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59 CIUDADES SON IMÁGENES: POSTALES DE NUEVA Y ORK, PAISAJE DE LA NOSTALGIA EN LAS CRÓNICAS DE LA TIERRA PROMETIDA DE ROSAMEL DEL V ALLE 1 Macarena Urzúa Opazo ¡Coney Island! El mar de mi infancia se encrespa y grandes oleadas azotan la memoria en tinieblas. Y apenas desciendo del subway, que me ha llevado desde Times Square, me pierdo en la caverna encantada que es la estación Stillwell. Allí empieza el reino “Un árbol crece en Brooklyn” Joven negra de Harlem, déjame cantar / Tú eres el color de la melancolía “Tower Funeral Home” Crónica de lo desaparecido y lo no dicho: en los años cincuenta, un poeta chileno deambula por la ciudad de Nueva York con una cámara Leika colgada al cuello y un cartel que dice: “soy rosamel del valle / poeta / no 1 Este artículo se encuentra enmarcado dentro de la investigación del Proyecto Fondecyt postdoctorado N°3130371 (2013-2015), titulado “Ruinas en el paisaje de la memoria. Recorrido por la producción literaria y cinematográfica chilena de la última década”. 

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ciudades son iMágenes: Postales de nueva york, Paisaje de la nostalgia en las crónicas de la tierra ProMetida de rosaMel del valle1

Macarena Urzúa Opazo

¡Coney Island! El mar de mi infancia se encrespa y grandes oleadas azotan la memoria en tinieblas. Y apenas

desciendo del subway, que me ha llevado desde Times Square, me pierdo en la caverna encantada que es la

estación Stillwell. Allí empieza el reino

“Un árbol crece en Brooklyn”

Joven negra de Harlem, déjame cantar / Tú eres el color de la melancolía

“Tower Funeral Home”

Crónica de lo desaparecido y lo no dicho: en los años cincuenta, un poeta chileno deambula por la ciudad de Nueva York con una cámara Leika colgada al cuello y un cartel que dice: “soy rosamel del valle / poeta / no

1 Este artículo se encuentra enmarcado dentro de la investigación del Proyecto Fondecyt postdoctorado N°3130371 (2013-2015), titulado “Ruinas en el paisaje de la memoria. Recorrido por la producción literaria y cinematográfica chilena de la última década”. 

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sé hablar inglés” (Sanhueza, p. 8). Así es que Rosamel del Valle (1901-1965), se dedica a fotografiar la ciudad y a escribir sus crónicas sobre Nueva York, ciudad a la que llega en 1946 a petición de la oficina de las Naciones Unidas, que solicita a la embajada chilena un funcionario2. Del Valle trabaja como linotipista, y es recibido por su amigo y poeta Humberto Díaz Casanueva.

Al llegar a Nueva York, del Valle ya había publicado varios libros de poemas, así como también había sido incluido en la renombrada Antología de poesía chilena nueva (1935) editada por Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim. Su poesía ha sido leída desde su influencia con el surrealismo, incluso su narrativa, principalmente la novela Eva y la fuga, publicada póstumamente en 1970, en la que hay un evidente paralelo con Nadja, la narración de André Breton. Entre sus poemarios más reconocidos están País blanco y negro (1929), El joven olvido (1949), Fuegos y ceremonias (1952), El sol es un pájaro cautivo en un reloj (1963) y Adiós enigma tornasol (1967), entre otros3.

Algunos registros, entre ellos el de Hernán Castellano, aseguran que el poeta y cronista Rosamel del Valle solía

2 El nombre real del poeta era Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez, pero cambiará su nombre a Rosamel del Valle, según lo señala Leonardo Sanhueza en su artículo “Rosamel del Valle. Un poeta del porvenir”, debido a un romance que el autor tuvo con una costurera llamada Rosa Amelia del Valle (p. 10). Este artículo es una versión algo distinta del prólogo a Obra poética (2000), cuya recopilación desde libros, revistas, textos inéditos y estudios fue realizada por Leonardo Sanhueza, a quien también agradezco los datos y anécdotas “rosamelianas”.3 En el artículo mencionado en la nota al pie anterior, Sanhueza cita a Braulio Arenas, miembro fundador del grupo poético surrealista chileno La Mandrágora, quien sitúa la poesía de del Valle en “la plenitud de la atmósfera surrealista” (p. 11).

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hacer películas de las reuniones en su departamento con su Súper 8, a donde asistían entre otros los poetas beatniks Laurence Ferlinghetti y Allen Ginsberg. Sobre estas filmaciones sólo se sabe de oídas; la pista de ellas se ha perdido. Así lo describe en “Mi memoria alegórica de Rosamel del Valle” Hernán Castellano:

Por ejemplo, hablando de poesía chilena con Allen Ginsberg muchos años más tarde, en Detroit, me dijo que Rosamel era el poeta visionario más extraordinario que había conocido… Ginsberg estuvo en Chile gran parte de 1960 y en los Estados Unidos visitaba a Rosamel del Valle en su casa de Manhattan. Yo vi unas películas de ocho milímetros filmadas por Rosamel donde aparecía Ginsberg con otros poetas de la Gran Manzana, mientras recitaban sin voz, danzaban y se divertían frente al lente mágico… (p. 232)

La escena aquí descrita correspondería imaginariamente a una crónica desaparecida, no escrita y que contribuye al mito que construye al poeta y cronista, a la idea de captar con su escritura la imagen fotográfica o incluso cinematográfica, aquello que Jean Franco llamó “the mood of the times” (p. 205).

Para numerosos autores hispanos, Nueva York significó un lugar lejano, atractivo para explorar y luego registrar en poemas o crónicas, como vemos en varios escritores. Entre ellos se encuentra el poemario de Federico García Lorca, Poeta en Nueva York (escrito entre 1929 y 1930 durante su estadía en la Universidad de Columbia, publicado en 1940), así como también observamos la ciudad en una

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crónica como “Coney Island” de José Martí (1881). En ella aparece descrita la imponente multitud, los sonidos, olores y paseantes, que iban a este balneario popular, localizado en las afueras de la ciudad.

Otra importante relación entre la distante Nueva York y Chile, puede verse en algunos escritores chilenos, entre ellos, Gabriela Mistral, quien publica durante su estadía en la Universidad de Columbia su primer poemario, Desolación (1922). Años más tarde el poeta Enrique Lihn compone su libro de poemas A partir de Manhattan (1979). Estos poemas son escritos, desde sus experiencias en el subway, en torno al cual hay varios poemas, así como también de la muchedumbre, las calles, los sonidos que se hacen presentes en esta ciudad.

Si las ciudades son imágenes, parafraseando el poema de Enrique Lihn, son entonces estas Crónicas de New York (2002) de Rosamel del Valle postales dibujadas, escritas y enviadas que construyen visiones sobre determinados espacios y entregan su mirada ante prácticas urbanas. Lejos de lo conocido, será la experiencia plasmada en la escritura de la crónica la que delimite el mapa personal que el poeta/cronista compone al deambular por la ciudad y sus alrededores. Si la crónica modernista se centró en narrar episodios y particularidades de la vida cultural, costumbres e identidad nacional de las nacientes naciones hispanoamericanas, la de del Valle apunta a una particularidad de entregar su visión sobre la ciudad, tanto a partir de lo nuevo y lo viejo, la presencia de aquello que los habitantes de Chile leerían como novedad. En ese sentido puede afirmarse que en gran parte la función de

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esa escritura opera, como sostiene Aníbal González, como una “arqueología del presente” (p. 74).

A través de estas crónicas pretendo exponer cómo se va imaginando y dibujando el espacio urbano, así como dar cuenta de las prácticas neoyorkinas, nuevas para del Valle, quien no sólo se aleja de un paisaje conocido, sino que lo hace adentrándose en la selva que se vestía de tierra prometida, como sostiene Leonardo Sanhueza en la introducción a Crónicas de New York (p. 8).

el Poeta y la nostalgia

A menudo pienso que soy el hijo preferido de las nostalgias. Me siguen y nada hago por apartarlas

“Mary Allan va a Baltimore”

¿No ves en mí al labrador / Que imita a la luz con su hacha? / Alguna vez, tú lo sabes, / creció en mí lo que en

mí era / la bella nostalgia

“Tower Funeral Home”

Para el historiador Simon Schama, existe una condición inherente en la relación entre el paisaje y el sujeto. Así lo señala en Landscape and Memory: “All our landscapes, from the city park to the mountain hike, are imprinted with our tenacious, inescapable obsessions” (“Introduction”, p. 18). Tomando esta idea, creo que advertiremos en gran parte de las crónicas presentes en este artículo, la presencia por un lado de la nostalgia y, por otro, de esas “obsesiones inescapables”,

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de las que habla Schama, que son experimentadas por del Valle al observar este nuevo paisaje.

Para el poeta, esta obsesión incluye la idea de una fascinación por recorrer un lugar que es un reino, una tierra prometida, o bien un territorio maravilloso por el que pasaron Whitman, Poe y otros, y de los cuales busca seguir sus huellas. Esto podemos observarlo en particular en “Edgar Allan Poe en Fordham” (1947), escrita a raíz de su visita para conocer el cottage de Fordham donde vivió Poe entre los años 1846 y 1849: “Y allí brilla la vieja casa de Edgar Allan Poe. En una negrura mágica. En una soledad llena de ojos. En una noche sin fin” (p. 51). Luego de describir la casa, las habitaciones e imaginar la vida de Poe y Virginia Clemm ahí, decide salir al parque, el Park Poe, desde donde se ve a lo lejos el Empire State. Del Valle quiere volver a la ciudad, “[p]ero el parque me retiene de nuevo. Hay una tranquilidad, una melancolía que no tienen los demás parques de Nueva York, que son demasiado brillantes, alegres… Y sigo viendo a Edgar Poe en todo. En los ojos opacos de la anciana que descansa sobre un banco… En el grito del niño…” (pp. 53-54). Del Valle siente que experimenta los mismos sonidos que Poe, ve los mismos árboles y pisa el mismo parque. Esta crónica finaliza diciendo: “Todo Fordham empieza a volver a la tranquilidad. Y por encima de las aguas negras del río Harlem hay un pequeño temblor que no es sino el vuelo del Cuervo, del tétrico cuervo de Poe, hacia la noche sin fin” (p. 55).

El tono más testimonial del texto arriba citado está cargado de nostalgia; relata la historia entre él y una mujer, Mary Allan, que debe partir a Baltimore y, por lo tanto,

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debe despedirse de ella. En esta crónica, publicada en la revista Atenea, el poeta parte desde esa experiencia amorosa y de la pérdida, exacerba el sentimiento de extrañamiento, de extranjería, y así lo expresa: “Y también hay que creerme si digo que entonces, solamente entonces, me sentí el extranjero más nostálgico de Nueva York” (p. 53). Sin embargo, este sentimiento no sólo deriva en reflexiones que van más allá de la mera desilusión amorosa, sino que también se inserta en aquellas preguntas acerca de la masa, la multitud y la diferencia con el propio territorio, así como la mirada entre norte y sur:

A veces nos mezclamos demasiado a la multitud. Nueva York arde, grita, gesticula. Todo el mundo va de prisa, hacia la vida o hacia la muerte. Es lo mismo. Entonces evoco mi tierra, la tranquilidad de mi tierra… Las gentes del norte ven al sur a través del centro. Por supuesto, a un compás tropical. ‘Si eso es así, ¿cómo será más al sur?’, piensan. (p. 56)

Del Valle con su escritura descubre Nueva York y recuerda Santiago al mismo tiempo. Reconoce similitudes, diferencias y devela la insistencia de ciertos recuerdos del Chile natal. Así la crónica deviene en inmediatez, en necesidad de capturar lo efímero. Las Crónicas de New York, publicadas originalmente en el diario La Nación entre 1946 y 1960, nunca dejan de lado la particular visión de Chile que se deja entrever en sus escritos, aquella “Nostalgia errante” como titula una de sus primeras crónicas escritas

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desde la metrópolis estadounidense4. La ciudad es el hogar imperfecto para el poeta, sostiene Svetlana Boym en The Future of Nostalgia: “the modern city is the poet’s imperfect home” (p. 21). Sin embargo, para del Valle, New York sigue siendo lo más cercano a la perfección o al reino que lo acerca a su memoria. Así lo vemos en el comienzo de la crónica “Nostalgia errante”:

Había vuelto varias veces a detenerme junto a la catedral de San Patricio, como ante la estatua de Prometeo o como delante de tantas otras cosas neoyorquinas, que me dan siempre una sensación nueva, una especie de agradable choque interior, de retorno a una nostalgia desconocida. Y eso era siempre como si yo estuviera descubriendo un pequeño mundo nuevo y en el que yo había soñado durante algún tiempo. (p. 11)

Es así como comienza a encontrar en imágenes y la expresión de diversas culturas una nueva forma de ver que sin embargo le recuerda su desarraigo: “A lo lejos brilla en un nublado otoñal –rojo, verde, blanco, amarillo– el Central Park. Lo imagino. La perspectiva es de fuego lento bajo la mañana febril… Pero quién soy yo a esta hora, sigue lejos” (p. 13). En sus crónicas, del Valle en cierta forma revive la fascinación de describir tras el viaje las primeras impresiones, tal como lo hicieron los primeros cronistas, los de Indias. Sus crónicas completan la visión de un intelectual latinoamericano comenzada antes por

4 La edición de las crónicas a la que hago referencia corresponde a una compilación realizada por Pedro Pablo Zegers, Crónicas de New York, Santiago, RIL Editores, 2002.

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Sarmiento, Martí, entre otros, a casi un siglo de distancia, en los años cuarenta y cincuenta en Nueva York cuando el arte y la poesía del Harlem Renaissance se están tomando las calles y cafés, con exponentes como Langston Hughes o Paul Robeson, entre otros. Así como más tarde surgirán los beatniks con los que del Valle se relaciona e interactúa en su casa, centro de reuniones. Así describe en parte el Harlem, barrio de Manhattan habitado mayoritariamente por afroamericanos:

Y Harlem canta. Canta, sin duda, hacia el futuro. Como los judíos sueñan con la Tierra Prometida, ¿por qué no soñar ellos en una época prometida?... Mientras tanto, la primavera sigue siendo negra, a menudo. Y las heridas crecen en el jardín público. Pero las jóvenes negras cantan y siguen otro camino… Harlem canta. Y el río atraviesa Manhattan. Y sus aguas son negras y silenciosas. Un gran arroyo casi oscuro entre el Este y el Oeste. Más acá bulle la gran Manhattan, con el Central Park, la Quinta Avenida, el Times Square, Wall Street. Más allá el Bronx con sus colinas y bosques fantásticos. Y en el centro, la estrella de Harlem. La estrella de Baltasar en busca del Niño de que hablan los pastores. (p. 49)

Al leer esta crónica, sorprende en primer lugar la sensación que tiene del Valle como periodista del instante histórico y cultural que vive Harlem en ese momento. Por otra parte, el poeta o quien escribe parece captar algo esencial, se siente no sólo testigo, sino que también protagonista y ese modo es capaz de captar ese paisaje por el que pasa, no sólo desde la mirada propia sino también a partir de sus afectos. El canto, el ritmo, parecen calar hondo en el poeta para

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terminar llamando a este barrio como una estrella dentro de Nueva York. Y continúa con su vívida descripción: “Y recuerdo que solamente dos veces he sido mirado a la cara por jóvenes negras. Una mirada de dos segundos. ¿Han visto en mí alguna débil luz de su raza? No sería raro. Mi memoria es agua turbia. Pero mi corazón se inclina hacia el lado negro del mundo” (p. 49). Vemos la importancia del recorrido del paseo en las crónicas de del Valle; podemos imaginarnos el modo en que las habrá compuesto: una salida, unas notas y luego recomponer esa visita junto a sus visiones e impresiones. Aquello que Julio Ramos llamó la “retórica del paseo”:

… esa voluntad de orden integradora de la fragmentación moderna se semantiza en lo que podríamos llamar la retórica del paseo. Es decir, la narrativización de los segmentos aislados del periódico y de la ciudad a menudo se representa en función de un sujeto que al caminar la ciudad traza el itinerario –un discurso– en el discurrir de un paseo. El paseo ordena, para el sujeto, el caos de la ciudad… De ahí que podamos leer la retórica del paseo como una puesta en escena del principio de narratividad en la crónica. (“Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana”, pp. 165-166)

Del Valle justamente en varias de sus crónicas pone al paseo como aquella acción que no sólo organiza la escritura, sino que nos entrega coordenadas de lo visto, lo contextualiza y también lo sitúa a él como cronista ya sea fuera o dentro de ese territorio, lugar o escena vista. Del Valle encarna en su escritura no sólo al poeta, sino que también asume el rol y condición de intelectual y como tal, comunica al resto de

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su comunidad aquello que le parece importante mencionar. En este caso permite mirar a través de su particular óptica estas crónicas como si estuviéramos nosotros lectores tras el lente de la Leika que cuelga de su pecho, de manera que capta como una fotografía y describe una “realidad febril”, como sostiene Díaz Casanueva al describir la escritura de crónicas de del Valle (p. 56).

Hernán Castellano Girón sostiene que las crónicas de del Valle dan cuenta de “la perspectiva de ‘exilio interior y exterior’ en la que se escriben, y que se refleja en los temas elegidos y su angulación bipolar del Chile lejano y primitivo que a menudo aparece en ellas y el descubrimiento diario de la ‘maravilla americana’” (“La prosa de Rosamel del Valle”, p. 127). Sin embargo, en esa idea de la maravilla siempre aparece la observación aguda de lo nuevo, lo que se esconde tras esa belleza, la nostalgia, la poesía y la sensación de del Valle de estar recorriendo una cartografía poética: la misma de Whitman, de Poe, y también de García Lorca y su Poeta en Nueva York. Junto con esos sentimientos, él continúa advirtiendo ese exilio tanto interno como externo; así lo vemos en la siguiente crónica, “Walt Whitman en Long Island” (1949), que registra su visita al lugar en donde naciera el poeta:

Es que allí vivía en verdad la infancia del poeta. Las colinas de West Hills, las praderas que llevaban hacia Hempstead y todos los caminos por donde el poeta le gustaba caminar, tanto para recoger en lo hondo el canto de la naturaleza de la isla como para buscarse también a sí mismo… al través de esa Long Island maravillosa… entre las dos costas mágicas que rodean a la isla que los

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indios llamaran ‘Paumanok’… La mano del poeta abría pequeños senderos, apartaba malezas, cortaba rozas… Solamente el aire, ese aire de Long Island que no puedo olvidar aún, y que tantas veces fue para mí la voz secreta de mi tierra lejana, el signo que me daba la seguridad de que yo no era olvidado del todo en la lejanía y de que tampoco yo debía olvidar. (pp. 2 y 7)

En esta crónica, la descripción del paisaje es muy vívida y muy detallada; el aire, los árboles, los sonidos hacen que el poeta recuerde y, asimismo, pueda recorrer sus pisadas, en cierta forma trazar también ese mapa de Whitman, “el viejo y puro profeta de su tiempo y del que estaba por venir” (p. 7). Para del Valle la evocación se transforma en el punto de partida de su escritura, el recorrido es el motor, es la escritura del paseante, no el flâneur baudeleriano sino que tal vez más parecido a la figura del wanderer en inglés, o el itinerante sin hogar fijo. El punto final de la crónica es coronado con una nostalgia que ya comienza a experimentarse, incluso al escribir el mismo texto: “Hoy, como en aquel día de un sol que no volveré a ver jamás y que me acompañó por las praderas en un tiempo polvorientas que van hacia Huntington, hacia Hempstead y hacia los castaños negros de Cold Spring” (p. 7).

Esta idea de nostalgia y de recuerdo de lo visitado aparece también en su poesía. Así lo vemos en los siguientes fragmentos del poema “Tower Funeral Home”: “Oh, joven americano / joven perdido en el mundo recién creado / En el primer día terrestre. ¿No oyes la mano de Walt Whitman en cada cosa?” (p. 44). El sujeto poético le habla al joven y lo interpela a través de un lenguaje poético, del que sin

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duda se hallan teñidas también sus crónicas. Sin embargo, en el caso de del Valle, ambas escrituras son indisociables, así como lo es también la fotografía, todos remedios en contra del olvido de tantos registros. En esa misma línea se encuentran sus acertadas descripciones de los diferentes barrios y edificios de la ciudad, sin dejar nunca de lado su imaginario poético como en esta crónica, donde imagina y recrea el pensamiento de un hijo de un viejo pioneer si viera Manhattan hoy en “La rueda de los recuerdos” (1947):

Adiós a las aguas endemoniadas del East River. Adiós a las dulces y profundas aguas endemoniadas del futuro Hudson River, y adiós a las rucas encantadas del que después sería el Central Park. Todo eso es una nube partida en dos, Manhattan ruge demasiado y el Empire State quiere tener hijos. Hijos monstruos. Hijos soberbios. Toda la skyline neoyorkina debe ser una larga fila de colinas de cemento y de acero. Lo dicen los muelles llenos de barcos. Lo canta con su mano en alto la estatua de la Libertad. Pero el Village no lo oye. (p. 15)

De esta misma manera, podemos advertir una crítica a la modernidad que, sin embargo, se disfraza de nostalgia por un momento histórico anterior vivido en la isla de Manhattan, un pasado que se adivina al observar la línea de los edificios o el skyline de Nueva York. Sin embargo, esto le sirve para alabar al entonces bohemio barrio del Greenwich Village, al que llama: “¡Bello barrio de los bellos fantasmas!”, donde asegura soñar con bares y lugares en los que habitaron poetas y emigrantes, con los que siente cierta cercanía por su condición de extranjero (p. 17). Del Valle afirma: “A veces

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la melancolía o la angustia parten el corazón del extranjero. Pero no allí. El extranjero lleva a cuestas su mandolina, su violín, su guitarra, su gaita, su arpa… El soñador lleva consigo sus naves y canta para el mundo en cualquiera parte” (p. 17). De esta manera, para el cronista eso sólo es posible con la poesía y así comienza la enumeración de tantos autores que habitaron ese territorio: David Thoreau, Walt Whitman, Edgar A. Poe, T.S. Eliot, Mariane Moore, Ezra Pound y E. E. Cummings, entre otros. Rosamel del Valle nombra a estos poetas, para finalmente llegar a la conclusión de que lo humano no existiría sin la poesía, de manera que ese lugar en que se habita es el lenguaje:

El Village es la madre y la hija de las sirenas. El Village es el sueño y la ilusión… La vida es un paso de ballet, en un resplandor que se lleva sin sentirlo. Y la muerte es lo que deja el invierno sobre el Arco de Washington… Como yo aparto inútilmente las ramas del olvido en la alta noche. (p. 17)

Del Valle ve cada lugar como una posibilidad, como un libro abierto al que se le sacan, leen y marcan las páginas luego de pasear por ellas, ya sea el Village, Brooklyn, Long Island o Manhattan. Sin embargo, el cronista sabe de aquella nostalgia que lo acompaña y así lo señala: “Es curiosa esta nostalgia en una ciudad donde se vive a toda velocidad y donde la lucha por la existencia alcanza caracteres terribles. Sin embargo hay tiempo para los suspiros” (“Magia invernal de Manhattan”, p. 96), o bien al finalizar otra crónica, “Nostalgia en el Lincoln Square” (1948), del siguiente modo: “Junto al Lincoln Square,

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donde estoy hirviendo de nostalgia, obscurecido, inquieto, feliz y desdichado a la vez, como lo está siempre el hombre en exilio, el hombre que ha dejado su tierra para ir al encuentro de su propio fantasma errante” (p. 92).

Así observamos en la mayoría de las crónicas este sentimiento de nostalgia, el cual podemos describir como aquel dolor de no poder volver al propio hogar. Esta emoción va dando paso a una vida errante que va poco a poco poblándose de fantasmas, de modo que Nueva York deviene también en un paisaje espectral al mismo tiempo que el cronista pasea y experimenta el fluir de esa ciudad. Del Valle compondrá entonces gran parte de sus crónicas y también sus poemas, en relación a esa nostalgia de la lejanía de lo propio, junto a las presencias y ausencias que aparecen llenando sus paseos y sus lecturas. Podemos afirmar que Rosamel del Valle camina por la ciudad y escribe sobre esos pasos, imágenes, sonidos con los que luego encantará a sus lectores.

Son entonces el ritmo y el paisaje los que traen esa nostalgia al poeta, la misma que lo lleva a recordar el Bar Alemán de calle Esmeralda en Santiago al entrar en el Old Brew House en Nueva York en “El espejo mágico de Manhattan” (1948), donde se llena de esa sensación: “Estoy lleno de la nostalgia de la patria, de la familia, de los amigos... En la soledad entre millones de seres que nos dejan caer un rostro o un nombre al pasar. En el estruendo de la ciudad donde el extranjero oye campanas y no sabe de dónde…” (p. 146). Bar y ciudad terminan siendo lugares llenos de ausencias y presencias fantasmales, tal como esas masas que pueblan una metrópolis como esta ciudad, que de a poco va haciéndose territorio conocido para del Valle.

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las crónicas de la urbe Moderna y las Masas: coney island en brooklyn

El océano neoyorquino se mece en un vaivén ensordecedor por la Quinta Avenida

“Nostalgia errante”

¡Oh, mar mío lejano, olas chilenas que vienen en carros tremendos, en montañas líquidas a la playa, en un Parsifal

voraz cuyos coros no cesan de repetir: yo soy el mar, yo soy el mar!

“Un árbol crece en Brooklyn”

“Masa” y ”Multitud” son términos que aparecen junto con la modernidad y, con ella, con la consolidación de espacios urbanos como París, descritos por el poeta Charles Baudelaire en “Spleen e ideal” y “Cuadros parisinos” incluidos en Las flores del mal (1857), poemas que son analizados por Walter Benjamin en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, o bien descritos en el cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud” (1840)5. Esta multitud es parte de la crónica de José Martí

5 Walter Benjamin, en Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, analiza la escritura de Baudelaire y su poesía como el testimonio de uno de los primeros poetas modernos en dar cuenta de este paso a la modernidad, específicamente en el espacio de la ciudad. Benjamin le otorga a la figura del poeta esta condición de retratar y denunciar lo que ocurre con esta modernidad, así en un poema como “Address to Paris”: “Baudelaire does not say farewell to the city without invoking its barricades; he remembers its “magic cobblestones which rise up to form fortresses” (p. 15). Para Benjamin, el poeta se despide de la ciudad, pero lo hace bajo la consigna de no renegar de sus barricadas, es decir, de no dejar atrás su pasado, o aquellos lugares que están en vías de caer en el olvido. El análisis que Benjamin hace del poeta

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“Coney Island”, escrita un siglo antes, que ya da cuenta en ese entonces de cómo se impresiona por la dimensión de estas masas humanas que acuden a la playa y al parque de diversiones localizado en ese balneario:

… lo que asombra allí es el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad humana, esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso, esos comedores que, visto de lejos, parecen ejércitos en alto, esos caminos que a dos millas de distancia no son caminos, sino largas alfombras de cabezas; ese vertimiento diario de un pueblo portentoso en una playa portentosa… esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra ahí. (p. 137)

En esta misma línea se inserta casi un siglo más tarde la escritura de Rosamel del Valle, al asimilar esta multitud y su sonido como un océano en la Quinta Avenida. En una carta a Homero Arce, habla de su sitio favorito en Nueva York: “Mi sitio favorito es el Time Square. Allí voy seguido. Una multitud inmensa noche y día. Bares estupendos, con marineros, prostitutas, soldados, artistas, ladrones,

Charles Baudelaire se centra en cómo la figura y persona del poeta se torna no sólo en quien escribe, sino que es también parte de esa multitud y del espacio al que alude. Para Benjamin la figura de Baudelaire como poeta es la de aquel que apunta a la muchedumbre y que se reconoce también como parte de ella. Idea que ya se encuentra en el cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, el cual es traducido al francés por Baudelaire, encontrándose así un precedente a la idea del spleen y a esa actitud ante la multitud ya descrita por Poe, luego en la escritura de Baudelaire, particularmente la relación del poeta y la ciudad moderna.

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banqueros, policías, vagos, locos. Es el lugar más pintoresco de Manhattan” (p. 98). Es acertado decir entonces que en las crónicas de del Valle hay algo de relato, de informe y también de diario personal en donde se entrecruzan impresiones sobre la ciudad, la masa y la diversidad que conviven en ese espacio urbano, en ese mapa que el poeta va dibujando con su escritura.

Sin embargo, creo que la atracción que ejerce para él Brooklyn podemos verla en el texto: “Diario de un extranjero en Nueva York”, donde comenzamos a comprender la razón de la afinidad que ejerce en él este lugar: “En cambio, el bello Brooklyn acoge con arenas acariciadoras y gentes que no lucen sino el cuerpo y la avidez de vivir por algunas horas fuera del endemoniado ritmo de la ciudad. Sí, otra vez junto a la voz del mar” (p. 187). Una de las primeras crónicas que muestra este amor por Brooklyn se titula “Un árbol crece en Brooklyn” (1947), donde se refiere a Coney Island. A partir de un extracto en el epígrafe de este artículo, vemos la fascinación por este lugar, en donde para él comienza el reino:

Allí el mundo se repliega, primero, y luego se abre con un inmenso abanico de colores. Y viene la marea de baratillos, tiendas, hoyos mágicos, escalas de Jacob, aviones, trenes locos, casas volantes, la torre de los paracaidistas, los tornados… los precipicios, el vértigo, la locura, la vida. Y luego el gran Atlántico con sus sirenas recostadas en las playas doradas. ¡Coney Island! (p. 43)

Asombro y vértigo, o bien las sensaciones agolpadas de mil estímulos que sin duda recuerdan a la multitud descrita por

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Martí en la crónica sobre Coney Island citada anteriormente. Sin embargo, del Valle describe esa proliferación de colores e impresiones ya no como un flâneur o un paseante, sino que casi como un niño. Este espacio le ha devuelto algo y así lo describe: “Y el corazón me palpita. Siento que cien infancias resucitan desesperadamente en mí y que todo mi ser quiere entrar, a toda costa, en esa danza bellamente endemoniada donde la magia abre sus puertas, su cielo, su abismo”, y aquí me detengo para dar cuenta de la poesía que rodea a toda esta experiencia (p. 43). El cronista/poeta desciende por un paracaídas en este relato no sabemos si real o metafórico; los epítetos, oxímoron (“bellamente endemoniada”), justamente tienen que ver con aquello que luego al parecer él descubre apelando a sus compañeros poetas:

Sí, Ángel Cruchaga; sí Humberto Díaz-Casanueva; sí, Sergio, hermano mío: acabo de atravesar el desierto nocturno de la más profunda y mágica poesía. La poesía del hombre conducido por el ángel negro en las tinieblas. La poesía del ser desatado en el caso. La poesía que es, y que será siempre, y más que todo, una especie de terror indefinido. (p. 44)

El mismo espacio es descrito con un siglo de distancia; para Martí, también poeta, son alfombras de cabezas, son imágenes que proliferan; para del Valle es la poesía: el miedo y la belleza. Entre las numerosas visitas a Brooklyn de del Valle, encontramos la siguiente crónica titulada: “Cuando la mala yerba crecía en Brooklyn” (1954), en donde se relata cómo es la visión desde este lugar hacia Manhattan, así como también describe los ríos que cruzan uno y otro

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sector de Nueva York, dividiendo en dos la isla, al lado del East River, o del lado del río Hudson. Esta relación entre los ríos y la ciudad, es comparada por Rosamel del Valle con la separación que produce el río Mapocho en la ciudad de Santiago, distinguiendo dos sectores: desde el Mapocho hacia Matucana, o desde Matucana hacia Plaza Italia:

O sea el radio de la entonces llamada ‘pitería’. Pero los de Brooklyn eran mucho más estrictos: Brooklyn era Brooklyn y no Nueva York, y así lo entendían, puesto que muchas personas nacían y morían en Brooklyn sin haber atravesado jamás el East River hacia Manhattan. Me refiero, naturalmente, a los años antes de la construcción del bello monstruo que hoy se llama Puente Brooklyn. (p. 247)

Aquí vemos cómo del Valle hace una arqueología de esta ciudad dentro de Nueva York para analogarla a la geografía propia, la de Santiago dividido y sectorizado. Junto con esta comparación, el cronista continúa refiriéndose a otros sectores de Nueva York alejados del centro que significaba Manhattan:

Y si se era de Brooklyn, naturalmente, había que crecer, vivir y soñar allí, y con crecimiento propio, vida propia y sueños que apenas si podían confundirse, por ejemplo, con los de los habitantes de Nassau, Queens, el Bronx o Manhattan. The Brooklyn Eagle era la biblia de los nativos y el faro de los navegantes que arribaban cada día a las orillas de Brooklyn guiados por el ángel marino invisible y muchas veces creyendo arribar a la Manhattan de las visiones y leyendas. (p. 248)

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En la crónica luego relata la historia de “los ángeles caídos” de Brooklyn, de asaltantes, prófugos, una pareja John y Kate hacia 1870 (p. 248). Él termina preso en Manhattan, y ella hace un túnel para sacarlo desde un departamento en Ludlow Street (Lower East Side); dos años después el saldría para ocultarse en Coney Island, luego se les pierde la pista. La historia es una especie de indagación en el mito local de Brooklyn, que interesa en cuanto a presentarse como una visión paralela al triunfo de la modernidad en una ciudad como Manhattan. Aquí hay ese interés particular como sostiene del Valle: “Pero del Brooklyn que yo quiero hablar ahora es del de los ángeles caídos… Hay especies que prefieren el guiño taciturno de la Mandrágora” (p. 248).

En la crónica de del Valle se observa una nostalgia por el hogar perdido, que deviene en escritura, comparación, mirada a su tierra de origen tras el lente de su cámara y pluma. Estas crónicas constituyen hoy en día un importante testimonio, que sin duda da cuenta de la condición que nota Susana Rotker en la crónica en cuanto a que esta tiene una “voluntad de escritura” que hará que la transforme en arte (p. 133). Para del Valle, sin embargo, como le cuenta a Homero Arce, sus crónicas están hechas a la americana, en el sentido que son rápidas y llenas de todo (p. 98). Es decir, una mezcla de diario íntimo, de reportaje de diario, de notas de escritura y lectura, de reflexión en torno al espacio de una ciudad ajena, al registro de un poco de lo particular y lo general que llama la atención de del Valle, de una ardilla en Central Park, a la presencia de Poe y Whitman en sus paseos.

A través de las imágenes descritas de New York, Fordham, Long Island o la visita al sepulcro de Edgar Allan

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Poe en Baltimore, aquello descrito se transforma a nuestros ojos de lectores. O más bien nos enfrentamos a la lectura como a un caleidoscopio, como sostiene Patricio Lizama: “El conjunto constituye un verdadero caleidoscopio de la gran urbe moderna” (p. 5). De esta manera, estamos frente a la visión del intelectual, el reportero y el poeta, que nos entrega esas formas hermosas para mirar a través de su letra, si atendemos a la etimología del caleidoscopio6.

Para finalizar, es interesante echar una mirada a la descripción que hace su amigo Homero Arce en la SECH durante un homenaje a Rosamel del Valle: “Pero ¿quién ha dicho que Rosamel del Valle ha muerto?… Ahí estará con el cigarrillo entre los dedos, conversando animadamente, un poco inquieto. Tendrá terciada la correa de su Leika y llevará una plumilla con su sombrero tirolés” (p. 99). La escritura de del Valle sin duda contiene imagen, vida y experiencia, en tanto su ojo funciona como un lente que permite percibir el Nueva York visto por el poeta; un hogar imperfecto a partir del cual también puede visitarse el terruño. Así le explica en una carta a Homero Arce: “Pero mi tierra también brilla en la lejanía y deberé regresar a ella” (p. 97). Así, podemos decir con Mistral que el único país que tenemos es el país de la infancia o el lugar de donde hemos venido o en este caso el lugar del poeta que escribe una imagen, la ciudad, la postal olvidada, la poesía

6 La raíz de esta palabra aparece descrita en el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas: “Cali-Calo-, primer elemento de palabras compuestas, procedente del gr. kállos ‘belleza’ o de su primitivo kalós ‘hermoso’. Calidoscopio, 1884, cpt. con eidos ‘imagen’ y skopéo ‘miro’, también, en forma incorrecta, caleidoscopio, 1849-62; calidoscópico” (pp. 119-120).

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vivida en la ciudad, como lo es Nueva York para el poeta: “Anoche he subido al piso 28 de mi hotel, a la terraza –me escribía poco después– y me he maravillado con la vista nocturna de la ciudad, con el temible Empire State al centro. Me sentí cerca del cielo y del dios desconocido que existe por y para los poetas” (Arce, pp. 97-98).

Por ejemplo, en el poema “Cántico de la visitación” de su libro La visión comunicable (1956), podemos ver la correlación entre su crónica y poesía: “Ya no hay tranvías en la ciudad, hay corceles mecánicos/Que tampoco sirven para nada. Las enfermedades continúan/Y los labios sonríen en su jardín de hongos atómicos” (p. 159). Grínor Rojo sostiene que en los últimos poemarios de del Valle se ve una “Nostalgia de las ‘antiguas ciudades de ojos quietos’, anhelo de regreso a1 lar, recobro de un espacio perdido pero que es a la vez el recobro de un tiempo perdido” (p. 108). Y no sólo eso, sino que cada lugar recorrido le permite situarse en la escritura, en un paisaje y en un recorrido que sólo él ha ido armando. Al leer estas crónicas nos trasladamos, pisamos la tierra de Whitman, y visitamos la tumba de Poe. Del Valle escribe en sus crónicas desde un lenguaje que siempre remite a la poesía. Así es su modo de habitar y entrar en estos nuevos lugares que se plagan de imágenes, colores y sensaciones que traspasan las hojas de lo leído. La lectura de estas crónicas se configura como un caleidoscopio en donde siempre aparecerán formas nuevas y originales. También vemos crónicas que bien podrían ser una descripción de una de sus fotografías tomada con su Leika, tal como la foto donde se retrata al poeta con una ardilla en Central Park. Imagen a la que podríamos

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agregarle el siguiente extracto de su diario como si fuera un pie de foto:

Ayer pasé gran parte de la tarde en el Central Park. Es decir, como hace un año, volví a tenderme en el césped a perderme entre los boscajes a monologar con las ardillas… Y luego en lo más enmarañado de un rincón solitario, tuve la grata sorpresa de encontrarme con la estatua de Schiller, perdida como un sol de otro mundo en las ramas. Mi único pensamiento fue entonces el de que, en verdad, la poesía no vive sino en lo oculto. Es decir en lo que menos se ve. (“Diario de un extranjero en Nueva York”, p. 186)

Los sentimientos de aquellos lugares vistos como en los sueños, la ilusión, junto con la nostalgia errante que acompaña los escritos del poeta, se vuelven a hacer presentes, en uno de sus viajes a Santiago (su regreso definitivo no ocurre hasta 1963). En la crónica publicada en La Nación en 1948, “Campanas para Santiago de Chile”, del Valle manifiesta enfáticamente la imposibilidad de olvidar el territorio, en donde confluye tanto el recuerdo de lo propio, así como también la memoria del paisaje que va fijándose tanto dentro como fuera de Chile:

¿Cómo olvidar esta ciudad casi sumergida entre la corona de bruma de la costa? Que lo diga mi corazón abierto un día en New Jersey, frente al monstruo de ojos de fuego de Nueva York. Que lo diga mi alma atravesada de espadas invisibles entre los fuegos artificiales de Times Square. Que lo diga mi lengua, un día muda, junto a la perspectiva fantástica de las orillas del Potomak en

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Washington… Sí, que lo diga toda esa parte de mí que no entraba del todo en el reino y que a toda hora oía campanas hacia el sur. (s/p)

Esta crónica, que podríamos llamar “crónica del regreso”, pide campanas para Santiago, enaltece a la ciudad y reflexiona sobre la importancia de sus monumentos: el texto aparecido en el diario es acompañado de dos imágenes, una de la Fuente Alemana y otra de la iglesia de San Francisco. El viajero vuelve otra vez a su lugar de origen y sigue siendo un paseante, pero no de lo desconocido, sino de lo ya visto. Esta nueva perspectiva le permite reflexionar sobre la memoria e identidad del lugar. “La cordillera y el mar, he ahí los límites fantásticos de su pequeño reino. Para ella quiero campanadas… Las quiero para sus calles brillantes… para sus absurdos parques ingleses ideados por hombres no menos absurdos… Para ella jamás mi corazón tuvo en alto la bandera del olvido” (“Campanas para Santiago de Chile” s/p). Si las ciudades son imágenes, son estas las que se graban en la memoria del cronista, en su cámara de foto y las que nosotros lectores aún podemos imaginar.

bibliograFÍa

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–––––. “Campanas para Santiago de Chile”, La Nación, 7 de noviembre de 1948, s/p.

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