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31 Por casi tres siglos fue la ruta de Santa Fe a la ciudad de México para el transporte de plata, mercurio y produc- tos agrícolas. Sus vestigios a lo largo de 2,900 kilóme- tros son ahora Patrimonio de la Humanidad. Los au- tores recorrieron el Camino Real de Tierra Adentro, que incluye minas, haciendas y pueblos perdidos en las montañas y el desierto, en un viaje único que revive la antigua Nueva España. Viaje al país Tierra Adentro

El ultimo conquistador

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De Temoris Grecko y Vivienne Stanton. Publicado en Dia Siete, octubre 2010.

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Por casi tres siglos fue la ruta de Santa Fe a la ciudad de México para el transporte de plata, mercurio y produc-tos agrícolas. Sus vestigios a lo largo de 2,900 kilóme-tros son ahora Patrimonio de la Humanidad. Los au-tores recorrieron el Camino Real de Tierra Adentro, que incluye minas, haciendas y pueblos perdidos en las montañas y el desierto, en un viaje único que revive la antigua Nueva España.

Viaje al paísTierra Adentro

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Recorrimos el Camino a lo largo de seis semanas, una aventura que nos convirtió en de-tectives de una historia ya casi olvidada. Excepto para algunos que no pierden la memoria, como aquel hermoso abuelo de Pánuco: “La hacienda grande”, dijo. “La hacienda del buen suceso. Sigan la calle hasta que se acabe el pavimento. Avancen por el lodo. Al pasar el arroyo, verán los viejos muros de adobe”.

Viejos y envejecidos: hace siglos que nadie se ha ocupado de recoger sus numerosos bloques disper-sos. De la casa principal sólo quedan los cimientos y fragmentos de las paredes. La yerba se ha apropiado del espacio y es alfombra para el estiércol del ganado. Por la acequia corre agua desde hace casi 500 años, pero ya no es fresca: huele mal y tiene color gris. Quedó muy atrás en el tiempo lo que el anciano de la plaza re-cuerda como “buen suceso”.

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Buscábamos el lugar donde nació Juan de Oña-te, el llamado “último conquistador”, quien en 1598 empujó la frontera de la Nueva Es-paña hasta los lejanos desiertos del norte. Así alargó hasta más de 2,000 kilómetros el Camino Real de Tierra Adentro, una fantástica ruta colonial que, entre los siglos xvi y xix, fue el único vínculo de comunicación entre la Ciudad de México y Santa Fe de Nuevo México. Ciudades como Querétaro, San Miguel de Allende, Guanajua-to, San Luis Potosí, Zacatecas, Du-rango, Chihuahua y Albuquerque quedaron así unidas.

El 1 de agosto de 2010, la Organización de las Naciones Uni-das para la Educación, la Ciencia y la Cultura le otorgó al Camino Real el reconocimiento como par-te del Patrimonio Mundial de la Humanidad, en calidad de itine-rario cultural. La mayor parte de los sitios que tienen esta altísima categoría están claramente delimi-tados para nuestros ojos, como ocurre con monumentos, edificios o bellezas naturales, por lo que el concepto de itinerario nos resulta-ba un poco extraño.

Sin embargo, el arquitecto Francisco López Morales, director de Patrimonio Mundial del go-

bierno mexicano y promotor de la candidatura del Camino Real ante la Unesco, nos explicó que el in-tinerario cultural es un eje sobre el que se integran distintas expresiones en el tiempo y en el espacio, no sólo materiales sino también inmateriales: el valor de una hacienda que parece aislada por aquí sólo se entiende si se la vincula con la mina que está allá, el presidio militar que las protege y la población que se encuentra más lejos. Por ahí cir-culan no sólo mercancías o personas, sino también ideas y conceptos.

Pueblo desfantasmadoEn contraste, la magnificencia actual de Zacatecas, adornada por mineros enriquecidos que no pensaron que sus palacios tenían que ser menos ostentosos que las catedrales de los curas, queda como testimonio de la obra de Cristóbal de Oñate, padre de Juan y uno de los fundadores de la ciudad. La competencia arquitectónica entre opulentos apellidos de recién ad-quirido prestigio nobiliario, y entre órdenes religiosas, quedó labrada en ornamentadas edificaciones de can-tera rosa.

Esa riqueza provenía del trabajo casi inhumano de miles de indígenas y españoles. Casi nadie recuerda ya la otrora famosa mina de la Noria de San Pantaleón, enclavada en la Sierra de Órganos, a medio camino entre Zacatecas y Durango. Lo que esperábamos que fuera un pueblo fantasma estaba repleto de gente engalanada, mú-sica duranguense, puestos de feria. La gente se apretaba para entrar a la pequeña capilla. La mina estaba cerrada,

texto: Témoris Grecko y Vivienne Stanton

Los jóvenes no tenían idea de lo que pre-guntábamos, dónde estaba la hacienda de un hombre del que nunca habían oído hablar. Pero en esa pequeña plaza del pueblo de Pánuco, al norte de la ciudad de Zacatecas, un anciano de piel morena de sol, con los ojos cubiertos por una película húmeda que aún permitía ver los iris de color azul, nos sonreía desde una banca.

Casas del Pueblo fantasma Noria de San Pantaleón. Una cerca de palos resecos en las dunas de Samalayuca, Chihuahua. Y un vaquero en la carretera Durango-Parral.

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y emoción, tratábamos de imaginar los días en que era el paso cotidiano para cientos de trabajadores

La mina permanece en su estado original. Dos guías nos llevaron a través de pasadizos, que iluminaban con antiguas lámparas de keroseno, y nos advertían de no caer por tal profundo pozo, o de bajar la cabeza para no rompérnosla con un súbito saliente de roca desnuda. Los mineros laboraban a pico, rompiéndose los huesos con las vibraciones de cada golpe, y otros sacaban la piedra en sacos de yute que sostenían con un cordón sujeto a la frente. Ochenta kilos en cada viaje, de los que hacían cinco o seis al día, subiendo y bajando por una larga

pero chicos y grandes jugaban a explorar los cauces secos y escalaban los cerros de desperdicio.

“Ustedes tuvieron suerte, porque hoy es la fiesta del santo”, nos dijo Héctor Guzmán, un hombre ama-ble que guiaba a sus cuatro hijas, de entre 5 y 25 años. “Nuestros padres nos acostumbraron a venir cada año. Pero la gente se marchó cuando se acabó el mineral”. Las paredes de las casas se caían como los muros de la hacienda de los Oñate.

la mina del Puente ColganteDurango tiene el privilegio de sus cielos, tan claros que enormes distancias semejan al ojo un par de kiló-metros. Y bajo su luminosidad refulgen los horizontes, brillan los extensos campos verdes sobre tierra roja. Es verano, tiempo de lluvias, y la naturaleza se ha ale-brestado en colores. Cuando Oñate pasó por ahí, siglos atrás, ya existía el centro minero de San Juan de Avino,

sucesión de troncos con muescas. Manuel, un muchacho de 17 años, nos describió el proceso con detalle porque en el México del siglo xxi, él y muchos todavía trabajan así.

sahara ChihuahuenseEn el norte de Chihuahua, uno se siente en el Sahara: la carretera que conecta con Ciudad Juárez atraviesa la parte más angosta de una extensa zona de dunas de arena. No tuvimos que alejarnos mucho para imaginar que estábamos perdidos en busca de

un camello. Una vía de ferrocarril se perdía en el horizonte, delimi-tado por lejanas montañas azules. Los restos de una cerca antigua, hecha de maderos a los que la resequedad les negó el descanso de ser desintegrados por el moho, se agachaban, rendidos a fuerza de puntillosos golpes de arena. La zona es conocida como médanos de Samalayuca y fue un obs-táculo mayor para Juan de Oñate y su enorme caravana.

El 10 de marzo de 1598, tras reunir a su hueste en el Valle de Allende, cerca de Parral, Chihuahua, el aventurero emprendió el viaje con sus estandartes reales de colo-res carmesí y dorado, tres piezas de artillería, 129 soldados, 10 misione-ros, decenas de familias y sirvientes (hasta sumar unas 500 personas en total), más de 100 carretas y siete mil animales de granja: un pueblo en movimiento.

nuevo méxiCo: rojo o verdeLlegaron a la orilla del Río Bravo, 50 días después de haber salido

donde hoy sólo nuestro coche nos sugiere que ya esta-mos en el siglo xxi. Los indígenas tepehuanes venden verdura en la pequeña plaza, los viejos transportan leña en carretillas de madera. En el fondo, del cuerpo blan-co y macizo del templo se eleva una torre de cantera.

A la mañana siguiente, en el pueblo de Ma-pimí, desayunamos burritos de carne asada y café en un pequeño merendero, atendido por la misma pareja de ancianos que lo montó en 1957 y que nos explicó cómo ir a la mina de Ojuela. Hay que llegar hasta el pie de la sierra y subir por una terracería abierta a golpe de dinamita por el costado de la montaña. Entre neblinas, se nos apa-recieron lentamente un portal de sólida piedra, los muros sin techo de construcciones abandonadas y una portentosa estructura de hierro que sostenía un delgado sendero de madera sobre el vacío nu-boso. Este puente colgante, de 315 metros de largo y 95 de altura, es una hazaña de ingeniería de fines del siglo xix. Mientras lo cruzábamos con calma

Al norte de Las Cruces, los viajeros entraron en una región que hoy se conoce como la

Jornada del Muerto: 150 kilómetros de tierras extremadamente áridas, infestadas de víboras

venenosas, sin abrevaderos ni árboles...

una familia zacatecana en Noria de San Pantaleón. Una par-cela cerca de San Juan de AvinoY un sencillo monumento, cerca de Socorro, Nuevo México, que recuerda a los caídos en las duras travesías desérticas.

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Tristes son las ruinas de la hacienda en que nació, triste fue el final de su historia.

No el de la nuestra, sin embargo. En esta última parte del viaje conocimos al cálido pueblo nuevomexicano, del que sus hermanos del sur casi nos hemos olvidado.

En un restaurante de Socorro, Harding nos lo mostró en su complejidad: los comensales eran anglosajones e indios, es decir, los últimos y los primeros en llegar a estas tierras. También estaban los herederos de los colonos de Oñate, que hablan un castellano antiguo.

Los nuevomexicanos no se dividen tanto por etnia o lengua como por una sencilla opción culina-ria: todos comen burritos y otros platillos mexicanos. Pero a algunos les gusta condimentar con chile rojo. A otros con chile verde. Habíamos recorrido todo el Camino Real de Tierra Adentro y, agotados, comimos lo que nos pusieron enfrente.

de Valle de Allende. Hoy es un viaje de ocho horas en auto. El 30 de abril, celebraron misa y declara-ron, en nombre de Dios, Jesucristo y la Virgen, que: “Yo, Don Juan de Oñate, gobernador, capitán gene-ral y adelantado de Nuevo México, tomo y apre-hendo los dichos Reynos y Provincias de la Nueva México... con sus montes, ríos y riberas, aguas, pastos, vegas, cañadas, abrevaderos”. La historia no menciona si los habitantes tenían idea de que sus tierras eran ahora propiedad de los recién llegados. Siglos después, ese punto, Ciudad Juárez/El Paso, si-gue siendo zona de conflicto, de roce de culturas y de muros que dividen una tierra que es idéntica en ambos lados.

E inhóspita. Al norte de la actual población de Las Cruces, los viajeros entraron en una re-gión que hoy se conoce como la Jornada del Muerto: 150 kiló-metros de tierras extremadamen-te áridas, infestadas de víboras venenosas, sin abrevaderos ni ár-boles. Las caravanas de los siglos xvii y xviii, que en esta parte pasaban sólo cada seis meses, no encontraban una carretera, sino una ruta marcada por puntos de referencia: hay que pasar al oeste del cerro con tal forma, cerca de tal cañada, por donde se ven muchos álamos. A noso-tros se nos hacía casi imposible distinguir las señales, tomamos desvíos incorrectos, nos topa-mos con bloqueos insuperables y agradecimos contar con botellas de agua y aire acondicionado. La Jornada se llama así por un alemán que fracasó al tratar de atravesarla, 300 años atrás. Como muchos otros.

Al final se encuentra el pue-blo de Socorro. Ahí conocimos a Paul Harding, un ingeniero de

ojos azul pálido y tupido bigote Habsburgo, apa-sionado del Camino Real, que nos llevó a buscar huellas de la antigua ruta. Le preguntamos cómo sería la vida en la caravana de Oñate. “Imagino que había un montón de esposas que no les hablaban a sus maridos”, respondió. “Tenían que caminar 16 ó 20 kilómetros cada día, detenerse a levantar el cam-pamento, ir por ahí a buscar leña, conseguir agua, matar una oveja, cocinar. Ellas vivían en España y los hombres las trajeron: ‘mira mi amor, aquí está la casa de tu sueños, en medio del desierto, sin agua, con los apaches que te quieren matar’”.

Un centenar de kilómetros más adelante, frente al museo de la ciudad de Albuquerque, hallamos un gran monumento de bronce con estatuas de ta-maño natural que representan la caravana de Oñate: atrás se ven el carro tirado por bueyes, los hombres empujándolos y las mujeres cuidando a los niños y las ovejas; al frente están los caballos, los solda-dos, un fraile, un indio y Oñate al tomar posesión de esos extensos teritorios, de sus riquezas y habi-tantes, y de... un cohete espacial.

Porque tuvo que conformarse, a final de cuen-tas, con levantar su capital en un territorio sin riquezas. El pueblo indio de Ohkay Owenge, que él quiso que se llamara San Juan de los Caballeros, jamás pudo consolidarse como centro político ni económico. Hoy apenas tiene unos caseríos mo-destos. Oñate volcó su frustración en un maltrato a los indígenas que dejó cientos de muertos y eventualmente provocó que lo juzgaran en España.

oñate, el último conquista-dor, llegó a Albuquerque, Nuevo México... a encontrar un cohete espacial. El pueblo de San Juan de Avino, Durango, y una hacienda en ruinas en Navacoyán, Durango.

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