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EL SENDERO DEL TIEMPO

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PODGORNY, Irina El sendero del tiempo y de las causas accidentales Los espacios de la prehistoria en la Argentina, 1850-1910, Prohistoria Ediciones, Rosario, 2009, 336 pp. * Los datos de la arqueología moderna surgen de una serie de procedimientos para agrupar los objetos en la excavación y en el museo. Analizando esa relación entre cosas y registro, este libro de Irina Podgorny estudia el surgimiento de la prehistoria en la Argentina y el problema de la antigüedad del hombre, es decir, la contemporaneidad de la humanidad con la fauna ya extinguida. Las disputas ligadas a las clasificaciones, las prioridades científicas o los favores de los políticos, sirven como escenario de las tensiones entre la normalización de la excavación y el montaje de una red de proveedores de los datos necesarios para armar el esquema local de la prehistoria de la humanidad. El sendero de las causas accidentales… se sitúa en el epicentro de la nueva forma de hacer historia de la ciencia, o de hacer historia, o de interpretar las formas de producir conocimiento. Trata de algunas vicisitudes de la arqueología, ligada de forma determinada con lo local, con enterramientos, con cadáveres y restos de todo tipo de muertes, con el tiempo: una ciencia que, hurgando en el tiempo anterior a que los humanos contaran con un lenguaje escrito, parece contener relatos posibles como conjeturas asociadas con los escenarios que recrean ese pasado. Irina Podgorny es Licenciada en Antropología y Doctora en Ciencias Naturales por la Universidad Nacional de La Plata. Se desempeña como Investigadora del CONICET en el Archivo Histórico del Museo de La Plata, y como Profesora de Historia de la Ciencia en la Universidad Virtual de Quilmes. Fue Profesora Invitada en MAST (Rio de Janeiro, 2001), la Universidad de Paris VII (2008) y en la EHESS (2009). Becaria Humboldt, ha sido acreedora de los Premios Estímulo de la Fundación Bunge y Born (2001), Bernardo Houssay (SECyT, 2003), la Beca Félix de Azara (Biblioteca Nacional, 2007), Newberry Library Fellowship (2008) y Endangered Archives- British Library award. Ha publicado Arqueología de la Educación: textos, indicios, monumentos. La imagen del indio en el mundo escolar (Buenos Aires, 1999), El argentino despertar de las faunas y de las gentes prehistóricas. Coleccionistas, Museos y estudiosos en la Argentina entre 1880 y 1910 (Buenos Aires, 2000) y El Desierto en una vitrina. Museos e historia natural en la Argentina, 1810-1890 (México, 2008). Dirige la colección Historia de la Ciencia de Prohistoria Ediciones.Creating data in modern archaeology became a procedure for grouping and locating objects, both in the fabric of excavation, and in the repository of artifacts. By tackling the relationship between things and recording, this book analyzes the emergence of archaeology and the question of antiquity of man in Argentina of the late nineteenth century. Controversies over classification, scientific priorities, and patrons create the scenario of a series of events linked to the standardization of archaeological fieldwork, the establishment of a network of data providers and the acceptance of a local sequence of the prehistory of the New World.

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IrIna Podgorny

El sendero del tiempo y de las causas accidentalesLos espacios de la prehistoria en la Argentina, 1850 - 1910

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IrIna Podgorny

El sendero del tiempo y de las causas accidentalesLos espacios de la prehistoria en la Argentina, 1850 - 1910

Rosario, 2009

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ÍndIce

Siglas y abreviaturas más frecuentes .................................................... 9

PrÓLogo ......................................................................................... 13

PrIMera ParTe

caPÍTULo Iedificios para la ciencia ....................................................................... 29

caPÍTULo IIPalabras para la historia sin palabras .................................................. 53

caPÍTULo IIIcatálogos, gestos y edificios para la prehistoria ................................... 75

SegUnda ParTe

caPÍTULo IVLos inicios de la antigüedad del hombre en Buenos aires .................... 107

caPÍTULo Vel museo del suelo de la república ...................................................... 129

caPÍTULo VILa exposición de 1878: argentinos en París ........................................ 151

caPÍTULo VIILos mamíferos fósiles y el hombre prehistórico en la década de 1880 ........................................................................... 173

Podgorny, IrinaEl sendero del tiempo y de las causas accidentales: los espacios de la prehistoria en la Argentina, 1850 - 1910. - 1a ed. - Rosario : Prohistoria Ediciones, 2009.334 p.; 23x16 cm. (Historia de la Ciencia; 2 / Irina Podgorny)

ISBN 978-987-1304-39-4

1. Arqueología. 2. Historia de la Ciencia. I. TítuloCDD 509

Fecha de catalogación: 28/05/2009

colección Historia de la Ciencia, 2

Composición y diseño: Marta PereyraEdición: Prohistoria EdicionesDiseño de Tapa: Marta PereyraIlustración de tapa: Interior del negocio de librería de Florentino Ameghino en La Plata (AHMLP)

Este libro recibió evaluación académica y su publicación ha sido recomendada por reconoci-dos especialistas que asesoran a esta editorial en la selección de los materiales.

TODOS LOS DERECHOS REGISTRADOSHECHO EL DEPÓSTIO QUE MARCA LA LEY 11723© Irina Podgorny

© de esta edición

Tucumán 2253, (S2002JVA) – ROSARIO, Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su diseño tipográfico y de portada, en cualquier formato y por cualquier medio, mecánico o electrónico, sin expresa autorización del editor.

Este libro se terminó de imprimir en Art-talleres gráficos, Rosario, en el mes de diciembre de 2009. Se tiraron 750 ejemplares.

Impreso en la Argentina

ISBN 978-987-1304-39-4

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SIgLaS y aBreVIaTUraS MÁS FrecUenTeS

PublicacionesaMn anales del Museo nacionalaMLP anales del Museo de La PlataaMPBa anales del Museo Público de la Provincia de Buenos airesaSca anales de la Sociedad científica argentina Banc Boletín de la academia nacional de ciencias de córdoba.BSaP Bulletin de la Société d’anthropologie de Paris.BMSaP Bulletin et Mémoires de la Société d’anthropologie de Paris.BIga Boletín del Instituto geográfico argentinoIga Instituto geográfico argentinoIMJIP Fl. aMegHIno “Informe elevado al Señor Ministro de Justicia e Ins-

trucción Pública, por el director del Museo nacional de Historia natural, sobre el desastroso estado actual de este establecimiento”, ocycc, 18, 1934

MPHH Matériaux pour l’histoire positive et philosophique de l’hommenJ neues Jahrbuch für Mineralogie, geologie und Paläontologieocycc obras completas y correspondencia científica de Florentino ameghino,

Taller de Impresiones oficiales, La Plata, 1913- 1936, 24 volúmenesrMLP revista del Museo de La PlataSca Sociedad científica argentina

Archivosagn archivo general de la naciónaHMLP archivo Histórico del Museo de La Plata. aJF archivo Jorge Furt: “ameghino”, carpeta de recortes.aHL archivo Histórico del Museo de Luján, archivo Zeballos- corresponden-

cia con Hombres Públicos, caja V. aMr archivo del Museo Bernardino rivadaviaaHPBa archivo Histórico de la Provincia de Buenos aires- Legajo gobierno Bn Biblioteca nacional de la república argentinaFPM Fondo F. P. Moreno – archivo general de la naciónIaI Legado r. Lehmann-nitsche Ibero-amerikanisches Institut, Preussischer

Kulturbesitz, BerlinMnHn Muséum national d’Histoire naturelle

caPÍTULo VIIIUn edificio para el futuro:el Museo de La Plata y el Museo nacional ........................................................................... 191

caPÍTULo IXUn tesoro enterrado en el MuseoLos precursores argentinos de la humanidad

a Modo de concLUSIÓn ............................................................ 261

aneXo docUMenTaL .................................................................. 265

BIBLIograFÍa .................................................................................. 301

ÍndIce de ILUSTracIoneS .......................................................... 327

ÍndIce de noMBreS ..................................................................... 329

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Para Maia, a quien le debía un libro

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PrÓLogo

La antigüedad es un invento reciente. en varias ocasiones, de viva voz y por escrito, defendí esa tesis con tenacidad. ahora por fortuna encuen-tro que esa idea no solo fue una ocurrencia personal sino que afloró en

muchos lugares y con voces propias. Una de ellas se escuchó a muchos miles de kilómetros de donde yo estaba. esa idea subyace con una fuerza admirable, por ejemplo, en el libro que prologo; aunque su autora no la mencione de forma explícita, late en cada una de sus páginas. Las invenciones simultáneas animan a reflexionar y a escribir, sin duda, porque muestran que las culturas humanas no solo se nutren de individuos sino que además se alimentan de resonancias involuntarias. cuando una idea resuena en muchos lugares a la vez y de forma independiente la comunicación resulta fácil, y el trabajo de investigación en-cuentra alientos inesperados.

este prólogo debe señalar ese punto de partida implícito antes de reflexio-nar sobre ideas explícitas que forman las tesis del libro y que no deberían pa-sar desapercibidas a ningún lector. Se habla en el texto de prehistoria y de ar-queología y parecería razonable que su discurso se refiriera a acontecimientos sucedidos en un momento que no podían proporcionar información para la posteridad porque no se disponía de escritura y se desconocía de estrategias para administrar la memoria. También se podría esperar que mencionara los restos materiales que debían hablar con elocuencia para sustituir la mudez del pasado y, así, mostrar cómo eran las cosas entonces, por más que ese entonces sea un adverbio de tiempo, indeterminado, hasta ser capaces de construir una cronología. Sin embargo, la narración de este libro no es un regreso al pasado para mostrar sus momentos estelares en forma de dioramas de los museos de arqueología, como si hubiera un mundo ideal con ventanas al interior, donde al asomarse se pudiera observar toda la historia de la Tierra y de lo que ha ocurrido en ella desde el momento cuando el narrador se atreve a poner la palabra principio. Por lo tanto no es una historia que pretenda contar cómo la marcha triunfal del conocimiento de nuestros antepasados iluminó los tiempos de tinieblas para los que no existen ni siquiera los nombres. Más bien es una historia de conjeturas, de perplejidades, de convicciones, de interpretaciones sobre aspiraciones personales, ideas acerca de cuál es el origen del hombre, al lado de una historia de restos materiales, de piedras y huesos que se encontraron en los campos y fueron trasladados a museos y a las colecciones privadas de entusiastas del pasado mudo. Una historia del comercio de restos convertidos en objetos preciados de una nueva cultura material. no es una historia con final

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feliz, no se hace la claridad en las brumas de la ignorancia, y el protagonista no triunfa sobre sus adversarios, en especial porque los adversarios tampoco son los ganadores.

Todo el tejido de intrigas, ambiciones y disputas arqueológicas aquí con-tadas tiene el epicentro en la argentina en las décadas finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y su repercusión se siente en muchas otras partes del planeta. Pero que ningún patriota se alegre, porque la arqueología fue siempre así: la prodigalidad de los restos hace que en cualquier lugar pueda surgir la conjetura, planteada por los lugareños o por los viajeros curiosos. Fue un sig-no de vitalidad argentina pero en ningún caso un ejemplo de hegemonía; más bien su estudio ha servido a la autora para no verse afectada y para curar a sus colaboradores de un posible contagio de ese victimismo que se denomina la en-fermedad de la periferia, enfermedad epistémica muy peligrosa que parte de la idea que desea demostrar que la argentina, como cualquier parte de Latinoamé-rica, españa, u otras regiones del planeta, son periferias culturales (y científicas) maltratadas, sobre las cuales un centro sin rostro preciso porque los tiene todos, ejerció un poder opresivo y despótico durante siglos. el periferismo justifica la esterilidad de las culturas (produciendo la esterilidad que estudia), limita bas-tante la sutileza de los debates y produce una melancolía cultural corrosiva. aquí la autora ha esquivado estas tentaciones atendiendo a los matices de la his-toria, profundizando en ellos y estudiando la historia argentina en el entramado de redes arqueológicas que se formaron en la época señalada, para mostrar que los hilos de la narración se pueden entretejer con lenguas diferentes hasta formar una lengua neutral y normalizada. el libro se convierte así en un ejem-plo de la renovación que ha tenido lugar en la historia de la ciencia, disciplina relativamente reciente pero que hoy muestra una enorme vitalidad, y ofrece una nueva forma de entender esos fenómenos culturales complejos que se suman e interactúan con las otras culturas de las sociedades donde se producen.

Su narración es un exponente de cómo muchas cosas han cambiado en las últimas dos décadas. Tantas, que categorías muy sólidas y bien asentadas (por su indudable conexión con la forma de presentar la ciencia en los manuales y en las reconstrucciones racionales) han dejado de estar presentes en las publica-ciones más influyentes, y han sido desplazadas por otras categorías, en aparien-cia más débiles pero con una enorme flexibilidad epistémica. Sobre todo se ha proyectado sobre la historia de la ciencia la evidencia de la multiplicidad de los saberes; parece que la historia de la ciencia ha dado paso a una nueva forma de identificar “la ciencia”, que pasa de ser un término con referencias exclusiva-mente lingüísticas (sobre todo como lo ha concebido las corrientes analíticas del siglo XX) a convertirse en un fenómeno con resonancias culturales. La palabra

epistemología muestra en este contexto nuevas propiedades, y no se relaciona exclusivamente con propiedades metodológicas de origen lingüístico sino que se refiere a propiedades de los objetos científicos, transformándose en la episte-mología de lo concreto; las prácticas dejan de ser exclusivamente objeto de la teoría de la acción y se transforman en prácticas materiales, más ligadas a lo técnico. Las personas, instituciones e instrumentos se convierten en portavoces de biografías elocuentes que hablan de sus interacciones. Interesan las zonas de confluencia entre culturas que dan lugar a nuevas actividades mestizas, se inda-ga la interpretación de los espacios donde se produce el conocimiento, y sobre los espacios que genera el conocimiento y las representaciones que se organizan fuera y dentro de esos espacios. Los objetos materiales dejan de ser mudos para convertirse en fuente de sugerencias y de culturas.

este libro que se presenta refleja de lleno estas nuevas tendencias. de hecho se sitúa en el epicentro de la nueva manera de interpretar las formas de produ-cir conocimiento. como se menciona más arriba, trata de algunas vicisitudes de la ciencia de la arqueología, ligada de forma determinada con lo local, con enterramientos, con cadáveres y restos de todo tipo de muertes, con el tiempo. Una ciencia que se fija en el tiempo anterior a que los humanos contaran con un lenguaje escrito y que por eso parece poder contener todos los relatos posibles como conjeturas asociadas con los escenarios que recrean ese pasado.

Se trata ese pasado que hoy se denomina con el término de prehistoria, un periodo relativamente definido en el extremo más cercano a nosotros, pero indefinido de lo que se refiere a su comienzo. ¿cómo se llegó a un nombre tan elocuente como prehistoria para denominar ese periodo tan indefinido? La au-tora describe cómo ese nombre, prehistoria, nació de forma vacilante, cuenta de qué manera se asentó en los diferentes lenguajes dominantes que crearon ima-ginarios asociados a su definición. Los nombres que usan las ciencias parecen sólidos perfectos y eternos, (nuestros) contemporáneos pueden llegar a pensar que siempre han estado ahí, o que se encuentran como carbonos cristalizados en el lecho de algún río de palabras. en el segundo capítulo de este libro se da una prueba elocuente de que esos nombres en apariencia tan sencillos y naturales se consolidaron en el vulcanismo epistémico que se produce cuando emergen nuevos saberes que fraguan en nuevas disciplinas procedentes de tradiciones académicas anteriores. el término prehistoria nace cuando se intenta describir la paradoja de cómo se puede escribir la historia de lo que no tiene historia. Se debate su pertinencia, se negocia, se discute y el nombre se expande por las lenguas imponiendo un significado que lentamente se solidifica. el capítulo se-gundo del libro trata de la historia del término prehistoria podría ser sin duda el primero, sería una forma natural de comprender lo artificial de las denomina-ciones que se han incorporado al lenguaje de la historia.

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Sin embargo la autora ha preferido que el lector no se encuentre con esa discusión nada más abrir el libro. el primer capítulo trata del espacio cautivo en los edificios construidos para contener el conocimiento, deja como si fuera un vestigio el nombre propio de Florentino ameghino. Se menciona en la pri-mera línea del texto y con esa aparición se hace un guiño a todo un programa de investigación llevado a cabo en los últimos quince años sobre este persona-je. Quien conozca la obra escrita de la autora de este libro, encontrará en ese personaje a un viejo amigo. el director del Museo nacional de Buenos aires a principios del siglo XX introduce al lector desde esa primera línea en las dis-cusiones sobre para qué se construyen y cual es su finalidad. Sin duda, el uso del nombre propio podría hacer pensar que se está ante una biografía personal. Pero no, realmente lo que se pretende narrar es la historia de un espacio, de las diferentes concepciones que tuvieron los arquitectos cuando diseñaron los museos a finales del siglo XIX, el siglo de las exhibiciones, donde comenzaron a habilitarse nuevas catedrales del conocimiento para las masas. no se va a perder en el texto el nombre de ameghino, pero en este caso es solo un incipit para hablar de los museos y para mostrar cómo se relacionaba la concepción museística del argentino con las formas de representar arquitectónicamente el espacio en europa y en américa del norte. La autora prefiere por lo tanto llevar de la mano al lector a un lugar donde va a encontrar restos clasificados, nom-brados y aun arrumbados, donde el problema es institucional, y político, pero cuyo referente primordial es disciplinar: el ingreso de la argentina en el torrente de la prehistoria. Se toma el espacio del museo como inicio de un itinerario in-telectual que durará décadas y que ofrece un estudio de caso sobre la compleja discusión acerca del origen del hombre.

La segunda parte del libro expresa hasta qué punto la autora ha llevado su investigación a la plenitud. Ha mostrado a lo largo de su carrera que las histo-rias requieren narraciones sucesivas, que conviene regresar a las investigaciones de juventud para transformarlas en relatos maduros; así, en su pluma la historia de la arqueología argentina se transforma en parte de la historia general, lo local adquiere su sentido y su tractivo para tantos arqueólogos anglosajones y cen-troeuropeos. Los restos materiales deben perder su corporeidad y convertirse en dibujos, esquemas sobre papel y la materia se convierte en imagen. La pregunta sobre en qué ámbito geográfico se produjo la hominización se convirtió en un desafío para aquella comunidad argentina. La autora no evita mostrar la fragi-lidad de los argumentos ni de las pruebas usadas en la discusión internacional, porque su intención no es alimentar la pasión nacionalista sino estimular la discusión y la curiosidad de los lectores, orientando su atención al entramado de redes donde se desarrolló la polémica, más que a la conclusión del relato.

escribir más podría interpretarse como un intento de sustituir el texto por el prólogo, así pues pongo punto final, y como en los antiguos teatros solo me queda recomendar que se comience con la lectura.

Javier OrdóñezUaM- Max Planck Institut für Wisssenschaftsgeschichte

entre Madrid y Berlín, julio de 2009

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InTrodUccIÓn

Hace muchos años, Harold Innis señalaba ese enorme sesgo propio de la arqueología, generado por un objeto construido con cementerios y ves-tigios procedentes de los depósitos de la muerte. La tumba –donde los

artefactos y los restos humanos se encuentran juntos– se transformó en la uni-dad epistemológica para establecer secuencias cronológicas y el corpus visual de la cultura de una época histórica determinada. Los fragmentos, la cerámica y los instrumentos de piedra, esas paradigmáticas antigüedades portátiles de la arqueología y la prehistoria, coleccionadas en tumbas u otros contextos de muerte, agrupadas y localizadas en la excavación, se ordenaron en corpus visua-les de variedades de objetos a través de métodos estadísticos y comparativos. La pregunta acerca de cómo esta influencia modeló los procedimientos para crear datos confiables permanece sin respuesta.

abundan, en cambio, los trabajos donde el surgimiento y el desarrollo de la arqueología y la prehistoria se explican y agotan en la escala macropolítica, uni-dos a los idearios nacionalistas, motor de personajes e instituciones. en 2002, Marc-antoine Kaeser, en un artículo que transpiraba cierto hastío frente a la ligereza y superficialidad con la que se trataba esta relación, se preguntó si se podía seguir trabajando de esa manera. Sugería que dicho enfoque combinaba una vieja versión de la historia de las ideas con aguados conocimientos de filo-sofía política, a través de los cuales se vinculaba la arqueología con los discursos de barricada sobre el pasado. Kaeser (2002) recordaba las raíces internacionales de la prehistoria y la necesidad de emprender estudios en profundidad sobre el impacto que el nacionalismo habría tenido en las prácticas surgidas bajo su impulso. no obstante, el cuestionamiento moral a la identidad no inocente de la ciencia parece seguir provocando entusiasmos por un modo de trabajo que, más que generar nuevo conocimiento, nos instala en la retórica de la repetición. Las páginas que siguen, sin negar las dimensiones políticas de la arqueología, inten-tan articularlas con el problema de los espacios donde emergió la prehistoria.

La consolidación de esta disciplina en el siglo XIX implicó la idea de un desarrollo histórico de la naturaleza y de la humanidad comparable en todo el mundo. Se trata de ciencias, como la geología y la paleontología, que pro-claman su carácter global, donde los datos locales deben imbricarse con otros datos recogidos en geografías diferentes. al mismo tiempo, constituyen saberes intrínsicamente vinculados con un espacio concreto, donde la localidad puede

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llegar a condicionar la mera posibilidad de una manifestación regional de esas secuencias espacio-temporales que supuestamente funcionan en todo el orbe.

Los cultores de estas nuevas disciplinas consolidaron sus prácticas en la paradoja de la reflexión sobre la lengua materna y la búsqueda de un lengua-je neutral y compartido, comprensible para una comunidad científica interna-cional. en esta paradoja, la lengua terminó por volverse tan invisible como la misma cultura y como las categorías que preexisten y condicionan cualquier acto de escritura o de comunicación. La arqueología y la prehistoria constru-yeron su lenguaje mediante una doble importación: la incorporación de tér-minos de otras disciplinas y el patrón lingüístico establecido por la academia de referencia. La expansión de estas disciplinas y palabras necesitó tender una infraestructura material para generar, transmitir y procesar la información de lugares remotos, cada uno con una lengua propia, en búsqueda de una referen-cia común para resolver el viejo problema de la intraducibilidad del lenguaje de la experiencia local. Ligado a ello, el montaje de una logística cooperativa y de alianzas, estructurado de manera transnacional para intercambiar objetos, imágenes e información y dilucidar el pasado de la Tierra y de los hombres (rudwick, 1997, 2005).

en el estudio de esas prácticas, los agentes humanos y las redes sociales recuperan un lugar oscurecido por la historiografía nacida en el mismo siglo XIX, con las biografías de los grandes científicos y la épica del progreso de la ciencia. Surge entonces la pregunta sobre cómo se articularon las experiencias y observaciones realizadas por individuos de mundos culturales y lingüísticos diferentes: estos ingenieros franceses, banqueros ingleses, profesores italianos, maestros argentinos, diplomáticos y ministros de nacionalidades diversas, de-ben esforzarse por encontrar una lengua común para poder dialogar y trabajar, en ese espacio no del todo real que Peter galison (1997) ha llamado metafóri-camente zonas de intercambio.

en consonancia, el papel de los aficionados y de las sociedades eruditas en el desarrollo de estas disciplinas, algo aceptado hasta bien entrado el siglo XX, reaparece ligado al problema de la autoridad científica y la construcción del objeto arqueológico (Leroi-gourhan, 1950; Levine, 1986). como recuerdan daston y Park (1998: 219), las polémicas sobre qué –y por qué– creerle a los informes sobre los hechos extraños de los mundos recientemente incorporados, abundaron en los siglos XVI y XVII. esas disputas se trasladaron luego a la autenticidad de los objetos de los mundos desaparecidos en el pasado remoto, de los cuales nadie podía dar testimonio pero de cuya existencia, a mitad del siglo XIX, ya no se dudaba. Para la aceptación de estos objetos se continuaría recurriendo, aún en el siglo XX, a formas propias de las prácticas y doctrinas legales, tales como la presencia de testigos calificados en el lugar del hallazgo, el labrado de actas y la intervención de los jueces locales. Merced a estas con-

venciones, aquellas cosas de carácter controvertido podían transformarse –o no– en los fósiles de un animal o el resto elocuente de una cultura sepultada por los siglos.

no olvidemos que el mero surgimiento del conocimiento experimental se vincula a las convenciones para producir hechos (Shapin y Schaffer, 1985). en ese marco, el testimonio ocular, colectivo y público, presencial o virtual, ad-quiere un papel constitutivo. Los resortes mismos de la producción del conoci-miento parecieron accesibles gracias a la articulación de dos espacios: el espacio físico del testimonio directo –los nuevos laboratorios y gabinetes– y el espacio abstracto del testimonio virtual, generado por las llamadas tecnologías literarias y representado por las publicaciones, los catálogos, las imágenes y la posibilidad de repetir la observación de un experimento a través de la lectura y los pasos para replicarlo una y cien veces (Shapin y Schaffer, 1985; Findlen 1994).1

en ciencias tales como la arqueología y la paleontología, la colección cons-tituyó por décadas el espacio del testimonio directo, mucho más confiable que cualquier observación realizada fuera de los muros del gabinete. Podríamos afir-mar que la consolidación de estas de ciencias en el siglo XIX se define por la creación y control de un tercer espacio público, concreto y abstracto a la vez: el campo o terreno. La existencia del campo como espacio objetivo surgirá a través de tecnologías literarias similares a las del inicio de la modernidad –entre ellas, el lenguaje visual de las publicaciones científicas del siglo XIX (rudwick, 1976)– y las tecnologías del transporte de la era del Imperio. Los criterios de credibilidad se concentrarán en el científico presente en el campo, una exigencia metodológica consolidada en los inicios del siglo XX. de allí surgirá un perso-naje compuesto por el conocimiento del hombre de letras, la mente del ingenie-ro, la meticulosidad del médico legal y la autoridad del testigo de los hechos. Lo acompañará el surgimiento de la famosa figura del sabio de gabinete, usada para desprestigiar el estudio basado en la evidencia recolectada por correspon-sales y comisionados especiales (Bourguet, 1997; rudwick, 1997; Lucas, 2001). La afirmación de Leroi-gourhan (1950: VII) debe entenderse en ese sentido: “c’est sur le terrain que se déroule l’étape majeure de la recherche”. con ello, reconocía la existencia del espacio del campo, pero también la necesidad de educar a quienes lo ocupaban de manera permanente. Frente a los pocos profe-sionales que, además, pertenecían al espacio del museo, del laboratorio o de la universidad, en 1950 la solución más sensata continuaba siendo la instrucción de ese ejército de aficionados, que vivía en el campo, lo conocía mejor que el

1 estos autores reconocen su deuda con la obra de eisenstein (1990) sobre la imprenta y la con-formación del saber.

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visitante ocasional y, asimismo, estaba dispuesto a colaborar con la empresa científica.2

esas prácticas desdobladas reinaron durante varios siglos, siguiendo ciertas convenciones que, a veces, resolvían las polémicas antes mencionadas. anali-zando los procedimientos de la modernidad inicial, por los cuales los datos y las cosas se movilizaron desde el campo a los centros de cálculo, Latour (1990) acuñó el concepto de móviles inmutables. Pero antes, un cultor de las ciencias del tardío siglo XIX había elaborado un concepto similar expresando que la finalidad de la arqueología era producir antigüedades portátiles, es decir planos, fotografías y dibujos para reconstruir, a distancia y cuantas veces se deseara, la observación de las condiciones originales de las cosas (Petrie, 1904). como veremos en este libro, y tal como el concepto de antigüedades portátiles re-presenta, los problemas de la historia de las ciencias no son otros que los que preocupaban a los científicos del pasado.

Las antigüedades portátiles, como tecnología literaria, debían transformar al campo en un espacio público y central de la práctica arqueológica. de tal manera, la producción de conocimiento arqueológico quedó conectada con tres espacios diferentes. Mientras la colección de antigüedades y el museo han dado lugar a una extensa historiografía, la constitución de la base de datos (o el ca-tálogo) y el campo, incorporados como espacios científicos alrededor de 1900, no han sido estudiados con la misma profundidad. La creación de datos en la arqueología moderna, puede decirse, se torna un procedimiento para agrupar y localizar objetos tanto en la estructura de la excavación como en el repositorio de los artefactos en el museo o colección. Para analizar esta relación fundamen-tal entre objetos y registro, este trabajo se concentra en el surgimiento de la arqueología en la argentina ligado al problema de la antigüedad del hombre, es decir, la contemporaneidad de la humanidad con una fauna desconocida en el presente. como veremos, los objetos utilizados para probar o refutar la re-mota antigüedad del hombre en américa del Sur, lejos de constituir una fuente directa de datos, se transformaron en conocimiento arqueológico por distintas técnicas tendientes a la creación de antigüedades portátiles y el establecimiento de criterios para juzgar la confiabilidad de la prueba y generar la repetición de la observación, aun cuando la evidencia se destruyera por esos mismos proce-

2 Leroi-gourhan reconocía tres grupos de prehistoriadores: los profesionales, los grandes y los pe-queños amateurs, el grupo numéricamente más importante. Leroi-gourhan (1950: 1) concluía: “notre milieu de préhistoriens est donc un milieu foncièrement composé d’amateurs dont la for-mation scientifique est très variable”. Hace más de veinticinco años, Stebbins (1980) le dedicaba dos artículos a la ciencia vocacional, examinando las rutinas de los aficionados en la arqueología y la astronomía (cfr. Miotti y Podgorny, 1995; Pupio, 2005). Mccray (2006) señala que los histo-riadores se han centrado en los científicos aficionados de períodos de poca definición profesional, pero que vale la pena profundizar en las prácticas vocacionales del siglo XX.

dimientos (Podgorny, 2007 a, 2008 b, 2009). Sin dudas, estuvieron mediados por la política, pero lejos de buscarla en los grandes acontecimientos, este libro busca explorar las pequeñas disputas ligadas a las clasificaciones, las priorida-des en la descripción de un hueso y los favores para llevar adelante un proyecto o una obsesión personal. como escenario se presentarán las tensiones entre la normalización de los procedimientos de la excavación arqueológica y las con-diciones concretas de un trabajo caracterizado por el montaje de una red de proveedores de datos y objetos, trazada por encima de las relaciones personales de los personajes de esta historia.

en la primera parte nos referiremos al espacio del museo de historia natural y de la colección como lugar de trabajo y de depósito de los interesados en la antigüedad del hombre. La búsqueda de un edificio apropiado, como sinónimo de la mera posibilidad de consolidar un nicho para la ciencia y para la prehis-toria/arqueología, mostrará una de las articulaciones posibles entre la práctica científica y la política. nos detendremos en las disputas lingüísticas por imponer un determinado léxico y su camino hasta el Plata. Los capítulos que cierran la primera parte se refieren a los dispositivos y medios técnicos ideados para resol-ver el problema de la precisión y el ajuste entre las cosas y las palabras.

en la segunda parte, nos centramos en algunos episodios ligados a la anti-güedad del hombre en la argentina. Sin agotarlos, trataremos de mostrar cómo este problema se transforma en el origen del género humano y, por otro lado, en la imposibilidad de definir y controlar los espacios del museo, del registro y del campo. el apéndice recopila algunos documentos ilustrativos de este proceso. este libro propone, además, un modelo de trabajo con las fuentes disponibles y la puesta en valor de otras muy poco utilizadas en la historia de la ciencia en la argentina. Por un lado, se basa en la lectura de los trabajos que producían y leían los practicantes locales de la ciencia para entender, no solo su mundo de ideas, sino también la circulación de las novedades científicas y esa red discursi-va en la que se constituyó la prehistoria. algunos capítulos se refieren a los de-bates parlamentarios sobre la creación de determinada institución: los mismos revelan que cuando se trataba de erogar grandes partidas presupuestarias, la ciencia surgía como una actividad demasiado onerosa que no todos estaban dis-puestos a sufragar. También se recurre a manuscritos depositados en archivos de varias ciudades, para iluminar aquellos aspectos sobre los cuales no dan cuenta las fuentes publicadas y mostrar que la historia de la ciencia en la argentina no se puede centrar en Buenos aires. Se incorporan las citas de los periódicos de varias ciudades, procedentes de colecciones completas o de recortes, hechas institucionalmente o por los mismos personajes de este libro. el trabajo en la historia de la ciencia con el recorte de diario, un objeto de papel de la moderni-dad, ha merecido las reflexiones de anke te Heesen (2006). el recorte nos habla de una cultura de la ciencia del cut & paste, que no solo representa qué dice

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la generalidad sobre las prácticas científicas sino que también nos habla de las obsesiones de esos hombres con tijera y de cómo esos caballeros se relacionan con el conocimiento. Sabiendo de la imposibilidad de llegar a conocer el todo, el cortar y pegar de los periódicos, ese medio que permite enterarse en el Plata qué ocurrió ayer en niza o en Java, muestra cómo el conocimientos de los hombres y las damas del siglo XIX se encuentra predeterminado ya no por dios, sino por los corresponsales y los cables transatlánticos (Hugill, 1999). Los recortes arman el mundo de referencia y, asimismo, nos ayudan a articular las escalas local e internacional de estas disciplinas.

este libro también se refiere a la obra de los hermanos ameghino. Lejos de leerla como un continuum, queremos mostrar algunas rupturas y desvíos temá-ticos. Los incontables elogios y ensayos biográficos posteriores a la muerte de Florentino crearon un corpus historiográfico que oscurece sus investigaciones y oculta que las mismas se hicieron de manera colectiva y sobre la base de una empresa familiar. esta hagiografía, transformándolo en una suerte de filósofo y sabio local, autodidacta e incomprendido, esconde, a su vez, el intrincado lado internacional de sus investigaciones.3

no se puede evitar la mención casi permanente a El desierto en una vitrina (Podgorny y Lopes, 2008), donde deben buscarse las referencias, por ejemplo, al museo antropológico de Moreno, al de la Sociedad científica y a los debates sobre las formaciones geológicas del Paraná. También retoma algunos artículos ya publicados en inglés o en obras poco accesibles en la argentina: el capítulo 2 de la Primera Parte, en particular, se basa en “The non-metallic savages” y en “el lenguaje de la arqueología”, ponencia presentada en la mesa “el español en la ciencia” del 2° congreso Internacional de la Lengua española (Valladolid, 2001). el capítulo 3 de la Primera Parte vuelve a temas desarrollados en “La prueba asesinada” y “Medien der archäologie”. el último de la Segunda Par-te incorpora fragmentos de “Bones & devices”. con este libro he procurado reunir y sistematizar uno de los temas que más me ha preocupado en el curso de mis escritos: la configuración de la prueba y la evidencia en las disciplinas de la paleontología y la arqueología. Salvo indicación en contrario, los datos biográficos proceden de los diccionarios citados al final de la bibliografía. La ortografía en las citas y transcripciones, se mantiene original: se indica sic solo si se trata de un error tipográfico de la época.

este trabajo empezó a escribirse en Berlín en el año 2003 durante una beca de la Fundación alexander von Humboldt, gracias a la cual también pude visitar los archivos y bibliotecas de clermont Ferrand. contó, además, con el apoyo de

3 Filogenia, Mi Credo y La antigüedad del hombre en el Plata fueron la base con la que sus bió-grafos y los artículos de la “revista de Filosofía” (rossi, 1999) postularon a ameghino como filósofo.

varias agencias de financiación a través del Programa rockefeller Pro Scientia et Patria (Museo etnográfico, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos aires), daad, PIcT eT 2005 32111 BId 1728/ar (FoncyT), PIP 5675 (conIceT), Programme d’accueil des Professeurs Invités-Université Paris 7 d. diderot, Beca Félix de azara (Biblioteca nacional), PIcT eT 2005 34511 (FoncyT) y UBacyT 2007/8 F455, dirigidos estos dos últimos por Myriam Tarragó. este apoyo institucional se complementó con la consulta de varias bibliotecas privadas, la búsqueda de materiales dispersos en diversos re-positorios, entre las que vale la pena detacar las bases de datos virtuales del siglo XXI, tales como archives.org, JSTor, google Books (versión estadounidense), Persée, caIrn y la inimitable gallica que, lejos de barrer con el deseo de ir a las bibliotecas, marcan el camino para descubrir otras.

Quiero reconocer la ayuda y comentarios de Miruna achim, Silvia ametra-no, diego aufiero, María elida Blasco, Marie-noëlle Bourguet, María calde-lari, eudald carbonell, Bernard cazaban, nélia dias, Máximo Farro, roberto y Belén Ferrari, etelvina Furt y familia, Susana garcía, cristina Iglesia, Tatiana Kelly, Maria Margaret Lopes, carlos López Beltrán, annick Louis, Maribel Martínez navarrete, Javier Moscoso, Javier ordóñez, andrea Pegoraro, Pie-rre Pénicaud, Ineke Phaf-rheinberger, Juan Pimentel, guillermo ranea, Julián reboratti, carlos M. romero Sosa, Hilda Sábato, Juan Suriano y Wolfgang Schäffner. destaco la ayuda de los bibliotecarios y archiveros de las bibliotecas del Museo de La Plata, Museo arqueológico nacional (Madrid), Museo etno-gráfico, Sociedad científica argentina, Museo de ciencias naturales Bernardi-no rivadavia, Biblioteca de la dirección nacional de Minería, Bibliothèque na-tionale de France, Muséum Henri Lecoq, Biblioteca y archivos departamenta-les de clermont Ferrand, Biblioteca y archivo Provincial de Paraná, Biblioteca nacional de la república argentina, Biblioteca Tornquist, archivo Histórico de Salta, archivo Histórico de Santa cruz de la Sierra, Museo y archivo Histórico Sarmiento, Staatsbibliothek zu Berlin, newberry Library, Ibero-amerikanisches Institut, royal college of Surgeons, archivo Los Talas, Biblioteca del congre-so, Société d’anthropologie de Paris, Muséum national d’Histoire naturelle, caran (París). Maribel, como siempre, leyó, releyó y ayudó a corregir las distintas versiones. Margaret, con cariño, acompañó con ideas y entusiasmo. Particular agradecimiento le debo a mi grupo de investigación, responsable de la existencia de esta colección.

Finalmente, le dedico este libro a Maia Podgorny, mi sobrina con nombre ruso y la nieta primogénita de mi madre.

Buenos aires, abril de 2009

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PrIMera ParTe

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caPÍTULo I

edificios para la ciencia

Hace nueve años me hice cargo de la dirección de este esta-blecimiento, lleno de ilusiones, acariciando una cantidad de proyectos en beneficio de la cultura del pueblo, del adelanto intelectual y material del país, pero todos ellos estaban su-bordinados a la condición de disponer del edificio; y no te-niéndolo, todo ello ha quedado igualmente en proyectos.4

en octubre de 1910, Florentino ameghino, director del Museo nacional de Buenos aires, interrumpía sus disquisiciones sobre los remotos antepa-sados del hombre para escribirle a don Juan M. garro, flamante Ministro

de Justicia e Instrucción Pública de la nación (Podgorny y Lopes, 2008) (Figura I - 1). Inscripta en la rutina de la comunicación con su superior, esta carta de-nunciaba, una vez más, “el estado de ruina por el cual la institución fundada por rivadavia desgraciadamente atraviesa”.5 ameghino al recurrir a términos como derrumbe no apelaba a un mero gesto retórico: las paredes del edificio abarrotado cedían al no poder soportar el peso de las colecciones incorporadas en los últimos años. La muerte de los transeúntes y de los trabajadores del mu-seo a causa del desmoronamiento del edificio se vislumbraba como una amena-za posible, nada metafórica. el peligro de desplome de la pared de la calle alsina se había detectado a inicios de la década de 1880; las grietas se habían agravado a raíz del temblor de tierra sentido en Buenos aires en 1889 y empeorado, aún más, con las excavaciones de las obras de salubridad, el tránsito creciente y el traqueteo de los tranvías (Figura I - 2). el progreso avanzaba en la ciudad pero se detenía, amenazante, en las puertas del Museo.

La solución parecía residir en un edificio apropiado para la conservación de los materiales científicos. en caso contrario, la riqueza volvería a ser sepultada en el polvo de las Pampas; el camino hacia la civilización, desandado y, la honra del país, cuestionada. algunas voces endilgaban la responsabilidad a ameghino: se daba a entender que los directores del museo, en vez de ocuparse del lustre de la institución, se dedicaban demasiado, o exclusivamente, al de sus propias

4 IMJIP, p. 455.5 IMJIP, p. 439.

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Figura I – 1 ameghino en el Museo nacional

(carpeta de recortes 1912, archivo Museo etnográfico)

Figura I – 2grieta del Museo nacional

(Fuente: carpeta de recortes 1912, archivo Museo etnográfico)

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investigaciones. ameghino, fiel a su temperamento, dio amplio testimonio de sus esfuerzos en contrario y redactó un informe de cuya lectura es difícil escapar sin angustias.

Frente a estas denuncias, acusaciones y profunda desilusión, surgen varios problemas estructurales de la ciencia en la argentina que actúan como trasfon-do político de la práctica de la prehistoria y de los debates sobre la antigüedad del hombre en el Plata. el primero, la contradicción que se planteaba entre el desarrollo de los trabajos científicos –percibidos como interés privado– y el estado de los edificios donde la ciencia se mostraba o debía mostrarse al públi-co. en segundo lugar, los modelos de institución y de acceso a las colecciones en juego entre los distintos participantes. en relación con ello, las referencias nacionales e internacionales gracias a las cuales se articulaban tales modelos. La competencia por los recursos y espacios provistos por las dependencias del estado colaboraría a la modificación de las ideas sobre la definición de un museo según la función desempeñada. Finalmente, el lugar del hombre y la historia de la humanidad en los museos de la naturaleza.

cuando ameghino escribe esta carta, se encuentra, en realidad, desvelado por otro tema: descifrar el origen sudamericano del género humano. Por eso, este libro parece haber empezado por el final, cuando el Museo nacional y el Museo de La Plata ya representaban el depósito –no del todo ordenado– donde se almacenaba parte de la evidencia de dicha teoría. de tal manera, recorrer los senderos que van desde los primeros estudios sobre la antigüedad del hombre en el Plata hasta la teoría acerca del origen sudamericano de la raza humana, significa andar un sendero que va y viene entre las colecciones, las bibliotecas y distintos parajes de europa y américa. en este capítulo, analizaremos los mo-delos de museos usados como referencia en los debates sobre la construcción de los edificios para los museos argentinos, tratando de articular el significado de estos espacios como lugar de institucionalización de las ciencias y la creación de un público para las mismas.

Los edificios deseados y los construidosel tipo de espacio dedicado a los museos tiene varios capítulos en la historia de la arquitectura y en la tipología de los lugares destinados, sobre todo, a la ex-hibición de colecciones de arte. allí se menciona que los primeros edificios para albergar curiosidades y estatuaria, autónomos del castillo, del palacio o de la iglesia datan de la segunda mitad del siglo XVI (Pevsner, 1976). adalgisa Lugli señala dos modelos, representados, cada uno, por el espacio de las galerías y el del gabinete de curiosidades o del studiolo. ambos se originan en el siglo XVI pero con objetivos diferentes: el espacio de las galerías, concebido como un co-rredor, cuyas fuentes de luz proceden básicamente de uno de los lados, crea un

lugar para caminar, conversar y admirar las esculturas y las pinturas. Para Lugli, con la galería, surge una relación entre los visitantes y el espacio de exhibición similar a la existente en nuestros días. en sus palabras: “c’est en marchant qu’on va à la rencontre des œuvres. Les objets sont exposés selon un ordre progressif et hiérarchique. Premier signe d’un détachement de l’observateur par rapport à l’œuvre: on passe devant elle, on ne s’arrête pas, on n’en jouit que quelques instants” (Lugli, 1998: 32). el gabinete, por el contrario, se caracteriza por un uso muy diferente del espacio, mucho más individual, hasta impropio para la recepción de un número elevado de visitantes o para adaptarse a un uso público para el cual no estaba hecho. Lugli, como luego lo desarrollará Findlen (1994), señala la importancia y el lugar central del coleccionista, erigido en eje del microcosmo creado por la colección.

en los siglos XVII y XVIII, la galería, como espacio dedicado a la exhibi-ción de pinturas, se incorpora como un elemento casi obligatorio en la arquitec-tura de los palacios erigidos en esos siglos. el acceso a estas colecciones privadas estaba mediado por la red de intercambios y mecenazgos que las sustentaban. esta sociabilidad patricia, reunida en el espacio del gabinete o de la galería, se continuaba en las cartas, envíos de especímenes y la publicación de catálogos (Findlen, 1994). el siglo XVIII presenció los primeros intentos de especializa-ción de los espacios destinados a la exhibición de obras de arte separados de aquellos cuya misión sería albergar los especímenes propios de la historia natu-ral. como ha señalado Forgan (1994), en los sueños del siglo XVIII y XIX sobre la sociedad del futuro, el museo aparecía imaginado como uno de los exponen-tes de la realización espacial y concreta de todos los logros del porvenir.

así, en 1793, el Jardin des Plantes de París –desde 1739 museo de historia natural– fue reorganizado por la convención, estableciéndose el Muséum na-tional d’Histoire naturelle, íntimamente ligado a la voluntad revolucionaria. el Muséum se fue expandiendo en cátedras y en nuevos espacios de exhibición y de depósito. La unidad de la superficie del Jardin des Plantes, de límites fijos desde el antiguo régimen, ciñó la fragmentación de las disciplinas y los distin-tos espacios de exhibición. compartiendo lugares de prácticas científicas, con el recreo público y con los espacios domésticos de la vivienda de los profesores, el Muséum consolidó espacialmente una imbricación casi familiar con las colec-ciones y con los colegas. como relata outram (1997), muchos de ellos pasaban directamente de sus dependencias privadas a las colecciones, competían por cargos con parientes políticos, heredaban empleos como si se tratara de derecho adquirido por sangre, o se separaban cátedras y colecciones por rencillas y odios generados a la mesa paterna. es en este sentido que la política de los museos puede vincularse muy directamente con las micropolíticas ejercidas en las rela-ciones de amistad y parentesco, surgidas entre un grupo limitado de familias (Farro, 2009).

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el Muséum institucionalizó, asimismo, las contradicciones entre los espa-cios físicos abiertos de los jardines y el número creciente de los espacios cons-truidos de las galerías, anfiteatros y salas de disección, abrigo de las ciencias practicadas en los gabinetes. Marcado por las nuevas tendencias de los espacios de exhibición, indicadas por las exposiciones internacionales y la apertura en Londres del nuevo museo de historia natural, el Muséum inaugurará a partir de 1889 una serie de edificios para los cuales se adoptó el nombre de Galería y la planta rectangular, de más de un piso, con doble altura e iluminación provista por un techo vidriado (Figura I - 3 a y I - 3 b). Las galerías del Muséum, dis-tribuidas en el parque del Jardín de Plantas, no se comunicaban entre ellas de manera directa y la visita se debía realizar de manera individual (Figura I - 4).

del otro lado del canal de la Mancha, Londres consolidaba el modelo de exhibición apoyado en el edificio único: en 1881 se inauguraba el Museo de Historia natural de Londres, asociado a la figura de richard owen, Superin-tendente de los departamentos de Historia natural del Museo Británico desde 1856. este anatomista había tenido a su cargo tanto las colecciones como la cátedra Hunter del real colegio de cirujanos de Londres. owen, de este modo, había preferido seguir una carrera científica en el museo antes que establecerse como médico. rupke señala: “[i]n choosing museum work owen did not move into a ready-made institutional niche for scientific study. on the contrary: both the concept and the architectural reality of museums as institutions of research, though at the time already well established in Paris, were still being developed in Britain” (1994: 12-13). La biografía científica, la elección de los temas de investigación y de los marcos de interpretación se tejen con las redes de patro-nazgo necesarias para el crecimiento de las colecciones o de los edificios donde se albergaron (rupke, 1994). el museo metropolitano por excelencia, aquel eri-gido para contener las riquezas naturales y el poderío del imperio británico de fines del siglo XIX, estaría muy lejos de gobernarse por mecanismos anónimos o autónomos de la figura del director. el establecimiento del Museo de Historia natural londinense, esta paradigmática catedral de la ciencia, fue el resultado de una bien urdida alianza entre owen, algunos de los miembros del directorio de los museos Hunter y Británico y, muy especialmente, del apoyo del canciller liberal William gladstone, resortes similares a los característicos de las institu-ciones sudamericanas y australianas.6

contra la idea de un movimiento por el cual el museo apareció como “una expresión arquitectónica de la popularidad de la historia natural”, rupke (1994: 105) cuestiona esta supuesta tendencia natural del siglo XIX y muestra, en cam-

6 Sheets-Pyenson (1989) caracteriza los museos no metropolitanos por la importancia central del director/fundador de la institución. cfr. Podgorny (2007 c) donde se relativiza la afirmación de Findlen sobre el museo decimonónico, como un museo descorporizado que encarna al colecti-vo de la nación.

Figura I – 3 – b)galería de anatomía, colección antropológica del MnHn, París

(Fuente: Meyer, 1902: Fig. 32, p. 52)

Figura I – 3 – a)Interior de la galería de Zoología

(Fuente: Wagner, 1906: Fig. 548, – Biblioteca FadU-UBa)

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bio, la contingencia del establecimiento de lo que después se transformaría en una de las instituciones icónicas de la ciencia victoriana. coincido con rupke en que los análisis historiográficos sobre los museos se han basado en la imagen transmitida por los proyectos exitosos, dejando de lado los polémicos procesos ligados a su emergencia que, como los proyectos fracasados, reflejan, el rumbo errático de los museos (cfr. Schnitter, 1996). estos casos pueden servir para ilu-minar y cuestionar esa visión surgida de los íconos científicos consolidados, sea en las tradiciones historiográficas, sea en cierta cultura científica popular que gusta de las celebraciones del pasado o de anatemizar a la ciencia.

como cada director de museo deseoso de ampliar el espacio de su institu-ción, owen (1862) describiría el inaceptable estado de los departamentos de historia natural del Museo Británico,7 expuestos en el edificio de Bloomsbury desde 1831. en los sucesivos informes elevados a gladstone, el abarrotamiento se hacía evidente. el Ministro, a partir de entonces, se volvería el más podero-so protector del proyecto de un edificio especial (girouard, 1981) que, según owen debía resultar lo suficientemente amplio como para desarrollar el esque-ma de un museo nacional de historia natural,8 ideas que despertaron airados debates en el interior del Parlamento y en los círculos políticos de Londres (rup-ke, 1994: 36-47).

en tal espacio se condensaría ese otro gran museo nacional: la misma natu-raleza, surgida del ojo observador y de las clasificaciones del viajero de campo. de esta intención de contener la naturaleza toda, fuente indudable de conoci-miento, surgían también las dimensiones necesarias del museo, derivadas del volumen adecuado para exhibir todos los especímenes de animales albergados por el territorio de la nación o adquiridos, gracias a la riqueza y expansión de Inglaterra en el mundo. owen calculaba el espacio según el número de espe-cies conocidas de una clase, la proporción de los ejemplares obtenidos pero no exhibidos en los museos y la tasa, según la cual, los especímenes aumentaban, haciendo, además, una proporción de los requeridos para dar una idea cabal de la variabilidad del grupo. Pero ese espacio surgía también de otro tipo de cuen-tas: la comparación con las dimensiones y proyectos de las nuevas instituciones de los estados Unidos de américa. así, owen admiraba la cesión de un gran terreno de la Universidad de Harvard para el recientemente establecido museo

7 el Museo Británico, abierto al público en 1761, había sido establecido en 1753 a través de la compra para la nación de las colecciones y biblioteca de Sir Hans Sloane. Los miembros del directorio decidieron albergarlas en Montagu House, un edificio de fines del siglo XVII. en la década de 1820, se proveyó de un nuevo edificio en el distinguido barrio de Bloomsbury, diseñado por r. Smirke. La construcción finalizó en 1847. Las colecciones de historia natural se repartieron en cuatro departamentos, cuyos responsables dependían del Bibliotecario Prin-cipal, el mayor rango dentro del museo (girouard, 1981).

8 owen presentó este plan en 1859, 1861 y 1862 (rupke, 1994: 34).

Figura I – 4 Plano del Jardin des Plantes, MnHn, París

(Fuente: Wagner, 1906: Fig. 549)

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de Zoología de Harvard a cargo de Louis agassiz (Winsor, 1991; Kohlstedt, 1988, 2005). owen, de esta manera, se aseguraría de impresionar al público y a sus aliados políticos mediante el proyecto de un edificio de 5 acres de base y con galerías alumbradas naturalmente, aire claro, limpio y acceso para la mayor cantidad posible de visitantes. contribuirían a estos propósitos, la contigüidad a la biblioteca nacional, una administración apropiada y un costo inmobiliario razonable.

en los deseos de owen puede rastrearse, sin dudas, la posibilidad de dis-poner de las especies en un orden que las conectara en función de la historia del reino animal en el espacio público de un gran museo nacional. no se trata de un museo evolucionista pero sí de un museo cuyas galerías intentan repre-sentar –a los ojos del naturalista– los caminos de la historia de la naturaleza. La humanidad se incluía en las colecciones de zoología, ya fuera exhibiendo reproducciones del cuerpo entero, cerebros conservados en alcohol o esque-letos de todas las variedades humanas, en series colocadas una al lado de la otra, para favorecer la comparación. en esta conexión dada por la exhibición al público de las modificaciones del tipo mamífero y las relaciones de graduación entre los distintos órdenes del reino animal, owen expresaba sus ideas acerca de la organización zoológica. en los circuitos del museo, las ciencias debían matizar su carácter sistemático: ya no se trataba de exhibir las clases y órdenes sobre la base de un orden clasificatorio basado en los caracteres visibles, sino en aprovechar los conocimientos de una anatomía cada vez más orientada a las estructuras microscópicas y a la variedad de relaciones dada por la inmensidad de la fauna provista por las nuevas conquistas imperiales del siglo XIX. gracias a ellas, la naturaleza podía presentarse emparentada por relaciones mucho más recónditas que lo visible a los ojos.

La lección de los museos, aunque indudablemente basada en un ejercicio de la exploración visual de los objetos, distaba mucho de poder realizarse de mane-ra inmediata. Los deseos de owen plasmaban su propia concepción de la ana-tomía, combatida por muchos otros naturalistas de Inglaterra y del continente. Para los visitantes, estos debates podían permanecer en la trastienda de las gale-rías o cobrar carácter público a través de los periódicos; sin embargo, ninguna de las dos posibilidades aseguraba una toma de partido o la iluminación acerca de una nueva manera de mirar. Mucho más accesible era, en cambio, el volu-men y la riqueza de la naturaleza cuyo dominio podía ejercer Inglaterra. owen recordaba la tasa de crecimiento de sus colecciones paleontológicas: el British Museum en 1860 tenía 120.000 especímenes de fósiles que, en dos años, habían pasado a 153.000, con solo 50.000 en exhibición. owen recurría a ese argu-mento, así como al orgullo nacional, como sustento para el establecimiento de un museo de historia natural en la capital londinense. y aunque el museo debía constituirse en una escuela de filosofía natural, owen admitía las dificultades

para evaluar ese impacto en la educación del público. Para salvar esa dificultad, colocaba en una esfera superior, intangible, las consecuencias de invertir fondos públicos en el mismo (cfr. garcía, en esta colección).

a su vez, queriendo exponer la diversidad de la naturaleza, reconocía la importancia de la selección de los materiales a exhibir. aun para un país como Inglaterra, los fondos se sabían limitados: el espacio destinado a demostrar las relaciones de los tres reinos debía estudiarse cuidadosamente y diseñarse de acuerdo a estos cálculos. Pero, para owen, no había dudas: Inglaterra debía erigirse como ejemplo en la protección pública y estatal de las ciencias y, así como él aspiraba al cetro de cuvier, Londres debía aspirar a ser el ejemplo en el desarrollo de una ciencia en y de los museos (Sloan, 1997). de esta manera, el museo de historia natural, podía ser defendido como un símbolo material de la civilización, tanto por su edificio como por la riqueza allí exhibida. Por otro lado, las relaciones entre los distintos reinos y la idea de elevación de las formas más simples al hombre, llevaban asimismo a esta cumbre de la civilización en un camino guiado por el poder creador, desentrañado por los científicos del siglo XIX. Si bien algunos políticos se veían seducidos por estos argumentos, la gran mayoría, permanecía si no hostil, por lo menos indiferente. no por nada los proyectos de owen se demoraron más de veinte años: el Museo de Historia natural de Londres se inauguró luego de varios lustros de debates sobre la con-veniencia y emplazamiento de su construcción.

La estrategia de saturar los espacios existentes para luego solicitar la cons-trucción de un nuevo edificio aparece como una táctica transnacional, probable-mente aprendida en la práctica de la gestión. del otro lado del océano atlántico, en los estados Unidos, la iniciativa de un museo específico ligado a una univer-sidad, convivía con la posibilidad de establecer un museo nacional asociado a la Smithsonian Institution de Washington. esta institución se había creado gracias al legado de medio millón de dólares de James Smithson, hijo ilegítimo del duque de northumberland, cuya donación “para el aumento y difusión del conocimiento” se destinó a un país nunca visitado por el donante. a raíz de los temores y prudencias de Joseph Henry, primer secretario de la Smithsonian, la misma se mantenía independiente de los fondos federales acordados por el con-greso. aunque el edificio neogótico conocido como the Castle, construido entre 1847 y 1855, albergaba numerosas colecciones, recién en la década de 1870 se afirmó la existencia de un Museo nacional. La exposición del centenario rea-lizada en Filadelfia en 1876 jugó en ello un papel importante: las exhibiciones presentadas de manera temporaria fueron recibidas con regocijo por parte del público y de los jurados. a partir de semejante éxito y de la cantidad de nuevas colecciones, Spencer Baird, secretario de la Smithsonian desde 1878, consiguió, al año siguiente, la aprobación en el congreso de fondos para la construcción del nuevo edificio para el Museo nacional (Henson, 2000; Vetter, 2004). La

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acumulación casi sin control actúa como el argumento convincente para desti-nar fondos públicos a la construcción de un edificio, que debe protegerlas para que dicho esfuerzo no se pierda.

el edificio del Museo nacional de Washington se construyó entre abril de 1879 y marzo de 1881, resultando en un área de exhibición de 80.000 pies cua-drados, en forma de una figura de 327 pies de lado, con una rotonda o domo central. La planta poseía 17 salas, comunicadas entre sí por amplias arcadas. a ellas se sumaban 135 cuartos para oficinas, espacios de trabajo, laboratorio fotográfico y otras dependencias. Los visitantes elogiaban el sistema de ilumi-nación, la cantidad de personas afectadas al trabajo y la racionalidad de las medidas de las vitrinas, establecidas según el módulo o unidad arquitectónica del edificio. el national Museum de Washington se definía como el lugar autori-zado para depositar todos los objetos de historia natural, mineralogía, geología, arqueología y etnología, atribuidos al territorio de los estados Unidos, colec-cionados durante las prospecciones costeras o del interior por las dependencias del gobierno e innecesarios para las investigaciones en marcha. Las colecciones se disponían en las siguientes secciones: antropología (arte e industria, razas humanas y antigüedades), Zoología, Botánica y geología (Hinsley, 1981). en este, como en otros muchos casos, las exposiciones se anudarán al origen y a la negociación de un nuevo edificio. Por un lado, como prueba del éxito y del interés del público en visitar este muestrario de los productos del país; por otro, como fuente de materiales, obtenidos a través de las donaciones de los exposi-tores. así, el national Museum de Washington se constituía con las siguientes colecciones, acumuladas desde 1850: las de las expediciones navales, las de los científicos adjuntos al Pacific railroad Survey, Mexican Boundary Survey y las prospecciones realizadas por el cuerpo de ingenieros del ejército; la colección del United States geological Survey y Fish commission; los presentes de otros gobiernos al Presidente de la nación y a otros oficiales públicos, sobre los que pesaba la prohibición de recibirlos a título personal; las realizadas para ilustrar los recursos animales, minerales y pesqueros y la etnología de las razas nativas del país en ocasión de la exposición de Filadelfia de 1876, y las muestras de recursos pesqueros exhibidas en la exposición pesquera de Berlín de 1880; las treinta colecciones donadas por los gobiernos de otros países participantes de la exposición de Filadelfia, las donadas por casas comerciales e industriales de europa y de américa luego de la misma exposición y los materiales recibidos en intercambio con instituciones de todos los continentes por el duplicado de especímenes (Ball, 1884: 311-313).

Las exposiciones, por otra parte, brindaban los modelos arquitectónicos para los edificios deseados, privilegiando la idea del museo como paseo por una naturaleza dispuesta en las paredes y techos, o guardada tras los vidrios de las vitrinas o de los muebles de exhibición. en realidad, estos museos decimonóni-

cos parecen estar determinados por varios factores: el acceso del público a un espacio conocido como el de las exitosas exposiciones, la disponibilidad de fon-dos públicos, la seguridad de la construcción y las condiciones de iluminación de galerías, concurridas por un número de visitantes crecientes según la difusión de este tipo de paseo entre sectores cada vez más amplios. Las ideas científicas sobre la naturaleza no perdían su importancia pero, de alguna manera, se su-bordinaban a las posibilidades concretas de llevarlas a un tipo de arquitectura propio de los patrones experimentados en las exposiciones de la segunda mitad del siglo XIX. Más allá de la relación física (predio transitorio transformado en museo permanente), nélia dias (1991 a) considera a las exposiciones uni-versales como laboratorios de una museología naciente. estas, al introducir la noción de exposición temporaria, atrajeron a un público más numeroso, cuyo gusto se ponía a prueba, sirviendo también como evidencia de la necesidad de una institución persistente. Por otro lado, las exposiciones, a diferencia de los museos como el Británico de la primera mitad del siglo, donde la entrada estaba mediada por una autorización especial (girouard, 1981), instalaban definitiva-mente otro tipo de acceso, sin selección y mucho más democrático. el público visitante ya no estaba formado por aquellos especialistas o amateurs de la red de interacción de los naturalistas sino por individuos, sin ningún conocimiento particular, para quienes fue preciso pensar una presentación metódica de las salas de exposición. La atención de este público anónimo, de intereses desco-nocidos, apareció como la meta del museo del último tercio del siglo XIX. el especialista, profesional o aficionado, cuya identidad y gustos se conocían a través del sistema de intercambios, sobre el cual se basaba en parte la creación y mantenimiento de las colecciones, dejaba su lugar a un individuo definido por las estadísticas y las proyecciones de un hipotético interés público y general. La democratización del museo creaba, de esta manera, al visitante promedio, objeto de educación pública y de incorporación al sistema de gustos y consumo de bienes culturales del siglo XIX.

Un museo aparecía como un símbolo material de la cumbre de la civiliza-ción del siglo XIX: las técnicas constructivas de los edificios levantados tras ar-duos debates, su inserción en el turismo y entretenimiento público, en la red de empresas de provisión de objetos y muebles aptos para la ciencia, forman parte de un patrón repetido en cada una de las ciudades donde se pretendió erigir un establecimiento de historia natural.9 el orden de las colecciones, respetuoso siempre de las reglas de la sistemática y de cierta clasificación del saber, podía

9 en los viajes de estudio, estas empresas se analizaban al igual que los edificios de los museos. así, Meyer (1900: 33-36) en nueva york visita la Art metal construction company (antigua Fenton Metallic Manufactoring co.) y la firma F. Pollard, dedicada a las estanterías de vidrio, que pronto, para conquistar al mundo, se transformaría en The Crystal Show Case and Mirror Co. Sobre el estante en las ciencias, cfr. te Heesen y Michels, 2007.

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variar, sin embargo, según las ideas de los promotores de estas instituciones. La posición de la humanidad en los museos de historia natural también fue modificándose: desde la necesidad de demostrar la pertenencia del hombre a los reinos de la naturaleza fue pasándose a la diferenciación de espacios separados para las colecciones etnográficas y prehistóricas. el arte y la industria, como en Washington y La Plata, formarían parte del camino a la civilización. en europa, en cambio, las colecciones de arte y de escultura antigua se habían separado desde temprano y en muy pocos casos compartieron los espacios destinados a la exhibición de la naturaleza. Los distintos establecimientos existentes fueron modelando los argumentos utilizados para promover la instalación de los nue-vos museos, resultantes de esta especialización de las disciplinas, de la expan-sión del nicho del museo como lugar de trabajo del científico y de la posibilidad de combinar el crecimiento de la ciencia con el consumo cultural de las clases medias y la educación popular (garcía, en esta colección).

Finalmente destaquemos que el lenguaje de owen combinaba elementos de una mirada trascendente sobre la naturaleza, haciendo del museo nacional de historia natural un símbolo de la revelación científica de la poesía del orden del mundo. este tipo de lenguaje tampoco está ausente en los escritos franceses pero se desconoce en países tales como la argentina, donde el lenguaje sobre la naturaleza aparece rotundamente secularizado, carente de sujeto creador. La naturaleza, las faunas prehistóricas, la geología y la riqueza de recursos apare-cerán allí ligadas a la prodigalidad del territorio, sin otra trascendencia que la dada por la unidad de destino y del pasado de la nación.

Educación de las costumbres: entre el gabinete, el museo itinerante y la exposición públicaen la argentina, los museos y las exhibiciones de fines de la década de 1870 e inicios de 1880 empezaron a cobrar un lugar en la educación de las costumbres de los no especialistas, trascendiendo los contenidos científicos de las mismas. Para domingo F. Sarmiento, sin embargo, los primeros a educar debían ser los organizadores de las exhibiciones. a raíz del arresto de un individuo en una exposición en Buenos aires, Sarmiento denunció los conflictos entre los regla-mentos de las exposiciones públicas y las leyes nacionales (Figura I - 5):

“Es prohibido tocar los objetos. ¿Prohibido por quién? Las leyes del país no prohíben tocar los objetos. no hay delito ni crimen en tocar nada; pues el sacrilegio, atribuido a este acto, con los vasos sagrados, ha desaparecido de la legislación. La comisión de la exposición, autora de la prohibición, no puede crear deli-tos ni imponer penas. La policía no inventa delitos, ni priva de

Figura I – 5“es prohibido tocar los objetos”

(Fuente: El Mosquito, 7 de mayo de 1882)

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su libertad a nadie, por actos que ninguna ley prohíbe. esto es de derecho humano [...] Las exposiciones, las carreras, [...], las fiestas públicas y centenarios están sometidos hoy a una legisla-ción especial en todas partes civilizadas, que rige y se observa en Filadelfia, París, Londres, Berlín y en Buenos aires [...] donde quiera que esta influencia domina porque no es legislación, el pueblo justifica con su obediencia, su prudencia, el decoro de su conducta la suavidad de aquel imperio.” (Sarmiento, 1951, 41: 233-234)

Las reglas de comportamiento en los espacios de las exhibiciones no debían sancionarse por los individuos más allá de las leyes del estado ni sacralizar esos objetos que debían fomentar el desarrollo de ciertas normas comunes para todo el mundo civilizado. en ese marco, el tópico del museo como herramienta de educación de las masas compite con el uso del museo como mero instrumento científico. el cuestionamiento de eduardo Holmberg a Hermann Burmeister como director del Museo Público se entroncaba con este nuevo tipo de museo educador:

“La falta de un personal suficiente, el acumulamiento de obje-tos y otras causas, impiden que el Museo sea lo que rivadavia imaginó al fundarlo, ‘un establecimiento científico de instruc-ción pública...’ pues, no obstante abrirse al público todos los domingos, el público vé con los ojos aquellos preciosos objetos, pero no los vé con la inteligencia, no siendo extraño oír críticas como esta: ‘¡Qué disparate llamar a este pájaro Tanagra striata, cuando se llama siete cuchillos ó siete colores!’ ni es tampoco maravilla que más de uno salga fastidiado con un mundo de bellas imágenes cuyo conjunto, en vez de luminoso, produce en su espíritu el mismo efecto que una bandada de murciélagos en una noche de luna. colocaremos tales fenómenos encima de la joroba de la ignorancia, pero... y si todos los visitantes pre-guntan algo ¿a quién? ¿al preparador que no tiene casi tiempo para impedir que se toquen los objetos? ¿quién satisface las du-das? ¿quién arrebata la máscara de la ignorancia?” (Holmberg, 1878: 39-40)

Según Holmberg, la vista no alcanzaba para el público general y tocar los obje-tos, aquella acción que podía causar la privación de la libertad, era la tendencia

en cuyo control se perdían los esfuerzos del preparador.10 el Museo Público, según esta descripción de Holmberg, no colaboraba en la iluminación de la ignorancia. no se trataba de un museo desprovisto de etiquetas o no clasifi-cado; los especímenes, por el contrario, estaban identificados por su nombre científico. Holmberg pretendía otro tipo de relación entre la ciencia y el público: insistiría en la redacción de trabajos sobre la naturaleza nacional para ponerla al alcance de los no especialistas desde el punto de vista de la aplicación y la utilidad. el problema del museo residía en su carácter exclusivamente científico y en la falta de esfuerzos para traducir al visitante promedio ese lenguaje espe-cializado. a la vista –y al tacto– se ofrecían ejemplares armados y clasificados con cuidado, pero sin sistema o agrupamiento adecuado como para poder hacer inteligible aquello inaccesible para los sentidos de la generalidad. Sin embar-go, esas cualidades serían alabadas por ameghino, quien describía al Museo de Burmeister como una institución científica y seria, carente de personal y de espacio para exponer las piezas, pero guiada por la austeridad y cuidados del director (ameghino, 1935 a). esta concepción reaparecería en la donación de ameghino de 1882 para la constitución del abortado nuevo Museo nacional de Buenos aires (Podgorny y Lopes, 2008): un establecimiento destinado a los sabios de la nación, una necesidad surgida de la dinámica propia de la ciencia local y a ella destinada. como centro de concentración de los esfuerzos y de los materiales dispersos, multiplicaría los resultados existentes; como consecuencia de los trabajos publicados, daba lugar a otras monografías, a su vez más com-plejas y completas. Trascendiendo el esfuerzo de los particulares, el carácter público residía en su uso por aquella comunidad de estudiosos a cargo de la observación y comparación de los materiales, para transformarlas en series y en palabra escrita. el museo, en este sentido, representaba un gabinete de trabajo, de individuos concretos y aceptados por las autoridades del mismo.

el museo, como centro desde donde se controlaría el acceso y la formación de colecciones –aunque intentado previamente por Burmeister–, se consolidaría en la década de 1890 en el funcionamiento supuesto para el Museo de La Plata. allí, como veremos más adelante, el director pretendió actuar a la manera de legislador supremo, reglamentando la vida y el destino de colecciones y emplea-dos. en esa misma década la posibilidad del museo abierto para la visita del público se impondría, para este museo y el ahora Museo nacional. en Buenos aires, la ampliación de los objetivos del Museo seguiría la línea de la obra de carlos Berg, el sucesor de Burmeister luego de su retiro en 1892. en La Plata, en cambio, la gran convocatoria de público del Museo general parecía despertar la sorpresa hasta del mismo fundador, quien reconocía la transformación de este establecimiento en un sitio de recreo, contrariando las ideas de ruskin –y

10 dias (2004) ha analizado el lugar de los sentidos en estas ciencias.

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de owen–, defensor del museo como lugar de educación, no de mero solaz del vulgo. Mientras el recreo se asociaba al circo romano y a la consolidación de los impulsos existentes, en La Plata, Francisco P. Moreno unía, por obra de la adaptación al medio, recreo con educación y se mofaba de las críticas que equi-paraban al museo con un bazar, arrojando, desafiante, el número de visitantes al establecimiento: cincuenta mil personas en un año (Moreno, 1890: 32). Lapida-riamente afirmaba: “Los que saben son siempre los menos, y hay que pensar en los que no saben”, trasladando la función del museo a ese número de personas –o al visitante promedio–, absolutamente ignorante de los usos científicos y del significado de los especímenes (Farro, 2009).

el volumen, el tamaño y la grandilocuencia de los gliptodontes y de los esqueletos de ballena –objetos todos cuya vista evocan paisajes más o menos verídicos, pero atrayentes siempre– decían servir a este propósito: convocar a más y más visitantes. Moreno impugnaba, sin rodeos, los criterios utilizados hasta entonces: para estos visitantes de cráneo similar a los exhibidos, alcanza-ba la exposición de las grandes formas. Para el especialista, en cambio, se im-primirían las publicaciones del museo, con sus informes, traducciones de obras extranjeras y avances en el análisis de los objetos. allí, reconociendo de hecho la separación entre estos dos mundos, el reino de la letra y el de la forma, apare-cerían también los comentarios sobre los recursos utilizados para que el pueblo inculto regresara a este sitio ameno de reunión todos los domingos, olvidando “la taberna que quizá lo lleve al crimen”11 y los gabinetes reservados de los museos itinerantes.

en efecto, los museos competían por los favores del público y la adquisi-ción de colecciones con empresas de distinto tipo. Por un lado, la competencia planteada entre coleccionistas privados y colecciones institucionales que, como en el caso de estanislao Zeballos, se encarnaba en los intereses encontrados del mismo individuo. en esa contienda, como veremos luego, las colecciones priva-das, pudieron adquirir un peso y relevancia científica tan grande o aún mayor que las estatales (Podgorny, 2000 b). a raíz de esa importancia, las mismas se

11 “La impresión que el visitante común poco instruido recibe de estos objetos, es decir, de los que puede comprender con su maximum de criterio, transmitido luego a sus amigos, incita á estos á verlos, luego los interpretan, los comentan y de comentario en comentario van despojando á las primeras impresiones de los falsos atavíos que hayan podido vestir y nace así el interés conciente en el museo. estas impresiones no las recibe el ojo inesperto ante un fragmento petrificado de una pequeña mandíbula, un trozo de roca informe y pálido de colorido, una planta seca entre dos hojas de papel, un cráneo humano aparentemente de forma igual al del observador, ni frente a un pedazo de alfarería toscamente pintado, pero sí ante una caparazón de glyptodonte, los colmillos de un mastodonte, un gran trozo de metal nativo de algunas de-cenas de kilo de peso, el esqueleto de una ballena, ó un grupo de animales de extrañas formas, una serie de vasos cerámicos, pintados, que por su variedad y número se imponga y el traje de plumas é de espeso cuero de algún jefe indígena” (Moreno, 1890: 33).

constituyeron en obligados centros de visita para la dilucidación de diversos problemas científicos y en herramientas de disputa a la hora de obtener los favores de los políticos. Por otro, la proliferación de espacios que adoptaban el nombre de museo. Sin agotarlos, nos referiremos someramente a los museos ambulantes que llegaban o se armaban en estas latitudes.

en 1885 se inauguraría en Buenos aires uno de los tantos museos itineran-tes que explotaban comercialmente el interés por la exhibición de los cuerpos y las partes anatómicas, sanas o patológicas: en octubre llegaban al puerto treinta cajas conteniendo figuras de cera procedentes de europa, con miras a estable-cer temporariamente en Buenos aires un nuevo espectáculo de variedades. La dirección de rentas accedía a librarlas de derechos de importación, concedién-doles a los propietarios seis meses para volver a reembarcar la mencionada carga.12 Poco después, pedían permiso a la Intendencia Municipal para librar al servicio público el museo anatomo-patológico que se había establecido en los altos del Teatro nacional de la calle Florida.13 Finalmente, se inauguraría en el foyer y salón alto como “Museo artístico, científico, anatómico y pato-lógico de Baernoum”, de sonoridad demasiado similar al famoso circo. con-tenía muchísimos objetos de etimología, anatomía, patología y gran número de “microbios, origen de la mayor parte de las enfermedades que afligen a la humanidad”. además, se exhibían varios instrumentos empleados en tiempos de la inquisición para aplicar martirios. cerrando la exposición, una colección de figuras mecánicas y otras en cera representaban caracteres de la indumenta-ria y de la fisonomía de personajes de pueblos exóticos.14 Lejos de la vida, las ceras se acercaban al disfraz y a los clichés de la vulgaridad. Sin embargo, estos objetos que incluían las manos de una china aristocrática, un tambor ruso y una bayadera, se inscriben en una suerte de collage de culturas, donde la fanta-sía del traje pesa más que cualquier otro elemento. esa estética etnográfica del ballet y de la ópera del siglo XIX, se repetiría en las plazas, en los museos y en los circos. otros trabajos deberán analizar la relación entre el vestuario de los modelos de cera de los museos anatómicos, los espectáculos montados en los días de mercado y el de las óperas y ballets, que no solo se alojaban en los mis-mos espacios, compartían, además, temas y el interés por los personajes míticos e insólitos. estas presentaciones características del siglo XIX constituían una suerte de espectáculo ambulante y comercial, ligado también a la cultura de los charlatanes (Podgorny, 2009). el Baernoum se trataba, en efecto, de uno de los tantos museos populares anatómicos de fines de siglo XIX: empresas comercia-les e itinerantes que andaban de ciudad en ciudad, permaneciendo alrededor de

12 “Figuras de cera”, La Patria Argentina, 19 de octubre de 1885.13 “Museo anatomo-patológico”, La Patria Argentina, 4 de noviembre de 1885.14 “Museo artístico”, La Patria Argentina, noviembre de 1885.

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dos meses e instalándose en algún espacio adecuado, como el foyer o los altos de un teatro, espacio que también se le adjudicó a Moreno para montar su Museo antropológico en 1878 (Podgorny y Lopes, 2008).

Los llamados museos anatómicos o museos anatómicos populares obtuvie-ron una valoración diferente en cada país, según las reglamentaciones vigentes y la aceptación de los colegios de medicina. Berlín, Viena, Milán, Londres, nueva york y Buenos aires recibieron durante décadas la visita de estas colecciones, que alimentaron el interés por la anatomía y la etnología, la empresa del em-balsamamiento, los modelos en cera y la propagación de una semántica médica para el autodiagnóstico de las enfermedades venéreas, antes que el tratamiento de la sífilis y la gonorrea se consolidara como especialidad de la medicina pro-fesional (Schnalke, 1995). Los museos anatómicos populares se han esfumado de la memoria y de la historia a pesar de su increíble popularidad en la vida cultural de los centros urbanos durante más de un siglo, tanto en europa como en américa (Sappol, 2002). Se ha señalado, además, que estos museos, a cargo de supuestos doctores se usaban como propaganda de sus métodos curativos: apelando al discurso médico e higienista, usaban el museo anatómico como un escenario de plaza, desde donde acusaban a sus competidores y ofrecían la po-sibilidad de verdadera curación. de allí la desconfianza de los médicos, quienes vislumbraban una fuente de conflicto de intereses y de tratamientos contrarios a sus postulados.

La asociación entre práctica de la medicina, venta de remedios, colecciones arqueológicas y antropológicas, museos e itinerancia quizá tenga una expresión bastante singular en el museo viajero de guido Bennati, comendador de la or-den del gran Mogol. Llegado al Plata alrededor de 1868, atesoraba una larga experiencia como cirujano y dentista de feria en Francia y en los estados italia-nos, donde anunciaba su llegada y curaciones a través de espectáculos etnográ-fico-musicales, con actores cargados de exotismo, capaces de atraer pacientes para sus remedios.15 en los países sudamericanos el comendador continuaría con sus prácticas terapéuticas, modificando el dispositivo de propaganda: en vez de recurrir al teatro de plaza, adoptaría la identidad de bienhechor de la humanidad a disposición de las Sociedades de Beneficencia de las ciudades que visitaba y la del naturalista viajero en misión científica. Para ratificarlo, no solo actuó como responsable de la exhibición de las riquezas de San Luis y Mendoza en la exposición nacional de córdoba de 1870: desde su llegada al Plata fue armando –y desarmando– una colección viajera que lo acompañó en su periplo por cuyo, la Mesopotamia, Paraguay, el chaco boliviano, Santa cruz de la Sie-

15 Hacia 1860, Bennati llegaba con su carroza y sus manutengoli –hombres y mujeres disfrazados de negros, pieles rojas y caníbales semidesnudos de oceanía– a la feria de empoli (Fucini, 1921: 16-17).

rra, La Paz, Salta y, finalmente, Buenos aires y La Plata.16 La inauguración del museo, la fundación de hospitales y las denuncias por falso médico se sucedían en cada etapa del viaje, impulsado por los conflictos con los colegios de medici-na y cobijado por la sociabilidad masónica que el comendador decía representar (Lappas, 1981; roig, 1966).

en 1883, en un salón situado en la calle Perú entre alsina y Victoria, a po-cos metros del Museo Público de Buenos aires y del emplazamiento del Museo antropológico de Moreno, Bennati exhibió su colección de objetos de Historia natural (Podgorny, 2008 c). con el nombre de “Museo científico sudamerica-no”, esta muestra temporaria incluyó objetos de paleontología, geología, mine-ralogía, arqueología, botánica, antropología, etnografía e historia. ameghino dio su opinión sobre parte de ellas con el objetivo de “infundir en la juventud el amor al estudio y el gusto o la manía de formar colecciones, que, al fin y al cabo, favorecen siempre el progreso de la ciencia”.17 esta colección de antigüe-dades americanas significaba una prueba de la antigüedad de américa y de “las relaciones prehistóricas de los viejos americanos con los hombres que poblaban los otros continentes” (Leguizamón, 1879: 336). Una serie de artículos publi-cados en La Patria Argentina muestran que dichas colecciones competían con las pretensiones de los naturalistas locales pero también servían para acicatear a los políticos (apéndice). La promoción de la manía de coleccionar, a través de la vista pública de los objetos reunidos muestran la importancia del tendido de las redes de intercambio, acceso, compra y venta de objetos más allá de las instituciones del estado. Fomentar la creación de colecciones tenía, para al-gunos, un significado vital en sus prácticas de estudio: sin demasiados gastos, les ayudaba a ampliar sus horizontes de comparación a través de estos objetos procedentes de zonas no representadas en otras colecciones (Pegoraro, en esta colección). el potencial uso científico de las mismas y la posibilidad de atacar con ellas a los políticos argentinos parecían entremezclarse. el autor de estos reportajes afirmaría:

“Pues bien, todo lo que nuestros lectores ya conocen, todo ese tesoro admirable, pasa por bajo las narices de nuestros gobier-nos, sin que se digne mirarlo. La colección Bennati puede ser adquirida por el gobierno nacional para su gran museo, o pue-de ser adquirida por el de la Provincia, como la mejor base de la formación del suyo que proyecta. Pero estamos seguros que no hará nada, porque tanto el Presidente roca como el gobernador

16 en córdoba exhibiría objetos procedentes de Pompeya y Herculano (cáceres Freyre, 1984; Podgorny, 2009).

17 Fl. ameghino “Museo científico Sudamericano”, La Prensa, 17 de febrero de 1883 y también en ocycc, 19: 999-1003.

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rocha, son incapaces de leer la historia del mundo pasado en una colección de cráneos. dios les tenga de la mano, y que te-niéndolos de allí, los saque pronto de su sitio, sin violencia, para que venga quien se ocupe de cosas útiles en el país. ya veremos con dolor profundo a Bennati encajonando su museo para ven-derlo al Brasil o la Francia, porque Bennati no sabía una cosa, y es que si hay cráneos deprimidos e incapaces bajo las ruinas de Tiahuanaca y en las entrañas del corocoro, también los hay en las casas de gobierno.”

esta posibilidad de determinar a través de las ciencias de los cráneos el carácter de la composición social de las poblaciones que habitaban la argentina surgió a inicios de la década de 1880, contemporáneamente al arraigo de la compa-ración entre el salvaje americano y el hombre prehistórico. ese mismo año de 1883, domingo F. Sarmiento formularía tal pregunta en términos de razas, re-curriendo a la autoridad de los cronistas españoles y a las opiniones científicas de Paul Broca y de adolf Bastian para señalar, como en el reporte sobre el museo Bennati, las relaciones entre la variabilidad del volumen del cerebro, el grosor de los huesos del cráneo y el grado de civilización de una determinada raza. La idea de mejorar –a través de la importación de costumbres más indus-triosas– los hábitos resultantes de la mezcla de indios, blancos y españoles en este medio geográfico, justificaba el fomento de una política de inmigración desde europa hacia las orillas del Plata. el mismo Sarmiento apeló a la obra de sus compatriotas Francisco Moreno y Florentino ameghino para huir de la impresión subjetiva y comprobar sus hipótesis con los materiales de este suelo, archivados en los museos públicos y colecciones privadas de la provincia de Buenos aires. asimismo, Sarmiento, en una carta al primero, incluida en su libro Conflictos y armonías, acuñaba la diferencia entre el camino del sociólogo/ensayista –con quien se identificaba– y el del científico: mientras los primeros seguían las ideas de Spencer, los naturalistas se apoyaban en darwin, como dos figuras de referencia que, remitiendo a ideas relacionadas, pertenecían a esferas diferentes.18 el parentesco entre la práctica de las ciencias y las doctrinas socio-lógicas se construía a través de linajes separados, unidos en el poder dado por la inteligibilidad de la naturaleza para resolver los problemas de la sociabilidad americana. esa carta fue el inicio de un intercambio, hecho público a través de El Nacional en abril de 1883,19 donde Moreno entretejía su formación en las ciencias con las lecciones obtenidas de la obra del maduro general Sarmiento.

18 cfr. Conflicto y armonías de las razas en América que, como es bien sabido, fue recibida con críticas expresadas en La Nación y The Standard. La relación entre ameghino, Moreno, Sar-miento y los fósiles, como veremos, motivó más de una broma en los periódicos.

19 “Francisco P. Moreno al general Sarmiento, carta II”, El Nacional, 10 de abril de 1883.

Moreno salía al cruce de las críticas de La Nación a la falta de método en la obra de su protector, comparándolas con las del Eco, periódico católico de cór-doba. allí se había acusado a Moreno de caballero de la noche y ladrón de vasos sagrados, derribando sus opiniones sobre el pasado americano con una frase lapidaria: “es muy amigo de Sarmiento […] no solo amigo, sino discípulo y muy aprovechado del Señor general; puede que ese sea su gran título en la pampa, aquí no”.20 Conflicto y armonías acompañaría a Moreno en su viaje de explo-ración en busca del hombre sudamericano en los distritos andinos, ofreciéndose como aprendiz y como peón para recoger los elementos para estudiar el gran edificio del cuerpo americano. Sarmiento agradecía y le enviaba las cartas de re-comendación necesarias para usar en calingasta, indicando: “abra usted ocho, al menos, sepulcros, bóvedas, que le mostrará un señor Villarino o caicedo, u otro de los habitantes del lugar”.21 Moreno recorría, en parte, los itinerarios trazados en Civilización y Barbarie: como espejo de esa obra, había imaginado desde Buenos aires el camino de las sucesivas generaciones de las provincias andinas pero en viaje, se vio en la necesidad de modificar su ruta.22 Más ade-lante, cambiaría de rumbo y de aliados: los políticos de cráneo chato, pasarían rápidamente al máximo de la civilización. Bennati, sin proponérselo, ayudó a buscar un lugar para la prehistoria en la argentina. Sus promotores sabían que un buen charlatán de feria valía tanto –o más– que todas las discusiones que la arqueología geológica había despertado en europa. Sobre ellas hablaremos en el capítulo que sigue.

20 citado en carta II. cfr. Farro, 2009, sobre la legitimidad de Moreno como científico.21 “redacción”, cit.22 Moreno se preguntaba retóricamente: “¿alcanzaré a cumplir mis deseos? Si así sucede, venera-

ré siempre las cornalinas y los jaspes de Palermo?”, refiriéndose a sí mismo pero también a la obra del Parque 3 de Febrero, promovida por Sarmiento, “carta III”.

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Capítulo IFigura I - 1. ameghino en el Museo nacional (carpeta de recortes 1912, archivo Museo etnográfico) ........................................ 30Figura I - 2. grieta del Museo nacional (carpeta de recortes 1912, archivo Museo etnográfico) ....................................... 31Figura I - 3 - a) Interior de la galería de Zoología (Wagner, 1906: fig. 548, - Biblioteca FadU-UBa) ................................................... 34Figura I - 3 - b) galería de anatomía, colección antropológica del MnHn, París (Meyer, 1902: fig. 32, p. 52) ....................................................... 34Figura I - 4. Plano del Jardin des Plantes, MnHn, París (Wagner, 1906: fig. 549) .. 36Figura I – 5. “es prohibido tocar los objetos” (El Mosquito, 7 de mayo de 1882) .. 43

Capítulo IIFigura II - 1. Planta del edificio principal de la exposición Universal de París, 1867. (Jaffé, 1906: fig. 721) .............................................................................................. 60Figuras II - 2. etiquetas del champagne de los Prehistoriadores (colección particular) .............................................................................................. 62

Capítulo IIIFigura III - 1. Soporte para la exhibición de cráneos (Wagner 1906: fig. 542, p. 421) .............................................................................. 83Figura III - 2. Museo de etnografía de Berlín, planta y corte (Wagner, 1906: fig. 562 y 563, p. 440) .................................................................... 84Figura III – 3. Museo de Historia natural de nueva york Vista del proyecto completo; planta de la parte construida hasta 1900 (Meyer 1900, fig. 1, p. 3 y Fig. 3, p. 4) .................................................................... 86Figura III – 4. Planta alta del British Museum, Londres (Wagner, 1906) .................. 89Figura III - 5. Museo de la Universidad de oxford, colección Pitt-rivers (Meyer 1902, fig. 6, p. 11 y fig. 7. p. 12) ................................................................. 90Figura III – 6. Planta de la Planta Baja del Field Museum, chicago (Meyer 1901, fig. 2, p. 3) ........................................................................................ 91

Capítulo IVFigura IV - 1. Madame Bravard (colección Familia Monghal, Issoire) .................... 114

ÍndIce de ILUSTracIoneS

Page 42: EL SENDERO DEL TIEMPO

328 Irina Podgorny

Capítulo VFiguras V - 1. casas de ameghino en Luján (La Prensa, 2/8/1936 y La Prensa, 6/2/1927) ............................................................................................ 136

Capítulo VIFigura VI - 1. edificio Principal de la exposición Universal de París, 1878. Fachada principal, planta (b) y corte (Jaffé, 1906, fig. 726) ..................................... 152Figura VI - 2. Fotografía de un cráneo calchaquí. Álbum Moreno (aHMLP) ........ 158Figura VI - 3. el sitio de chelles, ubicación y cortes (ameghino, 1880 b, 1881) ...... 166Figura VI – 4. “el Hombre del gliptodonte” (aHMLP) ........................................... 171

Capítulo VIIIFigura VIII - 1. Vista del Museo y la Universidad (Biblioteca M. gálvez) ................ 195Figura VIII - 2 a) nacionalización del Museo Público (El Mosquito, 10 de febrero de 1884, Bn) ............................................................. 203Figura VIII - 2 b) Museo Público/nacional. 1 - escalera de acceso a la planta alta (aHMLP) ..................................................... 2042 - Taller de armado de fósiles (aHMLP) ................................................................ 2053 - depósito (aHMLP) ............................................................................................ 2044 - Vitrinas (aHMLP) ............................................................................................. 2065 - “Vitrina de Batracios” armada por c. Berg (Caras y Caretas, año XV, nº 714, 8 de junio de 1912) .......................................... 206Figura VIII - 3. el Museo nacional de Historia natural Proyecto de Fachada para el nuevo edificio (Santa Fe y Malabia) (La Nación, 27 de mayo de 1912) .......................................................................... 227

Capítulo IXFigura IX - 1. negocio de librería de ameghino en La Plata, (aHMLP, archivo Frenguelli, Paleontología Varios; caja 52; La Prensa, 2/8/1936 y La Prensa, 6/2/1927) a) esquina. b) Interior. ............................................................................ 231Figura IX - 1. negocio de librería de ameghino en La Plata. c) Sala de trabajo. d) Foto de los libros con Juan ameghino. ................................... 232Figura IX - 2. Filogenia del género Humano según ameghino, ca. 1910 (Hrdlčka, 1912, p. 13) .............................................................................. 239Figura IX - 3. Perfil de los estratos del “hombre fósil argentino” según estanislao Zeballos (aHL) ............................................................................ 252Figura IX - 4. Lugar del hallazgo de diprothomo .................................................... 254Figuras IX - 5. cráneorientador (ameghino 1912, láminas 1 a 4)a) con chimpancé - b) con Fueguino ..................................................................... 258c) con neanderthal - d) con diprothomo .............................................................. 259

acy, ernest d´ (1827-1905): 162, 163, 164, 165agassiz, L. (1807-1873): 38, 219, 324agote, c. (1866- 1950): 215alvarado, T.: 179amador de los ríos, J. (1818-1878): 65ameghino, c. (1865-1936): 198, 233, 235, 245, 249ameghino, F. (1854?-1911): 9, 16, 24, 29, 30, 32, 45, 49, 50, 68, 107, 109, 110, 116, 121, 129, 130, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 149, 151, 153, 154, 155, 156, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 172, 180, 181, 182, 183, 185, 186, 187, 188, 189, 196, 197, 198, 199, 201, 209, 210, 211, 213, 214, 215, 216, 217, 219, 220, 223, 226, 229, 230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241, 242, 243, 245, 247, 248, 249, 250, 251, 253, 255, 256, 257, 258, 261, 262, 292, 293, 295, 307, 309, 312, 314, 316, 319amico, carlos d´(1839-1917): 193, 196angelis, Pedro de (1784- 1859): 109, 302arechavaleta, J. (1838-1912): 208arenales, J. (ca. 1798-1862): 147avé Lallemant, g. (1835-1910): 143Bagehot, W. (1826-1877): 69Bahnson, K. (1855-1897): 80, 119, 201Baird, S. (1823-1887): 39, 309Ball, V. (1843-1894): 40, 80, 85Bastian, a. (1826-1905): 50, 82Belgrand, e. (1810-1878): 164Bennati, g. (1827-1898): 48, 49, 50, 51, 198, 271, 272, 273, 274, 277, 278, 279, 280, 283, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 298, 299, 307, 317Berg, c. (1843-1902): 45, 188, 201, 202, 207, 208, 209

Bertrand, a. (1820-1902): 61, 78, 79Bodenbender, g. (1857-1941): 181, 186Boucher de Perthes, J. (1788-1868): 54, 65, 76, 77, 78, 96, 107, 108, 117, 142, 275, 305Boule, M. (1861-1942): 107, 108, 188, 189, 244, 245, 246Bourgeois, L. a. (abate) (1819-1878): 153Brackebusch, L. (1849-1906): 176, 177, 178, 181Bravard, a. (1803-1861): 93, 94, 111, 112, 113, 115, 120, 121, 265, 313, 317Bravard, e.: 112, 114, 265, 317Breuil, H. (1877-1961): 63, 66Broca, P. (1824-1880): 50, 155, 157, 159, 163, 169Burmeister, H. (1810-1892): 44, 45, 73, 109, 110, 113, 115, 116, 117, 118, 119, 120, 121, 122, 125, 134, 135, 137, 141, 143, 144, 161, 165, 172, 186, 187, 188, 201, 203, 261, 278, 292, 293, 295, 298cabezón, J. M. (1856-1917): 126, 310carajaville, F. (1831- 1896): 121,304.carranza, a. (1834-1899): 120casares, c. (1832-1883): 147chantre, e. (1843 - 1924): 162chouquet-guillon, L. a. (-1885): 162claraz, g. (1832-1930): 143cope, e. d. (18140-1897): 162cuvier, g. (1769-1832): 39, 57, 76, 112, 137, 310, 320darwin, ch. (1809-1882): 50, 54, 69, 109, 110, 113, 118, 122, 126, 137, 237, 281, 282, 306, 310, 311doering, a. (1848-1925): 140, 180, 181, 186, 230, 235, 237, 238, 311dorsey, g. a. (1868-1931): 80, 81, 82, 87, 88, 92

ÍndIce de noMBreS

Page 43: EL SENDERO DEL TIEMPO

330 Irina Podgorny El sendero del tiempo… 331

duPont, É. (1841-1911): 64, 159, 162eguía, M. (1810 ?-1880): 120, 135, 138ehrenreich, P. (1855-1914): 80evans, J. (1823-1908): 54Figueroa alcorta, J. (1860-1931): 220Fischer, P.H. (1835-1893): 164, 309Flower, W.H. (1831-1899): 193Fontana, L. (1846-1920): 121, 135, 137Friedemann, M.: 229, 251, 253gallardo, Á. (1867-1934): 261garro, J. M. (1847-1927): 29gaudry, a. (1827-1908): 159, 169, 188, 192, 193, 234, 237, 249, 250, 311gervais, H. F. P. (1845-1915): 161, 308gervais, P. (1816-1879): 110, 116, 124, 127, 161, 162, 169, 308giuffrida-ruggeri, V. (1872-1922): 242, 251gladstone, W. (1809-1898): 35, 37gonnet, M. B. (1855-1927): 221, 222, 223, 243gonzález, J. V. (1863-1923): 216, 220graebner, F. (1877-1934): 95güiraldes, M. J. (1857-1941): 226gutiérrez, J. M. (1809-1878): 68, 120, 130, 134, 271Hatcher, J. B. (1861-1904): 236, 247, 248, 249, 250Henry, J. (1797-1878): 39Heusser, J. cr. (1826-1909): 143Holmberg, e. L. (1852-1937): 44, 45, 197Holmes, W. H. (1846-1833): 107, 309, 313Hrdliĉka, a. (1869-1943): 249, 253, 318Hudson, W. H. (1841-1922): 118, 125, 316Huxley, Th. H. (1825-1895): 54, 55, 109, 126Ihering, H. v. (1850-1930): 230, 234, 235, 236, 237, 238, 241, 242, 248, 249, 255, 257, 260, 308, 311Ihering, r. v. (1818-1892): 234, 237IInnis, H. (1894-1952): 19Kaltbrunner, d. (1829-1883): 160, 243

Láinez, M. (1852-1924): 222, 223, 224Landau, e. (1878-1959): 95, 262Lane-Fox, a. (1827-1900): 70, 71, 72, 88, 97, 125, 127, 303Lartet, É. (1801-1871): 58, 59, 61, 64, 163, 182, 311Laurillard, ch. L. (1783-1853): 112, 113Lavagna, J. (1834-1911): 151Laval, P. V. Lottin de (1810-1903): 94Leguizamón, J. M. (1833-1881): 49, 131, 147, 148, 151, 178, 311, 319Leguizamón, o. (1839- 1886): 131, 132, 133 Lenoir, a. (1761-1839): 78Leroi-gourhan, a. (1911-1986): 20, 21, 22, 101Liberani, I. (1846-1921): 131, 132, 133, 134, 175Lista, ramón (1856-1897): 143López, V. F. (1815-1903): 130Lubbock, J. (1834-1913): 54, 55, 56, 58, 61, 63, 64, 65, 69, 70, 71, 73, 81, 88, 107, 124, 126, 142, 182Lund, Peter (1801-1880): 110, 116, 137, 142, 242, 305Luschan, F. v. (1854-1924): 253Lyell, ch. (1797-1875): 54, 70, 109, 142Maciá, S. (1853-1929): 222, 223Marsh, o. c. (1831-1899): 241, 249Meyer, a. B. (1840-1911): 34, 41, 80, 85, 86, 87, 88, 90, 91, 92, 97, 201, 261Mitre, B. (1821-1906): 120, 130, 203, 251, 311Mochi, a. (1874-1931): 251, 253, 255, 256Moreno, F. P. (1851-1919): 9, 24, 46, 48, 49, 50, 51, 118, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 127, 128, 130, 132, 134, 137, 139, 140, 142, 143, 144, 146, 147, 148, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 167, 168, 169, 170, 172, 174, 176, 181, 183, 185, 189, 191, 192, 193, 194, 196, 197, 198, 199, 200, 201, 208, 209, 215, 233, 243, 244, 245, 246, 248, 249, 250, 277, 317, 318

Mortillet, g. de (1821-1898): 57, 58, 59, 61, 63, 64, 65, 66, 67, 75, 76, 78, 100, 138, 159, 162, 163, 164, 165, 169, 182, 188, 238, 319Murray, d. (1842-1928): 80nieuwerkerke, É. (1811-1892): 59nilsson, S. (1787-1883): 57, 58, 61, 64, 107, 279obermaier, H. (1877-1946): 66, 325orbigny, a. dí (1802-1857): 113osborn, H. F. (1857-1935): 241, 318owen, r. (1804-1892): 35, 37, 38, 39, 42, 46, 113, 137, 214, 215, 320Paz, M. (1851-1931): 193, 196Petrie, W. F. (1853-1942): 22, 93, 94, 96, 97, 98, 99, 101, 102, 213, 218, 261, 262Pico, P. (1810-1886): 144, 146, 147Pinedo, F. (1855-1929): 220, 223, 225Poirier, L.: 161Prado y rojas, a. (1842-1878): 120, 121, 175Prestwich, J. (1812-1896): 54Putnam, F. (1839-1915): 88Quatrefages, J.L. a. de (1810-1892): 154, 169, 188, 280Quesada, e. (1858-1934): 61, 68, 69, 121, 126, 130, 147, 156, 159, 318Quesada, V. (1830-1913): 68, 130, 144, 147rames, J. B. (1832-1894): 153ramorino, g. (1840-1876): 120, 130, 137, 138, 139reid, W.: 134, 141, 142ribeiro, c. (1813-1882): 153roca, J. a. (1843- 1914): 49, 194, 216, 237, 291rocha, d. (1838-1921): 50, 137, 160, 182, 183, 184, 185, 194, 291ruskin, J. (1819-1900): 45Sarmiento, d. F. (1811-1888): 25, 42, 44, 50, 51, 129, 196

Sauvage, H. e. (1842-1917): 162, 169Schliemann, H. (1822-1890): 82, 97, 132, 313Schwalbe, g. (1844-1916): 242, 253, 255, 256, 257, 302Scott, W. B. (1858-1947): 230, 243, 249, 250, 311Seelstrang, a. (1838-1896): 173, 174, 175, 176, 177, 178, 179, 180Séguin, F. (1812- 1878): 110, 111, 113, 115, 116, 117, 127, 143, 155, 161, 162Sergi, g. (1841-1936): 242, 251, 256, 257Siemiradzki, J. (1858-1933): 246Smithson, James (1765-1829): 39, 209Strobel, P. (1821-1895): 57, 118, 122, 123, 124, 125, 130, 138, 148, 167, 183Thomsen, ch. J. (1788-1865): 55, 75, 80Topinard, P. (1830-1911): 148, 149, 155, 157, 161, 162, 169, 306Toscano, J. (1850-1912: 178, 179Trelles, M. r. (1821-1893): 119, 120, 131, 134Tubino, F. M. (1833-1888): 64, 66Tylor, e. B. (1832-1917): 69, 88Vilanova, J. (1821-1893): 65, 67, 100, 308, 315Ward, H. (1834-1906): 191, 193, 316Whitney, J. d. (1819-1896): 153, 154Wiener, ch. (1851-1919): 167Winckelmann, J. J. (1717-1768): 94Wright, Th. (1810-1877): 56, 309Zavaleta, M. (1862-1926): 219Zeballos, e. (1854-1923): 9, 46, 110, 130, 134, 139, 140, 141, 142, 144, 145, 146, 147, 167, 168, 169, 172, 183, 197, 198, 233, 245, 251, 252, 253, 292, 293, 294, 295Zittel, K. V. (1839-1904): 233, 249