Upload
mireya-loera-medina
View
128
Download
0
Embed Size (px)
Citation preview
La señorita Elisa aquel día había propuesto un nuevo reto a sus alumnos: la alegría, y lo había hecho en plan desafío de récord. Les había nombrado "recaudadores" de alegría, para ver qué se les ocurría con tal de provocar la alegría de los que les rodeaban. Y aunque todos hicieron cosas realmente encantadoras, aquella vez Carla Simpatías dejó a todos con la boca abierta.Algunos días después del encargo de la señorita Elisa, Carla apareció cargando un gran saco.
- Aquí traigo toda la alegría que he recaudado en estos días -dijo sonriente.
Todos estaban expectantes, pero la niña no quiso mostrar el contenido del saco. En vez de eso, sacó una pequeña caja, tomó una cámara de fotos instantánea, y le entregó la caja a la maestra.
- Ábrala, señorita Elisa.
La profesora abrió la caja despacio y miró en su interior, y una gran sonrisa se dibujó en su rostro; en ese momento, Carla le hizo una fotografía. Luego le entregó la foto y un papel.La maestra leyó el papel en silencio, y cuando terminó, señaló con gesto de sorpresa el gran saco.
- Así que eso es...- ¡Sí! -interrumpió la niña, deshaciendo el nudo que cerraba el saco- ¡un gran montón de sonrisas!
Y del saco cayeron cientos de fotos, todas ellas de variadas y bellas sonrisas.El resto de la clase lo dedicaron a explicar cómo a Carla se le había ocurrido iniciar una cadena para alegrar un poquito a las personas: en la caja sólo había una foto con una gran sonrisa, y todos, al abrirla, sentían la alegría que transmitía y
respondían a su vez con una sonrisa, casi sin querer. Carla les sacaba una foto con su propia sonrisa, y les entregaba un papelito donde les pedía que hicieran lo mismo con otras personas, y le enviaran una copia de las fotografías a la dirección de su casa.Y durante aquellos días y meses, el buzón de Carla no dejó de llenarse de las fotos de las sonrisas de tanta gente agradecida, ayudando a todos a comprender que el simple hecho de sonreír ya es un regalo para todo el mundo.
Desde que era muy niño, Mateo dedicó todas sus energías a
encontrar el Saco Mascota, el más famoso objeto que había
creado el mago Cachuflo. Nadie sabía qué tenía dentro para
hacerlo tan especial, pero según decían, era capaz de hacer
todo lo que su amo le ordenara. Mateo, convertido en un
poderoso caballero, fue implacable en su búsqueda,
superando todo aquello que se interponía en su camino, y
cuando sus esfuerzos tuvieron recompensa y encontró el saco
viviendo escondido en una cueva, se sintió el hombre más
feliz del mundo.
Pero resultó que el saco estaba lejos de ser una buena
mascota: gruñía cada vez que le pedían hacer algo, incluso
aunque el caballero le amenazaba con sus armas; si algo se le
metía en la cabeza no había forma de sacárselo, y no dejaba
de morder, por más golpes que le daba Mateo para que no lo
hiciera. Decepcionado tras meses de aguantar tan insufrible
mascota, Mateo decidió venderla en el mercadillo, pero era
tan molesta e insolente, que apenas nadie se acercaba a
preguntar por su precio. Entonces se le acercó Diana, una
anciana mujer ciega, conocida de todos en aquella ciudad por
su amabilidad y optimismo.
- Yo me quedaré con tu mascota, aunque no tengo mucho
para pagarte.
Mateo se sintió aliviado al deshacerse del molesto saco, pero
al momento vio cómo el saco hacía todo tipo de juegos y
cariñosas piruetas con la anciana.
Lleno de sorpresa, lo arrancó de sus manos, pero nuevamente
el saco se tornó agresivo e insufrible. Entonces, rojo de ira, y
tras arrojarlo al suelo, tomó su espada y lo rajó de arriba a
abajo.
Y al hacerlo, quedó petrificado. Por el roto comenzaron a salir
cientos de pequeños Mateos, todos furiosos y gritones, que
lanzaron toda su furia contra el caballero. Y posiblemente
hubieran acabado con él, si no fuera porque Diana se agachó
a tomar el saco, y al hacerlo, todos los Mateos se
transformaron en amables Dianas, volvieron al saco, cerraron
la abertura, y comenzaron a jugar con su nueva dueña...
Así comprendió Mateo que nada había malo en aquel saco
que no estuviera previamente en él mismo, y con el mismo
empeño con que persiguió el saco, se propuso mejorarse a sí
mismo. Y lo consiguió de tal forma, que cuando la adorable
Diana le dejó el saco poco antes de morir, realizaron juntos
tantas proezas y tan maravillosas, que darían para escribir
cien libros.
Había una vez un chico llamado Mario a quien le encantaba
tener miles de amigos. Presumía muchísimo de todos los
amigos que tenía en el colegio, y de que era muy amigo de
todos. Su abuelo se le acercó un día y le dijo:
- Te apuesto un bolsón de palomitas a que no tienes tantos
amigos como crees, Mario. Seguro que muchos no son más
que compañeros o cómplices de vuestras fechorías.
Mario aceptó la apuesta sin dudarlo, pero como no sabía muy
bien cómo probar que todos eran sus amigos, le preguntó a
su abuela. Ésta respondió:
- Tengo justo lo que necesitas en el desván. Espera un
momento.
La abuela salió y al poco volvió como si llevara algo en la
mano, pero Mario no vio nada.
- Cógela. Es una silla muy especial. Como es invisible, es
difícil sentarse, pero si la llevas al cole y consigues sentarte
en ella, activarás su magia y podrás distinguir a tus amigos
del resto de compañeros.
Mario, valiente y decidido, tomó aquella extraña silla invisible
y se fue con ella al colegio. Al llegar la hora del recreo, pidió a
todos que hicieran un círculo y se puso en medio, con su silla.
- No os mováis, vais a ver algo alucinante.
Entonces se fue a sentar en la silla, pero como no la veía, falló
y se calló de culo. Todos se echaron unas buenas risas.
- Esperad, esperad, que no me ha salido bien - dijo mientras
volvía a intentarlo.
Pero volvió a fallar, provocando algunas caras de extrañeza, y
las primeras burlas. Mario no se rindió, y siguió tratando de
sentarse en la mágica silla de su abuela, pero no dejaba de
caer al suelo... hasta que de pronto, una de las veces que fue
a sentarse, no calló y se quedó en el aire...
Y entonces, comprobó la magia de la que habló su abuela. Al
mirar alrededor pudo ver a Jorge, Lucas y Diana, tres de sus
mejores amigos, sujetándole para que no cayera, mientras
muchos otros de quienes había pensado que eran sus amigos
no hacían sino burlarse de él y disfrutar con cada una de sus
caídas. Y ahí paró el numerito, y retirándose con sus tres
verdaderos amigos, les explicó cómo sus ingeniosos abuelos
se las habían apañado para enseñarle que los buenos amigos
son aquellos que nos quieren y se preocupan por nosotros, y
no cualquiera que pasa a nuestro lado, y menos aún quienes
disfrutan con las cosas malas que nos pasan.
Aquella tarde, los cuatro fueron a ver al abuelo para pagar la
apuesta, y lo pasaron genial escuchando sus historias y
tomando palomitas hasta reventar. Y desde entonces, muchas
veces usaron la prueba de la silla, y cuantos la superaban
resultaron ser amigos para toda la vida.
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia.
Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para
conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien
le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El
palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y
colores, de cartas de amor incomparables y de poetas
enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos,
descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada,
hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su
curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el
joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar,
princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no
es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene
de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.
El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa
sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba
consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al
joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo
duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por
arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la
arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de
oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser
como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo
inútil de lo importante. Durante los meses siguientes, la
princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la
piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar
lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los
excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros.
Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su
carácter y cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor
humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a
llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del
corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó
ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin
de sus días.
Roque estaba llorando en el patio. Algunos de sus
compañeros se habían estado metiendo con él, como hacían
frecuentemente, y no había nada que le diera más rabia. Pero
por mucho que les dijera, gritara o amenazara, no dejaban de
hacerlo.
Un chico mayor, que lo había visto todo, se acercó y le dijo:
- Si quieres que no te vuelva a ocurrir eso, tendrás que llegar
a ser como El torito Chispa Brava. ¿Te cuento su historia?
- ¡Sí!
- Chispa Brava era un toro de lidia que una vez pudo ver una
televisión desde el prado. Televisaban una corrida de toros, y
al ver cuál iba a ser su final, dedicó el resto de su vida a
prepararse para aquel día, el de su corrida. Y no tardó en
llegar.
Cuando salió a la plaza, recibió un primer puyazo en el lomo.
Era muy doloroso, y sintió cómo su sangre de toro le pedía a
gritos venganza. Pero él sabía lo que tenía que hacer, y se
quedó inmóvil. Pronto apareció el torero provocándole con su
capote al viento y su traje rojo. Volvió a sentir las mismas
ganas de clavarle los cuernos bien adentro, pero nuevamente,
tragó saliva y siguió quieto. No importó que siguieran
tratando de animar al torito con puyas, banderillas y muletas:
siguió tan quieto, que al cabo de un rato, toda la plaza estaba
silbando y abucheando, hasta que decidieron cambiar de toro,
porque resultó el toro más aburrido que se recuerda.
Así que Chispa Brava fue devuelto a su prado para seguir
viviendo tranquilamente. Y nunca más trataron de torearle,
porque todos sabían que claramente no servía para las
corridas.
- ¿Y eso que tiene que ver conmigo? - preguntó Roque.
- Pues todo, chico. A Chispa Brava le llevaron a una plaza de
toros porque querían divertirse a su costa. Cuanto más
hubiera respondido al capote y las banderillas, más se
habrían divertido, y no habrían parado hasta terminar la
corrida. A ti te pasa lo mismo con esos abusones. Se divierten
a tu costa porque ven lo mucho que te enfadas, y eso les
hace una gracia macabra. Pero si hicieras como Chispa Brava,
y no respondieras a nada, se aburrirían y buscarían a otro, o
se irían a hacer algo que les resultase más divertido.
Roque no terminaba de creérselo. Pero en los días siguientes
trató de hacer caso a aquel chico mayor. Le costó mucho
hacerse el indiferente las primeras veces que se reían de él,
pero no fueron muchas, porque todo resultó como había dicho
el chico, y en unos pocos días, los abusones habían
encontrado cosas más divertidas que hacer que meterse con
Roque.
Había una vez un niño listo y rico, que tenía prácticamente de
todo, así que sólo le llamaba la atención los objetos más raros
y curiosos. Eso fue lo que le pasó con un antiguo espejo, y
convenció a sus padres para que se lo compraran a un
misterioso anciano. Cuando llegó a casa y se vio reflejado en
el espejo, sintió que su cara se veía muy triste. Delante del
espejo empezó a sonreír y a hacer muecas, pero su reflejo
seguía siendo triste.
Extrañado, fue a comprar golosinas y volvió todo contento a
verse en el espejo, pero su reflejo seguía triste. Consiguió
todo tipo de juguetes y cachivaches, pero aún así no dejó de
verse triste en el espejo, así que, decepcionado, lo abandonó
en una esquina. "¡Vaya un espejo más vidrioso! ¡es la primera
vez que veo un espejo estropeado!"
Esa misma tarde salió a la calle para jugar y comprar unos
juguetes, pero yendo hacia el parque, se encontró con un niño
pequeño que lloraba entristecido. Lloraba tanto y le vio tan
sólo, que fue a ayudarle para ver qué le pasaba. El pequeño le
contó que había perdido a sus papás, y juntos se pusieron a
buscarlo. Como el chico no paraba de llorar, nuestro niño
gastó su dinero para comprarle unas golosinas para animarle
hasta que finalmente, tras mucho caminar, terminaron
encontrando a los padres del pequeño, que andaban
preocupadísimos buscándole.
El niño se despidió del chiquillo y se encaminó al parque, pero
al ver lo tarde que se había hecho, dio media vuelta y volvió a
su casa, sin haber llegado a jugar, sin juguetes y sin dinero.
Ya en casa, al llegar a su habitación, le pareció ver un brillo
procedente del rincón en que abandonó el espejo. Y al
mirarse, se descubrió a sí mismo radiante de alegría,
iluminando la habitación entera.
Entonces comprendió el misterio de aquel espejo, el único
que reflejaba la verdadera alegría de su dueño.
Y se dio cuenta de que era verdad, y de que se sentía
verdaderamente feliz de haber ayudado a aquel niño. Y desde
entonces, cuando cada mañana se mira al espejo y no ve ese
brillo especial, ya sabe qué tiene que hacer para recuperarlo.
Dicen que una vez alguien confundió sus colorados mofletes
con dos tomates, y que al ir a arrancarlos, se quemó la mano.
Y es que no era para menos, porque Álvaro era el niño con
más vergüenza y miedo al ridículo que uno pueda imaginarse;
bastaba con que ocurriera cualquier pequeña contrariedad
para que se pusiera rojo como una guindilla. Así que el día
que le ocurrió algo ridículo de verdad, parecía que iba a
estallar de vergüenza.
Álvaro estaba con su amigo Jaime preparando la obra de
teatro de "Los tres cerditos", en la que Jaime participaba.
Estuvieron jugando un rato hasta que Álvaro recordó que
había invitado esa tarde a Dora, la niña más dulce, guapa y
lista de la clase, a merendar a su casa, así que salió corriendo
hacia el patio, donde encontró a Dora, y le dijo:
- ¿Qué, vamos a mi casa? puedo darte un bocata de chorizo...
Y justo cuando estaba acabando la frase se dió cuenta de que
había olvidado quitarse la careta y el disfraz de cerdito! Dora
quedó petrificada, todos a su alrededor comenzaron a reir, y
el pobre Álvaro, incapaz de reaccionar, sólo pensó: ¡tierra,
trágame!
Al instante, desapareció bajo la tierra y se encontró en un
lugar increíble: ¡allí estaban todos los que alguna vez habían
deseado que les tragara la tierra! y no era raro , porque casi
todos tenían un aspecto verdaderamente ridículo y divertido.
Así conoció al atleta que empezó a correr en dirección
contraria y creyó haber ganado por mucho, a la señorita calva
que perdió la peluca en un estornudo o a la novia que se pisó
el vestido y acabó rodando como una albóndiga. Pronto se
enteró de que la única forma de escapar de aquel lugar era a
través de la risa, pero no de una risa cualquiera: tenía que
aprender a reírse de sí mismo. Y era difícil, porque algunos
llevaban años allí encerrados, negándose a encontrar
divertidos sus momentos de mayor ridículo; pero Álvaro se
superó y supo encontrar en aquellos momentos de tanta
vergüenza una forma de hacer reír a los demás y darles un
poco de alegría. Y cuando se vio a sí mismo con la careta de
cerdo, hablando de chorizo con Dora, no pudo dejar de reírse
de la situación.
Al momento volvió a estar en el colegio, delante de Dora,
justo donde había dejado su frase. Pero esta vez, lejos de
ponerse colorado sin saber qué decir, sonrió, se quitó la
careta y meneando su traserito de cerdo dijo:
- Venga anímate, que ¡hoy tengo buenos jamones!
Dora y todos los demás encontraron divertidísima la broma, y
desde aquel día, Álvaro se convirtió en uno de lo chicos más
divertidos del colegio, capaz de reírse y hacer chistes de
cualquier cosa que le ocurriera.
Había una vez un niño que era muy feliz, , aunque no tenía
muchos juguetes ni dinero. Él decía que lo que le hacía feliz
era hacer cosas por los demás, y que eso le daba una
sensación genial en su interior. Pero realmente nadie le creía,
y pensaban que no andaba muy bien de la cabeza. Dedicaba
todo el día a ayudar a los demás, a dar limosna y ayuda a los
más pobres, a cuidar de los animales, y raras veces hacía
nada para sí mismo.
Un día conoció a un famoso médico al que extrañó tanto su
caso, que decidió investigarlo, y con un complejo sistema de
cámaras y tubos, pudo grabar lo que ocurría en su interior. Lo
que descubrieron fue sorprendente: cada vez que hacía algo
bueno, un millar de angelitos diminutos aparecían para
hacerle cosquillas justo en el corazón. Aquello explicó la
felicidad del niño, pero el médico siguió estudiando hasta
descubrir que todos tenemos ese millar de angelitos en
nuestro interior. La pena es que como hacemos tan pocas
cosas buenas, andan todos aburridos haciendo el vago.
Y así se descubrió en qué consiste la felicidad, y gracias a ese
niño todos sabemos qué hay que hacer para llegar a sentir
cosquillitas en el corazón
Había una vez un bosque en que todos los animales jugaban
felices y contentos. Tanto que el sol que los veía quiso jugar
con ellos. Estos le dejaron jugar, pero cuando el sol bajó del
cielo y se acercó al bosque, ninguno podía resistir el calor y
todos huyeron a esconderse.
Entonces, el sol volvió a subir junto a las nubes, pero estaba
tan triste que ya no quería salir a iluminar nada, y sin el sol,
todo se fue apagando, y el precioso bosque y sus animales
también. Los animales, sabiendo la causa que apenaba al sol,
se reunieron a pensar en formas de alegrarle, hasta que
alguien propuso jugar con él de noche, cuando ya no quema,
y así evitar sus rayos. Y así lo hicieron.
Todos tuvieron que hacer un gran esfuerzo para descansar
más durante el día y poder jugar por la noche, pero tenían
tantas ganas de alegrar a su amigo el sol, que nadie puso
ninguna pega, y la luz y la alegría volvieron al bosque y al
resto del mundo.
Había una vez dos puertas en la misma casa. Una era una
bella puerta de salón, mientras que la otra era una puerta de
baño del montón, pero en lo que coincidían ambas era en que
llevaban una vida de perros. La casa estaba llena de niños
traviesos y descuidados que no dejaban de arrearles portazos
y golpes día tras día. Cada noche, cuando todos dormían, las
puertas comentaban su mala fortuna, pero mientras la puerta
de salón se mostraba siempre harta y a punto de explotar, la
puerta de baño la tranquilizaba diciendo:
- No te preocupes, es normal; son niños y ya aprenderán;
aguanta un poco y verás cómo todo cambiará a mejor.
Y la puerta de salón se calmaba por algún tiempo. Pero un
día, tras una gran fiesta en la casa llena de golpes y portazos,
explotó diciendo:
"Ya está bien. No aguanto más. Al próximo portazo que me
den, me rompo y se van a enterar de lo que es bueno.
No hizo caso de las palabras de la otra puerta, y cuando al día
siguiente recibió su primer golpe, la puerta del sálón se
rompió. Aquello causó un gran revuelo y preocupación en la
casa, y los niños fueron advertidos para tener más cuidado, lo
que llenó de satisfacción a la puerta, que saboreaba su
venganza. Pero pasados los primeros días de problemas, los
dueños de la casa se hartaron de la incomodidad de tener una
puerta rota. Sin embargo, en lugar de arreglarla, decidieron
cambiarla, así que sacaron de su sitio la antigua puerta y sin
ningún miramiento la abandonaron junto a la basura.
Entonces la bella puerta de salón se lamentó de lo que había
hecho, pues por no haber aguantado un poco más, ahora se
veía esperando a ser convertida en serrín, mientras que su
amiga, la vulgar puerta de baño, seguía en su sitio y además
era tratada con más cuidado...
Afortunadamente, la puerta de salón no acabó hecha serrín,
porque un hombre muy pobre la descubrió junto a la basura y
aunque rota, le pareció la mejor puerta que podía encontrar
para su pobre casa; y la puerta fue feliz de tener otra
oportunidad y volver a hacer de puerta, y de aceptar con
agrado las incomodidades de un trabajo tan duro y tan digno
como es ser una puerta.
Tomás Tarambana era un niño de plastilina naranja y azul que
vivía en un colegio. Aunque tenía muchas cosas buenas,
había empezado a perder un poco el respeto a los demás, y
cuando su tía Agata, una gran bola de plastilina de colores, le
regaló un tambor por su cumpleaños, aquello fue terrible.
Daba igual cuánto le pidieran todos que tocara más bajo, o
que fuera a hacerlo a otro lugar: Tomás se paseaba por toda
el aula aporreando el tambor, sin que las molestias que
causaba a los demás le importasen ni un pimiento. Así que el
resto de figuritas del aula dejaron de querer jugar con Tomás,
y sufrieron mucho con su ruidoso tambor hasta que Coco
Sapio, un muñeco listísimo hecho con construcciones, inventó
unos tapones especiales para los oídos que dejaban oír los
ruidos normales, pero evitaban los más molestos.
Tomás, al ver que los demás ya no le hacían caso, y que ni
siquiera se molestaban, se enfadó mucho con Coco Sapio, y
tras una gran pelea, el inventor terminó cayendo al suelo
desde lo alto de una mesa, rompiéndose en sus mil piezas.
Aunque fue un accidente, todos se enfadaron tanto con
Tomás, que ya nadie quiso volver a saber nada de él, aunque
a él tampoco le importó mucho.
Y todo habría quedado así si no fuera porque a los pocos días,
colocaron en la clase un precioso reloj de cuco, justo al lado
de la estantería en que dormía Tomás.
El cuco sonaba constantemente, "tic, tac, tic, tac", y para
colmo cada hora salía a hacer "cucú, cucú", así que Tomás no
podía descansar ni un poquito, pero los demás, con sus
tapones especiales, estaban tan tranquilos.
Entonces Tomás empezó a darse cuenta de lo muchísimo que
había molestado a todos con su tambor, y de la tontería que
había hecho peleándose con Coco Sapio, que sería el único
que podría ayudarle ahora. Y decidido a cambiar la situación,
y a que todos vieran que iba a convertirse en el niño más
bueno y respetuoso, dedicó todo el tiempo a ir reuniendo las
piezas de Coco Sapio para reconstruirlo en secreto. Le llevó
muchísimos días y noches, hasta que terminó justo cuando ya
casi no podía más, de tan poco que dormía por culpa del reloj
de cuco. Y cuando Coco Sapio estuvo reconstruido y volvió a
tomar vida, todos se llevaron una estupenda sorpresa y
felicitaron a Tomás por su trabajo, quien pidió perdón a todos
por su falta de cuidado y por no haber tenido en cuenta lo
mucho que les molestaba. Así que aunque Coco Sapio estaba
algo enfadado con Tomás Tarambana, le convencieron para
que inventara unos tapones para él, y a partir de aquel día,
pudo por fin Tomás Tarambana descansar un poco, y nunca
más dejó que nadie volviera a ser tan desconsiderado como lo
había sido él mismo.
Pingüino, reno y zorro eran muy amigos. Un día, el
pingüino y el reno encuentran un montón de fruta y
deciden guardarlo en secreto. Por el camino, se
encuentran al zorro, que al verles tan felices les
pregunta por qué. Se resisten a contarlo porque es
secreto, pero el zorro les pide que confíen en él y lo
hacen. Cuando llegan al pueblo, se olvida de su
promesa y lo cuenta a todo el mundo. Cuando vuelven
el pingüino y el reno por la fruta, los otros animales del
pueblo ya se la habían comido. Ese mismo día pingüino
y reno encuentran otro lugar lleno de comida, y se
repite la misma historia con el zorro. Enfadados por sus
traiciones, deciden darle una lección, y al día siguiente
le cuentan que han encontrado un lago tan lleno de
peces que no hay que esforzarse en cogerlos. El zorro
vuelve a traicionarles y cuenta el secreto. Al día
siguiente, el zorro aparece lleno de golpes, porque al
contarles a todo el mundo lo de los peces, habían ido
allí hasta osos polares; pero al no encontrar peces se
sintieron engañados y le dieron una buena zurra al
zorro
Y el zorro aprendió que la confianza es muy
importante, pero que para que puedan confiar en uno,
hay que ganarse esa confianza con lealtad, y
cumpliendo las promesas. Alguna trampa más le
pusieron sus amigos, pero como ya no era un bocazas,
el zorro volvió a recuperar la confianza de pingüino y
reno, y éstos le perdonaron.
Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en
cuyo centro encontró un árbol con un cartel que decía: soy un
árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trató de acertar el hechizo, y probó con abracadabra,
supercalifragilisticoespialidoso, tan-ta-tachán, y muchas otras,
pero nada. Rendido, se tiró suplicante, diciendo: "¡¡por favor,
arbolito!!", y entonces, se abrió una gran puerta en el árbol.
Todo estaba oscuro, menos un cartel que decía: "sigue
haciendo magia". Entonces el niño dijo "¡¡Gracias, arbolito!!",
y se encendió dentro del árbol una luz que alumbraba un
camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la
mejor fiesta del mundo, y por eso se dice siempre que "por
favor" y "gracias", son las palabras mágicas.
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete
y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco dinero que no
podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la
caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió
que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado,
resultado de un error en la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un
cohete, comenzó a preparar un escenario para lanzarlo.
Durante muchos días recogió papeles de todas las formas y
colores, y se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar,
pegar y colorear todas las estrellas y planetas para crear un
espacio de papel. Fue un trabajo dificilísimo, pero el resultado
final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía
una ventana abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su
cohete de papel, hasta que un compañero visitó su habitación
y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo
por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le
volvió loco de alegría, y aceptó el cambio encantado.
Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el
niño echaba de menos su cohete de papel, con su escenario y
sus planetas, porque realmente disfrutaba mucho más
jugando con su viejo cohete.
Entonces se dio cuenta de que se sentía mucho mejor cuando
jugaba con aquellos juguetes que el mismo había construido
con esfuerzo e ilusión.
Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus
juguetes, y cuando creció, se convirtió en el mejor juguetero
del mundo.
Regal no podía oír nada. Era un niño normal en todo, pero
había nacido sordo. Era muy famoso en el pueblo, y todos le
trataban con mucho cariño, pero a la hora de la verdad, no le
tenían muy en cuenta para muchas cosas. Los niños
pensaban que podría hacerse daño, o que no reaccionaría
rápido durante un juego sin oir la pelota, y los adultos
actuaban como si no fuera capaz de entenderles, casi como si
hablaran con un bebé. A Regal no le gustaba mucho esto,
pero mucho menos aún a su amigo Manuel, que un dia
decidió que aquello tenía que cambiar. Y como Manuel era el
hijo del alcalde, convenció a su padre para que aquel año, en
honor de Regal, dedicaran un día de las fiestas a quienes no
pueden oir, y durante 24 horas todos llevaran unos tapones
en los oidos con los que no se pudiera oír nada.
La idea fue muy bien recibida, porque todos querían mucho a
Regal, que durante las semanas previas a las fiestas tuvo que
aguantar bastantes miradas de lástima y sonrisas
compasivas. Y el Día del Silencio, como así lo llamaron, todos
fueron a ponerse sus tapones con gran fiesta y alegría. La
mañana estuvo llena de chistes, bromas y risas, pero según
fueron pasando las horas, todos comenzaron a ser
conscientes de las dificultades que tenían al no poder oir.
Pero todo lo que aprendieron sobre lo difícil que era vivir así,
no fue nada comparado con el gran descubrimiento del día:
¡Regal era un fenómeno! Como resultaba que ya nadie se
fijaba en su sordera, aquel día Regal pudo jugar a todo como
cualquier niño, y resultó que era buenísimo a casi todo. Y no
sólo eso; Regal tenía una mente clara y ágil y aquel día como
nadie tenía la prisa habitual todos pudieron atender a Regal,
que era quien mejor se expresaba por gestos. Y todos
quedaron sorprendidos de su inteligancia y creatividad, y su
facilidad para inventar soluciones a casi cualquier problema. Y
se dieron cuenta de que siempre había sido así, y que lo único
que necesitaba Regal era un poco más de tiempo para
expresarse bien.
Así que el Día del Silencio fue el del gran descubrimiento de
Regal, y de que había que dar a todos la oportunidad de
demostrar lo que valían. Y para que otros aprendieran la
misma lección, desde aquel día, cada vez que alguien visitaba
el pueblo le recibían con gran alegría, poniéndole un gran
gorro con el que no se podía oir nada.
Curro Churretes era un camarero muy divertido y vivaracho
que tenía su propia cafetería. Y era además muy afortunado,
porque en uno de los viajes al pueblo de sus padres,
descubrió que una de las vacas jóvenes, de las últimas que
habían nacido, era tan especial que en lugar de dar leche al
ordeñarla, servía directamente café con leche. Pensando en
hacerse rico, Curro se llevó la vaca directamente a la ciudad.
Y a pesar de que su esposa le decía que primero debería
preparar la cafetería para poder meter la vaca, Curro estaba
tan ansioso e impaciente que no pudo esperar, y allí se fue
con la vaca, directamente a la cafetería.
El resultado fue espectacular: la vaca salió en los periódicos y
televisiones, y de todas partes venían clientes a probar su
delicioso café con leche recién ordeñado. Pero después de
ese tirón inicial tan de moda, resultó que el hecho de tener
una vaca en medio de una cafetería no era nada cómodo:
todos los días la vaca rompía 20 ó 30 tazas con los meneos de
su cola, la cafetería olía como un establo, el heno que comía
la vaca se desperdigaba por todas partes, y había tan poco
sitio que siempre había alguien que se acercaba tanto a la
vaca que terminaba por pisar alguna boñiga... Así que fue
perdiendo clientes, y para colmo, vino la policía con una
inspección y le pusieron una multa tan gorda, que Curro
estuvo a punto de tener que cerrar la cafetería.
Y así fue como Curro Curretes se dio cuenta de que tenía que
haber sido más paciente y ordenado, y esperar a que todo
estuviera preparado para poder servir sus cafés con leche
recién ordeñados. Pero como era un tipo con suerte, cuando
llevó la vaca al pueblo mientras hacían la obra en la cafetería,
descubrió que una de las gallinas ponía huevos de chocolate.
Esta vez sí supo ser paciente y esperar a que todo estuviera
preparado para tener una cafetería con vaca, gallina, café con
leche, chocolate y churros, y su local tuvo tanto éxito que
llegó a ser el sitio más famoso de toda la ciudad.
Valeria era una niña muy preocupada por su papá. Desde
hacía algún tiempo, había visto que se estaba quedando
calvo, y que cada vez tenía menos pelo. Un día, se atrevió a
preguntárselo:
- Papá, ¿por qué cada día tienes menos pelo?
Su papá le dijo sonriente:
- Es por el ladrón de pelos. Hay por esta zona un ladronzuelo
chiquitito que visita mi cabeza por las noches cuando estoy
dormido, y me quita todos los pelos que le da gana. ¡Y no hay
forma de atraparlo!
Valeria se quedó preocupada, pero decidida a ayudar a su
papá, aquella misma noche aguantó despierta tanto como
pudo. Cuando oyó los primeros ronquidos de su padre, agarró
una gran maza y se fue a la habitación de sus padres. Entró
muy despacito, sin hacer ruido, para que el ladrón de pelos no
pudiera sentirla, y cuando llegó junto a su papá, se quedó
observando detenidamente su cabeza, decidida a atrapar al
ladrón de pelos en cuanto apareciera.
Al poco, vio una una sombra sobre la cabeza, y con todas las
fuerzas que tenía, lanzó el porrazo más fuerte que pudo.
¡Menudo golpe! Su papá pegó un enorme grito y se levantó
de un salto, con un enorme chichón en la cabeza y un buen
susto en el cuerpo. Al encender la luz, se encontró con Valeria
de frente, con la mano en alto sujetando la maza, y diciendo:
- ¡casi lo tenía! papá. ¡Creo que le he dado, pero el ladrón de
pelos se ha escapado!
Al oír eso, y ver al papá con la cabeza bien dolorida, la mamá
comenzó a reírse:
- Eso te pasa por contarle tonterías a la niña - dijo divertida.
Y el padre de Valeria tuvo que explicarle que no existía
ningún ladrón de pelos, y contarle la verdad de por qué se
quedaba calvo.
Y así, con la ayuda de un gran chichón en su cabeza,
comprendió lo importante que era no engañar a los niños y
contarles siempre la verdad. Y Valeria, que seguía
preocupada por su papá, dejó de buscar ladrones de pelos, y
le compró un bonito gorro de dormir.