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Fue la inflación la que acabó con el Imperio Romano? Existe una falsa creencia comúnmente aceptada que carga las culpas de la caída del Imperio Romano sobre las pobres tribus nómadas germanoides, húngaras, bálticas, y eslavo- occidentales, las cuales, bárbaras, harapientas e iletradas como eran, tomaron por asalto a una sociedad refinada, culta y próspera. Lamento desilusionar a los que están convencidos de esto, pero tal creencia nazi del "Buen Salvaje" de Rousseau es absolutamente falsa. Como bien diría el recordado Don Enrique Loncàn, la verdadera causa del fin de la Roma Capitalista Pagana como Imperio, y, lo que es más importante, como civilización occidental originaria, no fueron los bárbaros germanoides, ni los húngaros de Atila, ni los Vendos Eslavos de Genserico, ni los Bálticos Ostrogodos “Gudai”, sino todo lo contrario, los propios emperadores romanos fueron quienes suicidaron su propio mundo político aplicando recetas económicas que hoy nos resultan harto familiares. En mayor medida si es cierto, en cambio, que, por la misma razón, nuestra Iglesia Católica y Apostólica, al ser declarada Oficial del Estado Romano por el Edicto de Teodosio, si fue la gran envenenadora del Imperio Romano al cual saboteó a muerte, pero esa traición fue otra historia paralela a la que aquí nos ocupa. En el invierno del año 211, el emperador Septimio Severo se encontraba en la provincia británica del Sur de Escocia, en el Muro de Antonino Pio, peleándose contra los pictos, caledonios y escotos, así como contra los primitivos piratas irlandeses y escandinavos, que les pertrechaban a los escoceses de espadas y caballos. Por aquel entonces Septimio Severo se enfermó y murió; pero antes de expirar reunió a sus dos hijos, Caracalla y Geta, junto a su lecho de muerte, y les dio un último mal consejo para gobernar el inmenso imperio que les legaba: "Vivid en armonía, enriqueced al ejército, ignorad al pueblo". Caracalla prometió cumplirlos, pero pronto se olvidó del primero de los preceptos y liquidó a su hermano para poder gobernar él

Fue la inflación la que acabó con el Imperio Romano

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En mayor medida si es cierto, en cambio, que, por la misma razón, nuestra Iglesia Católica y Apostólica, al ser declarada Oficial del Estado Romano por el Edicto de Teodosio, si fue la gran envenenadora del Imperio Romano al cual saboteó a muerte, pero esa traición fue otra historia paralela a la que aquí nos ocupa. Fue la inflación la que acabó con el Imperio Romano?

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Fue la inflación la que acabó con el Imperio Romano?

Existe una falsa creencia comúnmente aceptada que carga las culpas de la caída del Imperio Romano sobre las pobres tribus nómadas germanoides, húngaras, bálticas, y eslavo-occidentales, las cuales, bárbaras, harapientas e iletradas como eran, tomaron por asalto a una sociedad refinada, culta y próspera. Lamento desilusionar a los que están convencidos de esto, pero tal creencia nazi del "Buen Salvaje" de Rousseau es absolutamente falsa.

Como bien diría el recordado Don Enrique Loncàn, la verdadera causa del fin de la Roma Capitalista Pagana como Imperio, y, lo que es más importante, como civilización occidental originaria, no fueron los bárbaros germanoides, ni los húngaros de Atila, ni los Vendos Eslavos de Genserico, ni los Bálticos Ostrogodos “Gudai”, sino todo lo contrario, los propios emperadores romanos fueron quienes suicidaron su propio mundo político aplicando recetas económicas que hoy nos resultan harto familiares.

En mayor medida si es cierto, en cambio, que, por la misma razón, nuestra Iglesia Católica y Apostólica, al ser declarada Oficial del Estado Romano por el Edicto de Teodosio, si fue la gran envenenadora del Imperio Romano al cual saboteó a muerte, pero esa traición fue otra historia paralela a la que aquí nos ocupa.

En el invierno del año 211, el emperador Septimio Severo se encontraba en la provincia británica del Sur de Escocia, en el Muro de Antonino Pio, peleándose contra los pictos, caledonios y escotos, así como contra los primitivos piratas irlandeses y escandinavos, que les pertrechaban a los escoceses de espadas y caballos. Por aquel entonces Septimio Severo se enfermó y murió; pero antes de expirar reunió a sus dos hijos, Caracalla y Geta, junto a su lecho de muerte, y les dio un último mal consejo para gobernar el inmenso imperio que les legaba: "Vivid en armonía, enriqueced al ejército, ignorad al pueblo". Caracalla prometió cumplirlos, pero pronto se olvidó del primero de los preceptos y liquidó a su hermano para poder gobernar él solo.

Con Caracalla empieza tan solo la primera parte de la verdadera decadencia de Roma. Haciendo caso a su padre, subió un 50% la paga de los soldados y se metió en nuevas guerras, pero ahora sin la responsabilidad estratégica de sus ilustres antecesores. Para financiar tales cosas dobló los impuestos sobre las herencias. Pero esa medida impositiva no fue suficiente, por lo que decidió devaluar la moneda. Así, de paso, se podía permitir caprichos como las faraónicas termas que llevan su nombre, y cuya sala principal es casi tan grande, y tan caprichosa, como el San Pedro del Vaticano.

Tal como siempre había ocurrido mucho antes con la antigua Atlántida de Platón, con el Egipto Faraónico, y con la Grecia posterior a Alejandro Magno, así fue como los romanos comenzaron a sufrir la peor peste de la inflación ilimitada, claro que con muy distintos matices sociológicos que los diferenciaban de los malos ejemplos anteriores debido a su tipo de civilización urbana, pero era casi la misma peste imparable que los destartalados Imperios de los Asirios, Caldeos, Medas, Aqueménidas, Arsácidas y Sasánidas sufrían, desde sus comienzos hasta su ocaso, sin excepción.

En el siglo III no existían el papel moneda ni la máquina de imprimir billetes, así que las devaluaciones atacaban directamente al metal. Lo que se hacía era malear el metal noble

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mezclándolo con otros menos valiosos. El objetivo de los gobernantes que así malgobernaban era acuñar y gastar más. Caracalla pensaba que si quitaba un buen poco de plata a las monedas nadie lo notaría, y él podría mágicamente multiplicar a placer el dinero existente, tal como ya lo habían hecho antes Midas, Creso, Mitrídates, Tigranes y Arsaces. Se trataba, en definitiva, de algo bueno para el gobierno y malísimo para los individuos denominados ciudadanos.

La moneda romana era el denario, de aquí viene nuestra palabra dinero, y en origen era de plata pura. En tiempos de Augusto, el primer emperador, cada denario estaba compuesto en un 95% por plata y solo en un 5% por otros metales, tales como un entonces tipo de bronce blando proveniente de alear plomo, estaño y cobre… Por eso la copla latina de “No vale un cobre” se refiere justamente a que el cobre de Chipre, en griego jónico “Cupros”, inflaba la moneda al devaluarla… Era el mismo caso que miles de años antes había ya ocurrido con las diversas aleaciones del oricalco de la Atlántida platónica, cuando los guanches entraban en crisis de pobreza por autofalsear su propia moneda, todo un craso error platónico. Y exactamente lo mismo luego con los faraones egipcios, con los fenicios, con los hebreos, y con todas las demás civilizaciones paganas antiguas…

Pero volviendo al caso romano, un siglo más tarde del César Augusto, con el honesto Trajano, el porcentaje de plata tan solo se había reducido al 85%, lo cual aun se podía compensar con el producto saqueado de la conquista de la Decumacia Baviera, de la Frisia Holandesa, de la Dacia Húngara, Rumana y Móldava, de la Crimea, de la Armenia, de la Caucasia, de la Media Occidental, y de toda la Mesopotamia, y gracias a esas conquistas no causaba decadencia todavía… Y el botín de esas conquistas era el tesoro de los Reyes Dacios, el Ámbar de los Reyes Frisios, las joyas de los Caciques Sármatas, y el trono de Oro engemado de los Reyes Arsácidas… trofeos de guerra que obviamente los césares nunca devolvieron jamás…

Ochenta años más tarde, Marco Aurelio volvió a depreciar todavía levemente el denario, que ya sólo tenía un 75% de plata. El denario, pues, se había devaluado tan solo un 20% en dos siglos, lo cual era algo más o menos tolerable, y todavía seguía sin causar decadencia, pues era fácil de compensar con impuestos relativamente livianos…y lo que aún le quedaba de Oro a los vencidos Arsácidas para comprarle la paz a los romanos… Pero, fue la última vez que hubo conquistas y botín proveniente de saquear el Asia Partha…

Todo se dio vuelta para peor con Caracalla, quien muy necesitado de efectivo para sus gastos, devaluó el denario hasta dejarlo con sólo un 50% de plata; es decir, lo devaluó un 25% en un solo año… y esto era para siempre intolerable, pues ya no había más conquistas ni impuestos con que compensarlo…fue el principio de fin, pues ni siquiera Tiberio César había atentado así contra la libre iniciativa privada…

El áureo, complemento de oro del denario de plata, lógicamente también perdió valor por imperativo legal. Durante el reinado de Augusto, de cada libra de oro salían unas cuarenta monedas. Caracalla estiró la libra hasta sacar unas cincuenta monedas, que, naturalmente, mantenían el valor nominal; pero no el real.

Con tanto desastre monetario, y sin que los impuestos lo previesen, los precios se dispararon. El propio Caracalla se perdió en la fiesta: estando de campaña en Parthia,

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fue apuñalado por uno de sus guardias mientras estaba al borde del Rio Tigris. Una muerte muy propia para uno de los mayores sinvergüenzas de la Historia… y esta vez no hubo botín de guerra, solo pérdidas…

Los que le sucedieron no hicieron sino empeorar las cosas. Casi todos los emperadores del siglo III fueron militares, y casi todos llegaron al poder mediante sangrientos cuartelazos. Un dato que lo dice todo: sólo uno de ellos, Hostiliano, que reinó seis meses en 251, murió en la cama por causas naturales; el resto cayó a manos de sus guardias o en el campo de batalla, y, por lo general, contra sus propios sucesores. A este periodo los historiadores lo llaman “La crisis del siglo III”, para colmo, los Sasánidas no eran tan fáciles de derrotar en batalla como los Arsácidas, y los pueblos bárbaros de Europa Oriental ya disponían de caballos y armas metálicas para atacar a las legiones.

En rigor, los poco avisados historiadores deberían hablar del fin de la civilización romana, porque a partir de ahí el mundo romano sería mucho más parecido al socialismo corporativista medieval que al capitalismo clásico de la Edad Antigua, a punto tal que hasta los bárbaros Baltos Ostrogodos “Gudai” de la pobre Europa Oriental ya se habían vuelto cristianos arrianos.

Durante ese siglo el denario no dejó de devaluarse; hasta que acabó convertido en un pedazo de bronce bañado en plata que pasaba raudo de mano en mano. Y es que la moneda mala, como dice la copla latina, de mano en mano va y ninguno se la queda. En cuanto al áureo, prácticamente desapareció de la circulación, y cuando aparecía era fino y maleado. La inflación anual superó el 1.000%, y eso con los fragmentados datos de los que disponemos; probablemente, en ciertos momentos y lugares del Imperio Romano fue aun mucho mayor.

Al caos político y económico del siglo III le sucedió el ajuste de Diocleciano, que, ya sin poder recurrir a la devaluación, machacó a impuestos a los habitantes del Imperio y ensayó una reforma monetaria corporativista estatizante. La reforma fracasó, y su edicto de precios máximos fue totalmente ignorado por la gente, que, en menos de un siglo, había pasado de tener en sus bolsillos denarios de plata a manejar los llamados follis, pedacitos de bronce muy abundantes y sin apenas valor. Los romanos se habían empobrecido funeralmente en sólo unas décadas por culpa de su Gobierno socialista de estado; y con ellos el comercio, la industria y la agricultura del Imperio, ya era imposible construir la costosas armas de acero templado para sus propios legionarios, y para sus propios clasiarios, quienes combatían contra los piratas del Mar del Norte y contra los piratas del Mar Rojo.

La semilla del Estado corporativista de socialismo omnipotente, siempre necesitado de fondos espurios para sobrevivir, había arraigado.

Pero la peor de todas las desgracias y ruinas recién sobrevino cuando el católico emperador Constantino suprimió el áureo, y puso en circulación una nueva moneda de oro, el sólido, muy depreciada con respecto a su antecesor. Un áureo de los antiguos valía, por su cantidad de metal precioso, dos sólidos. La moneda de plata, devaluada en cobre hasta la náusea, desapareció del mapa.

Constantino consiguió la cantidad de oro necesaria para la reforma confiscándoselo a las ricas ciudades orientales de los Sasánidas, pero, mucho más, a los templos paganos a los

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que la Iglesia Católica deseaba destruir, incluyendo a los druidas de la pobre Bretaña, ya en retirada tras la conversión del emperador al cristianismo.

Para financiar el funcionamiento del Estado se inventaron nuevos impuestos denominados ofrendas católicas, que habían de abonarse sólo en oro, única forma de pago que aceptaban los mercenarios extranjeros que servían en el ejército. Bárbaros les llamaban, aunque, a decir verdad, muy bárbaros no serían, cuando sólo estaban dispuestos a jugarse la vida por dinero de verdad.

El oro se convirtió en un refugio para quien podía conseguirlo, es decir, los militares y los altos funcionarios imperiales. El resto de la población había de conformarse con el cobre de los follis y el cobre del dinero informal, acuñado de manera ilegal y que hacía las veces de dinero de bolsillo. La antaño próspera clase de pequeños propietarios y comerciantes de Trajano y de Augusto, base misma de la grandeza romana, se arruinó sin remedio.

Se produjo entonces una concentración de tierras en manos de unos pocos terratenientes, que empleaban en ellas a los hijos, o nietos, de antiguos campesinos libres depauperados por la inflación, y los crecientes impuestos imperiales. La era feudal del socialismo medieval corporativo acababa de comenzar.

El Imperio Romano de los siglos IV y V vivió, literalmente, de saquear a sus propios súbditos. Los gastos imperiales crecieron porque sólo se podía sobrevivir a la sombra del Estado. El ejército duplicó sus efectivos, pero no sirvió de nada, porque los reyes germanoides, los húngaros de Atila, los Vendos de Genserico, y los Baltos Ostrogodos “Gudai”, fueron, a partir del año 400, fundando reinos con el beneplácito de los otrora orgullosos ciudadanos romanos… los cuales preferían ser siervos de la moneda dura y del comercio libre de los bárbaros antes que esclavos de la pobreza de los Césares… Sólo así la Iglesia Católica pudo subsistir, luego el celibato provino de diferenciarse de las costumbres bacanales de los bárbaros germanoides y de Europa Oriental, pues solo con esa ignorancia someterían a los reyes bárbaros bajo la autoridad del Papado…

Durante casi dos siglos, el Estado Imperial Romano fue una onerosa máquina burocrática que tenía el solo objetivo de sobrevivir y perpetuarse. Pero ni eso consiguió. Cuando el flujo de oro se secó, porque ya no quedaba un solo contribuyente a quien dar la vuelta y sacudir, Roma colapsó y se esfumó de la Historia, dejando tal caos que Occidente no volvería a ser Occidente hasta mil años después, gracias a la rebelión eslava de los Husitas Checos, de los libres y aceptados hugonotes protegidos del Rey Hugo Capeto, y de los sempiternos luteranos alemanes… sin los cuales Europa sería tan solo un fósil…

La actual Civilización Europea Occidental se debe a la existencia industrialista de la Economía Latina de los Hugonotes denominados “Franceses Modernos”, a la Economía Alemana de los Luteranos Hanseáticos y sus Calvinistas Bancarios Suizos, y, siglos después, luego de la caída del muro berlinés, a la Economía eslavo-occidental de los actuales Husitas Checos… tales son los actuales pilares industriales de la civilización de Europa…

Prof. Carlos A. Méndez-Thort