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Gotas de tinta. Entre fantasmas y palabras. A la memoria. Por Petronius. Fragmentos autobiográficos. Javier Peña D. Cada uno de nosotros guarda un fantasma en esa representación que es la vida. El latido de la esperanza siempre regresa a los inicios. A los primeros recuerdos de sueños, de miedos y de libertad. A los primigenios momentos en los que sentimos que la vida nos pertenecía y era un descubrimiento tan grande e incomprensible pero, tan intenso e infinito que aplazábamos contentos la indagación del origen o del merecimiento. Bello relato que tejemos con los amigos del barrio, o con los que nos vieron desde lejos pero estaban cerca. Todos ellos tienen el destino de ser los testigos. Son la primera fuente de nuestra conciencia, del momento en que abrimos los ojos, y agradecidos o no, tienen una fuerza demoledora porque estuvieron ahí, estuvieron cerca, hablaron de nuestra vida, nos escrutaron y los convertimos en parte de la pintura que fue nuestro horizonte. Un amanecer que fue curiosidad por lo desconocido. A esa pintura debemos volver. Siempre podemos volver con las alas de nuestro recuerdo, y refrescarnos. Volver a sentir la brisa fuerte del origen. Sin embargo, con los años solo queremos irnos, irnos, alejarnos de su tentación, de la esfera de su influencia como si sospecháramos que más allá de él está nuestra ansiada tierra prometida, la “ha-aretz ha- Muvtajat” del Dios Hebreo, la “terra sponsa” de Virgilio. O tal vez, como si temiéramos encontrar en esas tierras perdidas de nuestra infancia un sufrimiento insuperable o un misterio inaccesible. Por eso huímos. Luego, desdeñamos las figuras y las relaciones primitivas de nuestra identidad. Y sin darnos cuenta terminamos devorados por las distintas máscaras, por las diferentes funciones y tareas de nuestra vida. De vez en cuando nos enteramos de que murió alguna de esas ánimas, y

Gotas de Tinta Petronius a La Memoria

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Se describe un relato autobiográfico que da cuenta del tiempo y de la necesidad de regresar a los orígenes.

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Gotas de tinta. Entre fantasmas y palabras.

A la memoria.

Por Petronius.

Fragmentos autobiográficos. Javier Peña D.

Cada uno de nosotros guarda un fantasma en esa representación que es la vida. El latido de la esperanza siempre regresa a los inicios. A los primeros recuerdos de sueños, de miedos y de libertad. A los primigenios momentos en los que sentimos que la vida nos pertenecía y era un descubrimiento tan grande e incomprensible pero, tan intenso e infinito que aplazábamos contentos la indagación del origen o del merecimiento. Bello relato que tejemos con los amigos del barrio, o con los que nos vieron desde lejos pero estaban cerca. Todos ellos tienen el destino de ser los testigos. Son la primera fuente de nuestra conciencia, del momento en que abrimos los ojos, y agradecidos o no, tienen una fuerza demoledora porque estuvieron ahí, estuvieron cerca, hablaron de nuestra vida, nos escrutaron y los convertimos en parte de la pintura que fue nuestro horizonte. Un amanecer que fue curiosidad por lo desconocido. A esa pintura debemos volver. Siempre podemos volver con las alas de nuestro recuerdo, y refrescarnos. Volver a sentir la brisa fuerte del origen. Sin embargo, con los años solo queremos irnos, irnos, alejarnos de su tentación, de la esfera de su influencia como si sospecháramos que más allá de él está nuestra ansiada tierra prometida, la “ha-aretz ha- Muvtajat” del Dios Hebreo, la “terra sponsa” de Virgilio. O tal vez, como si temiéramos encontrar en esas tierras perdidas de nuestra infancia un sufrimiento insuperable o un misterio inaccesible. Por eso huímos. Luego, desdeñamos las figuras y las relaciones primitivas de nuestra identidad. Y sin darnos cuenta terminamos devorados por las distintas máscaras, por las diferentes funciones y tareas de nuestra vida. De vez en cuando nos enteramos de que murió alguna de esas ánimas, y algo en nosotros se revela, nos obliga a sentir un respeto, una consideración misteriosa. Golpeados por una fuerza sorprendente y escondida nos volvemos al pasado. Nos reunimos con nuestras sombras, caminamos con ellas y abrimos la ventana de lo atávico. Asombrados, nos percatamos de que nada estaba tan alejado, que aquellas figuras se levantan rabiosas y reclaman lo suyo. Arrebatan violentamente las rosas del equilibrio que hemos creado y luchan con pretensiones gigantescas un lugar prominente en nuestras vidas. Entonces, derrotados y angustiados nos obligan a mirar al espejo de nuestros pasos. Son las cinco de la tarde y vuelvo a caminar por las calles de la carrera cuatro sin definir todavía qué es lo

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que allí me atrapa y se esconde, qué es lo que busco por los alrededores de las canchas de fútbol, qué es lo que espero hallar al contemplar, como ayer, el sol desaparecer tras las líneas que dibujan las largas paredillas del colegio, y me pregunto adonde ha ido el chiquillo de medias cortas y zapatos tenis que era. Adonde se fueron aquellos amigos. Quizá, el misterio que se esconde en nuestra patria infantil no sea otro que el mismo que descubrió asombrado Hladík, el escritor húngaro que habló con Dios en la oscuridad: que tal vez no somos más que el sueño de Él, que nuestras vidas no son más que una de las repeticiones y erratas del libro que el Hacedor escribe eternamente. Que por ello, gustamos y necesitamos volver, regresar, ensayar las mismas emociones y buscar eternamente la razón de ello. Soy una masa de recuerdos desconectados, fragmentados, dolorosos y enérgicos, alegres y delirantes. Fuentes de energía en escape que me piden escribir sobre ellas, que me exigen con dolor palabras, palabras, homenajes y tributos. Como la vieja columna pompeyana sobreviviente a la catástrofe, resisto la brisa, soporto la violencia de las furias sin saber cómo ni porqué, coleccionando sufrimientos y dando tumbos contra el viento me hundo en la nostalgia de un sueño en el que desaparezco mientras avanzo sobre aquel sendero bajo la brisa y la sombra devoradora de aquellos árboles de mango. Sí, al final, todo sigue igual, volvemos a la misma tierra, al inicio. Quizá, Ryan, aquel biógrafo del cuento de Borges tenía razón: hay una forma secreta del tiempo: un dibujo de líneas que se repiten. Virgilio lo sabía: “ Desgracias de hoy, mañana son memorias Que despiertan secretas simpatías: Senda de rudas pruebas transitorias Nos lleva al Lacio y sus riberas pías: Renacerán nuestras antiguas glorias; Sufrid, guardáos para, mejores días! »