Entre cejas

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  • 8/19/2019 Entre cejas

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    MENDOZA. SÁBADO 3 DE OCTUBRE DE 2015CulturaE8

    ANA

    COVICH

    Se sentó en la oscuridad, solo, siempre

    solo, a esperar que el invierno pasara.

    No el invierno real, este aún no llega-

    ba, sino el invierno que el mecía cada

    día dentro de sí. Esperaba, constante-

    mente, quién sabe qué, quizá que una

    noche de ese invierno un viajero lo des-

    pojara de tanto hielo, quizá que la os-

    curidad de una vez se espesara y lo de-

     jara en paz, con tacto, sabor y mentol.

    Pero no, los deseos del hombre nunca

    fueron realidad, sólo meros sueños de

    inocencia -así se decía cuando las es-talactitas lo invadían, así se decía y así

    lo creía.

    Joven, demasiado joven para tener

    los brazos por el suelo, los ojos claros

    muertos y el corazón marchito. Joven,

    sí, y también renegado de la vida.

    ¿Cuántas veces le había dicho que me-

     jor era morir? ¿Cuántas? No entendía,

    no, todavía sonreía cuando se acerca-

    ban. A veces la odiaba, su risa, su ca-

    lor, ese cuerpo que pedía por él. Todo

    ese fuego lo abrumaba, se la había di-

    cho, y ella, toda sonrisa y sueños -ton-

    ta-, había sentenciado que él no tenía

    derecho sobre nada, básicamente, eso

    le había dicho, y si quería podía insis-

    tir con su presencia. Otra soñadora la-tente, pero él ya no quería sueños, ni

    calor ni nada. Sí, si quería algo, dejar

    de sentir eso, la nada misma que lo con-

    gelaba.

    El tiempo, eso que nadie sabía có-

    mo medir o si era medible, se escurría

    como arena entre sus dedos, amonto-

    nándose a su alrededor, queriendo cu-

    brirlo, tal vez hasta sofocarlo. Ojalá eso

    sucediera, pensó, ojalá el tiempo lo acu-

    nara dentro de una duna y se lo lleva-

    ra de allí.

    Nada, nada, nada y mil veces nada

    pasaba. ¿Era su vida un montón de eso?

    Había existido un él anterior, quizá ha-

    bía sido feliz. Conservaba la sonrisa

    pero la ironía era su marca y nada más,

    sabía que sus ojos lo decían, eran elmaldito eco de sí, ese del cual no podía

    escapar y ella lo veía, o sí, y por eso era

    detestable. Los ojos claros no deberían

    ser tan vivos, pensó. Imposible res-

    guardarse de los ojos de tormenta, ¿re-

    almente cambiaban?, pero lo más im-

    portante, ¿por qué lo veían?

    Le gustaba el invierno. Siempre ha-

    bía dicho a todo el que quisiera saberlo

    que era su estación favorita. El cuer-

    po frío por fuera, reverberando por

    dentro, siempre igual, constante, has-

    ta hoy. El frío era todo, el aire, su piel,

    sus ojos, su no-llanto y sus ganas de

    ser. Un inverno constante. “El frío pue-

    de matar también”, ¿por qué le dijo

    eso?, ¿por qué le importaba? Maldita,esa mujer estaba maldita y no lo deja-

    ba, incluso en su invierno aparecía,

    como escarcha intermitente que se po-

    sa sobre la ropa y humedece los hue-

    sos. Era diferente su frío, sabía a río

    y monte, él era de río pero con la mar-

    ca de la ciudad, recordaba haberle di-

    cho que nunca había nada realmente

    en su río y ella se había reído y lo ha-

    bía llamado inocente, creerse de agua

    y jugar con fuego, algo así le había di-

    cho. No lo recordaba, sus palabras le

    huían o mejor dicho, a sus palabras

    las sepultaba tan hondo como podía,

    ella no debía entrar en él. No. No. No

    otra vez.

    ¿Por qué lo buscaba aún? Tantosporque que le despertaba, ¿por qué?

    Ella no era nadie, nadie para él, otra

    más que había sido una tibia brasa en

    su cama -¿tibia?-, pero no lo aceptaba,

    insistía en verlo, hablarle e incluso,…

    abrazarlo. Era un maldito enigma que

    no quería cerca pero no se iba. Era la

    maldita hoja de otoño que no deja al

    árbol, no se muere y queda pendiendo

    de un hilo de vida. El era ese árbol, ella

    la hoja y su historia una histeria que

    no pasaba.

    Hacía más frío, ¿en el aire?, no, en

    su cuerpo. La nada le susurraba que

    debía despedirse, de nadie en realidad,

    era una forma de reírse de él, pero tan

    iluso era que no lo sabía. Pensó largoy tendido, podría despedirse sin que

    nadie se diera cuenta de lo que hacía.

    Solamente debía evitar verla o que ella

    leyera sus ojos, entonces escaparía de

    una vez y se dormiría entre la nieve

    para siempre.

    Sí, casi sonrió, como si esa idea fue-

    ra suya y no de la abulia misma. No po-

    día decirse que el tiempo hubiera pa-

    sado, si lo había hecho en línea recta

    o circularmente no era su problema,

    sólo ella habla de eso, ¿por qué? “El

    tiempo no existe”, “abriste una puer-

    ta, quisiste cerrarla y me colé por la

    ventana”, “no voy a dejar que me di-

    gas que no”. ¿Cuántas cosas le había

    dicho ese día? No impy de alguna forma…

    Podía pensarlo un p

    era otoño en la vida rea

    to, de eso estaba segu

    llaron enfermizos, la p

    te ganaba paso-, la de

    mada.

    Ella ya lo sabía. Lo

    mo a un libro y por e

     jarlo ya nunca más. Er

    una lucha constante e

    embarcado. Por él, po

    Por todos. Los leería

    plemente era la prim

    gran libro. Una histor

    manidad.

    Entrecejas

    aguante la ficción