas con ellos?

Madre: La verdad es que todavía no está decidido. Además, les dije que probablemente iría con ustedes. Pero si no quieren que los acompañe...

Hija: No debiste decirles nada antes de conocer nuestros planes... Era importante para la hija no apartarse de la verdad. Al decirla, obligó a su

madre a reaccionar ante la situación real, más bien que ante las posibles defensas de su hija. No trató de eludirla. «Eludir» es un viejo juego que su madre conocía muy bien. Su único poder frente a su hija residía en la posibilidad de que ésta mintiese, en sorprenderla, y entonces, en un despliegue de dolor, crearle culpa. Al decir la verdad, la hija utilizó su mejor

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arma. De no haberlo hecho, o de haber dicho algo que según suponía sería más aceptable, se habría visto presa en el juego de su madre. Dijo la verdad. Si su madre no podía soportarla, ella no tenía la culpa y por lo tanto no tenía que cargarla sobre sus hombros. Tendría que aprender a aceptar, en cambio, los sentimientos de rechazo y la manera de ser de su madre, sin sentirse culpable por ellos.

Recordemos que no tenemos obligación de mentir frente a nadie. En cambio, siempre nos debemos la verdad frente a nosotros mismos.

Lo que nuestros padres esperan de nosotros también puede crear culpa. Sus planes respecto de nosotros pueden reflejar sus propias metas no al-canzadas, más que nuestro propio potencial o aptitudes. Como consecuencia, debemos medir nuestro esfuerzo contra un nivel de logro que nuestros padres mismos no alcanzaron. Nos veremos, entonces, en la difícil situación de complacerlos antes que a nosotros mismos. Cuando tenemos este tipo de padres, podemos alcanzar gran éxito a los ojos de ellos y sentimos, con todo, desdichados, por no saber qué significa el éxito auténticamente ganado por nosotros mismos. Si vivimos para nuestros padres, ¿quién vivirá para nosotros? ¿nuestros hijos? Con ello se crea un círculo vicioso. Es ya difícil, realizar lo mejor que podemos una tarea difícil, sin sentir, además, que defraudamos a nuestros padres cuando buscamos y alcanzamos nuestras metas.

No olvidemos que, en definitiva, somos nosotros quienes sabemos lo que más nos conviene. Cuando no actuamos según lo que creemos y sentimos, no nos es posible funcionar con el máximo de nuestra capacidad. En todo caso, actuar contra nuestras convicciones para complacer a otros da malos resultados. Nunca es posible defender una causa o una meta en la cual no creemos. Ciertas presiones sutiles de los padres pueden atarnos mucho después de haber alcanzado la edad adulta y, según cabría esperar, la de la sensatez. Nos sentimos sumamente culpables de enojamos con padres que han hecho grandes sacrificios para educarnos o para darnos una carrera, aun en el caso de que ellos hayan estado tratando, además, de vivir su propia vida a través de la nuestra. Por sutiles que sean las alusiones, el martirio de los padres no pasa inadvertido. Nos sentimos obligados a compensados por estos sacrificios... «La lucha y el sacrificio de mis padres no será en vano», nos decimos, como hijos nobles, abnegados y llenos de culpa que somos.

Hay otra consecuencia desgraciada, aun cuando logremos realizar los sueños de nuestros padres, la de sentimos siempre incómodos. Por lo menos, pensamos, no los hemos herido al ser dóciles. Ahora se sentirán complacidos y orgullosos de vemos convertidos en médico, dentista, farmacéutico, plomero, modista, maestro, o lo que sea. No siempre ocurre esto. Nuestro éxito puede llegar a ser tanto, que es visto por muchos padres no como la realización de

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sus sueños, sino como una humillación. «Mi hijo, el doctor», puede involucrar emociones contradictorias, de envidia combinada con orgullo. Lograr complacer puede significar, a la vez, lograr contrariar. ¿Qué sentimos, entonces? ¿Cómo podemos salir airosos de tal situación? No es posible. Sentimos, sobre todo, enojo? dolor y culpa. Es mejor tratar de ser nosotros mismos.

Sin duda es cierto, así como natural, que cuando somos jóvenes buscamos la aceptación y comprensión de nuestros padres y tendemos a confiar en su consejo y orientación más que en la de ninguna otra persona. Lo más probable es que las intenciones de ellos hayan sido las mejores, tanto frente a nosotros como frente a sí mismos. El hecho es que son seres humanos, unos más sabios que otros. Todos los padres tienden a tener, en grado variable, los mismos problemas y puntos de escasa sensibilidad en cuanto se refiere a sus hijos. Todos creen sinceramente que sólo aspiran a lo mejor para sus hijos, pero tal creencia no es sinónimo de realidad, y puede crear una enorme carga para un hijo. En conflicto entre hallarse a sí mismo y complacer a sus padres, carece del suficiente apoyo emocional para perseguir sus propios intereses y del talento necesario para tener éxito en las disciplinas estimuladas por sus padres. Puede que nunca tenga la experiencia de actuar en su máxima capacidad. En lugar de ello, se siente derrotado y sin valor. Peor aún, puede sentirse incapaz de justificar la búsqueda de lo que ama. Al no desarrollar las aptitudes que puede tener, llega a dudar de que existan. Es desgraciado y se siente inepto. Además, está enojado con sus padres, lo admita o no y, si no lo admite, termina sintiendo culpa por su enojo.

Liberarse de semejante atadura exige una aceptación previa de nuestros sentimientos, y de nosotros mismos tal como somos. Si nuestros padres no se han aceptado, ¿cómo pueden aceptarnos a nosotros? Si necesitan probar que habrían tenido éxito de haber mediado otras circunstancias, también necesitan vivir a través de nosotros la oportunidad que perdieron, la cual, con toda certeza, no dará resultados para ellos ni para nosotros. Sea como fuere, el objeto de nuestra vida no es justificar la de ellos. Es ya bastante responsabilidad llegar a ser aceptables ante nosotros mismos y dicha responsabilidad debe ser prioritaria. ¿Qué valor tiene nuestra vida cuando está regida por algo que no sea la búsqueda de la verdad acerca de nosotros mismos?

Es obvio, sin embargo, que en algún punto no deja de ser probable que nuestros padres se sientan heridos. La verdad es que, en lo profundo de su ser, la herida no tiene tanto que ver con nosotros como con el hecho de que no han logrado realizarse ellos mismos. La revelación tarda mucho en producirse. Con todo, al permitimos estimular sus expectativas irreales del mundo, no hacemos más que postergarla, en el mejor de los casos y en definitiva, prolongar su desdicha. Es insensato vivir nuestra vida protegiendo a

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nuestros padres para que no contemplen la propia con sinceridad. T al vez no lo desean, o no pueden hacerlo, lo cual es comprensible. Al mismo tiempo es un hecho que aceptamos mutuamente como somos es la mejor solución, la única realista, quizá. Es probable que nos toque tomar la iniciativa, lo cual es peligroso, doloroso y puede dejamos heridos. Si lo intentamos conviene ser cautos, pero, por otra parte, no nos abstengamos de vivir nuestra propia vida.

Cuando tememos que actuar en nombre de nuestros mayores intereses hiera: a otros, tal temor puede invadir toda nuestra acción. Es natural sentir ansiedad ante el riesgo de perder el amor de otros actuando según lo que sinceramente creemos ser mejor para nosotros. No es inevitable, a pesar de ello, que la relación sea de «bueno para nosotros, malo para ellos», pero puede plantearse en estos términos, por lo menos, desde el punto de vista del otro. Tal situación, cuando nos domina, puede atamos en grado considerable.

En el caso de un niño las ataduras emocionales de este tipo pueden ser intensamente dolorosas. Imaginemos, por ejemplo, al niño a quien sus padres le dicen sin cesar algo así como «Si eres bueno, actuarás como nosotros queremos, y sin duda eres bueno, porque si no lo fueras, no te amaríamos...» En lugar de enseñarle a juzgar lo malo y lo bueno sobre la base de sus sentimientos y experiencias se induce a este pobre niño a contener los primeros, así como su propio juicio, para aceptar e de sus padres sin cuestionario. La dificultad sobreviene cuando el niño desea hacer algo que sus padres no aprueban. Si lo hace, teme perder su afecto. Si reprime su deseo de hacerlo, está conspirando contra su capacidad de crecer a tono con sus sentimientos y experiencias. Queda así preso y con una actitud confusa y ambivalente en cuanto a tomar cualquier iniciativa.

Para resolver sentimientos ambivalentes nada es tan útil como un fuerte sentido del propio yo. Este no se forma de la noche a la mañana, aparte de que nadie ve su propio yo de manera fija. Todos tenemos la capacidad de crecer y de redefinirnos cuando encaramos sinceramente la realidad. Cuando en lugar de eludir los problemas de ambivalencia los encaramos de frente y tratamos de resolverlos, cada vez tenemos menor cantidad de ellos.

Las cuestiones sobre las que se basa la ambivalencia son universales. ¿Soy bueno o malo? ¿Débil o fuerte? ¿Inteligente o tonto? ¿Independiente

o dependiente? ¿Libre o dominado? Cuando estamos inseguros en cuanto a las respuestas, nos sentiremos ambivalentes cada vez que debemos encarar tales preguntas. Por el hecho de temer que al encarar la verdad sobre nosotros mismos descubramos tener fallas, tendemos a eludir preguntas tan fundamentales como éstas. Encararlas es el primer paso y, con frecuencia, el más importante para resolverlas.

Aceptar, en fin, las respuestas, por difícil que nos resulten, es la mejor manera de atenuar el malestar de la ambivalencia.

¿Qué deseamos en la vida? ¿Qué estamos haciendo para lograrlo?

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¿Quién colocó el obstáculo? ¿Por qué esperamos hasta que una crisis nos obliga a actuar? He aquí las preguntas más amplias que siguen a las primeras. Una vez más, al encararlas, comenzamos a liberamos de la parálisis de la ambivalencia. La preguntas llevan casi implícitas la respuesta: decidamos quienes somos y que es lo mejor para nosotros.

Existe, desde luego, un equilibrio que cabe alcanzar entre dejar que otros nos organicen la vida y vivir sin otra preocupación que nosotros mismos. No hay en este capítulo una invitación a que hagamos siempre nuestro antojo para evitar toda culpa. Las consideraciones modificadoras, como siempre, implican el trato de los demás con un espíritu de reciprocidad y compasión, el aprender a amarnos y respetamos con todo nuestro potencial, desarrollamos como seres cuya vida es preciosa y tratar a los demás de la misma manera. No dejemos que otros nos utilicen ni ejerzan coerción hasta llevamos a negar nuestros sentimientos por temor de herirlos. Cuidemos, también, el no atro-pellarlos durante el proceso. Estar libre de sentimientos de culpa no depende por cierto de abusar del prójimo.

El tipo de culpa más común es el derivado de comprobar que hemos hecho un verdadero daño a otra persona. Negar nuestra responsabilidad no hace más que intensificar nuestro sentimiento de culpa. La mejor forma de aliviada es aceptar nuestras acciones, disculpamos y reparar el daño causado. Resulta inmejorable como medio de atenuar la tensión interior y lograr que todos nos sintamos mejor.

Todos sentimos culpa a veces, pero ella se convierte en problema sólo cuando no la comprendemos. Hemos visto que en su mayor parte proviene de enojo que no ha tenido suficiente expresión. Cuando nos sintamos culpables, establezcamos de dónde proviene nuestro enojo.

Comprendamos cómo nos hirieron. Hagamos las reparaciones apropiadas si nosotros herimos a alguien, pero no un interminable mea culpa. Que la reparación esté de acuerdo con el «crimen» que cometimos. Si nos sentimos culpables por haber defraudado a alguien, volvamos a pensar en ello desde el punto de vista del interés que nos movió y del de quien a su juicio, se considera defraudado. Por lo menos, veamos la situación. Existe la posibilidad de que la culpa no sea exclusivamente nuestra y hasta de que no la tengamos.

Las personas que nos hacen sentimos culpables suelen usar como arma el hecho de sentirse heridas. Provocar sentimientos de culpa en otros es el procedimiento más poderoso y cruel que hace que se entierren sentimientos y se confunda el conflicto que provocó el enojo en primer término. Es difícil resolver conflictos con otra persona cuando ésta nos coloca en la posición más débil y defensiva. Cuando alguien hace uso de nuestra culpa, nos lleva a manifestamos por medio de lo que hay de más inmaduro y defensivo en nosotros. La culpa provoca la aparición de nuestros rasgos infantiles, los de

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quien teme ser castigado y más aún, que no lo amen. Es también el aspecto de nosotros mismos que por fin, si el otro persiste en su actitud, puede ceder a la tentación de atacar con las mismas armas, lo que a su vez, provoca idéntica reacción en el otro: «Tú me heriste, yo te hiero...» En definitiva los dos nos llenamos de culpa y el enojo no se resuelve.

Lo único que cabe hacer en tal situación es ver con claridad nuestros sentimientos y manifestados con igual claridad. Señalemos que creemos que el otro está utilizando sus sentimientos de culpa para herimos y que por mucho que lo hayamos lastimado nosotros, ello no justifica las represalias ex-cesivas que crean más culpa aún. Uno de los dos debe asumir la responsabilidad de fijar límites. El individuo más sano, el que comprende mejor sus propios sentimientos es quien debe decir «basta». Para reñir se requieren dos partes. Esperemos ser nosotros la más estable de las dos.

Aun en estas circunstancias, dicho y hecho ya todo lo bueno, lo apropiado y lo saludable, la mayoría de nosotros seguiremos sintiendo cierta culpa cada vez que nos enojamos con quienes se supone debemos amar. En este punto debe estar claro ya que hay que expresar el enojo y el dolor, quienquiera sea que nos haya herido. La expresión apropiada del dolor recanaliza los sentimientos negativos fuera de nosotros mismos y es esencial para restablecer nuestro equilibrio emocional. Es verdad que expresar nuestro enojo puede ser visto como hiriente por los demás, pero no podemos permitimos aceptar las cargas ajenas, por lo menos, cuando está en juego nuestra propia salud emocional.

Nuestra meta definitiva en la vida es ser lo mejor de nosotros, mismos. La inmediata es tomar el camino que nos conduce a la definitiva. ¿Por qué, entonces, sentimos culpables de no dejamos intimidar por quien persiste en interponerse en nuestro camino, o se siente «herido» cuando por fin lo hallamos? En realidad, nunca daremos satisfacción ni apaciguaremos a nadie que tenga estas características, aun cuando vivamos disculpándonos. Si nuestro propio crecimiento saludable es vivido por alguien como una herida, el problema no es nuestro.

El mayor amor que puede manifestamos una persona es el deseo de que desenvolvamos al máximo nuestra personalidad. N o somos propiedad de nadie, cualquiera sea nuestra relación. No estamos en el mundo para realizar los sueños de un padre frustrado, ni para proteger a otros de tener que encarar la realidad de sí mismos o de su propio mundo. Vivimos para crecer y desarrollamos, para compartir la tarea de hacer un mundo mejor, de hacer el mundo inmediato, el que nos rodea y del cual somos parte, tan- auténtico y representativo de nuestros propios sentimientos como sea posible. Sin duda, es necesario transar en cuanto a los recursos disponibles de tiempo y dinero, pero cabe esperar que ello no nos desvíe demasiado de nuestra propia vida. De ocurrir esto, por muchos esfuerzos que hagamos sólo seremos una

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aproximación de nuestro verdadero yo, nuestra contribución a la felicidad de quienes amamos se verá limitada por esa falta de autenticidad y nos hallaremos en la amarga ruta donde el enojo profundo y la culpa se unen para destruir nuestras mayores aspiraciones.

No es inevitable. No lo permitamos. Espero que algo de lo manifestado en estas páginas ayude a evitar que suceda.

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CAPITULO 6

DEPRESION

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La depresión es el sentimiento de estar tristes, infelices, melancólicos, «en el pozo».

Como la culpa, la depresión sobreviene cuando el enojo queda prisionero en nuestro interior. En este caso, el enojo se transforma en odio y comienza a despojar a la vida de todo significado. Hacer del propio mundo un lugar habitable requiere energía, de la cual a la persona deprimida le queda poco para invertir. Es evidente que la persona deprimida y la feliz que contemplan el mismo paisaje otoñal reaccionan frente al mismo mundo exterior. Si suponemos que los sentidos de ambas son normales, las impresiones sensoriales recibidas tienen que ser en gran parte las mismas. Con todo hay una gran diferencia en el mundo experimentado por cada una de ellas. La persona feliz contempla el paisaje y ve en él un reflejo de sus sentimientos positivos. La persona deprimida sólo halla en él razones adicionales para sentirse deprimida, al recordar la gente ausente, el vacío interior, la propia autoestima limitada y peor que todo ello, el contraste entre su tristeza interior y el mundo de brillantes tonos que lo rodea.

Nuestros estados de ánimo tiñen nuestro mundo y moldean nuestra realidad.

En la depresión la energía parece volverse contra el yo. En lugar de permitir el libre fluir de sus sentimientos, la persona deprimida ve cada sentimiento de enojo como prueba de su poca valía y retrocede ante toda expresión de dicho enojo. Aun en este caso, da la impresión de estar enojada, porque sus defensas excesivamente cargadas dejan escapar expresiones del enojo aquí y allí.

Si bien estas personas se sienten a menudo tristes, la depresión se diferencia de la tristeza. La tristeza es un sentimiento de vacío que sigue a una herida o una pérdida. Cuando nos sentimos tristes y nos preguntamos «¿Qué he perdido?» «¿De qué modo he sido herido?», por lo general tenemos una respuesta que tiene sentido. Podemos expresar rabia por nuestra herida y dolor por nuestra pérdida. Nuestro enojo no ha sido enterrado y si lo resolvemos, es habitual que la tristeza desaparezca.

Cuando un individuo permanece triste durante largo tiempo, sin comprender qué significa esta tristeza, a menudo pierde contacto con el hecho que provocó la tristeza. El resultado es la depresión. La tristeza permanece en él, alimentada por un abundante reservorio de enojo y odio. Se siente desvalorizada. La gente deprimida está siempre tratando de contener su enojo y el acto mismo de contenerlo la agota más aún y puede llegar a enfermarla. Si bien la tristeza y la depresión pueden tener la misma apariencia en un momento dado, no son lo mismo. La tristeza de todos los días se disipa. La tristeza de la depresión, por otra parte, se encuentra prisionera. Si no se la trata, aumenta. La tristeza normal pasa con los cambios de fortuna. La

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depresión, no. La tristeza es una fase pasajera en el fluir natural de los sentimientos. La depresión, en cambio, es la interrupción en el fluir de los sentimientos.

Para comprender un tipo determinado de depresión necesitamos conocer los verdaderos sentimientos que se ocultan detrás-de ella. ¿Parece razonable la tristeza cuando la comparamos con lo perdido, o bien se la exagera fuera de toda proporción? Si el sentimiento de depresión concuerda con la pérdida, a menudo podemos aliviamos identificando dicha pérdida, dejando escapar el enojo y haciendo las, reparaciones apropiadas cuando ello es necesario.

Se trata aquí de una depresión sin complicaciones, del tipo que responde bien a la conversación con buenos amigos o al solo hecho de sentarse a solas y cotejar nuestros propios sentimientos con los hechos que los provocaron.

Desgraciadamente la mayoría de las depresiones no son tan fáciles de delinear. Señalar los hechos que causaron la herida inicial rara vez es suficiente para eliminar una depresión severa. Cuando volvemos el enojo contra nosotros mismos, este sentimiento crece fuera de toda proporción con la realidad, llevándonos a una actitud de defensa oculta. (Esta reserva no siempre es perjudicial, ya que es señal de que la persona por lo menos reconoce que le pasa algo y puede tomar ciertas medidas para corregir su situación. Las personas con este tipo de depresión parecen mejorar en medio del silencio. Al ocultar sus pensamientos, protegen al mismo tiempo la marcha de su recuperación. Su actitud defensiva las hace a menudo inaccesibles a las palabras.) Las personas con depresión grave pueden ser alcanzadas a veces cuando actuamos sobre sus sentimientos de culpa, ya que la culpa es con frecuencia el más accesible de sus sentimientos. En un experimento llevado a cabo en un hospital se envió una cantidad de pacientes con depresión a la sala de laborterapia durante ocho horas por día, cinco días por semana. A cada paciente se daba un gran bol lleno de millares de cuentitas de colores y un par de pinzas finas, además de unos cuantos boles más pequeños. Debían clasificar las cuentitas por colores y distribuidas en los boles más chicos. El trabajo era sumamente cansador y no era posible completado en una jornada. Al final de cada una, la terapeuta observaba el trabajo de cada paciente, volvía a arrojar las cuentitas tan cuidadosamente clasificadas dentro del bol grande, decía al paciente que volviera al día siguiente para emprender otra vez la misma tarea.

Como estos pacientes no eran comunicativos y no era posible tomar contacto con ellos por los métodos de psicoterapia habituales, nunca se dis-cutió nada referente a sus problemas. A pesar de ello, evidenciaron una marcada mejoría. El método dio resultados, aparentemente, porque de alguna manera estos pacientes sentían que estaban siendo castigados por sus «malas acciones» y que se les permitía hacer penitencia por su «maldad». Se

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les daba la oportunidad de elaborar sus sentimientos de culpa alejando de sí mismos el enojo y canalizándolo por una vía inofensiva. En este proceso poco a poco su depresión fue desapareciendo.

La necesidad de castigo en los estados de depresión, por lo menos, la oportunidad de compensar el mal que algunos individuos deprimidos creen haber hecho a otros, parece ser una parte importante de la cura. Es frecuente que cuando ciertos pacientes con depresión gravé comienzan a sentirse mejor, asuman tareas humildes, como fregar pisos y retretes. Este tipo de conducta, dentro, o bien fuera del hospital, parece proporcionar una combinación eficaz de autocastigo y de redirigir el enojo y la energía hacia afuera y sobre objetos aceptables, proceso que se realiza en forma si-multanea.

De hecho, dirigir la energía hacia afuera es el primer paso para romper el ciclo de depresión que tiende a autoperpetuarse. La persona que se siente deprimida puede tener poca inclinación para salir y hacer algo, cualquier cosa. Estar deprimido consume una enorme cantidad de energía. El mejor comienzo puede ser la actividad solitaria, como el dibujo, la costura, la jardinería, las reparaciones de aficionado, la limpieza de sótanos, desvanes y armarios. Todos estos elementos proporcionan una salida externa sin imponer la presión de establecer contacto social. A veces reconstruir un diario resulta útil para clasificar los hechos que llevaron a la dificultad actual. También es eficaz hacer un programa de actividades diarias y tratar de ajustarse a él, de tal manera que cada día ofrezca la oportunidad de proveer algo positivo 'y compensador. No es necesario estar en un estado de óptima alegría para realizar las tareas de rutina, pero ellas pueden ayudamos a «despegar del fondo del pozo».

Todos tenemos sentimientos de tristeza y la mayoría de nosotros nos hemos sentido deprimidos en uno u otro momento de nuestra vida. Sentirse deprimido es sentirse sin vida, inhibido y drenado. Las funciones corporales se vuelven lentas. Los deprimidos suelen sufrir, a menudo, de estreñimiento y de trastornos del sueño. En forma característica despiertan muy temprano por la mañana y no pueden volver a dormirse. También les cuesta conciliar el sueño y son inquietos, despertándose con facilidad. Cuando duermen, no tienen un sueño reparador. A menudo este sueño es interrumpido por pesadillas perturbadoras en las cuales los sentimientos prisioneros buscan expresión.

La persona deprimida tiene un aspecto acorralado, preocupado, en su desesperación por contener su enojo y odio de sí misma. Tolerar este estado de cosas durante demasiado tiempo resulta agotador. Las defensas se desgastan y en los casos peores la energía deja de fluir hacia afuera. Cuando el individuo deprimido se siente incapaz de contener más su rabia y llega al convencimiento de que las cosas 'no mejorarán, puede volver el enojo contra sí mismo es una tentativa final de terminar con todo, ya sea mediante un grito

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con el que pide ayuda o bien mediante un intento real de poner fin a su vida. Sin embargo, la depresión no siempre deja de tener su aspecto positivo.

Aun cuando sea muy doloroso soportada, puede servir para bajar ciertas defensas que han sido demasiado rígidas o demasiado causantes de confusión, con lo cual se obtendrá una visión más clara y menos distorsionada de uno mismo. Durante una depresión muchas personas comienzan a comprenderse por primera vez y también por primera vez entran en contacto con otros sentimientos que les revelan aspectos de sí mismas. Tiene por ejemplo un sentido de haber perdido algo que era muy importante, pero de lo cual no tenía conciencia antes. Puede sentir que ya ha perdido tanto que no tiene más que perder al ser sincera consigo misma y volver a analizar lo que considera importante en su vida.

La depresión cuando está acompañada por este tipo de nueva conciencia del propio ser puede convertirse en un punto decisivo de cambio para quien ha vivido hasta. ese momento mal organizado y aún hallar una dirección. La caída de las defensas puede ayudar a dar nueva forma a nuestra vida, a encontrar valor para poner en tela de juicio lo que antes considerábamos tan importante y a decimos, por ejemplo: «Si lo que tenía era, según suponía, tan importante para mí, ¿por qué no era feliz?» Podemos, en este punto, darnos cuenta de que todavía tenemos mucho tiempo de cambiar. Un gran número de individuos dejan, por fin, de dar muchas cosas por supuestas cuando se sobreponen a una depresión.

No cabe recomendar, desde luego, una depresión como método ideal para establecer quiénes somos en realidad, pero ignorar las realidades de nosotros mismos que se hacen manifiestas cuando bajan nuestras defensas implica perder una oportunidad valiosa de crecer. Peor aún, el antiguo enojo derivado de pérdidas permanece encerrado, irresuelto, todo nuestro sufrimiento resulta inútil. No hay, en definitiva, una virtud inherente en el hecho de sufrir. Es necesario que aprovechemos este sufrimiento.

Los sentimientos depresivos no resueltos pueden comenzar a interferir con la capacidad de trabajar y de vivir. Cuando el dolor es demasiado grande la intuición suele ser al mismo tiempo escasa. Es necesario obtener ayuda. Existen diversos tipos de tratamiento, cada uno de ellos con sus propios méritos y desventajas. El método utilizado depende del tipo y gravedad del desorden y debe llevarse a cabo bajo la responsabilidad de un profesional.

El tratamiento de la depresión por la psicoterapia involucra ayudar al paciente a liberar su enojo reprimido e impedir que se acumule en mayor medida. A menudo el terapeuta desempeña el papel de persona «segura» con quien el paciente puede enojarse sin que aumente su sentimiento de culpa.

El electroshock es una forma física de terapia que crea una amnesia parcial y con ello fortifica la defensa de la negación mediante la cual la persona deprimida ha tratado sin éxito de contener su enojo. Este olvido provocado por

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medios artificiales suprime el enojo y la culpa que el paciente no ha conseguido negar. Puede ser de utilidad para que el paciente que sufre una depresión psicótica se sienta mejor en forma transitoria, pero lo deja con menores recursos con los cuales trabajar a causa de su pérdida parcial de la memoria. Con frecuencia, una vez pasados los efectos del electroshock el paciente vuelve a caer en la depresión. Este tratamiento puede dificultar el trabajo de psicoterapia más adelante, por interferir con nuestra capacidad de recordar y resolver sentimientos dolorosos.

Como la psicoterapia y el electro shock, el tratamiento de la depresión por medio de medicación antidepresiva es eficaz sólo en parte y con algunos pacientes, pero no con otros. La eficacia de las drogas antidepresivas es con frecuencia psicológica, comenzando por el médico. Da a éste algo concreto con qué tratar al paciente y con ello puede hacer que aquél proyecte una actitud de mayor confianza, que a su vez puede ayudar al paciente a creer en él. Hoy en día consideramos que se hace un uso abusivo de estas drogas.

Se ha demostrado que la droga antidepresiva llamada Imipramina aumenta el volumen de enojo expresado en los sueños de los pacientes deprimidos, los cuales disminuyen en forma gradual a medida que mejora el paciente. Esto sugiere que parte de la mejoría obtenida mediante esta medicación puede ser la consecuencia de vaciar por medio de los sueños las reservas de enojo que han servido para alimentar la culpa y la depresión del enfermo. La Clordiazepoxida, tranquilizante de amplia difusión, parece aumentar la ansiedad expresada en los sueños del paciente, sueños que de esta manera permite, en apariencia, expresar sentimientos que estarían prohibidos en otras manifestaciones.

En general, tanto los médicos como los pacientes confían demasiado en la medicina y la tecnología y demasiado poco en las cualidades humanas y en la comprensión del mecanismo de los sentimientos. En la depresión, como se ha mencionado ya, llegar a lo profundo de nuestros sentimientos y ver nuestro mundo interior tal como es puede permitimos tomar decisiones que éramos del todo incapaces de formular con anterioridad. Las personas que se recuperan de una depresión dicen a menudo: «He recibido ya bastante castigo por mis propios sentimientos y ahora es el momento de que haga algo por mí mismo. Sé cuál es la causa de mi infelicidad y sé que no puedo seguir viviendo como lo he hecho hasta ahora. De seguir viviendo así, sería un farsante, un simulador. No quiero pasar el resto de mi vida fingiendo que debo ser feliz cumpliendo los deseos que tiene otro respecto a mí. No quiero pasar el resto de mi vida tratando de corregir los errores sin remedio ya de mi pasado. Quiero vivir mi vida.

Todo el tiempo pensamos cosas como éstas, pero con frecuencia sentimos demasiada culpa como para dar un paso constructivo en nuestro propio beneficio. La depresión puede permitimos ver que somos responsables de

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nuestra propia vida y que debemos asumir la carga de realizamos. Nadie lo hará por nosotros. A menos que nos ocupemos en primer término de nosotros mismos, seremos de muy poca utilidad para nosotros y para los demás.

Los adolescentes se sienten muchas veces deprimidos porque, como se ha señalado en páginas anteriores, la visión que tienen de sí mismos cambia en forma constante y sufren sin cesar un menoscabo de su autoestima. Sin embargo esta disminución de la auto estima puede ser el punto de partida para el crecimiento y para la corrección de errores, para renunciar a las formas infantiles y artificiales de actuar con el solo fin de ser como los otros chicos o chicas, a costa de ser ellos mismos.

En cierto modo, la depresión vuelve a hacer de todos nosotros adolescentes, con un nuevo potencial, y oportunidad para crecer. La depresión nos dice que hay algo que no marcha en la forma en que estamos manejando el mundo, que hay algo que no marcha en la forma en que estamos ma-nejando nuestras vidas. El dolor de la depresión con frecuencia, nos permite volver a crecer y dejar de sacrificamos sin necesidad por los demás. No ser lo mejor de nosotros mismos es doloroso. Aceptar la responsabilidad de nuestros propios sentimientos y decidir descubrir qué es lo mejor dentro de nosotros es el legado más valioso que puede dejamos una depresión.

Ser lo mejor de nosotros mismos significa que somos sinceros con nuestros sentimientos, que renunciamos a las expectativas de que seamos perfectos y, por lo tanto, a la necesidad de ocultar lo que sentimos, ya que lo que sentimos es nuestro propio ser.

Ser lo mejor de nuestro propio ser significa que la combinación única de sentimientos que forman ese ser es lo mejor que podemos ser, sean cuales fueren dichos sentimientos.

Es mejor aceptar la depresión como prueba de que somos reales y que tenemos sensibilidad. Aceptemos que somos fundamentalmente buenos aun cuando a veces lo dudemos y que, lo que es más, podemos aducir pruebas para apoyar la convicción de nuestra bondad esencial. El problema no es que seamos malos, sino que sentimos que lo somos y que este prejuicio acerca de nosotros mismos nos ha llevado a perdemos dentro de nuestro propio sentimiento de culpa. Tengamos el valor de volver a crecer.

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CAPITULO 7

COMO SALDAR NUESTRAS DEUDAS EMOCIONALES Y LIBERARNOS

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Una vez que hemos aprendido a comprender nuestros sentimientos y a ser abiertos y sinceros en la expresión de los mismos, podemos liberarnos de las deudas emocionales de pasado y ver con claridad cada vez mayor nuestra forma de percibir el mundo. Una vez libre de la necesidad de distorsionar, una vez que dejamos de tener expectativas preconcebidas respecto de la realidad, la vida deja de ser complicada. El momento actual, el ahora, parece alargarse a medida que gozamos de mayor disponibilidad frente a nosotros mismos y a las personas que amamos. La vida se hace más completa porque nuestras experiencias son más completas. Mientras en una época eludíamos el dolor, y aislábamos parte del mundo para que contuviera su avance, ahora estamos libres para sentir todas nuestras heridas y pérdidas, resolverlas, y seguir marchando hacia el próximo momento de la vida con una carga mínima prove-niente del pasado. De máxima importancia es que una vez saldadas nuestras deudas emocionales, estamos en el camino hacia nosotros mismos. Hacia el verdadero conocimiento de nosotros mismos. Es más fácil tomar decisiones que resultarán beneficiosas y estructurar nuestra vida de tal modo que nos dé la mayor oportunidad de alcanzar nuestro máximo potencial. Sin sinceridad en la aceptación de nuestros sentimientos, seguida por la comprensión de los mismos, nada de esto podría ser posible.

Todos encontraremos deudas emocionales de tiempo en tiempo. La deuda emocional es la situación de desequilibrio en la cual los sentimientos se encuentran prisioneros en lugar de estar expresados. He señalado que la expresión natural de los sentimientos exige el uso de defensas y de energía. Cuantos más sentimientos contenemos menos energías tenemos para ser nosotros mismos y menor libertad nos queda. Cuando tenemos deudas emocionales sucederá que nuestros sentimientos escapen, por fin, en una dirección poco saludable, o bien que nuestras defensas se vuelvan tan rígidas que no nos sea posible actuar con espontaneidad. Nuestro mundo será frenético o bien abrumador, fuera de nuestro control y desprovisto de alegría. Será la proyección de nuestro pasado preso en nuestro interior y no de nuestro presente abierto. Será una distorsión.

Saldar nuestras deudas emocionales es menos complicado de lo que suena. Permanecemos prisioneros de sentimientos no expresados en nuestro pasado, en parte, porque tenemos miedo y en parte, porque no sabemos bien cómo funcionan esos sentimientos. Si somos capaces de comprender cómo fluyen los sentimientos al responder a la pérdida, y a esta altura confiamos en que ello nos sea posible, y si además sabemos aceptar nuestro enojo por haber sido heridos, estaremos ya en el camino que nos llevará a saldar totalmente estas deudas emocionales. En primer lugar solamente cuando no se expresa el dolor y el enojo con toda sinceridad comienza a acumularse la deuda emocional.

El primer paso reside en permitirnos sentir lo que sea que sentimos, sin

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formular juicios de valor. No tratemos de sentir, sintamos, simplemente. No temamos sentir por creer que una determinada emoción nos hará aparecer bajo una luz desfavorable. Nuestros sentimientos pueden decimos mucho sobre el mundo y sobre nosotros mismos, pero no debemos considerados como elementos de prueba para evidenciar nuestro propio valor como individuos. El hecho de que tengamos sentimientos de enojo no nos vuelve personas «malas}}, ni tampoco nos convierten nuestros actos altruistas necesariamente en personas buenas.

Para quedar libres de nuestras deudas emocionales debemos aceptamos en toda nuestra condición humana, incluidos nuestros defectos. Debemos aceptar la idea de que por imperfectos que seamos, tenemos valores, y que nuestros sentimientos y nosotros mismos tenemos importancia. Debemos asumir la responsabilidad de nuestros propios sentimientos y aprender a amamos lo suficiente como actuar en conformidad con ello. Esto significa que si sentimos algo, debemos tener el valor de expresado. ¿Cómo nos será posible crecer si no admitimos nuestros propios sentimientos, ni aceptamos la responsabilidad de tenerlos? No es posible aceptar sentimientos cuya existencia no reconocemos.

Dejados salir puede ser, sin duda, alarmante, pues es en el terreno de los sentimientos que tendemos todos a sentimos con menor control y, por ello, con mayor temor. Es también en este punto, donde rechazamos nuestros sentimientos, que levantamos nuestras defensas. Si permitimos que ellas se afiancen opondrán un muro entre nosotros y nuestros sentimientos. Cuando estamos demasiado apartados de ellos, cualquier sentimiento que emerja, por poco Importante o comun que sea, tiene el poder de quitarnos el equilibrio, de confundirnos y aun de inmovilizarnos. Los individuos con sólidas defensas contra sus sentimientos utilizan toda su energía para mantenerlas intactas. Tienen terror de sentir algo. Ya es bastante difícil levantarse por la mañana. Tienden a temer más los sentimientos que los hechos que los provocaron y por ello poco hacen para resolver sus problemas. En lugar de ello, malgastan sus energías tratando de convencer a los demás de que no tienen miedo, de que no están heridos, ni enojados, ni tristes. «No... la verdad es que estoy muy bien... claro que estoy bien... ¿Quién dijo que tengo cara de estar triste... ? ¿Qué quieres decir...? Déjame en paz... por favor...» Si se permitieran, por lo menos, comenzar a expresar el dolor o el enojo a medida que lo sienten, por lo menos la cantidad acumulada se reduciría, así como la actitud defensiva y la tensión que los acompañan.

Bajo la carga de las emociones no expresadas podemos vivir bajo un tensión continuada, surgida de ocultar todo el tiempo algo que consideramos inaceptable. Nuestra vida emocional está tan guardada que no vemos el mundo como es. Creemos que es el mundo que nos rodea que se ha conju-rado para provocarnos tensión y nerviosidad, cuando en realidad la dificultad

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está dentro de nosotros, donde, mientras permanezca sin ser reconocida, también permanecerá irresuelta.

Para salir de esta situación de deuda emocional es necesario estar convencidos de que ni nosotros ni el mundo se desmoronarán porque expresemos nuestros sentimientos. La expresión apropiada de los mismos rara vez lleva a la pérdida del propio control. Enojarse y llorar, por ejemplo, no es perder el control, sino simplemente expresar sentimientos intensos. Algunas personas no consideran «agradable» abrigar sentimientos tan fuertes. La noción misma de lo que es «agradable» resulta limitada. El temor mismo de perder el control a menudo puede ser originado por la resistencia a dejar que estos sentimientos se manifiesten. Cuando ellos están prisioneros, se intensifican al punto de desencadenar disputas, explosiones y tendencia a magnificar las ofensas fuera de toda proporción. Todo esto tiende a dar a la persona inhibida la sensación de haber perdido el control, lo cual, según su propio modo de ver, le ha sucedido. La sensación de que cualquier sentimiento tenga expresión, de que de alguna manera atraviese su línea Maginot de defensas es una sorpresa y tiende a crear consternación. «Mi Dios... qué me pasa...» es la reacción probable, llena de terror. La respuesta es, sin duda, «Nada, salvo lo que es natural que te pase». Sí, la respuesta puede ser fácil, pero aceptarla no es tan fácil para esta persona. Hay que desplegar sensibilidad y comprensión.

Saldar nuestras deudas emocionales y permanecer abiertos, he aquí objetivos para todos quienes deseamos liberarnos de la carga abrumadora de expectativas poco reales nacidas en nuestro pasado. Por terrible que haya sido nuestra vida pasada o por rígida que haya sido nuestra educación, hay abundante fundamento para confiar en nuestro crecimiento futuro si aprendemos a aceptar nuestros sentimientos y a dejar de disculpamos por ellos. Si ni siquiera nos sentimos con libertad para expresar lo que sentimos, somos esclavos, por mucha libertad que reine en la sociedad en que vivimos. Tanto en la comuna «hippie» como en el departamento de un barrio aristocrático de Boston, los sentimientos son los que reinan. Quienquiera que no nos acepte porque los expresamos es una persona que no nos acepta como seres reales y es casi seguro que podemos vivir muy bien sin su amistad.

La feliz consecuencia de liberamos de emociones que imponen una carga es volvemos abiertos. Para ser abiertos debemos comprender lo que sen-timos, saber de dónde provienen dichos sentimientos, y ser capaces de expresarlos frente a quien sea apropiado hacerlo. En la solución de nuestros problemas cabe confiar ahora en nuestros sentimientos, los que nos indicarán el camino a seguir. El intelecto y su instrumento, la lógica, pueden desviamos. Necesitan de la activa participación de nuestros sentimientos para que no alteren la realidad de acuerdo con necesidades que son falsas. Los

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sentimientos dicen la verdad. Cuando somos abiertos, las necesidades siguen existiendo, pero las percibimos con claridad porque estamos abiertos a los sentimientos que las definen y las Interpretan.

Ser abiertos es estar en constante contacto con el mundo que nos rodea a través de nuestros sentimientos. Permanentemente nos elevamos hacia un nivel más alto y libre de percibir el mundo, con un punto de vista cada vez menos defensivo. A medida que nos volvemos abiertos, dependemos menos de lo que dicen los demás y más de nuestra propia visión del mundo, de lo que nos dicen nuestros sentimientos.

Cuando estamos abiertos estamos menos ansiosos. No tenemos más que detenemos a pensar: «¿Qué temo perder? ¿Qué me amenaza en este momento? ¿En qué forma puedo ser herido? ¿Estoy en algún peligro? ¿Temo aceptar alguna parte de mí mismo? ¿Temo asumir la responsabilidad de . haber hecho algo que hirió a otra persona? ¿Temo aceptar y manejar la culpa que me toca en algún hecho o palabra, a causa de un sentimiento de culpa?» A medida que nos formulamos estas preguntas, conocedores ya de los sentimientos involucrados, de la forma en que actuan y libres del peso de deudas emocionales, podemos responder a ellas en forma casi automática para resolver nuestra ansiedad y, cuanto con mayor frecuencia nos la formulemos, con tanto mayor facilidad y rapidez tendrán su respuesta. Cuando utilizamos nuestros músculos, adquieren tonicidad y nos sirven con mayor eficacia. Cuando ejercitamos nuestra mente encarando problemas complejos, también la convertimos en un instrumento más eficaz. Del mismo modo, si nuestros sentimientos actúan en libertad, nuestra salud emocional, nuestro bienestar y nuestro desarrollo individual no dejarán de responder a esta actitud de apertura.

Esta voz de nuestros sentimientos más profundos habla en nombre de la parte de nuestro yo que tiene mayores probabilidades de lograr el éxito en la vida con un mínimo de esfuerzo malgastado. No es necesario crear a esta persona, porque somos ya esta persona. Son nuestras defensas las que se interponen en nuestra expresión de este aspecto superior de nuestra personalidad. Una vez expresado, es posible refinado y moldeado más aún, aunque está presente, o bien no lo está, desde el principio.

En realidad no hay grades misterios en la vida, sino puertas que conviene abrir y explorar en cada paso de nuestro crecimiento. Cada nuevo paso sig-nifica un poco de dolor. Así como se requiere cierta energía para bloquear una emoción también se la requiere para liberada. Aun cuando sepamos qué está bloqueando nuestro avance, no nos será posible crecer hasta que bajemos las defensas que nos lo impiden. Bajar defensas nos permite vemos como somos. Eso puede resultar alarmante, pero es esencial si en realidad, aspiramos a ponemos en marcha y dar el paso siguiente. Damos cada paso sucesivo experimentando en forma abierta y sincera los sentimientos que previamente

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estaban ocultos. La forma de descubrir la verdad comienza por la sinceridad en nuestros

sentimientos. Ser sinceros significa manifestar la máxima verdad tal como la vemos, sin disculpas ni defensas, sin falsedad' v sin selectividad. Bombardear a los demás con dolorosas revelaciones sobre ellos mismos puede significar decir «la verdad», pero se trata de sólo una parte seleccionada de ella.

La mayor verdad puede ser que no hacemos más que ser hirientes por un sentido de enojo que tal vez no estemos expresando en forma apropiada. La mayor sinceridad consiste en una búsqueda que vaya más allá de nuestras propias distorsiones y en la que no intervengan las ilusiones.

Los sentimientos sin sinceridad son defensas El mundo sin sinceridad es una ilusión

El recuerdo sin sinceridad es sólo fantasía El tiempo sin sinceridad no puede nunca ser el

[presente. El espacio sin sinceridad nunca puede ser aquí El amor sin sinceridad es espíritu posesivo Sin sinceridad no hay crecimiento real Sin sinceridad no hay libertad Sin sinceridad no hay esperanza Sin sinceridad nada es real Sin sinceridad nada es.

Cuando comenzamos a ser sinceros podemos experimentar una misma

realidad. Cuando dos personas comparten la misma realidad no sólo dan validez a su propia vida sino a la vida misma. Con la sinceridad no sólo aumenta nuestro sentido de la realidad sino también nuestra fuerza y nuestra aceptación de nosotros mismos, todo lo cual es reforzado por quienes nos acompañan por el mismo camino.

El camino comienza de la misma manera para todos nosotros, cuando nos preguntamos con la mayor sinceridad posible, haciendo uso de nuestra comprensión recién lograda: «¿Qué siento? ¿De dónde proviene ese sentimiento? ¿Me es familiar? ¿En qué sentido? ¿Cuándo lo tuve antes? ¿Con qué hecho está relacionado? ¿Es este hecho una amenaza de pérdida, una pérdida real, una herida, o bien otro sentimiento?» Sabemos ahora que el sentimiento de ansiedad estará, por lo general, asociado con la amenaza de una pérdida y que a veces el sólo recordar una vieja pérdida es capaz de recrear el sentimiento original de ansiedad. Esto puede significar que todavía no hemos aceptado del todo la pérdida y que no es posible resolver nuestra ansiedad hasta que se produzca esta aceptación total y permitamos a nuestro dolor llegar a la superficie. También sabemos que si el suceso recordado implica herida, el sentimiento bloqueado

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es casi siempre de enojo. Permitir la salida de este enojo es la forma de eliminar este sentimiento permanente de dolor. Por otra parte, cuando el suceso doloroso involucra mucho enojo, es probable que los recuerdos se refieran tanto al dolor como a la culpa que provoca nuestro enojo. Una vez más, la forma de disipar estos sentimientos es aceptar la pérdida y el dolor y expresar el enojo.

No hay ningún elemento misterioso en este método. Cualquier persona sensible y normal puede aplicarlo y el cociente de inteligencia no es un factor determinante. En verdad, si lo fuera, la mayoría de nosotros nos hallaríamos en considerables dificultades. ¿Cuántas veces nosotros o algún amigo nuestro, nos hemos sentado a «pensar»un problema y terminamos sintiéndonos vacíos, sin solución? ¿Tan incómodos como antes? Sólo cuando nuestros sentimientos, nuestro sexto sentido, intervienen en el proceso y cuando podemos prestarles una atención constructiva, disminuye el malestar y podemos proseguir nuestra vida con renovada eficacia y alegría. Cuando sentimos malestar desde el punto de vista emocional, tenemos muy pocas posibilidades de rendir nuestra máxima capacidad, sin que en ello intervenga para nada nuestra inteligencia. Nada de esto, desde luego, significa sugerir que debamos incurrir en una especie de inconciencia antiintelectual. Una vez más, señalamos que el pensar en un problema sin acompañar el proceso por el de sentir, significa, en el mejor de los casos, encontrar solamente una so-lución parcial, transitoria y superficial. Lo importante aquí es hallar lo que da resultado.

A medida que nos, volvemos abiertos, estamos también cada vez más conscientes de nuestra así llamada intuición. Podemos «intuir» más acerca de otras personas, porque podemos recibir lo que nos llega desde ellas sin distorsionarlo con nuestras defensas. Veamos concretamente cómo se produce esto haciendo el siguiente ejercicio. Permanezcamos quietos y a solas unos cinco minutos en un cuarto, con los ojos cerrados y despejemos de nuestra mente todas las imágenes y pensamientos anteriores. Dejémosla vacía. Concentrémonos en las imágenes detrás de nuestros ojos. Hagamos que entre otra persona en el cuarto sin decir una sola palabra. Abramos los ojos. Experimentaremos una «sensación» de la otra persona percibir su presencia como un cambio sutil en nuestros sentimientos.

Tal percepción se produce cada vez que se encuentran dos personas, lo adviertan o no. Es resultado de la acción recíproca de la respectiva energía, que actúa en cada una de ellas con distinta fuerza y calidad. Podemos notar una vaga sensación de calidez o bien de frialdad, de poder o de vulnerabilidad. El cambio que percibimos es el «aura» emocional de la otra persona, que varía y cambia en cada individuo en la misma forma que sus sentimientos. El «aura» de cada individuo nos dice algo importante acerca de él. El fenómeno no tiene nada especialmente nuevo. Todo el mundo, por

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ejemplo, se ha sentido, en algun momento, amenazado por la presencia de una persona amenazadora, aun cuando esta persona no diga nada. Tampoco esto encierra nada de misterioso. Estamos hablando de lo que existe en el interior de cada ser humano. No es necesaria ninguna preparación en ciencias ocultas para percibido. Depende de cada uno de nosotros, de nuestra evo-lución tendente a lograr la máxima eficacia como individuos sensibles y, por ello, perspicaces.

Cuando practicamos el «intuir» de esta manera, podemos aprender a desarrollar la propia percepción e intuición en un grado altamente consciente. Cuando aprendemos a intuir cosas en los demás, aprendemos asimismo a intuir más en nosotros mismos y por fin más cada día en otros. Los sentimientos de los cuales no teníamos antes conciencia se atenúan. Una vez que aprendemos a llegar a este punto donde se encuentran el intelecto y los sentimientos podemos gozar de la acción recíproca de ambos. Nos resulta más fácil determinar qué es lo real. Nuestra habilidad para ello, como cualquier otro arte, mejora y se agudiza con la práctica.

Cuando aprendemos a sentir de esta manera, nos encontramos en contacto con una nueva fuente de sabiduría, la verdad dada por nuestra propia experiencia, que ahora tenemos a nuestro alcance. Nos transformamos en un instrumento confiable, por medio del cual podemos medir todo lo que recibimos del mundo exterior. Cuando algo nos causa incertidumbre, es muy probable que estemos justificados y no tenemos más que decir «no estoy seguro» y pedir al otro una explicación, o bien un margen mayor de tiempo para considerar la situación o los juicios manifestados. Si lo que nos dice alguien suena como una excusa, como una defensa, o no suena a real o sincera, digámoslo sin rodeos. Si otra persona ejerce presión sobre nosotros para que hagamos algo, señalémoslo. Es muy posible que obtengamos de esa persona una respuesta adecuada o por lo menos real, ya que nuestra apreciación de su conducta ha sido correcta y ello lo sabe, quiera admitido o no. Le proporciona así Feedback, le hacemos saber en términos realistas los efectos de su conducta sobre nosotros y con ello abrimos el camino para el diálogo, que comenzará con las preguntas que le formulemos en cuanto a la razón por la cual pos presiona, o no nos deja proceder según nuestro propio ritmo. No estamos ya en la situación de ataque-reacción-ataque, sino en el intercambio basado en nuestra correcta percepción de la realidad, percepción que hemos manejado bien por haber estado abiertos a los sentimientos del otro y a los propios. No necesitamos probar lo que sentimos, sino saber tan sólo lo que sentimos y comunicado.

Casi siempre resulta poco provechoso en sí ocultar frente a nosotros mismos la verdad de lo que experimentamos. La persona que considera que hay cosas de las que no debe hablar o sobre las que no debe abrigar sentimientos debe volver a analizar los motivos que la llevan a ser tan cau-

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telosa. Lo normal es que hablemos de nuestros sentimientos. Es muy ingrato mantener un diálogo con alguien que no puede o bien no está dispuesto a decimos lo que siente frente a nosotros. Cuando las dos partes participan en este ocultamiento mutuo, nuestro intercambio se volverá artificial y rebuscado. Lo mismo sería consignado por medio de una tarjeta de computación. La dificultad reside en que estos sentimientos tienden, en general, a aparecer en la superficie bajo una forma u otra casi siempre menos apropiada, lo cual es origen de mucha confusión, daño y probablemente mayor acumulación de defensas.

Cuando somos abiertos nuestros sentimientos dirigen y proporcionan datos a nuestro proceso mental. Nos alertan inmediatamente sobre una situación que no sentimos como normal. Es entonces que debemos hacer una pausa y preguntar: «¿qué pasa aquí?» De ser ello posible, conviene compartir esta reacción con otra persona. No somos perfectos, ni infalibles pero cuando hemos conseguido, a través de un proceso de comprensión gradual, volvemos abiertos, tenemos una base muy sólida para suponer, con poco riesgo de equivocamos, que nuestra apreciación es la correcta.

Cuando somos abiertos y estamos alertas, cada persona, cada impresión hacen su impacto total y único sobre nuestra experiencia y nuestra conciencia. Cuando aprendemos cómo actúan los sentimientos, podemos comprender y manejar la conducta de los demás, saber, por ejemplo, si nos hieren porque están enojados, o bien están tratando de hacemos suponer que nosotros los herimos a ellos, con el fin de evitar sus propios sentimientos de culpa.

Ser abiertos significa, además, que nuestra energía sexual está plenamente disponible. Para la persona normal esto tiene, sin duda, una importancia esencial, ya que la mayoría de nosotros no podemos existir en ese nivel del sexo sublimado en las grandes obras que se ha atribuido a algunos artistas famosos. Los problemas que obstaculizan la expresión y goce de la sexualidad rara vez son específicamente sexuales. Son todos los problemas relacionados con la expresión de sentimientos considerados en esta obra. Cuando nos sentimos a gusto con nosotros mismos como individuos, cuando somos abiertos y espontáneos en la manifestación de nuestros sentimientos, no nos resulta difícil disfrutar totalmente de nuestra vida sexual. Los problemas relacionados con técnicas son, por lo general, de orden menor. Pocas cosas mejoran nuestra actividad sexual y nuestra capacidad de disfrutar de ella tanto como llegar a estimamos más como individuos.

La intención de este libro ha sido dar respuesta a algunas cuestiones fundamentales en la vida: ¿Quiénes somos? ¿Cómo llegamos a ser como so-mos? ¿Hacia dónde nos dirigimos?

El camino hacia la expresión más elevada de nuestra propia personalidad tiene como base los sentimientos percibidos con la mayor sinceridad posible y expresados sin circunloquios. Debemos tratar de creamos la mejor vida que

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podamos imaginar, esforzándonos para unir los mejores aspectos de nuestro pasado con nuestra mejor visión de nuestro presente y nuestro futuro.

Sólo nosotros conocemos bien nuestros sueños sobre nosotros mismos. Sólo nosotros podemos lograr que se realicen. Sólo nosotros conocemos a nuestro yo interior. Nuestra meta debe ser dejarlo en libertad.

Para alcanzar dicha meta será necesario lograr la máxima apertura posible en cuanto a nuestros sentimientos, dejándolos aflorar y asumiendo la responsabilidad por ellos y por nuestra vida. Ellos son la forma mejor y más directa de descubrir la verdadera personalidad que albergamos. En el trayecto hacia esta meta veremos que poco a poco vamos saldando nuestras deudas emocionales con el pasado. Podremos ser nosotros mismos, sin exagerar y sin disculpamos.

En la mejor acepción de la expresión, habremos llegado a la meta.

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EPILOGO

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La persona que no comprende los sentimientos debajo de sus actos no se comprende, en realidad, a sí misma. Pasa la vida presa en un mundo lleno de rincones oscuros, desde donde lo controlan y lo dirigen en sus acciones muchas fuerzas solapadas.

Los sentimientos nos definen la realidad en forma más directa y más completa que nada. Nos definen además nuestro tiempo. La pérdida en el futuro es percibida como temor. La pérdida en el presente es sentida como dolor. La pérdida en el pasado es experimentada como enojo. Son entonces el centro de nuestro mundo y lo hacen accesible. Sin ellos el mundo permanece alejado.

Es necesario vivir la vida en el presente, ya que es sólo en el presente que podemos ejercer algún control sobre ella. No podemos cambiar nuestro pasado y el futuro se forma constantemente del presente. Debemos aprender a invertir nuestra energía en el presente, donde rendirá sus máximos beneficios. Si encaramos nuestro presente con sinceridad y sin fingimiento ni disculpas el futuro se realizará por sí solo.

Todas las creaciones del genio humano y todos los ejemplos de compasión desplegados a través de los siglos no alteran el hecho de que el hombre está siempre preso por una mente finita dentro de un sistema infinito. El más elevado de sus sentidos, el de la creación, si bien puede haberle conferido ciertos atisbos de inmortalidad al haberle permitido crear obras que perdurarán después de su muerte, no parece haberle dado mucho en materia de descubrir el puente que salve la brecha entre sus limitaciones intelectuales y la infinidad de fuerzas que actúan sobre él. Es posible que nunca se cierre esta brecha. Es posible que nadie logre nunca comprender realmente el universo, o comprender por qué nos tocó a nosotros tener conciencia del viaje que realizamos por él. A pesar de ello, estamos vivos porque sentimos nuestra propia vida y tenemos el deber de velar por la conservación de los dones que nos han sido conferidos. Si no podemos captar el mundo amplio, podemos concentrar nuestra atención en el mundo interior, el mundo de nuestros sentimientos y establecer el orden y la comprensión en él. Si somos capaces de sentir y de ser nosotros mismos y de dejar que nuestros sentimientos fluyan por sus vías naturales, descubrimos que somos individuos mejores, porque somos lo mejor de nosotros mismos. Tal vez esto sea, en definitiva, el máximo a que podemos aspirar, ser lo mejor de nosotros mismos. Dentro de esta libertad de serIo, podemos permitir a otros ser como son. Asumimos la responsabilidad de nuestra propia vida y de actuar según nuestros sentimientos, haciendo lo que nos parece correcto, haciendo las decisiones importantes de acuerdo con nuestros intereses determinados con sensatez. Solamente después de haber asegurado nuestra propia supervivencia podemos prestar ayuda a los demás en formas que no

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sean dictadas por nuestras propias necesidades. Rara vez se observa la codicia en la gente que ha colmado su propia vida.

Ser rico es no tener necesidad de nada. Es imposible adquirirlo todo, aunque algunos insisten en intentarlo y desgraciadamente muchos más están poco dispuestos a correr el riesgo de ser lo mejor de sí mismos, de descubrir quiénes son en realidad y de utilizar sus sentimientos como guía óptima en esa búsqueda.

Cada uno de nosotros tiene el derecho de tomar su vida con seriedad y descubrir lo que por naturaleza está mejor capacitado para hacer. Si todos obedeciéramos las sugerencias de nuestra «voz» interior, nuestro mundo cambiaría y sería mejor. También lo sería, según sospecho, el mundo a nuestro alrededor.

Si todos usáramos nuestros sentimientos como guía para hallar el camino que nos lleva a ser lo mejor de nosotros mismos, por lo menos estaríamos en vías de hallar realización en nuestra vida y el mundo que nos rodea comenzaría a tener mayor sentido. La persona que no se comprende a sí misma no puede pretender experimentar un mundo que tenga algún sentido.

Si todos siguiéramos los dictados de nuestros sentimientos, hallaríamos el rumbo que buscamos en realidad, sin dogmas, sin cultos, sin gobiernos y sin guru.

La luz que buscas está dentro de ti. La luz es vida, es amor, eres tú. Hállala, cuídala, compártela. Buscarla es participar en el infinito.

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