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ENTRE EL UPANO Y LOS ANDES CRÓNICAS ZOILA LUZ CAZAR NOBOA

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ENTRE EL UPANO Y LOS ANDESCRÓNICAS

ZOILA LUZ CAZAR NOBOA

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PROEMIODesbrozando la fronda enmarañada del tiempo

aparece íntegro el recuerdo de Zoila Luz, para, en plena armonía con su nombre, encender los sentidos del lector a través de su palabra, empeñada en el relato de singulares anécdotas vivenciadas en los años de infancia; tal como la autora lo menciona: “los hechos sucedidos en la infancia. Se hacen conscientes en la madurez de la vida”.

Ella, de manera rotunda, testifi ca una época en la cual predominan, por encima de todas las cosas, ‘valores y afectos’; el respeto hacia las normas estatuidas para la convivencia familiar y social; el buen trato, la autenticidad, la certeza de saberse y sentirse parte de la naturaleza, en el indescifrable milagro de la vida. Por ello, deja entrever absoluta naturalidad en el comportamiento de los personajes de su relato, más aún, imprime en ellos una dosis de ingenuidad, credulidad o confi anza, no obstante es notoria la sumisión de Sabina, la madre, hacia Javier y sus afanosos proyectos, quien jamás deja de ser la cabeza del hogar ‘Cazar Noboa’; ellos, convencidos de que en la zona oriental encontrarían un futuro mejor, emprenden una larga travesía que, por diferentes circunstancias, fi naliza en Chiguaza, lugar que se convirtiera en su segunda morada.

Zoila Luz, democráticamente comparte sus querencias, anhelos, vehementes afanes, como el de encontrar a Cumandá, protagonista de la novela del mismo nombre, escrita por Juan León Mera. Nos traslada por aquellas rutas provistas de sendos obstáculos, nos señala incomparables parajes provistos de magnánima hermosura. Algún momento, inclusive, nos permite ser parte de aquella tropa de aventureros con los cuales compartiríamos su

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autoridades seccionales, el cura, los misioneros, ocupando todos un sitial preponderante, en este cofre de 40 compartimentos, entre los que sobresalen:

LA LLEGADA A LAS PUERTAS DEL ORIENTE, donde la autora describe el inicio de la expectante travesía desde la sierra central hacia el Oriente, “por una carretera de segundo orden, con el riesgo inminente de salirse de la vía e ir a parar en los abismos rocosos, el bus avanzaba serpenteando las curvas… por pendientes que daban al río Chambo hasta unirse con el Patate para formar el Pastaza”.

LA ENTRADA A LA SELVA DESDE LA SHELL, en él, la autora nos pone en contacto con la espesura de los bosques nativos, reafi rmándonos que “en medio de la emoción, la molestia incesante de la lluvia, que no paraba ni un minuto… el temor de encontrarse con una serpiente u otra alimaña que les asuste” fulguraba la consigna de alcanzar el destino fi nal, para cuya obstinación la propia naturaleza los propinaba aquella fuerza interior.

Al igual que en los anteriores, en EL PASO DEL SOBERBIO PASTAZA, nos encontramos con los chiquillos Cazar Noboa, agobiados por el cansancio, ofreciendo a la naturaleza como tributo, sus deshechos atuendos, los cuales de a poco iban siendo carcomidos por la inclemencia del tiempo y la permanencia en sus cuerpos; en este compartimento, la autora nos dice: “Agotados, sudando como tapa de olla… más o menos a las cinco de la tarde… arribaron a una ancha playa llena de piedras, descomunales rocas y arena…, era el lecho del río Pastaza. Si antes lo habían visto… abriéndose paso como una gran serpiente, en ese momento se encontraban frente a frente…, con su estremecedor espectáculo.

‘vianda’, para luego continuar el trayecto acompañados por el aroma de las fl ores silvestres, el fragor de las cascadas vírgenes, el tropel de los pájaros en fi rmes desbandadas, la espesura de la selva con su impostura pertinaz e indescifrables encantos.

Si la literatura nos permite una visión amplia del mundo, precisamente, uno de los rasgos de esta narración tiene que ver con la reconstrucción de la realidad, con ese toque de autenticidad lograda a base de una descripción nítida, honesta, sencilla; no como mero refl ejo de los hechos, más bien, con el valor agregado del sentimiento que aparece para justifi car la presencia de lágrimas, sonrisas, añoranzas y retornos.

La autora, en su mundo, perece haber transitado no solo por la senda del Upano; ella además ha frecuentado la senda de lo fantástico, de lo maravilloso, edifi cando su relato con aquellos retazos de su propia cosmovisión y la de su familia, concibiendo así un escenario envuelto en fábulas, mitos, creencias y misterios, que por un instante nos recuerdan ciertos pasajes de la obra Cien años de soledad, del gran escritor García Márquez, donde se detalla el éxodo de los Buendía, su asentamiento, fundación y aporte a la población de Macondo; la llegada de los gitanos, del mercader, muy parecido al comerciante de esta historia; la convivencia entre indígenas y colonos; la destrucción ecológica causada por las grandes madereras o petroleras, etc.

Zoila Luz, además, involucra una amplia gama de interlocutores: la madre, el padre, las niñas, los niños; el abuelo, la tía, los vecinos; más adelante entran en escena colonos y nativos, el brujo, la bruja, la comadrona, las

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CACEPO, UN VIEJO GUERRERO RETIRADO, no podía faltar este simbólico personaje para dar fe de nuestras creencias en lo oculto, inexplicable; en el ultramundo. “Estaba solo, sentado en un camastro hecho de guaduas partidas, bebiendo chicha de yuca… Era el guerrero llamado Cacepo… Aquel hombre de cara risueña, actitud pacífi ca y benevolente, era el responsable de muchas muertes, entre ellas, la de jefes guerreros cuyas cabezas las había convertido en tzantzas”.

LA VALIJA DEL CORREO, De hecho, en aquel entonces, el acceso a la comunicación era bastante limitado, tanto por la falta de vías, cuanto por el incipiente desarrollo tecnológico, para muchos, la única manera de comunicarse era a través de las cartas trasladadas en medio de interminables periplos. “El correo llegaba cada dos o tres meses, transportado en la espalda de cargueros contratados por las autoridades seccionales. En esta carga no solo llegaban cartas, periódicos desactualizados, revistas y otros documentos, sino también los sueldos de los empleados públicos, así: del Teniente Político, del Secretario, del Policía, del Profesor y de los Tamberos”.

EL VALOR DE LA SAL, generalmente asimilamos el valor de las cosas cuando las perdemos, o cuando escasean. Asintamos, en breves rasgos, lo que ocurre en este relato, respecto de esta tan común, empero indispensable sustancia para la vida: “En estas tierras, era más cotizada que el oro… Los comerciantes no la vendían pues ésta se derretía durante el largo viaje, por la humedad a la que estaban expuestos sus productos…Los nativos… se trasladaban para procesarla en unas minas que sólo ellos conocían a la cual llamaban Miasal… se encontraban muy lejos, en una selva espesa y de difícil acceso, debiendo para

En, EL CRISTALINO Y GENEROSO PALORA, la escritora nos dispensa su emoción efusiva al toparse con aquel límpido caudal que, en unción afectuosa, convidaba su frescura y mansedumbre: “Lucha y sus hermanos miraban el río, expectantes, con la boca y los ojos bien abiertos, ella preguntó al padre, -¿realmente existe este río o estoy soñando?-, ¿dónde estamos?, en el ajetreo por buscar quien pase la canoa, el padre no dio respuesta alguna a sus preguntas. De inmediato afl oró a la memoria, el feroz Pastaza para hacer comparaciones entre su caudal y turbulencia, con las aguas cristalinas de aquel que contemplaba”.

CHIGUAZA, UN PUEBLITO OLVIDADO DE LA CIVILACIÓN, Se trataba de un pueblo pequeño, casi olvidado por el resto del mundo, al estar situado en aquella lejana región oriental que para entonces se mantenía en relego, veamos lo que nos dice la autora: “El caserío, en medio de la enmarañada selva, había acogido a un grupo minúsculo de colonos que vivían anquilosados en sus costumbres y creencias. Suspendidos en el tiempo desde algunas décadas atrás, posiblemente fueron los descendientes de los ambiciosos españoles quienes incursionaron en esas tierras, en busca de “El Dorado”. Contaba con cinco casas; tres de ellas, pertenecían a colonos; una, para la Tenencia Política y; otra, para la Escuela”.

LA ERUPCIÓN DEL VOLCÁN SANGAY, “El Volcán Sangay había despertado de su letargo, lanzando estrepitosos rugidos, como fi era enjaulada; rocas incandescentes acompañadas de lenguas de fuego, querían llegar al cielo, para luego caer y esconderse en aquella alfombra verde que impasible recibía en sus entrañas aquellos tizones brillantes”.

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lector, seduciéndolo y aproximándolo a las lágrimas. Me atrevería a decir que este es el cenit de la narración, pues, los elementos de la naturaleza son prolijamente descritos, traídos a propósito de este relato, con toda su fuerza arrolladora, compeliendo la pequeña vida de la autora y de sus acompañantes, saturando los sentidos, atiborrándolos de emociones diversas, obligándolos a paladear la tristeza, auscultar el golpeteo del llanto o la procesión de la lluvia acaecida en torrentes; la voracidad del frío taladrando la osamenta, o la turgencia del sol y la persistencia del viento. Sin dejar de reeditar la sinfonía del hambre que obliga reconocernos como simples mortales, diestros para transmutar la angustia en esperanza o para, forzando el pensamiento, regresar hacia lo bueno, hacia bello, simplemente… para continuar ‘superviviendo’.

“Fue la algarabía, las mujeres de la casa se movían a diestra y siniestra para ver a los recién llegados, especialmente a los nativos salvajes y a la pequeña niña que apenas se distinguía de entre ellos, por no llevar plumas ni collares, sino una vestimenta muy sencilla, ya raída; estaba descalza, con el cabello suelto y enmarañado. Sacaban los ojos al escuchar la narración del Teniente Político quien detallaba las peripecias que debieron pasar para llegar, por aquella ruta, e informar que era factible realizar la carretera: Macas – Chiguaza – Huamboya – Alao - Licto - Riobamba, a este Sr. Gallegos que era el más interesado; aunque los pioneros hayan salido en condiciones físicas y psicológicas por demás deplorables. Con la rimbombancia de los gamonales megalómanos, convocó a la prensa para informar del proyecto, tomaron fotos, una de ellas salió publicada en el diario “EL COMERCIO”, recalcando en la información que, una niña de once años, acompañó al grupo. Esa fue el único recibimiento: ni un sorbo de agua o

ello caminar algunos días, y pernoctar allí para secarla a fuego en recipientes de barro”.

EL ACEITE DE TAYO, diversas historias, cuentos, mitos y leyendas se han desarrollado alrededor de estas enigmáticas aves quienes subyacían en ciertas cuevas localizadas en la región oriental. Presencia para muchos, conocida; empero, desconocida en cuanto a cierta utilidad, veamos: “decían que los tayos eran unas aves que vivían en unas cuevas obscuras cercanas a un río caudaloso y que su población era muy grande. Al nacer las crías, los padres las alimentaban… a tal punto que, mientras permanecían en los nidos semejaban una bola de grasa. Los aborígenes las mataban…luego las cocían hasta obtener el apetecido aceite”.

LAS FIESTAS PATRIAS, El fervor cívico existente en esa época, carecía de fronteras, ni aún en aquellos lejanos parajes, donde también se celebraban acontecimientos de interés nacional, por ello, entonando las sagradas notas de nuestro Himno, se renovaban las promesas y fervores patrios. “Además de la comilona, el programa incluía una somera explicación acerca de lo sucedido el 10 de Agosto de 1809, en Quito, lugar ignoto para la gran mayoría de colonos… Javier explicaba datos históricos y el Teniente Político, hablaba de la fundación de Chiguaza ocurrida también un 10 de Agosto de 1945… Se concluían las intervenciones con los gritos… ¡VIVA EL ECUADOR!, ¡VIVA CHIGUAZA!, ¡VIVA EL 10 DE AGOSTO! Todos prometían solemnemente defender a la Patria a costa de sus propias vidas y, así mismo, defender a Chiguaza.

EL RETORNO DE ZOILA LUZ A LA CIUDAD, Esta parte del relato, logra un efecto de conmoción en el

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“Los hechos sucedidos en la infancia.

Se hacen conscientes en la madurez de la vida”

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bocado para aplacar el hambre, la sed ¡Qué diferencia entre ellos y los indígenas serranos o la gente de los pueblos por donde pasaron!”

Ciertamente, el volver sobre los lugares ocupados tiempos ha, y encontrarlos ataviados con los embozos del ‘desarrollo’, en algunas ocasiones, causa cierto desasosiego en el alma. Entonces entendemos que tan sólo en el interior de las personas, en sus recuerdos, hay espacios para la inmortalidad.

Finalmente, felicito a la autora por el empeño consagrado a la construcción y reconstrucción del memorial impreso en este libro, cuya lectura recomiendo, no sólo por tratarse de una encantadora muestra literaria; además, porque revela valiosos datos histórico-geográfi cos, y referencias antropológicas, que se convierten en un signifi cativo aporte para el conocimiento de nuestra cultura e identidad.

Dra. Jacqueline Costales Terán

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GANADOR DEL TERCER PREMIO EN EL CONCURSO NACIONAL DE NARRATIVA DE LA AMAZONÍA, CONVOCADO POR EL CONSEJO PROVINCIAL DE MORONA SANTIAGO EL 24 DE SETIEMBRE DEL 2006.

JURADO: Dr. Raúl Pérez Torres.

Antonio Correa Losada.

Patricio Viteri Paredes.

“Criterio y recomendaciones: Es un registro importante de la memoria colectiva de esta región amazónica y una crónica que tiene el valor testimonial y antropológico de registrar el esfuerzo y coraje de las primeras familias originarias de Riobamba, que se aventuraron en la primera mitad del siglo XX por el Oriente ecuatoriano”.

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DEDICATORIA

Al maravilloso ser humano, que me regaló la vida, maestro, guía y consejero que me incentivo a escribir estas crónicas, JUAN CARLOS MORETA CAZAR, mi hijo y que se marchó a continuar iluminando a los que nos quedamos en la Tierra.

A mi esposo, Jacobo Moretaque se maravilló al conocer la infancia vivida por la autora, sacando a fl ote sus sentimientos de solidaridad y comprensión.

A mis Padres que fueron los gestores de esta aventura, especialmente a esa mujer extraordinaria, mi madre, que forjó en mí el carácter, con su fortaleza, sus virtudes y su ejemplo.

A mis hermanos que compartieron la vida, experiencias y la esperanza de días mejores. Especialmente a Sixto, Nelson y José Joaquín, que partieron de este mundo.

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“La vida no da la opción de escoger a los padres.

Pero si la sabiduría y mérito para saber seleccionar

Y cosechar sus mejores frutos”

ZOILA LUZ CAZAR

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UNA PECULIAR FAMILIA

Se había quedado profundamente dormida, sobre la rústica mesa de comedor, por el cansancio y la agitación del día y después de la merienda que en algo mitigó el hambre de ella y sus hermanos. Abrió apenas los ojos para escuchar al padre que continuaba con el relato de la novela “Cumandá” de Juan León Mera, iniciado dos días atrás. A los cinco hijos de Javier, les fascinaba que su progenitor les leyera o les contara sobre las obras literarias conocidas por él en su juventud y en sus estudios de bachillerato. Zoila Luz, era la quinta hija del matrimonio; en su modorra, escuchaba la lectura y asumía que vivía esos momentos, se encontraba en la selva virgen, vadeando un río llamado Palora, se veía frente a frente con la hermosa Cumandá, la protagonista de la Novela; hasta escuchaba el ruido del agua, surcado por la canoa, conducida a remos, por los fuertes brazos de los hermanos de la bella muchacha. Cortó esta visión, el abrazo de su madre que muy suavemente le levantó y acomodó en el catre que compartía con su hermana menor.

Los rayos del sol, atravesando una pequeña ventana que daba a la calle, anunciaban el inicio de un nuevo día, estaba amaneciendo y debía asistir a la escuela de niñas, “Magdalena Dávalos”, se encontraba en tercer grado, ese día no cumplió con los deberes escolares, porque en pocas fechas interrumpiría sus estudios, su padre los retiraría a todos sus vástagos de sus respectivos planteles, por un viaje que iban a realizar al Oriente Ecuatoriano.

Desde que se mencionó en la familia este viaje, los niños no dejaban de soñar con las aventuras que iban a

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la madre optó por hilar la fi bra de cabuya. Era un trabajo agotador y lo realizaba en la noche, cuando todos dormían, alumbrada por un foco de 25 bujías que parecía vela mortuoria, movía con destreza sus dedos para girar el uso con su mano derecha mientras con la izquierda halaba la fi bra sujetada en un envoltorio a un madero. Javier le ayudaba a enrollar estos hilos en madejas. Los sábados salían a vender en la feria y con su utilidad llevaba los alimentos que duraban como mucho cuatro días aproximadamente. Estas fi bras servían para la confección de costales, hamacas u otros aperos.

Sixto Gonzalo, el primero de los hijos tenía catorce años, había terminado el sexto grado e ingresado a primer curso del Colegio Salesiano, conjuntamente con José Joaquín, quien le seguía en edad con un año de diferencia. Sixto se retiró de los estudios, por la situación económica precaria y se dedicó a jugar fútbol en la calle, este deporte era su pasión, a tal punto que la madre sin comprender su talento y afi ción por este juego, amenazaba con dejarle sin zapatos y que ande descalzo, ya que el juego le hacía consumir en un santiamén el calzado no apto para este deporte.

Para no pasar de vago, se dedicó a trabajar en los mercados, ayudando en el cobro de tasas por la venta de semovientes y recibiendo un pequeño porcentaje. Aportaba a los gastos de la casa una cantidad y otra servía para sus ínfi mos gastos personales. Preocupada por la situación de su hijo, la madre pidió al abuelo que le ayude en la compra de un telégrafo manual, de segunda mano, que serviría para que él aprendiera esta profesión. Un primo que trabajaba en los ferrocarriles como telegrafi sta iba a enseñarle en las tardes, este tipo de comunicación, para emplearlo en

disfrutar y solían pedir a su padre que les relate historias de sucesos acaecidos en la selva, es así como él les leyó el libro: “Los Cazadores de Cabezas” de Emilio Salgari. Los efectos que producían estos relatos y lecturas, en los hijos de Javier, eran por demás impresionantes a tal punto que no veían el momento de estar inmersos en la selva, correteando detrás de monos, persiguiendo un tigre o escondiéndose de los salvajes para no ser capturados, comidos o degollados.

La familia Cazar Noboa, compuesta por los dos progenitores, cuatro hijos varones y tres mujeres, para la década de los cuarenta, vivía en Riobamba, en una casa de adobe, muy antigua, adquirida por el padre, estaba situada a la vuelta de la esquina de donde vivía el padre de Javier, único abuelo paterno para los siete hijos de esta pareja.

Zoila Luz, contaba con nueve años, la primera de las hijas mujeres, después de los cuatro varones, solía ir las tardes, después de salir de la escuela a visitar a su abuelo quien vivía solo, llevaba consigo a su hermana Dilma de cuatro años. Allí se servían el cafecito preparado por ella y el pancito que le enviaba a comprar él, después retornaba a la casa para ayudar a su madre en la preparación de la merienda u otros menesteres. Por ser la hija mayor, de entre las mujeres, asumió desde temprana edad, roles de ayudar a criar a sus hermanas, en la protección, y alimentación, so pena de recibir una reprimenda o castigo si algo les pasaba a una de ellas. La más pequeña, llamada Ligia, tenía ocho meses y aún lactaba el seno materno, a ella debía cargarla en sus espaldas mientras su madre realizaba otras labores como cocinar, coser los agujeros de la ropa, zurcir medias, lavar y planchar, tareas que nunca se terminaban dado el numeroso grupo familiar. Además para poder contribuir al paupérrimo ingreso económico y sustento de la familia,

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está buscando, atisbando lo que debía y no debía, era el informante de la familia, por él se conocía lo que sucedía en el barrio.

Los dos hermanos menores, igualmente, hicieron conciencia de la precaria situación económica de la familia y, a su corta edad, iban a trabajar los días sábados, embarcando o desembarcando ladrillos, donde un camionero que vivía cerca de la familia; lo poco que ganaban entregaban a la madre para incrementar la canasta familiar, con lo cual se sentían importantes.

Durante los fi nes de semana, o en las vacaciones, la madre con sus hijos, iban a pasear por las riberas del río Chibunga, el cual, al parecer, se encontraba en el confín de la ciudad, regando los hermosos valles y bosques de eucaliptos; este manantial de aguas claras, calentadas por el sol, brindaba el regocijo a los niños, quienes, inmersos en sus pequeñas pozas, trataban de nadar armando el consabido alboroto. Al fi nal, ya calados por el frío en el cuerpo y en el alma, regresaban a casa, emulando a los saltamontes o desafi ando a la arena caliente, dando brincos entre mata y mata, como en concurso de salto largo.

Zoila Luz, más conocida con el apodo de Lucha, visitaba con mucha frecuencia a su tía Esther; única hermana de su padre por la línea paterna. Su familia contaba con un buen patrimonio económico. Su esposo llamado Luis Costales, con la astucia de un empresario agrícola nato�, acrecentó la herencia de cada uno. Javier tenía discrepancias con su hermana, la diferencia económica los separaba, pero también la conducta irresponsable de él, que había dilapidado todo lo recibido de su madre después de su fallecimiento, en jaranas y borracheras que le llevaron a

alguna plaza de esta Empresa. Al aprendiz no le interesó esta profesión, se despedía el instructor, dejándole tarea para que continúe con las lecciones, y por las mismas, el alumno estaba saliendo a la calle a jugar su fútbol.

José Joaquín, no era nada deportista, él se dedicaba a los estudios y trataba de ocultar la pobreza, ante los compañeros del colegio o vecinos del barrio, demostrando un carácter introvertido y conducta orgullosa. Una ocasión que salió a la plaza de rastro a ayudar en los cobros a Sixto, tuvo tanta mala suerte que una res le había pisado en el pié, lo que motivó una infl amación que fue curada por la madre con cataplasmas y medicinas caseras. No regresó más a estas labores y tampoco salía a la calle ni a conversar con los niños del barrio, quienes también tenían situaciones similares a las de la familia, Cazar.

Nelson Estuardo y Ciro Gilberto, así se llamaban los dos menores, el uno de doce y el otro de once años, ellos cursaban el quinto grado en la escuela Nicanor Larrea, a pesar de las penurias y las falencias del hogar, eran buenos estudiantes, especialmente Nelson de cuya responsabilidad y dedicación se benefi ciaba Ciro, él era el pensador de la familia, muy callado, un tanto indolente, no hacía comentarios a no ser que fueran necesarios, no elucubraba ni se adelantaba a dar conceptos, era muy tranquilo, nada bochinchero; todo lo contrario de Ciro, que buscaba camorra hasta por el vuelo de una mosca.

Ciro era el alborotado, peleaba y discutía con niños mayores que él, en ocasiones retándoles a trompones, sin considerar su desventaja, no estaba tranquilo ni un minuto, por esta razón su padre le puso el apodo de Chaguí, nombre de un pajarito del Paraná quien nunca está quieto, siempre

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sabiduría especial para proteger a sus crías, claro que, en el camino de la maternidad perdió a cinco hijas pequeñas, en el período de destete; pero en total, fue madre de once.

Y por último, Javier, el progenitor, también de pequeña estatura, más moreno que blanco, cabellos muy fi nos y rizados, ojos negros y grandes, protegidos por la sombra del ala del sombrero de moda que le daba un aire de misterio. Se casó con la mujer que le consiguió su padre, quien creyó que después del matrimonio, bajo el peso de la responsabilidad marital y paterna, cambiaría su adicción a la bebida y al tabaco. Creencia por demás equivocada, cuando él ante sus hijos mencionaba que habría de morir con un vaso de cerveza, una taza de café al lado y un cigarrillo en la boca; esto último si cumplió. Él como todos los hombres, aportó con sus células germinales para que su mujer entregue al mundo once vástagos, cumpliendo los preceptos de la religión católica de que la pareja debía tener los hijos que Dios mande. Muy inteligente e ilustrado, estudio en el único Colegio Católico de los Jesuitas en Riobamba, hasta el cuarto curso de bachillerato, abandonando los estudios en los comienzos del quinto año, por diferencias con su padre. Él le había mencionado que al culminar los estudios secundarios debía trasladarse a Quito a estudiar leyes; como sus primos. A Javier le había entrado el deseo de ser médico. Tomó como pretexto este desacuerdo para ir a divertirse en Guayaquil con el dinero de la venta de los libros y de la pensión no pagada. Regresó al hogar paterno como el hijo pródigo. Después de esa aventura, su vida fue un constante homenaje a Baco.

A esta pareja, los traviesos genes, llegaron con las recónditas raíces de sus antepasados, entregando una camada bastante especial, pues Sixto, era ‘el negrito’, ñato,

quedarse pobre; siendo aún soltero. Mantuvo estas mismas condiciones después de casado; arrastrando a su familia a una situación paupérrima. Esther, que demostraba cierta piedad y conmiseración por la sobrina pobre, obsequiaba los productos cosechados de sus haciendas, para ayudar a familia en la economía del hogar.

Shabica (mote de Sabina), era de estatura pequeña, más bien delgada, muy hermosa. Su frondosa mata de cabellos negros, gruesos y muy largos los peinaba en un moño tipo reina Isabel, su piel muy blanca y facies melancólica, era afi rmada por sus pequeños ojos cafés, hundidos en sus cuencas orbitarias, que le daban una actitud de seriedad y rectitud. Como ya se mencionó, a más de cargar con el peso de las tareas del hogar, contribuía a los pocos ingresos para los alimentos con un trabajo muy típico que realizaban las mujeres campesinas de aquella época. Hilaba con destreza inigualable la lana de borrego. Se había casado con Javier a la edad de veinte años, cuando él tenía treinta y cinco. Presionada por su hermano, con quien vivió desde que tenía catorce, en que se quedó huérfana de su madre. Conoció a su marido el día del matrimonio, por tanto ignoraba por completo, las virtudes y defectos de él; hasta cuando convivió y asomó la descendencia, demasiado tarde para volverse atrás, en aquel tiempo de esclavitud femenina. Cursó la escuela hasta cuarto grado; su anhelo había sido ser monja de la caridad pero su situación económica no le ayudó en nada para cumplir este sueño. Por ese tiempo para que le reciban en un convento, la familia debía pagar una fortuna como dote, este era tan solo un privilegio para la élite económica. A pesar de su escasa preparación y conocimiento de la vida, o de cómo subsistir en la pobreza con una cantidad de bocas hambrientas que alimentar, como la mayoría de madres, nació dotada de una

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El fi n de año era diferente, porque todos los amigos del barrio, armaban el monigote para quemarlo en la esquina de la calle, iban a tomar ramas de algún árbol y le ubicaban bajo éstas en una silla prestada, los disfrazados de viudas, solicitaban a los transeúntes el aporte para quemar al viejo, el más poeta y creativo que generalmente era Sixto, elaboraba el testamento, erogando la más insólita de las herencias a los vecinos, especialmente a los tenderos que se habían portado mal con los niños del barrio, por ejemplo no devolverles o destruirles sus pelotas de trapo, hacerse los olvidadizos y no entregar el vuelto, causa de castigo de sus padres. Al fi nal se repartían las utilidades muy equitativamente.

Esa Navidad y fi n de año 1948, fueron los últimos que toda la familia pasó en la ciudad. Después de algunos años en que regresaron, ya la infancia de sus hijos se había despedido para dar paso a otras etapas de la vida.

cabello rizado, conjuntamente con Dilma; José Joaquín, Ciro y Zoila Luz, eran los morenos, más blanquitos que negros y con el cabello, negro y lacio. Nelson Estuardo, Emilia, (fallecida a los cuatro años) y Ligia Esther eran los blanquitos, cabellos rizados y un tanto rubios, ojos claros de un color ambarino. Nelson tenía los ojos azules y el cabello muy rubio. Por sus características que llamaba la atención de los mirones, era el consentido de su madre

A más de la herencia genética, los padres entregaron a sus hijos las herramientas necesarias para avanzar en la vida con dignidad en la pobreza, el amor a la lectura y al conocimiento, la honradez por sobre todas las condiciones y la verdad ante las iniquidades. A pesar de la precaria situación económica, no arguyeron ésta como causa, para caer en la mendicidad callejera ni en la rapacidad. En esa década aún no se había ofi cializado la mendicidad con la entrega de bonos de la pobreza, solidaridad o dignidad.

Estaba por concluirse el año 1948, llegaba la Navidad, los niños sabían de esta celebración porque el padre reunía a la prole a rezar la novena, ante un rústico nacimiento que realizaba la madre, con réplicas del niño Dios, San José, la Virgen María, los Reyes Magos y los pastores, fi guras de barro adquiridas en la feria. Ubicadas bajo un improvisado techo de paja, en un rincón del dormitorio de la familia era el centro de la letanía cristiana. El último día, concluidos los rezos, agradecimientos y peticiones al Creador, los críos salían a la calle a observar las vitrinas llenas de juguetes, la gente que agitada caminaba con paquetes bajo el brazo, los pitos, serpentinas y papeles brillantes que adornaban los almacenes. Diversión de muchos niños de la ciudad en aquellos tiempos idos. Ellos en la escuela, antes del 24, recibían los caramelos y galletas.

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Para los niños, la expectativa de conocer la selva, observar a los animales salvajes, comer plátanos, tomando de los árboles con sus propias manos, les mantenía en una constante agitación que trastrocaron sus emociones y sueños. Esperaban con ansia e impaciencia que llegue el día de partir. A Zoila Luz se le había apoderado la idea de encontrar a Cumandá, conocerla personalmente y a sus hermanos nativos de esa zona; así como a Yaguarmaqui, navegando por el río Palora. En sus sueños, tenía estas visiones que ya eran una realidad más que una fantasía.

Las esmirriadas, esposa e hijas del gaznápiro huésped Estrella, regresaron a su arrabal, a los diez días de haber llegado a Riobamba y después de recibir grandes porciones de brebajes antiparasitarios. El amante de Baco, se quedó para realizar la travesía con la familia Cazar Noboa y a disfrutar de los bacanales con Javier, hasta que se cumpla la fecha de partida.

Con el dinero recibido de la casa prendada; la madre adquirió ropa, zapatos, costales, utensilios de cocina, y alimentos para el viaje. La preparación duró quince días. Los costales amarrados, con las pertenencias dentro, estaban listos, como listos y alborotados estaban los pequeños, en la creencia de que iban a un paraíso desconocido. El poder de la palabra, para los niños, es tan convincente, más aún cuando llega del progenitor, que ellos solo pensaban en salir de ese marasmo económico y social, para incursionar en un mejor escenario.

La noche anterior a la iniciación de la aventura, casi no durmieron, porque recibieron la visita de la familia materna y paterna que con llanto querían hacer desistir del viaje; argumentando que los niños no iban a resistir aquella

LOS PREPARATIVOS PARA EL VIAJE

En los comienzos de 1949, al padre de familia se le había metido en la cabeza que solo en el Oriente Ecuatoriano, cambiaría la situación, convenció a su esposa por segunda vez, para realizar el viaje con su familia a estas recónditas tierras, para lo cual empeñaron su casita, único patrimonio; retiraron a sus hijos de las escuelas y adquirieron la vestimenta y alimentos necesarios para esta insólita aventura.

Por coincidencia, llegó de visita un panzón, alcohólico, que había conocido a Javier en sus andanzas por tierras selváticas, cuando realizaba uno que otro trabajo remunerado, en la exploradora de petróleo “Shell Company”. Se habían conocido con este humano, en las gratuitas borracheras. Llegó con su fl aca y anémica esposa para hacerla curar de la fauna parasitaria asentada en su trayecto intestinal. Dos hijas en las mismas condiciones que a más de esta calamitosa salud, demostraban una conducta montaraz que asustaba a los citadinos niños. Este endino personaje, llamado Baudilio Estrella de origen Cuencano, pero que vivía desde hacía muchos años en Sucúa, persuadió al abúlico padre de familia, para que le compre unas tierras de sus predios, ubicados en ese Cantón, de la Provincia de Morona Santiago, cerca de Macas, pintándole un cuadro de maravillas y cosechas de toda clase de productos de clima cálido y hasta de arroz. No se habló más, el negocio estaba cerrado, irían por la vía Baños, Shell, Pastaza y Macas a esta región.

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Ya no se podía recuperar su ropa, así que se quedó con lo que estaba puesto, el abuelo ofreció comprarle otras mudas.

Llegó el destartalado vehículo y subieron presurosos a ubicarse cada uno en su respectivo asiento, después de unos minutos, arrancó, dejando a la pareja de abuelo y nieto que se despedían con las manos en alto, hasta perderse en el polvo que levantaba el vehículo y la distancia que ponía con su marcha. Era la primera vez que se separaban los hermanos. Sintieron una profunda tristeza al dejar al segundo de la camada, en el inicio de la aventura. La madre no dejó de derramar muchas lágrimas por aquella inusitada despedida. Los viajeros dejaban atrás, su historia, su miseria, sus amigos, su familia, pero no sus recuerdos.

descabellada aventura. El abuelo paterno, imploraba que se quedaba solo que extrañaría las visitas de su nieta Lucha y trataba de remover la consciencia y responsabilidad de su hijo para que renuncie a este éxodo. Nada conmovió la decisión del progenitor que a todo trance quería huir no solo de la miseria sino de la falta de su elixir que le transportaba al etéreo mundo del aturdimiento; cuando libaba. Este elixir existía en abundancia, así como el tabaco, en aquellas zonas, en donde no tenía costo alguno. Él sabía de esta bonanza en aquellos lugares. La emoción para los chiquillos era demasiado grande que alborotó su reloj biológico, eliminando por completo la necesidad de dormir, se amanecieron despiertos, hasta que los gallos, como siempre, con sus cantos, anunciaron el nuevo día. La más atareada era la madre que debía cargar a su última hija, y controlar que no quede nada de lo previsto para el viaje. Sixto ayudaba en las tareas, él, por ser el mayor de todos, era el apoyo de los padres, especialmente de la madre, en alivianar sus tareas. Con zapatos y ropa nueva iban a debutar en una aventura desconocida, extraña, expectante y codiciada. En un taxi, llegaron a la estación de salida de los carros para Baños.

Sentados sobre los petates, esperaban la llegada del transporte de turno, arribó desesperado el abuelo José Joaquín a informar que su hija Esther, pedía que le deje a Lucha, que ella le daría educación y le tendría como una más de sus hijas. Consultada la candidata, no acepto la proposición. Entonces cambió la petición y casi con lágrimas pidió que le deje un nieto con él para que le acompañe, que le cuidaría como a un hijo, el padre, preguntó a los varones, quien quería quedarse con el abuelo, a lo que alzó la mano José Joaquín, manifestando su deseo de acompañar al abuelo.

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termales naturales, salidas del volcán Tungurahua, las cuales estaban represadas en piscinas, que eran utilizadas por los enfermos para curar sus dolencias especialmente artríticas y por algunos turistas. No pudieron disfrutar de estas maravillosas aguas, por la hora y la llovizna.

Salieron a servirse alguna vianda y luego a dormir para continuar con el viaje. Los dos adultos del grupo, habían salido a buscar aventurillas, pero básicamente el licor que ya les hacía falta a sus habituadas células. Claro que el que inquietaba era el zoquete de Estrella y Javier que acolitaba estos placeres con mucha diligencia.

Debieron esperar en la mañana, hasta que aparezcan los dos beodos, aún bajo los efectos del licor, para continuar con el viaje a la Shell. Ellos se acomodaron al fi nal de los asientos del carro para dormir a sus anchas, aunque sus ronquidos se confundían con la música chichera; el olor que despedían sus pulmones, eran por demás reveladores, estaban eliminando el alcohol bebido en la noche.

Nuevamente el traqueteo en un bus de las mismas condiciones que el primero, la carretera empedrada serpenteando el borde de los riscos que había formado el río Pastaza, hace miles de años. Los riachuelos y cascadas que caían de las cimas aportaban a este caudal. El padre en un momento de lucidez, pidió al chofer que pare para bajar a orinar y aprovechó para enseñar a los chiquillos la cascada del Agoyán que caía a una altura impresionante, levantando una aureola de gotitas de agua a su alrededor, era un espectáculo fascinante, exacerbaba los sentidos y las emociones de los chiquillos, sacaban los ojos como queriendo inmortalizar la imagen en sus más recónditas neuronas cerebrales, sin embargo debieron terminar con la

LA LLEGADA A LAS PUERTAS DEL ORIENTE

Por una carretera de segundo orden, con el riesgo inminente de salirse de la vía e ir a parar en los abismos rocosos, el bus avanzaba serpenteando las curvas y traqueteando la carrocería de madera, por pendientes que daban al río Chambo hasta unirse con el Patate y formar el Pastaza. Al inicio, los niños disfrutaban de lo novedoso, aunque el paisaje ya lo conocían, árido, seco, polvoriento, con algunos árboles de eucalipto, cuyas raíces trataban de sostener las pendientes y las rocas que amagaban con deslizarse al camino. Se movían de un asiento a otro, para mirar por las ventanas, querían observar algo diferente, querían atrapar en su retina lo que hincaba su curiosidad. La madre llamaba la atención para que se tranquilicen. Sucumbió el primer mareado que fue Nelson, seguido en pocos minutos por los otros hermanos, el vómito y dolor de cabeza acompañó todo el viaje, hasta llegar a la meta de ese día, más muertos que vivos.

Arribaron a Baños aproximadamente a las cinco de la tarde, luego de seis horas de traqueteo inmisericorde, pernoctaron en una pensión de poco costo, la madre como siempre muy acuciosa, hizo amistad con la dueña de la posada y solicitó el fogón para preparar una tizana para sus mareados hijos. Después de beber la pócima, salieron a recorrer el pueblo, bajo una llovizna y neblina atorrante, que presentaba un paisaje lúgubre, triste que no dejaba ver los cerros circundantes de aquella oquedad. El padre les informó que en esa población disponían de aguas

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entregaba su cuerpo desnudo y amoratado, a kilómetros de distancia. Posteriormente y antes de que la isla desaparezca con una gran creciente, los reos ya no eran enviados a ese lugar a cumplir su condena.

El calor intolerable, hizo que los niños se quitaran sus sacos de lana para guardarlos en el costal auxiliar que la madre llevaba para estos casos. Resistieron el mareo, pues más fuerte era la curiosidad de atisbar el nuevo paisaje, diferente al serrano y retenerlo en su cerebro. Querían atrapar en sus pupilas todo lo que miraban, cual cámaras fotográfi cas; alborotados gritaban de felicidad, cada vez que pasaban cerca de una cascada o cuando el carro atravesaba un cristalino riachuelo.

Después de seis horas de este maravilloso viaje, aproximadamente a las cuatro de la tarde, arribaron a la Shell, principal campamento militar de todo el Oriente, base de operaciones de la Compañía Inglesa SHELL COMPAÑY, que ingresó a esta zona a explorar la existencia de petróleo. Cerraron los pozos y se fueron para regresar después de treinta años a extraerlo, en la dictadura Militar de la década de los setenta. El pueblo se circunscribía a pocas casas ubicadas en la única calle de paso al Puyo y tenía un solo hotel cuyo dueño era el esmeraldeño Ernesto Quiñones, amigo de Javier, allí pernoctó obligadamente la caravana, adquirieron la vianda y machetes para el viaje del día siguiente.

Llenaron sus estómagos vacíos, pues solo habían desayunado en Baños, entonces era almuerzo y merienda, pero muy abundante. Los borrachos estaban en el periodo de la resaca y pedían a gritos, líquido para reponer sus resecos riñones. Menos mal que esa noche ya no libaron, se

observación y subir al carro y continuar el viaje. A medida que avanzaban el progenitor iba explicando los nombres de las cascadas que refulgentes acompañadas por un día esplendoroso, caían en medio de la enmarañada vegetación al otro lado del río, una se llamaba ‘Inés María’, otra ‘El manto de la novia’, todas aportaban con su gran caudal al río Pastaza.

-Qué pena que hoy los niños y la juventud, ya no puedan disfrutar de este patrimonio acuífero natural, han desaparecido y están desapareciendo, unas por la mano del hombre, para dar paso al progreso y otras por efecto de la misma naturaleza, que produce los cambios que son necesarios cada cierto tiempo-.

Poco a poco la vegetación y la temperatura iban cambiando el entorno; árboles apiñados, verdes, en diferentes tonalidades, emulando ser una gran alfombra única, tejida por la naturaleza y por el tiempo. Algunas pequeñas cascadas caían directamente sobre la cubierta del carro como aquella llamada ‘Puerta del Cielo’. Luego, en estas áreas se construyeron túneles.

En el trayecto, cerca de la población de Mera, observaron una gran playa en la que el río se abría en dos ramales, dejando en el centro un bosque selvático de gran extensión. El padre les informó que esa isla era la Colonia Penal a donde enviaban a cumplir la condena a los reos que habían sido ajusticiados por la Ley. Muchos políticos también fueron a parar allá. Decía que de esa isla la gran mayoría no salía cumpliendo la pena, generalmente salían como cadáveres, ya que eran presas de las enfermedades, la picadura de víboras, el asesinato entre ellos o la deserción al río que los engullía como a cualquier pequeña criatura y

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LA ENTRADA A LA SELVA, DESDE LA SHELL

La generosa mañana les obsequió un brillante sol, se mudaron de ropa y tomaron un desayuno muy sostenido. El padre les reunió a todos para comentarles: -De aquí en adelante vamos a caminar, a cruzar ríos en canoas y a dormir en la selva, cuando nos sorprenda la noche, ya no tendremos la carretera afi rmada que construyó la Compañía Shell, para que ingrese la maquinaria y carros pesados-.

¿Era sueño o realidad?, pensó Lucha, voy a vivir la novela ¡qué emocionante!, pero, ¿dónde está el río Pastaza, las canoas, los remeros y la hermosa Cumandá?, ¿será que en algún momento la encontraré y podré hablar con ella?

Los niños que podían caminar, cargaron en sus espaldas la poca ropa que debían cambiarse durante el viaje, Sixto, a más de su ropa, cargó la vianda para ese día, la madre transportaba a Ligia, el padre a Dilma; Zoila no llevaba nada, bastante hacía con caminar. El gordo Estrella sudando como tapa de olla con una toalla en el pescuezo, colgaba sus aperos en la espalda. Se internaron en un camino de acémilas hacia lo desconocido, al paraíso perdido que se imaginaban, iban a descubrir y conquistar.

Entraron a una senda tortuosa, fangosa, acompañados de esa lluvia permanente que empapaba sus cuerpos; los frondosos árboles a la vera de esta improvisada senda, cubrían totalmente el cielo y con sus ramas en movimiento parecía que los iban a detener para siempre en aquel lugar. A su paso las aves revoloteaban sobre las copas

adormecieron como angelitos.

Acompañados por los ruidos extraños de la zona, todos durmieron a pierna suelta auspiciados por el cansancio y las emociones del viaje, ni siquiera sintieron la molestia de los mosquitos que picaban y sorbían esa sangre serrana.

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lugar donde se encontraban, se escuchaba el vuelo de las lechuzas en busca de roedores y reptiles que era lo que más abundaba en aquella zona.

La caravana se dispuso a descansar en la orilla de un arroyo que cantaba al unísono de las cigarras, en su interminable viaje para unirse con el soberbio Pastaza, pues estaban muy cerca de este río. Según los adultos conocedores de la selva, ese lugar era el más apropiado y seguro para pernoctar, en medio de la tupida jungla. Cuando Javier, Sixto y Braulio, se pusieron a construir un improvisado rancho, cortando palos y ramas, apareció la tentación de Eva, pero no trepada en el árbol de manzana y ofreciendo una de estas sabrosas frutas, sino arrastrándose por el suelo a gran velocidad, exhibiendo sus característicos colores, rojo y negro a manera de rayas cruzadas en su cuerpo. Esta inusitada aparición, asustó a Sabina, quien de un grito salió disparada del lugar llevando consigo a Dilma y a la pequeña Ligia. Zoila Luz no dejaba de fantasear y enseguida pensó “No hay duda, estamos en el Paraíso, porque en el catecismo el Padre Almeida, nos habló de la serpiente que se apareció a Eva para tentarla”. La mencionada serpiente que Javier identifi có como coral, muy venenosa, se escabullo de inmediato entre la espesura de la selva, antes de que le caiga un machetazo que acabe con su valiosa vida. Zoila Luz pensó para sí, “cuando regrese a le escuela en Riobamba y converse con mis amigas, no creerán que he visto una culebra”.

Dominados por el cansancio, el sueño y la conmoción de haber encontrado a aquella creatura de la selva, cayeron rendidos en la dura tierra a la que habían colocado hojas para evitar la picadura de hormigas y otros insectos. Sobre este rústico colchón y cubiertos por las frazadas que por

de los árboles, unas trinaban, otras graznaban y otras más alegres cantaban, anunciando a aquellos intrusos que esa era su morada y que allí se encontraban sus críos. Algunas levantaban el vuelo asustadas al ver aquella rara caravana internándose más en la selva, hacia donde el destino les depare. Por el follaje tan espeso, los viajeros no podían ver a estos singulares habitantes, aunque levantaban sus ojos curiosos. Escuchaban ruidos que para ellos eran totalmente desconocidos. De pronto, caía la rama de un árbol, una hoja grande o una fruta silvestre que el padre les incitaba a comer. Un tanto, amainando con ellas, el hambre y la fatiga.

En medio de la emoción, les molestaba la incesante lluvia que no paraba ni un minuto; con relámpagos, truenos y coléricos vientos que parecía iban a arrancar de raíz a los árboles, especialmente a las espigadas y frondas palmeras, que cual bailarinas de ballet, bamboleaban sus copas de un lado a otro, casi hasta topar el suelo. Todo era curiosidad y temor, pero al mismo tiempo novedad y excitación para aquellos rapazuelos ávidos de aventuras. De trecho en trecho descansaban sentados sobre los troncos caídos, ya para comer la vianda, ya para beber agua; para internarse un poco, fuera de la vista de los curiosos o para satisfacer sus necesidades fi siológicas, siempre con el temor de encontrarse con una serpiente u otra alimaña que les asuste.

La obscuridad llegó temprano en la selva, ya no se fi ltraban los rayos del sol pues eran impedidos por el tupido follaje, pronto comenzaría la noche. Se paralizó la vida diurna, la lluvia había disminuido, mejor dicho, había cesado totalmente, se iniciaban otros ruidos provenientes de insectos, aves, reptiles y animales nocturnos, tal como el padre les había informado. El croar de las ranas se hacía presente, informando a sus congéneres hembras, el

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RÉQUIEM POR LOS ZAPATOS

Sin engullir nada sólido, sino solamente agua tibia que hirvió la madre en una olla pequeña que llevaban fuera de los costales, continuaron con el traslado. El camino cada vez se hacía más fangoso y con agua empozada que difi cultaba la caminata. También debían cruzar por pequeños arroyos, que en ocasiones les llegaba hasta la cintura. Ante este rigor de la vía, los nuevos y citadinos zapatos, confeccionados para lucir en las adoquinadas calles de Riobamba, no resistieron este mal trato, este esfuerzo y cual bocas de sapo de abrieron entre la suela y el cuero, causando la hilaridad de los inocentes andantes que a pesar del cansancio agotador, el hambre y las magulladuras producidas por las caídas o roces con las ramas del camino, no perdían su buen humor infantil.

Para continuar con el viaje, el padre los amarró con fuertes bejucos que abundaban en aquel lugar, hasta que por el esfuerzo, por no ser confeccionados para este tipo de caminatas y condiciones, fenecieron defi nitivamente. La caravana tuvo que dejarlos en un lodazal hecho por el paso de los bueyes, que al enterrarse salió solo el pie vacío. Fue la primera pérdida de los artículos de la ciudad, posteriormente irían dejando en el camino algunas de sus ropas hechas trizas por los espinos y principalmente los recuerdos de la ciudad, los amigos@, compañeros@ de la escuela, familiares y el hermano que se quedó con el querido y único abuelo. Debieron continuar con los pies descalzos y cuidando de no lastimarse con espinos o púas presentes, por lo que disminuyó notablemente el ritmo de la marcha.

suerte no se habían mojado con la lluvia, cayeron en brazos de Morfeo, nada interrumpió el sueño de los agotados pequeños. Despertaron a un nuevo día, con un brillante sol, aunque muy poco se veía por el follaje, adoloridos de sus extremidades y con un hambre voraz.

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LA INCESANTE LLUVIA

Una de las tantas bondades de la selva, cuando aún no ha sido deforestada, es la abundancia de agua natural, líquido celestial que da y mantiene la vida en este paraíso. Fluye a raudales en riachuelos o caudalosos ríos, cuya transparencia refl eja como espejo la imagen de los que tienen la suerte de mirarse en ellos o refrescarse en sus límpidas aguas. Cae también en exuberante lluvia que acrecienta el caudal de los esteros y fortalece el desarrollo de la generosa vegetación de esta zona. Alimenta a milenarios árboles que han subido al infi nito luchando por benefi ciarse de los rayos del sol. Árboles que dan vida a un sin fi n de criaturas; de sus ramas cuelgan lianas, unas enroscándose en el tronco en una simbiosis de vida; otras, bajando directamente al suelo para apoderarse del espacio de su huésped. Este manantial benefi cia y da vida a todos los pequeños habitantes de la capa terrestre; fl ores exóticas de infi nitos colores que emulan al arco iris; exhalan los más variados perfumes que producen una magia sobrenatural. Esta maravillosa fuente que apacigua la sed de los grandes y pequeños animales salvajes, sació la sed de los marchantes, a cada momento.

Sin embargo; ellos que habían vivido en un lugar seco, donde la lluvia aparecía solamente en los pocos meses de invierno y no con tanta fuerza ni magnitud como en la selva por la que estaban recorriendo, al resbalar por sus rostros, empañar sus ojos, empapar sus ropas y cuerpos, terminó por molestar a los expedicionarios más pequeños, a quienes se les hacía más difícil caminar con este inconveniente. Querían guarecerse en algún lugar, pero

El hambre y la fatiga aumentaban, ésta no les permitía avanzar de prisa. Sixto escuchó un ruido entre los matorrales que habían crecido después de un desmonte del lugar en el cual estaban incursionando, alertó al padre para que se detengan y pongan atención. Javier lanzó un silbido muy fuerte, obteniendo rápida respuesta, con llamados y gritos se fueron aproximando de lado y lado, hasta encontrarse con un hombre de larga barba, pelo enmarañado, cubierto por una gorra de explorador y machete al cinto. Con alegres abrazos saludó a ese hombre desconocido para la familia, pero conocido para él, se llamaba Francisco Javier Rodríguez, un anacoreta que había ido a colonizar esos lugares quien sacó del hambre a los viajeros obsequiándolos toda su vianda de ese día que consistía en maíz cocido con sal y manteca, como postre, agua de panela.

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EL PASO DEL SOBERBIO PASTAZA

Agotados, sudando como tapa de olla en ebullición, más o menos a las cinco de la tarde los viajeros, cada uno con su báculo para apoyarse durante la travesía y no acabar en los lodazales con su humanidad, arribaron a una ancha playa, llena de piedras, descomunales rocas y arena, con abundante vegetación de cañas, parecidas al carrizo serrano, que allí las llamaban pindos y cuyas hojas largas con un fi lo aserruchado arañaban la piel al menor contacto.

Era el lecho del río Pastaza. Si antes lo habían visto, a este tributo del Amazonas, desde la carretera abriéndose paso como una gran serpiente, en ese momento se encontraban frente a frente, atemorizando a los incautos inocentes con un estremecedor espectáculo. Este engendro de la naturaleza, tenía las aguas obscuras, parecía estar furioso contra quienes osaban llegar a sus dominios. Corría a gran velocidad, levantando tumbos, posiblemente tratando de derribar los obstáculos que se encontraban a su paso; inmensas rocas, troncos de árboles y otro material inanimado que con su fuerza arrastraba en su desplazamiento. Los niños se preguntaban, ¿cómo podía tener tanta fuerza el agua para arrastrar esas moles?, terminaban su comentario, riendo, comparando su caudal con el del río Chibunga. Gracias a su anchura, la vista no les alcanzaba para mirar el espectáculo del otro lado.

Demostrando serenidad y aplomo, el padre de familia les informó que debían cruzar ese caudal acuífero en la única embarcación existente, la canoa a remos. Chalupas elaboradas por los nativos, con los troncos gruesos de la mejor madera. La imaginación abandonó a los niños, para

la impericia de sobrellevar estas contingencias no les daba soluciones. En esa edad en la que se vive sólo el presente y el futuro, es algo que no se comprende ni se vislumbra, los benefi cios de la naturaleza pasaron a un segundo plano y sólo renegaban de las molestias sufridas por la incesante lluvia que los acompañaba, como bautizando su novatada.

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rezaban lo que sabían y lo que podían.

La experticia de los remeros, acostumbrados a este diario trabajo, nadadores natos en este tipo de aguas, ubicados: uno a babor y el otro a estribor, hizo que primero dominaran la fuerza del agua con las varas, subiendo contra corriente por la orilla para ubicarle en posición de descenso y luego dirigiendo con los remos lo bajaron, sorteando las inmensas olas, hasta tenerlo en la otra orilla. Su pericia aseguró que esta frágil embarcación y sus ocupantes no sucumbieran en aquellas torrentosas aguas, profundas y negras como la noche que se avecinaba.

Una vez que se atracó la canoa a la orilla, primero descendió la madre con sus crías protegidas, luego los cinco hijos y por último los dos adultos, el corazón de los chicos no disimulaba sus fuertes latidos, fueron minutos de acumulación de adrenalina, como nunca lo habían tenido en su corta vida, la boca seca, las piernas temblando, mojados hasta la cintura, se agruparon en la orilla al llamado de la madre que abrazó a todos y arrodillándose dio la bendición a cada uno, con la respectiva oración de agradecimiento y el llanto de felicidad por haber sorteado sin problemas el primer peligro de la travesía.

En aquel momento, el padre les pidió a los hijos que miren a ese gigante de las aguas que transportaba un gran árbol, como si fuera una pluma, rugía como un titán encadenado, avanzaba con furia, golpeando las rocas para acrecentar otros ríos amazónicos.

poder adelantarse a pensar como sería el paso y el riesgo del mismo, el dantesco cuadro les tomó por sorpresa.

La madre, como siempre, protectora de las más pequeñas, abrazó a Dilma, Ligia estaba en su espalda, quería ocultar su miedo, pero le delataba su nerviosismo que le hacía temblar la mano al santiguarse para dar las bendiciones a los cinco hijos, antes de subirse a la riesgosa embarcación.

En el interior de la canoa habían dos palos largos y fuertes y dos remos, los que iban a realizar este trabajo, eran dos robustos jóvenes, nativos de esa zona de la comunidad de los Alamas, ellos habían sido enviados por el tambero que vivía al otro lado, en la cima del despeñadero, de donde fácilmente oteaba, cuando habían viajeros. Su responsabilidad era hacer pasar a éstos, por este cometido, el Gobierno reconocía un estipendio mensual. Los dos mancebos, ayudaron a subir a la madre con sus pequeñas y a los otros niños, porque la embarcación se bamboleaba frenéticamente, como rumbera, por las olas que se producían en la orilla.

Al ingresar al interior, el padre recomendó a los niños, sentarse en su base, casi acostarse y sujetarse con sus manos al borde, permanecer estáticos para no desequilibrar la embarcación y evitar un accidente que de haberse producido, habría acabado en segundos con los tripulantes. El gordo Baudilio, resoplando por la fatiga, se ubicó en el centro. A pesar de la inmovilidad y silencio de los niños, la canoa se movía a diestra y siniestra, el choque del agua con sus lados, daba unas notas especiales: ¡chac!..., ¡chac!..., ¡chac!..., amenazaba virarse en cualquier momento. Todos cobijados por el temor de acabar allí con su aventura,

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selváticos, como osos, tigres o pumas residentes de esa zona. Su padre les había comentado de la existencia de esta especial fauna. Ingenuos rapazuelos, desconocían que aquellos animales huyen de las personas.

Sin embargo el recorrido no fue infructuoso, de pronto en el camino, en un charco lodoso que se había formado con la lluvia de la noche, revoloteaba llamando la atención de los niños, miles y miles de mariposas de colores nunca vistos por ellos, quienes formaban un arco iris en movimiento. Los curiosos se miraron asombrados no comprendían de donde habían salido tantos hermosos insectos; correteando tras de estas pequeñas criaturas aladas querían atraparlas, pero ellas eran más veloces que sus lentos movimientos y sus intenciones. Algunas llevaban en sus alas insignias que parecían números, se apreciaba muy claramente el 88 en una base azul brillante con fondo negro aterciopelado. Otras, exhibían rayas multicolores, bombas como ojos, rombos, etc. Era como si un pintor hubiera estampado en tan pequeño y delicado lienzo, su paleta de tintes. Las dimensiones de cada una eran tan variadas que unas parecían pequeños pájaros y otras una miniatura. Los dos hermanos se preguntaron, ¿de dónde salían tantas y tan bellas mariposas?, se encontraban extasiados, sin pronunciar palabra ante tan majestuoso espectáculo que no repararon en el tiempo transcurrido. Un grito de la madre llamándolos a desayunar, los hizo regresar a la realidad y antes de regresar hicieron danzar una vez más a tan extrañas pero maravillosas bailarinas.

Ese día descansaron de la caminata para reponer fuerzas, la madre adquirió un trozo de carne asada de venado y preparó una rambuela, plato típico de la región que consistía en una sopa espesa de yuca con hojas tiernas

LA DANZA DE LAS MARIPOSAS

Pasado el susto, debieron subir a gatas una pendiente fangosa para llegar a la casa del tambero, una humilde casita de construcción muy simple a base de guadua, chontas y hojas de palma, materiales naturales de esa tierra.

Después de asearse en una vertiente de agua dulce y cristalina, cambiarse de ropa, cenar yuca con pollo y agua de guayusa, estos alimentos tenían un mínimo costo, se ubicaron en un cuartito pequeño. La madre tendió las mantas en el piso y a descansar en cama general hasta el día siguiente. A Baudilio le ubicaron en otro lugar. El padre le compró al casero, una piel seca de res y le puso en remojo. Ciro, como siempre curioso, preguntó si aquello era para la vianda del día siguiente, Javier muy serio contestó que era para confeccionar zapatos.

Toda la noche había llovido, lo que pudieron constatar al día siguiente, en que sigilosamente aparecía el sol entre brumas y cantos de las aves domésticas de la esposa del casero. También alborotaban, las aves silvestres, especialmente las loras, pericos y Guacamayos, que volaban en bandadas a buscar el alimento, dejando a sus crías en los nidos, ubicados en las altas copas de los árboles.

Todavía con el recuerdo de la experiencia de la tarde anterior y con la curiosidad contenida desde que llegaron donde el tambero, Zoila Luz y Ciro que eran los más cercanos en edad y amistad, tomados de las manos, salieron a recorrer los alrededores con la idea de que iban a encontrar serpientes o boas gigantes u otros animales

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quienes corrían despavoridos, tropezando, cayendo y gritando, por las picaduras y por el zumbido en sus orejas. Ante los gritos, la madre salió en auxilio y pidió ayuda al muchacho nativo. ÉL con un mechón de paja seca que producía bastante humo, ahuyentó a estos bárbaros insectos; sin embargo la humanidad descubierta de los muchachos recibieron los aguijonazos de estos himenópteros guerreros, el más averiado fue Nelson, a quien debieron aplicarle trago y bañarle en agua de hiervas medicinales para calmar en algo el dolor y la temperatura. Ciro a pesar de las picaduras, desapareció por unas horas, para no recibir la reprimenda del padre, que ante los gritos se había despertado; sin embargo al caer la tarde, un tanto mohíno, regresó dispuesto a escuchar los regaños, no solo del papá sino también de sus hermanos, especialmente de Sixto que ya se creía autoridad, pero el progenitor solo comentó – así se aprende aquí, que esto les sirva de experiencia-, y ¡qué experiencia!, en el futuro nunca tocaron un avispero.

Somnolientos, asustados pero llenos la panza de abundante comida, con el escozor de la picadura de las avispas y de los mosquitos, los muchachos se acurrucaron en su cama general y acompañados de la sinfonía de ruidos de las chicharras, grillos y cigarras nocturnas, pájaros, ranas, monos y otros seres vivos de la zona, durmieron a pierna suelta, hasta que la madre los despertó en la madrugada, pues debían continuar el viaje y salir antes de que los rayos del sol o la aurora anuncien su llegada.

Ella había preparado un buen desayuno, y también el fi ambre para la nueva etapa que debían recorrer.

Sixto y Ciro, iban adelante, silbando algunas canciones de la serranía, para poner optimismo a los demás. Esta motivación les duró hasta que sus traseros fueron a dar en un lodazal.

de rolaquimba, un pequeño arbusto cuyos frutos se veían muy apetitosos, parecidos al tomate de árbol de la sierra, pero venenosos. De hecho Ciro ya había cosechado unos cuantos de estos frutos, en secreto comunicó a Zoila para comerse juntos a escondidas. Ella, más precavida, informó al padre y preguntó si podían saborear esa deliciosa fruta a lo que él les comunicó que era veneno, -no comen ni los pájaros-, dijo, y era verdad, todos estaban enteros en el arbusto, se quedaron con la gana de saborearlo.

La madre, siempre preocupada por la familia, aprovechó para lavar la ropa y secarla en ese sol tan fuerte que el día les brindó.

Como en la noche habían bebido los dos inseparables amigos del elixir excitante que abundaba gratuitamente allí, unidos por la adicción a esta pócima, se levantaron casi al medio día, después del almuerzo, se dedicaron a emitir las disonantes notas de una caja ronca, los vapores tóxicos salían de sus fuelles para mezclarse con el ambiente que de paso en los días de sol, decía la casera, se llenaba de mosquitos hormigas y otras criaturas que querían descansar bajo la sombra.

Los hijos que podían caminar fueron al cañaveral, acompañados de un nativo adolescente, para cortar, pelar y chupar caña de azúcar, otra novedad para los citadinos chiquillos que nunca degustaron este almíbar natural en su Riobamba. Al regresar del cañaveral, Ciro ha divisado, una especie de nido grande, todo cubierto con una sustancia como de barro, colocada en la rama gruesa de un árbol de guaba. Con la travesura infantil, ha tomado una vara y golpeado el nido que ha sido de avispas; de inmediato un enjambre de estos insectos, atacó a los asustados niños

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suelo duro o el agua; llegaron a la meta propuesta para ese día.

El espectáculo causó la risa a carcajadas de los nativos que no entendían de que se trataba la llegada de aquellos seres tan extraños, solo cuando el padre habló y explicó quiénes eran y el mofl etudo Estrella, les obsequio el trago que cargaba como tesoro en un pequeño tonel hecho de cuero, los remeros ayudaron a pasar al otro lado. Debían pasar dos ríos juntos, para arribar a la población de LLushin, pueblito habitado por Alamas y pocos colonizadores serranos. Los ríos se llamaban; Amundal y LLushin. Vivían en sus entrañas una gran fauna de peces y animales acuáticos pequeños que proveían de alimento a los habitantes de sus orillas.

Nunca se habían sentido tan a gusto con el agua que cuando en la orilla del río Amundal, se sacaron todo el barro de la ropa y el cuerpo y pudieron ver sus caras limpias, aunque fatigadas e infl amadas por la picadura de los pequeños alados.

El tambero de apellido Ramírez, recibió a los huéspedes con mucha alegría, había sido conocido del padre de familia, brindó unas viandas muy sabrosas a base de yuca y carne de res ahumada, siempre acompañada de la bebida parecida al té, llamada guayusa.

El rústico calzado, apodado Chaquicara acompañó a los niños y a los adultos hasta el fi nal del viaje, cada vez que se desechaba un par, el padre confeccionaba otro, comprando el cuero de buey en la casa en que pernoctaban. A medida que caminaban, iban adquiriendo habilidad para no caerse tan seguido y trataban de mantener el equilibrio ya en los troncos, ya en los lodazales, ya en las piedras de los arroyos.

NUEVOS ZAPATOS PARA LA CAMINATA

La piel de vacuno que había comprado el padre, el día anterior y le puso en remojo, estaba extendida en el patio de la casa; a pedido del progenitor, uno a uno iba pisando en aquella membrana por demás rara. Con un cuchillo bien afi lado, cortaba dando la forma del pie; pasando unos centímetros, agujereaba en estos bordes y con tiras de la misma epidermis, los iba amarrando como si fueran cordones. Los pies quedaron cubiertos por estos inauditos mocasines, que les serviría para no lastimarse al caminar. El extravagante calzado, llegaba hasta los tobillos a manera de botín.

¿Dónde aprendió Javier, estas artes?, nadie preguntó, ni le interesaba, pero es claro que él debe haber utilizado alguna vez, cuando tenía que internarse en la selva virgen, explorando y buscando el codiciado petróleo para los ingleses.

Al inicio los niños se sentían maravillados de aquel espectacular calzado pero después de andar algunos kilómetros y cuando el cuero perdió sus cerdas y aspereza externa, éstos se convirtieron en una trampa porque al menor contacto con el lodo o los troncos caídos que debían pisar, éstos resbalaban y quien más, Después de un continuo batallar con el camino y su improvisado calzado; con el lodo que cubría todo su cuerpo y que parecían estatuas de barro; a tal punto que solo se distinguían sus ojos, quien más, quien menos iba a parar con su humanidad en el fango, el

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EL CRISTALINO Y GENEROSO PALORA

Creyéndose expertos aventureros, continuaron con el viaje entre descansos y avances, sosteniéndose con más cuidado de las ramas y pequeños arbustos para no caer en los charcos ni en los arroyos. La caravana, después de siete horas de andar, llegó a una gran planicie de arena blanca y piedras de todos los tamaños en cuyo lecho se deslizaba lentamente como disfrutando de aquella cuna, un ancho río que invitaba a probar de sus cristalinas aguas. Los chavales sentían el deseo por demás acuciante de refrescarse en este tentador manantial de vida silvestre pero la travesía debía continuar de lo contrario el sol ya no se dejaría ver; la noche les atraparía en aquel lugar y nuevamente tendrían que dormir improvisando un rancho y lo que menos querían todos era exponerse a los peligros de la selva en horas nocturnas; más aún cuando se agotó el fi ambre de ese día y no tenían nada para paliar el hambre.

Lucha y sus hermanos miraban el río, expectantes, con la boca y los ojos bien abiertos, ella preguntó al padre, -¿realmente existe este río o estoy soñando?-, ¿dónde estamos?, en el ajetreo de buscar quien pase la canoa, el padre no dio respuesta a sus preguntas. De inmediato afl oró a la memoria, el feroz Pastaza para hacer comparaciones entre su caudal y turbulencia, con las aguas cristalinas de aquel que contemplaba.

Al grupo familiar, que estaba detenido en la orilla, se unieron dos jóvenes nativos también viajeros quienes

¿-Será que los expedicionarios que fueron con Francisco de Orellana, en busca del País de la Canela y salieron al Amazonas, usaron también este tipo de calzado?-, preguntaban los curiosos muchachos al padre.

En este lugar, también descansaron un día, parecía que el sol les acompañaba el recorrido, cada vez que hacían un alto en la aventura y les daba tiempo para reponerse, incursionar por el lugar; atrapar insectos hermosos que abundaban a la salida del astro rey, especialmente escarabajos y para que la madre a más de lavar la ropa y secar la que llegaba húmeda, prepare los alimentos para el día y las provisiones para la nueva etapa.

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mirando la abundancia de peces que nadaban por debajo de la pequeña embarcación, luciendo sus plateadas escamas, haciendo piruetas como acompañando a los extraños; parecía tan fácil meter la mano y tomarlos en sus palmas porque estaban tan cerca, tan confi ados, nadando y disfrutando de aquellas límpidas aguas. Promovían la envidia de los pasajeros que sudorosos y acalorados no podían refrescarse en aquel cristalino manantial. Por el movimiento de los niños tratando de capturar a los peces, la canoa se bamboleaba, entonces el padre un tanto airado pidió que se mantengan quietos. -¿Qué río es éste y cómo se llaman estos peces?-, preguntó uno de los niños, el padre aclaró que el río se llamaba Palora y los peces eran bocachicos, agregando que eran muy sabrosos y apetecidos en la alimentación de los colonos y nativos. Esta impactante y maravillosa experiencia quedó grabada para siempre en el laberinto enmarañado del recuerdo

llegaban de algún lado, iban con el torso descubierto, cabelleras largas que llegaban hasta la cintura y las caras pintadas con extrañas fi guras. Vestían solamente un pantalón muy corto. El padre preguntó a los extraños en su jerga, cómo podían cruzar el río, ellos respondieron que ya iban a llamar para que del otro lado lleguen con la canoa. Tomaron un cuerno de res bastante torcido que había estado colgado en la rama de un árbol, éste había sido elaborado para ser utilizado como bocina, con un fuerte soplido produjeron el consabido sonido que anunciaba pasajeros en la otra orilla. La respuesta no se hizo esperar, igualmente con el sonido de cuerno. -¡vaya que buen sistema de comunicación, rápido, gratuito y efi caz!-, comentó Javier. Zoila Luz, continuaba con su fantasía y agregó al grupo, -por este río también deben haber transportado a Cumandá, sus hermanos guerreros y deben haber sido parecidos a estos dos que están aquí-

Al grito del padre -¡todos a bordo!-, saltaron a la canoa, metiendo gran parte del cuerpo en el agua ya que la embarcación no llegaba hasta la orilla por las piedras con las que chocaba. Se sintieron tranquilos aunque la embarcación como todas las elaboradas en esa zona era bastante frágil, sin embargo la mansedumbre con la que se deslizaba el agua proveía confi anza en los ocupantes.

Los dos robustos remeros surcaron el río venciendo la corriente para luego dando un grito dejar que la inercia del agua les conduzca hacia la otra orilla dirigida por la pala y la pericia de aquellos habitantes de la región. Mientras la canoa se deslizaba lentamente y como el sol se portó mejor que nunca pues, a más de regalarles un clima cálido, sus rayos penetraban en el agua, haciendo visible la maravillosa magia de sus habitantes, los niños se extasiaron

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capellán, policía o teniente político, quienes al encontrar las inmensas y generosas tierras, supuestamente sin dueño privado, se posesionaron de algunas hectáreas y las cultivaron, El Estado Ecuatoriano era el propietario, pero nunca dio la importancia a esta zona. Tenían sus buenos asentamientos y grandes extensiones de potreros, ganado vacuno y porcino, aves de corral, cultivos de tubérculos de la zona, frutales de clima cálido como piñas, papayas, naranjas, limones, guayabas, guabas y otras; trapiches para la elaboración de miel de caña de azúcar y destilerías de aguardiente.

Para los niños que no habían encontrado atisbos de civilización durante el trayecto, fue como haber llegado al paraíso; más aún cuando los habitantes hablaban su mismo idioma prodigándolos toda clase de mimos y atenciones, disputándose para mantenerles en sus casas o para obsequiarlos opíparos manjares.

El desposte de chancho no se hizo esperar, gozaron del cuero chamuscado, de la fritada, de las morcillas, en fi n, de sabrosos platos que la gente elabora a base de este pródigo animal. Degustaban todas estas delicias acompañadas con sendas porciones de yuca cocida al vapor.

Los estragos de la gran comilona apareció por la noche, cuando los pobres intestinos de los chiquillos, sin resistir la abundancia del ágape recibido, reaccionaron con una descarga abrumadora de diarrea que no les permitió disfrutar del sueño, pasando así toda la noche en vigilia, ocupando la letrina de la casa por turnos y en fi la india, para no cometer una catástrofe en los camastros donde les habían ubicado.

Otros que no dormían, pero no por efecto de

EMPACHADOS PERO FELICES

Luego de atravesar el Palora, continuando por una ruta parecida a las anteriores, lodazales, camellones, caídas, levantadas, lluvia, sol, calor, sudor, maldiciones por parte de los adultos, improperios por la suerte que les acompañaba; evacuación de las necesidades fi siológicas en la selva con el temor de encontrarse con tarántulas que les hacían poner de punta los cabellos, una serpiente, u hormigas gigantes; subieron una pendiente y, antes de que se oculte por completo el astro rey, arribaron bastante cansados a una pequeña población, llamada Arapicos.

La curiosidad y el jolgorio de sus habitantes no se hicieron esperar, hombres, mujeres y niños, recibieron al grupo de osados caminantes que les visitaban en aquellos arrabales, con la más cordial de las bienvenidas. De inmediato fue identifi cado el padre de familia, quien en sus andanzas por aquellos ignotos caminos, había dejado conocidos y amigos, especialmente de las consabidas merluzas compartidas en la euforia de la juventud y abandono. De hecho en esta población le habían salvado la vida ya que había sido mordido por una serpiente venenosa quedando inconsciente algunos días. Él no recordaba cuántos, pero con remedios caseros le sacaron de aquel trance devolviéndole la vida. Eso era lo que conversaba a su esposa y a su prole.

En este remoto lugar, vivían como cuatro o cinco familias, todas originarias de la sierra quienes habían ingresado hacía ya muchos años, unos en busca de oro, otros de aventuras y otros para trabajar como profesor,

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LA PESCA DE LOS BOCACHICOS

Camina, camina y camina, entre lluvia y sol, sin comentar nada, hasta de eso se abstenían para no aumentar el agotamiento, arribaron como siempre por la tarde, antes de que desaparezca el sol en los picos de las montañas orientales, a la casa del tambero de ese lugar; era la tercera etapa de la travesía. A orillas del río Namaquimi, un afl uente del Palora, estaba ubicada la casa, más bien una choza que consistía en una cocina en el piso de tierra y dos cuartos confeccionados de caña de guadua, partidos a manera de tabla, ésta era la estructura de todas las casas de los colonos del Oriente. En esta barraca vivía un hombre por demás fl aco, de mirada dura y penetrante, la piel curtida por el sol le daba un color más moreno que blanco, alto, enjuto, poco comunicativo, demostraba no estar contento con su suerte; tenía para su apoyo y bajo su amparo a dos jóvenes indígenas quienes eran los encargados de pasar en la canoa a los peregrinos. Llevaba un machete al cinto, envainado en un rústico estuche de madera.

Uno de los cuartos estaba destinado a los pasajeros, de allí que todos se ubicaron en este ambiente y descargaron los aperos mojados, enlodados, olientes a sudor a fastidio y cansancio. Los pequeños se tendieron en el suelo para intentar dormir a pesar de la picadura de los mosquitos.

La única que no podía descansar era la madre quien debía sacar la ropa mojada de los bultos, ponerla al aire para que se oree la que solo estaba mojada y lavarla en el arroyo más cercano, los ropajes que estaban sucios. Además, debía preparar la cena que en esa ocasión consistió en una sopa

la comida o la diarrea, eran los dos adultos, Javier y Baudilio Estrella, que acompañaron las sabrosas viandas con abundante alcohol de noventa grados, destilado por los caseros. Parecía que a ellos les ayudo este elixir a contrarrestar el empacho.

Tres días permanecieron en esta comarca hasta reponer las fuerzas, la madre curaba las heridas de los pies, la hinchazón y comezón de la piel producida por la picadura de los mosquitos que se alimentaban de la sangre virgen, recién llegada, de los ingenuos niños citadinos. La más afectada era la pequeña Ligia en cuyas piernas no se encontraba un solo espacio libre de erupciones.

Se acabó la maravillosa pasantía en Arapicos y a la madrugada del tercer día, todos estaban listos para emprender el peregrinaje a los recónditos lugares selváticos desconocidos. Después de un suculento desayuno obsequiado por el casero Don Robalino, arrancaron en fi la india, como siempre Sixto iba delante de los caminantes. Dos nativos fueron contratados para ayudar con la carga que parecía se hacía más pesada cada día, incluido el fi ambre que debían comer al medio día.

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en Arapicos.

Todos los críos que podían caminar, inclusive Zoila Luz, siguieron en la retaguardia con el aguijón de la curiosidad, tratando de participar de aquel acontecimiento desconocido. Los nativos iban abriendo una pica por la orilla del río, caminaban tan aceleradamente que se hacía difícil para los niños el poder seguirlos, sin embargo los varones más fuertes, avanzaban al paso de los que iban adelante. Zoila Luz se rezagó con el pánico de perderse en aquella enmarañada vegetación entonces comenzó a gritar y a llorar, fue escuchada por el negrito, su hermano mayor, quien regresó para cargarla sobre su espalda hasta llegar a la meta.

Era una poza muy honda, el agua giraba en remolinos como retorciéndose y sosteniéndose, para no salir de aquella profundidad, chocaba con una alta peña, dando muchas vueltas, hasta salir y avanzar corriente abajo. De la alta peña cubierta de una hermosa vegetación de fl ores y lianas que formaban cortinas naturales, hábitat de toda clase de aves y de pequeñísimas criaturas exóticas, caía una cristalina y pequeña cascada que se bifurcaba en varios pedículos acuíferos, produciendo los sonidos más melodiosos al chocar con el agua de la poza del río, formando un arco iris con las minúsculas gotas que se refl ejaban en el sol. Este espectáculo fantástico, lleno de belleza, misterio y contraste, hacía a los citadinos niños, agrandar los ojos en sus órbitas. De pronto se cortó esta magia ante el grito de ¡a esconderse! Todos se pusieron a buen recaudo, unos detrás de árboles gruesos y otros detrás de enormes rocas. Se escuchó un ruido ensordecedor, el agua de la poza se agitaba levantándose como una ola para luego caer como en ebullición, incontables peces con su pancitas blancas

espesa de plátano verde y yuca, sazonada con una sabrosa gallina vendida por el hombre raro.

Javier y Baudilio, se dedicaron a conversar con aquel viejo solitario que exhibía el machete al cinto, fumaba y masticaba tabaco, lanzando a cada rato al suelo, escupitajos de color negruzco. También obsequió a los huéspedes ésta droga acompañada de alcohol producido en su alambique y servido en mates pequeños redondos, producto de una planta tipo enredadera.

Los niños se quedaron profundamente dormidos, tal vez soñando en los encuentros con alimañas, sabandijas u otros insectos peculiares o en las comodidades aunque pobres que dejaron en la ciudad, lo cierto es que despertaron cuando la madre les llamó para alimentarse con la sopa caliente, un manjar para sus ateridos estómagos. Alumbrados por antorchas colocadas en las esquinas de la cocina y acompañados por los ruidos extraños de la selva, devoraron en un santiamén el contenido de los platos de barro para continuar soñando en brazos de Morfeo.

Al día siguiente, como siempre, tocaba descanso, los bisoños aventureros aprovecharon para indagar en los alrededores de la choza, cuidando de no encontrarse con aquel raro personaje llamado Raymundo Jaramillo, cuya actitud energúmena, producía miedo a los pequeños.

La progenitora aprovechó para poner en orden y limpieza los aperos y la ropa. Los jóvenes nativos cargueros junto con aquel que acompañaba al enjuto tambero, se reunieron con Javier, Sixto y Baudilio para pescar, incursionando en el tranquilo río. Salieron muy temprano, antes de que el sol haga su aparición por entre los frondosos árboles, llevando consigo tacos de dinamita que adquirieron

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con facilidad por eso la madre la mantenía con sumo cuidado, colocándola en muy poca cantidad sobre la sopa para que sus hijos, acostumbrados a ella, puedan comer a satisfacción. Para los nativos y el viejo tambero esta no era necesaria.

Después de hartarse del exquisito bocado, los traviesos chiquillos fueron a dormir. El descanso no fue tan agradable, pues se repitió el empacho y nuevamente debían salir al campo a descargar sus resentidos intestinos, acompañados por la luz de la luna.

Supuestamente debían partir al día siguiente, pero no fue posible por el estado de salud calamitoso que presentaba la tripulación infantil. La madre enfermera nata, solicitó al casero unas hierbas del huerto para preparar una infusión para sus críos, la cual detuvo la diarrea, aunque debieron pasar todo el día en reposo, con una dieta de sopa de pollo que les haría recuperar las fuerzas.

Con una buena tanda de peces ahumados, yuca y plátanos cocinados, arrancaron a continuar el viaje al tercer día de haber llegado a Namaquimi, no sin antes desayunar igual vianda, acompañada de agua de guayusa. Los estómagos de los pequeños andantes, toleraron muy bien la nueva dieta.

hacia arriba fl otaban en la superfi cie. Los nativos, expertos nadadores, se lanzaron de inmediato al agua para retenerlos antes de que la corriente cobre su cuota, tomaban los peces a dos manos para luego lanzarlos a la orilla, los sujetaban con sus dientes, tratando de tomar la máxima cantidad que pudieran, también Sixto con su poca experiencia contribuyó a pescar algunos. A pesar de los esfuerzos y rapidez de los nativos para atrapar los escualos muertos, muchos se perdieron río abajo.

Para los pequeños, fue algo excitante y a la vez triste, al tomar en sus manos aquellos habitantes del agua, que en segundos morían bajo los efectos de la explosión. Se había lanzado dinamita, incipiente forma de pesca que posteriormente acabaría con toda forma de vida acuática. La niña derramó unas cuantas lágrimas por los peces muertos, en la creencia de que aquellos serían los que les acompañaron en el río Palora.

Cargando sendos petates de pescado bocachico, regresaron antes del almuerzo para que todos inicien la tarea de destriparlos, descamarlos y asarlos en estrados de palo, elaborados a manera de parrilla. La madre también preparó una rica sopa que saborearon por primera vez, debiendo hacerlo con sumo cuidado por la gran cantidad de espinas presentes. El padre les había advertido que coman muy despacio, separando las espinas de la carne, fue el primer aprendizaje en la alimentación de esa región, posteriormente se harían expertos en degustar esta vianda.

Los pescados eran asados y ahumados sin condimento alguno, ni siquiera con sal, sustancia que provee de agradable sabor a los alimentos, sin embargo muy escasa en estos parajes donde no se podía adquirir

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Al ver este cuadro viviente, los más pequeños, temerosos, no entendían porque se colocaron frente a frente los cargueros y el extraño y no trataban de pasar. De pronto rompió el silencio el aborigen mayor, quien en su jerigonza y en alta voz, con gestos, gritos y bruscos movimientos del cuerpo, agitaba la bodoquera y la escopeta, alternadamente, en señal de ataque, de cuando en cuando, lanzaba escupitajos al suelo y continuaba con la amenaza. Los pequeños valientes estaban paralizados ante semejante escena, no se movían, detrás de su padres, esperaban lo peor, sin embargo era raro que su padre y los dos jóvenes cargueros no se inmutaban, escuchaban la perorata y amenazas de aquel hombre, sin moverse, los dos nativos solamente asentían con la cabeza y emitían unas cortas palabras en su jerga que parecía era de aprobación. No se puede determinar el tiempo que transcurrió, hasta que se calló y entonces inició el mismo espectáculo, el mayor de los dos cargueros y le siguió el más joven. Como no portaban bodoquera ni carabina, lo hacían con el machete. Finalmente terminó el intercambio de sonidos guturales con una nueva intervención del que había iniciado tan exaltado espectáculo y continuaron el camino, en ningún momento hubo intento de pelea o de agresión física. Las mujeres agachadas la cabeza no miraban a los extraños, ni a los jóvenes cargueros, permanecieron en pie y en silencio.

El padre vio sorpresa y miedo en los ojos de sus hijos, entonces paró un momento para explicarles que ese incidente correspondía a un saludo de ellos. Les dijo que relatan las guerras en las que ha intervenido, a cuantos ha matado y las heridas que ha sufrido él o sus enemigos, así como los grandes y feroces animales que ha casado, mientras más guerras libradas, más larga era la intervención y siempre comenzaba por relatar el mayor de los que se

UN IMPACTANTE SALUDO

La caravana avanzaba a paso de vencedores por el rústico camino, lleno de lodo, pozas de agua, riachuelos y otros obstáculos que debían sortear. El padre había contratado en Namaquimi, otros dos nativos de la raza jíbara (así les conocían a los nativos de la región, en esa época), para que ayuden con las cargas. Ellos no caminaban, corrían o se adelantaban a esperar a los lentos viajeros que iban detrás. Pernoctaban recostados bajo un árbol o cerca de un arroyo, hasta que se incorporen los demás. En la mitad de la etapa de ese día, después de haber consumido el fi ambre, reiniciaron el viaje. De pronto, se escucharon voces y gritos del otro lado de la senda, que fueran contestados por los dos mancebos, quienes hicieron un alto al encontrarse con una familia de su misma etnia que viajaba en sentido contrario. Al hombre que hacía de jefe, se le veía mayor, vestía una prenda parecida a una ‘mini falda’, que le cubría desde la cintura hasta la mitad de los muslos; su cabellera era larga, su cara tatuada con muchos símbolos, demostraba dureza en sus facciones, ojos más bien rasgados, pómulos salientes, piel color mate, musculatura fuerte. Llevaba consigo una bodoquera, una escopeta y al cinto cargaba un recipiente de saetas. Detrás del hombre, en fi la, iban tres mujeres, la primera casi de la edad de él, más o menos de unos treinta años y las otras dos, menores. Cada una de ellas cargaba un niño en un cesto de bejucos que se sujetaban a la frente con una corteza de árbol, ancha a manera de cincha, sujetaban un perro fl aco de patas largas y en la fl exión del codo transportaban un machete.

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CHIGUAZA, UN PUEBLITO OLVIDADO POR LA CIVILIZACIÓN

Al caer la tarde, el sol con tristeza y laxitud, se perdía entre la línea que demarcaba el cielo con la jungla. Concluían la octava etapa del recorrido después de atravesar un hermoso río cristalino, en la consabida embarcación, la canoa, ayudados siempre por los nativos remeros. Los cargueros contratados subieron una pendiente muy fangosa y resbaladiza que les hacía retroceder los pasos o perder el equilibrio cada vez que pisaban mal, a gatas y agarrándose de los bejucos, raíces o ramas de los árboles, eternos vigilantes de estos escabrosos caminos, arribaron a un caserío ubicado en una hermosa planicie de donde se observaba el río en todo su esplendor, la impresionante selva, cual alfombra verde muy tupida que se unía en el horizonte con el cielo, en un infi nito abrazo de atardecer, cobijados por los tenues rayos del sol.

El caserío, en medio de la enmarañada selva, había acogido a un grupo minúsculo de colonos que vivían anquilosados en sus costumbres y creencias. Suspendidos en el tiempo desde algunas décadas atrás, posiblemente fueron los descendientes de los ambiciosos españoles que incursionaron esas tierras, en busca de “El Dorado”. Contaba con cinco casas, tres de ellas, pertenecían a colonos; una, para la Tenencia Política y; otra, para la Escuela. La poca gente que vivía allí, más viejos que niños o jóvenes, salió de inmediato movida por la curiosidad del arribo de una caravana tan singular a ese pueblo olvidado de Dios, del diablo y del Gobierno, a dar la bienvenida e invitando a pernoctar en la casa de la Tenencia Política que había

encontraban. Esta clase de saludo podía durar una hora ó más. Las mujeres que iban detrás de él, eran sus esposas que siempre se hacían acompañar de perros que ayudaban en la cacería para su alimento y los machetes les servía para sacar la yuca de la tierra, cortar plátanos u otros productos, donde los encuentren, allí todo, era de todos.

Si los niños no hubieran estado acompañados por sus padres, ante esta escena terrorífi ca para ellos, habrían puesto sus pies en polvorosa de regreso.

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En la mañana, recibieron una delegación de los mayores del pueblo: Juan Bravo y su esposa Isabel Arcos, Jesús Vinza y su esposa Julia Portilla, quienes ofi cialmente solicitaron al padre de familia que se quede a colonizar esas tierras, ofreciendo todo el apoyo para que desbrocen la selva y cultiven los productos para su alimentación; que les darían parejas de animales y aves domésticas del lugar para su reproducción e incremento y que hasta que dispongan de cultivos y animales, ellos se encargarían de proveerles los productos a cambio de trabajo.

La madre, muy conmovida por aquella acogedora oferta y, porque sus vástagos ya estaban en una situación por demás calamitosa para seguir viajando, como judíos errantes, se reveló por primera vez, ante su cónyuge y le manifestó que ella y sus hijos se quedaban allí, que si él quería continuar que se vaya, acompañando a su inseparable compañero de bebida. No sirvió de nada las súplicas del gordo mofl etudo que le pintaba un paraíso el lugar al que iban. Estaban a la mitad del trayecto y ya no disponían de cargueros para los bultos de ropa. Javier no tuvo más remedio que aceptar la decisión de su mujer y agradecer a los colonos visitantes por la ayuda que iban a prestar. Cambiaron así de improviso los planes originales y Sucúa se quedó en el olvido. Chiguaza sería la tierra prometida, en la que, la familia iba a echar raíces por algunos años. El alcornoque, Baudilio, incitador de realizar aquel viaje, vio frustradas sus aspiraciones de embaucar al fi el compañero y su familia en aquel dudoso negocio. El malsano sujeto, tuvo que arreglárselas para avanzar solo a su tierra.

Esta parroquia, olvidada de la civilización, perteneciente al Cantón Morona, en esa época y ubicada cerca al río de su mismo nombre, acogería a la familia Cazar

sido recién construida y no estrenada por nadie, ya que la ansiada autoridad aún no llegaba desde Macas; después del último que había renunciado por no enseñarse en aquel paraje.

Con similar recibimiento que en los lugares anteriores, la gente se esmeró en hacerles lo más grato posible, el descanso. Despostaron un eral en el azogue central, todos los vecinos, nativos y colonos, degustaron de tan deliciosa carne asada a fuego además de una sopa de yuca preparada con toda la masa esquelética del animal, en enormes pailas de bronce.

Los jóvenes cargueros cumplieron con el trato, pues hasta allí había sido su trabajo y se marcharon a sus respectivas tribus, llevando sendos trozos de carne asada para su fi ambre.

Para los infantes que se sentían como príncipes, pues nunca habían comido tan opíparamente, era el festejo nunca esperado y que sacaba a fl ote todas sus emociones contenidas, tanto en la ciudad como en el trayecto realizado, cantaban sus canciones infantiles, aprendidas en sus pocos años escolares, se regocijaban mirando a los primigenios con sus raras vestimentas, algunos casi desnudos, dialogando en su jerga que ellos no entendían. Los colonos, a más de llenar sus barrigas con la sabrosa y abundante comida, bebían en mates el alcohol destilado por ellos. Baudilio con su facies abotagada, aupado por Javier se encontraba en su papayal, libaron hasta perder el conocimiento. Sabina y Sixto, recogían a los más pequeños para llevarlos a dormir en aquella choza, Nelson y Ciro cargaban la ración de carne, yuca y plátano para el desayuno y almuerzo del día siguiente.

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LA VIDA EN CHIGUAZA.

Una vez que la familia decidió ubicarse en este lugar que prometía un futuro tentador y especialmente lleno de nuevas e interesantes experiencias para aquellos niños; comenzó el aseo de la casa donde iban a morar hasta que tengan la suya propia. Los habitantes y los llegados realizaron una minga de limpieza por dentro y por fuera para sacar a las sabandijas y alimañas que ya se habían apoderado del lugar, convirtiéndole en su propiedad. Por fuera los matorrales y hasta pequeños árboles ya habían echado raíces, reclamando su espacio arrasado. Así es de exuberante esa tierra, en pocas semanas que no se le limpia, la selva extiende su brazos para ampliarse y abarcar lo que le corresponde y los animales, pequeños o grandes, también lo hacen, ya que éste es su hábitat.

La parroquia había sido fundada el 10 de Agosto de 1945, por las autoridades de la Provincia Santiago Zamora, actualmente, Morona Santiago con su capital Macas. En la Tenencia Política, reposa el acta de su fundación. La familia Cazar Noboa llegó a incrementar la población, cuatro años después de su fundación.

Si bien en el pueblo residían pocos colonos, en el perímetro selvático habitaban muchas tribus de nativos, que en esa época les denominaban jíbaros, ellos incrementaban la población, especialmente en los días festivos en que salían a disfrutar de los actos sociales e intercambiar con las costumbres de ellos y de sus ancestros, con respeto a cada grupo.

Aproximadamente dos años y medio vivió Zoila Luz, su sueño, participando de la cultura de aquellos nativos,

Noboa por más de cinco años.

Sin embargo aquí no concluyó la aventura de los muchachos; por el contrario apenas comenzaba, siendo ellos los protagonistas u observadores de hechos tan inusuales, así como fantásticos, para su poco entendimiento; los cuales quedaron impregnados en la telaraña del recuerdo.

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muy anchas, sonriente, dejando entrever los pocos dientes que le ayudaban en su masticación, de poco cabello, entre gris y negro, recogido tras en una sola trenza. Su cabeza cubierta con un pañuelo de colores, amarrado hacia atrás. También acompañada de su machete, vistiendo ropa de vivos colores y trotando con sus menudos pies anchos de seis dedos, para no atrasarse de su marido. Ambos fuertes y sanos trabajaban de sol a sol en sus predios colonizados que alcanzaban grandes extensiones. Propietarios de ganado vacuno, aves de corral, patos, gansos, pavos y cultivos de maíz, maní, fréjol, caña de azúcar, yuca, plátano, camote, papa china y otros de la región, que satisfacían sus demandas alimenticias a plenitud.

Estos esposos que se habían unido siendo cada uno viudo, no tenían descendencia, sin embargo no vivían solos, estaban acompañados por tres hermanos de él, dos mujeres y un varón, todos solteros y adultos, ninguno de ellos hablaba, desde el nacimiento tenían esa discapacidad, pero esto no impedía que se comuniquen con señas para hacerse entender. Las dos mujeres, Lucha y María Bravo, acompañaban en el trabajo a Isabel. Faustino el varón, casi no salía de la casa porque además de ser sordo mudo, tenía lesionadas las rodillas, lo cual le impedía realizar un desplazamiento natural. Él alimentaba a las aves y era el encargado de cuidar la casa, desgranar el maíz, el fréjol y el maní. Allí nadie era ocioso.

Este grupo familiar, estaba incrementado por dos niñas, una hija de un colono, residente en Macas que había regalado a una de su hijas llamada Paula Basantes, contaba tal vez con unos trece años. Era una muchacha de aspecto triste, pelo cortado en melena, ojos grandes y negros, estatura pequeña para su edad, asistía a la única escuela

de las costumbres de los colonos y especialmente de la abundante riqueza natural que ofrece la selva; cuando aún no ha sido mancillada ni depredada por los que anteponen la ambición del dinero a la belleza y grandiosidad de un patrimonio que ofrece la naturaleza. En unos casos ella era protagonista de los acontecimientos, en otros, espectadora u oyente de los hechos relatados pos sus habitantes.

Los tres varones y las dos menores, vivieron más tiempo en aquella remota zona. Lucha, regresó a la ciudad de Riobamba, reclamada por su abuelo José Joaquín, acérrimo liberal, ex capitán de las huestes de Eloy Alfaro, que no aceptaba en sus pensamientos de avanzada y visión futurista que su nieta muy querida, se pierda en los obscuros caminos de la ignorancia.

La rica experiencia vivida por ella, en este lugar, a la edad en que la mente está ávida de atrapar y aprehender todo lo novedoso, lo desconocido, lo inusual; constituyó, fuerte cimiento en el desarrollo de su personalidad. El amor a la selva, volver a ella muchas veces, la motivó para que plasme sus recuerdos, como un homenaje a sus férreos habitantes, adultos, jóvenes, niños, colonos y aborígenes que ya no están, por diversas circunstancias.

Cómo olvidar a Don Juan Bravo, aquel recio viejo de piel curtida por el sol, delgado, con su machete en la cintura y su escopeta en la espalda, protegiéndose del sol y de la lluvia con un viejo sombrero de paja, degustando en forma ininterrumpida de su tabaco envuelto en hoja de maíz, caminando muy callado y con seño adusto, como pantera por los caminos, sin producir el menor ruido, ya que sus pies descalzos amortiguaban el ligero paso. Casado con Isabel Arcos, una menuda mujer de espaldas y caderas

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aquella fea mujer. Era la única que en los alrededores de su casa, había sembrado fl ores, hierbas aromáticas y otras especies con las cuales condimentaba los alimentos o curaba a los enfermos. A pesar de su juventud y duración matrimonial, esta pareja no tenía descendencia.

Acompañaba al matrimonio, una joven shuara llamada en su etnia, Inisha, la cual hacía las veces de mucama, ayudaba en los quehaceres domésticos, especialmente, transportaba el agua en sus espaldas para la preparación de los alimentos y la bebida de los sedientos protectores.

Esta pobre mujer adolecía de secuelas de alguna enfermedad o tal vez fue de nacimiento que habían deformado sus extremidades inferiores a tal punto de hacerlos parecer dos palitos torcidos. Los pies eran dos muñones con unos apéndices tan pequeños que correspondían a los dedos. La caminata que hacía apoyándose en un bastón, de por si era un milagro para esta criatura; más aún cuando debía bajar y subir por varias ocasiones a la vertiente de agua, cargando un poro que envuelto en una bolsa de pita, sujetaba a su frente. Muchas veces en la subida, resbalaba y rodaba en el lodazal e iba a parar al fondo de la fuente; constituyendo una tragedia griega, el tener que levantarse y volver a llenar el recipiente. En ocasiones se demoraba toda la mañana en este menester. Sin embargo esta discapacidad no fue impedimento para que a más de ayudar a la señora de la casa, incremente la familia, dando a Jesús Vinza dos hijos varones muy sanos y robustos, a los cuales el muy pícaro quería negar su paternidad, argumentando que a esta pobre criatura, le acosaban los jóvenes shuaras que andaban por el sector y se aprovechaban cuando ella iba por agua. Según él, de estos abusos sexuales, quedó embarazada. Mentira absoluta, porque los de esta raza, no procreaban con mujeres

del pueblo. En las horas y días de descanso ayudaba a su madrina Isabel en los quehaceres de la casa. Maruja, era una niña shuara, menor que Paula, también había sido regalada por sus padres a esta pareja, muy delgada, bastante tímida y callada, igualmente el cabello cortado en melena, acompañaba a Paula a la escuela.

Durante los días de clases, en esa casa pernoctaban los estudiantes, niños y niñas, quienes salían el lunes desde las tribus aledañas para regresar el viernes por la tarde. Todos ellos aportaban con yuca, plátano, carne de cacería y con su trabajo en las tareas de agricultura y otros menesteres, como transportar el agua desde un riachuelo cercano al pueblo a cambio recibían un rincón para dormir y la comida.

Otro de los colonos a quienes la familia Cazar Noboa, recibiera por algunos días, en su casa, brindándolos cobijo y alimento, antes de que se ubiquen en la Tenencia Política. Se trataba de Jesús Vinza, hijo del primer matrimonio de Isabel Arcos. Este singular colono, tenía una estatura pequeña, llamaba la atención por su pronunciada nariz. A los pequeños recién llegados, les recordaba a pinocho, sacándolos, por aquellas ingenuas memorias, sonrisas picarescas. Había llegado para trabajar de Policía y como lo que menos tenía era ocupación, también tomó algunas hectáreas de terreno baldío para dedicarlas al cultivo. Para hacer respetar la ley, cargaba en el hombro una carabina que le llegaba hasta los talones. Estaba casado con Doña Julia Portilla, mujer muy trabajadora, como todas las macabras, tenía un aspecto hombruno, su cabello lo traía recogido en una melena; poseía ciertos rasgos grotescos que le daban la apariencia de bravucona. No despertaba confi anza en los niños quienes trataban de estar lo más lejos posible de

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Julia era demasiado delgada, parecía que se sostenía solo en sus huesos, con una actitud de víctima que va al matadero, siempre estaba cabizbaja, no miraba de frente con sus pequeños ojos sumergidos en sus cuencas, cuatro clavijas en su boca, no le ayudaban mucho en su masticación. A pesar de ser aún joven, daba la apariencia de una abuela amamantando a su nieta. Las pocas veces que se le escucho reír, soltaba una aguda carcajada, similar al relincho de una yegua. Esta risa y su apariencia calamitosa, hizo que los niños citadinos crearan cierto recelo en su trato; pero no fue óbice para que visitaran esa casa e hicieran buena amistad con sus tres hijos pequeños. Al año de llegada la familia Cazar Noboa, Don Herminio Bone y su clan, regresaron a vivir en Macas.

Pascual Bravo, era hijo de Juan Bravo, en sus primeras nupcias. Vivía al otro lado del río Chiguaza en unión libre con una shuara, por lo que participaba muy poco de las actividades pueriles de sus habitantes.

El profesor Don Jesús Cabrera, era soltero, desde que había llegado pernoctaba en la escuela. Su pasatiempo favorito era charlar con quien estaba dispuesto a escucharle. La bebida del licor destilado en los trapiches de los colonos y la chicha de los shuaras a cuyas casas concurría muy acucioso los fi nes de semana; complementaban este pasatiempo.

A los pocos meses que se quedó la familia a vivir en esta Parroquia, llegó el Teniente Político. Un joven tal vez de unos veinte años, soltero, llamado Luis Alberto Moncayo. Como no tenía nada que hacer en este cargo, entabló gran amistad con Javier, concurría a su casa para comer y charlar de muchos temas sociales, religiosos políticos y

en esas condiciones.

Lo raro en esta familia fue que, cuando llegaron para hospedarse en esa casa, un primo de doña Julia, llamado Leonardo Jaramillo, soltero, inició un romance con aquella mujer, no sé si en venganza por la infi delidad de su marido o porque el destino le jugó una buena o mala pasada, pero enamorada como estaba, huyó con su amante para instalarse a vivir en Macas, dejando en libertad a Jesús e Inisha, quienes trajeron otro vástago para aumentar la población de Chiguaza. La llegada de niños, por la vía que fuera, era bien vista por los adultos y viejos que hacían lo imposible para que la parroquia no sucumba por falta de habitantes.

Julia Portilla, parió de su nuevo compañero, varios críos, lo cual era tema de comidilla entre los chiguaceños quienes no entendían porqué ella no tuvo hijos con Jesús Vinza, pero sí con Leonardo Jaramillo. La gente que elucubraba, decía que era porque el policía Vinza, tenía un miembro viril muy pequeño, de acuerdo a su estatura. Pero, para Inisha, funcionó muy bien este pequeño falo. Son las cosas de la vida que no tienen explicación.

Un poco alejado del centro del pueblo, vivía Don Herminio Bone, un mulato que había llegado de Esmeraldas a Macas. Se casó con doña Julia Carvajal y fueron a vivir en esta Parroquia. Al momento de la llegada de la familia aventurera ya tenían cuatro hijos pequeños, dos varones y dos mujeres, la última aún lactante. Como todos los colonos, también se había apoderado de cincuenta hectáreas de selva y unas pocas las habían cultivado. Era un amante de Baco y del tabaco. La llegada de Javier le cayó como anillo al dedo, ya tenía compañía en sus vicios varoniles.

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LOS ESTRAGOS DE LAS PICADURAS DE LOS INSECTOS.

Desde que iniciaron el trayecto de la Shell a este lugar, toda la caravana constituyó un gran alimento para la gran variedad de mosquitos, chupadores de sangre. En cada rancho en que descansaban, la madre curaba las picaduras y trataba de aminorar el escozor que les producía, especialmente a los pequeños. En Chiguaza, igualmente fueron bautizados por estos insectos que al percibir sangre virgen, sana, dulce y diferente a la de los ya conocidos proveedores, se ensañaron en succionarlos sin piedad.

Una comezón agradable e insistente se les presentó en todas las partes descubiertas, miembros y cara. Los niños, con la inocencia e ignorancia de sus consecuencias y con un exacerbado placer, como si fuera un rito inexplicable, se rascaban, se rascaban y se rascaban, cada noche; hasta que les apareció unas erupciones desagradables que posteriormente se infectaron, convirtiéndose en pústulas, acompañadas de fi ebre, dolor de cabeza y malestar general, dando la apariencia de una terrible y masiva viruela. Felizmente esta peste no llegaba por estos rincones, de haberla contraído todos habrían terminado sus días en menos de lo que canta un gallo. Además, en la ciudad, los niños fueron vacunados para no adquirir esta enfermedad.

El más afectado por las picaduras, fue Nelson, la gente sonría argumentando que también estos minúsculos insectos han sido un tanto selectivos y le preferían por ser el blanquito, rubio y de ojos azules. Él no tenía un espacio

otros, mientras levantaban el codo, saludando a la suerte de haberse encontrando con alguien que pudiera intercambiar conocimiento. Él había terminado la instrucción secundaría en alguna ciudad serrana pero por ser alcohólico no pudo trabajar en ningún lugar de responsabilidad. Su padre le consiguió aquel puesto político para que se entretenga y obtenga dinero para su bebida. Era un joven muy guapo, cabellos rizados, blanco, nariz recta, ostentaba un bigote en su labio superior. Sabina, no permitía que su hija preadolescente, merodee por el lugar donde estaba la pareja ni se acerque a servirles nada. Javier fue el secretario de esta autoridad, uniendo así más los lazos de adicción a la bebida alcohólica. Creo que al año de convivencia en estas circunstancias, regresó a su Macas y a su familia paterna.

En cuanto a las tribus de los indígenas que habitaban en toda la extensión correspondiente a esta Parroquia, mantenían su cultura y tradiciones ancestrales, sin que se produzca confl icto con las de los colonos. El respeto era mutuo. Sus jefes ostentaban nombres por demás curiosos e ignotos para los recién llegados; así: Taijindia, Shiquia, Ayuy, Ananga, Tangamashi, Naguesha, Tzucanga, Cañisha, Jundiachi, Chiquimi, Ambusha, Caita, Tivi, Catani, Cugusha, Shuira, Sando, Cacepo, Guambanguete, Chuinda, Guachapala, Nayapi, Ushpa y otros. Estos nombres eran tomados, de aves, árboles, ríos o montañas. A medida que pasaba el tiempo la familia se iba familiarizando con su sonido y pronunciación. Algunos de los jóvenes trabajaban ocasionalmente para los colonos y eran los que estaban más en contacto con la poca población joven colona, aprendiendo el idioma español los unos y la lengua shuar, los otros.

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no hacía efecto; le dieron a beber pócimas de hiervas que, en algún momento, le produjeron una somnolencia tal que durmió desde las seis de la tarde hasta el día siguiente levantándose tranquila, solo con el aciago recuerdo de este inesperado acontecimiento. Desde entonces, los niños, al encontrar estas macabras criaturas, se alejaban de inmediato dejando su paso libre.

libre de estas llagas, especialmente en la cara; a tal punto que la madre hubo de cubrirlo con un lienzo bastante ralo para que no le molesten los otros insectos que lamían las pústulas.

Shavica, enfermera empírica, realizó la curación con productos naturales de la zona, bañaba los cuerpos de cada uno, antes de que se duerman, sumergiéndolos en una infusión de chatina, planta medicinal recomendada por los habitantes del lugar. Esta mata pequeña crecía abundante en forma natural en los alrededores de las casas, actuando como un desinfectante anti-infl amatorio produciendo alivio y desaparición de las llagas en pocos días y sin dejar ninguna cicatriz indeseable que delate aquel bautizo de bienvenida de estos molestos insectos.En la mayoría de las infl amaciones, por inoculación de sustancias nocivas y desconocidas para el organismo, la reacción es molesta y en ocasiones de consecuencias graves. Esta vez el sistema inmunológico de cada uno de los serranos, se defendió muy bien produciendo los anticuerpos necesarios para que en el futuro ya no tengan ninguna reacción adversa y la convivencia con estos pequeños aludos sea totalmente pacífi ca. No es que dejaron de alimentarse de su sangre, sino que se produjo una aceptación sumisa, por parte del huésped, como lo hacían los otros colonos.

Después de algunas semanas de incidentes, Dilma, la negrita, como le apodaban, había pisado descalza en un tronco e inmediatamente fue picada en su delicado taloncito por una hormiga negra, grande, y venenosa, que el padre dijo que se le conocía como conga. El veneno fue tan fuerte para la pequeña criatura, que su llanto de dolor, no cesó durante todo el día. La madre le aplicaba cataplasmas con todo lo que le recomendaban los expertos pobladores, pero

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aquellos tizones brillantes. Su padre alguna vez les había comentado que en la cordillera oriental, existía este Volcán y que estaba activo; que su erupción se podía ver y escuchar desde Macas y de sus alrededores con frecuencia; pero de Riobamba no se podía observar esta actividad. Jamás se imaginaron que serían testigos de este hecho de la naturaleza y que precisamente, este coloso, en Chiguaza les obsequiaría tal espectáculo.

Con la mirada clavada en el vigilante de la selva, Ciro se olvidó del dolor y ardor producido por la mordedura del roedor volador quien le había dejado un ligero corte en la pulpa de su dedo gordo. A los dos niños que velaban el curioso espectáculo les sorprendió el sol mañanero, con sus rayos también se apagó el fuego mientras algunas nubes cubrían la cima de la montaña, dejando para el recuerdo en las mentes infantiles este hecho trascendente e inolvidable. Se sintieron dos seres privilegiados, expuestos al más grandioso de los acontecimientos. La niña jamás imaginó que posteriormente de regreso a la ciudad, atravesaría por las faldas de este majestuoso cerro con su cúpula plateada, que cuando se enojaba, vomitaba fuego.

Cuando despertaron los dormilones, los dos niños que presenciaron la escena, enriqueciéndose con ella, relataron a la familia lo ocurrido, con lujo de detalles; de inicio no les creyeron, especialmente a Zoila, porque sabían que era buena para crear cuentos, aunque el padre ratifi có la presencia de ruidos comentando que así solía ser la erupción del mencionado Volcán. Reclamaron entonces, el no haberles despertado para participar de aquel cuadro viviente ya que nunca habían visto en la ciudad tal espectáculo, a pesar de estar rodeados por el Tungurahua, el Altar, el mismo Sangay, y el Chimborazo.

LA ERUPCIÓN DEL VOLCÁN SANGAY

Era una de esas noches claras, románticas y apacibles que invitan al insomnio, a pensar en lo que se dejó atrás, añorar lo que no se puede tener. A mirar duendes donde no existen, a crear fantasmas con las nubes danzantes. Posiblemente las brujas, los gnomos y demás criaturas de la noche habrán salido a retozar para regocijarse de aquella maravilla, mientras todos habían caído rendidos, en brazos de Morfeo.

Ciro, el más inquieto del clan, no había podido conciliar el sueño después de despertar asustado por la mordedura de un vampiro, en uno de sus dedos del pie. Acompañaba esta amarga experiencia, la tristeza de haber dejado tan lejos, a su querida Riobamba, sus amigos y sus juegos. La madrugada le sorprendió despierto, entonces salió al corredor de la casa prestada para mirar el valle de Chiguaza, en su plenitud.

La luna llena aparecía fulgurante, coronada de una aureola dorada, custodiada por miles de estrellas brillantes que titilando invitaban a seguirlas con la mirada. El niño despertó a su hermana Zoila para compartir con ella un espectáculo por demás grandioso, nunca visto en su corta vida, el cual, a la vez que les maravillaba, les causaba cierto temor. El Volcán Sangay había despertado de su letargo, lanzando estrepitosos rugidos, como fi era enjaulada; rocas incandescentes acompañadas de lenguas de fuego, querían llegar al cielo, para luego caer y esconderse en aquella alfombra verde que impasible recibía en sus entrañas

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El coro era al unísono: ala, a…, ama, a…, ara, a…, asa, a…, y así por el estilo. Este estribillo era con la fi nalidad de que reconozcan la letra “a” y su sonido. Zoila Luz no quería inmiscuirse en este aprendizaje, para ella no era prioritario, ya conocía todo el abecedario, la lectura de sencillos libros, como el “Semillitas”, de primer grado, o el jilgueritos de segundo grado y el escolar ecuatoriano de tercer grado, no solo que leía, también escribía, aunque de forma elemental; sabía sumar, restar, multiplicar y dividir los números básicos. Entonces esta educación le pareció una pérdida de tiempo; sin embargo prefería compartir con sus raros compañeros, que estar cuidando en la casa de sus hermanas Dilma y Ligia. Además, por la interacción con los nativos inició el aprendizaje de su lengua y sus costumbres.

La escuela no disponía de pizarrón, ni tizas, ni cuadernos, lápices u otro material necesario para el aprendizaje.

Con esta cantaleta se pasaban una o dos horas en la mañana, luego venía la preparación de la comida, porque todos almorzaban en la escuela. Los Alumnos aportaban con los productos de sus sembríos y el profesor, cuando cobraba su sueldo, compraba una gallina, un pato o carne para incrementar la olla común. Siempre mantenía en el fogón una olla grande de infusión de guayusa, hoja parecida al té, sazonada con miel, para que los alumnos sacien su sed. No quería que beban agua de la vertiente del pueblo, porque decía que tiene parásitos. La miel aportaban los comuneros. El que consumía el último mate, recipiente para beber, debía llenar la olla y agregar las hojas de guayusa y la miel que nunca faltaban.

El profesor, quien vivía solo, realmente gozaba con

LA ESCUELITA UNITARIA Y EL MAESTRO SOLTERÓN

En medio de aquel perdido paraíso y aunque cada día había algún hecho que llamaba la atención de adultos y niños, éstos últimos extrañaban sus estudios, el asistir a clases cada mañana para compartir con sus compañeros y maestros, especialmente extrañaban el no poder incrementar sus conocimientos a través de la lectura y enseñanzas proporcionadas por los educadores.

En esta Parroquia existía, tan solo, una Escuela unitaria llamada “Túmbez”, funcionaba hasta el tercer grado, con un solo maestro. Los dos varones no podían entrar porque ellos salieron de quinto grado. A Zoila Luz, quien salió de tercero, su padre le matriculó en este centro escolar para que no olvide lo aprendido, antes de cortar sus estudios.

Lo primero que le llamó la atención a la nueva alumna fue que todos los estudiantes se encontraban en iguales condiciones, es decir nadie se diferenciaba ni sabía en qué grado se encontraba. Los pupilos eran más shuaras que mestizos, por lo que el profesor se dedicaba especialmente a este grupo para transmitir sus enseñanzas sobre el idioma castellano, haciéndoles leer y releer hasta el cansancio, unas cartillas enviadas por el Ministerio de Educación a través de sus organismos descentralizados. De tanto uso y abuso, los documentos ya se encontraban rotos, manchados, arrugados o con sus letras perdias.

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pueblo, su padre le llevaba todas las mañanas y le retiraba por la tarde. Maruja y Paula que vivían en casa de Doña Isabel Arcos. Paula se acercó desde el comienzo a Zoila Luz, y se hizo su amiga, pese a que era muy introvertida. De las mujeres era la de más edad, tenía trece años, pero en su estatura y robustez parecía una niña de unos nueve años, era más pequeña que su nueva amiga. Bastante curiosa, escuchaba encantada los relatos de la ciudad, preguntaba con frecuencia acerca de la vida urbana y comentaba que cuando sea grande iría a conocer Riobamba. Una gran tristeza refl ejaban sus grandes ojos negros, la melena redondeaba su cara, algunos dientes cariados daban testimonio de su desnutrición y los pocos buenos que tenía estaban bastante torcidos, sin embargo cuando sonreía se le iluminaba el rostro y salía una belleza angelical de ingenua adolescente. Era bastante generosa, aunque solamente con Zoila ya que con Maruja no tenía cordiales relaciones y era algo abusiva.

Decía tener una hermana llamada Carlota, mayor que ella y que vivía en Macas, pero no recordaba su rostro ni su apariencia, demostraba un gran deseo de conocerla.

En el hacinamiento en que vivía, compartía su camastro con Maruja, y el espacio destinado a dormitorio con los otros adolescentes shuaras por estas condiciones del único dormitorio, era abusada sexualmente por uno de ellos. Este incidente le confesó a Zoila, pero le hizo prometer que no avisaría a nadie, porque decía que a ella le castigarían y hasta le podían enviar fuera de la casa, lo cual hubiera sido una tragedia ya que no tenía a donde ir.

Posteriormente, esta muchacha ya crecida, sería protagonista de una espeluznante historia dada en esta

la compañía de los bulliciosos niños, era su distracción compartir con ellos, no así sus enseñanzas, porque nada enseñaba, solo departía con sus actividades de artista, entonaba algunas notas con su guitarra y cantaba las melodías de la Madre Patria. Por la tarde, se realizaba la reunión general de canto y baile, al compás de un instrumento musical, al cual le quedaban pocas clavijas.

En otras ocasiones, durante la tarde, especialmente cuando el astro rey nos brindaba un delicioso calor, bajábamos al río Chiguaza para nadar, claro, los que poseían esta destreza, o para aprenderla, los que no. De hecho Zoila Luz aprendió a nadar con estos compañeros y con sus hermanos. Allí aprovechaba el profesor para despiojar a los alumnos con jabón de D.D.T. a todos les enjabonaba y les dejaba por unos minutos en el sol y luego se sumergían en el río, posiblemente estos parásitos se iban con la corriente o algún pez se los tragaba. Esta rutina la realizaba cada mes. Los shuaras, hacían gala de sus habilidades lanzándose desde una alta peña en la que chocaba el agua formando una gran poza con un riesgoso remolino. Lo que llamaba la atención era que el profesor no sabía nadar y tampoco se había interesado en aprender, si por desgracia, algún osado incursionaba en lo más profundo y se ahogaba, él no sería su salvavidas; confi aba en los alumnos más grandes, para este auxilio. Felizmente no pasó nada de esto en el tiempo en que la nueva alumna permaneció en la escuela, ella disfrutaba como nunca de estos paseos avalados por la curiosa y osada edad infantil. Otra diversión de los muchachos era treparse en las lianas para cruzar de un árbol a otro. Posteriormente esta diversión también lo realizaban, Nelson y Ciro.

Tenía por compañeras, tres alumnas, una llamada Rosalía Chuinda, que era Shuara y que vivía cerca del

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Un día en que posiblemente algo molestó al profesor, sin pensar dos veces, decidió cambiarse al nuevo sitio, lo poco que tenía metió en una bolsa de tela y participó su decisión al alumnado. Los estudiantes ayudaron en el traslado y se hicieron cargo de las cartillas ya conocidas y del catre del profesor.

Una vez instalado en la nueva escuela, comunicó a los adultos el cambio. Los estudiantes, debían caminar por lodazales, potreros y selva primaria para llegar a las clases, después de más de una hora de ejercicio. Iban en grupo para hacer amena la caminata. Los guías siempre eran los nativos, expertos en caminar y abrir senderos en la selva, para llegar a cualquier lugar.

Durante el trayecto iban recogiendo hojas silvestres, frutas que caían de los árboles y otros productos conocidos por ellos, para aumentar la comida. En ocasiones escarbaban en el barro y comían uno de color blanco que decían era de sabor dulce, posiblemente esta necesidad se debía a la falta de hierro en su sangre.

Así, en días lluviosos acompañados de relámpagos y truenos, en tardes de sol, unas veces cantando y otras llorando, corriendo y jugando, atrapando mariposas, lagartijas, ranas, renacuajos, gusanos, hormigas o cualquier otro ser viviente, pequeño habitante del bosque que tenía la desgracia de cruzarse en el camino con estos alborotados niños, avanzaban despreocupados y felices; día tras día, hasta completar el año escolar y decir que han sido promovidos al siguiente grado. ¿Cuál?, nadie sabía ni se preocupaban de averiguar.

En el siguiente año, las lecciones, los cantos, es decir la historia se repetía.

Parroquia y contada por los colonos, jóvenes y viejos.

El maestro, se llamaba Jesús Cabrera Vicuña, oriundo de la capital, muy afi cionado a la bebida. Había perdido un ojo, no se sabía porque ni cuando de esta pérdida y el otro que le quedaba era de color azul. Ostentaba una larga barba gris. No se conoció la razón por la que llegó allí, solo conversaba que su madre era viuda, vivía en Quito y él le mandaba algo de dinero de lo poco que ganaba. Casi siempre su sueldo, llegaba con tres meses de atraso y los gastaba en comprar alcohol y aportar en la alimentación de los doce alumnos a su cargo.

Los fi nes de semana o días festivos en que no había clases, iba con los niños shuaras a pasar en las tribus, bebiendo chicha de yuca.

Los moradores a petición de él, habían construido otra casa para la escuela, ya que en la que funcionaba era prestada de uno de ellos, esta nueva casa se encontraba a varios kilómetros del pueblo e iba a ser penoso para los niños caminar hasta ese lugar. Los habitantes no querían que se pase a la nueva casa porque querían escuchar la algarabía de los niños, decían que eso daba vida al pueblo, gozaban de los cantos y de los juegos, cuando salían a la plaza.

El profesor calculaba la jornada de estudio, basándose en movimiento del sol, cuando éste solía aparecer y en los cantos de las aves, cuando el cielo estaba gris o la lluvia, los truenos y los relámpagos se hacían presentes. Allí el reloj, ni siquiera el de arena era conocido por ninguno de los habitantes, peor de los niños. Las horas pasaban en un jolgorio y alegría que no sentían su marcha.

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UN INOVIDABLE VIAJE A LA ESCUELA

Una de tantas mañanas en que llovía torrencialmente, el grupo de niños que siempre anunciaba al pasar por la casa de la familia Cazar Noboa, para que Zoila Luz se incorpore a ellos hacia la escuela, decidió desviarse por un sendero aledaño, por lo que ella se quedó fuera de la caravana. Su padre era tan estricto que no le permitió faltar y quedarse en la casa. Para él, primero era la disciplina y responsabilidad de estudiante.

La niña, pensando en todo lo que debía atravesar y con la lluvia hasta el cogote, optó por llevar a su hermana Dilma en la creencia de que sería una compañía en ese viaje solitario; más esta decisión no fue la más acertada, se convirtió en un tormento porque tuvo que cargarle en su espalda durante todo el trayecto y esto hacía que no pudiera avanzar con la agilidad necesaria. Rayos, truenos y el chubasco que no paraba hacía caer ramas de los árboles, el sendero era un río de lodo y no veía por donde pisaba, solo escuchaba el monótono sonido: ¡zoc!…, !zoc!…, !zoc!… al hundirse los pies descalzos en aquel fangal. Quería correr pero caía con su hermana a cuestas. La ira y las lágrimas de impotencia y miedo juntándose con la lluvia y el sudor resbalaban por sus mejillas. Se sentaba en los troncos caídos para descansar y sonarse los mocos que fl uían a raudales como queriendo distraerle de aquella ominosa situación. En uno de esos descansos, de pronto, escuchó un rugido que paralizó por un instante los ya silenciosos ruidos de la selva, la respiración y los latidos del corazón también se

¿Qué aprendió la pupila, en los dos años que pasó en esta escuela?, de conocimientos formales nada, de experiencias, mucho. El compartir sus actividades con la cultura diferente de los niños y adolescentes, tanto hijos de colonos de muchos años, como de shuaras residentes ancestrales de estas tierras, enriqueció su personalidad y su amor a la naturaleza.

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inventar hechos irreales, pero en esta ocasión, todo fue verdad. Sin embargo sentía rabia con sus progenitores, con su padre por ser tan estricto y obligarle a ir a la escuela en esas circunstancias y con su madre por no actuar en su defensa e imponerse ante él para que no permita que vaya sola.

¿Qué aprendió ese día en la escuela?, ¡nada!, pero en la vida y a tan corta edad, aprendió a sobrevivir, especialmente, a vencer sus miedos.

paralizaron al mirar a un enorme felino de color café claro con manchas negras, que rugía enseñando sus colmillos. El salvaje animal se detuvo por un momento para mirar a las dos niñas que abrazadas trataban de no moverse quedándose como estatuas petrifi cadas en aquel rústico asiento para no llamar la atención de aquel descomunal animal. Parecía que Dilma, en su corto entendimiento, aprehendía la situación y colaboraba con su silencio. El feroz animal, amo y señor de esos dominios, desapareció por la jungla tupida dando un ágil salto. Las muchachas asustadas, se quedaron un tiempo más en esa posición con la creencia de que el selvático habitante regresaría y les convertiría en su alimento.

A partir de ese momento, Lucha sacó fuerzas de donde no tenía y sin parar ni regresar a ver corrió como alma que lleva el diablo cargando a Dilma hasta llegar a la escuela. La demora del viaje hizo que llegaran al almuerzo, ya se habían terminado las sesiones de lectura, canto y baile. Por lo menos la vianda de ese día, sopa de plátano con pescado, amainó el ánimo tan agitado y temeroso de las dos niñas; fue el ágape más delicioso que había comido y con la compañía más maravillosa, considerando su terrible experiencia vivida apenas unos momentos atrás. No increpó ni preguntó a sus compañeros ¿por qué no pasaron a verle?

Por la tarde, de regreso a la casa, con los compañeros que le ayudaban a cargar a su hermana, trató de no acordarse de aquel malhadado acontecimiento y no les comentó nada de lo que había vivido esa mañana, a los niños ¿para qué?, se decía a sí misma, total no le iban a creer. Tampoco relató el acontecimiento a sus padres y hermanos, le dirían que siempre está creando fantasías, cierto es que le fascinaba

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Al encontrar este tesoro la alegría inundaba sus rostros, tendrían luz en su casa. Con esta materia seca, colocada en chimbuzos realizados de hojas verdes de toquilla, hacían fuego y su luz se mantenía sin apagarse hasta que se acabe la resina, consumiéndose muy lentamente e iluminando por la noche la estancia. Toda la población utilizaba esta forma de lumbre.

Los nativos utilizaban también el hollín producido por la combustión, para sus tatuajes y los de sus hijos. Los frutos, que lo llamaban cunchay, cuando estaban maduros, los incrementaban a su dieta. Sin embargo como no tenían sentido de la necesidad de mantener este patrimonio, para poder cosechar sus frutos derribaban al árbol destruyendo no solo a este coloso vegetal sino todas las formas de vida que se asentaban a su amparo. Hoy dicen los nativos que su implantación es muy difícil, debe ser digerida por la pava montañés y eliminada entera después de su proceso de digestión, para que la semilla germine.

Era tan rica la producción de este bosque, que la gente de la zona creía que nunca se iba a terminar y comenzó su explotación para madera, una vez que la carretera llegó a estos lugares. Como este ejemplar y muchos otros necesitan condiciones especiales para su fl orecimiento y mantenimiento, han desaparecido del escaso bosque que ahora queda.

EL CORPULENTO, MILENARIO Y GENEROSO COPAL.

Así se llamaba un árbol endémico de la zona, al encontrarlo en medio de la selva virgen producía un gran respeto y alegría ¿por qué…? ¡era especial, muy especial…! A su alrededor no crecían muchas plantas grandes, solo pequeños matorrales y plantas rastreras de hojas muy hermosas, parecían bordadas por las más fi nas y delicadas manos, por las hadas de la selva. Permitía a los niños jugar dando vueltas alrededor de su circunferencia y esconderse en su gran perímetro. De sus ramas, que parecía que ya llegaban al cielo, pendían las más variadas lianas de todo calibre en las cuales crecían toda clase de plantas saprofi tas que vivían en una perfecta simbiosis.

Además, el gran follaje que recibía a plenitud el sol y la lluvia era la morada de un sinnúmero de aves, especialmente de las grandes, como la pava silvestre, el tucán y otras que hacían sus nidos allí tomando sus sabrosos frutos para su alimento y el de sus polluelos. Era uno de tantos árboles gigantes, habitantes de la jungla amazónica, pero éste prodigaba más benefi cio a los humanos y a la fauna silvestre.

Para los muchachos aventureros que una vez adaptados en ese ambiente siempre andaban buscando nuevas experiencias, era una alegría encontrar a este majestuoso ejemplar vegetal. De su enorme tallo manaba una resina que al caer al suelo se secaba y sus lágrimas, como lo decían sus admiradores, tomaban formas prismáticas.

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Estaba solo, sentado en un camastro hecho de guaduas partidas, bebiendo chicha de yuca. Su torso lucía desnudo, quemado por el sol. La parte baja estaba cubierta con un taparrabo que, en la jerga de ellos, lo llamaban itipe. En los muslos y los brazos exhibía tatuajes y símbolos extraños que representaban, animales, aves e insectos de la selva. Ostentaba en todo su cuerpo, cicatrices grandes y pequeñas, resultado de las guerras libradas con otras tribus. Era el guerrero llamado Cacepo en honor a un frondoso árbol espinoso que regalaba sus semillas de color rojo y negro con las cuales realizaban los abalorios para adornarse, tanto los hombres como las mujeres. Representaba a la tribu, mantenía a cinco esposas que le habían dado una gran cantidad de hijos, nietos y bisnietos que vivían a su amparo. Muy temido y respetado, no solo por su familia, también por otros guerreros y tribus vecinas, a pesar de que ya no guerreaba ni trabajaba, pasaba tomando chicha y consumiendo los alimentos que, en turnos, le preparaban sus esposas.

Los primigenios, que en esa época no sabían de uniones con una sola mujer, formaban su hogar con las esposas que podían comprar. La primera esposa que era la mayor de todas, generalmente se había unido por acuerdo entre los padres del uno y del otro. Las demás eran compradas por el hombre, siendo niñas. En ocasiones esta compra se hacía inmediatamente que nacía. El pago por este negocio consistía en un machete, un hacha, herramientas muy cotizadas para la labranza; una pieza de tela, llamada tarachi, una escopeta ó algún animal de cacería.

Cuando las niñas eran compradas muy tiernas, permanecían en la casa de sus padres, bajo estricta custodia de su madre o de las mujeres de la tribu hasta que las

CACEPO, UN VIEJO GUERRERO RETIRADO.

El sueño de Zoila Luz, durante el tiempo que estuvo en la ciudad, era conocer a algún guerrero que se pareciera a Yaguarmaqui (manos ensangrentadas), quien se casó con Cumandá, en la novela del mismo nombre y cuya descripción le produjo una ávida curiosidad pero al mismo tiempo temor. Por esta curiosidad no se perdía de acompañar a sus hermanos en las andanzas y aventuras que emprendieran.

Los alumnos de la escuela también eran amigos de sus hermanos, algunos de ellos inclusive pernoctaban en la casa de sus padres y fue así que en una ocasión dos niños indígenas compañeros de ella, les invitaron a pasar un fi n de semana en la tribu de su abuelo.

Con la respectiva anuencia de los padres, emprendieron el viaje, Nelson, Ciro, Zoila Luz y los dos niños vernáculos. Después de caminar toda la mañana y habiendo salido muy temprano llegaron al medio día a la casa del abuelo de los anfi triones. De inmediato llamó la atención de los tres citadinos un hombre viejo de estatura pequeña, muy corpulento, musculoso, cuya piel colgaba en sus tetillas, como si algún día hubiesen sido ubres; de pocos cabellos largos, lacios y grises. Su rostro, era alargado y con los pómulos protuberantes, muy risueño, brindaba una sonrisa producto de una paz interior que daba seguridad y confi anza a los visitantes, en ella mostraba los dientes delanteros completos pero manchados de negro.

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de un solo ambiente, con un camastro y siempre el fuego acompañante de día y de noche. Estas casas eran utilizadas por los casados con sus esposas cuando no querían dormir en la casa principal o debían cumplir con sus obligaciones conyugales con alguna de ellas. En una de éstas casas ubicaron a los niños invitados para que pasen la noche, después de haberse hartado de plátanos y yuca cocinada al vapor acompañada de carne de venado, asada. Todos los alimentos se consumían sin sal.

Los amigos que los habían invitado a pasar dos días en la tribu de su abuelo y protector, les informaron que aquel hombre de cara risueña, actitud pacífi ca y benevolente, era el responsable de muchas muertes, entre ellas, la de jefes guerreros cuyas cabezas las había convertido en tzantzas. Estos trofeos los sacaba en las fi estas para recordar las batallas bailando alrededor de ellas. Las guerras se daban generalmente porque el brujo informaba, ante la muerte de alguno de ellos, que había recibido un malefi cio de otro brujo o porque un hombre ajeno a la tribu, había robado una mujer propiedad de la tribu atacante. Zoila Luz, en su jactancioso e infantil cerebro ya tramaba hacer un cuento de este guerrero que conoció. Se imaginaba ver sus grandes manos chorreando la sangre rutilante desparramada entre sus dedos y sosteniendo las cabezas cortadas; como lo hizo Salomé con la de San Juan Bautista. No sentía ningún miedo ante estos pensamientos.

Así mismo, los hicieron saber que cuando alguien de la tribu moría, sea hombre, mujer o niño, enterraban su cuerpo en una de las casas con sus pocas pertenencias y todos abandonaban el lugar para irse a vivir en otra parte.

hormonas anunciaban su ebullición con la consabida menstruación; a partir de lo cual eran entregadas a su esposo sin aspavientos ni ritos alharaquientos como lo hacen en las sociedades occidentales.

La última esposa de Cacepo, que era la más joven, tenía la apariencia de una adolescente, cargaba un hijo que frisaba entre los dos o tres años de edad y estaba embarazada de otro.

La casa donde habitaba disponía de dos ambientes, en el uno pernoctaban todos los varones, hijos, nietos y bisnietos de Cacepo, pero que ya estaban en edad de casarse, cazar y pelear en las guerras. En el otro ambiente permanecían las mujeres de todas las edades y los varones lactantes o que aún requerían del cuidado y protección de su madre. Todas las esposas convivían en perfecta armonía, ayudando en el cuidado y alimentación de los críos. Ningún varón adulto o adolescente, podía entrar en el aposento de las mujeres.

Por cierto, en esa tribu lo que más existía eran niños y niñas de todas las edades, desde lactantes hasta prepúberes, quienes andaban desnudos o vestían largas camisetas que les llegaban hasta las rodillas. Los jóvenes y adultos cubrían su cuerpo con un pantalón largo o corto, el tórax estaba descubierto. Las niñas y mujeres adultas vestían una tela rústica de color azul marino, las esquinas se recogían en uno de sus hombros, amarradas en lazo.

Los hombres dormían juntos en un solo camastro. Los pies colocaban en un palo que atravesado muy cerca de las brasas les calentaba toda la noche.

Muy cerca de la casa principal habían varias casas

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EL BRUJO SHIQUIA

Lucha compartía su catre con su hermana Dilma. Solía tener sueños por demás inverosímiles, tal vez porque en la inconciencia afl oraban los recuerdos de la ciudad; su historia infantil, su abuelo, etc., por lo que, una madrugada, soñó que estaba en su querida ciudad de Riobamba, cerca del mercado San Francisco, comprando frutas y disfrutando de la compañía de todos sus hermanos y de su amado abuelo Joaquín a quien extrañaba mucho. Los perros callejeros se disputaban un gran hueso encontrado en el basurero, en esta disputa la pelea era de muerte y los ladridos, por demás fuertes, golpeaban sus oídos. Estos ruidos la hicieron salir del sopor y ubicarse en la realidad.

Mirando el toldo de su catre, despertó del sueño ubicándose de nuevo en Chiguaza, en la casa comprada al colono Herminio Bone, quien se marchó a vivir en Macas al poco tiempo en que la familia Cazar Noboa llegó a esta población. Como todas las casas, su construcción era de guadua partida, que lo llamaban quincha y techo de paja. Se pasaron a esta propiedad después de seis meses de haber estado en la Tenencia Política. A más de la vivienda, la propiedad disponía de sembríos de caña de azúcar, plantaciones de yuca, plátanos, papa china, camote, potreros, un caballo y una vaca. Sabina recibió también su legado de gallinas y patos.

Cerca de la casa había instalado un trapiche de madera operado por el caballo en la molienda de la caña para procesar la miel que utilizaban en su alimentación. Era

Con este paupérrimo conocimiento de las costumbres de los nativos, diferente a las de los colonos, los convidados regresaron a su casa al día siguiente, para continuar con su vida rutinaria.

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En la cara totalmente pintada con símbolos, para ellos, representativos, sobresalían sus pómulos que dejaban ver unos ojillos rasgados que acentuaban su expresión dura y feroz. Masticaba algo y lanzaba escupitajos al suelo. Vestía como única prenda, un itipe muy colorido que cubría desde la cintura, hasta la mitad de las piernas.

Lucha, que en la ciudad había leído y escuchado cuentos de brujas y brujos, tenía en su mente la imagen, generalmente de viejos o viejas, con pocos cabellos y sin dientes, nariz aguileña, arcos orbitarios salidos tratando de ocultar los ojos, jorobados y arrimados en un bastón de palo, vestidos de harapos sucios, mal olientes, etc. Esta fi gura que tenía delante, totalmente diferente a la de su imaginación llamó su atención y girando alrededor de aquel ser humano miraba de hito en hito todo lo concerniente a su indumentaria, a su persona y a sus mujeres. Se decía a si misma -¿cómo puede un brujo, ser de esta manera?-

El brujo, le clavó la mirada lanzando un escupitajo con fuerza, como queriendo intimidar a la avezada curiosa, sin embargo, ella no se amedrentó y por el contrario le devolvió una sonrisa. Entonces, aquel desconocido pronunció algo en su monserga dirigiéndose a su acompañante joven lo cual produjo una sonora carcajada de sus esposas. Ella quería saber qué había dicho su interlocutor y preguntó al joven, quien tradujo la expresión de esta manera: “Si no fueras blanca, te compraría para que seas mi mujer”. El padre indignado mandó entrar a la niña, de inmediato, a la casa manifestando que ella no debía exponerse de esa manera ante los indígenas. ¡Pobre progenitor!, queriendo proteger a su querida hija, cuando ella cuantas veces en sus viajes a la escuela lo hizo sola y en las excursiones realizadas con sus hermanos se encontró con tantos nativos en el camino.

el único aparato en la localidad que, aunque rústico, sus piñones se movían por el esfuerzo del caballo y cumplía con su cometido.

Una jauría de perros cazadores producían los ladridos desesperados y agudos que fueron los que se metieron en el sueño de Lucha y despertaron a todos los de la casa. Como siempre, la curiosa niña y sus hermanos asustados, salieron a investigar qué ocurría, porqué tanto alboroto; ya que estos ladridos estaban acompañados por voces que, posiblemente, azuzaban a los animales.

Sixto junto a su padre, había salido antes; se encontraban dialogando con un nativo de rara vestimenta, acompañado de cinco mujeres quienes, en fi la, se ubicaban detrás de él. El padre les informó que, aquel singular personaje, era el brujo Shiquia quien había llegado hasta allá persiguiendo una guatusa, los perros eran quienes querían atraparla pero el pobre animal se escondió, quién sabe dónde, para salvaguardar su vida. Ante la derrota de los cazadores, el nativo brujo optó por acercarse a la casa del colono para solicitar unas pocas cañas de azúcar. En la jerigonza que trataban de hacerse entender, lo hacía un joven acompañante que algo entendía de la lengua castellana.

El brujo, ostentaba una larga cabellera negra, bien cuidada, lacia, que le caía hasta la cintura. Una melena tapaba su frente; de alta estatura y mediana edad. Se mostraba altivo, cargaba en su hombro una bodoquera y en la cintura el poro de saetas envenenadas. También portaba en su espalda una escopeta de municiones. El tórax estaba cruzado de collares y plumas multicolores dejando ver la gran musculatura pectoral. Brazos y piernas tensos, como que estaba alerta a cualquier ataque.

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de sus raíces, tallos tiernos u hojas, produce reacciones alucinógenas, por ello, brujos, curanderos y caciques de las tribus lo bebían para caer en trance y, según sus creencias podían comunicarse con los seres del más allá.

Felizmente para los colonos el brujo no se metía con ellos, ni los espíritus le manifestaban que uno de ellos a quienes llamaban blancos o apaches, había sido el causante de la muerte de algún nativo. Si esto hubiera sucedido, los cuatro gatos que vivían en aquel lugar habrían desaparecido en un santiamén. La convivencia entre estos dos grupos era pacífi ca, respetuosa, tolerante y de colaboración mutua.

Desde aquel encuentro, la niña tenía mucho respeto por los brujos y curanderos, cambió su concepto acerca de estos personajes de fantasía y cuentos, claro que nunca se volvió a encontrar con el brujo Shiquía ni con otro que se le pareciera.

En esa cultura, los hombres eran los únicos que realizaban estas prácticas, lo que no sucedía con los mestizos cuyos hombres y mujeres, más estas últimas se dedicaban a practicar y ofrecer estas mágicas acciones.

Nunca fue objeto de insinuaciones o acosos por parte de ellos.

En la noche, la chiquilla recordaba el incidente, el concepto que tenía de un brujo cambio totalmente, pensaba en cómo sería la vida de aquel curandero, cómo realizaría sus ritos, en qué ayudarían las esposas en estas magias. No quedaría sin respuesta su curiosidad, pensó –mañana preguntaré a los niños shuaras acerca de este extraño personaje-

Al día siguiente, relató lo acontecido a sus compañeros escolares y preguntó a uno de ellos, el más grande y de la raza nativa llamado Pedro Chuinda, si conocía al brujo, este niño le manifestó que todas las tribus le tenían mucho respeto porque curaba a los enfermos e identifi caba a los enemigos, para lo cual tomaba una pócima de una raíz cuya planta se llamaba “ayahuasca”, pues entonces así se comunicaba con los espíritus de los que habían muerto y eran los que le informaban quien había embrujado a quien, así mismo le aconsejaban cuándo iniciar una guerra para vengar las muertes producidas por este embrujo. Todos le obedecían y marchaban a la guerra. Generalmente sus enemigos eran los Achuaras; otra etnia del Oriente, residente en la frontera con el Perú. El brujo y su familia no se alimentaban de carne de ningún animal o ave, tampoco incluían en su dieta, ají, cebolla, sal o cualquier otro condimento natural, decían que la sal le hacía perder los poderes y su dieta era muy estricta. No aceptaba nada de alimentos ni bebidas que no sean preparadas y brindadas por sus esposas.

La ayahuasca, es una planta que se encuentra en la región Amazónica, libre de cultivo. Al beber la infusión

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manera compraban los otros habitantes. Era una algarabía este negocio, porque el comerciante exponía en el corredor todos los productos que vendía.

En este lugar, como en otros, apenas circulaba el sucre; entonces, el sistema de este negocio era el trueque. A cambio de sus productos ingresados desde la serranía, el vendedor recibía, reses, oro en polvo o en pepitas, tabaco, zurrones de alcohol, gallinas, etc., y unos pocos empleados como el profesor, el teniente político, el secretario y el policía, pagaban en dinero.

Si bien, este negocio que era muy difícil y riesgoso, no por asaltos, sino por riadas que podían hacer fracasar su paso, llevándose además todos los bultos, incluido los dueños; les dejaba sendas ganancias. Muchos de ellos se enriquecieron con esta forma de trabajo, adquiriendo grandes extensiones de tierra en todas las provincias orientales.

Era tan esperada la llegada de este personaje que a más de romper la monotonía del pueblo, llevaba la información de los acontecimientos de las ciudades de donde eran oriundos; así, noticias políticas, económicas, religiosas. Además, siempre transportaban los periódicos del día en el que habían salido de la ciudad, el único diario que hacía su aparición, era “El Comercio”, leído con avidez por Javier, por el Teniente Político y el profesor. Los otros se conformaban con ver las fotos, ya que eran analfabetos.

Una vez que cumplían con la venta, antes de avanzar a la otra etapa, los comerciantes se reunían con los parroquianos y entre cuento y cuento, sobre los percances de la travesía, sobre la carestía de la vida y otros temas, libaban abundante licor, decían que: “para ahogar las

LA LLEGADA DEL COMERCIANTE

Un acontecimiento que invitaba a celebrar como si se tratara de una fi esta, era la llegada del comerciante ambulante, al cual le habían dado el apodo de “Randy”, se desconocía el origen de este mote.

El personaje llegaba generalmente acompañado de dos o tres cargadores nativos haciendo su aparición cada dos o tres meses. En sus cargas transportadas en sus espaldas, llevaba desde agujas hasta machetes, escopetas con sus respectivos pertrechos, hachas, tacos de dinamita, tijeras, telas, peinillas, espejos, jabones de ropa y de baño, telas de sencillo tejido de algodón y otros aperos que comerciaba con los colonos y con unos pocos aborígenes.

Los comerciantes vendían desde la Shell, hasta llegar a Macas. En varios sitios pernoctaban de dos a tres días, hospedándose en la casa de algún colono quien no le cobraba por este servicio, incluyendo la alimentación.

Cuando hacía su arribo, algún comedido tocaba el cuerno para alertar a los habitantes que podían acercarse a la casa que daba el asilo, para adquirir los productos que necesitaba. Algunos se acercaban por curiosidad, especialmente los nativos para quienes todo era novedad, el espejo, la peinilla, en el caso de las mujeres, las binchas para recogerse el cabello. Otros como los esposos Cazar Noboa, compraban jabones, tijeras, hilos, agujas, machetes, hachas y algunas telas un poco especiales, para que Sabina confeccione a mano los vestidos para sus hijas. Los varones también compraban pantalones y camisas. De la misma

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LA VALIJA DEL CORREO

Tanto para los padres como para los críos que se quedaron a colonizar en esta región quienes habían puesto tanta distancia entre la ciudad serrana y este lugar, era por demás esperada la llegada de la valija del correo ya que ésta arribaba casi siempre con noticias del abuelo tan querido y del hermano que se quedó con él.

El correo llegaba cada dos o tres meses, era transportado en la espalda de los cargueros contratados por las autoridades seccionales. En esta carga no solo llegaban cartas, periódicos desactualizados, revistas y otros documentos, sino también los sueldos de los empleados públicos, así: del Teniente Político, del Secretario, del Policía, del Profesor y de los Tamberos.

Javier desempeñó por algún tiempo el cargo de Secretario de la Tenencia Política, por tanto, él también recibía su remuneración que de algo abastecía para la compra de alimentos, ropa y otros productos, de acuerdo a la oferta de los comerciantes y necesidades de la familia. Cuando el comerciante no llegaba a tiempo o no tenía lo que la familia requería, él salía a pie a comprar en Macas, acompañado de uno de sus hijos, iban por turno ya que el viaje era muy solicitado. Para ellos, Macas era como la ciudad que añoraban, aunque no con todas las comodidades. El viaje demoraba una semana, entre ida y vuelta.

En uno de esos viajes, cuando le tocó el turno a Nelson, este no quiso ir, pero a cambio fue Ciro, con el encargo de comprar para su hermano un par de ligas de

penas; aunque las desgraciadas aprendieron a nadar, antes que ellos”. Acompañaban a esta bebida y juerga, los destemplados cantos tristes de los colonos citadinos y la vieja guitarra del profesor.

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y deseos de bienestar. Muchas veces, aunque quería disimular, se le quebraba la voz, es cuando algunas lágrimas rodaban por sus mejillas. Éstas eran acompañadas por todo el clan, especialmente por la madre quien recordaba al hijo que había dejado al cuidado del abuelo.

Entre las noticias, casi siempre se encontraba alguna sobre el fallecimiento de algún conocido o pariente de la familia. Una de esas cartas hizo estremecer a la madre, cuando comunicaban que su hermano, Alejandro Noboa, con quien ella había establecido una buena relación fi lial, por ser solamente dos años mayor, había fallecido por una enfermedad incurable de los riñones. Todo el día pasó muy triste, llorando, lamentándose por su ausencia, por su lejanía, especialmente por no poder estar presente en sus últimos instantes para despedirlo en su viaje fi nal. Esta melancolía le duró mucho tiempo, sin embargo, ante sus hijos trataba de demostrar valentía y serenidad. Finalmente, recobró la paz interior, esa personalidad que la hacía una mujer y madre especial.

A pesar de la gran responsabilidad que demostraban los transportistas de la valija para trasladar la carga a su destino, había ocasiones en que la suerte y la temporada les jugaba malas pasadas y al cruzar los pequeños ríos, que en verano no daban problemas por su escaso caudal, cruzado a pié o a nado; en el invierno crecían y arrancaban de sus espaldas el equipaje. Entonces debían soltarlo para salvar sus vidas. Llegaban al destino, vacíos y con la novedad de que el río se había llevado el preciado contenido. La pérdida de los sueldos que iban en aquel embarque, no pagaba el Estado sino sus pobres e infelices dueños que abandonados a su suerte debían resignarse para esperar el próximo correo.

caucho que serían colocadas en una horqueta pequeña de madera, la misma que se transformaba en una catapulta; con ella podían para lanzar piedras a los pájaros para cazarlos. El poco dinero, para tal adquisición, Nelson lo había ahorrado y guardado celosamente, hasta que llegue la oportunidad de gastarlo.

A su regreso, Ciro, muy contento fue el primero en presentarse en la casa para recibir el abrazo de Sabina y la alegría de los hermanos que esperaban con ansia saborear los alimentos tan apetecidos, no existentes en aquella parroquia; así también para estrenar algunas prendas de vestir. Nelson estaba preocupado por sus ligas y lo primero que hizo fue solicitar éstas a sus hermanos, quienes con toda la desfachatez le contestaron “¡qué ligas, ahí vienen sardinas!”, signifi caba que habían comprado golosinas para él, con el dinero del encargo y al no tener respuesta acudieron a las provisiones adquiridas por el padre, para salir del paso. Esta respuesta arrancó la carcajada a toda la familia.

Continuando con el relato de la valija del correo, lo que más alegraba, cuando ésta llegaba al pueblo y se abría el contenido ante la autoridad correspondiente; era recibir las cartas de los que se quedaron tan lejos. Los pocos periódicos “El Comercio”, mostraba noticias atrasadas sobre la situación política, económica y social del País, con gran expectativa escuchaban la lectura los colonos analfabetos. Generalmente el que realizaba esta lectura, era Javier.

El padre tenía por costumbre, al llegar a casa con el despacho, reunir a toda la familia para leer en alta voz las cartas del abuelo, del hijo y de otros parientes que conmiserativamente se hacían presentes enviando saludos

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con sus ritos religiosos. Ella era asidua creyente e inculcaba en sus hijos esta doctrina, no así el padre quien a pesar de haberse educado en un colegio católico, demostraba cierto desdén por el proceder de los curas. Sabina no olvidaba sus enseñanzas, cumpliendo siempre con las consabidas rogativas en Semana Santa, Navidad y otras fi estas de esta índole, había llevado su misal y sus libros de oraciones para sus prácticas devocionales. Además, reunía a la familia para rezar el Santo Rosario, al cual también asistía su cónyuge.

Sucedió en una ocasión que, más por curiosidad que por misión, llegó a este lugar un sacerdote muy joven de la Misión Josefi na, quien ejercía sus actividades en Arapicos. La sede de la Orden estaba en Pastaza, parroquia a la cual sí habían enviado un sacerdote. Este joven, pudo encontrarse con colonos y nativos niños, jóvenes y viejos, en sana convivencia, aunque herejes, decidió entonces, celebrar una misa en la escuela antigua, aquella que había sido abandonada por el profesor, la cual se encontraba en el centro del pueblo; para ello, contó con la ayuda de Sabina, quien muy acuciosa, llevó unas pocas sábanas remendadas de su casa para adornar el improvisado altar, ubicando también algunos canutos de caña de guadua con fl ores silvestres, iba invitando a los parroquianos de casa en casa para que asistan a este acto religioso. También se enteraron algunos shuaras y, como siempre atisbando lo que para ellos era extraño, salieron de sus tribus para asistir a este evento.

Fue raro que, a pesar de que en Macas, a dos días de distancia a pie, estaba la Misión Salesiana, sin embargo no habían designado un sacerdote para esta parroquia. Posiblemente, entre las dos Misiones no quisieron entrar en confl icto de posesión, ni de tierras ni de almas, o

LOS BAUTIZOS, MATRIMONIOS Y MISAS

En este pueblito, abandonado por Dios y por el Diablo, ubicado entre Arapicos y Macas, no existía cura, pastor u otro representante divino que quisiera incrementar en sus huestes más almas para su séquito. Sin embargo, la convivencia entre los habitantes de diferente etnia y cultura, era pacífi ca y tranquila a tal punto que parecía que allí se hubiese detenido el tiempo. Posiblemente, los pecadores se golpeaban el pecho arrepentidos y pedían perdón a su respectivo dios para continuar su vida, sin contratiempos.

Los colonos con sus esposas, habían llegado ahí después de contraer matrimonio, como era el caso de los Cazar Noboa, o convivían en unión libre; éstos últimos, de acuerdo a la religión católica, no estaban cometiendo ningún pecado, porque no tenían a quien recurrir para que bendijera su unión.

Los matrimonios civiles, nacimientos y defunciones, se registraban en la Tenencia Política, pero éstos eran muy escasos ya que los nativos se resistían a cumplir con estos requisitos, especialmente los progenitores viejos, jefes de tribus. Un tanto lo hacían los jóvenes que estaban cambiando sus costumbres e introduciendo la ley en su cultura, lo hacían por la infl uencia de los colonos y a pedido de las autoridades.

Cuando llegó la familia riobambeña, especialmente la madre, añoraba mucho la iglesia católica para cumplir

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bautizados, casados o ambas cosas a la vez. Claro, no se supo si lo hacían por convicción, curiosidad, o simplemente por novelería.

Cada colono tenía a su alrededor hasta diez niños que iban a ser bautizados y que serían sus ahijados. De igual forma, las parejas que iban a contraer matrimonio. Todos vistieron sus mejores galas, pero no con su ropaje habitual, en esta ocasión, usaron la ropa obsequiada por los blancos.

La escuela quedó pequeña para la ceremonia, era una algarabía de fi esta, como todo lo extraño que sucedía en este lugar.

La condición impuesta por el sacerdote para el bautismo fue, que asuman como primer nombre, uno bíblico; el apellido sería el nombre nativo del padre biológico. Así llegaron a tener los nombres de José, Juan, Pedro, Mariano, Jesús, etc. Como los nativos no conocían nombres bíblicos, lo más fácil para ellos fue adoptar el de sus padrinos y madrinas, aunque quisieron hacerlo completo, adoptando también el apellido; entonces, cuando el sacerdote preguntaba qué nombre ponían o daban a su hijo, ellos respondían, por ejemplo: Simón Bolívar Pazmiño, era el nombre y apellido del Teniente Político o Javier Cazar Chávez o Juan Bravo y así por el estilo. El sacerdote tuvo que explicarles que solamente llevarían un nombre o dos, de sus padrinos, tutores o protectores, pero que el apellido debía ser el nombre nativo de sus padres. Aunque no les satisfi zo totalmente esta información, aceptaron su identifi cación, entonces ingresaron a la iglesia los nuevos cristianos, católicos, apostólicos y romanos, sin que hagan conciencia de lo que se trataba, ni para qué servía. Pedro Chuinda, Sabina Nayape, José Tzerembo, Isabel Ambusha,

consideraron que tan pocos habitantes no valía la pena para que se destine un representante de Dios; el caso era que ni los unos ni los otros se interesaban por rescatar de la ignorancia religiosa a estas creaturas que vivían felices al amparo de las leyes naturales y de los dioses de la Selva.

Sabina, como buena católica, se confesó con el sacerdote, siendo la única que comulgó en la ceremonia, despertando la curiosidad de los nativos que no entendían de que se trataba y porqué a ellos no se les convidaba esa masita redonda que el sacerdote ponía en los labios de la blanca. No entendieron nada de la celebración que se realizó en latín.

Terminada la misa, el cura muy emocionado conversó con los colonos, permaneciendo una semana en la casa de la familia Cazar, para evangelizar y convencer a los nativos de las bondades de la religión católica, del bautismo, del matrimonio monógamo bendecido por Dios y, en fi n, de otros ritos necesarios para ganar el cielo después de la muerte. En los viajes a las tribus, fue acompañado por Sixto y los otros dos pilluelos quienes conocían, como la palma de su mano, la ubicación de las moradas en la selva, además, servirían de intérpretes en la lengua de uno y de otro. Después de una semana y con la promesa de regresar en tres meses para celebrar bautizos, matrimonios y otras canonjías, partió para su parroquia a controlar a sus ovejas en Arapicos y sus alrededores. Para ello, Sabina, sus hijos, las autoridades y los otros colonos, se comprometieron a reclutar infi eles para introducirles en el evangelio.

En efecto, el sacerdote cumplió con su promesa regresando a los tres meses, hubo una gran congregación de niños, adolescentes y parejas de adultos que iban a ser

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Como se encontraba en los límites del epíteto de solterón, porque ya estaba entre las cuatro décadas, había elegido por compañera a María, una de las hermanas sordo mudas del colono Juan Bravo; tenía casi la misma edad que él. Posiblemente la unión se realizó por conveniencia o por la necesidad de su compañía ya que para formar una familia con hijos, la edad de ella no ayudaría en nada.

El sacerdote pasó casi un mes en este pueblo, tratando de pescar más almas para el Reino de Dios, hasta que tuvo que regresar a su parroquia de Arapicos, en donde su rebaño estaba abandonado y sus ovejas podrían haberse descarriado, sin su presencia ni auxilio.

Chiguaza volvió a la normalidad, a sus actividades cotidianas, recordando muy poco sobre el incidente del ahijado y el padrino, hasta cuando el siguiente suceso los despierte del letargo, agitando a sus pacífi cos y laboriosos habitantes.

Luis Tzamarenda, Juan Aguare, Javier Jimbiquiti y otros, eran los nuevos adolescentes bautizados. Con estos mismos nombres y apellidos también fueron registrados en la Tenencia Política.

Como siempre, cuando se trataba de algo singular en las actividades del pueblo, no faltaba algún episodio que daría tema de comidilla por largo tiempo, entre los habitantes. Al bautizar a un niño, hijo de Inisha, la Shuara compañera de Jesús Vinza, quien no quería reconocer su paternidad, éste asumió el rol de padrino de su propio hijo, para que la gente crea y confi rme que él no era el padre. Carlos, el niño de aproximadamente tres años de edad, rompió en desesperado llanto y mordió el brazo de su padrino con tal fuerza que casi le arranca un pedazo de piel, el momento en que el sacerdote bañaba su cabeza con el agua bendita. Un silencio por demás elocuente se mostró en el ambiente, hasta el fi nal de la ceremonia; luego, afuera del lugar todos comentaban las razones por demás contundentes del arrebato del niño, elucubraban que el padre de Carlos era Jesús Vinza y por tanto no podía ser el padrino ya que la Iglesia no permitía esta doble relación.

Para bendecir las uniones ya establecidas o realizar matrimonios entre solteros nativos, el sacerdote puso como condición el que debían tomar solo una esposa, olvidándose de la poligamia asumida por la cultura de estas etnias. Este rito fue aceptado por muy pocos jóvenes quienes aún no tenían varias mujeres a su haber.

Uno de los colonos, llamado Francisco Rodríguez, aprovechó la ocasión para casarse, el mismo que salvó del hambre y de la sed a la familia Cazar Noboa, en las Playas del Pastaza, quien llegó poco tiempo después a este lugar.

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cabeza y el rostro con un pañuelo transparente, de seda, lo cual impedía ver su rostro. Si los moradores hubieran conocido de la cultura árabe, se hubieran imaginado que se trataba de una mujer de aquellos lugares africanos. Los recién llegados no se quedaron a saludar con los mirones holgazanes, sino que pasaron de largo a la casa de Juan Bravo, quien fue el más sorprendido pues no se le había anunciado visita alguna.

La curiosidad, que es la madre de los descubrimientos, buenos malos o feos, hizo que el grupo de contertulios, compuesto por tres adultos y un adolescente que era Sixto, se desplazaran a la casa del susodicho con el pretexto de pedir que les obsequien una taza de guayusa, planta cuyas hojas aromáticas son parecidas a la hierba mate de la región sur de América y que bebían y aún beben los colonos en cada ocasión y por cualquier pretexto. Los estudiosos naturistas, especialmente extranjeros, le han asignado a esta planta muchas cualidades como la de poseer gran cantidad de vitamina E, que incide favorablemente en la fertilidad femenina. Los colonos le achacan un poder afrodisíaco por ello, el vulgo ha creado la leyenda de que cuando una joven quiere enganchar a su futuro marido debe obsequiarle esta tizana, masajeando las hojas en sus muslos, a la altura de la ingle. Esta infusión era también mezclada con el alcohol, destilado por sus alambiques.

La familia de Juan Bravo, a donde llegó el grupo de viajeros extraños y que despertó el fi sgoneo de los pocos hombres del pueblo como ya se dijo anteriormente, estaba constituida por su esposa, Doña Isabel Arcos, dos hermanas sordo mudas, cuarentonas, muy trabajadoras; por cierto, la una se casó; un hermano también sordo mudo, quien adolecía de un impedimento para poder deambular con

LA LLEGADA DE LA MEDIA MUJER

Una tarde reverberante de verano, en que el sol obsequiaba todo su calor y luminosidad, sería aproximadamente las tres de la tarde, no se movían ni las hojas de los árboles, parecía haberse paralizado toda forma de vida. Cuando la tarde caía, los parroquianos varones, generalmente se reunían a conversar en la Tenencia Política; los temas se circunscribían a la muerte de sus animales, programación de las cosechas de fréjol, maíz o maní, corte de caña para la elaboración de la miel y aguardiente. Para estos menesteres requerían del contingente de todos los adultos, adolescentes y niños en edad escolar, para realizarlo en un solo día, puesto que si llovía, durante la cosecha, se echaba a perder el producto. Esta forma de trabajo se llamaba, “randimpag”. El pago de la mano de obra lo hacían con una parte del mismo producto cosechado, tanto a los adultos como a los niños.

La casa de la Tenencia Política se encontraba ubicada en el primer plano de llegada al lugar, todos los caminantes se topaban con ella, luego de trepar la tremenda cuesta desde el río Chiguaza hasta la población. De allí que cuando llegó la familia protagonista de esta narración, los parroquianos ya se habían enterado, recibiéndolos de inmediato y ubicándolos por algún tiempo en ella, hasta que pudieran conseguir la propia. Este local era una gran atalaya, para los curiosos.

Esa tarde de verano, subieron la cuesta tres personas desconocidas, un adulto, un niño de aproximadamente 10 años y una mujer por demás extraña quien se cubría la

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región, con carne asada. En esos lugares la generosidad y solidaridad siempre estaba a fl ote. Después de conversar un poco de las actividades simples del día y de lo calurosa de la tarde, se retiraron, llevando consigo el sabor agridulce de la curiosidad no satisfecha.

Al día siguiente, el acompañante adulto del grupo visitante de Don Juan, había salido muy temprano para Macas, por lo que nadie lo vio, sin poder identifi car quién pudo haber sido, otra intriga del día. En el pueblo, comenzaron los comentarios de que debía haber sido un enviado del diablo que llegó a dejar a su mujer bruja y al hijo en aquel rincón del planeta para incrementar la población con los de su especie, puesto que no había representante de Dios. Ya lo dice el refrán “!pueblo chico, infi erno grande!”

El morbo aumentaba a medida que pasaban los días y no podían descubrir la identidad de los huéspedes de Juan Bravo, hasta que al fi n una mañana, se armó un tremendo alboroto. Un niño shuara que se hospedaba donde Jesús Vinza, había ido a recoger agua de un riachuelo cercano donde todos se abastecían, encontrándose cara a cara con la dama desconocida. La criatura, presa de pavor y botando el recipiente, salió corriendo, dando gritos, llamando la atención de los pocos pobladores quienes no entendían lo que pasaba.

El niño, casi sin poder hablar, balbuceaba -¡media mujer!..., ¡media mujer en el agua!- no paraba de repetir esto, con los ojos desorbitados, entonces, salió de la casa Doña Isabel Arcos con un mate lleno de agua para lanzarlo en la cara del niño, a quien tomado del brazo y casi a rastras le llevó hasta su casa.

facilidad, pero con una gran destreza para enderezar huesos rotos y colocar en su sitio las articulaciones desplazadas por un esguince o luxación; era un experto fregador, al cual acudían los pocos habitantes cuando se encontraban en estas circunstancias adversas.

De hecho, Lucha que jugaba igual que sus dos hermanos varones, por lo que su madre le apodó de carishina (igualada a los hombres, en el idioma quichua), sufrió la caída del caballo, dislocándose el hombro derecho, debió entonces acudir donde este experto fregador durante quince días, quedando bien pero debió soportar sin ninguna analgesia el dolor que le producía estas maniobras.

La mayor distracción de los muchachos, era montar y correr por los caminos en este jumento que era el único del pueblo, muy fuerte, joven pero soltero porque no se hallaba ninguna yegua a muchos kilómetros a la redonda. Aunque era muy inteligente y soportaba las travesuras y necesidades de los infantes, en ocasiones se rebelaba, desapareciendo del lugar para esconderse en la selva virgen durante dos o tres días, pero regresaba por sus propios cascos, cabizbajo, avergonzado; más cariñoso y alegre que antes de desaparecer. También ayudaba en la molienda de la caña, moviendo en círculos el timón de madera del trapiche.

Volviendo a la llegada de aquel grupo extraño que ingresó a la casa de Juan Bravo, los curiosos niños, al entrar para solicitar la bebida de guayusa, observaron que los tres recién llegados se escondieron en una pieza, el casero junto con su esposa no hicieron ningún comentario sobre aquella visita. Se limitaron a brindar la bebida caliente, acompañada de yuca cocida al vapor, plato diario de esa

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a la fémina con un afectuoso saludo, pero antes de que pueda pronunciar una palabra, salió despavorido, como alma que lleva el diablo, pronunciando a gritos: ¡es la mujer de Satanás!, ¡es la mujer de Satanás!

Ante este acontecimiento tan inusual, que alborotó a los pocos habitantes, las autoridades tomaron la iniciativa de trasladarse a la casa en mención para solicitar información sobre la mujer que se encontraba allí, caso contrario, advirtieron, no responderían por lo que podían cometer los asustados parroquianos.

A los esposos Bravo Arcos, no les quedó otra alternativa que exponer ante ellos a la infeliz mujer. Más conocedores de la vida y sus vicisitudes, el Teniente Político y el Secretario, se limitaron a preguntar que le había pasado en la cara que la llevaba tapaba, a lo cual ella informó, enseñando una enorme cicatriz producida por un corte con navaja de afeitar, que había dividido el maxilar derecho en dos partes, desde casi la oreja, hasta la comisura de los labios; dejando ver claramente toda la dentadura de ese lado, sus encías y lengua. El corte había tomado también parte del párpado inferior, dejando ver el ojo casi fuera de su órbita. Al mirarla, por el lado izquierdo, era una mujer muy bonita, no se evidenciaba aquella horrible cicatriz.

La fémina era la madre del niño, hermana de Doña Isabel Arcos, se llamaba Celia Arcos, de aproximadamente treinta años de edad. Había vivido en alguna ciudad que no correspondía al Oriente. Decía su hermana que en una riña callejera, la confundieron con una mesalina produciéndole esa terrible herida. Luego de las curaciones había quedado con esa cicatriz tan deforme, decidió entonces trasladarse para vivir con su hermana.

Los moradores intrigados, siguieron al niño hasta la casa de Doña Isabel para que explique, en medio de su susto, lo que había pasado en la vertiente, pero la señora empujó al niño hasta un cuarto para encerrarlo, impidiéndole de esta manera la comunicación con los curiosos a quienes les increpó para que se retiren del lugar, ya que nada tenían que hacer allí.

Desde su llegada, aquella mujer y el niño, no habían salido para nada de la casa de Juan Bravo, ninguno de los parroquianos, a excepción del casero, sabía de quien se trataba, de dónde era y porque había llegado allí de forma tan oculta y misteriosa.

Cada día que pasaba aumentaba la curiosidad, así también los comentarios, infundados, de los pocos adultos residentes en aquel lugar; decidieron entonces montar guardia a escondidas, alrededor de la casa. Decían los interesados en conocer el asunto: “algún momento tiene que salir la mujer para realizar sus necesidades biológicas, entonces la veremos”. Y es que en esa tierra donde las mujeres eran tan cotizadas, más aún si llegaba sola, era candidata a casarse con los pocos solteros que vivían en el lugar, aunque fuera desconocida.

Y sucedió lo inesperado, no era el que estaba de guardia, sino otro de los curiosos quien, adentrándose en el cañaveral de la familia Bravo para cortar y chupar una caña, vio a una mujer por la espalda, con curvas bien formadas, mediana estatura, de larga y rizada cabellera negra que le caía hasta la cintura; vestía una bata de fl ores muy llamativas, parecía que también ella chupaba caña, ligeramente arrimada a un tronco. El fi sgón se le acercó muy sigilosamente tratando de no hacer ruido, para sorprender

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ARRIBARON AL PUEBLO, TRES ESMERALDEÑOS

Uno de los colonos de esta parroquia, era un mulato esmeraldeño, llamado Herminio Bone, casado con una macabea, de nombre Julia Carvajal. Había llegado a Macas, diez años atrás pero se trasladó a Chiguaza con sus cuatro hijos: Elsa, Hernán, Sigfredo y Genobeba, ésta última lactante. Los tres niños hicieron buena amistad con Nelson, Ciro y Zoila. Este mulato había ido a parar allá, para no estar bajo el control de sus suegros y porque le gustaba el elixir de los beodos. Cuando no se encontraba con sus cinco sentidos alertas, a consecuencia de los efectos de la bebida se creía un boxeador y que su mujer era el “punchingball” de entrenamiento; cayéndole a puñetes, sin que sus pequeños hijos puedan defenderle de esta agresión. La mujer, no sé si por el mal trato o por su constitución, era tan fl aca que no entendían como podía realizar con destreza, las faenas del campo. Lucía un cabello ondulado y alborotado. Su boca había perdido cuatro dientes superiores. La mirada penetrante, asustaba a quien no le conocía. Sin embargo tenía un gran corazón; su bondad era todo lo contrario de su aspecto general. Permaneció en esta población por seis meses, después de la llegada de la familia Cazar Noboa y se regresó a Macas, luego de vender los potreros, cañaveral, chacras de yuca y plátano, semovientes, el caballo que ya se mencionó anteriormente, la casa con aves de corral y un trapiche de madera. Esta venta lo hizo a Javier. El terreno no se vendía porque no se había elevado a escritura pública, su posesión.

Si algún cristiano la miraba por primera vez, corría el riesgo de desmayarse, pero luego, los parroquianos le tomaron cariño, la veían con tal naturalidad que pronto pasó a ser parte de la población, sin que exista miedo o rechazo por su condición. Le apodaron “la media mujer”. Su hijo ingresó a la escuela, era el compañero de baile de Zoila Luz, y el alumno número trece.

Cuando Lucha miró la horrible cicatriz, no tuvo miedo, trajo a su memoria los cuentos de su padre de las obras de Víctor Hugo, en las que los niños eran regalados, robados o vendidos y torturados para deformarlos a propósito con la fi nalidad de que pidan limosna. Este relato pertenecía a la obra “El hombre que ríe”, de cuya narración le quedo un sabor amargo. Después ella la volvería a leer, por su propia.

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al susodicho y poniendo en peligro a su familia. En este zafarrancho, Mina había estado más sobrio y defendió a su amigo Bone, terminando la pelea en tablas, solamente con ligeros golpes. Bone canceló su amistad y les empuntó de inmediato de regreso por donde llegaron. No así Mina quien se quedó para ayudar no solo a su amigo, sino a las familias del pueblo. Se identifi có tanto con la cultura de los indígenas que solía pasar con ellos semanas enteras, le llamaban el “hermano negro”, a diferencia de los colonos a quienes les denominaban hermanos “apachis” que en su jerga quería decir, blancos. Allí todos eran hermanos en igualdad de condiciones, nadie era superior a otro.

Este negro, a más de tener un corazón noble, era muy fuerte para el trabajo, siempre estaba de buen humor, sonriendo y enseñando una dentadura sana, tan blanca como perlas que llamaba la atención. Nunca le molestó que le dijeran negro, por el contrario, se sentía orgulloso de su raza.

Cuando menos esperaban los parroquianos, este hombre desapareció como llegó. A sus amigos shuaras les había comunicado que se iba para Guayaquil a buscar mejor suerte, y especialmente una mujer que quiera compartir con él su infortunio. Dejó un vacío entre los niños que disfrutaban de sus ocurrencias.

Sucedió que, en una noche de torrencial aguacero, habían llegado a esta casa, sin que nadie lo sepa, tres negros esmeraldeños, decían ser parientes del jefe de familia, quien les acogió como solían hacerlo los habitantes de esta parroquia, más aún cuando los huéspedes eran de la misma raza y lugar del casero.

Ni las autoridades ni los otros habitantes preguntaron las razones para la llegada de estos hombres o cuál era su cometido. Posteriormente quien les dio hospedaje, comentaba que ellos habían huido de la justicia por haber matado a un congénere, en legítima defensa. Chiguaza era el lugar perfecto para esconderse de la ley, las autoridades no se metían en investigaciones que no les competían, aceptaban la información como lo más natural y veraz. La gente de esta parroquia, a más de ser muy hospitalaria y tolerante con los que llegaban a ocultar sus penas, a esconder sus pobrezas, sus debilidades o las infracciones de la ley, los recibía muy bien.

Estos visitantes se quedaron un buen tiempo, trabajando en los predios del mulato; eran fuertes y buenos macheteros. El que más se ganó la popularidad y amistad, era el más negro de todos, de apellido Mina, por su carácter muy jovial y por su gran disposición de ayuda al que lo necesitaba. Se ganó el cariño y la confi anza de los adultos, aún de los nativos y especialmente de los niños quienes le hacían bromas por su color y por su manera de ser.

Mina es el que se quedó más tiempo, casi un año, los otros dos se marcharon antes porque una noche en que habían bebido en exceso en la casa de Bone, al calor de los tragos se desató una reyerta en la que habían blandido no solo puños sino machetes, amenazando con matar

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a pedir posada para ella, informando que se iba de cacería y que les encargaba a su esposa, hasta su alumbramiento. Debe haber estado en los últimos días de gestación. A Sabina no le hizo ninguna gracia, porque le angustiaba el no saber cómo actuar en el momento que comience la labor de parto. Decía a su esposo -¿y que pasará si la mujer fallece durante el alumbramiento?, es primeriza y siempre hay riesgo cuando van a tener un hijo por primera vez-. Javier solo se limitaba a contestar que no hay de qué preocuparse que tendrían que llamar a Doña Isabel, ella se encargaría de asistirla en el proceso. Sin embrago, Sabina observó que la nativa no había llevado ninguna indumentaria para cubrir a su niño, cuando nazca. Buscaba entre sus ropas usadas, algunas prendas que podían ser dadas de baja, para que las ocupe la futura madre.

Una mañana cuando la madre de familia se aprestaba para ir a lavar la ropa, en el riachuelo que pasaba cerca de la casa, buscó a Andrea, así se llamaba la shuara, para que le acompañe y ella también pueda lavar sus prendas, no le encontró por ninguna parte, comunicó a Javier quien supuso habría llegado su marido y la habría llevado. Así eran ellos, llegaban sin previo aviso y de la misma manera se marchaban. A los dos días, regresó Andrea cargando un robusto varón, a quien dijo, lo llamaría Nelson. El nombre del tercer hijo de la familia que hospedaba a la nativa.

Sabina quiso observar si el bebé presentaba alguna lesión, si todo su cuerpecito estaba bien, pero ella lo impidió, eran como leonas para proteger y cuidar a sus hijos, hasta cuando se valían por sí mismos. Como si se hubieran comunicado por algún medio, llegó el marido por la tarde cargando algunos pequeños animales y pescados ahumados, para alimentar a la esposa. Después de unos dos

PARTOS, ACCIDENTES Y OTRAS CONTINGENCIAS

Como ya se mencionó en los relatos anteriores, en este pueblo de Jesucristo, no se contaba con médico ni nadie que se le parezca.

El proceso natural de procreación y nacimientos, era atendido por la comadrona del pueblo, en este caso Doña Isabel Arcos. Parece que aquella matrona era experta en estos menesteres, porque había atendido a Sabina en el nacimiento de su última hija, sin ninguna complicación, pese a que la madre era multípara y había entrado en la edad de riesgo de embarazo. A esta niña, última de la camada de la familia aventurera, la llamaron Oderay.

Las mujeres indígenas, nunca fueron clientes de la comadrona, estas féminas no tenían ningún problema para dar a luz. No recibían ayuda de nadie; lo hacían completamente solas y aisladas. Trabajaban normalmente en sus quehaceres hasta sentir las primeras contracciones uterinas; entonces, informando al padre de la criatura, se retiraban a la selva, posiblemente, elegían el lugar con anticipación. Después de algunas horas o en ocasiones hasta días, regresaban con su vástago desnudo, amamantándolo, transportándolo en un lienzo amarrado a su cuello. Así pasaría el hijo, en los primeros meses de vida hasta que adquiría fortaleza.

Sucedió con una aborigen que llegó a pernoctar en la casa de la familia Cazar Noboa. El esposo entró un día

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averiado era un colono; cuando se trataba de los indígenas, lo hacía el brujo. Si la fractura era complicada, al herido lo transportaban en una improvisada camilla confeccionada con palos, era cargada en hombros hasta llegar a Macas, en donde algún misionero con experiencia en primeros auxilios los sacaba de la situación. Así fueron salvadas algunas vidas. Si los accidentes se complicaban con hemorragias internas o externas, masivas, el accidentado moría sin remedio.

Las otras enfermedades que generalmente eran diarreas producidas por parásitos intestinales, abundantes en la zona, a tal punto que los niños tenían su abdomen abultado como un globo, o por la ingestión de alimentos no adecuados; los mismos colonos los trataban con hiervas antiparasitarias o aceites que llevaban desde la Misión de Macas, como el aceite de ricino, sustancia de un sabor por demás nauseabundo que producía en los niños vómitos frecuentes, al ingerir tal brebaje.

Los casos de fi ebre eran tratados con agua de verbena, era amarga como la hiel, para las gripes debía tomarse mezclada con limón o con trago quemado. Sabina era la encargada de curar a su familia y también a sí misma, con pócimas naturales.

Un incidente por demás escalofriante para los niños, ocurrió con su padre. Al estar desbrozando la selva para cultivar maíz, el machete, bien afi lado, se había enganchado en unas lianas, dando el golpe no en la matas sino en el dedo índice de la mano izquierda; quedando éste cortado casi hasta la mitad de su base. Él conocedor de pocas maniobras de primeros auxilios, realizó un torniquete en la muñeca, con una tira de su camisa hasta llegar a la casa, iba con sus hijos, Sixto, Nelson y Ciro. Sixto iba sosteniendo su mano

días, emprendieron el retorno a su tribu. Era de los Ambusha.

En esos dos días de pos parto, aprovechó Sabina para preguntar cómo y dónde daban a luz, pero Andrea no quiso revelar esta maravillosa historia, tan complicada para las blancas y tan sencilla para ellas. Así se reproducían desde cuando asomaron en la tierra.

Con la curiosidad metida entre ceja y ceja, Sabina conversó a Doña Isabel lo que había sucedido, preguntándole si ella sabía cómo se desenvolvían las nativas en estas circunstancias. La aludida, riéndose le informó que, se instalaban a las orillas de un río y sujetándose de los gruesos bejucos o troncos, pujaban hasta expulsar a la criatura; una vez salida la placenta, cortaban el cordón umbilical con un machete bien afi lado, presionando con sus dedos hasta dejar de sangrar, luego amarraba con hilachas de la paja toquilla o de cualquier otra hoja, inmediatamente, los dos se bañaban en el río, después lo cargaba al pecho para alimentarlo, así regresaban madre e hijo, a su casa. Si la parturienta por desgracia moría, su cadáver y el de su hijo quedaban allí, ya que nadie, ni siquiera su marido, sabía dónde había dado a luz. Para los hombres, este proceso era exclusivo de las mujeres, no debían inmiscuirse bajo ninguna circunstancia.

Por la actividad laboral de los parroquianos, los riesgos de accidentes, mordeduras de serpientes o cualquier otra situación imprevista que atente a la salud, estaban siempre presentes y eran atendidas por los parroquianos, con remedios caseros. Muy pocos casos de muerte se dieron, cuando Lucha vivió en esta tierra.

Las torceduras, esguinces o fracturas de huesos, no complicados, eran atendidos por Faustino el fregador, si el

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MURCIÉLAGOS Y VAMPIROS

Todas las tardes, cuando el somnoliento sol, bajaba despacio para ocultarse en la montaña cubierta de gran follaje, mientras duraba el crepúsculo y los niños podían ver los árboles, las grandes bandadas de loras, cotorras, guacamayos u otras aves, volaban alardeando con sonidos guturales su retirada a los nidos, construidos en las palmeras o en los grandes árboles, los muchachos solían jugar alrededor de la casa. Cada día, si no llovía se inventaban alguna distracción, pero siempre ésta era de esfuerzo, carrera, saltos de troncos o para atrapar algún insecto o ser vivo que sus ojos de lince descubrían.

Si sus aguzados oídos, percibían el ruido que producían los chillidos de aquellos ratones viejos convertidos en murciélagos, así creía el vulgo; entonces se dedicaban a perseguir a éstos pequeños mamíferos quirópteros que salían desde el techo de paja de la casa a cazar insectos voladores nocturnos, tales como mariposas, polillas, luciérnagas, mosquitos y muchas otras variedades. El reto era, atrapar por lo menos uno antes de que obscurezca totalmente. Si lograban atraparlo se dedicaban a examinarle totalmente, ya que debían clasifi carlo, si era murciélago o vampiro. Habían aprendido con el tiempo que los primeros, no eran tan feos y eran benefi ciosos para la agricultura, pues acababan con los insectos dañinos de los sembríos. Si el atrapado era uno de éstos, luego del prolijo examen les daban la libertad, pero si por los golpes recibidos en la cacería, morían, estos cadáveres se convertirían en abono para el jardín de la casa.

para ayudarlo a caminar; Nelson iba adelante retirando los posibles obstáculos; y Ciro, corría como alma que lleva el diablo para dar la noticia a la madre, ella prepararía agua de chatina, para lavar y curara la herida con los remedios caseros ya conocidos.

Cuando llegó el herido a la casa, estaba lista la infusión y los trozos de tela de ropas viejas en forma de vendajes. Ella, de inmediato envió a Ciro a cortar el tallo de los brotes de plátano para aplicarlo como cataplasma en la herida.

Una vez que lavó la herida con la infusión y con alcohol, observó que el dedo casi había sido cercenado. Con el dolor que le producía la maniobra tuvo que aguantarse para que le coloquen en posición horizontal, juntando los extremos cortados para aplicar el cataplasma de plátano, cubriéndolo con un vendaje. La natural infl amación, respuesta propia a la agresión recibida en los tejidos y hueso, le produjeron un dolor tan fuerte que no podía soportarlo, sin quejas, las cuales alteraban las emociones de la familia entera quienes impotentes, se sentían parte de la tragedia. Por suerte no hubo infección de ninguna clase y el herido se recuperó aproximadamente en un mes, solo con los cuidados mencionados, propinados por la madre, cada día. El dedo quedó, alrededor del mismo se había formado una cicatriz bastante gruesa y dura, limitando un poco el movimiento de arriba a abajo y viceversa.

Parecía que allí siempre estaban acompañados y protegidos por los Ángeles de la Guarda, mencionados por la Iglesia Católica quienes se encargan de cuidar a cada ser humano; para los indígenas los espíritus de los muertos eran los encargados de su cuidado y vigilia.

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pues a los padres no les mordían, siempre elegían a los pequeños.

Si a los humanos les atacaban, a pesar de todas las precauciones tomadas, a los pobres animales como perros, gallinas, caballo, bueyes, etc., que no podían defenderse, hacían pasto de su cuerpo, a tal punto que las heridas estaban en serie. Unas cicatrizando y otras frescas. Se agravaba la situación cuando las moscas carroñeras depositaban sus huevos en las heridas y como éstas no eran visibles al ojo humano, las descubrían los dueños, cuando ya estaban en larvas, carcomiendo la carne, provocando sangrados en la herida, entonces debían combatir estas las larvas y curar las heridas con kreso.

Felizmente, para los habitantes y los animales aún no había llegado la terrible enfermedad de la rabia, a estos lugares, de haber sido así, no habría poder de brujos ni de otra persona; aún el médico, sin vacunas, no hubiera podido salvar a nadie de aquella horrible muerte. Adultos, niños y animales habrían sido exterminados.

No pasaba lo mismo con los que eran descubiertos como vampiros, de aspecto horrible, colmillos fi ludos que sobresalían de su hocico, nariz totalmente chata, eran apestosos a más no poder. Su aspecto y olor daba náusea. Pobres criaturas ¿qué culpa tenían de haber llegado a la naturaleza en esas condiciones para tener que chupar sangre para vivir?, pero esto no entendían los muchachos, solo recordaban el dolor y ardor que sufrían cuando eran víctimas de estos pequeños monstruos voladores, por ello los sometían a las más horrendas torturas hasta que mueran, no sin antes reclamar por la angustia que les habían producido él o sus congéneres.

Sucedía que cuando los niños dormían plácidamente, los hambrientos y sedientos vampiros se deslizaban por debajo del toldo que la madre había confeccionado para protegerlos, mas aún, con la avaricia de un sediento en desierto, procedían a morder la piel sacando un pedazo de esta para luego succionar su alimento, la sangre fresca; después, se retiraban de la misma manera, pero con la panza llena. Esto sucedía generalmente cuando el toldo no estaba bien cerrado o en el sueño, ellos se movían dejando algún resquicio para que puedan incursionar las diabólicas alimañas. Las mordidas se daban en los dedos de los pies, en los dedos de las manos, en los labios, en el cuero cabelludo, en las orejas, en la nariz, en fi n, en cualquier lugar accesible o que tenga sufi ciente salida de sangre.

Al día siguiente se daban cuenta de que fueron mordidos por estos pequeños mamíferos, por el dolor y ardor de la herida. Felizmente no se infectaban los pequeños agujeros, pero la cicatrización demoraba hasta quince días, con las consiguientes molestias. Parece que estos alados, además eran inteligentes y seleccionaban a sus víctimas,

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la fi nalidad de aparearse.

Aprovechando la leyenda y haciendo uso de tizones encendidos, los traviesos muchachos, salían alrededor de la casa, se internaban en el cañaveral para sorprender y cazar a estos inocentes insectos que se posaban muy cerca de ellos, en ocasiones hasta en sus propias manos; dejándose atrapar con mucha facilidad. Una vez que los tenían en su poder, los colocaban en un canuto ahuecado de caña dulce, tapándolos con la cáscara a manera de cajita. Ellos creían que estos escarabajos, se alimentaban con el jugo de la caña. Por una noche que vivían los encarcelados, les daban lumbre en la cama, como si fuera una lámpara. Por el encierro y por la falta de alimento, que no sabían cuál era, los capturados ofrendaban su vida en doce o más horas.

Por suerte para estos insectos, esta situación se daba muy esporádicamente, ya que la mayoría de las noches obscuras llovía torrencialmente, entonces los niños preferían quedarse en la cama imaginando que el “Iguanchi”, las estaría cazando.

El adolescente de catorce años salía, en las noches de lluvia, al pueblo para reunirse con los pocos noctámbulos y compartir historias del lugar, leyendas, mitos o cualquier actividad para grandes. Para no tropezar en la obscuridad mientras caminaba, llevaba leños de chonta encendidos que le duraban toda la travesía, felizmente no se encontró con aquel diabólico ser antes mencionado.

CACERÍA DE COCUYOS

En esta parroquia, tan diferente a la ciudad donde la familia Cazar Noboa había vivido, los niños debían crear sus propias distracciones infantiles. Sin juguetes sofi sticados ni amigos citadinos, especialmente los dos varones y la mujer. El adolescente no se incluía en el grupo, porque ya se sentía grande, tenía otros intereses, por ello andaba con los pocos adultos jóvenes del pueblo, aunque ya estaban casados. Las dos últimas niñas, aún necesitaban del cuidado y protección minuciosa de la madre.

En las noches obscuras, no se veía ni al hermano que respiraba en la nuca o en la cara; debían vencer el miedo de encontrarse con los monstruos de la selva, especialmente con el “Iguanchi” nombre dado por los aborígenes del lugar a un raro ser de la jungla, que decían era un hombre cubierto todo el cuerpo de pelo negro enmarañado a manera de musgo colgante, cuya cabeza estaba adornada con dos cuernos a cada lado, similares a los del venado, que sus ojos parecían dos tizones encendidos y en lugar de dedos plantares tenía pezuñas partidas en dos. Era gigante y salía en las noches obscuras a pasear y buscar almas perdidas para llevarlas a su siniestra morada. En el día dormía en lo más recóndito la selva, donde casi no llegaba el sol, la neblina y la lluvia eran los eternos compañeros de este comandante del infi erno. Esto lo comentaban con sigilo y temor. Creían los nativos que precisamente atraídas por esos ojos incandescentes, salían unos escarabajos llamados en su jerga, cucuyas que al volar producían unas luces, intensas e intermitentes para atraer a sus compañeras con

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noches, a tal punto que nadie quería salir. Decían que cuando estaban juntos dos o tres parroquianos no los veían, pero se les presentaban cuando estaban solos, regresando a sus casas.

Para despejar cualquier duda o mal entendido, una comisión se dirigió a la casa de Vinza para indagar sobre la pareja a quien había dado posada. El casero manifestó no haber visto nada anormal en ellos ofreciéndose para averiguar cuál era la verdad.

Sixto hacía alarde de no tener miedo a nada, manifestaba que todo lo dicho era puro cuento para asustar a los ingenuos, esto decía cuando su madre le pedía que no salga. Una noche de luna cuando regresaba a la casa, como siempre debía cruzar una parte de selva que era el límite de la propiedad de sus padres y la de otro colono, llegó tan agitado y asustado, como alma a quien persigue el diablo y después de tomar un jarro de guayusa con trago que le proporcionó su progenitora para tranquilizarlo, se sentó para relatar a toda la familia, alumbrándose con las antorchas de copal, que aquellos animales le habían obstaculizado el paso, precisamente donde se acababa el potrero e ingresaba a la selva; éstos se peleaban y saltaban de un lado a otro del camino, cerrándole el paso, sus fulgurantes ojos, decía, parecían que iban a salir de sus órbitas. El pelaje estaba encrespado en el lomo y enseñaban los colmillos, como lobos hambrientos. Sixto, logró esquivar a estas feroces creaturas corriendo sin parar, sin regresar a ver, hasta llegar a la casa. Mientras relataba la odisea, volvió a sentir tanto miedo que sus cabellos rizados se paraban, como cuando los negros alisan su cabellera. El padre trató de tranquilizarlo, lo mandó a dormir pero con la promesa de convocar a los adultos del pueblo, en la mañana siguiente, para exponer

LA PELEA DE LOS GAGONES

Un inusitado hecho rompió una vez más la monotonía del pueblo, después de algún tiempo. Comenzó el consabido alboroto entre quienes acostumbraban reunirse en la plaza del pueblo, entre ellos Sixto, el mancebo, quien ya estaba aprendiendo a fumar, beber aguardiente y quien sabe que otras cosas más. Decían haber visto unos extraños animales parecidos al perro, muy pequeños pero con cabezas grandes, ojos fl uorescentes, bastante lanudos, muy veloces y saltarines, andaban en pareja, uno de color negro y otro de color blanco. En ocasiones se abrazaban o jugueteaban y, en otras, se peleaban con tanta furia que trataban de matarse, produciendo sonidos guturales de ultratumba, no conocidos por aquellos habitantes. Esto puso los pelos de punta tanto a los narradores como a quienes los escuchaban.

Al día siguiente, la comidilla de todos, era hablar de esta rara pareja de animales que no sabían de donde salieron ni porque asomaron en ese lugar.

Como siempre, comenzó la curiosidad, las indagaciones, los rumores, las elucubraciones, hasta que a alguien se le ocurrió mencionar que estos endemoniados seres asomaron cuando llegó una pareja a pernoctar en la casa de Jesús Vinza y que precisamente desde allí salían.

Entonces había que averiguar la identidad de la pareja, a qué se dedicaban y qué misión les traía por el pueblo, porque ellos eran los portadores de tan extrañas criaturas que estaban asustando a los moradores en las

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TRES INCIDENTES EN UN MISMO DÍA

Chiguaza era un pueblo único, por ser el escenario de tantos incidentes fantásticos que hacía que sus habitantes no se aburrieran en su parsimonioso accionar; volviendo un tanto interesante su convivencia. Los pobladores, en cada incidente, aprovechaban para dar rienda suelta a la imaginación, rodeándola de misterio, magia, religiosidad u otras fantasías, propias de la creatividad de mentes ignorantes e ingenuas, incapaces de explicar de manera objetiva e ilustrada, los hechos que se salían de la cotidianidad.

Un 5 de Agosto de 1949, último día de la semana, Zoila Luz quien se encontraba en sus vacaciones estudiantiles, se había quedado al cuidado de sus dos hermanas menores, debía preparar el almuerzo para el resto de la familia que salió a trabajar en su chacra de yuca como lo hacían todos los días de la semana, de lunes a viernes. Aproximadamente a las diez de la mañana, cuando el sol avanzaba hacia la mitad de la esfera, las aves solían cantar como en orquesta desacompasada, emitiendo cada una, diferentes notas musicales; entonces, una avioneta pequeña, del ejército, que sobrevolaba a ras de las copas de los árboles y en círculos, cayó entre el follaje, llamando la atención de los parroquianos que no pudieron hacer nada ante este siniestro, pero se reunieron para iniciar los consabidos comentarios.

el caso y pedir a la pareja de extraños que abandonen el pueblo.

Antes de que se presente la petición, ya la pareja se había marchado en la madrugada del día siguiente luego de producido el incidente con el asustado adolescente.

Vinza el casero, quien había dado hospedaje a tan singular pareja, relató que se trataba de un primo suyo, era soltero pero conquistado a la comadre, llegaron juntos para vivir un romance clandestino. Este mancebo era padrino de uno de los hijos ella. El esposo y sus hijos habían quedado en Macas, en donde vivían. Se había aclarado el misterio de la presencia de los dos mortales que visitaron a Jesús Vinza.

Decían los parroquianos que las uniones carnales entre compadres, eran incestuosas y promovían la aparición satánica de los “gagones”, lacayos del diablo, parece entonces que esta creencia tuvo su efecto, pues desde que se fueron los incógnitos huéspedes, no volvieron a aparecer estos esperpentos. Volvió el pueblo a la tranquilidad. Pero, ¿hasta cuándo?

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con un parroquiano, quien les puso al tanto de las causas de tales acontecimientos.

Respecto a la caída de la avioneta, el padre comentaba que nadie sabía de qué se trataba, pero que cuando alguien llegue de Macas con noticias, les será informado. – Estoy seguro, decía que de ese accidente nadie salió vivo-

El disparo de la escopeta iba dirigido a una shuara, llamada Hermelinda, quien había huido de su tribu y que vivía en la casa de Herminio Bone. Comentaban los pueblerinos que a más de compañía para Julia, también brindaba otros favores al casero. Como esto era motivo de muerte en su cultura, ya que ella estaba casada con un aborigen de su tribu; le estaban vigilando por algunos días para cazarlo y aprovecharon el momento en que había ido al riachuelo a llevar agua, para hacerle blanco del disparo. El que realizó el disparo fue su propio marido que debía demostrar a su familia el cobro con sangre, de tal afrenta. Para suerte de esta nativa y por la distancia entre ella y el detonante, el marido ofendido falló en el disparo que iba dirigido a la cabeza, quitándole solamente algunos cabellos que volaron por el aire. Con el corazón en la boca, por el susto y la carrera, la víctima llegó a refugiarse en la casa de Bone.

Como ella no podía regresar a su tribu y sería una paria para toda la vida, en su propia tierra, el piadoso amante, la llevó a Riobamba cuando salió con Javier para negociar y recibir el dinero del predio vendido a este último. Ella se quedó allí en un hogar conocido de la familia Riobambeña, que necesitaba una sirvienta.

Al medio día cuando ya la sombra de cada niña se había metido en su cuerpo moviéndose junto con ellas, estaban fuera de la casa, Lucha estaba muy inquieta, esperando que lleguen sus padres y hermanos para saber el fi n de aquel incidente. De pronto se oyó un disparo de escopeta que asustó a las tres muchachas porque en ese lugar tan pacifi co, no se escuchaban ruidos de armas de fuego. Temiendo lo peor, la mayor de las niñas entró con las otras dos a la casa para protegerse de cualquier riesgo. Aumentaba la intranquilidad pues la familia no llegaba para el almuerzo, pero, ella misma trataba de calmarse y dar seguridad a las pequeñas comentando que cuando el sol brillaba todo el día, la familia trataba de aprovechar al máximo el tiempo para terminar con la tarea impuesta. Sirvió la comida a sus hermanas, sopa de yuca con pescado y agua de guayusa, también comió ella. Al terminar el ágape, Ligia, la más pequeña, comenzó a trepar por la rústica escalera de palos para ir a dormir, como solía hacerlo todas las tardes. Antes de que concluya el ascenso, un sacudón de la casa la hizo rodar hasta tierra. Felizmente solo fue susto y llanto, pues no tenía ninguna lesión en su pequeña humanidad. ¿Qué había ocurrido?, sin comprender el hecho, Lucha abrazó a su dos hermanas, siendo sorprendida casi de inmediato por otro fuertísimo y largo remezón que las hizo salir corriendo hacia el patio, como la casa era de caña y paja, no sufrió ninguna avería. Los dos perros que habían regresado de la chacra para acompañar a las niñas, salieron en estampida aullando y ladrando desesperados.

Una vez pasado el temblor y el susto, las tres hermanas, comandadas por la mayor, se encerraron en un cuarto para aguardar a la familia. Una vez llegada esta y después de saciar su apetito, se sentaron a dialogar sobre los incidentes ocurridos. En el trayecto a la vivienda, se habían encontrado

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EL VALOR DE LA SAL

En toda la región oriental, los nativos desconocían el valor de la sal porque no lo utilizaban en su alimentación, quienes llegaron a dar importancia a este producto, fueron los colonos, posiblemente desde los primeros expedicionarios que arribaron en búsqueda de “El Dorado”, ya que en su dieta diaria no podía faltar este ingrediente sazonador de sopas, guisos, carnes, pescados, etc. En estas tierras, este condimento era más cotizado que el oro, así como en la Roma antigua cuando el trabajo de los obreros se pagaba con sal, de aquí el nombre de salario que hasta hoy se mantiene para pagar cualquier trabajo u obra. Además, este ingrediente no era consumido sólo por los parroquianos, diluida en agua, servía de bebida para el ganado vacuno, cada ocho o quince días; decían que con fi nes de engorde y además, para proporcionar sabor y suavidad a la carne.

Los comerciantes no la vendían pues ésta se derretía durante el largo viaje, por la humedad a la que estaban expuestos sus productos, especialmente por los chubascos frecuentes; entonces para ellos no representaba un buen negocio, sino más bien una pérdida, el expendio de la misma.

Los nativos, al conocer que esta substancia era indispensable para la alimentación de los colonos, se trasladaban para procesarla en unas minas que sólo ellos conocían a la cual llamaban Miasal. Decían que estas fuentes salinas se encontraban muy lejos, en una selva espesa y de difícil acceso, debiendo para ello caminar algunos días, y

Finalmente los remezones terráqueos se debían, dijo el padre, a un temblor de gran magnitud. Al no disponer de radio ni otro equipo de comunicación, no pudieron conocer el epicentro ni los daños que podría haber ocasionado aquel fenómeno natural. Esperarían que llegue el comerciante o la valija del correo, para enterarse.

En efecto, al mes de ocurrido el hecho, llegó la valija del correo y con éste las cartas del abuelo y del hijo, desde Riobamba, donde informaban que la ciudad de Pelileo de la Provincia de Tungurahua, había desaparecido por ser el epicentro del terremoto. Ambato la capital, se encontraba casi aniquilada. Guano y Riobamba habían corrido la misma suerte, pero ellos habían tenido que dormir bajo carpas, fuera de la casa, para precautelar sus vidas. Aquel temblor que se sintió a miles de leguas estremeciendo a las niñas, se había ensañado con estas las dos Provincias de la zona central, Tungurahua y Chimborazo. Las víctimas se contaban por miles, aún no sabían a cuanto ascendía su número, decían en sus misivas, creo que nunca pudieron determinar con exactitud la cantidad de desaparecidos y de muertos. Esto sucedió el 5 de Agosto de 1949.

Si por desgracia, el abuelo o el nieto o los dos hubieran sufrido algún daño por causa de este movimiento terráqueo, la noticia, la hubieran recibido al mes de ocurrido. Así de extemporánea era la comunicación.

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EL ACEITE DE TAYO

Aunque no tan codiciada como la sal, la grasa de cerdo para ser agregada en los alimentos, era también muy apreciada por los habitantes de la zona, costumbre que fuera llevada por los colonos. Muy raras veces disponían de esta manteca ya que el desposte de cerdos no era frecuente, cuando esto sucedía, la gente trataba de gastarla con mucha mesura para así prolongar su provisión; sin embrago, también llegaba la carestía. Entonces acudían al aceite de tayo que los indígenas lo usaban para lubricar las escopetas. Algún inteligente lo utilizó para sazonar sus alimentos descubriendo que éste les proporcionaba un sabor agradable, entonces difundió la noticia y todos empezaron a consumirlo una vez agotada la manteca de cerdo.

Del mismo modo que la sal, los shuaras, al conocer que para los “apaches”, este lubricante era importante para preparar los alimentos, viajaban largas distancias para procesarlo; decían que los tayos eran unas aves que vivían en unas cuevas obscuras cercanas a un río caudaloso y que su población era muy grande. Al nacer las crías, los padres las alimentaban abundantemente, a tal punto que, mientras permanecían en los nidos fi guraban ser una bola de grasa. Los aborígenes tomaban a estos polluelos, los mataban, retiraban las pocas lanas que habían salido para seguidamente descartar el tripaje, fi nalmente las cocían hasta obtener el apetecido aceite. Para la venta, lo transportaban en ollas de caolín de tamaño pequeño que eran cubiertas con algunas hojas. Una vez en el pueblo,

pernoctar allí para secarla a fuego en recipientes de barro. Una vez solidifi cada, cargaban los potes bien protegidos con hojas secas y al llegar al pueblo los cambiaban por herramientas de labranza u otros implementos necesarios para su subsistencia.

Como los viajes de los aborígenes a estas lagunas no eran frecuentes, los adictos al producto, debían economizar al máximo su consumo.

En algunas ocasiones, cuando se había agotado este elemento, la familia Cazar ingería la comida, totalmente insípida, desabrida. Los niños eran los más renuentes a consumirla en estas circunstancias; decían que la sopa parecía un purgante pese a que la madre se esmeraba en sazonar con otros ingredientes naturales, hiervas de la zona, pero aún así no los convencía. La carne, los huevos y otros alimentos secos eran aceptados por su paladar, aunque renegando la falta del aliño consabido.

Para extraer el trozo de sal cristalizado en la olla, ésta debía romperse con un mazo para luego repartirla en pequeños bloques. La dicha llegaba, entonces, al paladar después de algunos días de abstinencia. Eso nunca había ocurrido en la ciudad. Sólo cuando se pierde lo gozado, se siente la necesidad y el valor de su ausencia.

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desde los hormigueros, durante la madrugada, a fi nales de setiembre. Para cazarlas, los niños iban con antorchas de leña y al momento de su salida, quemaban sus alas; entonces caían al suelo y eran atrapadas por los cazadores. Los colonos las tostaban en tiestos de barro, para saborearlas, mientras que los nativos se las comían crudas.

el aceite y los pichones fritos eran trocados por machetes, hachas o escopetas para la cacería.

A los parroquianos les satisfacía el sabor de este líquido que era utilizado para preparar los deliciosos majados de plátano, tamales, tortillas de yuca; también servía de ingrediente para la preparación de sopas. Solían decir que era más sano que la grasa de chancho, res, u otro animal y, de hecho, se comprobó esta aseveración puesto que tanto niños como adultos quienes ingerían, en comidas fritas, este aceite jamás tuvieron problemas estomacales.

La familia serrana, quien se benefi ciaba de estas maravillosas experiencias, también degusta ávidamente aquellos exóticos manjares, como los pichones, aunque sin sal, porque los nativos no utilizaban este ingrediente en el momento de su fritura. Sixto el hermano mayor, siempre curioso y buscando participar en todo lo que para ellos era novedad, quiso viajar con sus amigos nativos, pero éstos eran muy celosos de su conocimiento, por ello no lo permitieron como compañero en ningún viaje, tampoco a las minas de sal. Se conocía de la existencia de estas fuentes naturales de aprovechamiento humano, solo por sus propios relatos.

A estos ingredientes naturales agregados a la dieta, se sumaban los muquindes, fuente de calorías, por su gran contenido en lípidos. Se trataba de unas orugas muy grandes que permanecían en los tallos de las palmeras en descomposición. Los shuaras las degustaban crudas, pero los niños lo hacían en pinchos. Tenían un sabor muy agradable. Otro alimento que aportaba proteínas, eran las hormigas grandes y aladas, llamadas en la jerga de los nativos, añangos. Solían salir en amplias cantidades

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más aún para los aborígenes, este acto estaba a cargo de Javier, el más ilustrado de los asistentes. Luego, el Teniente Político, hablaba de la fundación de Chiguaza ocurrida también un 10 de Agosto de 1945, para luego dar lectura del Acta de Fundación; todos los presentes habían sido actores de este hecho, entonces para ellos no era desconocido. Acompañaban a las arengas, algunas anécdotas que provocaban el aplauso y risa de los asistentes. Se concluían las intervenciones con los gritos, a todo pulmón, de ¡VIVA EL ECUADOR!, ¡VIVA CHIGUAZA!, ¡VIVA EL 10 DE AGOSTO! Todos prometían solemnemente defender a la Patria a costa de sus propias vidas y, así mismo, defender a Chiguaza.

Por la tarde, después de la opípara comida, venía el festejo, aquí intervenía el profesor con su guitarra desclavijada, haciendo bailar a sus pupilos@, luego procedían los adultos, quienes participaban en concursos de bailes, ollas encantadas, carrera de ensacados, carrera de tres pies, mentiras, cuentos, y otras actividades jocosas. Cada concurso tenía su respectivo premio consistente en alguna bagatela. Estos juegos fueron introducidos por los colonos de la sierra, pero bien aceptados por indígenas y macabeos.

El aguardiente era distribuido a raudales, de igual forma la chicha de yuca preparada por los nativos hasta cuando, en gran borrachera, unos y otros caían al ser presas de sus efectos, era Baco que les quitaba la razón hasta hacerlos despertar con la quemante resaca en sus entrañas quien los obligaba a pedir a gritos, algo de beber para refrescarse.

LAS FIESTAS PATRIAS

A pesar de estar tan desconectados de la civilización, el Teniente Político: Don Simón Bolívar Pazmiño, el secretario: Javier Cazar, el profesor: Jesús Cabrera y el policía: Jesús Vinza con tres representantes del pueblo, entre ellos Sixto que ya fungía de adulto a pesar de ser adolescente, eran los encargados de realizar el programa de festejos para recordar a todos los habitantes de la parroquia, incluyendo a los niños, que el 10 de Agosto era fi esta Patria Nacional y la fundación de la Parroquia en donde se habían asentado, llamada Chiguaza.

Convocaban por lo menos con un mes de anticipación a los colonos y a los shuaras, por el único medio de comunicación existente, pasando la voz; indicando que la reunión se iba a realizar en la plaza, para celebrar este día.

Todos aportaban con los alimentos de que disponían, yucas, plátanos verdes y maduros, papa china, camotes, palmito, gallinas, etc., para cocinar en una gran paila común y almorzar en el pueblo, tanto adultos como niños en una sola algarabía. Generalmente se despostaba un vacuno joven para disfrutar de aquella suave carne, en sopa y en asado, acompañado con las respectivas, yucas, plátanos o papas chinas cocidas al vapor. Todos degustaban de este convite, hasta hartarse. Este era el acto principal del programa.

Además de la comilona, el programa incluía una somera explicación acerca de lo sucedido el 10 de Agosto de 1809, en Quito, lugar ignoto para la gran mayoría de colonos,

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LA CULTURA DE LOS ABORÍGENES DE lA ZONA

Al ingresar en la región oriental, lo que primero llamó la atención de la familia serrana, sobre todo la de los pequeños, fue la forma de vida de los nativos, a quienes los colonos de esa época llamaban “jíbaros”, cuyo concepto en el Diccionario de la Lengua Española, signifi ca: rústico, campesino, silvestre. Ellos, para comunicarse entre sí, y en su lengua, se denominaban shuaras, que quiere decir, persona; por eso, en la actualidad el término aceptado para esta etnia es el de Shuara, más ajustado a su cultura e historia.

No tuvieron problemas con aquellos ancestrales habitantes de la Amazonía, porque eran muy pacífi cos con los extraños y por ende con los colonos con quienes mantenían relaciones de respeto y cordialidad. Muy orgullosos de su raza, aunque rebeldes, nunca demostraron una actitud servil en esta interacción; claro que este pueblo no fue avasallado ni conquistado como en el caso de los indígenas de la sierra, de allí la gran diferencia que encontrara la familia Cazar, en el comportamiento de esta etnia.

El núcleo de la tribu, estaba compuesto por varias familias, pero de la misma descendencia. Cada varón, de acuerdo a su capacidad y jerarquía, podía mantener algunas mujeres. Generalmente, el Jefe de la tribu, que era el padre, abuelo o bisabuelo, era quien tenía más esposas, adquiridas a través de sus años de vida, compradas o adquiridas como

Lo bueno en estas fi estas, era la pasividad y el respeto conque acontecían, pues no se suscitaban riñas entre los ciudadanos, ni entre autoridades, aunque aquellas también se acogían al derecho de levantar el codo, convocando a la salud.

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mayores, los cargaban en las espaldas, en un cesto tejido de bejuco, llamado changuiña, en el cual también colocaban los alimentos y a veces a los perros tiernos. Realmente la carga de trabajo para estas mujeres era bastante fuerte y de mucha responsabilidad.

Los hombres se encargaban de desmontar la selva para que puedan sembrar las mujeres; se encargaban de la cacería, la pesca y la guerra, para lo cual elaboraban las herramientas necesarias, tales eran, bodoqueras, saetas, venenos, lanzas, barbacoas, etc. Otro rol de los adultos y jóvenes, era la construcción de casas. Las hacían a orillas de un río, esto para asegurar el agua y la pesca. La casa era elaborada en un espacio amplio, en forma de óvalo, cerrada con tiras de chonta y con techo de paja. Estaba dividida en dos ambientes; cada uno con una puerta diferente, separando así el acceso de los hombres del de las mujeres, puesto que los varones pernoctaban en un ambiente, las mujeres en otro. Ninguno de ellos a excepción de los niños, podía entrar en el ambiente que no le corresponda.

La base de la alimentación era la chicha de yuca preparada por cada una de las esposas. El marido debía probar cada una de estas, para no desagraviarlas. Ellas preparaban la bebida, diluyendo en agua el masato fermentado en una gran olla de barro, previamente masticaban la yuca y la echaban en este recipiente para que la saliva haga de fermento. Para que el marido tenga la sufi ciente confi anza para beber este líquido, primero lo hacían ellas; de la misma manera actuaban cuando servían a algún invitado que no era de la tribu, pero nunca le miraban a los ojos, hasta que lo beba, a este le daban las espaldas.

Su lengua era el shuar que carecía escritura, de ahí

trofeos de guerra. Sus hijos en orden de edad e importancia seguían el mismo ejemplo; pero todos, hombres, mujeres y niños vivían en absoluta armonía.

Si el hijo mayor quería alejarse para fundar su propia tribu, no había ningún inconveniente, simplemente llevaba a su esposa o esposas e hijos hacia otro lugar para construir su choza, esto sucedía cuando la caza o la pesca se estaba agotando en el lugar y toda la tribu abandonaba el sitio para ubicarse donde pudiera subsistir.

Para ellos, la infi delidad de la mujer era castigada con la muerte. Era el marido ofendido el que debía hacer cumplir esta pena, ya sea por sus propias manos o por la de terceros. A la mujer infi el, la hacían desaparecer en la selva, nadie preguntaba nada al respecto. Si había dejado hijos tiernos las otras mujeres se harían cargo de ellos. Pero, si el adulterio se producía con un personaje fuera de la tribu, era iniciaba una guerra, hasta que ser aniquilada una de las dos tribus quienes entraban en enfrentamientos.

Todas las mujeres convivían pacífi camente, ellas eran las encargadas de sembrar y cosechar los productos necesarios para la alimentación, así también ellas debían cuidar de los niños, hasta que puedan salir con los hombres a sus actividades propias. Los niños de pecho, por lo general, eran transportados por sus madres, en una manta concebida a manera de hamaca, ubicada en la parte delantera muy cerca de sus pechos, lo cual facilitaba el amamantar a los niños, cuando estas se encontraban caminando o realizando sus tareas cotidianas, además podrían controlar de mejor manera a sus tiernos vástagos, ya que nada se interponía entre él y sus ojos. Al hijo@ que ya estaba más crecidito@, pero que aún no podía realizar las caminatas al paso de los

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la familia Cazar Noboa ingresó quedándose de colonos en Chiguaza, no tuvo este inconveniente, a pesar de los malos augurios del resto de la familia serrana en su despedida, quienes decían no los volverían a ver porque los salvajes acabarían con ellos. A las ciudades como Riobamba, solo llegaban, esporádicamente, malos rumores o noticias alarmantes.

Otra situación que les hacía abandonar las casas, a más de la disminución de la fauna para su alimentación, era el fallecimiento de un familiar. En estos casos, enterraban al difunto o difunta bajo la tierra, en el centro del ambiente donde había vivido, sus artículos de trabajo de pesca y de guerra, abalorios, ropa, y alimentos los dejaban en ella; sellando luego sus puertas con bejucos, para que nadie entre a perturbar la paz del espíritu del fallecido. Ellos consideraban como sagrada esa morada que era exclusiva del difunto @. Creían en el más allá y en que el que partía de la tierra iba a otro mundo donde necesitaría sus aperos para continuar con su vida. De la misma manera lo hacían con una mujer o con un niño, a la mujer la colocaban con todos sus abalorios, platos y ollas elaborados para ella, sus hijos y su marido. Todo el proceso duraba una semana, en él bebían la chicha de yuca, comían y bailaban alrededor de la tumba; las mujeres, provistas de vainas secas de leguminosas, en los pies, producían un sonido especial, similar al del chinesco. Contaban con desesperación, la historia del fallecido o fallecida, sus virtudes, sus guerras, sus cacerías y todo lo que había hecho por la tribu. Ningún extraño entraba a esta ceremonia, participaban solo los allegados a la tribu. Se conocía de esto por los relatos de los jóvenes shuaras que vivían con la familia Cazar Noboa, al entrar en confi anza.

que los colonos, especialmente las autoridades y el profesor, adaptaron esta lengua al idioma español, utilizando sus sonidos cuando debían registrar los nacimientos o cuando el niño ingresaba a la escuela; así por ejemplo a los hijos y nietos de Ambuchael nombre del Jefe de la tribu, le daban un nombre español y el apellido era el nombre del padre; lo que no se registraba en el hijo era el apellido de la madre, o sea su nombre, entonces nos encontramos con Antonio Ambusha, María Chuinda, Carlos Nayape, Juan Sando, Andrea Sharupe y así por el estilo.

Como ya fue mencionado, en el caso de los partos y nacimientos, la única responsable de este proceso era la mujer, ella, además de parir, entregaba a la tribu y a los padres al hijo ya crecido para que entre a formar parte del grupo de caza, pesca, guerra u otras actividades masculinas. El hijo nunca se preocupaba de la madre como ocurre en la sociedad occidental latina, las mujeres que necesitaban ayuda por enfermedad, por cualquier otra dolencia o por vejez, eran socorridas por las otras esposas, generalmente por las más jóvenes. Así mismo, todas ayudaban en el cuidado de los niños cuando la madre por cualquier circunstancia no podía hacerlo; para ellas primero era la solidaridad de género.

Este grupo social era nómada, no se asentaban por mucho tiempo en un solo lugar. Cuando la pesca o la cacería disminuía, abandonaban la casa para trasladarse a otro lugar y repetir las actividades cotidianas; no tenían sentido de propiedad privada, para ellos la selva en toda su extensión era su patrimonio, tampoco peleaban por tierras, por eso permitieron la llegada de los colonos, sin exterminarlos; aunque esto dicen, había sucedido con las primeras entradas, especialmente en Macas, pero cuando

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la venganza de los espíritus a quienes solamente el brujo podía controlar comunicándose con ellos, después de beber la infusión de ayahuasca.

Los matrimonios se daban por negocio y en acuerdo con los padres. Para que un adolescente se case, mejor dicho, para que tenga sus primeras relaciones sexuales, el padre, previamente, le había comprado una hembra, cuando él era niño; por lo tanto, la diferencia de edad no era muy grande. Generalmente él de quince o dieciséis años, ya se unía con una muchacha de once o doce años, que era su primera esposa. Posteriormente, él iba comprando mujeres, adolescentes o niñas, para aumentar su familia. Inmediatamente que nacía una mujer, ya estaba vendida al mejor postor. La venta se daba por trueque. Una herramienta agrícola o de cacería o una jerga para vestido, eran los objetos que entregaban a los padres de la niña. El novio, si así se puede llamar al comprador, se preocupaba por ayudar en la alimentación de la niña, llevando piezas de cacería a la familia que estaba al cuidado de su futura mujer. Ella era protegida de todo riesgo, hasta que asome la primera menstruación, entonces estaba apta para copular con su marido al cual era entregada sin aspavientos de ninguna naturaleza. De allí que en esta etnia, nunca se encontraba una mujer sola. Si moría algún varón que tenía familia, todas las mujeres e hijos pasaban a ser parte del clan del hermano mayor, con las mismas obligaciones maritales y domésticas que cumplían con el fallecido. Así no se encontraban niños desamparados.

Cuando llegaba el comerciante, los indígenas, especialmente los jóvenes, también eran clientes de éste. Las hachas, los machetes, las escopetas, la pólvora y otros pertrechos, así como la dinamita, eran codiciados para sus actividades cotidianas y guerreras. Sin embargo

Después de algún tiempo, la selva reclamaba su espacio y el lugar volvía a remontarse cubriendo la casa y la chacra con árboles frondosos. Igualmente, los ríos incrementaban sus peces y la fauna de animales, aves, insectos y reptiles, regresaban para reproducirse y aumentar su población. Con esta forma de vida, la jungla no sufría la depredación indiscriminada como sucede en la actualidad.

Las guerras entre tribus, se daban generalmente por venganza , previa consulta al brujo. Si una tribu ganaba la batalla, arrasaba con todos los varones, hasta los más pequeños, a las mujeres jóvenes o niñas les perdonaban la vida para convertirlas en sus esposas, a las viejas las dejaban abandonadas en el lugar de la lucha. Cercenaban las cabezas de los principales hombres de la tribu para reducirlas a tzantzas ,con esto creían que a más de trofeos de guerra, retenían secuestrados a sus espíritus quienes no podrían vengarse ni causarles ningún daño. El procedimiento de la reducción de cabezas lo conocían muy pocos, quienes lo mantenían en secreto, tanto como sus trofeos. Solo el Jefe de la tribu, tenía el privilegio de mantener estas cabezas, sacándolas en fi estas o en ceremonias previas a una guerra. El brujo siempre estaba presente en todos estos actos, era el consejero del jefe y en general de la tribu.

Ellos no tenían la percepción del bien ni del mal, como en la cultura occidental; sus protectores, eran los ríos, ciertas aves, la selva, los animales; es decir, los elementos de la naturaleza quienes les prodigaban cobijo y subsistencia. Creían en una vida después de la muerte, donde el difunto@ estaría en las mismas condiciones terrenales. Además, ellos asumían que los espíritus de los que se marcharon, siempre estarían cerca para hacerles el bien o el mal. Las causas de dolencias u otras contingencias, eran producidas por

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malo o indebido. Las autoridades, con la fi nalidad de hacer cumplir las leyes establecidas por los apaches y sancionar a los infractores, construyeron en el pueblo una cárcel para encerrar a los que hurtaban o tomaban una gallina o algún otro objeto sin consentimiento del dueño, lo cual signifi caba robo. Nunca aceptaron esta forma de sanción, por ello los jefes de las tribus fueron a dialogar con las autoridades para que no sean encerrados sus semejantes, pero quedaron en que no tomarían lo ajeno, por su propia cuenta. De las matanzas en sus guerras ni se conocía cuando se deban, para juzgar a los autores; eso quedaba en el anonimato. La cárcel se transformó en gallinero de aves de los colonos.

Expertos para caminar en la selva, aunque sin vestigio de camino, poseían un gran sentido de orientación, aún en la obscuridad de la noche. Sus instintos estaban muy desarrollados. Precisamente, los ataques otras tribus lo hacían al amparo de la obscuridad para sorprender al enemigo ya que al moverse no rompían ni una pequeña rama, que delate su presencia. Ayudados por el gran olfato de sabueso que poseían, podían percibir olores a leguas de distancia, sintiendo un asco aberrante por el estiércol humano. Nunca hacían la deposición cerca de la casa o en los ríos, tampoco lo dejaban al aire libre, habían aprendido el instinto gatuno, tapaban sus excrementos con bastante tierra. Esta forma de higiene los preservaba del contagio de enfermedades parasitarias u otras gastrointestinales. Para detectar ruidos distantes ponían la oreja en la tierra y determinaban si se trataba de humanos o animales, quienes se movían en la jungla, esto les ayudaba sobremanera en la cacería.

Esta cultura, fue transformada a partir del ingreso de una gran población de colonos y de los misioneros.

en las guerras no utilizaban las armas de fuego ni los machetes, solo sus aperos confeccionados por ellos mismos. También les entró el gusto por comprar espejos, peinillas o peines, jabón de baño, jabón de lavar ropa, telas para su indumentaria, cosas que iban cambiando sus costumbres y forma de vida. Para sus esposas compraban vinchas y cintas multicolores para que se adornen el cabello. Como no disponían de dinero, entregaban otros productos de la zona, es decir, el negocio se hacía por trueque.

En la cacería no siempre utilizaban la escopeta, solamente cuando se trataba de un animal grande, como, la danta, el venado o el puerco saíno; para aves o animales pequeños, utilizaban la bodoquera hecha a base de chonta y las saetas envenenadas. Eran expertos en soplar la saeta para dar en el blanco. También colocaban en las chacras, trampas para los roedores, los armadillos y otros pequeños mamíferos rastreros. Las ranas, las hormigas, los gusanos y los escarabajos, aumentaban la dieta.

La pesca, la realizaban con barbasco, consistente en la raíz de una planta, cuyo efecto tóxico, al ser machacado y lavado en el río, iba con el agua a muchos kilómetros de distancia, matando a los peces, hasta a los alevines. Esta forma de pesca, así como le explosión de dinamita sin ningún control, diezmó la población pesquera de los ríos, a tal punto, que en la actualidad ya no se encuentra la abundancia de la que gozaron en esa época.

La honradez en esta cultura era bastante controversial, no sabían lo que era robar o tomar lo ajeno. Si algo les gustaba o necesitaban, solicitaban al dueño para que les regale y si no estaba el dueño, lo tomaban sin ningún problema, con la creencia de que no hacían nada

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consabidas penurias, caídas en riachuelos, enterradas en fangos, arañazos de espinos, picaduras de insectos, heridas por punzones de palos y otras pequeñas lesiones, parte de la aventura, los tres adolescentes, arribaron a la parroquia, más muertos que vivos.

El gozo de la familia que había esperado con ansias este momento, especialmente Sabina, que extrañaba a su hijo, no se hizo esperar, sacrifi caron a las mejores plumíferas del gallinero que ya estaban destinadas para este recibimiento; prepararon el guarapo para que solo refresque la sed y no alborote las neuronas, en fi n, el festín fue grande, de acuerdo a las condiciones del lugar y las dotaciones de alimentos de la zona.

La jefa del hogar puso a hervir sendas ollas de barro, con la medicina natural. Chiatina, para curar todas las laceraciones e infl amaciones de la piel adquiridas por los adolescentes durante el viaje.

Una semana duró el relato de los hechos, buenos, malos, feos, políticos, religiosos, económicos, sociales, culturales y otros acontecimientos para que la familia se actualice, en dos años pasan muchísimas cosas... El padre, ávido por conocer los sucesos, no se perdía un solo detalle, la noche les quedaba corta, alumbrados por las antorchas de copal se marchaban a dormir muy tarde. Fue la historia más maravillosa que pudo ser contada, más aún cuando Hugo con sus dotes de locuacidad, en ocasiones la adornaba con fantasías propias de su ingenio. Era chispeante en su léxico, lo cual entretenía a los mayores y a los chiquillos. Los dos hermanos Arias, reían a carcajadas al no poder pronunciar los nombres nativos de los shuaras, describieron con lujo de detalles el terremoto del cinco de Agosto de 1949, con

EL RETORNO DE ZOILA LUZ A LA CIUDAD

Dos años y medio habían transcurrido entre alegrías, tristezas, sobresaltos y otras prestezas pueriles, desde que esta osada familia se había aventurado a dejar la ciudad para ir en busca de mejores días. Si fueron mejores, es posible, pues aprendieron y aprehendieron en vivo muchos aspectos y enseñanzas que no hubieren encontrado en ningún libro, texto científi co, leyenda o cuento.

La comunicación con Joaquín, el hermano que se quedó en la ciudad con el abuelo, se realizaba a través de tardías y esporádicas cartas. Hasta que, en una de ellas, llegó con la noticia de que él y un primo iban a pasar vacaciones en ese lugar. El alborozo fue para todos, al fi n verían al miembro de la familia que faltaba ¿Cómo estaría?, al fi n y al cabo eran dos años de ausencia y de crecimiento. Sixto ya tenía diecisiete años, Nelson quince, Ciro catorce, Zoila Luz once, Dilma seis y Ligia Esther iba a los tres años. Todos avanzaban en edad y experiencia, pero en educación formal, no. Lo que sí estaban aprendiendo era el lenguaje y las costumbres de los nativos. La madre, de cuando en cuando, renegaba por la suerte que les tocó vivir, confi nados en un marasmo social, sin visión de salida.

Al llegar las vacaciones escolares, a fi nales de Julio, Joaquín de dieciséis años, convenció a sus primos Hugo y Homero Arias, casi de la misma edad de él, para que se aventuraran a seguir la misma ruta que hicieran sus padres y hermanos y después de ocho días de caminata con las

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Pasaron dos meses de vacaciones tan raudos, como si se hubiera tratado tan sólo de un sueño del que debían despertar a la pesadilla de la realidad. La nostalgia invadió el corazón de los tres adolescentes llegada la hora de preparar sus aperos para el retorno a la ciudad y volver a sus obligaciones estudiantiles. Joaquín había prometido al abuelo que llevaría a Lucha, como cariñosamente le llamaba, de regreso a la ciudad para que retome sus truncados estudios.

El abuelo, a más de querer y extrañar a su nieta, tenía una inmensa fe en que ella sería una buena maestra, ese era su sueño; digno discípulo de Eloy Alfaro, creía en el poder del conocimiento, especialmente en el de las mujeres, para el progreso del País. Solía decir: -si es necesario escoger entre la educación de los niños y niñas, hay que educarlas a ellas, porque los hijos son educados por las madres pero si ella es ignorante el hijo también lo será, además, hay que dar a la mujer la buena herramienta de la educación para que se defi enda en la vida, con dignidad- ¡Sabias palabras!, la historia le ha dado la razón, muchos grandes hombres lo han sido por la infl uencia y orientación de sus madres.

Ante la promesa hecha al abuelo, Joaquín tuvo que convencer a los padres, especialmente a la madre para que autoricen el retorno de Zoila Luz a Riobamba. La progenitora, comprendiendo los benefi cios que recibiría su hija al retornar a la civilización, para terminar sus estudios en la misma escuela que abandonó, donde culminaría la instrucción primaria, accedió a enviarla de vuelta, aunque para ello tuvo que endurecer su corazón.

Una semana antes de la partida, se reunieron con Javier los cuatro adolescentes viajeros, el teniente político,

sus consecuencias funestas para las ciudades involucradas en tan infausto acontecimiento. Joaquín había llevado a sus hermanos, las revistas infantiles de Porky, El Pato Lucas, Los Tres cerditos, El Pato Donald, que estaban de moda para la lectura de los niños. A su padre, le entregó algunas novelas y para su madre un costurero lleno de agujas, tijeras e hilos, material indispensable para las mujeres en aquellos parajes.

Una vez que se repusieron del viaje, comenzó la verdadera aventura. Los hermanos, Sixto, Nelson y Ciro, expertos conocedores del lugar, los ríos, de la naturaleza en general, hicieron de guías para que los tres adolescentes turistas no se pierdan ningún suceso que se diera por ese tiempo, con los respectivos detalles. Todo era novedoso y excitante, para ellos.

Disfrutaron mucho al cruzar el río Chiguaza, aferrados a una gruesa liana, para luego lanzarse a la poza más honda regresando, a nado, hasta la orilla; vivencia cotidiana para los muchachos Cazar Noboa, primicia para aquellos noveles turistas. El susto era grande si se rompía alguna liana antes de llegar a la poza o a la orilla, pues se corría el riesgo de caer sobre las piedras; esto le ocurrió alguna vez a Joaquín, desde luego con un fi nal feliz debido a que cayó sobre la arena sin recibir ningún daño, especialmente en la cabeza.

Concurrían al mismo río para pescar, este manantial era el centro de todas las distracciones. Debido a la presencia numerosa de algas impregnadas en las piedras, existían en él grandes cantidades de peces bocachico y también de otras especies. Los tres muchachos quisieron atraparlos pero les fue difícil porque carecían de la destreza necesaria para estos menesteres.

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sal, para que sazonen el alimento que iba seco, sin líquido, café tostado y molido. La cantidad lo había calculado para cinco días de viaje, por que eso era lo que decía Pazmiño que harían en el peor de los casos. Los shuaras llegaron cada uno con sus paquetes de masato de yuca, alimento indispensable para ellos en cualquier caminata. De la misma manera que a la entrada, el padre, confeccionó las chaquicaras, (zapatos de cuero de res, amoldado al pie), para sus hijos y sobrinos.

Todos los alimentos, fueron bien empaquetados en hojas de bijao para que se conserven frescos y comibles. También colocó una pequeñas marmita de más o menos un litro, entre los aperos, para que preparen un cafecito o algún otro alimento. Las madres siempre son previsivas. Cabe mencionar que los trozos de panela, no eran solo para el consumo de los viajantes, sino que iban otros que debían llegar a Riobamba para que saboree el abuelo y la familia paterna.

A la carga se agregó unos zurrones de aguardiente, destilado en la casa de la familia, para obsequiar a los fi lántropos riobambeños que esperaban ansiosos tener noticias de la travesía y de la factibilidad de construir una carretera por esta vía.

Con las bendiciones y llanto de la madre, los abrazos del padre y de los hermanos, se despidió el grupo de viajeros y se inició la caminata. El sol les acompañó desde muy temprano. Lucha tenía sentimientos encontrados, a la vez que estaba triste por dejar a sus padres, hermanos y el hábitat al cual ya le había tomado cariño; estaba alegre porque volvía a la ciudad. Iba con sus rústicos zapatos, para proteger sus pies porque los senderos a más de ser nuevos

Simón Bolívar Pazmiño, quien también saldría pero por una ruta desconocida. Este visionario riobambeño, estaba muy interesado en unir las Provincias de Chimborazo y Santiago Zamora (actualmente Morona Santiago), a través de una carretera, cuya ruta sería: Riobamba, Huamboya, Chiguaza, Macas, llegando hasta Puerto Morona. Para este proyecto, había hecho contactos con un grupo de fi lántropos riobambeños, interesados en el desarrollo de la región oriental, especialmente, en el de esta provincia que colindaba con la de la Sierra y porque además después de la guerra con el Perú, cuando se perdió casi la mitad de la selva amazónica, quedando el sabor amargo, de la indefensión, por falta de carreteras que la comuniquen.

Con la autoridad que fungía contrató ocho jóvenes nativos, muy recios y conocedores de los alrededores, casi hasta el Perú, para que a la vez que transportaran la carga de los citadinos; abran pica con machete a través de la selva virgen, desde Chiguaza, hasta donde encuentren algún camino de herradura, en las estribaciones del volcán Sangay.

En la caravana, irían entonces trece varones, Sixto, Joaquín, Hugo, Homero y el Teniente Político, más los ocho indígenas y como, un lunar la única mujer, una niña de once años que era Zoila Luz.

El día anterior a la salida, la madre, se esmeró en preparar el fi ambre, para el camino, más aún cuando se le comunicó que en todo el trayecto no había un solo colono ni tribu que les pudiera auxiliar si sucedía algún percance. Este avío consistente en Plátanos y yuca cocinada al vapor, un buen lote de gallinas asadas al carbón, grandes trozos de panela mezclada con maní tostado, sendos trozos de

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Con este pobre almuerzo, continuaron el viaje por la selva virgen, no pasaba un rayo de sol, dada la espesura y el enmarañado de ramas, hojas, bejucos, raíces y otra fl ora habitante de estos lugares, solo se escuchaban los ruidos que hacían las aves en su vuelo y algún animal que corría entre este follaje.

Muy cansados debieron adaptar los camastros para descansar en la noche, luego de beber café, con panela y la última ración de yuca y plátano. Cada grupo buscó su mejor espacio para acurrucarse. Los nativos desaparecieron entre la selva; el Teniente Político, se acomodó debajo de un frondoso árbol. Los hermanos mayores de Zoila, junto con los adolescentes primos, se acomodaron, cada uno con su manta, en una cueva de rocas, sobre el caudaloso río Palora que en ese lugar formaba un cañón. Ellos decían que en esta cueva había menos probabilidades de ataque de algún animal salvaje y, que no se mojarían si la lluvia se hacía presente. Ingenuos muchachos que creían que podían burlar a la naturaleza; esta cueva se hubiera convertido en su tumba, si al río se le ocurría aumentar su caudal. Por suerte no pasó nada y los adolescentes vivieron para contarlo. Durmieron con una rara música que producía el golpe del agua en las piedras, por debajo de sus cabezas.

Por la mañana el desayuno fue agua de panela, con unos pocos maníes fl otando. Los nativos seguían diluyendo su masato y convidando este líquido fermentado, parecía que esta bebida daba fuerzas para avanzar hacía el objetivo que no se avizoraba por ningún lado. Los mancebos nativos, continuaban abriendo la pica a machete, era un triple esfuerzo para ellos: caminar, cortar los montes y cargar los aperos; en ocasiones en que se encontraban con pendientes escabrosas, debían buscar la mejor salida rodeando éstas,

y desconocidos no daban seguridad a sus plantas que si bien estaban acostumbradas a andar descalza, lo hacía en caminos ya conocidos. En este trayecto se encontraban con gigantescas ortigas, gruesos espinos y pantanos que en su interior podía guardar chuzos, palos rotos o cualquier alimaña venenosa.

Después de cruzar los ríos Chiguaza, Tunachiguaza, que felizmente no estaban crecidos, y otros riachuelos afl uentes de éstos, los nativos, cansados por el corte de selva que hacían para abrir la pica, descansaron al medio día, para beber su chicha y los otros caminantes para comer y compartir los pollos asados, correspondiente a la ración de ese día. El resto lo guardaron de la misma manera, envueltos en las hojas de bijao. Aumentaron a esta comida seca, sorbos de agua fresca y helada que bajaba de los nevados de la cordillera oriental. Esa noche pernoctaron en la selva, haciendo un techo con hojas de palma. Sixto y Joaquín protegían a Zoila, haciéndole dormir en la mitad de la improvisada cama de hojas secas.

El segundo día, luego de beber el café con la yuca y plátano, avanzaron, igualmente por la pica que trazaban los nativos, bajo la dirección del Teniente Político. Al descansar para servirse el almuerzo y abrir los atados de las gallinas asadas, se encontraron con la ingrata sorpresa de que éstas estaban en descomposición y habían sido invadidas por moscas carroñeras que depositaron sus larvas en toda la carne. Con los intestinos sonando por la falta de comida, les toco arrojar el fi ambre, para que completen la labor, aquellos insectos que no fueron invitados y se apoderaron de las aves asadas. Los caminantes debieron saciar su hambre, solamente con yuca y plátano y con agua de panela. Los shuaras compartieron su chicha.

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alaridos de una manada de monos chorongos, decían los shuaras. De inmediato se quedaron quietos. Lucha se colocó debajo de un árbol, mientras Hugo, muy sigilosamente apuntó a la copa del árbol que protegía a la niña, descargó un solo disparo, los ensordecedores gritos de los monos que huían del lugar entre las ramas, haciendo caer hojas y ramas secas, le asustaron un tanto. Acompañaban a este ruido, las aves que también despavoridas levantaban el vuelo. Pasaron unos minutos y con un ruido fuerte cayó un primate a sus pies, dando gritos de dolor y llevándose sus manos a la frente, como si fuera un ser humano, de donde emanaba gran cantidad de sangre, hasta que dejó de existir. El animal era del tamaño de un niño de dos años. La niña se quedó paralizada por la escena, hasta que llegaron sus hermanos y el que disparó, quién le cargo al fallecido en su espalda. El mono, en los últimos estertores, descargo sus intestinos en la espalda del cazador. Ya tenían la cena de ese día. Se incrementó a la cacería una ardilla que también le habían cazado antes que al mono.

Por fi n arribaron a una casa abandonada, allí encontraron catres, alimentos secos pero incomibles, los granos y las harinas con gorgojo; un fogón de leña, con carbones fríos, pero los fósforos y las velas estaban en buen estado. Pocas y fl acas gallinas que a falta de maíz, se habían hecho montaraces; plantaciones de caña, yuca, plátanos y naranjilla ya remontadas y otras cosas que daban evidencia que allí, hace algún tiempo, había vivido un ser humano. Los nativos, aprovecharon estas instalaciones y los trastos de cocina para chamuscar al mono y a la ardilla, como si fueran cerdos, despostarles y preparar con su carne una sopa con yucas y plátanos, ayudados por los mancebos vacacionistas.

guiados por sus instintos. ¡Realmente eran recios!

El tercer día llovía torrencialmente, y con la ropa y el cuerpo mojado, debieron continuar. Igualmente, solo bebiendo el agua de panela con los maníes fl otantes a manera de mini danzarinas. Para el medio día ya no había ningún alimento que llevarse a la boca, no se detuvieron para descansar, querían ganarle al tiempo y aprovechar al máximo las fuerzas que aún les quedaba, para llegar a algún lugar en donde pudieran comer algo, aunque sean alimentos silvestres. Iban chupando trozos de sal y bebiendo agua, para reponer los líquidos perdidos por el sudor. La Chicha de los nativos también se agotó, el día anterior y ellos comenzaron a buscar en la selva algo para comer. Regresaron con unos frutos de palmera, unas pepas blancas, pequeñas y suaves que al masticarlas con un poco de sal, tenían un sabor agradable, ellos decían que ese alimento, comen las ardillas y los monos. No satisfi zo plenamente el hambre, pero en algo se contentó al estómago. Estaban entrando en un verdadero caso de emergencia, si no conseguían alimentos a la brevedad posible, morirían de hambre, por lo menos los citadinos y por desgracia por allí no vivía ningún ser humano para que pueda ayudarles. Esa selva era todo el espacio que ahora corresponde al parque Nacional Sangay y es reserva ecológica.

El cuarto día, la misma bebida y el mismo trozo de sal con agua, acompañaban a los aventureros. El Teniente Político había llevado consigo una carabina con sus respectivas balas, por suerte éstas no se habían mojado y aún servían para disparar a algún animal que quisiera inmolarse en aras de matar el hambre de los osados caminantes. Cuando se internaron en un frondoso bosque, muy tupido, a eso de la media mañana, escucharon los

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repararon en que el clima iba pasando de templado a frío, que en el páramo, no hacía estragos sobre los cargueros, por el ejercicio. Avanzaban por los caminos naturales que hacen los animales salvajes o la persistencia de los riachuelos en bregar por la misma superfi cie; procedentes de los deshielos del nevado. Estos arroyuelos satisfacían de cuando en cuando la sed de los viajeros.

A medida que subían las faldas del coloso volcán, iban disminuyendo la marcha por los estragos de la altura, entonces debían descansar muy seguido para reponer el oxígeno faltante, por ello, les atrapó la noche sin antorchas o ninguna otra lumbre; felizmente la luna llena, moviéndose en una límpida bóveda celeste, se complacía en alumbrar a los noctámbulos caminantes. Zoila Luz que durante todo el trayecto había dado muestras de valor y tenacidad, en esta ocasión, sucumbió al cansancio y al frío, le comentó a Sixto, con quien tenía más confi anza, que no daba un paso más y que allí se quedaba. El Teniente Político se ofreció para cargarle en su espalda envuelta con una manta de lana. Desde allí, se iban turnando la transportación de la niña, entre Sixto y Simón Bolívar, Lucha no dormía, iba atenta mirando la luna y escuchando la conversación que se daba entre los andantes; después de aproximadamente cuatro horas, arribaron a la casa de una hacienda llamada “El placer”, casi a la media noche. No se quedaron a pernoctar en la intemperie, porque habría sido su destino fi nal. Nadie estaba preparado, ni anímicamente ni físicamente para soportar las inclemencias de aquel lugar al aire libre.

En aquella casona de hacienda, una vez que llamaron a la puerta, defendiéndose de la jauría de bravucones perros entrenados para hacer huir a cualquier ser extraño que merodee por los alrededores, salió un indígena de la

El hambre voraz, no les permitió reparar en las características del pobre animal, muy parecido a un ser humano, degustaron la sopa con su respectiva carne. Nadie quería comer las manos ni las patitas del cazado, pero Hugo y Sixto que querían demostrar su valor y hombría, las comieron sin problema.

Como llegaron temprano a esta casa que era la primera que encontraron, saliendo de la selva; allí se quedaron a preparar el mencionado alimento, durmiendo a pierna suelta, por fi n en una sencilla cama y con colchones de algodón que había llevado algún cristiano que para ellos era un Ángel de la Guarda, a quien bendecirían toda la vida.

Al día siguiente, con un buen sol, se levantaron tarde, ese día descansaron y recorrieron los alrededores, en donde también se encontraban otras casas, como cinco o seis, pero en las mismas condiciones que la primera, parecía un pueblo fantasma. ¿De qué se habrán asustado los humanos que fueron a vivir allí?… ¿para abandonar sus casas con todo adentro?, se preguntaban los curiosos exploradores. En una de esas casas hallaron arroz de castilla que aún no había estado con gorgojo y algunos fi deos con los cuales prepararon el almuerzo, acompañado de fresco de naranjilla.

Una buena parte de arroz cocido, lo guardaron para llevarlo como fi ambre, en el trayecto del día siguiente.

Era el sexto día y madrugaron para continuar con la travesía, descansados y más animados, ingresaban a las estribaciones del volcán Sangay. Iba cambiando la vegetación, la selva ya no era tan agreste y exuberante como la anterior, el cielo estaba libre para mirar al sol en su viaje, sus rayos calentaban sus cuerpos, por lo que no

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Los gallos mañaneros, reloj despertador de los campesinos, anunciaron la llegada de un nuevo día. Los huéspedes del indígena compraron al casero, uno de los cantores que fue a parar a la olla y sirvió de desayuno y almuerzo, acompañado de papas frescas, cocidas con cáscara, un manjar para los citadinos, no así para los cargueros, para ellos, era todo nuevo, comían pero con desagrado, dichos tubérculos. Allí debieron comprarles algunas bayetas para que el frío no les cause estragos.

Correspondía al séptimo día, decidieron descansar en aquel lugar, con la anuencia de Pedro, el indígena, quién a la vez les llevó montaña arriba para enseñarles varias pozas cavadas en las faldas del volcán y convertidas en manantiales naturales de agua termal. Habían sido adecuadas como piscinas por el hacendado que disfrutaba y gozaba de este balneario, cuando iba de vacaciones con su familia. Sin más, se sumergieron en esta agua para disfrutar de un baño maravilloso que calmó la experiencia negativa de los días anteriores, era como estar en el Paraíso terrenal. El líquido a más de caliente, despedía un fuerte olor a azufre. Pedro comentaba, que también ellos entran en estas piscinas cuando tienen dolores de huesos pues ella los alivia de sus dolencias.

Debían continuar con el viaje para llegar a la meta, al octavo día, partieron llevando un poco de máchica y agua de panela para calmar al estómago. Los shuaras ya no tenían que abrir pica, debían caminar por las rocas y el agua helada que bajaba del volcán. Todos iban descalzos, los cueros que usaron para proteger sus pies se acabaron antes de llegar a las chozas abandonadas. Sube y baja, por angostas vías naturales; ateridos por el viento frío que pululaba en sus orejas y sin hacer ningún comentario;

sierra, tan arropado que solo se le miraba los ojos. Simón Bolívar se identifi có como amigo del patrón y dueño de estas tierras que era un Sr. Gallegos, de aquellos fi lántropos, interesados en que se abra la carretera y pase por su predio. De hecho también él había tomado posesión de aquellas tierras, en donde encontraron las casas abandonadas y había mandado a un grupo de peones a trabajar y vivir allí, proveyéndoles de casa y alimentos. Ellos, acostumbrados a otra forma de vida, salieron disparados de aquel lugar.

La amabilidad del indígena, cuidador de la hacienda, no se hizo esperar. Les obsequió una agüita hervida de panela con máchica (harina de cebada tostada, principal alimento de esta etnia y en general de las familias serranas). No se cansaba de comentar y compadecer a la niña que había acompañado a la caravana. No justifi cada en nada a la madre que había permitido que esta muchacha realice este viaje. Parece que eso fue lo que más le condolió para recibir bien a los peregrinos. También les brindó una mazamorra de harina de haba, que había sobrado del almuerzo preparado para los peones que estaban cavando papas. Para los hambrientos viajeros, constituyó el festín más delicioso que pudo llenar sus estómagos; inclusive los shuaras degustaron sin preguntar nada, hasta vaciar los platos de barro con la cuchara de palo, vajilla de los nativos en esa época. Muy cansados, durmieron sobre montones de paja que acomodó el casero en un rincón de la única habitación que ocupaba la familia, ofreciendo ponchos de lana de borrego para que se abriguen. Además, el fogón encendido con leños y brazas, proporcionaba calor al ambiente. Igualmente los shuaras que estaban incursionando en una cultura diferente, sin entender nada, hablando solo entre ellos en su jerga, se acomodaron en un rincón, bien arropados.

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los motivos por los que salieron por allí.

Al día siguiente, noveno, una vez lavados la cara, peinados, ya más limpios, y luego de un buen desayuno compuesto por leche con café, pan y huevos duros, tomaron el primer camión que salía rumbo a Licto, parroquia rural de Riobamba. En esta población recibieron la misma atención y curiosidad, la gente les obsequiaba galletas, pan, caramelos. Las mujeres, exclaman por la infamia de haber sacado a la niña en esas condiciones. No comprendían el valor de aquellos muchachos al haber caminado por esas rutas, con los salvajes al lado. El Teniente Político de Licto, solidario con su colega, hizo preparar un almuerzo consistente en sopa de fi deo con carne de borrego, papas con cuy y salsa de maní. Para los serranos fue una deliciosa y opípara comida; para los shuaras, algo raro; comían solo por el hambre. Consiguieron una camioneta para que los lleve a Riobamba, con el traqueteo producido al transitar por carretera empedrada; por la tarde fueron a parar directamente donde un señor llamado Alfredo Gallegos, empresario adinerado que había sido compañero de Javier en el Colegio de los Jesuitas. Este señor vivía en una casona antigua, llena de adornos, sala deslumbrante y otros lujos. Lucha sacaba los ojos, ni en sueños había estado en una mansión así, tenía miedo de sentarse en los sillones, le parecían demasiado soberbios, por sus formas y tapices. Los Shuaras se quedaron afuera; estaban vestidos con ropa muy ligera que los entregó la autoridad al salir de Chiguaza, informándoles que iban a necesitarla para llegar a la ciudad fría de Riobamba. Les hizo colocar las taguasas (tiaras de plumas multicolores) y sus itipes (jergas que les cubría de la cintura hasta la mitad de los muslos), así como los collares y todos los adornos que se colocaban para las fi estas.

avanzaban y avanzaban, hasta que después del medio día llegaron a una pequeña choza de paja, abandonada, en donde pernoctaron para descansar. Encontraron en un tanque de hierro, al fondo, restos de mazamorra de harina de haba, estaba muy fría pero fresca porque parecía que había sido cocida ese mismo día y posiblemente se alimentaron de esto, los peones que trabajaban en las primeras paladas de la carretera, pero que ya se marcharon. Hallaron también una cuchara de palo, escondida entre las pajas y unos platos de barro que les sirvió para aliviar un tanto el hambre que quería devorar sus propios intestinos. Una vez satisfechos, continuaron con la esperanza de encontrar en donde terminaba la carretera; algún vehículo que los transportara a un lugar más civilizado, no querían pasar la noche en aquel paraje abandonado. No quiero imaginar el sufrimiento de los nativos shuaras por las condiciones inclementes del lugar, especialmente el frío que calaba los huesos.

Cuando ya casi desaparecía el sol por los nevados; llegaron al lugar deseado, en donde había estado una camioneta esperando a los rezagados trabajadores, para conducirles hasta Alao, una pequeña población campesina y mestiza; aprovecharon los viajeros para llegar a aquel lugar en el balde de este vehículo. Aquí debieron dormir en la casa de una familia, que ante la presencia de semejante caravana, primero asustada y luego solidaria, abrió sus puertas y ofreció cama y comida a cambió del alcohol que llevaban. Los pocos habitantes, se acercaban para conocer a los jíbaros, con ese nombre les conocían por aquella época a los nativos orientales, pero más curiosos estaban por conocer a la niña, no sabían si también era de la misma raza, quien salía con este extraño grupo. El interlocutor era Simón Bolívar que se ocupaba en explicar quiénes eran y

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dio importancia a este proyecto.

Hubiera sido la ruta de comunicación más corta entre las dos Provincias, es decir entre el Upano y los Andes. Sin embargo, fue mejor así, porque con el tiempo, la zona del Sangay fue declarada reserva ecológica.

Parece que en todo momento, la audaz caravana, estuvo acompañada de un ejército de ángeles o santos protectores, hasta el destino fi al.

Fue la algarabía, las mujeres de la casa se movían a diestra y siniestra para ver a los recién llegados, especialmente a los nativos salvajes y a la pequeña niña que apenas se distinguía de entre ellos, por no llevar plumas ni collares, sino una vestimenta muy sencilla, ya raída; estaba descalza, con el cabello suelto y enmarañado. Sacaban los ojos al escuchar la narración del Teniente Político quien detallaba las peripecias que debieron pasar para llegar, por aquella ruta, e informar que era factible realizar la carretera: Macas – Chiguaza – Huamboya – Alao - Licto - Riobamba, a este Sr. Gallegos que era el más interesado; aunque los pioneros hayan salido en condiciones físicas y psicológicas por demás deplorables. Con la rimbombancia de los gamonales megalómanos, convocó a la prensa para informar del proyecto, tomaron fotos, una de ellas salió publicada en el diario “EL COMERCIO”, recalcando en la información que, una niña de once años, acompañó al grupo. Ese fue el único recibimiento: ni un sorbo de agua o bocado para aplacar el hambre o la sed ¡Qué diferencia entre ellos y los indígenas serranos o la gente de los pueblos por donde pasaron!

A los pobres shuaras, que temblaban de frío, debieron obsequiarles ropa gruesa de lana, para que cubran sus carnes, después de quitarse su indumentaria. La resistencia de estos hombres se evidenció al cruzar las estribaciones del volcán Sangay, haciéndolo sin padecer ninguno de los problemas que pudo ocasionarles el cambio de presión o el gélido clima.

Después de haber atravesado la selva virgen, de cruzar caudalosos ríos, a pie, en tarabita; después de haber subido y bajado por el páramo andino, se completó la odisea que, fi nalmente no sirvió de nada, pues nunca nadie

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Riobamba, llevó una foto para que su abuelo y su hermana la conocieran.

Una vez más recibieron una carta de la familia colona, pero esta vez no traía buenas noticias, informaba que Oderay no resistió una gastroenteritis presentada, posiblemente por la alimentación o los parásitos endémicos de la zona y entonces pereció. Fue enterrada en el sencillo cementerio del pueblo; adornada su tumba con fl ores y árboles silvestres. Debe haber sido la más hermosa de las tumbas. A pesar de no haber conocido personalmente a la niña, Lucha, sufrió mucho. Para quien había presenciado ya la muerte de tres hermanas menores, dejándola un vacío indescifrable, este fue un nuevo golpe. Incapaz de comprender los designios de la vida, quiso volver, a todo trance, a Chiguaza para ver a sus dos hermanas sobrevivientes. Dilma y Ligia. Pero eso era imposible.

Con un mes de diferencia de la carta anterior, arribó a la casa la siguiente. Cada vez que llegaban éstas tanto el abuelo como Lucha y Joaquín, quien las leía, permanecían expectantes. El padre tenía la costumbre, como era normal en ese entonces, pintar una franja negra en el sobre, cuando llevaba noticias de luto. Así fue esta última carta, lo cual ya predispuso el ánimo de los tres. En esta misiva, luego de los saludos protocolarios, informaba que Dilma la mayor de las dos hermanas, había muerto a causa de una rara enfermedad, en apenas quince días. Ella tenía siete años, era la más ilusionada por retornar a Riobamba, para jugar con las muñecas que le mencionaba Lucha cuando estaban juntas. Después de enterrar a su hermana Oderay, ya no pudo caminar, se sintió muy mal, por lo que Sixto tuvo que cargarla sobre sus hombros, desde el cementerio hasta la casa. Si la separación al regresar a la ciudad, causó estragos

Y LA TIERRA RECLAMÓ SU CUOTA

Se desmembró un miembro más de la familia Cazar quien permaneciera en Chiguaza. Las esporádicas cartas eran el único medio de comunicación con el abuelo Joaquín; el hijo, José Joaquín y con Zoila Luz quien retornó a su escuelita “Magdalena Dávalos”, al cuarto grado pero con condición, al no tener ningún pase de año ofi cial reconocido por el sistema. Había perdido dos años escolares.

En una de aquellas cartas, Javier informaba que iba a ser padre de otro vástago. Que su mujer, aunque añosa, debe haber estado entre los cuarenta y más años, estaba embarazada. No dejó de preocupar al abuelo esta situación, pues sabía los riesgos que una mujer corría al dar a luz en esas tierras abandonadas. Él había estado en las mismas condiciones en la selva de Manabí por eso conocía de estas contingencias. Posiblemente la guayusa habría jugado un gran papel en la fertilidad pre menopáusica de Sabina y en las alborotadas células germinales de Javier que nunca descansaron, ya que llegó a tener cuatro varones y siete mujeres, como descendencia.

La siguiente carta llegó con la noticia de que nació una niña muy robusta, sin ninguna complicación en el parto, a la niña la llamarían, Oderay. José Joaquín, quien en las siguientes vacaciones regresó a Chiguaza, junto Hugo y un hermano de éste, llamado Jorge Washington, conocieron a la niña bordeando el año de edad, ya había iniciado el destete, a quien le tomaron mucho cariño. De Regreso a

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LA LLEGADA DE LOS MISIONEROS A CHIGUAZA

Durante cinco años permaneció la familia en la Parroquia de Chiguaza. Javier y Sabina, se sintieron enfermos del estómago. Además, con la pérdida de sus dos hijas, no quisieron continuar en esta región. Las hectáreas compradas a Herminio Bone, las dejaron abandonadas.

Después de una década, ya fallecidos Javier y Sabina, Sixto Gonzalo retornó hacia aquel lugar para rescatar el predio que había sido tomado por otros colonos. Con la intervención de la autoridad y el testimonio de los colonos sobrevivientes, fue posible su recuperación. El entró con su esposa y sus pequeños cuatro hijos; Javier, de cinco años; Mary Sabina, de cuatro; Miriam del Rocío, de tres, y Sixto Gonzalo, aún lactante, de aproximadamente un año. La historia se repetía, pero en esta ocasión no se trasladaron a pie, lo hicieron en una avioneta, alquilada desde la Shell. La rudimentaria y pequeña pista aérea, había sido construida por la Misión Salesiana ubicada allí, pero muy lejos de la primera parroquia.

Se asentó la familia en el mismo predio e inició una nueva historia. Allí permaneció Sixto, hasta su trágico fallecimiento. Él dejó escritas sus memorias donde refi ere que los misioneros llegaron a Chiguaza en 1952, por petición del sacerdote italiano Carlos Simonetti, Director de la Misión de Macas, el Papa Pio XII, quien emite la Bula Papal, autorizando esta petición en 1951.

de soledad en Zoila Luz; esta vez fue aún más deprimente la realidad. En la adultez, cuando conoció los síntomas de la enfermedad, arguyó que pudo haberse tratado de ‘Guillén Barré’, ya que también lo contrajo Ligia, pero al ser todavía pequeña, tres años, pudo salvarse de milagro, quedando con secuelas en sus extremidades inferiores.

Otro pequeño cuerpo que bajó a la tierra y otro nombre que se registró en la lista de la Tenencia Política. Javier era carpintero de afi ción, había confeccionado los ataúdes y dos hermosas cruces, único regalo y testimonio de que allí quedaron dos niñas, hijas de colonos serranos, con las leyendas. “HOMENAJE A DILMA. ÁNGEL QUE NOS ABANDONO EN LA INFANCIA Y QUE NUNCA VOLVERÁ A SU TIERRA NATAL. PORQUE SE ENAMORÓ DE ESTA SELVA Y AQUÍ SE QUEDÓ”. Y la otra tumba decía: “ODERAY DESCANSA EN PAZ. ESTA TIERRA NO QUISO QUE CONOZCAS OTRAS” Esto comentó Sixto en sus memorias.

Esa era la cuota que cobró Chiguaza por haber dado cabida a la familia Cazar Noboa. Cuando el clan regresó a su terruño, llegó sin la negrita, tan querida por todos, especialmente por Sixto con el cual se identifi caba por el color de la piel. Son los gajes incomprensibles del destino.

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Los colonos, para no quedarse abandonados, habían optado por trasladarse a vivir cerca de las instalaciones de la Misión, para aprovechar las misas, los bautizos, matrimonios y otros ritos en los que creían. Sin embargo de la educación no recibieron nada, porque ellos no eran los que necesitaban el adoctrinamiento religioso, por el contrario algunos sacerdotes, con su arengas discriminatorias dirigidas a los shuaras, crearon una división entre los colonos y los nativos, se rompió aquella solidaridad existente en el pasado.

El internado era exclusivamente para los hijos de los nativos, inclusive Sixto lo dice en sus memorias, a quienes los llevaban de otras provincias orientales. Los educandos permanecían en el sistema por más seis años, hasta salir casados por las leyes civiles y eclesiásticas, y con una profesión; así aseguraban la falta de continuidad en las tradiciones y costumbres de sus ancestros, la poligamia.

Con la apertura del internado, los sacerdotes solicitaron a las autoridades de educación de la provincia, el cierre de la escuelita “Tumbez”, aquella donde se bailaba y se cantaba; pidieron además que su presupuesto pase a la misión, pedido que fue aceptado sin considerar que algunos colonos tenían hijos pequeños sin acceso a la educación religiosa de la Misión. El Teniente Político de ese entonces, conjuntamente con los padres de familia, enviaron un reclamo pidiendo una revisión para esta decisión, informando que algunos niños iban a quedar fuera de la educación formal. Las autoridades dieron oído a su pedido abriendo nuevamente la escuela en la parroquia civil.

El gobierno dio presupuesto para construir la pista de aterrizaje de pequeñas avionetas que ayudarían en casos emergentes; ésta fue erigida en los predios de la Misión cuyos

Un grupo de misioneros italianos@ de Sevilla Don Bosco, se trasladan a esta Parroquia para fundar la Misión, con el objetivo de evangelizar a los aborígenes. Para esto toman posesión de sesenta hectáreas de Selva virgen, muy lejos del lugar original de la parroquia donde estaban ubicados los pocos colonos sobrevivientes a todas las inclemencias. El río Andrenzta, afl uente del Chiguaza, cruzaba por estas tierras; su caudal fue aprovechado para obtener los benefi cios de la energía hidráulica y el abastecimiento para todos los menesteres domésticos.

Los misioneros construyeron sus casas, primero de madera y zinc y posteriormente de concreto. Desmontaron gran cantidad de selva para transformarla en potreros y criar ganado vacuno de leche y de carne. Sembraron hectáreas de yuca, plátano, papa china, camote; frutas tropicales, como piñas, papayas, naranjas, limones, etc. Hicieron huertos de hortalizas y legumbres. Todo con el aporte del trabajo de los niños y jóvenes shuaras, hombres y mujeres a quienes les mantenían internos en sus instalaciones, con la promesa de darles educación católica y alguna profesión artesanal. Un grupo estudiaba en la mañana y otro lo hacía en la tarde. Así los mantenían trabajando el día entero en las labores agrícolas y ganaderas. Las aves de corral como gallinas, patos y pavos, estaban a cargo de las religiosas y de las internas mujeres, así también la preparación de alimentos para internos y sacerdotes. Además instalaron un dispensario para atender casos emergentes, el cual estaba a cargo de una religiosa enfermera. Nadie cuestionaba su práctica, bastaba conque sean religiosos o religiosas para creer en su experticia.

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que ellos creían conveniente para sus fi nes. Introduciendo siglas inglesas o italianas y desconociendo el español; así por ejemplo se habían registrado a los hijos de Jimbiquiti, acomodando al español, pero ellos los bautizaron como Jimbikit, Tzerembo, por Tzeremb. Nayape por Nayap. Antonio Aguare, por Antoni Awar. Y así por el estilo. Esta situación sirvió para que todos los indígenas vuelvan a registrarse, por lo civil, presentando sus certifi cados de bautismo.

Cuando Sixto llegó para radicarse allí, debió también construir su casita de madera en el mismo sitio de los otros colonos. Aún no existían carreteras. Si algún enfermo o accidentado necesitaba salir de urgencia para recibir atención médica en la a Shell o en el Puyo, debían contratar la avioneta que les costaba una fortuna. El progreso que supuestamente llevó la Misión no ayudó en nada al desarrollo sustentable de esta Parroquia.

principales benefi ciados fueron los misioneros a quienes les llegaba todos los productos de labranza, maquinaria, medicinas etc., enviadas por sus correligionarios nacionales o extranjeros y otras instituciones caritativas; exclusivamente para su apostolado con los nativos.

Las avionetas que podían entrar, transportaban también material de construcción pues había cambiado la forma antigua de construcción, por el concreto, tanto en el caso de las viviendas de los curas, como la de las monjas e internado. Se diferenciaba este espacio por sus soberbias instalaciones y construcciones, con las pobres y simples casas de caña y techos de paja de los colonos. Actualmente ya no prestan este servicio allí, pero son testigas de un pasado de transculturización. También en las avionetas se transportaron pequeños vehículos de carga como ciertas camionetas que facilitaban el trabajo dentro de esas carreteras apisonadas con piedras extraídas del río, por los internos.

La infl uencia que ejercieron en esta cultura fue tan convincente que muchos aborígenes que ya se habían casado anteriormente con varias mujeres, optaron por tomar una sola y repudiar a las demás, para obtener los benefi cios que brindaba la Misión. Las mujeres excluídas, con sus respectivos hijos, pasaron a constituir un grupo social paupérrimo, ya que no estaban preparadas para defenderse solas. Este confl icto tiene sus connotaciones hasta hoy.

Otra de las circunstancias que podría llamarse impuesta, fueron los cambios de nombres y apellidos, al bautizarlos, desconocieron el hecho de haber sido registrados en la Tenencia Política, optando por poner el

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En todo tiempo, aún cuando la familia Cazar Noboa desapareció de escena, ella y continuó viviendo en Chiguaza, relacionándose con otros colonos que habían llegado de diferentes lugares; cada uno cargado de historias muy singulares. Al cumplir los dieciocho años, se casó con un joven de su misma edad, hijo del Policía que remplazó a Jesús Vinza y quien llegó con toda sus familia también a colonizar Chiguaza. A partir de aquel enlace debió enfrentar las más insólitas situaciones que fueron relatadas a Sixto por la misma familia del esposo y por los otros Colonos, a quienes les sirvió de tema para sus memorias.

Es posible que Paula, en su matrimonio, haya continuado con las fantasías eróticas que rondaban su cerebro, en búsqueda de huir de la realidad. El joven esposo, incapaz de comprender la situación psicológica desarrollada durante la infancia de su esposa, por la carencia de afecto; descargó su ira, primero con golpes, luego con infi delidad y fi nalmente con abandono. El esposo tomó por amante a una mujer de mayor edad, casada, quien sin lugar a dudas, por su experiencia, llenaría el vació afectivo y sexual de este mancebo.

A la concubina del esposo de Paula, los colonos la consideraban bruja, entre las consabidas elucubraciones se decía que aquella seguramente habría dado de beber pócimas infalibles al joven para que prefi era estar con ella antes que con su joven esposa sin que el marido reclame en absoluto, aceptando este vergonzoso adulterio, conocido por todos.

En una de esas tantas situaciones en que Paula había sido golpeada y abandonada y estando en su cuarto muy triste y sola, por la noche; trayendo a su memoria las

EL ACIAGO DESTINO DE PAULA

Se trae a relato la corta vida de esta joven mujer, que en su niñez, fue compañera de Zoila Luz, en la escuelita “Tumbez”, donde se cantaba y bailaba, todos los días, al son de las notas de la guitarra del profesor Cabrera. Ella era hija adoptiva de la Familia Bravo Arcos. De cabellera muy negra, lacia y gruesa, lo llevaba cortada en melena, en ella se daban festín los piojos pues sus tutores no se preocupaban por su aseo, ni por aplicarle alguna pócima que destruya a estos parásitos, hematófagos oportunistas. Su apariencia triste, era delatada por sus grandes ojos negros. En las raras veces que sonreía, dejaba ver sus pocos dientes torcidos y cariados. Vestía sencillas prendas confeccionadas por doña Isabel y siempre andaba descalza. Cuando iban a bañarse en el río, el profesor, a más de despiojarlos con D.D.T, solicitaba a todos los niños mantener en remojo sus pies y luego de examinarlos, sacaba con la punta de su fi luda navaja, las niguas que se habían ubicado alrededor de las uñas o en las plantas de los pies. Curando luego estas abrasiones con kreso y alcohol. A Paula siempre le sometía a esta tortura, porque era la más infectada por estos parásitos. En conclusión su corta historia era la de una niña proscrita de su familia sanguínea.

Posiblemente su precaria situación personal, social y familiar, la hacían inventar fantasías e historias inverosímiles que contaba a sus compañeros en la escuela; como aquella en que había visto a un joven muy guapo, jugando en el cañaveral y que la había querido poseer sexualmente.

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cuarto. Si trataban de sujetarla a la cama, entre varios hombres, producía fuertes movimientos, como si se tratara de un temblor, al menor descuido, se levantaba para salir volando, impulsada por un inexplicable ventarrón que aparecía de pronto. Desaparecía nuevamente por algunos días, hasta que los voluntarios que no sentían miedo salían a buscarla y recuperarla.

Lo peor del caso, menciona Sixto, en sus memorias, es que ella nada recordaba. Luego de recuperar su conciencia, se quedaba extenuada, profundamente dormida como si hubiera bebido alguna tizana somnífera.

Todos los habitantes se encontraban alarmados; los niños huían de la pobre mujer, nadie quería encontrarse con ella, peor entablar una conversación, es decir, fue totalmente aislada. Estos acontecimientos nunca se habían dado en el lugar, a la joven le pusieron el apodo de ‘la endiablada’. No encontrando explicación alguna, la gente decía que ella, con su raro comportamiento, había llamado al diablo quien se quedó allí, para oprobiar y retar a los curas.

Por esta rara enfermedad, Paula no se alimentaba bien cayendo en una anemia aguda que agravó su precaria situación.

Los suegros, muy preocupados, llevaron a la joven a la Misión que para entonces ya se había instalado en esa Parroquia; con la fi nalidad de que la realicen un exorcismo. El padre superior, un italiano de edad avanzada, quien demostraba ser un sacerdote de mucho respeto, muy considerado por los que le conocían y le trataban, luego de conocer los antecedentes, inició los ritos de exorcismo para sacar al demonio que se había apoderado del cuerpo de la joven mujer, pero el ente satánico no lo permitía; burlándose

fantasías que eran sus únicas compañeras, dicen manifestó: –Con el primer hombre que me encuentre en el camino, me voy- y que salió corriendo, ante un silbido extraño que escuchó en la puerta de su casa. Encontró a un hombre muy guapo, alto que le sonreía y le invitó a dar un paseo.

Nadie supo lo que sucedió, pero los colonos, especialmente sus suegros y cuñados, ante la desaparición de la joven por más de tres días, iniciaron la búsqueda, encontrándola sentada, completamente desnuda, en la copa de un alto copal. Fue muy difícil trepar, inclusive para los nativos expertos en estas actividades, para bajarla de allí. La llevaron a su casa, pero su vida cambió totalmente.

A partir de este incidente, ella desaparecía con frecuencia, quienes la buscaban, por cierto no el marido, la encontraban en diferentes lugares, en una peña, en la playa de un río, en la copa de una palmera o en alguna selva virgen, lejana del pueblo; siempre en lugares recónditos e inaccesibles.

Cuando regresaba a la casa de sus suegros, donde la llevaron a vivir a partir del primer incidente, llegaba totalmente transformada, obnubilada, a tal punto que al menor ruido, echaba a correr manifestando: -¡ya viene a llevarme, ya viene a llevarme-

Posteriormente. Empezó a realizar con sus músculos y huesos, contorsiones por demás llamativas, hablando en lenguas no conocidas, con una voz ronca y fuerte, nada natural. Decían los parroquianos que los ruidos se escuchaban a leguas de distancia, especialmente cuando gritaba o blasfemaba contra los sacerdotes y monjas del lugar. Había momentos, comentaban, en que levitaba y volaba sobre las cabezas de los que estaban en su pequeño

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no crean que me han derrotado, esta alma me pertenece!- Paula nunca recuperó totalmente su salud, a los pocos años, siendo aún muy joven, murió, dejando un vástago de corta edad, en la orfandad.

Parece que la vida de esta inocente criatura estaba marcada por la fatalidad. Después de salir del trance, nunca demostró deseos de vivir, se perdía en fantasías que a la fi nal la llevaron al eterno descanso donde ella deseaba, en su querido Chiguaza, dejando libre a su marido para que disfrute de las pasiones prohibidas en brazos de su amante y a un niño que le recordaría toda la vida, la crueldad con que trató a su madre.

El niño había crecido al amparo de sus abuelos paternos hasta hacerse hombre, se casó a la misma edad que sus padres, es decir dieciocho años, y murió a la misma edad que su madre, veinte y tres años, víctima de un tétanos producido por la herida causada por una patada de caballo en la frente, la misma que fuera suturada en el hospital de Macas sin la administración de la vacuna correspondiente. Dejando en la orfandad a su hijo de tres años, como ocurrió con él. La historia se repitió, aunque en diferente tiempo y circunstancias.

Estos fueron los testimonios de los colonos sobrevivientes, a la llegada de Sixto Cazar, ante quien expusieron sus relatos, con lujo de detalles, para que luego fueran descritas en sus ‘memorias’.

de su apostolado le increpaba a través de Paula, que con él no se meta, pues conocía de su vida e iba a gritar a todo el mundo la historia de su trayectoria. El sacerdote se hacía acompañar por la madre superiora, también misionera salesiana, la malévola criatura, manifestaba que a aquella señora si le debe respeto, pero que se aleje, porque es mujer y no debe exponerse a su furia. Hicieron varios intentos por curar a Paula, con estos ritos religiosos, pero nunca consiguieron nada.

Y el relato continua; ante la impotencia de los misioneros por sacar al demonio del cuerpo de Paula, sugirieron a la familia política, trasladen a la enferma a una ciudad donde haya un sacerdote experimentado en estos menesteres y con licencia para realizar estas ceremonias.

Es así como decidieron llevarla a la ciudad de Riobamba, de donde procedían los suegros de Paula, sus familiares les podrían ayudar. Los allegados incrédulos decidieron hospitalizarla para que reciba atención médica, pero los galenos después de algunos días de diagnóstico y tratamiento y ante la ausencia de mejoría de la muchacha, aconsejaron buscar ayuda espiritual, religiosa. Fueron orientados en la búsqueda de un sacerdote redentorista quien había realizado estos ritos, con otros posesos, en ocasiones similares.

Tuvieron suerte al encontrar al sacerdote en mención, quien realizó el exorcismo por varios días consecutivos, liberándola fi nalmente de aquel espíritu maligno. Quienes la acompañaron para la realización de estos procedimientos, habían manifestado que fue una tremenda batalla y que cuando el ente diabólico salió del cuerpo de Paula, dijo: -¡me voy, pero muy pronto volveré,

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estático en el tiempo y en el espacio, como impregnado en un lienzo o en una fotografía. La gente suele pensar que el pasado auspiciado por la infancia, no se transforma, no cambia. Y aunque Sixto la había advertido de que el pueblito en el que ella vivió, ya no era el mismo; no podía asimilar esta transformación, sin observarlo personalmente.

¡Oh! Sorpresa, aterrizaron en un aeropuerto muy rudimentario. Gracias a la pericia del piloto, no fueron a parar al potrero de la Misión Salesiana. A su alrededor, habían muchas construcciones modernas y funcionales, provistas de comodidades; ella se preguntaba ¿cómo podía haber tanta comodidad en un lugar donde ni siquiera existían visos de carretera? Poco a poco, Sixto continuaba informando, causando perplejidad en su hermana. Esta era la Misión Salesiana.

Por una senda concebida en el potrero, a fuerza de tránsito, llena de fango y resbalosa, Lucha, cayendo y levantando e impregnándose de cieno en toda la ropa, pues había perdido la pericia para recorrer estas vías, avanzaba detrás de su hermano; en, aproximadamente, media hora, arribaron al pueblo.

Una gran frustración invadió su ánimo, aquel lugar no se parecía en nada al que conoció y en el cual permaneció por más de dos años, disfrutando de su riqueza natural. Las cinco familias que allí vivían no eran ni siquiera los descendientes de quienes los recibieron, compartiendo con ellos durante su permanencia. Se preguntaba ¿Dónde quedó aquel pueblito lleno de misterio, magia, leyendas, animales selváticos y diabólicos?, ¿Qué sería de aquellos habitantes, personajes especiales quienes crearon una historia feliz para los niños de este relato? ¡Habían desaparecido, sin

EPÍLOGO

Una mujer adulta y profesional, volaba acompañada por su querido hermano, el negrito, en la pequeña avioneta que servía a esa pequeña parroquia. Iba con la ilusión de revivir aquellos recuerdos de la infancia que marcaran para siempre su vida. Mientras cruzaban la selva, desde el aeropuerto de Shell, como la nave pasaba casi a ras de los árboles, podía observar muchos espacios claros. Eran haciendas de Colonos de varias partes del País, introducidas por el CREA (Centro de Reconversión del Azuay), una rama del IERAC (Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización). Este Organismo fomentó la entrada masiva de familias, principalmente del Azuay de Cañar, a quienes fueron entregadas varias hectáreas de selva, con la condición de que la deforesten, utilizándolas para el cultivo de otros productos. Una vez demostrado que tenían su casa, vivían allí y habían cultivado casi todas las hectáreas cedidas, les proporcionaban el título de propiedad. Explicó Sixto a Zoila Luz, quien fue una de las pasajeras de la pequeña nave voladora.

Con la emoción a fl or de piel, a medida que el hermano describía la cercanía de Chiguaza, ella pensaba en recorrer los senderos llenos de árboles milenarios, dar una vuelta por el grandioso tronco de copal y recoger sus lágrimas solidifi cadas; encontrar a su compañeros de escuela quienes debían ser adultos como ella, para recordar lo vivido y lo perdido, durante su ausencia, saborear el delicioso boca chico asado en leña; con la creencia de que aquel cuadro viviente que dejó al salir había permanecido

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sus experiencias de progreso mesurado, incentivando a sus habitantes para organizarse y formar un grupo para defender lo que había quedado solicitando la atención de las autoridades. Muchos años trabajó Sixto como Teniente Político y secretario. Vivió por más de cuatro décadas. Ya jubilado y en plena redacción de sus memorias, un accidente aéreo producido en Cuenca, acabó con su vida truncando así sus sueños de desarrollo para esta Parroquia que, en la actualidad, cuenta con acceso vehicular, una carretera de tercer orden, la misma que ha servido para que trafi cantes de madera, fauna y otras especies que son comerciadas en Macas, Puyo, y otras ciudades; atizando la situación paupérrima que vive la población, misma que cayera en un marasmo social, económico y cultural, en este marco de desidia. Los pocos habitantes que aún permanecen, no hacen ningún esfuerzo por mejorarla, para reforestarle y defenderla de sus predadores.

Actualmente esta Parroquia no pertenece al Cantón Macas, como cuando fue fundada, ahora es dependencia de Huamboya, un Cantón que se creó con la nueva distribución política y por donde hubiera pasado la carretera que proyectaban los riobambeños en la década de los cincuenta. En conclusión, Chiguaza ha sido, es y será un pueblo olvidado por todos. La poca gente que allí vive lo hace porque trabajan de vaqueros con los propietarios de potreros y ganado quienes viven en Macas. No hay otras fuentes de ingreso, los jóvenes deben salir, una vez terminada la escuela, para continuar con sus estudios o buscar trabajo en otras ciudades del País, aún en el exterior, pues hay muchos hombres y mujeres que han emigrado a España, Francia o, a Los Estados Unidos.

FIN

dejar rastro!

Con la Misión Salesiana, entró la civilización y todo cambió, decía Sixto. ¡Si!, con la civilización, entra lo bueno, lo malo y lo feo. Sus habitantes se separaron físicamente, unos vivían en la Parroquia y otros, los Shuaras, en un lugar distante, casi dos kilómetros, al que denominaron “San Pedro”, fundado por los curas. Cada una tenía su escuela, en la de los colonos, estaban los pequeños hijos de Sixto.

La Tenencia Política, funcionaba en la escuela de los Colonos. Si querían oír misa debían trasladarse a la iglesia de la Misión.

La vegetación estaba deforestada muchos kilómetros a la redonda, ya no se escuchaba el parloteo de las bandadas de aves regresando a sus nidos, en la tarde; ni el ruido de las ranas croando en la noche, llamando a sus compañeras; ni el silbido de las hermosas serpientes que pasaban arrastrándose en los días soleados; ni los sonidos guturales del búho, que exacerbaba la imaginación de los niños.

Chiguaza ya no era un desierto, ni tampoco una jungla, llena de riqueza natural, como ella conoció.

El río, ese maravilloso manantial en donde se bañaban, juagaban, pescaban, ya no era fuente de vida para muchas especies acuáticas, éstas se habían exterminado por la utilización de sustancias dañinas o detonantes para la pesca. Los árboles habían sido arrebatados al igual que sus lianas en las orillas, donde jugaban representando a Tarzán o sumergiéndose en la profunda poza, donde decían, vivía una gran boa que se comía a los desprevenidos nadadores.

Cuando regresó Sixto a este lugar, a más de adaptarse a los cambios encontrados, lo dio vida, alimentándolo con

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ENTRE EL UPANO Y LOS ANDES CRÓNICAS, de la escritora ZOILA LUZ CAZAR NOBOA , coedición de los Núcleos

Provinciales de Chimborazo y Morona Santiago de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, se terminó de imprimir en los talleres gráfi cos de la Casa de la Cultura

Ecuatoriana Benjamín Carrión núcleo de Chimborazo el 2 de diciembre de 2011, siendo director de los mismos el Sr. David

Naranjo Cabezas y Presidente de los Núcleos Provinciales el escritor Gabriel Cisneros Abedrabbo y el Lcdo. Marcelo

Noguera, con un tiraje de 600 ejemplares.