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¿ES QUE NO SABES QUE ERES UN HOMBRE? · Estados Unidos (Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Gloria Swanson, Pola Negri, Tom Mix y muchos otros), tal vez ninguno consiguió

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"¿ES QUE NO SABES QUE ERES UN HOMBRE?"1

Star system y masculinidades en cinco actores del cine mexicano

Daniel González Marín

Era 1917 y un joven preparatoriano, recién llegado a la ciudad de

México, recuerda cómo sus ausencias a la escuela se multiplicaban en la

misma medida que pasaba las tardes, acompañado por un amigo, en el

cine Vicente Guerrero: "un jacalón de asientos incómodos, todo invadido

por el olor capitoso de sus mingitorios, punteado el ríspido silencio en

que transcurrían sus exhibiciones por las notas del piano a que una

señorita entrada en años y muy honestamente vestida [...] Yo me hundía

en la delicia a la vez excitante y sedativa de aquella oscuridad en que la

luminosa pantalla iba presentando, desfilando, detallando, agrandando,

a aquellos hermosos personajes de la película." (Novo 2008: 125-126)

No obstante la frontera con los Estados Unidos, el cine de aquel

país estaba lejos, en aquel momento, de ser hegemónico en México. El

autor de Las Locas, el sexo, los burdeles aclara que en "la pugna, por

entonces iniciada, entre las películas norteamericanas de episodios y de

cow-boys, y los 'filmes de arte' europeos, éstos parecían haber triunfado.

Las familias comentaban, discutían, aguardaban estrenos tan

sensacionales como la serie de Los siete pecados, que fueron otras tantas

cintas borrosas de Francesca Bertini [...]. Pina Menichelli dictaba desde

sus close-ups el fatal parpadeo, la boca jadeante de pasión, que las

muchachas de la época imitaban en sus actitudes." (139) Novo y las

jóvenes vecinas que vivían en el piso de arriba del edificio donde

habitaba, se reunían para recrear en el espacio doméstico los lances

dramáticos de las divas italianas, de tal suerte que los muebles se

convertían en escenografía y las cortinas en cuerdas insospechadas que

les permitían colgarse "para impartir énfasis dramático a las

1 Extiendo la mayor de mis gratitudes a las valiosas observaciones y precisiones que la Dra. Julia Tuñón y el Dr. Aurelio de los Reyes hicieron a este trabajo.

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encarnaciones de Lydia Borelli en el momento de agonizar de

tuberculosis". (140)

El star system no fue (no ha sido) un modelo único y homogéneo.

Si bien Hollywood terminó por dominar e implantar una forma de

promover los filmes a través de la figura de los actores, de ningún modo

fue el primero ni tampoco opacó las especificidades que el sistema

adquirió en una gran diversidad de países, entre ellos México.

La cinematografía italiana creció significativamente entre 1905 y

1920 gracias a fuertes sumas de inversión financiera y bancaria. Roma y

Turín se convirtieron en los centros principales de la producción fílmica.

Dominaron los géneros cómico, el péplum (realizaciones que evocaban el

pasado imperial de Roma) y el melodrama, que propicio la aparición de

las divas, actrices herederas de viejas tradiciones teatrales del país. La

diva (es decir, la diosa) era una variante de la primma donna.

De acuerdo a Gian Piero Brunetta, el fenómeno del divismo

aconteció entre 1913 y 1920. Las actrices ostentaban sensualidad a

través de un mundo material de joyas, vestidos y peinados acompasados

por una gestualidad y corporalidad hiperbólicas. En opinión del

historiador italiano, este modelo no fue "producto de una voluntad o de

un proyecto industrial, ni tampoco un fenómeno inducido de forma

mecánica por otras manifestaciones sociales y culturales." (1998: 12-13)

Y prefiere privilegiar la dimensión simbólica. Actrices representativas

como Lydia Borelli o Francesca Bertini "abrieron nuevos horizontes del

deseo".

Sin embargo, hay todavía un precedente anterior, que si bien no

tuvo los efectos y dimensiones del divismo italiano, que sería el referente

directo para el cine de David Griffith en los Estados Unidos, sí ejerció un

influjo en la configuración de la diva: los films daneses interpretados por

Asta Nielsen que arribaron a las salas italianas desde 1910. (Véase Elena

1998: 189-218)

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El star-system en sus distintas modalidades tuvo normalmente

como aliado al público. Eran los espectadores quienes reclamaban la

presencia de una figura que paulatinamente transitó de la interpretación

de un papel a la encarnación de un personaje fuera y dentro de la

pantalla. México no fue la excepción. Aurelio de los Reyes documenta el

gusto que las mujeres manifestaban por el actor Max Linder. "Algunos

caballeros, para halagarlas, empezaron a usar bigotes y vestirse como el

actor francés, nuevo arquetipo de la moda masculina. El público

simpatizaba además con Susana Grandais y otros actores cuya fotografía

publicó El Mundo Ilustrado. Surgía y se desarrollaba el culto a las

'estrellas'." (1996: 117) Era 1912.

El historiador mexicano señala que los hombres tomaron la

delantera en portar la vestimenta de los actores que aparecían en

pantalla, pero las mujeres no tardaron en adoptar poses y accesorios de

algunas actrices italianas. "Con sólo una película, Lydia Borelli se

impuso como maniquí. La rápida aceptación de la italiana se debía a que

ya era una vieja conocida del público, pues había estado en la capital

mexicana en enero de 1910, año del Centenario de la Independencia. lo

novedoso era que el vestuario propuesto en sus films era utilizable en

reuniones sociales". (ibíd. 136) Posteriormente, con el desarrollo de la

industria nacional, actrices como Mimí Derba o Emma Padilla

encontrarían una fuente de inspiración en el divismo italiano, con

magnético arraigo entre el público.

Aunque las revistas que comenzaron a hablar sobre el halo

misterioso de las actrices y los actores no comenzaron en Hollywood, esta

industria sí dio al star system un carácter nacionalista. Sin embargo,

tampoco surgió de manera unilateral y definitiva. Douglas Gomery aclara

que "se desarrolló como un eslabón de un complejo sistema de principios

industriales y no es extraño que se inspirara en las industrias que le

habían precedido en el campo del entretenimiento de masas: el teatro y

las variedades". (1998: 83)

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Eileen Bowser (1990: 87-92) estudia las transformaciones que la

gestualidad actoral se transformó de acuerdo a la técnica y al desarrollo

de lentes y cámaras. La materialidad de un rostro, un cuerpo y el detalle

de las expresiones emocionales no es independiente de la materialidad

fílmica. "En la primera década del siglo, el teatro, la ópera y el vaudeville

operaban, en gran medida, sobre la base del star system, en donde el

magnetismo personal de un actor particular a menudo compensaba otras

consideraciones como el talento artístico o el valor del drama o la

música. " (ibíd. 106)

La conversión del star system como práctica industrial en EUA fue

paulatina. En principio, los actores cobraban por día y no figuraban

entre los créditos del filme. Sin embargo, en la medida que el público

contribuía con su gusto a seguir los filmes donde aparecían ciertos

actores ("el insaciable apetito del público", lo llama Benjamin B.

Hampton 1970: 93), la economía cinematográfica se transformó. Richard

Koszarski (1990: 116) contrasta los salarios recibidos por Lilian Gish en

1923 con el de Mary Pickford en 1926. Mientras la primera devengaba

cinco mil dólares en el período entre la filmación de dos películas, la

segunda un millón.

En Estados Unidos, la consolidación del star system coincidió con

el auge de los llamados nickelodeon, salas que modificaron

sustancialmente las condiciones de exhibición. De acuerdo a Koszarski,

entre la estela de actrices y actores que dominaban las marquesinas en

Estados Unidos (Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks,

Gloria Swanson, Pola Negri, Tom Mix y muchos otros), tal vez ninguno

consiguió la trascendencia de Rudolph Valentino. "Es necesario

considerar cómo la imagen de Valentino cambió la forma en que Estados

Unidos percibe a sus héroes, dentro y fuera de la pantalla. Es la

dimensión fuera de la pantalla la que mantiene a Valentino como una

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leyenda viva, aun cuando sus filmes son despreciadas y ridiculizadas."

(ibíb. 299)2

La estrella ascendió al firmamento, en principio, despojada de

nombre. Cuenta Lewis Jacobs (1971: 131-132) que desde principios de la

segunda década del siglo pasado, el público se interesó por saber más de

los actores de cine, pero los productores mantenían en secreto sus

nombres ante la eventual exigencia de un salario. Los espectadores

llamaban "a sus actores preferidos por el nombre de la compañía en que

trabajaban ("la chica de la Biograph", "la chica de la Vitagraph", "la chica

de la IMP"; otras veces, con arreglo a los personajes interpretados ("la

pequeña María", "el marido", "el banquero", "el vagabundo"), o

refiriéndose a sus rasgos físicos ("la chica de los tirabuzones", "la mujer

gorda", "el hombre de los ojos melancólicos", "el indio guapo"). Ningún

productor había pensado que esta situación podía explotarse en

provecho propio".

Un cambio cualitativo ocurrió en EUA, según Mark Cousins,

drante el momento "más encarnizado" de la llamada guerra de patentes,

que confrontó a la poderosa Motion Picture Patents Company (MPPC) con

los entonces productores independientes. La lucha por un mercado

creciente que generaba dividendos, obligó a que las productoras

distinguieran sus productos de acuerdo a diferentes estrategias. Fue la

opositora Motion Picture Distributing and Sales Company (MPDSC), la

punta de lanza de un nuevo "modelo y en lugar de presentarse a sí

misma como marca, decidieron que su imagen fuera la de los actores que

trabajaban en sus películas. Previamente, los actores apenas eran

2 La vida de Valentino y su posición singular como emblema de masculinidad en el star system estadounidense, ha sido explorado por dos trabajos biográficos que destacan las dificultades que el actor enfrentó, no obstante su popularidad, en el rígido sistema de producción hollywoodense. Véase la biografía de su segunda esposa Natacha Rambova (Morris 1999) y la que sobre el actor hicieron Steiger y Mank (1975).

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conocidos y el público no recibía ninguna información de ellos" (Cousins

2005: 42).

Poco después, en 1910, cuenta Cousins, Carl Laemmle armó una

historia de muertes y desapariciones ficticias en torno a Florence

Lawrence, la estrella principal de su productora: la Independent Motion

Picture Girl. La actriz participó de la trama de mentiras para alimentar la

expectación de la prensa sensacionalista y del público ávido de seguir la

historia. La consolidación industrial y económica de Hollywood estuvo

fuertemente ligada al fortalecimiento de su sistema de estrellas.

Hablamos de rentabilidad comercial, pero también de fascinación

simbólica. "La obsesión del público con los actores de cine llegó a límites

insospechados", agrega Cousins (43). Robert Sklar coincide con esta

apreciación que combina dividendos económicos, estandarización de los

contenidos cinematográficos y el placer de ver películas. Así, la estrella

cinematográfica se mueve a ambos lados de un umbral: entre lo material

y lo inmaterial, entre lo abstracto y lo concreto, entre lo fantasmático y lo

tangible. "La organización de las compañías productoras en unidades

más grandes y también más complejas se explica por la articulación de

las prácticas de exhibición, las expectativas del público y los deseos por

establecer un sistema de producción fundado en la repetición y la

familiaridad –en otras palabras, géneros y estrellas" (69). Para Sklar, fue

el nuevo estilo narrativo que buscaba inducir en los espectadores la

identificación con un actor, adoptado por las películas hacia 1910, lo que

explica el peso de la estrella como un componente central en el medio.

Dicha obsesión tiene, sin embargo, una motivación cognitiva. El

pensamiento visual del cine, en los términos de Rudolph Arnheim, dio al

rostro, el cuerpo, el saber y los afectos de un actor una materialidad. El

primer plano tal vez fue la manifestación más ostensible para comunicar

los pensamientos y el sentir de un personaje-actor o actor-personaje,

pues al menos en el período clásico, esta dualidad era puramente

artificial. "A pesar del empleo del primer plano en filmes como Grandma's

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Reading Glasses (Reino Unido, 1900), su uso no pasó de ser anecdótico

durante años. En 1908, seguía estando vigente la norma según la cual el

cuerpo humano aparecía en pantalla de cuerpo entero, pero en 1909, tal

como ha puesto de relevancia Barry Salt, los filmes comenzaron a incluir

los llamados planos americanos, en los que los actores aparecían de

rodillas para arriba [...] El star system logró que la psicología se

convirtiese en la fuerza conductora del cine, en especial del

estadounidense" (44).

El rostro, en efecto, se convirtió incluso en una demanda de los

exhibidores para sus materiales promocionales (Sklar, 69). El historiador

norteamericano cita como ejemplo el apersonamiento de los actores de

Vitagraph en los teatros donde se exhibían las películas alrededor de

1910, así como el surgimiento de revistas centradas en las

personalidades del cine (las fan magazines) a partir de 1911. Aunque la

celebridad no fue inventada por el cine (basta con pensar en el teatro y la

ópera), el hecho que un actor pudiera multiplicarse en varias pantallas

simultáneamente era insólito y completamente novedoso en la industria

del entretenimiento.

En su caracterización sobre la importancia nuclear que en los

filmes desempeña el actor, Corrigan y White (2009) destacan la

importancia de la voz y el movimiento corporal. Ambas entrañan un

importante caudal de matices y sutilezas: la entonación, el timbre y el

acento en el primer caso; la gestualidad, el movimiento ocular y el

contacto visual en el segundo; estos dos últimos parte del

desdoblamiento que el ojo de la cámara traza en el espacio visible, no

una metáfora, sino la expresión manifiesta de la performatividad

cinematográfica, por llamarlo de algún modo. Las stars, "aquellos

individuos que, debido a sus celebridad cultural, otorgan a su actuación

de una poderosa aura" (72), empero, dan otra dimensión a todo este

andamiaje de registros visuales y sonoros.

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Dado que la verosimilitud cinematográfica, como apunta Jacques

Aumont, se construye, no gracias a la supuesta vocación del cine por

reproducir o parecerse a la realidad, sino por el peso de los filmes que

anteceden a otro y contribuyen a crear una suerte de estela diegética, las

estrellas cinematográficas trazan un sendero autorreferencial que les da

un estatus particular en el imaginario fílmico. "A diferencia de los actores

menos conocidos, la estrella se ubica en el centro y a menudo domina la

acción y el espacio de la puesta en escena; brinda la historia acumulada

y la significación de sus actuaciones pasadas en cada nuevo filme que

aparece; y adquiere un estatus que transforma su presencia física

individual en cualidades más míticas y abstractas, combinando lo

ordinario con lo extraordinario" (Corrigan y White 72).

La complejidad se multiplica cuando nuestro "reconocimiento y

comprensión" del filme depende no solamente, como ya comentábamos,

de los otros papeles que el actor recrea en diferentes filmes, sino en

relación con la vida fuera de pantalla. La estrella en el cine clásico se

seguía interpretando a sí misma en el mundo empírico, como si las

sombras de una cueva platónica inmemorial cobraran vida en el campo

terrenal. Un ejemplo emblemático fue María Félix. Octavio Paz (1994:

152) escribió, en un libro de fotografías de la actriz, que "había nacido

dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí

misma. Muchas mujeres nacen hermosas y otras, a fuerza de cuidados y

afeites, se fabrican una belleza; únicamente las actrices (y no todas:

unas cuantas) transforman su físico en una imagen, compuesto

indefinible de lo real y lo ideal, lo sensible y lo ficticio".

Para Corrigan y White, el poder mítico de una estrella que lleva al

espectador a consentir los actos más reprobables si el actor ha

despertado sentimientos de simpatía, o sospechar de su benevolencia si

hasta entonces se ha comportado como un ser mezquino y sin

escrúpulos, es lo que explica "nuestra identificación con los sueños y

deseos de la star" (73).

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Si bien en el cine clásico el estilo de actuación tiende hacia la

estereotipación, resultaría una simplificación ignorar los pliegues o

transformaciones que el desarrollo de una actuación (performative

development es el término empleado por Corrigan y White) sufre a lo

largo de un filme o de varias películas si consideramos la carrera íntegra

de un actor o actriz. En todo caso, en la interpretación de un personaje

por una star, se entrecruzan el tipo del personaje, el estilo de

interpretación y la transformación de la que es sujeto u objeto.

Vale la pena detenerse con mayor detalle en las implicaciones

simbólicas del fenómeno del estrellato y en cómo las actrices y los

actores, antes que puramente representar, crean y construyen un

universo que se sostiene por referencias sublimadas e hiperbólicas sobre

una realidad que en la pantalla se escapa y difunde. Un concepto que

permite comprender esta sinuosidad es el de fotogenia. De acuerdo a

Edgar Morin, la fotogenia en el cine supone una sobredimensión de lo

que se tiene por real y objetivo. "Esta cualidad sobrevalorizadora (no es

absurdo unir dialécticamente los dos términos) no puede confundirse

con lo pintoresco [...] Lo pintoresco está en las cosas de la vida. Lo propio

de la fotogenia es despertar lo pintoresco en las cosas que no son

pintorescas [...] Ocurre como si, ante la imagen fotográfica, la vista

empírica se desdoblase en una visión onírica." (Morin 2001: 23, 24).

Para el escritor francés, la filmación del rostro, que como ya

habíamos observado con Cousins, se convirtió en el arma por excelencia

de la star, pone en juego dos horizontes propios del cine: el

antropomorfismo y el cosmomorfismo, es decir, la peculiar capacidad del

medio para dotar a las cosas de humanidad y, viceversa, dar a lo

humano una proyección material. "El rostro es el espejo no ya del

universo que le rodea, sino de la acción que se desarrolla off, es decir,

fuera del campo. Agel dice muy bien: 'Si se trata de una fisonomía, la

cámara es a la vez microscopio y espejo mágico'. El rostro se ha

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convertido en médium; expresa las tempestades marinas, la tierra, la

ciudad, la fábrica, la revolución, la guerra. El rostro es paisaje." (68).

La compleja relación entre actor-estrella-personaje es fundamental

para pensar cómo el cine construye un audovisión de la feminidad o la

masculinidad. Hay un estatuto que no se agota en el campo de la

interpretación o de un préstamo que los actores hacen para encarnar

papeles específicos. Pepe el Toro es Pedro Infante, pero el primero resulta

inconcebible sin todo el sistema gestual, vocal y corporal que el actor

desplegó para animar ese personaje y muchos otros con los que

guardaba una relación de carácter mítico, no sólo porque se tratara del

protagonista de Los tres García, sino por ser una estrella. Lo mismo

podría pensarse en el caso de Jorge Negrete o de Arturo de Córdova, de

María Félix o Dolores del Río.

"La estrella, afirma Morin (1964: 41, 43), no es únicamente una

actriz. Sus personajes no son únicamente personajes. Los personajes del

filme contaminan a las estrellas. Recíprocamente, la estrella contamina a

los personajes [...] La estrella determina los múltiples personajes de los

filmes; se encarna en ellos y los supera. Pero éstos, a su vez, también la

superan a ella: sus cualidades excepcionales resaltan sobre la estrella".

Morin ejemplifica este proceso en la figura de Gary Cooper, pero en forma

semejante podríamos decir lo mismo en el caso de Pedro Infante, quien

encerraba en sí mismo al tipo de clase popular, carismático y bonachón,

seductor y apasionado, pero él también "ennoblecía y engrandecía" a sus

personajes, los pedroinfantizaba, según el neologismo que Morin emplea

en el caso del actor norteamericano (garycooperiza, afirma).

Aunque los actores cinematográficos son signos sobre una pantalla

que pueden ser "leídos", una posible pregunta, parafraseando a Susan

Bordo, es si en esa constelación simbólica que es el actor ¿hay un

cuerpo? Un cuerpo de luces y sombras, pero al fin cuerpo, material y

tangible.

No obstante la relativa estabilidad del star system, que dota al

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actor y al personaje de una cierta visualidad, vale la pena preguntarse

sobre aquellos aspectos que se alejan y distancian de ese mismo modelo

o, mejor dicho, cómo dicho modelo deja de ser una estructura fija y

determinada para insertarse en un sistema más fluido. "La estrella está

hecha de una materia integrada por la vida y el sueño. Se encarna en los

arquetipos del universo novelesco. Pero los héroes de las novelas,

ectoplásmicos e inconsistentes, se encarnan a sí mismos en el arquetipo

de la estrella. Modelo y modelado, exterior e interior del film, lo

determinan, pero determinado por él, personalidad sincrética en donde

no se puede distinguir a la persona real, la persona fabricada por la

fábrica de sueños y la persona inventada por el espectador, potencia

mítica convertida en potencia real, puesto que es capaz de modificar los

filmes y los decorados y de dirigir el destino de sus admiradores; la

estrella también tiene la misma doble naturaleza que los héroes de las

mitologías, mortales aspirantes a la inmortalidad, postulantes a la

divinidad, genios activos semihumanos, semi-dioses". (118)

A continuación exploraremos un universo de masculinidades

múltiples. Algunas se entrecruzan e implican, pero otras transitan por

direcciones contrarias y excluyentes. El cine mexicano ha abordado una

gran variedad de temas y las convenciones acendradas no liquidaron

aquellos intersticios de donde surgieron enunciados y discursos

inesperados y premonitorios. El estudio de las figuras de Pedro Infante,

Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova y Ernesto Alonso

ilustran este campo complejo.

El estudio de las masculinidades en las ciencias sociales tiene una

larga ascendencia, al menos desde mediados de los setenta. En un

principio, se contrastaron los mundos de vida de los varones en

contraste con los de las mujeres. El trabajo de Joseph H. Peck (1975)

sobre la intimidad emocional de los hombres fue emblemático en ese

sentido. Pero fue el texto seminal de Raewyn Connell (1995) el que sentó

las bases de buena parte de las investigaciones de finales del siglo

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pasado y principios de este.

Para la investigadora australiana, hablar de masculinidades es

ocuparse de las relaciones de género. Masculinidades no es equivalente a

hombres, sino a la posición que éstos ocupan en un orden de género.

"Las evidencias indican que las masculinidades son múltiples, con

complejidades internas y contradicciones" (1995: 39). Pero también son

históricas y, por lo tanto, cambiantes.

Santiago Fouz Hernández reconoce el influjo del trabajo de Connell

para el análisis de las masculinidades en el cine, pero la creación de la

Men's Studies Association en 1982 y la revista académica Men and

Masculinities no fueron menos importantes. El uso del término en el

campo de los estudios cinematográficos ha enfatizado aspectos concretos

de la masculinidad como el ámbito laboral, la etnia, la clase social, el

poder, el cuerpo, los afectos. En suma, la existencia, no sólo en el mundo

social, sino en el producido por el cine, de masculinidades múltiples.

Como intentaremos explicar, el trabajo de cinco estrellas del cine

mexicano ilustra esta premisa.

Pedro Infante o "cuando un hombre no entiende de brincar la tablita es

porque anda muy mal"

Probablemente ningún otro actor en la historia del cine mexicano posea

un estatuto mítico equiparable al de Pedro Infante, cuyo mote "el ídolo

del pueblo" es más que una frase hecha. La masculinidad desplegada por

Infante a lo largo de medio centenar de filmes entre 1942 y 1956, si bien

mantuvo una constante irreductible, no estuvo exenta de matices y

contrastes, como ocurre con otras estrellas del celuloide.

Además del carácter viril del actor expresado en afectos y

conductas, dos rasgos definirían su hombría en la pantalla: el cuerpo y la

voz. Las cualidades ontológicas de la estrella Infante cobraban

materialidad en forma de una canción y de una proxémica. La

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corporalidad de Infante está ligada a un trabajo físico: carpintero,

mecánico, automovilista, boxeador.

Carlos Monsiváis (2008: 135) destaca las palabras clave que ligan

a Infante con la creación que de sí mismo hizo en la pantalla: "mujeriego,

parrandero, querendón, sentimental". Todo ello ligado, además, a una

identidad: ser mexicano. "La mexicanidad –añade el escritor– (atavíos,

reacciones, costumbres, fantasías) es y sólo puede ser popular. Y Pedrito

es y sólo puede ser mexicano". (204)

El cuerpo de Infante, sin embargo, constituyó el objeto del deseo

por excelencia para las espectadoras femeninas, pero también para un

público masculino que oscilaba entre la fantasía erótica y la admiración,

como Sergio de la Mora (2006) y Monsiváis ilustran a través de diversos

testimonios. El primero afirma que la manifestación explícita que Infante

hizo de la fuerza física, dentro y fuera de la ficción, lo convirtió en "el

emblema de un hombre saludable, auténtico y natural. Su lado rudo lo

balanceó con el retrato de un bon vivant romántico, que suavizaba su

principal imagen: él es accesible y propenso al relajo [...] Infante posee

una dualidad: él puede fácilmente mutar, acentuar, (des)activar sus

cualidades viriles del mismo modo que su vulnerabilidad y casi alegría

infantil". (xii)

De la Mora añade que no sólo Infante, sino que la virilidad

mexicana se expresa retóricamente. Es "una metonimia de la

mexicanidad" ostensible, como si ser hombre cobrara materialidad, única

y exclusivamente, a través del desbordamiento y el énfasis.

Monsiváis y De la Mora coinciden en asociar esta forma de

masculinidad en el cine mexicano, de la que participaron también

fundamentalmente Jorge Negrete y Pedro Armendáriz, con un proceso

político-social de mayor envergadura que alentaron los gobiernos

posrrevolucionarios: una relación entre machismo y nacionalismo, que

no puede asumirse como puramente causal ni unidireccional, pero sí

hegemónica y respaldada por otras expresiones artísticas como el

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muralismo, la asonada en contra de los Contemporáneos, la música de

Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. La hombría se cumple en un ritual

que invoca el traje de charro, la cantina, el alcohol, la dominación y el

canto. Es necesario aclarar, empero, que el machismo tiene sus raíces

antes del proceso revolucionario. Lo que la política cultural hizo a partir

de las décadas de los treinta, y el cine en forma subsidiaria, fue darle

una visualidad, una sonoridad.

Existe otro rasgo de particular importancia en el caso de Infante,

su retrato arquetípico del migrante de clase trabajadora que llega a la

ciudad de México en busca de mejores oportunidades. En ese tránsito del

campo a la ciudad, los personajes interpretados por Infante traen al

espacio urbano maneras silvestres y no domesticadas que se convierten

también en un punto poderoso de atracción erótica. Infante retrató –

afirma De la Mora– "al hombre común mexicano conducido por sus

pasiones, vinculado con la familia en general y con la figura materna en

particular, amante de las mujeres, del canto y la bebida, de pasar el rato

con sus cuates". (70) Las lágrimas de Pedro Infante ameritan un capítulo

aparte. Llora especialmente bajo el influjo del alcohol y como expresión

de una emotividad desbordada.

En suma, como apunta Anne Rubinstein (2001: 126) en su estudio

sobre la respuesta popular ante la muerte trágica del actor en un

accidente aéreo, Infante encarnó cuatro modelos ideales de la

masculinidad en la década de los cuarenta y cincuenta en México: el

charro urbano, el hombre de clase trabajadora y el varón rico y exitoso.

Sin embargo, hay una diferencia central que lo distinguió de Jorge

Negrete, el charro criollo y dominante, su arraigo entre las clases

populares cuyo imaginario, paradójicamente, fue impugnado también por

el intérprete de Nosotros los pobres: seductor pero no promiscuo, bebedor

pero sólo cuando la ocasión lo justifica, ingenuo pero responsable. El

matiz es notable porque los papeles interpretados por Infante también

ponen en duda la existencia de una sola forma de ser hombre. "El rango

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de roles que Infante encarnó, engloba diferencias culturalmente

específicas entre los hombres mexicanos a partir de la clase, la etnicidad,

la edad y los orígenes regionales que cuestionan las nociones uniformes y

monolíticas de una masculinidad esencial y no cambiante, así como de

las explicaciones homogéneas del macho y el machismo". (De la Mora

2006: 80).

Me centraré en dos filmes de Infante de su última etapa. Ya

consolidado su personaje prototípico, es quizá en ellos donde de manera

más clara se expresan las diversidades a las que alude De la Mora. Se

trata de Pepe el Toro (1952), la última parte de la trilogía dirigida por

Ismael Rodríguez, el artífice de la estrella; y El inocente (1955), de Rogelio

A. González.

En la primera, el filme comienza en la vecindad, ese microcosmos

de deseos y frustraciones ligado a la mitología popular del melodrama

cinematográfico urbano. Pepe se encarga de prodigar a los vecinos de

regalos fabulosos, la mayoría de ellos producto de la industrialización

técnica: refrigeradores, tostadores, lavadoras. Chachita, la sobrina a

quien el protagonista cuida como una hija, es favorecida por la herencia

de una abuela ignota. Millonario por un día, Pepe se endeuda bajo

promesa de pago, seguro que una vez cobrada la herencia, liquidará lo

que obtuvo con sus acreedores.

Pero al igual que en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, la falsa

promesa de la movilidad social será sólo la primera de una larga cadena

de calamidades que azotará al carpintero. En Pepe el Toro, Infante

encarna al hombre protector y proveedor por excelencia. Cuida que su

sobrina no caiga en la tentación del encuentro erótico, sobre todo al

advertir que Freddy, el enamorado sempiterno, la corteja sin pausa. Pepe

teme que el inesperado enriquecimiento de su sobrina sea lo que la

convierta en objeto del deseo. "El hombre se casa con la mujer para

mantenerla". La herencia se convierte en el centro de una disputa legal

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que despoja a Chachita de la voluntad testamentaria de la abuela por el

reclamo de otros familiares invisibles.

Desesperado y confiado en su habilidad para los trancazos, Pepe

ingresa a un establo de boxeadores para entrenarse y ser un boxeador

profesional, pero demuestra poca pericia y mucha torpeza. Es entonces

cuando reencuentra a un viejo amigo: Lalo Gallardo, quien ahora es un

boxeador exitoso y accede a invertir en el taller para que el carpintero

abandone su fantasía. Sin embargo, con el taller remodelado y la llegada

de ingresos, el negocio de Pepe representa un motín para los acreedores,

quienes consiguen confiscarlo y provocar su quiebra. Ahora adquiere

una deuda más: la del préstamo que le hizo Lalo.

Su amigo lo conecta con apostadores para que sea monigote de

otros boxeadores y pierda los encuentros. No hace falta ni siquiera

extorsionarlo, su falta de pericia lo convierten en una presa fácil de un

deporte donde el dinero fluye hacia quien potencialmente pueda ganar.

Hay una variedad importante del personaje de Pepe el Toro en esta

tercera entrega que no era evidente en Nosotros los pobres y Ustedes los

ricos. Una de las razones fue extracinematográfica: la muerte en un

accidente aéreo de Blanca Estela Pavón en septiembre de 1949, que

obligó al director a introducir cambios en la trama. El personaje

interpretado por Infante es ahora garante de la integridad familiar.

Privado de su esposa y tres hijos, quienes mueren a causa de un

accidente, se consagra al recuerdo de su Chorreada, quien persiste como

imagen en un altar dentro de la habitación de Pepe. Ciego ante el amor

que Lucha, la vecina ilusionada, le prodiga, no tiene ojos para ninguna

mujer, salvo Chachita, pero con la intención que no sea una

"desvergonzada".

El mundo del box garantiza, así, con su cauda de puñetazos y

cuerpos lastimados, la posibilidad de acceder a otro estatus económico.

En los personajes de Pedro Infante siempre hay un desplazamiento, la

búsqueda que confirma la mitología de lo popular pero sólo para

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alimentar el sueño. En su etnografía sobre el boxeo, Loïc Wacquant

afirma que "contrariamente a la idea surgida del mito ancestral del

'boxeador que pasa hambre' que los medios se encargan de reavivar

periódicamente por su atención hacia los representantes más exóticos de

la profesión, los boxeadores no se suelen reclutar entre las capas más

deseheredadas del subproletariado del gueto, sino más bien en el seno de

la franja de la clase obrera situada en el límite de la integración

socioeconómica". (2006: 53) Aunque es indispensable establecer un

matiz para el caso mexicano y, en particular, para la visualidad de Pepe

el Toro boxeador, el impulso que lleva al personaje a tomar los guantes y

batirse con otros, le permite acceder a capitales que lo apartan de la

vecindad intermitentemente.

Efectivamente, Pedro Infante representa en este filme una forma de

masculinidad plenamente corporal. La desgracia surge del propio cuerpo.

Tras una fase de adaptación, Pepe consigue mostrarse como un boxeador

contumaz e imbatible. El sistema de retas típico del boxeo termina

enfrentándolo con su amigo Lalo, a quien mata en un combate, pero

vengará simbólicamente al derrotar a Bobby Galeano, quien acosa a la

ahora viuda.

La fuerza corporal se convierte en la forma de dominación por

excelencia, pues no sólo restituye la certidumbre económica siempre

vulnerable, sino la memoria de la esposa y los hijos fallecidos, el honor

del amigo muerto, la bendición del matrimonio para salvar la decencia

mancillada de Chachita (quien retiene una noche a su prometido Freddy

mientras Pepe anda de gira). La secuencia climática es particularmente

expresiva con la sucesión de primeros planos sobre el rostro golpeado de

Infante, que parece perderá su calidad de invicto ante el inefable

Galeano. Sin embargo, las leyes del melodrama y el last minute rescue

codificado por el cineasta norteamericano David Griffith, garantizan el

triunfo de una masculinidad imbatible centrada en el cuerpo y la

voluntad.

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El inocente es un ejemplo más ostensible del personaje arquetípico

que desarrolló Infante durante una década. En el caso del actor, afirma

Monsiváis, "el personaje crea a la persona y, de modo conveniente, hace

que la persona se adapte al personaje, para que su vida cotidiana sea un

gran ensayo". (128) En esta comedia, dirigida por Rogelio A. González con

Silvia Pinal como comparsa, Mané, una mujer burguesa y de clase

acomodada, sale abruptamente de un festejo de fin de año ante el

hartazgo que le provoca la madre de su prometido. De camino por la

carretera, el coche se avería y llega a su rescate Cruci, mecánico del club

AMA de asistencia automotriz.

La joven, convencida que "el año nuevo se hizo para disfrutarse,

para reírse. Si no me va bien hoy, no me irá bien el resto del año" y

temerosa de estar sola, invita al solitario mecánico con quien cena y se

embriaga.

Durante esa noche, la convivencia entre ambos se despliega en un

sistema de oposiciones donde por cada torpeza de la chica burguesa, se

destaca la capacidad resolutiva del macho popular. Cruci todo lo puede

en la percepción de Mané: conducir, arreglar un auto, abrir una botella,

prender una chimenea.

La tertulia termina en la cama, donde la pareja se engarza abatida

por los efectos del alcohol. Los hechos que se suceden son predecibles:

los padres llegan y los descubren aunque en sentido estricto todo se

trata de un equívoco, arreglan una boda forzada para salvar el honor de

la hija violada por un desvergonzado a quien "le encantan las cosas del

pueblo", Mané arroja sólo hostilidad y humillación a su marido y Cruci la

abandona bajo la amenaza de no darle el divorcio hasta que ella "sea su

mujer por un día".

Aunque el papel interpretado por Silvia Pinal revela en principio a

una mujer independiente, liberada y rebelde ante la consigna "todo está

prohibido" que repudia, su rol no hace más que reafirmar el poderío de

Infante. En una escena cuando Cruci, ya de vuelta en el taller mecánico,

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se lamenta con sus compañeros de trabajo por no haber podido

conquistar a su esposa, entona una canción que justifica su

desconfianza. "Por eso vivo errante sin confiar en la mujer / cariñito de

un instante y no volverlas a ver.

La estructura narrativa del filme reafirma la masculinidad

protectora de Infante. Una vez decidido en darle el divorcio tras someterla

a la prueba de ser esposa de un hombre "humilde y sin comodidades",

que pasa infructuosamente, Mané descubre durante la cena de año

nuevo doce meses después, que sí lo ama y decide buscarlo. Para ello

desviela el carro (ahora deliberadamente) y espera la asistencia de Cruci.

El punto de llegada es semejante al de partida, pero no sólo en términos

del relato, sino también de lo esperable para un hombre y una mujer.

Como afirma Julia Tuñón (1998: 98), "los hombres fílmicos

enfrentan los conflictos de otra manera, con posibilidad de modificación,

de cambio, de crítica. Su conducta se rige menos por la repetición

mecánica de una esencia que por la determinación de una voluntad,

porque su esencia es, en gran medida, la voluntad. Así, la fuerza de

carácter y la capacidad para tomar decisiones aparecen como elementos

fundamentales de la masculinidad. Los hombres aparecen como los

guías de los débiles y, aunque les falta la clarividencia materna,

disponen de los medios para tomar decisiones". Pedro Infante es una

figura vicaria de esta vocación. De acuerdo a David Gilmore (1994: 216),

la triple imagen del varón como procreador-protector-proveedor "depende

de los criterios del rol del hombre, pero los datos sugieren que ese rol

depende de algo más que el simple mito de ganarse la vida de las

sociedades occidentales [...] La virilidad es una especie de procreación

masculina; su cualidad heroica radica en su autodisciplina y

autodirección, su autosuficiencia absoluta, en una palabra su autonomía

como agente [...] las ideologías de la virilidad son adaptaciones a los

entornos sociales, y no solamente proyecciones mentales autónomas, ni

grandes fantasías psíquicas."

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Jorge Negrete o "palabra de macho que no hay tierra más linda y más

brava que la tierra mía"

El "charro cantor" fue la otra figura estelar del cine mexicano que

compitió en popularidad con Pedro Infante. De formación militar,

incursionó primero como cantante y a partir de finales de la década de

los treinta en el cine. Antes de ¡Ay Jalisco, no te rajes! (1941), de Joselito

Rodríguez, intentó hacer a la par una carrera en Hollywood y en México,

pero el éxito del filme que lo proyectó a otros mercados, no sólo el

nacional, lo arraigó en la industria cinematográfica nacional.

Enrique Serna (1993) destaca los géneros en que Negrete consolidó

una forma de masculinidad sui generis: comedias rancheras y películas

de época como Historia de un gran amor (1942), de Julio Bracho. A

diferencia de Infante, el melodrama urbano popular no correspondió con

su gestualidad, corporalidad y habla.

Pero de manera semejante al intérprete de Pepe el Toro y, en

general, de las relaciones simbólicas entre la vida pública y ficcional de la

estrella cinematográfica, Negrete interpretó dentro y fuera de la pantalla

el hombre "guapo, arrogante, enamorado y valentón" (Monsiváis: 102).

Enrique Serna cita a un periodista de la época, Osvaldo Díaz Ruanova,

para describir no sólo al Negrete actor sino también al tipo de personaje

que interpretó y, en consecuencia, la masculinidad que encarnó: "Hay en

Negrete una dureza y una propensión a la irritabilidad que le han

restado simpatías en algunos sectores. Se deja a veces llevar por la ira o

condena a priori, si bien a veces le sucede todo lo contrario y entonces se

muestra amistoso y comunicativo hasta con los desconocidos." (13)

Esa "fuerte lámina de hombre", a decir de Díaz Ruanova, sirvió a

Negrete para darle una iconicidad precisa a la figura del charro.

"Encarnaba la simpatía viril, el valor, la apostura, la gallardía del criollo

mexicano" (Monsiváis: 99)

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Julia Tuñón (72) remite en Mujeres de luz y sombra a un

testimonio de Aurelio de los Reyes sobre la asociación del macho con el

charro y la transformación que sufrió a causa del cine mexicano. A

finales del siglo XIX, el charro era, sobre todo, una forma de vestir para

ocasiones especiales. A partir del siglo XX, y en ello Negrete sería una

pieza clave para el añadido de otros valores, el charro no sería sólo una

vestimenta sino el emblema de la masculinidad y los valores viriles.

Sergio de la Mora afirma que el charro es el símbolo del machismo

en el cine mexicano clásico o, para ser más precisos, de una forma de

masculinidad que puede acceder al ostentoso y oneroso atavío. El

machismo, "la ideología de la supremacía masculina heterosexual", es el

triunfo de la virilidad, la bravuconería, la potencia sexual y la agresividad

física. Además, representa una suerte de nostalgia por el México

prerrevolucionario porfirista, es el mundo de la hacienda y el rancho, del

propietario y sus trabajadores. En ese sentido, la comedia ranchera, que

tuvo entre sus hijos dilectos a Negrete, "registra las tensiones políticas

conservadoras, autoritarias y paternalistas que marcaron la política

cultural, especialmente después de la reforma agraria del Presidente

Lázaro Cárdenas". (83)

Actor, al igual que Infante, en medio centenar de filmes, la carrera

de Negrete en el cine transcurrió de 1937 a 1953, año de su muerte a

causa de complicaciones por hepatitis C. La masculinidad representada

por Negrete está más ligada al canto incluso que la de su principal

competidor en el gusto del público. La música popular es el instrumento

de seducción, cortejo y dominación. Hay un momento en la película Gran

Casino (1947), de Luis Buñuel, donde una mujer francesa le confiesa a

Gerardo, el papel interpretado por el charro cantor, "me gustan los

hombres enérgicos".

El Peñón de las Ánimas (1942), de Miguel Zacarías, da nombre al

territorio en disputa por dos familias que buscan vengar la muerte de

sus integrantes: los Valdivia y los Iturriaga. Negrete encarna a Fernando

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Iturriaga, que regresa a la hacienda, y salva sin saberlo a una Valdivia,

María Ángela, interpretada por María Félix, quien cae desmayada por el

impacto de un relámpago.

Fernando conoce de memoria los versos de Gustavo Adolfo Bécquer

que María Ángela lee. "A ustedes los rancheros no les puede gustar eso",

dice escéptica la protagonista. A lo largo del filme, el personaje bravío de

la mujer que en una primera lectura podría suponer un contraste, en

realidad subraya las cualidades patriarcales del charro. "El hombre

propone, dios dispone, llega la mujer y a mojarse se ha dicho", menciona

fanfarrón Negrete en la escena de seducción y la frase termina siendo

una rúbrica de las acciones posteriores.

Como en buena parte de los filmes de Negrete, la trama se

despliega entre canción y canción, entre tiros de pistola y puñetazos,

entre el ajusticiamiento y la conquista.

En El ahijado de la muerte (1946), de Norman Foster, Negrete

interpreta al personaje epónimo invocado por unos revolucionarios que

luchan por tierra y libertad. El filme es un largo flashback que habla de

un pasado de injusticias, explotación y represión que parece inspirar a

los nuevos combatientes.

Cobijado por la Muerte desde su nacimiento a causa de una

promesa que le hace al padre ebrio en un cementerio, Negrete interpreta

a Pedro, quien desde pequeño mostrará más habilidades y fortuna que el

hijo del patrón. Una vez "vuelto hombre", cuenta la leyenda en voz del

soldado revolucionario, "y por el respeto que todos le tenían lo nombran

caporal". Pero el conflicto surge cuando su viejo compañero de juegos,

pero también rival, regresa para hacerse cargo de la hacienda, como le

corresponde por herencia.

Las tierras de la finca producen la mitad de lo que deben y eso

obliga a una reforma administrativa que pasa por la explotación de los

trabajadores y la imposición de condiciones inhumanas. Esta situación

de emergencia justificará la afirmación del prohombre salvador y

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necesario, uno de los rasgos prototípicos desempeñados por Negrete en

sus filmes.

Ante la cadena de arbitrariedades, un peón le dice a Pedro: "Nada

más nos dan lo indispensable para que no nos muéramos. Lo que pasa es

que no semos hombres y no tenemos calzones para defendernos". Pedro,

el ahijado de la Muerte, asiente y decide salir en defensa de sus

compañeros. Sin embargo, ante la invectiva del nuevo patrón: "eres tan

de mi propiedad como cualquiera de los animales de la hacienda", la

respuesta de Pedro antepone la hombría como un manifiesto para la

acción; un manifiesto, es necesario subrayar, no sólo moral y emocional

sino sobre todo sexo-genérico: "Nos trata como animales, pero se olvida

que también sentimos y pensamos como hombres".

Aunque lo encierran en un sótano, el ahijado de la Muerte es

inmune a las balas y al sometimiento. La hermana del hacendado es

presa del equívoco. Enamorada de Pedro, pronto despierta la sospecha

del hermano, quien consigue presentarla como su cómplice para engañar

al ahijado de la Muerte. Así, Marina será el objeto del deseo pero también

la ocasión para la venganza. "Por eso, mujeres que vayan al diablo que

sólo nos sirven pa' darnos dolor", le canta a la enamorada que rapta y

busca someter.

Y la bendición de la parca crea una esfera de inmunidad. Se trata

de una masculinidad todopoderosa, "sin miedo a la justicia divina", como

le propina el sacerdote al reclamarle su ensañamiento con Marina.

Carlos Monsiváis subraya la persistente imagen que Negrete reafirmó

película tras película a partir de ¡Ay Jalisco, no te rajes!, quizá aún más

que Pedro Infante, quien representó una igualmente limitada pero más

variada expresión de masculinidades. "Se pule y fija el arquetipo: el

charro a la usanza porfiriana, el depositario de la elegancia y la

insolencia, el que no se deja de nadie, el macho sin concesiones. Con el

copete ladeado y la sonrisa de perdonavidas, Negrete dice: 'Palabra de

macho' y el revolucionario de las décadas anteriores se afina y estiliza,

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deja de ser revolucionario para volverse hacendado y su amenaza se

convierte en seducción". (102)

Pedro Armendáriz o "a ella le mordió el orgullo y a mí lo macho"

A diferencia de Jorge Negrete y Pedro Infante, la carrera del actor Pedro

Armendáriz transitó por un conjunto de géneros que perfiló las

masculinidades que representó. Del melodrama campirano al filme

policíaco, del cine negro a las películas sobre la Revolución, Armendáriz

encarnó la dominación masculina aunque con variantes que

resignificaron ese papel. Ya fuera el general justiciero en Enamorada, el

deportista obsesionado por el éxito en La noche avanza, el indio en María

Candelaria o el cacique en Rosauro Castro, el actor dio voz y cuerpo al

ejercicio de la autoridad masculina o, en términos de Pierre Bourdieu, "la

fuerza del orden masculino".

Afirma el sociólogo francés, que dicha "fuerza del orden masculino

se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación: la

visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de

enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla. El orden social

funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la

dominación masculina en la que se apoya: es la división sexual del

trabajo, [...] es la estructura del espacio, [...] es la estructura del tiempo".

(2000: 11)

A lo largo de casi treinta años, entre 1935 y 1963, filmó más de

120 películas no sólo en México, sino en Estados Unidos, Francia e Italia.

Ese inmenso corpus alerta sobre la temeridad de emitir generalizaciones

absolutas, porque si bien Armendáriz configuró un tipo de masculinidad

hegemónica, el análisis de los espaciamientos, las transformaciones y las

diferencias, permiten comprender los distintos ángulos que el cine

mexicano, no sólo clásico, ofreció sobre "ser hombre".

Julia

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afirma, en su trabajo fundamental sobre el cine mexicano clásico, que

"las mujeres son plurales y tienen un carácter histórico y es desde esa

realidad que se impone atender la recepción que ellas hacen de los

filmes, también plurales" (34). Y añade: "cualquier película transmite

muchas representaciones, imágenes diversas que no son necesariamente

coherentes entre sí, y lo hace a un público heterogéneo formado por

muchos espectadores, de uno y otro sexo, con los que comparte una

cultura [...] El cine mexicano tiene una organización y un principio de

clasificación propios que toman, por supuesto, lo propio del lenguaje

fílmico, "el mundo de los sueños", pero al que no se puede empatar con

otras cinematografías, aun las que tienen sobre él una influencia

evidente, como es la de Hollywood". (39) Por los diferentes papeles que

interpretó, por los directores con quienes trabajó, por los géneros que

abordó, el caso de Armendáriz amerita un estudio más profundo y

extenso.

Me detendré en dos filmes canónicos de su carrera: Enamorada

(1946), de Emilio Fernández; y La noche avanza (1951), de Roberto

Gavaldón; un melodrama en el contexto de la Revolución y un film noir

en una ciudad de México que se conducía hacia un proceso de

modernización. Aunque las características físicas de Armendáriz no

correspondían con las de alguno de los grupos originarios de México (su

padre era de ascendencia española y su madre estadounidense), para el

director Emilio Fernández representó el orgullo indígena por excelencia.

Enamorada fue la quinta colaboración de Armendáriz con Emilio

Fernández, para quien actuó previamente en Soy puro mexicano (1941),

Flor silvestre (1942), María Candelaria (1943) y Bugambilia (1945). No sólo

la iconografía del cine de Fernández había alcanzado ya su estilística con

ese filme, sino también la dramaturgia de sus historias y los rasgos

prototípicos de sus personajes.

En este caso, Armendáriz interpreta al general José Juan Reyes

que con sus tropas ocupa Cholula. Sus primeras acciones son confiscar

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los bienes de los terratenientes del pueblo. Sin embargo, al descubrir a

Beatriz Peñafiel, la hija de uno de los potentados del lugar, se descubre

hipnotizado y enamorado, de tal suerte que no sólo protege a la familia

sino que corteja a la desafiante mujer.

El filme se construye bajo una precisa dinámica de poder y

resistencia. Cada avance de José Juan corresponde con la retirada de

Beatriz, de manera semejante al campo de batalla donde se persiguen

federales y revolucionarios. Y si la conquista amorosa es una batalla, el

único impulso comprensible en el ethos del general es el triunfo.

Enamorada muestra un repertorio de gestos conducidos hacia la

dominación. Aunque Beatriz, en un principio, parece domeñar a voluntad

la infatuación de José Juan, lo cierto es que cada logro de ella derivará

en un logro para el revolucionario. "A la vaca mañosa hay que saberla

ordeñar", declara orondo el protagonista. Y la declaración que Beatriz

extiende al padre no hace más que confirmar esta dialéctica: "Soy mujer

padre, pero sé cuidarme".

El papel interpretado por María Félix socava el deseo del general

por su condición como hombre de armas. "¿Cómo va a estar enamorado

si es revolucionario?" Y el sacerdote del pueblo, antiguo compañero del

ahora envalentonado cuando éste pretendió ser seminarista, termina

siendo un eco, casi un portavoz de la percepción femenina: "Ustedes

toman por la fuerza lo que no pueden tomar de otro modo".

Y aunque Beatriz considera que "hay cosas que arreglamos mejor

que los hombres", José Juan no duda, antes de darse por derrotado, que

"las mujeres son como los ratones, caen en la trampa". Pierre Bourdieu

afirma que cuando "los dominados aplican a lo que les domina unos

esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras,

cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de

acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se

les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos

actos de reconocimiento, de sumisión". (14)

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Si el padre de Beatriz confiesa que a pesar de tratarse de una

"gente decente", se vio obligado a robarse a una mujer, pues "a mí no me

querían porque soy chaparro", el general Reyes está dispuesto a suplicar

no obstante su condición de macho, o precisamente por ella: "se necesita

ser muy macho para saber pedir perdón".

Y aunque el revolucionario confiesa no tener "derecho a

enamorarme porque soy lo que soy", lo cierto es que la abnegación

termina por marcar el derrotero del triunfo. La soldadera, en la visión de

los revolucionarios del cine de Fernández, siguen al amado "porque sólo

esperan el amor de su hombre". La secuencia final de Enamorada pone

en escena la retórica de este mensaje por medio del juego de luces y

sombras. A punto de firmar el acta de matrimonio de Beatriz con un

ingeniero estadounidense, el redoble de los tambores que indica la

retirada de los revolucionarios y la llegada de los federales, anima su

negativa. El blanco collar que le regala quien sería su futuro esposo se

rompe y las perlas ruedan sobre el libro de actas. Ella camina hacia el

exterior y antes de salir le arranca el rebozo a una de las trabajadoras de

servicio de la casa. Mientras transita por la calle, se proyectan sobre ella

la sombra de los revolucionarios que marchan a la par del general José

Juan. Las sombras preceden el andar de Beatriz, quien con el rebozo

cruzado a la manera de una soldadera, caminará detrás de "su hombre"

hacia la siguiente plaza.

No obstante la masculinidad hegemónica del general José Juan en

Enamorada, es interesante la presencia de otras formas cuyo contraste

sirven sólo para reafirmar los gestos y corporalidad de Armendáriz: un

profesor, un terrateniente, un sacerdote, un ingeniero extranjero.

La noche avanza muestra a un Pedro Armendáriz mucho más

inflexible en su dominación. No hay aquí flaqueza alguna en aras de la

conquista amorosa, sino sólo cálculo y sometimiento. Sin embargo, el

desenlace aquí será un castigo antes que un premio.

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El filme dirigido por Roberto Gavaldón se centra en Marcos

Arizmendi, el imbatible jugador de frontón, quien narra con voz en over

las motivaciones de sus actos. La historia se ocupa de otro rasgo de la

masculinidad hegemónica: el éxito en el deporte como premisa simbólica

del logro y la conquista, sin muchos precedentes en el cine mexicano.

Desde los primeros minutos, la voz grave de Armendáriz deja claro

el código moral que rige su conducta: "El hombre que no triunfa no

merece vivir. Nadie se fija en los fracasados. Más vale la quinta parte de

un hombre de primera a tener todo un hombre de quinta".

No es ahora una plaza de disputa en la lucha revolucionaria, sino

una cancha de frontón que afirma la fortaleza del protagonista. "Este es

un juego de hombres, el que no se quiere arriesgar que se retire de la

cancha". En su estudio sobre cuerpo y deporte, Hortensia Moreno señala

que varios deportes se encuentran, "de origen, generizados, y se

delimitan a partir de la afirmación de la masculinidad, la expulsión de

las mujeres y la supresión de todos aquellos valores que puedan

relacionarse con lo femenino. Pero además, dado que el campo deportivo

está anclado en prácticas y representaciones donde la dimensión

corporal desempeña un papel decisivo, no es aventurado afirmar que

está atravesado a lo largo y a lo ancho por todo tipo de marcas de

identidad: clase social, etnia, edad, nacionalidad, orientación y género

son elementos constitutivos del imaginario que lo significa y

retroalimenta". (2007: 22)

Aunque Marcos sienta la premisa que "todavía no nace el que me

desbanque", el filme se construye sobre la posibilidad de dicho

desbancamiento. Debido a un complejo tejido de mentiras, chantajes,

sobrentendidos y equívocos, situaciones, todas ellas, caras al cine negro,

las estrategias por "salirse con la suya" del protagonista se consiguen

hasta el tiro de gracia que la venganza femenina le propina.

En términos de masculinidad, resulta interesante cómo la hombría

del personaje de Pedro Armendáriz se establece en términos de su

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relación con las mujeres. Será apasionado, sádico o dócil en

correspondencia con cada mujer. Las frases de ellas se suceden para

subrayar la verticalidad de Marcos: "Eres para mí como una droga. Te

busco por todo lo que me haces daño". "Pégame, me hace bien. Lo

merezco por tonta, por estúpida".

A diferencia de lo que ocurre con los personajes interpretados por

Armendáriz en los filmes de Emilio Fernández, en este caso las acciones

de dominación y sometimiento son juzgadas negativamente. El anti-

héroe de este film noir queda sin redención. Frank Krutnik (1991: 86)

afirma en su estudio sobre el cine negro y la masculinidad que el

protagonista, por lo general, es definido tanto en relación al marco de la

ley jurídica como a la ley del patriarcado y ambas "especifican las

posiciones culturalmente aceptables (y la delimitación) de la identidad

masculina y el deseo. La pulsión de dominio que en Enamorada logra la

conquista de lo femenino, en La noche avanza culmina en la

autodestrucción.

Arturo de Córdova o "para ningún hombre es llevadera la soledad"

Con la llegada de Miguel Alemán al poder presidencial en diciembre de

1946, se pone fin simbólicamente a las políticas emanadas de la

Revolución, particularmente las representadas por el general Lázaro

Cárdenas, su antecesor. Alemán emprende una serie de reformas

económicas y administrativas que colocan a México en las vías de la

industrialización.

A decir de Sergio de la Mora, el proceso de modernización tuvo

altos costos sociales. "La fachada amenazadora del poder masculino

encarnado por los personajes interpretados por Infante coincidió con los

esfuerzos de la nación por marcar una distancia entre los componentes

socialistas más radicales de la Revolución de 1910 y las tendencias

burocráticas y capitalistas de los cincuenta". (87)

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En este horizonte, el cine mexicano encontró en el cuerpo, el

rostro, la voz y las maneras de Arturo de Córdova, el estereotipo de esa

clase burguesa boyante, beneficiada por el tránsito de una economía del

sector primario al secundario. En palabras de Marina Díaz, "el cine será

un foro de debate para la formulación de otras pautas de

comportamiento respecto a los roles sociales, y también para la

construcción de imaginarios más complejos en el debate de la diferencia

sexual". (2013: 2)

De Córdova fue en su momento una estrella a escala continental y

del cine en habla española. Protagonizó filmes no sólo en México, sino

también en Argentina, Venezuela, Brasil y España, además de varias

incursiones en el cine hollywoodense. Entre 1935 y 1970 participó en

cerca de un centenar de filmes. Marina Díaz ve en la figura de este actor

un puente entre modernidad y tradición desde la óptica de una clase

emergente. "Su participación en distintas cinematografías de habla

hispana alienta la idea de estudiar la forma de la negociación en la que la

clase media-alta busca su identidad en una esfera que es absolutamente

internacional y reconocible. Se podría decir que este espacio asociado a

las clases medias, de clara mentalidad burguesa, tiene una definición

ambigua en lo nacional y en su responsabilidad en el modelo político y

social de la posguerra, por lo que el cine en el que aparece conecta con

las elaboraciones culturales que tratan de asumir las consecuencias de

la crisis de un modelo de vida de una clase que se considera global. En

este ámbito, la introducción de estas preocupaciones en las películas se

mezcla con los elementos en los que la cultura hispana ha enunciado sus

propias aproximaciones para pensar el espacio social y público, siempre

desde este horizonte de clase". (2)

El actor, que comenzó como locutor en la XEW, hizo del fraseo de

su voz un signo distintivo que los cineastas asociaron con una clase

social y un estilo de vida cosmopolita. De ahí que lograra afianzarse lo

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mismo en filmes de cine negro, melodramas urbanos y comedias de

enredo.

Hacia la década de los cincuenta, el actor transita hacia otro

esquema de masculinidad distinto al de sus primeros papeles. En el

riguroso análisis que realiza sobre las comedias de enredo que plantean

la crisis del matrimonio burgués, Marina Díaz describe con precisión el

arco que trazan los personajes interpretados por Arturo de Córdova. "Sus

personajes se han quedado en la soltería o han construido una pareja de

manera, ya abierta, ya compleja, pero siempre inoperativa. En este

sentido, encontraremos en su filmografía de esta época una constancia

de solteros empedernidos y mujeriegos, o de profesionales liberales que

descubren vástagos desconocidos, frutos siempre de la liberalidad sexual

que identifica al donjuán". (3)

Dos filmes servirán para ilustrar el tipo de masculinidad que

Arturo de Córdova encarnó en uno de los géneros que mayor éxito le

granjeó: el melodrama urbano, aunque uno de ellos contiene elementos

retóricos de distanciamiento y transgresión de acuerdo a los códigos y

convenciones más prototípicos: La diosa arrodillada (1947), de Roberto

Gavaldón; y Él (1952), de Luis Buñuel.

El primero de los filmes en comento se centra en el conflicto moral

de Antonio, acaudalado burgués, entre la conservación de su matrimonio

con Elena o el abandono de ésta por Raquel, quien sirve de modelo para

la estatua que desde el jardín contempla la aparente armonía

matrimonial. De hecho, el filme ofrece en varias escenas una perspectiva

desde el exterior sobre la disolución del matrimonio burgués.

Raquel es una mujer liberada y calculadora que consigue unirse en

matrimonio tras la muerte de la esposa en situaciones comprometedoras,

que apuntan en un principio a Antonio como el homicida. El personaje de

Arturo de Córdova es el patriarca de un nuevo orden social. Ya no el

general revolucionario o el macho de clase popular. "De rodillas, como le

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gusta a todos los hombres ver a las mujeres" es el fatum que cifra deseos

y voluntades.

Uno de los motivos más poderosos de la masculinidad en este filme

es el deseo ("esa pregunta cuya respuesta nadie sabe", según los versos

de Cernuda). La construcción de la estatua que domina el jardín exterior

a la sala de la casa, afirma Antonio, fue para provocar deseo, "buscar una

puerta de salida. Tu imagen –le dice a Raquel– estaba en todas partes".

Es otro el lenguaje que se articula en el habla de estos personajes.

No el del amor romántico que en los filmes de Infante, Negrete o

Armendáriz predominaba, sino el de la atracción erótica. "Para ti, para

mí, para usted, es mejor olvidarse del amor".

El hombre liberado al fin de la prisión matrimonial, aspira ahora a

gozar de su soltería. Sin embargo, soltería no equivale en forma alguna a

soledad. "Para ningún hombre es llevadera la soledad", que constituye "el

peor castigo". En este contexto, el deseo es un equilibrador, un balance

entre el mundo de los negocios y los compromisos de clase. No hay lugar

aquí para el torrente emocional del melodrama convencional. "Te has

vuelto sentimental", le reprocha Raquel a Antonio frente a sus dudas y

titubeos.

De manera más contundente en Él, la capacidad seductora de los

personajes de Arturo de Córdova encuentra una complicidad en los

hombres de su propia condición de clase. Lejos de ser rechazado por ese

espacio, es plenamente asimilado. "Esta naturalización ejerce sobre los

personajes un claro efecto taumatúrgico. Por un lado, supone la

consecuente admiración por parte de los hombres; él es entendido como

tipo que encarna a la perfección la acción de la masculinidad libre y

libertina, al que no consideran un peligro que ponga en riesgo su propio

espacio patriarcal, probablemente amparados en la camaradería

masculina". (Díaz: 3)

Él, de Luis Buñuel, se hermana con el locus y el ethos del

personaje de La diosa arrodillada, pero hay una distorsión que introduce

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mayor número de ambigüedades y la mirada entre sardónica, compasiva

y maliciosa del director español hacia los mundos de vida de la

burguesía.

En el conocido filme de Buñuel, De Córdova resulta perfecto para

la encarnación de Francisco Galván, el obsesivo y fetichista hombre

burgués, que seduce a Gloria, recién llegada de Argentina, con el sólo

propósito de torturarla con el poder de las alucinaciones surgidas de la

celotipia.

El universo de Francisco está cifrado por identidades profesionales

propias de la modernidad industrial: licenciados, ingenieros, arquitectos.

De hecho, la casa que habita, construida por el padre después de la

Exposición de 1900, está orientada por la extrañeza. Nada parece guiado

por la razón, sino por el sentimiento, la pasión, el instinto y el fanatismo

religioso del protagonista. Las tomas abiertas de la casa son atravesadas

por sombras que crean claroscuros semejantes a los del interior de un

templo.

Aquella camaradería de la que habla Díaz, se expone desde el

comienzo cuando un mayordomo de la casa se sobrepasa con la

sirvienta, pero a quien despiden es a ella. Francisco se esfuerza por

parecer normal y sensato. "No creo en el amor preparado, el que surge

del trato. Nace de improviso, cuando un hombre y una mujer se

encuentran y entienden que ya no podrán separarse", asegura a Gloria

en el ánimo de conquistarla. Sin embargo, en su discurso tejido de

afectaciones y circunloquios, considera que "el amor no nace de la nada

sino de nubes que no tardan mucho tiempo en acumularse".

El catolicismo de Francisco es el mediador de una pulsión que

oscila entre la posesión y el aniquilamiento. A Gloria la encierra y aparta

del resto, pero también la espía y la viola, convence al círculo cercano a

ella de actuar en su favor, como una Justine moderna ataviada con un

traje sastre y tacones de aguja.

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En Él, el patriarcado es una esfera que se cierra sobre sí misma y

de la que participan los incondicionales de Francisco. Ante la confesión

que Gloria hace a un sacerdote de la tortura psicológica y física a la que

es sometida, el religioso responde: "Cuando un hombre habla tan con el

alma y hasta llega a llorar, no puede mentir. Me has contado cosas que

ruborizarían a cualquier esposa cristiana".

Los impulsos que trazan el andar zigzagueante de este divino

burgués, a juicio de los hombres de su clase, es la culpa y el deseo.

Ernesto Acevedo-Muñoz (2003: 132) señala que debido a las

implicaciones del machismo y el patriarcado en la política e identidad de

México, "Él se convierte en una mirada muy crítica de aquellos temas

que, parafraseando a Charles Ramírez Berg, constituyeron la imagen

masculina, del mismo modo que lo hizo con la imagen de la nación" en

Los olvidados.

Los papeles interpretados por De Córdova remiten,

paradójicamente, no sólo al México de la modernidad industrial, sino a

un tiempo anterior al de la Revolución mexicana, como extraído de las

filas del grupo de los científicos porfiristas cautivados por los frutos del

positivismo comteano. Francisco, afirma Acevedo-Muñoz, pertenece a "la

enriquecida élite de terratenientes directa y negativamente afectada por

la reforma agraria de la década de los treinta". (134) En la interesante

lectura del especialista portorriqueño, el personaje de Francisco no es

sólo un paranoico, como muchas interpretaciones han señalado, sino un

hombre cuya masculinidad está en peligro por la mujer que

supuestamente desea, pero también se revela como el patriarca que ha

perdido sus tierras y, por tal razón, no será capaz de heredar ningún

patrimonio.

En este sentido, el papel de Arturo de Córdova en este filme no sólo

actúa como sublimación del perfecto burgués que desempeñó a lo largo

de medio centenar de filmes antes y después de Él, sino también su

aniquilación. Una masculinidad exacerbada que termina liquidada.

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Ernesto Alonso o "te debes portar como todo un hombrecito"

De las cinco estrellas motivo de este ensayo, tal vez la más contrastante

sea la figura de Ernesto Alonso. Mucho más conocido en la cultura

popular por su labor como productor e intérprete de telenovelas, su paso

por el cine no lo colocó en lugares protagónicos en comparación con

Infante, Negrete, Armendáriz o De Córdova, este último su colega

burgués, pero también su némesis.

Su carrera cinematográfica comenzó como extra en 1939 y terminó

propiamente en 1955, pues sólo volvería al cine en 1976. De las poco

menos de una treintena de filmes en que participó, protagonizó cerca de

una decena, aunque fue el filme de Luis Buñuel, Ensayo de un crimen

(1955), donde daría forma más cabal a una masculinidad que se

apartaba del todo de la diferencia sexual canónica.

Su voz suave, amaneramiento y afectación se ponen al servicio de

un burgués que desea a las mujeres pero sólo para armar toda una serie

de artilugios para evadirlas. Los personajes interpretados por Ernesto

Alonso, de Felipe de Jesús (1949), de Julio Bracho, a Coronación (1976),

de Sergio Olhovich, podrían leerse a la luz de una masculinidad queer en

el sentido explicado por Sergio de la Mora: "Yo invoco el término queer

como un concepto alternativo a la oposición binaria

heterosexual/homosexual con el objeto de examinar, cultural e

históricamente, formas específicas de identidades, prácticas y deseos no

normativos y no fijos". (89)

En su artículo "The Trasnational Homophile Movement and the

Development of Domesticity in Mexico City's Homosexual Community,

1930-70", Víctor M. Macías-González cita una columna periodística de

Salvador Novo en la que el escritor mexicano da cuenta de los asistentes

a las fiestas organizadas por Enrique Álvarez Félix, hijo de María, en

1959 y que eran socorridas por parejas homosexuales que en este

espacio no temían ser reconocidas. A ellas arribaba Ernesto Alonso con

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Ángel Fernández Viñas, quienes fueron compañeros largos años y

adoptaron a dos niños como propios, "en un esfuerzo por construir una

imagen de normalidad que mantendría a los espectadores de la televisión

a buen resguardo ante el escándalo motivado por su homosexualidad."

(2015: 144)

En este caso, si bien la vida privada de Alonso no era, de manera

evidente, materia para la construcción de sus personajes, esa ostensible

ambigüedad fuera del mundo de la ficción, imprimía a sus

interpretaciones de una ambivalencia equiparable.

En Ensayo de un crimen, al igual que en Él, el protagonista,

Archibaldo de la Cruz, es un saldo negativo de la Revolución. Hijo único

adorado por su madre, vive en "una capital provinciana". Malcriado y

consentido, encuentra solaz en el cuento que le relata su institutriz

acerca de una caja de música regalada por un genio al monarca, quien

adquiere con ella el poder de matar a sus enemigos cuando la activa. En

una ocasión, la apertura de la caja de música coincide con el paso de

una tropa revolucionaria que dispara hacia la casa y acribilla a la

institutriz. Podía disponer de la cajita para eliminar a las personas,

declara en primera persona el protagonista. "Ese sentimiento morboso

me causó placer –añade. El placer de sentirse poderoso", confiesa

Archibaldo al médico del sanatorio en que se encuentra.

Archibaldo reencuentra la caja de música en la tienda de un

anticuario y su reapropiación lo reencuentra con su fantasía de saberse

autor material de crímenes imaginarios. El personaje es un burgués

venido a menos que encuentra en la apostura el eje de su poderío. Sin

liquidez, paga por la caja con un cheque, ante lo que el vendedor afirma

"las personas honradas parece que lo llevan grabado en la frente".

Ceramista aficionado, Archibaldo no considera sea "un hombre

como otro cualquiera. Conozco mis aspiraciones y me dan miedo".

Hombre de mundo que toma leche en lugar de alcohol, acostumbrado al

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infierno, según sus palabras, afirma que "no se puede querer y ser

razonable".

Aunque en la novela original de Rodolfo Usigli en que se inspira el

filme, como señala Ernesto R. Acevedo-Muñoz (137), hay una recreación

del esnobismo de una clase social emergente, Buñuel prefirió centrarse

en las obsesiones del personaje, al alegar su desconocimiento del

contexto descrito por Usigli.

Archibaldo de la Cruz vive obsesionado por el deseo de tener bajo

control a las mujeres, pero la posesión sólo es alcanzable si las elimina.

En el filme, a juicio de Acevedo-Muñoz, "Buñuel parece completar el

retrato de la crisis de una forma de masculinidad emprendida con

Susana, carne y demonio y Él, pero ahora con una más sistemática

feminización del personaje [...] Archibaldo es más semejante a un

homosexual reprimido, la antítesis del héroe masculino reclamado por la

Revolución". (138) La elección de Alonso, en ese sentido, no parece

arbitraria.

El actor enfatiza todo aquello que lo convierte en una

"contrafigura" de la masculinidad hegemónica ligada a los géneros más

populares en el cine mexicano: la comedia ranchera y el melodrama, pero

también el cine negro o los filmes históricos: "corteja sin prisa a la

señorita Cervantes, apuesta en casa de juego clandestinas y esculpe

vasos de cerámica –un entretenimiento 'femenino' [...], gusta de las cajas

de música y no de las armas; y su delgado bigote, bufandas de seda,

delicados trajes y elegantes maneras también lo caracterizan como

femenino", en términos de un prototipo diferenciador subrayado por las

oscilaciones del tono de voz y la gestualidad.

La realización masculina de Archibaldo en el filme es siempre una

gran pausa, dado que las mujeres objeto de sus deseos criminales,

fallecen siempre por causas externas a sus planes. El único "crimen" que

pone a salvo su masculinidad homicida es la del maniquí que reproduce

con detalle a Lavinia, una joven guía de turistas norteamericanos que lo

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visita acompañada con el único propósito de conocer sus piezas de

cerámica. Ante la imposibilidad de realizar con ella su fantasía,

Archibaldo consume el maniquí adentro del horno de cocción de sus

artesanías.

En suma, Archibaldo de la Cruz, como Francisco en Él, son

"machos en crisis incapaces de cumplir con sus responsabilidades

'masculinas', tanto como mostrar cualquier forma de homosexualidad o

potencial homosexualidad, signo a su vez del debilitamiento del

patriarcado en los cincuenta y, por extensión, del concepto de nación".

(Acevedo-Muñoz: 141).

Coronación (1976), de Sergio Olhovich fue un regreso de Ernesto

Alonso a la actuación en el cine después de 20 años y, por extensión,

una aparente prolongación del último papel que había realizado,

justamente como Archibaldo de la Cruz en Ensayo de un crimen.

Adaptada de una novela del escritor chileno José Donoso, la película

narra la cotidianeidad de Andrés, un hombre soltero de cincuenta años,

que habita una vez a la semana la vieja casona donde vive su abuela,

postrada y presa de delirios y ataques de locura. Lo asisten dos viejas

sirvientas, pero la aparente armonía se rompe con la llegada de la

sobrina de una de ellas, que se convierte en el objeto del deseo del

protagonista. Estela, la joven, ignora al burgués maduro y accede al

cortejo de un joven trabajador que hace servicios de mensajería para la

mansión.

Las tensiones de Andrés con el mundo femenino y un improbable

rival, reproducen casi al carbón la gestualidad y proxémica que Alonso

creó para dar vida a Archibaldo de la Cruz. El filme es conducido por una

solemne voz en over del propio Andrés que acepta su vínculo con la

abuela como "el lazo más absurdo y precario que tengo con la realidad

emocional de mi existencia. Quise suicidarme pero mi instinto de

conservación me dio una respuesta".

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Entre los recuerdos de Andrés aparece el interrogatorio al que lo

somete un sacerdote ("¿has hecho uso de tu cuerpo?, ¿te has

masturbado?, ¿has tocado a la sirvienta?") y el acoso del que es objeto

por parte de otro pequeños que orinan sobre él y lo llaman "maricón".

Andrés se pinta el bigote frente al espejo y pasea por las calles con

un bastón que no necesita. Alrededor de las comodidades de la casona

burguesa, el filme exhibe una zona de abandono y miseria donde vive el

joven repartidor pretendiente de Estela. En ese contexto, el machismo

hegemónico y violento contrasta con la doble moral y la hipocresía de un

señorito de provincia alojado en el corazón de la capital de México.

La abuela, "que se arreglaba como una reina, sólo le faltaba la

corona", le recrimina al nieto su condición de "solterón empedernido".

"No sirves para nada. Tienes miedo hasta de ti mismo".

Archibaldo de la Cruz revivido, aunque sin la conciencia de sus

fantasías. Un primo le echa en cara, "te faltó realmente enamorarte de

una mujer, de un vicio". Pero Andrés boicotea su propio deseo hacia la

joven Estela con explicaciones que revelan conflictos de clase y raciales:

"la deseo, confiesa, aunque sus manos sudorosas me provoquen asco. El

placer es una inmundicia".

Ernesto Alonso se reinterpreta a sí mismo y, al hacerlo, da cuerpo

y materialidad al retrato de una masculinidad burguesa en decadencia.

Con Archibaldo de la Cruz como referencia, esos 20 años impugnaron la

crisis del macho prototípico ya anunciada por la película de Buñuel.

Una reflexión final

En Las estrellas de cine, Edgar Morin (1964: 82) afirma que "el 'yo pienso'

del actor de cine es un 'yo soy'. Ser es más importante que manifestar".

El estudio de las masculinidades en el cine mexicano a través de algunos

trabajos de cinco actores emblemáticos, nos previene sobre la tentación

de las generalizaciones y la frase perentoria. La masculinidad como una

cosa-en-sí-misma es inabordable en términos empíricos. Se trata más

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bien de una retícula compleja e irreductible de la que participan una

gran diversidad de variables: el cuerpo y la voz de los actores (el foco de

atención de este ensayo), pero también el contexto de producción de los

filmes, el estilo de los directores en el caso de las películas de autor, las

convenciones genéricas, las representaciones audiovisuales de lo

femenino y otras formas de identidad sexo-genéricas. "La estrella –añade

Morin– es el producto de una dialéctica de la personalidad: un actor

impone su personalidad a sus héroes, sus héroes imponen su

personalidad a un actor; de esta súper-impresión nace un ser mixto: la

estrella". (118)

Así como en la vida social coexisten masculinidades diversas, a

pesar del poder hegemónico de algunas sobre el resto, las películas

recogen rasgos e índices de formas de ser hombre y formas de ser mujer,

aunque termina reafirmándose una tipología discernible en los términos

de la narratividad y la mitología cinematográfica. Richard Dyer propone

una categorización para entender desde diferentes ámbitos el papel de la

estrella en el cine. "Al margen del estilo de vida extravagante de las

estrellas, elementos como el paso de la más absoluta miseria a la riqueza

y el romance concebido como un compendio de los problemas de la

monogamia heterosexual, afirman que lo que realmente es importante

acerca de las estrellas, especialmente en sus particularidades, es su

tipología o representatividad. En otras palabras, las estrellas reflejan los

tipos sociales de una sociedad". (2001: 69)

Sin embargo, la complejidad del imaginario cinematográfico no se

agota en la hipótesis del remedo o la impresión de realidad, dadas las

múltiples mediaciones que existen en la configuración de ese tipo

encarnado por la estrella. El mismo autor se contradice más adelante

cuando acepta que "una estrella puede aparecer en varias listas de

categorías distintas, incluso contradictorias, que reflejen tanto la

ambigüedad de sus imágenes como las diferencias entre las actitudes del

público" (70). En todo caso, la motivación de este trabajo descansa en

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aquellas realidades creadas y producidas por el cine, en el dispositivo

simbólico que perfila y destaca ciertas formas de masculinidad en lugar

de otras.

En su reconstrucción del estudio de las masculinidades en México,

Ana Amuchástegui e Ivonne Szasz señalan que "en contraste con la

teoría feminista sobre género, el concepto de masculinidad no ha sido del

todo desestabilizado, de modo que con frecuencia se le utiliza para

designar una cosa-en-sí-misma, y cuyo contenido sería más o menos

homogéneo y aplicable a diferentes contextos. Clatterbaugh (1998) afirma

que el secreto mejor guardado en la literatura especializada es que en

realidad se tiene una idea muy vaga del asunto, ya que el uso del

término masculinidad es errático y diverso, lo cual tiene consecuencias

diversas en la investigación y la producción teórica. ¿Es que existen

tantas masculinidades como hombres hay? ¿O es que sólo hay cierto

número de masculinidades, discernibles entre sí, que refleja la existencia

de grupos compactos y tipos homogéneros de hombres?" (2007: 15-16)

La revisión de algunos filmes protagonizados por Pedro Infante,

Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova y Ernesto Alonso no

agotan, evidentemente, las múltiples expresiones (muchas más de las

que en principio podrían concebirse) de masculinidad que el cine

mexicano ha configurado a lo largo de su historia.

El antropólogo sonorense Guillermo Núñez cuestiona las

concepciones "homogeneizadoras de los 'hombres' sobre su propia

capacidad de entender, conocer y –es de esperarse– actuar en el mundo"

(50). Pensar a rajatabla que en el cine mexicano impera, incluso en los

ejemplos más prototípicos, una sola manera de ver y construir la

audiovisión de los hombres fue una de las creencias que este ensayo

buscó poner en duda. Núñez formula una serie de preguntas a quienes,

epistemológicamente, parten de la existencia, no del supuesto, de "un

punto de vista de los hombres": "¿Quiénes son 'los hombres'?, ¿aquellos

que tienen un 'punto de vista del hombre' (a male standpoint)?, o

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¿tenemos que suponer que todos 'los hombres' biológicamente definidos

desarrollan el 'punto de vista del hombre'?, ¿acaso no hay humanos

machos que, no obstante su socialización en la sociedad patriarcal no

desarrollen 'el punto de vista del hombre'?, ¿y los que no tienen 'el punto

de vista del hombre' pero son machos biológicos, son o no son 'hombres'?

Estas preguntas disputan el carácter doble y transparente tanto de la

condición ontológica a la que alude el término 'los hombres', como de la

posición epistémica que supuestamente fundamenta: la existencia de 'el

punto de vista de los hombres'." (50)

Quizá habría que pensar o imaginar, como propone Núñez, que

antes que puntos de vista, existen enunciaciones sobre la masculinidad

que corresponden con una gran diversidad de experiencias. Si bien es

cierto que hay discursos con una mayor capacidad para imponerse sobre

otros, lo cierto es que en el reino de la visualidad cinematográfica del

cine mexicano, las masculinidades múltiples son un horizonte de

indagación, un punto de partida y no de llegada. O al menos esa fue la

vocación de este trabajo.

Fuentes citadas

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