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Mayo 2009 Número 461 Galileo y Darwin 75 años de José de la Colina ISSN: 0185-3716 Silvia Torres Castilleja T. S. Kuhn Susana Biro Bef Charles Darwin José Sarukhán José de la Colina José Luis Martínez S. Ana García Bergua Alejandro Toledo Ernesto Herrera Noé Cárdenas

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Mayo 2009 Número 461

Galileo y Darwin

75 años de José de la Colina

ISSN

: 018

5-37

16

■ Silvia Torres Castilleja

■ T. S. Kuhn

■ Susana Biro

■ Bef

■ Charles Darwin

■ José Sarukhán

■ José de la Colina ■ José Luis Martínez S. ■ Ana García Bergua

■ Alejandro Toledo ■ Ernesto Herrera ■ Noé Cárdenas

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número 461, mayo 2009 la Gaceta 1

SumarioSobre las aportaciones de Galileo a la astronomía 3

Silvia Torres CastillejaCambios en el inicio del mundo 6

T. S. KuhnGalileo y el Renacimiento 8

Susana BiroAl otro lado del telescopio. Los descubrimientos de Galileo 12

BefRecapitulación y conclusión 13

Charles DarwinLas musas de Darwin 16

José SarukhánAnochecer sobre la Cibeles 20

José de la ColinaEl placer de escuchar a José de la Colina 21

José Luis Martínez S.Los setenta y cinco años de José de la Colina 23

Ana García BerguaJosé de la Colina o el travestismo literario 25

Alejandro ToledoUn escritor dominguero 28

Ernesto HerreraMaestro lo serás tú 30

Noé Cárdenas¿Te gusta el látex, cielo? de Nadia Villafuerte 32

Por Eduardo Huchín Sosa

Fotografías de José de la Colina por Moramay Herrera Kuri.Ilustraciones del archivo del fce.

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Director del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri, Oscar Morales.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 461, mayo 2009

Hace 200 años nació Charles Darwin, el científi co inglés que se atrevió a cuestionar la creencia bíblica de la creación escribiendo su obra magistral El origen de las especies. Este texto es considerado, por muchos, el libro de biología más importante de la historia.

Hace 400 años Galileo Galilei apuntó al cielo con su perspicilli, telescopio hecho por él mismo, para mostrarle al mundo que la luna no era plana como se veía desde la Tierra sino que tenía montañas, cráteres y llanuras; que la Vía Láctea estaba com-puesta de una inmensa cantidad de estrellas siendo mucho más que sólo una mancha lechosa adornando los cielos.

También se celebran los 75 años de José de la Colina, cuentista consumado que ha sabido platicar a solas con Sherezada. Crítico de cine, bloguero entusiasmado y maes-tro de varias generaciones de escritores y periodistas, José ha pasado, además, por las redacciones de diversas revistas literarias y suplementos culturales.

En la Gaceta decidimos rendir homenaje a estos notables personajes de la ciencia y la literatura con textos de Silvia Torres Castilleja, T. S. Kuhn, Susana Biro, José Luis Martínez S., Alejandro Toledo, Ana García Bergua, Noé Cárdenas y Ernesto Herrera. G

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número 461, mayo 2009 la Gaceta 3

Este año celebramos que hace 400 años, Galileo Galilei apun-tó su telescopio al cielo y realizó un conjunto de inesperados hallazgos. Ésta es una celebración mundial de la astronomía y sus contribuciones a la ciencia y a la cultura. A partir de esas primeras observaciones se dispone de cada vez mayores y más poderosos telescopios, lo que nos ha llevado a un conjunto de nuevos descubrimientos en el cosmos. Estos nuevos resultados no han cesado, y nuestra concepción del Universo sigue modi-fi cándose.

Por lo anterior resulta de gran interés examinar la obra de Galileo en los distintos aspectos en los que realizó contribucio-nes muy signifi cativas. Es difícil coincidir en cuales de las aportaciones de Galileo son las más importantes, si las realiza-das en el campo de la astronomía, las del estudio de la mecáni-ca y los fl uidos, sus innovaciones a la metodología de la ciencia, o sus aportaciones a la fi losofía. Dada mi formación profesio-nal, me llaman especialmente la atención sus aportaciones as-tronómicas y la trascendencia de las mismas.

Las primeras noticias del instrumento que habría de desig-narse telescopio llegaron a oídos de Galileo en mayo de 1609, por lo que decidió construir su propio instrumento, el cual fue mejorando gradualmente. Entre los primeros objetos astronó-micos que observó se encontraba la Luna. Inmediatamente se dio cuenta de que este cuerpo no es una esfera perfecta; tiene zonas altas y bajas y por lo tanto es semejante a la Tierra. Notó especialmente que en las fases de iluminación parcial de la Luna, el borde iluminado no es perfectamente nítido, sino que es irregular y aparecen puntos brillantes en la zona oscura. Conforme la iluminación de la Luna varía, estos puntos bri-llantes se unen a la parte iluminada, lo que lo llevó a concluir que la superfi cie de la Luna es muy irregular con altísimas montañas y valles profundos que cambian de apariencia con la diferente iluminación solar. Calculó las dimensiones del relieve lunar y determinó mediante argumentos geométricos la altura de alguno de los montes más altos observados por él en el bor-de de la Luna, obteniendo una medida que corresponde a 6,000 m. También arguyó, por el brillo que presenta la Luna en sus distintas fases, que la Luna y la Tierra son cuerpos opa-cos iluminados por el Sol.

Al apuntar el telescopio a las estrellas, fueron muchos tam-bién sus descubrimientos. Describió que los planetas presentan un disco mientras que las estrellas centellean notablemente. Fue el primero de ver estrellas más débiles que la sexta magni-tud; reconoció que son incontables y alcanzó a ver otros seis grados de magnitud distintos que los que se ven a simple vista. Para mostrar pruebas de su increíble abundancia dibujó las

regiones en el cielo conocidas como el Cinturón y la Espada de Orión, así como las estrellas de las Pléyades en la constelación del Toro. Sus dibujos muestran claramente la posición de las estrellas, los cuales pueden ser comparados directamente con mapas detallados. Observó en dos direcciones donde Tolomeo en el Almagesto había señalado que se trataba de nebulosas, la cabeza de Orión y la Colmena, y concluyó que son conjuntos numerosos de estrellas. Describió sus observaciones sobre la propia Vía Láctea en la que determina que es un conglomera-do de innumerables estrellas reunidas, dando fi n al debate so-bre la naturaleza de esta enorme nube difusa que cruza los cielos. En este caso no intentó siquiera ilustrar las observacio-nes, dado el número enorme de pequeñas estrellas.

En su primera observación de Júpiter el 7 de enero de 1610, vio que éste estaba acompañado de tres estrellitas pequeñas que aparecían en línea recta. Galileo mismo describió que por casualidad la noche siguiente volvió a apuntar hacia Júpiter y observó que el planeta aparecía ahora en el lado opuesto de las 3 estrellitas de la víspera. Esta nueva confi guración le llamó la atención, pues en todo caso era de esperarse que Júpiter se hubiera desplazado en un movimiento contrario. La siguiente observación la realizó dos noches después y observó sólo dos estrellas próximas a Júpiter. En todas estas observaciones, tan-to las estrellas como Júpiter están alineados sobre la eclíptica. Notó adicionalmente que no hay más estrellas de ese brillo en la zona de observación, lo que lo llevó a proponer que el cambio no se debe al movimiento de Júpiter relativo a las es-trellas, sino a las estrellas mismas. Esta hipótesis lo incitó a continuar sus observaciones del planeta con mayor atención. Pronto descubrió que se trataba no de tres estrellas sino de cuatro que realizan sus revoluciones en torno al planeta al tiempo que todos cumplen sus periodos de doce años en torno al centro del mundo. Y concluyó que un sistema como la Tie-rra con su Luna no es único, pues Júpiter tiene cuatro lunas que giran alrededor de éste, mientras recorre su órbita en tor-no al Sol. Es decir, percibió muy pronto la similitud entre Jú-piter y la Tierra en cuanto a que poseen lunas que giran alre-dedor de éstos. Este resultado fue espectacular pues demostró que la Tierra no es la única alrededor de la cual giran los astros. El descubrimiento de las lunas de Júpiter fue recibido con dis-tinto ánimo por los estudiosos de la época. Algunos astróno-mos no lograban observar las lunas de Júpiter a través de sus telescopios de menor alcance, y ponían en duda que estos cuer-pos existieran realmente. Por su parte, algunos fi lósofos, con-vencidos del cosmos inmutable de Aristóteles, se negaban a mirar a través del lente de Galileo.

Sobre las aportaciones de Galileo a la astronomíaSilvia Torres Castilleja

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El 25 de julio 1610, Galileo orientó su lente astronómica hacia Saturno y descubrió su extraña apariencia. Observó que el planeta presentaba ‘asas’ diametralmente opuestas. Por se-mejanza con Júpiter, Galileo interpretó estas observaciones suponiendo que se trataba de satélites alrededor de Saturno. En una carta cifrada, para no perder la autoría del descubri-miento, Galileo comunicó ese mismo mes que había observado Saturno y reconoció que no es una sola estrella sino un agre-gado de tres en la que la del medio es tres veces mayor que las laterales. En diciembre de 1612 al observar otra vez Saturno lo encontró solitario, perfectamente redondo. (Ahora sabemos que Galileo fue el primero en observar Saturno cuando los anillos se encontraban de perfi l a la Tierra.) Sin embargo cua-tro años más tarde percibió que las compañeras ya no son dos globos redondos, sino cuerpos mucho mayores, dos medias elipses.

Observó que Venus también presenta fases como la Luna, por el mismo fenómeno de refl exión de la luz solar y el ángulo de visión desde la Tierra en las distintas posiciones en su órbita. Adicionalmente notó que Venus presenta mayor tamaño cuando está menos iluminado, y menor tamaño cuando está totalmente iluminado. La interpretación de estas observaciones es que en el primer caso el planeta está entre la Tierra y el Sol, y en el se-gundo está más allá del Sol, visto desde la Tierra. Estas obser-vaciones fueron evidencias adicionales para apoyar que Venus gira alrededor del Sol, y no de la Tierra como se suponía.

Estudió en gran detalle las manchas solares. Su existencia no era un tema de controversia, pero su naturaleza sí era un

misterio. Los tradicionalistas quienes no habían aceptado la presencia de las lunas de Júpiter, en el caso de las manchas del Sol, se apresuraron a sugerir que éstas se debían a la sombra de astros pequeños que rodeaban el Sol y que no eran un fenóme-no intrínseco de éste. Lo anterior para preservar la idea de la perfección de la superfi cie del Sol. Por su parte, Galileo pre-sentó varios argumentos para demostrar que las manchas son fenómenos que ocurren en la superfi cie del Sol. El primero de sus argumentos fue sobre la apariencia de las manchas a medi-da que el Sol gira, ya que cuando están en el borde del Sol parecen más angostas y cuando están en la parte de enfrente aparecen más anchas, lo que Galileo explicó debido a un efecto de perspectiva. En segundo lugar discutió que los tiempos en los que recorren el disco solar aparecen menores en la medida que se hallan más próximas a la circunferencia del Sol. Adicio-nalmente argumentó que los tiempos de recorrido sobre el disco solar no corresponden a los que ocurrirían si se tratara de sombras de satélites moviéndose a la misma velocidad. Es de-cir, arguyó, de manera muy convincente, que el Sol es un globo esférico, determinó su periodo de rotación; asimismo, que las manchas tienen formas irregulares semejantes a las nubes, por lo que no pueden ser la sombra de lunas; también encontró que las manchas son superfi ciales, que cambian gradualmente y desaparecen y que continuamente surgen nuevas manchas. Encontró que las manchas no están alejadas de la superfi cie del Sol por distancias mayores a la vigésima parte de su diámetro. En los textos donde presentó estos resultados, además escribió por primera vez su apoyo al sistema copernicano.

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Aunque la obra de Copérnico se había publicado 70 años antes, ésta no había tenido gran aceptación excepto como una forma de realizar cálculos de las posiciones de los planetas, sin cambiar la concepción tolomeica del mundo. Fueron los des-cubrimientos de Galileo los que alteraron de manera signifi ca-tiva estos conceptos.

La presencia de las lunas de Júpiter presentó un problema terrible a los tolomeicos, pues anteriormente fue fácil descartar el modelo copernicano arguyendo que no podía haber 2 cen-tros de giro: el Sol con los planetas y la Tierra con la Luna. Así, ante la evidencia de las lunas de Júpiter, los tradicionalistas habían adoptado como modelo del mundo el propuesto por Tycho Brahe. Se trata de un sistema híbrido, en el que los pla-netas giran alrededor del Sol, y la Luna y el Sol dan vueltas a la Tierra. Las esferas exteriores permanecen como el sistema tolomeico lo había propuesto.

En 1632 Galileo publicó lo que le llevaría a difi cultades con la Inquisición El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano. En este libro hizo la revisión de un conjunto de evidencias que refuerzan el sistema copernicano del mundo. Varias de estas evidencias las había ya publicado en el Mensajero Sideral en 1610 en forma muy abreviada, pero en el Diálogo presenta sus argumentos con lujo de detalle. En par-ticular situó al Sol en el centro del Universo; arguyó la posi-ción que ocupan cada uno de los planetas con base en su apa-riencia (con cuernos o no) por lo que son interiores a la órbita de la Tierra o exteriores a ésta y el orden de cada uno de ellos. Mediante un diagrama expuso claramente su propuesta que

coincide con la de Copérnico, con el añadido que Júpiter apa-rece acompañado de los cuatro astros mediceos (en honor a Cosmo de Medici). Además propuso que las estrellas fi jas go-zan de una perpetua quietud.

Sin duda las contribuciones de Galileo a la ciencia moderna fueron extraordinarias. No sólo en astronomía y en mecánica, sino en forma más importante al insistir en la experimentación (u observación) como fuente primaria de información que ha-bría que explicar. Esto signifi ca que Galileo observaba una si-tuación, desarrollaba una teoría, y más tarde diseñaba experi-mentos para confi rmar su teoría. La idea de probar y experimentar para aceptar o rechazar una teoría fue revolucio-naria en el tiempo de Galileo.

Según Galileo sus contribuciones más importantes no fue-ron los descubrimientos astronómicos que inmortalizaron su nombre, ni su defensa de Copérnico, sino la aplicación de las matemáticas al estudio de los movimientos de los cuerpos. Los fi lósofos que le precedieron, empezando con Aristóteles, se habían preocupado en entender las causas del movimiento. Galileo por su parte se dedicó a estudiar cómo lo hacen; esto mediante observaciones y mediciones muy cuidadosas en lugar de conceptos abstractos. Galileo buscó entidades cuantifi cables tales como el tiempo, distancia y aceleración para describir la forma en que los objetos se mueven, se doblan, se rompen y caen. Tuvo la visión de proponer que el análisis matemático experimental era la forma de trabajar “Se abrirá una puerta y un camino hacia una gran ciencia” predijo “en las que mentes más agudas que la mía penetrarán a secretos más recónditos”. G

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Desde la Antigüedad más remota, la mayoría de las personas han visto algún objeto pesado balanceándose al extremo de una cuerda o cadena, hasta que fi nalmente queda en reposo. Para los aristotélicos, que creían que un cuerpo pesado se desplaza-ba por su propia naturaleza de una posición superior a una más baja hasta llegar a un estado de reposo natural, el cuerpo que se balanceaba simplemente estaba cayendo con difi cultad. Su-jeto a la cadena, sólo podía quedar en reposo en su posición más baja, después de un movimiento tortuoso y de un tiempo considerable. Galileo, por otra parte, al observar el cuerpo que se balanceaba, vio un péndulo, un cuerpo que casi lograba re-petir el mismo movimiento, una y otra vez, hasta el infi nito. Y después de ver esto, Galileo observó también otras propieda-des del péndulo y construyó muchas de las partes más impor-tantes y originales de su nueva dinámica, de acuerdo con esas propiedades. Por ejemplo, de las propiedades del péndulo, Galileo dedujo sus únicos argumentos completos y exactos para la independencia del peso y del índice de caída, así como también para la relación entre el peso vertical y la velocidad fi nal de los movimientos descendentes sobre un plano inclina-do.1 Todos esos fenómenos naturales los vio diferentemente de como habían sido vistos antes.

¿Por qué tuvo lugar ese cambio de visión? Por supuesto, gracias al genio individual de Galileo. Pero nótese que el genio no se manifi esta en este caso como observación más exacta u objetiva del cuerpo oscilante. De manera descriptiva, la per-cepción aristotélica tiene la misma exactitud. Cuando Galileo informó que el periodo del péndulo era independiente de la amplitud, para amplitudes de hasta 90˚, su imagen del péndulo lo llevó a ver en él una regularidad mucho mayor que la que podemos descubrir en la actualidad en dicho péndulo.2 Más bien, lo que parece haber estado involucrado es la explotación por el genio de las posibilidades perceptuales disponibles, de-bido a un cambio del paradigma medieval. Galileo no había recibido una instrucción totalmente aristotélica. Por el contra-rio, había sido preparado para analizar los movimientos, de acuerdo con la teoría del ímpetu, un paradigma del fi nal de la Edad Media, que sostenía que el movimiento continuo de un cuerpo pesado se debía a un poder interno, implantado en él

por el impulsor que inició su movimiento. Jean Buridan y Ni-cole Oresme, los escolásticos del siglo xiv que llevaron la teoría del ímpetu a sus formulaciones más perfectas, son los primeros hombres de quienes se sabe que vieron en los movimientos de oscilación una parte de lo que vio en ellos Galileo. Buridan describe el movimiento de una cuerda que vibra como aquel en el que el ímpetu es implantado primeramente cuando se golpea la cuerda; ese ímpetu se consume al desplazarse la cuerda en contra de la resistencia ofrecida por su tensión; a continuación, la tensión lleva a la cuerda hacia atrás, implantando un ímpetu creciente hasta alcanzar el punto medio del movimiento; des-pués de ello, el ímpetu desplaza a la cuerda en sentido contra-rio, otra vez contra la tensión de la cuerda, y así sucesivamente en un proceso simétrico que puede continuar indefi nidamente. Más avanzado el siglo, Oresme bosquejó un análisis similar de la piedra que se balancea, en lo que ahora aparece como la primera discusión sobre un péndulo.3 De manera clara, su opi-nión se encuentra muy cerca de la que tuvo Galileo cuando abordó por primera vez el estudio del péndulo. Al menos en el caso de Oresme y casi seguro que también en el de Galileo, fue una visión hecha posible por la transición del paradigma aris-totélico original al paradigma escolástico del ímpetu para el movimiento. Hasta que se inventó ese paradigma escolástico no hubo péndulo, sino solamente piedras oscilantes, para que pudiera verlas el científi co. Los péndulos comenzaron a existir gracias a algo muy similar al cambio de forma (Gestalt) provo-cado por un paradigma.

Sin embargo, ¿necesitamos realmente describir lo que sepa-ra a Galileo de Aristóteles o a Lavosier de Priestley como una transformación de la visión? ¿Vieron realmente esos hombres cosas diferentes al mirar los mismos tipos de objetos? ¿Hay algún sentido legítimo en el que podamos decir que realizaban sus investigaciones en mundos diferentes? No es posible con-tinuar aplazando estas preguntas, ya que existe otro modo evidente y mucho más habitual de describir todos los ejemplos históricos delineados antes. Muchos lectores desearán decir, seguramente, que lo que cambia con un paradigma es sólo la interpretación que hacen los científi cos de las observaciones, que son fi jadas, una vez por todas, por la naturaleza del medio ambiente y del aparato perceptual. Según esta opinión, Lavoi-sier y Priestley vieron ambos el oxígeno, pero interpretaron sus observaciones de manera diferente; Aristóteles y Galileo vie-

Cambios en el inicio del mundo*T. S. Kuhn

* T. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científi cas, Traducción de Agustín Contin, fce, Mexico, 1980.

1 Galileo Galilei, Dialogues Concerning Two New Sciences, trad. H. Crew y A. de Salvio (Evanston, I11, 1946), pp. 80-81, 162-66.

2 Ibid., pp. 91-94, 244.

3 M. Calgett, The Science of Mechanics in the Middle Ages (Madison, Wis., 1959), pp. 573-38, 570.

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ron ambos el péndulo, pero difi rieron en sus interpretaciones de lo que ambos habían visto. Ante todo diré que esta opinión muy habitual sobre lo que sucede cuando los científi cos cam-bian de manera de pensar sobre cuestiones fundamentales, no puede ser ni completamente errónea ni una simple equivoca-ción. Más bien es una parte esencial de un paradigma fi losófi co iniciado por Descartes y desarrollado al mismo tiempo que la Dinámica de Newton. Ese paradigma ha rendido buenos ser-vicios tanto a la ciencia como a la fi losofía. Su explotación, como la de la dinámica misma, ha dado como fruto una com-prensión fundamental que quizá no hubiera podido lograrse en otra forma. Pero, como indica también el ejemplo de la diná-mica de Newton, ni siquiera los éxitos pretéritos más sorpren-dentes pueden garantizar que sea posible aplazar indefi nida-mente una crisis. Las investigaciones actuales en partes de la fi losofía, la psicología, la lingüística e incluso la historia del arte, se unen para sugerir que el paradigma tradicional se en-cuentra en cierto modo, desviado. Este fracaso en el ajuste aparece también cada vez con mayor claridad en el curso del estudio histórico de la ciencia, hacia el cual habremos de orien-tar necesariamente la mayor parte de nuestra atención.

Ninguno de esos temas productores de crisis ha creado to-davía una alternativa viable para el paradigma epistemológico tradicional; pero comienzan a insinuar lo que serán algunas de las características de ese paradigma. Por ejemplo, me doy cuenta perfectamente de la difi cultad creada al decir que, cuan-do Aristóteles y Galileo miraron a piedras oscilantes, el prime-ro vio una caída forzada y el segundo un péndulo. Las mismas difi cultades presentan, en forma todavía más fundamental, las frases iniciales de esta sección: aunque el mundo no cambia

con un cambio de paradigma, el científi co después trabaja en un mundo diferente. No obstante, estoy convencido de que debemos aprender a interpretar el sentido de enunciados que, por lo menos, se parezcan a ésos. Lo que sucede durante una revolución científi ca no puede reducirse completamente a una reinterpretación de datos individuales y estables. En primer lugar, los datos no son inequívocamente estables. Un péndulo no es una piedra que cae, ni el oxígeno es aire defl ogistizado. Por consiguiente, los datos que reúnen los científi cos de esos objetos diversos son, como veremos muy pronto, ellos mismos diferentes. Lo que es más importante, el proceso por medio del cual el individuo o la comunidad lleva a cabo la transición de la caída forzada al péndulo o del aire defl ogistizado al oxígeno no se parece a una interpretación. ¿Cómo podría serlo, a falta de datos fi jos que pudieran interpretar los científi cos? En lugar de ser un intérprete, el científi co que acepta un nuevo paradigma es como el hombre que lleva lentes inversores. Frente a la mis-ma constelación de objetos que antes, y sabiendo que se en-cuentra ante ellos, los encuentra, no obstante, transformados totalmente en muchos de sus detalles.

Ninguno de estos comentarios pretende indicar que los científi cos no interpretan característicamente las observacio-nes y los datos. Por el contrario, Galileo interpretó las obser-vaciones del péndulo y Aristóteles las de las piedras en caída, Musschenbroek las observaciones de una botella llena de carga eléctrica y Franklin las de un condensador. Pero cada una de esas interpretaciones presuponía un paradigma. Eran partes de la ciencia normal, una empresa que, como ya hemos visto, tie-ne como fi n el refi nar, ampliar y articular un paradigma que ya existe. G

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Descubrimientos

El Renacimiento fue un periodo de muchos cambios para Eu-ropa. Entonces se recuperó la cultura clásica (griega y romana) y con ello se aceleró el desarrollo de nuevas maneras de mirar el mundo. También por esa época se descubrió un nuevo con-tinente, América, que en realidad era todo un mundo nuevo. Para muchos fueron años de renovación, en los que todo era posible, y esta sensación invadía diversos ámbitos. El conoci-miento empezó a salir del encierro de los monasterios y las universidades y a repartirse también entre la nobleza y los mer-caderes. Fue una emocionante época de transformación y cuestionamiento de todo.

En los inicios del siglo xvii y en menos de cinco años, la astronomía y la cosmología europeas sufrieron cambios impor-tantes debido a la invención de un instrumento completamen-te nuevo. Con el telescopio Galileo observó de nuevo los cuerpos celestes y fue como si atravesara una frontera, más allá de la cual encontró cosas sorprendentes. De esta manera trans-formó el modo de hacer astronomía y al mismo tiempo aportó datos visuales que fueron muy importantes para la discusión cosmológica de su época sobre la forma y funcionamiento del universo.

A diferencia del anterior, en este capítulo abarcaremos con mucho detalle muy pocos años. Iremos de 1564, cuando nació Galileo Galilei, hasta 1615, fecha en que ya había hecho prác-ticamente todas sus observaciones con el recién inventado te-lescopio. Revisaremos su vida y en particular su formación in-telectual hasta el verano de 1609 para tratar de entender lo que había pensado y sabía hacer antes de conocer las posibilidades del telescopio. Confi rmaremos que era un verdadero hombre del Renacimiento, que conocía acerca de muchas disciplinas y se interesaba en todo lo que estaba pasando en su tiempo.

A partir de su encuentro con el telescopio, disminuiremos aún más la velocidad de nuestro recorrido para poder ver con mayor detalle todo lo que Galileo fue descubriendo y cómo lo fue interpretando. Lo seguiremos en el trabajo de perfecciona-miento de la construcción y de las técnicas para observación con el telescopio. Veremos cómo un matemático dedicado al estudio del movimiento de los cuerpos en la Tierra y enterado del sistema copernicano se fue volviendo astrónomo y coperni-cano a través de sus observaciones y sus refl exiones. Examina-remos, en fi n, los recursos que utilizó para pasar de la informa-

ción novedosa que iba encontrando y sus inter pretaciones, a la producción de conocimiento nuevo.

Para nuestra gran fortuna, se conservan muchos documen-tos originales de Galileo y sobre él y su obra, y hoy en día te-nemos acceso a algunos de ellos en libros y a otros por inter-net. Están las notas y los dibujos que hizo él mientras observaba, las cartas que intercambió con varios amigos sobre las ideas que iba poniendo en práctica, y también los libros que publicó cuando ya estaba listo para presentar sus ideas a un público más amplio. Además se conservan cartas y libros de pensadores contemporáneos de Galileo donde éstos expresan sus opiniones sobre estas novedades y sus implicaciones. Den-tro de lo posible, en este capítulo y en el siguiente escuchare-mos la voz de Galileo gracias a estos documentos originales. A través de citas extraídas de ellos nos podremos meter mejor en su mente y seguir sus razonamientos en este momento tan in-teresante.

Sobre Galileo

En 1562 Vincenzio Galilei, mercader de telas y reconocido músico fl orentino de familia de abolengo, se casó con Guilia Ammannati y dos años después nació en la ciudad de Pisa su primer hijo, Galileo. A éste le tocó nacer en una época que para los italianos fue rica en todos los aspectos: eran comer-ciantes y navegantes muy exitosos, pero además estaban muy interesados en las artes y todo tipo de conocimiento. En ese tiempo Italia estaba dividida en varios reinos pequeños, que frecuentemente entraban en pugna.

Poco tiempo después de que naciera su primer hijo, la fami-lia Galilei se mudó a Florencia. Hasta los once años Galileo permaneció en casa, donderecibió de su padre una educación que seguramente abarcó música y probablemente también di-bujo. Después, en un monasterio estudió lo usual en esa época: griego, latín, religión, música, pintura y literatura. En cuanto a la música, sabemos que tocaba varios instrumentos, entre los que prefería el laúd. Dominaba las técnicas de dibujo y pers-pectiva y conocía a los pintores italianos del periodo justo an-terior al suyo, como Leonardo o Miguel Ángel. Tenía amigos pintores, como Cigoli con quien discutía sobre estos temas. Y también le gustaba la literatura: conocía bien a los autores de su época así como a los anteriores. A través de sus cartas y sus libros se puede ver que dominaba, y disfrutaba, la escritura, tanto en latín como en italiano.

Por insistencia de su padre, en 1581 comenzó la carrera de medicina en la Universidad de Pisa. El tema no le interesaba

Galileo y el Renacimiento*Susana Biro

* Susana Biro, La mirada de Galileo, fce, México, 2009.

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mucho, y pronto consiguió un maestro particular para apren-der lo que realmente le gustaba, las matemáticas. Los matemá-ticos en esa época eran técnicos que aplicaban su conocimiento a la astronomía, la mecánica, la óptica, la hidráulica o las forti-fi caciones militares. Cuatro años después de haber comenzado la carrera de medicina, la dejó y regresó a Florencia, donde se dedicó a dar clases particulares de matemáticas. Por esa época se empezó a interesar en el estudio del movimiento de los cuer-pos, es decir la mecánica.

Finalmente, en 1589, a los veinticinco años, obtuvo un puesto de profesor de Matemáticas en la Universidad de Pisa. Una de sus obligaciones ahí era impartir un curso de Astrono-mía, de modo que seguramente para entonces ya había leído De Caelo, el libro que contenía la cosmología de Aristóteles, y el Almagesto, con la astronomía de Tolomeo. Además, siguió haciendo estudios sobre el movimiento de los cuerpos, como la caída libre, los péndulos y los movimientos sobre un plano

inclinado. A través de este trabajo se dio cuenta de que las leyes del movimiento heredadas desde tiempos de Aristóteles eran insufi cientes para describir lo que se encuentra en la naturale-za. Aristóteles proponía que sólo podía haber dos tipos de movimiento: natural (como el movimiento circular de los cuer-pos celestes) o forzado (como cuando arrojamos una piedra al aire sacándola de su lugar natural). Galileo tuvo que proponer otro movimiento más, que llamó neutral, para casos como el de la rotación de las esferas.

La Universidad de Pisa era muy conservadora: ahí sólo se enseñaban las obras de los clásicos griegos y latinos y no estaba bien visto estar en desacuerdo con ellos, y tampoco comentar obras más recientes. Mientras Galileo impartía los cursos que se le pedían, fue leyendo otras obras que, aunque no formaban parte del plan de estudios, ya se estaban comentando en toda Europa, como Sobre las revoluciones de los orbes celestes de Copér-nico. Pronto se hizo de enemigos por hablar con otros profe-

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sores sobre estas lecturas y decir claramente que no estaba de acuerdo con las concepciones de Aristóteles sobre el movi-miento de los cuerpos, ya fueran terrestres o celestes.

En 1591 murió Vincenzio, dejando a su primogénito la enorme carga de cuidar de la madre y sus hermanos. A través de su correspondencia sabemos que a partir de ese momento el asunto monetario se volvió muy importante para Galileo. Ahora tendría que pagar la dote de dos hermanas y durante mucho tiempo mantener a su hermano, un músico al que se le difi cultaba mucho conseguir trabajo, pero que no tenía proble-ma alguno en gastar dinero. Afortunadamente, un año después de la muerte de su padre consiguió un puesto en la Universi-dad de Padua (en el vecino reino de Venecia), con un mejor sueldo. Aún así, en el siguiente periodo siempre hospedó estu-diantes en su casa, dio clases particulares y construyó y vendió instrumentos para poder cubrir todos sus gastos. Era bueno para diseñar y construir instrumentos, y en esa época ganó algo más de dinero con su compás geométrico y militar, el cual servía para hacer cálculos. Además daba clases para saber utili-zarlo y lo vendía acompañado de un instructivo.

Los siguientes años fueron buenos para Galileo en muchos aspectos. La Universidad de Padua era un ambiente mucho más liberal que Pisa y ahí se hizo de buenos amigos con los cuales conversar en torno a los temas sobre los que estaba le-yendo y pensando. Ahí donde conoció a Marina Gamba, que fue su amante y la madre de sus tres hijos, dos mujeres y un varón. Además de dar clases de matemáticas, siguió estudiando el movimiento de los cuerpos; y de esa época es su manuscrito De Motu (Sobre el movimiento). En 1597 le escribió a Kepler para agradecerle el envío de un ejemplar de su nueva obra Misterio cosmográfi co, donde el autor ya se manifestaba clara-mente a favor del sistema copernicano. En la carta de respues-ta, también Galileo se declaró partidario de este sistema, aun-que más adelante ya no respondió a la invitación del astrónomo polaco para defenderlo en público.

Al llegar a Padua observó las mareas, que eran mucho más intensas que las que conocía, y se preguntó qué podía ser lo que hacía que tanta agua se moviera. Por aquel entonces em-pezó a desarrollar la teoría de que las mareas podrían ser resul-tado del desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol. Ade-más, con sus variadas lecturas y su experiencia sobre el movimiento, pronto se imaginó un sistema híbrido del univer-so, en el cual la Tierra permanecía en el centro, la Luna y el Sol rotaban alrededor de ella, y los demás planetas alrededor del Sol. Como se ve, sin conocer el trabajo de Tycho Brahe, Galileo también llegó a una propuesta geo-heliocéntrica, que sin embargo no publicó cuando se dio cuenta de que otros ya la habían propuesto.

En 1604, mientras estaba en Padua, apareció otra vez en el cielo una estrella nueva como la que le tocó ver a Tycho en 1572. Esto, en tiempos en que tantas ideas estaban siendo cuestionadas, dio mucho que pensar y decir a los profesores en las universidades y a los miembros de las cortes de Europa. Una vez más se tenían pruebas de que el mundo supralunar sí cambiaba, y muchos entraron en la discusión. Por un tiempo Galileo mismo dejó de lado su trabajo para participar en el debate. Dio varias pláticas sobre el tema en su universidad, con auditorios llenos, y más tarde escribió una obra de teatro en tono de farsa donde se burlaba de los fi lósofos dogmáticos que se rehusaban a aceptar el cambio en el cielo (y el cambio en las

ideas). En este Diálogo de Cecco di Ronchitti, Matteo y Natale, dos campesinos de la región, se reúnen para comentar sobre la estrella nueva. Uno de ellos defi ende la posición de los fi lóso-fos (que opinaban que la nova debía estar en nuestra atmósfe-ra), y el otro está del lado de los matemáticos (que habían medido su distancia y decían que se encontraba más allá de la Luna). El tono de toda la obra es muy satírico, como podemos leer en este fragmento:

—El fi lósofo dice que si esta estrella estuviera en el cielo, toda la fi losofía natural sería una broma; que Aristóteles pen-saba que si se agregaba una sola estrella al cielo, éste ya no se podría mover.

—¡Qué plaga! Esta estrella ha cometido un gran error. Fue y les arruinó toda su fi losofía.

En resumen, cuando se acercaba el año de 1609 Galileo estaba al tanto de las discusiones de su época sobre el divorcio entre la astronomía y la cosmología, sobre los viejos y nuevos sistemas. En su trabajo sobre el movimiento había cuestionado las ideas de Aristóteles. Incluso había cavilado sobre algunos fenómenos, como las mareas, utilizando los planteamientos del sistema copernicano. Pero ni había trabajado como astrónomo, ni había expresado claramente su posición respecto de los dos sistemas alternativos.

Los primeros telescopios

En octubre de 1608 un artesano del vidrio holandés, Hans Lipperhey, acudió con su príncipe a pedir una patente para un instrumento que acababa de inventar. Se trataba de un disposi-tivo —compuesto de dos lentes montadas en un tubo— con el cual las cosas se veían como si estuvieran más cerca o fueran más grandes. La patente no le fue otorgada porque al mismo tiempo otro artesano, Sacharías Janssen, dijo haber inventado el mismo dispositivo. Como solución ambos recibieron trabajo como artesanos del reino. Es interesante que este instrumento se inventara al mismo tiempo en dos lugares distintos; parece-ría que estaban listas las condiciones materiales que permiti-rían que alguien tuviera esta idea.

En muy pocos meses la noticia de este interesante objeto corrió por toda Europa. Pronto había muchos similares en la misma Holanda, y poco tiempo después se podían comprar en París en las mismas tiendas donde se vendían anteojos. Estos nuevos anteojos eran objetos relativamente baratos que mu-cha gente compró por mera curiosidad y se volvieron algo así como el juguete de moda. Al cabo de un rato, también en los reinos Italianos se supo de este invento y, como nos dice Gali-leo mismo:

Cerca de diez meses hace que llegó a nuestros oídos la no-ticia de que cierto belga había fabricado un anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador se discernían claramente como si se hallasen próximos.

Y, aunque estaba a la mitad de sus estudios sobre el movi-miento, hizo una pausa para averiguar más acerca de este in-vento. Otra vez en sus palabras:

[Esto] me indujo a aplicarme por entero a la búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los medios por los que pudiera alcanzar la invención de un instrumento semejan-te, lo que conseguí poco después basándome en la doctrina de la refracción. Y, ante todo, me procuré un tubo de plomo a cuyos extremos adapté dos lentes de vidrio, ambas planas por

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una cara mientras que por la otra eran convexa la una y cónca-va la otra. Acercando luego el ojo a la [lente] cóncava vi los objetos bastante grandes y próximos, ya que aparecían tres veces más cercanos y nueve veces mayores.

Así que, en agosto de 1609, Galileo tenía un instrumento parecido al que estaba de moda en toda Europa. Siendo un hombre curioso y sagaz, enseguida se le ocurrió que este ante-ojo podía tener interesantes aplicaciones, de modo que se de-dicó a tratar de perfeccionarlo y pronto tuvo un instrumento con un aumento de ocho, casi tres veces más potente que los que se habían hecho hasta entonces.

Como recordarán, en 1609 Galileo ya vivía en Padua, que era parte del reino de Venecia. Y como seguramente sabrán, por ese entonces Venecia era un reino poderoso gracias a su armada y sus hábiles navegantes. Eran ricos, y por lo tanto poderosos, porque hacían extensas navegaciones y traían desde tierras lejanas materiales exóticos con los que comerciaban. No fue difícil entonces que se le ocurriera a Galileo ofrecer sus

instrumentos a los nobles de Venecia. Y, como le contó a su cuñado en una carta fechada el 29 de agosto de ese año, lo mostró a los nobles junto con todo el senado:

para el infi nito asombro de todos; y hubo varios caballeros y senadores que, aunque viejos, subieron más de una vez las escaleras a los campanarios más altos de Venecia para obser-var en el mar a naves y velas tan lejanas que, aunque venían a toda vela hacia el puerto, tuvieron que pasar dos horas antes de que se pudieran ver sin mi anteojo.

Naturalmente, este instrumento al gobierno de Venecia le pareció muy útil, pues permitiría a los navegantes ver las em-barcaciones enemigas dos horas antes de que a ellos los pudie-ran avistar. Los senadores recibieron el obsequio, de inmediato ordenaron que se le doblara el salario a Galileo y le dieron un puesto vitalicio de profesor de Matemáticas en la Universidad de Padua. G

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Al otro lado del telescopio. Los descubrimientos de Galileo*Bef

* Imagen tomada del libro Al otro lado del telescopio. Los descubri-mientos de Galileo, con guión de Susana Biro e ilustraciones de Bef (México, Ediciones SM, 2009).

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Recapitulo ahora los hechos y consideraciones que me han convencido por completo de que las especies se han modifi ca-do, durante un largo proceso de descendencia. Esto se ha rea-lizado principalmente por la selección natural de numerosas variaciones sucesivas, ligeras y favorables, auxiliada de modo importante por los efectos hereditarios del uso y desuso de las partes, y de un modo accesorio —es decir, en relación a las conformaciones de adaptación pasadas o presentes— por la acción directa de las condiciones externas y por variaciones que, en nuestra ignorancia, nos parece que surgen espontánea-mente. Parece que en otro tiempo rebajé la frecuencia y el valor de estas últimas formas de variación, en cuanto que conducen a modifi caciones permanentes de conformación, independiente-mente de la selección natural. Pero como mis conclusiones han sido recientemente muy tergiversadas, y se ha afi rmado que atribuyo la modifi cación de las especies exclusivamente a la selección natural, me permito hacer observar que en la primera edición de esta obra, y en las siguientes, puse en lugar bien vi-sible —o sea, al fi nal de la Introducción— las siguientes pala-bras: “Estoy convencido de que la selección natural ha sido el principal, pero no el exclusivo medio de modifi cación.” Esto no ha servido de nada. Grande es la fuerza de la tergiversación continua; pero la historia de la ciencia demuestra que, afortu-nadamente, esta fuerza no perdura mucho tiempo.

Difícilmente puede admitirse que una teoría falsa explique de un modo tan satisfactorio, como lo hace la teoría de la selec-ción natural, las diferentes y extensas clases de hechos antes especifi cados. Recientemente se ha hecho la objeción de que éste es un método peligroso de razonar; pero es un método utilizado al juzgar los acontecimientos comunes de la vida y ha sido utilizado muchas veces por los más grandes fi lósofos de la naturaleza. De este modo se ha llegado a la teoría ondulatoria de la luz, y la creencia en la rotación de la tierra sobre su eje hasta hace poco tiempo no se apoyaba apenas en ninguna prue-ba directa. No es una objeción válida el que la ciencia no arroje aún luz alguna sobre el problema más elevado, de la esencia o del origen de la vida. ¿Quién puede explicar qué es la esencia de la atracción de la gravedad? Nadie se opone actualmente a se-guir las consecuencias que resultan de este elemento descono-cido de atracción, a pesar de que Leibnitz acusó ya a Newton de introdulcir “propiedades ocultas y milagrosas en la fi losofía”.

No veo ninguna razón válida para que las opiniones expues-

tas en este libro hieran los sentimientos religiosos de nadie. Es sufi ciente, como demostración de lo pasajeras que son tales imprecisiones, recordar que el mayor descubrimiento que ja-más ha hecho el hombre —o sea, la ley de la atracción de la gravedad—, fue también atacada por Leibnitz, “como subver-siva de la religión natural, y, por consiguiente, de la revelada”. Un famoso autor y teólogo me ha escrito diciéndome que “poco a poco ha sabido comprender que es una concepción igualmente noble la de Deidad creer que ha creado unas pocas formas primitivas capaces de desarrollarse por sí mismas en otras formas necesarias, como creer que ha necesitado un acto nuevo de creación para llenar los huecos producidos por la acción de sus leyes”.

Puede preguntarse por qué, hasta hace poco tiempo, todos los naturalistas y geólogos contemporáneos más eminentes no creyeron en la mutabilidad de las especies. No puede afi rmarse que los seres orgánicos en estado de naturaleza, no estén some-tidos a ninguna variación; no se ha probado que la cuantía de variación en el transcurso de los tiempos sea una cantidad limi-tada; ninguna distinción clara se ha señalado, ni puede señalar-se, entre las especies y las variedades bien acusadas. No puede sostenerse que las especies, cuando se cruzan, sean invariable-mente estériles y las variedades invariablemente fecundas, ni que la esterilidad sea un don y un signo especial de creación. La creencia de que las especies eran producciones inmutables fue casi inevitable mientras se creyó que la historia del mundo era de breve duración; pero ahora que hemos adquirido alguna idea del lapso de tiempo transcurrido, somos demasiado pro-pensos a admitir, sin pruebas, que el archivo geológico es tan perfecto que debería proporcionarnos pruebas evidentes de la mutación de las especies, si éstas hubiesen experimentado mu-tación.

Pero la causa primordial de nuestra renuncia natural a ad-mitir que una especie ha dado origen a otra especie distinta es que siempre somos tardos en admitir grandes cambios cuyos grados intermedios no vemos. La difi cultad es la misma que la que sintieron tantos geólogos cuando Lyell sostuvo por vez primera que los agentes que aún vemos en actividad han for-mado las largas líneas de acantilados del interior y han excava-do los grandes valles. La mente no puede quizá abarcar toda la signifi cación ni siquiera de la expresión un millón de años; no puede sumar y percibir todos los resultados de muchas peque-ñas variaciones acumuladas durante un número casi infi nito de generaciones.

Aunque estoy plenamente convencido de la verdad de las opiniones expuestas en este libro bajo la forma de un compen-

Recapitulación y conclusión*Charles Darwin

* Charles Darwin, El origen de las especies, Traducción de Aníbal Froufe, edaf, Madrid, 1981.

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dio, no espero en modo alguno convencer a experimentados naturalistas cuya mente está llena de una multitud de hechos vistos todos, durante un largo transcurso de años, desde un punto de vista diametralmente opuesto al mío. Es muy cómo-do ocultar nuestra ignorancia bajo expresiones tales como el “plan de la creación”, “unidad tipo”, etc., y creer que damos una explicación cuando tan sólo volvemos a enunciar un he-cho. Todo aquel cuya disposición natural le lleve a dar más importancia a las difi cultades no aclaradas que a la explicación de un cierto número de hechos, rechazará seguramente la teo-ría. Algunos cuantos naturalistas dotados de mucha fl exibilidad mental, y que han empezado ya a dudar de la inmutabilidad de las especies, tal vez puedan ser infl uidos por este libro; pero miro con confi anza hacia el porvenir, hacia los jóvenes y mo-derados naturalistas, que serán capaces de ver los dos aspectos de la cuestión con imparcialidad. Quienquiera que sea movido a creer que las especies son mudables, prestará un buen servi-cio expresando concienzudamente su convicción, pues sólo de esta manera puede desaparecer la carga prejuicios que pesa abrumadoramente sobre este asunto.

Varios naturalistas eminentes han divulgado recientemente su creencia de que una multitud de especies, reputadas como

tal dentro de cada género, no son verdaderas especies; pero que otras especies son verdaderas, esto es, que han sido creadas independientemente. Esto me parece que es llegar a una extra-ña conclusión. Admiten que una multitud de formas —que hasta hace poco ellos mismos creían que eran creaciones espe-ciales, que son consideradas todavía así por la mayoría de los naturalistas, y que, por consiguiente, tienen todos los rasgos característicos externos de verdaderas especies—, admiten, digo, que éstas se han producido por variación, pero se niegan a hacer extensiva la misma opinión a otras formas poco dife-rentes. No pretenden, sin embargo, precisar, ni siquiera conje-turar, cuáles son las formas orgánicas creadas y cuáles son las producidas por leyes secundarias. Admiten la variación como una vera causa, en un caso, y arbitrariamente la rechazan en otro, sin señalar distinción alguna en los dos casos. Llegará el día en que esto se cite como un ejemplo curioso de la ceguera de las opiniones preconcebidas. Estos autores parecen no ma-ravillarse más ante un acto milagroso de creación que ante un nacimiento ordinario. ¿Pero creen realmente que, en innume-rables periodos de la historia de la tierra, ciertos átomos ele-mentales recibieron la orden de convertirse súbitamente en tejidos vivientes? ¿Creen que en cada supuesto acto de crea-

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ción se produjeron uno o muchos individuos? Las infi nitas clases de animales y plantas, ¿fueron creadas todas como hue-vos o semillas, o desarrolladas por completo? Y en el caso de los mamíferos, ¿se crearon llevando las falsas señales de la nu-trición por el útero de la madre? Indudablemente, algunas de estas mismas preguntas no pueden ser contestadas por los que creen en la aparición o creación de tan sólo unas cuantas for-mas orgánicas o de una sola forma únicamente. Diversos auto-res han sostenido que es tan fácil creer en la creación de un millón de seres como en la de uno sólo; pero el axioma fi losó-fi co de Maupertius de la menor acción mueve a la mente a admi-tir de mejor grado el menor número; y realmente no necesita-mos creer que los innumerables seres que hay dentro de cada una de las grandes clases han sido creados con señales patentes, pero engañosas, de descender de un solo y único progenitor.

Como recuerdo en un estado anterior de cosas, he conser-vado en los párrafos precedentes, y en otros más, varias frases que implican que los naturalistas creen en la creación separada de cada especie, y se me ha censurado mucho por haberme expresado así. Pero indudablemente ésta era la creencia gene-ral cuando apareció la primera edición de la presente obra. Antaño hablé a muchos naturalistas del asunto de la evolución, y nunca encontré una acogida simpática. Es probable que algu-nos creyesen entonces en la evolución; pero guardaban silencio o se expresaban tan ambiguamente que no era fácil compren-der su pensamiento. Actualmente, las cosas han cambiado por completo, y casi todos los naturalistas admiten el gran princi-pio de la evolución. Hay algunos, sin embargo, que creen to-davía que las especies han dado origen de súbito, por medios completamente inexplicables, a formas nuevas y totalmente diferentes; pero, como he intentado demostrar, pueden opo-nerse pruebas de peso a la admisión de modifi caciones grandes y bruscas. Desde un punto de vista científi co, y en cuanto al desarrollo ulterior de la investigación, con creer que las formas nuevas se han desarrollados súbitamente, de un modo inexpli-cable, de formas antiguas y muy diferentes, se consigue poca ventaja sobre la antigua creencia en la creación de las especies del polvo de la tierra.

Puede preguntarse hasta dónde extiendo la doctrina de la modifi cación de las especies. Esta cuestión es difícil de contes-tar, pues cuanto más distintas son las formas que consideremos tanto menor es el número y la fuerza de los argumentos en fa-vor de la comunidad de descendencia. Pero algunos argumen-tos del mayor peso se extienden hasta muy lejos. Todos los miembros de clases enteras se enlazan por una cadena de afi ni-dades y todos pueden clasifi carse, según el mismo principio, en grupos subordinados a grupos. Los restos fósiles tienden a veces a llenar intervalos grandísimos entre los órdenes existentes.

Los órganos en estado rudimentario demuestran claramen-te que un remoto progenitor tuvo el órgano en estado de com-

pleto desarrollo, y esto, en algunos casos, implica una cuantía enorme de modifi cación en los descendientes. En clases ente-ras, diversas estructuras se forman según un mismo modelo, y en una edad muy temprana los embriones se parecen mucho entre sí. Por esto, no dudo de que la teoría de la descendencia con modifi cación abarca a todos los miembros de una misma gran clase o de un mismo reino. Creo que los animales des-cienden, a lo sumo, de sólo cuatro o cinco progenitores, y las plantas de un número igual o menor.

La analogía me llevaría a dar un paso más, o sea, a la creen-cia de que todos los animales y plantas descienden de un solo prototipo. Pero la analogía puede ser un guía engañoso. Sin embargo, todos los seres vivientes tienen mucho de común en su composición química, su estructura celular, sus leyes de crecimiento y su propensión a las infl uencias nocivas. Vemos esto en un hecho tan insignifi cante como el de que un mismo veneno obra a menudo de un modo similar en animales y plantas, o el de que el veneno segregado por el cinípido pro-duce crecimientos monstruosos en el rosal silvestre y en el roble. En todos los seres orgánicos, excepto tal vez en algunos de los muy inferiores, la reproducción sexual parece ser esen-cialmente semejante. En todos, hasta donde actualmente se sabe, la vesícula germinal es igual; de modo que todos los or-ganismos proceden de un origen común. Si consideramos in-cluso las dos divisiones principales —es decir, los reinos ani-mal y vegetal—, ciertas formas inferiores son de carácter tan intermedio, que los naturalistas han discutido a qué reino de-ben atribuirse. Como ha hecho observar el profesor Asa Gray, “las esporas y otros cuerpos reproductores de muchas de las algas inferiores pueden alegar que tienen primero una existen-cia animal característica y después una existencia vegetal in-equívoca”. Por tanto, según el principio de la selección natural con divergencia de caracteres, no parece increíble que, tanto los animales como las plantas, se puedan haber desarrollado de alguna de tales formas inferiores e intermedias; y si admi-timos esto, también tenemos que admitir que todos los seres orgánicos que en todo tiempo han vivido sobre la tierra des-cienden tal vez a partir de una sola forma primordial. Pero esta deducción se basa fundamentalmente en la analogía, y es de poca importancia que sea aceptada o no. Sin duda, es posi-ble, como ha argüido Mr. G. H. Lewes, que en el primer co-mienzo de la vida se desarrollaron formas muy diferentes; pero, si es así, podemos llegar a la conclusión de que tan sólo poquísimas han dejado descendientes modifi cados. Pues, como he hecho observar recientemente con relación a los miembros de cada uno de los grandes reinos, tales como los vertebrados, artrópodos, etc., tenemos en sus conformaciones embriológicas, homólogas y rudimentarias pruebas claras de que, dentro de cada reino, todos los animales descienden de un solo progenitor. G

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Quo vadis, Darwin?

Siempre he sostenido que es muy peligroso para un investiga-dor en las áreas de la ecología, la biogeografía, la historia natu-ral, el comportamiento animal, la paleontología, la embriolo-gía, etc., presumir que ha hecho una contribución original a su campo del conocimiento sin antes haber leído El origen de las especies. La biología se entiende cabalmente sólo después de haber leído a Darwin.

Resulta en verdad sorprendente cómo es que Darwin pudo haber tenido un efecto tan profundo sobre el pensamiento humano en general, pero especialmente en las ciencias bioló-gicas. Cómo es que pudo tener una comprensión tan vasta de la fenomenología biológica, y cómo es que su infl uencia ha persistido más de un siglo después de su muerte, no solamente por su contribución directa al conocimiento biológico, sino especialmente por las innumerables preguntas y temas de in-vestigación a que ha dado motivo (y seguramente seguirá mo-tivando) en la biología. En mi opinión, El origen de las especies y para ese caso varios otros de sus libros clásicos tiene más

valor por las innumerables preguntas y problemas biológicos que plantea, que por las repuestas que proporciona. Su obra puede ser considerada como el cimiento del desarrollo de la biología moderna y de gran parte de la investigación que ha sustentado tal desarrollo. Pocos pensadores en casi cualquier campo del conocimiento humano pueden ufanarse de este he-cho.

Es claro que lo anterior no es el resultado simplemente de un caso de suerte o de capacidad de resumen de ideas ya “ma-duras”. ¿Por qué él y no otro? Hemos visto ya que varios bió-logos, tan expertos o más que él, no sólo fueron sus contempo-ráneos sino que interactuaron intensamente con él, exponiéndose a (e incluso proporcionándole) buena parte de la información, los datos y los hechos que el mismo Darwin uti-lizaba. Darwin tenía una especial capacidad para desarrollar sus propias ideas y, a partir de ellas, originar otras nuevas. Darwin era, al mismo tiempo, un amateur y un profesional. Un ama-teur en el sentido de que no derivaba su sustento económico del ejercicio de su actividad de biólogo y naturalista; un profe-sional, porque se dedicaba en cuerpo y alma a lo que hacía. El ejercicio y la ética de la ciencia se extendían a su vida personal y se expresaban en una exigencia ilimitada en su pensamiento

y en sus acciones, en una modestia a veces rayana en la patolo-gía y en una enorme rectitud en sus actitudes familiares y so-ciales.

Los huesos de Charles Darwin han reposado por más de un siglo en la abadía de Westminster, junto a los de su compatrio-ta y colega científi co Isaac Newton. Seguramente este reposo se habría roto innumerables veces si Darwin se hubiese ente-rado de las controversias que, aun después de su muerte, des-pertaron sus ideas evolucionistas: desde las controversias razo-nadas y fundamentadas del campo netamente científi co, hasta aquellas, estimuladas por un oscurantismo neolítico que aun en nuestros días aparecen periódicamente, como emanaciones de procesos anaeróbicos en un pantano de ignorancia y de prejuicios.

El grado de controversia científi ca sostenida a lo largo de mucho tiempo acerca de una teoría es una medida de la forta-leza y la originalidad de la misma, aunque también de su mal entendimiento y distorsión. Hemos visto que el desarrollo de la genética, desde la mendeliana hasta la molecular ha produ-cido información con la que ni Darwin ni otros evolucionistas de la primera mitad de este siglo, contaban. Las nuevas herra-mientas matemáticas aplicadas al análisis de la genética pobla-cional, los estudios sobre estructura y variabilidad de organis-mos microscópicos pero de vida muy corta, en los que es posible estudiar cambios de las frecuencias genéticas en gran-des poblaciones, y otros avances que han sido posibles gracias a los adelantos tecnológicos, metodológicos y conceptuales, no han afectado las ideas de Darwin sino que las han ubicado en contextos más claramente defi nidos, modulando su aplicabili-dad, de forma similar a como las ideas relativistas de Einstein no destruyeron la física newtoniana, sino que defi nieron las circunstancias en las que sí se aplicaba. Ernst Mayr, quizá en su momento el zoólogo y evolucionista más respetado del mundo, se refi ere a este aspecto diciendo: “…existe un alto grado de desacuerdo respecto a ciertos problemas específi cos de la evolución… Sin embargo, ninguno de los puntos de vista contrapuestos cuestionan una sola de las tesis básicas de la nueva síntesis del darwinismo; simplemente proporcionan di-ferentes respuestas a los caminos que la evolución puede to-mar”.

Los cambios que la fotografía de la teoría darwinista está sufriendo no se deben a que la imagen se esté borrando, sino al hecho de que el nuevo conocimiento biológico, obtenido abundantemente en los últimos años, le está añadiendo, como el enfoque de una cámara, una gran cantidad de nuevos detalles que no eran evidentes en un principio.

Las musas de Darwin*José Sarukhán

* José Sarukhán: Las musas de Darwin, fce, México, 2009 (de próxima publicación).

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Quo vadimus, Homo sapiens?

Se ha dicho repetidamente, y se hizo mención de ello al inicio de este libro, que las ideas evolutivas de Darwin plasmadas en la teoría de la evolución por medio de la selección natural, han sido probablemente la mayor revolución de la historia del pen-samiento humano. En mi opinión lo son no tanto por la senci-llez y belleza del planteamiento de Darwin para resolver ese gran “misterio de los misterios” sino por las profundas impli-caciones del pensamiento darwiniano sobre la concepción que el hombre ha tenido de sí mismo. Esta concepción, en el mun-do de la cultura occidental y también de algunas culturas orientales, está basada en una visión totalmente antropocéntri-ca del mundo natural. Así como antes de Copérnico, Bruno y Galileo, la Tierra era considerada por el mundo occidental como el centro rector del Universo y por lo tanto éste estaba condicionado a nuestro planeta, la visión de la civilización occidental estableció la primacía total del hombre sobre la naturaleza, la cual se constituye en un elemento supeditado al servicio incuestionable de las necesidades del hombre. Tal

“rectoría” del hombre sobre la naturaleza se basa en su concep-ción de criatura única y especial, totalmente separada del resto de los organismos, por virtud de un acto especial de creación.

Si aceptamos las ideas evolutivas sintetizadas por Darwin, tendremos también que aceptar, para ser congruentes con ellas, que el factor que hace “único” al hombre de entre los otros millones de especies que aún habitan este planeta es su capacidad de comunicación con otros miembros de su especie, de poder transmitir sus ideas, conocimientos y conceptos y de construir una cultura sobre la experiencia, tanto la propia como la de sus contemporáneos y antepasados. Ninguna otra especie de este planeta, hasta donde sabemos, ha logrado esta capacidad constructiva de conocimiento acerca del medio y los fenómenos naturales que la rodean y menos aun acerca de te-rritorios abstractos tales como la ética, la religión o la metafí-sica. La ciencia por un lado y la fi losofía por el otro, son las expresiones cumbres de tal capacidad.

No obstante lo sobrecogedora que nos pueda parecer esta capacidad, no es sino el resultado de la selección de aptitudes y emociones típicas de muchos mamíferos y primates. Este pro-

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ceso de selección debe de haber ocurrido en la encrucijada de los procesos de evolución orgánica y evolución cultural por la que primero los homínidos, y en seguida el hombre primitivo, cruzaron en su tránsito para convertirse en lo que, desde la adopción del sistema Liceano, catalogamos como Homo sapiens, el “hombre sabio”. El hombre se ha ido independizando, pri-mero lentamente, después en forma vertiginosa, de la acción de la selección natural, a medida que desarrolló sus diversas formas de cultura. Los sistemas sociales humanos han evolucionado como respuesta tanto a sus necesidades ambientales como so-ciales. Así, se ha dado un proceso por el cual, desde hace varias decenas de miles de años, la evolución cultural, en lugar de la orgánica, caracteriza cada vez más la transformación, la estruc-tura y las propiedades de las sociedades humanas y los indivi-duos que las componen. Existen muy pocas razones para creer que el agrandamiento del cerebro humano ocurrió para permi-timos adquirir más conocimientos objetivos. El conocimiento que tenemos en la actualidad sobre la evolución de los homíni-dos y el comportamiento de primates no dejan margen más que para afi rmar que las cualidades “especiales” del cerebro humano son solamente el producto marginal e incidental de un proceso de selección natural para poder sobrevivir en el ambiente hostil en que los primeros homínidos y el mismo hombre primitivo, tuvieron que desarrollarse. Finalmente, el cerebro es solamente un tejido más, como lo pueden ser los pulmones.

Como resultado de haberse transformado en esa encrucija-da de evolución orgánica y cultural, el hombre ha desarrollado, inevitablemente, una dualidad de valores y de estándares mo-rales que lo ponen en constante confl icto en la actualidad. El grupo familiar, que representaba un alto grado de cooperación social, fue seguramente crucial en el desarrollo del hombre actual. En el seno de ese grupo se generaban lazos afectivos y de protección que ahora califi camos con el rubro general de “amor”. Pero de igual forma, la presencia de otros grupos fa-miliares similares representaba la amenaza al territorio, tanto sexual como especialmente de procuración de recursos esen-ciales para la supervivencia. La vida en grupos familiares com-pactos y muy integrados produjo, a través de miles de años de historia de vida rural, patrones de comportamiento que resul-tan francamente inadecuados en la actualidad, en las condicio-nes impuestas por la era industrial y de megaconcentraciones urbanas. En el mundo de la comunicación instantánea se pre-senta cada vez más la necesidad de generar patrones de com-portamiento que tienen que ver con la preocupación acerca del bienestar o la seguridad de personas o grupos sociales, no so-lamente ajenos al reducido núcleo familiar, sino que frecuente-mente uno no conoce o no podrá ver nunca. Por ejemplo, nuestro comportamiento ha sido condicionado durante mile-nios para responder de inmediato a las necesidades alimenta-rias de nuestros hijos o hermanos, pero difícilmente a las de los niños y adultos que mueren por hambrunas en algún país ex-tranjero o en el nuestro mismo o a consecuencia de confl ictos sociales en algún otro país o a los integrantes de las generacio-nes futuras de seres humanos que poblarán este planeta. Y sin embargo, en nuestro mundo actual, tenemos la responsabili-dad social de atender también a estas demandas.

Otro concepto que el pensamiento darwiniano invalida por necesidad, es el de que el hombre se encuentra ubicado en este planeta por designios extranaturales, lo cual implica por un lado una cierta fatalidad y por otro el hecho de que la humani-

dad depende de una “providencia” que se encarga de que las cosas, a fi nal de cuentas, le salgan bien en este planeta. Aceptar que el hombre se encuentra en la Tierra como resultado de un largo proceso de evolución orgánica, y no de haber sido “im-plantado” en ella, le quita el sentido de magia, expresado de diversas formas en ritos y religiones y que ha inducido a la humanidad en casi todas las civilizaciones, a no sentirse parte de la naturaleza en y de la que vive, con todas las consecuencias destructivas que ello conlleva.

El principio de incertidumbre, que fue formulado por el físico Werner Heisenberg para describir la imposibilidad de predecir con toda precisión el funcionamiento del Universo, como Laplace proponía, resultó ser una decepción intelectual para muchos físicos, algunos de los cuales se convencieron de que las bases mismas de la investigación científi ca estaban de-bilitadas. Sin embargo, los únicos que se sintieron mal al saber que la ciencia estaba basada fundamentalmente en la probabi-lidad (y no en la certidumbre total) de que un fenómeno ocurra fueron los físicos. Los biólogos, por ejemplo estamos acostum-brados a trabajar con fenómenos que no pueden ser medidos u observados con gran precisión; la visión probabilística del Uni-verso es algo muy familiar para ellos. De hecho, la evolución orgánica, el más grande de los fenómenos biológicos, siempre se ha caracterizado por una alta impredecibilidad y difi ere del resto de las ciencias por poseer un componente histórico fun-damental.

No sabemos si el proceso de evolución orgánica (u otro si-milar) que ocurrió en este planeta ha tenido lugar en otros objetos astronómicos del Universo. Cualquiera que fuese el caso, lo cierto es que del hombre, y de nadie más, depende su futuro en este planeta y, consecuentemente, en el Universo. Ninguna especie terrestre, nuevamente hasta donde sabemos, ha emergido del proceso de evolución orgánica con el poder y la capacidad no sólo de entender ese proceso del que es un producto, sino de modifi carlo profundamente, no sólo por su capacidad de crear nuevas especies, sino particularmente por la de exterminarlas al cambiar profundamente el ambiente en el que él y las especies que lo rodean (y de las que depende) viven. Al modifi car abruptamente este proceso de millones de años, el hombre pone en sus manos no solamente el futuro de los millones de especies que le han acompañado en su evolución, sino de su futuro mismo.

Así como la idea de que los científi cos tienen una responsa-bilidad social se hizo evidente a raíz del desarrollo de las armas atómicas, ahora una buena parte de esa responsabilidad social tendrá lugar en el desarrollo de las ciencias biológicas más que en el de la física, como ocurrió en el pasado. Los importantes avances en la genética que ya se han dado y que ocurrirán en el futuro, posibilitarán al hombre manipular su propia estructura genética para crear fenotipos a voluntad. Los avances en la neurofi siología y su creciente asociación con las ciencias de la computación podrán poner también al alcance del hombre la posibilidad de controlar el comportamiento humano.

Al tener acceso a esas posibilidades, el hombre se enfrentará de inmediato a dilemas éticos de gran magnitud, y principios consagrados como básicos para la naturaleza humana, tales como la libertad, el valor de la individualidad, etc., se verán se-riamente amenazados. La humanidad, particularmente las so-ciedades científi ca y tecnológicamente avanzadas, enfrentarán serios dilemas de decisión y habrá necesidad de reconsiderar

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valores y principios éticos. Ahora mismo, sin necesidad de ma-yores avances, la humanidad, pero en especial las sociedades que se han desarrollado industrial, científi ca y tecnológicamente o las que estamos en el proceso de hacerlo, encaramos la necesi-dad de adoptar nuevos valores y nuevos principios éticos.

Lo anterior ocurre principalmente por el efecto que las poblaciones humanas están teniendo sobre el medio en que viven y los recursos de los que dependen. El crecimiento po-blacional, resultado en buena parte de los avances en la biolo-gía, está ocurriendo en los presentes años a una velocidad enorme; la población mundial a mediados del siglo xxi sobre-pasará los 9 mil millones de personas, casi el 50% más de la población actual. En contraste, los ecosistemas naturales y los creados por el hombre, de los que depende la humanidad para su subsistencia, no solamente no aumentan, sino que se han ido reduciendo severamente por el serio deterioro causado por las prácticas inadecuadas de uso a las que el hombre las sujeta. Cada vez más suelos agrícolas se vuelven improductivos por erosión, infertilidad, salinización, etc. y cada vez más el costo de recuperar su capacidad productiva es menos redituable eco-nómica y ecológicamente.

Los sistemas ecológicos de los que depende el hombre para su subsistencia, incluidos desde luego los sistemas agrícolas y pecuarios, así como los servicios que esos ecosistemas nos pro-veen, se mantienen a base de energía solar por medio del pro-ceso de la fotosíntesis. La diversidad biológica total que se ha originado en este planeta en los cerca de tres mil millones de años de evolución orgánica, y de la cual se encuentra presente en la actualidad menos del 1%, ha ocurrido primordialmente a partir de la materia prima producida por las plantas fotosinte-tizadoras. Este proceso es el que ha permitido también la cons-titución de ecosistemas extremadamente ricos en especies, que el hombre se ha empeñado en remplazar por sistemas de una o muy pocas especies, sostenidos artifi cialmente por el uso de herbicidas y plaguicidas para mantener una casi nula diversidad y la adición creciente de nutrientes (por medio de fertilizantes) que ya no pueden existir naturalmente en tales ecosistemas depauperados, con las severas consecuencias de contaminación que se observan en ríos, lagos y mares.

En la actualidad no nos hacen falta más estudios ni más in-formación para convencernos de que tal uso de los ecosistemas no puede continuar, a menos de que estemos dispuestos a pa-gar un costo sumamente elevado no sólo desde el punto de vista económico, sino particularmente desde el social.

Curiosamente, la presencia del hombre en la Tierra ocurre aproximadamente a la mitad del periodo en el que habrá vida en este planeta; en unos tres mil millones de años más, nuestra fuente de energía, el Sol, se habrá convertido en una estrella enana roja para extinguirse poco después. La vida, como hoy la conocemos, seguirá poco después también ese destino. El hombre es, como cualquier otra de los cientos de millones de especies que han existido, producto del proceso de evolución orgánica. Al adquirir la capacidad de modifi car su ambiente de la manera que lo hace, el hombre amenaza al escenario evolu-tivo mismo del cual es un producto. ¿Podrá haber representa-ción teatral sin escenario, ni contexto, ni otros actores que den soporte al papel del hombre?

La vida en la Tierra no se extinguirá, no importa que atroz cataclismo pueda desatar el hombre, incluido un holocausto nuclear. En estas condiciones, la especie humana seguramente podrá desaparecer o caer en estados de deterioro social y cul-tural que ahora se nos antojarían totalmente inaceptables; pero la vida, el proceso de variación biológica sujeta a las fuerzas de la selección natural, continuará y tomará rumbos impredeci-bles. Nuevas especies poblarán este planeta y nuevos grupos dominarán la faz de la Tierra en forma sucesiva. Formas y funciones vitales fascinantes poblarán continentes y mares. Mientras exista energía solar y pueda ser capturada por orga-nismos que la transformen en sustancias orgánicas, la vida en la Tierra no cesará. En nuestras manos está el convertirnos en un accidente curioso en la larga historia: de la evolución orgá-nica del planeta Tierra (que por cierto en esas circunstancias no quedaría alguien a quien le interesase) o en tener otro tipo de trascendencia.

Ante la enorme y fatal destrucción de la naturaleza causada por cada vez más expresiones de la evolución cultural del hom-bre, sólo nos queda preguntamos con un sentimiento de extre-ma angustia: Quo vadimus, Homo sapiens? G

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Una tarde de Madrid y de marzo o abril de 1980, en un costa-do de la Plaza de la Cibeles, apoyados de espaldas contra la verja del Ministerio del Ejército, Pedro Miret y yo estuvimos no sé cuánto tiempo mirando silenciosamente hacia el roqueño Palacio de Correos, dejando sólo que el tiempo transcurriera y midiéndolo con el lento trepar de la sombra por aquella facha-da y el suave escurrirse hacia arriba de una luz dorada que fi -nalmente lamería la cima del edifi cio bañándolo en la noche que cubriría toda la plaza.

Nuestro único propósito era el de vivir intensamente ese instante, ese evaporarse de la luz tardecina, de la última len-güetada del sol en un pico alto de la plaza, entendiendo que esa era una manera de vivir intensamente el tiempo, de respirarlo, de verlo, pues el espesarse y el subir de la sombra era un modo de hacerlo visible. Aquel lapso del inminente anochecer en el que, como ebrios de ocio contemplativo, veíamos el ascenso de la sombra por el edifi cio como una nocturna marea que va apoderándose de un peñón, se me vuelve ahora una página privilegiada de la memoria, una reviviscencia de aquella hora de la tarde marceña y madrileña.

Súbitamente, en la placidez de la contemplación, sentimos que había ocurrido un paréntesis de silencio sólo matizado por el rumor de las avenidas y las calles convergentes a la plaza de la Cibeles, y se me ocurrió decirle a Pedro:

—Qué extraño. —Qué extraño qué —dijo. —Qué extraño que en esta pausa, en este silencio, no se

haya escuchado el chirrido. —El chirrido de qué. —El chirrido de la Tierra, —¿Cómo? ¿Cuál chirrido? —El chirrido que debe hacer la Tierra. Imagínate esta gran

máquina enorme, torpe, gastada, oxidada, la Tierra, que al gi-rar sobre su eje está rozando el espacio constantemente. Eso tendría que hacer un ruido enorme, un chirrido cósmico.

Y Pedro me siguió la ocurrencia: —Claro, un chirrido insoportable como el del gis en el pi-

zarrón, pero gigantesco… Y ¿ por qué no lo habremos oído ahora que hubo este raro silencio?

—No sé, tal vez porque lo hemos estado oyendo siempre y aun antes de que nos parieran, desde que estábamos en el vien-tre materno. Es decir que es un ruido que por ser continua-mente audible, nos hemos acostumbrado a él, y ya no lo escu-chamos, ya no lo oímos.

—Eso está bien, eso lo debía haber dicho yo; es más, lo voy a poner en un cuento, te lo voy a robar y te lo dedicaré.

Y yo: —Róbatelo, Miret, te lo agradeceré, me gustará leértelo

aunque lo escribas con tus maniáticos puntos suspensivos. No cumplió, no me lo robó, no me lo dedicó, me privó del

gusto de leerlo en páginas suyas, pero es verdad que yo tam-bién he quedado mal con él, porque, desde su muerte a los 56 años, en 1988, si me ocurre vivir un momento a la vez común e insólito de la realidad, un momento tácitamente mágico, me digo:

“Esto que sucede es un cuento de Miret por escribir, y pues él no está ya para escribirlo (ni siquiera mediante la tabla ouija), debo hacerlo yo en su nombre.”

Y… tampoco he cumplido.Pero sé que cada vez que vuelva a tomar un libro de Miret

y a leer alguna de sus páginas jaspeadas de puntos suspensivos (como parpadeos de Buster Keaton ante las sorpresas que le asestaba la realidad) estaré nuevamente en el anochecer marce-ño de Madrid simplemente mirando junto a él la agonía de la luz sobre la fachada del edifi cio de Correos, o cautivo en un elevador entre dos pisos y a la luz de unas velas y charlando gustosamente con Vicki y Pedro, los Miret de entonces.

Sé también que la amistad entre Pedro y yo continúa y con-tinuará hasta que mi muerte, deslealmente posterior a la suya, nos separe defi nitivamente… Y no tengo prisa. G

Anochecer sobre la CibelesJosé de la Colina

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Hace treinta años conocí a Renato Leduc en las ofi cinas de la revista erótica Su Otro Yo, donde bajo la dirección de Vicente Ortega Colunga comencé mi carrera en el periodismo. Dos o tres veces por semana, Leduc y don Vicente se iban a comer juntos y con frecuencia me invitaban. Con ellos descubrí el placer de escuchar. Renato contaba historias increíbles que muchos años después leí reunidas en libros como aquel editado por Antonio Saborit en Cal y Arena, Cuando éramos menos, o el que preparó Edith Negrín para el Fondo de Cultura Económi-ca con su obra literaria.

Pienso en Leduc porque siento una emoción parecida cuan-do escucho a José de la Colina.

Una noche, después de abandonar la tertulia del Salón Pa-

lacio, donde cada viernes coincidíamos un grupo de amigos liderado por el querido Ignacio Trejo Fuentes, me ofrecí para llevarlo a su casa en mi auto. En el trayecto, lento por el tráfi -co y la lluvia, fue la primera vez que platicamos solos. Me habló de los amigos de los que acabábamos de despedirnos —“Yo los quiero”, me dijo—, de libros y autores, de sus amigos y com-pañeros de generación —nada menos que la llamada genera-ción de Medio Siglo—. Las refl exiones y los recuerdos se fue-ron hilvanando, haciendo breve ese viaje de tal manera que al llegar a su casa todavía permanecimos unos minutos en el auto, podría decir que platicando, pero no sería verdad, Colina ha-blaba y yo experimentaba el placer de escucharlo.

Hace poco, me contó una historia conmovedora. En sep-

El placer de escuchar a José de la ColinaJosé Luis Martínez S.

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tiembre de 1937 salieron al exilio su madre, su hermano Raúl y él, mientras don Jenaro, su padre, permanecía luchando con el ejército republicano. Viajaron a Francia y luego a Bélgica, no tenían noticias del padre y el gobierno republicano había erró-neamente notifi cado su muerte en el frente. Novel, que así se llamaba entonces José, y su hermano Raúl permanecían encar-gados en la casa de una familia belga mientras su madre, doña Concha, trabajaba como sirvienta en un pueblo cercano para mantenerlos. Un día, al lavar los trastes, ella se sorprendió cantando canciones montañesas y se dijo:

—¿Por qué estoy cantando? ¡Yo no debería estar cantan-do!… ¡O quizá estoy cantando porque Jenaro está vivo!

En su descanso de fi n de semana, fue a ver a sus hijos, les comentó lo sucedido y la decisión de buscar a su marido en los campos de concentración. Ella no hablaba francés ni tenía otros días que los de asueto para buscarlo, pero lo hizo. Con Raúl y José Novel, de cuatro y cinco años de edad, recorrió una y otra vez los campos:

—Hasta que encontramos a mi padre —dice Colina.

En nuestras comidas y caminatas por las calles del centro de la Ciudad de México, cada vez más espaciadas desde que se volvió internauta y dejó de llevar personalmente sus colabora-ciones a Milenio, donde ambos escribimos, Colina me ha ido regalando sus “marmóreas”, como él llama a sus Memorias, que tantas veces rubrica con una carcajada.

Al llegar a México en 1941, al barrio de La Merced, lo pri-mero que lo sorprendió fue el pan de dulce. Un pan fabuloso, asegura: las conchas, las chilindrinas, las magdalenas, los con-des. “Se ve que teníamos hambre”, dice con una sonrisa.

En Bélgica vio por primera vez una película: King Kong, aunque su madre tuvo que salirse con él antes de que termina-ra porque comenzó a llorar en la escena donde los aviones atacan al gigantesco gorila hasta hacerlo caer del Empire State, provocándole la muerte. Pero su pasión por el cine nace en las salas de segunda corrida en los alrededores de La Merced. Cuenta que solía ir al Cine Estrella, donde pasaban exclusiva-mente películas de la Metro, y ahí Raúl y él se quedaban todo el tiempo posible. A veces, cuando ya era muy tarde, su madre iba allí a buscarlos.

Imagínate a mi pobre madre —relata—, entrando a la sala oscura diciendo:

—Pepe, Raúl, ¿dónde estáis?Y los demás del público gritándole:—¡Ya cállese, pinche gachupina, deje de estar molestando!Las carcajadas lo interrumpen un momento, y luego con un

suspiro reconoce:—Las cosas que pasaba mi madre por mí.Me gusta que Colina me hable de su infancia y adolescencia,

de la ciudad que entonces conoció y caminó infatigablemente, y a la que pese a todos sus horrores continúa —como tantos de nosotros— amando sin remedio. Con sus amigos del Colegio Madrid jugaba a la Segunda Guerra Mundial, echaban volados para ver quiénes eran los americanos y quiénes los nazis o ja-poneses, porque nadie quería ser del Eje.

—Para nosotros la Segunda Guerra Mundial era una fi esta —dice Colina—, con la radio llena de épicas noticias entrecru-zadas, con películas americanas como Aventuras en Birmania o Dios es mi copiloto, las típicas películas de guerra… Y cuando vimos Casablanca, Bogart se volvió nuestro héroe; es una pelí-cula extraordinariamente viva, increíble, pero todo en ella es un disparate, como cuando Ingrid Bergman y Bogart están besándose asomados a la ventana de un hotel parisiense, se empiezan a oír los cañones de la invasión nazi e Ingrid dice a Humphrey:

—¿Son los cañones o son los latidos de mi corazón…?Es imposible no compartir las emociones de Colina, sus ri-

sas y ocasionales nostalgias, su implacable ironía. Es imposible no envidiar el amor y la admiración que siente por su padre, un hombre de imprenta, un hombre intachable, el obrero más guapo de Santander. Un día, al comienzo de nuestra amistad, le pregunté:

—¿Qué hacía su padre?Su respuesta fue contundente:—Mi padre me engendró, ¿te parece poco?Entonces nos reímos pero hoy puedo decirle que no, don

José. No me parece poco, porque es usted un magnífi co escri-tor, un hombre generoso y un amigo leal y querido a quien siempre disfruto escuchar, aunque a veces usted, mozartiano y jazzófi lo empedernido, me regañe porque me gusta el rock. G

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El nombre de José de la Colina resonó durante muchos años en mi vida como el de aquel amigo con quien mi padre discutía y se reconciliaba a trechos más bien simétricos, lo que no de-notaba sino una gran pasión, y que escribía cuentos, ensayos y críticas de cine en una de las mejores prosas habidas y por ha-ber en este país.

Cuando quise dedicarme a la vidita literaria, mi amigo Do-mínguez me dijo que, para probar si escribía bien o no, debía mandar mis intentos de escritura al Semanario, el suplemento cultural de Novedades, que dirigía Pepe. La verdad sentí un poco de miedo, pues la fama de gran escritor de Pepe la cono-

cía, como dije, desde la casa y en boca de su mejor o peor amigo según la racha en que estuvieran mi padre y él, e intuí que Pepe sería todo menos complaciente con los malos escri-tores. Lo que no imaginé, y debí haberlo supuesto, fue que colaborar en ese suplemento sería toda una escuela.

El Semanario era, de manera absoluta, un suplemento litera-rio que admitía el cuento, la poesía, el ensayo, la crítica y la crónica, y del que estaban desterradas la política y la llamada “actualidad”, es decir, aquellos temas que aparecían en las no-ticias y cuyo interés desaparecería en unas horas, lo que no ocurriría, por ejemplo, con un texto sobre la limonada de Ja-

Los setenta y cinco años de José de la ColinaAna García Bergua

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vier García Galeano, que yo todavía recuerdo, con un relato de Jorge López Páez o con los cuentos que el mismo Pepe tradu-cía. Veo ahora a la distancia El Semanario y pienso que el suple-mento era un poco el juguete de Pepe, y lo digo en el mejor de los sentidos: Pepe volcaba en él con su pasión grafómana y su infi nita curiosidad literaria, al punto de que lo ilustraba con su propia pluma, y practicaba en él la pasión literaria que lo mue-ve y que se contagia. Porque si nos atenemos a los hechos, la voz de Pepe está en los grupos de los que ha sido parte y en todas las publicaciones que ha contribuido a formar y animar, es decir, la revista Diógenes, la Revista Mexicana de Literatura, La Palabra y el Hombre, Nuevo Cine, Plural, Vuelta, Sábado, La Letra y la Imagen, Biblioteca de México y Letras Libres, entre muchas otras, y que están en el centro de lo que ha sido la cultura en México en los últimos cincuenta años.

Pero la de creador de publicaciones ha sido tan sólo una de sus múltiples facetas, una más bien lateral con respecto a su centro, que es la propia escritura, esa que ha practicado y prac-tica a caballo, es decir y por lo que he podido ver, sin quedarse nunca quieto. La suya es una escritura viva, permanente, azu-zada por la curiosidad insaciable y, muchas veces, por la nece-sidad de seguir viviendo del ofi cio periodístico, de la que sur-gen unos relatos sorprendentes y ya emblemáticos, como “La última música del Titanic”, que lo ha hecho famoso, y que es-cribió muchísimo antes de que saliera a la luz la película. “La última música del Titanic” se acerca al trágico del hundimien-to del trasatlántico con una mirada lateral que sin embargo lo abarca todo mucho mejor que cualquier meditación grandilo-cuente sobre el destino humano cuando se estrella contra un iceberg indiferente. La imagen de los músicos a punto de su-mergirse mientras tocan Pomp and Circumstance, según cavila Pepe, da cuenta de la pomposidad del gran trasatlántico, de su carácter de signo de la civilización y el progreso venidos a pi-que, y a la vez de la verdadera tragedia: ante el golpe del ice-berg no sólo mueren los hombres, sino la música, y el empeño

de los músicos por seguir tocando hasta la última nota tiene algo conmovedor, algo incluso un poco ridículo y, por lo tanto, verdaderamente humano. Qué sé yo, “el del Titanic” es un cuento lleno de sugerencias, de reverberaciones, para seguir con las palabras musicales. Para mí es representativo de la voz y la mirada de José de la Colina en las letras mexicanas: una voz exquisita, que ve cosas que los demás no vemos y que al paso de los años reverbera de manera cada vez más fuerte. Un Sche-rezado que no sólo inventa cuentos, sino que transforma los cuentos y la vida existente en cuentos mejores; un grafómano que percibe la fi cción en la realidad con mucho mayor claridad que la realidad misma.

Si nos sumergimos en Traer a cuento, su obra reunida que publicó el fce en 2004 —y que, ante el despliegue creativo de Pepe en los años recientes habrá que poner al día— nos en-contramos con que la producción de este hombre de Santan-der en cincuenta años ha sido de lo más variada y rica: entre la crin humeante del caballo en “Ven, caballo gris”, y la ima-gen aterradora del pequeño Francisco Franco que sale de una lata de sardinas en “Marca la Ferrolesa”; entre sus primeros relatos más bien conradianos y la aparición del carro de una diva de ópera en el desierto, en “El cisne de Umbría”, media una literatura variadísima, llena de serpentina, como dijo Ale-jandro Rossi, y enamorada de sus propias posibilidades, pien-so, de su propia capacidad de sorprender, como el Croconas de su relato, que desdeña los milagros divinos en aras de aquellas ilusiones que produce con su propio Arte o como las recreaciones en pastiche que hace de La metamorfosis, de Kafka, en boca de diferentes autores, y que aparecieron en Portarre-latos (Ficticia, 2007), o aquellos minirrelatos surrealistas en los que los pezones quedan ojerosos después de una noche de amor inagotable.

Uno no puede menos que desearle muchos años más y es-perar nuevas recolecciones de la prosas que crea día con día y con las que nutre de maravillas nuestra literatura. G

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Recuerdas que en aquella época, fi nales de los años ochenta del siglo pasado, sentías cierta incomodidad ante la persona de José de la Colina. A la vez que te desempeñabas como crítico literario de El Semanario Cultural por él dirigido, ejercías como reportero de cultura en la revista Proceso, y ocurrió que el tra-tamiento de algunos temas, como las sospechas por aquella salida abrupta de Mario Vargas Llosa del país luego de su defi -nición del Estado mexicano como una “dictadura perfecta” en el Encuentro Vuelta (por la tele, en vivo y a todo color), o el seguimiento tuyo de una polémica sobre la intervención posi-ble de sor Juana Inés de la Cruz en la Segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres, polémica en la que se oponían los temperamentos de Octavio Paz y Antonio Alatorre, el trata-miento de esos temas en Proceso, decías, había provocado eno-

jos múltiples en el futuro Premio Nobel de Literatura y, por ende, entre aquellos que la vidita literaria consideraba como “gente de Vuelta”.

Tú habías sido, en alguna forma, árbitro en el asunto de si se podía acreditar como de la Décima Musa la continuación de la obra de Salazar y Torres… pero la polémica comenzó cuan-do Vuelta tenía ya impreso y a punto de enviar a librerías el rescate, con el crédito en portada a sor Juana y con un orondo prólogo de Octavio Paz en donde se ufanaba por el descubri-miento y se apoyaba en el investigador Guillermo Schmidhu-ber (pretendido descubridor de la comedia perdida) para ase-gurar que se trataba de una pieza juvenil de Juana de Asbaje. En Proceso revisó Alatorre los elementos en que se basaban Paz y Schmidhuber, cotejándolos con sus propias investigaciones

José de la Colina o el travestismo literarioAlejandro Toledo

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(pues él había hallado el mismo suelto pero de impresión pos-terior, y no lo había dado a conocer como de sor Juana porque no tenía aún armado completo el rompecabezas), para concluir que no pudo haber intervenido, de modo alguno, la poeta y dramaturga. Luego de muchos meses de réplicas y contrarré-plicas, quiso Schmidhuber (nunca a la altura de la polémica) zanjar la cuestión con un absurdo estudio estilo-estadístico que sólo probó que él andaba ya perdido en el espacio. Y aunque nunca lo expresó abiertamente, en el asunto de la Segunda Ce-lestina se supo Octavio Paz vencido.

Por eso y muchas cosas más (como dice la canción), cuando en Nueva York se encontró Paz frente al editor de cultura de Proceso el reclamo en torno a la suspicacias que había levantado la salida de Vargas Llosa y el tono de un penúltimo resumen tuyo sobre el enredo sorjuanista, fue enérgico; y el remate, la chute, en verdad no tuvo medida: “Y ese joven Toledo”, dijo don Octavio, con palabras que hasta la fecha lastiman a tu pro-genitora; “y ese joven Toledo”, dijo, como acordándose Paz del capítulo sobre el complejo de la Malinche que es central en El laberinto de la soledad; “y ese joven Toledo”, dijo el poeta, con su particular movimiento de dedos, como si arrojara una mo-neda al aire para defi nir el águila o sol o como si impulsara una canica (en este caso de las grandes, de las bombochas); “y ese joven Toledo”, dijo, “¡que se vaya a la chingada!”

Al día siguiente o dos o tres días más tarde, no lo recuerdas bien, la Academia Sueca decidió otorgar a Paz el Nobel de Literatura. Te encargaron en Proceso una encuesta amplia con la comunidad intelectual y entre otros buscaste telefónicamen-te a José de la Colina. Le explicabas apenas de qué se trataba cuando te dijo: “No quiero nada con la canalla de Proceso”, y

colgó. Pensaba, pues, De la Colina que quienes trabajaban en esa revista eran gente baja y ruin, como defi ne la Real Acade-mia Española el término “canalla”. Ergo, debía él considerarte parte de esa grey que en respuesta lo bautizó como José de la Calumnia.

Elucubraste además, posteriormente, que acaso lo habías traicionado al dejar en la encuesta sus palabras tal cual las había dicho, y se te ocurrió que si te lo encontrabas reclamaría tu proceder… Mas colaborabas en El Semanario Cultural, y entre-gabas cada lunes tus balbuceos reseñísticos o ensayísticos, y ni modo de mandar los artículos por correo electrónico, método entonces aún no inventado por el hombre; y el envío de faxes era extrañamente complicado por tus rumbos, y también se enmarañaba hasta el absurdo la recepción en el periódico No-vedades que editaba el suplemento. Planeaste entonces llegar al edifi cio que aún está en la esquina de Balderas y Morelos, en el centro de esta ciudad convertida ya en Smógico City, lo más temprano que se pudiera, seis o siete de la mañana, deslizar tu colaboración por debajo de la puerta de la ofi cina del suple-mento y correr canallescamente hacia la estación del metro Juárez, cual si huyeras del lobo feroz. Así por varias semanas. Hasta evitabas el elevador del diario, que en esas circunstancias se convertía en una trampa, y brincabas como oveja por las escaleras, zona abierta y más segura.

Cierta incomodidad, ¡hablabas de cierta incomodidad! Le temías, reconócelo; temías entonces la furia de José de la Co-lina quien, como Huberto Batis en el Sábado de unomásuno, tenía fama de perturbar con legendarios y elocuentes arrebatos las conciencias de los colaboradores.

Contigo, dilo ahora, eso nunca ocurrió. Pasado el tiempo,

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un viernes, esperabas en la fi la el pago de tus colaboraciones en El Semanario, sumido en alguna lectura, y cuando alzaste la vista del libro encontraste atrás de ti, formado y casi pacífi co, a José de la Colina. Saludos, una conversación que se armó con rapidez sobre Las aventuras de Pinocho del fl orentino Carlo Co-llodi, sobre las que estaba escribiendo él varios artículos seria-dos que ubicaría años después en Libertades imaginarias (2001). Luego, vía Juan José Reyes, te llegó una carta manuscrita en la que muy respetuosamente te corregía De la Colina algunos vicios estilísticos: cuando decías que una novela iniciaba con un alegato pacifi sta, por ejemplo, él te explicaba que lo correcto era decir que la novela “se” iniciaba con dicho alegato. Y fue así también como se inició algo parecido a la amistad (al menos ya no le huyes), sobre todo a partir del reencuentro en Milenio, aunque se te difi culta todavía tratarlo de “tú” no porque te parezca muy mayor (sólo te lleva 29 años más un día, porque él es del 29 y tú del 30 de marzo, Aries ambos y a mucha hon-ra) sino por considerarlo como un maestro de esos que empie-zan a escasear y crees tú que a los maestros debe tratárseles de usted, ¿no lo cree usted así, don Pepe?

No sabes qué habrá pensado De la Colina cuando lo incluis-te en El hilo del Minotauro, antología de “cuentistas mexicanos inclasifi cables”, los raros de nuestras letras, editada por el Fon-do de Cultura Económica. En un ensayo sobre Salvador Eli-zondo que viene en su Personerío del siglo XX mexicano (2005), él propone (siguiendo a Julien Cracq) que todas las literaturas tienen un camino real, visible, institucional, reglamentado y una vía excéntrica, “secreta a veces, sólo frecuentada por minorías de lectores y discípulos devotos” (que tiende a convertirse al fi n, agregarías tú, en el real camino real), y en donde ubica a Julio Torri, Francisco Tario, Pedro F. Miret, Gerardo Deniz y Salvador Elizondo; a esa lista tú sumaste a Efrén Hernández, Esther Seligson, Adela Fernández, Samuel Walter Medina, Humberto Rivas, Luis Ignacio Helguera y Javier García-Ga-liano, entre no muchos otros (pero sí algunos más). Te pregun-tas ahora, ¿le incomodará a De la Colina haber aparecido en

una colección narrativa de escritores “raros” o preferiría andar muy a sus anchas por el camino real?

Y no imaginas qué pensará ahora que para participar en un homenaje por sus 75 años de vida has retomado una argucia recurrente en sus artículos de altura ensayística, o ensayos ar-ticulados, cuando para hablar de sí mismo usa la segunda per-sona (acaso herencia de don Primo, ese entrañable Tusitala de su infancia), entre otras herramientas, porque algo que tiene José de la Colina es un sentido amplio de ductilidad de la len-gua, sometida por él a severas y enriquecedoras genufl exiones, siempre en juego (o fuga) y siempre en busca de armónicas disonancias, como una expresión llevada al límite de sus posi-bilidades. Por esta calistenia verbal tiene ahora De la Colina, te parece, un control casi absoluto de su instrumento que es el idioma español. Dirías, y tal era tu propuesta para el homenaje (una tesis que apenas te ha alcanzado el tiempo para esbozar), dirías que ejerce una suerte de travestismo literario porque sabe servirse de distintos estilos, ponerse distintos ropajes, y ajustárselos muy bien: si habla de Rulfo se vuelve enteramente rulfi ano; si el sujeto a revisar es Juan José Arreola, sus frases adquieren las difíciles maneras arreolianas; e incluso si dedica una semblanza a Fred Astaire o Dámaso Pérez Prado, caraefoca, su prosa comienza a bailar tap o mambo: “…y a echarle gana y a echarle gana y riñones a la cosa rica aymamá, disparando el pie pa’este lado, girando todo el busto con los brazos replega-dos, ahora pa’cá, ondulando sin perder el tipo, no se me des-melene, mi rey, síguela, síguela, síguela, qué es lo tuyo, reina, dámelo, pero qué bonito y sabroso bailan el mambo las mexi-canas, mueven la sintura y los hombros igualito que las cuba-nas, cantaba la voz cálida de Beny Moré, y el mambo crecía en expansión de estallantes astros, desbordaba el salón de baile o el teatro de revista a partir de los caderazos y muslazos de las autóctonas y calipígicas y piernudas y oxigenadas Dolly Sis-ters…” (Personerío, p. 45).

Travesti su escritura, acláralo antes de que se te venga el mun-do encima (y mejor ya termina): travesti su escritura, no él. G

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Día de cierre en El Semanario Cultural de Novedades. Llega el director José de la Colina y pide ver la propuesta de portada: se trata de la famosa foto de Robert Capa del miliciano abatido en la Guerra Civil española; la rechaza. “No se trata de depri-mir al lector” nos dice a sus colaboradores. En su lugar va otra foto de Capa en la que Picasso cubre con una sombrilla del sol de la playa a una de sus amantes. Todos los que trabajamos con De la Colina aprendimos este principio: un suplemento debe

ser ante todo un amigo que acompañe el ritual matutino de fi n de semana de ir por el periódico, para después leerlo tomando un café o un té o agua mineral o, ¿por qué no?, una cerveza, si la noche anterior se rebasó un poco la ingestión de alcohol. Un suplemento debe estar marcado por la levedad calviniana, para poder leerse de principio a fi n y para mí el día del suplemento continuará siendo el domingo (aunque a partir de Sábado de uno más uno, que De la Colina bautizó, por cierto, este día

Un escritor domingueroErnesto Herrera

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también se integró al ritual). Y él parece estar de acuerdo con esta idea porque su columna Los inmortales del momento, que vale como un suplemento, aparece este día en Milenio Diario.

Enemigo de todo artifi cio, su escritura posee los atributos del domingo idealizado por algún pintor de la tradición impre-sionista: respirable, fl uido, fresco, adjetivos que ha aplicado a algunos de sus autores favoritos del Siglo de Oro español, fuente de su estilo. Y digamos que esta fl uidez, sinónimo de libertad, ha hecho que De la Colina de un modo natural rompa y mezcle géneros. En su caso se trata menos de un afán de transgresión y más de exigencia en la escritura. Porque otra de sus enseñanzas es que no hay tema que no pueda ser tratado literariamente, es decir, con un rigor y conciencia de lenguaje. Su escritura, como lo ilustran ciertos títulos de sus obras (Via-jes narrados, Tren de historias, Zig zag), es una escritura que pasea y así nos lleva de la crónica al ensayo o de un recuerdo al cuen-to, todo en el mismo texto. La “Página terminal” de Viajes narrados es una parte de su Arte poética: “Para el escritor el verdadero viaje es la escritura. Para el lector el verdadero viaje es la lectura: viajes de un incipit a un fi nis, de una palabra que abre a otra que cierra un relato (y si es afortunada, vuelve a abrirlo). La narración es la más viajera forma del viaje literario, y quien esto escribe no puede concebir ningún género, poesía, teatro, ensayo, y aun traducción, sin esa línea del viaje”.

En el terreno de nuestras letras la genealogía a la que per-tenece De la Colina es la de los cultivadores de la página per-fecta: Torri, Arreola, Monterroso, esos orfebres de la palabra que en algún momento hacen que su prosa se vuelva poesía. Obviamente De la Colina rechazaría el califi cativo de “prosa poética” para sus textos, pero ¿de qué otro modo llamar a la parte fi nal de un texto como “El joven Robert Louis Stevenson contempla los juncos, a la orilla del Oise”, que renglón a renglón nos llena del espíritu de la literatura para sacarnos por unos momentos del universo regido por el espacio y el tiempo?:

“¿por qué tiemblan los juncos en el río?,¿existe acaso un arcaico y potente mito que susurra desde el

temblor de los juncos en el río?,no lo sé, pero siento que no hay en la naturaleza muchas

cosas que sean tan fuertes para la mirada y el corazón y el pen-samiento del hombre…”

(y quien quiera leerlo completo debe conseguir Traer a cuen-to, la summa de su obra en este género).

Pensando en escritores de otras latitudes, asocio al autor de Libertades imaginarios, su libro de ensayos que la encuesta de una prestigiada revista catalogó con justicia como uno de los mejores libros del género en nuestras letras de los últimos veinticinco años, con otros dos estilistas como él: Truman Ca-pote y Guillermo Cabrera Infante. Con el primero comparte el don del retrato y curiosamente han coincidido en una actriz cara a ambos: Marilyn Monroe. Compárese el modo en como trabajan cada uno el suyo, y dentro de las inevitables diferen-cias —el sello personal—, se encontrarán las similitudes que los equiparan. Con el cubano Guillermo Cabrera Infante se relaciona por la manera en que trabajan la “crítica” cinemato-gráfi ca. A partir de una película ellos elaboran más bien un ensayo o un relato donde su circunstancia viene a ocupar la parte central del escrito. Por otro lado, está la “transcripción” que realizan del habla española y cubana. Puede que estos tex-tos queden para algunos en meros divertimentos, pero el ofi cio de los dos hace que siempre esté presente la literatura.

Miembro de la generación del medio siglo o de la Casa del Lago, que incluye a Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, que en sentido estricto puso el punto fi nal a un proceso de aprendizaje que nos hizo ahora sí contemporáneos de todos los hombres, José de la Colina representa, hay que reite-rarlo, la vena hispánica. Autores que nos llevan a otros autores, cada uno de ellos nos dio a conocer escritores caros a su sensibi-lidad: por ejemplo, tenemos los estudios de Juan García Ponce sobre Robert Musil, Thomas Mann y Heimito von Doderer, y las traducciones y ensayos de Salvador Elizondo sobre Stéphane Mallarmé y Paul Valéry. Sin dejar de lado la curiosidad en litera-turas de otras lenguas, De la Colina es el que ha defendido con mayor vehemencia la parte hispana porque considera que sin la frecuentación de los autores de la lengua propia es difícil escribir bien. Y cuando pide leer a autores de nuestra tradición no pien-sa necesariamente en los recientes, sino ante todo en los autores que dieron los fundamentos de nuestra lengua. Su elegancia y contención, pero también el sabio manejo de una contundente y sabrosa expresión popular proviene de ellos (San Juan de la Cruz, Fray Luis de Granada, Cervantes, Quevedo).

Mi ritual dominguero se sigue cumpliendo; José de la Coli-na mantiene la juventud a sus 75 años. Cuando desperté y abrí el periódico su columna seguía estando allí. Y esperamos que continúe por un largo, largo tiempo. G

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No sé ahora, pero antes había que medirse en las redacciones de los periódicos para llegar a ser periodista y hasta escritor. Muchos renunciamos a los títulos universitarios y escogimos la universidad de las redacciones, en las que uno tenía que fajarse el carácter en permanentes exámenes orales, a partir de un texto pergeñado para publicarse, ante el maestro que era el director de la publicación donde uno aprendía.

Aprendía un ofi cio: a escribir, a hallar meollos, a evitar erro-res, a defender gustos, a afi nar la malicia, a merecer infl uencias, a equivocarse, a enmendar, a conversar, a compartir, a pertene-cer. Aprendí, si es que acaso lo conseguí, todo eso con José de la Colina, al que hasta hoy no me atrevería a decirle maestro —aunque lo sea—, pues me arriesgaría a ser reconvenido: maestro lo serás tú, o algo así, casi lo oigo.

Un día llegué a la redacción de El Semanario Cultural de Novedades con un poema en prosa que sometería a juicio de De la Colina para su publicación. “¿Qué nos trajiste?” eran las palabras de recibimiento para los colaboradores. Así que aque-lla vez saqué de mi macuto (De la Colina no dice mochila) una tímida cuartilla que le tendí al director. Tras un breve silencio, arrojó desdeñosamente la cuartilla sobre el escritorio y comen-zó a lanzar un regaño, de esos a los que más tarde, una vez incorporado al equipo de redacción del suplemento, terminaría por acostumbrarme. Pero aquella primera vez palidecí y me hundí en el asiento, mientras otros colaboradores que allí se encontraban miraban hacia el techo o hacia cualquier otra par-te. La lección que conllevaba el rapapolvo —todos los suyos eran provechosas lecciones sobre el uso del idioma o sobre el

Maestro lo serás túNoé Cárdenas

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ofi cio editorial— versaba sobre la diferencia entre oír y escu-char. Terminada la tempestad, se me quedó mirando, sonrió y dijo: “No palidezcas”; cogió el poemilla y se lo dio al secretario de redacción: “Publícalo”.

Voluntad de estilo era lo que deseba inculcar en nosotros. Evitar a toda costa las muletillas más gastadas, como “dar ini-cio” o “inició”, “sin duda alguna”, “evento”; barbarismos como “relevante” (por sobresaliente); “percibir” (por advertir). De la Colina lamentaba constantemente —y estoy seguro de que lo sigue haciendo— que las nuevas generaciones ya no leyeran libros escritos en español, sino puras traducciones. No había peor cosa que mostrarse chambón en el uso del idioma escrito. Y si uno demostraba algún indicio alentador, algún progreso en la búsqueda de la voluntad de estilo, acaso podía llegar a formar parte de la élite que él llamaba los “Golden boys” de El Semanario, (de El Sema, de El Semaforismo, como le decíamos al foro familiarmente.)

Aunque De la Colina es hoy un bloguero consumado, muy bien integrado a la era cibernética, hubo un tiempo en que los textos había que mandarlos “picar” para luego revisar galeras; y, el día del cierre, vigilar el proceso de cortarlos con cutter, encerarlos y pegarlos sobre plantillas; asegurarse de que las imágenes estuvieran bien reproducidas “a línea”, por ejemplo. Eran los tiempos en que los cuadratines y los puntos formaban parte de la dinámica de edición, así como el término “empas-

telado”: cuando un fragmento del texto era pegado en un lugar equivocado. Muy lejos estábamos aún de los benefi cios de la era digital.

Una vez, hubo un empastelamiento de imágenes: la foto de Silvestre Revueltas blandiendo su violín apareció publicada en un texto acerca de José Agustín, y la de éste en el texto sobre Revueltas. Sería un lunes terrible el de la junta de redacción al día siguiente. Al llegar a la ofi cina, De la Colina ya estaba en su escritorio con El Semanario frente a él abierto en las páginas empasteladas. La embestida comenzaría de un momento a otro. Después de unos instantes de tenso y elocuente silencio, dijo: “Lo único que estuvo mal fue el pie de foto: debió decir ‘José Agustín toca el violín’.”

El cuento ocurre, sobreviene y agarra de sorpresa, escribe De la Colina y añade —refi riéndose al arte de Sherezada, nu-men de los cuentistas y de los narradores todos—: “En la natu-raleza del cuento está ser caprichoso, imprevisible, impuntual”. En otra ocasión, sometí a su juicio un libro de cuentos. Tras unos días, me invitó a comer. Lo primero que me dijo fue: “Quieres que te elogie como amigo o quieres que te diga lo que realmente pienso sobre tus cuentos”. Se tomó la molestia de anotar cuento por cuento, de comentar detenidamente pasajes clave. Aunque aún conservo el ejemplar con sus anotaciones como una guía utilísima para escribir cuentos, hubiera preferi-do que el maestro del cuento me elogiara como amigo. G

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De entre mis amigos escritores, si hay alguien que sabe del horror del tránsito continuo es Nadia Villafuerte (Tuxtla, 1978). A ella la conocí nada menos que en un autobús en movimiento, en una de esas carreteras mexicanas donde es muy difícil que la literatura acontezca en for-ma de lectura y preferimos que acontez-ca en forma de conversación. Ambos nos dirigíamos a una reunión del Fonca y si su última frase fue “Me quiero ir a El Paso” o “El chino de los becarios de Arquitectura trae coca”, no lo recuerdo bien y no importa porque ambas oracio-nes dan una idea esclarecedora de lo que ella escudriñaba en los rostros de los demás: el deseo de estar en otro sitio.

Desde la primera compilación de cuen-tos que le leí, Barcos en Houston (2005), Nadia Villafuerte escogió una geografía donde cualquier ciudad era apenas un re-tén en el camino. ¿Te gusta el látex, cielo?, su libro más reciente, confi rma ese talento suyo para fotografi ar cuerpos en movi-miento. No es algo fácil. En manos de otro narrador, las fi guras saldrán con se-guridad borrosas, pero ella logra lo que todos ansiamos desde el primer escrito: que las caras sean reconocibles. Pues, ¿qué es la literatura sino el arte de captu-rar un rostro a punto de desencajarse?

La prosa para cuentos de este tipo debe ser como el equipaje del que huye: ligero y necesario. Nadia Villafuerte ha tenido la pericia de dejar todo lo estorbo-so fuera de su libro a través de una narra-tiva de frases cortas y diálogos afi lados, de personajes en situaciones límite y seres para quienes la cotidianidad no es menos tóxica que las drogas. Dado que ella no tiene problemas en mostrar los sellos de su pasaporte literario —Homes, Carver o Bolaño, a quienes incluso menciona al fi nal del libro— hemos de suponer que

esas “paradas obligatorias” son una tram-pa: ella sabe muy bien que ha recorrido mucho más de lo que dicen sus papeles.

Exacto y agilísimo, ¿Te gusta el látex, cielo? se parece mucho a esos viajes que se han salido del itinerario: terribles, divertidos, hirientes e inolvidables. Lle-nos de gente impulsiva que toma deci-siones o acompañantes endebles que dejan a otros tomarlas por ellos, los via-jes necesitan la irrupción de los desco-nocidos, el cruce de caminos, eso que en los momentos más trágicos es una coli-sión de autos y en los más afortunados una amistad duradera. En los cuentos de Nadia Villafuerte la gente emigra para encontrarse, ya sea con rostros anóni-mos que de repente se vuelven familiares o amantes ante quienes descubrimos nuestro total desinterés por sus vidas.

¿Te gusta el látex, cielo? es una bitácora carretera, en donde una veintena de per-sonajes desesperados se esfuerzan por escribir en alguna parte: “Usted se en-cuentra aquí”. Universitarias que acep-tan huir con sus asesores de tesis (conoz-co dos casos reales), guatemaltecos que cruzan la frontera en busca de venganza, un travesti que ha comprado a una niña hondureña. Se diría que Nadia Villa-fuerte retrata gente a la que le ha tocado vivir en camiones de paso, pero la sala de espera de la literatura nos reúne a todos, lectores y personajes por igual, porque quizás todos aguardamos lo mismo: que el destino nos lleve a alguna parte.

Y es quizás la imagen de la estación de autobuses la que mejor defi ne el libro de Nadia Villafuerte. La ilusión de es-tarnos moviendo, aunque no sea verdad. En el relato “What are you looking for”, una chica, Grey, vuelve a casa después de pasar algunos meses en El Paso y Hous-ton. Luego de ver “a qué se reducía su

deseo de huir”, como dice la narradora, la estudiante ve de otra manera a una familia que la atosiga con todo tipo de preguntas y en particular con una frase que en otro contexto parecería inofensi-va: “Viniste antes de tiempo”.

Dada la historia que rodea a Grey, la cita adquiere la densidad de un diagnós-tico. Es este retorno y no la huida lo que da cuenta de que hemos cambiado. So-bre esta habilidad literaria quisiera aña-dir una cosa. Hay una expresión que por su presencia en las noticias policiacas siempre me ha dado curiosidad: objetos contundentes. Eso son las frases de los personajes de este libro: objetos contunden-tes, enseres comunes que sirven de armas en tiempos de crisis. “Buenos días” que golpean, preguntas, afi rmaciones, inter-jecciones que nos dejan maltrechos.

Pero tampoco voy a contar demasia-do. Lo que menos quiero es que este es-crito sea un tríptico turístico, un canal Travel & Living que sustituya la experien-cia del viaje (que es lo que buscamos en las reseñas literarias aquellos pobres pe-rros que, como yo, no tienen dinero para el boleto). Entiéndanse mis comentarios más como un chisme, una murmuración de lo que me ha pasado en mi tránsito sin mapas a través de ¿Te gusta el látex, cielo?

Hablando de viajes, hay algo más que podría decir de ¿Te gusta el látex, cielo? ¿Recuerdan aquella frase común que dicen los amigos al hablar por teléfono cuando no hay ya nada que decir?, “¿Qué estás haciendo?”, saludan. Es una pregunta casi existencial, casi juiciosa, casi dolorosa cuando todo mundo siente que has estado demasiado tiempo en un mismo lugar. Después de este libro ten-go ya una respuesta.

¿Qué estás haciendo? Las maletas. G

La vida está en otra parteEduardo Huchín Sosa

Nadia Villafuerte, ¿Te gusta el látex, cielo?, Conaculta, México, 2008.

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139 y 5276-2547.

Alí Chumacero

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 2, Ambulatorio de Llegadas,Locales 38 y 39, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C.P. 15620. Teléfono: (01-55) 2598- [email protected]

Alfonso Reyes

Ciudad de México. Carretera Picacho-Ajusco 227, colonia Bosques del Pedregal, delegación Tlalpan, C. P. 14738. Teléfonos: (01-55) 5227-4681 y 5227-4682. Fax: (01-55) 5227-4682. [email protected]

Daniel Cosío VillegasCiudad de México. Avenida Universidad 985, colonia Del Valle, delegación Benito Juárez, C. P. 03100. Teléfonos: (01-55) 5524-8933 y 5524-1261. [email protected]

Elsa Cecilia Frost

Ciudad de México. Allende 418, entre Juárez y Madero, colonia Tlalpan Centro, delegación Tlalpan, C. P. 14000.Teléfonos: (01-55) 5485-8432 y [email protected]

IPN

Ciudad de México. Avenida Instituto Politécnico Nacional s/n ,esquina Wilfrido Massieu, Zacatenco, colonia Lindavista, delegación Gustavo A. Madero, C. P. 07738.Teléfonos: (01-55) 5119-2829 y 5119-1192. [email protected]

Juan José Arreola Ciudad de México. Eje Central Lázaro Cárdenas 24, esquina Venustiano Carranza, colonia Centro, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06300.Teléfonos: (01-55) 5518-3231, 5518-3225 y 5518-3242. Fax [email protected]

Octavio Paz

Ciudad de México. Avenida Miguel Ángel de Quevedo 115, colonia Chimalistac, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01070. Teléfonos: (01-55) 5480-1801, 5480-1803, 5480-1805 y 5480-1806. Fax: [email protected]

Salvador Elizondo

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 1, sala D, local A-95, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C. P. 15620.Teléfonos: (01-55) 2599-0911 y [email protected]

Trinidad Martínez Tarragó

Ciudad de México. CIDE. Carretera México-Toluca km 3655,colonia Lomas de Santa Fe, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01210.Teléfono: (01-55) 5727-9800, extensiones 2906 y 2910. Fax: [email protected]

Un Paseo por los Libros

Ciudad de México. Pasaje metro Zócalo-Pino Suárez, local 4, colonia Centro Histórico, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06060. Teléfonos: (01-55) 5522-3078 y 5522-3016. [email protected]

Víctor L. Urquidi

Ciudad de México. El Colegio de México. Camino al Ajusco 20, colonia Pedregal de Santa Teresa, delegación Tlalpan, C. P. 10740. Teléfono: (01-55) 5449-3000, extensión 1001.

Antonio Estrada

Durango, Durango. Aquiles Serdán 702, colonia Centro Histórico, C. P. 34000. Teléfonos: (01-618) 825-1787 y 825-3156. Fax: (01-618) 128-6030.

Efraín Huerta

León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

Isauro Martínez

Torreón, Coahuila. Matamoros 240 Poniente, colonia Centro, C. P. 27000.Teléfonos: (01-871) 192-0839 y 192-0840 extensión 112. Fax: (01-871) [email protected]

José Luis Martínez

Guadalajara, Jalisco. Av. Chapultepec Sur 198, colonia Americana, C. P. 44310. Teléfono: (01-33) [email protected]

Julio Torri

Saltillo, Coahuila. Victoria 234, zona Centro, C. P. 25000. Teléfono: (01-844) 414-9544. Fax: (01-844) [email protected]

Luis González y González

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Ricardo Pozas

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Gerente: César AguilarCentro Cultural Gabriel García MárquezCalle de la Enseñanza (11) 5-60, La Candelaria, Zona C, Bogotá.Tel.: (00571) 243-8922.www.fce.com.co

ESPAÑA

Gerente: Marcelo DíazSede y almacén: Vía de los Poblados 17, Edifi cio Indubuilding-Goico 4-15, Madrid, 28033. Tels.: (34 91) 763-2800 y 5044.Fax: (34 91) 763-5133.Librería Juan RulfoC. Fernando El Católico 86, Conjunto Residencial Galaxia, Madrid, 28015.Tels.: (3491) 543-2904 y 543-2960. Fax: (3491) 549-8652.www.fcede.es

ESTADOS UNIDOS

Gerente: Dorina RazoSede, almacén y librería: 2293 Verus Street, San Diego, CA, 92154. Tel.: (619) 429-0455. Fax: (619) 429-0827. www.fceusa.com

PERÚ

Gerente: Rosario TorresSede, almacén y librería: Jirón Berlín 238, Mirafl ores, Lima, 18.Tel.: (511) 447-2848.Fax: (511) 447-0760.www.fceperu.com.pe

VENEZUELA

Gerente: Pedro Juan TucatSede, almacén y librería: Edifi cio Torre Polar, P. B., local E, Plaza Venezuela, Caracas. Tel.: (58212) 574-4753.Fax: (58212) 574-7442.Librería SolanoAv. Francisco Solano, entre la 2a. Av.de las Delicias y Calle Santos Erminy, Caracas.Tel.: (58212) 763-2710.Fax: (58212) 763-2483.www.fcevenezuela.com