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FEDOR DOSTOIEVSKI Diario de un escritor (selección)

FEDOR DOSTOIEVSKI Diario de un escritor · haré. Mi memoria va siendo perezosa, y, además, recordar es triste. En general, me gusta poco recordar. No obstante, algunas veces, ciertos

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FEDOR DOSTOIEVSKI

Diario de un escritor

(selección)

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Edición popular para la COLECCIÓN AUSTRAL Versión española de J. García Mercadal @ Cía. Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A. Buenos Aires, 1960 IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE ÍNDICE DIARIO DE UN ESCRITOR - 1873 I. Introducción II. Un capítulo personal III: Bobok IV. Cuadritos V. Reflexiones sobre la mentira DIARIO DE UN ESCRITOR - 1876 I. El niño mendigo II. El pobrecito en casa de Cristo el día de Navidad III. El mujik Marei IV. La centenaria V. Un hombre paradójico VI.. La muerte de George Sand VII. Dos suicidios VIII. La sentencia IX. "Los mejores" X. La tímida (Cuento fantástico) XI. La moral tardía XII. Afirmaciones sin pruebas XIII. Anécdota sobre la vida infantil DIARIO DE UN ESCRITOR - 1879 I. El sueño de un hombre extraño (Relato fantástico) II. La mentira se salva por otra mentira III. La muerte de Nékrassov IV. Puschkin, Lermontov y Nékrassov V. El poeta y el hombre VI. Un testigo en favor de Nékrassov DIARIO DE UN ESCRITOR - 1880 I. Discurso sobre Puschkin

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DIARIO DE UN ESCRITOR

(1873)

I

INTRODUCCIÓN El 20 de diciembre supe que todo estaba arreglado y que llegaba a ser director de la revista Grajdanine (El Ciudadano). Este acontecimiento extraordinario —al menos para mí— ocurrió de un modo bastante sencillo. Precisamente aquel mismo 20 de diciembre acababa de leer un artículo del Boletín de Moscú sobre el matrimonio del emperador de la China, que me produjo una gran impresión. Aquel maravilloso suceso, tan complejo, había ocurrido también del modo más sencillo, estando todo previsto, hasta en sus menores detalles, desde lo menos mil años antes, en los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias. Comparando el importante acontecimiento que ocurría en China con mi nombramiento de director de periódico, me sentí de repente muy ingrato para con las instituciones de mi país, a pesar de que la autorización para publicar la revista me fue concedida por el Gobierno sin dificultad. Pensaba que para nosotros —me refiero al príncipe Mestchersky y a mí— hubiera sido preferible cien veces el editar El Ciudadano en China mejor que en Rusia. Allá lejos todo es muy claro; nos presentaríamos, el príncipe y yo, en el día fijado, en la Cancillería principal de la Imprenta. Prosternándonos, golpearíamos el suelo con nuestras frentes y después pasaríamos por él la lengua repetidas veces; luego, poniéndonos en pie, alzaríamos un índice cada uno, bajando respetuosamente la cabeza. Es indudable que el director de la Cancillería haría tanto caso de nosotros como de las moscas. Pero entonces surgiría un tercer adjunto de su tercer secretario, el cual, teniendo en la mano el diploma de mi nombramiento de director, nos recitaría, con voz noble, pero suave, la alocución de rigor sacada del Libro de las Ceremonias. Este trozo de elocuencia sería tan claro y tan completo, que daría gozo escucharlo. En el caso en que yo, chino, fuese lo bastante ingenuo, lo bastante niño para experimentar algún remordimiento de conciencia ante la idea de aceptar una dirección como aquélla sin poseer las condiciones requeridas, pronto me probarían que semejantes escrúpulos eran grotescos. ¡Qué digo! El texto oficial me convencería inmediatamente de una inmensa verdad; a saber: que si por una gran casualidad tuviera yo algún ingenio, lo mejor sería no emplearlo nunca. E indudablemente sería encantador oírse despedir por medio de estas deliciosas palabras: "Vete, director; desde ahora ya puedes comer arroz y beber té con una conciencia más tranquila que nunca".

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El tercer adjunto del tercer secretario me entregaría entonces el lindo diploma escrito con letras de oro sobre rojo pergamino, el príncipe Mestchersky entregaría un copioso jarro de vino, y, volviéndonos los dos a nuestra casa, nos apresuraríamos a editar inmediatamente el espléndido primer número de El Ciudadano, mejor que todo lo aquí editado; ¡no hay como China para el periodismo! En China, de todos modos, creería capaz al príncipe Mestchersky de hacerme una mala partida al bombearme como director de su periódico; no me proveería, quizá, tan finamente, más que con la sola intención de hacerse reemplazar por mí cuando se tratase de ir a a Cancillería para recibir cierto número de golpes de bambú en los talones. En cambio, quizá allá tendría la ventaja de no escribir artículos de doce a catorce columnas como aquí, e indudablemente tendría derecho a ser inteligible, cosa prohibida en Rusia, a no ser al Boletín de Moscú. Ahora, tenemos en nuestra casa, al menos hoy, un principio completamente chino: aquí también vale más no ser demasiado inteligente. Por ejemplo, antes en nuestro país la frase "no comprendo nada" daba una reputación de necedad a aquel que de ella se servía. Ahora honra grandemente a quien la emplea. Basta pronunciar las tres palabras precitadas con un tono seguro, hasta altivo. Un señor os dirá orgullosamente: "No comprendo nada de la religión, nada de Rusia, nada del Arte...", y en seguida se le colocará sobre un pedestal. Somos chinos, si queréis, pero en una China sin orden. Apenas si comenzamos la obra que China ha realizado. Verdad es que nosotros llegaremos al mismo resultado; pero... ¿cuándo? Creo que para llegar a aceptar como código moral los doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias, con el fin de tener derecho a no pensar en nada, todavía necesitaremos lo menos mil años de ininteligentes y desordenadas reflexiones; sin embargo, es posible no tengamos que hacer más que dejar pasar las cosas sin reflexionar nada, pues en este país, cuando ocurre que un hombre quiere expresar una idea, se ve abandonado por todos. No le queda más que buscar una persona menos antipática que la masa, halagarla y no hablar más que con ella, editando un periódico sólo para esta persona. Yo voy más lejos: creo capaz a El Ciudadano de hablar solo y para su propio placer. Y, si consultáis a los médicos, os dirán que la manía del monólogo es un signo seguro de locura. ¡He aquí el periódico que me he encargado de editar! ¡Adelante! ¡Hablaré conmigo mismo para mi propio placer! ¡Ocurra lo que ocurra! ¿De qué hablar? De todo cuanto me conmueva, de todo cuanto me haga reflexionar. Tanto mejor si encuentro un lector y, si Dios quiere, un contradictor. En este último caso, me veré obligado a aprender a hablar y a saber con quién y cómo debo hablar. Me aplicaré a ello, porque para nosotros los literatos esto es lo más difícil. Los contradictores son de diferentes especies: no se puede argumentar con todos de la misma manera.

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Quiero decir aquí una fábula que he oído estos últimos tiempos. Se afirma que esta fábula es muy antigua, y se agrega que quizá ha venido de la India, lo cual es muy consolador. Un día un cerdo riñó con el león y lo desafió. Al volver a su casa reflexionó y se sintió lleno de terror. Reunióse todo el rebaño, deliberó y dio su solución del siguiente modo: "Mira, cerdo, muy cerca de aquí hay un agujero lleno de basuras: vete allí, revuélcate bien dentro del agujero e inmediatamente después preséntate en el lugar donde el duelo debe celebrarse." El cerdo siguió este consejo. Llegó el león, lo olfateó, hizo un gesto y se fue. Largo tiempo después el cerdo se alababa de que el león había tenido miedo y se había escapado en lugar de aceptar la lucha. Indudablemente, entre nosotros no hay leones: se opone a ello el clima, y además sería para nosotros una caza demasiado majestuosa. Pero reemplazad al león por un hombre bien educado, y la moraleja será la misma. Todavía quiero contaros algo sobre este asunto: Un día hablaba yo con Herzen y le elogiaba mucho una de sus obras, De la otra orilla, de la que, con gran satisfacción mía, Mikhaíl Petrovítch Pogodine había hablado en términos muy halagadores en un excelente artículo, muy interesante. El libro estaba escrito en forma de conversación entre dos personajes: Herzen y un contradictor cualquiera. —Lo que particularmente me agrada —hacía yo notar— es que vuestro contradictor es, como usted, un hombre de mucho talento. Confiese usted que más del una vez le pone en grave apuro. —Ese es todo el secreto de la cuestión —replicó Herzen, riéndose—. Oiga usted una breve historia: Un día, en la época en que vivía en Petersburgo, Bielinsky me llevó a su casa para leerme un artículo por lo demás lleno de talento. Se titulaba: Diálogo entre los señores A y B y se ha reproducido en sus obras completas. En ese diálogo Bielinsky se mostraba sumamente inteligente y listo. El señor B, su contradictor, tenía un papel mucho menos brillante. Cuando mi huésped hubo terminado su lectura, me preguntó, no sin cierta ansiedad: —¡Bueno! ¿Qué te parece? —Es excelente, excelente —le respondí—, y has sabido mostrarte tan inteligente como eres. Pero.., ¿qué gusto has podido tener en perder el tiempo con semejante imbécil? Bielinsky se arrojó sobre el sofá, hundió su rostro en un cojín, y exclamó, reventando de risa: —¡Me has matado! ¡Me has matado!

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II

UN CAPÍTULO PERSONAL Más de una vez me han empujado a escribir mis recuerdos literarios. No sé si lo haré. Mi memoria va siendo perezosa, y, además, recordar es triste. En general, me gusta poco recordar. No obstante, algunas veces, ciertos episodios de mi carrera literaria aparecen por sí mismos en mi memoria con increíble claridad. Por ejemplo, he aquí algo que recuerdo. Una mañana de primavera había ido a ver a Iégor Petrovitch Kovalésky. Mi novela Crimen y castigo, que se estaba publicando entonces en el Mensajero ruso, le interesaba mucho. Se puso a felicitarme calurosamente, y me habló de la opinión que de ella tenía un amigo cuyo nombre no puedo dar, pero que me era muy querido. Interin, se presentaron, uno tras otro, dos editores de revistas. Uno de estos periódicos ha adquirido desde entonces un número de lectores ordinariamente desconocido de las revistas rusas, pero entonces estaba en los comienzos de su fortuna. Por el contrario, el otro acababa ya una carrera poco antes gloriosa; pero su editor ignoraba que su obra debiese terminar tan pronto. Este último me llevó a otro cuarto, donde estuvimos hablando. Se había mostrado muy amable conmigo en varias ocasiones, a pesar de que nuestro primer encuentro había sido tormentoso. Una vez, entre otras, me había enseñado versos suyos, los mejores que había escrito, y bien sabe Dios que su apariencia no sugería la idea de hallarse en presencia de un poeta, y, sobre todo, de un poeta doloroso y amargo. Sea lo que sea, entabló su conversación del siguiente modo: —¡Bueno! ¡Le hemos vapuleado a usted un poco, en mi revista, a propósito de Crimen y castigo! —Lo sé, lo sé... —respondí. —Y... ¿sabe usted por qué? —Sin duda, cuestión de principios. —De ningún modo. Ha sido por culpa de Tchernischevsky. Me quedé estupefacto. —El señor N... —repuso—, que le ha maltratado a usted en su artículo, fue en mi busca para decirme: "Su novela es buena, pero hace dos años no tuvo inconveniente en injuriar a un infeliz deportado y caricaturizarle. Voy a destrozar su novela." —¡Vaya! Ahí tenemos las simplezas que vuelven a comenzar por el asunto de El cocodrilo —exclamé, comprendiendo en seguida de qué se trataba—. Pero ¿ha leído usted mi novela titulada El cocodrilo? —No, no la he leído. —Pues todo eso proviene de una serie de chismes idiotas. Mas es preciso todo el ingenio, y todo el discernimiento de un Boulgarine para encontrar en esa desdichada novela la menor alusión a Tchernischevsky. ¡Si supiese usted lo idiota

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que es todo eso! Sin embargo, nunca me perdonaré no haber protestado, hace dos años, apenas lanzada, contra esa calumnia estúpida. Y hasta ahora todavía no he protestado. Un día no tenía tiempo, otro encontraba el chisme demasiado despreciable. Sin embargo, esta bajeza que me atribuyen ha llegado a ser, para muchas personas, un agravio contra mí. La historia ha corrido por los periódicos y las revistas, ha penetrado en el público y me ha valido varios disgustos. Es ya tiempo de explicar lo que hay en ella, pues mi silencio acabaría por confirmar aquella leyenda. La primera vez que encontré a Nicolás Gavrilovitch Tchernischevsky fue en 1859, durante el año que siguió a mi vuelta de Siberia; ya no recuerdo ni dónde ni cómo. Después nos hemos vuelto a encontrar, pero no con mucha frecuencia; apenas si hablamos, pero siempre nos tendimos la mano. Herzen me decía que su persona y sus maneras habíanle producido molesta impresión. Pero yo sentía por él simpatía. Una mañana encontré en mi puerta un ejemplar de una publicación que entonces aparecía con bastante frecuencia. Se llama La Joven Generación. Nada más inepto e irritante. Estuve todo el día molesto. Hacia las cinco de la tarde fui a casa de Nicolás Gavrilovitch. El mismo salió a abrirme la puerta, me acogió muy amablemente y me condujo a su gabinete de trabajo. Saqué de mi bolsillo la hoja que había encontrado por la mañana y pregunté a Tchernischevsky: —Nicolás Gavrilovitch, ¿conoce usted esto? Tomó la hoja como una cosa para él perfectamente ignorada, y leyó el texto. Aquella vez no había más que unas diez líneas. —¿Qué quiere decir esto? —me preguntó, sonriendo ligeramente. —¡Bah! ¡Si serán idiotas esas gentes! —dije—. ¿No habría algún medio de hacerles renunciar a ese género de bromas? —Pero ¿se figura usted que tengo algo que ver con ellos, que colaboro con sus tonterías? —Estaba completamente seguro de lo contrario, y creo inútil asegurárselo. Pero me parece que debieran disuadirles de continuar su publicación. Sé muy bien que usted nada tiene que ver con los redactores de esta hoja, pero usted los conoce un poco, y, para ellos, su opinión tiene mucho peso; ¿no podría usted?... —Pero ¡si no conozco a ninguno de ellos! —¡Ah! ¡Si usted lo dice!... ¿Habrá que hablarles directamente?... ¿Acaso una queja procedente de un hombre de la situación de usted? —¡Bah! No produciría ningún efecto... Todo eso es inevitable... —Sin embargo, hacen daño a todo y a todos... En aquel momento llegó un nuevo visitante y me marché. Estaba completamente convencido de que Tchernischevsky no era en modo alguno solidario de las bromas pesadas. Me había recibido muy bien y vino pronto a devolverme la visita. Pasó

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cerca de una hora en mi casa, y debo decir que pocas veces he visto un carácter más suave y más amable que el suyo. Nada me asombraba tanto como el oírlo tratar, en algunas partes, de hombre duro e insociable. Estaba cierto de que deseaba hacerse amigo mío, y no me molestaba por ello. Pronto hube de trasladarme a Moscú; pasé allí nueve meses, y, naturalmente, mis relaciones con Tchernischevsky no siguieron adelante. Un buen día supe la detención y después la deportación de Nicolás Gavrilovitch, sin conocer los motivos, que hoy todavía ignoro. Hace año y medio pensé escribir un cuento humorístico-fantástico, por estilo de Nariz, de Gogol. Nunca había escrito nada de ese carácter. Mi novela no pretendía ser más que una broma literaria. Tenía que desarrollar en ella algunas situaciones cómicas. Aunque todo ello no tenga gran importancia, contaré aquí el asunto de mi cuento, para que se comprendan las conclusiones que de él se sacaron: "Había por entonces, decía mi novela, en Petersburgo un alemán que exhibía un cocodrilo mediante el desembolso de cierta cantidad. Un funcionario petersburgués, antes de salir para el extranjero, quiso ir a gozar de aquel espectáculo en compañía de su joven esposa y de un amigo. El funcionario pertenecía a la clase media; tenía algún dinero, era todavía joven, lleno de amor propio, pero tan idiota como el famoso "Jefe Kovalov que había perdido su nariz". Se creía un hombre notable y, aunque medianamente instruido, considerábase como un genio. En la oficina pasaba por el ser más nulo que se podía hallar. Como si quisiera vengarse de aquel desdén, había tomado la costumbre de tiranizar al amigo que le acompañaba a todas partes, tratándole como a inferior. El amigo le odiaba, pero lo soportaba todo por causa de la joven esposa, a la que amaba infinitamente. Pues mientras esta linda persona, que pertenecía a un tipo completamente petersburgués —el de la coqueta clase media—, mientra esta linda persona se aturdía con las gracias de los monos que enseñaban al mismo tiempo que El cocodrilo, su genial esposo hacía de las suyas. Consiguió despertar y molestar al cocodrilo, hasta entonces dormido y tan inquieto como un leño. El saurio abrió una boca enorme y se engulló al marido. El gran hombre, por la más extraña de las casualidades, no había sufrido el menor daño, y, por efecto de su carácter, encontróse maravillosamente bien en el interior del cocodrilo. El amigo y la mujer, sabiendo que estaba a salvo por haberle oído alabarse de su felicidad en el vientre del reptil, fueron a dar cerca de las autoridades los pasos necesarios para obtener la libertad del involuntario explorador. Para eso, primero era preciso matar al cocodrilo, y después despedazarle delicadamente para extraer de él al gran hombre. Pero había que indemnizar al alemán, propietario del saurio. Este germano comenzó por enfadarse formidablelnente. Declaró, jurando, que seguramente su cocodrilo moriría de una indigestión de funcionario. Pero pronto comprendió que el brillante burócrata, tragado sin recibir daño podría procurarle grandes entradas en toda Europa. Exigió, a cambio de su cocodrilo, una suma considerable, más el grado

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de coronel ruso. Mientras tanto las autoridades se mostraban apenadas, pues ningún funcionario recordaba haber visto nunca un caso parecido. ¡No había precedente ninguno! Después se sospechó si el funcionario se habría metido en el cuerpo del cocodrilo para causar molestias al Gobierno. ¡Debía ser algún subversivo "liberal"! Mientras, la joven viuda hallaba que su situación de "casi viuda" no carecía de interés. El esposo tragado —a través del caparazón del cocodrilo— acababa de declarar a su amigo que prefería infinitamente su estancia en el interior del saurio a su vida de funcionario. Su veraneo en el vientre de una bestia feroz atraía sobre él, por fin, la atención que en vano solicitaba, cuando quedaba alguna vacante, sobre sus ocupaciones burocráticas. Insistió para que su mujer diese veladas en las que apareciese su tumba viviente. Todo Petersburgo iría a sus veladas, y a todos los hombres de Estado les sorprendería el fenómeno. Él, el "tragado" interesante, hablaría siempre a través de la escamosa coraza del cocodrilo, o mejor, por la garganta del monstruo: aconsejaría a sus jefes y les demostraría sus capacidades. A la insidiosa pregunta de su amigo, que le preguntaba qué haría si un buen día se viese evacuado de su ataúd de una u otra manera..., respondió que estaría siempre en guardia contra una solución demasiado conforme a las leyes de la naturaleza... ¡y que se resistiría a ello! La mujer se sentía cada vez más encantada con su papel de falsa viuda: todo el mundo le demostraba su simpatía; el jefe directo de su marido le hacía frecuentes visitas, jugaba a las cartas con ella, etc." Aquí terminaba el primer episodio de mi novela, que dejé sin terminar, pero que un día u otro habré de seguir. Sin embargo, he aquí el partido que han sacado de esta broma: Apenas lo que había escrito de este relato apareció en la revista La Época (era en 1865), que el periódico Goloss (La Voz) entregóse a los más extraños comentarios sobre el asunto de la novela. Ya no me acuerdo exactamente del texto del memorial, pero su redactor se expresaba, al principio de su artículo, poco más o menos como sigue: "En vano es que el autor de El cocodrilo se ejercite en un género de humorismo nuevo para él: no recogerá con ello ni el honor ni los provechos que busca" etcétera; luego, después de haberme infligido algunos pinchazos de amor propio bastante envenenados, el revistero recurría a embrolladas acusaciones, seguramente pérfidas, pero incomprensibles para mí. Una semana más tarde encontré al señor N. N., que me dijo: "¿Sabe usted lo que creen en algunas partes? Pues bien, afirman que su Cocodrilo no es más que una alegoría: se trata de la deportación de Tchernischevsky, ¿verdad?" Completamente consternado por semejante interpretación, juzgué, no obstante, despreciable una opinión tan fantástica; semejante ruido no podía hallar eco. Sin embargo, nunca me perdonaré mi negligencia y mi desdén en aquella ocasión, pues aquella tonta invención no hizo

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más que tomar cuerpo y adornarse cada vez más; mi mismo silencio ha dado ánimos a los comentadores. "¡Calumniad! ¡Calumniad! ¡Siempre quedará algo!" ¿Dónde está la alegoría? ¡Ah! Indudablemente, el cocodrilo representa la Siberia, y el funcionario presuntuoso e inútil no es otro que Tchernischevsky. Ha sido tragado por El cocodrilo sin renunciar a la esperanza de dar una lección a todo el mundo. El amigo débil y tiranizado por él simboliza a los que le rodeaban, a los que creía regentar. La mujer linda, pero tonta, que se regocijaba con su situación de seudo viuda, es... Pero aquí entramos en detalles tan sucios que no quiero mancharme continuando la explicación de la alegoría. Y, sin embargo, quizá sea esta última alusión la que tuvo más éxito. Tengo mis razones para creerlo. ¡Han supuesto que yo, antiguo forzado, no solamente he tenido la bajeza de alegrarme pensando en la situación de un infortunado deportado, sino hasta la cobardía de publicar mi regocijo escribiendo para ello un libelo injurioso! Pero... ¿en qué terreno se colocan para acusarme de semejante villanía? Pero traedme cualquier obra; tomad de ella diez líneas, y con un poco de buena voluntad podréis explicar al público que han querido retozar sobre la guerra francoprusiana, burlarse del actor Gorbounov o entregarse a todas las estúpidas bromas que os agrade idear. Recordad con qué espíritu examinaban los censores los manuscritos de los autores durante los años cuarenta. No había ni una línea, ni una coma, en que estos hombres perspicaces no descubriesen una alusión política. ¿Irán a decir que yo odiaba a Tchernischevsky? He demostrado que nuestras relaciones fueron siempre afectuosas. ¡Dadme al menos una de las razones que hubiera podido tener para guardarle rencor por algo, fuese lo que fuese! Todo eso es mentira. ¿Querrán insinuar que esperaba ganar algo en "elevado lugar" el día en que publiqué esa bufonería de doble sentido? ¡Eso sería decirme que he vendido mi pluma, y nadie lo probará! Si vienen a decirme que me creí autorizado por causa de ciertos asuntos de familia que no importaban más que a Tchernischevsky, evitaré cuidadosamente defenderme de haber tenido un pensamiento tan abyecto, pues, lo repito, mi misma defensa me mancharía. Estoy enfadado por haberme dejado arrastrar a ocuparme de estos hechos personales. He ahí lo que ocurre yendo a buscar sus recuerdos literarios. No me sucederá más.

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III

BOBOK Esta vez hojeo el "carnet" de otra persona. Ya no se trata de mí, en absoluto; es cosa de alguien de quien en modo alguno soy solidario, y me parece inútil todo prefacio más largo.

Carnet de "la persona" Semion Ardalionoviteh me dijo anteayer: —Ivan Ivanitch, ¿no te emborrachas nunca? Pregunta singular que, sin embargo, no me ofendió. Yo soy un hombre plácido al que ciertas gentes quieren hacer pasar por loco. Hace poco quiso un pintor hacer mi retrato. Consentí en posar, y el lienzo ha sido admitido en una Exposición. Algunos días después leí en un periódico que hablaba de este retrato: "Id a ver ese rostro enfermizo y convulso que parece el de un candidato a la locura..." No me enfadé por ello. No valgo lo bastante como literato para volverme loco por exceso de talento. He escrito una novela corta y no me la han publicado. He escrito un folletín, y me lo han rechazado. He llevado ese folletín a muchos directores de periódicos, y en ninguna parte me lo han querido tomar. Lo que escribe usted carece de sal, me han dicho. —¿De qué clase de sal? —he preguntado un poco irónicamente—. ¿Sal ática? No me han entendido. Entonces, con frecuencia, traduzco libros franceses para nuestros editores, y también redacto reclamos para los comerciantes: "¡Atención, compradores! Procúrense este artículo raro: el té rojo de las plantaciones de..." Recibí una suma importante por un panegírico del difunto Piotr Matveievitch. He compuesto El arte de agradar a las damas, que me encargó un editor. He fabricado en mi vida cerca de sesenta libros de ese género. Tengo la intención de hacer una colección de las frases ingeniosas de Voltaire, pero temo que la cosa parezca entre nosotros un poco insípida. He ahí toda mi vida de escritor. ¡Ah! Me olvidaba de haber enviado más de cuarenta cartas a diversos periódicos y revistas para reformar el gusto literario de mi país, y gastado de este modo no sé cuántos rublos en sellos de correo. Creo que el pintor ha hecho mi retrato, más que por mi reputación literaria, con el fin de pintar una cosa bastante rara: un hombre provisto de dos lunares colocados simétricamente sobre la frente. Desde este punto de vista soy un fenómeno, y como nuestros pintores actuales carecen de ideas, buscan las singularidades. ¡Y cómo triunfan mis lunares en el retrato! Viven; diríase que están hablando. ¡Eso es lo que ahora llaman realismo!

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En cuanto a lo que a la locura se refiere, creo que han seguido una moda del año pasado. Entonces era cosa de buen gusto el que todos los escritores pareciesen locos. No se veía en los periódicos más que frases como ésta: "Fulano tiene mucho talento; desgraciadamente, esa clase de talento le llevará, ¡qué decimos!, le ha llevado directamente a la locura." Sea lo que sea, vino ayer a verme un amigo, y sus palabras fueron: "¿Sabes que tu estilo cambia? ¡Te vuelves obscuro, embrollado!" Mi amigo tiene razón. Y no solamente veo cambiar a mi estilo, sino que mi ingenio también se modifica. Me duele la cabeza y comienzo a ver formas extrañas, a oír sonidos raros. No son voces las que entonces hablan. No puedo hallar más que una sola inflexión de voz; es como si alguien, colocado detrás de mí, repitiese a menudo: "¡Bobok! ¡bobok! ¡bobok!" ¿Qué es lo que podrá ser Bobok? Para distraerme he ido a un entierro. Un pariente lejano, un consejero privado... He visto a la viuda y a sus cinco hijas, todas solteronas; cinco muchachas. ¡Eso debe costar caro, sobre todo de zapatos! El difunto tenía un bonito sueldo, pero ahora habrá que contentarse con una viudedad. En esa familia solían recibirme no muy bien. ¡Bah! He acompañado al cadáver hasta el cementerio. Se apartaban de mí; indudablemente, les parecía mi ropa poco elegante, En verdad que hacía lo menos veinticinco años que no había puesto los pies en un cementerio; son lugares desagradables. Al principio, ¡se nota un olor...! Aquel día habían llevado a dicho cementerio unos quince cadáveres. Hubo enterramientos de todas clases; hasta hube de admirar dos hermosos coches: el uno conducía a un general; el otro, a una señora cualquiera. He visto muchas cosas tristes, otras que fingían tristeza y, sobre todo, una gran cantidad de rostros francamente alegres. El clero debió tener un buen día. Pero el olor... ¡Oh, el olor!... No quisiera ser sacerdote y tener siempre ocupación en aquel cementerio. He mirado la cara de los muertos sin aproximarme demasiado. Desconfiaba de mi impresionabilidad. Había allí caras bonachonas, otras muy desagradables. Frecuentemente estos difuntos tienen una sonrisa nada buena; no me gusta contemplar esos gestos. Lo vuelve uno a ver en sueños. Durante la ceremonia fúnebre, salí un momento; el día era gris; hacía frío, pues estábamos ya en octubre; marché errante por entre las tumbas. Las hay de diversos estilos, de distintas categorías; la tercera categoría cuesta treinta rublos. Es decente y nada caro. Las de las dos primeras clases se encuentran, las unas en la iglesia, las otras en el atrio. Pero eso cuesta una locura. En las de la tercera categoría han enterrado hoy seis personas, entre ellas, el general y la dama. He mirado en las tumbas: era horrible. Dentro de ellas había agua, agua verduzca.

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Después de esto aun salí otra vez durante la ceremonia. Estuve fuera del cementerio; muy cerca hay un hospicio, y casi al lado un restaurante. Este restaurante no es malo; se puede comer en él sin ser envenenado. En el comedor encontré a muchos de los que habían acompañado a los entierros. Reinaba allí dentro una alegría hermosa, una animación divertida. Me senté, comí y bebí. Volví en seguida a ocupar mi puesto en la iglesia y, más tarde, ayudé a llevar el féretro hasta la tumba. ¿Por qué los muertos se vuelven tan pesados en sus féretros? Dicen que es a causa de la inercia de los cadáveres; aun se cuentan una porción de tonterías acerca de ésta fuerza. No asistí a la comida fúnebre; soy orgulloso. Si las gentes no me reciben más que cuando no pueden hacer otra cosa, no experimenté necesidad alguna en sentarme a su mesa. Pero me pregunto por qué permanecí en el cementerio. Me senté sobre una tumba y me puse a soñar, como suele hacerse en tales lugares. Sin embargo, pronto se desvió mi pensamiento. Hice algunas reflexiones sobre la Exposición de Moscú y después diserté (en mi interior) acerca del Asombro. Y he aquí mi conclusión: asombrarse de todo es, seguramente, una gran tontería. Pero es más idiota aun no asombrarse de nada. Es casi no hacer caso de nada, y lo característico de la imbecilidad es no hacer caso de nada. —Yo tengo la manía de interesarme por todo —me dijo un día uno de mis amigos. ¡Dios mío! Tiene la manía de interesarse por todo. ¡Qué dirían de mí, si pusiera esto en mi artículo! Me olvidé un poco en el cementerio; no es que me guste leer las inscripciones de las tumbas; siempre son lo mismo... Sobre una piedra funeraria encontré un bocadillo en el que habían mordido. Lo tiré. ¡Oh!, no era pan, era un bocadillo... Además, tirar el pan, ¿es un pecado mortal o venial? Tendré que consultar al Anuario de Souvorine. Creo que estuve demasiado rato sentado; tanto tiempo, que creo haber acabado por tenderme sobre la larga piedra de un sepulcro... Entonces, no sé cómo comenzó, pero seguramente que oí ruidos. Al principio no hice caso; pero luego los ruidos se transformaron en una conversación, en una conversación sostenida por voces sordas, como si cada uno de los interlocutores se hubiese tapado la boca con un almohadón. Me erguí, y me puse a escuchar atentamente. —Excelencia —decía una de las voces—, es absolutamente imposible. Ha tirado usted la sota de triunfo, tengo yo el rey, y ahora canta usted las cuarenta. Eso es una trampa. —Pero si no hay trampas, ¿dónde está el interés del juego? —No se puede jugar sin garantías, Excelencia. Eso es levantar un muerto. —¡Ah! ¡Un muerto! Aquí no hay nada de eso.

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¡Palabras singulares, verdaderamente extrañas e inesperadas! Pero no cabe la menor duda: las voces salían de las tumbas. Me incliné y leí sobre la lápida de una de las sepulturas esta inscripción: "Aquí yace el cuerpo del general Pervoiedov, caballero de tales y cuales órdenes. Murió en agosto... 57. Descansad, cenizas queridas, hasta el glorioso día..." Sobre la otra no había nada grabado. Seguramente que la tumba era la de un nuevo habitante del cementerio. Probablemente la inscripción no estaba aún redactada a gusto de la familia. Sin embargo, por apagada que fuese la voz del muerto, pensaba, pues soy perspicaz, debía ser un consejero de la Corte. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —oí aún. Aquella vez estaba seguro de que era una nueva voz que salía a una distancia lo menos de cinco metros de la tumba del general. Miré la sepultura de donde se filtraba la nueva voz. Adivinábase que la tumba estaba fresca aún. La voz debía de ser, a juzgar por su rudeza, una voz enteramente pueblo. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Y esto volvió a comenzar varias veces. De repente estalló la voz clara, altanera y despreciativa de una dama, evidentemente de alto copete: —¡Es irritante verse ennichada al lado de ese tendero! —Entonces, ¿por qué diablos se ha acostado usted ahí? —respondió el otro. —Me han metido a pesar mío... Ha sido mi marido... ¡Oh, sorpresas horribles de la muerte! Yo, que no me hubiera acercado a usted ni por todo el oro del mundo, verme aquí a su lado porque no han podido pagar para mí más que el precio de la "tercera categoría". —¡Ah! La reconozco en la voz. En el cajón de mi mesa había una buena factura que no me había usted pagado. —Es un poco fuerte y bastante idiota el venir aquí a reclamar el pago de una factura. Vuélvase usted allá arriba a quejársele a mi sobrina: es mi heredera. —Pero ahora, ¿por dónde saldría? Los dos estamos bien acabados, muertos los dos en pecado, iguales ante Dios hasta el Juicio final. —Iguales desde el punto de vista de los pecados; pero no de otro mudo —respondió desdeñosamente la dama—. Y no trate usted de entablar conmigo conversación, porque no he de sufrirlo. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —volvió a gritar la voz ruda. De todos modos, el tendero obedeció a la dama. —¡Ah! —dijo el "consejero"—. ¿Y obedece por sí mismo? —¿Y por qué —dijo el general— no había de obedecer? —Pero ¿ignora, pues, Vuestra Excelencia que aquí las cosas no pasan como en el mundo que hemos abandonado? —¿Cómo pasan, pues?

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—Ahora, entre nosotros, ya no hay rangos ni consideraciones debidas, puesto que aseguran que estamos muertos. —Aunque estuviéramos mil veces más muertos todavía, no serían menos necesarias las preferencias, un orden social... Aquellas gentes me consolaron. Si no son amigos en ese fúnebre subsuelo, ¿qué se le puede pedir al piso superior? Y continué escuchando. —¡No, yo viviré! ¡No! ¡Le digo a usted que viviré! —exclamó otra voz también inesperada, que salía del espacio que separaba la tumba del general de la de la dama susceptible. —¿Lo oye usted, Excelencia? —Era la voz del consejero—. ¡Ahí tiene usted a nuestro hombre, que vuelve a comenzar! Tan pronto pasa los días sin decir palabra como nos carga continuamente con su estúpida frase: "¡No, yo viviré!" ¡Está ahí desde el mes de abril, y siempre acaba diciendo que va a vivir! —¡Vivir aquí! ¡En este sitio lúgubre! —Verdad es que el lugar carece de alegría, Excelencia... Si usted quiere, para distraernos, vamos también a molestar un poco a Avdotia Ignatievna, nuestra susceptible vecina. —¡Yo, no! No puedo sufrir a esa altiva bachillera. —¡Soy yo la que no puede sufriros ni al uno ni al otro! —gritó lá bachillera—. Los dos son ustedes inaguantables. No mascullan más que tonterías. ¿Quiere usted, general, que le cuente algo interesante? Pues le diré de qué modo uno de sus criados lo arrojó de debajo de cierta cama, con una escoba... —¡Oh, sois una criatura execrable! —rechinó el general. —¡Oh, madrecita Avdotia Ignatievna! —exclamó el tendero—, sacadme de una duda, os lo ruego. ¿Soy víctima de una ilusión horrible, o es real el atroz olor que me envenena? —¡Aun insiste! Pero si es usted el que desprende una peste horrible cuando se agita... —Yo no me agito, querida señora, y no puedo exhalar olor alguno. Mis carnes están todavía intactas; me encuentro en perfecto estado de conservación. Pero el hecho, mi madrecita, es que usted está ya un poco... podrida. Esparce usted un olor insoportable, hasta para este sitio. Si me lo he callado hasta ahora, ha sido por delicadeza... —¡Ah! ¡El ser repugnante! ¡Huele que apesta, y dice que soy yo! —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Que llegue pronto el día de los funerales que celebrarán cuarenta días después de mi muerte! Al menos, oiré caer sobre mi tumba las lágrimas de mi viuda y de mis hijos. —¡Bah! ¿Está usted seguro de que llorarán? Se apretarán las narices, y se alejarán bien de prisa...

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—Avdotia Ignatievna —dijo el funcionario con un tono obsequioso—, pronto los últimos llegados comenzarán a hablar. —¿Hay entre ellos jóvenes? —Hay jóvenes, Avdotia Ignatievna. Hay hasta adolescentes. —Y qué, ¿no han salido de su letargía? —interrogó el general. —Bien sabe Vuestra Excelencia que los de anteayer todavía no se han despertado. Los hay que permanecen inertes semanas enteras. Ayer, anteayer y hoy han traído cierto número. De otro modo, en el espacio de diez metros en torno nuestro, todos los muertos serían del año último. Hoy, Excelencia, han enterrado al consejero privado. Tarassevitch. He oído nombrarlo a los concurrentes. Conozco a su sobrino; el que presidía el duelo ha pronunciado algunas palabras sobre su tumba. —Pero, ¿dónde está? —Muy cerca: a cinco pasos de usted, a vuestra izquierda. ¡Si hiciera usted conocimiento con él, Excelencia! —¡Oh! ¿Dar yo el primer paso? —Lo dará él por sí mismo. Y hasta se sentirá muy halagado; fíese usted en mí, y yo... —¡Oh, y eso —interrumpió el general—. ¿Qué es lo que escucho? —Es la voz de un recién llegado, Excelencia. No pierde el tiempo; los muertos, ordinariamente, tardan mucho más tiempo en moverse. —¡Se diría que es la voz de un joven! —suspiró Avdotia Ignatievna. —Si me encuentro aquí, es gracias a esta endiablada complicación, que todo lo ha revuelto en mí. ¡Heme aquí, muerto, y tan de improviso! —gimió el mozo—. Todavía la víspera, por la noche, me decía Schultz: ''Ya no hay que temer ninguna complicación posible." Y, crac, por la mañana estaba muerto. —Pues bien, joven, ya no cabe hacer nada —observó el general bastante cordialmente. Parecía encantado por la presencia de un "nuevo"—. Tiene usted que tomar su partido y habituarse a nuestro valle de Josafat. Somos gentes honradas; tratándonos lo apreciará usted... Soy el general Vassilli Vassilievitch Pervoiedov, para servirle... —Yo estaba en casa de Schultz... Pero ¡esa puerca complicación de la gripe, cuando yo tenía el pecho enfermo!... ¡Ha sido tan brusco! —¿Dice usted el pecho? —dijo suavemente el funcionario, como si quisiera animar al "nuevo". —Sí, el pecho. Escupía mucho. Después, de repente, cesaron los esputos, me ahogué y... —-Lo sé, lo sé... Pero si estaba usted enfermo del pecho, debió usted ir a Ecke mejor que a Schultz... —Yo estaba empeñado en que me llevasen a casa de Botkine, y he aquí que... —¡Hum! Botkine, mal negocio —interumpió el general. —Nada de eso; he oído decir que se preocupaba mucho de sus enfermos...

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—Si el general decía eso, era refiriéndose a los honorarios de Botkine —hizo notar el funcionario. —¡Está usted en un error! No tiene nada de caro, y es muy escrupuloso en sus auscultaciones y muy minucioso en la redacción de sus recetas. Vamos a ver, señores: ¿me aconsejan ustedes ir a ver a Ecke o a Botkine? —¿Quién?... ¿Usted? ¿Dónde? El general y el funcionario se echaron a reir. —¡Oh, encantador y delicioso joven! ¡Ya le amo! —exclamó, entusiasmada, Avdotia Ignatievna—. ¿Por qué no le habrán colocado a mi lado? Comprendí poco aquel entusiasmo. El "nuevo" era uno de aquellos que habían enterrado delante de mí. Lo había visto en su féretro descubierto. Tenía el rostro más repugnante que puede imaginarse. Se parecía a un polluelo reventado de miedo. Asqueado, escuchaba lo que al otro lado se decía. Al principio, fue tal el caos, que no pude escuchar todo cuanto se decía. De un solo golpe acababan de despertarse varios muertos. Entre ellos un consejero de la Corte, que la emprendió en seguida con el general, para comunicarle sus impresiones relativas a una nueva Subcomisión nombrada en el ministerio y a un cambio de funcionarios. Su conversación pareció interesar al general enormemente; confieso que yo mismo aprendí de este modo muchas cosas que ignoraba, asombrándome el aprenderlas por semejante conducto, el mismo momento habíanse despertado un ingeniero que, por un rato, no hizo más que farfullar tonterías, y la noble dama que habían inhumado aquel mismo día. Lebeziatnikov —era el funcionario vecino del general— sorprendióse ante la prontitud con que estos muertos recobraban la palabra. Poco tiempo después comenzaron a hablar otros muertos. Éstos eran muertos de la antevíspera. Advertí una muchacha muy joven, que no cesaba de reírse estúpidamente... —El señor consejero privado Tarassevitch se digna despertar —anuncióle pronto al general el funcionario Lebeziatnikov. —¿Qué? ¿Qué hay? —balbuceó débilmente el consejero privado. —Soy yo; no soy más que yo, Excelencia —repuso Lebeziatnikov. —¿Qué quiere usted? ¿Qué pide usted? —No deseo más que saber noticias de Vuestra Excelencia. Generalmente, la falta de costumbre hace que al principio se sienta aquí uno estrecho... El general Pervoiedov se sentiría muy honrado con conocer a usted, : y espera... —¡Pervoiedov!... Nunca he oído hablar de Pervoiedov... —Perdóneme Vuestra Excelencia; el general Vassili Vassilievitch Pervoiedov. —¿Es usted el general Pervoiedov? —... Yo, no, Excelencia. Soy el consejero Lebeziatnikov, para servirle, y el general...

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—¡Me aburre usted! ¡Déjeme usted tranquilo! Aquella amabilidad calmó el celo de Lebeziatnikov, al cual el mismo general le sopló: —¡Déjelo! —¡Sí, general, lo dejo! —respondió el funcionario—. Todavía no está bien despierto... Tengamos esto en cuenta... Cuando sus ideas estén más claras, estoy seguro de que su amabilidad natural.... —¡Déjelo! —repitió el general. —¡Vassili Vassilievitch! ¡Eh, usted, Excelencia! —gritó por el lado de Avdotia Ignatievna una voz todavía desconocida, una afectada voz de hombre de mundo—. Le escucho desde hace un buen rato. Estoy aquí desde hace tres días. ¿Se acuerda usted de mí, Vassili Vassilievitch? Me llamo Klinevitch. Nos encontramos en casa de Colokonsky, en cuya casa no sé por qué os dejaban también entrar. —¿Cómo? ¿El conde Piotr Petrovitch? ¿De veras es usted?... ¡Tan joven! ¡Cuánto siento!... —¡También yo lo siento! ¡Bah! Después de todo, me es igual. ¡La he tenido corta y buena!... Ya sabe usted que no soy conde; nada más que barón. Y somos una familia de tristes barones, criados de origen y poco recomendables; pero de ello me importa un rá...; perdón, me burlo. Yo valía un poco menos de nada; era un polichinela del titulado gran mundo, en el que me habían hecho una reputación de truhán encantador. Mi padre era un desgraciado general cualquiera, y mi madre fue antaño... recibida en altos lugares. Con la ayuda del judío Zifel fabriqué el año pasado unos cincuenta mil rublos de billetes de Banco. Denuncié a mi cómplice, y todo el dinero se lo llevó a Burdeos Julia Charpentier de Lusignan. Imagínese usted que entonces era yo novio de la señorita Stchevalevszkaia, que tenía diez y seis años menos tres meses y apenas si salía aún de su pensionado. Poseía noventa mil rublos de dote. ¿Se acuerda usted, Avdotia Ignatievna, de cuando era yo un paje de catorce años, cómo me pervirtió? —¡Ah, eres tú, canalla! ¡Tanto mejor que Dios te haya enviado por aquí! Sin eso, el sitio se hacía intolerable. —A propósito, Avdotia Ignatievna, es un error el que acuséis a vuestro vecino el tendero de empestar nuestros alrededores. ¡Soy yo el que apesto, y de ello me envanezco! Me han metido en el ataúd cuando ya estaba muy averiado. —¡Ah, malvado! Pero es igual; estoy contenta con tenerle a usted cerca de mí. ¡Si supiera usted qué sombrío y qué burgués es este rincón! —No lo dudo, y voy a introducir un poco de fantasía en la reunión. Dígame, Excelencia: no es a usted, Pervoiedov, al que hablo es al otro, al llamado Tarassevitch, consejero privado. Apuesto a que se ha olvidado usted de que fui yo, Klinevitch, el que durante una cuaresma le llevé a casa de la señorita Furie. —Le oigo a usted, Klinevitch, y... crea que...

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—No creo nada absolutamente, y me... burlo. Quisiera simplemente, mi querido anciano, abrazarle; pero, gracias a Dios, no puedo hacer nada de eso. Mas ¿saben ustedes, señores, ¡eh, los demás!, saben ustedes lo que ha hecho ese abuelo? Al morir, hace dos o tres días, ha dejado un déficit de cuatrocientos mil rublos en el Tesoro. Esta suma estaba destinada a las viudas y a los huérfanos; pero es él quien se ha embolsado el gato; de suerte que durante ocho años no han distribuido nada por eso. Verdad que en todo ese tiempo no hubo inspección ninguna. Me figuro las narices que pondrán las viudas, y desde aquí oigo los nombres de los pájaros con que nuestro Tarassevitch se ha regalado. He pasado todo mi último año recreándome con las fuerzas que conservaba aún ese viejo ridículo cuando se trataba de ir de juerga, y eso que el vejete era gotoso. Conocía desde hace mucho tiempo el golpe de las viudas y de los huérfanos. La señorita Charpentier era la que me había vendido el secreto. Pues un buen día, un poco molesto, fui a... arrancarle veinticinco mil rublos amenazándole... amistosamente, con hablar de ella, si él no tapaba mi boca. ¿Saben ustedes lo que aún tenía en caja? Trece mil rublos, ni un kopek más. ¡Ah! Ha muerto a tiempo el viejo. ¡Oh, maldito abuelo, oh! ¿Me oye usted, Tarassevitch? —Mi querido Klinevitch, no quiero contrariarle; pero se mete usted en tales detalles... Y si supiera usted los infortunios que he tenido que aliviar; y he aquí de qué modo me veo recompensado. En fin, aquí voy a hallar el reposo, quizá la felicidad... —¡Apuesto a que ha olfateado cerca de aquí a Katiche Berestova! —¿Katiche? ¿De quién habla usted? —barboteó febril y bestialmente el viejo. —¡Ah! ¡Ah! ¿Qué Katiche? Una persona joven que ha encontrado su yacija a diez pasos de usted, a su izquierda. ¡Y si usted supiese, abuelo, qué porquería era! Pertenecía a una buena familia, había recibido educación e instrucción, tenía quince años, pero ¡qué pequeña buscona, qué monstruo! ¡Eh, Katiche, responde! —¿Hé! ¡Hé! ¡Hé! —rugió una voz rasgada de muchacha. —¿Es... u... na... ru... bia? —balbuceó el viejo. —Creo que sí. —¡Hé! ¡Hé! ¡Hé! —roncó aún la muchacha. —¡Oh!, por ejemplo —farfulló el vejete—, yo que siempre he soñado con... decir dos palabras a una rubita de quince años, ¡precisamente de quince años!, en una decoración como ésta. —¡Miserable viejo! —exclamó Avdotia Ignatievna. —No nos indignemos —cortó en seco Klinevitch—. Lo principal es saber que tenemos alegría sobre el tablado, ¡Aquí no se va uno a aburrir!... ¡ Dos palabras, Lebeziatnikov..., usted, el funcionario! —Sí, señor... Lebeziatnikov consejero... para servir a usted... Muy dichoso de... —Me... burlo un poco de que se sienta usted dichoso de esto o de lo otro. Pero me parece que le conocía. Y además, explíqueme algo, usted, maligno. Estamos

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muertos, y, sin embargo, hablamos, nos movemos o, mejor, parecemos hablar y movernos...; pues bien claro está que no hacemos ni lo uno ni lo otro... —¡Oh! Pregúntele eso a Platón Nicolaievitch; él podrá entenderle mejor que yo. —¿Quién es ese Platón? —Platón Nicolaievitch es nuestro filósofo, un ex licenciado en ciencias y antiguo pedante. Publicó en otro tiempo algunos folletos filosóficos; pero el pobre muchacho está aquí desde hace tres meses, y ya apenas habla. Hasta él mismo se duerme cuando discute; ¿comprende usted? Le ocurre, una semana u otra, charlar algo ininteligible... y eso es todo... Sin embargo, me parece haberle oído ocuparse de explicar nuestra situación. Si no me engaño, cree que la muerte que hemos sufrido no es, por lo menos inmediatamente, más que la muerte del cuerpo, e incompleta; que subsiste un resto de vida en nuestra conciencia espiritual y hasta corporal, atreviéndome a expresarme de este modo; que, para el conjunto, mantiénese una especie de vida... por la fuerza de la costumbre —por inercia, diría yo, si en esto no pareciese haber una especie de contradicción—. Para él, esto puede durar tres, cuatro, seis meses o hasta más... Tenemos aquí, por ejemplo, un honrado muerto en estado casi absoluto de descomposición; pues bien, ese macabeo se despierta todavía por lo menos cada seis semanas para murmurar una palabra desprovista de sentido, una palabra idiota: Bobok, bobok, repite entonces. Esto prueba que permanece en él como una pálida chispa de vida. —Bastante idiota, en efecto... Pero ¿cómo es posible que con una débil... conciencia corporal me sienta yo tan profundamente afectado por el olor de la podredumbre? —¡Ah! En esto, nuestro filósofo se embrolla, se vuelve terriblemente obscuro... Habla de podredumbre moral; la podredumbre del alma, vea usted eso. Pero creo que entonces se siente atacado de una especie de delirio, llamémosle místico. En su situación, es perdonable. En fin, comprobará usted que, como en nuestra reciente vida, tan lejana y tan próxima, pasamos el tiempo diciendo majaderías. De todos modos, tenemos ante nosotros un corto o largo período de conciencia o semiconciencia. Lo mejor es emplearlo lo más agradablemente posible, y para esto es posible que todo el mundo ponga algo de su parte. Propongo hablar todos francamente, aboliendo los vanos pudores. —¡Es una idea! ¡Vamos a ello directamente! ¡Dejémosles a los vivos la comedia de la vergüenza! Hicieron coro muchas voces, algunas que nunca se las había oído. Y fue con un apresuramiento particular como el ingeniero, entonces completamente lúcido, dio, gruñendo, su consentimiento. Katiche se echó a reír. —¡Ah! ¡íQué agradable me será no ocultar nada! —exclamó Avdotia Ignatievna. —¿Oyen ustedes? ¡Cosa linda será si Avdotia Ignatievna rompe todos sus pactos con la hipocresía!

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—En la otra vida, Klinevitch, yo no era tan hipócrita como usted quiere decir; realmente, tenía vergüenza de algunos de mis actos, y me regocijo al repudiar este embarazoso sentimiento. —Comprendo, Klinevitch, que queréis organizar lo que nos sirve de vida de un modo más sencillo, más natural. —¡Me apuntalo contra ello! Quiero divertirme, eso es todo. Y para eso, espero dos palabras de Koudeiarov, que trajeron ayer. ¡Ése es un personaje! Tenemos también por aquí un licenciado en ciencias, un oficial, y, si no me engaño, un folletinista, venido, conmovedora cosa, casi al mismo tiempo que el director de su periódico. Por otra parte, aunque no sea más que con nuestro pequeño grupo, ya es divertido. Nos vamos a arreglar como hermanos. Yo, por mi cuenta, no quiero mentir en nada. Ésta será mi principal preocupación. Sobre la tierra es imposible arreglarse sin mentir: vida y mentira son sinónimos. Pero aquí nos lo contaremos todo. Voy a comenzar mi historia; si puede decirse así, me pondré completamente desnudo... —¡Todos completamente desnudos! ¡Todos completamente desnudos! —clamaron varias voces. —¡No pido otra cosa que ponerme completamente desnuda! —exclamó Avdotia Ignatievna. —¡Ah! ¡Ah! Veo que esto será mucho más divertido que en casa de Ecke. —¡Yo viviré aún, viviré! —¡Hé, hé, hé! —rió burlonamente Katiche. —¿Anda usted también, abuelo? —No deseo más que eso, andar. Pero quisiera que Katiche comenzase por hacernos su biografía. —¡Protesto! ¡Protesto con todas mis fuerzas! —exclamó violentamente Pervoiedov. —Excelencia, es mejor dejar hacer —susurró el conciliador Lebeziatnikov. —¡Será infecto..., esas golfas! —Es preferible dejar decir, se lo juro a usted. —Ni en la tumba estaremos tranquilos. —En primer lugar, en la tumba no se dan órdenes, y además, nos burlamos de usted —escandalizó Klinevitch. —¡Caballero, no se olvide usted! —¡Oh! Usted no me tocará. Tengo, pues, toda libertad para molestarle como si fuese usted el perrillo de Julia. Allá arriba era usted general, pero aquí es usted ... ¡puah! —Yo no soy... ¡puah! —Aquí está usted camino de pudrirse. ¿Qué es lo que podrá quedar de usted? ¡Seis botones de cobre! —¡Bravo, Klinevitch! —aullaron las voces. —He servido a mi emperador..., tengo una espada...

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—Con su espada podrá usted rajar a las ratas del cementerio. ¡Y además, esa espada no la ha sacado usted nunca! —¡Bravo, Klinevitch! —No comprendo para qué puede servir una espada —gruñó el ingeniero. —La espada, señor, es el honor... Pero no oí bien lo que vino después. Alzóse un horrible aullido. Era Avdotia Ignatievna, la histérica, que se impacientaba. Cuando se hubo calmado un poco, dijo: —¡Veamos! ¿No se acaba nunca con esa discusión? ¿Cuándo se va, decididamente, a contar todo sin pudor? En aquel momento estornudé; hice todos los esfuerzos posibles para evitarlo, pero estornudé. Todo se tornó silencioso como en los cementerios poblados de huéspedes menos charlatanes. Esperé cinco minutos..., pero ¡ni una palabra, ni un sonido! Pensaba que, aunque dijesen lo que quisieran, tenían entre ellos algunos secretos que no querían revelar, por lo menos a los vivos. Me retiré, pero no sin decirme: "Volveré a hacer una visita a estas gentes cuando no estén en guardia." Ciertamente que las palabras de todos esos muertos me persiguen; pero ¿por qué me veo sobre todo azuzado por esta palabra: Bobok? ¿No sé por qué hay para mí algo horriblemente obsceno, cínico y espantable, sobre todo en esas dos sílabas, pronunciadas por un cadáver en plena descomposición. ¡Un cadáver depravado! ¡Oh! ¡Es horrible! ¡Bobok! De todos modos, volveré a ver y a oír de nuevo a esos muertos. Han prometido sus biografías, y debo recogerlas. Para mí es un caso de conciencia. ¡Las llevaré al Grajdaninel ¡Quizá esta revista las publique!

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IV

CUADRITOS

1 ¡En estío tenemos las vacaciones, el polvo y el calor, el calor, el polvo y las vacaciones! Nos es penoso permanecer en la ciudad. Todos nuestros amigos han marchado ... Así es que, para distraerme, durante este tiempo me he puesto a leer los manuscritos apilados en la sala de redacción. Pero no me he resignado a esta lectura más que en un segundo lugar; al principio he pasado el tiempo gimiendo, pensando en la necesidad que tenía de aire puro, de libertad temporal, en mi disgusto al encontrar las calles hostiles, llenas de no sé qué arena semejante a la tierra arcillosa pulverizada. ¡Y por eso la he tomado con las calles! ¿No es un alivio, cuando uno está de mal humor, encontrar alguien o algo culpable? Estos días he atravesado la Perspectiva Newsky desde su acera soleada a su acera de sombra. Es preciso atravesar siempre dicha avenida con precaución, a trueque de hacerse aplastar. Se mira por todas partes, se adelanta despacio, se acecha un claro entre los coches que siempre cruzan en paquetes de cuatro o cinco. ¡En invierno, sobre todo, es emocionante! Gracias a la blanca niebla y a la nieve algodonosa, os exponéis siempre, en el momento en que menos lo esperáis, a descubrir, a algunos centímetros de vuestro rostro, las narices de un caballo, rojas como un farol de tren, y de tren expreso, lanzado a todo vapor sobre vosotros. ¡Es una pesadilla completamente petersburguesa! Huís con el tiempo justo y, cuando habéis llegado a la otra acera, no sentís tanto la alegría de haber evitado un gran peligro como el gozo de haberlo desafiado involuntariamente. Estos días, con mi prudencia adquirida en invierno, cruzaba yo la Perspectiva Newsky; ¡cuál no sería mi asombro al poder detenerme justamente en el centro de la calzada: ni un gato, ni un coche! Habría podido sentarme con un amigo sobre el macadam y disertar interminablemente acerca de la literatura rusa. Con aquel calor y aquel polvo no veía más que huellas de ruedas hundiendo el suelo y casas en construcción o en reparación— las fachadas de las casas petersburguesas se reparan más por chic que por el deseo de mejorarlas realmente—. Lo que siempre me llama la atención en la arquitectura de nuestra capital es su falta de carácter y esa mezcla de casuchas de madera ruinosas, pegadas a edificios imponentes y pretenciosos; esto produce el efecto de montones de maderos mal labrados, comadreando con verdaderos palacios. Pero estos mismos palacios carecen absolutamente de un verdadero estilo. ¡También esto es muy petersburgués! Desde el punto de vista arquitectónico, nada más absurdo que Petersburgo. Es una mezcla incoherente de todas las escuelas y de todas las épocas. Todo es prestado y todo está deformado. Entre nosotros las construcciones son como los libros. Lo

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mismo en arquitectura que en literatura nos hemos asimilado todo cuanto nos llegaba de Europa, permaneciendo prisioneros de nuestros inspiradores. Ved el estilo o, mejor, la falta de estilo de nuestras iglesias del siglo pasado: no tiene carácter alguno. Aquí la copia miserable del estilo romano a la moda en el comienzo de nuestro siglo; allí el "Renacimiento", tal como lo concibió el arquitecto T..., que pretendió haberlo renovado durante el último reinado. Más lejos aparece el "bizantino". Pero mirad hacia otro lado, y encontraréis el estilo del tiempo de Napoleón I, pesado, falsamente majestuoso y, sobre todo, profundamente aburrido, algo grotesco, cuyo gusto se desarrolla al mismo tiempo que el de las abejas de oro y otros adornos de una belleza análoga. Ahora, volveos. Lo que veis ahí son palacios pertenecientes a puestras familias de la nobleza. Han sido alzados según los modelos italianos y franceses (de antes de la Revolución). He ahí otros más antiguos, que recuerdan los palacios de Venecia, ¡Dios mío, qué melancólico será leer sobre ellos, más adelante: "Restaurante con jardín" u "Hotel francés"! En fin, he aquí enormes construcciones completamente contemporáneas; en ellas triunfa el estilo yanqui: son edificios enormes que encierran centenares de habitaciones y ponen al abrigo industriales empresas. Vese en seguida que también nosotros tenemos hoy nuestros ferrocarriles, y nos hemos convertido en "hombres de negocios". Después de esto, intentemos definir nuestra arquitectura: es un caos que corresponde perfectamente al caos del momento actual. Pero de todos los estilos empleados, ninguno es tan lamentable como el que hoy prevalece. Allí dentro hay de todo: estas inmensas casas de rendimiento, de muros de cartón y extrañas fachadas, poseen balcones "rococó" y ventanas semejantes a las del palacio de los Dogos; no sabrían suprimir un "ojo de buey" y son, invariablemente, de cinco pisos. Pero me diréis: "Querido, deseo absolutamente gozar de una ventana tan bella como las que tenían los dogos." ¡Caray! Yo valgo tanto, seguramente, como un dogo. También es necesario disponer de cierto número de pisos para amontonar a los arrendatarios que me proporcionarán el interés de mi dinero. ¡No puedo, por una vana cuestión de gusto, dejar mi capital improductivo! Es bastante curioso que este capítulo, en donde yo empiezo hablando de manuscritos, me haya conducido a una disertación sobre cosas algo distintas.

2 Dicen que los desgraciados obligados a permanecer en Petersburgo durante el verano, entre el polvo y el calor, tienen a su disposición cierto número de jardines públicos donde pueden "respirar" un aire más fresco. Por mi parte nada sé de ello, pero lo que no ignoro es que Petersburgo es, por lo menos durante estos meses, un lugar terriblemente triste y agobiante. No siento gran afición a los jardines donde se apiña la multitud; me gusta más la calle, donde puede pasearme solo, meditando. Además, jardines, ¿dónde no encontrarlos? Casi en cada calle, ahora, descubrís

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encima de puertas cocheras carteles que ostentan, escrito en grandes letras: "Entrada al jardín del cabaret o del restaurante." Entráis a un patio, en cuyo extremo descubrís un "bosquecillo" de diez pasos de largo por cinco de ancho. Habéis visto "el jardín" del cabaret. ¿Quién me dirá por qué Petersburgo es todavía más desolante el domingo que durante la semana? ¿Es a causa del número de borrachos embrutecidos por el aguardiente? ¿Es porque los mujiks beodos duermen sobre la Perspectiva Newsky? No lo creo. Los trabajadores de juerga no me molestan en nada, y ahora que estoy siempre en Petersburgo, me he acostumbrado perfectamente a ellos. En otro tiempo no ocurría lo mismo: los aborrecía hasta el punto de experimentar hacia ellos un verdadero odio. Se pasean los días de fiesta, beodos, claro está, y veces en cuadrilla. Ocupan un puesto ridículo, tropezando con los demás transeúntes. No es que tengan deseo especial de molestar a las gentes; pero ¿dónde han visto ustedes que un alumbrado pueda hacer los prodigios de equilibrio bastantes para evitar el tropezar con los transeúntes que se cruzan con él? Dicen porquerías en voz alta, sin preocuparse de las mujeres y de los niños que les oyen. ¡No vayáis a creer en desvergüenza! El borracho necesita decir obscenidades; habla grueso naturalmente. Si los siglos no le hubiesen legado su vocabulario puerco, le sería preciso inventarlo. No bromeo. Un hombre bebido no tiene la lengua muy ágil; al mismo tiempo siente una infinidad de sensaciones que no experimenta en su estado normal; mas las gruesas palabras son siempre, no sé por qué, mucho, más fáciles de pronunciar y locamente expresivas. ¡Entonces! ... Una de las palabras de que hacen mayor uso está, desde hace mucho tiempo, adoptada en todo Rusia. Su único defecto es ser inculcable en los diccionarios; pero ¡se compensa esa ligera desventaja con tantas cualidades! ¡Encontradme otra palabra que exprese la décima parte de los significados contradictorios que concreta! Un domingo por la noche tuve que cruzar un grupo de mujiks borrachos. Fue cosa de quince pasos; pero mientras daba aquellos quince pasos, adquirí la convicción de que sólo con aquella palabra podían darse todas las impresiones humanas; si, con aquella sencilla palabra, por otra parte, admirablemente breve. He aquí un mozo que la pronuncia con energía de macho. La palabra se hace negativa, demoledora; hace polvo el argumento de un vecino que recoge la palabra y la arroja a la cabeza del primer orador, convencido entonces de insinceridad en su negación. Un tercero se indigna también contra el primero, se mezcla en la conversación y grita también la palabra, que se transforma en una injuriosa invectiva. Entonces el segundo se siente arrebatado contra el tercero y éste devuelve la palabra, que, de pronto, significa claramente: "¡Nos estás molestando! ¿Para qué te mezclas en esto?" Un cuarto se aproxima titubeando; hasta entonces nada había dicho; reservaba su opinión, reflexionando para descubrir una solución a la dificultad que dividía a sus camaradas. ¡Ya la ha encontrado! Indudablemente

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cree usted que va a exclamar: "¡Eureka!", como Arquímedes. ¡De ningún modo! Lo que aclara la situación es la famosa palabra; el quinto la repite con entusiasmo, aprobando al afortunado buscador. Pero un sexto, al que no le gusta ver zanjar tan a la ligera los asuntos graves, murmura algo con voz sombría. Seguramente aquello quiere decir: "¡Te desbocas demasiado de prisa! ¡No ves más que una cara del pleito!" Pues bien, toda esa frase se resume en una sola palabra. ¿Cuál? Pues la palabra, la sempiterna palabra que ha tomado siete acepciones diferentes, todas ellas perfectamente comprendidas por los interesados. Cometí el gran error de escandalizarme. —¡Hombres groseros! —gruñí—. No he estado más que algunos segundos en vuestros lugares y ya habéis dicho siete veces... la palabra! (Repetí el breve sustantivo.) ¡Siete veces! ¡Es vergonzoso! ¿No estáis asqueados de vosotros mismos? Miráronme todos asombrados. Por un momento creí que iban a agarrarme y no de buena manera. Pero no pasó nada. El más joven se aproximó a mí y me dijo amablemente: —Si encuentras puerca... la palabra, ¿por qué repites por octava vez... la palabra? La palabra puso fin a todo el debate, y el público se alejó titubeando, sin preocuparse más de mí.

2 No, no es por causa del lenguaje y de las costumbres de los borrachos por lo que me entristece el domingo más que los restantes días. ¡No! Recientemente, con gran sorpresa mía, he averiguado que hay en Petersburgo mujiks, trabajadores, gentes de oficios menudos que son absolutamente sobrias. Lo que sobre todo me ha asombrado es el número de estas gentes moderadas para los encantos de la bebida. Pues bien, ¡mirad a esas gentes atemperadas! Me entristecen mucho más que los beodos. Tal vez, formalmente, no haya por qué compadecerlas, pero no sabría decir por qué su encuentro me hunde siempre en reflexiones vagas, más bien dolorosas. Al llegar la noche del domingo (pues no se las ve nunca los días laborables), estas gentes que trabajan durante toda la semana aparecen en las calles. Claro está que salen para pasearse, pero ¡qué paseo! He notado que jamás frecuentan la Perspectiva Newsky, ni las calles elegantes. No; dan una vuelta por su barrio, a veces regresando de una visita a la casa de los vecinos. Marchan graves y acompasados, y sus rostros permanecen preocupados, como si hiciesen algo distinto a pasear. Hablan muy poco entre sí maridos y mujeres. Sus trajes domingueros están estropeados; muchas veces las mujeres llevan trajes apedazados, que se adivinan desengrasados, lavados, cepillados para el paseo. Algunos hombres llevan aún sus trajes nacionales, pero la mayor parte van vestidos a la europea y escrupulosamente afeitados. Lo que me causa más pena es que me parecen considerar el domingo como un día de triste solemnidad; en él tratan de divertirse sin llegar a conseguirlo

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nunca. Conceden una grande y triste importancia a su paseo. ¿Qué placer puede haber en deambular de este modo por las anchas calles llenas de polvo, aun después de la puesta del sol? Me producen el efecto de enfermos maniáticos. Muchas veces llevan niños consigo. Hay muchos niños en Petersburgo, y las estadísticas nos dan a conocer que mueren de ellos cantidades enormes. Todos esos chiquillos que se tropiezan son aún muy pequeños y apenas saben andar, cuando ya andan. ¿No será que casi todos mueren en temprana edad, el motivo de que jamás se encuentren mayores? Observo a un obrero que va sin mujer colgada de su brazo, pero lleva un hiño consigo, un niño pequeño. Los dos tienen la triste figura de los solitarios. El obrero tendrá treinta años: su rostro está demacrado, de color malsano. Va endomingado, lleva una levita rozada en los bordes y provista de botones cuyo forro se deshilacha; el cuello del traje está grasiento; el pantalón, no obstante estar más limpo, parece, sin embargo, salir de casa del prendero; el sombrero de copa está muy despeluciado. Este obrero me produce el efecto de un tipógrafo. La expresión de su rostro es sombría, dura, casi malvada. Tiene al niño de la mano, y el pequeño se deja un poco arrastrar. Es un chicuelo de dos años o apenas más, muy pálido, muy raquítico, vestido con un chaquetón, unas botitas de cordones rojos y un sombrero que se adorna con una pluma de pavo real. Está cansado. El padre le dice algo; tal vez se burla de la debilidad de sus piernas. El pequeño no contesta, y cinco pasos más allá se inclina el padre, y lo coge en brazos. Parece contento el chiquillo, y se abraza al cuello de su padre. Una vez agarrado de este modo, me ve y me mira con asombrada curiosidad. Le hago una pequeña seña con la cabeza, pero frunce las cejas y se cuelga con más fuerza del cuello de su padre. Los dos deben ser grandes amigos. En las calles me gusta observar a los transeúntes, examinar sus rostros desconocidos, buscar lo que pueden ser, imaginarme cómo viven y lo que puede interesarles en la vida. Aquel día me sentía especialmente preocupado por aquel padre y aquel hijo. Me figure que la mujer, la madre, había muerto hacía poco, que el viudo trabajaba en su taller durante toda la semana, mientras el niño permanecía abandonado a los cuidados de alguna mujer vieja. Debían vivir en un sotabanco, donde el hombre tendría alquilado un cuarto pequeño, tal vez sólo un rincón de cuarto. Y hoy, domingo, el padre había llevado al pequeño a casa de una parienta, a casa de la hermana de la muerta, probablemente. Quiero que esta tía, a la que no se va a ver sino de tarde en tarde, esté casada con un suboficial y viva en un gran., cuartel, en el subsuelo, pero en un cuarto aparte. Ha llorado a su difunta hermana, pero no por mucho tiempo. Tampoco el viudo ha mostrado un gran dolor, por lo menos durante la visita. De todos modos, ha permanecido preocupado, hablando poco y únicamente de cuestiones de interés. Pronto ha callado. Entonces habrán traído el samovar: habrán tomado el té. El pequeño se habrá estado sentado en un rincón, sobre un banco, poniendo la cara fosca, frunciendo las cejas y, al fin, se

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habrá dormido. La tía y su marido no habían hecho gran caso de él; sin embargo, le habían dado un pedazo de pan y una taza de leche. El suboficial, mudo al principio, en un momento dado ha dejado escapar una pesada broma de soldadote con relación al chiquillo, y su padre le ha amonestado. El chicuelo habrá querido marcharse en seguida, y el padre le ha llevado a la casa de Verburgskaia, en Litienaia. Mañana el padre estará otra vez en el taller y el soldadote con la mujer vieja... ... Y heme aquí siguiendo mi paseo, evocando incesantemente dentro de mí mismo una serie de cuadritos del mismo género, un poco simple, pero que me interesan y me entristecen. Y de este modo es como los domingos petersburgueses no me predisponen a la alegría. Paréceme que esta capital, en verano, es la ciudad más triste del mundo. Durante la semana también se cruza uno con muchos niños por las calles, pero, sin poder decir por qué, me fijo menos en ellos. Me figuro que el domingo hay diez veces más. Y ¡qué caritas tan demacradas, pálidas y tristes, sobre todo entre los niños que aún llevan en brazos! Los que andan ya solos tampoco tienen aposturas muy regocijantes. ¡Cuántos de ellos tienen las piernas torcidas y cuántos combadas! Muchos de estos pequeños van decentemente vestidos, pero ¡qué caras! Es preciso que el niño crezca como una flor o como una hoja en el árbol en primavera. Necesita aire, luz. Una alimentación fortificante también le es necesaria. ¿Y qué encuentra en Petersburgo para desarrollarse? Un subsuelo envenenado con olores combinados de kvass, de coles, de las que se desprende durante la noche una terrible hediondez, una comida malsana y una perpetua semioscuridad. Vive en un medio en el que pululan las pulgas y las cucarachas, donde las paredes rezuman de humedad. En la calle, para reponerse, respira polvo de ladrillo esquilmado y de barro seco. ¡Extrañarán ustedes después de esto que los niños de aquí estén delgados y lívidos! Ved una linda niñita de tres años, vestida con un traje limpio. Es vivaracha, corre hacia su madre, sentada en el patio y charlando alegremente con las vecinas. Charla la madre, pero se ocupa de su hija. Si le ocurre al niño el menor accidente, se apresura en acudir en su ayuda. Una niñita, aprovechando un segundo de descuido de su madre y habiéndose inclinado para coger una piedra, cae, se envuelve las piernas en su falda y no puede levantarse. Recojo a la pequeña y la tomo en mis brazos, pero ya la madre habíase echado sobre mí, abandonando su sitio antes de que hubiese hecho el primer movimiento para sacar a la pequeña de su apuro. Me dio las gracias muy amablemente; no obstante, su mirada decíame, a pesar suyo: "Te guardo rencor por haber llegado un poco antes que yo." En cuanto a la niña, se desprendió rápida de mis brazos y se arrojó al cuello de su madre. Pero vi otra chiquilla a la que su madre tenía de la mano y abandonó de repente en medio del arroyo, en un cruce de calles donde los coches no eran raros. Aquella madre había visto a una conocida y abandonaba a su hijita para correr hasta su

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amiga. Un señor anciano, de gran barba, detuvo a la mujer tan apresurada agarrándola del brazo: —¿Adonde vas de ese modo? ¿Dejas a tu hija en peligro? La mujer estuvo a punto de contestarle una tontería; lo vi en su cara; pero reflexionó a tiempo. Marchó de allí con aire gruñón, volvió a coger la mano de la pequeña y la arrastró al encuentro de la conocida. He aquí unos cuadritos un poco ingenuos, que no me atrevería a insertarlos en un periódico. En adelante trataré de ser más serio.

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V

REFLEXIONES SOBRE LA MENTIRA ¿Por qué, entre nosotros, todo el mundo miente?... Estoy seguro de que todo el mundo va a detenerme aquí diciéndome: "¡Exagera usted tontamente: todo el mundo, no! Está usted hoy falto de asuntos y, a pesar de eso, quiere usted producir un pequeño efecto entre nosotros lanzando al acaso una acusación sensacional." Nada de eso: he pensado siempre en lo que acabo de decir. Sólo que ¿qué ocurre? Se vive cincuenta años con una convicción en cierto modo latente y, de pronto, al cabo de medio siglo, toma, no se sabría decir cómo, una fuerza imprevista, que, por decirlo así, la transforma en viviente. Desde hace poco me ha llamado más que nunca la atención la idea de que entre nosotros, hasta en las clases ilustradas, hay muy pocas gentes que no mientan. Hombres muy honrados mienten lo mismo que los otros. Estoy convencido de que en los demás pueblos, en la mayoría de los casos, tan sólo los bribones alteran a conciencia la verdad y sus mentiras son interesadas. Entre nosotros se goza mintiendo. Se puede a menudo afirmar que un ruso mentirá..., casi diría por hospitalidad, por ser agradable a su huésped. De este modo sacrifican su personalidad a la de su interlocutor. ¿No recuerdan ustedes haber oído a las gentes más escrupulosas exagerar ridículamente el número de verstas que sus caballos habían recorrido en tales o cuales circunstancias? Esto era para divertir al auditorio y excitarle a charlar a su vez. Y en efecto, el golpe no fallaba nunca; vuestro visitante, animado por vuestra hablilla, recordaba en seguida haber visto una troika adelantar al ferrocarril. ¡Oh, y qué perros de caza había conocido! Continuáis vosotros contando una extraordinaria historia acerca del talento del dentista parisiense que os orificó los dientes, o sobre la loca prontitud del diagnóstico de Botkine, que os curó de una enfermedad verosímil. Llegáis hasta creer la mitad de vuestro relato; siempre se llega a eso cuando se mete uno en ese camino. Más tarde, cuando volvéis a pensar en aquella ocasión, al recordar la atenta fisonomía de aquel que os escuchaba, os decís: "¡Ah, no; he mentido bastante!" Este último ejemplo no es muy afortunado, porque en el carácter del hombre está el mentir siempre cuando se extiende acerca de los detalles de una enfermedad que le hizo sufrir. Esto le cura por segunda vez. Pero vamos a ver: ¿no os ha ocurrido nunca, al volver del extranjero, pretender que todo cuanto ha acaecido en el país de donde volvéis durante el tiempo que habéis estado en él ha pasado ante vuestros propios ojos? Aun he escogido mal mi ejemplo. ¿Cómo quieren ustedes que un pobre ruso sea un ser sobrehumano? ¿Cuál es el hombre que consentiría en hacer un viaje al extranjero si no tenía el derecho de traer consigo historias famosas? Busquemos mejor. Seguramente debéis haber hecho en vuestra vida revelaciones nuevas e increíbles acerca de las ciencias naturales..., sobre las quiebras o las fugas de los banqueros, y esto sin saber una

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palabra de Historia Natural ni haber estado jamás al corriente de los acontecimientos del mundo financiero. Es seguro que, por lo menos, habéis contado una vez, como si le hubiera ocurrido a usted mismo, una historia que sabéis de otra persona. ¿Y a quién se la habéis contado? Al individuo que había sido héroe de la anécdpta que él mismo os había comunicado. Habéis olvidado cómo, a la mitad del relato, se os aparecía la horrible verdad. Tal vez era la extraviada mirada de vuestro auditor la que os advertía... A pesar de eso habéis continuado..., ¡y qué contrariado! Aceleráis el fin de la historia y abandonáis precipitadamente a vuestro amigo, y ¡en qué estado! Entregado a vuestro mirífico relato, habéis olvidado preguntar a ese amigo noticias de su tía enferma...; no pensáis en ello hasta no estar en la escalera; le gritáis rápido vuestra pregunta al sobrino, que cerraba tranquilamente su puerta sin haberos respondido. ¡Y si queréis asegurarme que no contáis jamás anécdotas, que nunca habéis puesto el pie en casa de Botkine, que jamás habéis preguntado a un sobrino noticias de su tía mientras bajabais por la escalera, no os creeré! "Broma pesada —me dirán—; una mentira inocente es bien poca cosa; eso no remueve nada en el sistema del universo." Sea; convengo en que todo eso es muy inocente; no hablo más que del grave defecto de carácter que indica esa manía de la mentira. "La delicada reciprocidad de la mentira es una condición indispensable al buen funcionamiento de la sociedad rusa", agregaré aún. ¡Bueno! Y acepto el que no haya más que un grosero capaz de desmentiros cuando habléis del número de verstas recorridas o de los milagros operados sobre vosotros por Botkine. En efecto, sólo un imbécil puede tener la pretensión de castigaros inmediatamente por una venial alteración de la verdad. De todos modos, ese lujo de pequeñas mentiras es un rasgo muy importante de nuestras costumbres nacionales. Prueba que los rusos tenemos, no diré odio a la verdad, pero sí una disposición a considerarla como prosaica, aburrida, burguesa; pero, precisamente, evitándola sin cesar, hemos hecho de ella una cualidad rara, preciosa e inapreciable en nuestro mundo ruso. Hace mucho tiempo que ha desaparecido de entre nosotros el axioma de que la verdad es lo que hay aquí más admirablemente sorprendente, y que excede, por lo inesperado, a lo más fantástico que puede imaginarse. Y, sin embargo, el hombre ha transformado de tal manera todo que las más increíbles mentiras penetran mucho mejor en el alma rusa, pareciendo mucho más verosímiles que la cruda verdad. Creo, además, que ocurre un poco lo mismo en el mundo entero. Esta manía de falsearlo todo demuestra que aún tenemos vergüenza de nosotros mismos. ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando se ve que, en cuanto se aborda la sociedad, el ruso hace cuanto puede por aparecer distinto de lo que en realidad es? Herzen ha dicho, a propósito de los rusos que viven en el extranjero, que no saben estar en sociedad, hablando muy alto cuando es preciso callarse, y siendo incapaces de decir una palabra de manera conveniente y natural cuando se espera de ellos algunas palabras Y es exacto. En cuanto un ruso fuera de su país tiene que abrir la

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boca, se tortura para enunciar opiniones que puedan hacerle considerar todo lo menos ruso posible. Está absolutamente convencido de que un ruso que se presenta tal cual es, será mirado como un ser grotesco. ¡Ah! Si logra aparentar maneras francesas, inglesas, en una palabra, extranjeras, será muy distinto: tendrá derecho a toda la estimación de sus vecinos de salón. Haré todavía una pequeña observación: esta cobarde vergüenza de sí mismo es en él casi inconsciente. Al obrar así, obedece a sus nervios, a un capricho momentáneo. —Yo soy completamente inglés de sentimientos y de vida —afirmará un ruso. Y sobrentenderá: "Luego es preciso respetarme como se respeta a todos los ingleses." Mas no hay un alemán, ni un inglés, ni un francés, que se avergüence de mostrarse tal como su medio lo ha creado. El ruso se da de ello cuenta muy claramente; pero admite, sin que esa convicción sea en él muy clara, que por eso es por lo que esos extranjeros son muy superiores a él mismo, y, consecuentemente, desearía parecer muy alemán, muy inglés o muy francés. —Pero eso que contáis es cosa muy conocida, harto vulgar —me harán observar. Sea; pero he aquí algo de lo más característico: el ruso hará, esencialmente, por pasar como más inteligente que todos, o, si es muy modesto, por no parecer más tonto que otro. Y parece decir: "Confiesa que no soy más tonto que el término medio, y reconoceré que en tu clase no eres un idiota." Ante una celebridad europea, el ruso se sentirá encantado haciendo genuflexiones; lo admirará todo, en el gran hombre, sin examen, de la misma manera que desearía le consagrasen a él mismo como espíritu selecto sin estudiarle demasiado. Pero si la celebridad ha dejado de estar a la moda, si el personaje ha perdido su pedestal, nadie en el mundo será más severo en su apreciación del héroe caído que nuestro ruso. Su desprecio burlón no tendrá límites. Nos sentiremos ingenuamente asombrados cuando una casualidad nos revele que Europa continúa considerando al grande hombre que ya no está de actualidad como un grande hombre. Pero este mismo ruso, que venera ciegamente al favorito del éxito, jamás querrá aceptar en público que sea inferior al hombre de genio que acaba de sincerar: "¡Goethe, Liébig, Bísmarck, está muy bien —dará perfectamente a entender—; pero también estoy yo!" En una palabra: el ruso más o menos ilustrado jamás llegará a poseer bastante grandeza de alma para reconocer francamente una superioridad real. Que no se burlen demasiado de mi "paradoja". El rival de Liébig tal vez ni siquiera haya terminado sus estudios en el Instituto. Suponed que nuestro ruso se encuentra a Liébig en un vagón, sin conocerlo, y que el sabio entabla conversación sobre Química; nuestro amigo logrará colocar su pequeña reflexión, y no cabe dudar de que llegará a disertar sabiamente —sin saber de aquello de que hable otra palabra que "química"—. Verdad es que pondrá a Liébig enfermo de asco; pero ¿quién sabe si en él espíritu de los oyentes no habrá

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clavado al gran químico? Porqué un ruso sabe siempre hacer un magnífico empleo del lenguaje científico, sobre todo cuando no comprende los asuntos de que trata. Y al mismo tiempo asistiremos a un fenómeno particular del alma rusa. Én cuanto uno de nuestros compatriotas de las clases ilustradas se ve en presencia de un "público", no sólo no duda ya de su gran talento, sino que hasta se figura poseer la ciencia infusa. En su fuero interno un ruso se burla un poco de ser instruido o ignorante... Rara vez se hará esta pregunta: Pero... ¿sé realmente algo? Si se la hace, responderá a ella de modo que satisfaga su vanidad, hasta si tiene conciencia de no poseer más que conocimientos rudimentarios. Me ha ocurrido a mí mismo, recientemente, oír en un vagón, en el curso de un viaje de dos horas, toda una conferencia sobre las lenguas clásicas: un solo viajero discurseaba y todos los demás bebían sus palabras. Era un desconocido para todos los que en el departamento se encontraban. Era robusto, de edad madura, de fisonomía distinguida, hasta señorial, y hablaba remachando las palabras. Parecía evidente, a quien le escuchaba, no solamente que disertaba por primera vez sobre semejante asunto, sino que no había jamás pensado en aquello con que nos entretenía. Era, pues, una sencilla, pero brillante improvisación. Negaba en absoluto la utilidad de la enseñanza clásica y llamaba a su introducción entre nosotros "un error histórico y fatal". Por lo demás, fue la única palabra violenta que se permitió: había tomado las cosas desde muy abajo para exaltarse fácilmente. Las bases sobre las que establecía su opinión carecían tal vez de solidez, y sus razonamientos eran poco más o menos los de un colegial de trece años o de algunos periodistas, entre los menos competentes. "Las lenguas clásicas, decía, no sirven para nada; todas las obras maestras latinas, por ejemplo, han sido traducidas. Luego ¿para qué estudiar una lengua que no tiene nada más que confiarnos?..." Su argumentación produjo en el vagón el mayor efecto, y cuando nos abandonó, varios viajeros, la mayor parte señoras, le agradecieron el placer que con su discurso les había proporcionado. Estoy muy seguro de que descendió del vagón persuadido de que era un genio. Hoy las charlas en público (en vagón o en otra parte) han cambiado de carácter. Ahora parecen buscarse educadores y se escuchará siempre favorablemente una conversación que desflore más o menos todos los grandes temas sociales. Varias personas desconocidas unas de otras sienten cierta molestia en ponerse a hablar juntas. En los comienzos hay siempre cierta reserva molesta. Pero cuando han comenzado, los interlocutores se hacen a veces tan sublimes que sería prudente contenerlos para impedir que se les fuese el santo al cielo. Verdad es que a menudo, la charla se desenvuelve sobre cuestiones financieras o políticas, pero miradas desde un punto de vista tan elevado que el público vulgar no comprende nada de ellas. Este vulgum pecus escucha con humilde deferencia, y el aplomo de los discurseadores crece con ello. Claro es que estos luchadores pacíficos tienen poca confianza los unos en los otros, pero se separan siempre con buenas palabras, tal vez

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confesándose mutuamente reconocidos. El secreto para viajar de una manera agradable consiste en saber escuchar amablemente las mentiras ajenas y creerlas lo más posible, pues, con esa condición, os dejarán producir cuando os llegue el turno vuestro pequeño efecto, y de este modo el provecho será recíproco. Pero, como ya os lo he dicho, existen temas generales que interesan a todo el público, letrado o iletrado, y el más ignorante se apresura a decir su opinión sobre estas cuestiones de vital importancia. Ya no se trata entonces únicamente de pasar el tiempo todo lo más agradablemente posible. Repito que hoy quieren instruirse. Hay sed de aprender, de explicarse las interioridades de la vida contemporánea; se buscan iniciadores, y son las mujeres, sobre todo las madres de familia, las que están impacientes por descubrir a estos profetas de lo nuevo. Reclaman guías, consejos sociales. Están dispuestas a creerlo todo. Hace algunos años, cuando se carecía de nociones exactas sobre nuestra misma sociedad rusa, su empresa casi no tenía término posible. Pero hoy su campo de investigación se ha ensanchado. Sin embargo, puede predecirse que todo discurseada dotado de un exterior casi conveniente (pues conservamos una fatal superstición que convierte a todos los rusos en fáciles víctimas mixtificadas por lo que llaman buenos modos), todo discurseador de buen aspecto, disponiendo de un vocabulario florido, tendrá probabilidades para convencer a sus oyentes de todo cuanto le agrade asegurar. Es justo añadir que, para esto, deberá mostrar opiniones de las llamadas "liberales". Pero esta observación casi era inútil. Otro día, encontrándome también en un vagón —era recientemente— pude oír a uno de nuestros compañeros de viaje desarrollarnos todo un tratado de ateísmo. El orador era un personaje con cabeza de ingeniero mundano, serio por otra parte, y visiblemente atormentado por la enfermiza necesidad de hacerse prosélitos. Debutó con consideraciones sobre los monasterios. Pude conjeturar fácilmente que de estos conventos no sabía nada. Creía que los monasterios nos habían sido impuestos por un decreto sacerdotal y que el Estado tenía que dotarlos, proveer a sus gastos, en una palabra, sostenerlos. Se le hubiera sorprendido grandemente haciéndole saber que los frailes forman asociaciones independientes. Partiendo de su creencia en un parasitismo legal, exigía, en nombre del liberalismo, su cierre inmediato. Por una ligera extensión de sus ideas, fue a parar de manera natural al ateísmo absoluto. Sus convicciones, decía, estaban basadas en las ciencias exactas, naturales o matemáticas. ¡Cómo desatinaba hablando de las ciencias naturales y de las matemáticas! Por otra parte, aunque le hubieran amenazado de muerte no habría podido citar ni un solo hecho que revelase su conocimiento de aquellas ciencias. Todo el mundo le escuchaba piadosamente. "Por mi cuenta, peroraba! no le enseñaré a mi hijo más que una cosa: a ser un hombre honrado y a burlarse de todo lo demás." Estaba convencido de que no necesitábamos ninguna clase de doctrinas superiores a las que rigen la marcha de la Humanidad; que se encuentran,

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por decirlo así, en nuestro bolsillo las llaves que abren los dominios del bien: la fraternidad, la beneficencia, la moralidad, etc. Para él, la duda no existía. Como el discurseador de quien hablé antes, obtuvo un triunfo resonante. Había allí oficiales, ancianos, señoras jóvenes. Se le dieron las gracias también, cuando descendió del vagón, por haber hablado de una manera tan deliciosamente interesante. Una de nuestras vecinas de departamento, una madre de familia, mujer muy distinguida, muy elegante y en buena posición, llegó hasta a hacernos saber que, en lo sucesivo, se guardaría muy bien en pensar que el alma fuese otra cosa que "un humo cualquiera". Claro que el señor con cabeza de ingeniero mundano descendió del vagón mucho más considerado de lo que había subido. Esta consideración, que un montón de gentes de aquella fuerza sentían por su propio valer, es una de las cosas que más me asombran. No se puede uno asombrar de que existan tontos y charlatanes. Pero aquel hombre no era absolutamente un tonto. No era, indudablemente, tampoco ni un mal hombre, ni un hombre grosero; hasta apostaría cualquier cosa a que era un buen padre de familia. Sólo que no sabía nada de las cuestiones de que había tratado. No se diría nunca: "Mi buen Ivan Ivanovitch (le bautizo por el momento), has discurseado hasta perder el aliento y, sin embargo, no sabes ni una palabra de lo que has contado. Has chapoteado en las matemáticas y en las ciencias naturales, cuando sabes mejor que nadie que has olvidado cuanto de eso te enseñaron. ¡Cuan lejos está hoy la escuela especial donde tú estudiaste! ¿Cómo te atreves a dar una especie de curso a personas que te son desconocidas y algunas de las cuales han aparentado sentirse "convertidas" por tus desatinos? Bien ves que has mentido desde la primera palabra hasta la última, ¡Y te has sentido orgulloso por tu triunfo! ¡Harías mejor en sentirte avergonzado!" Tendría infinidad de razones para dirigirse ese breve sermón; pero, ¡ay!, es probable que sus ocupaciones habituales no le dejen tiempo para preocuparse de esas pequeneces. Creo que ha debido experimentar un vago remordimiento, pero pronto habrá pasado a otro asunto en sus meditaciones, diciéndose que, después de todo, no se trataba de un caso de conciencia. Esta ausencia de buena y sana vergüenza en el ruso es para mí un raro fenómeno. Se nos dirá que esa inconsciencia es general entre nosotros, pero justamente por eso es por lo que a veces desespero del porvenir de tal nación, de sociedad tal. En público, un ruso será un europeo, un ciudadano del mundo, el caballero defensor de los derechos del hombre; tanto peor si en su fuero interno se siente un hombre completamente distinto, fríamente convencido de lo contrario de lo que ha profesado. Vuelto a su casa exclamará, si es preciso: "¡Eh! Váyanse al diablo las opiniones y hasta la libertad! ¡Que me golpeen si quieren! ¡Me burlo de ello!" ¿Os acordáis de aquel teniente Pirogoff que, hace una cuarentena de años de esto, fue golpeado en la calle Grande-Mistchanskaïa por un aserrador llamado Schiller? Es de lamentar que los Pirogoff abunden demasiado para que sea posible golpearlos a todos: "¡Muy mal, se dijo Pirogoff, que no se sabrá nada!" Recordaréis que el

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teniente golpeado fue, inmediatamente después de recibida la paliza, a comer un pastel de hojaldre, para reponerse de sus emociones, y que aquella misma noche se distinguió, en la reunión dada por un alto funcionario, como bailarín incomparable. ¿Qué pensáis de esto? ¿Creéis que en el momento en que, mientras bailaba, torturaba sus miembros acardenalados y dolientes, se había olvidado de la contundente corrección? No; seguramente no la había olvidado, pero indudablemente, se decía: "¡Bah! Nadie sabrá nada.” Esta facilidad del carácter ruso para acomodarse a todo, hasta a un contratiempo deshonroso, es tan grande como el mundo... Estoy seguro de que el teniente Pirogoff estaba tan por encima de aquellas idiotas vergüenzas, que la noche en cuestión habríase declarado a su pareja —la hija de la casa— y la hubiera pedido formalmente en matrimonio. ¡Es casi trágica la situación de una muchacha que entabla relaciones con un hombre al que han vapuleado aquel mismo día y al cual "no le importa”! Y... ¿qué pensáis que hubiera ocurrido si ella hubiera sabido que su pretendiente había recibido la tunda, si el oficial apaleado y contento se hubiera, de todos modos, preocupado en contarlo? ¿Se hubiera casado con él? ¡Ay, sí!... Con la condición de que el mundo no fuese enterado del secreto del manoseo administrado al novio. Creo que, sin embargo, se puede, en general, abstenerse de colocar a las mujeres rusas en la categoría de los Pirogoff. Se advierte cada vez más en nuestra población femenina una verdadera franqueza, perseverancia y un sentimiento verdadero del honor, un gusto loable por la investigación de la verdad, sin olvidar una frecuente necesidad de sacrificarse. Por otra parte, las mujeres rusas se han distinguido en esto siempre de los hombres. Han testimoniado en todo tiempo un mayor horror a la mentira que sus hermanos y sus maridos; hay muchas entre ellas que no mienten jamás. La mujer es, entre nosotros, más perseverante, más paciente en su labor; aspira más seriamente que el hombre a hacer su obra y a hacerla por el amor de la obra misma, y no únicamente por distinguirse. Creo que podemos esperar de ella una gran ayuda.

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DIARIO DE UN ESCRITOR

(1876)

I

EL NIÑO MENDIGO Este año, por las proximidades de Noel, pasaba frecuentemente en la calle ante un niño de apenas siete años, que estaba siempre acurrucado en el mismo rincón. Aún volví a encontrarle la víspera de la fiesta. Con un frío terrible, estaba vestido lo mismo que en verano, llevando a manera de bufanda un pedazo de trapo viejo enrollado en torno del cuello. Mendigaba, hacía la mano, según acostumbraban a decir los muchachos mendigantes petersburgueses. Son numerosos los pobres niños a quienes de este modo se envía para implorar la caridad de los transeúntes, gimoteando algún estribillo aprendido de memoria. Pero aquel pequeñuelo no gimoteaba: hablaba ingenuamente, como un picaro novato en la profesión. Había también en su mirada algo franco, lo que hizo que me afirmase en la convicción de hallarme ante un debutante. A mis preguntas respondió que tenía una hermana eriferma, que no podía trabajar: quizá fuese aquello verdad. Además, ha sido algo más tarde cuando me he enterado del número enorme de niños que envían a mendigar de aquel modo cuando los más espantosos fríos azotan. Si no recogen nada, pueden tener la seguridad de que al volver a casa se verán golpeados. Cuando ha logrado reunir algunos kopeks, el picaro se dirige, con las manos rojas y entumecidas, hacia la cueva donde una banda de ropavejeros o de obreros holgazanes, que abandonaron la fábrica el sábado para no aparecer por ella hasta el miércoles siguiente, se hartan de comer y beber, conscientemente. En esas cuevas, las mujeres demacradas y golpeadas beben alcohol en unión de sus maridos, mientras chillan, desaforadas, las miserables criaturas que lactan. ¡Aguardiente, miseria, suciedad, corrupción, y, ante todo y sobre todo, aguardiente! Apenas vuelve, envíase al niño a la taberna con el dinero mendigado, y cuando trae el alcohol, se divierten con él haciéndole beber un vaso que le corta la respiración y, subiéndosele a la cabeza, le hace rodar por el suelo, con gran alegría de los presentes. Cuando el niño sea un adolescente lo colocarán tan pronto como puedan en una fábrica, y habrá de traer todas sus ganancias a la casa, donde sus padres las gastarán en aguardiente. Pero, antes de llegar a la edad en que pueden trabajar, estos muchachos se transforman en extraños vagabundos. Dan vueltas por la ciudad y acaban por saber dónde pueden deslizarse para pasar la noche sin necesidad de volver a sus casas. Uno de estos bribones ha dormido algún tiempo en casa de un ayuda de cámart de la Corte; había hecho su cama de una cesta, sin que el dueño de

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la casa se enterase de nada. Claro es que no tardan mucho en robar. Y a veces el robo llega a convertirse en una pasión, en muchachos de ocho años, que apenas si se creen culpables de tener los dedos demasiado ágiles. Cansados de los malos tratamientos de sus explotadores, se escapan y no vuelven más a las cuevas donde les pegaban; quieren mejor sufrir el hambre y el frío, y verse en libertad de vagabundear por su propia cuenta. A menudo estos pequeños salvajes no saben nada de nada: ignoran a qué nación pertenecen, no saben dónde viven y jamás oyeron hablar ni de Dios, ni del Emperador. Frecuentemente, se sabe acerca de ellos cosas inverosímiles, que, sin embargo, son ciertas.

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II

EL POBRECITO EN CASA DE CRISTO EL DÍA DE NAVIDAD Soy novelista y es preciso que escriba siempre "historias". He aquí una que he compuesto en todas sus partes; pero siempre me figuro que realmente ha debido suceder en algún sitio la víspera de Navidad, en alguna gran ciudad y con un frío horrible. Mi héroe es un niño de corta edad, un mocito de seis años o de menos. Demasiado joven aún, por lo tanto, para ir a mendigar. De aquí a dos años, de todas maneras, es muy probable que le enviarán a tender la mano. Despiértase una mañana en una bodega húmeda y fría. Está vestido de un trajecito delgado y tiembla. El aliento brota de su boca como un humo blanco y se divierte en mirar al humo salir. Pero pronto sufre hambre. Cerca de él, sobre un colchón delgado como una galleta, con un paquete bajo la cabeza a guisa de almohada, yace su madre, enferma. ¿Cómo se encuentra allí? Sin duda, ha llegado con su hijo de un pueblo lejano, y apenas llegada ha tenido que acostarse. La propietaria del siniestro alojamiento hace dos días fue detenida por la policía. Los inquilinos se han dispersado, no quedándose más que un ropavejero y una vieja ochentona; el ropavejero está tendido sobre el suelo, borracho perdido, pues nos hallamos en período de fiestas. La vieja, quizá una antigua niñera, se muere en un rincón. Como se muere gimiendo, el niño no se atreve a aproximarse a su camastro. Ha encontrado un poco de agua para beber, pero no puede descubrir el pan, y por segunda vez, vedle aquí que va hacia su madre para despertarla. El día pasa de este modo. Llega la noche y no hay nadie para traer una luz. El pequeño se vuelve a aproximar al colchón de su madre, tienta su rostro en la sombra y se asombra al encontrarlo tan frío como la pared. El cuerpo parece inerte. "Es porque hace aquí demasiado frío" —murmura y aguarda, ignorando que su mano está puesta sobre el hombro de la muerta... Después se endereza y sopla sus dedos para recalentarlos. Da algunos pasos y se le ocurre la idea de salir de la bodega. A tientas llega hasta la puerta; en la escalera tiene miedo a un perrazo que ladra todos los días en alguna parte, sobre los peldaños; pero el perrazo está ausente. El pequeño continúa su camino, y está ya en la calle. ¡Dios, qué ciudad! Hasta entonces nunca vio nada parecido. Allá lejos, en el país de donde ha venido, hace algún tiempo, durante la noche y en cada calle entenebrecida no alumbraba más que una sola farola. Las casitas de madera, muy bajas, tenían todas sus ventanas cerradas. En cuanto se hacía de noche, ya no se veía a nadie en las calles; todos los habitantes se encerraban en sus casas; no se encontraban más que ejércitos de perros, centenares de perros que aullaban en la noche sombría. Pero ¡qué calor había en su casa! ¡Y allá lejos le daban de comer! ¡Ah, si aquí se pudiese sólo comer!

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Pero... ¡qué ruido en esta ciudad y qué luz! ¡Qué de gentes circulando en aquella claridad! Y tantos coches; ¡y qué ruido hacían!... Pero, sobre todo, ¡qué frío, qué frío! Y el hambre que volvía a atacarle... ¡Qué daño le hacían sus garras!... Pasó un agente de policía, y volvió la cabeza para no ver al pequeño vagabundo. He aquí otra calle: ¡qué ancha es! ¡Oh, allí lo van a aplastar, de seguro! Aquel movimiento le enloquece, aquella luz le deslumbra. Pero... ¿qué hay allí, detrás de aquella gran vidriera iluminada? Ve una bonita habitación, y en aquella habitación un árbol que llega hasta el techo. ¡Es el árbol de Navidad, todo sembrado de puntitos de fuego! Sobre él hay papeles dorados y manzanas, y juguetes, muñecas, caballos de madera y de cartón. Por todas partes, en la habitación, corren niños vestidos y ataviados espléndidamente. ¡Ríen, juegan, beben, comen! He ahí una linda niñita que se pone a bailar con un muchachito; ¡que niña tan linda! A través del cristal se oye la música. El pobrecillo mira y se asombra; casi llegaría a reírse, pero sus manos y sus pies le hacen demasiado daño. ¡Qué encarnadas están sus manos! Sus dedos no pueden doblarse. El niño sufre demasiado para seguir allí; corre todo lo que puede. Pero he aquí otra ventana más resplandeciente que la primera. La curiosidad puede más que el dolor. ¡Qué hermosa habitación descubre! ¡Todavía más maravillosa que la otra! El árbol está constelado como un firmamento. Sobre las mesas se ven pasteles de todas las clases: amarillos, encarnados, multicolores; cuatro hermosas damas, lujosamente vestidas, están cerca de ellos y obsequian con pasteles a todo el que llega; a cada minuto se abre la puerta, entrando caballeros. El niñito se aproxima a paso de lobo, aprovecha un momento en que la puerta está entreabierta y aparece en la habitación. ¡Oh, es preciso ver cómo es acogido! Es una tempestad de invectivas; algunos llegan hasta a levantar sobre él las manos. Una dama se aproxima al pequeño, desliza un kopek en la mano y lo pone delicadamente en la puerta. ¡Qué miedo ha pasado! ¡Y el kopek se escapa de sus deditos rojos, agarrotados que ya no puede cerrar! Corre, corre; él mismo no sabe ya dónde. Quisiera llorar, pero ya no puede; ha tenido demasiado miedo... Corre y se sopla sus pobres dedos, completamente dolidos. Aumenta su miedo. ¡Se siente tan solo! Está completamente perdido en la ciudad. Pero, de pronto, se detiene aún. Dios justo... ¿qué es lo que aquella vez descubre? El espectáculo es tan hermoso, que hay una multitud estacionada admirándolo. Detrás del cristal de una ventana, tres maravillosos muñecos, vestidos de verde y de rojo, se mueven como si fueran vivos. El uno se parece a un viejo y toca el violoncelo; los otros dos tocan el violín, midiendo el compás con sus cabecitas. Parecen mirarse, y sus labios se agitan como si hablasen; sólo que no se oye nada a través del cristal. El mocito cree al principio que los fantoches viven; hasta un poco después no comprende que son unos juguetes. Ríe de satisfacción. ¡Qué muñecos tan hermosos! Jamás había visto semejantes; ni siquiera había nunca sospechado que los pudiese haber. Ríe, y casi siente deseos de llorar; pero... ¡sería demasiado ridículo el llorar por unos fantoches!... De repente siente le agarran su pobre vestido y que le

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sacuden. Un muchachote de rostro malvado le abofetea, le quita su gorra y la emprende a puntapiés. El pequeñuelo cae sobre el pavimento; oye que gritan; se levanta, se echa a correr, a correr... hasta el momento en que descubre un patio sombrío, donde podrá ocultarse detrás de un montón de leña. En su escondite vuelve a caer; sufre, no puede recobrar la respiración; se ahoga, se ahoga..., y de repente, ¡qué extraño, se siente muy bien, curado del todo: hasta de sus manitas, que dejan de dolerle. Y tiene calor: es un suave calor que le invade como si se hallase junto a una estufa. ¡Se duerme! ¡Qué dulce es también el sueño que le agarra! "Voy a estarme aquí un ratito, se dice, y después iré otra vez a ver los fantoches." Pero oye a su madre —¡que, sin embargo, está muerta!— cantar junto a él. "¡Ah, mamá, estoy durmiendo! ¡Qué bueno es dormir aquí!" ....................................................................................................................... —Ven a mi casa a ver el árbol de Navidad —murmuró encima de él una voz suave. Creyó al principio que seguía siendo su mamá; pero no, no era ella. ¿Quién, pues, le hablaba? No sabía... Pero alguien se inclinó hacia él y le besó..., y de repente... ¡qué luz! ¡Qué árbol de Navidad también! ¡Jamás había soñado con un árbol de Navidad semejante! Todo brilla, todo resplandece, y está aquí rodeado de niñitos y de niñitas que parecen radiantes de luz y giran revoloteando en torno suyo, que le besan, le levantan y lo llevan con ellos; flota, como los demás, en la claridad, y su madre está muy cerca mirándole y sonriéndole alegremente. —¡Mamá, mamá! ¡Ah, qué bonito es esto! —grita el niño. Y de nuevo besa a sus compañeritos y quisiera contarles ya mismo lo que hacían los fantoches detrás de la vidriera iluminada. Pero una curiosidad le domina: —¿Quién son ustedes? —Nosotros somos los pequeños invitados que venimos a ver el árbol de Cristo —responden los niños— Cristo tiene siempre, en Navidad, un bonito árbol para los niños que no tienen su árbol de Navidad, el de ellos. Y aprende que todos aquellos chicos han sido pequeños desgraciados como él. Los unos han sido descubiertos helados en los cestos en donde los habían abandonado, en la calle; los otros fueron asfixiados por nodrizas finlandesas; otros murieron en el hospicio; otros perecieron de hambre junto a los pechos de sus madres durante el hambre de Samara, y allí están todos, convertidos en ángeles, en cosas de Cristo, que ahí le tenéis entre ellos, sonriente y bendiciéndoles, a ellos y a sus madres, las pecadoras. Pues también ellas están allí, las madres, y los niños quieren volar hacia ellas y besarlas, enjugar sus lágrimas con sus manitas y decirles que no lloren, puesto que entonces son tan dichosos... Por la mañana los criados encontraron detrás del montón de leña el cadáver helado del niño; se encontraron también el cuerpo de su madre muerta en el altillo. Los dos, ahora ya lo sabéis, volvieron a encontrarse delante de Dios.

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¿Por qué he compuesto esta pueril historia, que produce un singular efecto en el libro de un escritor serio? ¡Yo que había prometido no contar en ese libro más que cosas ciertas, sucedidas! Pero ahí está... Me parece que todo eso pudiera haber sucedido realmente... ¡Sobre todo el descubrimiento de los dos cadáveres!... En cuanto al árbol de Navidad —¡Dios mlo! —, ¿no soy novelista para inventar algo?

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III

EL MUJIK MAREÏ Voy a contaros una anécdota. ¿Es realmente una anécdota? Más bien es un recuerdo... Era yo entonces un niño de nueve años... Pero no, quiero mejor comenzar por la época en que era un joven de veinte años. Era el lunes de Pascuas. El aire era cálido; el cielo, azul; el sol brillaba, resplandeciente, en lo alto del cielo; pero yo estaba triste. Rondaba en torno a los cuarteles de una casa de fuerza; contaba las estacas de la sólida empalizada que rodeaba la prisión. Desde hacía dos días la casa de los detenidos, si es que así podía decirse, estaba de fiesta. A los presidiarios no se les llevaba al trabajo; muchos de los detenidos estaban borrachos, estallando riñas por todas partes; gritaban canciones obscenas; se jugaba a las cartas, ocultándose; algunos deportados estaban tendidos, medio muertos, después de haber sufrido malos tratos por parte de sus compañeros. Los que habían recibido golpes demasiado graves se los ocultaban bajo pellizas de piel de cordero y se les dejaba que se reanimasen como pudieran. Más de una vez se habían desenvainado los cuchillos... Todo aquello me había hundido, desde que las fiestas duraban, en una especie de enfermiza desolación. Siempre había sentido horror al libertinaje y a las agitaciones populares, y sufría más allí con ello que en cualquier otro lugar. Durante las fiestas las autoridades de la cárcel no visitaban los edificios, no hacían revisiones, no confiscaban el alcohol, conviniendo en que era preciso dejar a los pobres diablos de galeotes alegrarse por lo menos una vez al año. Mi asco hacia aquellos desgraciados reprobos se transformaba poco a poco en sorda cólera, cuando me encontré con un polaco, un tal M.. cki, detenido político. Me miró con aire sombrío; sus ojos estaban llenos de rabia, temblaban sus labios. " ¡Odio a esos bandidos! ", gruñó a media voz, en francés; después se separó de mí. Volví a la prisión, y lo primero que vi fueron seis robustos mujiks que se lanzaban juntos sobre un tártaro llamado Gazine, al que comenzaron a golpear cruelmente. Este hombre estaba borracho, y le golpeaban como si fuese de yeso; un buey o un camello hubieran hallado la muerte bajo semejantes golpes; pero sabían que aquel hércules no era fácil de matar, y daban golpes encima llenos de gozo. Un instante después vi a Gazine extendido sobre un camastro e inanimado ya. Yacía él también cubierto con una piel de cordero, y todo el mundo pasaba en silencio tan lejos como podía de su cama. Se esperaba que volvería en sí hacia la mañana; pero, como algunos decían: "¡Maldición, después de los golpes que ha recibido bien podría reventar de la paliza!" Volví al sitio donde se encontraba mi camastro, frente a una ventana provista de una reja de hierro, y me tendí de espaldas, cerrados los ojos. Si fingía dormir no

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vendrían a molestarme. Quería olvidar, pero no podía dormirme; mi corazón latía terriblemente, y las palabras de M...cki resonaban en mis oídos: "¡Odio a esos bandidos!" Pero... ¿para qué describir estas impresiones? Muchas veces vuelvo a sentirlas en sueños, y son mis más horribles pesadillas... Se notará que hasta hoy casi nunca he hablado de mis años pasados en presidio. Los Recuerdos de la Casa de los Muertos que publiqué hace quince años, parecen la obra de un personaje fantástico; los daba como redactados por un noble ruso, asesino de su mujer... Sobre esto añadiré que todavía son hoy muchas las gentes honradas que creen que se me envió a Siberia por el asesinato de mi mujer... Mas he aquí que me extravío, como me extraviaba entonces, en mis ideas... Durante esos cuatro años de presidio volví a ver sin cesar mi pasado. Los recuerdos renacían por sí mismos, y raras veces he podido evocarlos de nuevo voluntariamente. Arrancaban de un punto cualquiera de mi historia, a veces de un suceso sin importancia, y poco a poco el cuadro se completaba dándome la impresión fuerte, profunda y completa de mi vida... Pero aquel día volví a ver cosas muy remotas, hasta el momento de mi primera infancia. Me volví a ver de nueve años en medio de escenas que en absoluto tenía olvidadas... Me volví a encontrar en un pueblo donde pasé el mes de agosto. La atmósfera estaba clara y seca, pero la temperatura era fresca; soplaba el viento. El verano se acercaba a su término; pronto nos volveríamos a Moscú; el hastío iba a presentarse de nuevo con las lecciones de francés; ¡qué penoso me sería abandonar el campo! Me fui detrás de la cerca, donde se alzaban los montones de trigo; luego, después de haber ido hasta el barranco, subí al Losk. Llamábase así entre nosotros a una especie de espesura de arbustos que crecían entre el barranco y un bosquecillo. Me hundí en la espesura cuando oí no lejos de mí, tal vez a una treintena de pasos, hacia el claro del bosque, la voz de un campesino que trabajaba en un campo. Adiviné fácilmente que su trabajo era pesado, que labraba un campo colocado en pendiente, que su caballo avanzaba penosamente... De tiempo en tiempo el grito del campesino llegaba hasta mí: "¡Hue!, ¡Hue!" Conocía a casi todos nuestros mujiks, pero no podía saber cuál era aquel que entonces labraba. Esto, por otra parte, me era completamente igual; yo estaba hundido en mis pequeñas ocupaciones. Se trataba de cortarme una varita de avellano para ir a molestar a las ranas, y las ramas de avellano eran tan lindas, pero tan poco sólidas... ¡No eran como las del álamo! Encontré también magníficos escarabajos y abejorros soberbios; recogí de unos y de otros; después, también lagartijas chiquitínas y tan ágiles, rojas y amarillas, adornadas de puntitos negros; pero tenía miedo a las culebras, más raras, por otra parte, que las lagartijas. Había pocas setas, por lo que me disgustó la espesura. En cambio se encontraban muchas bajo los álamos blancos; así es que me decidí en

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seguida a marchar al bosquecillo, donde no sólo había setas, sino también simientes raras, gruesos insectos y pajarillos; hasta se veían allí erizos y ardillas bajo la hojarasca, cuyos húmedos perfumes tanto me gustaban. AI escribii esto todavía me parece sentir el fresco olor de nuestro agreste bosque de álamos; estas impresiones se conservan toda la vida. De repente, tras un largo momento de silencio, oí claramente este grito: "¡Al lobo! " Me sentí presa de terror, lancé yo mismo un grito y corrí hacia el claro para refugiarme cerca del mujik que labraba. Era nuestro mujik Mareï. Yo no sé si el calendario contiene tal nombre, pero todo el mundo llamaba a aquel campesino Mareï. Era un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto, llevando toda su barba rubia muy canosa. Yo le conocía, pero nunca le había aún hablado. Detuvo su caballo al oírme gritar, y cuando estuve cerca de él me agarré con una mano a su arado y con la otra a su manga, viendo que estaba asustado. —¡El lobo! —grité casi sin aliento. Alzó la cabeza, mirando por todas partes. —¿Dónde diablos ves al lobo? —Alguien ha gritado "¡Al lobo!" hace un instante —balbuceé. —¡No hay lobo! Has perdido la cabeza. ¿Dónde se vieron nunca lobos por aquí? —dijo para animarme. Pero todo mi cuerpo temblaba, y me colgué más pesadamente de su manga. Debía estar muy pálido, pues me miró como si se asustase por mí. —¡Puede uno tener semejante miedo! ¡Ay, ay! —movió la cabeza—. Anda, pues, pequeño; aquí no hay ningún peligro. Y me acarició la mejilla. —Vamos, vamos, tranquilízate; ¡haz la señal de la cruz! Pero yo no podía conseguirlo, y parece ser que las comisuras de mis labios temblaban convulsivamente, habiéndome dicho más tarde que aquello era lo que más le había extrañado. Alargó cariñosamente su grueso índice, embadurnado de tierra, y rozó muy ligeramente mis temblorosos labios. —¡En qué estado se pone este niño! Y sonrió, con una sonrisa casi maternal. Al fin comprendí que no había lobo a la vista y que había tenido una alucinación al creer oír gritar. Entonces me veía sujeto errores del oído. Aquello se me pasó con la edad. —¡Bueno! Entonces, ¿puedo irme de aquí? —le dije, mirándolo interrogativamente con los ojos todavía húmedos. —Sí, vete; yo cuidaré de tí mientras vaya andando. ¡No te entregaré al lobo! —añadió. Y más que nunca experimenté la impresión de que su sonrisa era una

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verdadera sonrisa de madre—. ¡Anda! ¡Que Cristo vaya contigo! —Hizo sobre mí la señal de la cruz, y él también se santiguó. Partí, volviéndome cada diez pasos. Veía siempre a Mareï, que me seguía con la mirada, y cada vez me hacía un movimiento de cabeza amistoso. Declaro que ya entonces estaba poco avergonzado de mi miedo. Con todo, aún temía vagamente al lobo. Cuando hube cruzado el barranco, el miedo desapareció bruscamente; mi perro Voltschok saltó hacia mí, viniendo de no sé dónde, y con mi perro me sentí lleno ánimo. De todos modos, aún volví una vez la cabeza hacia Mareï. Desde tan lejos ya no día distinguir los rasgos de su rostro, y, embargo, adiviné que me seguía sonriendo amablemente. Le vi mover la cabeza. Le hice una seña de adiós con la mano, a la cual respondió, y hasta entonces no volvió a ponerse en movimiento con su viejo caballo. Oí desde lejos su grito: " ¡Hue! , ¡Hue! " Y el caballo volvió a tirar del arado. Me he acordado de todo esto no sé por qué, volviendo a ver todos los detalles con una claridad admirable; pero no hice en aquel tiempo ninguna alusión a mi "accidente" al volver á casa. Pronto ya ni pensaba más en ello; hasta olvidé bastante pronto a Mareï y el servicio que me había hecho. Las raras veces que le volví a encontrar después, no sólo ya no le hablaba del lobo, sino hasta no tuve con él ninguna clase de conversación. Y bruscamente, veinte años más tarde, en el fondo de la Siberia, todo se me representó como si acabase de oír gritar "¡Al lobo!" La aventura se había, en cierto modo, ocultado de mí mismo, para reaparecer cuando esto fuese necesario. Me acordé de todo: de la sonrisa tierna y como maternal del pobre mujik siervo, de sus signos de la cruz, de sus movimientos de cabeza amistosos, que me parecía protegíanme desde lejos. Volvió a sonar en mis oídos aquella frase: "¡En qué estado se pone a los niños!" Y lo que mejor volví a ver fue aquel grueso índice, embadurnado de tierra, con el que tocó de una manera tan acariciadora mis labios, que temblaban. Ciertamente no importa que hubiese tratado de tranquilizar al niño amedrentado; pero allí había otra cosa. Hubiera sido su propio hijo, y no me hubiera mirado con un amor más profundo y más apiadado. ¿Qué le obligaba a amarme? Era nuestro siervo; yo no podía ser para él más que un amo joven; nadie veía su buena acción y estaba seguro de no ser recompensado por ella. ¿Luego amaba tan tiernamente a los niños? ¡Qué dulce bondad casi femenina puede ocultarse en el corazón de un rudo, de un bruto mujik ruso! ¿No era de aquello de lo que hablaba Constantino Aksakov cuando celebraba la "alta cultura" de nuestro pueblo? Y cuando me levanté de mi camastro, cuando miré en torno mío en aquel presidio, sentí que podía mirar a sus pobres moradores de manera muy distinta que antes. Todo odio y toda cólera salieron de mi corazón. Observé con simpatía todos los rostros que me encontraba. Este mujik degradado, al que la navaja del presidio había dejado sin pelo; este mujik, cuyo rostro llevaba los estigmas del vicio; este

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borracho que bosteza su canción de borracho obsceno, tal vez es un Mareï. ¿Puedo penetrar hasta su corazón? ¡No! Entonces, ¿por qué había de juzgarlo? Aquella misma noche volví a encontrar al polaco M...cki. ¡Infortunado M...cki! Evidentemente, no era, como yo, rico en recuerdos donde representaban un papel gentes como Mareï. No podía juzgar a estos tristes mujiks del presidio de modo distinto a como lo había hecho cuando dijo: "¡Odio a esos bandidos! ¡Indudablemente, estos pobres polacos han sufrido más que nosotros!

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IV

LA CENTENARIA "Toda la mañana he andado retrasada —me contaba una señora uno de estos días—. No he podido poner el pie fuera hasta mediodía, y —era como algo hecho a propósito— tenía infinidad de cosas que hacer. Entre dos viejas, a la puerta de una casa de donde yo salía, he encontrado a una anciana que me pareció horriblemente vieja; estaba completamente encorvada y se apoyaba en un bastón. Sin embargo, yo no tenía aún la menor idea de su verdadera edad. Instalóse sobre un banco, cerca de la puerta; la vi bien, pero poco tiempo. Diez minutos después salí de un despacho situado muy cerca y me dirigí hacia un almacén donde tenía que hacer. Volví a encontrar a mi anciana sentada a la puerta de aquella nueva casa. Me miró; la sonreí. Voy a hacer otro encargo hacia la Perspectiva Newsky. Vuelvo a ver a mi buena mujer sentada a la puerta de una tercera casa. Esta vez me detengo delante de ella, preguntándome: ¿Por qué se sienta de este modo a la puerta de todas las casas? —¿Estás cansada, viejecita? —le dije. —Me canso pronto, madrecita. Hace calor; el sol es muy fuerte. Voy a cenar a casa de mis nietos. —Entonces, ¿vas a cenar, abuela? —Sí, a cenar, querida; a cenar. —Pero de este modo no llegarás nunca. —Sí, llegaré. Ando un poco; descanso. Me levanto, ando un poco más, y siempre así. La buena mujer me interesó. Es una viejecita limpia, vestida con un traje anticuado; parece pertenecer a la clase burguesa. Tiene un rostro pálido, amarillo; la piel, seca y pegada a los huesos; sus labios están descoloridos; diríase una momia. Permanece sentada, sonriente; el sol dora su rostro. —Debes ser muy vieja, abuela —le dije, bromeando. —Ciento cuatro años, querida; ciento cuatro años nada más. Ella bromea a su vez. —Y tú, ¿dónde vas? —me pregunta. Y todavía sonríe. Se siente contenta de hablar con alguien. —Mira, abuela; he comprado zapatos para mi hijita y los llevo a mi casa. —¡Oh! ¡Qué pequeños son los zapatos! Es una niña, bien chiquitina. ¿Tienes otros hijos? Y siempre me mira sonriente. Sus ojos están un poco apagados; sin embargo, algo brilla en ellos aún como una lucecilla débil, pero cálida. —Abuela, toma esta moneda. Te comprarás un panecillo. —¡Qué idea has tenido de darme esto! Pero te lo agradezco; guardaré tu monedita.

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—Perdóname, abuela. Toma la moneda pero por amabilidad, por bondad de corazón. Quizá hasta está contenta, no sólo de que la hablen, sino también de que se ocupen de ella afectuosamente. —Bueno, adiós —dije—, mi buena viejecita. Deseo que llegues pronto a casa de los tuyos. —Claro está que sí llegaré, querida; llegaré. Y tú vete a ver a tu nietecita. Olvidaba que tengo una hija y no una nieta. Le parecía que todo el mundo tenía nietas. Marché de allí y, volviéndome, la he visto que se levantaba con trabajo, se apoyaba sobre su bastón y se arrastraba por la calle. Tal vez se habrá detenido lo menos diez veces aún antes de llegar a casa de sus nietos, donde ella va "a cenar". ¡Qué viejecita tan rara! Fue, como decía, una de estas mañanas últimas cuando oí este relato, o más bien esta impresión, de un encuentro con una centenaria. Es raro ver centenarios tan llenos de vida. También yo he pensado repetidamente en esa vieja, y esta noche, muy tarde, después de haber acabado de leer, me he entretenido en imaginarme la continuación de la historia; la he visto llegando a casa de sus nietos o biznietos. Debe ser una familia de gentes retiradas, decentes; de otro modo no iría a cenar a su casa. Tal vez alquilan una tiendecita; por ejemplo, una tienda de peluquero. Evidentemente, no son gentes ricas, pero, en fin, deben tener una pequeña vida organizada, ordenada. Veamos. Ella habrá llegado a su casa hacia las dos. No la esperaban, pero la han recibido cordialmente: — ¡Ah! Aquí está María Maximovna. ¡Entre, entre, misericordia, criatura de Dios! La vieja ha entrado, sin cesar de sonreír. Su nieta es mujer de ese peluquero que veo allí, hombre de unos treinta y cinco años, adornado con una levita llena de manchas de pomada. (Jamás he visto barberos de otro estilo.) Tres nietos pequeños —un chico y dos chicas— corren hacia la abuela. Ordinariamente, estas viejas, extraordinariamente viejas, se entienden muy bien con las criaturas; tienen un alma semejante a las almas de los niños, si no igual. La vieja se ha sentado. En casa del peluquero hay alguien: un hombre de cuarenta años, una visita de confianza. Hay también un sobrino del barbero, un mozo de diez y siete años, que quiere entrar en casa de un impresor. La vieja se persigna, se sienta y mira al visitante. —¡Oh! ¡Qué cansada estoy!... ¿Quién tenéis en casa? —Soy yo. ¿No me reconoce usted, María Maximovna? —dice el visitante riendo—. Hace dos años íbamos siempre juntos a buscar hongos al bosque. —¡Ah! ¡Eres tú! Te reconozco, bromista. Sólo que ¿quieres creer que ya no recuerdo tu nombre?, sin embargo, sé bien quién eres... Pero el cansancio me enreda las ideas. —No ha crecido usted desde la última vez —bromea el visitante.

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—¿Quieres callar, grosero? —Y la abuela se echó a reír, en el fondo muy divertida. —Ya sabes, María Maximovna, que soy un buen muchacho. —Siempre resulta agradable charlar con personas honradas... ¿Le habéis hecho el abrigo a Serioja? Señaló al sobrino. Este, mozo robusto y sano, sonrió ampliamente y acercóse a la vieja. Llevaba un abrigo gris nuevo, y aún se sentía orgulloso exhibiéndolo. La indiferencia llegaría tal vez pasada una semana; pero, esperando que llegase, todavía se miraba a cada instante los adornos, los forros, contemplándose en el espejo con su vestido nuevo; sentía por sí mismo cierto respeto viéndose tan bien vestido. —¡Vuélvete, pues! —exclamó la mujer del barbero—. Y tú, María Maximovna, mira. ¿Un buen abrigo, eh? Y que vale seis rublos como un kopek. Nos dijeron en casa de Prokhovitch que pedir algo más barato era mejor no pensar en ello. ¡Nos habríamos después mordido las uñas, mientras que el abrigo no se hubiera podido usar más. Mirad esta tela. Pero vuélvete... En fin, así es como se va el dinero, María Maximovna. ¡He ahí unos rublos que se han despedido de nosotros! —¡Oh! Se ha puesto tan cara la vida que quiero no pensar más en ello. ¡Me haría sufrir! —hizo notar María Maximovna, completamente emocionada, sin aliento aún. —¡Vamos, vamos; ya es hora de cenar! —observó el barbero—. Pero pareces muy fatigada, María Maximovna. —Sí, padrecito; estoy agotada. Hace calor y un sol... ¡Oh! Me he encontrado en la calle a una señora que había comprado zapatos para sus hijos. "¿Está usted cansada, viejecita? —me ha preguntado—. Tome usted esta moneda para comprar un panecillo." Y yo, sabes, he tomado la moneda. —Pero, abuela, descansa primero. ¿Para qué esforzarte de ese modo? —preguntó el peluquero, solícito. Todos la miran. Se ha puesto muy pálida; sus labios están blancos. Mira ella también a todos los que están allí, pero con una mirada más apagada que de ordinario. — ¡Aquí tienes la moneda, para tortas para los chicos! —continúa la vieja. Pero se ve obligada a tomar aliento. Todos han dejado de hablar durante algunos segundos. —¿Qué le pasa, abuela? El barbero se inclina sobre ella. Pero la abuela no responde. En la estancia hay un nuevo silencio, que dura varios segundos. La vieja se ha puesto más pálida aún, y su cara parece haber enflaquecido de repente. Sus ojos se nublan; la sonrisa se hiela en sus labios; mira ante sí, pero adivina que ya no ve. —¿Hay que ir a buscar al pope?... —pregunta el visitante. —Sí; pero... ¿no es ya demasiado tarde? —murmura el barbero. —¡Abuela! ¡Eh, abuela! —llama la mujer, asustada. La abuela permanece inmóvil; pero pronto su cabeza se inclina hacia un lado; en su diestra, que descansa aún sobre la mesa, tiene todavía la moneda; su mano

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izquierda se ha quedado fija sobre el hombro del nietecito Michka, de seis años. Está de pie, inmóvil, y contempla a la abuela con asombrados ojos. —¡Está muerta! —pronuncia muy bajo el barbero, haciendo la señal de la cruz. —¡Ah! ¡He visto que se inclinaba hacia un lado! —dice el visitante muy emocionado, con entrecortada voz. Profundamente conmovido, contempla a los presentes. —¡Ah, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Makaritch? —¡Ciento cuatro años! ¡Oh! —dice el visitante, pateando el suelo, cada vez más enternecido. —Sí, estos últimos años iba perdiendo un poco la cabeza —observó tristemente el barbero— Pero es necesario que vaya a avisar —y se pone su gorra y busca su abrigo. —Hace un momento se reía, estaba alegre. Todavía tiene en la mano la moneda para "comprar tortas". ¡Qué vida la nuestra! —Bueno, vamos, Piotr Stepanitch —interrumpe el barbero. Salen. No lloran, claro está. ¿Ciento cuatro años, verdad? La dueña de la casa ha enviado en busca de las vecinas, que van acudiendo. La noticia les ha interesado, distraído. Como es lógico, se prepara el samovar. Los niños, agrupados en un rincón, contemplan curiosamente a la abuela muerta. Michka se acordará mientras viva de que murió con la mano sobre su hombro; cuando a su vez le llegue la muerte, nadie recordará ya a la vieja que vivió ciento cuatro años. ¿Y para qué recordarla? Millones de hombres viven y mueren inadvertidos. ¡Que el Señor bendiga la vida y la muerte de las gentes sencillas y buenas!

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V

UN HOMBRE PARADÓJICO Puesto que hablamos de la guerra, es preciso que le cuente algunas opiniones de uno de mis amigos, que es hombre de paradojas. Es de los menos conocidos, y posee un carácter extraño; es un soñador. Ahora no quiero más que recordar una conversación que tuve con él hace ya algunos años. Defendía la guerra, en general tal vez únicamente por amor a la paradoja. Noten que es un perfecto burgués, el hombre más pacífico del mundo, el más indiferente a los odios internacionales o, simplemente, interpetersburgueses. —Es expresarse como un salvaje — dijo entre otras cosas— el afirmar que la guerra es una plaga para la Humanidad. Todo lo contrario; es lo que puede serle más útil. No hay más que una clase de guerra verdaderamente deplorable: la guerra civil. Descomponer el Estado, dura siempre demasiado tiempo y embrutece al pueblo por varios siglos. Pero la guerra internacional es excelente, desde todos los puntos de vista. Es indispensable. —¿Qué ve usted de indispensable en el hecho de que dos pueblos se arrojen uno sobre otro para matarse entre sí? —¡Todo, absolutamente todo! En primer lugar, no es cierto que los combatientes se arrojen los unos sobre los otros para matarse entre sí, o al menos no es tal su primera intención. Lo primero que hacen es el sacrificio de su propia vida; eso es lo que hay que considerar ante todo, y nada tan hermoso cómo dar su vida por defender a sus hermanos y la patria, o, sencillamente, los intereses de esta patria. La Humanidad no puede vivir sin ideas generosas, y por eso es por lo que ama la guerra. —¿Cree usted, pues, que la Humanidad ama la guerra? —Evidentemente. ¿Quién se desespera, quién se lamenta durante una guerra? Nadie. Cada cual se vuelve más animoso, siente su espíritu más resuelto; se sacude la apatía corriente; no se conoce el aburrimiento; el aburrimiento es bueno en tiempo de paz. Cuando la guerra se ha acabado, gusta recordarla, si ha acabado con una derrota del enemigo. No creáis en la sinceridad de los que, declarada la guerra, se abordan gimiendo: "¡Qué desgracia!" Hablan por respeto humano. En realidad, la alegría reina en todas las almas; pero no se atreven a confesarlo. Se tiene miedo a pasar por un retrógrado. Nadie se atreve a ensalzar, a exaltar la guerra. —¿Pero me habla de las ideas generosas de la Humanidad? ¿Es que no ve usted ideas generosas fuera de la guerra? Me parece que se pueden, adquirir muchas más en tiempos de paz. —De ningún modo. La generosidad desaparece de las almas con ocasión de los períodos de larga paz. No se advierte más que cinismo, indiferencia y hastío. Puede decirse que una larga paz hace a los hombres feroces. Lo que en esas épocas domina es siempre lo peor que hay en el hombre; por ejemplo, la riqueza el capital. Después

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de una guerra aún se estima el desinterés, el amor a la Humanidad; pero que la paz dure, y esos hermosos sentimientos desaparecen. Los ricos, los acaparadores, son los amos. No hay ya más que la hipocresía del honor, de la lealtad, del espíritu de sacrificio, virtudes que los mismos cínicos están obligados a respetar, al menos en apariencia. Una larga paz produce la flojedad, la bajeza de miras, la corrupción. Embota todos los buenos sentimientos. Los goces se hacen más groseros en las épocas pacíficas. No se piensa más que en las satisfacciones de la carne. Y no podéis negar que después de una paz demasiado duradera, la riqueza brutal lo oprime todo. —Pero veamos: las ciencias y las artes, ¿pueden desarrollarse en el curso de una guerra? Y son, creo, manifestaciones de ideas generosas. —He ahí donde le detengo. La ciencia y el arte florecen sobre todo en los primeros tiempos que siguen a una guerra. La guerra lo rejuvenece, lo refresca todo, da fuerza a las ideas. El arte cae siempre muy bajo después de una larga paz. Si no hubiese habido muchas guerras, ¿qué hubiera sido del arte? Las más hermosas ideas del arte fueron inspiradas siempre por ideas de lucha. Leed el Horacio, de Corneille; ved el Apolo de Belvédère derribando al monstruo. — ¡Y las madonas? ¿Y el cristianismo? —El mismo cristianismo admite la guerra. ¡Profetiza que la espada no desaparecerá jamás de este mundo! ¡Oh! Indudablemente niega la guerra desde un punto de vista sublime al exigir el amor fraternal. Yo sería el primero en alegrarme si del hierro de las espadas forjasen arados. Pero se nos impone la pregunta: ¿Cuándo será eso posible? El estado actual del mundo es peor que cualquier guerra; la riqueza, el afán de goce hacen nacer la pereza que crea la esclavitud. Para retener a los esclavos en su baja condición es preciso negarles toda instrucción, pues la instrucción desarrollaría el deseo de libertad. Añadiré, además, que la paz proclamada favorece la cobardía y la desvergüenza. El hombre por naturaleza es cobarde y nada probo. ¿Y qué será de la ciencia si los sabios se sienten dominados por la envidia de todo cuando les rodea? La envidia es una pasión baja e innoble pero puede invadir la misma alma del sabio. Y comparen al triunfo de la riqueza con lo que puede dar un descubrimiento científico cualquiera, por ejemplo, el descubrimiento del planeta Neptuno. ¿Quedarán muchos verdaderos sabios, trabajadores desinteresados, en esias condiciones? Se sentirán dominados por las veleidades de la gloria, el charlatanismo hará su aparición en la ciencia, y ante todo, el utilitarismo, porque cada uno de ellos sentirá sed de riqeuzas. Esto mismo ocurrirá en el arte: ya no se buscará más que el efecto. Se llegará al extremo refinamiento, que no es más que la exageración de la grosería. He ahí por qué la guerra es precisa para la humanidad, que comprende es un remedio. ¡La guerra desarrolla el espíritu de fraternidad y une a los pueblos! —¿Cómo quiere usted que una a los pueblos?

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—Obligándoles, a estimarse mutuamente. La fraternidad nace sobre los campos de batalla. La guerra incita menos hacia la maldad que la paz. ¡Ved hasta dónde va la perfidia de los diplomáticos en los tiempos pacíficos! Las querellas desleales y disimuladas del género de aquella que nos buscaba Europa en 1863 hacen mucho más daño que una lucha franca. ¿Odiamos nosotros a los franceses y a los ingleses durante la guerra de Guinea? De ningún modo. Entonces fue cuando se nos hicieron familiares. Nos preocupaba la opinión que tuvieran de nuestro valor; mimábamos a aquellos que hacíamos prisioneros; nuestros soldados y nuestros oficiales se encontraban en las avanzadas con sus oficiales y sus soldados, y poco faltaba para que los enemigos no se abrazasen; se brindaba juntos, fraternizábase. Estábamos encantados al leer las cosas en los periódicos, lo que no impedía que Rusia se batiese soberbiamente. El espíritu caballeresco emprendió un vuelo magnífico. Y que no nos vengan a hablar de las pérdidas materiales que de una guerra resultan. Todo el mundo sabe que después de una guerra todas las fuerzas renacen. La potencia económica del país se hace diez veces mayor; es como si una lluvia de tormenta hubiese fertilizado, refrescándola, una tierra desolada. El público se apresura a acudir en socorro de las víctimas de una guerra, mientras que en tiempos de paz, provincias enteras pueden morir de hambre antes de que hayamos arañado, para dar tres rublos, el fondo de nuestros bolsillos. —Pero, sobre todo, el pueblo ¿no sufre durante una guerra? ¿No es él el que soporta todas las ruinas, cuando las clases superiores de la sociedad no se dan cuenta de nada? —No es más que temporalmente. Gana con ello muchísimo más de lo que pierde. Para el pueblo es para quien la guerra tiene mejores consecuencias. La guerra iguala a todos durante el combate y une al criado y al señor en esa manifestación suprema de la dignidad humana: el sacrificio de la vida por la obra común, por todos, por la patria. ¿Cree usted que la masa más humilde de los mujiks no siente la necesidad de manifestar de modo activo sentimientos generosos? ¿Cómo probaría durante la paz su magnanimidad, su deseo de dignidad moral? Si un hombre del pueblo realiza una hermosa acción en tiempo ordinario, o nos burlamos de él o desconfiamos del acto, o también testimoniamos una admiración tan asombrada que nuestros elogios semejan insultos. ¡Nos parece aquello tan extraordinario! Durante la guerra, todos los heroísmos son iguales. Un gentilhombre, terrícola y un campesino, cuando combatían en 1812, estaban más cerca él uno del otro que en su pueblo. La guerra permite a la masa estimarse ella misma: he aquí por qué el pueblo ama la guerra. Compone canciones guerreras después del combate y más tarde escucha religiosamente los relatos de las batallas. La guerra en nuestra época es necesaria; sin la guerra el mundo caería en la indolencia...

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Dejé de discutir. No discuto con soñadores. Pero he aquí que comienzan a preocuparse de problemas que, desde hace mucho tiempo, parecían resueltos. Esto significa algo. Y lo más curioso es que esto ocurre en todas partes al mismo tiempo.

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VI

LA MUERTE DE GEORGE SAND ... Y, sin embargo, hasta no haber leído la noticia de esa muerte no he comprendido todo el sitio que ese nombre había ocupado en mi vida mental, todo el entusiasmo que el escritor-poeta excitara en otro tiempo en mí, todos los goces artísticos, toda la dicha intelectual de que le era deudor. Escribo cada una de estas palabras con deliberado propósito, porque todo eso es verdad literal. George Sand era uno de nuestros contemporáneos (cuando digo nuestros doy a entender muy de nosotros), un verdadero idealista de los Años treinta y cuarenta. En nuestro siglo poderoso, soberbio, y, no obstante, atacado de la más nebulosa idealidad, trabajado por los más irrealizables deseos, es uno de esos momentos que venidos de allá lejos, del país de los "milagros santos”, han hecho nacer en nosotros, en nuestra Rusia, siempre "en trance de llegar a ser", ¡tantas cóleras, tantos sueños, tan fuertes, nobles y santos entusiasmos, tanta vital actividad psíquica y tan caras convicciones! Al glorificar, al venerar tales nombres, los rusos han servido y sirven la lógica de su destino. Que nadie se asombre de mis palabras, sobre todo con relación a George Sand, que hasta ahora quizá fue discutida y a medias, si no casi totalmente olvidada entre nosotros. En su tiempo ejerció su influencia en nuestro país. ¿Quién, pues, sa asociará a sus compatriotas para decir una palabra sobre su tumba, si no es uno de nosotros, nosotros, los "compatriotas de todo el mundo"?; pues, en suma, nosotros, los rusos, tenemos, por lo menos, dos patrias: Rusia y... Europa, hasta cuando nos llamamos eslavófilos. (¡Que no me quieran por eso!) Es indiscutible. Eso es. Nuestra misión —y los rusos comienzan a tener conciencia de ello— es grande entre las grandes misiones. Debe ser universalmente humana. Debe consagrarse al servicio de la Humanidad, no sólo de Rusia, no sólo del mundo eslavo, del paneslavismo, sino también al servicio de la humanidad entera. Reflexionad y convendréis en que los eslavófilos han reconocido eso mismo. He aquí por qué nos exhortan todos a mostrarnos más francamente rusos, más escrupulosamente rusos, más conscientes de nuestra responsabilidad de rusos; pues comprenden que, precisamente, la misión característica de Rusia es la adopción de los intereses intelectuales de toda la Humanidad. Todo eso, por otra parte, exigiría aún muchas explicaciones. Necesario es decir que consagrarse a una idea umversalmente humana, y vagabundear a la ventura por toda Europa, después de haber abandonado a la ligera la patria, por consecuencia de cualquier altivo capricho, son dos cosas absolutamente opuestas, aunque hasta ahora se las haya confundido. Pero mucho de lo que le hemos tomado a Europa y traído a nuestro país no lo hemos copiado como serviles imitadores, tal como quisieran los Potoguinos. Lo hemos asimilado a nuestro organismo, a nuestra carne y a nuestra sangre. Hasta nos ha ocurrido sufrir dolencias morales voluntariamente importadas

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a nuestro país, igual que las padecen los pueblos de Occidente, donde esos males eran endémicos. Los europeos no querrán creer esto en modo alguno. No nos conocen, y hasta ahora tal vez valga más así. La información necesaria, cuyo resultado asombrará más tarde al mundo, habría de hacerse muy despacio, sin agitaciones ni sacudidas. Y el resultado de esa información se le puede entrever ya claramente, al menos en parte, por nuestras relaciones con las literaturas de otras naciones; sus poetas son también familiares a la mayor parte de nuestros hombres leídos, como a los lectores occidentales. Afirmo y repito que cada poeta, pensador o filántropo europeo es siempre comprendido y aceptado en Rusia más completamente y más íntimamente que en todo el mundo, excepto en su propio país. Shakespeare, Byron, Walter Scott, Dickens, son más conocidos de los rusos, que, por ejemplo, de los alemanes, aunque de las obras de estos escritores no se vende más qué la décima parte de lo que se vende en Alemania, país por excelencia de los lectores. La Convención del 93, al enviar un diploma de ciudadano al poeta alemán Schiller, el amigo de la Humanidad, realizó, evidentemente, un acto hermoso, imponente y hasta profético; pero ni siquiera sospechó que en el otro extremo de Europa, en la Rusia bárbara, una obra de ese mismo Schiller se ha visto mucho más esparcida y en cierto modo naturalizada que en Francia no sólo en la época, sino hasta mucho más tarde aún: durante todo el siglo. Schiller, ciudadano francés y amigo de la Humanidad, no ha sido conocido en Francia más que por los profesores de literatura y aun no de todos, solamente de una élite. Entre nosotros ha influido profundamente sobre el alma rusa, con Joukovski, y ha dejado en ella rastros de su influencia: ha señalado un período en los anales de nuestro desenvolvimiento intelectual. Esta participación del ruso a los bienes comunes de la literatura universal es un fenómeno que casi nunca se advierte en el mismo grado entre los hombres de otras razas, sea cualquiera el período que se observe de la historia del mundo; y si esa aptitud constituye realmente una particularidad nacional rusa, muy nuestra, ¿qué patriotismo espantadizo, que chauvinismo se arrogará el derecho a rebelarse contra semejante fenómeno, y, por el contrario, no querrá ver en él la más hermosa promesa para nuestros destinos futuros? ¡Oh! Evidentemente, se encontrarán gentes que se sonreirán ante la importancia que atribuyo a la acción de George Sand, pero los burlones harán mal. Ha pasado mucho tiempo; la misma George Sand ha muerto, vieja, septuagenaria, tal vez después de haber sobrevivido a su gloria. Pero todo lo que nos hizo sentir, desde sus primeros debuts de poeta, que hacía resonar una palabra nueva, todo lo que en su obra era universalmente humano, todo eso encontró inmediatamente su eco entre nosotros, en nuestra Rusia. Sentimos con ello una impresión intensa y profunda, que no se ha disipado, y que prueba que todo poeta, todo innovador europeo, toda idea nueva y fuerte venida de Occidente, se transforma fácilmente en una fuerza rusa.

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Por otra parte, yo no tengo la menor intención de escribir un artículo de crítica acerca de George Sand. Quiero únicamente decir algunas palabras de despedida sobre su tumba, fresca aún. Los comienzos literarios de George Sand coinciden con los años de mi primera juventud. Me siento ahora feliz al pensar que hace ya de esto mucho tiempo, pues ahora que han pasado más de treinta años, se puede hablar casi con absoluta franqueza. Conviene hacer observar que entonces la mayor parte de los Gobiernos europeos no toleraban en sus países nada de la literatura extranjera, excepto las novelas. Todo lo demás, sobre todo lo que procedía de Francia, era severamente registrado en la frontera. ¡Oh! Es evidente que muchas veces no se sabía ver. El propio Metternich no sabía ver mejor que sus imitadores. Y he ahí cómo pudieron pasar "cosas terribles" (¡pasó todo Bielinski!). Pero, en cambio, un poco más tarde, sobre todo hacia el final de ese período, por temor a equivocarse, comenzaron a prohibir casi todo. Sin embargo, las novelas viéronse perdonadas en todas las épocas, y en este país, cuando nuestros guardianes se mostraron ciegos, fue especialmente cuando se trató de novelas de George Sand. Recordad estos versos: Sabe de memoria los libros de Thiers y de Rabeau, y la libertad glorifica fogoso cual Mirabeau... Estos versos son tanto más hermosos cuanto que fueron escritos por Dionisio Davidov, poeta y buen ruso. Pero si Dionisio Davidov consideró a Thiers como peligroso (sin duda por causa de su Historia de la Revolución) y ha relacionado su nombre en el poema citado con el de un tal Rabeau (había entonces un escritor que se llamaba así y que, por lo demás, apenas conozco), podemos estar seguros que, oficialmente, se admitían entonces en Rusia muy pocas obras de autores extranjeros. Y he aquí lo que resultó de ello: las ideas nuevas, que hicieron irrupción en aquella época en nuestro país bajo la forma de novelas, no dejaban de ser más peligrosas aún bajo su tocado de fantasía, pues Rabeau tal vez hubiera podido encontrar más que escaso número de admiradores, mientras que George Sand los encontró a millares. Es preciso, pues, hacer notar aun aquí que, entre nosotros, desde el siglo pasado, y esto en contra de todos los Magnitzki y los Liprandi, siempre se ha tenido rápidamente noticia de cualquier movimiento intelectual de Europa. Y toda idea nueva era transmitida inmediatamente por nuestras clases intelectuales superiores a la masa de hombres algo dotados de ideas y de curiosidad filosófica. Eso es lo que se produjo a consecuencia del movimiento de ideas de los años "Treinta". Desde el comienzo de ese período, los rusos estuvieron en seguida al corriente de la imnensa evolución de las literaturas europeas. Los nuevos nombres

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de oradores, historiadores, tribunos y profesores fueron prontamente conocidos. Hasta sabíamos más o menos bien lo que presagiaba dicha evolución, que sobre todo, agitó el dominio del Arte. Las novelas sufrieron una transformación completamente particular, que las de George Sand acusaron más que las otras. Verdad es que Senkovski y Boulgarine ponían al público en guardia contra George Sand, aun antes de aparecer las traducciones rusas de sus novelas. Esforzábanse sobre todo por asustar a nuestras damas rusas, revelándoles que Jorge Sand "llevaba pantalones"; se tronaba contra su pretendido libertinaje; se intentaba ridiculizarla. Senkovski, sin decir que se disponía a traducir sus novelas en su propia revista, la Biblioteca de Lectura, comenzó a llamarla en sus escritos la señora "Egor" Sand, y se asegura que estaba sumamente encantado por este rasgo de ingenio. Más tarde, en el año 48, Boulgarine, en su Abeja del Norte, dijo que George Sand se emborrachaba todos los días en compañía de Pierre Leroux, en tabernuchos de las afueras, y que tomaba parte en las veladas "atenienses" dadas en el Ministerio del Interior por ese "bandido" de Ledru-Rollin. Yo mismo he leído estas cosas y me acuerdo de ello muy bien. Pero entonces, el 48, George Sand era ya conocida de todo el público letrado, y nadie creyó a Boulgarine. Sus primeras obras traducidas al ruso aparecieron en los años treinta. Lamento no recordar cuál fue la primera de sus novelas de la que se dio una versión en nuestra lengua; de todos modos, cualquiera que fuese, debió producir una impresión enorme. Creo que lo mismo que yo, que era un adolescente aún, todo el mundo se sintió conmovido por la hermosa y casta fuerza de los tipos puestos en escena, por el elevado ideal del escritor, por la forma de los relatos. ¡Y aun querían que una mujer así "llevase pantalones" y se "entregase al libertinaje"! Tenía yo diez y seis años, creo, cuando leí una de sus primeras obras, una de sus más encantadoras producciones. Lo recuerdo muy bien; tuve fiebre durante toda la noche que siguió a mi lectura. No creo equivocarme al afirmar que George Sand ocupó, para nosotros, inmediatamente, el primer lugar en las filas de los escritores nuevos, cuya joven gloria resonaba entonces por toda Europa. El mismo Dickens, que apareció entre nosotros casi al mismo tiempo, iba tras ella, en la admiración de nuestro público. No hablo de Balzac, que fue conocido antes que ella y que publicó en los años treinta obras como Eugenia Grandet y El padre Goriot, de Balzac, con el que Bielinski fue tan injusto, desconociendo el puesto eminente que tenía en la literatura francesa. Por otra parte, no pretendo dar aquí la menor apreciación crítica; me contentaré con recordar el gusto de la masa de lectores rusos de entonces y la impresión producida en ellos. El punto esencial es que esos lectores podían familiarizarse, en las novelas extranjeras, con todas las ideas nuevas contra las cuales le "protegían" tan celosamente. Así es que hacia los "años cuarenta" el gran público ruso sabía por sí mismo, mejor o peor, que Jorge Sand era uno de los más brillantes, de los más altivos, de los más probos representantes de la nueva generación europea de aquella época, de los

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que enérgicamente han negado esas famosas "adquisiciones positivas", por las que la sangrienta Revolución francesa (o mejor, europea) de fines del siglo pasado ha completado su obra. Después de ella —después de Napoleón I— se ha intentado revelar, por medio del libro, nuevas aspiraciones y todo un ideal sincero. Los espíritus de vanguardia pronto comprendieron que no era tal o cual modificación aparente de un real despotismo lo que podía conciliarse con las necesidades de una era nueva; que el "quítate tú para que me ponga yo" de los nuevos amos no resolvía nada; que los recientes vencedores del mundo, los burgueses, eran tal vez peores que los nobles, esos déspotas de la víspera, y que el lema "Libertad, Igualdad, Fraternidad" no estaba compuesto más que de palabras sonoras. Eso no es todo. Entonces surgieron doctrinas que probaron que esos vocablos brillantes no concretaban más que imposibilidades. Pronto los vencedores no pronunciaron más, o mejor, no se acordaron de las tres palabras sacramentales más que con una especie de ironía. La misma ciencia, en la persona de algunos de sus más brillantes adeptos (los economistas), que parecían entonces aportar fórmulas inéditas, acudió en socorro de la burla y condenó francamente las tres palabras utópicas por las qua tanta sangre se había vertido. De este modo, al lado de los vencedores exultantes aparecieron tristes y abatidos rostros que inquietaron a los triunfadores. Entonces fue cuando, de repente, se dejó oír una palabra verdaderamente nueva, de la que nacieron nuevas esperanzas. Vencieron hombres que proclamaron que era sin razón e injustamente como se había interrumpido la obra de la renovación; que nada se había conseguido con un cambio de figuración política; que la obra de rejuvenecimiento social debía consagrarse a las raíces mismas de la sociedad. ¡Oh! Evidentemente muchas veces se fue demasiado lejos en las conclusiones. Salieron a luz teorías perniciosas y monstruosas; pero lo esencial es que de nuevo brilla la esperanza y que la fe comienza otra vez a germinar. Conocida es la historia de ese movimiento. Dura aún hoy, y no parece tener tendencia alguna de detenerse. En modo alguno me propongo hablar aquí en pro o en contra de él. Deseo únicamente precisar la parte de acción de George Sand en ese movimiento. La encontraremos desde los comienzos del escritor. Entonces Europa, leyéndola, decía que sus predicaciones tenían por fin el conquistar para la mujer una nueva posición en la sociedad y que profetizaba los futuros derechos de la "esposa libre" (la expresión es de Senkovski); pero eso no era totalmente exacto, puesto que no predicaba solamente en favor de la mujer y no imaginaba especie ninguna de "esposa libre". George Sand se asociaba a todo movimiento progresivo, y no a una campaña destinada únicamente a hacer triunfar los derechos de la mujer. Es evidente que, mujer ella misma, pintaba con más gusto heroínas que héroes; no es menos claro que las mujeres del universo entero deben al presente llevar luto por George Sand, porque ha muerto con ella una de las más nobles representantes del sexo femenino, porque ella fue una mujer de una fuerza de espíritu y de un talento casi inauditos. Su nombre, desde ahora, se convierte en histórico, y es un nombre al

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que no hay derecho a olvidar, que no desaparecerá jamás de la memoria europea. En cuanto a sus heroínas, repito que no tenia yo más que diez y seis años cuando las conocí. Me sentía completamente turbado por los juicios contradictorios que se hacían sobre su creadora. Entre sus heroínas, algunas han encarnado un tipo de tal pureza moral, que es imposible no figurarse que el poeta las ha creado a imagen de su alma, un alma muy exigente desde el punto de vista de la belleza moral, un alma creyente, enamorada del deber y de la grandeza, consciente de la belleza suprema e infinitamente capaz de paciencia, de justicia y de piedad. Verdad es que al lado de la piedad, de la paciencia, de la clara inteligencia del deber, entreveíase en el escritor una muy alta altivez, una necesidad de reivindicaciones (léase exigencias). Pero esta misma altivez era admirable, pues derivaba de principios elevados sin los cuales la Humanidad no sabría vivir en la belleza. Esta altivez no era de todos modos el desprecio al vecino, al que se dice: "Yo soy mejor que tú; tú no me servirás nunca"; no era más que altanera repulsa a pactar con la mentira y el vicio, sin que, lo repito, esa repulsa significase el desprecio de todo sentimiento de piedad o de perdón. Este orgullo se imponía también inmensos deberes. Las heroínas de George Sand tenían sed de sacrificio, no soñaban más que con grandes y bellas acciones. Lo que sobre todo me agradaba en sus primeras obras eran algunos tipos de muchachas de sus cuentos llamados "venecianos", tipos cuya última muestra figura en esa genial novela titulada Juana, que resuelve de luminosa manera el asunto histórico de Juana de Arco. En esa obra, George Sand resucita para nosotros, en la persona de una joven campesina cualquiera, la figura de la heroína francesa, y hace en cierto modo palpable la verosimilitud de todo un cielo histórico admirable. Era una tarea digna de la gran evocadora, pues ella era la única, entre todos los poetas de su época, que llevaba en su alma un tipo ideal tan puro de muchacha inocente, poderosa por su misma inocencia. Todos esos tipos de muchachas se vuelven a encontrar más o menos modificados en sus obras posteriores, estando estudiado uno de los más notables en la magnífica novela La Marquesa. George Sand nos presenta en ella el carácter de una muchacha leal y honesta, pero inexperimentada, dotada de esa altiva castidad que a nada teme y no puede mancharse ni con el contacto de la corrupción. Va derecha al sacrificio (que cree esperan de ella) con una abnegación que desafía a todos los peligros. Lo que encuentra en su camino no la intimida lo más mínimo; al contrario, su bravura se exalta con ello. Sólo en el peligro adquiere su joven corazón consciencia de todas sus fuerzas. Su energía se exaspera con ello; descubre caminos y horizontes nuevos para su alma, que se ignoraba aún, pero que era fresca y fuerte, aún no manchada por las concesiones hechas a la vida. Con esto, la forma del poema es irreprochable y encantadora. George Sand amaba los desenlaces dichosos, el triunfo de la inocencia, de la franqueza, de la joven y sencilla bravura. ¿Era esto lo que podía turbar la sociedad, hacer nacer dudas y temores?

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Muy al contrario, los padres y las madres más rígidos permitían a su familia la lectura de George Sand y no cesaban de asombrarse el verla denigrada por todas partes. Pero entonces estallaron las protestas. Ponían al público en guardia contra aquellas altivas reivindicaciones femeninas, contra aquella temeridad de empujar a la inocencia a la lucha contra el mal. Podía descubrirse allí, decían, los indicios del veneno del “feminismo". Tal vez tenían razón al hablar de veneno. Quizá había un veneno que se elaboraba; pero jamás se han puesto de acuerdo acerca de ese veneno. Nos afirman —¿será realmente verdad?— que todas esas cuestiones están ya resueltas. Nos es preciso hacer notar, a este propósito, que en el curso de los años cuarenta, la gloria de George Sand era tan alta y tan completa la fe que se la profesaba por su genio, que todos nosotros, sus contemporáneos, esperábamos de ella algo inmenso, inaudito, en un porvenir próximo (léanse soluciones definitivas). Estas esperanzas no se realizaron. Parece ser que desde esa época, es decir, hacia el fin de los años cuarenta, George Sand había dicho todo cuanto tenía misión de decir, y ahora, sobre su tumba apenas cerrada, podemos pronunciar palabras definitivas. George Sand no es pensador, pero es una de esas sibilas que han discernido en el futuro una Humanidad más dichosa. Y toda su vida proclama la posibilidad, para la Humanidad, de alcanzar el ideal; es que ella misma estaba dotada para alcanzarlo. Ha muerto deísta, creyendo firmemente en Dios y en la inmortalidad. Pero es decir demasiado poco y estimo que ella, entre los escritores de su tiempo, ha sido la cristiana por excelencia, no por creer en la divinidad de Cristo. Esa francesa no hubiese admitido el que la glorificación de Cristo tuviese en sí eficacia bastante para conferir la salud, concepto que es la base de la fe ortodoxa. Pero la contradicción está aquí en la terminología más que en la esencia, y mantengo que George Sand hubiera sido una de las grandes sectarias de Cristo. Su socialismo, sus convicciones, sus esperanzas, las ha fundado sobre su fe en la perfectibilidad moral del hombre. En efecto, tenía de la divinidad humana una alta noción, que exaltaba de libro en libro, y de este modo se asociaba por la idea y por el sentimiento a una de las ideas fundamentales del cristianismo. Quiero decir, al principio del libre arbitrio y de la responsabilidad. De ahí su clara concepción del deber y de nuestras obligaciones morales. Quizá entre los pensadores o escritores franceses, sus contemporáneos, no exista uno que haya comprendido tan fuertemente que "no sólo de pan vive el hombre". En cuanto a su orgullo, a sus exigentes reivindicaciones, repito que no excluían jamás la piedad, el perdón de la ofensa; véase una paciencia sin límites que ella había encontrado en su misma piedad para el ofensor. George Sand ha celebrado muchas veces esas virtudes en sus obras y ha sabido encarnarlas en tipos. Se ha dicho de ella que, madre excelente,

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trabajó asiduamente hasta sus últimos días, y que, amiga sincera de los campesinos de su pueblo, fue amada por ellos fervorosamente. Parece ser que sacaba alguna satisfacción de amor propio de su origen aristocrático (por su madre, estaba unida a la casa de Sajonia); pero, más que de tan ingenuos prestigios, se mostraba sensible, preciso es decirlo, a aquella aristocracia verdadera cuyo solo dote es la superioridad de alma. No hubiera sabido dejar de amar a lo que era grande, pero era poco apta para percibir los elementos de interés que ocultan las cosas mezquinas. En esto mostrábase quizá demasiado orgullosa. Verdad es que le gustaba poco el hacer figurar en sus novelas seres humillados, justos, pero pasivos; inocentes, pero maltratados, como se los ve en casi todas las obras de ese gran cristiano de Dickens. Lejos de eso. Plantaba orgullosamente sus heroínas y hacía de ellas casi unas reinas. Le gustaba esa actitud de sus personajes, y conviene hacer notar esa particularidad, pues es característica.

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VII

DOS SUICIDIOS "Por más que haga usted destacar lo cómico de la vida en una obra de arte, me dijo un amigo, siempre estará usted por debajo de la realidad." Sabía esto ya en el año 1846, cuando comenzaba a escribir, y era para mí una causa de gran perplejidad. Y no se trata más que de lo cómico. Tomad un hecho cualquiera de la vida corriente, un hecho sin gran importancia a primera vista, y si sabéis ver, encontraréis en él una profundidad de la que la misma obra de Shakespeare no da la menor idea. Pero no todos sabemos ver. Para muchas gentes los fenómenos de la vida son tan insignificantes, que ni siquiera se toman el trabajo de examinarlos. Algunos pensadores observarán mejor esos fenómenos, pero serán impotentes para valorizarlos en una obra. Los hay a quienes esa impotencia arrastra al suicidio. A este propósito, uno de mis comunicantes me ha escrito acerca de un extraño suicidio, del que he querido hablar estos días. Es un puro enigma. La suicida, muchacha de veintitrés o veinticuatro años, era hija de un ruso que vivía en el extranjero, nacida ella también fuera de Rusia. Rusa de sangre, pero no de educación. Un periódico nos cuenta cómo se dio la muerte: "...Humedeció huata en cloroformo, envolvióse el rostro con aquella huata y se tendió sobre su lecho. Antes de su suicidio había escrito esta carta en francés: “Me voy a emprender un largo viaje... Si no lo consigo, que se reúnan a celebrar mi resurrección con Clicquot. Si lo consigo, ruego que no me lleven a enterrar sin asegurarse de que estoy completamente muerta, pues es muy desagradable despertarse en un féretro, bajo tierra. ¡No es chic!" En esa grosera palabra de chic hay para mí una protesta de cólera; pero ¿contra qué? Ordinariamente, las causas de los suicidios son evidentes, o, de todos modos, fáciles de encontrar. Aquí no es así. ¿Qué razones podía tener esa muchacha para matarse? ¿Sufría con la banalidad del vivir cotidiano, de la inutilidad de su vida? ¿Se indignaba, como algunos contempladores, de la vida, con lo que hay de estúpido en la aparición del hombre sobre la tierra? ¿Había en ella un horror contra la tiranía de las fuerzas ciegas, a las que no podía decidirse a someterse? Se podría adivinar en ella un alma que se rebelaba contra la fatalidad de la vida, que no podía soportar la carga de esa fatalidad. Lo más horrible es que debió morir sin causa de desesperación muy precisa... Creyó en todo lo que había oído decir desde su infancia, creyó a ciegas. Sin duda se ahogaba en cierto modo en el medio en que pasaba su vida; esta misma vida la ahogaba. Era demasiado sencillo, demasiado poco inesperado. Inconscientemente, exigía algo más complicado. Mas he aquí otro suicidio. Hace cerca de un mes, todos los periódicos petersburgueses publicaban una nota diciendo que una pobre muchacha, costurera

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de oficio, se había arrojado por una ventana de un cuarto piso "porque no podía procurarse ningún trabajo". Añadían que la habían encontrado teniendo en la mano una imagen santa. Este último rasgo es extraordinario tratándose de un suicida. Esa vez estoy seguro de que no hubo ni rebeldía ni murmullos. Era, sencillamente, que le había llegado a ser imposible vivir. "¡Dios no ha querido!", diría la pobre muchacha, y se mataría después de rezar su oración. Estas cosas parecen sencillas, pero os persiguen como una pesadilla; llegamos hasta a sufrir con ellas, como si hubiesen sucedido por nuestra culpa. Leyendo la muerte de la obrera he vuelto a pensar en la de la joven cosmopolita de que hablaba hace un momento. ¡Cuán diferentes esos dos seres y qué poco se parecen sus suicidios! Si no fuese algo impía una pregunta como ésa, de buena gana me preguntaría: ¿Cuál de esas dos almas ha sufrido más en este mundo?

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VIII

LA SENTENCIA He aquí un razonamiento de "suicida por tedio”, materialista como es justo: "¿Qué derecho tenía la Naturaleza para ponerme en el mundo obedeciendo a sus pretendidas leyes eternas? Soy consciente. ¿Por qué esa Naturaleza me ha creado sin mi consentimiento, a mí, consciente; es decir, capaz de sufrir? Pero no quiero sufrir más. ¿Para qué serviría eso? La Naturaleza, por la voz de mi conciencia, me declara que hay en el universo una armonía general. En ella se basan las religiones humanas. Y si no quiero hacer mi papel en esa armonía, ¿será preciso que a pesar de todo me someta a las declaraciones de mi conciencia? ¿Será preciso que acepte el sufrimiento en vista de la armonía de todo? Si pudiese escoger preferiría ser feliz durante el corto momento de mi existencia; me preocupo infinitamente poco del todo y de lo que será de ese todo cuando yo haya muerto. ¿Por qué razón iba a preocuparme de su conservación en una época en que yo habré desaparecido? Me gustaría más vivir como los animales, que son inconscientes. Me parece que mi conciencia, lejos de cooperar a la armonía general, es una causa de cacofonía, puesto que me hace sufrir, ¡Mirad cuáles son las gentes felices en este mundo, las gentes que consienten en sufrir! Son precisamente aquellos que se parecen a los animales, que se aproximan a la bestia por el poco desarrollo de su conciencia, aquellos que viven una vida brutal, que consiste únicamente en comer, beber, dormir y procrear niños. Comer, beber y dormir: eso significa, en lenguaje humano, volar, robar y construir su nido o su cubil. Se me objetará que se puede construir su albergue de una manera razonable, véase científica. Mas... ¿para qué? ¿Para qué hacerse un sitio en la sociedad humana de una manera justa y sabia? Nadie podrá responder a eso. "Sí, si vo fuese una flor o una vaca, podría ser dichoso. Pero no puedo experimentar alegría con nada. Hasta la más alta dicha, aquella de amar a sus semejantes, es vana, puesto que mañana todo quedará destruido, puesto que todo volverá al caos. "Aun admitiendo un instante que la Humanidad marche hacia la felicidad, que los hombres por venir serán perfectamente dichosos, la sola idea de que para obtener ese resultado la Naturaleza haya tenido necesidad de martirizar a tantos seres durante millares de años, me será insoportable y odiosa. Sin contar con que esa dicha la Naturaleza se apresurará a hundirla otra vez en la nada. "Una pregunta horriblemente triste se me presenta a veces: ¿Y si el hombre, me digo, no fuese más que sujeto de una experiencia? ¿Y si no se tratase más que de saber si puede o no adaptarse a la vida terrestre? Pero, no, no hay nada, no es experimentador, luego no es culpable; todo está hecho según las ciegas leyes de la Naturaleza, y no solamente la Naturaleza no me reconoce el derecho de

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interrogarla, y no me responde, sino que no puede ni admitir sea lo que sea, ni responder. "Considerando que cuando mi conciencia me responde en nombre de la Naturaleza yo no hago más que prestar mis ideas a mi consciencia y a la Naturaleza. "Considerando que, en estas circunstancias, soy a la vez demandado y demandante, acusado y juez, pareciéndome esta comedia estúpida e intolerable y hasta humillante para mí. "En mi condición incontestable de demandante y demandado, de juez y acusado, condeno a esa Naturaleza, que me ha procreado insolentemente para que sufra, a desaparecer conmigo. "Como no puedo ejecutar toda mi sentencia, destruyendo a la Naturaleza al mismo tiempo que a mí, me suprimo yo mismo, fastidiado por sufrir una tiranía de la que nadie es culpable."

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IX

"LOS MEJORES" Convendría tal vez decir algunas palabras de aquellos que yo llamaría "los mejores". Deseo hablara de aquellos sin los cuales ninguna sociedad podría vivir y durar. Por lo demás, se dividen en dos categorías: ante la primera la multitud se inclina por sí misma, satisfecha al rendir homenaje a virtudes reales. La segunda categoría recibe también señales de respeto; pero diríase que estas manifestaciones no se producen sin alguna violencia. Está compuesta de gentes que no son "los mejores" más que comparándolos con los que no valen gran cosa. Esta última categoría es apreciada, sobre todo, desde puntos de vista altamente administrativos. Toda sociedad, para vivir y durar, necesita admirar, o, por lo menos, estimar a alguien o algo. Como suele a menudo ocurrir que "los mejores'' de la primera categoría son gentes un poco difíciles de comprender, preocupados como están por un ideal que los hace distraídos, a veces extraños, maniáticos y muy indiferentes a la mayor o menor nobleza de su exterior, el público se inclina ante los personajes que no son "los mejores" más que relativamente. A estos "mejores" se les encontraba en otro tiempo entre los que rodeaban a los príncipes; eran también boyardos, miembros del alto clero, y mercaderes notables; pero estos últimos no eran admitidos más que en corto número al privilegio de figurar entre los mejores"; Esos dignatarios, entre nosotros como en Europa, creaban para su uso una especie de código de la virtud y del honor, quizá no muy conforme con el ideal del país. Por ejemplo, “los mejores" debían, sin hacerse rogar, morir por la patria si les parecía que se esperaba de ellos ese sacrificio, y a ello iban de buena voluntad, temiendo que un retroceso los deshonrase, a ellos y a sus familias. Evidentemente, aquello valía más que el derecho a la infamia, que permite a un hombre el ir a ocultarse en el momento del peligro, gruñendo: "¡Que todo perezca con tal de que yo salve mi piel!". Es preciso hacer notar también que a menudo esos "mejores" relativos tuvieron un ideal que no difería en nada de aquel que invocaban los otros "mejores", mejores absolutos. No siempre fue así, pero puede decirse que hubo en una época mucha más simpatía entre los boyardos y el pueblo ruso que entre los caballeros vencedores y tiránicos de Europa y sus vencidos, los siervos. De repente se operó un cambio radical en la organización de "los mejores" de nuestro país. Por un decreto del soberano hubo catorce clases de nobleza, catorce grados de la virtud humana, adornados con nombres alemanes. Claro está que las catorce clases fueron invadidas por los antiguos "mejores"; pero quedaron puestos vacantes, y diéronse a luz méritos nuevos. Hombres instruidos, de una cultura muy adelantada para la época, entraron en la nobleza y se apresuraron, a fuerza de

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grados, a metamorfosearse en nobles de pura sangre. Pero la aristocracia no por eso dejó de conservar todo su prestigio, y en el momento en que la fortuna y la propiedad reinaban tiránicamente sobre Europa, la nobleza, entre nosotros, lo hacía sobre cualesquiera ventajas materiales. Aún no hace mucho tiempo —y el hecho es perfectamente auténtico— una dama noble de Petersburgo, no hallando sitio en un concierto, arrojó públicamente de la butaca que ocupaba a una comercianta diez veces millonaria, a la que, además, injurió. Es preciso decir que "los mejores" supieron conservar algunos elevados principios; se gloriaron de ser una clase instruida por excelencia y conservadora de las leyes del honor. Desgraciadamente, sus ideas evolucionaron en el sentido europeo tanto, que en un momento dado hubo mucho honor y pocas gentes honradas. De repente ocurrió un gran trastorno: los siervos fueron libertados, y todas las condiciones de vida del país viéronse modificadas profundamente. Verdad es que las catorce clases de nobleza siguieron siendo lo que eran; pero "los mejores" perdieron su influencia. La opinión pública no los colocó más altos que antes. Hasta llegó a preguntarse dónde y cómo reclutaría nuevos "mejores", entonces que los antiguos habían caído en la estimación general...

* * * ... Las cosas llegaron a un punto en que el Poder ya no escogió, o lo menos posible, sus consejeros y sus funcionarios en las filas de los nobles. De este modo perdieron su carácter oficial. De entre ellos, los que quisieron continuar a la cabeza de los negocios del país, tuvieron positivamente que pasar de la categoría de "mejores" relativos a la de absolutamente "mejores” que los otros, "mejores" que yo llamaría naturalmente "mejores". Nació una encantadora esperanza. Se imaginó que en lo sucesivo serían las gentes verdaderamente merecedoras las que ocuparían todos los puestos. Pero... ¿dónde hallar a esas últimas? Esto, para algunos, fue un enigma. Otros se dijeron que todo se arreglaría obligadamente, que si los hombres naturalmente "mejores" no llenaban aún todas las funciones, las llenarían al día siguiente infaliblemente. Con todo, algunos pensadores siguieron dudando. ¿Cómo se llamaban esos "mejores" naturales? O, primero, ¿era el hombre universalmente reconocido "el mejor"? Evidentemente, no fue bajo esta forma como se habló del asunto, pero toda nuestra sociedad hubo de pasar por horas de agitación. Gentes fogosas y entusiastas gritaron a los escépticos que el hombre mejor estaba ya hallado, que era el más instruido, el hombre de ciencia desprovisto de los prejuicios del tiempo antiguo. Muchos declararon esta opinión inaceptable, no siendo forzosamente el hombre instruido un hombre honrado, pues desde ese punto de vista la ciencia nada prueba. Algunos hablaron de buscar el fénix pedido entre las filas del pueblo. Pero el pueblo, después de la emancipación de los siervos, no se había apresurado a poner

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de relieve su virtud. Se hacía notar, sobre todo, por su corrupción y su afición al aguardiente. Sentía además una veneración real por los usureros, a los que parecía considerar entre los hombres como "los mejores". Por fin apareció una opinión verdaderamente liberal, si no en su alcance, al menos en su ciencia. No podía nuestro pueblo concebir aún un ideal bien neto de "el mejor" hombre posible; tenía necesidad de afirmarse, de instruirse; era preciso ayudarle a ello. Una nueva influencia, detestable, entró en juego: la plutocracia, el "saco de oro". Claro es que el poder del "saco de oro" no era absolutamente desconocido entre nosotros. El comerciante millonario era un personaje en su género desde hacía mucho tiempo, pero no ocupaba un puesto demasiado preponderante en la jerarquía social; no por eso valía más para ello, y cuanto más se enriquecía era peor. Mujik cebado, ya no tenía ninguna de las condiciones del mujik. A aquellos arrivistas se les podía dividir en dos clases. La primera continuaba llevando barba; se componía de verdaderos salvajes que, a pesar de sus riquezas, vivían en sus inmensas y hermosas moradas como cerdos, física y moralmente. Mujiks en modo alguno afinados, sin embargo, habían roto francamente con el pueblo. Ovsiannikov, cuando recientemente le llevaban a Siberia por Kazan y a puntapiés, rechazaba los kopeks que los campesinos arrojaban a su coche como limosna, mostraba bien claro hasta qué punto aquella ruptura es definitiva. Por otra parte, jamás el pueblo se ha visto explotado y esclavizado como en las fábricas pertenecientes a ese género de señores. La segunda clase de esos millonarios se distinguía por sus mentones afeitados. Magníficos mobiliarios europeos llenaban sus moradas. Sus hijas hablaban frailees, inglés, tocaban el piano. Los padres, a veces, ostentaban vanidosamente una condecoración comprada con alguna largueza. Estas gentes se mostraban de una arrogancia inaudita para con los que dependían de ellos y llanamente serviles para con los altos dignatarios. No soñaban más que con tener un personaje a comer en sus casas. Hubiérase creído que no vivían más que para esto. Permanecían de rodillas ante el millón que habían ganado. El millón les había sacado del anónimo, les había dado un valor social. En el alma corrompida de estos groseros mujiks (pues continuaban siendo mujiks a pesar de sus fracs) no había más idea que la de sentar a su mesa al alto dignatario para sustituir a la obsesión del millón, al que adoraban como a un dios. A pesar de su brillante exterior, las familias de estos mercaderes no brillaban por la instrucción. Y la culpa la tenía el millón. ¿Para qué enviar los hijos a la Universidad si, desprovistos de todo saber, podían llegar a todo? Preciso es decir que estos millonarios encontraban algunas veces el medio de obtener títulos de nobleza. Los jóvenes, corrompidos, pervertidos por las ideas más subversivas acerca de la patria, del honor y del deber, no sacaban ningún provecho moral de la fortuna de sus padres. Eran fierecillas insolentes. Su desmoralización era horrible, pues no tenían más convicción que una; a saber: que con dinero se compraba todo: honor y virtud.

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Les ocurría a veces a estos comerciantes ofrecer su más inmensas al Estado cuando el país estaba en peligro. Pero estos dones no se hacían más que mirando a las recompensas que podrían obtener. En sus corazones no existía ningún patriotismo verdadero, ningún sentimiento de civismo. Y ya no está solo, entre nosotros, el mercader para adorar al "saco de oro". En otro tiempo, lo repito, se quería y apreciaba la riqueza corrió en todas partes; pero nunca se había considerado al "saco de oro" como lo más hermoso, lo más noble, lo más santo. Ahora creo que los adoradores del millón entre nosotros están en mayoría. En la antigua jerarquía rusa el mercader más fabulosamente rico no podía ocupar puesto delante del funcionario. La nueva jerarquía allana todos los obstáculos ante los poseedores de los "sacos de oro", ante los representantes de esa amable categoría de "los mejores" recientemente inventada. El ricachón tiene escritores a sueldo; los abogados se agrupan en torno suyo; todo el mundo le canta himnos llenos de elogios... El saco de oro es tan poderoso que comienza a inspirar terror. Pero nosotros, los representantes de la clase elevada, no nos dejamos ganar al culto de la nueva idea. Desde hace doscientos años, los nuestros gozan los beneficios de la instrucción. La instrucción debe ser para nosotros una armadura que nos permitirá vencer al monstruo. ¡Ay! Nuestro pueblo, de cien millones de individuos, tan corrompido y atacado ya por el judío, ¿qué opondrá al monstruo del materialismo disfrazado de saco de oro? ¿Su miseria, sus harapos, los impuestos que paga, sus privaciones, sus vicios, el aguardiente, los malos tratamientos sufridos? ¡Cuan de temer es que sea él quien, antes que todos los demás, exclame!: "¡Oh, saco de oro, tú lo eres todo: tú eres la fuerza, la tranquilidad, el bienestar! ¡Me prosterno ante tí!" ¿No es de temer?

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X

LA TÍMIDA (CUENTO FANTÁSTICO)

PRIMERA PARTE

ADVERTENCIA DEL AUTOR Pido perdón a mis lectores por darles esta vez un cuento en lugar de mi "diario", redactado bajo su forma habitual. Pero este cuento me ha tenido ocupado cerca de un mes. De todos modos, solicito la indulgencia de mis lectores. Este cuento lo he calificado como fantástico, aun cuando yo lo considere real, en el más alto grado. Pero tiene su lado fantástico, sobre todo en la forma, y acerca de esto deseo extenderme. No se trata ni de una novela, en sentido estricto ni de unas "Memorias". Imaginen ustedes un marido que se encuentra en su casa ante una mesa, sobre la cual reposa el cuerpo de su mujer, que se ha suicidado. Se ha tirado por la ventana algunas horas antes. El marido está como loco. No logra reunir sus ideas. Va y viene por el cuarto, tratando de descubrir el sentido de lo que ha pasado. Además, es un hipocondríaco inveterado, de los que hablan con ellos mismos. Habla, pues, en voz alta, contándose la desgracia, tratando de explicársela. Se encuentra en contradicción con sí mismo en sus ideas y en sus sentimientos. Se declara inocente, se acusa, se confunde entre su defensa y su acusación: A veces se dirige a oyentes imaginarios. Poco a poco acaba por comprender. Toda una serie de recuerdos que él evoca le conduce a la verdad. He ahí el tema. El relato está lleno de interrupciones y de repeticiones. Pero si un taquígrafo hubiese podido ir escribiendo a medida que él hablaba, el texto aún sería más borroso, menos "arreglado" que el que les presento. He tratado de seguir el que me ha parecido ser el orden psicológico. Esa suposición de un taquígrafo anotando todas las palabras del desgraciado es.el que me parece un elemento fantástico del cuento. El arte no rechaza este género de procedimientos. Víctor Hugo, en su obra maestra Los últimos momentos de un condenado a muerte se sirvió de un medio análogo. No introdujo un taquígrafo en su libro; pero admitió algo más inverosímil, presumiendo que un condenado a muerte podía hallar tiempo de escribir un volumen el último día de su vida, qué digo, la última hora —al pie de la letra— en el ultimo momento. Pero si hubiese rechazado esta suposición, la obra más real, la más vivida de todas cuantas escribió, no existiría.

I

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¿QUIEN ERA YO Y QUIEN ERA ELLA? ... Mientras la tenga aquí, no habrá terminado todo... A cada instante me aproximo a ella y la miro.. Pero mañana se la llevarán. ¿Cómo haré para vivir solo? En este instante está en el salón, sobre la mesa...; han puesto una junto a otra dos mesas de juego: mañana estará ahí el féretro, todo blanco... Pero no es eso... Ando, ando y quiero comprender, explicarme... Hace ya seis horas que busco, y mis ideas se disgregan... Ando, ando, y eso es todo. Vamos a ver: ¿cómo es? Quiero proceder con orden (¡ah! ¡con orden! ) Señores...: bien ven ustedes que estoy muy lejos de ser un hombre de letras; pero lo contaré tal cual lo comprendo. Miren: al principio ella venía a mi casa, a empeñar objetos suyos para pagar un anuncio en el Golos... "Tal institutriz aceptaría viajar o dar lecciones a domicilio", etc., etc. Los primeros tiempos no me fijé en ella: iba allí como tantas otras; eso era todo. Luego me fijé más. Era muy delgada, rubia, no muy alta; tenía movimientos molestos ante mí, indudablemente ante todos los extraños; yo, es verdad, estaba con ella como con todo el mundo, con aquellos que me tratan como a un hombre, y no solamente como a un prestamista. En cuanto le había entregado el dinero, daba rápidamente media vuelta y se iba. Todo esto sin ruido. Otras regateaban, implorando, enfadándose para conseguir más. Ella, nunca. Tomaba lo que le daban... ¿En dónde estoy? ¡Ah, sí! En que me traía extraños objetos o alhajas de poco precio: pendientes de plata sobredorada, un medalloncito miserable, cosas de veinte kopeks. Sabía que eso no valía más, pero veía en su rostro que para ella tenían un gran valor. En efecto; más tarde supe que era todo cuanto sus padres le habían dejado. Sólo una vez no pude dejar de reírme al ver lo que ella pretendía empeñar. En general, nunca suelo reírme de los clientes. Un tono de caballero, maneras severas, ¡oh, sí, severas, severas! Pero aquel día se le ocurrió traerme un verdadero andrajo: restos de una pelliza de pieles de liebre... Pudo más que yo, y le hice una broma... ¡Santo Dios, qué furiosa se puso! Sus ojos azules, grandes y pensativos, tan dulces siempre, despidieron llamas. Pero no dijo una palabra. Volvió a recoger su "andrajo" y se fue. Hasta aquel día no me di cuenta de que la miraba muy particularmente. Pensaba algo de ella..., sí, algo. ¡Ah, sí! Que era tremendamente joven, como un niño de catorce años; en realidad tenía dieciséis. Además, no, no es eso... Al día siguiente volvió. Supe más tarde que había llevado su resto de hopalanda a casa de Dobronravov y Mayer; pero éstos no prestan más que sobre objetos de oro, y no quisieron escucharla. En otra ocasión le había tomado en garantía un camafeo, una porquería, y yo mismo me quedé asombrado. Yo no presto más que sobre objetos de oro o de plata. ¡Y había aceptado un camafeo! Era la segunda vez que pensaba en ella, lo recuerdo muy bien. Pero al día siguiente del asunto de la hopalanda quiso empeñar una boquilla de ámbar amarillo, un objeto de aficionado, pero sin valor para nosotros. ¡Para nosotros, oro, plata o nada! Como venía después de la rebelión de la víspera, la recibí muy fríamente, muy serio. Débil,

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le di con todo dos rublos; pero le dije, un poco enfadado: "Lo hago por usted, nada más que por usted. Puede ir a ver si Moset le da un kopek por un objeto así! " Ese por usted lo subrayé particularmente. Más bien estaba irritado... Al oír aquel por usted se encendió su rostro; pero se calló; no me arrojó el dinero a la cara; al contrario, lo tomó muy aprisa... ¡Ah, la pobreza! Pero se ruborizó, ¡oh, sí!, se ruborizó. La había molestado. Cuando se hubo marchado, me pregunté: "¿Vale dos rublos la pequeña satisfacción que acabo de tener?" Dos veces me repetí la pregunta: "¿Vale eso? ¿Vale eso? " Y, riendo, resolví en un sentido afirmativo. Me había divertido mucho, pero lo hacía sin ninguna mala, intención. Se me ocurrió la idea de probarla, pues ciertos proyectos pasaron por mi cabeza. Era la tercera vez que pensaba muy particularmente en ella. Pues bien, en aquel momento fue cuando empezó todo. Claro está, me enteré... Después de eso esperé su llegada con cierta impaciencia. Calculaba qué no tardaría en presentarse. Cuando reapareció, le dirigí la palabra, y entré en conversación con ella en un tono de infinita amabilidad. No me he visto del todo mal educado, y cuando quiero tengo mis maneras. ¡Hum! Adiviné fácilmente que era buena y sencilla. Estos, sin entregarse demasiado, no saben eludir una pregunta. Contestan. No averigüé entonces cuanto de ella podía averiguar, claro está, sino que fue más tarde cuando me fue explicado todo; los anuncios de Golos, etc. Seguía publicando anuncios en los periódicos con ayuda de sus últimos recursos. Al principio, el tono de aquellos anuncios era altivo: "Institutriz, excelentes informes, aceptaría viajar. Enviar condiciones bajo sobre al periódico". Un poco más tarde era: "Aceptaría todo, dar lecciones, servir de señora de compañía, cuidar de la casa; sabe coser, etc." ¡Muy conocido!, ¿verdad? Después, en un último intento, hizo insertar: "Sin remuneración por la comida y el alojamiento." Pero no encontró colocación ninguna. Cuando la volví a ver, quise pues, probarla. La enseñé un anuncio del Golos concebido en estos términos: "Muchacha huérfana busca colocación de institutriz para cuidar niños pequeños; preferiría en casa de viudo de edad; podría ayudar en el trabajo de la casa." —Ahí tiene —le dije—; ésta es la primera vez que publica un anuncio, y apuesto cualquier cosa a que antes de esta noche encuentra una colocación. ¡Así es como se redacta un anuncio! Enrojeció, sus ojos se encendieron de cólera. Esto me agradó. Me volvió la espalda, y salió. Pero yo estaba muy tranquilo. No había otro prestamista capaz de adelantarle medio kopek por sus baratijas y pitilleras. ¡Y ya entonces ni pitilleras tenía! A los tres días se presentó sumamente pálida y agitada. Comprendí que la ocurría algo grave. Pronto diré qué; pero no quiero más recordar cómo me arreglé para asombrarla, para lograr su estima. Me traía un icono. ¡Óh! ¡Aquello sí que debía haberle costado decidirse! Y ahora es cuando empieza, pues me confundo..., no puedo juntar mis ideas. Era una imagen de la Virgen con el Niño Jesús, una imagen

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hogareña, los adornos del manto, en plata sobredorada, valdrían lo menos... ¡Dios mío!... lo menos unos seis rublos. Le dije: —Sería preferible dejarme el manto y llevarse la imagen, porque, en fin... la imagen... es un poco... Ella me preguntó: —¿Es que lo tiene prohibido? —No; pero lo hago por usted misma. —Pues bien, quíteselo. —No, no se lo quitaré. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a ponerla en el nicho de mis iconos... (En cuanto abría mi casa de préstamos todas las mañanas encendía en aquel nicho una lamparilla), y le daré diez rublos. — ¡Oh! No necesito diez rublos. Déme cinco. Pronto rescataré la imagen. —¿Y no quiere usted diez por ella? La imagen los vale —dije, observando que sus ojos despedían fuego. No, respondió. Le entregué cinco rublos. —Es preciso no despreciar a nadie —dije—. Si usted me ve desempeñar un oficio como éste, es que también yo me he visto en circunstancias muy críticas. Fue mucho lo que sufrí antes de decidirme a esto... —Y se venga usted con la sociedad —interrumpió ella. Brillaba entre sus labios una sonrisa amarga, por lo demás bastante inocente. "¡Ah! ¡Ah! —pensaba yo—. Me descubres tu carácter... y sabes de letras". —Ya ve —dije en voz alta—; yo soy una parte de esa parte del todo que quiere hacer mal y produce bien. » — ¡Espere usted! Conozco esa frase; la he leído en algún sitio. —No se moleste recordando. Es una de las que pronuncia Mefistófeles cuando se presenta a Fausto. ¿Ha leído el Fausto? —Distraídamente. —Es decir, que lo ha leído. Es preciso leerlo. ¿Sonríe? No me crea tan idiota, a pesar de mi oficio de prestamista, para representar ante usted el papel de Mefistófeles. Prestamista soy y prestamista me quedo. —¡No quería decirle nada semejante! A punto estuvo de dejar escapar que no esperaba que yo tuviese erudición. Pero se había contenido. —Ya ve —le dije, encontrando una ocasión] para producir mi efecto— cómo no importa la carrera para hacer el bien. —Ciertamente —respondió ella—: todo campo puede producir una cosecha. Me miró con gesto penetrante. Estaba satisfecha por lo que acababa de decir, no por vanidad, sino porque respetaba la idea que acababa de expresar. ¡Oh, sinceridad de los jóvenes! ¡Con ella logran la victoria! Cuando se marchó fui a completar mis informes. ¡Ah, había vivido días tan terribles, que no comprendo cómo podía sonreír e interesarse por las palabras de Mefistófeles! Pero eso es la juventud... Lo esencial es que la miraba ya como mía, y

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no dudaba de mi poder sobre ella... Saben ustedes que es un sentimiento muy dulce, casi diría muy voluptuoso, el que se experimenta al sentir que ha terminado uno con las vacilaciones... Pero si sigo así, no podré concentrar mis ideas. Mas de prisa, más de prisa; no se trata de eso, ¡oh, Dios mío! ¡No!

II

PROPOSICIONES DE MATRIMONIO Esto es lo que averigüé sobre ella: Su padre y su madre habían muerto tres años antes, y había permanecido en casa de unas tías de un carácter imposible. Malas las dos desde el principio. Una de ellas, cargada con seis niños, y la otra solterona. El padre había sido empleado en las oficinas de un ministerio. Se había visto ennoblecido, pero personalmente, sin poder transmitir su nobleza a los descendientes. Todo eso me convenía. Hasta podía presentarme a ellos como habiendo formado parte de un mundo superior al de ellos. Yo era un capitán dimisionario, gentilhombre de raza, independiente, etc. En cuanto a mi caja de préstamos, las tías no podrían pensar en ella sino con respeto. Tres años hacía que aquella muchacha estaba esclava en casa de sus tías. Cómo había podido salir bien en sus exámenes, abrumada como estaba de trabajos manuales por sus parientas, era un misterio; pero había salido bien. Esto ya era una prueba de sus más que nobles inclinaciones. ¿Por qué, pues, quise casarme?... Pero, dejemos lo que a mí, se refiere; ya volveremos sobre ello dentro de poco. Aún no lo confundo todo. Daba lecciones a los niños de su tía; repasaba ropa, y por último, a pesar de su debilidad, fregaba los suelos. Hasta la golpeaban, y llegaban a echarle en cara el pan que comía. En fin, hasta supe que proyectaban venderla. Pasd sobre el fango de los detalles. Un gran almacenista, un droguero, de unos cincuenta y tantos, años de edad, que había enterrado a dos mujeres, andaba buscando su tercera víctima y se había puesto en contacto con las tías. Al principio la pequeña casi había consentido "por causa de los huérfanos" (hay que decir que rico droguero tenía hijos de sus dos matrimonios); pero al fin le tomó miedo. Entonces cuando comenzó a venir a mi casa, con el fin de procurarse dinero con que insertar anuncios en el Golos. Sus tías querían casarla con el droguero, y ella para decidirse no había obtenido más que un corto aplazamiento. La perseguían, la injuriaban. "No nos sobra la comida para que vengas a tragar a nuestra casa" Conocía estos últimos detalles y fueron los que me decidieron. La noche de aquel día, el almacenista fue a verla y le ofreció una caja de bombones de cincuenta kopeks la libra. Yo encontré el modo de hablar con la criada Loukeria en la cocina. Le rogué comunicarse secretamente a la muchacha que la aguardaba

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en la puerta y que tenía algo grave que decirle. ¡Qué contento estaba! Le expuse mis intenciones en presencia de Loukeria: "Yo era un hombre recto, bien educado, un poco original tal vez. ¿Era aquello un pecado? Me conocía y me juzgaba ¡Caray!, yo no era ni un hombre de talento ni un hombre de ingenio; desgraciadamente era un poco egoísta..." Todo aquello lo decía con cierto orgullo, declarando todos mis defectos, pero no siendo lo suficientemente torpe como para ocultar mis cualidades: "Si tengo este defecto, en cambio poseo esto, lo otro.", etc. Al comienzo la chiquilla parecía bastante asustada; pero yo seguía adelante, aunque por momentos me ensombreciese; así tenía un aire más verdadero. ¿Y qué importaba aquello, si le decía francamente que en casa comería cuanto tuviese ganas? Aquello bien valía los trajes, las visitas, el teatro y los bailes que vendrían más tarde, cuando yo hubiera triunfado por completo en mis negocios. En cuanto a mi caja de préstamos, le explicaba que si había tomado tal oficio era porque tenía un fin, y era verdad: yo tenía un fin. Toda mi vida, señores, he sido el primero en odiar mi puerca profesión; pero no era verdad que, en efecto, "me vengaba de la sociedad", según ella misma había dicho bromeando aquella misma mañana. De todos modos, estaba seguro de que el droguero debía repugnarle más que yo, y yo le producía el efecto de un libertador. ¡Comprendía todo eso! ¡Oh! ¡Qué bajezas se comprenden en la vida! Pero... ¿yo cometía una bajeza? ¡Es preciso no juzgar tan pronto a un nombre! Por otra parte... ¿es que yo no amaba ya a la muchacha? ¡Esperen!... No, no le dije que me consideraba como un bienhechor, sino al contrario, le dije que era yo quien debería estar reconocido a ella, y no ella a mí. Tal vez lo dije torpemente, pues vi dibujarse en su rostro un gesto de duda. ¡Pero iba alcanzando mi victoria! ¡Ah! A propósito, si es necesario remover todo aquel cieno, debo recordar aún una pequeña villanía mía. Para decidirla insistía sobre el punto de; que yo debía parecerle físicamente mucho mejor que el droguero. Y, para mi interior, me decía: "Sí, tú no estás mal. Eres alto y, bien plantado, de buenas maneras..." Y ¿queréis creer que allí, cerca de la puerta, vaciló largo tiempo antes de decirme que sí? ¿Podía ella poner en la balanza la figura del droguero y la mía? Na me contuve más y con bastante brusquedad la llamé al orden con un "¡Bueno! ¿Qué hay?", nada amable. Todavía vaciló un minuto... ¡Es cosa que aún hoy no me la explico! Por fin se decidió... Loukeria, la criada, corrió tras de mí, viendo que me alejaba, y casi sin aliento, me dijo: "Dios se lo pagará, señor; es usted muy bueno al salvar a nuestra señorita. ¡Unicamente, no vaya usted a decírselo, es orgullosa!" ¡Bueno! ¿Qué? ¡Orgullosa! ¡Me gustan las muchachas orgullosas! ¡Las orgullosas se ponen muy bonitas cuando... ya no les es posible dudar de nuestro poder sobre ellas. ¡Qué hombre tan vil era yo! Pero ¡qué contento estaba! Pero se me había ocurrido una idea mientras ella vacilaba aún, de pie junto a la puerta: ¡Eh —pensaba yo—, si, a pesar de todo, se dijese ella a sí misma: "De dos desgracias, vale más escoger la peor. Prefiero aceptar al almacenista. Se emborracha; pero tanto mejor. En una de

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sus borracheras me matará!" ¿Eh? ¿Creen ustedes que a ella pudiera habérsele ocurrido algo por el estilo? Aún me lo pregunto ahora. ¿Cuál de los dos era para ella peor partido? ¿Yo o el droguero? ¿El droguero o el prestamista que citaba a Goethe? ¡Es una pregunta! ¿Cómo una pregunta? Ahí está la respuesta, sobre la mesa, ¿y aún dices una pregunta? A propósito, ¿de qué se trata actualmente, de mí o de ella? ¡Eh! ¡Me he escupido encima! Más me valdría acostarme. Me duele la cabeza.

III

EL MAS NOBLE DE LOS HOMBRES...; PERO NI YO MISMO LO CREO No he pegado ojo. Pero... ¿cómo es posible dormir cuando hay algo que nos golpea en la cabeza como un martillo? Siento deseos de hacer un montón con todo este cieno que remuevo. ¡Oh, este cieno! Pero, no hay que decir, ¿fue también del cieno de donde saqué a la desgraciada? Debiera haberlo comprendido así y estarme por ello algo reconocida. Es verdad que había para mí en ello algo más que el atractivo de hacer una buena acción. Pensaba con cierto placer en que yo tenía cuarenta y un años, y ella no más que diez y seis. Esto me producía cierta impresión muy voluptuosa. Quise que nuestro matrimonio se hiciese "a la inglesa". Es decir, que después de una corta ceremonia, a la que no asistiríamos más que nosotros dos y dos testigos, uno de los cuales hubiera sido la criada Loukeria, hubiéramos tomado el tren inmediatamente para Moscú. (Precisamente tenía yo allí un negocio planteado y hubiéramos pasado dos semanas en el hotel). Pero eila se negó, y tuve que presentarme a sus tías. Consentí en lo que deseaba y no le dije nada, para no entristecerla desde el principio. Hasta hice a aquellas enfadosas tías un regalo de cien rublos a cada una y les prometí que mi esplendidez no acabaría allí. De inmediato una y otra se volvieron amables. Tuvimos una pequeña discusión con motivo del equipo. Ella no tenía casi nada y nada quería. La obligué a aceptar una canastilla de boda. De no ser yo, ¿quién podía ofrecerle algo? ¡Pero no quiero ocuparme de mí! Para abreviar, le inculqué algunas de mis ideas, me mostré solícito con ella, quizá demasiado solícito. En fin, ella me quería mucho. Me contaba su infancia, me describía la casa de sus padres... Pero pronto eché algunas gotas de agua fría sobre ese entusiasmo: tenía mi idea. Sus transportes efusivos me hallaban silencioso, benévolo, pero frío. Pronto vio que éramos distintos, que yo era un enigma para ella. ¡Y quizá sólo por eso había hecho yo toda aquella tontería! Tenía un sistema con ella. No, escuchen. ¡No se condena a un hombre sin oírle! Escuchen... Pero... ¿cómo voy a explicarles eso? Es muy difícil... En fin, miren: ella,

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por ejemplo, aborrecía y despreciaba el dinero como la mayor parte de los jóvenes. Yo no le hablaba más que de dinero. Ella abría de par en par los ojos, escuchaba tristemente y no decía nada. La juventud es generosa, pero no es tolerante. Si se va contra sus simpatías se atrae uno su desprecio... ¡Mi caja de préstamos! Pues bien, yo he sufrido mucho con ella, me he visto rechazado, arrojado a un rincón por su causa, y mi mujer, esa chiquilla de dieciséis años, ha sabido (de algunos chismosos) detalles demasiado desagradables para mí con relación a esa maldita caja de préstamos. Además, había en ello toda una historia que yo callaba, como hombre orgulloso que soy. Prefería que ella la supiese de labios de alguien que no fuese yo. Nada he dicho de ello hasta ayer. Quería que ella tuviese que adivinar qué hombre era yo, que me compadeciese después y me estimase. De todo modos, ya desde el principio quise, en cierto modo, prepararla para ello. Le expliqué que la generosidad de la juventud es algo muy hermoso, pero que no vale un céntimo. ¿Por qué? Porque la juventud la lleva en sí, cuando aún no ha vivido ni sufrido. ¡Es una generosidad barata! ¡Ah! Tomen una acción verdaderamente magnánima que no haya otorgado a su autor más que penas y calumnias, sin una pizca de consideración. ¡Eso es lo que yo estimo! Porque hay casos en que un individuo brillante, un hombre de gran valor, es presentado al mundo entero como un cobarde, cuando es el hombre más honrado que pueda existir en el mundo. Intenten algo semejante ¡Ah! ¡Caray! Veo que no me atienden... Bueno, pues yo no he hecho en toda mi vida más que llevar el peso de una acción mal interpretada... Primero ella discutió... ¡Cómo discutió! Después se calló, pero abría los ojos, ¡unos ojos inmensos! Y, súbitamente, descubrí en ella una sonrisa desconfiada, casi maligna... Con aquella sonrisa la metí en mi casa... ¡Verdad es que no tenía ya dónde ir!...

IV

PROYECTOS Y MAS PROYECTOS ¿Quién de nosostros dos empezó? No lo sé. Indudablemente, aquello estaba en germen desde el comienzo: era aún mi prometida cuando la previne de que se ocuparía, en mi oficina, de los empeños y de los pagos. No dijo nada entonces. (Fíjense en esto). Una vez en casa, hasta se puso a la tarea, con cierto celo. El alojamiento, el moblaje, todo continuó en el mismo estado. Había dos habitaciones: una para la caja, la otra donde dormíamos. Mis muebles eran pobres, hasta inferiores a los de las tías de mi mujer. Mi nicho para los iconos estaba en la habitación de la caja. En aquella en que dormíamos había un armario donde se guardaban los objetos y algunos libros (yo guardaba la llave), una cama, una mesa, y algunas sillas. Desde la época en que aún éramos novios le había yo dicho que no pensaba gastar, por día, más de un rubro en la comida (comprendida la

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alimentación de Loukeria). Según le hice saber, necesitaba reunir treinta mil rublos para dentro de tres años, y no podía apartar ese dinero mostrándome extravagante. No dijo palabra, y yo mismo fui quien aumentaba en treinta kopeks el presupuesto cotidiano. También me mostraba invariable con respecto al asunto "teatro": había dicho que nos sería imposible ir a él. Sin embargo, la llevé una vez al mes, a localidades decentes, a platea, íbamos en silencio y volvíamos lo mismo ¿Cómo fue que tan pronto nos volvimos taciturnos? Verdad es que yo lo era por algo. En cuanto la veía mirarme, acechando una palabra, encerraba en mí lo que de otro modo hubiera dicho. A veces ella, mi mujer, mostrábase expansiva hasta tenía arrebatos que la impulsaban hacia mí; pero como esos arrebatos me parecían histéricos, enfermizos, y como deseaba poseer una felicidad sana y sólida, sin hablar del respeto que exigía de su parte, reservaba a estas efusiones muy fría acogida. ¡Y cuánta razón tenía! Jamás, al día siguiente de esos días de ternura, dejaba de haber alguna disputa. No, nada de disputas. Por su parte, una actitud insolente. Sí, aquel rostro, en otro tiempo tímido, adoptaba una expresión cada vez más arrogante. Me divertía entonces haciéndome todo lo odioso que podía, y estoy seguro de que, más de una vez, logré exasperarla. ¡Sin embargo, ella no tenía razón! Bien sabía yo que lo que la excitaba era la pobreza de nuestra vida; pero... ¿no la había yo sacado del cieno? ¡Era económico, pero no avaro! Gastaba lo necesario. Hasta consentía en pequeños gastos para cosas superfluas, por ejemplo, para la ropa. La limpieza, en el marido, agrada a la mujer. Dudaba que ella se dijese: "Esa muestra de economía sistemática hecha por el hombre que tiene un' fin es una demostración de la firmeza de su carácter". Ella misma fue la que renunció al teatro, pero mostrando una sonrisa cada vez más burlona; yo me encerraba en el silencio. Me guardaba también rencor por mi caja de préstamos. Pero una mujer que ama de verdad llega a excusar hasta los vicios de su marido, con más razón una profesión poco decorativa. Pero carecía de originalidad; las mujeres carecen a menudo de originalidad. ¡Es original eso que está sobre la mesa! ¡Oh! ¡Oh! Entonces estaba convencido de su amor. ¿No se colgaba a menudo de mi cuello? Si lo hacía es que me amaba, o, en fin, que trataba de amarme. Entonces ¿qué? ¿Tan gran culpable era yo porque prestase sobre prendas? ¡Prestamista! ¡Prestamista! Pero... ¿no podía ella adivinar que para que un hombre de una nobleza auténtica, de alta nobleza, se hubiese convertido en prestamista, debía de haber sus razones? ¡Las ideas, las ideas, señores, vean lo que llegaría a ser tal idea si se la expresase con ayuda de ciertas palabras! ¡Sería idiota, señores, completamente idiota! ¿Por qué? ¡Porque somos todos unos ignorantes y no toleramos la verdad! Además, ¿sé algo? ¡Recontra! ¿No estaba en mi derecho al querer asegurar mi porvenir abriendo aquella caja? ¡Han renegado de mí ustedes —ustedes son los hombres—, me han arrojado de su lado cuando me sentía lleno de amor hacia ellos! ¡A mi sacrificio han respondido con una injuria que me despretigia para toda mi vida! ¿No tenía el derecho, entonces, de poner más adelante espacio entre ellos y yo, de retirarme a

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alguna parte con treinta mil rublos, sí, al Sur, a Crimea, no importa donde, a una propiedad comprada con esos treinta mil rublos, lejos de todos, con un ideal en el alma, una mujer amada junto a mi corazón y una familia, si Dios lo quería? ¡Hubiera hecho bien a los campesinos, en torno mío! Pero ya ven, esto, que contado es tan hermoso, si se lo hubiese dicho a ella hubiera sido imbécil. Por eso me callaba, orgullosamente. ¿Me hubiera ella comprendido? ¿A los dieciséis años? ¿Con la ceguera, la falsa magnanimidad de las "almas hermosas"? ¡Ah, esa alma hermosa! ¡Era mi tirano, mi verdugo! Sería injusto conmigo mismo si no lo dijese. ¡Ah! ¡La vida de los hombres está maldita! ¡La mía más que las otras! ¿Qué había de reprensible en mi plan? Todo en él era claro, neto, honorable, puro como el cielo; severo, altivo, desdeñoso de los consuelos humanos, sufriría en silencio. No mentiría jamás. Ella vería mi magnanimidad, más tarde, cuando lo comprendiese. Entonces caería a mis pies, de rodillas. Ese era mi plan. Me olvidaba algo. Pero no, allí no podía... Basta, basta... Valor, hombre; sé orgulloso. Tú no eres el culpable. ¿Y no he de decir la verdad? ¡La culpable es ella, ella!

V

LA TÍMIDA SE REBELA

Estallaron las disputas. Quiso ella tasar por su cuenta, elevando el valor de los objetos empeñados. Sobre todo en el asunto de aquella maldita viuda de un capitán. Se presentó a empeñar un medallón, un regalo de su difunto esposo. Yo daba por él treinta rublos. Lloriqueaba para que le conservase el objeto. Pero, ¡caray! , sí, se lo guardaríamos. Algunos días más tarde quiso cambiarlo por un brazalete que valdría unos ocho rublos. Me negué terminantemente, como era justo. Era indudablemente que la muy picara debió ver algo en los ojús de mi mujer, pues volvió en m? ausencia y mi mujer le devolvió el medallón. Cuando supe el asunto, traté de razonar con mi pródiga, despacio, con prudencia. En aquel momento estaba sentada sobre su cama; con un pie golpeaba el suelo, en el cual tenía fijos los ojos; aún seguía con su maligna sonrisa. Como no quería contestarme, le hice observar amablemente que el dinero era mío. Se puso bruscamente en pie, estremecióse toda y comenzó a patalear. Estaba como un animal rabioso. Señores, una fiera en el paroxismo de la furia. Me sentí asombrado, embrutecido; sin embargo, con la misma voz tranquila manifestaba yo que, en lo sucesivo, no volvería a tomar parte en mis operaciones. Se me rió, en pleno rostro, y salió, de nuestra casa. Está claro que, estaba acordado, no saldría nunca de casa sin mí; era uno de los artículos de nuestro pacto. Volvió por la noche; y no le dirigí la palabra. Al día siguiente volvió a salir lo mismo; al otro día, igualmente. Cerré mi caja, y me fui en busca de las tías. No las había vuelto a ver desde el día de la boda. ¡Cada uno

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en su casa! ¡Si mi mujer no estaba en su casa se burlarían de mí! ¡Perfectamente! Pero, por cien rublos, supe de la menor todo cuanto quería saber. Al otro día me puse al corriente: "El objeto de la salida, me dijo, es un cierto teniente Efimovitch, un compañero suyo de regimiento." Aquel Efimovitch había sido mi encarnizado enemigo. Desde hacía algún tiempo simulaba venir a empeñar diferentes cosas a mi casa y a reírse con mi mujer. No daba a aquello ninguna importancia; sólo una vez le había rogado que se fuese a empeñar sus chucherías a otra parte. Por su parte no veía más que una insolencia. Pero la tía me reveló que había ya tenido una cita. Y que todo aquello estaba urdido por una de sus conocidas, una tal Julia Samsonovna, viuda de un coronel. "A casa de esa Julia es adonde va vuestra mujer". Abrevio: mis pasos me costaron trescientos rublos; pero, gracias a la tía, pude colocarme de manera que pudiera oír lo que se dijera entre mi mujer y el oficial, en la cita siguiente. Pero olvido que antes del día en que debía verificarse ocurrió una escena en nuestra casa. Mi mujer volvió una noche y se sentó sobre su cama. Su rostro tenía una expresión que me hizo recordar que desde hacía dos meses se había transformado su habitual carácter. Hubiérase dicho que meditaba una rebeldía, y que tan sólo su timidez la impedía pasar de la hostilidad muda a la lucha franca. Por fin, habló: —¿Es verdad que te expulsaron del regimiento porque tuviste miedo de batirte a duelo? —preguntó ella, con un tono violento. Sus ojos brillaban. —Es cierto. Los oficiales me rogaron que abandonase el regimiento, aunque yo había presentado mi dimisión, por escrito. —¡Te expulsaron... por cobardía! —En efecto; tuvieron el error de tachar mi conducta de cobardía... Pero si me había negado a batirme no fue porque fuese cobarde, sino porque era demasiado orgulloso para someterme a no sé qué sentencia que me obligaba a batirme entonces, cuando no me consideraba ofendido. Daba prueba de mucho más valor al no obedecer a un despotismo abusivo que al ir al terreno de duelo, por cualquier cosa. Había en aquellas palabras algo así como una excusa; eso era lo que ella quería; se echó a reír maliciosamente... —¿Es cierto que después pisaste las aceras de Petersburgo durante tres años como un vagabundo? ¿Que pediste limosna, durmiendo en los billares? —También dormí en el asilo nocturno de Viaziemsky. Pasé días terribles, de mal en peor, después de mi salida del regimiento; supe lo que era la miseria, pero no lo que era perder la moral. Y ya ves que la suerte ha cambiado. —¡Oh! ¡Ahora eres una especie de personaje! ¡Un financista! Aludía a mi caja de préstamos, pero supe contenerme. Vi que estaba deseosa de oírme detalles humillantes para mí, y tuve buen cuidado de no dárselos. Un cliente llamó muy a tiempo.

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Una hora más tarde se vistió para salir, pero antes de irse se detuvo ante mí y me dijo: — ¡No me contaste nada de todo eso antes de nuestra boda! No contesté y salió. Al día siguiente me hallaba detrés de la puerta del cuarto donde ella estaba con Efimovitch. Tenía un revólver en mi bolsillo. Pude... verles. Estaba sentada, vestida del todo, cerca de la mesa, y Efimovitch se pavoneaba ante ella. No ocurrió más que lo que yo preveía; me apresuro a decirlo por mi honor. Evidentemente, mi mujer había meditado ofenderme del modo más grave, pero, en el último instante, no podía resignarse a semejante caída. Hasta acabó por burlarse del teniente, por abrumarle a sarcasmos. El malvado, enteramente desconcertado, se sentó. Repito, por mi honor, que no esperaba otra cosa de su parte; había ido allí seguro de la falsedad de la acusación, aunque llevase el revólver. Cierto que pude saber hasta qué punto me odiaba, pero tuve también prueba absoluta de su pureza. Corté en seco la escena abriendo la puerta. Efimovitch tembló; tomé a mi mujer por la mano y la invité a salir de allí conmigo. Recobrando su presencia de ánimo, Efimovitch se retorcía de risa. —¡Oh! —dijo éste—, no protesto contra los sagrados derechos del esposo; llévesela, llévesela. Pero —se aproximó a mí un poco calmado— aunque un hombre honrado no deba batirse con usted, me pongo a sus órdenes por respeto a la señora, si es que usted consiente en exponer su piel. —¿Lo oyes? —dije a mi mujer; y la hice salir conmigo. No me opuso la menor resistencia. Parecía sumamente digustada. Pero la impresión le duró muy poco. Al entrar en casa recobró su irónica sonrisa, aunque siguiese estando pálida como una muerta y tuviese la convicción de que iba a matarla. ¡Sería capaz de jurarlo! Pero sencillamente saqué el revólver del bolsillo y lo arrojé sobre la mesa. Este revólver, recuérdenlo bien, ella lo conocía, sabía que estaba siempre cargado por causa de mi caja. Porque, en mi casa, no quiero ni monstruosos perros de guarda, ni criados gigantes, como, por ejemplo, el de Moser. La cocinera es quien abre a mis clientes. De todos modos, una persona de nuestra profesión no puede permanecer sin un medio cualquiera de defensa. De ahí el revólver. Aquel revólver mi mujer lo conocía; recuérdenlo bien: le había explicado su mecanismo, hasta le había hecho una vez tirar con él al blanco. Seguía estando muy inquieta, lo veía claramente, en pie, sin pensar en desnudarse. Sin embargo, al cabo de una hora se acostó, pero vestida, sobre un sofá. Era la primera vez que no compartía mi lecho. Recuerden también este detalle.

VI

UN RECUERDO TERRIBLE

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Al día siguiente, por la mañana, me desperté a eso de las ocho. El cuarto estaba muy claro; vi a mi mujer en pie, cerca de la mesa, con el revólver en la mano. No se dio cuenta de que me había despertado y de que la estaba mirando. De repente se aproximó a mí, siempre con el revólver en la mano. Cerré rápidamente los ojos y fingí dormir profundamente. Vino hasta la cama y se detuvo ante mí. No hacía ruido alguno, pero "yo escuchaba el silencio". Aún abrí los ojos, a pesar mío, pero apenas. Sus ojos se encontraron con los míos, que volví en seguida a cerrar, resuelto a no moverme más, pasase lo que pasase. El cañón del revólver estaba apoyado sobre mi sien. Suele ocurrir que un nombre dormido abra los párpados algunos segundos sin despertarse por eso. Pero que un hombre despierto cierre los ojos después de lo que yo había visto; es increíble, ¿verdad? Sin embargo, quizá ella pudo darse cuenta de algo. ¡Oh! ¡Qué torbellino de ideas agitó mi desgraciada cabeza! Si ha comprendido, me dije, la aplasta ya la grandeza de mi alma, i ¿Qué piensa de mi valor? Aceptar de este modo el recibir la muerte de su mano sin unaí tentativa de resistencia, ni espanto, evidentemente... ¡Su mano es la que va a temblar! La conciencia de que lo he visto todo puede detener su dedo, puesto ya sobre el gatillo... Continuó el silencio; sentí el frío cañón del revólver apoyarse más fuertemente sobre mi sien, junto a mis cabellos. Me preguntarán ustedes si tuve esperanza de salvarme; les responderé, como si estuviese ante Dios, que todo lo más que veía era una probabilidad de escapar a la muerte contra cien probabilidades de recibir el fatal golpe. ¿Luego me resigné a morir?, me -seguirán preguntando. ¡No sé! , les responderé. ¿Qué valía la vida desde el momento en que era el ser adorado quien quería matarme? Si adivinó que no dormía, debió comprender el extraño duelo que se desarrollaba entonces entre nosotros dos: entre ella y el "cobarde", expulsado del regimiento por sus compañeros. Quizá no pasaba nada de todo esto; hasta tal vez no pensase yo todo eso en aquel instante; pero, entonces, ¿cómo es que desde entonces, apenas si he pensado en otra cosa? Aún me harán ustedes otra pregunta: ¿Por qué no la salvaba yo de su crimen? Más tarde me interrogué muchísimas veces en esa forma, cuando, dejándome helado aún el recuerdo, pensaba en aquel instante. Pero... ¿cómo podía salvarla yo, que iba a perecer? ¿Quería yo tal cosa, por lo menos? ¿Quién sería capaz de decir lo que yo sentía entonces? Sin embargo, el tiempo pasaba; reinaba un silencio de muerte. Ella seguía estando de pie, junto a mí, y... bruscamente me estremeció una esperanza. Abrí los ojos... ¡Ya no estaba en el cuarto! Salté de la cama. Había vencido. Estaba derrotada para siempre. Fui a tomar el té. Me senté en silencio a la mesa. De repente, la miré. También ella, más pálida aún que el día anterior. Tuvo una sonrisa indefinible. En sus ojos leí una

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duda: "¿Lo sabe? ¿Sí o no? ¿Ha visto? " Aparté mis miradas con una actitud de indiferencia. Después del té cerré mi caja. Me fue al bazar a comprar una cama de hierro y un biombo. Hice poner aquella cama en el salón y la rodeé con el biombo. Aquella cama era para ella. Pero no se lo dije. Ella, viéndola, comprendió que yo lo había visto todo. ¡Y no había duda! A la noche siguiente dejé mi revólver sobre la mesa, como siempre. Acostóse en silencio en su nuevo lecho. El matrimonio quedaba roto. Estaba "vencida y no perdonada". Aquella misma noche tuvo el ataque. Guardó cama durante seis semanas.

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SEGUNDA PARTE I

EL SUEÑO DEL ORGULLO Hace un momento me ha declarado Loukeria que no seguirá en mi casa, quese marchará en seguida, después del entierro de Ia señora. He intentado rogar, pero en vez de rogar he pensado, y todos mis pensamientos son enfermizos. Es también muy extraño que no pueda dormir. Después de las grandes penas, siempre se sufre una crisis de sueño. Dicen también que los condenados a muerte duermen con un sueño profundo su última noche. Es casi cosa obligada. La naturaleza lo quiere así. Me he echado sobre el sofá y... no he podido dormirme.

* * * Durante las seis semanas de la enfermedad de mi mujer la hemos cuidado Loukeria y yo, con ayuda de una hermana del hospital. No he economizado dinero alguno. Quería gastar todo cuanto fuera preciso y —más— por ella. Llamé como médico a Schréder, pagándole las visitas a diez rublos cada una. Cuando recobró el conocimiento, me dejé ver menos en su cuarto. Por otra parte, ¿por qué cuento yo todo esto? Cuando pudo ya levantarse se sentó en mi cuarto, en una mesa separada, una mesa que le compré entonces. Apenas hablábamos, y nada más que de los sucesos cotidianos. Mi taciturnidad era algo buscada, pero vi que tampoco ella tenía deseos de hablar. Aún siente demasiado viva su derrota, pensaba yo; es preciso que olvide y se acostumbre a su nueva situación. Así, pues, casi siempre callábamos. Nadie sabrá nunca hasta qué punto sufrí por tener que ocultar mi pena durante su enfermedad. Lloraba en mi interior sin que la misma Loukeria pudiera darse cuenta de mis angustias. Cuando mi mujer estuvo mejor, resolví callarme el mayor tiempo posible acerca de nuestro porvenir, dejarlo todo en el mismo estado. De este modo pasó todo el invierno. Ya ven que desde que dejé el regimiento, después de haber perdido mi reputación de hombre de honor, he sufrido constantemente. Se habían también portado conmigo de la manera más tiránica posible. Es necesario decir que mis compañeros no me querían, según decían, a causa de mi carácter difícil, ridículo. Lo que parece hermoso y elevado, no sé por qué, hace reír a nuestros compañeros. Además, hay que decir que nunca me han querido en lugar alguno: en la escuela como fuera de ella. La misma Loukeria no me puede sufrir. Lo que me ocurrió no hubiera sido nada

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a no ser por la animadversión de mis compañeros. Y es cosa bastante triste, para un hombre inteligente, el ver destrozada su carrera por una tontería. He aquí la desgracia de que he sido víctima. Una noche, en el teatro, durante el entreacto, entré en el buffet. Un oficial de húsares, A..., penetró en la cantina y, en voz alta, en presencia de varios oficiales y de otros espectadores, comenzó a hablar con dos de sus compañeros de graduación de un capitán de mi regimiento, llamado Bezoumetsev. Afirmaba que este capitán estaba borracho y había producido un escándalo. En aquello había un error. El capitán Bezoumetsev no estaba borracho ni había hecho nada escandaloso. Los oficiales pusiéronse a hablar de otra cosa y el incidente terminó allí. Pero al día siguiente se supo la historia en el cuartel, y en seguida corrió la especie de que era yo un único oficial del regimiento presente cuando A... se había ocupado tan insolentemente de Bezoumetsev, y que no le había desmentido. ¿Por qué iba yo a intervenir? Si A... estaba agraviado contra Bezoumetsev eso era cuenta suya, y yo no tenía por qué mezclarme en la querella. Pero se les ocurrió pensar que el asunto tenía que ver con el honor del regimiento, y que había obrado mal no saliendo en defensa de Bezoumetsev; que dirían que nuestro regimiento contaba con oficiales menos puntillosos que los demás sobre el honor; que no tenía más que un medio de rehabilitarme: pedir una explicación a A... Me negué a ello, y como me sentía irritado por el tono de mis compañeros, mi negativa tomó una forma bastante altiva. Presenté en seguida mi dimisión y me fui de allí, orgulloso, pero con el corazón destrozado. Conmovióse mi espíritu hondamente, me abandonó mi energía. Aquel momento fue escogido por mi cuñado de Moscú para disipar el poco capital que nos quedaba. Mi parte era muy reducida, pero como no tenía otra cosa me encontré en la calle, sin ni siquiera un cuarto. Hubiera podido encontrar algún empleo, pero no lo busqué. Después de haber vestido tan brillante uniforme no podía resignarme a ser empleado en alguna oficina del ferrocarril. Si era para mí una vergüenza, que fuese una vergüenza; ¡tanto peor! Después de esto tengo tres años de horribles recuerdos; en aquélla época es cuando conocí el asilo de Viaziemski. Un año y medio hace que murió en Moscú mi madrina. Era una anciana muy rica, y, con gran sorpresa mía, me dejó tres mil rublos. Reflexioné, y en seguida quedó fijada mi suerte. Me decidí a abrir esta caja de préstamos sin preocuparme de lo que de mí pudiera, pensarse; ganar dinero, con el fin de poder retirarme a alguna parte, lejos de los recuerdos antiguos —tal fue mi plan—. Y, sin embargo, mi triste pasado y la conciencia de mi deshonor me han perseguido siempre, me han hecho sufrir en todo momento. Entonces fue cuando me casé. Al llevar a mi mujer a mi casa creí introducir una amiga en mi vida. ¡Estaba tan necesitado de amistad! Pero comprendí que era preciso preparar a esta amiga a la verdad, que no podía comprender claramente ¡con sus dieciséis años y con tantos prejuicios! Sin ayuda de la casualidad, sinj aquella escena del revólver, ¿cómo hubiera podido demostrarle que no era un cobarde? Desafiando aquel revólver rescaté todo mi pasado, Eso no se supo fuera,

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pero lo supo ella, y eso me bastó. ¿No lo era ella todo para mí? ¡Ah! ¿Por qué se enteró de la otra historia, por qué se unió a mis enemigos? Sin embargo, yo no podía pasar por más tiempo ante sus ojos como un cobarde. De este modo transcurrió todo el invierno. Siempre aguardaba yo algo que no venía. Me gustaba mirar, a escondidas, a mi mujer, sentada ante su mesita. Se ocupaba en coser ropa blanca o leía, sobre todo, por la noche. Jamás iba a parte alguna, ya no salía nunca. A veces, sin embargo, le hacía dar una vuelta al caer la tarde. No nos paseábamos sin hablar como antes. Yo trataba de entablar conversación, sin abordar ninguna explicación, pues todo aquello lo guardaba para más adelante. Jamás vi durante todo el invierno detenerse en mí su mirada. "¡Es timidez, pensaba yo; es debilidad; déjala hacer y por sí misma volverá a ti! " Me gustaba mucho halagarme con esa esperanza. Algunas veces, sin embargo, me divertía en cierto modo recordando mis agravios, excitándome en contra suya. Pero jamás logré odiarla. Comprendía que era en mí un juego aquel atizar mis oídos... Había roto el matrimonio al comprar la cama y el biombo; pero no sabía mirarla como enemiga, como a una criminal. Le había perdonado completamente su crimen desde el primer día, aún antes de haber comprado la cama. En suma, yo mismo me asombraba, pues tengo un carácter más bien severo. ¿Era aquello por verla tan humillada, tan vencida? La compadecía, aunque la idea de su humillación me agradase. Durante este invierno hice expresamente algunas buenas acciones. Perdoné sus deudas a los deudores insolventes y adelanté dinero a una pobre mujer sin exigirle nada. Si mi mujer lo supo no fue por mí; no deseaba que ella lo supiese; pero la pobre desgraciada vino voluntariamente a darme las gracias, casi de rodillas, en su presencia. Me pareció que mi mujer había apreciado mi procedimiento. Pero volvió la primavera. El sol iluminó de nuevo nuestra melancólica vivienda. Y entonces fue cuando la venda se desprendió de mis ojos. Vi claro en mi alma oscura y torpe, comprendí lo que mi orgullo tenía de diabólico. Y fue entonces, de pronto, cuando aquello sucedió, una tarde, a eso de las cinco, antes de la cena.

II

EL VELO CAE SÚBITAMENTE Hace un mes noté en mi mujer una melancolía más profunda que lo habitual. Trabajaba sentada, inclinada su cabeza sobre un bordado, y no vio que la estaba mirando. La examiné con más atención de lo que solía otras veces hacerlo, y me conmovió su delgadez y su color pálido. Desde hacía algún tiempo la oía toser con una tosecilla seca, sobre todo durante la noche; pero no me cuidaba de ello... Pero

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aquel día corrí a casa de Schréder para rogarle que viniese en seguida. No pudo hacer su visita hasta el día siguiente. Asombróse mucho al verle. —Pero... ¡si estoy muy bien! —dijo, con una vaga sonrisa. A Schréder no pareció preocuparle mucho su estado (estos médicos son muchas veces de una despreocupación que me hace despreciarles); pero cuando quedó solo conmigo, en otra habitación, me dijo que aquello eran residuos de la enfermedad que había tenido; que convendría marchar fuera en primavera, instalarnos a orillas del mar o en el campo. En suma, no derrochó palabras. Cuando hubo partido, mi mujer me repitió: —Pero ¡si estoy bien, completamente bien...! Enrojeció, y no comprendí aún por qué enrojecía. Avergonzábase de que fuese todavía su marido. Pero entonces no la comprendí. Un mes más tarde, en una tarde clara de sol, yo me hallaba sentado ante la caja haciendo mis cuentas. De pronto oí a mi mujer que cantaba muy bajito en su cuarto. Aquello me causó una impresión fulminante. Jamás había cantado desde los primeros días de nuestra boda, cuando podía entretenernos estar tirando al blanco o niñerías por el estilo. En aquella, época su voz era bastante fuerte, no muy afinada, pero fresca y agradable. Pero entonces aquella voz era muy débil, tenía algo roto, estropeado... Tosió, luego volvió a cantar más bajo aún. Se burlarán de mi inquietud, pero no es posible decir lo que me preocupó aquello. Si ustedes quieren, no es que le tuviese compasión; aquello era en mí algo como una extraña y terrible perplejidad. Había también en. mi sentimiento algo de herido, de hostil. "¡Cómo canta! ¿Es que se ha olvidado de lo ocurrido entre nosotros?" Completamente agitado, tomé mi sombrero y salí. Loukeria me ayudó a ponerme el abrigo. —¡Está cantando! —le dije sin querer. La criada me miró sin comprender. —¿Es la primera vez que canta? —repuse. —¡No! Canta algunas veces, cuando usted no está en casa. Me acuerdo bien de todo. Bajé la escalera, salí a la calle y caminé al azar. Llegué a la esquina de la calle, me detuve y miré a los transeúntes. Tropezaban conmigo, pero yo no me preocupaba. Llamé a un cochero y le dije que me llevara al Puente de la Policía. ¿Por qué? Después me rehice bruscamente, di veinte kopeks al cochero por su molestia y me alejé de allí hacia casa, como en éxtasis. La nota cascada de la voz sonaba en mi alma. Y el velo cayó. Si cantaba tan cerca de mí era que me había olvidado. Aquello era terrible, pero me extasiaba. ¡Y había yo pasado todo el invierno sin darme cuenta! ¡Ya no sabía dónde estaba mi alma! Subí precipitadamente a casa, entré con timidez. Seguía sentada junto a su labor, pero ya no cantaba. ¡Con qué indiferencia me miró! ¡Como se mira al primer recién llegado! Me senté junto a ella. Intenté decirle lo primero que se me ocurrió: "Hablemos...

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sabes...", balbuceé. Le tomé la mano. Ella se echó hacia atrás, como atemorizada, y después me miró con severa extrañeza; sí, era severa, severa su extrañeza. Parecía decirme: " ¡Cómo, aún te atreves a pedirme amor! " Callaba, pero yo comprendía su silencio. Me arrojé a sus pies. Ella se levantó, pero yo la retuve. ¡Ah, qué bien comprendía mi desesperación! Pero al mismo tiempo experimentaba un arrebato tal, que me creí morir. Lloraba, hablaba, sin saber lo que decía... Parecía avergonzada por verme postrado ante ella. Besaba sus pies; retrocedió y besé el sitio que sus pies habían ocupado sobre el suelo. Ella se echó a reir, a reir de vergüenza, creo yo. ¡Ah! ¡Risa de vergüenza! Se aproximaba un ataque de nervios, lo estaba viendo, pero no podía dejar de balbucir. —¡Dame el borde tu vestido para que lo bese! ¡Quiero pasarme la vida así, a tus pies! De repente se presentó el ataque. Comenzó a sollozar, temblando de la cabeza a los pies. La llevé a su cama. Cuando se sintió un poco más tranquila tomó mis manos y me rogó que me calmase. Volvió otra vez a llorar. En toda la velada no me aparté de su lado. Le dije que la llevaría a los baños de mar, a Boulogne, dentro de dos semanas; que tenía una vocecilla tan débil, tan destrozada; que vendería mi caja de préstamos a Dobronvavov; que en Boulogne comenzaría una vida nueva... Me escuchaba, pero cada vez más asustada. Sentía un loco deseo de besar sus pies. —No te pediré nada más, nada más —repetía yo—. No me contestes, no te preocupes de mí; permíteme únicamente mirarte. Quiero ser para ti como una cosa, como un perrillo. —¡Y yo que pensaba que me dejarías... aparte! —dijo ella sin querer... ¡Oh! Fueron aquellas las.palabras más decisivas, las más fatales de la velada, las que me hicieron comprenderlo todo. Al hacerse de no-che estaba sin fuerzas. Le supliqué que se acostase. Durmió profundamente. Yo, hasta la mañana no pude descansar. A cada instante me levantaba, en silencio, para ir a mirarla. Me retorcía las manos viendo a aquel pobre ser enfermo sobre aquella humilde camita de hierro que me había costado tres rublos. Me ponía de rodillas, pero no me atrevía a besar sus pies mientras dormía (¡sin su permiso!). Loukeria no se acostó. Parecía vigilarme; salía a cada momento de la cocina. Le dije que se acostase, que se tranquilizase, que al día siguiente "empezaría una nueva vida". Creía en lo que decía. Creía locamente, ciegamente. ¡Me inundaba el éxtasis! ¡No aguardaba más que la aurora del siguiente día! No creía en ninguna inminente desgracia, a pesar de lo que había visto. "Mañana se despertará, me dije, y le explicaré todo; todo lo comprenderá." Y el proyecto del viaje a Boulogne me entusiasmaba; Boulogne era la salud, el remedio de todo; ¡en Boulogne estaba la esperanza! ¡Con qué ansiedad esperaba la mañana!

III

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LO COMPRENDO DEMASIADO

¡De todo esto no hace más que cinco días! Al día siguiente me oyó sonriendo, a pesar de estar asustada, y durante cinco días siguió asustada y como avergonzada. En algunas ocasiones hasta se mostró presa de un gran miedo. ¡Habíamos llegado a ser tan extraños el uno al otro! Pero no me detuvieron sus temores, pues brillaba en mí la nueva esperanza. Debo decir que cuando se despertó (era el miércoles por la mañana) cometí un gran error; le hice una confesión demasiado brutal y sincera. No, le oculté lo que hasta entonces me había casi ocultado a mí mismo. Le dije que durante todo el invierno había seguido creyendo en su amor; que la caja de préstamos era una especie de expiación que yo me imponía. En la cantina del teatro, en efecto, había sentido miedo, pero miedo de mi propio carácter, y además, el lugar donde me hallaba parecíame un sitio mal escogido para una provocación, un sitio idiota, y temía, no al duelo, sino a la apariencia idiota de un duelo nacido allí, en una cantina. Había sufrido después con aquella historia miles de tormentos, y tal vez no me había casado con ella más que para atormentarla, para vengarme sobre alguien de mis propias torturas. Hablaba como si delirase, mientras ella me tomaba las manos, pidiéndome que me callase. —¡Exageras! —decía—, te atormentas voluntariamente. Lloraba y me suplicaba que tratase de olvidar. Pero yo no callaba. Volvía a mi idea de Boulogne, donde nuestro destino se iluminaría con un nuevo rayo de sol. Desatinaba. Traspasé mi caja de préstamos a Dobronvovov. Propuse a mi mujer repartir entre los pobres todo cuanto había ganado, no conservar más que los tres mil rublos de mi madrina, con los cuales nos iríamos a Boulogne. Después volveríamos a Rusia e intentaríamos vivir de nuestro trabajo. Me detuve en aquello porque no decía nada en contra. Callaba y sonreía. Creo ahora que sonrió sólo por delicadeza, para no afligirme. Comprendí que me excedía, pero no supe callarme. Le hablaba de ella y de mí sin cesar. Llegué hasta a contarle yo no sé qué de Loukeria; pero siempre volvía a insistir en aquello que me atormentaba. Durante estos cinco días ella misma se animó una o dos veces; me habló de libros, se echó a reir al pensar en la escena de Gil Blas con el arzobispo de Granada, que había leído. ¡Qué risa infantil la suya! ¡La risa del tiempo en que todavía éramos novios! Pero, ¡ay! , ante mi entusiasmo, creyó que le pedía amor, yo, el marido, cuando ella no había ocultado que esperaba "ser dejada aparte". ¡Sí, qué mal hice mirándola extasiado! Sin embargo, ni una vez me manifesté como marido qué reclamaba sus derechos. Era, sencillamente, como si estuviera rezando ante ella. Pero le dije, tontamente, que su conversación me transportaba, que la consideraba mucho más instruida e inteligente que yo. Fui lo bastante loco para exaltar ante ella mis sentimientos de alegría y de orgullo en el momento en que, oculto tras la

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puerta, había escuchado su conversación con Efimovitch, cuando había asistido a aquel duelo de la inocencia contra el vicio. ¡Cuánto había admirado su ingenio, saboreado sus burlas, sus finos sarcasmos! Me contestó que seguía exagerando; pero, de repente, se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Volví a caer a sus pies, y todo acabó en un ataque de nervios, que dio en el suelo con ella... Era ayer de noche, ayer noche... y la mañana... ¡Qué loco estoy! ¡La mañana era esta mañana, hoy, hace un momento! Cuando, un poco rehecha, levantóse esta mañana, tomamos el té juntos. Su tranquilidad era admirable; pero bruscamente se levantó, y aproximándose a mí, juntó las manos, diciendo que era una criminal, que lo sabía, que su crimen la había atormentado durante todo el invierno, que la atormentaba aún, y se sentía abrumada por mi generosidad. —¡Oh! ¡Ahora seré siempre una mujer fiel! ¡Te amaré y te estimaré! Me colgué de su cuello, la besé, besé sus labios como un marido que vuelve a encontrar a su mujer después de una larga separación. ¿Para qué la abandoné entonces durante dos horas, el tiempo de ir en busca de nuestros pasaportes para irnos al extranjero? ¡Oh, Dios mío, si hubiese vuelto cinco minutos antes!... ¡Oh, aquel grupo de gente junto a nuestra puerta! ¡Aquellas gentes que me miraban! ¡Oh, Dios mío! Loukeria dijo (¡ahora ya no me separaré de Loukeria por nada del mundo! ¡Loukeria lo ha visto todo este invierno!) que durante mi ausencia, quizá veinte minutos antes de mi regreso, había entrado en el cuarto de mi mujer para pedirle algo, no sé qué, y que mi mujer había sacado del armario el icono, la santa imagen de que ya he hablado... El icono estaba ante ella, sobre la mesa... Mi mujer debía de haber rezado... Loukeria le preguntó: —¿Qué tiene usted, señora? — ¡Nada, Loukeria, nada!... Espere usted, Loukeria... Y la besó. —¿Es usted feliz, señora? —Sí, Loukeria. —Hace mucho tiempo que el señor debiera haberle pedido a usted perdón. ¡Más vale así, que se hayan ustedes reconciliado! ¡Alabado sea Dios! —Está bien, Loukeria, está bien. Vayase usted. Mi mujer sonrió, pero sonrió de una manera rara, tan rara, que Loukeria no permaneció más que diez minutos fuera de la habitación, volviendo inopinadamente para ver lo que hacía. Estaba de pie, muy cerca de la ventana, y tan pensativa, que no la oyó entrar. Se volvió sin verla; seguía sonriendo. Salió. Pero apenas la había perdido de vista, oyó abrir la ventana. Volvió para decirle que hacía fresco, que podía enfriarse. Pero se había subido sobre el alféizar, estaba de pie, rígida, teniendo en la mano la imagen santa. Asustada, la llamó: "¡Señora, señora!" Hizo un movimiento como para

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volverse hacia ella; pero en lugar de eso pasó la pierna sobre el barrote del antepecho, apretó la imagen contra su pecho y se lanzó al espacio.

* * * Cuando entré, todavía estaba caliente. Había allí gente que se me quedó mirando. De pronto me abrieron paso. Me aproximé a ella. Estaba tendida. La imagen, sobre ella. La miré largo tiempo. Todo el mundo me rodeó, me habló. Dicen que hablé con Loukeria, pero no me acuerdo más que de un hombrecito que se repetía incesantemente: —Le ha brotado de la boca un chorro de sangre como un puño de grueso. Me mostraba la sangre en el cuarto y volvía a decir: —¡Como el puño! ¡Como el puño! Toqué la sangre con el dedo, miré el dedo, mientras el otro insistía: —¡Como el puño! ¡Como el puño!

IV

ME RETRASE CINCO MINUTOS ¡Oh, no es posible! ¡Es inverosímil! ¿Por qué ha muerto esta mujer?... ¡Comprendo, comprendo! Pero...¿por qué ha muerto? Ha tenido miedo de mi amor. Se diría: "¿Puedo someterme a él? ¿Sí o no?" Y esta pregunta la habrá enloquecido, prefiriendo morir. Lo sé, lo sé. ¡No era cosa de romperse la cabeza! Pero... había prometido demasiado y pensaba que no le era posible cumplir sus promesas. Pero... ¿por qué ha muerto? Yo la hubiese "dejado aparte" si así lo hubiera deseado. Pero no, no es eso. Pensó que tendría que quererme a las buenas, honestamente, no como si se hubiese casado con el prestamista. No ha querido engañarme queriéndome a medias. Era demasiado honrada, y eso ha sido todo. ¡Y yo que trataba de inculcarle cierta amplitud de conciencia! ¿Se acuerdan ustedes? ¡Qué extraña idea! ¿Me estimaba? ¿Me despreciaba? ¡Y decir que en todo el invierno se me ha ocurrido la idea de que podía despreciarme! Estaba completamente convencido de todo lo contrario hasta el momento en que me miró tan extrañada, ya recuerdan ustedes, con aquella severa extrañeza. Entonces fue cuando comprendí que podía despreciarme. ¡Ah! ¡Cómo consentiría en que me despreciase eternamente, con tal de que viviese! Hace poco hablaba aún, andaba, estaba ahí. Pero... ¿por qué arrojarse por la ventana? ¡Ah! ¡Qué poco pensaba yo en ello hace apenas cinco minutos! He llamado a Loukeria. Por nada del mundo dejaría que se fuese. ¡Ahora, por nada del mundo! Pero ¡podíamos tan bien recobrar la costumbre de entendernos! No había más que una cosa: lo muy deshabituados que estábamos el uno del otro. Pero eso lo

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hubiéramos vencido. Hubiéramos comenzado una vida nueva. Yo tenía buen corazón; ella, también. ¡En dos días todo lo hubiese comprendido! ¡Oh, qué bárbara, qué ciega casualidad! ¡Cinco minutos! Si hubiese llegado cinco minutos antes, la horrible tentación del suicidio se hubiera entonces disipado en ella. Hubiera ya comprendido. ¡Y he aquí de nuevo mis habitaciones vacías! ¡Otra vez solo! El péndulo del reloj sigue oscilando, oscilando... Para ella, todo es ya indiferente. No tiene compasión de nada. ¡Ya no tengo a nadie! Ando, ando sin cesar. ¡Ah! Les parecerá a ustedes ridículo el que me queje de la casualidad y de esos cinco minutos de retraso. Pero reflexionen ustedes. No me ha dejado una tarjeta: "Que no se acuse a nadie de mi muerte", como todo el mundo deja. ¿Y si hubiesen sospechado de Loukeria? ¡Podían decir que estaba con ella, que la había empujado! Verdad es que ha habido cuatro personas que la han visto de pie sobre la ventana; con el icono en la mano, y que han sabido que se había arrojado al espacio, que se había tirado ella, que nadie la había empujado. Pero ha sido una casualidad el que allí estuviesen esas cuatro personas. ¡Y si no ha sido más que un malentendido! ¿Si se ha engañado al creer que no podía ya vivir conmigo? Tal vez ha habido en su caso algo de anemia cerebral, una disminución de energía vital. Se debilitó este invierno, y eso ha sido todo. ¡Y yo, que me retrasé cinco minutos! ¡Qué delgada está en su ataúd! ¡Cómo se ha afilado su naricilla! Sus cejas son como agujas. ¡Y de qué modo tan raro ha caído! ¡No se ha roto nada, no ha aplastado nada! No ha hecho más que arrojar un chorro de sangre "como un puño". ¡Una lesión interna! ¡Ah, si se pudiese no enterrarla! Porque si se la entierra se la van a llevar. No, no se la llevarán, es imposible. Pero sí, bien sé que es preciso llevársela (no estoy loco). Pero aquí estoy otra vez, solo entre los préstamos. No, lo que me enloquece es pensar en lo que la he hecho sufrir todo este invierno. ¿Qué me importan ahora vuestras leyes? ¡Qué me importan vuestras costumbres, vuestros hábitos, el Estado, la Fe! Que me condene vuestro juez, que me arrastren ante vuestro tribunal, y gritaré que no reconozco ningún tribunal. El juez rugirá: "¡Cállese usted!" Yo le responderé: "¿Qué derecho tiene para hacerme callar, cuando una injusticia tremenda me ha privado de lo que más quería? ¿Qué pueden importarme vuestras leyes?” Me pondrán en libertad y me dará lo mismo. ¡Ciega! ¡Estaba ciega! ¡Muerta, no me oyes! ¡No sabes en qué paraíso te hubiera hecho vivir! ¿No me habrías amado? Bueno. Pero estarías ahí. Me habrías hablado como a un amigo — ¡qué alegría! — y nos hubiéramos reído, mirándonos cara a cara. Hubiéramos vivido de ese modo. ¿Hubieras querido amar a otro? Yo te hubiese dicho: "Amalo", y te hubiera mirado desde lejos sumamente dichoso. Porque estarías ahí... ¡Oh! ¡Todo, todo, todo, pero que abra los ojos una sola vez! Por un instante, ¡sólo un momento! ¡Que me mire como antes, de pie, frente a frente,

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cuando me juraba ser una mujer fiel! ¡Oh! ¡Lo hubiese comprendido todo con sólo una mirada. O carácter, o azar. Los hombres están solos en el mundo. Yo grito como el héroe ruso: "¿Hay algún hombre vivo en este campo?" Lo grito yo, que soy un héroe, y nadie me contesta... Dicen que el sol vivifica el Universo. Se levantará el sol y, ¡miren! , ¿no hay ahí un cadáver? Todo está muerto; no hay más que cadáveres. Hombres solos, y en torno de ellos, el silencio. ¡Esa es la tierra! "¡Hombres, amaos los unos a los otros!" ¿Quién ha dicho tal cosa? ¡El reloj va contando los segundos, indiferente, odiosamente! ¡Las dos de la madrugada! Sus pequeños zapatos están ahí, cerca de la cama, como si la aguardasen... ¡No, por favor!... Mañana, cuando se la lleven, ¿qué será de mí?

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XI

LA MORAL TARDÍA El número de octubre de mi Diario me ha valido algunas preocupaciones. Contenía un breve artículo, una especie de confesión de un suicida. Algunos amigos de aquellos cuya opinión más respeto me merece me han elogiado el artículo, mas han compartido mis dudas acerca de su asunto. Me han dicho que, en efecto, había acertado al hallar los argumentos que para su justificación podía emplear un hombre que va a matarse. Pero todos ellos han experimentado una especie de temor. ¿Será comprensible para todos el final de ese artículo? ¿No podrían aquellas líneas producir una impresión completamente distinta a la que querían producir? Algunos individuos que hubiesen ya sufrido .el deseo del suicidio, ¿no se afirmarían, después de haberlas leído, en sus deplorables intenciones? En una palabra: me manifestaron las mismas dudas que yo había sentido nacer en mí después de haber escrito aquella seudo confesión. Para terminar, aconsejáronme explicase mi artículo y completase mis comentarios con la moral que de ello convenía extraer. Fácilmente me he allanado a ello. Pero debo decir que en el mismo momento en que estaba escribiendo el artículo, su fin me hubo de parecer tan claro, que no creí necesario añadir una moraleja. Un escritor ha hecho una observación muy justa. "En otro tiempo, dice, se sentía cierta vergüenza en demostrar que no se comprendían ciertas cosas. Se temía demostrar de ese .modo una falta de inteligencia. Hoy, por el contrario, la frase "No lo comprendo" está a la orden del día. Se la pronuncia hasta con cierto orgullo, con un tono de importancia. Con ayuda de esa frase se alza una especie de pedestal, y, cosa verdaderamente cómica, no se ruboriza uno lo más mínimo por mostrarse ignorante. El decir: "No comprendo a Rafael", o bien: "He leído todas las obras de Shakespeare y no he hallado nada que me asombrase", parece querer demostrar cierto indicio de superioridad. Hablando de este modo se realiza una especie de hazaña moral. Quizá no son Shakespeare y Rafael los únicos en sufrir este género de incomprensión." Esta observación que he reproducido en cuanto al sentido, pero quizá cambiando sus términos, me parece bastante justa. Realmente, la altivez de los ignorantes se está haciendo cosa desmesurada. He notado que hasta en asuntos literarios, hasta en la apreciación de los detalles de la vida privada, se especializan cada vez más. La comprensión general ya no está de moda. Veo a las gentes discutir acaloradamente sobre un escritor que confiesan no haber leído: "¡Ese literato, dirán ustedes, no entra en mis ideas; no escribe más que tonterías; yo no leo semejantes librotes!" Esta intolerancia es cosa muy de nuestro tiempo, sobre todo de estos últimos veinte años. Se ostenta con una osadía

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desvergonzada. Se ve a hombres que carecen de toda instrucción burlarse de las gentes instruidas, en sus propias narices. Todo se simplifica exageradamente, como antes he dicho. Por ejemplo, el sentimiento de la alegoría, de la metáfora, comienza a perderse, hablando en general. Ya no se comprenden la broma, el humorismo, y esto, según la muy oportuna apreciación de un escritor alemán, es uno de los más fuertes indicios del abatimiento mental de una época. En nuestros días asistimos al reinado de las gentes lúgubres y obtusas. ¿Creen ustedes que sólo me refiero a los jóvenes y a los liberales? Otro tanto digo con referencia a los viejos y a los conservadores. Como para imitar a los jóvenes (que, por otra parte, tienen cabellos grises), aparecieron hace cerca de veinte años conservadores raros y simplistas, ancianos fogosos e irritados que no querían comprender nada de la nueva generación. Su simplicidad, su simplismo, excedía en falta de inteligencia a las nobles incomprensiones de ios más obtusos "hombres nuevos". Por lo demás, parece que me he extraviado un poco al condenar el simplismo. Apenas hube publicado el artículo de que hace un momento hablaba, me vi literalmente inundado de cartas: "¿Qué quiere usted decir?", me preguntaban. "¿Realmente excusa usted al suicida?" Algunos parecían encantados al verme, según ellos, excusarle. Y he aquí que estos últimos días un escritor, N. P., me envía un artículo suyo, aparecido en una revista de Moscú, La Distracción. Como no suelo recibir esa Distracción, atribuyo el envío del artículo al amable autor. Condena mi prosa y se burla de ella. "He recibido, escribe, el número de octubre del Diario de un escritor. Lo he leído y me he quedado pensativo. En ese fascículo hay cosas excelentes; otras, muchas otras, son raras, y acerca de ellas debo expresar brevemente mi asombro. ¿Para qué, por ejemplo, insertar en ese fascículo el "razonamiento de un suicidado por aburrimiento"? No comprendo la razón de esa publicación. Ese razonamiento, si se puede llamar así a las palabras delirantes de un hombre medio loco, es cosa conocida desde hace mucho tiempo. Está un poco parafraseado, como es justo. "Su reaparición, en nuestros días, en el diario de un escritor como Dostoyevski, produce el efecto de un anacronismo un poco ridículo. Estamos en un siglo de ideas de hierro, de opiniones positivas, en el siglo de "la vida sobre todo". Claro está, aún hay suicidas con razonamiento o sin él; pero ya no se pone atención én esos "heroísmos mezquinos". ¡Realmente, es demasiado tonto! Hubo un tiempo en que el suicida, sobre todo el suicida "con razonamiento", tenía sus panegiristas; pero ese podrido tiempo está muy lejos de nosotros, y no hay por qué lamentarlo. "¿Cómo llorar la muerte de un suicida que muere razonando como el Diario de Dostoievski? Es un egoísta grosero, uno de los miembros más nocivos de la sociedad humana. ¿Pero es que no puede realizar su estúpida faena sin hacer hablar de él? Tenía derecho a morir sin razonamiento alguno."

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Cuando hube leído esta página me quedé desolado. ¡Dios mío! ¿Será preciso que tenga yo muchos lectores de la fuerza de N. P., que supone que yo he inventado mi suicida con el solo fin de que él lo compadezca? Es natural que la opinión de N. P. no tiene una importancia capital; pero N. P. representa a una categoría de ingenios, a toda una colección de señores como él; ¡es el tipo de los hombres de "ideas de hierro" de que habla en su artículo! Esta colección de individuos férreos me da miedo. Quizá me preocupo demasiado de todo esto; pero debo decir francamente que tal vez no hubiese contestado, no por desprecio, sino por falta de sitio, si no hubiese intentado responder a mis propias dudas. A mí es a quien contesto. Añadamos, pues, una moral al artículo de octubre; de este modo quedará tranquilizada mi conciencia.

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XII

AFIRMACIONES SIN PRUEBAS Mi artículo se refiere a la idea más alta sobre la vida humana: a la necesidad, a la indispensabilidad de la creencia en la inmortalidad del alma. He querido decir que sin esta creencia la vida humana se hace ininteligible e insoportable. Me parece haber enunciado claramente la fórmula del suicidio lógico. Mi suicida no cree en la inmortalidad del alma, y habla de ello desde el principio del artículo. Poco a poco, pensando en que la vida no tiene fin, arrebatado por el odio contra la muda inercia de lo que le rodea, llega a la convicción de que la vida humana es una absurdidad. Se le presenta como algo tan claro como la luz del día el que únicamente aquellos hombres semejantes a los animales y que satisfacen necesidades puramente animales pueden consentir en vivir. Estos viven "para comer, beber y dormir", como los brutos "para construir su yacija y procrear hijos". Tragar, roncar y hacer porquerías es algo que todavía seducirá al hombre por mucho tiempo y le ligará a la Tierra; pero no a mí, hombre de tipo superior, claro está. Sin embargo, hombres de tipo superior han sido siempre los que han reinado sobre la Tierra, y no por eso las cosas han dejado de suceder de otro modo. Pero hay una palabra suprema, una idea suprema, sin las cuales la Humanidad no puede vivir. Muchas veces esa palabra es pronunciada por un hombre pobre, sin influencia, hasta perseguido. Pero la palabra pronunciada y la idea expresada por ella no mueren, y más tarde, a pesar del triunfo aparente de las fuerzas materiales, la idea vive y fructifica. Dice N. P. que la aparición de tal confesión en mi Diario es un anacronismo ridículo, porque estamos ahora en el siglo de las "ideas de hierro", de las ideas positivas; en el siglo de "la vida sobre todo". Por esto, sin duda, han aumentado tanto los suicidas entre las personas inteligentes y cultivadas. Aseguro al honorable N. P. y a todos sus semejantes que el hierro de las ideas se trueca en algo muy blando cuando la hora llega. Para mí, una de las cosas que más me preocupan cuando pienso en nuestro porvenir, es precisamente el progreso de la falta de fe. El descreimiento en la inmortalidad del alma arraiga cada vez más o, por mejor decir, hay en nuestros días una absoluta indiferencia para esa idea suprema de la existencia humana: la inmortalidad. Esta indiferencia se convierte en una particularidad de nuestra alta sociedad rusa. Es más evidente entre nosotros que en la mayor parte de los países de Europa. Y sin esta idea suprema de la inmortalidad del alma humana no pueden existir ni un hombre ni una nación. Todas las restantes grandes ideas derivan de aquélla. Mi suicidado es un apasionado propagandista de su idea: la necesidad del suicidio; pero no es ni un indiferente, ni un "hombre de hierro". Sufre realmente; creo haberlo hecho comprender. Es para él demasiado evidente que no puede vivir; está

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convencido de que tiene razón y que no se le puede refutar. ¿Para qué vivir, si está convencido de que es abominable el vivir una vida animal? Se da cuenta de que hay una armonía general; su conciencia se lo dice, pero no puede asociarse a ella. No lo comprende... ¿Dónde, pues, está el mal? ¿En qué se ha equivocado? El mal está en la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma. Sin embargo, ha buscado con todas sus fuerzas el sosiego y la reconciliación con lo que le rodea. Ha querido hallarlos en el "amor de la Humanidad". Pero esto también se le escapa. La idea de que la vida de la Humanidad no es más que un instante; de que todo, más tarde, se reducirá a cero, mata en él hasta el mismo amor de la Humanidad. Se ha visto, en familias desgraciadas y desunidas, a los pobres sentir horror por sus hijos, porque sufrían demasiado con el hambre, aquellos hijos ¡tan queridos de ellos! La conciencia de no poder socorrer con nada a la Humanidad que sufre puede cambiar el amor que sentís por ella en odio contra esa Humanidad. Los señores de las "ideas de hierro" no darán fe a mis palabras, claro está. Para ellos, el amor por la Humanidad y su felicidad, todo está tan bien organizado, que no merece la pena de pensar en ello. Y deseo hacerles reír de todos modos. Declaro, pues, que el amor de la Humanidad es completamente imposible sin una creencia en la inmortalidad del alma humana. Los que quieren reemplazar esta creencia por el amor por la Humanidad depositan en el alma de los que han perdido la fe un germen de odio contra la Humanidad. Que los sabios de las "ideas de hierro” se encojan de hombros al oírme expresar tal idea. Pero esta idea es más profunda que su sabiduría, y día llegará en que se vea transformada en axioma. Hasta afirmo que el amor por la Humanidad es en general poco comprensible (léase inasible) para el alma humana. Sólo el sentimiento puede justificarlo, y este sentimiento no es posible más que con la creencia en la inmortalidad del alma humana. (Y además, sin pruebas). En suma: está claro que sin creencias, el suicidio se hace lógico y hasta inevitable para el hombre que apenas si se ha elevado por encima de las sensaciones de la bestia. Al contrario, la idea de la inmortalidad del alma, al prometer la vida eterna, sujeta al hombre más fuertemente a la Tierra. En esto parece que hay una contradicción. Si, aparte de la vida terrestre, tenemos aun una celeste, ¿para qué hacer tan gran caso de ésta de aquí abajo? Pero únicamente con la fe en la inmortalidad es como el hombre se inicia en el fin razonable de su vida sobre la Tierra. Sin la convicción en la inmortalidad del alma, el vínculo del hombre para con su planeta disminuye, y la pérdida del sentido supremo de la vida conduce incontestablemente al suicidio. Y si la creencia en la inmortalidad es tan necesaria a la vida humana, es por ser un estado normal de la Humanidad, y una prueba de que la inmortalidad existe. En una palabra: esta creencia es la vida misma y la primera fuente de verdad y de conciencia real para la Humanidad. He aquí cuál era el objeto de mi artículo, la conclusión a que deseaba que cada uno llegase cuando lo escribí.

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XIII

ANÉCDOTA SOBRE LA VIDA INFANTIL Quiero contar esto para no olvidarlo: Una madre vive con su hija, de doce años de edad, en un arrabal de Petersburgo, fuera de la aglomeración principal. La familia no es rica, pero la madre gana su vida trabajando, y la chiquilla asiste a una escuela de Petersburgo. Siempre que va a la escuela o regresa a su casa toma asiento en un ómnibus que va desde Gostinoï Dvor hasta cerca de su casa. Y he aquí que hace dos meses, cuando el invierno hizo tan bruscamente su aparición, la madre advirtió que su hija Sacha no estudiaba ya sus lecciones, y se lo hizo observar a la pequeña: —¡Oh, mamá, no te preocupes! —respondió esta última—. Estoy preparada de todo: lo menos llevo una semana de adelantado. —Si es así, está bien. Al día siguiente Sacha fue a la escuela; pero al anochecer, el conductor del ómnibus trajo a la madre una cartita concebida en los siguientes términos: "Mi querida madrecita: Durante toda la semana me he portado mal. Como notas de mis lecciones he obtenido tres ceros; durante todo ese tiempo te he estado engañando. Me avergüenza el volver a casa, y ya no me verás más. Perdóname, querida madrecita, perdóname. —Tu Sacha." Puede imaginarse la horrible inquietud de la madre. Quiso abandonar sus ocupaciones y correr en busca de Sacha. Pero... ¿dónde? ¿Y cómo? Una persona amiga ofrecióse a dar por sí misma todos los pasos necesarios, y fue a tomar informes a la escuela, a casa todos los conocidos, y estuvo de aquí para allá toda la noche. El temor de que Sacha, arrepentida, volviera a su casa y se marchase al no encontrar a su madre, decidió a esta última a permanecer en su casa y a fiarse en el celo del benévolo amigo. Si antes de que amaneciese Sacha no aparecía, irían a dar parte a la Policía. Sola en su casa, la madre pasó las horas penosas que es fácil figurarse. Y cuenta la madre que a eso de las diez de la noche oyó sobre la nieve del patio unos pasos menudos que le eran bien conocidos; los mismos pasos comenzaron luego a subir la escalera. Se abrió después la puerta y entró Sacha. —¡Mamá, mamá! ¡Qué dichosa soy al volver a tu casa! Juntaba sus manitas, con las que se cubría el rostro; luego se sentó sobre la cama, pero... ¡en qué estado de fatiga! Después de las primeras exclamaciones de alegría, la madre no quiso reprocharla en seguida lo que había hecho. —¡Ah, mamá! —repuso la niña—. Cuando ayer te mentí con respecto a mis lecciones, tomé la resolución en seguida de no ir más a la escuela y no volver más

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aquí. ¡Supuesto que no iría a la escuela, me vería obligada a engañarte todos los días cuando te dijese que había ido! —¿Y qué querías hacer? —Pensaba estarme andando por las calles durante todo el día.. Mi traje huatado me calienta bastante, y, si sentía demasiado frío, me metería en un pasaje cubierto. En lugar de comer todos los días, me hubiera comprado un panecillo. Para beber no hubiese hallado gran dificultad, puesto que ahora hay nieve. Con un panecillo al día tendría bastante. Tengo quince kopeks, y un panecillo vale tres kopeks. Tenía, pues, asegurados cinco días. —¿Y después? —No sé. No pensé en después. —¿Y dónde habrías pasado la noche? —Ya había pensado en ello. Cuando hubiese obscurecido, me habría ido a la estación del ferrocarril; pero lejos, en la vía, por donde ya no pasa nadie. Hay allí muchos vagones sueltos que no emprenden viaje en seguida. Me hubiera ocultado en uno de esos vagones y allí hubiera dormido hasta hacerse de día. Así es que, anoche, estuve allí, lejos, muy lejos, en la vía; allí donde ya no se ve a nadie; vi vagones aislados, distintos de los de viajeros. Escogí uno de ellos; me subí a él; pero apenas había puesto el pie en el estribo, apareció un vigilante, y me gritó: "¿Adonde vas? ¡Esos son vagones donde se transportan los muertos!" “En cuanto oí tal cosa, salté al suelo y me escapé. El vigilante me persiguió, gritando: "¿Qué buscas por aquí?" ¡Corrí, corrí! Me encontré en una calle donde vi una casa en construcción. Aún no tenía puertas; nada más que algunas tablas que cubrían los huecos. Encontré un sitio por donde me pude colar entre las tablas; seguí a tientas una pared; hallé un rincón, donde había en el suelo un montón de maderas secas y Iisas. Me eché encima. Pero apenas me había tendido, ¡cuando oí hablar muy bajo, muy cerca de mí. Me levanté y oí otras voces, pareciéndome que unos ojos me miraban en la sombra; tuve un miedo horrible y salí otra vez huyendo. Cuando me vi en la calle, desde la casa en construcción, que yo creí vacía, me llamaban unas gentes. "¡Estaba ya cansada, tan cansada!... Seguí andando por las calles; por todas partes hallaba gentes que iban y venían. Ignoraba la hora que podría ser. De repente me encontré en la Perspectiva Newsky, cerca del Gostinoi, y me eché a llorar. "¡Ah!, me decía. ¡Si encontrase algún "buen señor" que se compadeciese de una pobre chicuela que no sabe dónde refugiarse para pasar la noche! ¡Se lo confesaría todo, y tal vez me recogiese por esta noche!" Mientras así pensaba, seguía andando, andando, cuando he aquí que descubrí nuestro ómnibus, qué arrancaba para su último viaje. Creía que haría ya muchísimo tiempo que había salido. "¡Ah!, pensé. ¡Quiero ir a casa de mi madre!" Me subí al ómnibus, y ¡qué dichosa soy al volver a tu casa! Nunca volveré a engañarte, y aprenderé bien mis lecciones. ¡Ah, mamá! ¡Ah, mamá!"

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—La pregunté —añadió la madre—; Sacha, ¿se te ha ocurrido a ti sola la idea de no ir más a la escuela y de vivir en la calle? —Mira, mamá: hace mucho tiempo conocí a una niña de mi edad, pero que va a otra escuela. ¿Me creerás si te digo que casi nunca va? Dice que la escuela es muy aburrida y la calle muy alegre. Me contó que, en cuanto estaba en la calle, andaba, y andaba, y andaba. Quince días hace que no había puesto los pies en la escuela. Mira los escaparates; se pasea por los pasajes hasta la noche, hasta que llega la hora en que es preciso volver a casa. Cuando supe esto, pensé: ¡Yo quisiera hacer otro tanto!; y me fastidió la escuela mucho más que antes. Pero no tuve ninguna intención precisa hasta ayer por la noche, después de haberte mentido. Entonces fue cuando me decidí a hacer lo que he hecho." Esta anécdota es auténtica. Naturalmente, la madre tomó sus medidas. Cuando me contaron la cosa, pensé que no sería del todo inútil hacerla figurar en mi Diario. Me dirán que es un caso único y que, sin duda, se trata de una chiquilla muy estúpida. Pero sé que la chiquilla está muy lejos de ser estúpida. Sé también que en esas almas jóvenes, después de la primera infancia, pero en una época en que las criaturas no tienen aún experiencia ninguna, puede nacer un montón de sueños más o menos malsanos. Esa edad (doce o trece años) es en extremo interesante, más aun en una niña que en un muchacho. Pero tratándose de muchachos, recuerden esta noticia aparecida en un periódico de hace cuatro años: Tres colegiales habíanse escapado del Gimnasio con el propósito de marcharse a América. No los cogieron hasta cierta distancia de la ciudad. Uno de ellos llevaba una pistola. Hace veinte o treinta años cruzaban también sueños y extrañas fantasías por el cerebro de los niños y niñas; pero los de hoy son más decididos. Sus reflexiones y sus dudas duran menos. En otro tiempo, los muchachitos de esa edad pensaban en escaparse, por ejemplo, para hacer un viaje a Venecia, de la que tenían llena la cabeza gracias a ciertas novelas de Hoffmann y de George Sand. (Yo he tenido un condiscípulo de ese género.) Pero no ponían en ejecución su proyecto, y se contentaban con contárselo a un compañero, después de haberle hecho jurar que sería discreto. Los de hoy realizan lo que los otros se limitaban a soñar. En otro tiempo, ciertos sentimientos del deber, de las obligaciones para con la familia, tenían mucho poder. Hoy todo eso ha perdido mucha de su fuerza. Lo esencial es que no se trata de casos aislados; y no son criaturas estúpidas las que se permiten esas escapatorias. Repito que esa edad es muy interesante y merecería retener más la atención de los educadores. ¡Cuántas cosas terribles les pueden ocurrir a nuestros hijos! Reflexionad tan sólo en aquel pasaje del relato que hace un momento he reproducido, cuando la chiquilla, fatigada, se propone contárselo todo a un transeúnte; por ejemplo, a un "buen señor" que se compadezca de una pobre chiquilla que no sabe dónde refugiarse para pasar la noche. Pensad cuan fácil de realizar es esa intención, que atestigua su infantil inocencia. Entre nosotros, los "buenos señores" hormiguean en todas las

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calles. Pero, después, al día siguiente, ¿qué hubiera sido de la chiquilla?... Admitiendo que el "buen señor" fuese de una especie demasiado extendida hoy, era... el río o la vergüenza de confesar... Supongamos que hubiese preferido la vergüenza de confesar. Poco a poco se hubiese acostumbrado al recuerdo de aquella vergüenza y quién sabe si, después de haber pensado demasiado en lo que le había ocurrido, no hubiera tenido el capricho de buscar una nueva aventura del mismo género... ¡A los doce años! ¡Se adivina todo lo que hubiera venido detrás!... ¿Y esa otra niña que, en lugar de ir a la escuela, pasa su tiempo ante los escaparates de las tiendas y en los pasajes, y da a la primera chiquilla la idea de un nuevo empleo de su tiempo? He oído ya antes de ahora hablar de muchachos a quienes la escuela les parecía fastidiosa y que el vagabundaje tenía muchos encantos y alegría. La propensión al vagabundaje es, en Rusia, casi nacional; es todavía una de esas inclinaciones naturales que nos distinguen del resto de los europeos, a una inclinación que se transforma más tarde en pasión enfermiza, cuyo primer germen ha sido contraído desde la infancia. Veo que hay ahora también chiquillas vagabundas, evidentemente con una gran inocencia al principio. Pero aunque fuesen tan puras como los pequeños seres primitivos evolucionando en un paraíso terrestre, no podrán escapar al "conocimiento del bien y del mal", aunque no pequen más que con la imaginación. ¡La calle es escuela donde se aprende pronto! Lo esencial, lo repito, es pensar hasta qué punto es interesante esa edad en que la inocencia todavía infantil se mezcla a una increíble aptitud para recibir impresiones, a una extraordinaria facultad para asimilarse toda clase de experiencias, buenas o malas. Eso es lo que hace tan peligroso y tan crítico ese período de la vida de los adolescentes.

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DIARIO DE UN ESCRITOR

(1879)

I

EL SUEÑO DE UN HOMBRE EXTRAÑO I

Soy un hombre extraño. Ahora me tratan de loco; pero esto sería para mí una especie de ascenso, si no continuase siendo el mismo hombre "extraño" de antes. Preciso es decir que ya no me enfado con las bromas que me hacen. Al contrario, más bien me divierte el que se burlen de mí. Y hasta me reiría de buena gana con ellos, si no experimentase cierta tristeza al ver que los que de mí se burlan ignoran la Verdad, y yo, en cambio, la conozco. ¡Oh, qué triste resulta ser el único que conoce la Verdad! ¡Y pensar que ellos no podrán conocerla nunca! ¡Oh, no, no podrán conocerla!... Antes, cuando aún no conocía la Verdad, sufría mucho al considerar que a todo el mundo le parecía un hombre "extraño". No es que lo pareciese, sino que lo era. Había sido "extraño" desde mi nacimiento, lo sabía desde que tuve uso de razón, tal vez desde los siete años, quizá aún antes de ir al colegio. Cuando llegué a la Universidad, cuanto más estudiaba, con más claridad comprendía que era un ser "extraño". De tal modo, que todos cuantos estudios universitarios hice no parecían tener más fin que uno, el de convencerme de que yo era un ente "extraño", trayéndome cada año un argumento nuevo. Más tarde, en la vida corriente, ocurrió lo mismo que en mis estudios. Cada año aumentaba en mí la conciencia de mi extrañeza desde todos los puntos de vista. Todo el mundo se burlaba de mí; pero nadie era capaz de comprender que si había en el mundo un hombre completamente convencido de mi ridiculez, ese hombre era yo. Y eso era lo que más me fastidiaba, el que nadie lo comprendiese. Sin embargo, la culpa era mía: he sido siempre demasiado orgulloso para confiarme a nadie. Este orgullo aumentó con la edad, y es seguro que si hubiese llegado la ocasión de hacer semejante confesión delante de alguien, creo que hubiera sido capaz, aquella misma noche, de levantarme la tapa de los sesos. ¡Oh, Dios mío, cómo he sufrido durante mi adolescencia al pensar que llegaría un día en que no podría vencer el deseo de hacer público cuanto pensaba! Luego, cuando fui un hombrecito, aunque cada año sentía crecer en mí especial carácter, no sé a punto fijo por qué, me sentí más tranquilo. Tal vez fuese porque aquellos negros pensamientos que se agolpaban en mí me producían un dolor aún mayor: el comprender que todo me era indiferente, que en la vida nada tiene importancia.

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Comprendí que lo mismo daba que el mundo existiese, o que no existiese. Tuve la revelación de que en torno mío no había nada. Me parecía, sin embargo, que hasta entonces habíame visto yo rodeado por seres extraños a mí; pero comprendí que todo aquello eran vanas apariencias. Nada ha sido, nada es y nada será. Entonces, súbitamente, dejé de enfadarme con los que de mí se burlaban; ya no me ocupé más de ellos. Se apoderó de mí una absoluta indiferencia para todo. A veces me ocurría pasearme por la calle, y tan absorto iba, que tropezaba con los transeúntes. ¿Absorto? No era por distracción, pues había dejado de pensar. Pero es que todo me daba lo mismo, todo, absolutamente todo, me era indiferente. Entonces fue cuando se me reveló la Verdad. Ello fue en el mes de noviembre, el día 3, para ser más exacto. Desde ese momento no he olvidado él menor detalle. Fue un día triste, tan triste como no es posible imaginar otro igual. A eso de las once volvía yo a mi casa, y precisamente iba pensando en que era imposible hallar una noche más sombría. Había llovido durante todo el día, una lluvia fría, dijérase negra y hostil a la Humanidad. Y he aquí que de pronto cesó la lluvia, dejando en el ambiente una humedad más terrible aún que la lluvia. Parecíame ver desprenderse de cada piedra de la calle, de cada pulgada cuadrada del suelo, un vapor frío insoportable. Tuve la impresión de que, si de repente se apagaban los mecheros de gas del alumbrado, me hubiese sentido más feliz, pues la luz, al poner en evidencia la humedad y la tristeza del aire, la hacía todo más triste. Aquel día apenas si había cenado, y desde el comienzo de la velada había permanecido en casa de un ingeniero, en donde estaban también de visita dos de mis compañeros. Permanecí tan callado, que creo que hasta llegó a fastidiarles mi silencio. Discutían acerca de un asunto interesante, y lo hacían hasta con acaloramiento; pero, en realidad, la cosa les era completamente indiferente. Yo lo comprendí así, y, de repente, tuve que decirles: —Señores, eso les es a ustedes igual. Mi advertencia no les molestó, y se echaron a reir de mí, comprendiendo que lo que yo les decía y lo que ellos pensaban a mí también me era igual. Por eso se reían. En la calle, en el momento de pensar en el gas, me puse a mirar al cielo. Estaba tremendamente negro, y, sin embargo, aunque fuese débilmente, se distinguían las nubes, entre las cuales se abrían espacios más negros aún, que parecían insondables abismos. De repente, en el fondo de uno de aquellos abismos, vi brillar una estrellita. Me la quedé mirando fijamente, y mirándola se me ocurrió una idea: la de matarme aquella misma noche. Ya dos meses antes había decidido acabar con mi vida y, a pesar de mi extrema pobreza, había comprado con tal objeto un revólver y lo había cargado en seguida. Pero habían pasado dos meses, y el revólver seguía en su funda y en mi cajón, pues deseaba escoger para matarme un momento en que todo me fuera un poco menos indiferente, me diese menos lo mismo... ¿Por qué? Lo ignoro..., era un misterio. Pero la estrella entonces me dio a conocer que había llegado el

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momento de obrar, inspirándome el deseo de morir aquella misma noche. Decidí, pues, que sería irremisiblemente aquella noche. ¿Por qué la estrellita me empujaba en ese sentido? No lo sé. Era también otro misterio. Mientras miraba al cielo, una chiquilla de unos ocho años me tocó en el brazo. La calle estaba desierta. Lejos de nosotros, un cqchero dormía sentado en el pescante. Llevaba sobre la cabeza un pañuelo completamente mojada, así como su ropita, que era miserable; pero en lo que más me fijé fue en sus zapatos, mojados y rotos. De pronto, la chicuela comenzó a gritar, como amedrentada: —¡Mamá! ¡Mamá! La miré sin decir nada, y seguí andando. Marché más rápido; pero ella continuaba tirándome de la manga y sin cesar de gritar con desesperado acento. (Ya conocía aquel sistema). Luego, con voz entrecortada, me dijo que su madre se moría, que se había echado a la calle al azar, para llamar a alguien y tratar de salvar a su madre. No la seguí. Al contrario, quise arrojarla de mi lado. Pensándolo mejor, me contenté con decirle que buscase a un guardia. Pero ella juntó sus manitas y corrió tras mí, sin querer dejarme; entonces me impacienté y, golpeando el suelo con mis pies, la amenacé. Entonces volvió a gritar: —¡Señor! ¡Señor! Pero por fin me abandonó, cruzó la calle y se puso a seguir los pasos de otro transeúnte. Escalé los cinco pisos de mi cuarto, y penetré en la habitación, pobremente amueblada, que recibía su luz por un ventanuco en el techo con buhardilla. Un diván forrado de cuero, una mesa cargada de libros, dos sillas y una vieja butaca era cuanto poseía. Encendí una bujía, tomé asiento y me puse a pensar... En el cuarto de al lado, separado del mío por un sencillo tabique, hacía tres días que estaban de fiesta. Era la habitación de un capitán retirado. Le hacían compañía hasta una media docena de desocupados, los cuales pasaban el tiempo bebiendo aguardiente y jugando a las cartas. La noche anterior había habido entre ellos una verdadera batalla: dos de los jugadores se habían agarrado por los cabellos, haciendo danzar ruidosamente los muebles. La dueña del inmueble hubiera querido ir a quejarse a la policía; pero tenía un miedo espantoso al capitán. Entre los otros inquilinos había una mujer delgada, viuda de un militar y madre de tres niñitos enfermos; el más joven de estos niños habíase asustado tanto al oir la disputa, que le había dado una especie de ataque de nervios. Sé de buena fuente que, de tiempo en tiempo, el capitán detiene a los transeúntes en la Perspectiva Nevsky para pedirles una limosna. Yo he evitado toda relación con él; nada hubiéramos sacado ni él ni yo. En cuanto a sus escándalos y a los de sus huéspedes, me era igual. Sin embargo, pasé la noche en vela, sentado en mi butaca; pero de tal modo los había olvidado, que no los oí. Un año, todo un año llevaba velando de aquel modo, en mi butaca, sin hacer nada, ni leer ni pensar, dejando en libertad a las ideas que cruzaban por mi cerebro. Y cada noche veía consumirse una bujía entera.

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Al volver, pues, aquella noche, me senté, según costumbre; saqué el revólver del cajón, lo puse sobre la mesa y... Recuerdo que al dejarlo sobre la mesa me pregunté: "¿Es verdad? ", y respondí: " ¡Absolutamente verdad! " (Absolutamente verdad que iba a levantarme la tapa de los sesos.) Estaba resuelto a matarme aquella misma noche; pero... ¿cuánto tiempo iba a permanecer así, ante mi mesa, maquinando el proyecto? Eso era lo que no sabía. ¡Oh! Con seguridad, si no es por el encuentro con aquella chicuela me hubiese matado inmediatamente.

2 Todo me daba lo mismo; ya queda dicho. Pero, a pesar de mi indiferencia, temía el dolor físico... Además sentía compasión por aquella chicuela que poco antes me había tropezado en la calle, y a la que debía haber prestado ayuda. ¿Por qué no había socorrido a aquella pobre chiquilla? ¡Ah! Porque quería que todo me fuese indiferente, y me avergonzaba el haber sentido piedad de aquella niña. ¿Por qué diablos el dolor de aquella chicuela no me había sido indiferente?... Era algo sencillamente estúpido... ¡Y aún estaba sufriendo entonces! Pero, vamos a ver: si me iba a matar antes de dos horas, ¿qué podía importarme el que aquella chiquilla fuese desgraciada o no? ¡Pronto ya no tendría la menor idea, ya no sería nada! Por eso es por lo que me había cobardemente enfadado contra la chicuela. Estaba en situación de cometer cualquier bajeza, puesto que dos horas más tarde ya nada tendría sentido para mí. Imaginábame yo que en aquel instante el mundo y la vida dependían exclusivamente de mí, eran sólo para mí. No tenía más que matarme, y el mundo dejaba de existir, para mí al menos. Sin contar con que tal vez fuese verdad que, después de mí, tampoco existiese para nadie; que el universo entero, en cuanto mi conciencia se apagase, se desvanecería como un fantasma, por no ser más que algo dependiente de mi conciencia. ¿Quién sabía si el universo y las multitudes estaban sólo en mí, eran únicamente ilusión de mis sentidos? Luego volví la idea a la inversa, ocurriéndo-seme una extraña idea. Supongamos, me dije, que antes de habitar sobre la Tierra hubiese vivido una existencia anterior en la Luna o en el planeta Marte, en donde hubiese cometido la más vil y la más vergonzosa de las acciones, tal como apenas cabe imaginar en el horror de una pesadilla, y que hubiera conservado sobre la Tierra la conciencia de haberme visto allá lejos deshonrado; si tenía la seguridad de no volver allá jamás, ¿qué pensaría al mirar a la Luna o a Marte? ¿Me hubiera dado igual? Aquellas preguntas eran perfectamente ociosas, puesto que allí estaba el revólver ante mí, y creía que la cosa iba a realizarse. Sin embargo, me sentía fuera de mí, el maldito asunto roía mi cerebro, y no quería morir sin antes haber resuelto aquel absurdo problema.

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En suma: que fue la chiquilla la que me salvó, la que impidió que apretase el gatillo del revólver. Mientras, en la habitación del capitán todo parecía entrar en calma. Había terminado el juego, y las groseras invectivas pronto fueron no más que un murmullo. Debían de irse a dormir los jugadores. Fue entonces cuando, de pronto, quedé dormido, lo que nunca solía ocurrir a aquella hora. Y me dormí sin darme cuenta de ello. Me dormí y soñé. ¡Qué cosa tan extraña los sueños! Unas veces la visión se presenta con una nitidez terrible, con una increíble minuciosidad en los detalles; otras ocurren en el curso de los sueños cosas misteriosamente incomprensibles, nociones contradictorias se mezclan y confunden con vagas apariencias. Me parece que los sueños sobreexcitan, no la inteligencia, sino el deseo; no la cabeza, sino el corazón. ¡Y, sin embargo, qué sutiles imaginaciones produce algunas veces mi cerebro durante mis sueños! Pero es preciso dejar su parte a las complicaciones incomprensibles. Cinco años hace que murió mi hermano, y cuántas veces, durante mi sueño, acordándome perfectamente de que ha muerto, no me asombra el verle a mi lado, el oírle hablar de lo que me interesa, de sentir la seguridad de su presencia, sin olvidar un minuto que yace bajo tierra. ¿Cómo es posible que mi espíritu acepte a un tiempo esas dos nociones tan opuestas? Pero dejemos esto, y volvamos al sueño que tuve aquella noche, la noche del 3 de noviembre. Las gentes se complacen en hacerme rabiar, diciéndome que todo ello no es más que un sueño. Me enfada el pensar que haya podido no ser más que un sueño. ¿Qué diferencia quieren ver entre el sueño y la realidad si leemos más claramente la verdad en el sueño? De todos modos es un sueño que me ha dado a conocer la Verdad. ¡Cuando una vez se ha visto la Verdad, sabe uno que es la Verdad, que es única, que no hay dos verdades, según se esté dormido o despierto! ¿Qué importa que la haya uno visto en el sueño o en la vida? Pues bien, esa vida que tanto alabáis, yo iba a quitármela, suicidándome. Y mi sueño me ha predicho, me ha mostrado una nueva vida, he mosa, intensa y fuerte. Una vida renovada. Escuchad.

3 Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta de ello. Hasta mientras me dormía continué dándole vueltas a los mismos asuntos. De pronto, soñando, vi que agarraba el revólver y que lo aplicaba sobre el corazón, no en la cabeza, y eso que mi resolución había sido levantarme la tapa de los sesos. Permanecí un instante inmóvil, con el cañón apoyado en el pecho; mi bujía, la mesa y la pared comenzaron a agitarse, a bailar. Disparé.

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Sucede a veces en los sueños que se cae desde una gran altura, que le estrangulan a uno o, por lo menos, le maltratan; pero nunca se llega a experimentar el menor dolor físico, excepto cuando, al hacer algún movimiento, tropieza uno con la cama, y entonces el dolor nos despierta. En aquella ocasión yo no sufrí lo más mínimo, pero el disparo me conmovió intensamente, y me puse a temblar. En torno mío quedó todo sombrío, completamente.a oscuras... Me sentía ciego y mudo. Me veía tendido, con la cara mirando al techo de mi habitación. Me sentía incapaz de hacer el menor movimiento; pero en torno mío reinaba gran agitación. Hablaba el capitán con su voz de bajo, la dueña de la casa lanzaba agudos gritos..., cuando he aquí que, sin más transición, trajeron un féretro y me metieron dentro. Sentí que lo alzaban en el aire, y mientras me bamboleaba al paso de los conductores, por primera vez se me ocurrió la idea de que estaba muerto, completamente muerto. Me daba cuenta de ello, no cabía duda, y, sin embargo, aunque no pudiese moverme, ni ver, ni hablar, continuaba sintiendo y razonando; vivía, pues..., pero estaba muerto. Como suele ocurrir en los sueños, me acostumbré en seguida a aquella idea, y la acepté sin el menor asombro por mi parte. Sin la menor ceremonia me enterraron y se fueron. Me quedé en mi tumba solo, abandonado. En otro tiempo, cuando alguna vez se me había ocurrido el pensar en mi entierro, que creía muy lejano, la idea de la fosa despertaba siempre en mí una sensación de humedad y de frío. Eso fue lo mismo que sentí en mi sueño. Frío, mucho frío... Sobre todo los pies los tenía helados. Cosa rara: ya no esperaba nada, admitiendo con facilidad el que un muerto nada tiene que esperar. Pasaron entonces horas, días, meses..., cuando súbitamente cayó sobre mi ojo izquierdo cerrado una gota de agua que había atravesado la tapa del féretro. Poco después, otra, y otra, y otra, y así sucesivamente... Al mismo tiempo despertóse en mí un dolor físico y una violenta cólera: "¡Es mi herida, pensé; es el tiro; ahí está la bala!..." Y la gota de agua seguía cayendo, de minuto en minuto, y siempre sobre mi ojo cerrado. Me puse...,¿cómo diría yo?... a gritar, a implorar, claro es que no con palabras, sino mentalmente, contra Aquel que permitía o disponía ocurriese lo que estaba ocurriendo, contra el Señor de la vida y de la muerte. —Quienquiera que seas, si existes, si hay un principio superior, consciente y razonable, de quien en estos momentos estoy siendo juguete, si hay una Providencia, déjala que se ejerza aquí. Pero si te vengas de mí por culpa de mi suicidio estúpido, te prevengo que ninguna tortura, sea la que sea, podrá vencer al desprecio que siento por ti, y que seguiré sintiendo millones de años, tantos como dure tu oficio de verdugo. Callé mentalmente. Hubo un largo silencio, sin otro ruido que el de la gota de agua; me volvió a caer en el ojo izquierdo; pero sabía yo, con una ciencia imperturbable y sobrehumana, que todo iba a cambiar casi inmediatamente.

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Y he aquí que, de pronto, mi tumba se abrió. Es decir..., ¿estaba realmente abierta? Por lo menos yo me vi desenterrado, y apenas esto ocurrió, un ser desconocido se apoderó de mí y los dos nos encontramos flotando por el espacio. De pronto comencé a ver, aunque con gran dificultad, pues"la noche era muy tenebrosa, tan profunda la oscuridad como la noche más negra de mi vida. Estábamos ya muy lejos de la Tierra, volando por el espacio, y aunque nada preguntaba a mi raptor, aguardaba sin someterme, orgulloso porque no sentía miedo. ¿Cuánto tiempo duró nuestro viaje? No puedo calcularlo. Todo ocurría como acostumbra a ocurrir en los sueños, en los que para nada se hace caso ni del tiempo ni del espacio. De pronto, en medio de la oscuridad, vi brillar una estrella. —¿Es Sirio? —pregunté, sin acordarme de que estaba resuelto a no preguntar nada. —No, es la estrella que viste al volver a tu casa —me respondió el ser que me llevaba. Pude entonces darme cuenta de que tenía mi compañero algo así como un rostro humano. Era algo extraña la cosa; pero sentía por aquel ser cierta aversión. ¿Por qué? Había deseado la ataraxia, había querido no ser al pegarme el tiro, y he aquí que me veía entre las manos de un ser desconocido, que indudablemente no era humano, pero existía. " ¡Ah! Luego entonces hay otra vida más allá de la tumba —pensaba yo en mi sueño con extraño aturdimiento—. Me será preciso ser de nuevo, sufrir la voluntad de alguien del que no me podré librar." Inopinadamente, y dirigiéndome a mi compañero, dije: —Sabes que te temo, y por eso me desprecias. En estas humillantes palabras quedaba resumida la declaración de mi debilidad. No había podido retenerlas, y en mi corazón, agudo como un alfilerazo, sentía el dolor de haberlas dicho. No me respondió; pero comprendí que no me despreciaba, que no se burlaba de mí, que hasta me tenía lástima. Se limitaba a conducirme a un lugar desconocido y misterioso, que sólo a mí interesaba. Me sentí invadido por el terror. No obstante, una especie de muda pero comprensible comunicación se estableció entre mi silencioso compañero y yo. Seguíamos flotando por el vacío. Desde hacía mucho tiempo había dejado de ver las constelaciones que solían distinguir mis ojos. Tal vez nos hallábamos recorriendo los espacios donde se agitan las misteriosas estrellas cuyos rayos tardan millones de años en llegar a nuestro planeta. Me sentía angustiado por la espera de algo indeterminado, cuando, de pronto, me sentí agitado por una conmoción interior agradable: ¡iba a volver a ver nuestro sol! Sin embargo, pronto comprendí que no podía ser nuestro sol, el de nuestra tierra. Nos encontrábamos a distancias inconmensurables de nuestro sistema planetario, pero me sentí dichoso al ver hasta qué punto aquel sol se parecía al nuestro. La luz vital, la que me había dado la

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existencia, me resucitó. Sentí en mí una vida tan fuerte como la que había animado mi cuerpo antes de la tumba. —Si es el Sol —dije—, o mejor, si ese sol es idéntico al nuestro; ¿dónde está la Tierra? Mi compañero me señaló una estrella, color esmeralda, que brillaba a lo lejos. Volamos derechos hacia ella. —¿Es posible que el Universo esté formado por repeticones semejantes? —exclamé—. ¿Es ésta la ley universal? ¿Es ésa una Tierra completamente igual a la nuestra? Una Tierra completamente igual, tan desgraciada, tan pobre, pero amada por los más ingratos de sus hijos, con el mismo doloroso amor con que nosotros amamos a la nuestra. Volví a ver la imagen de la niña, con la que tan mal me había portado. —Lo volverás a ver todo —me dijo mi compañero, con una voz que sonó a triste en el espacio infinito. Nos aproximábamos rápidamente al planeta, el cual crecía a ojos vistas. Distinguí en él la superficie de un océano, la forma y contorno de Europa, una nueva Europa, sintiéndome invadido por una grande y santa envidia. —¿Para qué esta nueva edición de nuestro mundo? Yo no puede amar más que mi Tierra, aquella donde quedan las salpicaduras de mi sangre, aquella con la que me he mostrado lo suficientemente ingrato para abandonarla, suicidándome. ¡Ah! Nunca he dejado de amarla, ni aún esa noche de la separación, tal vez más esa noche porque ha sido cuando la he amado más dolorosamente que nunca. ¿Hay sufrimientos en esa copia de nuestro mundo? En la nuestra no se ama más que en el dolor y por el dolor, no conocemos otro amor; quiero sufrir para amar. ¡Qué feliz sería si pudiese besar el suelo del astro abandonado, regarlo con mis lágrimas! ¡No quiero la vida si ha de transcurrir en otro planeta! Pero mi compañero me había dejado solo, y, de pronto, sin saber cómo, me encontré ya en otra tierra, envuelto en los rayos de un sol paradisíaco. Había echado pie a tierra, según creo, en una de las islas del archipiélago griego, o en alguna costa no lejana de aquellas islas. Todo era como en nuestro país, pero todo resplandecía como bajo un resplandor de festividad, de santa solemnidad. Un mar de esmeralda acariciaba suavemente la playa, como impregnado de un amor consciente, casi visible. Grandes y hermosos árboles, floridos y adornados con bellas hojas brillantes, mostrábanse en toda su pompa, y, desde lo alto del cielo, innumerables golondrinas acogían mi llegada con gritos vivos y tiernos, como si me felicitasen. La hierba aromática resplandecía con refulgentes colores. Bandadas de pajarillos volaban por el aire, y muchos de ellos, sin el menor temor, venían a posarse sobre mis manos, sobre mis hombros, agitando gentilmente sus alas chiquitas y temblorosas. Por fin descubrí a los habitantes de aquella venturosa tierra, que se acercaron a mí, rodeándome y abrazándome. ¡Qué hermosos eran aquellos hijos del Sol! Nunca

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viera en mi antigua Tierra que la belleza humana hubiese alcanzado tal grado de perfección. Apenas si entre los niños pequeños pudieran hallarse algunos débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con un resplandor sereno, y sus rostros expresaban inteligencia, tranquila conciencia, encantadora alegría. Sus voces eran puras y alegres, como voces de niños. ¡Oh! Apenas los vi lo comprendí todo. Me encontraba sobre una Tierra no profanada aún por el pecado. Aquellas almas inocentes vivían, según cuenta la leyenda que nuestros primeros padres vivieron, en un paraíso terrenal. Y eran aquellos hombres tan buenos, que al llevarme hacia sus moradas esforzábanse, por todos los medios, en espantar de mí toda inquietud, toda intranquilidad. Me interrogaban, pero parecían saberlo todo, y no tener más deseo que borrar de mi memoria todo recuerdo de dolor.

4 Aunque todo ello lo haya yo sentido en sueños, no obstante, el recuerdo de la afectuosa solicitud de estos hombres inocentes me acompañará mientras viva. Todavía siento que su amor envuelve mi atmósfera. Sin embargo, no siempre les comprendía. Siendo yo un vulgar progresista, no podía explicarme cómo es que, sabiendo tanto como sabían, ignorasen nuestras ciencias. No tardé en comprender que la esencia de su saber era diferente a la de nuestra instrucción y que sus aspiraciones eran distintas, por ejemplo, a las mías. Carecían de deseos, no ambicionaban, como nosotros, poseer la ciencia de la vida, puesto que su vida era más completa que la nuestra. En realidad, sus conocimientos eran mucho más amplios y más profundos que los que nosotros poseemos. Mientras nuestra ciencia trata de explicar la vida, obteniendo una conciencia racional de ella para enseñar a los demás a vivir, ellos no necesitaban de aquella ciencia, pues sabían cómo es preciso vivir y lo sabían sin formulismo ninguno. Me enseñaban sus hermosos árboles, asombrándome el amor que demostraban sentir por ellos; diríase que los trataban como seres racionales, que habían descubierto su lenguaje y conversaban con ellos. Claro es que con los animales mantenían relaciones afectuosas, siendo amados hasta de los más feroces, a los que habían vencido con su dulzura. Me enseñaban las estrellas, y acerca de ellas expresaban cosas que yo no sabía comprender, convenciéndome, sin embargo, de que se relacionaban con ellas, no sólo con el pensamiento, sino por algún conducto más material. Mi incomprensión no les impacientaba. Me amaban tal como era, experimentando también yo que tampoco ellos me entenderían, por lo que evitaba hablarles de nuestra Tierra. Muchas veces me preguntaba cómo hombres tan superiores a mí no me humillaban con su perfección, cómo no me inspiraban envidia, y cómo a mí, charlatán y

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embustero, no se me ocurría tratar de asombrarles descubriéndoles mi ciencia, de la que no tenían la menor idea. Mostrábanse vivos y alegres como niños. Se paseaban a través de sus hermosos bosques, cantando lindas canciones; su alimento consistía únicamente en frutos de sus árboles, miel y leche de sus amigos los animales, teniendo que darse muy poco trabajo para procurarse la alimentación y el vestido. Conocían el amor material, puesto que tenían hijos, pero nunca los vi atormentados por esos arrebatos de voluptuosidad que tanto tiranizan a los seres de nuestro planeta, y que son la fuente casi única de nuestros pecados. Alegrábanse viendo nacer a los hijos, en los que veían a nuevos copartícipes de su felicidad. Entre ellos no existían las querellas, ni los celos; ni comprendían siquiera lo que esto último podía ser. Sus hijos eran de todos, pues no formaban más que una sola familia. Casi nunca estaban enfermos... Conocían, sin embargo, la muerte; pero los ancianos morían dulcemente, como si se durmiesen, rodeados por sus amigos, que se despedían de ellos sin mostrar tristeza; al contrario, con la sonrisa en los labios. Dolores y lágrimas eran términos para ellos ignorados. Por todas partes se advertía el amor, un amor semejante al éxtasis. Siempre he creído que se comunicaban con sus muertos. Las relaciones entre los que se habían amado no se veían interrumpidas por la muerte. Noté que no me comprendían claramente cuando les hablaba de la vida eterna: tal vez creían tan firmemente en ello que hablar de tal cuestión les pareciera inútil. Carecían de religión, pero evidentemente es taban seguros de que cuando sus alegrías hubiesen alcanzado todo su desarrollo, surgiría una transformación que haría más completa la unión de los hombres con el Gran Todo, alma del Universo. Aguardaban ese momento cor alegría, pero sin prisas: hubiérase dicho que gozaban ya del presentimiento que tenían llevarlo en sus corazones. Antes de irse a descansar les gustaba formar armoniosos coros, cantando lo que durante el día habían sentido, ensalzando la Naturaleza, la Tierra, el Mar, los bosques, el amor... Sus canciones eran ingenuas y sencillas, afectuosas y delicadas. No era sólo con la música como expresaban su mutua ternura: toda su vida era una prueba de la amistad que existía entre ellos. Poseían otros cantos majestuosos y espléndidos, pero su sentido era inaccesible a mi inteligencia, aunque penetrasen cada vez más hondamente mi corazón. A menudo les decía que desde hacía mucho tiempo había presentido su felicidad, que ya en la Tierra se había llenado muchas veces mi alma de tristeza al apreciar el contraste entre su vida deliciosa adivinada y nuestra suerte... ¡En mi enemistad contra los hombres de mi planeta había también tanta tristeza! ¡Quería odiarles, y no poder dejar de amarles, aunque sin llegar a perdonarles! Me escuchaban, pero bien veía yo que no podían entenderme. Comprendían al menos cuan doloroso me era haber dejado a mis hermanos. Yo mismo, viendo sus miradas tan llenas de amor, sintiendo que mi corazón se hacía tan inocente como

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los de ellos, ya no lamentaba no comprenderlos. Les amaba, sin necesidad de que compartiesen mis rencores. Se me reirán en mis propias narices cuando les cuente mi sueño; me dirán que semejantes cosas no es posble verlas en un sueño, que todos esos detalles los he inventado yo, sin darme cuenta, inocentemente; que los sueños no pueden proporcionar más que sensaciones borrosas. Y sobre todo, Dios mío, ¡qué de risas cuando les digo que quizá todo ello ha sido realidad! Yo no he sido impresionado más que por las sensaciones de mi sueño; han sido las únicas que han quedado como vivo recuerdo en mi lacerado corazón. Imágenes y formas eran tan armoniosas, tan bellas y tan verdaderas, que, en efecto, resultaba imposible el que, al despertarme, tuviese la fuerza de expresarlas con débiles palabras; quizá, pues, todo debía borrarse en mi espíritu y tal vez haya inventado inconscientemente los detalles, desfigurándolos, seguramente, por ese deseo apasionado de dar lo más rápidamente posible el sentido general del asunto. Pero, en el fondo, ¿por qué no quieren creer que todo eso haya podido ocurrir realmente? Tal vez todo era mucho mejor y más alegre de lo que yo he contado. Quizá no sea un sueño, pues hay algo que excede los límites de un sueño, y es que, si fuese un sueño, estaría engendrado por mi corazón. Pero... ¿es posible que mi corazón tuviese la fuerza necesaria para producir la terrible verdad que ante mí se ha alzado? Porque ha ocurrido algo tan horrible y verdadero, que no es posible verlo en sueños. Juzgad por vosotros mismos. Lo he ocultado hasta ahora, pero es necesario decir la verdad. Yo, con mis relatos, los he pervertido todos.

5 Pues sí; acabé por pervertirlos a todos, aunque no recuerdo cómo, ni pueda explicarme el porqué. Mi sueño duró diez siglos, pero no me ha dejado ninguna sensación muy clara. Fui la única fuente de su corrupción; me basté yo sólo para contaminar toda aquella tierra feliz e inocente antes de mi llegada, como un microscópico germen pestífero infesta a países enteros. Oyéndome hablar, los hombres de aquella, hermosa tierra del amor aprendieron a mentir, complaciéndose con sus mentiras. Introdujeron la mentira en el amor, y no tardó en nacer la sensualidad en sus corazones, engendrando los celos, y más tarde la crueldad... No sé cuando, pero al poco tiempo de conocer y emplear la mentira, vertióse la primera sangre criminal. Asustados, los hombres comenzaron a huir unos de otros, a vivir aislados, formándose grupos, que luego hicieron entre sí alianzas para atacar a otros grupos. Estallaron los odios, y al conocer la vergüenza, le dieron un título glorioso: el Honor. Cada grupo enarboló una bandera. Los hombres empezaron por declarar la guerra a los animales, maltratándolos y haciéndolos huir a los bosques y convertirse

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en enemigos del hombre. Nacieron diferentes lenguas, y comenzó la lucha del la individualidad por lo tuyo y lo mío. Comenzó una lucha terrible. Conocieron el Dolor, y, enamorados de él, establecieron el principio de que sólo por él se llega al conocimiento de la Verdad. Fue el origen de la Ciencia. Cuando se volvieron malos comenzaron a hablar de fraternidad y de desinterés, agarrándose a dichas ideas. En cuanto fueron criminales, hablaron de justicia, crearon códigos para conservarla y patíbulos para defenderla. Acordábanse ya muy vagamente de lo que habían perdido, no queriendo creer ni en su inocencia ni en su felicidad pasadas, hasta tomándolas a chacota y diciendo que todo aquello era una leyenda. Pero, aunque hubiesen perdido la fe en su antigua beatitud, sintieron un deseo tan fuerte de llegar a ser inocentes y felices, que divinizaron este deseo y le elevaron templos, postrándose de hinojos ante su propia idea, ante el ídolo de su deseo, y, aunque lo consideraran irrealizable, derramaban en sus rezos abundantes lágrimas. Con todo, es evidente que si alguien hubiese encontrado su antigua felicidad y se la hubieran presentado, no la hubiesen querido. Cuando se les hablaba de ello, respondían: "Sí; somos malos, embusteros, injustos.., sabemos, y por eso nos castigamos por nosotros mismos con mucha más violencia tal vez que lo hará el Supremo Juez, cuyo nombre desconocemos. Pero poseemos la Ciencia. Con ella encontraremos la Verdad, que aceptaremos entonces conscientemente. El saber está por encima del sentimiento; la comprensión de la vida vale más que la vida. La Ciencia nos dará la sabiduría, y ésta nos revelará las leyes de la felicidad." Tales eran sus palabras, y, sin embargo, cada cual se prefería a la Humanidad entera, sin poder obrar de otro modo. Cada cual se sentía tan celoso de la importancia de su propia personalidad, que hacía cuanto podía por rebajar la de los demás. Nació la esclavitud, incuso la voluntaria. Los débiles obedecían con entera voluntad a los fuertes, con tal de que éstos les ayudasen para que a su vez pudieran esclavizar a los más débiles que ellos. Presentáronse algunos hombres justos que, llorando, fueron en busca de sus hermanos para reprocharles su caída. Se reían de ellos o los apedreaban. Corría la sangre en la puerta de los templos. Como revancha, surgieron otros hombres que buscaron el modo de reorganizar a la sociedad de tal suerte que, sin dejar de que cada cual se prefiriese a todos los de su especie, pudiesen todos vivir en paz. A propósito de esta idea, estallaron verdaderas guerras; mas todos estaban convencidos de que la Ciencia, la sabiduría y el instinto de conservación obligarían pronto a todos los hombres a reunirse en forma pacífica y fraternal. Para lograrlo cuanto antes comenzaron por aplastar a los débiles de espíritu, comprendiendo, como es natural en esta categoría a todos los enemigos de sus ideas. Pero el sentimiento de conservación perdió pronto su fuerza, y los orgullosos y los voluptuosos pidieron todo o nada. Naturalmente, para conseguirlo todo recurrieron al crimen, y para conseguir nada, al suicidio. Nacieron entonces las

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religiones que celebraban el culto del No-Ser. Fue un acto meritorio el darse la muerte para ganar el eterno reposo en la Nada. Los hombres cantaron al Dolor en sus poemas. Yo me paseaba entre ellos lamentándome de su suerte, compadeciéndoles en su error, pues quizá los amaba más aún que en sus días de inocencia y de belleza. Atraíame aún más su Tierra, al verla entonces profanada por ellos, que cuando era un paraíso. Tendía mis brazos hacia aquellos pobres seres, acusándome, maldiciéndome por haber causado su desgracia. Les decía que yo era la causa de todos sus males, la única causa; que había sido entre ellos el fermento del vicio y de la mentira. Les suplicaba que me condenasen a muerte, que me crucificaran, y les enseñaba cómo podían construir la cruz. Según les decía, no hallaba en mí la fuerza necesaria para matarme, pero ambicionaba el tormento, los suplicios; quería verme torturado hasta el momento de expirar. Pero se contentaban con burlarse de mi y al fin me tomaron por un idiota. Me excusaban, asegurando que no les había traído lo que ellos deseaban tener, y lo que entonces era no podía dejar de ser. Sin embargo, un buen día, fastidiados, declararon que me iba haciendo peligroso y que iban a encerrarme en un manicomio si no me callaba. Entonces me invadió con tal fuerza el dolor que pensé que iba a morir. Y en ese momento me desperté.

* * * Serían las seis de la mañana. Me volví a encontrar en la butaca. Mi bujía había ardido hasta consumirse por completo. En casa del capitán dormían, y el silencio reinaba en toda la casa. Di un salto en mi asiento. Nunca había soñado cosa semejante, con detalles tan claros, tan minuciosos. De pronto, descubrí mi revólver cargado, pero al instante lo arrojé lejos de mí. ¡Ah, la vida, la vida! Alcé las manos e imploré a la Eterna Verdad; es decir, no evoqué nada, sino que me eché a llorar. Un loco entusiasmo agitaba todo mi ser. Sí, quería vivir y consagrarme a la predicación. En lo sucesivo, me dije, recorreré el mundo predicando la Verdad, porque la he visto, la he visto con mis propios ojos resplandecer en toda su gloria. Desde entonces no vivo más que para la predicación. Amo a los que se. ríen de mí; los amo más aún que a los otros. Dicen que he perdido la razón porque trato, por todos los medios a mi alcance, de conmoverles, y aún no he hallado la manera. Sin duda, debo equivocarme a menudo, pero... ¿qué palabras emplear? ¿De qué modo dar ejemplo? Y, además, ¿quién es el que no se equivoca? Y, sin embargo, todos los hombres, desde el sabio hasta el último de los malhechores, todos quieren lo mismo, buscándolo por medios diversos... Pero no puedo equivocarme mucho, porque he visto la Verdad, sé que todos los hombres pueden ser bellos y dichosos sin dejar de vivir sobre la Tierra.

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No quiero, no puedo creer que el mal sea el estado normal del hombre. ¡Cómo poder creer una cosa semejante! He visto la Verdad y su imagen viva. La he visto tan hermosa y tan sencilla que no admito sea imposible el verla entre los hombres de nuestra Tierra. Lo que sé me hace decidido, fuerte, dispuesto, infatigable. Seguiré adelante, aunque mi misión tuviese que durar mil años. Si me extravío, la clara luz de la Verdad me volverá a mi camino. Al principio hubiera querido ocultar a los habitantes de la otra Tierra que yo era el agente de corrupción. Pero la Verdad murmuró a mi oído, en voz baja, que yo era el culpable, que mentía, y me enseñó el camino que debía seguir: el camino recto. Es muy difícil reorganizar el Paraíso en nuestra Tierra. Además, después de mi sueño, he olvidado todas las palabras que podían expresar mejor mis ideas. ¡Qué le vamos a hacer! Hablaré como pueda, sin cansarme pues si no sé describir, en cambio he visto. Y ya pueden los burlones reírse y decir como ya lo hicieron: "Lo que cuenta es un sueño, y ni siquiera sabe contarlo". Bueno; es un sueño. Pero... ¿qué es lo que no es un sueño? ¿Este sueño no se realizará mientras yo viva! ¡Qué importa! De todos modos, predicaré. ¡Sería tan sencilla su realización! Sería cuestión de un día, de una hora... Amaos los unos a los otros, nada más. No habría que hacer más; es algo comprensible para todo el mundo. Se trata de una verdad vieja, repetida billones de veces, y que, sin embargo, no ha echado raíces en ningún sitio. Es necesario seguirlo repitiendo. "¡La comprensión de la vida, decís, es algo más interesante que la misma vida! ¡El conocimiento de lo que puede otorgar la felicidad tiene más valor que la posesión de la felicidad! " He ahí los errores que es preciso combatir, y yo los combatiré. Si todos quisieran sinceramnte la felicidad la tendrían. ¿Y aquella niña? He vuelto a encontrarla.

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II

LA MENTIRA SE SALVA POR OTRA MENTIRA Un día Don Quijote, el caballero tan conocido, el más magnánimo caballero que jamás haya existido, vagabundeando con su fiel escudero Sancho, tuvo un ataque de perplejidad. Había leído que sus predecesores de los tiempos antiguos, por ejemplo, Amadís de Gaula, habían tenido a veces que luchar durante años enteros con cien mil soldados enviados contra ellos por las potencias infernales o los magos. Ordinariamente, un caballero que tropieza con semejante ejército de réprobos saca su espada, invoca en su ayuda el nombre de su dama y se lanza solo en medio de sus enemigos, a los que extermina, sin dejar uno. Todo esto estaba bien claro; pero aquel día, Don Quijote permaneció pensativo. ¿Cómo querían que un caballero, por fuerte y valiente que fuese, exterminase a cien mil adversarios en un solo combate de veinticuatro horas? Se necesita tiempo para matar a cada hombre; para matar a cien mil hace falta un tiempo inmenso. ¿Cómo podía ocurrir todo aquello? "Ya he salido de mi perplejidad, amigo Sancho, dijo al fin Don Quijote; esos ejércitos eran diabólicos; por lo tanto, imaginarios; los hombres que los componían no eran más que una creación de la magia; sus cuerpos no se parecían a los nuestros; tenían más analogía con los de los moluscos, los gusanos o las arañas. De tal modo, que la espada de los caballeros los cortaba de un solo golpe sin encontrar más resistencia que la del aire. Y siendo así, podían matar tres, cuatro y hasta diez de esos guerreros de una sola estocada. Así es como resultaba fácil deshacerse, en algunas horas de ejércitos de ese género. En esto, el autor de Don Quijote, gran poeta y profundo observador del corazón humano, ha comprendido uno de los aspectos más misteriosos de nuestros espíritus. Ya no se escriben libros como aquél. Veréis en Don Quijote, en cada página, revelados los más secretos arcanos del alma humana. Notad que ese Sancho, el escudero, es la personificación del buen sentido, de la prudencia, de la astucia, y que, sin embargo, se ha convertido en compañero del hombre más loco del mundo; ¡precisamente él, y ningún otro! A cada instante engaña a su amo, lo engaña como a un niño pequeño; pero al mismo tiempo se siente lleno de admiración por la grandeza de su corazón y cree reales todos sus sueños fantásticos; no duda ni un minuto el que su amo no llegue a conquistarle una ínsula. Es de desear que nuestra juventud adquiera un serio conocimiento de las grandes obras de la literatura universal. Yo no sé lo que les enseñan hoy a los jóvenes como literatura, pero el estudio de Don Quijote, uno de los libros más geniales y también de los más tristes que haya producido el genio humano, es muy capaz de educar la inteligencia de un adolescente. Verá allí, entre otras cosas, que las más hermosas cualidades del hombre pueden llegar a ser inútiles, excitar la risa de la Humanidad,

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si el que las posee no sabe penetrar el sentido verdadero de las cosas y hallar la "palabra nueva" que debe pronunciar... Aparte de eso, yo no he querido decir más que una cosa; a saber: que el hombre que puso en acción los sueños más locos, los más fantásticos, llega de pronto a la duda y a la perplejidad. Toda su fe ha desaparecido, y no porque lo absurdo de su locura le haya sido revelado, sino porque una circunstancia secundaria aclara momentáneamente su inteligencia. Este hombre de ideas del otro mundo experimenta súbitamente la nostalgia de lo real. Si libros que él venera como verídicos le han engañado una vez, pueden engañarle siempre; quizá todo lo que contienen es mentira. ¿Cómo volver a la verdad? Cree volver a ella imaginando un absurdo mayor que el primero. Los centenares de miles de nombres evocados por los magos tendrán cuerpos de moluscos, y la espada del buen caballero trabajará diez veces más aprisa en su faena. Su necesidad de semejanza quedará satisfecha. Tendrá derecho a creer en el primer sueño gracias al segundo, mucho más ridículo. Interrogaos a vosotros mismos y ved si cien veces no os ha ocurrido lo mismo. ¿Os habéis sentido enamorados de una idea, de un proyecto, de una mujer? ¿Habéis tenido una duda? Os habéis cuidado de crearos una ilusión más engañosa que la primera, que os habrá permitido continuar estando enamorados y desprenderos de la duda.

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III

LA MUERTE DE NÉKRASSOV Nékrassov ha muerto. Lo vi por última vez un mes antes de su muerte. Parecía ya un cadáver, siendo extraño ver a aquel cadáver hablar, remover los labios. No sólo hablaba, sino que había conservado toda la lucidez de sus ideas. No creía en que su muerte estuviese próxima. Una semana antes de expirar sufrió un ataque de parálisis que inmovilizó todo el lado derecho de su cuerpo. Ha muerto el 27, a las ocho de la noche. Avisado, inmediatamente me presenté en su casa. Su rostro, desfigurado por el sufrimiento, me conmovió sobremanera. Al salir de su cuarto oí al lector de los salmos pronunciar claramente cerca de él: "No hay hombre que no peque". Al volver a mi casa me fue imposible trabajar. Cogí los tres volúmenes de Nékrassov y me puse a leerlos desde la primera página hasta la última. De este modo pasé toda la noche, y fue aquello como si hubiese revivido treinta años. Los cuatro primeros poemas del primer volumen aparecieron en la Colección de Petersburgo, que publicó también mi primera novela. Y a medida que leía (y lo he leído todo, sin distinción), toda mi vida volvía a pasar ante mis ojos. Recordé los versos suyos que leí en Siberia cuando, después de haber purgado mi condena a cuatro años de presidio, pude, por fin, tocar un libro... En resumen, aquella noche dime cuenta por primera vez del gran lugar que Nékrassov había ocupado en mi vida, como poeta, durante treinta años. Como poeta, pues nos hemos visto muy poco, y sólo una vez con gran sentimiento de amistad, precisamente en el comienzo de nuestro conocimiento, en 1845, con motivo de la publicación de Pobres gentes. Ya he contado este episodio. Era Nékrassov —qué evidente me pareció esto después— un corazón herido desde el principio de su vida, herido con una herida que jamás volvió a cerrarse. Esto explica su poesía apasionada, esa poesía de mártir. Fue entonces cuando me contó su infancia, la odiosa vida que en su casa había sufrido; pero sus ojos se llenaron de lágrimas al hablarme de su madre, y vi que había siempre en él un recuerdo santo que podría salvarle. Creo que, en lo sucesivo, ninguna otra afección ejerció tanta influencia sobre él. Pero algunas partes sombrías de su alma dejábanse ya entrever. Más tarde nos peleamos, incluso demasiado pronto, pues nuestra intimidad apenas si duró algunos meses. La intervención de algunas buenas personas no fue extraña a aquella pelea. Después de mi regreso de Siberia, aunque no nos hayamos visto a menudo y nuestras opiniones hayan sido siempre, desde aquella época, muy distintas, nos ocurría comunicarnos cosas que no hubiéramos dicho a ninguna otra persona. Quedaba entre nosotros algo así como un lazo de unión desde nuestra entrevista de 1845.

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Cuando, en 1863, me ofreció un libro de versos suyos, me enseñó un poema titulado Los desgraciados, y me dijo: "Al escribir esto pensaba en usted." (Había pensado en la vida que yo llevaba en Siberia.) En fin, en los últimos tiempos de su vida nos vimos algo más a menudo, sobre todo en la época en que yo publicaba en su revista mi novela Un adolescente. A los funerales de Nékrassov asistieron algunos millares de sus admiradores. Estaba allí una gran parte de la juventud estudiosa. Se recogió el cadáver a las nueve de la mañana, y casi había anochecido cuando nos separamos, a la salida del cementerio. Se pronunciaron sobre su tumba muchos discursos. Leyóse también una admirable poesía de autor incógnito. A mi vez, hendí la multitud hasta la fosa, aún cubierta de flores, y muy impresionado, con voz débil, a continuación de los demás, pronuncié algunas palabras. Comencé por decir que Nékrassov era un coraron herido, que toda su poesía, todo su amor por los que sufren procedía de eso. Fue siempre de los que sufrieron con la violencia, con la tiranía, con todo lo que oprime a la mujer y al niño rusos en el seno mismo de la familia. Expresé también la opinión de que Nekrassov terminaba la serie de los poetas rusos que nos trajeron "una palabra nueva". Tuvo como contemporáneo al poeta Tutchev, que tal vez se mostró más "artista", pero que nunca ocupará el lugar debido a Nékrassov. Este último debe ser colocado inmediatamente después de Puschkin y Lermontov. Cuando hube pronunciado estas palabras se produjo un pequeño incidente. Una voz, entre la multitud, gritó que Nékrassov era superior a los Puschkin y a los Lermontov, que no eran más que unos "byronianos”. Otras voces repitieron: "¡Sí, superior!" Ni siquiera había pensado en comparar entre ellos a los tres poetas, pero en un Mensaje a la juventud rusa, Skabistchevsky contó que alguien (es decir, yo) no había temido comparar a Nékrassov con Puschkin y Lermontov. "Vosotros habéis respondido que era superior a ellos." Me atrevo a asegurar a Skabistchevsky que se ha engañado. Sólo una voz gritó: "¡Superior, superior a ellos! Y fue la misma voz que dijo que Puschkin y Lermontov no eran más que unos "byronianos". Sólo algunas voces repitieron: "¡Sí, superior!" Insisto sobre este punto porque veo con pena que toda nuestra juventud cae en el error. Los grandes nombres deben ser sagrados para los corazones juveniles. Sin duda, el grito irónico de "¡byronianos!" no procedía de un deseo de entablar una discusión literaria ante una tumba entreabierta aún, sino de una necesidad de proclamar toda la admiración sentida por Nékrassov en el primer momento de emoción. Pero esto me ha dado la idea de explicar todo mi pensamiento.

IV

PUSCHKIN, LERMONTOV Y NÉKRASSOV

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Primeramente, me parece que no se debe emplear la palabra "byroniano" como una injuria. El byronismo no ha sido más que un fenómeno momentáneo, pero ha tenido su importancia y llegó a su hora. Apareció en una época de angustia y de desilusión. Después de un desenfrenado entusiasmo por un ideal nuevo, nacido en Francia a fines del siglo XVIII —y entonces era Francia la primera nación europea—, la Humanidad se rehizo, y los acontecimientos que siguieron se asemejaron tan poco a lo que se esperaba, que los hombres comprendieron muy bien que se habían burlado de ellos y que hubo pocos momentos tan tristes en la historia de la Europa occidental. Los viejos ídolos yacían derribados, cuando se manifestó un poeta potente y apasionado. En sus cantos resonó la angustia de la Humanidad y lloró su decepción. Era una musa desconocida aún la de la venganza, la maldición y la desesperación. Los gritos byronianos encontraron un eco en todas partes. ¿Cómo no habían de repercutir en un corazón tan grande como el de Puschkin? Ningún talento un poco intenso podía evitar entonces el pasar por el byronismo. Del mismo modo, en Rusia había una porción de cuestiones dolorosas en suspenso, y Puschkin tuvo la gloria de encontrar, en medio de hombres que apenas le comprendían, una salida a la triste situación de la época: el regreso al pueblo, la adopción de la verdad popular rusa. Puschkin ha sido el ruso por excelencia. El ruso que no comprende a Puschkin no tiene derecho a considerarse como ruso. ¿No fue Puschkin el que encontró en su genio profético la fuerza capaz de exclamar: "Veré yo al pueblo liberado y la servidumbre destruida por la voluntad del zar"? Quisiera hablar ahora del amor de Puschkin por el pueblo ruso. "No me ames; ama lo que es mío", os dirá nuestro pueblo cuando quiere estar seguro de nuestro amor por él. Amar, o, mejor aun, compadecer al pueblo por todos sus sufrimientos, está al alcance de cualquier señor, sobre todo, si ha sido educado a la europea. Pero el pueblo quiere que se ame aquello que él ama, que se respete lo que él respeta; de otro modo, jamás os considerará como un verdadero amigo, cualesquiera sean vuestros pasos en su favor. Adivinará siempre la falsedad de las palabras melosas con las que traten de seducirle. Justamente Puschkin ha amado al pueblo como él quiere ser amado. Jamás lo ha hecho forzándose a ello, sino porque brotaba en él naturalmente. Supo, en cierto modo, hacerse un alma "pueblo". Supo también comprender la verdad rusa, adoptarla como suya. A pesar de todos los defectos del pueblo, sus costumbres a veces repugnantes, supo reconocer las grandes cualidades de su espíritu, y esto, en una época en que los más señalados de entre los "amigos del pueblo", sujetos por su cultura europea, deploraban la bajeza de alma de nuestros mujiks, desesperados de verles nunca elevarse a la altura de la masa parisiense. En el fondo, esos "aficionados" han despreciado siempre al pueblo. Considerábanlo como un hacinamiento de siervos, excusaban sus debilidades, de las que echaban la culpa a la servidumbre; pero no podían amar a sus esclavos.

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Puschkin fue el primero en declarar que un ruso nunca era un esclavo, a pesar de su servidumbre secular. Había allí un sistema de esclavitud, pero no había esclavos. Tal es la tesis general de Puschkin. Nada más que por su aspecto exterior, nada más que por el andar del mujik reconocía que no podía ser un esclavo. He ahí un rasgo que prueba el real amor de Puschkin por el pueblo. Supo también siempre hacer justicia a la limpieza moral de este pueblo (hablamos siempre en general, apartando a un lado las excepciones); previó la indigna manera como nuestros campesinos aceptarían su liberación. Nuestros más eminentes rusos "europeos" esperaban otra cosa de los mujiks. Amaban al pueblo, pero a la europea. Insistían sobre sus aspectos salvajes, considerándolos muy sinceramente como animales. Y un buen día ese pueblo se despertó libre, noble e intrépido, no manifestando el menor deseo de ultrajar a sus antiguos amos. Sí, muchos buenos espíritus se figuran aún que el imperfecto desenvolvimiento de nuestro pueblo proviene de la antigua servidumbre. ¿No he oído yo mismo decir en mi juventud que el Savelitch de Puschkin, en La hija del capitán, era el prototipo del siervo ruso y justificaba la servidumbre? Puschkin no sólo amaba al pueblo por sus sufrimientos. La piedad puede ir junta con el desprecio. Puschkin amó todo lo que amaba el pueblo y veneró todo lo que éste veneraba. Amó apasionadamente el campo, la naturaleza rusa. Se equivocan los que consideran a Puschkin como rebajado por su afición al pueblo. Encontró en él figuras magníficas, escribió acerca de él las cosas más profundas, y todo eso permanece inteligible para el pueblo. El ingenio ruso, la verdadera fuerza de imaginación rusa se hallan por toda la obra de Puschkin. Si Puschkin hubiese vivido más tiempo nos hubiera dejado tales tesoros artísticos, sacados del pueblo, que nuestra sociedad, tan orgullosa con su cultura europea, hubiera hace mucho tiempo renunciado a lo que del extranjero viene para volverse a remojar en el alma popular rusa. Esta adoración de la verdad rusa es la que vuelvo a hallar hasta cierto punto en Nékrassov, por lo menos, en sus obras más fuertes. Me gusta porque es "el hombre que llora sobre la desgracia del pueblo", pero, sobre todo, porque, aun en las épocas más dolorosas de su vida, a pesar de tantas influencias contrarias y hasta algunas de sus opiniones propias, se inclina ante la "verdad popular". Por eso le he colocado al lado de Puschkin y de Lermontov. Antes de pasar a Nékrassov diré dos palabras de Lermontov, con el fin de explicar por qué hago de él un hombre que también ha conocido la verdad popular rasa. Sin embargo, Lermontov era un "byroniano"; pero gracias al poder de su originalidad, fue un byroniano singular, despreciativo, caprichoso, no creyendo ni en su propia inspiración ni en su byronismo. Pero si hubiese dejado de sentirse preocupado por su tipo de ruso atormentado por el europeísmo, hubiera encontrado su camino, igual que Puschkin; hubiera ido en línea recta él también a la verdad nacional. De esto hay en él preciosas indicaciones. Pero la muerte lo detuvo en su camino. En

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todos sus versos se le ve buscar la verdad; se equivoca a menudo, hasta el punto de parecer mentir; pero él mismo lo comprende y sufre por ello. En cuanto toca al pueblo, es claro, luminoso. Ama al soldado ruso y venera al pueblo. Ha escrito una canción inmortal, la del joven mercader Kalaschnikov ante el zar Iván el Terrible. Recordaréis también al "esclavo Chibanov", esclavo del príncipe Kourbski, un emigrado ruso del siglo xvi, que enviaba al mismo zar Iván cartas casi injuriosas desde el extranjero. Después de haberle escrito una, llama a su esclavo Chibanov, le ordena salir para Moscú y entregar la carta al mismo zar. En la plaza del Kremlin, Chibanov detiene al zar, que salía de la iglesia rodeado de su guardia, y le entrega la misiva del príncipe Kourbski. El zar alza su ferrado bastón, lo clava sobre el pie de Chibanov, y apoyándose en el bastón se pone a leer la carta. Chibanov, a pesar de tener atravesado el pie, permanece inmóvil. Esa figura del esclavo ruso parece haber atraido a Lermontov. Su Kalaschnikov habla al zar sin reproche, sin invectivas, por el favorito que ha matado. Sabiendo que le aguarda la última pena, lo confiesa todo. Repito que si Lermontov hubiese vivido más tiempo hubiéramos tenido un gran poeta del alma del pueblo, un verdadero "Jeremías de las desventuras del pueblo". Pero ha sido a Nékrassov a quien he dado ese nombre. Evidentemente, no igualo Nékrassov a Puschkin; para mí no hay comparación posible. Puschkin es como un sol que ha iluminado toda nuestra comprensión rusa. Nékrassov, a su lado, no es más que un diminuto planeta, pero un planeta salido del gran sol. No hay que hablar más de superioridad o de inferioridad. Nékrassov podrá muy bien sobrevivirse; lo ha merecido por entero, y ya he dicho por qué amó profundamente al pueblo ruso, y es tanto más de notar porque vivió rodeado de las gentes infatuadas de Europa, gentes que jamás ahondaron en el alma rusa ni estudiaron, lo que ésta espera y lo que exige, gentes que miran nuestra inclinación hacia el pueblo como un movimiento retrógrado. Y Nékrassov se vio influenciado por ellas. Mas poseía en su alma una fuerza singular que no lo abandonó nunca; procedía de su apasionado amor por el pueblo, al que amó tanto, que casi inconscientemente adivinó esa verdad popular, acerca de la cual tanto insisto. Aun consciente, admito hubiera podido equivocarse en muchas cosas. ¿No fue él quien exclamó, al contemplar inquietamente al pueblo ruso libertado de la servidumbre, "Pero el pueblo es feliz"? Su corazón hiciérale comprender el dolor del pueblo; pero si le hubiese preguntado qué era lo que precisaba desear a aquel pueblo, quizá hubiese dado una respuesta inexacta y aun perniciosa. No se le puede reprochar; entre nosotros, el sentido político es un don extremadamente raro. Mas por su corazón, por su hermosa y fuerte inspiración poética, aproximóse a menudo al fondo íntimo del pueblo. Desde ese punto de vista, ha sido un poeta popular.

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Todos los que salieron del pueblo con una corta instrucción comprenderán muchísimas cosas en los poemas de Nékrassov. La cuestión es saber si es comprensible para el pueblo casi iletrado. Creo que no. ¿Qué comprenderá un mujik de esas obras maestras: Caballero por un momento, El silencio, Las mujeres rusas? Aun su Gran Vlass, que quizá sea comprensible, no tendrá, sin embargo, una acción popular, porque es una poesía que brota demasiado indirectamente del pueblo. Pero ¿qué podrá pensar un campesino del fuerte poema Sobre el Volga? ¡Es demasiado byroniano! No; Nékrassov, a pesar de su comprensión del pueblo, realmente no se dirige más que a la clase inteligente. Y eso ha podido verse en todos los artículos que hablaron de él después de su muerte.

V

EL POETA Y EL HOMBRE Todos los periódicos han insistido acerca de cierto "espíritu práctico" de Nékrassov, sobre sus defectos, hasta sus vicios, añadiendo que, gracias a cierta duplicidad, no nos dejaba más que una imagen un poco turbada de sí mismo. Algunas publicaciones han hablado de su amor al pueblo y de los males de que sufre la inteligencia humana. Creo yo que, en el porvenir, el pueblo conocerá a Nékrassov. Comprenderá entones que ha habido un buen noble ruso al que le enternecieron sus infortunios y que en los días de tristeza fue hacia él. En efecto, el amor al pueblo quizá no haya sido en Nékrassov más que una salida para sus propios dolores. Pero, antes de hablar de los dolores del poeta, quiero explicar algunos aspectos del hombre. En Nékrassov el hombre y el poeta están íntimamente mezclados entre sí. Han reaccionado tan bien el uno sobre el otro, que al hablar del poeta es preciso ocuparse del ciudadano. Los que le consagran artículos parecen siempre querer excusarle. ¿De qué? ¿Qué necesidad puede tener de nuestra indulgencia? A cada instante se pronuncia la expresión de "espíritu práctico"; quieren con eso decir, sin duda, que poseía el arte de hacer bien sus asuntos; y, en efecto, al punto llueven las justificaciones. Sufrió mucho desde la infancia; adolescente, aun conoció en Petersburgo días difíciles, abandonado, sin hogar; vióse asediado por infinidad de penas y de preocupaciones, y no hay que asombrarse de que desde muy pronto haya tenido un "espíritu práctico". Nékrassov no logró jamás ver aparecer su revista. Parecen querer dar a entender que únicamente logró sus fines por medios impertinentes —y esto a propósito de un hombre como Nékrassov, que supo emocionar a todos los corazones, excitando el entusiasmo o el enternecimiento con sus hermosos versos—. Todo eso está dicho para declararle inocente, claro está; pero creo que Nékrassov no necesita que se le defienda tan enérgicamente. Este género de excusas tiene siempre algo de humillante para aquel a quien con tanta

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oficiosidad se justifica. Parecen decir que ese mismo poeta que pasara la noche escribiendo los más admirables y emocionantes versos que es posible imaginar, llegada la mañana, se apresuraría a enjugar sus lágrimas para realizar alguna treta con un "espíritu práctico". Los hermosos versos habían sido, pues, compuestos muy fríamente, y cuando vengan a preguntarnos a quién acabamos de acompañar al cementerio, debemos responder: "Al más ilustre representante de la doctrina del arte por el arte." Pues bien: no, eso no es verdad. Acabamos de perder, no a un frío adepto del arte por el arte, sino a un verdadero poeta, cuyos sufrimientos populares desgarraron muy vivamente el corazón, un mártir de sí mismo. Vale más explicar francamente las cosas, con el fin de destacar claramente la personalidad del difunto, tal como fue. Importa que no quede ningún error respecto a él y que no se pueda seguir manchando una noble memoria. Personalmente he conocido muy poco la "vida práctica" de Nékrassov; no abordaré, pues, la parte anecdótica de su existencia. Por otra parte, aunque pudiera hacerlo, no lo haría, teniendo las más sólidas razones para saber que cuanto de él se ha contado merece el calificativo de "chismes". Hasta diré más: tengo la convicción de que la mitad o las tres cuartas partes de las historias que corren acerca de él, son puras invenciones. Un hombre de tanto relieve como Nékrassov no podía dejar de tener enemigos. ¿Qué puede haber de cierto en todo eso? Indudablemente, hubo algunos momentos lamentables en su vida; y si no, ¿qué significarían esos gemidos, esos gestos, esas lágrimas, esas declaraciones, esos "¡He caído", esa confesión apasionada hecha a la sombra de su madre? El mismo flageló hasta la tortura. He aquí versos que arrojan una luz singular sobre una de sus preocupaciones: Soplaba el viento; llovía cuando desde el gobierno de Poltawa llegaba a la capital; con un gran bastón en la mano, del que colgaba un saco vacío, y sobre el hombro una pobre piel de cordero; en mi bolsillo, quince grosch; sin dinero, sin nombre, pequeño de estatura y ridículo de ver; he pasado de los cuarenta años y tengo un millón en el bolsillo. ¡El millón! ¿Es ésa la demoníaca obsesión de Nékrassov? ¿Tanto era lo que amaba el oro, el lujo, el placer, y por eso cayó en el "espíritu práctico"?

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No, no fue ese demonio el que le obsesionó. Empecemos por decir era el demonio del orgullo, y no el de la avaricia. Únicamente experimentaba la necesidad de poseer cierta comodidad, con el fin de poder vivir aparte, alzar una pared entre él y los demás hombres y no mirar más que desde lejos sus luchas perversas. Creo que esta necesidad existía ya en el niño de quince años que se encontró sobre el pavimento de Petersburgo, después de haber casi huído de casa de su padre. Aún tan joven, y ya su alma estaba herida, no quería buscar protectores. Quizá no fuese aún aquella desconfianza en los hombres que, de todos modos, se deslizó desde muy pronto en él; no era más que un instinto. "Admitamos —decíase indudablemente—, admitamos que no sean tan malos y tan pérfidos como dicen; pero creo que, sin maldad alguna, os perderían si tuviesen en ello algún interés." Entonces fue cuando comenzaron los extraños sueños de Nékrassov. ¡Quién sabe si este verso y tengo un millón en el bolsillo, no lo compuso en la calle, al llegar a Petersburgo! Quería no depender de nadie. Declaro que esta preocupación tal vez no fuese digna del alma de Nékrassov, alma que halló tan fácilmente un eco en ella para todo cuanto era hermoso y santo. Parece que hombres como él debieran poder ponerse en camino, descalzos y con las manos vacías, ricos únicamente por lo que llevaban en sus corazones. ¡Su ideal no debiera ser el oro! El oro es la brutalidad, la violencia, el despotismo. El oro no debiera ser un ideal más que para la multitud de los débiles y de los tímidos, que el mismo Nékrassov tanto despreció. ¿Qué van a hacer del oro los que cantan como él: Llevadme al campo de los que perecen por esa gran obra de amor? Pero el demonio del orgullo estaba en él, y pagó su debilidad con el intruso con sufrimientos que duraron toda su vida. No hablaré de las buenas obras de Nékrassov. Jamás decía de ellas una palabra; pero, sin embargo, las hizo. Muchas personas comienzan a dar testimonio de la humanidad, de la bondad apiadada de aquel "espíritu práctico". El señor Souvorine ha citado ya algunos rasgos. Me dirán que quiero con demasiada facilidad rehabilitar a Nékrassov. No, no lo rehabilito: trato de explicarlo, y creo poder hacerlo de manera concluyente.

VI

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UN TESTIGO EN FAVOR DE NÉKRASSOV Asombrábase Hamlet de ver las lágrimas del actor que, al declamar su papel, lloraba una "tal" Hécuba. "¿Qué le importaba aquella Hécuba?", preguntaba el príncipe. Puede hacerse la siguiente pregunta: ¿Era también nuestro Nékrassov un actor? ¿Era capaz de llorar, don de que se privó a sí mismo; de expresar su dolor en versos de una belleza inmortal y consolarse al día siguiente nada más que deleitándose con la belleza de sus versos? ¿Consideraba sus admirables versos como un medio de adquirir dinero y gloria? Por el contrario, ¿no era tan completa la angustia del poeta después de haber sido expresada, quizá hasta agravada por lo que de vivo y punzante había en su poesía? Aceptado que recaía en extravíos; pero ¿no aceptaba Ia pérdida de su derecho apaciblemente? ¿Sus lamentaciones y sus gritos poéticos no procedían más bien de su arrepentimiento? ¿No veía claramente lo que le costaba el demonio que llevaba dentro de sí y a qué precio pagaba lo que de aquel enemigo recibía? ¿Podía reconciliarse momentáneamente con este demonio cuando quería justificar a su "espíritu práctico" hablando de él con sus amigos, o ni esta reconciliación era completa y durable? O bien, ¿no sufría más aun con aquellas conversaciones y no volvía a sentir un redoblamiento de sus remordimientos? ¿Cómo resolver todo esto? Creo que no nos quedaría más que condenarle por no haberse matado, ya que no tenía fuerza para vencer sus pasiones. Pero... ¿con qué derecho nos erigiríamos en jueces suyos? Esto sería bastante ridículo. De todos modos, el poeta que ha escrito Podrás no ser poeta, pero debes ser ciudadano, parece como haber reconocido a los hombres el derecho a juzgarle como ciudadano. Y, sin embargo, haríamos mal en juzgarle. ¿Cómo vivimos nosotros mismos? Lo único que hacemos es no hablar de nosotros en público; ocultamos nuestra ignominia, y en nuestro fuero interno nos acomodamos a ella. Tales acciones hacen llorar a Nékrassov que no nos turbarían ni un solo minuto. No conocemos sus caídas más que por sus propios versos. Si él mismo no hubiese hablado, todo lo que se cuenta de su "espíritu práctico" jamás se hubiera sabido. Preciso es decir que para un hombre tan "práctico" no era apenas maligno el ir a publicar sus arrepentimientos. ¿No sería una prueba absoluta de su falta absoluta de "espíritu práctico"? De todos modos hay un testigo que puede declarar en favor de Nékrassov, y ese testigo es el pueblo. O, mejor, su amor por el pueblo es el que declara en favor suyo. ¿Por qué un "hombre práctico" iba a entusiasmarse por el pueblo? Los demás tratan de tomar un oficio lucrativo. ¡Se iba él a contentar con llorar por el pueblo! No sería más que un

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capricho. Pero ¿qué es un capricho que dura toda la vida de un hombre? ¿Se hacía rentas con sus enternecimientos en favor del pueblo? Creo que es imposible simular el amor ardiente que traducen los versos de Nékrassov. En todos los momentos penosos de su vida se volvió hacia el pueblo: lo amaba con toda su angustia y con todo su dolor. Comprended esto, y todo Nékrassov se os aparecerá claro, tanto el hombre como el poeta. Poniendo su talento al servicio de los pobres, parecíale expiar un poco. Lo esencial es que sus simpatías no fueron hacia lo que amaban y veneraban los hombres que le rodeaban. Fueron hacia los afligidos, hacia los que sufrían, hacia los humillados. Cuando sentía asco por la vida que llevaba, marchaba a su pueblo natal, se prosternaba sobre los escalones de su pobre iglesia y hallaba curación de todos sus males. No hubiera escogido este género de consuelo si no hubiese creído. Si no halló en la vida nada que fuese más digno de amor que el pueblo, es porque había comprendido que la verdad está en el pueblo, que en él es donde se conserva. Si no obraba entonces completamente consciente, si sus opiniones habituales no reflejaban sus sentimientos, al menos esos sentimientos estaban en su corazón. En el mujik vicioso, cuya humillada y humillante imagen le atormentaba entonces, veía algo de verdadero y de santo que no podía dejar de admirar, que no podía dejar de comprender con todo su corazón. Por eso lo he puesto yo en el rango de aquellos que han reconocido la verdad popular. Fue allí donde él halló el consuelo que no le traían ni los sutiles razonamientos ni las justificaciones "prácticas". Si no hubiese tenido aquello, hubiera sufrido sin interrupción toda su vida. ¿Qué jueces podemos ser nosotros si pensamos en eso? ¿Qué acusadores? Nékrassov es un tipo ruso histórico, uno de esos grandes ejemplos de dualismo de alma que se hallarán por todas partes, sobre todo en nuestra triste época. Pero este hombre ha permanecido en nuestros corazones. Sus arrebatos de poeta han sido muchas veces tan sinceros y tan espontáneos. Su simpatía por el pueblo es tan súbitamente franca que le asegura un puesto muy alto entre los poetas. En cuanto al hombre, su amor por los humildes le desquita, si necesita verse desquitado.

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DIARIO DE UN ESCRITOR

(1880)

I

DISCURSO SOBRE PUSCHKIN1 "Puschkin es un fenómeno extraordinario y quizá el único fenómeno del alma rusa", ha dicho Gogol. Yo añadiría, por mi parte, que es un genio profético. Puschkin aparece precisamente en la hora en que parecemos darnos cuenta de nosotros mismos, cerca de un siglo después de la gran reforma de Pedro, y su aparición contribuye fuertemente a alumbrar nuestro camino. La actividad intelectual de nuestro gran poeta tiene tres períodos. No hablo en este momento como crítico literario; no pienso más que en lo que hay para nosotros de profético en su obra. Admito que esos tres períodos no tengan entre sí límites bien señalados. De este modo, según mi opinión, el comienzo de Oniéguine pertenece al primero, y el fin, al segundo período, cuando ya Puschkin había encontrado su ideal en la gleba natal. Se acostumbra a decir que Puschkin, en sus comienzos, imitó a los poetas europeos Parny, Andrés Chénier y, sobre todo, a Byron. Indudablemente, los poetas de Europa ejercieron una gran influencia en el desenvolvimiento de su genio, y esta influencia hubo de durar hasta el fin de la vida de Puschkin. Sin embargo, ni las mismas poesías primeras de Puschkin son únicamente una imitación: se advierte ya en ellas la independencia de su genio. Jamás se verá en obras simplemente imitadas tal intensidad de dolor y tan profunda conciencia de sí mismo. Tomad, por ejemplo, los Zínganos, poema que yo coloco en el primer período de su actividad creadora. No hablo únicamente de su arrebato, que no sabría ser tan poderoso si no hiciese más que imitar. Pero en ese tipo de Aleko, héroe del poema, se revela ya un pensamiento fuerte y profundo, eminentemente ruso, que se manifestará más tarde en toda su plenitud en Oniéguine, en el que se creería ver reaparecer a Aleko, no ya bajo un aspecto fantástico, sino bajo una forma real, tangible y comprensible. En ese tipo de Aleko, Puschkin ha encontrado ya y marcado con el sello de su genio el personaje del infortunado vagabundo, errante sobre su tierra natal; de ese mártir ruso histórico, nacido forzosamente de nuestra sociedad, separada violentamente del pueblo. No lo ha encontrado en Byron. Ese vagabundo ruso sin hogar prosigue

1 Pronunciado el 8 de junio de 1880 ante la Sociedad de los Amigos de la Literatura rusa.

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hoy aún su carrera, y no desaparecerá en mucho tiempo. Si ya no va a unirse a los zínganos, para encontrar entre ellos su ideal de salvaje vida errante y la calma en el seno de la Naturaleza, se arroja en el socialismo, que no existía aún en la época de Aleko. Busca siempre, no sólo la satisfacción de sus instintos personales, sino también la felicidad universal para apaciguarse. ¡Oh! La inmensa mayoría de los rusos no piden tanto. La mayor parte de ellos se contentan con servir plácidamente al país como funcionarios, empleados del Fisco o de los ferrocarriles, agentes de Bancos, etcétera, y no se preocupan más que de ganar su vida de un modo o de otro. Lo más que hacen algunos es llevar el liberalismo hasta un vago "socialismo europeo”, atemperado por la natural bondad rusa; pero no es más que una cuestión de tiempo. ¿Qué importa que éste apenas comience a agitarse si aquél golpea ya con la frente la puerta cerrada? Basta con que algunos se hayan agitado para que todos los demás se sientan inquietos. Aleko no sabe todavía expresar claramente su angustia. Todo eso está aún en él en estado vago; no tiene más que la nostalgia del carácter, de los rencores contra la sociedad mundana, de las tendencias, en cierto modo cosmopolitas; de las lágrimas por la verdad, que se ha perdido y no se volverá a encontrar. Hay en él un poco de Juan Jacobo Rousseau. ¿En que consiste esta verdad? Eso es lo que él no nos dirá; pero sufre sinceramente... ¿Está la verdad en otra parte? ¿En las tierras europeas que tienen una firme organización histórica, una vida social francamente definida? ¿No comprenderá que la verdad está en él, y cómo podría comprenderlo? Es como un extranjero en su propio país: ha olvidado el trabajo, no tiene cultura... No es más que polvo flotante en el aire. Lo siente así, y sufre por ello. Perteneciendo indudablemente a la nobleza hereditaria, probablemente propietario de siervos, se ha ofrecido la fantasía de vivir con gentes que no reconocían la ley; ha paseado un oso que enseña... Como es razonable, la mujer, la "mujer salvaje", según la expresión de un poeta, podría devolverle la esperanza de la curación, y ciegamente se enamorará de Zemfira. "He ahí —dice— donde está mi curación y quizá mi felicidad, aquí, en el seno de la naturaleza, entre los hombres que no tienen ni civilización ni leyes". Pero desde sus comienzos en la vida salvaje soporta mal la prueba y mancha sus manos de sangre. Los zínganos lo echan, sin venganza y sin desprecio, leal y magníficamente: Dejadnos, hombre orgulloso, nosotros somos salvajes. No tenemos leyes; no atormentamos, ni castigamos. Todo esto, como es natural, pasa en plena fantasía; mas, por primera vez, el tipo del orgulloso hombre civilizado, como opuesto al hombre salvaje, es presentado de una manera precisa. Y entre nosotros quien por primera vez lo pone en pie es Puschkin. Es algo que debe recordarse.

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En cuanto el orgulloso hombre civilizado se cree ofendido, herirá y castigará malvadamente al ofensor; acordándose de que pertenece a una de las “catorce clases de la nobleza”, dará grandes voces y echará en falta a la ley que reprimía a aquellos que pudieron molestarle. ¡Y se diría que ese magnífico poema no es más que una obra de imitación! Se presiente en ello ya la “solución rusa” de la maldita cuestión. “Humíllate, hombre orgulloso; es preciso lo primero vencer tu orgullo. Humíllate, hombre ocioso; trabaja tu gleba natal.” Tal es la solución, según el pueblo. “La verdad no está fuera de ti; está en ti mismo; sométete a ti mismo, reconquístate a ti mismo y conocerás la verdad. Está en tu propio esfuerzo contra las falsedades aprendidas. Una vez vencido y subyugado por ti mismo, llegarás a ser libre, como jamás habías imaginado que pudieras serlo, emprenderás la gran obra de la manumisión de tus semejantes; serás feliz, porque tu vida estará bien ocupada, y comprenderás por fin a tu pueblo y su santa verdad. La armonía mundial no está para ti ni entre zánganos ni en ninguna parte, si no eres digno de ella, si eres malo y orgulloso, si quieres la vida sin pagarla con un esfuerzo." El asunto está ya bien planteado en el poema de Puschkin. Aún se verá más claramente indicado en Eugenio Oniéguine, un poema que ya no tiene nada de fantástico, sino que es de un realismo evidente; un poema en el cual la verdadera vida rusa está evocada con tal maestría que no se ha escrito nada tan vivo antes de Puschkin, ni quizás después de él. Oniéguine llega de Petersburgo, y de Petersburgo es de donde debe llegar para que el poema tenga toda su significación. Es siempre un poco Aleko, sobre todo cuando exclama angustiado: ¿Por qué, como el asesor de Toula, no me veo vencido por la parálisis? Pero al principio del poema conserva un poco de fatuidad, permanece mundano, y ha vivido demasiado poco para estar desilusionado de la vida. Pero ya ha comenzado a frecuentarlo el noble demonio del fastidio oculto. En el mismo corazón de su patria se siente desterrado. No sabe qué hacer; se siente "como su propio invitado". Cuando, lleno de angustia, va errante a través de su patria, después al extranjero, se cree, como hombre sincero que es, entre los extranjeros, más extraño a sí mismo. En cuanto a su tierra natal, la ama; pero no tiene confianza en ella. Ha oído hablar del ideal ruso; pero no cree en él. No cree más que en la entera imposibilidad de intentar sea lo que sea sobre el suelo de su país; y de lo que, poco numerosos

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entonces como hoy, conservan su esperanza en la tierra rusa, se burla tristemente. Ha matado a Lensky sencillamente por spleen, ¡quién sabe!, tal vez por nostalgia del ideal mundial. Tatiana es distinta. Es la mujer que mantiene todos sus sentimientos por la gleba natal. Posee un alma más profunda que Oniéguine; presiente, por una especie de noble instinto, dónde está la verdad, y expresa su idea sobre ese asunto al final del poema. Es un tipo positivo, no negativo; es la apoteosis de la mujer rusa, y el poeta ha querido fuese ella la que revelase todo el pensamiento del poema en la famosa escena que sigue al encuentro de Tatiana con Oniéguine. Casi puede decirse que no se encuentra un tipo más hermoso de la mujer rusa en toda nuestra literatura, si no es, tal vez, la Lisa de Nido de hidalgos, de Turgueniev. Cruza, desconocida, por la vida de Oniéguine, y esto es lo que hay de trágico en su novela. ¡Ah! Si en su primer encuentro Childe Harold o el mismo lord Byron hubiese venido de Inglaterra para hacer comprender a Oniéguine el encanto de Tatiana, es indudable que Oniéguine se hubiese extasiado ante ella. Pues hay a veces entre esos errantes dolorosos cierto servilismo de alma. Pero esto no ocurre, y el buscador de armonía mundial, después de haber enderezado a Tatiana una especie de sermón, se aleja de allí honestamente con su angustia mundial. Continúa errando, y, lleno de fuerza y de salud, exclama blasfemando: Soy joven: en mí la vida es fuerte, y... ¿qué debo esperar? ¡El fastidio, el fastidio! Tatiana ha comprendido eso. En estrofas inmortales el poeta la ha representado visitando la casa de ese hombre extraño, enigmático aún para ella. No hablo de la incomparable belleza de esas estrofas desde el punto de vista literario. Hela ahí en el gabinete de trabajo de Oniéguine; trata de adivinar el enigma; después se detiene con una sonrisa extraña; presiente la verdad, y dice en voz baja: ¿No es más que un imitador parodista? Sí, en eso debía pensar y lo ha adivinado. Mas tarde, en Petersburgo, con ocasión de un nuevo encuentro, lo reconoce perfectamente. A propósito: ¿quién ha afirmado que la vida de la Corte obraba sobre ella como un veneno, y que eran sus nuevas ideas mundanas las que hasta cierto punto la decidían a rechazar a Oniéguine?... No, es falso. Tatiana es siempre Tatiana, Tatiana, la pueblerina. En modo alguno está pervertida. Al contrario, sufre con esa vida petersburguesa demasiado brillante; odia su papel de mujer mundana, y quien de otro modo la juzgue la aprecia mal, no comprende la idea de Puschkin. Dice resueltament a Oniéguine:

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Me he entregado a otro, y le seré eternamente fiel. Con eso ha expresado el verdadero sentimiento de la mujer rusa. No hablaré de sus opiniones religiosas; de sus ideas acerca del matrimonio. No tocaré eso. Si se niega a seguir a Oniéguine, aunque le haya dicho "Os amo", no es, como una europea, como una francesa cualquiera, porque le falta valor para sacrificar su lujo y sus riquezas... No; la mujer rusa es animosa; seguirá a quien ella crea deber seguir... Pero “se ha entregado a otro, y le será eternamente fiel"... ... Y ¿cuál puede ser la felicidad fundada sobre la desgracia ajena? Imagináis que habéis hallado el secreto de hacer a todos los seres humanos felices, pero que para eso es preciso martirizar a un solo individuo y aun admitiendo que fuese un ser un poco ridículo sin nada de shakespiriano, un viejo, un marido, ¿consentiríais en hacer a ese precio la felicidad de la Humanidad? ¿Creéis, por otra parte, que aquellos a los que quisierais hacer dichosos haciendo sufrir a un solo ser consentirían en aceptar semejante dicha? Decid, ¿puede Tatiana tomar otra decisión que la que toma, ella, cuya alma es tan elevada; ella, cuyo corazón se ha visto puesto a prueba tan duramente? Una verdadera alma rusa decidirá como ella: "Prefiero verme privada de la felicidad a causar la desgracia de un solo ser humano. Quiero que nadie sepa mi sacrificio; pero rechazo toda alegría que entristezca a otra criatura.” Pero Oniéguine será desgraciado. Aquí el asunto es otro. Creo que, aun siendo viuda, Tatiana no se hubiera casado con Oniéguine. Sabe que Oniéguine, volviendo a ver, en un medio brillante, a la mujer que en otro tiempo había rechazado, ha podido verse deslumbrado por el lujo que la adorna y la rodea. El mundo adora a aquella chiquilla que ha estado a punto de despreciar; el mundo, soberana autoridad para Oniéguine. "¡He aquí mi ideal —exclama—, mi salud, el fin de mis angustias! ¡Y he perdido todo eso! ¡Y he tenido tan próxima la felicidad, tan posible!" Y como en otro tiempo Aleko hacia Zemfira, se lanza hacia Tatiana, buscando en la satisfacción de esa nueva fantasía la solución de todas sus dudas. Pero ¿no lo ha adivinado Tatiana desde hace mucho tiempo? Sabe que, en el fondo, lo que ama es el capricho nuevo y no a ella, que sigue siendo la Tatiana de antaño. Sabe que no ama a la mujer que ella es realmente, sino a la que parece ser; hasta ¿es capaz de amar a alguien? Si ella lo siguiese, se desilusionaría, y al día siguiente se burlaría de su entusiasmo de la víspera. No tiene el menor fondo. Es una brizna de hierba que el viento lleva donde quiere. Ella es de un carácter completamente distinto... Cuando comprende que ha perdido la felicidad de toda su vida, aún se apoya en sus recuerdos infantiles, de vida apacible y pueblerina. Entonces, sus recuerdos de otro tiempo le son más queridos que nada; no le resta más que eso; pero eso es lo que la salva de su completa desesperación. Pero a él, a Oniéguine, ¿qué le queda? ¿No podría, pues, seguirle por pura compasión, para darle aunque no fuera más que una apariencia de

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felicidad? No; hay almas fuertes a las que no se puede traicionar ni aun por piedad. Tatiana no puede seguir a Oniéguine. En ese poema, Puschkin se revela el gran poeta popular, más grande que todos aquellos que le precedieron o le siguieron. Al mostrarnos ese tipo del vagabundo ruso ha adivinado proféticamente su inmensa importancia para nuestra suerte futura, y ha sabido poner al lado de ese Oniéguine la más bella figura de mujer de toda nuestra literatura. Además es el primero que nos ha dado toda una serie de hermosos tipos rusos verdaderos, descubiertos por él en nuestro pueblo. Recordaré una vez más que no hablo como crítico literario y que por eso no hago un examen más detallado de, esas obras geniales. Se podría escribir todo un libro nada más que sobre el tipo de monje historiador para explicar toda la significación de esa grandiosa personalidad rusa, tan magníficamente pintada por Puschkin para hacer sentir toda la belleza espiritual de esa figura. Ese tipo existe; no es una simple idealización del poeta. Y el espíritu del pueblo que lo ha producido también existe, y su fuerza vital es inmensa. En toda la obra de Puschkin veréis brillar su fe en el alma rusa. En la esperanza de la gloria y del bien miro ante mí sin temor, ha dicho él mismo, y estas palabras pueden ser aplicadas a toda su actividad de creación nacional. En cierto modo, ningún escritor ruso ha sabido adquirir un parentesco tal con el pueblo. Es evidente que entre nuestros escritores hay buenos apreciadores de nuestro pueblo; sin embargo, si se les compara con Puschkin, a excepción de uno o dos de sus sucesores más indirectos, nunca son más que "unos señores" que escriben acerca del pueblo. Entre aquellos de ellos que tienen más talento, y aun entre esos dos de que acabo de hablar, surge de pronto algo de altivo, una intención de demostrar que se desdeña el elevar al pueblo hasta uno mismo. En Puschkin existe una verdadera familiaridad con el pueblo, una especie de ternura para el pueblo una franqueza y una bondad naturales. Recordáis la leyenda del oso y el campesino que había matado a la hembra de aquel oso. Tomad estos versos: Iván es nuestro compadre, y cuando nos ponemos a beber... y comprenderéis lo que quiero decir. Todos esos tesoros de arte han sido dejados como para enseñanza de los artistas futuros. Puede decirse positivamente que si Puschkin no hubiese existido, los talentos que le siguieron no habrían podido manifestarse. No hubieran sabido, por lo menos, revelarse con tanta fuerza y claridad. Y no se trata únicamente de poesía.

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Sin él, nuestra fe en la independencia del genio ruso no hubiera encontrado forma para expresarse. Se comprende sobre todo, a Puschkin cuando se profundiza el que yo llamaría tercer período de su actividad artística. Lo repito una vez más: esos períodos no están muy claramente delimitados. Algunas obras del tercer período podrían figurar en el número de las producciones de la primera, porque Puschkin ha sido siempre un organismo completo que, desde sus comienzos, ha llevado en sí todos los gérmenes de su talento. La vida exterior no hacía más que despertar en él lo que ya existía en las profundidades de su ser. Pero este organismo evolucionaba, y es difícil separar bien una fase de su desarrollo de otra. Se puede de un modo general atribuir al tercer período aquella serie de obras en las que su alma penetra sobre todo el alma humana universal. Algunas de sus obras no han aparecido hasta después de su muerte. Había habido en la literatura europea Shakespeares, Cervantes y Schillers. Pero ¿cuál de esos genios posee la facultad de simpatía universal que posee nuestro Puschkin? Esta aptitud la comparte precisamente con nuestro pueblo, y principalmente por eso es nacional. Los poetas de otros países de Europa, cuando escogían sus héroes fuera de las fronteras de su nación, los disfrazaban como compatriotas y los arreglaban a su manera. Tomad incluso Shakespeare. Sus italianos son simplemente ingleses. Puschkin, de todos los poetas del mundo, es el único que entra en el alma de los hombres de todas las nacionalidades. Leed su Don Juan y veréis que si no tuviese la firma de Puschkin hubierais jurado que era obra de un escritor español. Tomad en otra parte el trozo de una extraña poesía, que comienza por estos versos: Una vez, errante en un valle salvaje... Es, me diréis, una transcripción casi literaria de tres páginas de un extraño libro escrito en prosa por un sectario sacerdote inglés. Pero... ¿no es más que una transcripción? En la música triste y exaltada de esos versos pasa toda el alma del protestantismo del Norte, a la vez obtuso, místico, lúgubre e indomable. Con Puschkin asisten a toda la literatura humana, no solamente como si tuvieseis una serie de cuadros ante vuestros ojos, sino también del mismo modo que si los mismos hechos comenzasen a revivir; os parece haber pasado ante las filas de los sectarios, cantando con ellos sus himnos, llorando con ellos en sus exaltaciones místicas, creído con ellos todo cuanto ellos han creído. Luego Puschkin nos da estrofas que contienen todo el áspero espíritu del Korán. En otra parte el mundo antiguo renace con la noche de los tiempos egipcios, los dioses terrestres que guían sus pueblos y más tarde, abandonados, enloquecen en su aislamiento. Ha sabido Puschkin encarnar admirablemente en él el alma de todos los pueblos. Es

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un don particular suyo; es algo que no existe más que en él, como también ese don profético que le hace adivinar la evolución de nuestra raza. En cuanto se transforma en un poeta enteramente nacional, comprende la fuerza que hay en nosotros y presiente a qué grandes destinos puede servir esa fuerza. En eso es profético. ¿Qué ha significado para nosotros la reforma de Pedro el Grande? ¿No ha consistido más,que en introducir entre nosotros las costumbres europeas, la ciencia y las invenciones europeas? Reflexionemos acerca de ello. Tal vez Pedro el Grande no la emprendería, al principio, más que con fin completamente utilitario; pero, más tarde, seguramente obedeció a un misterioso sentimiento que le arrastraba a preparar para Rusia un porvenir inmenso. El mismo pueblo ruso no vio al principio en ello más que un progreso material y utilitario, pero no tardó en comprender que el esfuerzo que le hacían realizar debía conducirle más lejos y más alto. Pronto nos elevamos hasta la concepción de la universal unificación humana. Sí; el destino del ruso es paneuropeo y universal. Llegar a ser un verdadero ruso tal vez no significa más que llegar a ser el hermano de todos los hombres, el hombre universal, si puedo expresarme de este modo. Esa división entre eslavófilos y occidentales no es más que el resultado de un gigantesco malentendido. Un verdadero ruso se interesa tanto por los destinos de Europa, por los destinos de toda la gran raza aria, como por los de Rusia. Si queréis profundizar nuestra historia desde la reforma de Pedro el Grande, veréis que eso no es un sencillo sueño mío. Comprobaréis nuestro deseo, el de todos, de unión con todas las razas europeas en el carácter de nuestras relaciones con ellas, en el carácter de nuestra política de Estado! ¿Qué ha hecho Rusia durante dos siglos, sino servir aún más a Europa que a ella misma? Y esto no podría ser un efecto de la ignorancia de nuestros políticos. Los pueblos de Europa no saben hasta qué punto nos son queridos. Sí; todos los rusos del porvenir se darán cuenta de que mostrarse un verdadero ruso es buscar un verdadero terreno de conciliación para todas las contradicciones europeas; y el alma rusa proveerá a ellos el alma rusa universalmente unificante, que puede englobar en un mismo amor a todos los pueblos, nuestros hermanos, y pronunciar, por fin, las palabras de donde saldrá la unión de todos los nombres según el Evangelio de Cristo. Demasiado sé que mis palabras pueden parecer plagadas de exageración y de fantasía. Sea; pero no me arrepiento de haberlas pronunciado. Debían ser dichas, sobre todo en el momento en que honramos a nuestro gran genio ruso, aquel que mejor supo nacer resaltar la idea que las ha dictado. Sí; a vosotros os será dado pronunciar "una palabra nueva”. ¿Será dicha para la gloria económica o para la gloria de la ciencia? No; será dicha únicamente para consagrar, por fin, la fraternidad de todos los hombres. Veo una prueba de ello en el genio de Puschkin. Que nuestra tierra sea pobre, es posible, pero "Cristo ha pasado humildemente por ella, bendiciéndola" ¿No nació Cristo en un pesebre? Y nuestra gloria está en poder afirmar que el alma de Puschkin ha comulgado con el alma de todos los hombres. Si Puschkin hubiese vivido más tiempo, tal vez hubiese hecho evidente para Europa todo cuanto

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acabamos de intentar señalar; hubiera explicado nuestras tendencias a nuestros hermanos europeos, que nos mirarían con menos desconfianza. Si Puschkin no hubiese muerto prematuramente no habría más querellas ni equivocaciones entre nosotros. Dios lo decidió de otro modo, y Puschkin ha muerto en todo el florecimiento de su talento, llevándose a su tumba la solución de un gran problema. Todo lo más que podemos hacer es intentar resolverlo.

FIN