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www.elpurocuento.com núm. 10 50 pesos AHMAD MOUALLA MOHANNAD ORABI Pájaros en el alambre Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov contemporáneo árabe Cuento NAGHIB MAHFUZ ZAKARIYA TAMER IBRAHIM SAMUEL GASSAN KANAFANI MUHAMMAD SHUKRI JABBAR YASSIN HUSSIN YABRA IBRAHIM YABRA MOHAMMED HASSAN ALWAN FAÏZA GUÈNE WAJDI AL AHDAL OSAMA ESBER El Puro Cuento número 10 Cinescritura Washington Irving y Florián Rey: Cuentos de la Alhambra

El Puro Cuento 10

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Cuento árabe

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Page 1: El Puro Cuento 10

Felipe Reyes MirandaAL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Soy la Luna. La encantada, la difusa. La que se pierde y apa-rece en los eternos círculos de la vida. La que muere, la que resucita. Soy la luz que envuel-ve a la noche, la que alza los mares hasta tocar las estrellas. Soy la inalcanzable, la que se va, la eternamente presente.

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Donde nace el agua

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Entre los enigmas que � otan en Donde nace el agua, Maite Villalobos hace entrecruzamientos

de la realidad y un mundo habitado por fantasmas. Los espacios que la poeta canta son la intimidad del hogar y el medio inmediato; los personajes que logra construir son fuertes, pero el que encierra las emociones es el pueblo; al mismo tiempo que se oyen cé� ros también se escuchan murmullos y maledicencias, silencio, sabiduría ancestral, una naturaleza no siempre idílica. La muerte que en-vuelve al pueblo de este libro —y que lo llena de espectros— tiene un toque festivo, pues cada acto lleva consigo el despertar de lo sensual. Éste no es un poemario en blanco y negro; por el contrario, es colorido, tiene los tonos del cempasúchil y la cochinilla y podemos rastrear su belleza con el ol-fato y beber pulque y aguamiel mientras recorre-mos sus calles de piedra. Hay un imaginario que toma de lo mexicano su inspiración, pero que lo transforma en algo más, en interioridad, en voces secretas que revelan verdades. La autora realiza una catábasis, el yo poético es testigo y parte del entramado social del pueblo; observa, se involu-cra y canta una canción depurada que conjura el pasado.

María Cruz

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núm. 10 50 pesos

AHMAD MOUALLAMOHANNAD ORABI

Pájaros en el alambreLas matrioshkas de Rimsky-Korsakov

contemporáneoárabeCuento

NAGHIB MAHFUZ

ZAKARIYA TAMER

IBRAHIM SAMUEL

GASSAN KANAFANI

MUHAMMAD SHUKRI

JABBAR YASSIN HUSSIN

YABRA IBRAHIM YABRA

MOHAMMED HASSAN ALWAN

FAÏZA GUÈNE

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CinescrituraWashington Irving y Florián Rey:

Cuentos de la Alhambra

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo de-ban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de pun-tos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

2. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe

ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos

en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entien-da esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco e� caces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que pre� eran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulati-vamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como conde-nados, sometidos a una alta presión espiritual y formal.

3. Un cuento es signi� cativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamen-te algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. La idea de signi� cación no puede tener sen-tido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se re� eren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema.

Julio Cortázar

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo de-ban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de pun-tos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

2me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe

ganar por que la novela acumula progresivamente sus efectos

en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entien-

La novela gana siempre por puntos;el cuento, por k.o.

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

Gloria VergaraAda Aurora Sánchezcoordinadoras

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La intersección texto-lector, o para decirlo en térmi-nos de Hans Robert Jauss, la fusión de horizontes

que se presenta entre el texto y el lector a partir de una lectura con intenciones estéticas, acontece como una revelación en que ambas instancias han podido decirse algo. El texto habla cuando el lector distingue sus seña-les, sus indicios, su estructura preorientadora, y atien-de su llamado. El texto apela a un otro, pero en actitud comprometida, consciente de que en toda lectura se re-construyen constantemente los horizontes desde donde se parte y hasta donde se llega. En este encuentro de voces, de miradas teóricas, se compilan seis trabajos que re� exionan, en general, so-bre la naturaleza de la obra de arte literaria, sus modos de aprehensión, recepción e interpretación, así como de la experiencia estética del lector. En todos ellos se percibe la con� rmación de una tesis que la teoría de la recep-ción y la neohermenéutica han defendido: la obra de arte literaria es más que el texto y emerge en razón (y gracias a) quien la recibe.

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Cuentos árabes11

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10México, df, 2011

Índice

Las íes y sus puntosIntroducción a la historia del cuento en la literatura árabe: de los orígenes a la actualidadAntonio Martínez Castro

Índice2

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Un clavel para el cansado asfaltoZakariya Tamer

Un largo inviernoIbrahim Samuel

Si fueses un caballoGassan Kanafani

No siempre los niños son tontosMuhammad Shukri

LeyendaJabbar Yassin Hussin

El barcoYabra Ibrahim Yabra

Haneef de GlasgowMohammed Hassan Alwan

MimounaFaïza Guène

Crimen en la calle de los restaurantesWajdi al Ahdal

He venido para indicarte el caminoOsama Esber

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Cuente

Mohannad Orabi

Ahmad Moualla

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Cinescritura100

La cuartaJulio Cortázar

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El diez

Colaboradores

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Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Docto-res, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, dfVentas: 57 61 94 13

Colaboraciones: [email protected]

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CONSEJO DE REDACCIÓNDaniela Camacho, Carlos Adampol Galindo,

Javier Muñoz Nájera

DIRECTORC a r l o s L ó p e z

97

Washington Irving y Florián Rey: Cuentos de la AlhambraEstrella Asse

Las matrioshkas de Rimsky-KorsakovRebeca Mata Sandoval

PimientaNaghib Mahfuz

Pájaros en el alambre107

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Introducción a la historia del cuento en la literatura árabe: de los orígenes a la actualidad

Antonio Martínez Castro

Si bien se han hallado cuentos en manuscritos y tabli-llas de culturas semíticas tan antiguas como la babi-lónica, asiria, caldea e incluso la faraónica, no puede

hablarse de cuento árabe hasta que dicha lengua se esta-bleció en la forma actual con el advenimiento del islam. Muchos estudiosos sostienen que el profeta Mahoma fue el primer narrador de cuentos, de manera que leer algunas azoras del Corán bastaría para encontrar bellos cuentos como el de «José» (xii), o el de «La caverna» (xviii) —por mencionar sólo un par— que tenían un fin religioso y moralizante, y versaban sobre pueblos an-tiguos, profetas y enviados.

Salvedad hecha de la época preislámica, en cuanto se fija la gra-mática y escritura árabes, y se consolida el califato como régimen político, arranca la historia de la literatura árabe cuyas épocas de-nominaremos de acuerdo con el devenir, esplendores y desmorona-mientos de esa civilización. Vamos a recorrerla de forma sucinta a través del cuento hasta llegar a la literatura árabe moderna a la que pertenecen el elenco de autores presentados y traducidos para este número de la revista El Puro Cuento. Huelga decir que la división

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presentada es cuestionable, y no es en absoluto única, pero es conveniente para sintetizar catorce siglos de literatura árabe.

Antes de comenzar el viaje temporal, se hace preciso distin-guir la vía por la que se transmi-ten los cuentos y el registro de lengua en los que se narran. Así, los cuentos (hikaya) son orales y mayormente en dialecto, mien-tras que el cuento literario (qis-sa) viene escrito y en árabe culto. La tradición oral en la cultura árabe, con sus características de rima, actuación e interacción con el público, ha conocido una extraordinaria amplitud en la cultura ára-be popular y desde tiem-pos remotos hasta época muy recien-te los cuen-t a c u e n t o s itinerantes, con su «caja m á g i c a » , describían las hazañas é p i c a s d e A n t a r a y Ab ú Z a i d a l - H i l a l í . Más recien-temente, la

radio, y en menor medida la televisión, han contribuido a desarrollar esta tradición y sus variantes de las que no nos va-mos a ocupar por ser orales y en dialecto, pero que ameritan ser mencionadas.

El cuento literario (qissa) parte del Corán, como se ha dicho, y atraviesa todas las épo-cas. Destacan durante el califato Omeya (680-756 d.C.) el Libro de las canciones de Abu al-Faray al-Isfahani que versa sobre las canciones y melodías que se cantaban y bailaban en un am-biente de lujo, vino y deleite ante los califas y recuerda los ricos

o b s e q u i o s que por ellas obtenían los cuentistas . T a m b i é n son de esta é p o c a l o s cuentos de « M a y n ú n y Laila», de «Yamil y Bu-zaina», don-de se ensalza la castidad y nobleza del amor Udrí de los bedui-nos. La lite-ratura abasí

Ilustración del manuscrito de Badr al-Din Lu,lu,, un gobernante de Mosul del siglo xiii, del Kitāb al-Aghānī (Libro de las canciones) de Abu al-Faray al-Isfahani, libería de Feyzullah, Istanbul.

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(756-1250 d.C.) se caracterizó por una apertura a otros pueblos (shu’ubiyya) donde el poder árabe, hasta entonces predomi-nante, se resquebrajó y se mezcló con las influencias de persas y turcos. De esta larga época cabe destacar Las mil y una noches, Calila y Dimna, escritos por autores de origen persa, y El libro de los avaros, de al-Yahiz, que nos informa sobre la socie-dad abasí, muy especialmente en Basora y en el Jorasán. Otro tipo de cuento de esta época son las maqamat, especialmente las de al-Hamadani y las de Hariri, que son cuentos cómicos, dialo-gados, medio en prosa, medio en verso, y de gran complejidad lin-güística cuyo héroe es siempre el

mismo y con ardides sale bien parado de los trances que se le plantean.

La tercera y última época, antes de abordar la literatura moderna, es la de la Decadencia (1250-1797 d.C.), que, como su propio nombre lo indica, se caracteriza por una extrema me-diocridad en la creación artística y en la intelectual que hacen que no haya autores notables ni obras reseñables. Sin ánimo de enumerar las variantes de la cuentística árabe clásica a través de esta rápida enumeración, se hace palmario que esta pro-ducción no puede clasificarse en sentido estricto conforme a lo que hoy se denomina cuen-to (short story) puesto que se limita a descripciones externas, es hermética y responde a arque-tipos y modelos.

En los últimos doscientos años la literatura árabe moderna se define por su relación con Oc-cidente. La conquista de Egipto por Napoleón, y la consiguiente llegada con él de la imprenta, la prensa y el pensamiento cien-tífico, determinó el punto de partida y desde entonces hasta hoy dicha historia puede divi-dirse en cuatro grandes etapas: Comienzo del Resurgir o el Des-pertar (1797-1876), el Renacer

al-Yahiz (Basora, 776-868)

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(1876-1948), las Corrientes Revolucionarias (1949-1967) y la Literatura del Desastre, que ocupa el periodo que va de la Guerra de junio de 1967, o Guerra de los Seis Días, entre árabes e israelíes hasta el día de hoy. La totalidad de los autores de esta antología pertenecen a los dos últimas etapas.

El comienzo del resurgir (1797-1876) va estrechamente ligado al regreso de estudiantes enviados en misiones científi-cas a Francia. Su repercusión fue modesta, pero plantaron la semilla que permitiría la madu-ración posterior de nuevos géne-ros literarios en la cultura árabe como lo fueron el teatro, la no-vela y el cuen-to. Su principal motor fue la traducción, los autores cono-cían una lengua europea, prin-cipalmente el francés y el in-glés (se traduje-ron Los cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, o El úl-timo abencerraje

de Chateaubriand); sin embar-go, no puede hablarse todavía del cuento árabe.

Más tarde, la segunda época o el Despertar (1876-1948) estuvo igualmente marcada por el contacto con Occidente, pero los móviles fueron la emigra-ción a América del Norte y Sur de muchos árabes de Oriente Medio, debido a la miseria que comportó el agónico desplome del Imperio Otomano, así como la colonización de gran parte del Mundo Árabe y la implantación de universidades europeas y es-tadunidenses en Beirut y en el Cairo. En esta época se produjo

Grabado de una edición árabe de Calila y Dimna. Biblioteca Nacional, París

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un verdadero trasvase de formas artísticas y descubrimientos, y los primeros narradores de cuen-tos que aparecieron en los albo-res del siglo xx copiaban obras occidentales sólo que ambienta-das con personajes y hechos del mundo árabe. Los cuentos eran costumbristas y melancólicos, y evolucionaron para tratar los cambios de las costumbres y cómo los personajes se adaptan y reaccionan ante esto: campo-ciudad, riqueza-pobreza, etcé-tera. Los autores de esta época fueron los verdaderos pioneros

del cuento y las tertulias y aso-ciaciones literarias; también las primeras revistas contribuyeron eficazmente a su nacimiento. De esta época son los hermanos Taymur, Mohamad y Mahmud, Yahya Haqqi, considerados los padres del cuento árabe, Salim al-Bustani y Jalil Yubrán Jalil.

Los egipcios, y los sirio-liba-neses en menor medida, fueron los portadores del estandarte en los inicios. Sin embargo, en la tercera época, o la de las Corrientes Revolucionarias (1948-1967), aunque con más fuerza en el Masherq, se diver-sifican las nacionalidades de

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los narradores de cuentos, y en literatura moderna ya se puede hablar del Magreb y del Golfo Pérsico. La independencia llega a la totalidad de los países y se pasa del costumbrismo a un rea-lismo más comprometido que cuestiona la realidad y se tiene fe en el papel de la literatura como motor de cambio social. El tema principal es el tiempo, el destino, su fuerza. El tiempo tiene un inmenso poder cam-biante, poco preciso. ¿Qué es lo que pueden hacer los hombres en relación con el tiempo? ¿Qué libertad tiene el hombre? En los años sesenta se definen las características de un género específico; insistencia en una corta extensión y un breve espacio de tiempo, detalles profundos; se desarrolla el análisis psicológico de un reducido número de perso-najes y los finales se dejan a la imaginación interpretativa del lector. De esta época es parte de la producción cuen-tística de Yusuf Idriss, Zakaria Tamer, Edwart Jarrat, Naghib Mahfouz, Gassan Kanafani, Yabra Ibrahim Yabra.

Hasta este momento la literatura estuvo marcada por la lucha por la independen-c i a ; d e s p u é s , p o r e l

optimismo y la esperanza fruto de las revoluciones. Pero las re-voluciones se convirtieron, tras la derrota del 67, en regímenes totalitarios de mano férrea que suprimieron derechos y liberta-des, y cuyos continuos fracasos crearon desgarramientos e in-certidumbre. La literatura de esta última época, o época del Desastre, se creó al margen de las instituciones y consolidó el cuento y el cuento corto: se fragmentó la estructura que consolidaron los realistas; las recias descripciones dejaron de reflejar un escenario claro que el héroe con sus buenas acciones

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lograba cambiar y pasaron a ser descripciones parciales de ele-mentos desconexos que expresa-ban mejor el mundo interior desmembrado que había perdido su integridad frente al rígido mun-do exterior; el tiempo y el lugar pasaron de ser unitarios a entre-mezclares y confundirse; apareció el antihéroe derrotado cuya carac-terística más sobresaliente era el profundo sentimiento de fracaso. Se trata de una generación que ha

visto sus sueños frustrarse y que se precipita hacia la individualidad. A esta época pertenecen el resto de los narradores de cuentos de esta antología (Muhammad Chukri, Jabbar Yassin Hussin, Hanan al-Shaykh, Faiza Guene, Moham-mad Hassan Alwan, Najwa Binshatwan, Wajdi al-Ahdal, Osama Esber, Ibrahim Samuel); dentro de este marco común, cada escritor tiene voz propia y un estilo particular.

«Después de que has soltado la palabra, ésta te domina. Pero mientras no la has

soltado, eres su dominador».Proverbio árabe

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Un clavel para el cansado asfalto*

Zakariya Tamer

La adolescente estaba echada en su cama; aburri-miento frente al día todavía joven; escuchaba —ojos entornados— la canción que venía de la ra-

dio de los vecinos: en aquel momento, una voz femenina cantaba, su voz era una ciudad verde hacia la que viajaba un dulce sol, un cielo bien azul, y pájaros en busca de una eterna primavera, mientras campanadas apacibles recorrían la llanura em-papada de tristeza. La voz agudizaba sus timbres melosos y tiernos, y la música flotaba sobre la voz, como aves inquietas de color ceni-za que sobrevuelan una campiña dorada.

La canción producía en el alma de la adolescente un gozo ful-gurante, desacostumbrado, que ocultaba, en el fondo, la pena de negros capullos a punto de reventar.

Su cuerpo, abandonado sobre la colcha, había alcanzado su sazón, lo mismo que la ha alcanzado un vino añejo olvidado del día en que

* Traducción de María Jesús Viguera

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tonació. Su carne, hasta entonces, no había sentido al hombre; ahora era un mar de olas dormi-das al sol… que rompe a llorar mansamente: echa en falta el crujir de las barcas y el rítmico batir de los remos obedientes a marineros sin rostro —cuerpo de recio y húmedo vello— que huelen a mar.

De improviso, la cara de su madre aparece en su imagina-ción, y le parece estar oyéndola repetir como de costumbre:

—Los hombres corren dóciles tras la mujer en cuanto la aper-ciben; pero, en cuanto se han satisfecho, corren para alejarse de ella.

La adolescente recuerda lo que le contó en cierta ocasión la vecina vieja acerca de aquella mujer raptada por siete hom-bres, de los que no pudo escapar hasta pasadas muchas noches…La mirada perdida, inexcrutable, de la vieja al contarlo, le hacen sentir sospechar que aquella mujer fue la misma vieja vecina en los días de su juventud.

La adolescente repite sin voz:—Siete hombres y sólo una

mujer; siete hombres…Los siente, a su alrededor, en

la habitación; con manos ávidas palpan su cuerpo…, jadean…, ex-halan como un vaho de animal

sudoroso y empapado por una llovizna de primavera.

Uno de los siete dice:—¡Desnuda estará todavía

más hermosa! Y los dedos se precipitan

sobre sus ropas y las desgarran.No siente ninguna vergüen-

za; una ola de ternura la invade; se confirma a sí misma:

—Ya estoy desnuda, y los siete alrededor de mi cama…

El primero de todos dice: —Su rostro es un arrullo de

paloma. Es más hermosa que mi madre.

Y el segundo:—¡Qué belleza!... En mi vida

me he acercado a una mujer. Y el tercero:—Su carne… tierna, morena,

cálida…Y el cuarto:—¡Ay! ¡Qué dejadez!... La

suavidad de sus senos me hace desmayar.

Y el quinto:—Su boca es un clavel

estremecido.Y el sexto:—Moriré si no soy como

la lluvia que cae en el bosque esparciendo sus aromas.

—¡Ay, diosa mía! —es la súplica desesperada del séptimo.

La adolescente temblorosa:—¡Oh, oh…!

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13el puro cuento

Desde fuera de la habitación, su madre la llama a toda prisa; los siete hombres se esfuman en cuanto la chica abre los ojos. Se dice:

—¡Qué felicidad si mi madre hubiera muerto!

En aquel mismo momento, un sol brillante se clava en el camino por el que, penosamen-te, unos hombres cabizbajos marchan tras un ataúd —que hace poco era un árbol a cuya sombra los pájaros cansados gustaban acogerse…, y ahora ha sido transformado en una gran caja de madera para guardar un cuerpo, frío y amarillento, que ayer, no más, fue un hombre con hogar y futuro, proyectos y realizaciones.

—Me canso.—¿Falta mucho para el

cementerio?—¿Qué hacemos después del

entierro?—Tengo hambre; nos iremos

a comer algo.El sepulturero lo tenía ya

todo preparado en el cemente-rio, y esperaba de pie, esbozando una sonrisa atravesada, enmasca-rada tras una expresión compun-gida, que se iba haciendo más y más sombría a medida que se acercaba el cortejo fúnebre.

La caja fue dejada en tierra, junto a una fosa profunda. Se abrió la caja; el cuerpo —unas manos corrieron a cogerlo— iba envuelto en una sábana anudada en los extremos de los pies y la cabeza. Una mujer rompió en lamentos. Un hom-bre lloró en silencio. ¡Vete lejos, alegría! ¡Niños, cierren los ojos! ¿Dónde estás, muerte?; cuando me encuentre contigo, en ese instante fugitivo… ¡Mil veces te he de hundir mi cuchillo en el cuello! La noche de la fosa traga al cadáver. Una gran piedra tapa la boca del hoyo; al colocarla, se levantan remolinos de polvo. En cuestión de segundos la gente se dispersa, el cementerio queda vacío, nadie, solo un cuervo que grazna en la punta de un árbol, pero enseguida se lanza al espacio azul y lo bate con sus alas negras.

Dos jóvenes, al llegar afuera, se paran, cerca todavía de las ta-pias del cementerio. Uno, largo y chupado como un árbol seco, comenta:

—La visión del cadáver me ha puesto mal el cuerpo.

—A mí también, como si hubiese sido el mío propio el que enterraban —dice el otro, re-choncho, bajo, ojos escondidos tras unos cristales oscuros—; si

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tobien… la muerte es un asilo lleno de descanso para los viejos.

—También nosotros nos haremos viejos; no siempre se es joven.

—¿A qué viene eso? —¡Ay, odio el día, la luz, el

alboroto, las voces, el calor del sol, el gentío…; todo esto me recuerda constantemente a la muerte! Lo presiento: un día, no muy lejano, entregaré mi cabeza al as-falto para que sea aplastada por las veloces ruedas de un auto-móvil…, y quizá, mientras oigo cómo cruje mi cráneo, esté yo diciendo: «¡Ciudad mía, toma mi sangre: un clavel carmesí para tu pecho cansado!».

El gordo se ríe: —Hablas como un loco.—¡Todos estamos locos!

¡Dostoievski fue un demente! ¡Sartre era un neurasténico que no soporta el sol! ¡Rimbaud, un niño sin educar! ¡Tchaikovsky, una rana melancólica! ¡Lorca, un ruiseñor negro! ¡Kafka, un grillo de piedra! ¡James Mason, un tambor!

—Todos somos tambores reventados que se han quedado incluso sin resonancia, pero…¿A qué conduce estar parados bajo este sol? ¡Vamos a seguir andando!

Una niñita, apoyada tras la reja de una ventana que da al camino por donde van, les son-ríe; tararea la niña una canción ingenua y alegre:

«Mamá, ¿cuándo llegarás? Vienes muy tarde, mamá».Del alminar de una vieja

mezquita sale una voz bien timbrada:

—¡Dios es grande! ¡Dios es grande!...

El flaco dice a su compañero: —Entremos a rezar.—¿Rezar ? ¿Para qué ?...,

incluso Dios ha renegado de nosotros.

Un viejo que atraviesa la calle renqueando, murmura:

—¿De qué me aprovechará todo el oro del mundo cuando me haya muerto?

En el cine, un muchacho se llena de audacia y, turbadísimo, toma contacto con el brazo de la chica que ocupa la localidad vecina.

Un obrero —el cansancio se le pinta en la cara— bosteza y dice para sus adentros, mien-tras mastica el gran bocado que acaba de pegar:

—Todos los días me rompo por ti la frente, mendrugo, sobra del rico.

Sobre el suelo de una an-gosta calle se ha desplomado

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15el puro cuento

un joven; sus mechones rubios acarician suavemente su pálida frente; con las manos crispadas intenta contener la sangre que se le escapa por dos heridas, profundas y próximas, que tiene en el pecho…

—Me muero… ¿Por qué tuve que meterme con su hermana?

Rápidamente se forma a su alrededor un círculo de cuerpos que se apretujan; un círculo de caras, bocas y ojos dilatados al máximo…

—¿Quién lo ha herido?—No sabemos.—Vi correr a un hombre

alto, como huyendo.—Se está desangrando a

chorros. —Hay que avisar a la policía

y a una ambulancia. Una mujer de cuerpo abul-

tado se para, llena de espanto, a mirar al joven rubio que gime y se retuerce. Un chico —en la pri-mavera de la vida— aprovecha la confusión para colocarse detrás de la mujer y ceñir su cuerpo al de ella. La mujer se ha quedado petrificada unos segundos, pero enseguida se aleja de allí, brusca-mente, a buen paso… Recordó su misión: en la oscuridad del seno materno, un niño indefen-so aguarda el momento en que ella lo coja entre sus brazos…, el

momento de abrirse a la luz del mundo y convertirse en un ser con nombre y padre, hermanos y casa, barrio y ciudad, y una cama pequeña en la que irá creciendo año tras año.

Un camarero grita tan fuerte que su voz se oye por encima de todas las del Gran Café:

—¡Uno solo!—¡Camarero! ¡Un vaso de

agua fría! ¡Tus fichas son las ne-gras! ¡A ti te toca! ¡Voy a ganar! Yo le dije: ¿Qué vas a perder por darme un beso?, y ella va y me contesta con aire ingenuo: «Y ¿tú qué vas a perder si yo no te lo doy?». El coche está averiado… Total, que el burro sigue siendo el amo. ¡Abajo mi padre! ¡Viva la mujer del vecino! ¡Maldi-ción…, todos hemos de morir!

Un hombre de rostro tacitur-no aparece en la entrada del café; se sienta en una de las mesas y, mientras echa las bocanadas de humo de su cigarrillo, se dice: «¿Qué sentido tiene seguir vi-viendo? Me voy a suicidar; me ha abandonado para prostituir-se. Estoy triste. Ella, que amaba a los niños de sonrisa inocente, me ha dejado y se ha hecho una prostituta. ¡Qué hermosa era! Mi almohada adoraba su pelo. Y su boca —un jardín de cerezas maduras— producía

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constantemente en mi sangre el cosquilleo del viejo sol. Sus ojos, dos sumisas palomas de alas rotas. Cada vez que se tumbaba en el patio de mi casa, debajo del limonero, susurraba con voz trémula»:

El escritor entrecruza una historia con sus propias dudas, preguntas y los

valores. Eso es arte.Naguib Mahfouz

—Tengo miedo.Y yo le contestaba con ardor:—No me tortures, que llora-

ré como un niño que acaba de encontrar ahorcada a su madre.

Mi amada entonces sonreía satisfecha…

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17el puro cuento

Un largo invierno*

Ibrahim Samuel

El hombre se apartó súbitamente del regazo de su es-posa como si se estuviera alejando de una apestada, y apenas si lo hubo hecho la mujer gritó, sintiendo

escalofríos y con el corazón dislocado: parecía que la piel de una víbora le hubiera rodeado el cuerpo desnudo bajo el edredón:

—¡Ya están aquí!También él se estremeció y al instante se sentaron en la cama: él,

enseñando el fuerte torso donde resplandecientes gotitas de sudor brillaban sobre el vello; ella, mostrando lo senos temblorosos enci-ma del volcán de su corazón. Casi sin atreverse a respirar miraron, expectantes y temerosos, hacia la puerta. No se oía nada, nada en absoluto, sólo un silencio amenazador, acechante, impenetrable, sólo roto por el latido de sus corazones; además, el aliento entrecortado de ambos no hacía sino aumentar la alerta y el pavor.

Permanecieron sin aliento durante unos pocos segundos que les parecieron horas. Después él le lanzó una mirada inquisitiva y la mujer se la devolvió, confusa y turbada. Finalmente el hombre movió la cabeza sin hablar y ella respondió encogiéndose de hombros, lo cual incrementó la perplejidad de su marido; ella, por su parte, no dejaba de observarlo fijamente con un miedo difuso. Entonces él musitó, intentando dominar su creciente temor:

—¿Qué te ha pasado?Ella contestó con una voz que parecía venir de debajo del

cobertor:

* Traducción de María Dolores Jiménez

Siri

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to—¿No has oído nada?Hurgó en su memoria, pero

no halló ningún sonido o movi-miento extraño, quizá porque en ese momento estaba sumergido en los brazos de su esposa como si estuviera buceando en las profundidades del mar, o acaso por sus insistentes y rítmicos jadeos; o a lo mejor oyó algo pero no le prestó atención, o le prestó atención pero no le dio importancia porque no llegó a imaginar lo que ella, sin duda, sí había hecho.

Él cogió su mano bajo la manta y sintió su temblor. Movi-do por una vaga inquietud que le empezaba a aparecer, le susurró:

—No… ¿y tú? La mujer bajó la voz como

quien le cuenta un secreto a un grupito de gente:

—Pues el sonido de un coche al principio de la calle…

Entonces el hombre recorrió mentalmente la calle… ¡Pero si había llegado la hora conveni-da…! Ni siquiera había entrado por la puerta: había estado dan-do paseos arriba y abajo a pesar del frío y de la persistente lluvia, con lo que comprobó que las puertas y ventanas de los vecinos estaban cerradas, a oscuras y en silencio. Luego recordó que en el jardín colindante a su casa no

había más que perros callejeros, de manera que había hecho caso de las advertencias de los camaradas: «Quizás la entrada principal esté vigilada, así que será mejor que te vayas hacia la parte trasera, súbete a la morera y cuélate por ahí». ¡Y eso fue lo que había hecho! Es más, cuando estaba medio subido al árbol, echó una larga y escrutadora mirada alrededor y como quiera que no viera a nadie, rápida-mente saltó al patio de la casa. Al caer, lo pies golpearon con fuerza en el pavimento, así que se quedó en cuclillas pegado al suelo y escuchando furtivamente cualquier sonido o carraspeo que revelara que los vecinos se habían percatado de sus idas y venidas.

Había pensado en tirar algu-na piedrecilla a la ventana de la habitación, pero no lo hizo por-que la puerta ya estaba entorna-da según lo acordado. Cuando ya se había deslizado al interior reprimió el deseo de despertar a sus hijos. La verdad es que moría de ganas por hacerlo, y aquellas respiraciones superpuestas en la habitación no paraban de atormentarlo, pero refrenó el impulso con resolución, temien-do que la alegría, la agitación y gritos de los niños desvelaran a los vecinos. Se limitó a colmar

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de suaves besos las cabecitas dormidas, y a abrazarlos con la mirada durante unos minutos; entonces, después de estrechar contra él a su mujer en completo silencio, se marcharon juntos…Así pues, ¿cómo se habían ente-rado de que estaba allí? ¿Cómo lo sabían? ¿Cómo?

Apartando de sí la obsesión que lo había perseguido desde el momento en que pensó verla, le preguntó:

—¿Estás segura?—Por supuesto que lo he

oído, era algo así como puertas de coches cerrándose al princi-pio de la calle.

—¡Chissst!Él le apretó con fuerza los

dedos e intentó destaparse, pero sintió que las piernas estaban paralizadas, como si las tuviera adheridas y sumergidas en el tierno calor que fluía alrede-dor de sus cuerpos…, fundidas en el ardor del cosmos, que se cobijaba en la cama de ambos, miembros que profundamente horadaban la jugosidad del cuerpo de la mujer, refugiado a su vez en el suyo como si aquella fuera la primera vez…

Dijo intentando aplazar lo inaplazable:

—Tal vez fuera la lluvia o el gorgoteo del agua en el canalón…

—Hasán, algo me dice que son ellos…, escucha, escucha ahora.

Ella volvió la cabeza hacia la puerta y el hombre contuvo la respiración tratando de percibir algo. Entonces oyó lo que pare-cía un ruido lejano, el sonido de unos pasos imprecisos e irre-gulares. Saltó de la cama y ella lo siguió. El marido le susurró:

—No enciendas la luz. Ven, ayúdame a encontrar la ropa, y no abras si llaman a la puerta…

Se puso a rebuscar nerviosa y torpemente la ropa, y de igual manera los pensamientos em-pezaron a darse trompicones en su cabeza: «¡Joder! ¿Pero qué necesidad tenía yo de venir…? La secreta nunca me ha podido echar el guante y ahora, así, con toda facilidad, yo solito voy y me entrego… ¿Cómo he podi-do meter la pata de semejante forma? ¿Cómo no pensé que ellos…? Bueno, ¡a lo hecho, pecho! ¡No, no, esto no es una metedura de pata, ni una estu-pidez! Y si no, a ver, ¿qué sería más correcto, quedarme lejos de mi mujer, escondido como las ratas? Año y medio… ¡me iba a estallar el alma! O el corazón se me secaría… escondido de la po-licía, sí, pero también de ella y de mis hijos…». Las ideas le bullían

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toc a d a v e z c o n más intensidad, en consonancia con los agitados y presurosos mo-vim ientos que hacía mientras se vestía: «Por otro lado… ¿por qué hemos pensado precisamente que son ellos? Quizá no sea eso, a lo mejor tan sólo son chirridos, y noso-tros hemos creído que…», entonces se le ocurrió que podría sondearla sobre esta última idea , sin darse cuenta de que, en definitiva, lo úni-co que buscaba era confirmar que el deseo que sentía fuera así:

—Meisá, amor mío…

—¿Sí?Pero desechó

la idea porque de repente le pare-ció una estupidez —sería de idiotas esperar a que en-trasen en la casa

para creerlo—, y zanjando todo asomo de duda, dijo:

—Meisá, ayúdame…¿has visto mi kufia?

Emp e z aron a b us car… «¡Sólo por verla has dejado que te cogieran! ¡Maldita sea la hora en que se te ocurrió ve-nir…!». «¡Ay, amigo, es que si no fuera por el frío, la nostalgia y la soledad, no lo habría hecho! Cualquiera de los que estamos perseguidos por motivos po-líticos —viviendo escondidos como ratas— echa de menos a los suyos en lo peor del invierno y está harto de las calles vacías, del barro, de ir de acá para allá y de la noche cerrada; añora el aroma de sus hijos, anhela sus travesuras, que lo abracen y que se le cuelguen del cuello…». «Bueno, admito que soy un prófugo, pero lo que yo no entiendo es por qué…». Ella interrumpió sus pensamientos mientras le ayudaba a ponerse la kufia:

—Hasán, rápido, que podría ser que…

Acabó de ponérsela y se diri-gió de puntillas hacia la puerta de la habitación, la abrió y vio que la casa estaba sumida en la oscuridad y el silencio, además de velada por la lluvia que caía. No se oía más sonido que el

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tac-tac de las gotas sobre el bi-dón de gasoil para la calefacción, sobre la madera y sobre el empe-drado del patio, un repiqueteo rápido, continuo e inquieto, como los latidos de su corazón. Cogió la mano de su mujer y se apresuraron hacia la morera; al llegar allí, él la rescató de las profundidades de las sombras y la apretó contra su pecho.

—Meisá, no despiertes a los niños, y tampoco les digas que he venido. Si llaman a la puerta no abras, deja que lo hagan los vecinos y tú hazte la dormida. Me voy. Diles a los camaradas que se ha anulado la cita del primer sitio que acordamos y que nos reuniremos en el otro que se dijo, en el alternativo…No lo olvides, ¿eh?

Entonces se calló, de repente sintió que el tiempo se le iba. Se agarró a una gruesa rama y se disponía a impulsarse hacia el árbol cuando su esposa lo llamó con una voz débil y ronca que parecía salir de las profundida-des de la tierra:

—Hasán…El hombre se volvió hacia

ella, pero la mujer no dijo nada, solamente extendió las manos, lo abrazó y lo apretó; lo apretó hasta que sintió que su propio pecho se rompía y alojaba a su

marido allí dentro, en su ser, en sus venas…, para después ce-rrarlo y así ocultarlo del mundo entero, del hielo que de repente sentía y que se le metía en los huesos, de la pavorosa noche que los envolvía, del zumbido del espantoso silencio, de las garras del árbol que se extendían para arrebatárselo… Lo apretó, y así lo ocultó en sus ojos, que lo de-seaban ardientemente; lo ocultó de la soledad y de la negrura del mundo, de las esperas, de la ansiedad, del estar en guardia, de las ausencias…, del largo invier-no que aún no había terminado con sus vidas.

Pero súbitamente —y con la misma fuerza que el amor le había hecho abrazarlo minutos antes— el miedo le hizo apar-tarlo de sí cuando oyó el rumor de unos pasos cercanos a la puerta de la casa. Lo empujó, se volvió y se fue muy de prisa. Cuando él desapareció entre las ramas para descolgarse en el callejón trasero, ella ya había llegado a la habitación y cerra-ba la puerta con cautela. Des-pués se metió en la cama y se tapó. Entonces sintió que la soledad devoraba su cuero, al tiempo que un negro presenti-miento desgarraba su acechan-te corazón.

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Si fueses un caballo*

Gassan Kanafani

Dedicado a Fáyez, a Lamís y a todos los pequeños a

los que deseamos un mundo propio.

¡Si fueses un caballo te pegaría un tiro en la cabeza! ¿Por qué un caballo? ¿Por qué no un perro, un gato,

una rata o cualquier otra cosa, si es que tenía que ser animal para que se le pudiera dar un tiro en la cabeza?

Desde que empezó a adquirir conciencia de lo que las palabras significan —no recuerda cuándo exactamente— le oía esa frase a su padre. Verdaderamente era extraño que su padre fuese la única persona del mundo a la que había oído desear que su hijo fuera un caballo, y sólo un caballo, ¡y lo más raro es que, por muy airado que estuviera, su padre no le decía eso a nadie más!

En un principio pensó que su padre detestaba a los caballos más que a nada en el mundo entero, pues a nadie le decía: «Si fueses un caballo te pegaría un tiro», como no hubiese llegado al colmo de la irritación.

Pensó también que su padre no odiaba a nadie en el mundo tanto como a él, y que precisamente por eso es por lo que sólo a él le decía esas palabras.

Pero el tiempo le hizo desechar esta idea tan inconsistente, porque descubrió que a su padre le gustaban los caballos, que los había llegado a conocer muy bien y que no se separaba de ellos sino cuando se iba lejos del campo.

* Traducción de Carmen Ruiz Bravo

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Sólo una vez en que, contra su costumbre, su padre estaba contento y complaciente, apro-vechó la oportunidad y se lanzó a decir: «¿Por qué cuando tie-nes muchas ganas de librarte de mí deseas que sea un caballo?».

Frunciendo de pronto el ceño, su padre, le contestó en tono severo: «Tú no entiendes de estas cosas. Hay situaciones en que matar un caballo es ne-cesario y útil».

—¡Pero yo no soy un caballo!—Ya lo sé, ya lo sé. Por eso

desearía a veces que Dios te hubiese creado caballo.

Dicho eso, su padre le volvió las anchas espaldas y se marchó. Pero dio unos pasos, interrum-pió la marcha, se paró y le miró atentamente con ojos duros. En

vano quiso saber qué es lo que estaba pensando:

—¿Tanto me odias?—No te odio.—¿Entonces?—Te tengo miedo.Se hizo un breve silencio

entre padre e hijo antes de que aquél remprendiera la marcha. Cuando el padre ya estaba su-biendo por la ancha escalera, él se dio cuenta cuánto quería a ese pobre viejo que había pasado la mayor parte de su vida solo y apartado. De joven se había dedicado a los caballos, pero pronto dejó todo; su mujer había muerto tras haberle dado un hijo, y entonces él se lo llevó a la ciudad y vendió todos los caballos y todos los prados en los que dejaba sueltos a la Negra,

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tola Blanca, Rayo y León. ¿Por qué había hecho eso su padre? Nun-ca se le ocurrió preguntárselo. Si lo hubiera hecho, no habría obtenido respuesta.

Conocía bien a su padre. Sabía que para él el pasado era un enorme cofre de madera cerrado con mil cerrojos cuyas llaves habían sido arrojadas a la oscuridad del océano.

En una ocasión le había in-trigado la historia, y había deci-dido descubrir sus arcanos a la primera oportunidad que se le presentara.

Su padre había ido al campo a visitar a algunos amigos y parien-tes que le quedaban allá. Subió a su habitación, en la que pocas veces había estado. Por primera vez se dio cuenta de la cantidad de fotografías que adornaban la pared —fotogra-fías de caballos verdaderamente hermosos—. Introdujo una na-vaja por la rendija del cajón y lo abrió. Luego sacó un cuaderno de tapas de piel negra y se dejó caer en la butaca.

Fue una gran desilusión. No había nada útil en el cuaderno. Todo eran números, precios, nombres y pedigrís que llegaban a tener cientos de años. Sólo frases cortadas, escritas en los márge-nes, sin interés, como palabras erráticas de alguien que estuviera

soñando: «20-4-1929. Me dije-ron que lo vendiera o lo matara».

Fue pasando las hojas con interés. Le pareció que había encontrado el cabo del hilo, y le daba miedo perderlo.

«1-12-1929. Es el mejor que tengo y no lo voy a dejar. Siguen aconsejándome que lo mate o lo venda».

«20-3-1930. Son supers-ticiones molestas. Rayo es el mejor caballo que he visto en mi vida y el más tranquilo. ¡No lo mataré!».

En la última página, una mano temblorosa había trazado la última frase de este diario tan asombroso:

«20-7-1903. La tiró del lomo contra la orilla, salvaje-mente. Luego le destrozó el cráneo con las pezuñas y la fue empujando con las manos hasta tirarla al río. Abu-Muhammad le ha dado un tiro en la cabeza».

Abu-Muhammad dijo: «Ha-bía que haber matado al caballo cuando nació, en el instante en que caía sobre la paja. Matarlo luego se hace muy difícil. Cuan-do un caballo vive contigo uno, dos, tres años, se vuelve como un hermano o más aún. ¿Va a matar un hombre a su hermano? Tu pa-dre —que Dios le perdone— no

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quiso, dijo que era el mejor caba-llo que nunca había visto».

«Nosotros le dijimos que este tipo de caballos es muy hermoso, pero que eso no tenía que engañarle». Él exclamó: «¡Pero si es un caballo de raza!». Y nosotros insistimos: «Te hará perder más de lo que vale». Tu padre —Dios le perdone— es un hombre terco. Ni mató al caba-llo, ni lo vendió, ni se deshizo de él. Nosotros le dijimos: «Abu-Ibrahim, al menos, ¡no te montes en él! ¡Pero no nos oyó!».

«Tú no recuerdas a tu madre. Era una mujer guapa, adorable, y tu padre la amaba con locura. En estos prados no habíamos visto a nadie que quisiera tanto a su mujer como tu padre. Ella, que en paz descanse, era muy hermosa y tenía un gran encan-to. Vivió con ella, creo recordar que un solo año, al cabo del cual te dio a ti a luz, antes de que el caballo la tirase a orillas del río.

«¿Que por qué queríamos que matase al caballo? ¡Qué pregunta tan difícil, hijo mío! Es una pregunta a la que sólo pueden contestar personas con experiencia y conocimiento. Yo soy un anciano. ¿Por qué no preguntas a otro?

«Tu padre no te odia. Te teme. Desde que eras niño y

todavía no tenías fuerzas ni para llevar una piedrecita, ya te tenía miedo. Si yo estuviera en tu lugar, no preguntaría por qué».

¿Por qué le temía su padre? ¿Por qué sólo su padre? Todos los compañeros del hospital sabían que él era un hombre pacífico y tranquilo, que en la vida había matado una mosca. ¿Por qué nadie más que su padre le temía? ¿Por qué no le tenía miedo nin-guno de los enfermos que se en-tregaban confiados a su bisturí? Su cara no expresaba nada capaz de provocar temor. ¿Por qué iba a tenerle miedo su padre? ¿Por qué él y no los demás?

¡Una noche se colmó la medida!

Estaba durmiendo en su ha-bitación cuando oyó un violento grito de dolor que provenía de la habitación de su padre. Corrió escaleras arriba y se lanzó hacia la puerta. Su padre se retorcía sobre la cama. No necesitó mu-cho tiempo para descubrir una apendicitis aguda que podría ha-cer crisis de un momento a otro.

Mientras los enfermeros lo llevaban en la camilla a la sala de operaciones, el padre preguntó: «¿Quién me va a operar?». Al-guien le respondió: «El mejor cirujano de toda la ciudad… es tu hijo».

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toEl viejo se agitó violenta-

mente en la camilla, intentando liberarse de las manos que lo sujetaban. Como fracasara en su intento, empezó a gritar con todas sus fuerzas: «¡Cualquier otro médico, pero que no sea mi hijo…!». ¡Cualquier otro cirujano, pero mi hijo, no!».

¿Por qué? ¡Miles de opera-ciones habían pasado con éxito por sus dedos! Estaba convulso en la camilla. Ahogado de do-lor y de espanto, gritó mien-tras luchaba para no perder el conocimiento:

—¡Me matará, me matará!—¡Qué disparate!—Disparate o no, no quiero

que mi hijo entre al quirófano. Ni siquiera para mirar. No lo quiero ahí.

Era inútil seguir discutiendo. Él conocía a su padre más que nadie. Y por eso dejó caer los brazos, dándose por vencido, y se volvió a la sala de espera.

El médico que operaba le dijo: «¡Créeme, la operación de tu padre es la más difícil que se me ha presentado en la vida! Parece que la anestesia local hizo su efecto y ha estado parlotean-do durante toda la operación.

«¡Tu padre ha contado cosas muy chuscas que no entendería ni el propio demonio! Dijo que

Abu-Muhammad —no sé quién será esa criatura— es un hombre imparcial y sin sentimientos y que, por eso, él sí que puede matar un caballo, ¡y en cambio, el dueño del caballo, no!

«Me gustaría que hubieras oído lo bien que habla tu padre de su juventud. Se refirió a tu madre y a lo hermosa que era —aquí lloró un poco, quizá por influjo del olor a alcohol que emanaba la habitación—. Luego dijo que él era responsable de la muerte de Rayo. A propósito, ¿quién era este Rayo?

«Tu padre habló también de un caballo que llevaba con él treinta años, que había naci-do en una noche de tormenta de una madre de pura raza y de un padre que trajo un beduino desde el corazón del desierto. Era el caballo más hermoso del mundo, según tu padre. Era de un blanco plateado puro, sin mácula. Tu padre dijo que en cuanto vio el caballo saltó la valla y que —lo describió con todo detalle— intentó que se pusiese de patas. Pero en cuanto lo hizo, todos observaron que una gran mancha desigual de color marrón rojizo ocupaba todo su lado derecho. Tu padre dijo que al principio se asom-bró ante la mancha, pero que

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Abu-Muhammad enseguida gritó desde detrás de la valla: «¡Hay que matar a ese caballo inmediatamente!». Tu padre le preguntó encolerizado por qué, y Abu-Muhammad le contestó: «¿Es que no ves esta mancha de sangre? La mancha significa que el caballo causará un accidente mortal a una persona querida. Lleva con él desde su nacimiento la sangre del sacrificio. Y por eso, antes de que tenga más carácter, ¡hay que matarlo!».

Tu padre, tal y como él dijo, quiso acabar con la leyenda, y no mató al caballo. Decía que era fácil de montar, dócil e inte-ligente, y que había vivido en la cuadra muchos años sin hacer daño ni a una mosca.

«Aquí tu padre se calló y se rindió al sueño. Y si quieres la verdad, me alegré con su silen-cio aún más que con su historia, porque estas fantasías me atraían tanto que me hacían perder la concentración. Por eso, cuando se calló, el trabajo volvió a su cauce.

«¿Has oído en tu vida una leyenda parecida? ¿Has oído hablar de un caballo que lleva la sangre de su víctima sobre su cuello desde que nace? Tu padre lo contó con una fe tan cándida que yo me quedé asombrado.

¿Es que nunca has discutido con él de estas charlatanerías?».

Ya iba casi a amanecer cuando partió hacia casa. La conversa-ción de su amigo el médico le se-guía dando vueltas en la cabeza.

¡Así que esta era la historia! ¿Ésta era la historia del odio que le tenía su padre desde hacía treinta años! Precisamente por eso le temía su padre, y precisa-mente por eso hubiera deseado que él fuera caballo para darle un tiro en la cabeza.

¡Así que esa era la historia!La mancha marrón rojizo

que ocupaba, muy desviada, gran parte de su lado derecho y de su espalda…, una mancha como esa era la que ocupaba el costado de Rayo, la sangre de la víctima, como decía la fábula…, la mancha de la que le dijo su chica un día, mientras jugaba con él: «Es el lunar más grande que he visto en mi vida; pero, ¿por qué es rojizo, como si fuese una mancha de sangre?». ¡Así que era ella! Su pobre padre le tenía miedo porque llevaba, desde que nació, la sangre de su víctima en el costado, igual que Rayo había llevado la de su madre antes de tirarla, destrozarle el cráneo y luego empujarla al río.

¡Así que esto era lo que había torturado a su padre durante

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totreinta años y lo que le había hecho desear que su hijo fuera un caballo para tener derecho a dispararle un tiro en la cabeza!

Una leyenda sin importancia que acababa con la vida de la gente. Una tontería con la que su padre había vivido treinta años. Un dique de terror que se había levantado entre pa-dre e hijo. ¿Por qué? Porque Abu-Muhammad no conocía la sencilla explicación médica que se esconde detrás de tan desconcertante enigma. Una mancha marrón rojizo… porque su padre…

De pronto se paró en medio del camino, y pensó:

«Mi padre, mi padre intentó acabar con esta leyenda y quiso desafiar a la superstición. ¿Y cuál fue el resultado? Parece que Abu-Muhammad es quien ven-ció. Mi padre perdió el combate y el precio fue demasiado.

«Una mancha marrón ti-rando a rojo. Nosotros sabemos explicarla, pero no sabemos por qué está aquí y no allá… ¿No sería posible que fuese un signo? ¿Un signo de algún tipo? Abu-Muhammad dijo que mi madre montaba muy bien a caballo y los sabía tratar. Entonces, ¿por qué la mató Rayo? ¿Por qué

insistió en destrozarle el cráneo y luego empujarla al río, sin motivo? ¿Por qué este empeño en matarla?

«Abu-Muhammad ganó el combate y mi pobre padre lo perdió, perdiendo al tiempo su juventud. Pero mi pobre padre libra ahora otro combate conmigo. ¿Quién lo ganará de nosotros?».

Caminó un poco. Luego volvió a detenerse. ¡Un pensa-miento tonto había estallado en su cabeza!

«He cedido la operación a ese médico charlatán y curioso sin oponerme para nada…, y únicamente porque el delirio del enfermo me hacía sufrir. ¿Lo habrá matado el médico con su negligencia, distraído por escu-char? Si ha sido así, el que lo ha matado he sido yo. Yo hubiera podido operarlo perfectamente, a pesar de la tozudez del pobre viejo; ¿qué es lo que he hecho, tonto de mí?».

Se paró un momento, luego giró y empezó a correr de vuelta al hospital. El sol ya había em-pezado a declinar. Hacía resonar el empedrado de la calle con sus grande pies, y el eco volvía, como si fuesen las pezuñas de un caballo.

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No siempre los niños son tontos*

Muhammad Shukri

La marcha empezó desde uno de los barrios. Eran siete: dos llevaban una pancarta blanca en la que no había nada escrito. Un niño con una paloma

blanca dentro de una jaula verde precedía a la marcha. Por cada barrio por el que pasaban se les juntaban otros niños que llevaban jaulas con pájaros. Les seguían sus pe-rros, y muchos llevaban en brazos gatos, conejos, gallos y pollitos. La marcha crecía cada vez que salían de un barrio y entraban en otro, y ya no era posible contarlos. Callados como no se habían mostrado hasta entonces, su marcha hacía sonreír a los transeúntes, pero ninguno se reía; la gente se preguntaba por el sig-nificado de aquella marcha. Los animales que llevaban la hacían más confusa. Los grandes no sabían, y quizá sólo los siete pequeños lo supieran. Tal vez ni lo supieran los nuevos niños participantes en la marcha. Ni hablaban, ni se empujaban, ni se adelantaban unos a otros. Marchaban y marchaban por los barrios antiguos, crecían y crecían; su gran número y su riguroso silencio asombraba a algu-nos transeúntes. Estos niños están hoy más sensatos de lo habitual, decía la gente. Padres y madres iban con la marcha, caminaban tras ella o a un lado. Los niños se separaban de sus padres y de sus madres y se unían a la marcha. Un niño lloraba en el camino, de-seaba participar en ella, pero su madre, temerosa, se lo impedía.

* Traducción de Pedro Martínez Montávez

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toPataleaba, lloraba, le mordía la mano, hasta que se soltó de ella y se unió a la marcha, silencio-so, tranquilo. Ni siquiera se limpió las lágrimas para no al-terar el orden de la marcha.

Cuando llegaron a la plazue-la, se detuvieron un instante. Los parroquianos de los cafés se pararon también por respeto a la marcha. En torno a ellos se reunió una gran muchedumbre; gentes tranquilas y calladas se asomaban por los balcones de los hoteles y las casas. Ellos miraban sólo hacia adelante, formaban un mundo totalmente propio, no se veía a un solo niño lejos de la marcha. Cuando los niños son tan sensatos, los ma-yores tienen que respetarlos; el mundo parece tener entonces otro significado.

Así le dijo uno de los tran-seúntes a su amigo. La marcha se movió hacia delante. Llegaron a la gran plaza. Se pararon. Forma-ron un círculo y se adelantaron tres al centro del gran círculo: dos de ellos alzaron en hom-bros al más pequeño. El niño pequeño sacó un papel blanco en el que no había nada escrito. Se puso a discursear en silencio: abría la boca sin decir nada. To-dos miraban al pequeño orador que abría la boca sin decir nada.

Cuando terminó su silencioso discurso, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. Pequeños y grandes aplaudieron. Los dos niños bajaron con ternura a su pequeño colega. El portador de la paloma blanca dentro de la jaula verde se adelantó y la soltó al aire. Los otros niños soltaron también al aire los centenares de pájaros y de palomas. Quedaron libres también los animales que no volaban. Aplaudió la mu-chedumbre. Alborbolearon las campesinas y las ciudadanas que vestían chilaba y velo. Toda la gente ahora sonreía y se reía. Se paró el tránsito de automóviles algunos minutos. No se oyó ni un solo claxonazo de protesta por la detención del tránsito. Todos contemplaban los pájaros y las palomas que revoloteaban y los animales que no volaban, sal-tando entre los pies sin que nadie los tocara. Los niños empezaron a separarse alegres y gritando:

—¡Vivan las palomas!—¡Vivan los pájaros!—¡Vivan las gallinas!—¡Vivan los conejos!—¡Vivan los gatos!—¡Vivan los perros!Padres y madres abrazaban a

sus hijos y los besaban.

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Leyenda*Jabbar Yassin Hussin

Hay una montaña en la región de Kirmán. Si uno coge una de sus piedras y la parte en dos verá en su interior una figura humana

que está sentada o de pie.Del libro El provecho de las ciencias y la eliminación

de las cuitas, de Al-Qizwini (muerto en 1283)

Me llamo Yamil Yusuf Al-Urfali y, aunque este nombre no se corresponde con mis rasgos, puede acomodarse con mis orígenes. Mi

familia tiene raíces otomanas y se instaló en Bagdad hace dos siglos, durante los días de las guerras entre los

* Traducción de Francisco del Río Sánchez y Abdelrahim Mahmoud El Shafi

Irak

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togobernadores circasianos y los albaneses. Mi abuelo, que sobrevivió a la peste de 1830, presumía de ser amigo del go-bernador Daud Pachá, cuando éste era derviche en la cofradía Kilaniyya.

Los hombres de mi estirpe viven largo tiempo si no los ma-tan, pasando los últimos años de su vida en la soledad de la vejez. No es ésta mi situación hoy, pues aún no he llegado a la edad en la que murió mi mujer y me he pasado la juventud huyendo de la muerte.

Hace pocos años volví a mi patria chica, el barrio de Sali-hiyya, en Bagdad, tras un largo viaje que se llevó la mitad de mi vida. Hoy, lindando los sesenta, aspiro a vivir algunos años más antes de que me sorprenda la muerte. Vivo en la casa familiar que restauré a mi vuelta. Cuan-do regresé, al término de los sangrientos acontecimientos, mis padres ya habían fallecido hacía mucho tiempo.

Me hizo falta un año para asentarme en mi nueva vida, y no sin dificultades. Tenía más de cincuenta y cinco años y los pri-meros recuerdos de mi ciudad no encontraban un lugar en ella des-pués de tanto tiempo. Tras acabar el trabajo, pasaba todo el tiempo

en la casa familiar. No tenía otra opción: aún no he conseguido adaptarme a la vida de esta época tan cambiante. Si durante ese periodo me casé fue para vencer la soledad dentro de este caserón. Mi mujer se encargaba de todo, permitiéndome dedicarme por completo a los minerales raros que había ido reuniendo durante mis años de peregrinación por diferentes países.

Desde mi juventud he ido reuniendo pequeñas piedras raras y fósiles diversos recogidos durante años en las cimas de las montañas y en los campos ara-dos. Iba de un lado a otro con una maleta en la que guardaba estos minerales, junto con una copia del Corán que perteneció a mi familia y una Biblia que compré en una librería de Bag-dad antes de partir: era lo más valioso que me quedaba de mis largos viajes. Y aunque durante todos estos años había llevado siempre conmigo mi fe y mi ido-latría, al final volví únicamente con las piedras; los dos libros se los regalé a un amigo francés que vivía en Poitiers.

Las piedras las coloqué en un armario de cristal que está a la entrada de mi casa. Me pasaba el tiempo clasificándolas una y otra vez según su composición y su

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origen geográfico. Los pocos vi-sitantes que frecuentaban la casa se paraban a menudo ante las piedras y los fósiles de enormes espirales o de extinguidos peces, y siempre mostraban su admira-ción ante este tipo de pasatiem-po. Yo no prestaba atención a las preguntas de las visitas, ya que mi pasión por las piedras era muy antigua, tenía los mismos años que mi peregrinaje. Mi esposa era la que explicaba a todos el sentido de mi modesta colección de minerales y su origen geográfi-co. Disfrutaba demostrando sus conocimientos, como si hubiera sido ella la que la había reunido. Yo no me oponía, ya que eso me eximía de contar mi pasado por esos países lejanos. A veces me sonreía al verla confundirse al mencionar lugares que nunca había visitado.

Algunos conocidos de mis padres me censuraron por colo-car esas piedras a la entrada de una casa que era testimonio de la piedad de mi familia. Pero eso no me avergonzaba en absoluto, pues estaba convencido de que la piedad de los míos se debía más a la tradición familiar que a la religión o al ascetismo. En cualquier caso, yo no estaba muy entusiasmado con la herencia que me habían dejado.

Cierta tarde, mientras hojeaba Las coincidencias en las gemas de Al-Bayruni —un libro del que nunca me separo durante la tarde—, mi esposa vino para de-cirme que en la puerta había una mujer que quería verme. Dejé el volumen y me dirigí al recibidor. La mujer entró y me saludó desde lejos. La invité a que se acomodara y ella se sentó en una silla enfrente de donde yo estaba. Entretanto, mi esposa salió y la mujer y yo nos quedamos mirándonos.

—La criada que trabaja en esta casa es mi pariente por parte de mi difunto marido. Ella me ha contado que colecciona piedras y cuentas, de modo que he venido para enseñarle dos raros ejempla-res —moví mi cabeza en señal de asentimiento y me quedé a la escucha. Ella prosiguió—: Mi esposo fue soldado en los años treinta y combatió a los kurdos en las montañas durante la época de las revueltas del Mula Mustafa Al-Barzani. Mi difunto marido disparaba con su fusil al aire, pues seguía esa fatua de Abu Al-Hasan —Dios tenga misericor-dia de él— que prohíbe matarse entre personas de una misma religión. Él me contó muchas historias sobre los kurdos.

Cuando extendí la mano so-bre la mesa para coger el paquete

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tode tabaco, ella dejó de hablar. Hice un gesto con la cabeza para que continuara con su relató.

—Una vez, cuando volvió de permiso, nos trajo a mí y a su otra esposa (pues estaba casado con dos mujeres) dos cuentas que había comprado a un mago kurdo en Taktak, cerca de Sulaymaniya. Desde entonces las dos nos hici-mos como hermanas, aunque no tuvimos hijos, ya que él era estéril.

Dejó de hablar y se puso a mirarme. Le hice de nuevo un gesto para que siguiera.

—Su otra esposa murió un año después del fallecimiento de mi marido, justo el mismo día. Únicamente me dejó su ropa y su cuenta, que está arañada desde el día siguiente a su falleci-miento. Que Dios tenga piedad de ella y de todos los difuntos. Desde entonces esa piedra va conmigo y descansa junto con la mía en esta bolsa. Son como dos hermanas inseparables.

Sacó del bolsillo de su ves-tido una bolsita de tela y trató de abrirla con una aguja que llevaba consigo. Cuando lo consiguió me entregó dos pie-drecillas idénticas, semejantes a dos trozos de hígado del tamaño de un meñique. Esto aumentó aún más mi asombro, pues yo esperaba que me fuera a enseñar

dos piedras de anillo cuya forma y engaste diseñan los joyeros de más fama. Cuando examiné las cuentas deduje que eran de un tipo que abunda en las laderas de las montañas que se levantan en la frontera de Irán e Irak. Una lágrima corría por la mejilla de la mujer. Suspiró y dijo:

—¡Mire! Una de ellas tiene un arañazo en medio, como si lo hubiera trazado la uña de mi hermana, que Dios tenga piedad de ella.

—¡Pero yo no colecciono piedrecillas! No creo que aña-dan nada a mi colección —con-testé fríamente.

—Son cuentas benditas. Si una se pierde pero tienes la otra guardada, la primera encontrará a su hermana sin importar la distancia que las separe.

—Pero yo no colecciono cuentas. Esto que me trae lo podemos encontrar por miles en las laderas de las colinas de Jankín y del monte Hamrín. Son piedras vulgares.

—Pero son benditas —me interrumpió.

—¿Ha visto mis minerales? Forman un conjunto de ejem-plares raros que tienen colores que no podemos encontrar sino en escasas ocasiones. En cuanto a los fósiles…

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—Sin embargo mis cuentas son benditas —volvió a decir. Elevando un poco el tono de voz, añadió—: Muchas veces he perdido una de ellas y siempre la he encontrado en este abrigo. Por designio del Creador, ella sola vuelve —y añadió suplicando—: ¡Quédeselas por el dinero que quiera! Con usted estarán a salvo.

Ella me extendió la pequeña bolsa de tela y la cogí poniendo a cambio en su mano cincuenta dinares. Poco después se fue y no volví a verla nunca más. Días des-pués, cuando estaba a punto de terminar por tercera vez la lectura de mi libro, mi esposa vino para informarme del fallecimiento de esa mujer. La habían encontrado muerta en la cama, sola como había vivido durante los últimos treinta años. Cerré el libro y me acordé de las dos cuentas. Me dirigí al armario de cristal, pues las había dejado allí, al lado de un cuarzo procedente del oeste de

Francia. Al verlas descubrí que la otra piedrecilla también tenía un arañazo en su centro, como si le hubieran pasado un cuchillo por encima. Ahora sí que se parecían como dos gemelas.

Esa misma tarde vacié el armario de cristal y coloqué los minerales y los fósiles dentro de la vieja maleta que me había acompañado en mis viajes duran-te años. Después puse también en ella las dos cuentas. Bajé con la maleta al sótano y la dejé junto a un deteriorado mueble familiar y unos libros amarillentos car-comidos por la humedad. Allí vi unas bandejas de cobre llenas de verdín al lado de pergaminos repletos de fórmulas misterio-sas de los derviches a los que mi abuelo acompañara en la cofradía de Kilaniyya.

Antes de subir la escalera cerré bien la puerta del sótano. Luego tiré la llave al Tigris.

«Le silence», poema de Kyle J. Currathers. Caligrafía de Julien Breton-Kaalam

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El barco*Yabra Ibrahim Yabra

El mar es el puente de la redención. El mar tierno, suave, con sus canas, afectuoso.

Y hoy el mar ha vuelto al vigor de la juventud. Sus olas baten en un fiero ritmo la presa que impulsa hacia la faz del cielo capullos, anchas orillas y brazos extendidos como redes. ¡El mar es una nueva redención hacia occidente!, ¡al sacrificio del cañón! A la costa en la que irrumpió la erup-ción del amor de la espuma del mar y la saliva de la brisa. Yo no sabía (¡apenas puedo mencionarla!) que Lami, la propia Lami, mi pobre Lami, Lami que llora algunas veces, traidora a su familia por mi causa, que ríe, que corre ante mí, que Lami estaría también allí, en este barco griego de doce mil toneladas, que teje su red y luego la desgarra ante Beirut, Alejandría, Pireo, Génova y Marsella.

¡Juego peligroso! Estamos aquí para huir. Yo estoy aquí porque no puedo hacer de Lami mi mar, mi barca, mi aventura. Lami no ha sido mía sino unas horas. Unas horas en las que la he conocido toda minuto a minuto. Beso a beso. Y cuando se desabrochó la blu-sa, botón a botón, en lo oscuro de aquella casa que me alquiló mi amigo para un día sólo —me conozco los detalles de aquello como de una canción de la radio—. El sabor de sus labios seguía en los míos, y a veces lo sentía con la lengua; temo que se desvanezca con los días: entre Lami y yo había un amor inexpresable en palabras, por el tacto o por la razón. Un golpe de existencia e inexistencia. Se parece más a decir que tengo ojos, nariz y boca, pero que no veo, huelo, ni hablo. Y a Lami, hela aquí, con el mar, con Beirut, con Junio, con los pasajeros de segunda clase, con su marido. Y si está con su marido, ¿de qué sirven el mar, Beirut, Junio y todos los sonrientes y felices pasajeros?

* Traducción de Carmen Ruiz

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Había una chica italiana que volvía de Líbano. Una mu-jer que frisaba los treinta (afir-maba que tenía veinticuatro) y decía que huía de su marido. Él mismo la había acompañado hasta el barco, y cuando éste zarpó, y comenzó a deslizarse y girar, ya fuera del muelle, se

obstinó en decir que huía. Un matrimonio que había durado un año le dejaba un solo recuer-do susurrante, decía Emilia. Tan solo el recuerdo del panorama del monte azulverdoso tinti-leante sobre Beirut. «¿Com-prendes? El recuerdo es de un paisaje, no de un sentimiento.

Basmala 16 por Ibrahim Abu Touq

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toDe un país, no de una persona. Aprendí el inglés en Polonia y pasé una temporada en Londres. He dejado a mi marido y él cree que voy a volver. No volveré. Gracias». Me cogió un cigarro y se lo encendí. Llevaba una cha-marra escotada y sin querer se deslizó mi vista entre sus pechos encerrados por el sostén tirante. Luego encendió mi cigarro y Emilia Farnezi habló, mitad disgustada y mitad alegre por lo vacío de su corazón. Estábamos inclinados sobre la barandilla del barco, al atardecer, cuando ya la nave se acercaba a la costa griega que se extendía en todas direcciones. La mayoría de los viajeros seguían echados en la siesta. Unos pocos saldrán de sus estrechos camarotes como las palomas de sus nidos o como los ratones de sus madrigueras. Algunas caras te recuerdan pájaros (manos de cera, uñas afiladas, nacaradas, que recuer-dan a canarios), otros a roedo-res, topos, alebrijes, y algunos a verduras. Caras de coliflores y berenjenas. Y a veces caras que parecen —engaño de la vista— ¡ángeles! Pero la cara de Emilia era de los invernales, siempre recordándome el mal. En los azules ojos había un destello afilado que confirmaba la clara

perfidia de sus labios gruesos. Una cara que se acercaba a la redondez de una cara infantil, indicando que no era éste su verdadero rostro. Porque en los ojos, en los labios, a pesar de su constante sonrisa había dureza y violencia, como si dijera: «Si te fías, allá tú».

Pero me adelanto a los acon-tecimientos. Parece que había una cierta relación entre el rostro de Emilia Farnezi y el de Lami cuando la vi con su marido, el doctor Faleh Hasib, entre los pasajeros, después de que el bar-co zarpó y estaba en la bahía de Beirut. Fijé en ella mis ojos con la súbita rapidez del que mira una enorme piedra que le cae encima y al instante me retiré de la zona de peligro. Me traicionó. Yo me había retirado al único lugar en que me creía a salvo de ella. Había salido de entre un grupo de gente apoyada en la baran-dilla que gritaba, soñaba, y me había ido al otro lado del barco diciendo: «¿Es coincidencia? ¿Decisión? ¿Persecución? ¿Es rabia? ¿Es que no nos ha bas-tado ya lo que hemos hecho y dicho antes de que se casara? Coincidencia, no cabe duda. Maldita coincidencia. Tengo que ignorarlo. Ya no soporto a las mujeres. Quiero soledad.

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Que nadie me conozca por mi nombre o mi cara. Uno de un millón. Que cruza un camino lleno de gente que pasa y no lo ve. Pero Lami me había visto en ese fugaz instante. La sonrisa le bailaba en todo el rostro: su rostro, a pesar de lo moreno, delataba claramente lo que tras él se velaba. Sus ojos no sabían ocultar un secreto. Pestañas negras de pupilas alcoholadas, como los ojos de las antiguas estatuas sumerias, desbordantes de afecto, pasión, inmediatez. No, su cara no era de hipócrita. Ojalá lo fuera. Si tuviera que ha-ber una aventura con una mujer, que tuviera la cara como Emilia. Un rostro mundano, terrestre, con la astucia del zorro que debe tener una mujer de aventura. Pero el rostro claro y directo de Lami, que expresaba lo que contenía en una sola mirada, es rostro de tragedia. Es el rostro que siempre te lleva a la pasión y a la tristeza.

Y me había llevado. Lo olvi-dé unos meses, me sorprendió luego, me sumergió enseguida en un sentimiento de odio, y después de insensibilidad y tri-vialidad. Luego me dejó en un crepúsculo de luz. Es la vuelta de un amor que era como las visiones del profeta, sabedor

del fuego, el color y el placer que hacen del cuerpo semillas que giran en un vaso de vino. Pero yo, ese día, al verla cuando menos lo esperaba, deseé que no hubiera estado, haber podido retroceder por las escaleras del barco al lugar que lo une con el muelle, y haber hui-do. He huido, pero está como el muro, como el mar, como el demonio, delante de mí.

En la vida hay muchas ago-nías. La muerte. La enfermedad. La decepción de los hijos. La decepción de los padres. El sol que quema la nuca y el frío que paraliza los dedos. La muerte, el asesinato y la traición del amigo. Pero las soportamos. Para bien o para mal, las soportamos. Mientras que sigamos sin poder suicidarnos, tenemos que sopor-tarlas, y hacen falta escamas en la piel y heroísmo para soportarlas. Pero la mayor agonía es lo inde-limitable. Es que caiga enamo-rada tu compañera ante ti y no la alcances. Alcances miles de mujeres y quede esa agonía en tu garganta. Y te lleve la pena y te sorprenda con el rostro deseable que te invade de estupor y de lo trivial de vivir, y ves de nuevo las visiones y se renueva la dolorosa pena. La muerte es una agonía y ésta es otra.

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toLa noche de aquel día, des-

pués de que zarpara el barco y vimos alejarse los edificios de Beirut que el monte Líbano abrazaba, y de que nos cansamos de estar apoyados en las baran-dillas y finalmente nos rendimos al mar cuando del horizonte desapareció el último vestigio de tierra firme; la noche de aquel día, cuando los pasajeros iban a familiarizarse con sus estrechos camarotes y con los que los com-partían y se preparaban para la cena, encontré que bajaban al camarote vecino al mío al doctor Faleh Hasib y a su esposa. Los vi entrar cuando yo salía. Y se pararon en la puerta:

«¿Assam? ¡Sí, es Assam!».El do ctor Fa leh g ritó ,

terminando:«¡Lami, mira ! ¡ Assam

as-Salman!».Lami (con tono teatral):

«¿Quién? ¿Assam?»Yo (con tono también teatral):

«¡Qué coincidencia! Hola, doc-tor; hola, Lami. (¡Qué suerte!)».

Rápidos apretones de manos.El doctor: «Así que, si Dios

quiere, ¿a Italia?».Yo: «No, no; más lejos: a

Londres».Lami: «¡Qué coincidencia!

¡Nos encontraremos también en Londres!».

Rieron y reí. Anduve. Blas-femé. Maldije. ¡Entre mí y Lami no iba a haber más que una pared! ¡Pero de hierro! Y el muro lo refuerza su marido. El marido lo refuerza todo. A mí no me refuerza más que otra mirada que emana de los ojos de Lami con tristeza, deseo, ilusión.

Me esforcé esa noche por esquivarlos, y tuve suerte. Los vi en el comedor, y me senté en un sitio que me permitía darles la espalda. Y bajé a mi camarote muy pronto, después de cenar. Mi compañero era un comer-ciante de Damasco, de encanta-dor acento. No era muy locuaz, pero cuando hablaba, uno sentía que estaba frente a temas vitales inabarcables, si se comparaba con él. Sabía no únicamente el precio de cada cosa, sino cómo, dónde y cuándo se deben usar. Hablaba de jabón, perfumes, nylon. Yo no podía decir más que vaguedades acerca de mi asombro ante los jardines de Dummar, la Mezquita de los Omeyas y los helados del zoco de Hamidiyya. El comerciante se reía porque había dejado de tomar helados desde que estudiaba preparatoria. Nos presentamos: «Assam Salman y Sawkat Abu-Samra». Apenas

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se deslizó Sawkat Abu-Samra en la cama de sábanas crujientes, se durmió.

Yo también me dormí ense-guida. Pero me desperté como si no, sin que quedara en mis ojos señal de que había dormido. Me desperté con el ruido de las olas que golpeaban, ordenada y burlonamente, el costado del buque, shhhhh… shhhh… Luego oí moverse, es más, sentí en mi brazo un movimiento vago cuyo sonido llegaba por el redondo ojo de buey con el golpear de las olas. Pero no tardé en darme cuenta de que el movimiento estaba detrás de la pared que daba con mi brazo…el movimiento de Lami y su mari-do. ¡Qué pared tan débil! ¡Dios mío, yo que la creía de hierro!... Y hacían el amor. Lami derro-chaba su belleza, derramaba su femineidad, daba de sus labios y sus pechos al otro lado de la pared… Salté de la cama como si me hubieran mordido. ¿Cómo pasar la noche oyendo todo esto de Lami, Lami…?

Me vestí apresuradamente y salí a popa, hasta que terminara la vehemencia de los amantes detrás del muro, hasta que pul-verizara la imagen de esta mujer detrás de mis ojos.

El hombre carga algunas experiencias en un pliegue de su piel, como la enfermedad. Como una úlcera que no mata ni cicatriza. Y el hombre se en-frenta con los días y las nuevas experiencias mientras la úlcera de sus entrañas se humilla e irri-ta. Y si despierta, hay que tomar un anestésico que sólo termina con el dolor momentáneo, pero no con la posibilidad de dolor. El dolor se hace una parte del ser, convive con el corazón y la razón, y aparece, a veces, en una forma que contradice a la lógica y al razonamiento, ¡como si fuera una alegría cons-tante! Todos nosotros estamos expuestos a este masoquismo sentimental. Mientras llevamos esta experiencia semejante a una enfermedad en el pliegue de la piel, ¿por qué no intentar con-vertirla en fuente de poemas no escritos que braman en el alma sin espera?

La popa del barco estaba desierta, si no fuera por tres o cuatro personas, todas solas, cargando, sin duda, con su en-fermedad en forma particular. Salí maldiciendo, y ante mis ojos el rencor llenaba el mar, el deli-cado, sombrío mar, de olas que batían contra el barco en un susurro burlón…

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Haneef de Glasgow*

Mohammed Hassan Alwan

Estaba cruzando el puente de Al Khaleej cuando me llamó. Mis ojos se enjugaron un poco, pero mi es-posa no dijo nada.

«Felicidades», me dijo, y en su voz llevaba el olor a lana, como la que uno espera de un hombre cuya garganta ha sido tejida en Cachemira. Parecía como si todavía sintie-ra la misma lealtad hacia mí, como la que había definido nuestra relación a lo largo de veinte años y que le había inspirado el día de hoy a enviar sus mejores deseos vía telefónica desde Glasgow en una llamada que seguro le habrá costado bastante.

La llamada llegó de manera inesperada, justo en medio del puente, por eso la conversación parecía vacilante, torpe, lista para caer en cualquier momento en la frialdad de la formalidad, la cual no consideraba apropiada. Bajé la velocidad y me esforcé en ser tan amable con él como él lo era conmigo, con la esperanza de que mis pecados no proliferaran. Era una situación extraña, intentar intimar con un amigo cuyo árabe es muy errado y cuyo inglés se encuentra en estado rudimentario, y cambiar entre uno y otro idioma era lo último que mi afecto necesitaba, ya que, en el mejor de los casos, era cauteloso y no solía expresar de manera inesperada sentimientos como éste.

Habían pasado dos años desde la última vez que lo abracé, cuando me anunció que su visa de inmigrante para Gran Bretaña había por fin sido aprobada, diez años después de que lo soñara. Su maleta,

* Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering

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preparada de forma admirable para el viaje al norte, me recordó que no habíamos sido mucho más amables con él que aque-lla tierra prometida. Durante veinte años había recorrido las calles de Riyadh hasta que la ciudad le resultó tan familiar

como las mismísimas montañas de Cachemira y ni las unas ni la otra gozaban de jerarquías en su memoria. Su vida se había dividido entre los dos lugares de tal forma que preferir uno sobre otro a estas alturas de los cuarenta amenazaba con lisiar su

«La amistad duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad».

Francis Bacon

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tomemoria, lo cual era lo último que necesitaba, sobre todo si tomamos en cuenta que estaba a punto de emprender el cami-no a un tercer lugar, una nueva ciudad de la que no sabía qué albergaba para él.

Cuando dejó Riyadh, la visa estampada en su pasaporte no era muy distinta de aquella con la que había entrado al país vein-te años atrás, y aunque su estatus migratorio no cambió, después de su partida se llevó consigo las muchas experiencias que fueron escritas durante sus días en estas tierras. Recuerdo cuando tenía cinco años cómo celebré jubi-loso la llegada del nuevo chofer de la familia. Tenía el cabello negro y los labios gruesos, era muy alto y delgado, aunque la sazón de mi madre pronto cambió este último atributo, causándole la aparición de una considerable barriga que no se llevaba muy bien con su altura. Recordé nuestra despedida dos años atrás. Seguía siendo alto, pero su cabello comenzaba a acumular algunas canas de ma-nera metódica, además de que recientemente empezó a verse muy cansado. Su sentido del humor había decaído y su des-parpajado estilo para reír había desaparecido por completo. Ni

siquiera estaba seguro de que lo hubiese escuchado reír a lo largo de los últimos años.

Durante largo tiempo ocupó ese terreno intermedio entre fa-milia y servidumbre, incapaz de cruzar del uno al otro. Fue y vino a casa decenas de veces y en cada ocasión su humilde valija volvía a reventar, llena de pequeños rega-los, prendas y distintos textiles, ornamentos en mármol, fruta de India y videos que filmaba en su pueblo. Nos juntábamos todos en el cuarto de la televi-sión, mi madre se sentaba atrás mientras que mis hermanos y yo ocupábamos un lugar privi-legiado enfrente del televisor, él se sentaba sin obstruir junto a la videocasetera, extendiendo su largo brazo de vez en cuando para señalar algún callejón en la pantalla, o una tienda, o un vericueto del camino. «Camina un poquito más, esa es la casa de la hermana de mi madre. Dos calles después a la izquierda, la casa de mi hermano mayor». Lo interrumpíamos con cual-quier cantidad de preguntas que variaban de acuerdo con la edad de la persona que las hacía. Yo, haciendo caso omiso de la historia familiar que intentaba explicarnos, le pregunté: «¿aca-so no hay asfalto?» Haneef se

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rio, al igual que mi madre y mi hermano mayor, mientras que mi hermana pequeña esperó, como yo, una respuesta.

Su infancia se había pospues-to por mucho tiempo. Su padre se había convertido en alcalde de su pueblo en Cachemira dos años antes del nacimiento de Haneef. Con su nueva posición en el gobierno y su consiguiente estatus, se había hecho de una segunda esposa a fin de forta-lecer su prestigio. Haneef y su hermano pequeño fueron engendrados por esta segunda mujer. Todo parecía indicar que ambos hermanos sacarían eventualmente provecho de los muchos beneficios y la posición inherentes a los hijos de un gran sheik y su joven y preferida esposa. Pero nada de eso pasó, puesto que, como le sucede a cualquier sheik, su padre murió y la mayoría de sus hermanastros mayores estaban en la edad de dejar el pueblo y lanzarse a bus-car trabajo a las cuatro esquinas de la tierra.

Así que su infancia se pospu-so, como la de cualquier huér-fano. Dejó la escuela cuando todavía era muy chico, para ven-der guantes de lana que su madre tejía para los soldados apostados en la frontera. El camino entre

su casa y las barracas estaba lleno de ruido de las bombas distantes y de las canciones de niños burlándose de los indios que inventaban vívidas historias sobre su cobardía y debilidad. Cuando cumplió los veinte, una oficina de reclutamiento lo enganchó y lo trajo a Arabia Saudita y él sintió que su vida apenas iniciaba, de la misma manera en que lo siente ahora en Glasgow, padre de tres ni-ñas, con cuarenta años de edad, preparando hamburguesas halal para estudiantes universitarios y esperando el día en que su pro-ceso de naturalización británica esté completo.

Cuando Haneef vino a Ara-bia Saudita la primera vez, Ri-yadh era un plácido oasis en medio del desierto, extraño pero confortable. El sonido de la lla-mada a la oración emanando de docenas de minaretes al mismo tiempo inspiró en su alma un sentido de sobrecogimiento y le reconfirmó que los musulmanes eran personas que amaban a Allah y a la llamada a la oración y que además lo cuidarían bien. Ganaba un salario que su bol-sillo nunca hubiese concebido antes y recibía tres abundantes comidas diarias a cambio de manejar un flamante auto en

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touna ciudad moderna y de regar algunos árboles del jardín. Era un exilio sin dientes. La buena vida estaba a su alrededor y la gente no tenía preocupaciones ni muchas expectativas. Su co-razón estaba tranquilo y, recor-dando que aún no había vivido su niñez, decidió saborearla con nosotros al igual que un rumian-te se acerca el bocado al hocico para masticarlo una segunda vez.

Luego, la crisis de la edad adulta le pegó. De repente cayó en cuenta de que llevaba veinte años recorriendo las calles de Riyadh y ni él ni la ciudad ha-bían cambiado. Su cumpleaños número cuarenta le pegó de ma-nera particular, como se le pega al clavo de una tienda de cam-paña que se rehúsa a clavarse en la arena por miedo a quedarse ahí perdido para siempre. Sus tres pequeñas hijas, a quienes había puesto nombres árabes, estaban muy lejos de sus brazos, en Cachemira, arreando pavo-rreales e hilando lana, esperando el regreso a casa de su padre, el héroe. Crecían a pasos tan agi-gantados que su lejano corazón no podía soportarlo. Akbar, su amigo paquistaní, quien traba-jó por espacio de treinta años como chofer en Riyadh, acababa de morir de un coma diabético

cerca de la casa de su empleador en Al-Wuroud. Se colapsó a la mitad de la calle, dejando caer los huevos, el periódico y una lata de aceite que llevaba con-sigo. No era la manera en que Haneef quería morir.

El maldito volante crucificaba sus hombros al tiempo que nos llevaba adonde fuera que quisié-ramos, pero a ningún lugar que él quisiera. Mientras tanto, los niños de la familia para la que trabajaba estaban cam-biando. Crecían y comenza-ban a hablar un lenguaje que resultaba demasiado com-plicado para su diccionario humano, compilado a lo largo de veinte años de intimidad y leal servicio. Para los com-pasivos ojos de mi madre fue revelador que aquel hombre fuerte y honesto que contra-tó después de enviudar para servirle a ella y a sus hijos ya no era fuerte aunque siguiese siendo honesto. Alguna ocasión lo escuché teniendo una conver-sación terriblemente triste con nuestra sirvienta marroquí; sus llorosos ojos parecían brillantes aceitunas verdes. Estaba toman-do la taza de té que ella usual-mente le preparaba al atardecer. En esta ocasión, estaba sentado al lado de ella, junto a la puerta

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de la cocina, contándole sobre sus hijas. Dijo que podía oler el barro acumulado en sus pies incluso a miles de kilómetros de distancia. Ella le platicaba sobre su madre enferma y su hija, a quien su exmarido se había llevado consigo a Italia, después de lo cual no había escuchado de ella. Estos inesperados pedazos de tristeza cayeron sobre el suelo de la cocina y recorrieron los pasillos como el aroma de pedazos de maloliente queso caduco.

Él regresó a su cuarto y la sirvienta se fue a su casa. Sus dolores conjuntos se quedaron tirados en la puerta de la cocina para ser mordisqueados por los gatos que merodeaban por ahí de noche. Mi madre incremen-tó su salario so promesa de que haría su mejor esfuerzo para ahorrar dinero y dejaría de com-prar aparatos electrónicos que le llamaran la atención. Le pedía que se retirara como si tratara con un niño, mientras él movía la cabeza en señal de vergüenza sin emitir palabra. Ella le dio la libertad de trabajar los fines de semana, transportando frutas y vegetales junto a algunos de sus compatriotas, con el fin de que pudiera ganarse un dinerito extra.

Él me dijo que quería mu-darse con su familia a algún otro lado, lejos de su pueblo en Cachemira, donde nunca podría estar seguro de que no serían atacados por los indios y sus balas perdidas en esa contendida frontera entre los dos países. Me dijo que quería comprar una pequeña pick-up para trasladar pasajeros entre sus casas en las montañas y la estación de trenes, con eso sería suficiente para ganarse la vida. Luego me dijo que todo lo que había ganado en Arabia Saudita se lo había gastado en su costosa boda y en las muy generosas remesas que enviaba a la esposa que había dejado atrás y a quien visitaba una vez por año, sembrado su vientre con una pequeña niña del color del trigo.

Haneef, el soltero, durante sus primeros quince años como chofer con nosotros había sido muy diferente de este preocu-pado y distraído personaje cuya presencia en nuestra casa pa-saba ahora casi desapercibida. Antes su sonrisa era más amplia y vivía su vida plenamente. Nosotros éramos su familia y parecía como si nunca se fuera a ir con una visa de salida final. Pero durante los últimos cinco años, Haneef, el padre, era una

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topersona lúgubre la mayor parte del tiempo. Tenía una pequeña familia en Cachemira de la cual preocuparse y sus facciones sonrientes desparecieron para ser remplazadas por un rostro tenso y un seño atribulado. Su usualmente elegante apariencia se desvaneció para dar lugar a ropas tradicionales que le hacían parecer un albañil paquistaní cualquiera.

Ahora, con su voz agrietada a través del teléfono, lo más entusiasta que podía hacer era tardarme lo más que pudiera con mis saludos y preguntarle sobre sus hijas. Sin embargo, como eso no requería más que un par de preguntas, cuando mucho, me vi obligado a repetirlas en más de una ocasión y posterior-mente, conforme se terminaron las mismas, le inquirí sobre Glasgow y su gente. Él se rio, «mucho saudita por aquí, señor Muhammad, estudiando en la universidad, vienen al restauran-te por comida halal. Yo les digo que estuve en Arabia Saudita durante veinte años, ellos no lo creen». No tenía certeza sobre si ver a los sauditas en Glasgow, quienes se habían convertido en sus clientes predilectos, le deleitaba o le molestaba. Cierta-mente no todos pueden ser de su

agrado y Haneef nunca hubiese esperado que fuesen tan amables con él como lo estaban siendo ahora en Glasgow.

Recuerdo un día que estan-do en Riyadh nos llamó desde la comisaría y tuvimos que ir a sacarlo de ahí. Estaba bañado en sangre, se había peleado con cinco sauditas que intentaron sacarlo de la carretera mientras conducía. Su cara parecía una pelota a punto de reventar a pe-sar de su sonrisa despreocupada y la sangre seca en su frente y sobre su bigote, lo que indicaba que el altercado debió haber durado varios minutos antes de ser interrumpido por los transeúntes. Los cinco sauditas no estaban en mejores condi-ciones que él, habían aprendido que la vida en Cachemira, en una región fronteriza con-tendida por décadas, forjaba corazones orgullosos y puños fuertes.

Me dolía el hecho de que la conversación con un hombre que, si he de ser cuando menos honesto, desempeñó un papel tan importante en los recuerdos de mi niñez, fluyera con tanta dificultad. Esos recuerdos son nítidos, conservan su color na-tural, y a pesar de ello no logro encontrar palabras espontáneas

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para transmitir en medio de semejante éter telefónico. To-dos los recuerdos estaban en mi mente, pero eran incapaces de hablar. Jugando futbol en el bochornoso calor veraniego, regando el jardín durante las tar-des, la transmisión de lucha libre por televisión los martes por la noche, los partidos de la selec-ción nacional durante los Juegos Asiáticos del 88, las noches ati-borradas de Ramadán, nadando en la bahía de la media luna, cambiando focos fundidos, las barbacoas durante el aburrido invierno, las oraciones del Eid con todos sus Allahu Akbars, cantando en restaurantes de comida rápida, arrebatándole el micrófono a la nalgona sirvienta marroquí y cientos de recuer-dos más que conserva cualquier niño que pasa de los cinco a los veinticinco años. Haneef estaba presente en todos y cada uno de ellos, justo en medio de la acción, ya que ninguno de ellos hubiera sido posible si él no hubiese esta-do ahí. Fue él quien me enseñó a limpiar las cabezas de los video-casetes con gotas de gasolina; a diferenciar entre el hindi y el urdu; a arruinar el futbol uti-lizando repelente para insectos; a parar el ruido emanado por las luces de neón sin necesidad

de cambiar las bombillas. Eso era cuando aprender todas esas cosas sencillas resultaba intere-sante, antes de que creciera y los placeres de la vida gradualmente se desvanecieran.

Haneef se despidió con las palabras que su limitado voca-bulario árabe le permitió y yo lo hice mientras cruzaba los metros restantes del puente. Me quedé prendado del teléfono por un momento, irritado, intentando aprisionar un poco de la voz de Haneef adentro a fin de poder mantener una conversación mucho más civilizada con pos-terioridad. Una conversación que estuviera a la altura de su refinada calidad humana, no sólo una que fuera más burda de la que yo tenía.

Abrí la ventana esperando que el aire soplara para expli-car mis ojos llorosos, y esperé que mi esposa me preguntara algo, puesto que me miraba fijamente desde el inicio de la conversación.

«¿Con quién hablabas?».«Con Haneef, nuestro anti-

guo chofer».«¿Y por qué las lagrimas?».«Lo extraño».«¿Al chofer?».

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Mimouna*Faïza Guène

1. El grito

Dejo escapar un sonoro grito.Tan fuerte que pega contra el techo antes de caer

en pedazos sobre el suelo de baldosa, como miles de minúsculas bolitas rodantes.

Un grito estridente, irritante y horrible, no pueden imaginarse qué tan perforante. De la categoría de los pesos pesados, a la par de esas armas de sonido utilizadas ahora por los paramilitares y la policía para dispersar a las multitudes hostiles. Un grito capaz de desatar un terremoto.

Pero los rostros de las rumorosas ancianas apostadas a mi alre-dedor son de satisfacción; de hecho, de alivio.

Un fuerte olor a carnicería llena el ambiente, el calor es abrumador. Estoy a punto de la sofocación, y todo el vaivén en torno no me ayuda.

Finalmente puedo ver a una joven mujer que yace a lo lejos, temblando, con una brillante frente y la cara rosada. Sus ojos desbordan en lágrimas al tiempo que me mira por vez primera.

Es un 19 de agosto del año 1947 y he nacido.

El nacer es sólo el principio del morir.

Théophile Gautier

* Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering

Arg

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2. El inicio del morir

Si está preguntándose por qué comenzamos a gritar tan pronto asomamos nuestra nariz, he aquí mi respuesta: «¿No recuerda lo que se siente después de pasar nueve meses en la oscuridad?».

Por un lado pensé que esos nueve meses no terminarían nun-ca. Me sentía profundamente solo. Forzado a enfrentar, solo, los incontables y sobrecogedo-res cambios que me sucedían. Estaba constantemente alerta de nuevas cosas que me bro-taban del cuerpo en todas direcciones; brazos, piernas, dedos y cabello nuevo… fue traumático. Imagine que cada vez que usted se ve al espejo por la mañana se percata que le ha crecido una nueva oreja o un nuevo pie. Como siempre sucede con todo, terminé por acostumbrarme. Debo admitir que era hermoso presenciarlo e impecable su factura, admiraba la calidad y las proporciones pre-cisas. Recuerdo particularmente el momento en que descubrí mis manos. Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que ese fue el día en que lo supe…

Dormí mucho. Mentiría si dijera que el sitio era incómodo. Disfruté de las mejores siestas de

mi vida ahí, de forma particular durante los primeros meses, cuando el espacio abundaba y podía estirarme. Después de eso las cosas se dificultaron. Rápida-mente gané milímetros, luego centímetros y, hacia el final, estaba francamente hacinado.

El mundo exterior… Claro que uno posee cierta intuición sobre el mismo, una conciencia, ciertas pistas y otras cosas sobre las que uno está seguro. Una de ellas principalmente: que nadie llega a él por casualidad.

Incluso cuando era un em-brión tenía la expectativa de que el futuro fuese sombrío. Así que saqué el mejor prove-cho de ese confortable mundo durante mi estadía en él, flotan-do en su ambiente hidratante, a sabiendas de que aquel senti-miento de seguridad no duraría mucho tiempo.

Afortunadamente tuve algu-nos indicios, voces que con el tiempo se hicieron familiares. Algunas veces me exasperó lo que escuchaba y pateé con fuerza alguna de las paredes del derredor. En varias ocasiones, dejé que mi ira diera un portazo a lo que llamaba mi «recámara provisional». El problema era que más allá de que los enten-dieran en un sentido propio,

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tomis gestos despertaban dicha. Evidentemente, durante esta primera etapa creían que yo era vigoroso.

Hay muchas cosas que esca-pan de nuestro conocimiento. Es imposible dejar de pregun-tarse por qué aterrizamos aquí y no en algún otro lugar. ¿Cómo es que terminamos en este pue-blo, en el seno de esta familia, hablando este idioma y viviendo esta historia?

Si queremos responder a di-chos cuestionamientos sólo nos queda una opción: creer que hay un poder superior que con un objetivo ulterior acomodó todas las circunstancias en ese orden. La otra opción sería confiar en lo que comúnmente se conoce como suerte, con el peso que ello conlleva; vivir con las constan-tes preguntas hasta que llegue la salida final que nadie puede ignorar. Así lo creo yo de forma fehaciente.

Como a muchos de noso-tros, a mí no me place que mis preguntas queden sin respuesta.

Una anciana con la frente ta-tuada me colocó en el ardiente pecho de mi madre, al que sen-tía latir. Ella se veía sumamente frágil y joven. Caí en cuenta de que seguía llorando casi como una niña por lo que la anciana

tatuada le pidió que guardara silencio como si le estuviera hablando a un niño. Otra an-ciana, esta vez chimuela, tomó el cordón umbilical y lo cortó. Me levantó y me cargó hasta una tina en donde me lavó con un áspero pedazo de tela que remojó en agua caliente, el cual me raspó la piel, algo que no me gustó.

Miré las manos de la anciana; eran finas, huesudas y estaban salpicadas de manchas de color marrón. De vez en cuando se acomodaba los canosos cabellos debajo de la mascada que cubría su cabeza.

Debe haber por lo menos una docena de mujeres movién-dose agitadamente alrededor de mi pobre madre. Parecían gallinas viejas, cadáveres con piel y huesos cuyos alaridos saliendo de las cuerdas vocales se escuchaban como el jaloneo de un duro mecate colgado a lo largo del cuarto.

Mi joven madre estaba ex-hausta y se rindió cansinamente.

Ellas la bañaron, levantándo-la de nueva cuenta, hablándole con voces silenciosas al tiempo que la anciana chimuela me ter-minaba de limpiar. Me untó con un jabón negro, echándome cubetazos de agua caliente, me cubrió de gena y repitió la

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operación. A continuación me pintó los párpados con una pasta negra preparada a base de anti-monio y almendras quemadas. Por último, me arropó con una manta de lana especialmente tejida para la ocasión, colocando mis manos entre los dobleces de la tela para impedir que me to-cara la cara. Entonces, la anciana sacó del bolsillo de su delantal un pequeño pañuelo de color blanco que guardaba un dátil fresco. Con sus encías desnudas como único instrumento batalló para masticar la mitad antes de meterme la otra por algunos segundos en la boca, lo que me dejó un delicioso sabor azuca-rado. Recitó algunas oraciones invocando mi protección antes de regresarme envuelto y momi-ficado a los brazos de mi madre, aunque su mirada estaba perdida en el espacio y no me prestó mayor atención.

De pronto, un niño entró en la habitación. Llevaba consigo un bastón de madera más alto que él; su pelo rizado estaba despeinado y lleno de polvo. Mientras charlaba con mi chi-muela bañadora, se arreglaba el dobladillo de sus bermudas azules con una mano mientras se recargaba en el bastón con la otra.

«¡Madre! ¿Qué ha pasado? ¡Mi padre y todo mundo quie-ren saber! ¡No te escuchamos gritar!».

Ella volteó con una mirada matadora.

De repente, se agachó y recogió una sandalia para arrojársela. El niño apenas la esquivó y se echó a reír.

«Si no han escuchado nada allá afuera por lo menos habrán entendido lo que estaba pasan-do. Regresa y dile a tu padre que no tiene caso, que no hay necesidad de ser maceta para no pasar del corredor. Seguro que eso sí lo entiende. ¡Ándale, vete ya, y devuélvele el bastón a tu padre!».

Una ligera brisa levantó la cortina floreada que servía de puerta, revelando un pequeño patio en donde las gallinas ca-careaban bajo un ardiente sol. Mientras se retiraba, el niño agrandado perseguía a los po-lluelos intentando pegarles con su bastón.

Estaba cansada y sentía cómo mis párpados se hacían cada vez más pesados.

«¿Y cómo le va a poner?», preguntó secamente a mi madre la mujer tatuada.

Finalmente, volteando a ver-me, mi madre me dio un corto y

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topenetrante vistazo antes de con-testar: «Mimouna». Un silen-cio pesado se hizo presente. Tres o cuatro de las ancianas tomaron sus enaguas, enroscándolas alre-dedor de su cuerpo. Entraron de nueva cuenta en el anonimato y con amplios movimientos de sus brazos que abatían el aire caliente saludaron al resto de las gallinas antes de desaparecer con sus vestidos blancos.

Un nuevo baile de la verde cortina floreada nos permitió presenciar la procesión de las viejas gallinas cruzando sus pa-sos con las verdaderas, ésas que sí tienen plumas.

3. El regreso

Cómo envidiaba a Abdelhaq.El chiquillo de la cabeza des-

peinada y bermudas azules que solía correr de aquí para allá se convirtió en un estudioso joven. Su escuela quedaba a nueve kiló-metros de distancia. Se levantaba antes de que cantara el gallo, par-tiendo rumbo al final del mundo antes del amanecer. Su madre, Khelthoum, el cadáver chimuelo, no quería que estudiara. Trató de evitar que lo hiciera por todos los medios; afortunadamente se dio

por vencida. Tras la muerte de su esposo, mi abuelo Ahmed, ella cedió mucho. Lo único que quedó del viejo fue su bastón colgado de un clavo sobre el horno de pan.

Ah, y casi lo olvidaba: quince hijos.

La gente dice que mi abuelo engendró hijos fuertes, a partir de lo cual forjó su reputación. La gente llegó a preguntarle si seguía alguna dieta especial. La verdad es que no entiendo a los árabes y sus supersticiones. Si todos sus hijos están vivos no es por arte de magia, mucho menos por suerte o por algo que mi abuelo be-biera o comiera, sino por gracia de Dios, que hizo a mis abuelos particularmente fértiles y les dio quince hijos con buena salud. ¡Quince hijos! Aunque pensándolo bien, creo que son ingratos al imputarse todo el crédito por ello. Mi abuelo era un viejo gruñón que se quejaba de todo, nunca le dio gracias a Dios a pesar de que recibió innu-merables favores. No solamente su esposa sino también sus tierras eran muy fértiles; tristemente, el árido era su corazón.

Todos los días acontecía el mismo ritual. Nuestra casa es-taba situada en una colina desde donde se podían ver las tierras

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de la familia, sus campos arados, y en medio de ellos un sendero que corría por entre los árboles de oliva. Mi madre, quien sabía la hora a la que el abuelo Ahmed volvía por lo general del zoco, lo esperaba con la mirada mientras colgaba la ropa a secar en el pa-tio. Él solía portar un turbante de colores brillantes, amarillo o anaranjado, así que resultaba fácil de identificar. Yo disfrutaba ayudando a mi madre en sus labores, sentía que desempeña-ba una función importante. La mula cargada batallaba al subir el cerro mientras que mi abuelo mascaba tabaco montado en el lomo de la bestia.

El camino era tan largo y empinado que entre el momento en que se avizoraban los primeros rasgos del turbante amarillo en el horizonte y el momento en que mi abuelo Ahmed bajaba de la mula a las puertas de casa, mi madre tenía tiempo suficiente para tenerle todo listo. Tenía que sacar el pan del horno, calentar el agua, poner el aceite de oliva en un pequeño plato, preparar el té y colocar en el pa-tio el tapete de paja con cojines para su espalda.

No había amarrado mi abue-lo la mula a un árbol cuando mi madre ya corría a su encuentro,

ayudándole con sus cestas y ade-lantándosele para descargarlas en la cocina. A continuación le quitaba los zapatos y le sobaba los pies con el agua caliente a la que añadía sal en grano con antelación. Finalmente le ser-vía el té junto con el pan recién horneado, que encantaba de sopear en el aceite de oliva. Cuando todo estaba hecho, mi madre podía descansar tran-quilamente. Pero si ocurría cualquier complicación durante esta perfectamente ejecutada operación, mi abuelo se enco-lerizaba llegando a escupir en la cara a mi madre.

No era su padre sino su sue-gro, el padre de su marido. Quizá eso lo hacía peor todavía.

Abdelhaq era el más peque-ño de los quince hijos de esa gran familia y el único que to-davía vivía ahí. Todos los demás se casaron y dejaron el hogar. Bueno, eso de dejaron es mucho decir, pues vivían a tan sólo unos cuantos metros de distancia. Construyeron casas de piedra propias imaginando que gana-ban su independencia ahora que estaban esparcidos en las tierras familiares. Todos a excepción de uno que esparcía su alma al ir a trabajar mucho más lejos de ahí; el octavo, Mohammed, mi

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topadre, estaba en Francia y nunca lo había visto.

Es el invierno de 1953 y estoy tejiéndole a mi padre un par de gruesos calcetines utilizando la lana de nuestras ovejas y dos finas plumas de gallo como agujas. Regresará a Argelia a principios de primavera, no aguanto las ganas de que llegue ese momento.

4. El último exilio

Mi madre y yo estábamos muy emocionadas con el regreso de mi padre. Al final iban a encontrar respuesta todas las preguntas con las que había molestado a mi madre durante todos estos años. Hasta ese mo-mento mi padre era tan irreal para mí como el coco con el que los adultos suelen asustar a los niños para que se comporten o como ese héroe disidente Juha, cuyas extraordinarias aventuras se conocen alrededor del mundo árabe. Mi padre pertenecía a esa lista de personajes imaginarios que poblaban mi imaginación. No hubiera podido reconocer su cara o su voz y sus gustos eran desconocidos para mí. Mi abue-la Khelthoum más que recordar

cosas del pasado las terminaba confundiendo, con quince hijos no es sencillo recordar. Mi ma-dre me había contado minucias que se me hacían un tanto sosas. De lo que podía inferir, mi pa-dre no era muy platicador que digamos.

Estábamos paradas en el pasi-llo, alertas, tal como cuando mi abuelo venía a casa desde el zoco. Mi padre se acercó hacia nosotras envuelto en la bruma de las pri-meras horas del día como salido de un sueño; fue mágico a la vez que confuso. Se veía muy guapo. Mi abuela se echó a llorar mien-tras corría a su encuentro, seguida de mi madre. Estaba acostum-brada a ver a mi madre llorar, pero que la abuela Khelthoum llorara era algo que valía la pena presenciar. Me había incluso convencido a mí misma de que dentro de su pecho vivía un viejo sapo en cuclillas en el lugar en donde debía estar su corazón.

La sesión de besos y abrazos fue corta pero intensa. Me paré a un lado, un poco intimidada, así que él me pidió que me acercara.

Mi madre me animó dándo-me una pequeña palmada en la espalda mientras le decía a mi padre: «¡Esta es Mimouna! ¡Me es de gran ayuda!».

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En efecto, era muy guapo. Tenía un elegante y delgado bigote, a través del cual podías verle los labios y, cuando son-reía, una excelente dentadura también, a diferencia de todos mis tíos que tenían dientes re-pugnantes por mascar tabaco, así como enormes bigotes ma-rrones que cubrían sus bocas. Uno podía pensar que en lugar de bigotes se habrían colgado una cola de mula en la cara. ¡Qué buen mozo era mi padre!

Como dije desde un princi-pio, tienes de dos: creer o confiar en la suerte.

Mi padre regresó unos cuantos meses an-tes de la guerra. Se dio cuenta que debía venir a casa a partir de una carta de su hermano Abdelha-ziz, escrita por Abdel-haq (la única persona en la familia que podía leer y escribir), en la cual le advertía : «regresa tan pronto como te sea posible, vamos a iniciar la cosecha». Claro que todo estaba escrito en código.

Y entonces llegó la guerra . Hambru-n a . L a Cruz Roja . Exilio por tierra hacia

Marruecos. Escuela. Miedo. El soldado que encañonó a mi hermano pequeño, Mustafa, cuando tenía apenas unos meses de nacido y dormía cargado sobre las espaldas de mi madre, dijo: «Le vamos a disparar ahora mismo, antes de que crezca y se una a los otros en el cerro».

Y luego la libertad.Después de corear la si-

guiente canción con todas mis fuerzas.

La promesa

Juramos por los rayos que destruyen,por los ríos de generosa sangre que se

derraman, por las brillantes banderas que ondeanvolando orgullosas en las altas

montañas, que estamos en una revuelta, ya sea para

vivir o para morir.

¡Estamos determinados a que Argelia viva,Así que sean nuestros testigos!

Somos soldados levantados en pro de la verdady hemos luchado por nuestra

independencia. Cuando hablábamos, nadie nos escuchaba,así que hemos adoptado la voz de la pólvora

como nuestro ritmoy del sonido de las armas como nuestra

melodía.

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Y llegó mi turno de poner pie en Francia. A los veinte me casé con un trabajador no calificado, chaparro, rechoncho, medio bruto y fumador empedernido, pero la verdad es que era tam-bién muy amable. Su corazón estaba en el lugar indicado y eso era lo que me gustaba de él.

El problema fue que él traba-jaba demasiado y yo me sentía desplazada, sola, cada uno de los días que el Señor creó. La crueldad del exilio, dejar atrás una familia numerosa, todo ese espacio, todo lo que uno ama, los seres queridos, la madre pa-tria, para encontrarte atrapada en un décimo piso de una torre de concreto llena de tristeza e in-quilinos en igual medida; yo no entendía su idioma ni qué decir de su forma de entretenerse. Y la

manera en que los fran-ceses hacen a sus perros vestir elegantes abri-gos durante el invierno me parecía sumamente ajena. Cuando estaba esperando a mi primer hijo enfermé mucho y perdí el apetito, estaba adelgazando desmedi-damente. Una depre-sión seria me dijeron los doctores. No me dieron muchas esperanzas ni a mí ni al bebé.

Todos los días a las diez, dos y seis en punto, las monjas de la parroquia de Saint-Ger-main me visitaban. Me conso-laban y me ponían inyecciones, pero yo estaba anestesiada por la tristeza y sus agujas no tenían ningún efecto.

Conforme el tiempo pasó, la situación mejoró. Conocí a otras mujeres como yo. Nos encon-tramos a través de la nostalgia compartida. Nuestros hijos crecieron y tuvimos que lidiar con demasiados cambios. Even-tualmente aprendí a hablar la lengua, pero no fue sencillo.

Ahora estamos viejas y nues-tros hijos se han casado. Mi hija mayor acaba de dar a luz a una pequeña niña. Felizmente estos son tiempos distintos. Lo

¡Estamos determinados a que Argelia viva,así que sean nuestros testigos!

¡Ay, Francia! Dejemos atrás la plática sin sentido.

Hemos dado vuelta a la página como se hace con los libros.

¡Ay, Francia! ¡Ha llegado el día de saldar cuentas!

¡Prepárate! ¡He aquí nuestra respuesta!El veredicto, nuestra Revolución ha de

regresar.¡Estamos determinados a que Argelia viva,

así que sean nuestros testigos!

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celebramos de la manera en que debe festejarse un cumpleaños. Y si hubiese habido un buey yo misma le hubiera cortado el pescuezo. Es mi turno de ser abuela, por vez primera. Qué extraño se siente. No puedo sacarme de la cabeza a la abuela Khelthoum, Dios la tenga en su santa gloria.

Mientras recorro estos re-cuerdos puedo con toda since-ridad afirmar que no creo que la suerte gobierne aleatoriamente nuestras vidas o que yo sea fruto de una lotería sin sentido.

Mi padre murió. Él era un verdadero creyente y me trans-mitió todo su amor y su fe, sin los cuales, como les he dicho, esta vida carecería por completo de sentido, sería sólo sufrimien-to insoportable, salpicada de algunos fugaces y fútiles peque-ños placeres. Mientras me arro-dillo frente a su tumba, le ruego a Dios que tenga piedad de él y, de nueva cuenta, lo veo como aquel día en que batallaba por subir el cerro arropado por la niebla a través del camino de árboles de oliva.

«Del árbol del silencio pende el fruto de la seguridad».

Proverbio árabe

Caligrafía abstracta por Khawar Bilal,s

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Crimen en la calle de los restaurantes*

Wajdi al Ahdal

Si Sana es la capital del país entonces la «calle de los restaurantes» es la capital interior de esa ciudad multidimensional. Si alguien presume de haber esta-

do en Sana, pero nunca ha escuchado el nombre de esa ca-lle, entonces tenga por seguro que esa persona no ha estado en Sana realmente. Como su nombre lo indica, la calle está compuesta por una hilera de restaurantes que se especiali-zan en platillos típicos y un puñado de cafés visitados por cientos de personas todos los días.

Fue en uno de esos cafés, durante una tormenta de arena impe-netrable por los rayos solares, que una cara poco familiar apareció. La cara de un hombre que vestía un caro traje marrón acompañado de una corbata rosa y que cargaba un portafolios Samsonite. Se sentó al lado de un poeta convertido en crítico literario y le hizo una pregunta un tanto extraña, le pidió que lo acompañara a un banco cercano a la calle de los restaurantes para declarar sobre uno de los clientes del café, a cambio de lo cual recibiría una cuantiosa cantidad de dinero. El crítico, dudando de la seriedad de la oferta, sonrió de manera sarcástica y con los labios partidos, fruto de su diabetes. Sin embargo, el extraño personaje, quien se identificó como «emisario del banco», sacó 20,000 riales de su portafolios y los metió al bol-sillo del crítico, prometiéndole la misma cantidad cuando hubiera

* Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering

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rendido su declaración. El críti-co carraspeó y sus ojos brillaron. Se apeó del bastón que utilizaba para intimidar a jóvenes escrito-res y se encaminó al banco.

El emisario lo guio a la ofi-cina del gerente del banco. Tras entrar, el crítico quedó sorpren-dido, no podía creer que a tan vasta sala le llamaran «oficina»; se sentía intimidado por el lugar y lo avergonzaban sus ropas roídas. En su precipitado acer-camiento al gerente, un hombre de corta estatura y tan delgado como una caña de bambú, tro-pezó y casi se da en la cabeza con un incensario del que emanaba humo perfumado. El gerente del banco le dio la bienvenida y lo invitó a sentarse. Una joven y glamorosa mujer le ofreció café sin azúcar; el cual probó rego-deándose de su amargo sabor.

Una amplia sonrisa dibujaba el rostro del gerente mientras se dirigía al invitado.

«¿ Es uste d un crí tic o literario?».

«Sí, el mejor de Yemen».«¿Es cierto que recibe di-

nero de algunos escritores a cambio de alabar su trabajo?».

«Eso es mentira, los sionistas y la cia alimentan ese tipo de falsedades».

«¿Conoce a Abdullatif Mu-hammad Ahmad?».

«Abdullatif…..Abdullatif…ah, sí que lo conozco».

«Perfecto. Quiero que me cuente cada detalle que sepa de esta persona, sean nimiedades o cosas importantes».

«¿Por qué, acaso está rela-cionado con usted de alguna manera?».

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to«Eso a usted no le incumbe.

Por favor limítese a hacer lo que le indico, no haga ninguna pregunta».

El gerente se acomodó en su sillón reclinable e hizo una señal al crítico para que comenzara. Seguido de un pesado e inquie-tante silencio, el crítico esperó el momento propicio para iniciar. Inhaló hasta que sus cachetes se hincharon para después exhalar e incorporarse.

«Lo que sé es que trabaja como servidor público en el Ministerio de Información....no…. no es amigo mío… pero los cafés reúnen a toda clase de personas, desde hombres comu-nes y corrientes hasta espíritus. Suele ir a tomar el té todos los días. Su majestad está ahí desde primera hora de la mañana y se queda en la calle de los restau-rantes andando de aquí para allá como cabra errante hasta que las tiendas cierran a las diez de la noche. Desayuna tres o cuatro bizcochos y una taza de té con leche. Almuerza tarde; se cuela en el restaurante de uno de sus conocidos del barrio para comerse las sobras después de que la cocina ha cerrado sus puertas. No sé qué haga para la cena, porque vuelvo a casa antes de que oscurezca. Dice

ser un decorador de interiores, pero más bien parece un enor-me monstruo marino que se ha arrastrado, sin levantar sospe-cha, desde las profundidades del mar hasta nuestro mundo a través de las alcantarillas.

«Al parecer estudió en el ex-tranjero, es uno de esos pseudo europeos que pretenden pasar desapercibidos y que están des-lumbrados por el país en el que estudiaron. Están tan metidos en esa nueva y poco convencio-nal forma de vida que cuando regresan a Yemen les cuesta mucho trabajo encajar en la sociedad de nueva cuenta; son incapaces de honrar sus tradi-ciones y costumbres. Es como si estuviesen suspendidos en el aire, con sus raíces cortadas e imposibilitados para reinte-grarse. Como si de todo lo que los rodea estuvieran separados por una delgada membrana, están envueltos por sus propias obsesiones, su desprecio por los demás, su desdén y arrogancia los atrapan. Están arropados por sus pretensiones, su inflexible ego es evidente en sus eternos ceños fruncidos.

«Se sienta en el café como si fuese un genio, la atracción principal. Es lo suficientemente ingenuo como para creerse una

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personalidad famosa, obligado a dirigirse a la turba desde un pedestal. Se permite creer que es una celebridad, a tal punto que incluso llega a disfrazarse para ocultar su verdadera apariencia y no ser perturbado por sus supuestos admiradores. Asume que sus subordinados imitan sus medidos movimientos, porque a final de cuentas él es una estrella internacional.

«Desde el momento en que Allah nos concede el amanecer, está fuera de casa tomando vino barato. Lo he visto sentado en el café con un periódico oficial bajo las nalgas. Aunque el diario ostenta versos coránicos y los símbolos de nuestra nación, él lo usa para mantener limpios sus pantalones. Gradualmente des-pierta de su borrachera conforme llega la tarde. Sí, regularmente se queja del sistema. De hecho, comienza el día con una feroz invectiva en la que maldice ver-gonzosamente a nuestra nación; nuestra nación de cinco millones de héroes y cinco millones de de-lincuentes. Permanece así todo el día, turbulento y tempera-mental, petulante y agresivo. Cree que todo el mundo quiere insultarlo y hacerlo menos. Si se detiene a escucharlo, uno se da cuenta de que le guarda rencor

a todos aquellos que son exito-sos; despotrica, mañana, tarde y noche, contra ricos y famosos, utilizando un vulgar lenguaje que apesta a repulsión.

«Una vez, un compositor de tez morena visitó breve-mente el café. Tan pronto se hubo retirado, nuestro amigo vociferó a todos los presentes: «Dios todopoderoso, ¿acaso los albañiles reciben educación musical estos días?». ¿No con-lleva un tono racista esa aseve-ración? ¿No es ésta la flema de un hombre derrotado, de un desgraciado arruinado por sus propias insuficiencias? Fui yo quien tuve que mostrarle que estaba equivocado.

«En otras ocasiones pierde las casillas cuando ve que un ar-tista talentoso recibe aprobación y respeto, despreciando sus logros al hacer referencia a sus orígenes humildes. Sospecho que tiene una violencia latente dentro de sí y sueña con destruir el mundo, con tirarlo a la basura. Llegué a esa conclusión después de escu-charle alabar a Osama bin Laden, algo bastante extraño, podrá uno pensar, para provenir de la boca de un diseñador de interiores. A pesar de no ser religioso y no estar ni remotamente vinculado con ningún movimiento islámico,

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toes seguidor de Bin Laden, lo considera su salvador y deposita en él sus mayores esperanzas. Alguna vez le escuché afirmar afanosamente que «Osama bin Laden es el único hombre capaz de poner fin al caos que reina en el mundo».

«Y si acaso las palabras de alguien más llaman la atención de los asiduos al café, lo consu-men los celos. Se voltea con cada uno, deja todo patas para arriba y dice: «¡Vayan a cultivarse de la boca de las cabras!». Está pirado. En verdad se cree un hombre muy importante y actúa con los demás de acuerdo con esa creencia. Así que no es de los que responden el saludo o cualquier pregunta; se siente un rey que desdeña la conversación con todo aquel que es de menor rango. Camina con la cabeza er-guida hacia el cielo; sólo la baja cuando se topa con alguno de sus familiares. No ríe ni sonríe. Tuerce las cejas y sus facciones las determina el ceño fruncido. Sus ojos irradian fiereza a todo aquel que osa mirarlo. Se rodea de misterio, de un aura de pres-tigio y pretensión; no rebaja su forma de hablar ni relaja las apretadas líneas de su rostro.

«No alza la voz, solamente susurra, ya que no quiere que los

informantes lo reporten. Cons-truye un muro de engreimiento a su alredor que refuerza con el autoengaño. Detrás de los lentes oscuros que siempre porta, sus ojos se mueven de izquierda a derecha monitoreando de forma constante hasta el más mínimo movimiento de la audiencia.

«Una vez lo vi introducirse entre un gran grupo de conseje-ros que rodeaban al ministro. Se paró energéticamente enfrente de él como si fuera uno de los de la elite cercana, su ca-beza en alto de tal forma que su nariz casi tocaba la del ministro, intimidándolo, pensándose un personaje distinguido. Y cuando habla para qué más podría ser que para pedir apoyo financiero. Pero cuando el ministro ordena que se le traiga una modesta cantidad de efectivo a entregarse debajo de la mesa, nuestro amigo comienza a discutir ferozmente; le alza la voz, perdiendo las casillas y acallándo-lo a gritos. Los guardaespaldas in-tervienen y lo fuerzan a someterse de manera humillante. Entonces él se va, resoplando y tosiendo, enfatizando su mueca y con el cuerpo convulsionado.

«¿La última vez que lo vi? Fue en el café hace tres horas. Estaba sentado, llevaba un traje azul marino a rayas; a decir

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verdad era horrendo, sobre todo si se le veía de cerca y uno se daba cuenta que ni siquiera estaba planchado. Ahora re-cuerdo que me vio dirigiéndome al café, así que se detuvo, volteó y se dirigió hacia mí, intentando cruzarse en mi camino. Me dio una fuerte palmada en el hombro, como queriendo provocarme para ventilar su rencor a través de una pelea conmigo, pero lo ignoré por completo y seguí andando como si no estuviera ahí.»

El gerente del banco miró su reloj y le pidió al crítico que parara.

«¿Con esto es suficiente?».«Sí. Pase a la ventani-

lla para recoger el resto de su recompensa».

«Gracias».Algunos días después el ge-

rente del banco pidió que se en-contrara alguna persona más que pudiera declarar sobre Abullatif Muhammad Ahmad; en esta ocasión al emisario le tomó un poco más de tiempo dar con ella.

«Abdullatif, el decorador de interiores, es el único hombre que ha intentado propasarse conmigo. Me besó en la boca cuando la calle estaba atiborrada de gente como si no le importara lo que los demás fueran a pensar. Me le quedé mirando en silencio

mientras que las mejillas me quemaban de la vergüenza.

«El corazón me salta y siento un ardor por todo el cuerpo cada vez que lo veo, como si dentro de mí hubiera un horno encendido. Todos los días me pongo en una esquina de la calle de los res-taurantes a pedir limosna. Él se sienta sobre un limpio pedazo de cartón en su banca favorita. Cuan-do está de buen humor, me lanza miradas lascivas y me molesta enviándome besos. Se burla de mí y me provoca utilizando un lenguaje nauseabundo, que nun-ca le he escuchado a nadie más. Tengo diecisiete años, cojeo con ayuda de una muleta y tengo un serio problema de sobrepeso. Me dio polio cuando era pequeña y aquí sigo, una lisiada niña gorda a quien nadie quiere. Aunque a veces fantaseo con convertirme en su esposa y con pasar el resto de nuestros días juntos.

«Como estoy obsesionada con él, he memorizado sus hábitos cotidianos, su comida favorita y hasta la marca de cigarros que fuma. Sé lo que le agrada y lo que detesta. Puede que lo conozca mejor que su propia madre. Para desayunar prefiere frijoles con carne picada y siempre desayuna en un peque-ño restaurante fuera de la vista

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tode los transeúntes, situado en donde la calle de los restaurantes se topa con pared. Almuerza una rica y cremosa salta en uno de los restaurantes cercanos. No sé qué es lo que cene, porque mi hermano me lleva a casa en carro por lo menos una hora antes del atardecer. Una vez me quedé fuera hasta altas horas de la noche y un grupo de niños de la calle me atacó, quitán-dome las ganancias del día y dejándome llena de moretones.

«Abdullatif tiene menos de cincuenta, es de estatura media-na, piel clara, con una barba y bigotes bien cuidados; tiene pe-queños ojos hundidos y cabello negro sin canas, aunque creo que se lo pinta. Usa lentes de sol y el silencio y arrogancia que ema-nan de ahí generan miedo en cualquier corazón. Siempre viste de traje, en todos los años que llevo de conocerlo nunca lo he visto vestir casualmente. Nunca lo verán sólo de camisa o suéter. Prefiere los trajes plateados o verdes y las corbatas doradas o rojas. Lo único que echa a per-der su sofisticada imagen son los zapatos, que por lo general no combinan con su traje aunque sus botas usualmente sí lo hacen. Lo que más me atrajo de él son los maravillosos sombreros

de colores que siempre se encar-ga de portar, producto del mejor sombrero.

«Es un hombre como cual-quier otro, aunque también un filósofo ilustrado. En una ocasión le escuché dar cátedra a unos jóvenes: «Si el mundo dejara de girar como loco sobre su propio eje entonces el género humano dejaría de perseguir el pan de cada día y se relajaría».

«El día en que inició la guerra entre Líbano e Israel, apareció muy tarde, sin rasurar y con la cara oscura y perturba-da. Se pegó la radio a la oreja con la antena al aire; siguió la guerra a cada minuto como si fuera un verdadero libanés que el destino colocó en Yemen. En ese entonces se olvidó por completo de mí, pasaba el día entero escuchando las noticias. Caminaba de arriba abajo como lobo atrapado en una jaula, aunque he de confesar que me encanta su forma de caminar. Camina como nadie más, con pasos cortos y cierta musicali-dad, a ritmo de baile. Su cabeza se mueve a la par del resto del cuerpo como si caminara no sólo con sus pies sino con toda su humanidad. Camina como un orgulloso león.

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«Una vez me dio una hoja verde, no sé de qué árbol pre-cisamente, y me pidió que la viera detenidamente y le dijera a qué me recordaba. Me rompí la cabeza y lo pensé muchas veces, pero no logré darle una respuesta. Me dejó reflexionan-do mientras fue a tomarse un té de Adani. Le daba un sorbo de vez en cuando, intercalando con miradas hacia mí. Finalmente se me ocurrió decir que la hoja era como el corazón de la humani-dad, me sentí aliviada y mi cara brillaba de alegría. Supuse que esa respuesta sería de su agrado. Cuando terminó su té se puso de pie y volteó a verme con una mirada inquisitiva. Llegó a la conjetura de que había dado con la respuesta y se acercó a mí, pidiéndome que hablara con un gesto de la mano. Cuando escuchó mi respuesta levantó las cejas, se talló la nariz y me dijo que estaba equivocada. «¿Cuál es, entonces, la respuesta co-rrecta?», le pregunté. Tomó mi mano y me explicó con su dedo

índice: «Esta hoja se parece a tu coño». Se fue riendo a carcaja-das. Yo me quedé temblando y casi me desmayo de la vergüenza por la que me había hecho pasar. Al final me di cuenta de que tenía razón, las hojas sí tienen cierto parecido con las partes nobles de las mujeres, o más bien al contrario».

Una semana después al ge-rente del banco lo carcomía un ardiente deseo de saber más sobre Abdullatif Muhammad Ahmad. Contactó a un perio-dista conocido como Ranjala que trabajaba en un periódico de la oposición. Le ordenó que concertara una entrevista con un oscuro decorador de interiores. Sólo unos días después, la en-trevista sería publicada en el pe-riódico. Era un artículo a ocho columnas con una fotografía en la que el decorador de interiores se veía a sus anchas, con la cabeza reclinada a la derecha y su mano extendida hacia el fotógrafo, como buscando tocarlo. A con-tinuación el texto de la misma:

Hoy conoceremos bajo el reflector a Abdullatif Muhammad Ahmad, uno de los mejores decoradores de interiores de este maravilloso país. Este sensible artista lleva una vida disciplinada. Pueden coordinar sus relojes con el suyo, pues siempre llega en punto de las 7 a.m. a la calle de los restaurantes y se acomoda en su lugar predilecto, junto a la oficina

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tode correos, para llevar a cabo las tareas del día. Presenciando cómo se apropia de su banca, uno tiene la impresión de estar frente a un águila que se posa desapercibida en lo alto de una montaña o frente al go-bernante de un reino que va más allá del débil conocimiento humano. Pasa el día y parte de la noche pegado a ese venerable trono, como si para él ese fuera el centro de creación, un pulcro espiritual preservado del absurdo que gira a su alrededor. Es un lugar fijo, quieto, siempre presente y que no osa mezclarse con las convenciones terrenales ni con las actividades rutinarias de la gente ordinaria.

Nos solicita a mí y al fotógrafo que le mostremos nuestras acre-ditaciones de prensa antes de iniciar la entrevista. Afortunadamente yo cargo con la mía, la cual lee detalladamente antes de devolverme. Cruza las piernas y se queda viendo a un punto fijo en el horizonte mientras rememora un vívido pasado que me cuesta trabajo creer a pesar de sentirme relacionado con él.

«Soy Abdullatif Muhammad Ahmad Bilbiid y nací en 1958 en el distrito de Hadremawt. Me crie huérfano en casa de mi abuelo. A la edad de diez años mi tío me llevó consigo a Abu Dhabi, pero después de algunos meses murió y mi tía me echó a la calle. Corrí con suerte, pues una familia maronita libanesa me adoptó, tratándome como a uno de los suyos. Finalmente pude experimentar una vida digna. Tuve una educación muy enriquecedora, como jamás la imaginé; fui a escuelas francesas, aprendí a dibujar, a tocar el piano, a bailar y a hablar francés, inglés y español. Solíamos pasar las vacaciones de verano en Beirut hasta que estalló la guerra civil en 1975 y empezamos a vacacionar en diferentes países europeos cada verano. La riqueza de mi familia me permitió viajar alrededor del mundo, he cruzado el Atlántico en una decena de ocasiones y recorrido el continente americano otras tantas, de norte a sur, país por país. He visitado Chile, conozco las calles de Santiago tan bien como este café, porque viví ahí por dos años en casa de mi hermanastra libanesa. Intenté estudiar ingeniería civil ahí, pero no me gustó, así que me fui a París para estudiar diseño de interiores.

«Viví con mi familia libanesa durante diecisiete años, deleitándome con todos los placeres terrenales y accediendo a lujos nunca pensados. El dinero caía en mis manos, como venido de cofres sin fondo. Probé los mejores vinos que ofrece el mundo y no hay raza, color o nacionalidad de mujer que no haya tenido el gusto de conocer en la intimidad. Tan sólo en Chile tuve veinte novias, cuyas fotografías todavía conservo y que, cuando muera, me acompañarán a la tumba. Las mujeres chilenas

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son las únicas que permanecerán en mi corazón por siempre. Cuando murió mi padre adoptivo mi familia decidió emigrar definitivamente a Europa, así que los dejé y me involucré en el mundo de los bienes raíces, en el cual rápidamente me hice de un nombre al tiempo que ganaba una fortuna.

«Me he casado en dos ocasiones. Mi primera esposa era francesa, una reina de belleza de Niza con la que sólo estuve un año. La segunda era egipcia y viví con ella tres años antes de divorciarme. El destino me jugó chueco y terminé en prisión; después de mi liberación me deporta-ron de Abu Dhabi a Yemen, eso sucedió a principios de los noventa. Las relaciones entre ambos países estaban tensas por la ocupación iraquí de Kuwait. Durante todo mi tiempo en Abu Dhabi, Yemen nunca estuvo en mis pensamientos y nunca se me ocurrió regresar ahí.

«Nunca me desesperé; al contrario, traté siempre de salir avante. Invertí el dinero que gané en los Emiratos por mi contrato en bienes raíces y logré ganar una de las mayores ofertas públicas anunciadas en aquella época por el banco. Mis competidores querían hundirme, pero a pesar de tener cerca de $800,000 dólares en el banco no pude (y hasta la fecha no he podido) tener acceso a ese dinero para hacerles frente. Mi ánimo decayó aún más con la guerra civil de 1994, eso me puso los pelos de punta, sufrí del síndrome de ditransmisión cerebral, una rara condición médica sobre la que la ciencia poco sabe. Cuando me enfermé, mis células nerviosas enviaron impulsos al espacio, llevando consigo cada pensamiento y habilidad que poseía, siendo capturadas en el espacio por seres con aparatos especiales. Las utilizaron para espiarme y prevenir que alcanzara lo que deseaba. Luego sus malvadas señales atacaron mis células cerebrales con ondas, intentando destruirme y convertirme en un criminal para perpetrar actos bestiales. Me hicieron esto porque me rehusé a convertirme en su seguidor y llevar a cabo sus órdenes. Querían terminar conmigo como fuera posible. He sufrido esta enfermedad a lo largo de los últimos diecisiete años. Cada vez que lo intenté, estos seres impidieron que me ganara la vida de forma decente; lucharon en mi contra cada vez que busqué trabajo. Incluso ahora, clientes potenciales son alejados bajo el argumento de que sufro de una enfermedad mental. A pesar de todo esto, todavía estoy en control de mí mismo y de mis facultades mentales.

«Son la escoria de la creación, su desecho y podredumbre. Lo reto a encontrar alguno honorable dentro de ese grupo. Y le puedo asegurar que no soy la única persona en este país que se ha visto desprovista de

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En esta ocasión el emisario del banco fue directamente con Abdullatif. Lo encontró en el café, bebiendo sus penas. Lo abordó sin intermediarios y le dijo que el gerente del banco había leído su entrevista en el periódico y quería resolver un asunto pendiente relativo a su cuenta. El decorador de inte-riores lo miró despectivamente de arriba a abajo y le pidió que le enseñase su tarjeta de presen-tación. El emisario sacó de su portafolios Samsonite una tarje-ta de presentación color rosa que sirvió para confirmar lo que ha-bía dicho con antelación. Con una voz amenazante y ronca, el decorador de interiores dijo:

«Entonces, ¿cuándo recibiré mi dinero?».

«Lo recibirá tan pronto cumpla con una condición».

«¿Qué condición?».«Necesitamos que cometa

un crimen. Solamente uno. Después puede venir al banco y disponer de sus $800,000 dólares».

«¿De qué está usted hablan-do? ¿Acaso está loco?».

El emisario sacó un sobre ne-gro de su portafolios Samsonite y removió su contenido.

«Mire, señor Abdullatif, aquí hay un cheque por $800, 000 dólares al portador. Si cumple con nuestra única con-dición puede presentarse en ventanilla y el dinero será suyo.

su riqueza. Esto no es una cuestión personal, sino relativa a todos y cada uno de esos pobres infelices que han visto perder el dinero que por derecho les corresponde. ¿No le corresponde a todos los que están ahogados en deudas un poco de la bonanza petrolera? Mi problema es que llevo a cuestas la carga de las preocupaciones de todos, y eso me quita el sueño. Envían mensajes a mis nervios a lo largo de toda la noche. Apenas si puedo dormir una noche por semana.

«Opresión, injusticia y criminalidad eran términos sobre los que había escuchado, pero con los que no estaba familiarizado. En lo que a mí respecta eran solamente palabras que aparecían en las películas o que formaban parte del diccionario. Pero desde que volví las he en-contrado incrustadas en la realidad; las he sentido en cada recoveco de este país. ¿Hay alguna caída más calamitosa que ésta? Esta escoria criminal ha convertido al país en un basurero sin fondo, en un mercado donde todo está a la venta».

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Aquí también tiene la lista de diecisiete crímenes que hemos seleccionado; su trabajo consiste en elegir uno».

El decorador de interio-res se quitó los lentes de sol y miró atentamente la lista en la hoja azul, leyéndola para sus adentros. El emisario observó cómo la cara del decorador de interiores se puso de color rojo, como si alguien le hubiese tirado un chorro de aceite hirviendo; todo su cuerpo temblaba de coraje. El estómago del emisario se derritió de miedo cuando el decorador se puso de pie como un gigante y rompió en pedazos la hoja de papel azul sobre su cabeza. Comenzó a gritar como loco, reprendiendo al banco, a los bancos de todo el mundo. De repente una cacofonía de silbidos y gritos proveniente de cada esquina se alzó sobre la calle de los restaurantes, convirtiéndola súbitamente en un energúmeno volcán de farfullo. El emisario salió a toda prisa y tropezando, humillado por la escena, casi ca-yendo de sopetón en el intento.

La humillación sufrida por su emisario no pasó desaperci-bida para el gerente de banco; sin embargo, decidió intentar de nueva cuenta por otros me-dios. Un loco se apareció en el

café; tomando al decorador de interiores por sorpresa, agarró su copa y le echó la bebida caliente en la cara. Inmediatamente se enroscaron como gallos de pe-lea. La policía llegó en tiempo récord a instancias del gerente de banco. Uno de los oficiales vació un líquido rojo sobre la cabeza del loco, logrando que pareciera haber perdido la con-ciencia. Esposaron al decorador de interiores y lo llevaron a la comisaría, mientras que a su loco adversario lo llevaron en ambulancia al hospital. Poco tiempo después, al decorador de interiores se le imputaron cargos por intento de homicidio, lo cual implicaba hasta diez años de prisión.

El decorador de interiores pasó diecisiete meses en prisión. Olvidó cómo era la luz del sol, los tiempos felices que había vivido. Su celda era estrecha y estaba atiborrada de ladrones, violadores y matones. La expe-riencia lo cambió por completo; el pelo se le llenó de canas, su espalda se jorobó, la barba le creció y su cuerpo se convirtió en nada más que piel y huesos. El gerente de banco consideró entonces que era el momento oportuno para poner a su emi-sario en acción.

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toUno de los días de visita, el

emisario llegó a la cárcel con su portafolios Samsonite bajo el brazo, reiterando la oferta previa y enterita a Abdullatif. En esta ocasión el decorador de interiores no estalló iracundo, su expresión ni siquiera cambió, estaba tan impasible como un ídolo de piedra. El emisario lo agarró de su corbata rosada y le advirtió:

«Hemos quemado tu ex-pediente, eso quiere decir que tienes dos opciones. O te saca-mos de aquí con una llamada o te refundimos aquí el resto de tus días porque ante los ojos de la ley no serás nada más que un criminal sin delito».

Pasó un momento de silen-cio, como si se tratara de un velorio, tras el cual el decorador de interiores despertó de su en-simismamiento y dijo:

«Un día la verdad saldrá a la luz».

El emisario rio tan fuerte que escupía sin cesar.

«¿La verdad? Qué ingenuo eres, amigo, la verdad vale lo que estamos dispuestos a pa-garte. Nosotros, los dueños del dinero, tenemos los derechos de propiedad sobre la verdad que codicias. Tienes que entender que la verdad está en el bolsillo

de cada uno. Tu bolsillo está vacío y el mío está lleno, así que la verdad no te pertenece a ti sino a mí».

El decorador de interiores estudió durante algún tiempo los dedos cortos y delgados del emisario antes de volver a hablar, con detenimiento:

«Quiero saber qué crimen he cometido a los ojos de tu jefe».

«Tu crimen es que no has cometido crímenes en lo absoluto».

«¿Por qué entonces tu pa-trón insiste en convertirme en criminal?».

«Porque está empeñado en darte lo que por derecho te co-rresponde, los $800,000 dólares, pero solamente si demuestras merecerlos».

«¿Merecerlos? Mancharse las manos con sangre inocente, ¿a eso llamas merecerlos?».

«Mi jefe es un filósofo con una perspectiva única. Ha desa-rrollado toda una nueva teoría moral, tú eres uno de los ca-sos de estudio en los que está trabajando».

«¿Yo?».«Sí. En resumidas cuentas, la

teoría dice que el hombre se con-duce por la vida de una manera criminal, como un depredador

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en la selva, con el propósito de obtener sus títulos materiales y morales dentro de la sociedad. Y dado su récord criminal se convierte, por definición, en un buen ciudadano».

«¿Eso quiere decir que el mejor ciudadano tiene que ser el peor de los criminales?».

«Precisamente». «¿Y si uno rechaza esta teo-

ría tajantemente puede conser-var su inocencia?».

«En dichas circunstancias, a uno no se le considera buen ciudadano. Uno sería inevita-blemente clasificado como un criminal que ha perpetrado el peor de los actos, no haber tenido el coraje suficiente para cometer un crimen».

«La moralidad de su jefe es tortuosa».

«Al contrario, es muy fran-ca. Una vez que la adopte la verá de la misma manera».

El decorador de interiores guardó silencio, ponderando el asunto de forma profunda. El emisario fue paciente, no quería interrumpir el hilo de pensamiento del prisionero que parecía haber abandonado esta vida detrás de la reja metálica. Los rayos del sol comenzaron a descender, el decorador de interiores se agitó. Se abrazó a

sí mismo, como avergonzado, y dijo trémulo:

«¿Tiene un cigarro?».El emisario sacó un paquete

de su bolsillo, tomó uno y lo encendió. Luego hizo lo mismo para el preso y se lo pasó a través de las rejas. El decorador inhaló el humo con gran placer, gimió orgásmicamente. Cuando hubo terminado, le pidió al emisario la hoja de papel azul en donde estaba escrita la lista.

El decorador de interiores apareció al día siguiente, recién rasurado y con traje nuevo, en la calle de los restaurantes. La gente notó que había envejecido y caminaba ahora encorvado. Preguntaron dónde había esta-do todos estos meses, pero no obtuvieron respuesta.

El invierno llegó y fue amar-gamente frío. Mucha gente evitó salir de casa antes del amanecer. Los habituales de la calle de los restaurantes cuchi-cheaban unos a otros sobre la trágica muerte de la limosnera lisiada desde su juventud. Había sido encontrada a primera hora, bocabajo, en una terraza de pie-dra cercana a la oficina de co-rreos, con un hilito de sangre saliendo de la comisura de su boca. Se decía que había sido envenenada.

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He venido para indicarte el camino*

Osama Esber

Mira su imagen por la mañana y se forma en la mente paisajes de una zona lejana: montes cubiertos de junglas, casas de concreto atrin-

cheradas como si tuviesen miedo de la naturaleza y sus probabilidades; gente desconfiada. Sus labios murmu-ran, sus cabezas se dirigen hacia arriba donde aparecen la montaña sagrada y sus ramificaciones que descienden ha-cia un valle donde se construyó en un extremo una nueva fortaleza que revive la imagen de la antigua ciudadela en la que habitaron antepasados que permanecen presentes como un tótem en el que se apoya todo el mundo, incluso durante la máxima realización individual.

Revisa las otras imágenes, vuelve a centrarse en ideas que cruzan con el pasado, que han variado desde su nacimiento para alcanzar su forma actual. No desea profundizar en mimos ni posibilidades confirmadas. Todo se mueve hacia el futuro. ¿Por qué el pasado? ¿Por qué sus personajes y sombras? ¿Qué queda de esos tiempos que pueda alimentar al espíritu preocupado y hambriento? Esto es lo que intenta defender, confirmarlo y predicarlo a su manera. Sin embargo, todos se aferran a los momentos en los que otras personas atravesaron el tiempo y separaron los planetas de sus discrepancias. Les dijo que se trataba de una discrepancia pasajera. Creaba alergias impuestas por el tiempo de aquel entonces. Para él la palabra no

* Traducción de Nahi Alech

Siri

a

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tiene historia y si la tuviese no importaría porque es biólogo como la historia de su cuerpo.

La mañana tiene preguntas también, con ella despiertan los colores y sonidos, se abre el horizonte. La ventana de su casa mira hacia una colina desértica, atravesada por gran número de cables de electricidad y teléfono. Cuando se dio media vuelta para echar un vistazo, los rayos del sol

ya habían ocupado la falda de la colina como si la luz hubiese ter-minado de conquistar el mundo.

Su mente es una hoja en blan-co que necesita alguien que escriba en ella. En una edad como ésta, las cosas al igual que el tiempo no tienen valor. El cuerpo se lanza en todas las direcciones y crea la química de su presencia, se fija en los detalles, pero no espera que el pequeño

Al Zahir: El Manifiesto,uno de los nombres de Alá

Al Z

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por

Sam

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todescuido provoque averías o fisuras. Necesitaba de todos los segundos para regresar a su conflicto con las palabras, y fracasaba en llegar a expre-siones que quería para sus libros. Sabe que ahora el libro está desterrado a pesar de su reproducción en números su-persticiosos y un diálogo nulo.

Muchas veces creaba otros personajes partiendo de su ima-gen y cambiando sus rasgos como la edad, el color de los ojos o el cabello. Era en sí mismo fuente inagotable de todos sobre los que hablaba en sus obras.

Ella no pensaba que algún día habría de cambiar de esta manera. Todos aquellos a quie-nes amaba deseaban su cuerpo y viceversa, no le era muy claro por qué el ser humano no anuncia la identidad de sus deseos innatos. Cuando le dijo te amo acudió a las palabras; él no intentaba son-dear sus profundidades porque ella pudo expresarse con éxito, por lo que no le aparecieron puntos débiles a través de los cuales pudiera introducir nuevos efectos. Más tarde supo que le faltaba madurez interna y que se asombraba con las personas, incluso las falsas. Parecía como si necesitara de algún tipo de re-conocimiento que confirmara su

presencia o despertara un interés continuo que le otorgara lo per-dido durante la infancia. Tenía un espacio que él no pudo llenar.

Resistió el deseo de encen-der un cigarrillo y volvió en la memoria a la cafetería que mira hacia el pueblo, las casas ahí dispersas de forma aleatoria según la distribución del terreno de construcción. En la lejanía aparece una fortaleza rodeada por superficies vacantes y de-lante de él su cara de siempre. No encontraba el motivo por el que su cara resultaba familiar; a veces le parecía de una dureza oculta debajo de la piel, alguna preocupación, una sensación de miedo producido por una reac-ción que asecha y sólo aparece en momentos determinados.

Sale de su memoria y echa un vistazo a través de la ventana para ver la colina totalmente cubierta de luz. Vuelve con su mirada ha-cia el interior de la habitación y se ve sentado en una mesa. En este momento cruza ante sus ojos la imagen de una escultura de Azer-baiján, otra de África, una copa antigua y palillos de incienso que ella trajo y se olvidó de encender, mientras que él no pensó hacerlo porque el incienso le recuerda a los mausoleos.

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No notó ningún cambio en ella. Iba y venía sistemática-mente, llenaba la casa de flores, cambiando detalles; salía de los lugares comunes y descubría un caos guiado por la coordina-ción que sus retoques añadían al sitio. Cuando se marchaba, las cosas volvían a su lugar de siempre; entonces creyó que su presencia provocaba efectos en las cosas, tensaba lo habitual, abría las puertas a lo desconoci-do y creaba un nuevo ambiente en el cual los momentos llovían magia que a su vez reconstituía el cuerpo y el alma. Entonces despegaban nuevas sensaciones con las cuales cargaba las pala-bras. Necesitaba una presencia que le hiciera olvidar la decepción a la que conducían las palabras, a las que veía como un ejército de hormigas que cargaban las cosas a su guarida para almacenarlas. Entonces el mundo parecía vacío.

Una noche tormentosa llegó a su pueblo y tocó a la puerta; cuan-do ésta se abrió todos se sorpren-dieron. Vestía ropa distinta, para los que eligieron el camino, un camino que forjaron expertos en el arte de la publicidad. Su familia no esperaba aquel extraño cambio. Cuando recibió una llamada suya aquella noche sintió un cambio en el tono de su voz, intercalada

con llanto. Cuando llegó estaba pálida, no la reconoció. Sintió aquel vacío entre los dos. No entendía aquel cambio rápido y extraño. Ella le contó todo, según dijo, pero sus palabras ocultaron muchos detalles que hubieran bastado para explicar las cosas. Reconoció que se había equi-vocado desde que entró a la casa de los guardias del camino que le dijeron que ahí comenzaba la historia y que debía ponerse cierta ropa para recorrerla.

Había visto a una persona de su trabajo que frecuentaba la habitación y sintió una mirada incómoda proveniente de unos ojos que emanaban odio. Eso lo confirmó cuando ella le dijo que le había pedido que la odiara. Debemos odiar para que se nos abra el camino.

No viajó aquel día tal como lo tenía previsto. Volvió de la es-tación y acudió a una cita que le había concertado la persona que se presentó ante ellos para que re-conociera los rasgos del camino. Cuando salió de la casa sintió miedo. Según dijo, le pidió que pasara la noche con él, pero ella no lo pensó dos veces, lo dejó y se fue a la estación. Subió con ella al autobús y la esperó hasta que llegó la hora de partir. Esa fue una de las contradicciones

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tode su historia que él no quiso resaltar, evitando presionarla.

Intentó culparlo, lo acusó de ignorarla, de no darle suficiente amor, lo que la hizo vulnerable a influencias externas. Él no dijo nada y al día siguiente todo volvió a la normalidad.

El tiempo pasó como acos-tumbra hacerlo, a él se le olvidó lo sucedido y volvió a reinar la armonía. Algunas veces le hablaba del camino, de sus víctimas, sus guardias, sus pros y sus contras y del gran público que lo seguía. Le dijo que era una carretera abierta a la mente que conducía a la tranquilidad y a la aceptación, construida hacía mucho tiempo, pero que no llevaba a ninguna parte, no conllevaba solución alguna y absorbía los demás caminos.

Ella acudía al silencio cuan-do terminaba él de conversar, no sabía si le gustaba su char-la o no, prefería el silencio aunque lo llenara el habla, el habla que busca aliados en otros caminos sólo recorridos por individuos durante el sueño. Individuos cuyas palabras hacen una fuerte alianza con aquellos caminos, al tiempo que se con-ducen contra sus voluntades, convencidos u obligados, para andar un camino que nadie

sabe hacia dónde se dirige y que requiere un silencio perenne de la mente.

Cada vez que venía, él notaba cambios en su tono de voz y en sus palabras, como si nuevas ideas salieran de su cabeza, hablando de los beneficios del camino. Lo sorprendieron sus convicciones. «Entonces estás lejos de mi camino. No te equivoques, no podría amar a otra persona, pero el camino es el que controla mis ideas». Le pidió que le hablara del camino. Dijo que conducía a la seguridad interna y que la protegía del miedo. A lo que él contestó que en su interior ella nunca sería más que una sirvienta de los guardias del camino.

Los puentes entre ellos se derrumbaron, no le permitieron acercarse a ella, quien insistía en que andar por el camino requería pureza de algún tipo. Supo que la perseguían y que el camino por el cual la llevaban conducía a la cama, sintió que eran semillas de pequeños paraísos, que ellos tenían su camino, que adoraban la posesión y que todo el que caminaba ese camino formaba parte de sus propiedades. Ya le habían atacado intensamente, quemaron algunos de sus libros y amenazaron a las librerías que los distribuían. Pero no tenía

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miedo, ellos no representaban la verdad para él, lo mostraba la vio-lencia tras la que se escondían. Ahora lo atacaban de nuevo pero desde dentro, desde el nú-cleo de su experiencia, alzándose con la victoria.

Algunos amigos le pidieron que escapara. Le dijeron que lo iban a matar y que debía alejar-se. Se rio burlón y dijo que no traicionaría los muchos caminos con los que soñaba y que sabía habrían de abrirse algún día, cuando los pies podrían elegir la dirección que llevara hacia ella. «Los caminos que busco y sueño, en los que entreno mis palabras para descubrirla, des-aparecerán si me alejo», dijo. «Aléjense ustedes si ésa es su elección». Le pidieron distan-ciarse de ella, le dijeron que ella no se ausentaba de las reuniones de los guardias. «¿Cómo puedes fiarte de ella?».

Nunca dudó ni un segundo de ella, ni siquiera le pidió que regresara las llaves de su casa. Un día ella llegó y comenzó a hablar sobre las ventajas del camino, pero cuando lo invitó a caminar en éste, él sintió un rechazo extraño. Le pidió que se alejara de él por un tiempo, que pensara en la elección entre los caminos de ellos y los de él.

Al salir ella de la casa, eligió una cinta de música, la colocó en el reproductor y alzó, cantando, la voz al máximo. El sonido de la música llenó la casa, eclipsó los cláxones de los carros y la voz de la gente en el exterior, borró su imagen del mundo y desper-tó en él deseos ocultos. Sacó papeles y comenzó a escribir hasta sentir un repentino ago-tamiento, apagó el reproductor de música y salió de la casa para dar una vuelta por las calles de la ciudad.

Ella no volvió durante un mes completo. Él sintió que ella había elegido su camino, que caminaba en él sin desviarse, que se alejaba y no regresaría. «La ha absorbido la esponja, y tal vez la drenó y la tiró al lado del camino». Se imaginó una escena horrible que rápi-damente sacó de su cabeza. Decidió partir de la ciudad por una semana para descansar del dolor punzante. Fue al pueblo y se encontró con algunos amigos y parientes. Conversaron sobre el camino, entonces sintió que todos estaban casi convencidos de que la única vía de salvación era ese camino. Se enfureció, atacando con intensidad sus ideas. Le respondieron que es-taban aburridos del camino del

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que él hablaba y de otros tantos iguales, caminos ambiguos, desconocidos y que no llevaban a ninguna solución.

Volvió decepcionado del pueblo. Al menos en la ciudad todavía había gente que compar-tía sus creencias, podía sentirse seguro entre ellos. Al llegar a casa durmió una hora, luego se sentó a la mesa para escribir sus reflexiones sobre la visita. Antes de terminar la décima línea es-cuchó la llave dando vueltas en la cerradura de la puerta. Sintió tranquilidad nacida de las ganas que tenía de verla. La puerta se cerró de la misma manera de siempre, él escuchó esos pasos conocidos acercándose. Se estre-meció como cuando ella se pa-raba detrás de él, apoyando las manos en sus hombros y besán-dole el cuello, extendiendo la muñeca para alejar los papeles y el bolígrafo de la mesa, y pidién-dole correr la silla hacia atrás para sentarse en sus piernas y susurrarle que le contara un cuento. Aunque eso no volvió a suceder después de que el cami-no se interpusiera entre ellos, separándolos y abriendo un va-cío imposible de cerrar. «Final-mente regresó». Él sintió entonces que una flor se abría en su interior, emanando un aroma

desde mundos ocultos. Aunque no sintió esas manos sobre sus hombros, ni sus labios en el cuello, ni su cuerpo entre los brazos, ni el perfume dejando huellas en su camisa, ni el color de su lápiz de labios pintando su cachete. Él mantuvo su misma posición. Los pasos siguieron acercándose y se detuvieron detrás de él. Sintió un metal frío tocando su cabeza. Escuchó una voz que no era la suya diciendo al mismo tiempo que ponía la mano en el gatillo: «He venido para indicarte el camino».

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Mohannad Orabi (Damasco, 1977) se graduó de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Damasco en el año 2000. Sus enigmáticos autorretratos, ahora parte familiar del universo pictórico árabe, lo han convertido en uno de los más importantes artistas plásticos de su generación. Ha exhibido frecuentemente en el mundo árabe y en Estados Unidos, Europa y Asia, incluidas las siguientes ferias: Art Palm Beach, Miami International Art Fair y Scope Art Fair (en Basilea, Suiza). Sus exhibiciones individuales en la International Gallery Expo de China y en la feria Art Hong Kong en 2009 despertaron un notable interés en el circuito internacional.

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Ahmad Moualla (Damasco, 1958) es considerado uno de los pilares del movimiento posmoderno del expresionismo sirio. Su obra posee fuertes influencias líricas y mezcla de forma única la personificación y la interpretación. Graduado de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Damasco, Moualla continuó su formación en la Ecole Nationale Superieure des Beaux Arts de París, Francia. A lo largo de su prolífica carrera ha participado en numerosas exhibiciones en lugares como Dubai, El Cairo, Estambul, París, Bahrain, Kuwait, Viena y Berlín, entre otros. Desde 2007 su obra forma parte del catálogo de subasta de arte contemporáneo árabe de la casa Sotheby’s. Fue reconocido con el premio al mérito artístico Al Burda en los Emiratos Árabes Unidos.

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Acrílico sobre tela, 95 x 95 cm, 2010• Acrílico sobre tela, 120 x 100 cm, 2010

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Acrílico sobre tela, 2007

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Acrílico sobre tela, 90 x 200 cm, 2009

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Acrílico sobre tela, 40 x 80 cm, 2010

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Acrílico sobre tela, 60 x 60 cm, 2010

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Acrílico sobre tela, 180 x 50 cm, 2010

Acrílico sobre tela, 80 x 80 cm, 2010

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Acrílico sobre tela, 200 x 200 cm, 2008

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Pimienta*Naghib Mahfuz

En el café La Felicidad hay muchas cosas interesan-tes. Una de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es Taha Sanqar,

pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren fumar un narguile.

Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero éste está es-pecialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarle. No para en todo el tiempo de moverse ni de hablar.

Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día, además de su narguile, y una taza de té por la mañana y otra después de la comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como él dice: «Yo, feliz y contento».

No por eso cree que está todo hecho. Su meta inmediata está en el día en que el patrón le autorice a llenar y servir los narguiles, trabajo que supone el ascenso de chico a mesero… después… ¡quién puede predecir adónde llegará!

Consecuente con su ambición, ejercita sin parar sus cuerdas vo-cales, voceando las consumiciones. Y es que en un café popular una buena garganta es tan importante como en una academia de canto.

Una de las cosas que más le gustan a Pimienta del café La Felicidad es la tertulia de estudiantes que se reúne allí las tardes de los días de fiesta y en vacaciones. Se acomodan en un rincón. Charlan. Juegan al chaquete. Beben té y jengibre. Son personas del pueblo, pobres, igual que los demás clientes, pero los estudios se les han subido a la cabeza; se sienten superiores y mantienen las distancias. Han dejado de vestir el yillab, aunque alguno siga llevando calzado de madera.

* Traducción de María Jesús Viguera y Marcelino Villegas

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toSe reúnen a pasar el rato.

Mientras sorben su té o su jengi-bre, uno cualquiera de ellos lee en alto un periódico vespertino. Los otros lo escuchan. A continua-ción se lanzan a comentarlo y dis-cutirlo larga y apasionadamente.

Una tarde, Pimienta entendió por primera vez lo que decían, y se llevó una gran alegría. Acaba-ban de leer, entre otras cosas, la noticia del juicio incoado contra un alto funcionario acusado de corrupción.

Automáticamente se encen-dieron los comentarios…

—¡Éste ha caído en manos de la ley por casualidad. Hay otros mu-chos que deberían estar en la cárcel, pero la justicia hace la vista gorda!

… Y fueron haciéndose más directos y menos contenidos:

—¡El mal no está sólo en los funcionarios; hay otros… ya me entienden, peores, y todavía más canallas. En este país, si estuviera bien equilibrada la balanza de la justicia, estarían llenas las cárce-les y vacíos los palacios!

Rivalizaban en sacar a relucir nombres, en despellejarlos y en rebozarlos por el lodo, con voces alteradas, fuera de sí:

—¡Fíjense en fulano, sin ir más lejos… ¿saben cómo ha amasado su inmensa fortuna?... (Y acto seguido enumeraban los atropellos y los robos con que

había conseguido hacer dinero. Se daban tantos detalles que pa-recía estar contándolo el propio secretario o administrador del interesado.)

No dejaron de hacer la di-sección de ningún personaje importante. Las vidas se interpre-taban a gusto del consumidor. Se barajaban defectos. La frase que servía de trampolín era:

—¿Y saben cómo ha amasado su fortuna fulano?...

Todo lo demás salía después. Uno de el los concluyó,

furibundo:—¡En este país el robo está

permitido! Pimienta entendió la frase

sin dificultad, aunque había sido dicha en lengua culta. Le gustó. Una pasión enterrada revivió en su interior: ¡Qué bien suena eso de que éste es un país de ladrones! ¡Caramba, de modo que el robo está permitido aquí! Pimienta lleva lo de robar en la sangre; ha sido criado a pechos del robo. Es a lo que está acostumbrado desde la cuna: su madre, que trabaja como vendedora de manzanas, se dedi-ca en los ratos libres a encontrar alguna que otra gallina perdida, y su padre, el tío Sanqar, vende-dor ambulante de cacahuates, es muy aficionado a llevarse la ropa tendida en los patios, y tiene una habilidad especial para escurrir

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el bulto. A pesar de todas estas ayudas, la familia no prospera.

Aquella noche tuvo un final desagradable para Pimienta. Cuando volvió a casa, mejor dicho a la habitación donde vi-vían todos, encontró a su madre levantada todavía, preocupada y desconsolada, rodeada de sus hijas, llorosas. El chico se asustó al encontrarse con aquello. Antes de darle tiempo a preguntar, su madre le explicó: «Un policía se ha llevado a tu padre». Pi-mienta comprendió la situación. Se acercó a su hermana mayor, y ésta le dijo algo más: que lo ha-bían denunciado por robar unas camisas y unos calzones, y que se lo habían llevado a la comisaría. Después de un momento de si-lencio, añadió que, por lo menos, tenía cárcel para unos cuantos meses o quizá años.

Pimienta no veía a su padre casi nunca: por la noche ya estaba dormido cuando éste volvía de sus vagabundeos, y por la mañana salía para el café antes de que su padre se hubiese levantado. A pesar de esto, contagiado por el ambiente, se puso triste y lloró.

De pronto recordó lo que había oído por la tarde y se acercó a contárselo a su madre: que el país estaba lleno de ladrones, que el robo era legal… La mujer no estaba para fantasías; lo apartó,

le chilló agriamente que se callara y acabó pegándole una bofetada.

Al despertar a la mañana si-guiente, Pimienta había olvidado el día anterior, como si hubiese nacido de nuevo. Se fue para el café, con su paso rápido, sin distraerse.

No era la primera vez que metían a su padre a la cárcel.

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Washington Irving y Florián Rey: Cuentos de la Alhambra

Estrella Asse

Grata la voz del aguaa quien abrumaron negras arenas,

grato a la mano cóncavael mármol circular de la columna,gratos los finos laberintos del agua

entre los limoneros, grata la música del zéjel,grato el amor y grata la plegaria

dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín.Jorge Luis Borges

Es común identificar a Washington Irving como uno de los pioneros de las letras estadunidenses. La peculiaridad de sus relatos, la sobria escritura

de sus ensayos y las anécdotas que contienen sus biografías, lo colocaron a la cabeza de la nueva generación de escrito-res que sobresalieron en el panorama literario del siglo xix. Predecesor de Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne, muy pron-to esta típica triada de cuentistas habrían de impulsar el género más allá de su frontera geográfica, logrando así su plena autonomía.

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Con la publicación de The Sketch Book of Geoffrey Crayon (1820), traducido al español como Libro de apuntes, Irving popularizó el género del sketch en esta colección, mezcla de cuentos y ensayos. Con el seudó-nimo de Geoffrey Crayon, el au-tor imprimió un original estilo en los cuentos más famosos que incluye, como «The Legend of Sleepy Hollow», («La leyenda del jinete sin cabeza»), versión que Tim Burton adaptó a la pantalla en 1999, o «Rip Van Winkle», que se inspiró en la antigua leyenda de los durmien-tes de Éfeso.

El sketch se distinguió de otros géneros narrativos breves por su naturaleza anecdótica,

analítica y descriptiva; se incor-poró con éxito en los periódicos y revistas inglesas desde el siglo xviii para dar a conocer sucesos o aspectos culturales; por ejem-plo, experiencias de viajes. Des-cendiente directo del ensayo, el sketch se nutrió también del periodismo, aunque, al paso del tiempo, se combinó con recur-sos imaginativos y no sólo docu-mentales, al estilo de cuentistas que lo cultivaron, como Prosper Mérimée, Ernest Theodor Hoff-mann o Poe mismo.

A tono con el espíritu ro-mántico de su época, Irving siguió alimentando ese género a través de los largos viajes que emprendió por distintas partes del mundo, que fueron

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ingredientes fundamentales de otras colecciones; en ocasiones, con base en su diario personal (Extracto de las notas del diario de Washington Irving, 1928) o fruto de los países que visitó (Cuentos de un viajero, 1824). Su permanencia en Europa por más de quince años y el pres-tigio literario que adquirió lo acercaron al núcleo diplomáti-co de los Estados Unidos en el extranjero. En su larga estancia en España, recibió la oferta del embajador de su país para ocu-par el puesto de investigador residente y con ello la tarea de profundizar en el pasado del descubrimiento de América.

Estudioso incansable de la historia y la literatura españo-la, Irving se convirtió en un hispanista reconocido, hecho que aumentó su prolífica ca-rrera con publicaciones que le merecieron el cargo de em-bajador de su país en España. Tras la aparición de Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón (1828) y de Crónica de la conquista de Granada (1929), cuyas ediciones circularon de manera continua en múltiples traducciones, con Cuentos de la Alhambra (Tales of the Alham-bra, 1832) consolidó el curso de publicaciones en las que puso de

relieve el trasfondo histórico de la cultura árabe en su larga estadía en la península ibérica.

De su etimología Al-Hamrā, diminutivo que se adaptó del nombre completo, Qal᾿al-hamrā (fortaleza roja), el im-ponente conjunto del palacio, ciudadela y fortaleza, enclava-dos en las colinas que rodean Granada —capital en otros tiempos del emirato islámico en España— la Alhambra es el legendario reducto oriental que se edificó entre los siglos ix y xiv y que transformó parte de su fisonomía, luego de la unifi-cación religiosa impuesta por los reyes católicos, Fernando e Isabel, en 1492, coyuntura que plasma Irving en su escri-tura: «Tal es la Alhambra: una roca musulmana en medio de tierra cristiana; un elegante recuerdo de un pueblo vale-roso, inteligente y artista, que conquistó, gobernó, floreció y desapareció».

Pero el deseo de Irving tras-pasó las altas murallas de la fortaleza morisca; en su texto anidan relatos que evocan un legado que no sólo remite a su esencia histórica, también cohabitan en una suerte de ar-quitectura poética que traza una guía a los íntimos rincones de la

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imaginación. Afín a los orígenes de los cuentos orales, los tales preservan sus recursos folcló-ricos, su naturaleza híbrida que fluctúa entre los episodios inverosímiles de las leyendas y la realidad que los circunda, entre el contenido objetivo y la presencia de un nuevo narrador que reactiva la expresión po-pular que perpetúa el sentido de su conserva-ción: valor de un rico bagaje que rejuvenece al liberarlo de las ataduras del pasado, tradi-ción que cruza los tiempos y se resignifica en el encuen-tro de Oriente y Occidente.

En ese uni-verso narrativo, que se compo-ne de casi cua-renta relatos, Irving es histo-riador y hom-bre de letras, conjuga la ma-gia orientalis-ta de antiguas historias, como «La leyenda

del príncipe Ahmed», «El astrólogo árabe» o «La leyen-da del soldado encantado», igual que anima habitaciones, salones y patios que el autor recorrió: reminiscencia de los antiguos fundadores nazaríes y anexión de crónicas de hostiles recuentos de destrucción y muerte que se leen en «Moha-med Ibn Alahmar, el fundador

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de la Alhambra»y en «Yasuf Abul Hagig, el finalizador de la Alhambra».

El azar que impulsó el paso del viajero grabó en sus pala-bras el inicio de la aventura que lo aguardaba, «para el viajero imbuido de sentimiento por lo histórico y lo poético, tan inseparablemente unidos en los anales de la romántica España, es la Alhambra objeto de devoción como lo es la Caaba para todos los creyentes musulmanes»; descanso o regocijo que ali-mentó su fantasía «con dulces quimeras y gozando esa mezcla de sueño y realidad que consume la existencia… murmullo de las cascadas de agua en la fuente de Lindaraja», matices melancóli-cos que vislumbran el punto final de su trayecto: «Un poco más, y Granada, la vega y la Alhambra desaparecieron de mi vista. Así terminó uno de los más delicio-sos sueños de una vida que tal vez piense el lector estuvo demasiado tejida de ellos».

Después de Irving, vendrían oleadas de visitantes de otras nacionalidades, escritores que abrevarían de sus páginas las emotivas vivencias del autor entrelazadas en la secuencia de sus historias, amoldables en su forma y contenido; de igual

manera, accesibles como piezas independientes que se extraen sin afectar la totalidad que unifi-ca el marco que las encuadra. Tal estructura elástica existe como célula de un trabajo extenso que se desgaja de su unidad central y puede ser expandible en el fluir de imágenes que fueron materia prima de adaptaciones cinematográficas.

Entre otras, la película ho-mónima del libro de Irving , Cuentos de la Alhambra (1950) del director español, Antonio Martínez Castillo, mejor co-nocido como Florián Rey, que había consolidado su carrera con una producción importante que incluye títulos como La aldea maldita (1930), la cual marcó la transición del cine mudo al cine sonoro en España. Con la idea de crear un cine español comercial que recreara temas populares, el director realizó la trilogía, La hermana San Sul-picio (1934), Nobleza baturra (1935) y Morena Clara (1935), como señala Agustín Sánchez Vidal, afín a su idea de hacer un cine costumbrista que reflejara el folclore y el arraigo a la música tradicional española.

La compleja transformación técnica del audio y las innova-ciones tecnológicas provocadas

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por el desarrollo de la industria fílmica, sobre todo en los Esta-dos Unidos, fueron determinan-tes para Florián Rey, quien viajó a Francia para familiarizarse con novedosos sistemas en auge en aquella época; su estancia en ese país durante tres años le valió una contratación como director de doblajes en la sede francesa de los estudios Paramount.

El ascenso de su carrera dis-minuyó en el transcurso de la Guerra Civil y buscó en Alema-nia estudios cinematográficos con la idea continuar los éxitos hasta entonces obtenidos. Sin embargo, a su regreso a España, enfrentó un público muy dis-tinto al de la preguerra. Hacia finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, las películas de Rey tuvieron poca aceptación y marcaron un decli-ve definitivo en su trayectoria.

A pesar de que Cuentos de la Alhambra fue calificada por al-gunos críticos de «fantasía exó-tica», su realizador conservó en la película elementos estéticos que habían emparentado traba-jos anteriores. Rey siguió la línea de los musicales folclóricos —o españoladas— un género, según Marvin D’Lugo, que alcanzó en la primera mitad de los años cincuenta su mayor expresión.

La presencia de artistas de la canción andaluza y una trama de carácter cómico o melodra-mático lograron películas que impactaron principalmente en públicos de bajo nivel cultural. Los nombres de Juanita Reina, Lola Flores, Carmen Sevilla y otros fueron recurrentes en esce-nas que se reprodujeron en más de ochenta películas de ese pe-riodo. No en vano Rey dijo que el cine español tenía la obliga-ción de orientarse hacia América y mostrar a su audiencia un cine apegado a sus raíces folclóricas, donde hubiera «mujeres more-nas y música española».

Siguiendo el esquema co-mún de otras películas —ro-daje en locaciones andaluzas, aparición de gitanos y delin-cuentes anónimos, ambienta-ciones regionales y personajes de rangos o ámbitos sociales opuestos— la adaptación de Cuentos de la Alhambra sig-nificó la recuperación de un libro entrañable que divulgó la cultura hispana en el resto de Europa y en América.

A modo de preámbulo, Rey caracteriza a Irving en su na-tal Nueva York en 1830 y lo convierte en el narrador que desarrolla la trama en retrospec-tiva. Asimismo, interviene en

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algunas escenas como consejero que ayuda a los personajes a resolver intrincadas situaciones, pues fue su pluma la que les dio «cuerpo y alma». Aunque el título de la película sugiere una adaptación global respecto de su origen literario, el hilo con-ductor se apoya especialmente en el cuento «Leyenda del gobernador y el escribano», una recreación completa de las esferas sociales en pugna cons-tante. Los núcleos de poder se dividen entre un gobernador militar que defiende la autono-mía de la Alhambra y el corre-gidor de Granada, quien busca incrementar su dominio en esa región. Alrededor de ese con-flicto se añaden los incidentes de una pareja de enamorados que desafían la autoridad; las pericias de la astuta joven, que protagoniza Carmen Sevilla, se enlazan a una intriga en la que no falta el tono festivo de canciones y bailes que relajan la tensión y anticipan la con-clusión de un final feliz.

Florián Rey y Washington Irving interactúan desde ángu-los distintos. El director recons-truye una parte del microcosmos en los sitios que el escritor conoció, reproduce en los diá-logos el acento que emana de la

tierra que le dio cobijo, aprove-cha el talento de una figura que supo proyectar el encanto de longevas historias que irradian en sus páginas. El escritor enri-quece la perspectiva historicista, absorbe de los monumentos ruinosos una España que fue puente de comunicación entre dos mundos apartados entre sí, un testimonio que perdurará inscrito en los muros de la Al-hambra, el sentimiento de una voz que se mantiene intacta.

Título: Cuentos de la AlhambraAño: 1950País: EspañaDuración: 114 minutosDirector: Florián ReyMúsica: Jesús García LeozFotografía: Heinrich

Gärtner

Reparto:Carmen Sevilla Mario Berriatúa José Isbert Nicolás D. Perchicot Carmen Sánchez Juan Vázquez

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Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov

Rebeca Mata Sandoval

La estructura abismada corresponde al desarrollo de una acción dentro de los límites de otra acción y la encontramos en la recopilación de cuentos árabes

que conocemos como Las mil y una noches. El título de estos relatos lo conforman Los mil y un cuentos que pro-ceden de Persia. La historia de Scherezada se añade más tarde. La primera compilación moderna se publicó en El Cairo en 1835. Hasta 1704 se hizo la primera traducción al francés de estos re-latos; posteriormente apareció la traducción al inglés de sir Ri-chard Francis Burton como Arabian Nights. La idea del número mil corresponde a una cifra que tiene que ver con la infinitud.

Nikolai Andréievich Rimsky-Korsakov (1844-1908) es el más joven del grupo de los cinco nacionalistas rusos. Su obra ofrece una exaltación del color y la tendencia a la fábula; de esta forma sus imágenes se vuelven inmateriales. La obra de un artista por lo general se nutre de sus experiencias. Así encontramos que el tío Piotr llevaba al niño Nikolai a todos los servicios religiosos del monasterio cercano; así, a temprana edad el pequeño aprendió de memoria las canciones de los campesinos y los temas religiosos. Al cumplir 12 años, ya había hecho cuatro viajes para visitar a un pariente que era almirante de la flota imperial, ya que la familia Rimsky-Korsakov

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estaba conformada por militares y marinos. Nikolai ingresó a la Escuela de Cadetes Navales y así se forjó una vida de navegante, sin abandonar la música. Pasó dos veranos a bordo de un buque escuela y en 1862 egresó de la Escuela Naval como guardia ma-rina y fue destinado a la fragata Almas. Visitó Inglaterra, Estados Unidos, Río de Janeiro, España, Italia y Francia. Convertido en un profesional del mar, regresó a San Petersburgo tres años des-pués. Allí estrenó una sinfonía que había compuesto durante sus largas travesías. El público se sorprendió al ver que un marino uniformado salía a recibir los aplausos. La Rusia de Rimsky es maravillosa en sus límites con el oriente, exótica.

En el auge del interés por el Oriente y como un reflejo de sus propios viajes y un poco con el alma de Simbad, Rimsky-Korsa-kov compone Scherezada (1888). Su intención es la de ofrecer una serie de figuras de caleidoscopio, brillantes escenas orientales por medio del trabajo libre del mate-rial sonoro. Su trabajo se aseme-ja a un juego de matrioshkas que va encerrando una estructura dentro de otra.

El compositor trató de no encauzar al oyente por ninguna

ruta. Los episodios que inicial-mente se llamaban Preludio, Balada, Adagio y Final, acaba-ron teniendo una referencia a episodios en específico en los que el oyente crea sus propias referencias a partir de los títulos y del material sonoro. A pesar de su intento porque la obra no se vinculara a referencias concre-tas, pues en la segunda edición las suprimió, las indicaciones de su plan original se han man-tenido en los programas hasta nuestros días. Así tenemos:

1. El mar y la embarcación de Simbad: Presenta las voces principales: la de Schahriar, que escuchamos en los primeros compases, y luego la de Sche-rezada en los solos de violín; estas voces darán continuidad y unidad a la obra entera, ya que aparecen en todos los núme-ros. En medio de ambas voces o temas, escuchamos el mar. Aunque podemos distinguir con claridad las cuatro partes en que se divide la pieza, existen motivos melódicos que unifican el movimiento.

2. Relato fantástico del prín-cipe Kalendar: Está constituido por un tema y variaciones que cambian en virtud de su acom-pañamiento y que narran la

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historia de Schahriar cuando a su regreso de la guerra encuentra a su esposa con sus amantes en medio de una orgía. Un silencio anuncia la aparición del sultán.

3. El príncipe y la princesa: Es el movimiento más sim-ple de la obra y se encuentra construido sobre dos temas de danza, uno sentimental y el otro voluptuoso. Al final recapitula el tema inicial para cerrar con languidez, semejando el sopor de los amantes.

4. Fiesta en Bagdad: El barco naufraga contra las rocas vigila-das por un guerrero de bronce.

5. Conclusión: Esta pieza cierra la obra mostrando el tema de Schahriar, Scherezada y la fanfarria que ilustra el naufragio, además de introducir nuevos temas.

La estructura de la obra se parece más a la de una suite que a cuatro episodios separados, como parece haber sido la inten-ción del compositor. Mantiene la unidad antes mencionada por medio de los temas y las voces del sultán y la princesa. Rimsky-Korsakov insistía en que la aparición de los leitmotivs sólo constituía material para el desarrollo sinfónico que aparece

a través de la obra entrelazán-dose y mostrando diferentes características sin que corres-pondan a imágenes definidas. Sin importar los esfuerzos del músico, el solo de violín nos lleva a través de las cuatro esce-nas o historias como la voz de Scherezada, abriendo y cerrando o dejándonos en suspenso en medio del relato para pasar de un movimiento a otro. Al inicio de la obra, las olas nos arrastran junto con el barco de Simbad y nos sitúan en un escenario específico. Aunque no sepamos dentro de cuál de sus viajes nos encontramos, nos otorga la li-bertad de elegir nuestra propia aventura.

Scherezada fue interpretada por única vez por Rimsky-Kor-sakov en 1890 en el Teatro de la Moneda en Bruselas. El éxito que tuvo no le pareció al com-positor y prohibió que fuera interpretada o que se utilizara en un ballet. Sus esfuerzos resulta-ron insuficientes para contener el triunfo de la obra, que además de la enorme cantidad de inter-pretaciones, se convirtió en un ballet muy famoso.

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Wajdi al Ahdal (Sana, 1973) es autor de la novela El filósofo de la cuarentena, finalista del premio de Literatura Árabe en 2008.

Mohammed Hassan Alwan (Riyadh, 1979) es uno de los autores sauditas más representativos de su generación. Ha publicado dos novelas y una colección de relatos cortos.

Osama Esber (Latakia, Siria, 1963), poeta, novelista y editor, desde el 2004 publica la revista literaria de más renombre en Siria, Al-Fikr. A fines de los noventa participó en el Programa Interna-cional para Escritores de la Universidad de Iowa, Estados Unidos.

Faïza Guène (París, 1985) nació en Francia de padres ar-gelinos; escribió su primera novela a los diecisiete años, convir-tiéndose en un éxito de ventas (360, 000 copias vendidas). Ha sido traducida a una decena de idiomas.

Jabbar Yassin Hussin (Bagdad, 1954) es periodista; su filiación con el partido comunista iraquí lo hizo objeto de tor-turas durante el régimen de Saddam Hussein, hasta obligarlo al exilio en Francia, donde radica desde 1976. Su obra, compuesta por novelas, cuentos e historias infantiles, versa principalmente sobre la experiencia del exilio.

Gassan Kanafani (Acre, Palestina, 1936-Beirut, 1972) es una de las principales figuras de la literatura palestina del siglo pasado. Su obra, en la que las historias cortas tienen gran peso, es considerada como un himno de resistencia del refugio palestino. Fue asesinado por un coche bomba por los servicios secretos israelíes.

Naghib Mahfuz (El Cairo, 1911-2006) es el escritor egipcio más conocido de la época moderna. En 1988 recibió el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en el primer autor de origen

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árabe, y el único hasta la fecha, en ostentar dicho galardón. Escri-bió más de 350 cuentos a lo largo de su carrera, que se extendió por cerca de 70 años.

Antonio Martínez Castro es arabista por la Universi-dad Autónoma de Madrid. Tomó cursos de árabe en el Inalco de París, en varios países árabes y un magister de literatura árabe en la Universidad San José, de Beirut. Ha trabajado como pro-fesor de español en universidades de Beirut, Damasco, Sanaa. Es profesor de árabe en la Escuela Oficial de Idiomas de Almería. Además de algunas traducciones, ha publicado artículos sobre literatura árabe contemporánea en las revistas Hesperia, Nación Árabe y Anaquel Panárabe.

Ibrahim Samuel (Damasco, 1951): sus cuatro novelas publi-cadas a la fecha lo colocan como uno de los autores de referencia en el mundo árabe. Ha sido traducido a una decena de idiomas.

Muhammad Shukri (Nador, Marruecos, 1935-Rabat, 2003) se convirtió en uno de los más importantes escritores marroquíes de todos los tiempos. Su obra cumbre es la trilogía autobiográfica compuesta por los libros El pan desnudo, Tiempo de errores y Ros-tros, amores, maldiciones.

Zakariya Tamer (Damasco, 1931) es uno de los más cono-cidos, leídos y traducidos autores de cuentos del mundo árabe. También escribe historias para niños y trabaja como periodista independiente escribiendo columnas satíricas en los diarios. En 2009 se hizo acreedor al Premio Internacional de Literatura Metrópolis Azul en Montreal, Canadá.

Yabra Ibrahim Yabra (Belén, 1919-Bagdad, 1994) nació en el seno de una familia ortodoxa-siríaca en Palestina; se refugió en Irak después de los acontecimientos de 1948. Poeta, novelista, traductor y crítico literario; estuvo a cargo de la publicación de la mayor parte de la obra de T.S. Eliot en la región.

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El diez

En muchas culturas, el tiempo se mide por décadas. Mu-chos dioses han redactado las reglas del juego mediante decálogos.

Entre los mayas, el décimo día es nefasto, porque pertenece a Thoh, dios de la muerte.

Diez es el número de la tetraktys de los pitagóricos, que juraban de la siguiente manera: «No, lo juro por aquel que ha transmitido a nuestra alma la tetraktys en que se encuentran la fuente y la raíz de la eterna naturaleza». La siguiente pirámide contiene el 10. En la cúspide está el uno, la divinidad, el principio de todo; en la parte de abajo se ve la dualidad, lo masculino y lo femenino, principio de la fecundidad; también, el dualismo profesado por muchas culturas, el ying y el yang, el cielo y la tierra, la gloria y el infierno, la luz y la noche, el movimiento pendular, la antítesis; en la tercera línea se ven tres puntos que simbolizan los tres niveles de la vida humana: lo corporal, lo intelectual y lo espiritual; los cuatro puntos de la última línea simbolizan la base de la pirámide: los cuatro elementos, los puntos cardinales de la Tierra, las cuatro estaciones del año.

.. .. . .. . . .

En esta figura se ven cuatro puntos en los tres lados que cierran el triángulo, alrededor de uno. También se observan 3 triángulos en la base de la pirámide, dos más sobre éstos y el último que corona los 6 triángulos.

La suma de los primeros 4 números del sistema decimal da 10: 1 (mónada, es el punto) + 2 (díada, la línea) + 3 (tríada, el

triángulo) + 4 (tétrada, la pirámide).

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Felipe Reyes MirandaAL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Soy la Luna. La encantada, la difusa. La que se pierde y apa-rece en los eternos círculos de la vida. La que muere, la que resucita. Soy la luz que envuel-ve a la noche, la que alza los mares hasta tocar las estrellas. Soy la inalcanzable, la que se va, la eternamente presente.

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Donde nace el agua

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Entre los enigmas que � otan en Donde nace el agua, Maite Villalobos hace entrecruzamientos

de la realidad y un mundo habitado por fantasmas. Los espacios que la poeta canta son la intimidad del hogar y el medio inmediato; los personajes que logra construir son fuertes, pero el que encierra las emociones es el pueblo; al mismo tiempo que se oyen cé� ros también se escuchan murmullos y maledicencias, silencio, sabiduría ancestral, una naturaleza no siempre idílica. La muerte que en-vuelve al pueblo de este libro —y que lo llena de espectros— tiene un toque festivo, pues cada acto lleva consigo el despertar de lo sensual. Éste no es un poemario en blanco y negro; por el contrario, es colorido, tiene los tonos del cempasúchil y la cochinilla y podemos rastrear su belleza con el ol-fato y beber pulque y aguamiel mientras recorre-mos sus calles de piedra. Hay un imaginario que toma de lo mexicano su inspiración, pero que lo transforma en algo más, en interioridad, en voces secretas que revelan verdades. La autora realiza una catábasis, el yo poético es testigo y parte del entramado social del pueblo; observa, se involu-cra y canta una canción depurada que conjura el pasado.

María Cruz

www.elpurocuento.com

núm. 10 50 pesos

AHMAD MOUALLAMOHANNAD ORABI

Pájaros en el alambreLas matrioshkas de Rimsky-Korsakov

contemporáneoárabeCuento

NAGHIB MAHFUZ

ZAKARIYA TAMER

IBRAHIM SAMUEL

GASSAN KANAFANI

MUHAMMAD SHUKRI

JABBAR YASSIN HUSSIN

YABRA IBRAHIM YABRA

MOHAMMED HASSAN ALWAN

FAÏZA GUÈNE

WAJDI AL AHDAL

OSAMA ESBEREl

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10

CinescrituraWashington Irving y Florián Rey:

Cuentos de la Alhambra

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo de-ban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de pun-tos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

2. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe

ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos

en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entien-da esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco e� caces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que pre� eran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulati-vamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como conde-nados, sometidos a una alta presión espiritual y formal.

3. Un cuento es signi� cativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamen-te algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. La idea de signi� cación no puede tener sen-tido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se re� eren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema.

Julio Cortázar

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo de-ban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de pun-tos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

2me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe

ganar por que la novela acumula progresivamente sus efectos

en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entien-

La novela gana siempre por puntos;el cuento, por k.o.

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

Gloria VergaraAda Aurora Sánchezcoordinadoras

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La intersección texto-lector, o para decirlo en térmi-nos de Hans Robert Jauss, la fusión de horizontes

que se presenta entre el texto y el lector a partir de una lectura con intenciones estéticas, acontece como una revelación en que ambas instancias han podido decirse algo. El texto habla cuando el lector distingue sus seña-les, sus indicios, su estructura preorientadora, y atien-de su llamado. El texto apela a un otro, pero en actitud comprometida, consciente de que en toda lectura se re-construyen constantemente los horizontes desde donde se parte y hasta donde se llega. En este encuentro de voces, de miradas teóricas, se compilan seis trabajos que re� exionan, en general, so-bre la naturaleza de la obra de arte literaria, sus modos de aprehensión, recepción e interpretación, así como de la experiencia estética del lector. En todos ellos se percibe la con� rmación de una tesis que la teoría de la recep-ción y la neohermenéutica han defendido: la obra de arte literaria es más que el texto y emerge en razón (y gracias a) quien la recibe.

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