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111 Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa? I Crisis, es uno de los términos del hablar cotidiano que hoy en día goza de amplia circulación en todos los medios en que se reflexiona y discute acerca del hacer y el pensar del hombre contemporáneo. Crisis, se ha transformado en la moneda de cambio en la que confluyen las múltiples significaciones de las dudas y las inquietu- des que el presente depara al hombre, sea que ellas surjan en el ámbito de la familia, el trabajo, la sociedad, en el de las ciencias naturales, físico-matemáticas, humanas o sociales, en el de la teoría y la acción política, cualquiera sea el nivel y la latitud de su ejercicio. Pero si la crisis ha llegado a convertirse en el poderoso imán que aprisiona el quehacer y las esperanzas de los hombres de hoy, es, con alta probabilidad, porque el presente no puede ser percibido sólo como el fulgor del instante que se vive y en que, eventualmente, se pronuncia tal palabra. La crisis del presente tiene una histo- ria que amplía retroactivamente su valor de cambio, algunos dirán por fetichismo tal vez de las fechas seculares, ante la escasez de los cumplimientos milenarios, hasta los comienzos de este siglo; otros la harán retroceder hasta el amplio umbral inicial del siglo XIX, en que pueden caber las decisivas transformaciones político-institu- cionales y socio-económicas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, que derrumbaron el viejo orden monárquico que había afianzado una comprensión del hombre, la sociedad y la naturaleza, de acuerdo a los preceptos del derecho natu- ral y de la razón teológico-metafísica; otros con un afán universalista y apocalíptico pueden hacer retroceder todavía el origen de la significación histórica de la crisis hasta la disolución de la polis democrática ateniense, el extravío de la Arcadia o la expulsión del paraíso terrenal.

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Dobles Póstumos / José Jara

Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa?

I

Crisis, es uno de los términos del hablar cotidiano que hoy en día goza de amplia circulación en todos los medios en que se reflexiona y discute acerca del hacer y el pensar del hombre contemporáneo. Crisis, se ha transformado en la moneda de cambio en la que confluyen las múltiples significaciones de las dudas y las inquietu-des que el presente depara al hombre, sea que ellas surjan en el ámbito de la familia, el trabajo, la sociedad, en el de las ciencias naturales, físico-matemáticas, humanas o sociales, en el de la teoría y la acción política, cualquiera sea el nivel y la latitud de su ejercicio. Pero si la crisis ha llegado a convertirse en el poderoso imán que aprisiona el quehacer y las esperanzas de los hombres de hoy, es, con alta probabilidad, porque el presente no puede ser percibido sólo como el fulgor del instante que se vive y en que, eventualmente, se pronuncia tal palabra. La crisis del presente tiene una histo-ria que amplía retroactivamente su valor de cambio, algunos dirán por fetichismo tal vez de las fechas seculares, ante la escasez de los cumplimientos milenarios, hasta los comienzos de este siglo; otros la harán retroceder hasta el amplio umbral inicial del siglo XIX, en que pueden caber las decisivas transformaciones político-institu-cionales y socio-económicas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, que derrumbaron el viejo orden monárquico que había afianzado una comprensión del hombre, la sociedad y la naturaleza, de acuerdo a los preceptos del derecho natu-ral y de la razón teológico-metafísica; otros con un afán universalista y apocalíptico pueden hacer retroceder todavía el origen de la significación histórica de la crisis hasta la disolución de la polis democrática ateniense, el extravío de la Arcadia o la expulsión del paraíso terrenal.

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Cualquiera sea, sin embargo, el juicio acerca de la dimensión temporal de la crisis, es claro que ella no es sólo asunto del hoy; pero si ello es así, entonces cabe pre-guntar por el criterio según el cual se evalúa, por ejemplo, el período abierto hace dos siglos por la Revolución Francesa —para dar sólo una fecha significativa para Occidente—, como uno en el cual irrumpieron elementos decisivos que están a la base de la crisis que hoy experimentamos. Dicho de otra manera, ¿cuál es la idea del hombre, de la sociedad, de la naturaleza, y del saber que sobre ellos se tiene, que opera a la base de la calificación de crisis asignada a nuestro presente? Por otra parte, y ligado a la pregunta planteada, no faltan quienes lamentan la ausencia en nuestro tiempo de aquellos hombres señeros de otras: el sabio, el jurista, el estadista, el filó-sofo, que indicaban con pulso firme y palabra esclarecida los derroteros por donde el hombre podía transitar con pie seguro por el mundo, disolviendo las dilacerantes dudas de la crítica, un personaje afín a la crisis.

Pero si la ausencia de tales ideas y tales hombres pareciera estar a la base de la tan mentada crisis actual, cabría preguntar si esa crisis es casual o es un hecho inevi-table: Y por cualquiera de las dos alternativas que se incline la respuesta, con ello habremos hecho una elección que afecta al conjunto del hacer y el pensar del hom-bre: si es casual, será preciso agenciar los medios para recuperar aquel saber hoy extraviado, que con su dictum necesario y absoluto esté más allá de toda sospecha y toda crítica incoativa de crisis; si es un hecho inevitable, será preciso aprender a reconocer las nuevas condiciones de existencia del hombre, que le permitan asumir afirmativa y concretamente el presente, desmantelando la crisis mediante la des-mitificación de sus supuestos teóricos y la reinterpretación y revalorización de los elementos de distinto orden y nivel que hasta ahora han sido considerados como generadores de crisis.

De este modo, la crisis pareciera estar relacionado con algo más «profundo» que las manifestaciones de su superficie social cotidiana. Ella provendría más bien de la ca-rencia de aquella verdad transparente de las ideas universales y necesarias, digámos-lo, de la filosofía, la ciencia, y por qué no, la moral, antes que de los turbios hechos

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contingentes del acaecer nuestro de cada día. El regreso a la Filosofía y a la Ciencia, por consiguiente, debería ser la dirección que tomase la reflexión de nosotros, hom-bres de hoy, y por derivación, el curso de significaciones de las palabras de estas páginas, puesto que en ellas hemos comenzado invocando este presente de crisis.

Sin embargo, el tema invocado ama las paradojas y está repleto de ellas. Tal vez por eso es que frente a él nuestra elección de la vía para abordarlo puede ser o parecer paradojal. No la vuelta a la filosofía, en la relectura de los textos de sus autores clási-cos del pasado, a falta de pensadores señeros del hoy en su sentido también clásico, sino más bien el trabajo y la reflexión en torno a un autor que, ejerciendo hoy una cátedra de filosofía, la de «Historia de los sistemas de pensamiento», en una de las más relevantes instituciones de educación superior francesa, el Colegio de Francia, ha afirmado hace ya quince años que, «según mi opinión, hoy en día la filosofía ya no existe más».1

Lo primero que puede decirse sobre este enunciado de Michel Foucault, puesto que él es quien pronunció dichas palabras, es que en él se encuentran puestos en conexión el presente y la filosofía: pero también puede decirse, luego, que él remite a su vez a un conjunto de obras suyas en que esos temas resuenan continuamente a través del análisis de diferentes problemas que son, en definitiva, aquellos en que se manifiesta una buena parte del proceso de formación del hacer y pensar del hombre actual. Frente a dichos temas, señalemos que nuestro propósito es el de ver hasta qué punto y de qué manera el trabajo de Michel Foucault puede entregarnos indicios o claves para la interpretación del presente que vivimos, de las condiciones en que se ejerce la reflexión del pensar actual y que no puede sino estar movido, en-tramado y llegar a decantarse en medio del juego mismo y quehacer de tal presente.

Que hoy la filosofía ya no exista más, no quiere decir para Foucault, sin embargo,

1 «Sur les façons d’écrire l’histoire» (entretien avec R. Bellour), Les lettres françaises, nº 1187, 15-21 juni 1967, pp. 6-9. [DE. I, pp. 585-600].

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que ella haya desaparecido; lo que ha sucedido con ella más bien es que «se ha disuel-to en un gran número de actividades diversas».2 La disolución de la tradicionalmente llamada «madre de las ciencias» no la habría conducido a una desaparición sino tal vez sólo a su transformación, probablemente de un modo análogo, por ejemplo, al modo de como la energía liberada por la fisión del átomo transforma, mortalmente y en miles de kilómetros a la redonda, a toda forma de vida existente. Si el núcleo se ha roto, la energía no se ha perdido; sólo se ha transformado. Sin duda, más de alguien podría decirnos que esta imagen, este ejemplo, podría ser interpretado como una muestra más de que la filosofía, hasta en su disolución o en su muerte, persiste en su sapiente arrogancia milenaria que no muere sin pretender producir a su alrededor una devastación acorde con, por lo menos, su autovaloración.

Pero Foucault no habla de la muerte de la filosofía, sino sólo de su disolución, es decir, de su transformación. Y quienes habrían recogido sus viejas banderas de sabi-duría se encontrarían desplegándolas hoy, entre otros, en los campos de la lingüís-tica, de la etnología, de la axiomática, de las matemáticas, la física y la biología, de la historia, de la política. Por cierto que los lemas inscritos en esas banderas tienen que haberse modificado igualmente. Ya no cabría leer en ellos la ilustre aspiración de dar cuenta de lo que es, mediante la fundación, desarrollo y dominio de un saber totalizador y universalmente verdadero, que lo sería en tanto pudiese dar cuenta de las condiciones de posibilidad de los fenómenos, en tanto que da cuenta a la vez y primariamente de las condiciones de posibilidad del conocimiento de los fenó-menos —para usar la fórmula kantiana que, genéricamente y en sentido amplio, podría caracterizar el proyecto básico de toda filosofía que asiente el poder de su sabiduría en la fuerza de la razón—. Las pretensiones de estos otros campos de saber que habrían quedado permeados, hoy diríamos, contaminados con la disolución-transformación de la filosofía, serían más modestos en comparación con aquel afán de totalización, pero no por ello menos rigurosas en el cumplimiento de sus actuales

2 Ídem.

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tareas, las que, por lo menos, consistirían en «hacer visibles (es decir, descriptibles, analizables, interpretables) nuevos objetos del conocimiento y de la praxis».3 Lo cual, a su vez, querría decir, por uno de sus lados, que la presencia de un cierto estilo de hacer filosofía predominante en Occidente a lo largo de 25 siglos habría dificul-tado, cuando no impedido, el avistar determinados objetos de conocimiento y de práctica —lo cual no quiere decir que ellos no hayan existido, aún cuando habría que precisar la modalidad de su existencia invisible, encubierta o soterrada durante ese tiempo—, conocimientos y prácticas que ahora emergerían en los diferentes campos del saber y hacer contemporáneos.

II

Teniendo presente lo dicho por Foucault acerca de la filosofía actual, es preciso agregar, sin embargo, que antes de asumir éste su cátedra de filosofía en el Colegio de Francia hacia fines de 1970, y luego desde ella, ha escrito libros que se encuen-tran catalogados en por lo menos más de una biblioteca universitaria bajo la rúbri-ca de «filosofía», y han sido reseñados como tales en revistas especializadas. Pero también, es cierto, se ha polemizado acerca de si cabe o no colocar sobre la amplia frente de su autor una etiqueta que diga «filósofo»; y cuando esto se ha hecho, no ha dejado de provocar en más de un filósofo profesional reacciones que van desde la incomodidad hasta la indignación, y el sentirse incluso escarnecido por tal vecindad gremial. Frente a esta situación, es el propio Foucault quien se encarga de aflojar las tensiones de la paradoja en torno a la filosofía, y de evitar tal vez que la sangre llegue al río de las doctas polémicas. Pues es él mismo quien se encarga de decir que sus libros son «cuando más, fragmentos filosóficos en los talleres de la historia».4

Es evidente, puede decirse qué más cabría esperar de alguien que propala la diso-lución y la fisión, decimos nosotros, del núcleo de la filosofía tradicional, o más

3 Ídem. (El texto entre paréntesis es nuestro).4 IP(fr)., p. 41; IP., p. 57.

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precisamente, de la metafísica moderna. Hay que señalar, sin embargo, que los frag-mentos escritos por Foucault —con un promedio de 310 páginas para cada uno de sus ocho libros, sin contar aquí una serie de artículos y entrevistas— no transcriben ni son el resultado de una crítica de estilo académico a ese núcleo de la metafísica moderna, pues más bien cabría decir que dichos fragmentos fueron escritos por él, por así decir, luego de la disolución de ese núcleo; lo cual significaría, por otra parte, la constatación de su disolución efectiva, o cuando menos de su prescindibilidad histórica.

Digamos brevemente que ese núcleo alude al sujeto trascendental, a la conciencia, en tanto el uno y la otra son considerados como la instancia fundamental desde la cual se elabora un discurso de la razón en que se expresa la experiencia y el saber del hombre sobre las cosas, la naturaleza y sobre sí mismo, que le permite enunciar juicios universalmente verdaderos y que, por consiguiente, le autorizan a presen-tarse como poseedor en su discurso de la verdad acerca de todo lo que es. Es aquel sujeto, que en la filosofía ha sido considerado, con palabras de Foucault, como «origen y fundamento del Saber, de la Libertad, del Lenguaje y de la Historia», y del cual «los filósofos no han hecho más que establecer su constatación al referir todo pensamiento y toda verdad a la conciencia, al Yo, al Sujeto».5 Un sujeto que para poder acceder a la verdad de su discurso totalizador, absoluto, ha tenido que pensar el tiempo de la historia como una continuidad que se desarrolla, evoluciona, en lo fundamental, sin mancilla ni ruptura. Es decir, un tiempo que, para dar cuenta de los acontecimientos de la historia de modo que sus vicisitudes puedan cargarse de sentido, plantea la elección de: o bien remontarse hasta los orígenes para allí en-contrar la manifestación de la verdad primigenia, o bien asumir resueltamente las exigencias de todo orden y nivel impuestas por el fin pensado por el «logos», que garantice precisamente el cumplimiento de la teleología de la razón, la cual a su vez

5 «La naissance d’un monde» (entretien avec J.-M. Palmier). Le Monde, supplément: Le Monde des libres, nº 7558, 3 mai 1969, p VIII. [DE. I, p. 786-789].

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derramará su sentido sobre la historia contingente, así como, en su caso, el origen le insuflará su sentido fundador a ella.

Una vez dichos estos enunciados acerca del núcleo de la metafísica moderna, cabría añadir que Foucault no sólo prescinde de él para llevar a cabo los análisis de sus libros por razones epistemológicas y por una toma de posición exclusivamente teó-rica frente al tema del sujeto, que le lleva a distanciarse de él mediante una crítica larvada que se manifiesta en la elección, tipo de análisis e interpretación de los te-mas elegidos por él. También lo hace, y de manera muy especial, porque estima que dicha interpretación del tema del sujeto conduce a la elaboración de una teoría y de un saber que tienen efectos muchos más amplios e insidiosos que los de disponer básicamente de un saber contemplativo sobre el ser del hombre, de las cosas, que pueda servir de fundamento para una moral consistente y, por consiguiente, para la legitimación de la acción humana que se rija por ésta. La insidia a que da lugar dicho tema del sujeto en la constitución de la teoría y del saber, estriba en que él oculta los efectos contingentes que produce simultáneamente a su movimiento de constitución y ejercicio trascendental; es decir, ignora, guarda silencio o explica o justifica, en nombre de los supremos intereses del discurso del «logos», todos aque-llos efectos inhibitorios producidos por su saber totalizador frente a cualquier otra forma de saber que no se remita ni se adecúe a las reglas establecidas por él en su discurso. Dicho de otra manera, tal discurso totalizador del sujeto trascendental, al excluir, marginar, censurar a cualquier otro discurso que no respete o acate sus principios y reglas, ejerce sobre éstos algo más que un saber, ejerce un plus que bien podría considerarse como la plusvalía de ese saber totalizador; una plusvalía que se expresa en lo que Foucault llama los efectos de poder ejercidos por éste sobre otras posibilidades de articulación de discursos, que quedan convertidos así en discursos no oficiales de saberes no legitimados, y que por ello son marginalizados y quedan expuestos a las variadas formas del silenciamiento, la exclusión o la represión.

Si a esto agregamos el hecho de que tales discursos adquieren su legitimación so-cial desde el momento en que son acogidos por las instituciones oficiales de saber

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en Occidente: Universidades, Academias, Institutos, Escuelas, las que, a través de todas las mediaciones que se quiera, no pueden evitar, sin embargo, el terminar representando a instancias sociales de poder como el Estado, la Iglesia empresas o grupos particulares de poder, tendríamos que los efectos inhibitorios de esos saberes totalizadores tienen la posibilidad de amplificarse poderosamente, y de hecho así suele suceder. A esto habría que añadir el efecto oficializador y divulgador recibido a la vez por ellos de los circuitos editoriales y de comunicaciones de masas, con la peculiar aureola o efecto de fetichismo que suele producir la letra impresa en más de alguna conciencia desprevenida.

Por otra parte, según señala Foucault, no sólo en el discurso filosófico se puede detectar este peculiar efecto de poder. También lo encontramos en el propósito y el trabajo de la Ciencia cuando ella le asigna a la objetividad privilegiada de sus proposiciones y teorías el carácter de juez universal que reconoce, absuelve y libera, o condena, censura e ignora a los discursos con pretensión científica que puedan someterse a su jurisdicción —y podríamos decir también con un término usado por Foucault, a su «veridicción». Sin duda, hoy en día muchos y genuinos hombres de ciencia manejan con cautela y distancia crítica tales nociones de «objetividad», «universalidad» y «necesidad», pero también en este ámbito —como, por cierto, en muchos otros— suele todavía acontecer lo dicho por aquel viejo refrán: «una go-londrina no hace primavera». Una muestra del sabio y poderoso prestigio poseídos por la noción y la realidad de la Ciencia se encuentra en aquella polémica que, desde hace por lo menos un siglo, se inició acerca de la precisión conceptual y delimita-ción de campos entre las Ciencias Naturales y Físico-matemáticas y las Ciencias del Espíritu, en donde eran estas últimas las que más ardorosamente buscaban filiar su identidad, y justamente en tanto ese era, o es aún, un campo multiforme en que los ámbitos de lo humano y lo social: lo histórico, se encontraba en ebullición creadora o, por lo menos, en una actitud indagadora con respecto a sí misma a propósito de la caracterización y delimitación de sus objetos y de sus métodos. Y todavía hoy no faltan las tendencias dentro de estos nuevos campos del saber de las ciencias

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humanas y las ciencias sociales, que, cuál más, cuál menos, pugnan por legitimar su quehacer teórico con el deslumbrante nombre de «ciencia». Y en esta coyuntura po-dríamos recordar algunas de las preguntas que a propósito del valor de la ciencia —y cabría agregar también de las teorías totalizadoras-totalitarias— plantea Foucault: «¿no sería preciso preguntarse sobre la ambición de poder que conlleva la pretensión de ser ciencia? (…)¿qué tipo de saberes queréis descalificar en el momento en que decís: esto es una ciencia?¿Qué sujetos hablantes, charlantes, qué sujetos de expe-riencia y de saber queréis “minorizar” cuando decís: “Hago este discurso científico, hago un discurso científico, soy un científico”?».6

Por ello, cuando Foucault nos dice de sus libros que son, «cuando más, fragmentos filosóficos», creemos que puede tener presente en la elección de esta denominación los efectos inhibitorios propios a las teorías totalitarias, globales del saber, denuncia-dos por él. Pero llegados a este punto alguien podría argumentar, preguntando: «Y no cabe aplicar a los escritos del propio Foucault, y reconocer en ellos también, por muy filosóficamente fragmentarios que sean, posibles efectos de poder que él parece endilgar exclusivamente a las teorías totalitarias, aunque en sus libros —pueda de-cirse con sorna— no aparezcan más que esquirlas de efectos de poder?». Sin duda. La respuesta no puede ser sino afirmativa. Y podemos usar sus propias palabras para responder a dicha pregunta, cuando nos dice cómo ve o quisiera ver las esquirlas de poder que tengan sus fragmentos. Nos dice: «No me interesa escribir más que en la medida en que ello se incorpore a la realidad de un combate, a título de instrumen-to, de táctica, de iluminación que enfoca. Quisiera que mis libros fueran especies de bisturís, de cocktails Molotov o de galería de minas, y que ellos se carbonicen des-pués de su uso a la manera de los fuegos de artificio (...) La utilización de un libro está estrechamente ligada al placer que él puede dar, pero no concibo de ninguna manera lo que hago como una obra, y me choca que pueda ser llamado un escritor.

6 MP., p. 131. [En la expresión «Hago este discurso científico», José Jara agrega en su traducción la palabra «científico», la que no está en el original francés].

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Soy un mercader de instrumentos, un hacedor de recetas, un indicador de objetivos, un cartógrafo, un levantador de planos, un armero (...)».7

Dejemos, por el momento, que la elocuencia de estas palabras provoque en quien las escuche o las lea, sus propios comentarios. Por nuestra parte, arribados a este punto preferimos dedicarnos a hurgar entre los talleres, canteras, astilleros (chantiers) de la historia en que Foucault ha labrado, tallado, tejido sus fragmentos filosóficos.

Al referirnos hace un momento atrás a la prescindencia que hace Foucault del tema del sujeto trascendental para llevar a cabo sus análisis, señalamos que su correlato temporal apuntaba a una comprensión de la historia como un gran horizonte conti-nuo sobre el cual se destacaría la evolución de los acontecimientos que se despliegan entre los polos de la génesis y el fin. Sobre la base de estos supuestos teóricos se ha escrito, nos dice Foucault, buena parte de lo que se ha llamado la historia de las ideas, así como es también el ámbito que los filósofos han solido considerar como el único valedero para poder pensar, comprender y escribir la historia. Pero eso no sería más que una ilusión de filósofos; ilusión de la que él busca alejarse resueltamente. Y para hacerlo estima que es preciso, en primer término, poner en entredicho tal noción de continuidad, que conduce fatalmente a dar cuenta de los hechos de la historia en términos de totalización. Esta disposición suya a revalorar los desfases y discontinuidades en la historia, paralela a la operación de destacar la singularidad de los acontecimientos y el carácter problemático que ellos puedan ofrecer para la interpretación, condujo a más de un crítico, creemos, apresurado, a denunciar en el trabajo de Foucault la negación de la historia. Una lectura cuida-dosa de sus libros, y especialmente de Las palabras y las cosas, que a este propósito causó el mayor desasosiego o indignación, creemos, puede desbaratar rápidamente esas aprehensiones críticas.

Sin pretender explayarnos demasiado sobre este tema de la discontinuidad, digamos

7 «Sur la sellette» (entretien avec J.-L. Ezine), Les Nouvelles Littéraires, nº 2477, 17-23 mars 1975, p. 3 [DE. II, pp. 720-725].

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simplemente que para Foucault no se trata ni de conceder a la discontinuidad el poder ordenador y dador de sentido de los discursos, que hasta ahora se le recono-cía a la continuidad, ni de negar completamente la relevancia eventual de ésta ante situaciones o problemas dados, sino más bien «de hacer jugar al uno contra el otro, a lo continuo y a lo discontinuo; de mostrar cómo lo continuo está formado según las mismas condiciones y de acuerdo a las mismas reglas que la dispersión; y que él entra —ni más ni menos que las diferencias, las invenciones, las novedades o las desviaciones— en el campo de la práctica discursiva».8

Al colocar en el mismo plano a la continuidad y a la discontinuidad, se le quita a la primera su lugar de nacimiento en el ámbito fundador de la razón y la conciencia, y se la rebaja a no ser más que producto —coetáneo con la discontinuidad— de la dispersión múltiple, diferenciada y a menudo contradictoria de todo cuanto efecti-vamente ha sido hecho, dicho y, sobre todo, escrito por los hombres a través de la historia. Una y otra no serían más que el producto conceptual, un instrumento de interpretación, entre otros, con el que se intenta dar cuenta de lo que ha acaecido concretamente en la historia de los hombres y de las sociedades. Y esos aconteci-mientos han quedado transcritos en documentos, ordenanzas, reglamentos, leyes, acuerdos, convenios, tratados, en proyectos, y todos ellos de diferente tipo, calidad y efectividad, así como en discursos de ficción, de ciencia, de teoría, de moral, y que en su conjunto forman algo así como los grandes monumentos del archivo de la historia, en torno a los cuales trabaja precisamente el historiador.

Y Foucault no pretende hacer mucho más que un trabajo de historiador, en un primer término. Y eso lo hace en tanto le permite no especular, sino remitirse a lo que los hombres han hecho, o quisieron hacer y no pudieron, fracasando total o parcialmente; pero que en todo caso lo dejaron escrito en documentos que no son sólo palabra escrita, puesto que a la vez se han inscrito y se inscriben en un régimen múltiple de prácticas institucionales. Todas aquellas prácticas que, en este momento

8 AdS., p. 293; AS., p. 228.

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podemos señalar genéricamente, se han configurado en los campos sociales de la educación, la salud, la vivienda; arquitectura y urbanismo, la legislación civil, pe-nal, mercantil, administrativa, laboral, etc., y que con todas ellas, es decir, con ese cúmulo de palabras escritas y recogidas en los archivos de las prácticas discursivas, lo que los hombres hacen es vivir cotidianamente y gobernarse los unos a los otros, de acuerdo a discursos que tienen o pretenden tener un carácter de verdad.

Un ejemplo. La ley civil venezolana en lo que respecta a los derechos de la mujer, hasta la fecha de hoy, no es simple y banal palabra escrita; ella es un discurso que todavía hoy sigue siendo verdadero, mientras no se lo reforme, mediante el cual de hecho y de derecho se califica y descalifica, se incorpora y se excluye, se usa y se abusa, se promueve y se reprime, es decir, se gobierna a la mujer venezolana en la sociedad actual. Y es el conjunto de problemas y cuestiones teóricas y prácticas, de saber y de poder, que emergen desde los archivos de la historia —porque están allí y pueden ser redescubiertos por una mirada analítica de nuevo cuño— esto es, digo, lo que, por uno de sus lados, le interesa detectar, describir e interpretar a Foucault. No los privilegios teóricos de la continuidad o la discontinuidad, sino el privilegio que tiene la materialidad de la historia, como aquel campo amplio, aleatorio y múltiple en que el hombre existe positivamente, y en donde se hace a sí mismo y se relaciona socialmente sobre la base y el horizonte de ese conjunto de palabras escritas que son los discursos.9

9 A este propósito cabe hacer la referencia a dos textos que conforman algo así como el horizonte contemporáneamente amplio sobre el cual Foucault pareciera perfilar algunos aspectos del tema: «los archivos de la historia». Uno es la nota que Engels agrega en 1890 a la primera frase, ya clásica, de la primera parte del Manifiesto, escrito junto con Marx y publicado en febrero de 1848. El texto dice: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases», y la nota de Engels especifica: «Es decir, la historia escrita», (el subrayado es de Engels). El otro texto es del parágrafo 7 del prólogo a La genealogía de la moral de Nietzsche, escrito en 1887, y en el que señala aquello sobre lo cual hay que trabajar, si se quiere cuestionar radicalmente el valor mismo de los valores que han sido dominantes en la historia de la moral. Lo importante para el trabajo de un genealogista de la moral es investigar «lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana».

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Por cierto, llegados a esta coyuntura es oportuno indicar que a Foucault no le pre-ocupa describir y analizar dichos discursos desde las perspectivas y exigencias de la gramática, la lingüística, la lógica o la psicología, aun cuando cada una de ellas tenga algo específico que aportar sobre éstos. Él hace recorrer más bien su análisis por entre los discursos y las prácticas discursivas, en tanto éstas son un material de la historia que remite a lo que los hombres concretamente han hecho —ya sea mediante su acción u omisión— y han sido, ya sea presionados por afanes críticos y transformadores o bajo la inercia del letargo burocrático. Además, no sólo porque en ellas se expresa un cierto saber acerca de la manera como los hombres se entien-den entre sí y buscan dar cuenta de aquello que les rodea, sino también en tanto que en torno a ellas se plantea la cuestión del poder y se libran luchas que son, en definitiva, políticas. Y lo son en la medida en que los discursos aparecen como un «bien» que es preciso poseer y apropiarse, puesto que desde ellos y con ellos se puede gobernar, dominar a los hombres de acuerdo a la verdad allí enunciada y propalada. Pero ya volveremos sobre este último tema, dejémoslo por el momento en suspenso,

Estos textos nos mostrarían, por una parte, que tanto para Engels —y habría que agregar, también para Marx, dada la relevancia que otorga a la historia, de la que dice en La ideología alemana: «Conocemos sólo una ciencia, la ciencia de la historia»—, como para Nietzsche, el material escrito aparece como aquello a través de lo cual se puede conjurar el continuo cambio de los hechos histó-ricos, recuperando vicariamente en los documentos su permanencia comprobable y efectivamente existida, agenciándose de ese modo un campo seguro y real de trabajo en la historia y, por consi-guiente, a lo largo de las relaciones que en ella y entre ellos establecen los hombres, ya sea que tales relaciones aparezcan «clasificadas» como socio-económicas, políticas o morales. Y no caben dudas que la historia es uno de los ámbitos privilegiados de análisis para Marx, Engels y Nietzsche. Pero, por otra parte, el recorrido que ellos realizan críticamente por la historia les permite, en un primer momento, liberarse de los fantasmas de la «ideología alemana» y de la «metafísica de la moral» de su tiempo; y es un recorrido, en cada caso, a la vez autocrítico, que les posibilita conquistar la vía hacia sus interpretaciones y obras, respectivamente, más maduras, en tanto más seguras de sí mismas; y más seguras, por estar afincadas en acontecimientos cuyos testimonios no pueden ya ser fácilmente mellados por las especulaciones de la razón librada sólo a sí misma.

Podríamos decir, los documentos escritos no son toda la historia, pero en ellos se han asentado, re-tenido los acontecimientos e ideas que han hecho historia, tanto para la posteridad, como para aquel tiempo en que ellos fueron realidad efectiva o inmediata, ya sea que fuesen objeto de polémica, de acuerdos transitorios o se expresasen en normas, reglamentos o leyes de instituciones de diverso tipo y nivel, incluido el Estado.

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para regresar a él una vez que hayamos dado una vuelta de tuerca más en el taller de la historia, que tal vez pueda acercarnos más decisivamente a la poderosa verdad que se encuentra en los discursos.

Una de las consecuencias de la revalorización de la discontinuidad hecha por Foucault, según decíamos hace un momento, consiste en multiplicar analíticamen-te la historia en los «acontecimientos», en las «singularidades» que la han entrama-do; es decir, hacer aparecer como relevantes para el análisis «otros» hechos históricos particulares, diferentes que los estudiados y valorados tradicionalmente, que son «otros» no porque no hayan existido anteriormente, sino sólo porque el ojo con-ceptual, judicativo, categorial, valorativo de la tradición, no les había concedido la dignidad suficiente como para detener su mirada en ellos. Pero, ¿por qué este cambio de la atención en Foucault? ¿Para qué?

Por lo pronto, nos dice, para provocar una ruptura de evidencias, es decir, una rup-tura con las formas de objetivación que hasta ahora se han tenido como verdaderas y como las únicas formas válidas de configuración de cosas, hechos, fenómenos, situaciones, que le otorguen a éstas su sentido. Dicho de otra manera, llevar a cabo un examen y cuestionamiento de los efectos de prescripción, de reglamentación, de «jurisdicción», dice Foucault, que han tenido las formas de objetivación de las teorías totalizadoras sobre lo que quepa hacer con los objetos en cada caso estudia-dos, así como examinar los efectos de codificación, de «veridicción», que ellas han tenido con respecto a la conformación del saber que se podía elaborar y proponer acerca de ellos.

La ruptura de evidencias implícita en el «acontecimientalizar» significa, por ejem-plo, trabajar singularmente el fenómeno de la locura, de modo tal que no quepa tratarla sin más como la «insensatez», a la manera en que se hacía en los siglos XVII, XVIII en donde el loco era juzgado de acuerdo a los criterios del discurso de la razón como el que carecía del «buen sentido», la cosa cartesianamente mejor repartida del mundo; o bien, caracterizarla desde un discurso llanamente médico como simple o

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compleja «enfermedad mental», que requiere de un tratamiento psico-fármaco-fi-siológico. La locura puede haber sido eso, pero puede haber sido también, así como pueda serlo hoy, mucho más que eso, o por lo menos también algo otro que eso. Y es el análisis de los regímenes de prácticas en que ella se ha encontrado inmersa y desde los que se la ha calificado, lo que nos puede mostrar sus rostros histórica-mente diferenciales, que en cada caso la han configurado como un hecho material descriptible, analizable e interpretable desde las formas de poder y de saber que la traspasaban plenamente, y la hacían y la hacen aparecer a la vez como un objeto y un efecto de esa misma trama de poder-saber.

Una acontecimientalización semejante puede hacerse con los fenómenos del encie-rro carcelario y la sexualidad. Y es lo que Foucault ha realizado en sus libros Vigilar y castigar (1975), y en el primer tomo de su anunciada obra de seis volúmenes, la His-toria de la sexualidad, de la que hasta ahora no tenemos más que el primero, subtitu-lado La voluntad de saber (1976).10 El encierro carcelario que se podía hacer del de-lincuente, en el siglo pasado, no era la decisión más evidente ni democráticamente mayoritaria que cabía adoptar, en el momento de las discusiones sobre las medidas a tomar ante las transformaciones político-institucionales y socio-económicas a que dieron lugar la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, que exigían pensar modalidades adecuadas y eficientes para un nuevo orden y control social. Por otra parte, tampoco parece ser la vieja figura del tabú, la censura y la represión, el eje de interpretación más transparente ni iluminador frente al fenómeno de la sexualidad. En uno y otro caso, las formas de objetivación del encierro y la represión pueden ser disueltas, en su carácter constituyente de realidad, en tanto el énfasis se detenga a

10 Poco más de un mes antes de la muerte de Michel Foucault, el 25 de junio de 1984, fueron publi-cados el tomo 2: L’usage des plaisirs, y el tomo 3: Le souci de soi de esa Historia de la sexualidad por la Editorial Gallimard. Al publicarlos, Foucault anunció la transformación del proyecto inicial de esa Historia…, reduciéndolo además a 4 volúmenes, cuyo último tomo se titularía: Les aveux de la chair. Sin embargo, a propósito de éste señaló, semanas antes de su muerte, que necesitaba aún un buen mes de trabajo antes de terminarlo definitivamente. [En febrero de 2018, ha sido publicado este cuarto volumen: Histoire de la sexualité 4. Les aveux de la chair. Collection Bibliothèque des Histoires, Gallimard, Paris, 2018].

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escarbar entremedio y por debajo de la compleja materialidad de los acontecimien-tos históricos que son la prisión y la sexualidad.

Para llevar a cabo esta tarea es preciso, sin embargo, usando una imagen con paren-tesco nietzscheano, revolver de nuevo, y bien, prolijamente, el mazo de la historia; revolver las cartas para comenzar otro juego, en donde el azar y la necesidad del jue-go puedan hacer aparecer otras jugadas y otros jugadores, que modifiquen la mano que hasta ahora ha sido ganadora, en tanto ha impuesto las reglas del juego: la mano del sujeto trascendental y la continuidad, para decirlo abreviadamente en pocas palabras. En este punto, puede imponerse por sí misma la urgencia de la pregunta: «¿Cómo ordenar las nuevas cartas de la historia?». Comprimamos nuestra vanidad y no pretendamos decirlo todo y ampliamente de una sola vez, y en escasos sesenta minutos; guardémonos también algunas cartas para otros juegos. Seamos entonces solamente fragmentarios, corriendo el riesgo de la oscuridad y el cripticismo, que no tiene por qué ser entendido como esoterismo.

La acontecimientalización supone un multiplicar analíticamente la historia, que remite a una serie y serie de series de hechos aleatorios que mostrarían la variedad de conexiones, apoyos, encuentros, bloqueos, silenciamientos, censuras, juegos de fuerzas, estrategias, que a pesar de y con las contradicciones que allí puedan surgir, posibilitan un enriquecimiento de la comprensión de esos hechos históricos en su materialidad. Y esto lo hacen, aun cuando toda esa aleatoriedad de los aconteci-mientos pueda luego funcionar, a partir de una coyuntura y urgencia dadas, con un carácter de evidencia y necesidad, integrándose eventualmente a una estrategia global de dominación de un poder y un saber específicos. En términos más técnicos, tal vez, Foucault nos dice que dicha acontecimientalización implica una «desmul-tiplicación causal» de los diferentes procesos que constituyen a la singularidad de los acontecimientos, de modo que se construya un «poliedro de inteligibilidad», del cual «no está definido por adelantado la cantidad de sus caras y al que jamás se puede considerar como finito, según un derecho propio. Es preciso proceder por saturación progresiva y forzosamente inacabada (...) La descomposición interna de

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los procesos y la multiplicación de los “relieves” analíticos, van a la par».11 De allí que, a medida que avance el análisis se produciría un «poliformismo creciente» en torno al acontecimiento, tanto por los elementos que a propósito suyo se ponen en relación, como por los nuevos entramados de las relaciones descritas y de los domi-nios de referencia que se abren, transforman y estabilizan.

Por otra parte, la ruptura de evidencias presente en la acontecimientalización, ade-más de tener consecuencias epistemológicas, cumple en el quehacer de Foucault un rol «teórico-político», en tanto implica enfrentarse a la interpretación de la historia oficialmente aceptada y vigente con el instrumento genealógico de la crítica local. Es decir, el análisis y la crítica que buscan redescubrir, desempolvar, mediante ejer-cicios a menudo seguramente eruditos, el cúmulo de saberes que han permanecido soterrados por obra de los efectos inhibitorios de las teorías totalizadoras; saberes que pueden corresponder a y traducir áreas muy específicas de la cotidianidad de las relaciones sociales e institucionales.

Así, por ejemplo, aquellas prácticas y saberes específicos que se han constituido y ejercido en espacios cerrados hacia afuera, pero calculadamente distribuidos en su interior; los espacios de peculiares reclusiones que son las escuelas, los cuarteles, los talleres y las fábricas, los hospitales y las prisiones, en donde se tallan minuciosa-mente los gestos, posturas y conductas del cuerpo del escolar, el soldado, el traba-jador, el enfermo, el reo, de acuerdo en cada caso al objeto que deba producir, a la orden que cumplir, al problema que resolver. Lo que se pone en obra en cada uno de esos espacios locales son las técnicas de control y ablandamiento de los cuerpos de los hombres, que se ejecutan de acuerdo a los preceptos y a las tácticas de lo que Foucault denomina una «anatomía política del detalle» y una «economía política de los cuerpos».12 A través de estas técnicas se busca no sólo controlar más eficazmente —haciendo valer lo que podríamos llamar la «diferencia específica» de los diferentes

11 IP., p. 62; IP(fr)., p. 45. 12 Cfr. VC., capítulos II y III, sección I.

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tipos de conducta y de hombres— a las masas de individuos que crecen y pueblan las sociedades industriales del siglo pasado (migraciones del campo a la ciudad, explosiones demográficas, mejoramiento de los niveles de previsión, tratamiento y curación de las enfermedades, etc.), sino que también se los disciplina mediante la talla y el encauzamiento de las necesidades y deseos de sus cuerpos, de modo tal que puedan prevalecer e imponerse a todos ellos formas específicas de normalización de sus conductas, deseos e ideas. Y el premio y el castigo serán los operadores de cam-bio entre el cumplimiento y el incumplimiento de las normas o el desacato a ellas.

Uno de los productos mediatos de la aplicación de esas tácticas especificas de la «anatomía política» será el aumento del rendimiento económico, productivo de esos cuerpos, a la vez que la conquista de su domesticación y docilidad política, con lo cual simultánea y estratégicamente se está colonizando, por transformación inducida, el «alma» del hombre. De allí que Foucault pueda luego preguntarse: «¿Qué hay de sorprendente en que la prisión se parezca a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, y que todos ellos se parezcan a las prisiones?».13 Y si ha elegido a la prisión como un lugar privilegiado de análisis para detectar las modalidades de formación del cuerpo y del «alma» del hombre moderno, es porque ella «es el único lugar en donde el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral».14 Y se justifica porque ella es ese espacio de reclusión del que se espera que devuelva «regenerado» a la sociedad a aquellos hombres que entraron a y habitan en ella maleados en sus costumbres sociales y morales, eran «maleantes»; delincuentes, se los llamará luego. Y la prisión regenera, así como la escuela, el cuartel y la fábrica han de «formar» a los escolares, soldados y obreros «modelos» y «disciplinados», y los hospitales y ma-nicomios han de devolver sanos a los hombres que entraron enfermos a sus locales.

Puede verse que lo políticamente insidioso y detonante de la crítica local estriba,

13 VC., p. 230; SP., p. 264. 14 MP., p. 81.

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por uno de sus lados, en que nos induce a tener que repensar, ahora en conexión, a prácticas sociales e institucionales que aparentemente nada tenían que ver entre sí. El cambio de perspectiva «local» del análisis nos multiplica peligrosamente —para el orden social— lo que considerábamos nuestra más inmediata y transparente rea-lidad. Así es como, de pronto, nos encontramos que ya en el aparentemente inocuo trazado arquitectónico y urbanístico de los espacios de vida, trabajo y muerte —que cuadriculan, distribuyen, controlan, mezclan y separan la cotidianidad de los hom-bres en el archipiélago de libertades y de prohibiciones de la sociedad contempo-ránea—, se articulan y tejen las finas, pero implacables, redes de disciplinamiento y normalización que traspasan y transitan ya por los cuerpos de los hombres, de nuestros cuerpos.15 Esos diferentes tipos de prácticas y de saberes locales expresa-dos en regímenes discursivos múltiples, son los que Foucault —usando frente a la historia el instrumento interpretativo de la genealogía, que tiene claras resonancias nietzscheanas— busca poner en movimiento para liberarlos del sometimiento que

15 Si ponemos en relación lo recién dicho con la nota 9 sobre «los archivos de la historia», podemos ahora agregar que Foucault también ha intentado leer y descifrar en el cuerpo de los hombres las huellas jeroglíficas de la historia de su formación-deformación. El cuerpo tiene una historia que no queda inscrita sólo pasivamente en él, sino que actúa trasudando, modelando lo aparentemente más opuesto —por incorpóreo— a él: el «alma» y también esa otra problemática dimensión desde la que la filosofía ha intentado comprender de diversas maneras la existencia humana: la «subjetivi-dad».

No creemos violentar toda la obra escrita por Foucault, si la leemos afirmando que, por uno de sus lados, ella supone el esfuerzo por descifrar lo «humano» del hombre —léase si se quiere, en las comillas, la subjetividad, el alma, el sentido... del hombre—, al hilo de las peripecias y los acontecimientos sucedidos a su cuerpo a lo largo de la historia. Y desde la Historia de la locura en la edad clásica hasta la Historia de la sexualidad, podemos encontrarnos, con distintos trozos calei-doscópicos de un saber y un poder ejercidos sobre los cuerpos de los hombres, y que se encuentran subyaciendo a su locura, a su enfermedad, a su lenguaje, a sus delitos y a su sexo. Pero con ello queda dicho también, aunque en esta ocasión sólo apuntado, lo decisivo que es el tema del cuerpo para adentrarse en la comprensión de los diversos análisis y proposiciones de Foucault, a la vez que sólo esbozada la poderosa arma que es el cuerpo del hombre para el hombre, y que paradojalmente ha solido usar una y otra vez en contra de sí mismo. Sin duda habría que precisar el por qué, cómo y para qué de ese «en contra». Y esa tarea cabría realizarla no sólo trabajando detenidamente en la obra de Foucault y en la positividad de los discursos de la sociedad actual, sino paralelamente en los archivos de la historia misma del hombre, para lo cual se puede encontrar entre la obra ya «clásica» de Marx, Nietzsche e incluso Freud, unas cuantas claves, básicas de interpretación, rearticulables contemporáneamente.

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hasta ahora experimentaban, e integrarlos en «la constitución de un saber histórico de la lucha y (de) la utilización de ese saber en las tácticas actuales».16

Discontinuidad, acontecimientos singulares, ruptura de evidencias, genealogía, crí-tica y luchas locales, son algunos de los productos con que nos encontramos cuando rastreamos la pista del trabajo que Foucault ha cumplido en sus libros, moviéndose por entremedio de los talleres de la historia. Pero digamos todavía algo más sobre los hallazgos hechos por Foucault en estos talleres. Y partamos haciendo una pregunta, retórica, tal vez, ¿no surge, acaso, otro tipo de peligro teórico-político de esta crítica y lucha locales, que consistiría en la atomización de las luchas y el desperdigamiento de las fuerzas que, efectivamente, luego de su uso y ejercicio pueden carbonizarse como fuegos de artificio? ¿Qué es lo que une o qué es lo que podría unir a esas fuer-zas locales en lucha crítica, para que puedan alcanzar la solidez de la victoria total?

Foucault mismo es quien nos entrega algunos elementos de respuesta posible a estas preguntas, cuando nos dice que la elección de los objetivos de la crítica y lucha locales responde, en el momento actual de la sociedad, a la condición misma de los enfrentamientos con la masividad y extensión del poder vigente en esta sociedad. Un poder que además de expresarse en los tradicionales aparatos de Estado, lo hace también, y con tanto o mayor eficacia, a través de los usos y prácticas institucionales de diferente tipo y peso específico existentes en la sociedad, que reproducen prác-ticas de dominación, de formación de opinión y de deseos en las masas ciudadanas consumistas y con derecho a voto. «Es el sistema mismo que se cuestiona el que le da su unidad» a las luchas locales, que a menudo muestran ser «largas repetitivas e incoherentes en apariencia».17 Pero, puesto que se carece de la fuerza para enfrentar directa y globalmente al poder en toda su extensión, y aun cuando se debiese estar presente en todos los frentes, la incapacidad de la simultaneidad en el ataque y la crítica bien pueden llevarnos a elegir puntos coyunturales de ataque, que si bien po-

16 MP., p. 130.17 MP., p. 42.

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drían no afectar al sistema entero y hacerlo caer, pueden crear trastornos, trizaduras locales y específicas en el poder.

Ante lo dicho puede contraargumentarse nuevamente, ficcionando una objeción que diga: «Ese procedimiento no conduciría más que a una política reformista fren-te al poder, pues a éste le permitiría superar, recuperar las eventuales pérdidas pun-tuales en un reacomodamiento más o menos amplio de su orden de dominación, y no conduciría, por consiguiente, a una política revolucionaria». Un inicio de res-puesta podría elaborarse en torno a una nueva pregunta que dijese aproximadamen-te lo siguiente: «¿Y quién asegura que esos trastornos, trizaduras, no hagan aparecer ciertas fallas o zonas de inestabilidad en él, que antes estaban ocultas y eran desco-nocidas, que puedan a su vez obligar a tener que repensar las tácticas y las estrategias del enfrentamiento? ¿Quién puede asegurar que no pueda producirse una “ruptura de evidencias” en el diseño de las estrategias de la lucha en torno al poder-saber?».

Dentro de este contexto de preguntas y contrapreguntas, que para la ocasión hemos recreado, Foucault señala que no es conveniente despreciar o subestimar un ele-mento importante que surge de esas luchas puntuales: la experiencia que han hecho todos aquellos que en ella se han enfrentado al poder, produciendo una trizadura en la muralla que parecía inexpugnable y ganando a la vez una experiencia de la lucha, que como ganancia puede nuevamente invertirse en otras y diferentes luchas.18

18 Para Foucault no cabe entender la «experiencia de la lucha» como algo que solamente puede quedar legitimado mediante la «toma de conciencia» de los conflictos y contradicciones existentes en un orden de dominación dado, y que —de acuerdo a un discurso político que reconoce sus raíces en Marx, y a través suyo en Hegel— sería dicha conciencia la que garantizaría por lo menos el inicio del probablemente largo proceso de superación de esas contradicciones. Más bien es el cuerpo, como campo primario y concreto de inscripción y registro de lo que cotidianamente experimentan los hombres, lo que también cabría privilegiar en el análisis de las luchas mediante las que éstos perciben el poder y se enfrentan con él. Cabe entender la «experiencia de la lucha» como una di-mensión de análisis que puede deparar resultados tan reveladores y complejos como los expuestos en Vigilar y castigar a propósito de los cuerpos disciplinados y normalizados, si se la estudia sobre el trasfondo de las variantes de lo que allí propone Foucault como una anatomía política del detalle y una economía política de los cuerpos. En las luchas con el poder no cabría olvidar al cuerpo cuando se lucha con las ideas en que aquél se reconoce a sí mismo e impone sobre los otros. La «toma de

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Por lo demás, con respecto a este punto tiene Foucault un ilustre antecesor en Marx, cuando en el Manifiesto éste nos dice que las etapas del desarrollo del proletariado, que van desde la «lucha entablada por obreros aislados, después, por los obreros de una misma fábrica, más tarde, por los obreros del mismo oficio de la localidad con-tra el burgués individual que los explota directamente(...) (hasta la) organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político», que esa lucha, nos dice, está jalonada también por derrotas: «A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros». Subrayemos aquí el hecho de que para Marx el éxito de las luchas de los trabajadores se mide, en el proceso de su lucha, por la unión que entre ellos ella crea, y podríamos agregar también, por el reforzamiento de la disposición a la lucha que los logros parciales y efímeros pueda producir. Y es él mismo quien, a renglón seguido, añade que es el propio poder contra el cual se lucha el que facilita el contacto, por consiguiente, la ampliación de la unidad entre los obreros, al propalar sus luchas —así sea distorsionándolas— a través de los medios de comunicación creados por él. Para concluir luego Marx con una afirmación cuyas resonancias, a pesar de la evaluación precisa que pueda hacerse de algunos términos, no podemos menos que dejar de apreciar como una variación sobre el mismo tema en una serie de textos de Foucault, pero que sin embargo rara vez se escucha la vecindad armónica entre esos acordes. Marx concluye: «Y basta ese contacto para que las numerosas luchas locales. que en todas partes revisten el

conciencia», y la conciencia misma, bien puede ser entendida en un importante aspecto suyo como un efecto, un producto del ejercicio microfísico del poder sobre los cuerpos de los hombres y, por consiguiente, entender los procesos de incorporación de las ideas de acuerdo a una lógica y ritmo distinto que los de la razón metafísica analítica o dialéctica.

Pareciera que la pervivencia de las ideas por las que se lucha más allá de la desaparición de los cuerpos que en ella resultaron martirizados, torturados o pudieron celebrar jubilosos una victoria, a menudo ha hecho olvidar la peculiar solidez que éstos confieren a aquéllas a través de su defensa y propagación. La caducidad del cuerpo pareciera facilitar el olvido de la concreción personal y social que los cuerpos y las relaciones que se establecen entre ellos confieren a las ideas, y que tal vez es la concreción decisiva y única a que han aspirado para sus ideas todas las cabezas pensantes a través de los tiempos: que se hagan reales en aquellos mismos cuerpos y vidas de que proceden.

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mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Más toda lucha de clases es una lucha política».19

Acerca del término a primera vista diferencial entre Foucault y Marx, reproduzca-mos sólo dos líneas escritas por Foucault, sin pretender discutirlas o trabajarlas en esta ocasión; dicen: «La lucha de clases bien puede no ser “la ratio del ejercicio del poder” y ser, sin embargo, “garantía de inteligibilidad” de ciertas grandes estrate-gias».20 Digamos solamente que la lucha de clases sería más bien un efecto estratégico de las múltiples luchas por el poder presentes en las diferentes regiones y niveles de la sociedad, antes que ser un hecho originario que expresaría la lógica de toda forma de ejercicio del poder a través de la historia. También cabría considerar y analizar a la lucha de clases como a un acontecimiento, empleando para ello la desmultiplica-ción causal de sus elementos que permita disponer de un poliedro de inteligibilidad de mayor saturación histórica de las modalidades y alternativas de la lucha.

Volviendo a la objeción de reformismo a que darían lugar las críticas y luchas locales destacadas por Foucault, digamos que éste responde apuntando sus palabras contra dos objetivos prestigiosos: contra lo que se ha terminado haciendo en el discurso revolucionario de «la teoría del eslabón más débil» de Lenin, y la contradicción en Hegel. La precariedad y el problema de la «teoría del eslabón» —aplicada dialécti-camente de un modo tal que ella abriría la «posibilidad para una situación local, de servir como la contradicción del todo», y de ese modo hacer saltar la totalidad del sistema de poder imperante— consistiría en «saber si la lógica de la contradicción

19 C. Marx y F. Engels, Obras escogidas. Ed. Progreso, Moscú, 1976, pp. 118-119. (El subrayado es nuestro).

20 MP., p. 171. Refiriéndonos tan sólo a uno de los polos de esa lucha de clases, cabe decir que bas-taría un somero análisis del presente y el pasado de los movimientos y organizaciones obreras en diferentes latitudes occidentales, para poner de manifiesto las vicisitudes a que se expone y con que ha de enfrentarse la clase cuando no es entendida sólo como una solidificada categoría de análisis teórico-política, sino como una realidad histórica que puede o no llegar a constituirse, y que una vez logrado eventualmente esto, nada garantiza que su actuación política sea siempre consistente con el postulado revolucionario de su definición teórica.

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puede servir de principio de inteligibilidad y regla de acción en la lucha política»21, especialmente en momentos en que, desde el siglo XIX en adelante, los grandes Estados «se han dado un pensamiento estratégico» para ejercer la dominación de su poder. Una dominación que parece incluir muchas más variables, reglas, normas y modalidades de existencia y de evaluación de las relaciones de fuerza presentes en todo el complejo entramado del cuerpo social, que aquellas que puede ofrecer el principio lógico de la contradicción, que reduce toda interpretación de hechos o si-tuaciones inicialmente dadas o postuladas a la aplicación del mecanismo dialéctico de la negación y la negación de la negación —por mucho que luego se «materialice» su aplicación—. Foucault agrega, además, que si el carácter local y puntual de las luchas y de los discursos críticos pueden ser absorbidos por el poder dominante, y por eso mismo recuperados por éste, no es porque ellos estén «viciados por natura-leza, sino porque ellos se inscriben en un proceso de luchas»22, y que la necesidad experimentada por el poder de apropiárselos para recuperarlos y transformarlos, pone precisamente de manifiesto la apuesta estratégica que opera cuando lo que está en juego es la lucha por el poder y por su ejercicio y no la apuesta de la salvación de la totalidad mediante el cumplimiento de la dialéctica, exigidos por la razón a la historia.

Una consecuencia de estos puntos que hemos venido tocando en las últimas pági-nas, le parece a Foucault, incide en el rol que hoy en día puede tener y asumir la teoría: «no ya el formular la sistematicidad global que vuelve a colocar todo en su lugar, sino analizar la especificidad de los mecanismos de poder, descubrir, localizar las ligazones, las extensiones, edificar, poco a poco, un saber estratégico».23 A par-tir de aquí, la teoría ya no podría ser vista como aquel saber que nos entregaría la fórmula alquímica de la transmutación de todos los metales en oro, de lo histórico

21 MP., p. 172.22 «Sur la sellette» (entretien avec J.-L. Ezine), Les Nouvelles Littéraires, nº 2477, 17-23 mars 1975, p.

3 [DE. II, pp. 720-725].23 MP., p. 173.

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en razón, y del análisis socio-económico-político en exacto discurso científico, sino que sería más bien aquella modesta y pedestre «caja de útiles» en que buscaríamos los instrumentos que nos permitan armar, utilizar y recomponer la «lógica propia a las relaciones de poder y a las luchas que se entablan en torno a ellas». Pero para esto, y retomando el tema a que aludimos hace algunos momentos, habría que par-tir trabajando situaciones especificas dadas, del análisis de aquellos acontecimientos singulares que forman la trama de la historia, y con un análisis que se lleve a cabo según el modo y con las consecuencias ya apuntadas.

Y desde aquí podría destacarse, por lo menos brevemente, uno de los puntos de inflexión del pensamiento de Foucault, que de hecho ha venido apareciendo ya a lo largo de nuestras páginas, pero que no lo hemos aislado temáticamente, y que cons-tituye el centro de su reflexión. Se trata del tema del poder, pero en una variante realzada por él que sin duda no es nueva en la historia: la variante del poder-saber; podríamos decir, la variante de las relaciones entre la filosofía y la política, pero en donde lo novedoso residiría más bien en la modificación de los supuestos y del eje de análisis con que él propone trabajarlos. Seamos parcos en esta ocasión para perfilar la novedad del análisis y digamos, esquemáticamente, que su propuesta de transformación del análisis supone:

1. Suspender el trabajo y el juicio acerca de aquella interpretación que sitúa el po-der en el centro y en lo alto de las relaciones y prácticas sociales, y que paralelamente llevan a entender el fenómeno de la dominación como algo que se implanta masiva y homogéneamente desde un individuo, grupo o clase hacia otros individuos, gru-pos o clases. Simultáneamente esa dominación se consolidaría con el cemento del discurso ideológico que se escurriría desde lo alto de los aparatos del poder, los que a su vez lo producirían, y que impregnan a todo el cuerpo social. Una interpretación del poder que usa como modelo de análisis una teoría jurídico-política de la sobe-ranía, que se funda en el ejercicio de un derecho fundamental (que históricamente puede recaer en el rey, el pueblo o la Constitución), y que determina las regiones y modalidades de las acciones e ideas permitidas como verdaderas, y las rechazadas,

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reprimidas como falsas, subversivas o atentatorias contra el orden fundamental de la soberanía existente.

2. (Y continuando con el esquematismo de circunstancias), privilegiar coyuntu-ralmente para el análisis aquellas prácticas y formas locales, regionales, capilares en que se ejercen poderes diversos, que atraviesan y circulan por los cuerpos de los individuos y las distintas prácticas sociales, rearticulándose en organizaciones reticulares, en las que pueden persistir o transformarse al ser anexadas, confiscadas por estrategias globales de dominación —en tanto éstas reconocen la utilidad eco-nómica, social, política de aquéllas—, y que, por consiguiente, pueden ascender hacia rangos hegemónicos de dominación al generalizarse a través de su uso por el poder central o los poderes dominantes. La producción ideológica será acá, en todo caso, la resultante plural de todos aquellos saberes menores, pero eficaces, que contribuyeron al éxito del poder ejercido en esos niveles locales, periféricos, capila-res de prácticas sociales. Y esta interpretación propuesta por Foucault reposa sobre un modelo de análisis del poder que él llama un «modelo estratégico», en el cual «substituye el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, el privilegio de lo prohibido por el punto de vista de la eficacia táctica, el privilegio de la soberanía por el análisis de un campo múltiple y móvil de relaciones de fuerza, en donde se producen efectos globales de dominación, que no son nunca estables».24 Es decir, el poder y la política, en tanto campos configurados por múltiples relaciones de poder que se ejercen, cabe interpretarlos haciendo uso de la noción, de la realidad y de las estrategias de la guerra.

Sobre la base de lo expuesto, y a propósito de lo recién dicho, Foucault, frente a la fórmula usada por Clausewitz para calificar la guerra como «un verdadero ins-trumento político, una continuación de la actividad política, una realización de la misma por otros medios»25, propone su inversión, afirmando que «la política es

24 HdS1., p. 124; HS1., p. 135.25 Karl von Clausewitz, De la guerra. Ed Diógenes S.A., México, 1977, tomo I, p. 24.

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la guerra continuada por otros medios».26 Esto trae como consecuencia la inter-pretación de que la paz civil impuesta y administrada por el poder político busca reinscribir en la paz el resultado de las relaciones de fuerza que participaron en la guerra, pero sometiendo ahora las fuerzas vencidas a formas más o menos larvadas de dominación, entre otras, mediante las instituciones de diverso tipo, las desigual-dades sociales y económicas, el uso de las prácticas discursivas, el disciplinamiento y la normalización de las conductas de los cuerpos de los hombres. La paz se convierte así en la sanción y legitimación civil y política del desequilibrio de fuerzas estable-cido por el desenlace de la guerra. De este modo, los procesos que se desarrollan en la paz habría que entenderlos desde la perspectiva de la lucha y como «episodios, fragmentos, desplazamientos de la guerra misma», de las continuas reacomodacio-nes de relaciones de fuerza, que serán las que, en su momento y de acuerdo a la historicidad de sus estrategias, podrán nuevamente buscar redistribuir las fronteras de los mapas geográficos y los espacios de la vida cotidiana, laboral, institucional de las sociedades. Por consiguiente, las sociedades parecieran no poder vivir sino en el perpetuum mobile de un equilibrio inestable generado por la lucha que rige a sus relaciones de fuerza.

A esta altura de lo trabajado, podemos decir que los talleres y las canteras de la his-toria, con su peculiar riqueza, nos han hecho detenernos en varios puntos aparente-mente distintos y dar largos y sinuosos rodeos por entremedio suyo. Pero tal vez esto no es más que un lugar común en el trabajo histórico, que más parece asemejarse al juego con un caleidoscopio27, antes que al juego de los reflejos producidos por el mirarse a sí mismo del sujeto en los espejos del discurso del logos, que parece ser

26 MP., p. 136.27 En tanto que para narrarla siempre es posible diseñar diferentes recortes de entre la pluralidad y

variedad del material disponible, y en unos diseños cuya diversidad no tiene por qué implicar la falsedad de muchos frente a la verdad de uno. Bien puede que sean simplemente diferentes, y que más bien haya que preguntarse por los intereses y las fuerzas que se hacen presentes y que contribu-yen a configurar dicha diversidad de interpretaciones, de manera que tal vez sólo entre todos esos diseños pueda circunscribirse el juego de variables probabilísticas del caleidoscopio de la historia.

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la tendencia en las interpretaciones de la historia hechas por y para filósofos, en las filosofías de la historia. Por lo demás, los libros de historia suelen ser voluminosos, así como las conversaciones entre amigos en el café o en el bar suelen ser largas; tal vez, porque toda historia, sea social o personal, suele ser larga de ser contada. Y en esta ocasión no he podido, o quizás no he querido sustraerme a la seducción de los laberínticos pasadizos surgidos del trabajo histórico: genealógico, arqueológico, realizado por Foucault en sus libros.

III

Dejémonos tentar por otra seducción, por otro enunciado de Foucault que pueda servirnos como otra herramienta de la «caja de útiles», y que, en este caso, nos ayude a concluir el trabajo de estas páginas, y que además, luego de todo lo expues-to, puede resultar más rápidamente comprensible en sus diferentes niveles.28 Este enunciado nos permitiría concluir en tanto que retoma de otro modo, podríamos decir, más positivamente, el tema inicial de esta conferencia sobre Michel Foucault: la filosofía hoy, su disolución y transformación.

(Y no olvidemos que la palabra caleidoscopio tiene una vieja y noble procedencia griega, en la que significaba: observar una bella imagen, éidos). Pero, también cabría preguntar, ¿hay, o puede haber una imagen total, final, en los juegos caleidoscópicos? Tal vez ese todo y ese fin no dependen sino del número de piezas, y de las combinaciones entre ellas, de que ese instrumento está compuesto. ¿Se puede saber, sin embargo, a propósito de la historia, con certeza y por adelantado, cuántas son las piezas que la componen y el cuándo y el cómo de sus combinaciones posibles, así como un buen artesano de caleidoscopios podría eventualmente responder acerca de todas las partes y tramado del instrumento de juego que elabora?

28 Y en este lugar, como una nota al pié de página, quisiéramos destacar la fortuna de habernos en-contrado con aquel enunciado, dicho tal vez al pasar por Foucault en una mesa redonda, en que proponía que sus libros, eran «cuando más, fragmentos filosóficos en los talleres de la historia», y que nos ha permitido armar buena parte de este trabajo. Tal vez con ese enunciado no hemos hecho mucho más que lo que el carpintero lleva a cabo cuando cepillando un trozo de madera sin labrar, le saca virutas hasta dejarlo suave y manejable al tacto. O con una imagen inversa: no hemos hecho más que como el tejedor que desteje un tejido ya urdido, empleando el mismo material en otro tejido que teje ante los requerimientos de otra ocasión, que se le impone o forma parte de su actividad cotidiana, para ganarse el diario sustento que sus tejidos le procuran, a la vez que puede saborear el placer que le deja entre las manos su propio quehacer.

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Y el elemento positivo consiste en que si se insiste en preguntar sobre lo que hoy pueda ser la filosofía —aparte de lo que puedan hacer en sus respectivos campos otras ciencias y actividades intelectuales, según la modalidad señalada anteriormen-te— habría que decir que ella puede ser interpretada «como una actividad diagnós-tica. Un diagnóstico del presente que nos diga lo que es el presente, y en qué se di-ferencia nuestro presente, y en verdad, absolutamente, de todo aquello que él no es, es decir, de nuestro pasado. Tal vez esta es la tarea que hoy se le plantea al filósofo».29

En una de las varias oportunidades en que Foucault ha expresado esta manera de entender la tarea de la filosofía actual, nos señala que esa es una interpretación que Nietzsche ya llevó a cabo en su tiempo con un rigor y lucidez a menudo implaca-bles, a golpes de martillo y poniendo descargas de dinamita cuando los juicios y los prejuicios de la tradición se habían endurecido a tal punto que, en ese momento, las evidencias de la razón metafísica resultaban ser la cosa mejor repartida del mun-do, siempre y cuando se dispusiese de un transparente principio trascendental de fundamentación y de sus correspondientes categorías de análisis. Pero Nietzsche entiende paralelamente esa actividad diagnóstica —intempestiva, en una de sus formulaciones— como un escarbar, horadar, minar el suelo sobre el cual nosotros mismos estamos parados; es decir, es un escarbar genealógico por entre los sub-terráneos y bajos fondos de nuestra propia historia, rompiendo de ese modo las evidencias que se han esclerosado en su superficie. Tal vez por ello es que Foucault, recogiendo un término empleado en su primer libro de 1961, La historia de la locura en la edad clásica, y que continúa usando con posterioridad, aunque sin suficiente rigor conceptual y metodológico, busca luego precisarlo en la medida misma que le sirve para caracterizar al conjunto de su propio quehacer diagnóstico: es el término «arqueología». Creemos que la connotación nietzscheana de este término le condu-ce a titular a su actividad como una «arqueología del saber», y hoy diríamos, más precisamente, como una «arqueología del poder-saber».

29 «Foucault répond à Sartre» (entretien avec J.-P. Elkabbach), La Quinzaine Litteraire nº 46, 1-15 mars 1968, pp. 20-22. [DE. I, pp. 662-668].

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Así como hay quienes solían afirmar, o aún hoy lo hacen, que «nobleza, obliga», a este propósito podríamos variar esa fórmula por esta otra: «el presente obliga». Y obliga, en tanto Foucault nos dice que ese nombre, el de arqueología, no es más que «el nombre dado a una cierta parte de la coyuntura teórica, que es la de hoy». La arqueología, la filosofía diagnóstica de Foucault es un quehacer coyuntural que privilegia en sus elecciones temáticas a los acontecimientos, los sucesos del presente. Como ya creemos haber señalado, esto no implica un activismo febril e ignoran-temente inmediatista o que sólo destaca lo que se encuentra sobre la cresta de la última ola que se cierne sobre la actualidad, sino más bien un duro y prolongado trabajo histórico y de interpretaciones de regímenes de prácticas y de discursos que intentan aprehender los puntos de saturación y las redes entre las que se articulan las relaciones de poder-saber vigentes en un presente. Y es por esto, por tratarse de ese tipo de relaciones, inseparables en su gestación de una cronología social, que el presente ha de entenderse como uno que posee una amplitud y un ritmo temporal de formación diferente al que es propio a las vidas personales. Es un presente que plantea, entre otros, el problema de las periodizaciones y de sus justificaciones, por lo menos a propósito de la elección de lo que se considere como el eventual punto o umbral inicial de un presente, y que, en principio, sólo cabría precisar a partir de los problemas específicos que se investiguen. Con lo cual el presente se convierte también en una realidad histórica plural en lo que dice relación con el análisis arqueológico de sus diversas regiones e interrogantes. Y es dentro de este marco de referencias que la arqueología es entendida igualmente por Foucault como una disciplina inscrita en la coyuntura teórica en que ella misma se decanta y él trabaja, la cual contribuye además a delimitar su estilo y características como tal disciplina, y que a la vez deja abierta la posibilidad —que Foucault de ningún modo pretende cerrar— de que ella pueda ser retomada más tarde, nos dice, en otro lugar, «de manera distinta, a un nivel más elevado o de acuerdo a métodos diferentes, y acerca de todo esto yo no sabría decidir en este instante. Y a decir verdad, no seré yo, sin duda, quien establecerá esa decisión. Acepto que mi discurso se borre según la figura

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que ha podido traerlo hasta aquí».30 Tanto la arqueología como Foucault, en tanto intérprete del presente, están inmersos en las transformaciones que acontecen en el presente y no son impermeables a las fuerzas que allí pugnan por manifestarse y do-minar: las fuerzas del poder-saber operantes en el tiempo en que se piensa y escribe.

Pero si el presente dirige el trabajo diagnóstico, lo hace en la medida en que se lo quiere conocer en aquello que ha sido un viejo y noble tema y problema de la filosofía y para los filósofos; se lo quiere conocer en sus verdades. Claro está, a estas alturas no necesitamos dar grandes rodeos y hacer prolijas precisiones para decir que aquí no puede tratarse ya de la verdad en su sentido teóricamente tradicional. Y esto porque, digamos sin más, para Foucault «la verdad no está fuera del poder ni carece de poder (...) La verdad es de este mundo (...) La “verdad” está ligada circularmente a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a los efectos de poder que ella induce y que la reconducen».31 Para hacer el diagnóstico de la sociedad actual sería preciso analizar las condiciones de producción de la verdad de acuerdo a las instan-cias que rigen a esa producción, y que Foucault llama con el nombre de una «econo-mía política» de la verdad. Es decir, habría que detenerse analíticamente en los tipos de discursos que pueden e instituciones que requieren producir verdades, que re-troalimentarán a las prácticas e instancias socio-económicas y políticas, científicas, jurídicas y morales, que las consumen y difunden a través del ejercicio mismo de sus peculiares actividades. Verdades que a su vez remitirían a y habría que considerar como los ingredientes constitutivos de los debates teóricos y políticos y de las luchas ideológicas que se libran en una sociedad. La verdad no sería, por consiguiente, una necesidad exclusiva de la teoría y la ciencia, puesto que todos en nuestra cotidiani-dad somos continuamente constreñidos a actuar y a pensar de acuerdo a una verdad que se nos pide no ocultar, sino por el contrario expresar y confesar. «En el fondo, tenemos que producir verdad igual que tenemos que producir riquezas».32 Y tanto

30 AdS., pp. 349-350; AS., p. 271. (El subrayado es nuestro).31 MP., p. 136. [pp. 187-189].32 Ibíd., p. 140.

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en la producción de riquezas como de vida, personal o social, tenemos que tomar en cuenta, aceptar, cuestionar o rechazar —si podemos— las instancias, normas y leyes de la producción peculiares a cada una de esas regiones.

Agreguemos otra hebra más a este tejido urdido por Foucault sobre el diagnóstico del presente, y que nosotros nos hemos propuesto aquí «retejer». Desde el momento en que la filosofía y los filósofos entiendan su quehacer como referido al presente que somos nosotros mismos, la consecuencia para ella habrá de ser que, hoy, no puede ser sino «enteramente política y totalmente “historiadora”. Es la política inmanente a la Historia, la Historia indispensable para la política».33 Y esto, en la medida en que el acaecer de una sociedad dada expresa y traduce el lugar de cruce donde se ponen en relación y operan los elementos, instancias, fuerzas que configuran la polis, gene-rando de ese modo aquella peculiar actividad suya llamada la «política»; la política se convierte así en la actividad más propia a la historia e inseparable de ella, puesto que refleja y se muestra como el juego táctico y estratégico de las relaciones de fuerza que conforman a toda sociedad en un momento dado cualquiera de su existencia. Pero, por otra parte, como esas fuerzas no surgen de la nada ni tampoco ya perfectamente hechas desde la magnífica cabeza del mítico dios Zeus, sino que pueden ser reconoci-das en lo que son porque han llegado a ser a través del tiempo eso que ahora son, es que la historia aparece como indispensable para la política. Aparece como aquel ámbito en donde podemos aprender a ver y reconocer el proceso de formación de las fuerzas que, al estar hoy en plena actividad en la sociedad, constituyen las referencias inelu-dibles para poder entender, participar, y eventualmente ganar, en el debate y la lucha política de cada hora; en aquellas horas en que se busca decidir, determinar el rostro y la figura del inmediato presente que somos, así como de aquel otro presente más me-diato, algo más alejado del hoy, pero inminente en su acercamiento, que es el futuro.

Por esta razón, aún cuando Foucault nos diga que en su tránsito por la filosofía y la arqueología tardó mucho en darse cuenta acerca de cual era el problema real que

33 DP., p. 160.

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traspasaba todo su trabajo —y en buena medida esa tardanza obedeció a factores coyunturales relacionados con lo que «puede» ser pensado y dicho en un momento dado, en la cultura y en la sociedad en que se vive—, no puede escapársele ya el he-cho de que su problema ha sido el de la política de la verdad, y que lo que él entiende hoy por un quehacer filosófico consiste en el llevar a cabo una historia política de la verdad.34 Pero, entiéndase, no fraguar una vez más un discurso en que se ponga al descubierto la «historia de la verdad de la política», lo cual implicaría una recaída en las redes tradicionales del discurso metafísico, sino detectar, describir, analizar e interpretar los elementos que configuran la «historia de la política de la verdad», que de una u otra manera ha dominado el pensar y el hacer de Occidente. Y para cumplir esta tarea no sería superfluo recordar y precisar, nos dice Foucault en una frase que añadiremos sin comentarios, que «en suma, la cuestión política no es el error, la ilusión, la conciencia alienada o la ideología; es la verdad misma».35

Concluyamos de una vez. Iniciamos nuestra conferencia hablando, con Foucault, de la no existencia, hoy en día, de la filosofía, de su disolución-transformación, y hemos terminado viendo cómo ésta, según él nos lo propone, nos entrega un nuevo aspecto, un nuevo rostro, un nuevo éidos, es decir, una nueva idea de la filosofía; que es aquella en donde ésta aparece, en todo caso, como una actividad diagnóstica, un quehacer coyuntural y estratégico, una arqueología genealógica, como una historia política de la verdad. Es un gran salto que él nos invita a dar: desde el discurso de un

34 Y teniendo presente que esa es una tarea que habría de cumplirse a través del desarrollo de la arqueología del poder-saber, dejemos consignado, por ahora en una nota, que ella se inscribiría dentro del mismo propósito que poseen un par de fórmulas utilizadas por Foucault para delimitar el campo de trabajo de la arqueología, y que a la vez, creemos, permitiría dar cuenta de lo que se podría llamar, a pesar de todo, la «coherencia» del conjunto de la obra escrita por él. Sobre la arqueología dice Foucault que, tal vez, «no hace nada más que jugar el rol de un instrumento que permite articular, de una manera menos imprecisa que en el pasado, el análisis de las formaciones sociales y las descripciones epistemológicas; (…) o que permite situar el lugar del entrecruzamiento entre una teoría general de la producción y un análisis generativo de los enunciados» (AdS., p. 349; AS., pp. 270-271). Creemos que desde acá se puede precisar la consistencia de las relaciones que atraviesan y reúnen a la diversidad de temas trabajados por Foucault, el método y el aparato conceptual según el cual lo ha hecho y el propósito que tiene su hacer.

35 MP., p. 189.

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logos universal, fundador de un saber metafísico trascendental que en su discurso puede entregamos una verdad absoluta y necesaria, hasta este otro saber meramente diagnóstico y coyuntural, que no acaba nunca por encontrar suelo firme debido al carácter histórico de sus interpretaciones genealógicas, y que a la verdad la despoja de todos sus encantos absolutos, para hacerla corretear —probablemente un tanto sorprendida y entumecida al comienzo— por entre las peligrosas estrategias guerre-ras de la historia contingente de la política. Esta proposición de Foucault implica un cambio, una transformación del discurso de la filosofía, un trastocar, un transgredir el habla de su discurso y lo hablado en él, un romper el metro y la rima de sus ver-sos, que significa llevar estos versos más allá de donde nunca han estado, invertirlos, pervertirlos. La interpretación que Foucault nos ofrece de la filosofía parece ser, efectivamente, per-versa.

Sin embargo, nos sería difícil negar que la serie de per-versiones que él hace desfilar ante nuestros ojos bajo el titulo de «filosofía» dejan de conducirnos hacia regiones de análisis, critica y polémica altamente atractivas, que nos atraen como un pode-roso imán gravitatorio. Y el saber de la filosofía tradicional, a pesar de todo, ha ejer-cido siempre sobre los hombres este curioso efecto de imán gravitatorio que atrae; no en vano lo lleva grabado en su propio nombre: ella es filia, amistad, atracción, amor por el saber, que conduce al saber en tanto nos intro-duce a él, siguiendo las huellas, las preguntas, las palabras, los versos, los textos que cualquier buen ductor de ella deja detrás suyo, y poder ser así reconocido como un con-ductor del saber. El filósofo es el que —retomando el sentido latino del ducere, como el que guía, dirige, lleva hacia— con-duce al saber introduciéndonos en él.

Y a este propósito podríamos decir nuevamente que Foucault es «per-verso» en su relación con la filosofía, pues no nos conduce sino a las coyunturas contingentes y estratégicas de la política de la verdad; sin embargo, no por ello dejaría de cumplir con las exigencias «filiales» de la filosofía, aunque sí parezca conducirnos a ella a tra-vés de una variante de la se-ducción. Su relación con la filosofía sería, entonces, una relación de seducción perversa, pues nos conduciría a un cierto saber, al que efectiva-

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mente ama, pero con un amor al que la historia le ha quitado su famoso velo mítico de la verdad, dejando al descubierto que no es un amor puro por el saber, sino el más cotidiano y coyuntural amor por interés, aquél que se deja seducir por el poder que otorga la verdad. No parecen caber dudas de que Foucault trata perversamente al discurso de la tradición filosófica y que, además, se comporta con él, para terminar jugando con las palabras, de una manera sediciosa y, finalmente, sub-versiva.36

36 Sin embargo —y valga la nota como «coda» de una conclusión que no parece querer acabar—, si tenemos presente que en los libros de Foucault resuenan ecos de los martillazos del filósofo del devenir y de las genealogías, cabría decir con Nietzsche que sería precisamente la filosofía clásica la que ha ejercido sobre el hombre occidental los efectos de una seducción perversa. La seducción de la trascendencia metafísico-ontológica que garantiza para sus discursos la universalidad de la verdad y en que el bien moral y los valores encuentran el puerto seguro de lo absoluto de su validez; de esta manera, las acciones humanas evitarían el incierto quedar al garete de la contingencia del devenir de la existencia y, a la vez, paliarían la desazón, el sufrimiento y la angustia que le significa al hombre la caducidad de su tránsito por la tierra y la precariedad de sus obras y acciones.

Pero junto con ejercer la trascendencia de la metafísica los efectos de una seducción hacia lo eterno, lo universal y lo absoluto en el hombre, encontrando en ella una respuesta y un ámbito en que reali-zar teóricamente su deseo de eternidad, y precisamente en tanto que de ese modo lo realiza, a la vez devalúa y margina los intentos de reflexión sobre la contingencia, finitud y materialidad de su vida corpórea y terrenal. De este modo es entonces la realidad histórica del hombre, de sus necesidades y deseos, pasiones y pensamientos que recorren y constituyen su cuerpo, lo que queda transformado, trastocado, descentrado, vertido hacia fuera de él, hacia toda esa otra región trascendental que lo juzga desde una verdad siempre inalcanzable e incumplible debido a la precariedad y caducidad de su existencia, de modo tal que su cuerpo y la tierra en que habita quedan metafísicamente perver-tidos. Es decir, aquejados por una perversión que conduce al debilitamiento, a la «enfermedad», a la mansedumbre, a la prudencia y al cansancio que el hombre termina experimentando sobre sí mismo, desesperando en último término incluso de sí mismo, para acabar reconociendo su única esperanza de sobrevida sólo en el recuerdo y la imaginación del origen metafísico, que señala a la vez a su consumación en el fin de los tiempos: es la perversión del nihilismo de que habla Nietzsche (GM., I, §12). Y ese nihilismo sería el resultado de la perversa seducción que ha significado para el hombre de Occidente la filosofía y la moral clásica a través de su historia. (Con lo dicho, pareciera que la y del título de este trabajo, «Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa?» adquiere una movilidad de significado que permitiría invertir el orden en que aparecen los términos conjugados por ella, modificándose también las espaldas sobre las que cae el peso de esa seducción perversa. Pero hacer resonar en sus dos direcciones intercambiables el significado de esa y, seguramente con-duce de nuevo al polémico ámbito de la verdad y de la política de la verdad).

Y como en Nietzsche, para Foucault se trataría también de desmitificar el mito de lo que ha sido la filosofía y la verdad para el hombre, pero especialmente para acceder a través de esa crítica a la variante de lo que ellas han llegado a ser hoy para él, de manera que pueda enfrentar su presente sin las ambigüedades que la tradición ha hecho caer encima suyo, aquellas que señalan que el presente se develaría sólo mediante la recuperación del origen en que se anuncia a la vez la consumación del final.