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Extranjeros

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Extracto del cuento contenido en el libro "Nictograma".

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Extranjeros

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Podría decirse que soy un viajero. Un simple viajero. Y quiero contar mi último viaje.

Atravesaba un bosque y me extravié, y fui a dar a una gran llanura donde se veía, casi en el horizonte, una enorme fortificación. Como deseaba un lugar para descansar y reponer fuerzas, dirigí hacia allí mis pasos. Entré. Vi a lo lejos marchar a un hombre cubierto por un manto negro y con un amplio sombrero en la cabeza.

Se trataba de una ciudad. Una de las estancias, la primera a mi derecha, era una pequeña construcción de madera desde donde provenían ruidos que sugerían la existencia de un taller. Me acerqué, dudando, hasta la puerta entreabierta. En el interior, un hombre grueso de anchos bigotes y aspecto bondadoso me saludó sonriendo y se me acercó.

- ¿Puedo serle útil en algo? -me preguntó. - Pues... verá, vengo viajando de muy lejos, me perdí y temiendo se me hiciera de

noche busqué un lugar para descansar. Encontré esta ciudad, y sentí curiosidad por recorrerla.

- Entre y siéntese a sus anchas, mi amigo, a sus anchas. Un rato después, sentado en un banquito hecho a mano que me ofreció mi anfitrión,

mientras paladeábamos un extraño licor que me convidó en un jarro, me contó que su trabajo en esa ciudad era la fabricación y reparación de pequeñas planchitas de metal, redondas, de uno o dos centímetros de diámetro. Con ellas se confeccionaban los electrodos, necesarios en la silla eléctrica.

- ¿Silla eléctrica? -pregunté tratando de no mostrar asombro. - Sí. En el centro de la ciudad está la silla eléctrica donde se ajusticia a los

sentenciados a muerte, en el centro de la ciudad. Pregunté acerca del proceso que se les seguía a los condenados, de las características

del sistema judicial, de las posibilidades de defensa del reo. Por toda respuesta el hombre, afable, me contestó:

- Mi trabajo no me deja demasiado tiempo para ocuparme de esas cosas, mi amigo, mi trabajo no me deja.

Agradeciendo el licor y la hospitalidad, dejé el taller y seguí el recorrido por la ciudad. Volví a ver, a lo lejos, al hombre de amplio manto oscuro con sombrero de alas anchas.

La siguiente estancia era una construcción de ladrillos, cubiertos por un revoque parcialmente descascarado. Me aproximé. Con igual hospitalidad que en la anterior fui recibido por un hombrecito diminuto y bastante inquieto. Sin soltar sus herramientas me invitó a pasar y me sirvió con prisa un vaso de bebida dulce.

- Soy el electricista de la ciudad -se explicó. Me contó con detalles las características de la usina, las distintas fases, los

pormenores de la distribución de la corriente y los cuidados que debía tener. Le pregunté por la silla eléctrica.

- Sin mi trabajo -me dijo- no podría funcionar. Yo abastezco de luz a toda la ciudad. - Pero la silla -inquirí tratando de no mostrar interés- ¿tiene una usina aparte? - ¡Oh no! Toda la corriente de la ciudad depende de mi trabajo en esta usina. Si la

silla no tiene corriente, la ciudad tampoco.

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Pregunté quiénes eran los reos, y si los procesos eran justos. - Verá -me contestó sonriendo-, mi trabajo no me deja mucho tiempo para enterarme

de esas cosas. Para eso están los jueces. Agradecí las explicaciones y la bebida, y salí. Comenzaba a sentir cierta extrañeza:

dos personas de la ciudad, sólo dos, pero todas las que yo había tratado hasta ese momento, trabajaban despreocupadas del uso final de su trabajo. Sin saber por qué, ahora caminaba intranquilo. A lo lejos vi al hombre de manto negro. Entré en una construcción de material, sólida y terminada finamente. Un hombre y dos mujeres se atareaban cortando largas tiras del cuero que iban sacando de una pila. Un cuarto hombre, que entraba en ese momento, la acrecentó con los que cargaba sobre sus hombros. Vi que esas tiras eran cuidadosamente separadas por el largo. Una mujer se ocupaba de perforarlas a espacios regulares, y el hombre que vi primero les sujetaba por un extremo una especie de hebilla. Cantaban, los cuatro, una canción muy agradable al oído. Luego me contaron que se trataba de la canción patria de esa ciudad. Si bien fueron atentos conmigo me explicaron que el trabajo les impedía atenderme “como usted se merece”, así que me indicaron dónde había un botellón con una bebida y un vaso en que podía servirme a voluntad. La bebida me gustó. La compañía de esas gentes me agradaba. Hasta que empecé, con mi curiosidad habitual, a preguntar por el uso de esas correas.

- Son para sujetar los prisioneros a la silla eléctrica. Para qué extenderme explicando que no sólo ignoraban…