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Entre aquí y allá Relatos breves Miguel Cabeza

Entre aquí y allá. Relatos breves

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Entre aquí y alláRelatos breves

Miguel Cabeza

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Para Lola

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Índice

• Mona 7

• El hombre del surf 18

• La preciosa muerte del profesor K. 27

• Favola breve 38

• El plan B 42

• Kootée 46

• El Tiburón 51

• Esferas asesinas 57

• La muerte del grillo cautivo 61

• La mano 66

• Pipí de tortuga 73

• Hola Luna 78

• Moquita y Moquita 82

• Anotación 117 89

• Mi sombra 93

• El retrovisor del coche blanco 103

• El reservista georgiano 109

• La luz del pantano de mediano 115

• Cuestión de dimensiones 126

• Más allá de la cima 132

• Pescaíto frito 136

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Vidas anteriores. Mona

7

Vidas anteriores. Mona

Hay momentos en la vida en los que nos sentimos

especialmente perdidos y yo atravesaba unos de esos

momentos. Estaba iniciando una relación sentimental nueva

tras la ruptura inesperada con mi anterior pareja, con quien

prácticamente había convivido desde mi primera juventud. A la

vez, mi padre había elegido ese preciso momento para morir,

dejándome un profundo vacío y, para colmo, en el trabajo me

sentía en crisis y a punto de tirar la toalla…

En momentos así, todos buscamos ayuda. Los amigos, la

familia, los viajes… Y también, por muy racionales que nos

sintamos, recurrimos muchas veces a las “orientaciones del

más allá”. Yo, así lo hice. Confiado en mi propia capacidad para

discriminar y valorar experiencias, visité a adivinas, a maestras

espirituales, echadoras de tarot… Igualmente encargué dos

cartas astrales… pues no estaba muy seguro de mi hora de

nacimiento y además había llegado a este mundo en el norte

de África, desconociendo la hora oficial regente en mi ciudad

natal en el momento clave…

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Como resultado de todo este proceso de búsqueda esotérica, se

me llenó la cabeza y el corazón de un embrollo de sugerencias,

orientaciones, dictámenes… Tan interesantes unos, como

absurdos otros… Pero yo no conseguía avanzar, salir del pozo.

Al contrario, cada vez me hallaba más sumido en la lágrima

interior, aunque no dejaba de ocultar a los demás, con éxito, mi

verdadero estado. Especialmente a mis hijitos pequeños y a mi

nueva pareja.

Fue en uno de aquellos días cuando alguien me habló de una

psicoanalista argentina, que estaba a punto de poner en

marcha una experiencia de psicoanálisis grupal. Ni corto ni

perezoso también opté por abrirme a esa experiencia, hasta

que al cabo de unos meses comprendí que aunque respetaba a

esa mujer y al grupo de trabajo, ahí no tenía nada que hacer.

Así que opté por dejar la terapia. Justamente fue el día de mi

despedida cuando Silvia, una de las compañeras del grupo, me

planteó a la salida de mi última sesión mientras nos

pateábamos lentamente en la noche las callejuelas del

entorno: “Guillermo ¿por qué no pruebas con el Rebercing?”.

Me aclaró de qué se trataba, puesto que yo no tenía ni idea de

qué me hablaba, “mira, se trata de hacerte revivir vidas

anteriores…. A mí me ayudó”. Le pregunté si me recomendaba

a alguien y me dio la dirección y el teléfono de Mona Nuño…

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No volví a pensar en el tema. Poco a poco la primavera se

estiraba y también parecía que el solecito se iba abriendo

camino en mi interior. Pero una tarde, al salir de un curso de

formación, tuve un gran disgusto. Había dejado a la vista, en el

coche, lo único que me había quedado de mi padre, un grueso

chaquetón azul marino que, aunque me venía un poco justo

pues yo era más alto y corpulento que él, lo llevaba con todo

el amor y el orgullo del mundo. Sentí como si mi padre volviese

a morir. Fue tremendo el desconsuelo que sentí ante el robo de

esa prenda.

Al llegar a casa me desplomé sobre mi balancín de lectura y

cerré los ojos intentando buscar calma en mi interior. Y no la

hallé, pero, sin embargo, tomé conciencia de que en mi cabeza

latían como golpes de pico contra la pared de una mina, las

sílabas de dos palabras unidas “mo-na-un-ño-mo-na-nu-ño-

mo-na-un-ño…” Me puse entonces de nuevo en pie, busqué su

número y la llamé… Quedamos para el miércoles a las siete de

la tarde.

Resultó que Mona tenía su espacio de trabajo muy cerca de mi

casa, entre la zona del ensanche y el matadero. Recuerdo que

cuando vi la fachada de su casa pensé “qué bonitas son las

antiguas casas de marés de esta zona, pero que húmedas y

frías”. Demasiado bien lo sabía, la mía era idéntica. Ella vivía en

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el tercer piso. La escalera estaba apenas iluminada y desde

alguna de las puertas que tenía que superar antes de tocar su

timbre emanaba un inequívoco olor a sardina torrada que tuvo

la virtud de limpiarme la mente de dudas de última hora y,

también, la virtud de hacerme subir brincando la escalera… Al

llegar, permanecí un instante quieto, respirando profundo, a la

espera de que cesara el inoportuno jadeo.

El rubio demacrado de marcadas ojeras azuladas que me abrió

la puerta parecía estar avisado de mi llegada y con una sonrisa

amable me dijo “Pasa. Es la habitación del fondo del pasillo, mi

mujer ya te espera”. Le di las gracias y al adentrarme me llamó

la atención el que él trabajase en una habitación contigua…

Encuadernaciones a mano, seguramente…

Un toc-toc en la puerta y allí estaba ella, Mona. Mi primera

sensación fue la de entrar en la habitación de un prostíbulo

barato. De hecho me vino a la cabeza el recuerdo de la única

vez en mi vida en que, tras una enorme borrachera, había

visitado un antro de la calle Socorro. La habitación donde Mona

me haría retomar vidas anteriores estaba apenas iluminada por

una débil luz anaranjada. Era amplia y en las oscurecidas

esquinas algunas velas diminutas ayudaban a agrietar

tímidamente las tinieblas.

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Mona me ayudó a quitarme la chaqueta y me ordenó que me

sentara en un catre frente a ella. Me miraba fijamente pero sin

decirme nada y yo notaba como me iba subiendo un estado de

inquietud a la vez que se me erizaba la piel. Al fin rompió el

tenso silencio y, con una voz suave y grave, me dijo “Ya sabes

a qué has venido. Así que sólo tienes que confiar en mí y hacer

lo que yo te diga. Básicamente, primero, te voy a ayudar a

relajar y, luego, vas a respirar sin apartar tu vista de la mía.

Irás variando el tipo de respiración según yo te vaya indicando.

No tengas miedo. Confía en mí”. Asentí con la mirada y me

dispuse a dejarme guiar.

Relajarme, no fue difícil, yo ya tenía una cierta práctica sobre

como hacerlo incluso en posturas de “sentada”. Casi lo único

nuevo para mí, hasta ese momento, era su exigencia de que la

mirase a los ojos. Ese sentimiento de mirar, en aquel ambiente,

fijamente, a los ojos de una desconocida, me complacía

profundamente. Me hacía sentir poderoso… y muy carnal.

Todavía no habíamos empezado con la práctica respiratoria y

yo ya me había percibido de que Mona era una mujer muy

atractiva. Era una mujer voluminosa y fuerte. Su rostro

resultaba tierno y amable. Sus ojos grandes, castaños y

transparentes anunciaban sinceridad y le hacían juego a una

melena poderosísima y enmarañada que casi le llegaba a la

cintura. Me resultaba una imagen bíblica. Alguna antigua

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Sarah o Esther debía circular todavía por sus venas…

Entonces ella empezó a respirar con la boca muy abierta

bombeando con brusquedad el aire desde el bajo vientre. Me

pidió que le siguiese el ritmo y que entornase la mirada. Así lo

hice.

Al principio yo no sentía que nada fuese a pasar. Incluso me

empezaba a plantear si estaba siendo víctima de una enorme

tomadura de pelo. Aún así seguía cumpliendo sus órdenes.

Total, fuera como fuera, me gustaba estar allí, respirando con

ella. Sabía que si seguía hiperventilándome aquello podría

traerme alucinaciones pero… ¡y qué más daba! Habrían pasado

unos cinco minutos manteniendo un duro ritmo respiratorio

cuando empecé a vislumbrar algo diferente. Sin embargo

tampoco era nada extraordinario. Me llegaban imágenes del

tiempo en que siendo yo muy jovencillo, no más de quince

años, el maestro de kárate, al final de cada sesión apagaba las

luces del “dojo” y, frente al espejo que cubría la pared frontal,

nos hacía meditar en posición zazen. Me encantaban esos

momentos de contemplación de las manchitas blancas, en que

se resumían nuestros kimonos, reflejadas en medio de la

oscuridad y el silencio compartido…

Pero unos minutos más, casi a punto de rendir mi respiración,

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empezó a pasar algo realmente nuevo para mi. Mona me

ordenó que relajase la respiración, que le diera un ritmo más

suave y lento. También más superficial. aunque sin perder el

ritmo. Sentí entonces que su figura se me iba distorsionando.

Era como si Mona flamease. La veía fluctuar entre su figura real

y otras diferentes personas… ¡y animales! Sí, de repente me

parecía una india amazónica, de repente algún extraño ser en

un estado evolutivo anterior al hombre. No sé… Como entre

una Cromagnon y una homínida. De repente volvía a ser la que

me había abierto la puerta, de repente volvía la homínida…

Empecé a sentir la voz de Mona como un eco lejano: “sigue,

sigue”... y en algún momento ya sólo veía a la simia

evolucionada. Sabía que era Mona y entendí de golpe que la

estaba contemplando en una de sus vidas pasadas. Pretérita y

ancestral. Algo debía estar fallando pues se suponía que debía

ser yo el que debía experimentar… Sin embargo, era ella la que

estaba cambiando ante mi atónita mirada.

Y había algo más... Trascendente... Me sentía amor en estado

puro. Como fuera que fuese yo amaba aquella “bicha”. Tenía

que atraparla. Tenía que abrazarla. Me la tenía que comer a

besos… Debió comprender Mona en ese momento mis

intenciones pues empezó a hacerme gestos despavoridos

indicándome, apoyada en sonidos guturales incomprensibles,

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que me estuviese quieto, que me controlase. Pero yo no podía…

¡La amaba tanto! Empezó entonces a brincar por la habitación

pero la atrapé sin dificultad y ella se cedió... Y enseguida pude

sentir el dorso de sus peludas manos acariciarme tibiamente la

mejilla mientras el brillo de sus ojos luchaba por conseguir una

lágrima.

Sin palabras los dos supimos lo que nos estaba pasando. Tan

sorprendidos y felices el uno como la otra, entendíamos que

habíamos sido pareja en un mundo ya perdido en la noche de

los tiempos. Y era maravilloso volver a estar juntos…

Todavía tengo en el recuerdo la atónita mirada de su marido

cuando me vio abrir la puerta diciéndole adiós con aquella

enorme y extraña monea en mis brazos. Y recuerdo también,

aunque vagamente, las miradas aterradas de unos niños que

no podían creerse lo que veían por la ventanilla trasera de mi

antiguo “dos caballos” aparcado en el muelle viejo. Su

curiosidad les había llevado a intentar averiguar que era

aquello que hacía moverse el coche vacío de semejante

manera… Pero el coche no estaba vacío y sufrieron, quizás de

por vida, ser testigos involuntarios del amor más bestial.

Aquella noche, Mona y yo decidimos subir a los bosques de las

montañas. Allí, corrimos, saltamos, nos abrazamos, gritamos,

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chillamos, nos aporreamos… Hasta caer exhaustos en el refugio

de una oquedad desde la que se vislumbraba bajo las estrellas

la nocturnidad marina. Nunca había sido tan feliz.

Cuando abrí los ojos empezaba a clarear el horizonte y Mona

seguía acurrucada entre mis brazos. Pero volvía a ser la técnica

en rebercing, la mujer enigmática que la tarde anterior me

había abierto la puerta de su espacio de trabajo. No quedaba ni

rastro de su apariencia simiesca. No, la que estaba entre mis

brazos era una joven mujer fuerte y hermosa, que desnuda

respiraba plácidamente. No supe que hacer, no quería

despertarla pero tenía miedo de que cogiese frío. Dubitativo me

quedé unos instantes con la vista perdida en las velas lejanas

¡Horror! Eran cientos de velas de naves guerreras. Las naves

que en septiembre de 1.229 invadieron la isla bajo las órdenes

del rey catalán, Jaume I “el conquistador”… Y yo estaba allí y

debía correr hacia Medina Mayurca para avisar al Walí.

Entonces le grité a Fátima que dormía a mi lado y al hacerlo las

naves desaparecieron y Fátima se convirtió de nuevo en Mona.

Le conté a ésta, sobresaltado y sobrsaltándola, lo que acababa

de ver y me respondió ”tranquilo, seguro que en el estado

alterado en que estás, has podido acceder a otra de tus vidas

anteriores… Si vuelves a este lugar otro día con tranquilidad,

tal vez puedas recordar tu vida en la Mallorca árabe…”

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Cuando Mona se puso de pie, me abrazó en silencio y yo volví a

experimentar mis sentimientos previos. No hacía falta que me

dijese nada. Sabía que ella ya deseaba volver con su marido.

La acompañé al coche y la abrigué con una manta. En todo el

trayecto no nos hablamos, ni nos miramos. Al llegar a mi casa,

le bajé ropa de mi exmujer y, en seguida, la acompañé a la

suya. Los latidos frenéticos de nuestras manos al deshacerse

del nudo que las ataba es mi último recuerdo de Mona Nuño,

mona nuño, monanuño, mo-na-nu-ño… Dios mío ¡cuánto la

amé!

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El hombre del surf

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El hombre del surf

[Aunque ya seáis un poco mayorcitos para según qué, me hace

ilusión contaros “la historia del hombre del surf”. Pero resulta

que esta historia es un tanto especial y sólo puede contarse

desde el lugar en que se desencadenaron los hechos...

Una vez que lleguemos al diminuto muelle; os sentaréis sobre

los desgastados tablones, apoyando comodamente espalda

contra espalda, y dejaréis que vuestros pies desnudos y

colgantes jugueteen con los pececillos. Pondréis, luego, oreja

a los susurros secretos que este mar antiguo vierte sobre las

orillas.

Bien, acompañadme

Por favor, sólo una cosa más antes de empezar. Recordad que

no podéis hacer ningún ruido, puesto que el hombre del surf

puede captar cualquier tipo de vibración que provenga de esta

parte de la realidad y si, como ha sucedido alguna vez, os

habla o me increpa, permaneced callados y tranquilos, sé cómo

he de manejarme en tal situación.

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Listos, silencio, empiezo... ]

El hombre salió a dar su nocturno paseo por la vereda del

puerto –la misma por la que habéis llegado hasta aquí-. Su

sola soledad se deslizaba suavemente, intentando no romper el

blanco hechizo que la segunda luna de agosto tejía sobre el

mar. En la distancia, luces saltarinas salpicaban el nocturno

perfil de la costa jugueteando entre las voces lejanas... Se

sentía sobrecogido, a pesar de que para él ésta era una visión

cotidiana, eterna y amiga... Y sentía como le afloraban ecos de

otro mundo desde los poros de su piel, nostalgias de lo nunca

vivido. Continuó hasta llegar a la playa y se sentó sobre la

húmeda arena para contemplar serenamente el espectáculo

que se abría ante su mirada, mientras dejaba que sus

pensamientos fueran cediendo relieve ante la inevitable subida

de la marea interior. Al poco, adormecido, alzó la vista en busca

de un respaldo donde acomodarse y de inmediato le asaltaron

los reflejos de su tabla de surf. La había dejado atada por la

mañana a una de las viejas sabinas que adentraban sus raíces

hasta la misma arena de la playa y, ahora, inclinándola un

poco, le serviría de respaldo. Se levantó, y al ir hacia ella

percibió algo extraño, algo así como un etéreo golpe telepático

en la mente. Como si la tabla de surf le preguntase “¿por qué

no, ahora?”

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Nuestro hombre no prestó máyor atención a lo que le pareció

una pequeña alucinación, tal vez debida a la somnolencia, al

cansancio y al estado emocional tan alterado que sufría desde

sus reciente separación. Pero la verdad es que la llamada,

alucinación o no, se convirtió en deseo: el deseo de deslizarse

como un susurro caprichoso sobre aquella inmensa pista de

baile. Sabía que utilizar la tabla a vela en la noche era

especialmente peligroso, pero no lo quiso pensar más. Volvió a

casa, se armó de linterna y cuerda e improvisó una pequeña

luz de posición para el mástil. Retornó a la playa, montó la

vela, atensó la botabara, aseguró la base, colocó la orza y se

adentró lentamente en la aguas hasta que éstas le cubrieron la

cintura. Entonces subió a la tabla, buscó el equilibrio, estiró de

la cuerda de atracción del mástil y lo alzó. En breves instantes

la vela se desplegó convirtiendo al hombre en un débil

centelleo nocturno que se perdía sin rumbo y se dejaba llevar

por la sensación de impulso más favorable.

Se sentía vivir. Ligeras brisas del norte sostenían constantes la

tensión sobre la tela, permitiéndole el desplazamiento sin

necesidad de cambiar la estática, cómoda y atípica posición

corporal. El brazo derecho doblado, colgando desde la axila

hacia el interior de la botabara para luego atrapar la

empuñadura; el izquierdo, proyectando una mano fuerte y

callosa que dirigía en controlada tensión la posición del mástil;

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la columna recta, pero relajada y bien asentada sobre las

distendidas piernas que tan sólo se preocupaban del compás

de los sutiles cambios en la percepción de las aguas... Así, el

hombre, convertido en poesía, acarició la superfice marina

mientras agradecía ser tan minúsculamente pequeño ante la

inmensidad del universo que se abría en cada dirección. Sabía

que, precisamente, era su insignificancia la que le permitía

asombrarse, admirar y saborear la existencia de lo ilimitado.

Tal vez aquella noche, la Luna y el mar se fundieron. Tal vez el

tiempo se durmió más allá de las estrellas o, tal vez, lo único

que sucedió fue un bostezo de oceano, de esos que aspiran de

golpe todo el cielo y parte de las esperanzas de esta tierra...

-¡Eh, Miguel! ¿Vas a volver a contar lo de la Ballena?

[¿Lo habéis oído? Ya lo ha vuelto a hacer. No sé como lo

consigue pero lo consigue. Es capaz de preguntarnos desde el

relato. Y es que no le gusta que cuente lo de la ballena. Dice

que sois mayores, que a vuestra edad no creéis según qué.

Pero permaneced en silencio, es lo mejor. Dejadme seguir

contando, como si él no nos escuchase. Ya os digo que suele

ser lo mejor. También para él... Prosigo.]

A ciencia cierta no sabemos que sucedió, pero lo incuestionable

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es que inesperadamente la escena se iba a deshacer. Y esto lo

intuía el hombre del surf. Así que cuando él percibió el primer

crac, no tuvo claro si sucedía más allá o más acá de su piel,

asumiendo en todo caso que la lógica de lo real se acababa de

romper. De pronto, se descubrió a sí mismo en ningún lugar y

se le abrieron las puertas del pánico... ¿Dónde estaba el mar?

¿Dónde el cielo? ¿Dónde su vida? ¿Dónde su familia? ¿En qué

trampa de percepción había caído? ¿Qué significaba ese pálpito

oscuro que lo abrumaba? ¿Por qué los instantes se alineban en

punzante aguja de quietud suspendiéndolo del olvido?

Y entonces sucedió. La realidad, una de las posibles, resurgió

rotunda desde el fondo del mar y de un sólo golpe de presencia

lo lanzó por los aires... Estaba perdido. Fuera lo que fuese,

aquello era terriblemente poderoso. Durante breves segundos

vislumbró, desde el sorpresivo y brutal vuelo por los aires al

que se le había lanzado, como las lucecillas lejanas giraban

alocadas hasta estallarle finalmente en la cara, todas en una,

tras el impacto de la caída sobre la superfície marina. La

percepción del dolor recorrió en descompuesto tropel todos los

territorios corporales hasta conquistarlos. La trayectoria del

cuerpo no se detuvo, sin embargo, y siguió imparable. Ahora

hacia las profundidades... La vida se iba escapando bajo el velo

del abismo silencioso y el hombre ya sabía que moriría

ignorando que fue aquello, que a destiempo caprochoso,

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decidió borrarle de la existencia.

- ¡Ya cuenta lo de la ballena. Tengo frío!

[Ni caso, seguid escuchándome]

Sin embargo se iba a equivocar. In extremis sintió como alguna

gigantesca mano lo recogía y lo calmaba y lo elevaba a

superficie... Como si fuera una gran cola de ballena... ¡Se

trataba de una gran cola de ballena! ¡Que le sonreía! ¡Y le

hablaba!

-¡ Miguel, que es inútil, ya te he dicho muchas veces que

no te van a creer!

[sssssss...]

Y la ballena le preguntó: “¿Por qué exageras tanto hombre del

surf? ¿Realmente tú te crees que yo puedo hacerle daño a

alguien? Anda, mírate, ni siquiera sabes si estás vivo o estás

muerto...”

El hombre se estremeció de sorpresa y la histeria se le fue

convirtiendo en llanto, primero, y en risa descompuesta

después... ¡Era la ballena blanca de la segunda luna de agosto!

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¡Uf, menos mal! La que se le aparece a los navegantes

solitarios, según cuentan los más ancianos, una vez cada medio

siglo... Conocía bien esa historia. La leyenda de los pocos

hombres afortunados que se topaban con ella. La gran

oportunidad para renacer dentro de la propia vida inacabada. El

triunfo de la esperanza sobre el miedo. El gran regalo.

-No te van a creer...

[ssss...]

Y ya tranquilo, el hombre volvió a la tabla, izó de nuevo el

mástil y deslizó su mirada de Este a Oeste, identificando cada

luz, cada lugar: Cabo pinar, Barcarés, la carretera, el bar

Brisas, el hotel Illa d'Or, la base, la península de Formentor...

Agudizó un poco más la vista e identificó todas las vidas

dibujadas en cada rostro... Alzando ahora tiernamente los ojos

hacia la ballena maravillosa y le dijo con todo el amor y

agradecimiento que cabía en su pecho: ”Estoy listo, querida

mía... Cuando quieras”

Entonces la ballena blanca del Puerto de Pollensa sssssopló

sssssuavemente sssobre sssssuu sssssoledaddd y el hombre se

fue perdiendo, feliz y sin rumbo, hasta alcanzar los nortes de la

nada.

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Y colorín colorado este relato verdadero se ha acabado.

-Migueeeel... ¿Te creyeeeronn?

[sssss....]

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La preciosa muerte del profesor K.

Me preguntaron si quería verlo, antes de que cerraran la tapa

del ataúd provisional, y contesté que no. Sabía que si lo hacía

jamás olvidaría esa visión y no quería vivir con aquello.

Entonces, mi hermano, que también había participado en las

tareas de búsqueda y sabía lo afectado que yo estaba, me dijo

“ haces bien, su cara está desfigurada por los golpes recibidos

durante la caída por el barranco y un grueso trozo de rama le

ha perforado la boca de lado a lado”.

Prácticamente no había dormido, me hallaba exhausto. En el

momento de llegar al centro de búsqueda que la Guardia Civil

había montado en una pequeña planicie de la montaña, yo ya

llevaba tres horas acumuladas de extrema tensión, ya que

junto con la profesora J.F. me había sumado al amanecer a un

pequeño equipo de guardias de los servicios de rescate en

montaña, con los que habíamos explorado los rincones más

propicios, según ellos, para un hipotético accidente.

Evidentemente no habíamos encontrado al profesor K, que ya

se hallaba dentro de la caja fúnebre desde hacía un par de

horas. Al profesor K. lo había encontrado un pastor que se

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había ofrecido para participar en el rastreo de la zona y que

sabía muy bien por donde solían despeñarse las cabras.

Me sentía roto, todavía no me había repuesto de la búsqueda

temeraria por las laderas de la montaña, cuando ahora me

encontraba frente a los restos de K. Sin atreverme a mirarlo y,

mucho menos, sin atreverme a acercarme a aquella mujer, su

mujer, que ahogaba gritos desgarradores sobre el pecho del

teniente al mando de la operación.

La búsqueda del profesor K. iniciada en la noche anterior, había

concluido. Habíamos tardado demasiado tiempo en calibrar la

situación y tal vez ahora lo estábamos pagando. Recuerdo que,

previamente, sobre las seis de la tarde se había puesto en

marcha un primer operativo de la Guardia Civil; yo era el

último adulto que había visto a K. y todos pensábamos que mi

participación podría facilitar el inicio de la operación. La verdad

es que esta primera fase resultó patética. Los guardias

adscritos a la comarca no estaban preparados para realizar

búsquedas eficaces en la noche. Me sentía entre asustado y

absurdo cuando en medio de la oscuridad cerrada y la llovizna

creciente, caminábamos casi a tientas por el bosque gritando:

¡Profesor K! ¡Profesor K!... Pronto me di cuenta que estaba

participando en una representación. Unas cuantas lucecitas en

hilera, perdidas en la negrura del bosque, peinando el dormido

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follaje con sus ridículos gritos. Al llegar al refugio, el mismo

alférez me lo confirmó “ahora no podemos hacer nada más”.

Sabían de sobra que tendríamos que esperar al día siguiente,

pero era su obligación estar allí, haciendo acto de presencia.

Me daba rabia su actitud conformista, pero a la vez los

entendía, no tenían ni linternas adecuadas y alguno incluso

había tenido que ir a buscar las pilas a su casa. Sacaron los

bocatas y se sentaron a bromear en torno al fuego. Ellos se

quedaron allí a pernoctar, mientras, al cabo de unas horas, a mi

me vino a recoger un kamikaze de la policía municipal que

conducía el 4x4 en la noche como si jugase a la ruleta rusa.

Pensé durante casi todo el trayecto que me había tocado morir

junto a aquel animal uniformado. Al fin llegamos al pueblo y allí

conseguí dormir un poco; antes de sumarme de nuevo en la

madrugada al operativo, ya mucho mejor organizado y con

profesionales competentes, que acabaría con el hallazgo del

cuerpo de K. por parte del pastor de cabras.

La alerta por la desaparición del profesor K. no se había

producido hasta mi regreso al instituto, con aquellos doce

muchachos con los que él y yo habíamos salido de acampada

con la intención de pernoctar en el refugio de montaña de la

cumbre de Es Cornadors.

El autocar nos había dejado en la orilla del pantano de Cuber y

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desde allí habíamos iniciado la subida. Sobre las doce de la

mañana paramos para almorzar y a continuación K. subió con

los alumnos hasta el pico L'Ofre, mientras yo les aguardé al

cuidado de las viandas y mochilas. El profesor K. quería

cansarlos al máximo. Según él, la experiencia decía que había

que agotarlos al máximo para que por la noche no montaran

follón. En cuanto volvieron, reemprendimos de nuevo la

marcha hacia el refugio. Todo transcurría felizmente y yo me

reía para mis adentros mientras caminaba pensando en la

broma que les esperaba en la noche. Especialmente la broma

que yo le tenía reservada al profesor K. En la lejanía se

extendía una deliciosa visión del Port de Soller que

progresivamente se fundía con el mar reluciente del mediodía.

Como era habitual en K., durante la marcha, realizaba

innumerables fotos, corría con los alumnos, improvisaba

pequeñas escaladas complementarias... La mitad, por cansar a

los chicos o por el puro placer de hacerlo y, la otra mitad,

porque le gustaba alardear. Siempre se desenvolvía igual. Le

encantaba que los alumnos se admiraran de su gran estado

físico a pesar de que, como yo, ya había superado los

cincuenta.

Él, encabezaba la marcha; yo, cerraba el grupo. Todo seguía

yendo bien, aunque mi memoria me advertía que con K.

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siempre podía llover una sorpresa inesperada. Y la sorpresa

llegó, pero resultó liviana: un pequeño tropiezo, casi al llegar al

refugio, cuando un grupo de vacas acompañadas de un enorme

macho malcarado nos salieron al paso. El profesor K. ya nos

había avisado de que esta situación podría producirse y de

hecho habíamos leído algún cartel informativo al inicio de la

excursión. Al acercarnos a la manada, K. dio la consigna de que

siguiéramos sin alterar la marcha. Según él no pasaría nada si

continuábamos tranquilos, sin hacer movimientos raros y

permaneciendo en silencio. Yo no sé como lo llevaría K. por

dentro, pero yo me iba asustando cada vez más según nos

aproximábamos al semental y estoy seguro de que los chavales

tampoco las tenían todas consigo. Irresponsablemente, sólo me

tranquilicé un poco cuando el muchacho que llevaba delante se

quitó el jersey y se quedó con una chillona camiseta roja. Me

avergüenzo del pensamiento que tuve “si le da por embestir...

no empezará por mi” .

Superado el mal momento y ya con el refugio a tiro de vista,

volví otra vez a deleitarme con la broma que tenía preparada.

Se trataba de lo siguiente. Sabía que a K. le encantaba contar

en las noches de acampada, a la luz del fuego, historias de

terror a los alumnos... Una de las historias era siempre la

principal, la historia de la muerte que vino a buscar a un amigo

suyo cuando era joven. En esa historia, describía a la muerte

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como una mujer preciosa que poco a poco había ido seduciendo

a su amigo, hasta que éste, enamorado de ella, acababa

acompañándola al otro mundo. Yo creo que ya hacía por lo

menos veinticinco años que siempre le escuchaba la misma

historia cuando me tocaba compartir con él la acampada anual.

Me sabía de memoria como era su preciosa muerte: una chica

rubia, de un metro setenta, fina de cuerpo, ojos azul palidos...

Así que tenía clarísimo que esa noche la volvería a contar.

Mi maldad había consistido en planear, digamos, una especie de

broma dentro de la broma. Para ello contaba con la complicidad

de unos buenos amigos excursionistas. Estos, acamparían

cerca, y, al llegar el momento clave, yo les enviaría un

mensaje; entonces mi amiga M.L., que daba el perfil de la

descripción de K., ojos pálidos, rubia y demás... aparecería en

nuestro refugio tras dar unos sonoros golpes en la puerta,

disfrazada de muerte tal como K. la solía describir, y solicitaría

al profesor que la acompañara al más allá.

El momento se estaba acercando y K., previsor como siempre,

ya había extendido una lona finísima sobre el suelo de tierra del

refugio, especial para evitar la humedad, después de ordenar a

los alumnos que forraran el suelo con los periódicos que les

había mandado traer. Fuera la noche estaba inmejorable para

mis planes: una luna llena resplandeciente, un mar de

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estrellas, el suave ulular de las encinas al dejarse arrastrar una

y otra vez por el viento gélido y las sombras proyectándose

caprichosas hacia todas las dimensiones...

Cenamos, bromeamos y acabamos de tapar con los periódicos

sobrantes las ranuras que entre las piedras de las paredes

permitían la entrada del frío aire exterior, prendimos un fuego

en la chimenea del refugio y a su alrededor nos agrupamos

metidos en nuestros sacos. Unos tumbados, otros medio

sentados... El profesor K ya podía empezar, el escenario estaba

servido...

Poco a poco los alumnos empezaron a mostrarse inquietos,

víctimas del miedo que les subía por el cuerpo a medida que

K. narraba sus historias. Yo podía percibir como, sutil y

disimuladamente, se iban alejando de la puerta y alguno, ya

claramente vencido, se levantaba a atrancarla un poco más.

Pronto llegaría mi turno. La historia de la muerte estaba

concluyendo y yo debía enviar el mensajito de móvil a mis

amigos que aguardaban. Lo hago disimuladamente y entonces

me doy cuenta de que ¡no hay cobertura! ¡Qué error...! Es para

matarme... Pero sorpresa... ¡Suenan tres golpes en la puerta!

Se escucha algún grito de sobresalto en el grupo. A mi mismo

se me encoje el corazón. Pero el profesor K, tan decidido como

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siempre, se levanta a abrir, tranquilamente, diciendo “será

algún excursionista o el guardabosques”.

A medida que desatasca la tranca y se asoma, percibo como se

le emblanquece el rostro de puro escalofrío... ¡Es mi amiga

vestida de muerte! Yo me admiro de como han calculado tan

bien el momento sin haber recibido mi mensaje y, en mi

interior, vuelvo a partirme de risa. Casi sin poder seguir

representando el asombro, me atrapo el careto con la mano

para que no se me descomponga.

Mi amiga está preciosa, nunca me hubiera imaginado que el

traje de muerte le pudiera sentar tan genial a alguien. Y

dirigiéndose a K., le dice con voz seductora y cálida “profesor

K, debes acompañarme, ha llegado tu hora”. K. continúa frío y

mudo, pero de golpe me mira y al cruzar su mirada con la mía,

inteligentemente, se da cuenta del montaje. Decide entonces

seguir la broma y, sin más, se gira hacia los alumnos y les dice

serenamente : “ya veis amigos; cuando llega la hora, llega”. Le

da un beso a la muerte y tras ella sale del refugio todo serio y

entregado.

El grupo de muchachos se sale de sí. Entienden que están

siendo víctimas de una broma pero el miedo no les acaba de

soltar. Y me empiezan a decir cosas como: “¡venga, ya está

35

bien, os creéis que somos niños pequeños!”, “ya vale profe, ya

os habéis quedado con nosotros” Finalmente, les confieso la

verdad y nos reímos juntos mientras esperamos que vuelvan

K., mi amiga la preciosa muerte y sus colegas cómplices... Pero

K, no acaban de llegar... Y vencidos por el cansancio y el sueño,

poco a poco, todos van quedándose tranquilamente dormidos.

Yo tampoco tardo en roncar.

A las siete de la mañana, nos despertamos... ¡Y K. todavía no

ha vuelto! La verdad es que me empiezo a inquietar. Mientras

los alumnos me asaetan a preguntas y yo improviso respuestas

como puedo. Salgo del refugio para pensar un poco y no puedo

dejar de reparar en la belleza estremecedora del paisaje que se

me ofrece: la luna llena se está poniendo sobre el horizonte

marino mientras en posición diametralmente opuesta inicia su

jornada un sol resplandeciente. Todavía chispean las estrellas y

bajo mis pies se abre una alfombra de lomos de algodón que

cubre toda la planicie central de la isla. Vuelvo inmediatamente

a la extraña realidad de la desaparición del profesor K. y decido

acelerar la vuelta para poder llegar al pueblo de Soller lo antes

posible. Desde allí tendré cobertura para el móvil.

La bajada se hace larga y dura, los caminos de piedra asumen

pendientes sostenidas de veinte grados que, con el peso de las

mochilas a cuestas, te obligan a correr más de lo que quisieras,

36

a la vez que se te van quebrando las rodillas... ¡Al final

llegamos! Y llega la primera sorpresa con el restablecimiento de

la conexión telefónica: ¡Mi amiga me dice mediante mensaje

dejado en el contestador, el día anterior, que les ha salido un

problema inesperado y que no podrán subir a “lo de la broma”,

que lo siente mucho y que otra vez será! La llamo

inmediatamente y no me toma en serio cuando le digo que ¡la

muerte sí apareció...!

A partir de aquí ya todo son llamadas, comprobaciones,

búsquedas, la alerta a la guardia civil y, finalmente, el terrible

descubrimiento del cuerpo del profesor K.

Han pasado quince días. La policía me tiene en su punto de

mira, lo sé. Les he contado una y otra vez la historia y han

hecho que me analicen sicólogos y siquiatras. Estoy derrotado.

Y ahora... ¿Cómo les puedo contar que desde hace cuatro días,

en el espejo de la sala de estar de mi casa, aparece un escrito

en tinta acrílica que dice ¡de mi puño y letra!: “Alfonso, mi

preciosa muerte ha resultado mucho más exquisita que la

imaginada. Me ha elegido como ayudante y cada día salgo a

aliviarle su trabajo. Me ha dicho que pronto te haremos una

visita. Ya estoy esperando darte un abrazo. Profesor K.”.

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Favola breve

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Favola breve

Semáforo rojo y las veo pasar por el cebra. Qué dos

golondrinas haciendo primavera. Me encanta cuando las veo

juntas. Son como cachorrichos de la misma especie. Dos

labradores, dos dálmatas, dos boxers... Las dos deben tener la

misma edad, veintitantos. Las dos culito respingón y pechito

manzana. El oscuro pelo lacio bailando suavemente sobre los

hombros. No hay nada que me alivie más mis largas horas de

taxista que estas visiones... Son como alegres paréntesis

visuales donde laten intempestivos y alegres los colores

esperanzados de la vida. Sí, no me avergüenzo, me encantan

estas apariciones a dúo. Ladeo suavemente la cabeza para

verlas perderse al alcanzar la acera derecha y entonces me

quedo de piedra. No sé reaccionar. Han desaparecido. Han

desaparecido tras el morro del camión de mudanzas que las

acaba de aplastar contra la fachada del número 42, de la calle

Aragón. No me lo puedo creer... Tan sólo hace unos instantes...

No me lo puedo creer, apenas se ha bajado el chofer

tembloroso y aparece un energúmeno en camiseta gritando

“¡mis hijas!”. Está descontrolado. Lleva en la mano una barra

amarilla de bloqueo de volante. Ya no es amarilla, es roja. Roja

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de sangre. La sangre del camionero que yace en el suelo

lamiendo inerte la otra sangre, la que fluye de ese brazo de

mujer que era joven. Sigo quieto, incapaz de un sólo gesto.

Pero puedo seguir la vertiginosa película. Aunque no sé de

dónde ha salido el policía que mal interpretando las intenciones

del padre desarbolado dispara a las piernas del hombre de la

barra que se abalanza contra él. Con el tropiezo, la barra, que

vuelve a ser amarilla, se le escapa al padre desesperado y

vuela hasta el cristal trasero de mi taxi. Pero no suena rotura

de cristales. Los cristales estaban bajos. Lo que suena es el

cráneo de mi pasajera de atrás. La luna delantera se me ha

teñido de rojo y lamento que el parabrisas esté en la parte de

fuera. Siento los pitidos de los coches pero más altos golpean

los mazazos de mi corazón. Alcanzo a oir “muevete ya”.

Efectivamente, la luz del semáforo ya está en verde. Se acabó

la fantasía. A veces me avergüenzo de tener estas visiones. De

divertirme con ellas. Las dos jovencillas me llaman desde la

acera. Cómo me gusta la vida y las golondrinas que hacen

primavera. En cuanto se sientan empiezan a darle a una alegre

conversación. Se me ilumina el corazón al verlas por el

retrovisor y la verdad es que justo en ese instante se asoma el

divertido cabezón de un sol radiante que todo lo purifica. Me

siento tan feliz en mi taxi. Siendo tan capaz de controlar el

rumbo de mi mente. Les pregunto si les molesta un poco de

música. Las dos me contestan a dúo que “no, al contrario” y ya

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está sonando “cuor senza sangue” de Emma Shapplin. ¡Que

maravilla! Es todo tan perfecto. Y estoy feliz de que no les haya

pasado nada y les espere una vida tan prometedora. Qué dos

cachorrillos. Que dos angelitos. Me preguntan si puedo subir el

volumen. Lo pongo a tope y cantamos a coro con la fuerza de

tres gigantescas velas de fuego desplegadas a los vientos de la

Tramuntana. Miro por el retrovisor y me pregunto si el ciclista

que yace en el asfalto ha tenido algo que ver con nuestro paso

veloz. Y me respondo que no y que ya no quiero tener más

fantasías por hoy. Ahora ya suena el tema siguiente “favola

breve”.

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El plan B

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El plan B

Me levanto a media noche con la cabeza pesadísima. Algo me

debió de sentar mal. Voy a la cocina dando tumbos, cojo una

manzana y la medio mordisqueo. La dejo en la nevera y vuelvo

otra vez a la cama.

Apago el interruptor... y la luz se vuelve a encender. Vuelvo a

apagar... y de inmediato se vuelve a encender. Mosqueado, me

debería acabar de despertar pero tengo demasiado sueño...

Miro de reojo al interruptor y opto por desenroscar la bombilla.

La luz se apaga, pero oigo como la bombilla se vuelve a

enroscar y otra vez llega la luz. Y esta vez no llega sola; la

radio se pone de marcha loca y suenan tres golpes fuertes en

la puerta del armario ¡Es evidente que hay un espíritu zumbón!

Debería entrarme pánico... Pero no lo hace... Tengo demasiado

sueño y elijo dormir como sea. Así que me limito a soltarle con

voz suave y amistosa: “vete a la mierda, cabrón”.

Sin duda se enfada, porque le da por levantar la cama y

lanzarme contra la pared. Pero yo también me estoy

enfadando. Me tiro contra la pared contraria y le suelto un

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puñetazo. Mala idea, me acabo de destrozar los nudillos y el

rebote vibratorio me recorre todo el cuerpo.

Intento pensar rápido y se me ocurren dos opciones:

a) Me suicido en plan urgente, voy a su mundo y le atizo.

b) Le sigo el rollo y ya se cansará.

Opto por la segunda, pues valoro que cuando mañana llegue mi

mujer preferirá más echarme un puro por el destroce que tener

que recoger mis restos.

Cargado de estrategia, vuelvo al frente y… ¡Ay, la tele nueva de

40 pulgadas! ¡Tengo que correr a protegerla...! Mala idea, me

leyó el pensamiento y fue más veloz... La tele ya se ha

convertido en tecnoalfombra... Me como el cabreo y retomo la

opción b)... La perrita me puede servir. Me pongo a perseguirla

por la casa con la radio a tope como si me hubiera vuelto loco.

Me da mucha pena el susto que coge la chucha, pero sigo

gritando con la radio y tirándole de la cola. Mientras corremos

me doy cuenta de que tenemos tanta capacidad destructora

como el espíritu, todo va estallando a nuestro paso, lámparas,

jarrones, botellas...

Genial, ha funcionado. El espíritu ha comprendido que somos

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de la misma cuerda, que no le tengo miedo y que estoy

dispuesto a destrozar lo que haga falta y más. Así que me deja

en paz. Me lo confirma con mensaje al móvil: “has ganado, me

rindo”. Le doy a devolución de mensaje: “Y además de cabrón

eres un cobarde”... Me arrepiento inmediatamente y espero a

que me acabe de inflar... Pero no pasa nada... Parece que se ha

ido definitivamente. Le envío otro mensaje “Vale, fue divertido.

Amigos”

Pongo el colchón en el suelo, llamo a la perra, la inflo de besos

y caricias y le digo: “hoy dormimos juntos... Perdona lo de

antes, sabes que te quiero infinito”. Me contesta con un

aullidito tierno y nos dormimos en minutos.

Nos despertamos tarde, sobre las doce. Me siento muy

descansado, genial... Miro el desorden y los destrozos y no me

lo puedo creer... Pero qué le vamos a hacer. Empiezo a recoger

y me acuerdo del cuadro que estaba pintando. Subo corriendo

al estudio pensando: “No por favor, que no lo haya roto...” Y no

sólo no lo ha roto sino que me lo ha acabado perfectamente,

sacando lo mejor de mi estilo. Incluso ha tenido el detalle de

dejarlo firmado con mi nombre. Seguro que por este cuadro me

van a dar buena pasta.

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Kootée

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Kootée

¡Koootee!

Retumba ancestral el grito guerrero sobre el tatami del Dojo. Al

unísono los bokkens bajan en diagonal partiendo en dos al

invisible enemigo. La pierna de atrás se ha desplazado en giro

de treinta grados para armonizar la elíptica caída del sable. La

delantera tan solo ha girado dócil sobre su propio eje,

facilitando el movimiento global del cuerpo. Las manos se

relajan entonces unos instantes sobre la empuñadura, mientras

los pliegues de las elegantes hakamas apuran el reposo.

Ahora el corte es de izquierda a derecha y, acto seguido, otra

vez de derecha a izquierda. Mi uke y yo nos desplazamos con

energía hacia el fondo de la sala. Al llegar bajo la foto del

maestro Ueshiva las gotas de sudor empiezan a desbordar los

límites de la piel. Nos deshacemos de las armas y las dejamos

juntas en el ángulo de la pared. Descansamos un momento con

los ojos cerrados y volvemos al ejercicio

De nuevo me toca a mi el papel de uke, trabajaremos los

47

ikkios. Dócil le agarro su muñeca izquierda con mi mano

derecha desde un impulso de combate. Ella no se opone, sabe

que debe unificarse si quiere mover mi volumen mucho mayor

que el suyo. Controla bien la técnica y me guía desde su hara,

a través de la invisible curvatura que le permite el giro del codo

en proyección interna de superficie hacia las elípticas alturas.

A velocidad de vértigo me ha obligado a pivotar y ahora es ella

la que agarra mi muñeca derecha con su derecha, atrasa la

pierna adelantada y me arrastra hacia la lona acompasando su

movimiento con la ayuda del cuello de mi Kimono. Ya estoy en

el suelo, comiendo tatami, mientras ella me bloquea el brazo

desde el hombro que se convierte en raíz del grillete.

Me corresponde hacerle entender con mi mano libre, la

izquierda, mediante golpecitos sobre la lona, que quiero

clemencia, que el ejercicio está acabado, que ya me puede

soltar. Pero no lo hago. Me gusta sentirla ahí, a mi espalda,

sudorosa, jadeante. Sabiendo que sus hermosos pechos me

vigilan bajo la camiseta que guarda el Kimono.

Ante mi silencio, dobla más mi muñeca y ahora ya si que hago

gritar la lona con mis golpes.

De nuevo de pie, le toca su turno de uke. La semicircunferencia

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de su mano abierta apenas es capaz de atrapar mi muñeca.

Ahora soy yo quien la hace volar hasta comerse la lona y,

sometida sobre el tatami, me dejo secuestrar por la visión de la

tormenta que alborota su cabellera , al tiempo en que ella pide

con su mano libre el final de ejercicio. Entonces,

inesperadamente, percibo la impertinencia del pequeño bokken

carnal que me pide paso urgente entre la piernas. Regaño al

sorpresivo guerrero y le pongo al orden, no es su turno. Sonrío

para mis adentros pensando en que todo movimiento requiere

su espacio y su tiempo para poder manifestarse.

Han pasado las semanas, han pasado los meses, han pasado

los años. Mi Uke me llama de madrugada y después de tanto

tiempo me dice que contempla La luna desde la bahía de una

isla cercana y que está pensando en mí, que quiere volver a

unificar su hara con el mío. Le pido que espere un momento y

salgo a la terraza. Con el corazón a tumbos y sin soltar el móvil

busco la luna llena. Al encontrarla le comento que ya la veo en

ella reflejada. Sé que está borracha y ejercito la armonía de las

palabras que atacan y esquivan, que se proyectan y se

desplazan. Al fin la bloqueo y ella no pide auxilio. Le gusta

percibirme ahí, en acecho y jadeante. Le sugiero entonces que

se proteja en una cama, “a nonó, que ya es la hora. Cuídate.

Pronto nos volveremos a ver”.

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Los dos sabemos que miento mientras un bokken de plata me

cuartea el corazón.

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El tiburón

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El tiburón

Acababa de leer una historia de Haruki Murakami, "El viajero

casual". Una historia preciosa sobre las casualidades aunque tal

vez se trataba de causalidades. Dejé el libro sobre la mesa y

me fui la playa. Allí pensé que me gustaría escribir una historia

sobre un tiburón... Y el pensamiento se voló junto con las

anónimas gaviotas que me acompañaban. Me metí en el agua y

nadé. Nadé.

Por la tarde, en casa, volví a abrir el libro de Haruki, dispuesto

a enfrentarme con otro fantástico relato, cuando, casualidad de

las casualidades, me encuentro con que el siguiente relato,

Hanaley Bay, se inicia con las siguientes palabras: “El hijo de

Sachi murió a los diecinueve años, cuando un tiburón lo atacó

mientras hacía surf en Hanaley Bay...”. Me quedé perplejo.

Sentí como si desde otra dimensión se me estuviera diciendo:

“escribe tu historia del tiburón. Esto no es casualidad...”

Y evidentemente me volví a olvidar del tiburón. Me olvidé...

hasta que ¡apareció!

Lilí me había dicho la noche anterior “me haría ilusión que un

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día me despertases de madrugada y me dijeses: el café está

listo, venga corre que nos vamos a la playa”. Así que al

amanecer, oído cocina, ni corto ni perezoso le dije a Lilí con

suavidad pero también con mandato, “ despierta, el café está

listo y ahora mismo nos vamos a la playa”.

No se hizo de rogar. Bosquejó media sonrisa y, aún con los ojos

cerrados, inició sus típicos movimientos matinales de lucha

contra la ley de la gravedad. Al cabo de veinte minutos, ya

estábamos en la cala. Sólo nos acompañaban dos mujeres de

edad avanzada que, fieles a su rito matinal, no tardaron en

meterse en las cristalinas aguas. Ellas, permanecieron

comentando sus cosas cerca de la orilla; Lilí y yo continuamos

nadando hasta la luminosa boya amarilla. A unos cuatrocientos

metros de la arena.

Recuerdo que en el momento en que vi aparecer la sombra, yo

me acababa de agarrar a la boya. Mis brazos la envolvían y mi

cabeza se recostaba sobre ella. Mientras, Lilí braceaba a mi

alrededor. Estaba graciosa. No paraba de gastarme bromas y

no paraba, tampoco, de reírse. Nunca me habían gustado las

pelirrojas, pero ésta me iluminaba. Nunca me habían gustado

las mujeres entraditas en kilos, pero ésta, como el trasero de

Andromaca, armonizaba la generosidad y la discreción en todos

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sus límites corporales.

Mi primera reacción fue de pánico y quise gritar y avisar a Lilí

de que bajo nuestros pies daba vueltas una inmensa sombra,

pero me acordé de que el personaje de Haruki había muerto

más como causa del pánico que de la mordida del tiburón. Así

que pensé, "Mejor me controlo. Total si aviso a Lilí tampoco ella

tiene posibilidades de llegar a la costa". Con esa intención y la

esperanza de que la sombra nos abandonase le dije con voz

potente “¿Ya sabes los verbos que te faltan?”

Me entendió enseguida. El día anterior yo le había preguntado

mientras conversábamos entrelazados contemplando el ocaso,

“Si estuvieras muerta y en El más allá alguien te solicitase que

resumieras en diez infinitivos la experiencia de vivir, tú ¿qué

verbos nombrarías?”. Y Lilí me había respondido sin dudar:

"amar, crear, contemplar, sentir, luchar, compartir, compadecer,

procrear..."

Te quedan dos más, le había dicho yo y, ahora, ella, sin perder

la sonrisa y con la sombra merodeando bajo sus pies me

respondía:

- Sí, ya tengo la respuesta. Pero no son diez los que me salen.

54

Son doce ¿Valen doce?

- De acuerdo - claudiqué, intentando no descontrolarme-.

¿Cuáles son?

El primer nuevo infinitivo que le escuché fue “temer” y en ese

momento tuve la certeza de que la sombra ya mostraba sus

letales colmillos. Sin duda se trataba de un enorme tiburón que

en cualquier momento se decidiría por ella o por mí. Y le grité

“Lilí, te quiero”. Ella pareció extrañarse de mi salida amorosa. Y

yo me extrañé de que ella no adivinara todavía la terrorífica

presencia y, no menos, de que la bestia virase en el justo

momento en que lancé mi grito amoroso.

-Espera. Calla – prosiguió ella-. Todavía me quedan tres y son

"adorar, gozar y dar" Y no digo "caminar" porque ya no me

dejas. ¿O sí me dejas?

-Sí te dejo -le volví a gritar-. Y en ese momento supe que no

me importaba morir junto a ella y nadé hasta enlazarla

mientras arrojaba al cielo un: ¡¡Te quiero, Lilí!!

Cuando la tuve entre mis brazos comprobé prudentemente

aliviado que la inmensa aleta se alejaba y entonces grité

todavía más alto: “¡¡¡Lilí. Te quiero!!!”. Y ella me susurró en la

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oreja: “No tienes ni idea de qué nos acabamos de librar. Luego

te lo cuento... Pero ahora sigue gritando... Que está claro que

funciona”.

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Esferas asesinas

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Esferas asesinas

Dos de febrero. He quedado a las nueve de la noche, en un bar

de la plaza de los patines. Faltan algunos minutos y "hago

tiempo", aproximándome a paso lento y ocioso. Las manos, en

los bolsillos; hace mucho frío. La mirada, entreteniéndose como

una curiosa cometa nocturna entre los alerones de los

tejados... Me quedan apenas cuatrocientos metros para llegar a

mi destino... Pero ¡maldita manía de andar mirando el cielo!

Algo duro e inmóvil me zancadillea... Me estaba esperando. En

décimas de segundo mis cien kilos se desploman sobre el paso

cebra...

No he conseguido liberar las manos a tiempo; todo ha sucedido

demasiado rápido e inesperado. Mi cachete izquierdo

empuja con fuerza el asfalto hacia abajo, intentando que la

órbita del planeta Tierra se desplace para amortiguar el golpe.

No lo consigue. La visión ya ha cambiado, ahora todo se ve

perpendicular y a mi cerebro van llegando imágenes de un

mundo muy diferente al que dejé en pausa, momentos atrás:

¡Peligro inminente! Efectivamente: dos luces avanzan hacia mi

centro de producción mental. Arrastran un coche adherido a

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ellas: va a atropellarme. Me da tiempo a pensar "qué absurda

muerte", pero no es mi noche. El conductor ha conseguido no

frenar sobre mi cabeza. Las sombras de los viandantes corren

hacia mí ofreciéndome ayuda. No es necesaria.

Me incorporo con la dignidad que puedo. Compruebo el estado

general de mi chasis corporal y miro de reojo las ruedas del

vehículo para asegurarme de que no me he dejado nada

reciclándose por ahí: una nariz, una oreja... En fin, ese tipo de

cosas útiles. Inmediatamente certifico: aquí no ha pasado nada

de importancia; tan sólo, nudillos ensangrentados, golpe

apuntando moratón potente en fachada principal izquierda,

asombro en el corazón y la sangre pasando de rizada a

marejadilla...

Pero ¿quién quería matarme? Lo busco e inmediatamente lo

encuentro. No es él, sino una de "ellas": pétreas esferas

asesinas al acecho de los caminantes que tienen la osadía de

no mirar continuamente el suelo que pisan. Doy las gracias a

los improvisados socorristas y prosigo mi marcha; ya voy a

llegar tarde y no quiero... Ahora no dejo de mirar hacia abajo y

descubro lo mismo que cuando me compré el coche: no era el

único modelo; había muchísimos iguales. Sí, muchísimas

esferas asesinas permanecen clavadas en el asfalto. En estado

de reposo, esperan pacientemente. Tienen todo el tiempo del

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mundo y se reproducen por exporulación. Si no han llegado ya,

pronto llegarán a tu ciudad. Quizás una lleva tu nombre...

Consuélate entonces: la esfera asesina la pagaste con tus

impuestos, es un poquito tuya... Y, ésta, más tuya que de nadie

puesto que va a intimar con los restos de tu último

pensamiento.

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La muerte del grillo cautivo

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La muerte del grillo cautivo

La vi pasar a toda velocidad; pequeña y granate. Negruzca.

Grité para que Lili me oyera: ¡Corre, corre; una cucaracha!

Cuando ella la vio, me dijo tranquila y dispuesta a no variar su

orden interna de irse a la cama: No es una cucaracha, sólo es

un grillo.

-Ah, bueno. Si sólo es un grillo... -Le respondí, más tranquilo.

Entonces cerré la habitación y pensé "bueno ya mañana le

dejaré salir". Me tumbé en mi sillón favorito y abrí un libro

dispuesto a olvidarme del bichejo... Cosa que no conseguí,

puesto que no podía evitar el pensamiento “¿y si le da por

cantar toda la noche dentro de casa?¿Recuerdas que ya te pasó

una vez? Vaya rollo”.

Sin embargo el grillo no cantó, ni se grilló. La noche fue clara y

pacífica y las estrellas se lucieron altivas, dignas, distantes y

preclaras. Así como son. Así como fueron. Así como serán.

Al día siguiente, nada más despertarme, fui a abrirle las

ventanas al huésped. "Por fuerza tiene que salir- me dije-. No

quiero que se me muera aquí. Vaya responsabilidad".

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Y en la tarde del mismo día... Esto es, exactamente hace

cuatro o cinco horas, Lili me informa sonriente: “lo he visto

correr feliz hacia el patio, no tienes de qué preocuparte”. Así

que volví a cerrar las ventanas y la puerta de su habitación,

considerando: "grillo salvado, capítulo acabado".

Podría parecer que el grillo estuvo preso y fue liberado. Sin

más. Que ya todo pasó y punto. Pero durante su estancia en

presidio han sucedido cosas... A mí, por ejemplo, me ha dado

para mucho este fragmento de vacaciones ( veinticuatro horas,

de noche a noche): dormir, ir a hacer la compra, subir a Palma,

comprarme el miniordenador con el que escribo, llevar a la

perra al veterinario, tomarme con Lili un par de cervecitas en

un pub de quinceañeros, llamar a mi prima Nieves, leerme una

revista de informática, cambiar los requisitos de inicio del

Windows Vista (sin renunciar a pasarme a Linux) para que se

enrolle con más celeridad, tomar un pizza Livianesse, llamar a

mi madre, ver mi culebrón favorito, contemplar el atardecer

más bello de mi vida no dejando de evocar lo espléndido que

puede ser el crepúsculo de una persona, ir a recoger a la calle

la persiana que el viento ha hecho volar (por suerte sin

cargarse a nadie), enterarme de que Barak Obama está

teniendo una gira exitosa...

Realmente está claro que en el tiempo en que un grillo está

63

encerrado pueden pasarle muchas cosas a una persona... (y no

quiero pensar en las malas).

Aunque mi perra en este tiempo también ha vivido. De hecho,

ha comido su comida, se ha dejado arrastrar al veterinario, ha

dormido un montón de horas, nos ha implorado con la mirada

que la saquemos a pasear, lo ha conseguido a medias y

paseado a medias, se ha cargado una bolsa de basura al estilo

canino de este pueblo de mar, ha ladrado a la gente...

Bueno.. Y las cosas que Lili ha hecho mientras el grillo estaba

encerrado ya ni las cuento. Sólo para describir las relaciones

mantenidas con su móvil necesitaría un par de vidas...

Pero en fin, qué suerte que el grillo ha sido liberado. “Se ha

autoliberado”, pensaba yo. Y lo pensaba sincera y alegremente

hasta que hace menos de una hora he podido constatar, con

sobresalto, que Lili trasladaba su cuerpecito en el inmenso

columpio de una pala de recoger... ¡Dios mío! ¡Qué desastre!

¿Por qué? ¿Por qué no fue cierto lo que ella vio, su huida al

patio? ¿Por qué lo encerré? ¿Por qué penalicé de esta terrible

manera su incontenible amor al canto?

Ya, sólo puedo certificar que su muerte se ha producido poco

64

antes de las doce de la noche, en el interior de una habitación

cerrada, en el día de ayer, por humano ignorante.

Y certificar que mientras un grillo fenece, en la Tierra pueden

pasar infinitas cosas...

Post data: Cae anónima la hoja del ficus, averigua la brisa las

cicatrices de mi espalda desnuda y se luce una fantástica coral

grillesca sobre el fondo de lavadora nocturna que enlaza sus

“quejíos” con los aullidos de un chucho solitario.

65

La mano

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La mano

Mi trabajo como profesor me permite una cierta flexibilidad

horaria durante la segunda quincena de junio. Aquel jueves me

quedaba libre y poco después del desayuno pensé que sería

una buena idea empezar el día tomando un bañito en la piscina

del club de al lado de casa

Los primeros días de verano son días preciosos. Retorna a uno

la certeza del descanso y del olvido y la transparente

luminosidad de las mañanas puede sumergirte en un estado de

renovada complacencia con la vida. Cuando llegué, continuaba

en mi estado risueño, casi no había nadie y en cuanto me puse

el bañador seguí directo hacia la piscina. Allí se abría un

pequeño oasis artificial y los contrastes se ofrecían nítidos

incluso para mis cuatro dioptrías por ojo. Las inmensas

claraboyas de la piscina climatizada habían sido situadas en la

posición de máxima apertura. Una suave brisa acariciaba la

superficie de las cautivas aguas favoreciendo una percepción de

frescura natural poco habitual en este tipo de instalaciones. Y lo

cierto es que en cuanto me sumergí y di las primeras brazadas,

quedé sorprendido. Mi piel respiraba las mismas sensaciones

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tonificantes que regalan los baños de otoño en las calas

mediterráneas.

¡Qué bien! ¡Qué agradable! Francamente me sentía agradecido

de la vida. Chapotee un ratito más y me volví al vestuario. Fue

entonces cuando me llamó la atención la puerta entreabierta de

los baños turcos. Estiré la mano para cerrarla y evitar que se

perdiera el calor. Pero qué caray, no tenía prisa… Así que para

adentro. Me gustaba el baño turco. La atmósfera cálida y

húmeda, los vapores con su punto de eucaliptos, las lucecillas

que bailotean a cámara lenta…

Entré a tientas, pues las candelitas eléctricas se hallaban, cosa

no tan extraña últimamente, apagadas. Permanecí de pie,

esperando que mis ojos empezasen a dominar la oscuridad del

habitáculo. Pero mis ojos no progresaban. Por ello, contra mi

costumbre, no me senté en mi rinconcito habitual sino que lo

hice en el único sitio desde el que se podía percibir la luz que

entraba a través de la puerta de cristal. Coloqué a mi derecha

las llaves de la taquilla y también mis ahora inútiles gafas, el

gorrito de baño, la toalla y las gafas de natación en su fundita

de plástico. Estiré la columna, puse las palmas de las manos a

descansar sobre las rodillas y cerré los ojos, dispuesto a

dejarme llevar por la nada, la oscuridad y los sedantes vapores.

Durante unos minutos la calma fue ganando posiciones hacia el

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interior desde y a través de todos los poros de mi piel. Sin

embargo, en algún instante, alguna inquietud atrincherada no

la dejó avanzar más. Volví a abrir los ojos tomando conciencia

de que había dado por sentado que yo era el único ser presente

en aquella negrura y ¿era realmente así? No puedo decir que

me asustase, pero quise romper la duda. Así que volví a

escudriñar con la mirada y el oído. Pero nada veía ni nada

escuchaba y no quedándome tranquilo pregunté con voz

apagada ”¿estoy sólo?” No hubo respuesta y sin embargo cada

vez me iba poniendo más nervioso, era como si percibiera que

realmente, a pesar del silencio, estuviese acompañado por

alguna presencia indescifrable. Entonces ordené a mis manos

que exploraran, que fueran palpando el banco… Y ellas,

obedientes, guiaron al resto de mi cuerpo hacia la esquina

opuesta del habitáculo… Hasta encontrarse con la mano fría y

estremecedora…

El grito que pegué debió de oírse en recepción pero

evidentemente no me quedé a esperar respuesta. Me abalancé

sobre la puerta. Y como si se tratara de la típica escena de

terror, ahora la puerta no se abría. Intenté calmarme pero no

pude. El sentimiento de la presencia oscura me invadía a la vez

que la temperatura parecía subir por momentos. Los ojos se

me estaban quemando literalmente al tiempo en que yo

continuaba gritando y lanzando repetidamente mis cien kilos

69

contra la puerta. Que, al fin, cedió de golpe, como la tapa de

un volcán, permitiendo que el hombre lava corriera sin

compostura por el desierto pasillo que parecía no tener fin...

Pero no desemboqué en el vestuario sino en una sala

desconocida. Tan vaporosa como los baños turcos aunque con

la luz de una mañana de niebla londinense. Y al fin empecé a

ver. Había una persona dormida en una cama. Parecía

profundamente dormida… Y yo la conocía bien. Estaba en mi

cuarto, en mi casa y era yo.

¿Puedes imaginarte lo que se siente cuando uno se ve a sí

mismo durmiendo sin poder despertar al durmiente para que te

ayude a salir del sueño que puede mataros a los dos? ¿Cómo

puedo conseguir que sientas lo que sentí? Respiré

profundamente y me armé de valor, por ahí no había salida.

Tendría que volver al baño turco si quería hallar alguna.

Lentamente volví sobre mis pasos. El turco aún tenía la puerta

abierta y por ella continuaban emanado al exterior los densos

vapores. Entré de nuevo y me senté sin dejar de respirar

rítmicamente con el bajo vientre. Todos mis sentidos en estado

de alerta máxima. Volví a estirar la espalda, mis manos se

volvieron a acomodar sobre mis rodillas. Cerré los ojos. La

única posibilidad de salir de allí era desde la calma. Cambiar el

70

sueño. Volver a tantear el banco dispuesto a reconocer que la

mano fría habría desaparecido. Así lo hice. Y así no la encontré.

Recogí, sin dejar de respirar intensamente, mis gafas, mi

toalla, mi gorrito y las llaves de la taquilla. Ahora la puerta

continuaba abierta y salí lo naturalmente que pude aunque sin

dejar de acelerar controladamente los pasos.

En el vestuario dos tenistas recién llegados me dieron los

buenos días. Uno de ellos se me quedó mirando inquieto, algo

me notaba. Le leí el pensamiento. No se atrevía a preguntarme

si me pasaba algo.

Ya en la calle me olvidé el coche en el parking y anduve hacia

casa intentando poner en orden tanta locura. Nada más llegar,

lo primero que hice fue fijarme en la perra. Tengo fe ciega en

sus avisos y ella estaba tranquila. Con inquietud alucinada abrí

la puerta de mi habitación ¿Estaría yo allí durmiendo? No, la

señora de la limpieza se acababa de marchar y había dejado

todo en orden absoluto. Allí no había nadie y dentro de la cama

recién hecha desde luego no estaba yo.

¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Son las palabras que yo

regurgitaba cuando oí el timbre de la puerta. Desde la otra

parte de la verja un tal señor Casaura que dijo ser del Banco

Sur me pidió unos momentos de atención para tener la ocasión

71

de explicarme el interés de nuevos servicios. Al abrirle me

extendió su mano. Su mano fría y estremecedora…

72

Pipí de tortuga

73

Pipí de tortuga

Me dirigía hacia Son Boronat, el agroturismo que con tanto

esfuerzo intentábamos poner en marcha. Volvía de Calvià, no

sé qué habría ido a hacer allí, cuando la vi pasar parsimoniosa

con su casa a cuestas. Las tortugas moras son una especie en

peligro de extinción, así que pensé que mejor recogerla y

soltarla por la finca al llegar. Seguro que así la libraba de algún

peligro. Bueno, aunque no hubiera sido una especie protegida

también la hubiera recogido.

Así que la subí a mi viejo Fiat gris y, para que no investigara y

se estuviera quieta, la puse panza arriba en el asiento del

acompañante. Inmediatamente empezó a orinar. Creo que

debió consumir tres de los cinco minutos del trayecto en

hacerlo. Nada más llegar la solté por el bosque y me puse a

limpiar el asiento.

Ya está, adiós tortuga, feliz vida y perdona el mal rato, pero te

podrías haber ahorrado el flujo que mi coche no es nuevo pero

es el que tengo.

Al día siguiente, a las ocho, de nuevo estaba sentado al volante

74

pues por aquella época compatibilizaba mi trabajo de hostalero

con el de profe de enseñanzas medias. Y el coche olía mal. Muy

mal. Pensé, puta tortuga de los cojones tendré que volver a

limpiar el sofá más a fondo, qué mal huele la orina de tortuga.

Y así de vuelta otra vez a limpiar.

Y al día siguiente otra vez temprano al volante y ¡Dios, qué mal

huele! Jamás me hubiese imaginado que estos animalitos

pudiesen producir semejante efluvio.

Vuelta a Son Boronat. El asiento de tela todavía conserva la

humedad del día anterior y venga otra vez a darle. Más a fondo

si es posible. Tal vez ya limpieza histérica: agua a tope, jabón a

tope, raspar a tope…

Amanecer del cuarto día desde el orináceo evento. Otra vez

desde el bosque a las clases pasando por el coche. Y ¡no, por

favor! Esto ya es insoportable. No lo puedo resistir y no lo

puedo entender. La peste es impresionante, te penetra y te

domina. Pero no puedo hacer nada ahora, no tengo tiempo.

Histérico, rabioso y confundido abro todas las ventanas pongo

el motor en marcha y no pensar… Pero las cosas se van a poner

todavía más crudas y extrañas. Al coger la desviación hacia la

autopista se pone a llover a cántaros. Si no cierro las ventanas

el coche se me inunda. Si cierro, el olor me mata. Procede

75

solución salomónica: ventanas cerradas menos la del

conductor, dos dedos abierta, y acelerar, acelerar.

El cóctel se ha puesto potente: prisas, autopista, lluvia

frenética, parabrisas frenético, olor invasivo de otro mundo,

desconcierto y maldiciones generalizadas a la concheada

especie de mierda que te va a salvar tu padre la próxima vez.

Pero faltaba la guinda… Y va llegar en breve..

La rata.

Sí, te lo puedes creer. La rata asustada que asoma su cabeza

desde la parte superior de la luna delantera, patina y se desliza

arañando el vidrio hasta impactar contra el parabrisas... Que la

abanica consiguiendo lanzarla sobre el asfalto.

De repente me aterroriza la idea de que por la rendija abierta

de la ventana pueda entrarme otra rata, así que la acabo de

cerrar inmediatamente y me abandono a la peste

impronunciable. La misma peste que me viola incontables

veces antes de llegar al colegio.

Cuando llego, lo que queda de mí sale precipitadamente e

intenta responderse a la pregunta: ¿De dónde puede haber

salido en medio de la autopista una rata desde el techo? No

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espero la respuesta y abro el maletero trasero y ¡joder! Lo

último que me hubiera esperado…

Petrificado contemplo las dos enormes bolsas de basura que el

otro día me llevé desde la finca hasta el contenedor del pueblo

y que, obviamente, me olvidé de echar…

Torpe, me insulto. Ahí están tus atómicos olores de pis de

tortuga.

Más como siempre intento sacar moralejas cuando me

zarandean sucesos extraños o adversos, me dije: “buscarás

antes, ventilar las inmundicias propias... que culpar

precipitadamente a la inocente tortuga de turno…”

¿Se te ocurre otra diferente?

77

Hola Luna

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Hola Luna

La niña se enfrenta a la Luna. Le exige que le devuelva a su

padre. La Luna le devuelve la mirada, fría y silenciosa. Plena.

La niña se vuelve llanto desesperado, desconsuelo sin

horizonte. Sabe que el astro tiene poderes y no desiste, pero

ahora cambia de estrategia. Recuerda que su abuela le contó

que para que los deseos se cumplan hay que formulárselos en

silencio y secreto e inmediatamente saludarla nueve veces:

hola Luna, hola Luna, hola Luna…

La niña disimula, esconde el llanto con coraje y ahora finge

humildad. Por favor, tú puedes devolverme a mi padre: Hola

luna, hola Luna, hola Luna…

Los minutos de espera pasan como vidas y la criatura siente

como crece y envejece veloz a la vez que se hunde en un pozo

sin fondo. Allí sólo hay silencio sólido. Oscuridad pétrea.

Ni siquiera grita pidiendo ayuda. Nada le interesará sin su

papá.

Cuando los trabajadores municipales la encuentran ya hace

mucho tiempo que es cadáver. Un pequeño cadáver

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acurrucado. Un pequeño cadáver acariciado por los restos de

un trajecito primaveral de flores azules.

La policía traslada los restos al médico forense. Éste es un

hombre meticuloso. Acostumbrado a interpretar las estelas

materiales de la vida. Pero a pesar de las rutinas y las

experiencias acumuladas, cuando se inclina sobre los restos de

la niña se estremece, ¡Dios mío, qué desgracia! No puede

imaginarse cómo podría él vivir si a su hijita le pasara algo… Se

arma de fuerza y empieza su trabajo.

Qué extraña corriente de aire frío recorre la sala. Levanta la

mirada, otea y comprueba que todo está cerrado. Se da cuenta

entonces que el aire parece provenir del enorme cuadro de la

pared. Representa a dos científicos con bata blanca inclinados

sobre una mesa en la que se encuentran las probetas que

manipulan. La decoración permite deducir que se trata de una

casa familiar y no un laboratorio. De espaldas. Jugando con

una muñeca se halla una niña sentadita en el suelo.

Completamente ausente a las investigaciones de los adultos. La

nena tiene la edad de su propia hijita, cinco o seis añitos.

El médico forense se siente irremediablemente atraído por el

cuadro. Se acerca a éste y siente la corriente gélida que le llega

desde la pintura. La nenita que juega parece girarse

80

despreocupada y él cree reconocer a su propia hijita. Y cree

escuchar su voz: "papi ten cuidado con mis huesecitos. No vaya

a ser que se te rompan…"

Despavorido sale gritando, baja a peligrosos saltos las

escaleras del centro hospitalario, enciende el coche y recorre

alocado los diez quilómetros que le separan del colegio de su

hijita… Y allí la encuentra. Acurrucada y llorando

descompuesta. A las puertas del colegio con su muñeca y su

trajecito azul... Y al alzar el rostro estalla de alegría:

- ¡Papi, papi! ¡Estás vivo! Luisito me había dicho que habías

muerto… Yo le pedía a la Luna que te devolviese pero tú no

volvías.

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Moquita y Moquita

82

Moquita y Moquita

Cuando Moquita salió aquella mañana de su casa camino de la

iglesia debían ser las once menos cinco. O sea, tenía el tiempo

justo.

Al llegar al primer cruce de calles, Moquita se paró un instante

y dudó. Qué tal si en vez de ir directo pasaba un momento por

el quiosco para comprobar si ya había salido el Magatzem

semanal. No tuvo claro qué hacer y se quedó perdida en el

dilema. O llegar pronto a la iglesia o satisfacer la ilusión de

comprobar la llegada del Magatzem.

No sabemos de momento qué decisión tomó, pero lo cierto es

que seis minutos más tarde Moquita estaba esperando en la

puerta de la Iglesia junto con otros feligreses la llegada del

párroco, Mossèn Thomàs, que se estaba retrasando.

Fue entonces cuando vio llegar a una joven increíblemente

parecida a ella, vestida absolutamente igual y, al tiempo en que

se estremecía, le pareció que la recién llegada también

experimentaba las mismas emociones extremas al

83

contemplarla.

Sin tiempo a verbalizar su extrañeza escuchó de ésta casi lo

mismo que ella estaba a punto de expresar:

-¡Hola! ¡Que sorpresa! ¡Te pareces muchísimo a mí! ¿No te

resulta increíble tanto parecido?

-Pues sí. Se me ha helado el corazón al verte. ¿De dónde sales?

Yo vivo en esta misma calle en el número 40. Mi nombre es

Moquita…

-¡Qué! – exclamó Moquita atónita-. ¡Ese es mi nombre y en esa

casa vivo yo!

-¡No! ¡Por Dios! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué locura es ésta?

La gente fue entrando en la pequeña Iglesia mientras las dos

Moquitas seguían discutiendo. Cuando los conocidos pasaban

ninguno interrumpía. Por una parte, no querían llegar tarde y,

por otra, no se atrevían a inmiscuirse en aquella conversación

tan acalorada. Eso sí, todos pensaban lo mismo: ¡Qué raro,

Moquita nunca me había dicho que tenía una hermana gemela!

Y es que la verdad era que el parecido era extremo. Extremo

84

hasta el punto que como alguno observó, la única diferencia

entre ellas era que una tenía el Magatzem semanal debajo del

brazo y la otra no.

Al cabo de un rato, exhaustas, asustadas y vencidas, las dos

pensaron lo mismo, lo mejor será que Mossèn nos aclare qué

está pasando. Él es un hombre de Dios y esto parece cosa del

diablo.

Así que, sentaditas y en silencio, mirando al cielo e

implorándole, esperaron a que Mossèn acabara su trabajo.

Cuando éste acabó, salió rápidamente. Tenía que llegar a

tiempo de oficiar una boda en el pueblo de al lado. Pero las dos

Moquitas le asaltaron a dúo febril, parándolo en seco.

-¡Mossèn! ¡Mossèn! -Repitieron a coro-. El diablo ha entrado en

nuestras vidas. Díganos por favor quién es la Moquita

verdadera y de qué mundo sale la impostora.

El mossèn las miró desconcertado. Pero a este hombre, cuya

sabiduría le venía de su curiosa vida más que de la Iglesia,

tampoco se le escapó el detalle del Magatzem bajo el brazo de

una de las dos Moquitas, así que le preguntó a la Moquita que

lo llevaba…

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-¿Cuándo compraste la revista?

-Al salir de casa, camino de la Iglesia. Decidí pararme un

momento en el quiosco, puesto que estoy subscrita…

Y a continuación le preguntó a la otra

-Y tú ¿También estás subscrita?

-Sí, le respondió ella - Si cabe, aún más desconcertada y

estremecida-.

-¿Y por qué no fuiste a recoger tu Magatzem? –prosiguió el

sacerdote-.

-Pues… Tenía miedo de llegar tarde a la Iglesia – le contestó-.

Mossen, entonces, las miró a las dos con mirada profunda y les

dijo

-Escuchad, aquí no hay tiempo que perder ni explicaciones que

dar puesto que aún no estáis maduras para oírlas. Así que

simplemente haced a ciegas lo que yo ahora os diré: Volved

cada una sobre vuestros pasos hasta que os encontréis otra

vez juntas ante el primer cruce de calles, entre vuestra casa y

la Iglesia. Cuando os volváis a ver allí, cerrad los ojos y gritad

en voz alta: “Dios mío, nada hay más triste que vivir en un

cruce de caminos, muéstranos el rumbo de nuestra luz”.

86

Hacedlo así y tened fe en que todo se arreglará.

Y añadió

-Bueno. Ahora tengo prisa. Adiós.

Las dos Moquitas desandaron inmediatamente el camino

andado con intención de cumplir con el mandato del cura y a

los poquísimos minutos se encontraron de nuevo en el cruce de

caminos, en el qué ya hacía casi una hora habían dudado sobre

el rumbo a tomar. Se miraron unos instantes… Pero ahora,

amorosamente. Con la mirada tierna y resignada de los que

van a despedirse para siempre del nuevo amigo al que ya no se

podrá conocer más profundamente.

Fue entonces cuando inesperadamente una Moquita le dijo a la

otra Moquita:

-Espera. Estamos solas ¿Por qué no compartir nuestro destino?

¿Por qué no vivir juntas para siempre en vez de hacernos

desaparecer la una a la otra?”.

Y la otra le respondió:

87

-Sí. Pero mejor que nadie se entere. No estemos para siempre

en boca de todos. Tal vez la gente no podría entender que nos

hubiésemos conocido en un cruce de caminos... Y seguramente

tenemos mucho de qué hablar y mucho que compartir”.

Moquita y Moquita dieron sin más un paso atrás. Y ya como

una sola persona entraron en casa.

… Y hoy nadie recuerda que un día les pareció ver a Moquita

discutiendo acaloradamente con una hermana gemela.

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Anotación 117

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Anotación 117

Desde que llegué al barrio no paré de localizar a todos sus

habitantes y de describir sus características en mi base de

datos. Ese era el encargo.

Fue al cuarto día cuando me tope con ese personaje. El que me

provocaría tanta reflexión.

Parecía ajeno a la actividad que se desenvolvía en torno a él y,

por otra parte, a él los parroquianos tampoco parecían

prestarle mucha atención. La verdad es que no se entrometía

en nada ni molestaba a nadie. Casi transparente, se sentaba

todos los días, sobre la nueve, en el mismo lugar; el tercer

banco de piedra empezando a contar desde la panadería, justo

enfrente de la cola del paro que se formaba a esas horas en la

entrada de la oficina de empleo. Es decir, elegía el lado

tranquilo y soleado de la calle.

Completamente impermeable a la problemática laboral de sus

vecinos, su mirada acuosa y transparente obviaba los

preocupados semblantes que, a paso lento, se arrastraban por

la acera de enfrente. Casi siempre se recostaba sobre el

90

respaldo y ahí permanecía adormilado hasta que

inesperadamente realizaba algunos estiramientos. Uno en

especial me gustaba mucho, era como si se dejara inflar la

columna vertebral desde su base, como si se tratara de una

cámara de bicicleta, hasta conseguir crear progresivamente

una forma arqueada. Parecía que ese movimiento le satisfacía

especialmente.

Yo no solía hablar con nadie, me limitaba a observar, describir,

valorar... Pero al sexto día la curiosidad me venció y decidí

plantearle algunas cuestiones. Fue inútil; no quiso hablar

conmigo. Ni siquiera se dignó devolverme el “buenos días”. Se

me ocurrió entonces que la panadera podría ayudarme puesto

que ya lo debía tener muy visto. Con sorpresa en el rostro, ella

me preguntó si me refería al “gato”... Entonces me quedé sin

respuesta pero sentí que una luz comprensiva se abría en mi

mente... “Ya...”, le contesté finalmente, tras acabar de procesar

la nueva información, y salí enfadado a recriminarle, al

necesariamente felino, su actitud. Aquel "gato" no tenía ningún

derecho a haberme hecho perder tanto tiempo. Así que

estirándole de la cola quise despertarlo para hacerle saber lo

que pensaba de su forma de proceder, momento en que

sorpresivamente me arañó el brazo izquierdo haciendo que

brotaran con fuerza mis babas interiores, tan verdes como

vitales...

91

La cosa no habría ido a más, no era grave... pero de repente

algo pareció sorprender mucho a la gente de la cola

provocando que se aproximasen con caras descompuestas

hasta irme cercando. Momento en que sintonicé nítida la orden

de proceder a la huida veloz inmediata.

Por nada de la nebulosa aceptaré más misiones en la Tierra, allí

siempre me suceden cosas extrañas.

92

Mi sombra

93

Mi sombra

A Norma Aristeguy

Me sorprende la viveza con la que puedo revivir aquellos

momentos. La noche, el temporal, los vómitos de los pasajeros

del salón de butacas. Casi puedo sentir en la palma de la mano

la frialdad del pomo de la doble puerta exterior al salir dando

tumbos a cubierta. El momento de levantar el pie izquierdo

para no tropezar con el marco ligeramente elevado y el golpe

sorpresivo de frío intenso. Las ráfagas de aire arañando mar y

estrellas sobre mis pómulos helados. La humedad salitre del

castigado barniz de las barandillas de seguridad mientras

intento subir la escalera de la sobrecubierta del capitán. Tengo

miedo, aunque ya son muchas las travesías que llevo sobre mis

jóvenes espaldas de estudiante en Barcelona.

Sé, por anteriores experiencias, que lo mejor para

tranquilizarme en las noches alborotadas es subir a la cubierta

superior, sobre la sala de mandos. Allí, curiosamente, es donde

mi corazón se pacifica. Donde me despreocupo de los estallidos

blancos que remontan la proa. Me sorprende siempre la eficacia

del remedio. Como la inquietud se convierte en serenidad.

94

Solo, bajo la inmensidad, danzando sobre las profundidades

abisales, asido al metálico pelaje del diminuto corcel que

cabriola sobre las olas desbocadas… Y tanto trayecto por

delante… Tan sólo llevamos dos horas de viaje y las lucecitas de

la costa mallorquina todavía marcan la difusa lejanía del

horizonte isleño…

No sé cuánto tiempo permanecí en aquel lugar, embriagándome

del espectáculo. Pero cuando decidí volver al interior, me llamó

la atención una sombra cercana que, como yo, parecía absorta

en la contemplación de la tempestad. Recuerdo sentir cierta

sorpresa por no haberme dado cuenta de su llegada. Sin darle

más vueltas, bajé decidido a dormir algo y, aunque no fue fácil,

finalmente lo conseguí.

Al amanecer, me desperté con los avisos internos de la

próxima llegada a puerto. Casi tan intensos como el olor a pies

de alguno de mis compañeros de camarote. Rápidamente salté

de la litera, di los buenos días, agarré mi petate milico con su

desafiante banderita republicana cosido sobre su lomo textil y,

tras difundirme cuatro gotas ansiosas por la cara, salí pitando a

ver si alcanzaba a tiempo de un cafecillo. Lo soportaba todo

menos no desayunar. Bueno, cuando no se alcanzan los veinte

años se hace difícil que algo te tumbe.

95

Recuerdo que fue en ese momento cuando, recorriendo los

pasillos aceleradamente y ya a la vista del puerto de Barcelona,

me asaltaron: la sorpresa por lo mucho que había mejorado el

tiempo, la sensación de descanso a pesar de la noche de perros

y la seguridad de haber tenido alguna pesadilla relacionada con

la sombra que me había encontrado en la sobrecubierta la

noche anterior. No conseguí recordar las pinceladas temáticas

del turbio sueño, pero supe que esa sombra tenía que ver

conmigo, con mi vida. Con el café a la vista aparté los intentos

de mejorar el recuerdo y me concentré en cómo iba a llegar a

Sarrià, lugar donde se ubicaba mi residencia de estudiantes,

puesto que me quería ahorrar el pequeño tesoro que suponía

recurrir a un taxi.

En cuanto llegué a la residencia, me dirigí a la 428, mi

habitación. Saludé a la señora Pepa, que andaba fregoteando

los pasillos –qué buen rollo de mujer-, y, desembarazado del

petate, me fui directo al bar, donde don Luis me sirvió el

segundo cafecito.

Siempre me atraía el ambiente de la mañana en el interior de

la residencia; la soledad de los pasillos, la ausencia de

estudiantes en el bar… Los del turno matinal ya estaban en

clase y los de tarde dormían tras una noche de estudio,

conversación o juerga.

96

Existe un detalle que quiero resaltar ahora, la fecha. Sí, la

fecha. Puedo recordar perfectamente el día que era, el trece de

febrero. No hay duda posible, pues me viene a la cabeza

aquello del “espíritu del doce de febrero” con que titulaban

algunas portadas de periódicos. En el Diario de Barcelona, el

primero que leí, apoyaban los titulares con el careto de ratita

triste de Arias Navarro. Qué locura, los sucesores del régimen

intentaban que la democracia española futura se limitase a la

creación de "asociaciones políticas". Bien, volviendo, significa

que si Franco murió el veinte de noviembre de 1975, por

fuerza, la fecha en que me encontré por primera vez con la

sombra fue justamente la madrugada del trece de febrero de

1976. Seguramente el dato en sí es irrelevante. O al menos yo

no le doy más importancia. Sin embargo sí me sirve para

recordar cuánto tiempo exactamente ha pasado desde que

descubrí la realidad más trascendente de mi vida.

Aquella primera noche, pasado un día de reencuentros con

amigos y rutinas, me acosté temprano. Bueno, temprano en

aquella época era la medianoche. Estaba cansado y creí que en

momentos me quedaría roque. Sin embargo no fue así. La

cabeza me daba vueltas y permanecí en agitada duermevela

durante larguísimas horas. Al día siguiente no le di relevancia al

hecho pues pensé que sería consecuencia de la alteración que

me había provocado la tempestad. Pero sí empecé a

97

preocuparme al cabo de unos días ya que lejos de cesar la

alteración nocturna, parecía ir a más. Durante las larguísimas

horas en que luchaba por conciliar el sueño, volvían

aparecérseme las olas rompiendo la proa y… la sombra. Una

sombra que cada vez sentía más familiar y más cercana. Olía a

mí. En mis estados alterados yo intentaba preguntarle quien

era, mirarle a los ojos… Pero las escenas se columpiaban

primero y luego se deshacían… para volver al cabo de algunos

momentos como un péndulo fatalmente incontrolable.

Pasadas algunas semanas mi salud se deterioraba. Me sentía

débil e inquieto. Mis amigos estudiantes de medicina me decían

que dejase de tomar anfetaminas para estudiar y que no se me

ocurriese mezclarlas con alcohol. Pero yo les aseguraba que ya

hacía semanas que había dejado de tomar una u otra cosa.

Finalmente consulté a mi hermano y decidimos visitar a un

especialista. Él, tres años mayor que yo y también residente,

me acompañó.

Le pregunté mientras caminábamos por la Diagonal por qué las

sombras tenían diferente color según se tratara de sus difusos

límites izquierdos o derechos. Me miró con cara sorprendida.

Qué de qué le hablaba, me contestó con cara preocupada. Y la

sorpresa fue mía pues yo siempre recordaba haber visualizado

98

mi sombra de ese modo. También me pasaba con la Luna o con

las personas cuando entornaba los ojos hacia la distancia. Pero

preferí cambiar de tema y volcar mis dudas en el especialista.

Seguimos caminando y hablando de banalidades mientras entre

las rendijas de la conversación me asaltaban imágenes de mis

juegos infantiles, cuando con mis amiguitos intentábamos pisar

la cabeza de la sombra del otro. Sí, para mí las sombras

siempre habían tenido dos lados, el violeta y el marrón… ¡Y me

había gustado tanto jugar a pisarlas!

El especialista no me tranquilizó. Me lo podía haber ahorrado.

Me dijo exactamente lo mismo que mis amigos, que tenía todo

el perfil de una intoxicación. Que no se me ocurriese tomar más

anfetaminas y, que en todo caso, si lo hacía puntualmente,

cambiase las dexhidrinas por las centraminas. También me

preguntó cuánto alcohol tomaba al día y si fumaba “algo”. Le

contesté que no fumaba “nada” pero sí le reconocí beber

habitualmente unas cuatro cervezas al día, una media botella

de tinto y algunos “gin-tonics… Además de las famosas

pastillitas… Momento en que casi me saca de la consulta…

recordándome además las graves consecuencias legales que

podían suponerme la falsificación de recetas.

“Joder ¿realmente tomas tanto?, sólo tienes diecinueve años”,

me reprochó mi hermano en el camino de vuelta. Me quedé

sorprendido, yo mismo no me había detenido a pensarlo,

99

muchos de mis compañeros me superaban ampliamente… Él

mismo, no se me quedaba muy atrás.

Añadió responsable y cabizbajo “deberían controlar más los

talonarios de bar que pasan a las familias… Si papá se

enterase, esto no pasaría. Se cree que sólo gastamos en

comida y servicios complementarios”

Decidí aquella tarde que pasara lo que pasara ya no le contaría

nada más a nadie. Eso sí, controlaría más la bebida y las

anfetas. Y de hecho, acababa de pasar algo nuevo que ya no

me atreví a comentarle a mi hermano. A la vuelta del médico,

subiendo la calle Capitán Arenas, durante unos instantes me

había dado la sensación de que mi sombra se me alejaba unos

palmos de distancia.

El fenómeno iba a más. Pero si me había acostumbrado a tener

sombras de colores por qué no me iba a acostumbrar a que mi

sombra se me alejase de vez en cuando… Ya no quería que

nadie me volviese a contar el rollo de la intoxicación. Sería mi

secreto. Y de hecho, aceptar la situación ayudó a calmarme.

Mis sueños se hacían más benéficos y simplemente cada noche

soñaba que me adentraba en un mundo bidimensional donde

sombras juveniles jugaban a botar sobre mi cabeza

tridimensional. Al cabo de unos meses ya no me molestaba ni

100

me extrañaba. Siempre sucedía de la misma forma, cuando

empezaba a dormirme me parecía escuchar voces

distorsionadas, como provenientes de un mundo que debía

correr en paralelo. Me resultaban ininteligibles pero no me

inquietaban. Y a continuación las voces se iban asociando a

esas sombras adolescentes que no dejaban de perseguir mi

cabeza jugando a pisarla. A veces, muchas, conseguían

aplastármela certeramente; y otras era la sombra que me

dirigía la que conseguía planchar las otras proyecciones

tridimensionales.

Poco a poco dejé de salir a la calle cuando lucía el sol, pues mi

sombra andaba cada vez más libre y yo no quería que la gente

se asustara. Dios sabe si acabarían exponiéndome en algún

centro científico con visitas interpretadas. Pero me di cuenta

que además de salir por las noches podía hacer algo más si

deseaba volver a pasear a la luz del día. Sencillamente no guiar

yo… y dejar que guiase mi sombra. Aceptar su mando.

Entonces comencé a variar mis hábitos y rutinas y poquito a

poco conseguí corretear las calles persiguiéndola sin que nadie

se extrañase demasiado.

Y así, hasta hoy. Por suerte la sombra juvenil ya se ha hecho

mayor y de tanto en tanto tengo la suerte de pegarme un par

de revolcones carnales con otras sombras tridimensionales. Nos

101

reímos mucho juntas cuando las cosas no nos salen bien; ya

sea hacer el amor o patinar por la calle. Siempre culpamos a

nuestra mala sombra.

Ya sólo me inquieta una cosa, la sombra que vi en el barco era

mi sombra adulta ¿Qué debía de estar haciendo allí en aquel

tiempo? Me gustaría preguntarle algún día, pero no encuentro

el momento. Además es que me preocupa mucho que se asuste

de que su tridimensional le hable…

102

El retrovisor del coche blanco

-I- Laura Martínez

Laura está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carnet

de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y

manta ella solita. Hasta llegar a Sta. Margalida ha circulado

relativamente tranquila, pero ahora las curvas y contracurvas la

desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin,

llega la desviación de Artà y la relaja un panorama sedante; la

suave bajada que se pierde progresivamente en la lejanía hasta

evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que

ella sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. La invade

una súbita alegría.

Para celebrar su primer trabajo y la obtención del permiso de

conducción, sus padres le han regalado este coche blanco, su

primer coche. Se trata de un Seat de segunda mano. Cuatro

puertas, descapotable, elevalunas eléctrico, airbag, aire

acondicionado… La verdad es que el utilitario lo tiene todo a la

última y se lo ve como nuevo. Parece ser que su padre,

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chapista mecánico, lo adquirió proveniente de un accidente y lo

ha dejado así de impecable. Del anterior propietario sólo sabe

que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la

ficha informativa.

A medida que recorre el larguísimo tramo, a Laura le va

ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos

bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente

es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro. Al

superarla para luego dejarla atrás, Laura busca el retrovisor

para seguirla mirando, pero se encuentra con su propia mirada.

Sonríe espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada.

Veinticuatro años, un buen trabajo, una familia feliz, un noviete

que ya lo querrían otras para sí… El cuerpo le burbujea. Desde

ya, se va a comer el mundo…

-II- Antonia Bustamante

Antonia está en tensión. Hace una semana que obtuvo el

carnet de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger

carretera y manta ella solita. Hasta llegar a Sta. Margalida ha

circulado relativamente tranquila, pero ahora las curvas y

contracurvas la desconciertan y ponen al máximo todos sus

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sentidos. Al fin llega la desviación de Artà y la relaja un

panorama sedante; la suave bajada que se pierde

progresivamente en la lejanía hasta evaporarse donde casi no

alcanza la mirada. Nadie más que ella sobre el asfalto. Todos

sus músculos se relajan. La invade una súbita alegría.

Para celebrar su veinticinco aniversario de boda y la obtención

del permiso de conducción después de tantísimo tiempo

intentándolo, sus hijos le han regalado este coche blanco.

Aunque tardío, su primer coche. Se trata de un Seat de

segunda mano. Cuatro puertas, descapotable, elevalunas

eléctrico, airbag, aire acondicionado… La verdad es que el

utilitario lo tiene todo a la última y se lo ve como nuevo. Parece

ser que el padre de Laura, la amiga que se lo vendió a muy

buen precio tras utilizarlo dos años, es chapista mecánico y lo

ha dejado así de impecable. Del primer propietario sólo sabe

que se llama Pedro. Pedro Atienza… Eso es lo que pone en la

ficha informativa.

A medida que recorre el larguísimo tramo, a Antonia le va

ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos

bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente

es impresionante y parece saludarla al llegar a su encuentro. Al

superarla para luego dejarla atrás, Antonia busca el retrovisor

para seguirla mirando, pero se encuentra con su propia mirada.

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Sonríe espontáneamente. Se sabe feliz y afortunada. Cincuenta

y ocho años, un buen trabajo, una familia feliz, un marido que

ya lo querrían otras para sí, todavía un montón de proyectos e

ilusiones… El cuerpo le burbujea, Se siente muy agradecida a la

vida…

-III- Pedro Atienza

Pedro está en tensión. Hace una semana que obtuvo el carnet

de conducir y hoy por fin se ha decidido a coger carretera y

manta él solito. Hasta llegar a Sta. Margalida ha circulado

relativamente tranquilo, pero ahora las curvas y contracurvas le

desconciertan y ponen al máximo todos sus sentidos. Al fin,

llega la desviación de Artà y le relaja un panorama sedante; la

suave bajada que se pierde progresivamente en la lejanía hasta

evaporarse donde casi no alcanza la mirada. Nadie más que él

sobre el asfalto. Todos sus músculos se relajan. Le invade una

súbita alegría.

Para celebrar su primer trabajo y la obtención del permiso de

conducción, Pedro se acaba de comprar este precioso coche

blanco, su primer coche. Se trata de un Seat Córdoba nuevo de

trinca. Cuatro puertas, descapotable, elevalunas eléctrico,

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airbag, aire acondicionado… La verdad es que el utilitario está a

la última e incorpora las últimas novedades tecnológicas.

A medida que recorre el larguísimo tramo, a Pedro le va

ganando la atención una enorme encina que reina sobre estos

bellos paisajes tapizados de trigo ardiente. La encina realmente

es impresionante y parece saludarlo al llegar a su encuentro. Al

superarla para luego dejarla atrás, Pedro busca el retrovisor

para seguirla mirando, pues siente cómo si se le hubiese

desprendido algo del coche, pero se encuentra con lo más

inesperado y terrible. Contempla atónito como va dejando atrás

a una oveja destrozada sobre el asfalto, justo al lado de la gran

encina, y ve con escalofrío como su nuevísimo coche yace boca

arriba como una gran tortuga blanca.

Pedro, instintivamente, se pellizca; pues no da crédito a lo que

ve… Pero no encuentra donde pellizcarse.

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El reservista georgiano

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El reservista georgiano

-¿Qué piensas?

-Uf, Ana... Pues le daba vueltas a cómo empezar una historia

que hace tiempo me revolotea en la cabeza... Pero sólo sé el

final... No consigo hilvanar un argumento, una trama

-¿Quieres decir que el final es tan importante que necesitas

crear toda una historia para presentarlo?

-Sí y no. Porque el final fue tan real como estos instantes. El

final es el momento en que una madre georgiana llama al

teléfono móvil de su hijo y una voz seca, fría y desconocida le

dice que su hijo "Está muerto aquí, en la calle de Tsjinvali".

Quiero decirte que la historia ya se escribió… Lo que yo

necesito es saber cómo tejer los diferentes hilos que al final

presentan la llamada de la madre, la voz que responde, el viejo

tanque T-72 carbonizado…

-Me sorprendes. Con este día azul radiante, este mar que

irradia alegría y ¡la fantástica compañía! ¿Cómo puedes estar

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pensando en esas cosas?

Javier se quedó mirándola cariñosamente, a la vez que

apretaba el móvil que sostenía en su mano derecha…

-No sé. Tal vez porque ahora iba a llamar a mi hija para

felicitarla y hace justo dos años, minutos antes de llamarla,

acababa de leer el suceso del que te hablo… Supongo que he

tenido algún tipo de reflejo condicionado…

-Ya…

Y así era, ya hacía dos años que la madre georgiana había

perdido a su hijo, reservista de la caballería motorizada. Se la

imaginó en esta triste fecha, ante la fotografía de su querido

niño. “No te preocupes mamá, sólo nos llaman para ir a darle

un susto a los osetios”

Ana había vuelto a ensimismarse en su lectura y por unos

momentos el reflejo de la avioneta que se deslizaba sobre la

mesa acristalada de la terraza del hotelito, hizo que él variase

su atención interior. Y como si le hubiera marcado un rumbo,

la avioneta acabó por esconderse bajo el pequeño ordenador

portátil que descansaba sobre la mesa.

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-Ana ¿Aquí hay internet?

-Claro – le contestó ella sin levantar la mirada- ¿Vas a

curiosear un poco para tu historia?

-Sí, creo que sí…

Las primeras palabras de búsqueda que a Javier se le ocurrió

introducir fueron ”Osetia Georgia 2008 agosto guerra”. De

inmediato se desplegaron cientos de páginas y empezó a

sobrevolar con la mirada. Extractos de noticias, blogs, trabajos

periodísticos… ¿Cómo podría encontrar la crónica que buscaba?

Buscó en la hemeroteca digital de El País, pero sólo encontró

entradas con un máximo de antigüedad de un año. Se

entretuvo luego en la wiquipedia, recordó datos… ¡Qué oscuros

intereses se habían mezclado en este absurdo conflicto!

Continuó con la crónicas de los dramas osetios. Tremendas

historias circulaban ante su vista… Pero él buscaba una historia

concreta. Quería recordar a la madre, a su hijo, al T-72

carbonizado… E introdujo una nueva búsqueda: “mujer-

teléfono móvil –Osetia – Georgia -2008 – Tsjinvali”… Y ahora sí

¡Ahí estaba la crónica que buscaba! Era el pintor abstracto

Ushang Kozáiev quien contaba:

“Kozáiev dijo haber comprobado en persona el equipo de los

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georgianos en Tsjinvali, concretamente en el cruce de la calle

Octubre con la calle Moscú, donde había "dos tanques

carbonizados y cinco o seis georgianos muertos". "Los cubrimos

con una lona porque nos daba pena verlos allí en medio de la

calle sin que nadie se los llevara". "Los cadáveres tenían unos

teléfonos muy modernos. Y uno de ellos sonó cuando

estábamos allí. Era una mujer que hablaba en georgiano y que

preguntaba dónde estaba Gueorgi, su hijo". "Está muerto aquí,

en la calle de Tsjinvali", fue la respuesta que oyó la mujer. Al

otro lado del hilo, la voz se convirtió en gemido. "La mujer, que

era medio georgiana y medio osetia, dijo que su hijo era un

reservista y que se lo habían llevado para asustar un poco a los

osetios".

-Ana…

-¿Qué? ¿Encontraste algo?

-Sí, aquí está. Sin duda algún día escribiré una pequeña

historia. Hace dos años que llevo el sollozo de esta madre

clavado en el corazón…

-Bueno… Así eres tú.

Javier, miró al mar, levantó su copa de vino y le ofreció su

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compasión a todas las victimas del absurdo, a todas las

madres, a todos los hijos…

Buscó de nuevo su móvil para felicitar a su hija sin poder evitar

que durante unos instantes le inundara el pánico al imaginarse

que le contestaba una voz fría y desconocida : “su hija está

aquí, muerta en la calle…” Pero una voz juvenil le devolvió el

azul a su corazón despejado: “¡Hola, Papá…! ¡Qué mayor me he

hecho! ¿No te parece?".

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La luz del pantano de Mediano

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La luz del pantano de Mediano

“La luz del pantano de Mediano”

-I-

No había vuelta atrás. Era el momento. Curvó la espalda hasta

sentir que su cabeza se encajaba entre las rodillas. Empujó el

remo hacia adentro y, con las manos libres, se fue impulsando

suavemente hacia el interior. La proa del kayak ya penetraba

en la negrura de la torre sumergida. En la popa, todavía

asomada a las tenebrosas aguas del pantano de Mediano, se

despedían en lentísimo desplazamiento los minúsculos reflejos

blanquecinos. Todo sucedía tal como en el sueño se le había

indicado: Mes de agosto, noche de luna llena y el agua,

creciéndose tras las lluvias, a la altura de las ventanas de la

torre; justo al nivel suficiente para permitir el paso de un

piragüista doblado sobre sus piernas.

No sentía miedo, sólo profunda esperanza. Sólida esperanza.

En realidad ya lo había vivido; el sueño solía repetirse con

bastante precisión: Tenía que esperar a que las últimas

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claridades lunares acabaran de perderse, selladas tras la piedra

sumergida.

¿Cuánto tiempo podría respirar en aquella pequeña cavidad? No

sabía… ¿Pero qué importaba? Buscó darle comodidad al cuerpo.

Estiró las piernas más allá de los pedales de dirección y apoyó

la base del dorso contra el minúsculo respaldo. Atrapó de

nuevo el remo, lo miró sin verlo y lo volvió a soltar... ¿Ya para

qué lo quería? Se abrió entonces a sus recuerdos y se dispuso

a esperar a que ella viniera a buscarle… Las manos,

jugueteando sumergidas en el agua, le transmitían la

intensidad de su húmeda frescura. Especialmente las muñecas

le hacían percibir la baja temperatura del caudal encerrado

entre aquellos antiguos muros.

Para la espera, había optado por enfundarse en traje de

neopreno de manga y pantalón cortos; fino, de 3 mm, como el

que utilizaba para el surf durante la primavera o el otoño. Así,

si se hacía larga, podría superarla más confortablemente.

Y la espera se hizo larga. Muy larga. Al cabo de unas horas a

Luis se le empezaron a encalambrar las piernas y el dolor se le

extendía hacía los tobillos ¿Qué decía el sueño sobre la espera?

Tomó consciencia de que, con precisión, nada. Únicamente

garantizaba que ella llegaría en cualquier momento. Así que

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pasase lo que pasase resistiría, debía resistir… Pero el dolor que

se iba afianzando en ambas piernas le obligó a ordenarle a sus

brazos que estirasen de ellas. Despacito combinó el movimiento

con el de irse volteando hacia la popa, para, poquito a poco,

afianzarlas sobre la bañera interior. Una vez libres, ya podría

completar el giro de cintura y reptar hasta sumergirse

suavemente en el agua. Tras conseguir su propósito, braceó en

la oscuridad presa de aquellas cuatro paredes antes de

recuperar un nuevo apoyo en la piragua. Estiró los brazos sobre

el lomo de la proa y recostó su cabeza sobre ella a modo de

almohada. El dolor se calmó de inmediato.

Hacía ya seis años que Luis acudía en agosto, al pantano de

Mediano y, por fin, en esta ocasión se habían dado las claves

que el sueño ordenaba. El sueño que cada noche se le repetía

desde poco después de la muerte de Tana, en aquellas mismas

aguas densas y misteriosas.

La primera vez que llegó el sueño, fue a las dos semanas de la

muerte de ella… Justo la noche anterior al proyectado suicidio

de él. Y es que desde el accidente, Luis se sentía incapaz de

seguir viviendo, pese a tantas ayudas recibidas. La decisión de

poner fin a su vida era irreversible.

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No podía vivir con ese vacío, simplemente no podía.

Pero el sueño ya no se iría y cada noche volvería fielmente a la

cita con las mismas indicaciones: Luis debía esperar las

señales, el día, el momento preciso. Si cumplía con las

orientaciones podría volver a ella.

La nocturna experiencia siempre se iniciaba de idéntica manera

o con variantes mínimas. Al principio, Luis se revivía feliz, de

la mano de Tana, admirados y en silencio ante el paisaje que

envolvía el pantano de Mediano. Los dos kayaks, recién

alquilados en la vecina Aínsa, todavía sobre el coche. A

continuación Tana se giraba, las miradas se fundían y, tras un

apretón de manos, los dos se encaminaban entrelazados hacia

las pequeñas embarcaciones.

Proseguía el sueño con la imagen de las dos piraguas verdes

distanciándose la una de la otra. Él, se iría acercando a la

vieja torre que sobresalía en medio del pantano. Se fijaría en

que quedaba suficiente espacio como para poder pasar al

interior por uno de las pequeñas oquedades superiores de las

ventanas laterales, siempre que fuese capaz de inclinarse

suficientemente sobre sus piernas para reducir al mínimo su

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altura sobre la superficie. Entonces, atraído por la posibilidad,

le gritaría a Tana, que se habría quedado rezagada

descansando y saboreando el sol de un bellísimo día: “¡Voy a

pasar dentro, tengo curiosidad…!” Esperaría unos instantes más

y no se impulsaría hasta que no oyese la respuesta de ella:

“Vale, cuidadito…; aquí te espero”

En la tercera secuencia del sueño se veía a sí mismo saliendo

de la torre y buscando con la mirada la piragua de Tana, para

sorprenderse enseguida al verla tan alejada. Se aproximaría a

ella, todavía a paladas tranquilas, hasta el momento del

sobresalto. El momento en que comprendería que el Kayak de

su amor había volcado. Entonces todo adquiriría el frenesí del

pánico desbocado. Se apresuraría histérico y conseguiría

liberarla del cubrebañeras de lona impermeable. Pero ya sería

tarde. No conseguiría reanimarla. Tana no respiraría, su

corazón no latiría... Entonces, la arrastraría hasta la orilla, le

bombearía aire a la boca combinando con todas las maniobras

de recuperación que hacía tanto tiempo aprendiera. Pero

resultaría inútil. El rostro de Tana seguiría saboreando el sol

radiante… Pero ella se habría ido para siempre.

La certeza para la sólida esperanza se la daba la última fase del

sueño. Una voz líquida le decía bajo la luna llena, reflejada

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sobre la superficie calma del pantano, que “En una noche de

agosto en crecida, tal como llegaste, encontrarás su luz en el

interior… Cuando las ventanas se sellen”. Y Luis

experimentaría como difusas sombras le señalan la torre que

sobresale de la aguas oscuras, sintiendo inequívocamente que

el mensaje proviene de ella, su amada Tana.

Al final del sueño siempre se despertaba. Sentía paz, casi

felicidad. Para él, el mandato era diáfano y no existía

posibilidad de duda: En una noche de agosto, tras días de lluvia

(“en crecida”) debía introducirse por la oquedad suficiente para

la piragua y el piragüista inclinado (“tal como llegaste”); para

luego dedicarse a esperar a que la cúpula acabase de quedar

sumergida (“cuando las ventanas se sellen”). Entonces llegaría

su luz… El mensaje se producía en noche de luna llena, así que

este requisito también le quedaba claro.

Y ahora, al fin, él estaba ahí, esperándola. Felizmente todas las

claves se habían dado. Seis años de amante espera. Pronto

Tana le llevaría con ella de nuevo. Pronto, muy pronto…

Pero los minutos siguen pasando y nada sucede. La atmósfera

guardada en la pequeña cúpula densifica el sepulcral silencio. El

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aire secuestrado se transforma en liquidez pétrea y siente que

el oxígeno le empieza a faltar. Imaginaciones o no, percibe que

en sus pulmones ya sólo recalan agobiadas bocanadas de

negrura…

Tampoco el frío quiere facilitarle la espera. Le empieza a mellar

el cuerpo y Luis se orina dentro del traje protector, buscando

alguna tibieza que le ayude. Pero el remedio es pasajero y

siente que pierde fuerzas. Que se marea y pierde movilidad.

Intenta subir de nuevo a la piragua y lo consigue a medias.

Pues, como la carga de un mulo cruzando el río, sus brazos y

sus piernas siguen inmersos en la liquidez gélida. Traidora y

mezquina, de golpe le asalta y le atrapa la duda: ¿Y si todo fue

fantasía?

Se revuelve en su interior, no quiere aceptarlo. Aunque, por

otra parte, qué más da… ¿No quería suicidarse…? Pues ahí está

a las puertas de la muerte ¿Por qué lamentarse ahora…?

Poco a poco una sensación amable le va invadiendo. Había oído

hablar de lo dulce que era la muerte en la nieve… Sonríe

recordando una escena de una película que visionó

recientemente. Una historia de amor que acababa felizmente.

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Se está abandonando... pero no se lamenta, no se recrimina...

Por un instante cree ver a su madre ofreciéndole un refresco al

salir del agua en verano. Su madre le acaricia y ahora le acerca

un bocadillo. Él tendría ocho o nueve años…

Se siente plomizo y ha empezado a sumergirse, sin fuerzas, sin

pensamientos, sin intención… Lo llama el fondo de la torre, sus

profundidades, los seres de otro tiempo, sus rezos, sus cantos…

Allá abajo…

Y de repente… ¿Un atisbo de la luz? ¿Es ésta la luz del sueño?

No, nada que ver con la claridad de la luz del sueño… No

obstante le rebrota minúscula una chispa de conciencia y

esfuerza un poco más la vista. Logra percibir una difusa luz

sucia, verdosa, viene de la otra parte de la ventana… ¿Pero… y

si es ella? Hace un último esfuerzo y se agita hacia ese rumor

de claridad indefinida… Llega desde fuera y al perseguirla se

afianza, más prometedora, más blanca. Alcanza autómata la

superficie exterior y el aire limpio le inunda los desesperados

pulmones. La luz se ha vuelto radiante y clara: una luna llena

perfecta peina las aguas del pantano y reina sobre el mundo

sumergido. Claramente los resplandores de plata le marcan el

rumbo hacia la orilla que, nívea, parece sonreír bajo los viejos

abetos.

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“¡Tana, tana… espera! ¡Ya llego, espera!” Bracea, saca fuerzas

de donde ya no las hay… y consigue alcanzar las fangosas

piedras… Ya no hay más luz que los débiles reflejos que le

llegan desde el capó de su coche. Comprende entonces el

engaño y se siente desfallecer.

-II-

Cuando Luis vuelve a abrir los ojos ya es de día. Las sirenas de

la ambulancia parecen haberle despertado. Las sombras bailan

en el interior del vehículo y él intenta incorporarse… Pero

percibe que está sujeto, que no puede hacerlo.

Alguien le acompaña. Con una voz serena y firme esa

presencia le dice o le ordena, “Tranquilo, estás a salvo”.

Primero, él se fija en sus mangas blancas; después, en la

tarjeta que la identifica como doctora de urgencias y, al alzar

un poco más la mirada, comprende sobrecogido que la fuente

de la luz de su sueño proviene de esos ojos transparentes.

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125

Cuestión de dimensiones

126

Cuestión de dimensiones

Me encantaba contemplar los fondos marinos de la cala.

Alternar esta visión sumergida con la exterior, la del aire y la

luz.

Aquella mañana, las aguas se habían despertado turbias.

Siempre pasaba lo mismo tras los días de mar de fondo. Aun

así me pasaba muchísimo tiempo con la cabeza por ahí abajo;

husmeando cambios, sucesos, novedades, entre los pequeños

visitantes. Pero lo que más me gustaba de las profundidades

costeras eran los juegos de luces y sombras bailando sobre el

ondulado relieve de la gran alfombra de colores pardos que, en

diferentes tonalidades, se abría, por una parte, hacia los

bancales de arena y, por la otra, hacia la inmensa pradera de

posidonia.

Al salir del agua me sentí algo cansado y hambriento, así que

busqué mi sitio favorito y me dispuse a probar bocado. Fue en

ese momento cuando la atmósfera cargada del día captó mi

atención; una calima impresionante yacía sobre la superficie de

la bahía y apenas permitía distinguir las siluetas del brazo

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terrestre que cerraba los límites de la visión. Sin duda era obra

de la potentísima ola de calor que sufríamos.

Por unos instantes me sentí invadido de felicidad. Era muy

afortunado de no tener otra cosa que hacer que buscar siempre

el goce inmediato de mis sentidos. Ahora, me tocaba disfrutar

de aquel espectáculo y la vista perdida me devolvía un mundo

dividido en dos. La mitad aérea superior estaba tejida por toda

una sinfonía de turquesas algodonados; mientras que la mitad

marina inferior atesoraba azules ultramar y verdes esmeralda

que, en diferentes gradaciones tonales, se dejaban acariciar

por diminutas ondulaciones blanquecinas de sombras

danzarinas.

Fue en ese momento de relajada paz cuando me pareció ver un

puntito lejano sobre la superficie del mar. Aunque la impresión

óptica me llegaba desde tan lejos y tan difusa que me hacía

dudar si era o no era algo. Sin embargo, al cabo de media hora

yo seguía allí, en el mismo sitio, y ya no tuve dudas; sí era

algo: una persona. Un nadador.

Me asombró muchísimo que pudiera llegar nadando desde tan

lejos, sin parar. Su ritmo era potentísimo, debía ser un atleta

muy preparado. Ya no pude apartar mis ojos de él, pues jamás

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había visto nada igual, hasta que alcanzó el umbral de la

pequeña cala. Entonces pude precisar más; su bañador tenía

dos piezas, así que no era él, sino ella. Y ella era realmente

enorme.

Me sorprendí, de nuevo, al comprobar como, sin dejar de nadar

un solo instante, no se dirigía hacia la playa sino hacia las

rocas; justo hacia el lugar desde el que yo la contemplaba.

Justo hacia mí… Y la palabra enorme se le quedaba corta, era

gigantesca. Yo creo que le debía sacar dos cabezas a las

mujeres de esta zona.

Al ponerse de pie, extendió de inmediato los musculosos brazos

y realizó diferentes estiramientos. No pareció reparar en mi

presencia y siguió con sus ejercicios; así que me tranquilicé y

seguí contemplando absorto aquellos volúmenes inmensos que

exploraban dinámicos las diferentes posibilidades que el

gigantesco cuerpo permitía. Sin embargo, inesperadamente, se

flexionó sobre sus piernas hasta que rozaron el suelo las

puntitas castañas de su corta melena. Entonces su vista y la

mía inevitablement se cruzaron...

El susto que me llevé fue inmenso al detectar como se erguía

ràpidamente para enseguida intentar cogerme con aquellas

manazas… Menos mal que soy un tipo de reflejos rápidos y

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alcancé a meterme a toda velocidad en el agujero más

cercano… Creo que fueron mis fuertes pinzas las que la

disuadieron de continuar en su intento… Aunque, si lo pienso,

no creo que tuviera malas intenciones ¡Había tanta ternura en

su mirada!

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131

Más allá de la cima

132

Más allá de la cima

Cada día, cuando al final de la carrera alcanzo este tramo en

pendiente, ya sé que el objetivo está cumplido: voy a llegar a

la meta. Y además de hacer ejercicio habré disfrutado...

Pero el último tramo siempre es duro. Por mucho que haya

reservado fuerzas para él, siempre me resulta agotador, así que

suelo aplicar aquella máxima ciclista de “si quieres llegar a lo

alto de una cima no la mires, sólo pedalea”. Sí, eso es lo que

siempre hago, no mirar arriba, sonreír a mis piernas y

homogeneizar un ritmo disciplinado de zancadas cortas... ¡Ah,

bueno! también algo más... Un recurso complementario para

resistir es pensar en otra cosa. Es justo lo que ahora hago,

pensar en otra cosa. Sí, escribo este relato con mi mente, casi

a palabra por zancada, pues ya voy adentrándome en la

pendiente.

Sin embargo, no percibo las cosas igual que otros días. La

verdad es que hoy me siento especialmente ligero. Mi trote es

rápido, potente y con la mirada desafío la cima. Seguro que

llegaré sin problemas, la mire o no la mire.

Realmente es una experiencia fantástica cuando todo el cuerpo

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consigue montarse sobre la ola de la animosa energía interior.

Entonces correr deja de significar esfuerzo para significar vuelo

libre. Lo que no tengo muy claro es si he empezado a elevarme

de pura velocidad o ha sido que al llegar a la cima no he girado

y eso me ha hecho sobrepasar los limites del acantilado. ¡Ay!

esas cosas tiene el pensar tanto mientras se corre... Pero volar

sin alas, también resulta una muy grata experiencia. De hecho

me encantan las brisas azules que acarician mi piel, las

marvillosas panorámicas aéreas y las caras atónitas de las

gaviotas que voy dejando atrás... ¿Atrás?

No; arriba, arriba... Se van quedando arriba. Parece que la ley

de la gravedad sigue teniendo que ver algo conmigo y ese

peñasco de ahí abajo se me aproxima raudo. ¡Qué curioso que

me dé tiempo a pensar tanto durante la caída! En pocos

segundos voy a acabar destripado sobre esa bella cresta de

piedra y sin embargo me da todo el tiempo del mundo para

escribir este relato que promete acabar con todo el dolor. Ya

me pasó algo parecido cuando a los veintiún años me estrellé

con el coche de mi padre. Fue increíble, todo sucedía rapidísimo

y sin embargo yo contemplaba en cámara lenta, tras el violento

impacto con aquel taxi, cómo el capó blanco y alargado del

entonces tan moderno Renault 12 se me iba aproximando,

lentísimamente, como un acordeón de papel hasta detenerse

justo en las fronteras de mi piel... Esa misma piel renovada que

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justo ahora se deja acariciar por los suspiros del último vuelo...

Uf! Llegué. Qué tremendamente útil resulta ponerle alas a la

cabeza cuando ya no puedes dar un paso más. Cuando entre

jadeo y jadeo apenas alcanzas a vislumbrar la pesada

alternancia de tus pies.

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Pescaíto frito

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Pescaíto frito

Por fin aquí. Otra vez el frescor marino. La mirada abierta a la

noche. La huida inevitable de las preocupaciones. De nuevo la

desnudez del ser.

Inspiro. Inspiro profundamente. Los pulmones se abren en

abanico, estirando océano, noche, estrellas, inmensidad y...

¡pescaíto frito!

Ruptura forzada, malévola traición del cosmos. Toda la traición,

concentrada en un olor: Olor de pescaito frito.

Su densidad emana ambiciosa desde los cercanos baretos del

escaso paseo marítimo. La rabia substituye rápidamente a la

sorpresa. Necesitaba el mar, la inmensidad; no el pescaíto frito.

Pero no libera la frustración de las nuevas traiciones que

acechan... Ahí está el gato pardo... Sombra ladrona de sombras

que se me cuela por la trastienda de la vista aprovechándose

de mi profunda confusión y de mi, no menos, profunda

inspiración.

Ya nada puedo hacer para volver atrás. Se me ha metido

dentro. Muy dentro... Y siento como sus pelos se expanden

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como textiles espaguetis a medida que recorren las venas

pulmonares e impiden progresivamente el flujo del aire. “Que

muerte tan estúpida”, me digo. Asfixiado por pelo de gato.

Espaguetis de gato. No quiero morir así...

No, no quiero... y por eso será mejor que cambie de

pensamiento y vuelva al tema inicial... El frescor marino, la

mirada abierta a la noche, la huída inevitable de las

preocupaciones... De nuevo la desnudez del ser...

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