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GALERÍA DE CLÁSICOS 82 QUÉ LEER La historia de Joseph Roth se cuenta mejor empezando por el final. En diciembre de 1938, el príncipe Otto de Habsburgo-Lorena, pretendiente a la corona austriaca en plena barbarie nazi, le pide a Roth que deje de beber. Su imperial deseo sirvió de poco. Seis meses más tarde Roth muere alcoholizado en el hospital Necker de París. Acababa de poner punto final a uno de sus relatos más conmo- vedores: La leyenda del Santo Bebedor. En él, un vagabundo llamado Andreas Kartak, origi- nario como el propio Roth de las provincias orientales del desaparecido imperio astro- húngaro, se topa una noche, bajo los puentes del Sena, con un misterioso desconocido que le ofrece doscientos francos. En un primer momento, Kartak se niega a aceptarlos por- que sabe que nunca podrá devolverlos. El des- conocido le sugiere entonces que no se los devuelva a él, sino que, cuando pueda, los restituya a la santa Teresita de Lisieux de la iglesia parisina de Sainte Marie des Batigno- lles. El libro narra la azarosa historia de esa restitución. Kartak, que tiene un puntilloso sentido del honor, desea cumplir su palabra, pero la ciudad parece estar empeñada en des- viarlo del camino recto. Bebe una absenta tras otra, se encuentra por casualidad con amigos y amantes regresados del pasado, se pierde una y otra vez en las brumas del milagro y la dispersión. Podría decirse que Kartak y Roth son la misma persona. Dos hombres maltrata- dos por la vida que, al final de sus días, luchan a brazo partido por recuperar la dignidad. Dicen que al entierro de Roth en el cemen- terio municipal de Thiais asistieron católicos, comunistas y monárquicos. Sobre la tumba Joseph Roth El judío errante Bajo la caricatura que el dibujante holandés Mies Blomsma hizo de él en 1938, Joseph Roth escribió: “Así soy yo real- mente: desagradable, borracho, pero inteligente”. También era melancólico y uno de los mayores talentos literarios de nuestro tiempo. RUBÉN ABELLA Le pareció que su amigo se había per- dido bajo la lluvia de la misma forma imprevista como lo había encontrado. Y puesto que ya no le quedaba dinero en el bolsillo, excepto treinta y cinco fran- cos, y mimado por el destino, según creía, y seguro de que todavía le habían de acontecer muchos milagros más, de- cidió —como suelen hacer todos los po- bres y todos los bebedores— entregarse a Dios, al único en quien creía. Así que se encaminó al Sena y bajó por la esca- lera de costumbre, que conducía al refu- gio de los desamparados. La leyenda del Santo Bebedor 80-83 Clásicos.indd 82 25/05/2015 22:02:09

GALERÍA DE CLÁSICOS - Rubén Abella · restituya a la santa Teresita de Lisieux de la iglesia parisina de Sainte Marie des Batigno-lles. El libro narra la azarosa historia de esa

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GALERÍA DE CLÁSICOS

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La historia de Joseph Roth se cuenta mejor empezando por el final. En diciembre de 1938, el príncipe Otto de Habsburgo-Lorena, pretendiente a la corona austriaca en plena barbarie nazi, le pide a Roth que deje de beber. Su imperial deseo sirvió de poco. Seis meses más tarde Roth muere alcoholizado en el hospital Necker de París. Acababa de poner punto final a uno de sus relatos más conmo-vedores: La leyenda del Santo Bebedor. En él, un vagabundo llamado Andreas Kartak, origi-nario como el propio Roth de las provincias orientales del desaparecido imperio astro-húngaro, se topa una noche, bajo los puentes del Sena, con un misterioso desconocido que le ofrece doscientos francos. En un primer momento, Kartak se niega a aceptarlos por-que sabe que nunca podrá devolverlos. El des-conocido le sugiere entonces que no se los devuelva a él, sino que, cuando pueda, los restituya a la santa Teresita de Lisieux de la iglesia parisina de Sainte Marie des Batigno-lles. El libro narra la azarosa historia de esa restitución. Kartak, que tiene un puntilloso sentido del honor, desea cumplir su palabra, pero la ciudad parece estar empeñada en des-viarlo del camino recto. Bebe una absenta tras otra, se encuentra por casualidad con amigos

y amantes regresados del pasado, se pierde una y otra vez en las brumas del milagro y la dispersión. Podría decirse que Kartak y Roth son la misma persona. Dos hombres maltrata-dos por la vida que, al final de sus días, luchan a brazo partido por recuperar la dignidad.

Dicen que al entierro de Roth en el cemen-terio municipal de Thiais asistieron católicos, comunistas y monárquicos. Sobre la tumba

Joseph Roth El judío errante

Bajo la caricatura que el dibujante holandés Mies Blomsma hizo de él en 1938, Joseph Roth escribió: “Así soy yo real-mente: desagradable, borracho, pero inteligente”. También era melancólico y uno de los mayores talentos literarios de nuestro tiempo.

RUBÉN ABELLA

Le pareció que su amigo se había per-dido bajo la lluvia de la misma forma imprevista como lo había encontrado. Y puesto que ya no le quedaba dinero en el bolsillo, excepto treinta y cinco fran-cos, y mimado por el destino, según creía, y seguro de que todavía le habían de acontecer muchos milagros más, de-cidió —como suelen hacer todos los po-bres y todos los bebedores— entregarse a Dios, al único en quien creía. Así que se encaminó al Sena y bajó por la esca-lera de costumbre, que conducía al refu-gio de los desamparados.

La leyenda del Santo Bebedor

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hay hoy un montículo de pequeñas piedras colocadas por los visitantes que no alcanza a cubrir la sencilla inscripción de la lápida: “Joseph Roth. Escritor austriaco muerto en París en el exilio. 22/9/1894 - 27/5/1939”. Un sepulcro muy hu-milde para un escritor tan importante.

Los hechosAl igual que Juan Rulfo, de quien ya hemos hablado en estas páginas, Joseph Roth tenía por costumbre reinventar su propia historia. En una carta de 1932, dirigida al autor de una positiva reseña de uno de sus libros, Roth asegura que du-rante la Primera Guerra Mundial fue teniente en un prestigioso regi-miento y condecorado por su valor en tres ocasiones. Cuando quería impresionar a sus amigos de iz-quierdas —él era socialista a la vez que monárquico—, se vanaglo-riaba de haber sido prisionero de los rusos y de haber logrado esca-par para luego, tras la revolución, cambiar de bando y luchar a favor del Ejército Rojo.

Los hechos, según se ha descubierto, fueron algo más prosaicos. Roth nació en Brody, una pequeña ciudad de Galicia Oriental situada entre el imperio austro-húngaro y Rusia. Su padre perdió la razón y fue confinado en un psiquiátrico antes de que él naciera, por lo que el pequeño Roth fue criado por su madre en casa de sus abuelos maternos. Fue muy buen estudiante, no solo en Brody, donde compar-tió aula con judíos, polacos católicos y ucrania-nos ortodoxos, sino también en la universidad de Viena, donde estudió literatura alemana. En 1916 se enlistó en el ejército, pero su carrera militar no fue ni heroica ni particularmente activa. Primero fue censor. Luego editor de un periódico militar. Es decir, que, al contrario de lo que él mismo contaba, no ganó medallas ni fue capturado por los rusos ni parti-cipó en ninguna batalla.

Cuando acabó la guerra, Austria-Hungría ya no existía. El empera-dor Carlos, el padre de Otto de Habsburgo-Lorena, abdicó en no-viembre de 1918. El imperio se di-vidió y Viena, que cuatro años antes había sido la capital de un

imperio con más de cincuenta millones de súbditos, pasó a ser la sede del gobierno de la República Austriaca, un país empequeñecido, venido a menos, con tan solo seis millones y medio de habitantes. Roth, que seguía siendo ciudadano austriaco, encontró trabajo en un periódico progresista que cerró unos meses más tarde. Entonces se marchó de Austria y probó fortuna en Berlín.

La vida erranteA partir de ese momento, Roth viajó constan-

temente. En Berlín colaboró con va-rios periódicos, entre ellos el Berliner Börsen-Courier y el Frankfurter Zei-tung, que lo envió como correspon-sal a Francia, la Unión Soviética, Albania, Polonia, Italia y Alemania. Según Michael Hoffman, su princi-pal traductor al inglés, Roth fue uno de los periodistas más exitosos de ese periodo, llegando a cobrar la as-tronómica cifra de un marco ale-mán por línea. En 1933, cuando el nazismo llegó al poder en Alemania, Roth regresó a Viena, pero tuvo que volver a marcharse menos de un año después cuando los nazis aus-triacos asesinaron al canciller fede-ral Engelbert Dollfuss en un intento de golpe de estado.

Los años siguientes fueron los de su decadencia. Su esposa, Friederi-che Reichler, con quien había con-traído matrimonio en 1920, sufría de esquizofrenia y desde 1929 había vivido confinada en distintos sana-torios e instituciones, lo cual acabó sumiendo a Roth en una profunda crisis emocional y económica. Ade-más tenía que mantener a su amante, Andrea Manga Bell, y a los

dos hijos de esta. Los adelantos de las editoria-les eran cada vez más escasos. Aunque logró mantener los derechos internacionales de su obra, perdió los lucrativos derechos cinemato-gráficos de su novela Job, que después de complicadas negociaciones pasaron a ser pro-piedad de su editor alemán. Se trasladó de una ciudad europea a otra, viviendo en hoteles económicos y escribiendo en las mesas de los cafés. Siguió trabajando como periodista, para diarios como Die Warhheit (Praga), Pariser, Tageblatt, Die christliche Ständestaat (Viena)

o Die Zukunft (París), pero sobrevi-vió principalmente gracias a los de-rechos de autor de sus novelas y cuentos, que para entonces habían sido traducidos a varias lenguas. Vivió una temporada en Ámster-dam. Otra en París, en el número 18 de la calle Tournon, donde su salud acabó de deteriorarse a causa de su alcoholismo. Buena parte de su fa-milia había desaparecido en un campo de concentración. En mayo de 1939 le llegó la noticia del suici-dio en Nueva York de su amigo el dramaturgo Ernst Toller. Fue el úl-timo golpe que le dio la vida.

Mies Blomsma caricatura de Joseph Roth

Joseph Roth con Stefan Zweig en Ostende, Bélgica, 1926

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Su obra narrativaNo deja de sorprender que, en medio de tanta precariedad, Roth mantuviera intacto su ritmo de escritura. En una carta de 1933 a su amigo Stefan Zweig, asegura que desde el as-censo de Hitler al poder ha escrito una media de ocho horas al día, todos los días. El fruto de ese esfuerzo es notable: una novela, tres exito-sas novelas cortas —El leviatán, El busto del emperador y El triunfo de la belleza—, un panfleto en defensa del humanismo —El an-ticristo—, media novela y treinta y cuatro ar-tículos periodísticos. La amarga experiencia del hundimiento del mundo de los Habs-burgo y sus consecuencias psicológicas, así como la forzosa emigración de los judíos de la Europa central hacia Occidente, fueron desde el inicio los temas centrales de su obra.

La novela más conocida de Roth, y la que le dio fama internacional, es La marcha Ra-detzky, de 1932. En ella se narra la decadencia y caída del imperio astro-húngaro a través de tres generaciones de la familia Trotta, for-mada por burócratas y soldados profesionales húngaros de origen esloveno. La saga arranca en el norte de Italia en junio de 1859, cuando el bienintencionado pero torpe emperador Francisco José I de Austria está a punto de morir junto a su cohorte de caballería durante la batalla de Solferino. El teniente de infante-ría Trotta derriba al emperador de su caballo

para protegerlo de los disparos del enemigo. En agradecimiento por salvarle la vida, el em-perador concede a Trotta la medalla de la Orden Militar de María Teresa y le hace noble. Paradójicamente, el ascenso a la nobleza aca-bará ocasionando la ruina de la familia Trotta, a la vez que se produce el derrumbamiento final de Austria-Hungría. El interés de la no-vela permanece vivo hoy en día. En 2003, el crítico literario alemán Marcel Reich-Ranicki la incluyó en el canon de las novelas más im-portantes escritas en alemán. Según Mario Vargas Llosa, La marcha Radetzky es la mejor novela política jamás escrita.

El primer éxito literario de Roth, sin em-bargo, no fue La marcha Radetzky, sino la ya mencionada Job (1930), cuyo protagonista, Mendel Singer, abandona a su hijo tullido en su aldea natal para emigrar con el resto de su familia a América. Roth se sirve de esta trama novelesca para retomar con sutileza la historia de Job y sus infortunios, la pérdida de la fe y la experiencia del sufrimiento. El antiguo libro bíblico adquiere en manos de Roth una nueva e inesperada fuerza.

La maestría narrativa de Roth, caracteri-zada por su elegancia y aparente sencillez, vuelve a manifestarse años más tarde en su novela La Cripta de los Capuchinos (1938). Su narrador, un miembro de la familia Trotta, describe su vida en la Viena deslumbrante de los albores de la Primera Guerra Mundial. A la caída del imperio de los Habsburgo —tema recurrente en la obra de Roth— siguen los días trágicos de la guerra y de una posguerra gris y violenta. Antes de que los nazis tomen Viena, el joven Trotta, símbolo de un mundo en declive, baja a la cripta a la que alude el tí-tulo, el panteón imperial austriaco, para con-fesar su fracaso. Al igual que La marcha Radetzky, La Cripta de los Capuchinos narra tanto el declive de Austria como estado sobe-rano, como la desaparición definitiva de un mundo.

La trama de Hotel Savoy (1924) se desarro-lla en el hotel homónimo de la ciudad polaca de Łódz, donde un grupo formado por solita-rios veteranos de guerra, bailarinas de varie-dades y otros personajes desarraigados sueñan con un mundo mejor. Fuga sin fin

Trotta tenía la sensación de que había cambiado su propia vida por otra nueva, extraña, como recién fabricada. Cada noche después de acostarse y cada mañana al levantarse se repetía a sí mismo sus nuevos rango y dignidad; se miraba al espejo para convencerse de que su rostro seguía siendo el mismo de antes. Diríase que el capitán Trotta, ahora ennoblecido, no conseguía si-tuarse entre las confianzas no siempre oportunas que se tomaban sus compa-ñeros, para intentar superar la distan-cia que el destino había puesto repentinamente entre ellos y é1, y sus propios y vanos esfuerzos por tratar a los demás con la llaneza de costumbre. Sentíase como condenado de por vida a avanzar sobre un suelo resbaladizo me-tido en unas botas que no eran las suyas, perseguido por el secreteo de los demás y siempre recibido con recelo.

La marcha Radetzky

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Joseph Roth

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(1924) narra la historia de Franz Tunda, un oficial austriaco que, tras haber sido hecho prisionero, vive bajo una identidad falsa todo el proceso de la revolución rusa. Sin embargo un impulso interior lo lleva a volver a su pa-tria para recuperar su identidad perdida. Allí se dará cuenta de que, al igual que la que un día fue su prometida, se ha convertido en lo que en términos burocráticos se llama un “desaparecido”. En un último intento de en-

contrar a su antiguo amor, Franz Tunda viaja de Berlín a París, donde se reencontrará por fin consigo mismo y descubrirá una nueva Europa.

Otros títulos de Roth son La tela de araña (1923), La rebelión (1924), Zipper y su padre (1928), Tarabas (1934) y el ensayo Judíos errantes (1927), donde habla de los judíos del Este de Europa, un pueblo que acabaría con-virtiéndose, debido a sus traumáticas migra-ciones, en uno de los fermentos de lo que hoy hemos dado en llamar Occidente.

¿No es divertida? En su libro Meine Freunde die Poeten [Mis amigos los poetas], el crítico y novelista ale-mán Hermann Kesten describe el último en-cuentro que tuvo con Joseph Roth en un café de París pocas semanas antes de su muerte. “¿Qué estás escribiendo?” le preguntó. Roth, ebrio, le habló de la historia que acababa de terminar: La leyenda del Santo Bebedor. Le habló de la técnica que había utilizado, de sus referencias —más Chéjov que Kleist—, de los artificios narrativos. “¿No es divertida? —pre-guntó con melancolía—. El relato te gustará”. A continuación puso una pequeña agenda sobre la mesa para que Kesten escribiera en ella su dirección porque quería telefonearle cuanto antes. A la una y media de la madru-

gada se cerraba el café. Roth se puso en pie y acompañó a su amigo a la puerta. Tenía el cuerpo encorvado, la sonrisa triste, los ojos azules cansados, la voz ronca pero cordial. Tendió la mano a Kesten y volvió a decir: “Pronto te telefonearé…”.

Joseph Roth se extinguió del mismo modo que algunos de sus personajes, confuso y me-lancólico en un mundo que ya no era el suyo. Dejó tras sí una obra deslumbrante y honesta, que desentraña el pasado y, si la leemos con atención, pone luz en nuestro futuro. n

A pesar de que el jefe de estación Fall-merayer no tenía un carácter propenso a fantasear, le pareció que aquel era un día marcado por el destino de una ma-nera muy especial y, mientras miraba hacia fuera por la ventana, empezó a temblar de verdad. Dentro de treinta y seis minutos pasaría el tren rápido que iba a Merano. Dentro de treinta y seis minutos —así le pareció a Fallmera-yer— la noche sería completa.

Jefe de estación Fallmerayer

La Cripta de los Capuchinos, donde reposaban mis emperadores en sarcófagos de piedra, estaba cerrada. El hermano capuchino me salió al encuentro y me preguntó.

—¿Qué desea usted? —Quiero visitar la tumba de mi emperador Francisco José —le contesté. —¡Que Dios le bendiga! —dijo el hermano bendiciéndome con su crucifijo. —¡Que Dios le guarde! —exclamé yo. —¡Pst! —dijo el hermano. Y ahora, ¿a dónde puedo ir yo, un Trotta?

La Cripta de los Capuchinos

´El hotel Savoy de Łódz en 2007, antes de su renovación

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