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n principio quisiera agradecer a los residentes en psicología de este Hospital, que en aras del fecundo recorrido teórico-clínico compartido en estos años –y también transferencial– producto de ambas cuestiones creo es esta invitación, cursada por el Lic. Fernando Matteo, y a la Lic. Karina Wagner a quienes reconozco muy especialmente. Al mismo tiempo, les agradezco a los residentes en psiquiatría, cuya presencia da razón suficiente para querer proponer estas líneas, y sus- citar si fuera posible una cálida interlocución sobre nuestra clínica. Cuando escuché el título de la mesa “De la personalidad al sín- toma”, no me pudo sino evocar los grandes debates que se dieron a principios de este mes, con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Freud, respecto de la vigencia del psicoanálisis y el inconscien- te freudiano. Ocasión que renuevo hoy bajo un acento diverso: me pregunto ¿A qué llamamos vigencia? Bien pudiera referirse a la es- peranza con que se sostiene un ideal; ó bien señalarse la eficacia de una función, pero además podría la vigencia querer conceptualizar la actualidad de un acontecimiento. El acontecimiento que pudiera pro- ducirse en nuestra praxis –acontecimiento de palabra– requiere de un sujeto como efectuación de un acto singular: la asunción de un goce acorde a ley castrativa, hecho que por sí mismo no figura en la natu- raleza. Recordemos que el expediente cultural que regula el proceso de humanización se llama familia, y tal como lo describe Lacan en texto homónimo 2 , en ella se encierran los nudos originales y fundantes de lo que serán las respuestas afectivas y morales de los individuos, así como los trastornos de personalidad de ellas derivados. Es dable observar, que las modalidades de presentación fundamental- mente del sufrimiento neurótico, varían a través de la historia y se tiñen de la lógica de algún malestar cultural de ocasión: Llame ya!, Respon- da ya!, Satisfágase ya!, Consuma ya!... términos que remiten sin más a esa caída del recurso a la pregunta frente a un alza en la obtención de objetos postizos que muestran la inadecuación de goces con promesa de estallido adrenalínico. Realidad a veces caótica, premura desmedida, urgencia que denota el in crescendo de un transcurso incalculable, no dejando de constituir sin embargo una categoría de núcleo paradojal. Esta modalidad posmoderna de actualidad pulsional, no hace más que dibujar la presencia de ese eterno dios oscuro de nuestra estructura psí- quica llamado Superyó, que ordena gozar al compás del Otro, y al mismo tiempo marca nuestra insuficiencia e imposibilidad de lograrlo. ¿Qué vemos en las consultas, sino una mayoría de seres que impe- didos de actos responsables –me refiero a los actos tejidos por la red entre deseo, amor y goce- se ven arrasados por una actualidad pul- sional que pareciera tomar el relevo de aquellos? Sucesión de actings, pasajes al acto, impulsiones varias, cuerpos estragados que alcanzan el soma, y vidas acompañadas casi siempre por graves dificultades en aceptar el alojamiento transferencial que les ofertamos. Ahora bien, ¿Podríamos pensar que de no ser predominantemente los trastornos del Ideal del Yo sino la primacía de formaciones derivadas del Superyó los que comanden una consulta, este hecho nos dejara ver una estructura psíquica distinta de la traumática, razón del inconciente? Si trauma quiere decir que como humanos estamos todos desvali- dos frente a la verdad del sexo y de la muerte, y que la palabra que a su alrededor se teje no hace más que unirse al cuerpo para querer de- cir algo de eso; en aquellos casos donde no hallamos en principio un discurso constituído por el afecto que soporta el trazado de la falta, podríamos concluir por ello que el inconsciente no existe? AÚN, UNA RESPUESTA POSIBLE CON LA BIBLIA EN LA MANO O LA REDENCIÓN DE LOS ADICTOS POR LA RELIGIÓN sí como la droga es el pharmakon más poderoso contra la infelicidad según Freud, así la religión se ha ido convirtiendo en uno de los instrumentos discursivos más eficaces para “sacar” a ciertos individuos del hábito de las drogas o del delito. Es un hecho. Las “comunidades terapéuticas” (y también las cárceles) son frecuentadas cuando no dirigidas, por clérigos o pas- tores cuyo objetivo es llevar al adicto a una nueva alianza, no ya con la droga, sino con la religión como contra-droga, es decir, drogarse de Dios 1 . El “residente” (nombre del adicto internado en una comunidad terapéu- tica) es considerado como una oveja descarriada de la grey del Señor, la enfermedad es tratada como una des- viación moral y su curación como un retorno al rebaño. ¿Dónde podría estar escrito el mapa para el “viaje de vuelta” sino en la Biblia? ¿Cuál sería el remedio espiritual sino la palabra de Dios? ¿Se trata sólo de una cuestión ideo- lógica? ¿La eficacia actúa sólo al modo de un “lavado de cerebro” o de contagio espiritual sobre mentes ignorantes? ¿Re- sumiremos todo en un cambio mecánico de la adicción a un tóxico por otra a un discurso religioso, sospechado de ser tan tóxico como el primero? Cuando el psicoanálisis se encuentra con estos fenómenos de curación “por la religión” —que si bien no pueden generalizarse trascienden los casos in- dividuales hasta convertirse en formas exitosas de influir sobre las disposiciones y síntomas de las personas-, es nuestra función introducir la pregunta por las razones de estructura que hacen posible estas “conversiones” subjetivas. ¿Tiene explicaciones el psicoanálisis frente a los logros, a veces cuasi mila- grosos de un dispositivo de discurso que se anuncia con la Biblia en la mano y con Jesús en la boca, allí donde cuesta tanto hacer valer al psicoanálisis como un recurso eficaz? Explorando las obras de Freud y de Lacan me ha parecido encontrar ciertos planteos que exprimidos a fondo nos ofrecen fecundas ideas para ensayar una respuesta. Para no comprometer indebidamente a Freud ni a Lacan, aclaro que aunque sigo sus textos, las respuestas encontradas a la pregunta por la “cura religiosa”, no son más que articulaciones que me pertenecen. La práctica de la intoxicación apare- ce en la obra de Freud ubicada en un esquema que una y otra vez denomi- na “serie”. Se trata de una cadena de “soluciones” a las que recurre el sujeto para enfrentar el “dolor de existir”, es decir, la imposibilidad del objeto y la insatisfacción del deseo. Según los textos de que se trate, los elementos de la serie cambian li- geramente, pero los que nunca están ausentes son los que se refieren a las sustancias tóxicas y a la religión. Que todas las “soluciones” compon- gan una misma serie, significa que a pesar de las diferencias abismales que existen entre ellas en cuanto al grado de elaboración simbólica, todas son equivalentes en un punto común: el de ser técnicas para entendérselas con la imposibilidad del goce de la cosa. Todas son respuestas al “deber primero de todo ser humano que es aprender a soportar la vida” 2 . Si bien es cierto que el sujeto encuentra la “solución” en algún elemento de la serie, eso no implica para Freud se haya alcanzado la “satisfacción”, que siempre queda en suspenso. De entre los textos donde Freud alude a la “serie” 3 , tomaré únicamen- te por ser la más explícita una cita de “El malestar en la cultura”: Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, de- cepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satis- facciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos re- medios nos es indispensable; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros ór- ganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más am- plio al asunto. 4 Como se ve, la serie puede orde- narse de dos maneras: por la clase del recurso al que se apela (distracciones poderosas, satisfacciones sustitutivas, y sustancias tóxico-químicas), y por el grado de regresión y fijación libidinal que implican cada solución. En el extremo más regresivo de di- cha serie Freud coloca al más poderoso “quitapenas” pero al mismo tiempo el más perjudicial: la sustancia química. Y en el otro extremo de las soluciones, —después de eslabonar a la ciencia y a la religión— sitúa a los productos más logrados: el arte y el humor. En la medida que todos estos re- cursos pertenecen a una misma lógica serial –que no es mera yuxtaposición sino comunidad de funciones– cada uno de ellos puede ser sustituido por cualquier otro de la misma serie. Los intelectuales por ejemplo, abando- nan la religión por la ciencia, o el adicto, las drogas por la religión 5 . A medida que progresamos en la serie encontramos que las soluciones más regresivas como la intoxicación, van siendo sustituidas por otras ligadas ya no a la función de un objeto pulsional sino a la función de la palabra (como el humor, entre otros). Las primeras implican el camino más corto, el “cor- tocircuito” a la anhelada satisfacción; las segundas en cambio tramitan como operación simbólica, es decir como sustituciones metafóricas de la satis- facción imposible. Es así como la religión, envuelta en una técnica de promesa y sugestión, puede venir al lugar de la intoxicación, es decir a sustituir su función. Función que es la misma, cumplida con distin- tos instrumentos: la primera se vale de un poder químico, la segunda del poder de un significante: “el temor de “Así habló el juez rojo: ¿Por qué mató este criminal? Quería robar (Zaratustra): Pues yo os digo que su alma estaba se- dienta de sangre y no quería robar; estaba deseando embria- garse con la voluptuosidad del cuchillo.” 1

El Otro psi . nº151

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El Otro psi . nº151 . Septiembre 2008

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Page 1: El Otro psi . nº151

n principio quisiera agradecer a los residentes en psicología de este Hospital, que en aras del fecundo recorrido teórico-clínico compartido

en estos años –y también transferencial– producto de ambas cuestiones creo es esta invitación, cursada por el Lic. Fernando Matteo, y a la Lic. Karina Wagner a quienes reconozco muy especialmente.

Al mismo tiempo, les agradezco a los residentes en psiquiatría, cuya presencia da razón suficiente para querer proponer estas líneas, y sus-citar si fuera posible una cálida interlocución sobre nuestra clínica.

Cuando escuché el título de la mesa “De la personalidad al sín-toma”, no me pudo sino evocar los grandes debates que se dieron a principios de este mes, con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Freud, respecto de la vigencia del psicoanálisis y el inconscien-te freudiano. Ocasión que renuevo hoy bajo un acento diverso: me pregunto ¿A qué llamamos vigencia? Bien pudiera referirse a la es-peranza con que se sostiene un ideal; ó bien señalarse la eficacia de una función, pero además podría la vigencia querer conceptualizar la actualidad de un acontecimiento. El acontecimiento que pudiera pro-ducirse en nuestra praxis –acontecimiento de palabra– requiere de un sujeto como efectuación de un acto singular: la asunción de un goce acorde a ley castrativa, hecho que por sí mismo no figura en la natu-raleza. Recordemos que el expediente cultural que regula el proceso de humanización se llama familia, y tal como lo describe Lacan en texto homónimo2, en ella se encierran los nudos originales y fundantes de lo que serán las respuestas afectivas y morales de los individuos, así como los trastornos de personalidad de ellas derivados.

Es dable observar, que las modalidades de presentación fundamental-mente del sufrimiento neurótico, varían a través de la historia y se tiñen de la lógica de algún malestar cultural de ocasión: Llame ya!, Respon-da ya!, Satisfágase ya!, Consuma ya!... términos que remiten sin más a esa caída del recurso a la pregunta frente a un alza en la obtención de objetos postizos que muestran la inadecuación de goces con promesa de estallido adrenalínico. Realidad a veces caótica, premura desmedida, urgencia que denota el in crescendo de un transcurso incalculable, no dejando de constituir sin embargo una categoría de núcleo paradojal. Esta modalidad posmoderna de actualidad pulsional, no hace más que dibujar la presencia de ese eterno dios oscuro de nuestra estructura psí-quica llamado Superyó, que ordena gozar al compás del Otro, y al mismo tiempo marca nuestra insuficiencia e imposibilidad de lograrlo.

¿Qué vemos en las consultas, sino una mayoría de seres que impe-didos de actos responsables –me refiero a los actos tejidos por la red entre deseo, amor y goce- se ven arrasados por una actualidad pul-sional que pareciera tomar el relevo de aquellos? Sucesión de actings, pasajes al acto, impulsiones varias, cuerpos estragados que alcanzan el soma, y vidas acompañadas casi siempre por graves dificultades en aceptar el alojamiento transferencial que les ofertamos.

Ahora bien, ¿Podríamos pensar que de no ser predominantemente los trastornos del Ideal del Yo sino la primacía de formaciones derivadas del Superyó los que comanden una consulta, este hecho nos dejara ver una estructura psíquica distinta de la traumática, razón del inconciente?

Si trauma quiere decir que como humanos estamos todos desvali-dos frente a la verdad del sexo y de la muerte, y que la palabra que a su alrededor se teje no hace más que unirse al cuerpo para querer de-cir algo de eso; en aquellos casos donde no hallamos en principio un discurso constituído por el afecto que soporta el trazado de la falta, podríamos concluir por ello que el inconsciente no existe?

AÚN, UNA RESPUESTA POSIBLECON LA BIBLIA EN LA MANO O LA REDENCIÓN DE LOS ADICTOS

POR LA RELIGIÓN

sí como la droga es el pharmakon más poderoso contra la infelicidad

según Freud, así la religión se ha ido convirtiendo en uno de los instrumentos discursivos más eficaces para “sacar” a ciertos individuos del hábito de las drogas o del delito. Es un hecho.

Las “comunidades terapéuticas” (y también las cárceles) son frecuentadas cuando no dirigidas, por clérigos o pas-tores cuyo objetivo es llevar al adicto a una nueva alianza, no ya con la droga, sino con la religión como contra-droga, es decir, drogarse de Dios1.

El “residente” (nombre del adicto internado en una comunidad terapéu-tica) es considerado como una oveja descarriada de la grey del Señor, la enfermedad es tratada como una des-viación moral y su curación como un retorno al rebaño. ¿Dónde podría estar escrito el mapa para el “viaje de vuelta” sino en la Biblia? ¿Cuál sería el remedio espiritual sino la palabra de Dios?

¿Se trata sólo de una cuestión ideo-lógica? ¿La eficacia actúa sólo al modo de un “lavado de cerebro” o de contagio espiritual sobre mentes ignorantes? ¿Re-sumiremos todo en un cambio mecánico de la adicción a un tóxico por otra a un discurso religioso, sospechado de ser tan tóxico como el primero?

Cuando el psicoanálisis se encuentra con estos fenómenos de curación “por la religión” —que si bien no pueden generalizarse trascienden los casos in-dividuales hasta convertirse en formas exitosas de influir sobre las disposiciones y síntomas de las personas-, es nuestra función introducir la pregunta por las razones de estructura que hacen posible estas “conversiones” subjetivas.

¿Tiene explicaciones el psicoanálisis frente a los logros, a veces cuasi mila-grosos de un dispositivo de discurso que se anuncia con la Biblia en la mano y con Jesús en la boca, allí donde cuesta tanto hacer valer al psicoanálisis como un recurso eficaz?

Explorando las obras de Freud y de Lacan me ha parecido encontrar ciertos planteos que exprimidos a fondo nos ofrecen fecundas ideas para ensayar

una respuesta. Para no comprometer indebidamente a Freud ni a Lacan, aclaro que aunque sigo sus textos, las respuestas encontradas a la pregunta por la “cura religiosa”, no son más que articulaciones que me pertenecen.

La práctica de la intoxicación apare-ce en la obra de Freud ubicada en un esquema que una y otra vez denomi-na “serie”. Se trata de una cadena de “soluciones” a las que recurre el sujeto para enfrentar el “dolor de existir”, es decir, la imposibilidad del objeto y la insatisfacción del deseo.

Según los textos de que se trate, los elementos de la serie cambian li-geramente, pero los que nunca están

ausentes son los que se refieren a las sustancias tóxicas y a la religión.

Que todas las “soluciones” compon-gan una misma serie, significa que a pesar de las diferencias abismales que existen entre ellas en cuanto al grado de elaboración simbólica, todas son equivalentes en un punto común: el de ser técnicas para entendérselas con la imposibilidad del goce de la cosa. Todas son respuestas al “deber primero de todo ser humano que es aprender a soportar la vida”2. Si bien es cierto que el sujeto encuentra la “solución” en algún elemento de la serie, eso no implica para Freud se haya alcanzado la “satisfacción”, que siempre queda en suspenso.

De entre los textos donde Freud alude a la “serie”3, tomaré únicamen-te por ser la más explícita una cita de “El malestar en la cultura”:

Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, de-

cepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satis-facciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos re-medios nos es indispensable; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros ór-ganos y modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más am-plio al asunto.4

Como se ve, la serie puede orde-narse de dos maneras: por la clase del recurso al que se apela (distracciones poderosas, satisfacciones sustitutivas, y sustancias tóxico-químicas), y por el grado de regresión y fijación libidinal que implican cada solución.

En el extremo más regresivo de di-cha serie Freud coloca al más poderoso “quitapenas” pero al mismo tiempo el más perjudicial: la sustancia química.

Y en el otro extremo de las soluciones, —después de eslabonar a la ciencia y a la religión— sitúa a los productos más logrados: el arte y el humor.

En la medida que todos estos re-cursos pertenecen a una misma lógica serial –que no es mera yuxtaposición sino comunidad de funciones– cada uno de ellos puede ser sustituido por cualquier otro de la misma serie. Los intelectuales por ejemplo, abando-nan la religión por la ciencia, o el adicto, las drogas por la religión5. A medida que progresamos en la serie encontramos que las soluciones más regresivas como la intoxicación, van siendo sustituidas por otras ligadas ya no a la función de un objeto pulsional sino a la función de la palabra (como el humor, entre otros). Las primeras implican el camino más corto, el “cor-tocircuito” a la anhelada satisfacción; las segundas en cambio tramitan como operación simbólica, es decir como sustituciones metafóricas de la satis-facción imposible.

Es así como la religión, envuelta en una técnica de promesa y sugestión, puede venir al lugar de la intoxicación, es decir a sustituir su función. Función que es la misma, cumplida con distin-tos instrumentos: la primera se vale de un poder químico, la segunda del poder de un significante: “el temor de

“Así habló el juez rojo: ¿Por qué mató este criminal? Quería

robar (Zaratustra): Pues yo os digo que su alma estaba se-

dienta de sangre y no quería robar; estaba deseando embria-

garse con la voluptuosidad del cuchillo.” 1

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CON LA BIBLIA EN LA MANO O LA REDENCIÓN DE LOS ADICTOS POR LA RELIGIÓN

Dios” (ver apartado siguiente).Si hablo de religión es para refe-

rirme a una estructura discursiva y no a ningún dispositivo específico, pues es posible la existencia de institucio-nes, y de hecho existen, que no están edificadas en función del “tema” reli-gioso, pero cuyos discursos (político, ideológico, moral, terapéutico) son iguales de dogmáticos y generadores de identificación como la religión.

Es Freud mismo quien nos habla del lugar de la religión en este siste-ma de permutaciones. Aunque en el siguiente párrafo no se refiere a las drogas, lo que dice de “ciencia y arte” es aplicable a otros elementos de la serie, entre ellos las drogas:

“Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de lle-var este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios, (se refiere a Goethe) que nos hablan de las relaciones que la reli-gión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí:

Quien posee Ciencia y Artetambién tiene Religión;quien no posee una ni otra,¡tenga Religión!Este aforismo enfrenta, por una

parte, la religión con las dos máxi-mas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la au-toridad del poeta.6

Cuando Freud habla del “valor para la vida” de la ciencia, el arte y la reli-

gión, elementos de la serie freudiana de cuya cadena las drogas son también un eslabón, el contexto de su artícu-lo nos indica que se está refiriendo a la equivalencia de sus funciones, en diferentes niveles, en cuanto a ser recursos contra el malestar de existir. De paso, también parece indicar que en este punto los demás eslabones de la serie no se sostienen sin una dosis adecuada de religiosidad inconsciente: “Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión”.

Si buscamos en Freud una respuesta a la eficacia de la religión contra las drogas, creo que la respuesta que se infiere de sus textos sería: en la me-dida que la religión y las drogas se ordenan en una misma serie funcio-nal, una solución puede lógicamente sustituir a la otra. Llegados a este punto, nos toca ahora explicar cuales son las razones de estructura, es decir el fundamento de aquello que hace posible que la toxicomanía pueda ser sustituida por la religión.

Me ha sorprendido encontrar en un lugar impensado de la obra de Lacan un tramo argumentativo del cual pue-de inferirse claramente una respuesta. Me refiero a los capítulos 21 y 22 del Seminario 3 Las psicosis llamados “El punto de almohadillado” y “Tu eres el que me seguirás”.

En el capítulo 21 Lacan introduce un comentario de la tragedia bíblica “Atalía” (1691) de Jean Racine8. Evi-taré seguir todo el desarrollo, para ir directamente a lo que Lacan consi-dera el núcleo y que es el punto que importa aquí.

El general Abner, de los ejércitos de Atalía -reina enemiga del Dios de Is-rael- visita con intenciones ambiguas al enemigo, el sumo sacerdote judío Joad. La obra comienza con las palabras de Abner: Sí, vengo a su templo a adorar al Eterno. Pero enseguida se ocupará de advertir a Joad sobre el ataque in-minente de Atalía, una reina de temer. La respuesta del sumo sacerdote, que no se hace esperar, será la que oriente toda la argumentación de Lacan:

Joad: “Respetuosamente sumiso a su santa voluntad, es sólo a Dios a quien temo, querido Abner, y no tengo ningún otro temor”.9

Lacan dice que esta respuesta tie-ne como condición el advenimiento

El adicto lo es justamente por no disponer en sí mismo de recursos sim-bólicos para hacer frente a un estado masivo e invasivo de dolor y de an-gustia, referido a fallas en la operación constitutiva de la metáfora paterna. Tales fallas tienen su correlato clínico en la imposibilidad de entendérselas tanto con estímulos que lo acosan desde su estructura pulsional, como con situaciones externas (familiares, sociales, etc.) que desbordan sus preca-rios medios simbólicos. Sea como sea, la droga viene a taponar un enorme déficit de recursos defensivos.

La política del adicto es la política “del avestruz”, desconocer el efecto traumático de lo real (tanto interno

sentido, tiempo mítico anterior a la manifestación simbólica de la ley del lenguaje como diferencia y articula-ción de lo real11.

En este punto, la función absolu-tamente transformadora que Lacan atribuye al nuevo significante “temor de Dios”, es la de reorganizar todo el campo amorfo y amenazador de lo real. Ahora el sujeto ya sabe a qué temerle, y puede incluso emplear recursos para aplacar a “lo único” que teme, Dios.

“Ese famoso temor de Dios lleva a cabo el pase de prestidigitación de transformar, de un momento a otro, todos los temores en un perfecto cora-je. Todos los temores —No tengo otro temor— son intercambiados contra lo que se llama el temor de Dios, que, por obligatorio que sea es lo contrario a un temor.”12

Claudio Glasman comenta sobre este párrafo: “¿Sería una contradic-ción postular que hay un temor que pacifica? ¿Acaso es un oxímoron ‘te-mor pacificante’? Esta paradoja no es ajena a la función del significante del Nombre-del-Padre”.13

En efecto, Lacan aproxima este nue-vo y particular temor al significante del nombre del padre en su función pacificadora:

“¿Por qué es ése un nudo que le parece (a Freud) tan esencial que no puede abandonarlo en la más mínima observación particular? Porque la no-ción del padre, muy cercana a la del temor de Dios, le da el elemento más sensible de la experiencia de lo que llamé el punto de almohadillado entre el significante y el significado.” 14

Si la religión tiene éxito en la “salvación” de los adictos mediante la operación sustitutiva: “droga por religión”, posible por pertenecer ambos a la misma serie freudiana, es porque los redime del exterminio final del goce sin medida, no porque ese goce sea ex-traordinario sino porque la compulsión no tiene lógica ni límite. El adicto

de un significante nuevo: “el temor de Dios”, al que le otorga un carác-ter fundacional. En la historia de la humanidad, el temor de Dios es el sig-nificante metafórico que cumple una función de “abrochamiento” de todos los indescifrables, inconmensurables y abismales temores ante el universo y la naturaleza. Desde que el hombre se somete “religiosamente” al temor de Dios, su mundo queda totalmente reorganizado y redefinido por este nuevo significante. Es el “punto de almohadillado” donde comienza, o sería posible que comience, una nueva historia. Desde entonces los terrores ya no son innumerables, se produce la “reducción simbólica” al Uno, el temor de Dios.

como externo), y procurarse experiencias placenteras en la artificialidad de la intoxicación. “Paraíso artificial” según el decir de Baudelaire, del cual el sujeto es desalojado brutalmente cuando su situación se convierte en “el infierno de la droga”, que dura todo el tiempo hasta que llega la buena nueva de la palabra del Padre.

Contra todo prejuicio acerca de que el adicto disfruta de la droga, es nece-sario reafirmar que cuando se trata de una conducta compulsiva predomina el sufrimiento10. La compulsión es un ataque de la pulsión sobre el sujeto ante la cual no hay libertad ni elec-ción, sólo se puede responder con un doliente “oigo”.

En esta etapa primitiva, el adicto vive flotando en ese campo de sig-nificación confusa que Lacan ilustra con el gráfico de Saussure sobre las dos masas amorfas del sonido y del

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ASEGURAMOS EL 90% DE EFECTIVIDAD

AÚN, UNA RESPUESTA POSIBLE

¿No estaríamos corriendo el riesgo de retomar una desviada concep-ción del inconciente donde el clásico “ver para creer” se sustituye por el “escucho para creer”? Pareciera ser ésta, una toma de posición que sus-tancializa al inconciente como algo, como un bien que se tiene o no, se dice o no, y se reprime o no. Es con Lacan, que aprendimos a revalorizar esta noción freudiana para darle la eficacia de su estatuto: ser del orden de lo no realizado; esto es, el inconciente es “a producirse” según las con-diciones de enunciación de aquel que habla, y sabemos que el que habla no lo hace en el mejor de los casos solo, sino destinando su decir a otros. De tal manera, que el destinatario y testigo del mensaje ya está inscripto como instancia discursiva de manera previa a su enunciación, formando así el otro parte misma de la palabra emitida.

Es mi lectura, que la ética analítica se sostiene de la apuesta que diariamente hacemos cuando alguien nos demanda; apuesta no sólo a es-cuchar los sin sentidos del discurso para allí situar una posible formación del inconciente, sino fundamentalmente para sostener dicha apuesta en aquellos casos donde se comprueba una estructura que porta un impasse

en la formalización de alguna de sus letras fundantes, y como resultado no son las formaciones del inconciente lo escuchable, sino el silencio del superyó en las estrepitosas actuaciones que los acercan al análisis. Pero, de estar vigente nuestra función deseo del analista, intentaremos construir las coordenadas clínicas que propicien la puesta en forma de un discurso tal, que sea deducible el estatuto de imposible.

Si recordamos que el maestro vienés no se cansó de subrayar en su obra que si un conflicto no es actual, si no se repite a causa de la transferencia, el análisis no obtiene eficacia; cómo responder entonces en los casos de excepción, donde pareciera que el carácter es lo que cobra primacía?

En 19163 Freud describe exquisitamente tres tipos de carácter: el de “las excepciones”, los que fracasan al triunfar, y los que delinquen por con-ciencia de culpa. Describamos brevemente la situación: En las excepciones quedan comprendidos todos los individuos que con alguna motivación particular se revuelven contra cualquier renuncia provisional a alguna satisfacción propuesta como necesaria para todos, argumentando que el sufrimiento y las privaciones padecidas desde la infancia justificarían su derecho a ser una excepción, y que piensan seguir siéndolo. Freud

refiere que su clínica con estos pacientes le permite revelar que sus más tempranos destinos de vida han anudado su neurosis a una vivencia de sufrimiento que los afectó siendo libres de responsabilidad para esa época, permaneciendo aun la injuria del perjuicio como rasgo diferencial de una personalidad que reclama eterno resarcimiento.

En Los que fracasan al triunfar, queda establecido que la contracción de la enfermedad subsigue al cumplimiento del deseo y aniquila el goce de éste; apuntando Freud que lo patógeno no resulta aquí de la frustración, sino del anudamiento de la conciencia moral con el complejo de Edipo. Es Freud mismo quien en su carta a Romain Rolland4, interpreta su tras-torno de memoria en la Acrópolis, como una perturbación derivada de la conciencia de culpa por haber ido más allá del padre.

Finalmente, en los que delinquen por sentimiento de culpa, se señala la preponderancia y preexistencia de la conciencia de culpa al cometido de la falta; siendo las transgresiones deliberadas un exutorio inconciente del superyó, impeliendo al sujeto a encontrar el castigo por medio de la falta, evidenciando entonces un alivio anímico concomitante.

Los que trabajamos en la clínica con pacientes graves de alguno de estos tipos de carácter ó los tres, podemos reconocer esa especie de paradójica “ley particular” que guía la conductas de estas vidas, mostrando la cons-tante de dolores no sufridos, en los cuales la hemorragia dolorosa infantil queda anudada a vaivenes pulsionales donde la presencia del Otro parental no ha podido tallar una dialéctica amorosa que dignifique al sujeto.

Recordemos aquí, las palabras con que Freud inicia el texto de las ex-cepciones: “El médico (...) se sirve de algunos componentes del amor (...) y es probable que no haga sino repetir el proceso que posibilitó la educación primera. Junto al apremio de la vida, es el amor el gran pedagogo, y el hombre inacabado es movido por el amor de quienes le son más próximos a tener en cuenta los mandamientos del apremio y a ahorrarse los castigos de su transgresión”. Párrafo esencial si los hay, ya que refleja en nuestro cotidiano, la marcada incapacidad de algunos pacientes por transferir, re-cibir o dar amor. Cuando el amor es sólo un concepto y la transferencia sólo un horizonte, ¿Cómo operar nuestro acto?

Si acordamos con Lacan, en considerar que la identificación fundante de un sujeto –entiéndase la incorporación de la traza fálica– sólo se logra vía el amor al padre; que la segunda identificación remite a la deducción de un trazo que representa al sujeto en el campo amoroso de la madre; y que la tercera identificación depende de cómo la función paterna haya podido o no trasponer en el sujeto, el producto amoroso del deseo entre los padres, escribiendo sólo así para el sujeto el derecho a gozar de un objeto que cause su deseo y además, jugarlo en la exogamia; podremos

ha encontrado una “nueva solución” pero esta vez como ligadura al temor de Dios, significante que ocupa, por restitución, el lugar del nombre del padre. Ahora su mundo ya no es un mundo de objetos “quitapenas” sino un mundo de discurso, hecho de pa-labras, no de drogas.

“Esta sí que es una idea de cura”, dice Lacan anticipándose a las obje-ciones de sus discípulos.

Y aclara: “Pues se equivocan. Los curas no inventaron nada de este esti-lo. Para inventar algo semejante, hay que ser poeta o profeta, y es precisa-mente en la medida que ese Joad lo es un poco, al menos por gracia de Racine, que puede usar del modo en que lo hace ese significante mayor y primordial”.15

En el capítulo siguiente, el XXII del Seminario 3, Lacan responde que el significante del Padre no siempre reorganiza las cosas en el sentido de una liberación del sujeto con respecto al caos originario. El temor de Dios también puede acarrear, a veces, una transformación del sujeto al alto precio de la sumisión y de la entrega. También Freud supo advertir las consecuencias de esta “solución”: “Tampoco la re-ligión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los ‘inescrutables designios de Dios’, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce”.16

Vemos así aparecer la cara oculta del padre en tanto significante Amo que exige una ciega obediencia. La habilidad del amo es disfrazar este rostro demoníaco con la máscara del amor. Dios te ama, pero ¡atención! cumple con los mandamientos pues también te puede condenar. “Este significante, el temor de Dios, no es cualquiera [dice Glasman], y produce irremediablemente sus propios males”.17 Y esto, según entiendo, significa que por el imperio del Uno también hay un riesgo: el del fascismo, el del na-zismo o el fanatismo religioso, sólo por referirnos a las voces del superyó de nuestra época.

Pero la sumisión también forma parte para el adicto de la solución misma. Por un lado, para quien ha vivido en la desolación autista del goce tóxico, la sumisión es un precio que se paga gozoso frente a la certeza del amor del Otro y de sus hermanos en Jesús. Por otra parte, esta misma sumisión transcurre en un nuevo lazo social que excede en mucho lo que sería un dispositivo de rehabilitación, para con-

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¿PUEDEN LOS NUEVOS EJERCER PSICOANÁLISIS?

concebir que variados accidentes del proceso identificatorio pudieran sucederse, y dentro de la estructura neurótica –definida por la repre-sión del significante del Nombre del Padre- parecieran hallar su lugar en la teoría, aquellos casos subsidiarios del fracaso de la segunda y tercera identificación, en su totalidad o parcialidad5.

Se presentan a la consulta, sujetos en máximo desamparo, agnósti-cos del amor, carentes de ideales, y siendo la vía regia de intervención la transferencia, en los pacientes con déficit de armado fantasmático –dependiente de la tercera identificación- también llamadas neurosis narcisistas, tendremos a bien disponer intervenciones de máxima ar-tesanía tendientes a construir en principio, las condiciones de respeto suficiente al dolor vivido y a veces no sentido, pero no sólo.

A sabiendas de tratar con sujetos cuyas escrituras fundantes como neuróticos de transferencia quedaron en impasse, nos vemos llevados a proponer la transferencia misma como superficie de escritura, paño del cuerpo letrado, donde la presencia del analista y su instrumen-to operador -su deseo de analista- sean agentes causales de un acto. Podríamos pensarlo como un acto de reescritura de un saber sobre la verdad del sujeto, siempre y cuando los recursos del que consulta puedan soportar un deseo decidido a proseguir el camino de algunas felicidades, algunos goces malhabidos, y que también pudiera animarse a proyectar sus faltas en la vida con la dignidad de su nombre, esta vez, teniendo al deseo del analista como instancia que legitima la po-sibilidad misma del deseo.

Recordemos que son sujetos no habituados a jugar una presencia amorosa, rechazando cualquier intento bienquerido de ayuda, ya que “no habría motivo para ser amado”, respetado, socorrido, etc. Se tra-ta de historias donde el Otro materno no ha sabido, no ha podido, o a veces no ha querido jugar su demanda amorosa con el niño, que-dándole a éste inscripto del Otro sólo el goce fálico que sobre él se cernía. El niño no es capaz de distinguir el goce fálico del amor que lo causa, ya que le falta el instrumento ordenador que va a adquirir recién con la segunda y tercera identificaciones. Las letras de ellas derivadas, de la segunda identificación S1 en tanto rasgo unario, y -j de la tercera, son las que permiten a un sujeto disponer de la falta a nombre propio. No siempre resulta que una madre tolere que su niño juegue con otra cosa que con ella, así como tampoco es natural que un padre esté a la altura de su función en ser soporte y garante del goce de su mujer, liberando al niño del uso instrumental al que estas neurosis nos permiten asistir.

Si Aun6 “es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor” y es en ese juego que puede deducirse el trazo que será nombre propio del sujeto; tendremos la posibilidad compro-bada clínicamente de ofertar presencia y construcción para reescriturar el goce acorde a ley castrativa, cada vez que la repetición precipite un déficit en el lazo social –ya sea del sujeto con sus semejantes y/o con el analista. De allí, que las intervenciones no resultan ser las in-terpretaciones o escansiones por cuerda simbólica, sino aquellas por cuerda real e imaginaria.

Sepamos que al no estar lograda la escritura fantasmática, la instancia yoica se presenta como argamasa fálica del Otro, objetalizada, objetali-zando y haciéndose objeto de goces pret-a-porter en cualquier relación libidinizable; y para no ceder a este destino, observamos infructuosos actings de rechazo al otro, la abstinencia de una soledad no deseada, pasajes al acto suicidas, negativas a alimentarse, vómitos de aquello que les falta y no logran ser para el Otro primordial, tentativas de bordear sus somas con un cuerpo que no termina de advenir pese a los múltiples orificios que se horadan. Esto es, vemos una recurrente vuelta al dolor de existir anudado a un movimiento pulsional no dialectizable, y por ello, a unarios que no acaban de deducirse o a faltas que no se legiti-man como dignas y vitales. El resultado en uno u otro caso es que las producciones del deseo no se presentan a disposición del sujeto.

Pese a lo dificil que resulta sostener estas curas, y el gran porcen-taje de deserciones que acontecen, es mi posición tomar partido por el aun lacaniano, y aun con un sólo analizante vitalizado y sin falsos idealismos, la continuidad de al menos uno prueba que la reescritura del goce bajo escala fálica es posible y que las producciones del in-conciente aun para ellos, son una respuesta posible.

onforme a lo sostenido por J. Lacan resulta que no hay un otro que

pueda responder: ni una institución, ni un otro del Psicoanálisis con “más trayectoria”, no hay referentes que puedan autorizar a un analista. Hay una autorización que es en acto. Por eso, en el desarrollo de este trabajo nos vemos conminados a explorar una frase: “El analista no se autoriza más que de si mismo”.

Muchas son las cuestiones que pueden ir surgiendo a partir de comenzar a bus-car algunas respuestas en relación a la autorización, a los primeros encuentros con la clínica, con la supervisión. ¿Qué significara “autorizarse de si mismo”? Al comienzo de nuestra practica nos vemos motivados a intentar explorar esta frase. Al leer “el analista se auto-riza de si mismo” podemos pensar que no se refiere al analista como a una persona en particular. Así entendemos que la autorización sea en acto, en tan-to acto analítico y en un lugar que es el lugar del analista. Lugar dentro del cual se produce ese acto. Al postular estas ideas debemos introducirnos en las cuestiones del acto analítico y del deseo y el lugar del analista.

Como es sabido, la aparición de esta frase que estamos interrogando, tiene que ver con las diferencias que J. Lacan establece respecto del ana-lista “de Escuela”, en el contexto de su desvinculación con la IPA. J. Lacan habló entonces de este análisis didác-tico, propuesto por esa Escuela, como burocrático y desviado del espíritu freudiano original que proponía al propio análisis como eje de la cues-tión de la autorización. Se rompe la idea de un Otro institucional capaz de sancionar la autorización del ana-lista. Con el tiempo, se introduce un cierto matiz respecto de esta aparente soledad en la que el analista realiza su quehacer y J. Lacan reformulará esta frase sosteniendo ahora que “el analista no se autoriza más que en de mismo y en algunos otros”. Esto no es una contradicción, tiene que ver con

la idea de que el analista pueda dar razones de su acto, demostrar cómo se entrelaza su propio análisis con la experiencia de advenir él un analista frente a un sujeto.

Hay analista ahí donde hay acto ana-lítico ¿se podría pensar el acto como una acción?

En el Seminario 15, J. Lacan, co-mienza pensando la diferencia entre acto y acción. Da cuenta de que “al-gunos teóricos” asimilan la acción al acto. Luego de hacer algunas referencias

en que, para soportar la transferen-cia, el analista se debe ubicar en una posición que no es subjetiva: en la transferencia está en juego un solo sujeto y no es justamente su perso-na. De este modo cabe la posibilidad de pensar este acto analítico ligado a la relación transferencial. Fuera de la manipulación transferencial no hay acto analítico. En el Seminario mencionado anteriormente, J. Lacan resalta “El acto psicoanalítico esencial del psicoanalista, implica algo que yo no nombro, que he esbozado bajo el titulo de ficción, que se vuelve grave si se vuelve en olvido, fingir olvidar que su acto es ser causa de ese pro-ceso…” Hay una necesidad por parte del analista de justificar ante si mis-mo en cuanto a lo que “se hace” en el análisis. Se trata entonces de esta diferenciación del hacer a un acto. Del lado del psicoanalizante está el “hacer”, él hace algo, justamente la técnica psicoanalítica consiste en cierto dejar hacer. Del lado del analista está el acto. El analista ocupa en esta fic-ción el lugar de empujar el decir del paciente hacia un más allá. Encontra-mos en los escritos técnicos freudianos la instauración de un nuevo campo para esa técnica analítica: campo que exige el mayor de los empeños, pero que también promete resultados muy precisos. Empeño que, para el analista, postula que: “en la medida de lo posible, la cura analítica debe ejecutarse en un estado de privación, de abstinencia” .

¿Cómo ubico el fantasma? ¿Cómo ir pensando lo transferencial?

¿Y el síntoma? ¿Estuvo bien mi intervención? ¿Y el pago?

Estos y muchos otros son los interrogantes que al comienzo de la

práctica analítica se le plantean a todo principiante. Preguntas que

surgen como tales y que en tanto tales están dirigidas a un Otro para

buscar respuesta, en lo que será el camino hacia la autorización.

AÚN, UNA RESPUESTA POSIBLE

al modelo “estimulo-respuesta”, dice: “pero por qué no plantear la cuestión del acto de nacimiento del psicoaná-lisis, pues en la dimensión del acto inmediatamente surge ese algo que implica un termino como el que acabo de mencionar, a saber, la inscripción en alguna parte, el correlato del signi-ficante, que en verdad no falta jamás en lo que constituye un acto: puedo acá caminar a lo largo y a lo ancho mientras les hablo, esto no constituye un acto, pero si un día, por franquear un cierto umbral yo me pongo fuera de la ley, ese día mi motricidad tendrá valor de acto…” En este sentido pode-mos pensar la cuestión del acto en su dimensión significante. Ubicamos al analista en relación a un acto por el que es responsable y por el cuál debe responder, dar sus razones. En uno de sus libros de la serie “La clínica psicoanalítica” G. Lombardi sostie-ne que: “el acto del analista consiste esencialmente en postularse él en una posición tal que pueda soportar la transferencia” . Hace referencia así a que la dificultad de ser analista está

El analista es función, es lugar. Poder pensar el lugar del analista nos ayu-da a ubicar, también, la cuestión del deseo. Deseo del analista como deseo de advenimiento de otro deseo, el del sujeto, y que no tiene que ver con ninguna expectativa, ni con los sen-timientos del propio analista. El deseo del analista no se ve reducido al deseo de tal o cual analista, ni tampoco al deseo de ser psicoanalista, aunque no es sin al menos un analista que po-damos hablar de el. Se trata más bien de aceptar encarnar la causa del deseo para el paciente. El deseo de analista no se identifica al deseo del otro ni se corresponde con el deseo del neuróti-co, ya que este último se sostiene en el fantasma. Deseo del analista como causante del deseo del sujeto, operando como causa del deseo del otro. Si el analista se ubicara como sujeto en la experiencia, estaría presente su pro-pia subjetividad y se pondría en juego

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vertirse en un nuevo modo de vida, en una forma del sinthome.

En Atalía es Joad quien afirma: Temo a Dios…, pero en la prosecución de su discurso agrega refiriendose a Abner: “Temo a Dios… decís”. El pobre Abner, que no había dicho tal cosa, es capturado por dicha palabra. La palabra atribuida al sujeto por el Otro llama a la identificación, pues especifica y delimita los temores del sujeto otorgán-doles orientación y claridad. El temor anterior, confuso, indescifrable, incon-mensurable, — en nuestro caso el que condujo a la adicción para taponarlo —sólo tiene un aire “homónimo” con el temor de Dios, dice Lacan. Ambos temores sólo comparten la homonimia, pero son muy diferentes en cuanto a su función y sus efectos.

“Para nada son la misma cosa. El temor de Dios es el significante, más bien rígido, que Joad saca del bolsillo en el momento preciso que le advierten de un peligro.”18

La eficacia del temor de Dios sobre Joad es similar al efecto de la palabra del predicador sobre el toxicómano en tanto, como mediador del mensaje divino, disipa las tinieblas en que ha vivido sin escuchar la verdad.

El adicto ahora tiene un padre, pero lamentablemente no el que dice Tu eres el que me seguirás, frase en segunda per-sona del singular (seguirás) que implica una apelación al sujeto, a la falta, y a la puesta en marcha del deseo. Es por el contrario el que dice Tu eres el que me seguirá (tercera persona), imperso-nal en realidad, ya que él no es persona sino objeto. Este imperativo inmoviliza al sujeto en la ratonera de una orden devastadora, sin salida ni coartadas. “Seguirá”, referido al destinatario del mensaje opera como un significante solidificado que no deja caer nada por donde pueda advenir un sujeto ni la causa de su deseo. En el caso donde el significante exige el sacrificio de la libertad, no funciona ya como punto de partida, sino como punto final, de fijación absoluta y atemporal.

“En este sentido, tú eres el que me seguirá puede ahora leerse como una frase con las coordenadas de la fantasía, allí donde el sujeto se sitúa como objeto del deseo del Otro. La ope-ración de personización, el pasaje del “tú”, es la condición de esta apuesta del sujeto por el objeto. El tú eres el que me seguirá cobra valor “destinal”. Ahora escenario superyoico, el punto de partida se transforma en punto de llegada. El sujeto le devuelve la pala-

bra al Otro, mochando el filo cortante de la llamada”.19

Digo entonces, la operación reli-giosa soluciona un problema: el de los daños de las sustancias químicas sobre el organismo, pero para ello debe sofocar al inconsciente mediante la repetición ecolálica de un discurso adormecedor del deseo.

“Pero desde aquel temor de Dios al Unbewusste (inconsciente) freu-diano hay un paso enorme, porque el segundo se inscribe en la tradición fundada por el primero, pero para ponerlo en cuestión.” 20

El fenómeno que venimos analizando se produce no sólo en el campo de or-ganizaciones religiosas, donde muchas veces el adicto se convierte en persona-je eminente del “templo”, sino en otros dispositivos donde queda anclado ya sea a un nombre como el de “ex adic-to” cuyo goce se ha transformado en el de ser un muerto-vivo de los efectos de una adicción desplazada, o ya sea como engranaje burocrático que se de-dica a la organización y propaganda de la institución, actividades que polarizan o organizan su vida. Pero en todas ellas, la nueva posición subjetiva no deja de implicar el achicamiento del horizonte del deseo por sumisión a un Otro, único y absoluto que desea en mi lugar.

Un nuevo adicto ha sido redimido, ¿cuál es el saldo? Desde el punto de vis-ta religioso-moral, alguien ha salido del infierno y ahora trabaja virtuosamente por la salvación de sus “hermanos”; desde el punto de vista jurídico-social, una fuente peligrosa de contagio ha sido eliminada; desde el punto de vis-ta médico, un adicto ha sido curado; y desde el punto de vista del psicoa-nálisis se ha producido junto con la desaparición de la angustia, el rechazo del inconsciente; el Otro, enmudecido, ya no molestará con sus interrogantes. ¿Cuál es el saldo?

Como reflexión final, que sonará a algunos como contradictoria con todo lo anterior, diré que quizá debamos aceptar que en ciertos casos de toxi-comanías rebeldes o de delincuencia grave, el mejor saldo posible haya que buscarlo en las inmediaciones de lo que Lacan identifica como “el triunfo de la religión”.

la contratransferencia. El analista está como semblante, semblante del propio deseo del analizante, para lograr causarlo.

Esta es la perspectiva que nos permite develar la novedad del deseo del analista: analista como lugar en el que hay un deseo que es el de orientar una cura a partir de su propia experiencia en análisis.

Así entendido, el deseo del ana-lista puede ser nombrado como un operador: no es el deseo particu-lar de algún analista ni tampoco de algún otro, más bien sería el resto, la diferencia de cada uno con el otro.

Este deseo que ubicamos en el analista posee una doble cara res-pecto de la neutralidad: podemos enunciarlo como neutro ya que no se direcciona por los juicios de valor ni por la subjetividad del analista, al mismo tiempo que conviene re-conocer que no es neutro en tanto responde a la política de orientarse según la transferencia.

¿Cómo ubicarse en esa posición de analista? Para esto, como mencio-namos, tiene que ver la experiencia del propio análisis, y también, el espacio de supervisión. Dispositivo de supervisión que no entendemos como autorización sino, como lo comenta C. Soler: “esta es la ver-dadera apuesta de toda demanda de control, asegurar que hay analista”. Supervisión, entonces, en donde se rescata la singularidad del paciente y del supervisado.

Lo esencial de la práctica analítica es el acto analítico, acto que, como sostenemos, no puede depender de una autorización ajena. Nos parece interesante pensar en esta cuestión del dispositivo de supervisión que hace a la formación del analista. Espacio que es pensado para que el analista exponga, explique, interro-gue lo que ocurre en el encuentro del consultorio. Momento de con-trol que se lleva a cabo luego de la experiencia con el paciente, ya que si un analista, al estar con un paciente, se encuentra pensando en lo que su supervisor dijo, entonces estará pensando en lo que debería hacer. La supervisión surge como necesidad del analista para controlar su práctica. La demanda viene del analista y según el momento de su autorización ésta lo implica de otra

CON LA BIBLIA EN LA MANO O LA REDENCIÓN DE LOS ADICTOS

POR LA RELIGIÓN

manera, puede pasar eso de “colocar al supervisor como el gran otro”. En instancias de un posgrado la transfe-rencia al supervisor y la demanda de supervisar pueden tener una modalidad diferente. Al comienzo de este camino hacia la autorización puede suceder que las inquietudes, inexperiencia, o el estar mas pendiente de lo que uno hace o dice como analista devenga en un espacio de supervisión donde, casi sin querer, el analista coloque al su-pervisor como “un gran otro”. Cuando estos primeros momentos se tornan mas distendidos, y el camino hacia la autorización ha avanzado… un poco…, la supervisión puede ser leída desde otro lugar por el analista.

Podemos decir que por un lado el analista se autoriza de si mismo,

pero por otro se le pide que explique qué y cómo hace en su consultorio. Como mencionábamos anteriormen-te, si bien el analista no se autoriza en otro es importante la instancia del control para dar cuenta de si allí hay analista.

Nos preguntamos: ¿se puede decir que el control apunta al acto analítico?

En el espacio de supervisión es, entonces, donde el analista interroga esa experiencia con su paciente, por lo tanto en el momento de la experien-cia analítica, en la sesión, es donde se autoriza el analista, en acto, en el acto analítico y no fuera de él.

Ubicamos un deseo del analista que no se sostiene si no es en ese acto. En su libro “La repetición en la expe-riencia analítica” C. Soler nos invita a pensar en ese acto. Dice que el acto es causal, el acto como creación. El acto verdadero interviene donde “no hay” escrito todavía y es a partir de él, que por el franqueamiento de un umbral, se produce algún efecto que tiene correlato significante. Sostiene la autora que el acto compete a la con-tingencia de una decisión, que inscribe un hiato en el orden de las causas ya que el acto es causal. Todo acto au-tentico se autoriza por si mismo. Dice

“… los analistas se dedicaron a imagi-nar que “autorizarse de si mismo” era una innovación propia. Si lo prefieren pueden decirlo, pero la historia se les anticipó porque, aunque no les guste, no fue el analista quien inventó el acto, se trata, más bien, de que el acto analítico manifiesta en cierto modo la excelencia de un acto.”

Retomando la frase que nos convoca “el analista no se autoriza mas que de si mismo” podemos decir, ahora, que no se autoriza en otro, en un super-visor, sino que lo hace en acto. Acto que toma al sujeto por sorpresa, acto que introduce un nuevo discurso, y que siempre se demuestra a posteriori, con retroactividad y únicamente por sus efectos.

Con el correr de las entrevistas el pa-ciente trae una y otra vez problemas en cuanto a su relación con las mu-jeres, dice “… tengo problemas para relacionarme con las mujeres”. Habla de una madre “distante”, “desafecti-vizada”, “que no sabe lo que quiere, es disconforme”, dice haber sentido un odio irracional hacia ésta porque en una discusión familiar su madre se mantuvo al “margen”. Una de sus hermanas es definida como “ histéri-

ca”, “agresiva”. La ex novia que “no se entrega”, “poco afectuosa”, “ decía que yo no era para ella”. Cuando se refiere a las mujeres en general dice que “son un problema”. En un momento da cuenta de una situación en donde “otra” mujer (F) que aparentemente no entraba en esta línea de “mujeres problemáticas” le dice que cuando están juntos él esta “ausente”.

En uno de los encuentros, el paciente ingresa muy enojado al consultorio, sentía mucha bronca con una docente de la facultad porque le había llamado la atención por salir reiteradas veces del aula, “además va a tomar lista y eso me molesta”. Le pregunto el mo-tivo de la molestia, “y que yo quiero faltar una de las dos clases y me va a poner ausente” . “¿Cómo con F?” - le pregunto y contesta: “si... no pongo ganas, con las mujeres estoy ausente, no me animo a hablarles, no me pue-do expresar muy fluidamente… acá a veces me pasa lo mismo”.

¿PUEDEN LOS NUEVOS EJERCER PSICOANÁLISIS?