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El mito del Watergate En 1972 una patrulla de la policía local de Washing- ton descubrió una operación de espionaje en la oficina electoral del Partido Demócrata. Con este episodio, en principio relativamente menor, comenzaba lo que pro- bablemente constituye el más abierto enfrentamiento que se haya dado nunca entre el poder político y un medio de comunicación: el Watergate toma el nombre del hotel en el que tuvieron lugar los primeros aconte- cimientos –el espionaje a las oficinas electorales del Partido Demócrata– y terminó con la carrera política del presidente Nixon. Desde que éste se viera obligado a dimitir en agosto de 1974 como consecuencia de los escándalos posteriores a aquel suceso, el título de ese lujoso complejo de oficinas y centro comercial del dis- trito de Columbia quedó escrito con carácter indeleble en la mitología del periodismo. Watergate es símbolo de la independencia de la prensa frente al poder político y un recordatorio del papel que a los diarios compete en una democracia, en tanto que reveladores de corrupciones y manejos sucios. A partir de entonces, se acuñó la idea del pe- riodismo como un «contrapoder», teoría que formuló explícitamente el presidente francés Valéry Giscard 17 www.elboomeran.com

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El mito del Watergate

En 1972 una patrulla de la policía local de Washing-ton descubrió una operación de espionaje en la oficinaelectoral del Partido Demócrata. Con este episodio, enprincipio relativamente menor, comenzaba lo que pro-bablemente constituye el más abierto enfrentamientoque se haya dado nunca entre el poder político y unmedio de comunicación: el Watergate toma el nombredel hotel en el que tuvieron lugar los primeros aconte-cimientos –el espionaje a las oficinas electorales delPartido Demócrata– y terminó con la carrera políticadel presidente Nixon. Desde que éste se viera obligadoa dimitir en agosto de 1974 como consecuencia de losescándalos posteriores a aquel suceso, el título de eselujoso complejo de oficinas y centro comercial del dis-trito de Columbia quedó escrito con carácter indelebleen la mitología del periodismo.

Watergate es símbolo de la independencia de laprensa frente al poder político y un recordatorio delpapel que a los diarios compete en una democracia, en tanto que reveladores de corrupciones y manejossucios. A partir de entonces, se acuñó la idea del pe-riodismo como un «contrapoder», teoría que formuló explícitamente el presidente francés Valéry Giscard

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d’Estaing, y que ha sido repetidas veces utilizada porlos politólogos. Aunque he defendido muchas veces te-sis semejantes, no estoy seguro de que, en puridad, losactuales medios de comunicación no constituyan másbien un aspecto o una representación del propio poder,al menos de su entorno. La mitología acerca de la in-dependencia de los medios puede y debe mantenerse entanto no se convierta en una auténtica religión. Mu-chas veces se comportan como defensores de las liber-tades frente a los abusos de los que mandan, pero enocasiones se convierten en el epicentro de la arbitrarie-dad y el desdén hacia los derechos de los ciudadanos.

Durante las últimas décadas la prensa en general,y la norteamericana en particular, ha experimentadouna considerable transformación. Desde los cambiostecnológicos hasta los ocurridos en la estructura depropiedad de los diarios, todo o casi todo parece dis-tinto hoy. La competencia con los nuevos medios elec-trónicos llevó en su día a los periódicos a aligerar el peso de sus reflexiones al tiempo que aumentaba elnúmero de sus páginas y se potenciaba la inclusión delcolor en sus fotografías, primero en los anuncios, mástarde en la información. Algunas publicaciones legen-darias, como el Times de Londres, cambiaron su aus-tera apariencia de calidad –en tiempos representadahasta en la especial textura del papel– por el ropajealegre del sensacionalismo, mientras que la prensa ves-pertina agonizaba, víctima de las horas dedicadas porsus eventuales lectores a ver televisión. Más tarde apa-recieron los soportes digitales, con la consiguiente

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fragmentación de la audiencia, e internet, con su vo-cación de universalidad individualizada. Todo ellocondujo a una acelerada y creciente concentración delas empresas, que sobrepasaron enseguida la propie-dad de los medios de comunicación para entreverarsecon la de los sistemas de ocio y entretenimiento. El ta-maño comenzó a ser una condición de la superviven-cia, y la tradición de propiedad familiar en el sector setrocó en la inclusión de los más importantes diariosdel mundo en la lista de compañías cotizadas.

El Washington Post acababa de salir al mercadode capitales precisamente por las mismas fechas en lasque su accionista de referencia, Katherine Graham, quehabía heredado el diario de su marido, tuvo que en-frentarse a numerosas presiones, tendentes a parar lospies a los reporteros del diario encargados de la in-vestigación sobre prácticas delictivas en la Casa Blan-ca. Los abogados y gerentes del Post no cesaron deavisar sobre los peligros que encerraba una confron-tación abierta con el poder, que acabaría por redun-dar en perjuicio de los accionistas, dañando el mer-cado publicitario y arriesgando la renovación de laslicencias de televisión que la empresa tenía. La seño-ra Graham, que se había enfrentado poco más de unaño antes a decisiones similares con motivo de los fa-mosos Papeles del Pentágono1, no dudó, sin embar-

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1. Los Papeles del Pentágono eran unos documentos secretos delDepartamento de Defensa de los Estados Unidos sobre la partici-pación del país en la guerra de Vietnam titulados: «La toma de

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go, en apoyar las tesis del director Ben Bradlee y suequipo de redactores a favor de continuar con la in-vestigación y publicación de los hechos. El argumen-to que sustentaba su decisión era sencillo: un diarioes una empresa mercantil y como tal se debe a suspropietarios y clientes, pero es también un órgano deopinión pública, por lo que su obligación es servir an-tes que a nadie a los ciudadanos. Ésta es la filosofíaque entonces triunfó, de la que nos hemos enorgulle-cido, a veces en vano, miles de periodistas de todo elmundo y sobre cuya vigencia cabe preguntarse hoy,ante las modas en boga, las nuevas realidades y las di-ferentes amenazas que sobre la libertad de expresiónse ejercen. No pocas de ellas, por cierto, tratan de

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decisiones de EE.UU. en Vietnam, 1945-1968». Demostraban queel Gobierno estaba engañando a los norteamericanos respecto a laguerra y documentaban con detalle como durante veintitrés años,cuatro presidentes y sus correspondientes gobiernos habían ocul-tado sus planes bélicos. Se hicieron famosos cuando un ex fun-cionario del Departamento de Defensa y del Departamento de Estado, Daniel Ellberg, decidió hacerlos públicos en 1971. El di-rector del Post le pidió a la editora Katherine Graham que fueraella quien decidiera si se publicaban o no dichos papeles. Al ha-cerlo así, ella entró en la historia del periodismo y el Post, un dia-rio mediocre y complaciente hasta entonces, pasó a ser el princi-pal rival del New York Times. Richard Nixon intentó bloquear lapublicación con la ayuda de jueces federales. «Hay que quemaren la hoguera a quien haya filtrado los papeles», dijo en una con-versación que, grabada en el Despacho Oval, acabó siendo tam-bién de dominio público. La decisión del Tribunal Supremo depermitir la publicación de dichos «papeles» frente a las deman-das de silencio del Gobierno suele contemplarse como una ga-rantía judicial imperecedera para la libertad de expresión.

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fundamentar su acción en la lucha contra el terroris-mo, que es uno de los latiguillos más usados por go-biernos de todo género a la hora de justificar abusosy violaciones, algunas muy graves, de los derechoshumanos. Más recientemente, la crisis económica haservido para incentivar la pasión censoria de miles deburócratas de todo el mundo. Organismos regulado-res encargados de vigilar la transferencia de los mer-cados de capitales, lejos de cumplir con obligacióntan necesaria se dedican no pocas veces a perseguir lalibertad de información antes que a descubrir a losmalvados. Éste es el caso de la Comisión Nacional delMercado de Valores española que, en sus delirios le-gislativos, pretende ni más ni menos que prohibir ycastigar la existencia y divulgación de los rumores,empeño tan loable como estéril y que nos introduceen la insidiosa discusión de cuándo un rumor se con-vierte en noticia y cuándo una noticia merece ser cla-sificada como simple murmullo o murmuración.

Todas estas cuestiones reclaman una investigaciónpermanente. Bill Kovach y Tom Rosenstiel, dos perio-distas y expertos en comunicación que se han dedicadodurante años a recapacitar sobre ellas, han conversa-do con cientos de colegas, lectores, empresarios, anun-ciantes y ciudadanos del común, recogiendo opiniones,impulsando debates y tratando de averiguar, en mediode la polémica, cuáles serían los elementos del perio-dismo, la materia prima que, como el fuego, el agua, elaire y la tierra para los antiguos, constituye el núcleode los fundamentos de la existencia de nuestra profe-

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sión. Su experiencia, recogida en un libro1 de obligadalectura para quienes se interesen por el tema, pone derelieve que el periodismo de hoy, incluidas las trans-formaciones que internet propicia, sigue teniendo unosprincipios básicos que no sólo lo identifican como pro-fesión, sino que también comprometen a quienes loejercen. Apartarse de ellos equivale a desertar de lapropia condición de periodistas. Estas normas estánrecogidas en nueve puntos que no me resisto a repro-ducir:

1. La primera obligación del periodismo es laverdad.

2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos.3. Su esencia es la disciplina de la verificación.4. Sus profesionales deben ser independientes de

los hechos y personas sobre las que informan.5. Debe servir como un vigilante independiente

del poder.6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y

al compromiso.7. Ha de esforzarse en hacer de lo importante

algo interesante y oportuno.8. Debe seguir las noticias de forma a la vez ex-

haustiva y proporcionada.9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer

lo que les dicta su conciencia.

1. Bill Kovach y Tom Rosenstiel, Los elementos del periodismo,Madrid, Ediciones El País, 2003.

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Sería difícil decir más en menos frases sobre los de-rechos y deberes del periodismo profesional en nuestrosdías. Claro que estos nueve mandamientos se resumenfácilmente en dos, pues desde las tablas de Moisés nohay decálogo con el que no pueda hacerse algo seme-jante: el periodismo debe ser veraz e independiente.

Ser veraz significa que los periodistas han de con-tar los hechos tal como sucedieron o, cuando menos,esforzarse en ello. No deben manipular los datos, niresaltarlos a su conveniencia; tienen que ser rigurososen la verificación, exhaustivos en las pruebas, plura-les en los puntos de vista, puntillosos en los matices;y, sobre todo, saber reconocer sus errores y sus equi-vocaciones y estar dispuestos a purgar por ellos. Serindependiente equivale a ejercitar el papel social quesu tarea implica, a no administrar la verdad que co-nocen según las conveniencias o presiones del poder,a no inmiscuir sus opiniones o intereses personalescon los de los lectores, a no cambiar su condición pri-maria de testigos por la de jueces, a ser críticos, dis-cutidores, polémicos y brillantes sin que la pasión porlas palabras les aleje de la primera pasión por la ver-dad, sirviéndose de aquéllas para iluminar con mejory mayor luz esta última.

Tanto o más que los partidos políticos y la repre-sentación parlamentaria, la libertad de expresión escondición básica para el establecimiento de democra-cias prósperas y sólidas. Éstas son obviedades dema-siadas veces olvidadas por el poder, que tiende a la autosatisfacción y el onanismo, parapetándose en los

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votos recibidos antes que honrando el libre albedríode quienes se los otorgaron. La suposición de que elapoyo de los electores es un cheque en blanco para sergobernados por quienes lo reciben es del todo gratui-ta. Si queremos que la democracia representativa so-breviva en un mundo tan complejo y contradictoriocomo el actual es preciso que el poder no cierre losojos y oídos a las expresiones de la democracia direc-ta y participativa que las diversas formas de expresiónpública comportan. O sea, que no imite la recalci-trante arrogancia del presidente Nixon. Estuve con élaños después del escándalo, con ocasión de la publi-cación de un libro suyo en España. Me pareció unhombre amargado, rencoroso y cerril, incapaz de en-tender que la gloria del éxito de su política exteriorpudiera haberse mancillado por las sucias triquiñue-las que empleó para vencer y desacreditar a sus ad-versarios políticos. Con Ben Bradlee, responsable úl-timo de la caída del presidente, cené una noche deverano en el París de comienzos de este siglo. A susochenta años estaba radiante de juventud y felicidady jugueteaba como un niño a decirnos/no decirnos laverdadera identidad de «garganta profunda», la fuen-te primordial de las revelaciones del caso Watergate,que murió en las postrimerías de 2008. Uno de lospresentes comentó el destino personal de los dos hé-roes de la historia, los periodistas Bernstein y Wood-ward. El primero, convertido en pope de la profesión,dicta conferencias y escribe libros, algunos tan apa-sionantes como Su Santidad, una biografía del papa

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Woytila en cuyo texto me sumergí a instancia de Ga-briel García Márquez y que recomiendo a todo el quese interese por las miserias del poder temporal de laIglesia. Woodward siguió oficiando de reportero, alparecer con el mismo entusiasmo y decisión con quese empleaba cuando joven, lo que le convirtió en unode los más temidos y apreciados periodistas de su ciu-dad. Hace años ambos decidieron vender por cincomillones de dólares las notas particulares, grabacio-nes y documentos privados que utilizaron durante lainvestigación de Watergate. Un material de interés in-dudable para los historiadores, del que deberíamosaprender también los periodistas.

Durante mucho tiempo he pensado que, siendomuy importante la contribución de aquel caso a la his-toria de la prensa y de la libertad en general, su mitifi-cación ha generado no pocas desgracias. Entre las ma-yores puede situarse la obsesión de algunos colegasmíos por derribar y encumbrar presidentes a su anto-jo, misión del periodismo que no he encontrado rese-ñada en el código moral arriba escrito. La decidida vocación de gran parte de la prensa española por in-tervenir activamente en las reyertas y conspiracionesdel poder, poniendo en juego con gran descaro intere-ses particulares de la empresa o de los periodistas quetoman las decisiones, es lo que permite que aquéllamantenga por lo general su carácter provinciano y atí-pico, marginal, en el panorama de los medios de opi-nión pública internacionales. Otra lacra no menor esla perversión injustificada que ha terminado por pro-

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ducirse en el periodismo de investigación y de la quelas cadenas televisivas nos ofrecen a diario lamenta-bles ejemplos. El género no puede ser una excusa paraconvertir a los periodistas en espías o en delatores.Tampoco en ladrones. La invasión indiscriminada yabusiva de la vida privada que muchas veces se come-te, jurando en falso en nombre de la libre expresión; elrecurso a la utilización de métodos que en una demo-cracia sana deben estar reservados a la caución y deci-sión judicial –como son las grabaciones clandestinas–;la incitación a cometer irregularidades y corrupcionespara luego denunciarlas; la utilización del engaño y la mentira como métodos de trabajo, son cosas quepermiten suponer que algunos periodistas de los de-nominados agresivos están convencidos de que el finjustifica los medios. Ésa es la raíz y la esencia del pen-samiento totalitario. Nunca deberíamos confundir elperiodismo de investigación, que exige trabajo, minu-ciosidad, rigor y tiempo, con el periodismo de dela-ción, que equipara a quienes lo practican con los con-fidentes policiales y los correveidiles del mando. Siqueremos que el periodismo del futuro siga cumplien-do el rol social que le compete debemos huir, como dela peste, de semejantes aberraciones profesionales.

Desde que el rey de los persas, Darío I, matara almensajero que le traía las noticias sobre la derrota desus ejércitos por los griegos en la batalla de Maratón(490 a.C.), las relaciones entre el poder político yquienes se dedican a dar información al público sehan visto marcadas por los conflictos. No hay nada

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que irrite más al príncipe que el conocimiento de laverdad cuando ésta se opone a sus fines o impide suspropósitos. Eso explica que la historia de la prensaconstituya una larga ristra de enfrentamientos congobiernos, jueces y otras instituciones sociales. Losperiodistas poseemos la tendencia a presentarnoscomo mártires de esta situación, en la que las visiblesllagas de nuestras heridas serían el mejor testimoniode nuestra contribución a la batalla por la libertad.Las hemerotecas están llenas de frases famosas queavalan nuestro criterio, y es famoso el dicho de Jef-ferson de que «como nuestro sistema está basado enla opinión pública, entre un país con gobierno y sinperiódicos y un país con periódicos pero sin gobiernome quedo con esto último». El prohombre hacía estaaseveración desde su privilegiado cargo de embajadoren París, antes de asumir los rigores y placeres delejercicio del poder, que le llevaron a renegar, no po-cas veces, de los excesos y abusos que la prensa co-metía en la crítica de su gobernanza. Esta relaciónambivalente no es exclusiva de los políticos. Literatose intelectuales, también muchos renombrados perio-distas, tras ensalzar las sublimes funciones de los dia-rios terminaron por abominar de ellos. Kierkegaard,padre del existencialismo, se quejaba abruptamente: «Sino fuera por la prensa, osaría confiar en mis propiasfuerzas: pero es algo horrible que un hombre solopueda cada semana o cada día obtener que en un mo-mento entre 40 y 50.000 personas digan y piensenexactamente lo mismo. […] ¡Ay, ay, ay de la prensa!

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Si volviera Cristo al mundo, Él –igual que es ciertoque yo vivo– no tendría como adversarios a los Su-mos Sacerdotes, sino a los periodistas»1. Comentariomuy en la línea, por cierto, con el que Balzac hacía enun famoso opúsculo: «Si la prensa no existiera, haríafalta no inventarla»2. No sólo con el poder político,sino con el poder en general, en cualquiera de sus ma-nifestaciones, los periódicos y quienes se dedican a fa-bricarlos han mantenido tradicionalmente relacionesmuy mal avenidas, y a menudo son maltratados porquienes desconfían de la catadura moral de sus pro-cedimientos. La frase que inspira el título de este en-sayo ilustra a las mil maravillas la sospecha y el pas-mo que la condición de periodista provoca entre losbienpensantes. Muchos de mis lectores se sorprende-rían de hasta qué punto la buena sociedad madrileñaparticipa todavía de ese rechazo. Aunque para defini-ciones jocosas de la profesión mi preferida es la denuestros colegas italianos: «Trabajar es peor».

Sólo en este marco de entendimientos, y en el de laarremolinada pasión por las libertades que el siglo xixprotagonizó, es comprensible y aceptable la suposiciónde que la prensa es el cuarto poder, frase que ha hechofortuna y que nos persigue como un fantasma. Lo peores que algunos se la han creído y ponen gran empeñoen hacerla buena, procurando gobernar desde las pági-

1. Soren Kierkegaard, Diario, Brescia, Morcelliana, 1980, vol. XI,p. 258.2. Honoré de Balzac, La Presse Parisienne.

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nas de los periódicos y ejerciendo toda clase de presio-nes, manipulaciones y aún chantajes sobre las distintasinstancias sociales, a fin de que se comporten con arre-glo a las manías o a los intereses de quienes dirigen losdiarios. Sería absurdo negar que éstos significan algúntipo de poder, aunque sólo sea el de influir, sugerir,condicionar, pero no se trata de un poder verdaderopues no es coactivo ni impone su voluntad. En cambio,hay quienes insisten en que se trata de un verdaderopoder fáctico, con enorme capacidad de destrucción:quizá no pueda erigir gobiernos, pero puede derribar-los; quizá no pueda consolidar famas pero sus potencia-lidades de denigración e insulto son casi ilimitadas.

De todas maneras los periódicos, con seguir sien-do muy importantes, cada vez lo son menos en las so-ciedades desarrolladas. Su ascendiente sigue siendogrande entre las élites, pero a medida que las jerar-quías sociales se difuminan, cambian de residencia ode lugar, el poder de los diarios, cualquiera que sea,disminuye para dar paso al de los nuevos fenómenosde la comunicación electrónica y audiovisual. Nadiepiensa hoy que la prensa escrita sea más decisiva quela televisión para ganar unas elecciones. El mundo de laimagen tiene una primacía formidable sobre cualquierotro a la hora de determinar comportamientos socia-les, hábitos, gustos, modas, valores o criterios a losque se acoge una comunidad.

Hoy ya no basta la clásica contemplación de lasrelaciones entre prensa y gobiernos, o prensa y judi-catura, para adentrarnos en el descubrimiento de las

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transformaciones que el poder y su organización so-cial han de experimentar en virtud de los nuevos me-dios. Durante la Segunda Guerra Mundial, la radioadquirió una gran importancia como sistema de agi-tación de masas y no sólo el fascismo y el nazismo hi-cieron uso abundante de ella con semejante propó-sito. Son memorables los discursos de Churchill através de las ondas, alentando al pueblo británico enla hora de los bombardeos, o las arengas del generalDe Gaulle a la Resistencia francesa. Estas manifes-taciones ponían de relieve que el derecho a la libre expresión estaba experimentando transformacionesaceleradas en su ejercicio por parte de ciudadanos ydirigentes, empeñados estos últimos en convertir lacomunicación en propaganda. Pero, todavía enton-ces, las sociedades democráticas se mostraban satis-fechas del entramado institucional que habían sidocapaces de construir, basándose en el principio de ladivisión de poderes y el sufragio universal, directo ysecreto, como método de elección de los gobernan-tes: la libre prensa era condición básica de la libertadde opción y de la igualdad entre los ciudadanos. Aho-ra los tiempos han cambiado y tenemos que definirnuevas formulaciones, capaces de entroncar la liber-tad de información con la sociedad de igual apelli-do, pues las amenazas censorias no proceden sólo dela aplicación de presiones externas a los medios sinotambién, y muy primordialmente, de la organiza-ción y el comportamiento de la propia sociedad me-diática.

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Éstos son los puntos de vista desde los que heabordado la escritura del presente libro. En él recojodiversos ensayos y conferencias acerca del oficio delperiodista y un buen número de meditaciones y diá-logos en un intento coherente de aportar algo sobreuna materia a la que he dedicado toda mi vida. Nopretendo impartir lección alguna sino que trato de serútil, desde la experiencia, a las nuevas generacionesque hoy se aventuran en una profesión que es fre-cuente pasto de correcaminos y vanidosos, cuando sufibra la constituyen la humildad y la reflexión. Espe-ro que los jóvenes que hoy desembarcan en las redac-ciones aprendan que la mejor manera de transformarel mundo es ayudar a los demás a conocerlo.

La historia del Watergate, la de sus protagonistas,puede servirnos para apreciar la difícil modestia conla que es preciso ejercer nuestra tarea, aprender a se-pararnos de los fastos de palacio y apearnos de losbalcones y tribunas desde los que saluda el poder. Eléxito del Washington Post, su contribución a un cam-bio de rumbo en la historia política de la humanidad,se debe sobre todo a la perspicacia, los contactos y lapersistencia profesional de un reportero dedicado a la información local con buenos contactos en la co-misaría de turno. Seguir cultivándolos es la obliga-ción primera de quien desempeñe este oficio. Todo lodemás, la gran filosofía de esos temas, el orbe de lasimportancias y las reverencias, la vanidad del triunfoy la pretenciosidad del pensamiento viene luego, a re-molque de una lacónica y escueta nota policial.

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