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GUIADA POR LA FECómo resurgí de las cenizas

tras el Holocausto en Ruanda

IMMACULÉE ILIBAGIZA

Con Steve Erwin

ÍNDICE

PREFACIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

INTRODUCCIÓN. UNA llAmADA DE ADvERtENCIA . .13

CAPÍTULO I. SObREvIvIR PARA CONtARlO. . . . . . . . . .19

CAPÍTULO II. CAmINAR SObRE RUINAS . . . . . . . . . . . . 35

CAPÍTULO III. mARÍA, mI mADRE. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43

CAPÍTULO IV. ORACIóN y PAz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

CAPÍTULO V. El PODER DEl AmOR INCONDICIONAl . . . 61

CAPÍTULO VI. UNA NUEvA ClASE DE DOlOR . . . . . . .71

CAPÍTULO VII. ExIlIOS, éxODOS y ASESINOS . . . . . . .79

CAPÍTULO VIII. EN bUSCA DE mIlAgROS. . . . . . . . . . . 97

CAPÍTULO IX. UN SUEñO SE hACE REAlIDAD. . . . . .115

CAPÍTULO X. COmPAñEROS DE OFICINA . . . . . . . . . .125

CAPÍTULO XI. DEPREDADORES DE OFICINA . . . . . . .135

CAPÍTULO XII. JOhN REgRESA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .153

CAPÍTULO XIII. UN EJéRCItO DE AmOR . . . . . . . . . . 169

CAPÍTULO XIV. AbEJAS y bENDICIONES. . . . . . . . . . . . 181

CAPÍTULO XV. tIEmPO DE PARtIR . . . . . . . . . . . . . . . . 199

CAPÍTULO XVI. EN EStADOS UNIDOS. . . . . . . . . . . . . 211

CAPÍTULO XVII. El mUNDO OyE mI hIStORIA . . . 227

EPÍLOGO. RUANDA RESURgE DE lAS CENIzAS. . . . . 237

AGRADECIMIENTOS. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

ACERCA DE LOS AUTORES. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249

PREFACIO

Como en el caso de mi primer libro, no he tenido la intención de escribir en estas páginas una historia de Ruanda o del genocidio. Dejo la detallada crónica y el análisis político de aquellos cien días de masa-cre, a los historiadores, reporteros, profesores y políticos. De mi parte, escribo mi propia historia personal: acerca de sobrevivir al genocidio, sí, pero también acerca de encontrar una vida con sentido a través de la fe y del poder curador que otorga el perdón. Es una historia verdadera; los acontecimientos son reales; y uso mi propio nombre y los de mi familia. Sin embargo, he cambiado los nombres y cargos de algunas personas que aparecen en este libro para proteger la identidad, privacidad y segu-ridad de los sobrevivientes.

Immaculée Ilibagiza, Nueva York

Otoño, 2008

INTRODUCCIÓN

UNA llAmADA DE ADvERtENCIA

Los gritos me despertaron con un susto.

En la oscuridad, temí por Nikeisha (o Nikki), mi hermosa hija pe-queña. Había estado enferma con un resfrío todo el día y toda la noche, y no había podido dormir más que unos minutos. Tampoco yo. Por centésima vez en esa noche, anhelé tener conmigo a mi propia madre.

¿Dónde estás, Mamá? ¡Ah, cómo necesito tu ayuda! No tengo a nadie que me enseñe a cómo calmar el dolor de esta niña, pensé, saliendo de la cama y acercándome a la cuna de Nikki.

Mi mamá siempre había sido capaz de consolarnos a mis hermanos y a mí cuando nos encontrábamos enfermos, doloridos o asustados. Pero nunca tuvo la posibilidad de transmitirnos aquellas habilidades o la infinidad de secretos sobre crianza de niños que había aprendido de mi abuela. La línea materna se había cortado; me habían quitado a mi madre, junto con todo su amor y sabiduría.

Mientras me sentaba al borde de la cama y mecía a mi pequeña en mis brazos, sentía dolor en mi corazón. Nikki nunca sentiría la caricia amorosa de las manos de su abuela, ni tampoco oiría la voz gentil de su abuelo, quien seguramente la habría consentido en todo. Mientras re-cordaba cuánto había soñado mi madre con tener nietos, me pregunté: Mamá, ¿puedes verla? ¿No te parece preciosa tu primera nieta?

¿Cuántos años pasarían hasta que mi hija me preguntara qué había su-cedido con sus abuelos, por qué nunca había conocido a los tíos que veía en el álbum de fotos familiar y cómo era el lugar donde Mami creció?

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¿Qué le diría? ¿Cómo le podría explicar la historia de Ruanda, de cómo las personas en las que había confiado toda mi vida —vecinos, maestros y amigos— se habían convertido en monstruos más aterrado-res que cualquier pesadilla que pudiera llegar a tener? ¿Cuántos cum-pleaños serían necesarios hasta que mi hija estuviera preparada para enterarse de que su abuela, abuelo y tíos fueron asesinados junto con más de un millón de ruandeses inocentes? ¿Cómo le explicaría que to-dos ellos fueron exterminados por la sola razón de haber nacido Tutsis? ¿Cuál sería la edad apropiada para contarle sobre el genocidio?

¿Qué palabras podría encontrar para describirle a Nikki lo que le ha-bían hecho a mi familia? Mi dolor era tal todavía, que me impedía compartir aquellos momentos horribles con mi único hermano sobrevi-viente, Aimable, aun después de haber pasado años y que ya me hubiera mudado, muy lejos, a una nueva vida en Estados Unidos.

Y sin embargo, sabía que era una historia que debía compartir, una de la que había Sobrevivido para contarlo. Creí que Dios me había salvado durante el genocidio por una razón: para hablar sobre ello, a cuantas personas fuera posible, acerca de cómo Él había tocado mi corazón en medio del holocausto y me había enseñado a perdonar. Yo debía dar testimonio de cómo este gran acto podía salvar un alma dañada por el odio y enferma por el deseo de venganza.

Tuve la esperanza de que todos aquellos que oyeran mi historia vieran que mi corazón destruido había sanado a través del perdón y se pregun-taran: ¿si su corazón pudo reponerse, por qué no el mío?

¿Por qué el perdón no podía curar un millón de corazones rotos y revivir una nación rota? La respuesta es que puede curar todos los cora-zones y todas las naciones. Esa era la historia que necesitaba ser contada; esa era mi historia.

Nikki había dejado de llorar y ahora dormía tranquila en mis brazos. La dejé otra vez en la cuna, le di un beso en la frente y le susurré des-pacio al oído:

UNA LLAMADA DE ADVERTENCIA | 15

—Escribiré una historia para Dios, pero también será para ti. Cuando seas más grande, podrás leer mi historia y en sus páginas conocerás a tus abuelos y a tus tíos, y verás lo mucho que te habrían amado.

Mi hija me había dado una llamada de advertencia. Estábamos en la mitad de la noche, pero yo ya no sentía cansancio. Mi niña respiraba sin esfuerzo y yo tenía mucho para contar: a ella y a todo aquel dispuesto a escuchar.

Sentada en mi desvencijado escritorio, en la habitación opuesta a la de Nikki, puse mis dedos sobre el teclado de la computadora y le recé a mi santa favorita, la Virgen María, para que guiara mis palabras. Y así comencé. Escribí durante toda la noche y seguí haciéndolo cada noche, semana tras semana, hasta llegar a escribir “Fin”. El fruto de mi esfuerzo fue una pila masiva de papeles en el piso y recé para que Dios me dejara ver qué hacer con ella, pues yo no tenía idea de nada.

Y naturalmente —como Él siempre hace cuando tenemos un mínimo de fe— Dios respondió a mi plegaria. Llevaría años —algunas revisio-nes, visitas de varios ángeles guardianes y otro hermoso bebé—, pero Dios sí respondió a mi oración, al guiarme a un encuentro “accidental” con el gran escritor y motivador Wayne Dyer, en una conferencia sobre espiritualidad en el año 2004.

Wayne estaba firmando autógrafos de su nuevo libro y, cuando me acerqué a él para obtener mi propio ejemplar, me comenzó a conversar con su manera amistosa y curiosa tan característica. En unos pocos mi-nutos, terminé contándole a este hombre adorable cómo Dios había to-cado mi corazón durante el genocidio y me había enseñado a perdonar a los asesinos de mi familia. Wayne me escuchaba… y luego me tomó por sorpresa al prometerme que tomaría mi manuscrito para su editorial y lo convertiría en libro. Fue fiel a su palabra y, antes de que me diera cuenta, Sobrevivir para contarlo: Cómo descubrí a Dios en medio del Holocausto en Ruanda se había publicado y ya era un bestseller internacional.

Desde su publicación en el 2006, este primer libro se ha traducido a más de una decena de idiomas, desde el islandés al japonés, y me han in-

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vitado a visitar países de los que ni siquiera había oído hablar de niña, en mi pequeña aldea africana. ¡Qué glorioso don el de poder conocer a tan-tas personas nuevas y maravillosas, compartir mi historia y hablar acerca de la fe y del perdón! A decir verdad, pocas cosas me han proporcionado tanta alegría o me han mostrado un sentido más pleno en la vida.

No importa los lugares adonde vaya, los demás siempre quedan im-pactados del hecho que haya podido perdonar a aquellos que persiguie-ron y asesinaron a mi familia.

Muchas veces, las personas me dicen que hay algo diferente o ex-traordinario en mí: “Eres una santa por haber perdonado a esos asesi-nos como lo hiciste. De verdad eres una santa”. Claro que no soy una santa. Ni tampoco hay algo extraordinario en mí: todavía lucho contra el dolor, el miedo y la ira como cualquier otro ser humano. Pero cada vez que afloran estos sentimientos, recuerdo cómo Dios me salvó y me dio fuerzas. El Señor siempre está conmigo, así como siempre está para cualquiera de nosotros cuando lo necesitamos. Pero siempre debemos estar preparados para recibirlo en nuestros corazones y espero que esto sea lo que las personas se lleven de mi historia.

He escrito este segundo libro para compartir más de mi historia conti-go. Mucho de esto sólo ha aparecido superficialmente en Sobrevivir para contarlo; por eso he querido hacer la historia más sustanciosa, contar qué sucedió después del genocidio, cuando tuve que luchar por mante-ner mi relación con Dios, ante todo, en mi corazón. Sin embargo, no escribí Guiada por la fe como un diario cronológico acerca de vivir en un mundo post holocausto. En lugar de eso, quise compartir la epopeya de mi supervivencia a través de una serie de experiencias y recuerdos profundos, conectando y destacando los acontecimientos que influye-ron más profundamente en mi crecimiento espiritual.

Nuestra pesadilla nacional había sacudido a mi país hasta su raíz; por todos lados había sufrimiento, tristeza, desconfianza y temor. Si bien me había rendido por completo a la voluntad de Dios durante el ge-

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nocidio —acogiendo su amor y aceptándolo como mi Padre celestial, amigo cercano y protector— mi vida se veía ahora envuelta en nuevos y aterradores desafíos que nunca podría haber anticipado. En este mundo oscuro y confuso que se desenvolvía a mi alrededor, mi lucha por en-contrar sentido, comprensión y esperanza continuaba.

Fue a través de esta lucha que aprendí una de las lecciones más impor-tantes de mi vida: nunca subestimar la fe. Nuestra relación con el Señor es el amor más glorioso del que tendremos experiencia jamás; pero, como todas las relaciones, debe nutrirse: requiere trabajo duro, atención cons-tante y un profundo compromiso para un crecimiento fuerte y próspero. La renovación de fe sigue teniendo lugar en mi vida; y he contemplado, maravillada, a la población de Ruanda renovar su fe en Dios al tiempo que las heridas del genocidio se curaban a través de su amor.

Incluso en sus mejores momentos, la vida tiene desafíos; y las preocu-paciones mundanas pueden interferir fácilmente en nuestra espiritua-lidad. Mientras me tambaleaba, viviendo en la secuela del holocausto, aprendí que encontrar al Señor no es suficiente; debemos mantenerlo siempre en nuestro corazón. Constantemente necesitamos descubrir a Dios; confiarle todas nuestras cosas, pequeñas y grandes, y asegurarnos de que Él siga siendo parte de nuestra vida cotidiana. Siempre debemos permitir que nuestros corazones sean guiados por la fe.

CAPÍTULO I

SObREvIvIR PARA CONtARlO

Para aquellos que no han leído Sobrevivir para contarlo y no están fa-miliarizados conmigo, voy a presentarme y a resumir brevemente lo que he compartido en mi primer libro (aquellos que sí lo han leído pueden también aprovechar la oportunidad para repasar la historia).

Mi nombre es Immaculée Ilibagiza. Nací en Ruanda, el minúsculo país de África central que es conocido en el mundo por una sola razón: el genocidio de 1994, en el cual más de un millón de inocentes fueron ferozmente masacrados de las formas más crueles imaginables. Y sin embargo, de niña nunca podría haber imaginado un lugar más feliz y pacífico para crecer.

Ruanda es uno de los lugares físicamente más hermosos del mundo, con interminables colinas ondulantes, bosques de pinos y cedros, y va-lles verdes y frondosos. Ha sido bendecido con un clima tan agradable y templado a lo largo del año, que los primeros habitantes europeos lo llamaron “tierra de la eterna primavera”. Yo, personalmente, pensaba que había nacido en el paraíso.

Crecí en una pequeña aldea llamada Mataba, en la provincia occi-dental de Kibuye. Mi hogar se encontraba en la cima de una colina que daba hacia las vastas y brillantes aguas del lago Kivu. A lo largo del lago, se alzaban imponentes vistas de las montañas nevadas de nuestro país vecino, Zaire, ahora llamado República Democrática del Congo.

Si bien Ruanda tiene un tamaño aproximado similar al del estado de Maryland, en Estados Unidos, tiene una población que supera los ocho

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millones, lo que lo hace uno de los países más densamente poblados del mundo. Es también uno de los más pobres. Nuestra aldea rural contaba con una sola escuela de una habitación y no había agua corriente o elec-tricidad. La población, sin embargo, se mostraba genuinamente ama-ble y amistosa. Los vecinos eran nuestra familia extendida: sus puertas siempre estaban abiertas, al igual que las nuestras. De niña, nunca me sentí amenazada o atemorizada por algún conocido.

Mis padres, Rose y Leonard, eran personas cálidas y generosas a las que sus cuatro hijos adoraban: mis dos hermanos mayores, Aimable y Damascene, mi hermano menor Vianney y yo. Mamá y Papá habían sido los primeros en sus familias en terminar la escuela secundaria y eran de los pocos en la región que habían ido a la universidad. Ambos se volvieron maestros y creían que la única manera de escapar de la po-breza que azotaba a la mayor parte de África era a través de una buena educación. Nos insistían incansablemente, cada vez que volvíamos del colegio, en esforzarnos en todas las materias, para asegurarse de que nuestras notas estuvieran entre las mejores de la provincia.

Muchas de las personas de la aldea habían sido alumnos de mis padres y respetaban tanto a Mamá y a Papá en la comunidad, que frecuen-temente los llamaban para pedirles consejos o para sellar discusiones locales. Particularmente, recuerdo cómo los hombres se aproximaban a mi padre a la salida de la iglesia, los domingos, con preguntas acerca de qué cosechar en esa época, qué hacer para que sus hijos siguieran en la escuela o cuánto debían pagar por la vaca de un vecino.

Ir a la iglesia era un tema muy importante para nosotros. En casa, se adoraba y se amaba a Dios, y la oración era una ceremonia diaria. Si bien mis padres eran católicos devotos, creían que Dios se encontraba en todas las religiones y confesiones, y fomentaban que nosotros vivié-ramos según la regla de oro: tratar al prójimo con amor y respeto.

Mis tres hermanos y yo nos queríamos mucho y éramos muy feli-ces de crecer juntos en Mataba. Al no contar con centros comercia-les, videojuegos, televisión, incluso teléfono, debíamos entretenernos

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con nuestros propios medios. Por eso, cuando no estábamos haciendo nuestras tareas o deberes, aprovechábamos la mayoría del tiempo libre para jugar juntos, nadar en el lago Kivu o quedarnos en casa a escuchar historias.

Desde casi todo punto de vista, mi infancia fue idílica. No fue sino hasta bien entrada mi época escolar, que me di cuenta de que nuestros padres nos habían estado protegiendo, a mis hermanos y a mí, de la ver-dad sobre Ruanda. Crecimos pensando que los vecinos nos amaban y nos cuidaban, y que nuestro país era un lugar seguro y pacífico. Nunca nadie nos contó sobre los horribles prejuicios, las candentes tensiones étnicas y las medidas de promoción del odio que estaban dividiendo a nuestros compatriotas; las que, eventualmente, sentaron las bases para uno de los genocidios más sangrientos de la historia.

Antes de ingresar al sistema escolar, nunca había oído hablar de que se refirieran a las personas como Hutus o Tutsis; pero una vez que lo hice, no pude escapar de la horrible oscuridad que estos términos habían generado en toda Ruanda.

Mi educación en mi país, con su particular estilo de apartheid, co-menzó cuando, de niña, me obligaban a pararme en las clases matutinas para identificarme como miembro de la tribu Tutsi. Ruanda es la patria de las siguientes tribus: una mayoría Hutu, aproximadamente el 85% de la población; y mi tribu, la Tutsi, que conforma alrededor del 14%. El porcentaje restante pertenece a los Twa, una tribu de pigmeos que, en su mayoría, vivían y cazaban en los bosques y se ocupaban de sus propios asuntos.

Aunque Hutus y Tutsis eran parte de tribus diferentes, compartíamos una misma cultura: todos hablábamos el mismo idioma (kinyaruanda), consumíamos los mismos alimentos, rezábamos en las mismas iglesias, estudiábamos en las mismas aulas y vivíamos en los mismos barrios, in-cluso en los mismos hogares. Si bien se suponía que los Tutsis eran más altos, tenían la piel ligeramente más clara y las narices más delgadas que los Hutus, generaciones de matrimonios mixtos habían prácticamente

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eliminado estas diferencias. La sangre Hutu y Tutsi se había mezclado tanto a lo largo de los siglos que, para cuando yo nací, en 1970, las tribus eran prácticamente indistinguibles. Políticamente, sin embargo, nos habían dividido con una eficiencia implacable.

Como es el caso de la mayoría de los países africanos, muchos de los nuevos problemas de Ruanda encontraban sus raíces en el pasado colonial.

Durante más de quinientos años, Hutus y Tutsis habían vivido en paz bajo una larga línea de reyes Tutsis. Pero esta paz fue destruida cuando los colonos europeos —primero los alemanes y luego los belgas— llega-ron a Ruanda en el siglo XIX. Para poder conquistar y controlar el país más fácilmente, los belgas apoyaron la monarquía Tutsi y explotaron la estructura social existente. Los belgas favorecían a los Tutsis debido a su piel clara y rasgos más “atractivos”, lo que los hacían parecer más cerca-nos a los europeos que los Hutus. Los jefes belgas incluso introdujeron un “carnet de identificación étnica”, para garantizar que los dos grupos permanecieran socialmente segregados, tanto como fuera posible.

Cuando el rey Tutsi presionó para obtener la independencia y pidió a los belgas que abandonaran Ruanda en 1959, estos respondieron con su apoyo a los extremistas Hutu para tomar el poder y derrumbar la mo-narquía Tutsi. La sangrienta Revolución Hutu que le siguió dejó más de cien mil víctimas Tutsi. Luego de que los belgas finalmente abandona-ran Ruanda en 1962, los extremistas Hutu comenzaron una campaña de terror y masacre hacia los Tutsis que duró décadas. Más de diez mil hombres, mujeres y niños fueron asesinados en estas matanzas y limpie-zas étnicas que los nuevos gobernantes del país fomentaban.

Una vez que estos extremistas pusieron en funcionamiento medidas para asegurarse de que los mejores empleos y cargos en las escuelas fue-ran para los Hutus, los políticos Tutsi fueron expulsados de sus cargos, los profesores Tutsi fueron despedidos de sus trabajos y los mejores es-tudiantes Tutsi fueron pasados por alto en las obtenciones de becas. El sistema de carnets de identificación étnica se utilizaba ahora para aislar,

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intimidar y perseguir Tutsis. Cuando cientos de miles de Tutsis huyeron de Ruanda para escapar de las matanzas compulsivas que tenían lugar, el gobierno Hutu aprovechó la oportunidad para expulsarlos de forma permanente. Así, generaciones de Tutsis comenzaron a vivir en el exilio en los países limítrofes de Ruanda, prohibida por la ley la posibilidad de regresar a sus hogares.

Para cuando yo ya era adolescente, en la década de 1980, muchos de aquellos exiliados se habían unido a un movimiento político en Uganda llamado Frente Patriótico Ruandés (FPR). El FPR exigía que el gobier-no Hutu dejara de perseguir Tutsis en Ruanda y que permitiera a los exi-liados volver a casa. El gobierno, que se había convertido prácticamente en una dictadura después de un golpe de estado en 1973, liderado por Juvénal Habyarimana, rechazó tales exigencias, por lo que los soldados rebeldes Tutsi invadieron el norte de Ruanda desde Uganda. Los rebel-des dejaron en claro que lucharían hasta que el gobierno Hutu acordara en compartir el poder con ellos y tratara a los Tutsis como iguales.

La invasión desencadenó una guerra civil intermitente, que comen-zó cuando yo estaba fuera de casa en la escuela secundaria, en otoño de 1990. Las medidas anti Tutsi se intensificaron durante este tiempo y llegaron a unos niveles de odio y de intolerancia que el mundo no había visto desde la persecución nazi a los judíos, décadas antes. Entre las herramientas de odio más evidentes, se destacaron los “Diez man-damientos Hutu”, que aparecieron por primera vez en un periódico anti Tutsi. Esta publicidad declaraba que si un Hutu se casaba con una Tutsi o incluso si le prestaba dinero o realizaba alguna clase de nego-cios, constituía una traición. Los empleos significativos en el gobierno o los empleos militares estaban vedados para los Tutsis a esta altura, y se fomentaba que todos los Hutus se alejaran de sus vecinos, familiares y amigos Tutsi.

Un movimiento político llamado “Poder Hutu” se difundió por todo el país: la “radio del odio”, a través de las mismas emisoras del gobierno, promovía un intenso miedo y aversión nacional hacia los Tutsis. Los programas de radio Hutu deshumanizaban a los Tutsis y se referían a

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ellos como “cucarachas” que debían ser “exterminadas” antes de que pudieran hacer daño a los niños Hutu o les robaran los empleos. Tales programas llegaron a todo el país y quedó claro que el gobierno apoya-ba abiertamente una medida de asesinatos en masa para tratar con “el problema Tutsi”.

Eran tiempos dominados por el miedo, que se volvieron incluso más inestables cuando el partido político del presidente Juvénal Habyarima-na comenzó a reclutar y a entrenar decenas de miles de jóvenes Hutu desempleados, para convertirlos en una fuerza militar conocida como el Interahamwe, que significa, literalmente, “aquellos que asesinan jun-tos”. Su única misión era la exterminación de “cucarachas Tutsi”.

Para abril de 1994, ya se había recolectado y preparado suficiente combustible para el genocidio: todo estaba listo para la ignición. La chispa se encendió en Semana Santa, cuando yo había vuelto a casa de la universidad para visitar a mi familia en las vacaciones.

La noche anterior al comienzo del genocidio, mi hermano Damasce-ne suplicó a nuestra familia que abandonara la aldea inmediatamente, porque había oído que grupos del Interahamwe estaban deambulando por nuestra área, armados con machetes y granadas de mano. Nos ad-virtió también que llevaban consigo listas de la muerte con nombres de familias Tutsi.

—Nuestros nombres están en esa lista —dijo mi hermano, rogándole a mi padre que nos llevara fuera del país esa misma noche. Nos prome-tió que él encontraría un bote al pie de la colina y nos pasaría al otro lado del lago Kivu hacia Zaire, un lugar seguro.

Pero mi padre no estaba convencido.

—Tú eres muy joven como para saber de qué estás hablando —le dijo a Damascene—. Ya he visto esta clase de pánico antes… comienzan a dar vueltas rumores sobre listas de la muerte y, al minuto, todo el mun-do ve asesinos con granadas detrás de cada arbusto.

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Al igual que yo, Papá pensaba que los vecinos eran personas buenas y amables, incapaces de hacernos algún daño. Había algunos problemas políticos debido a la guerra, pero eso no nos afectaba: nuestra aldea era una gran familia feliz. Incluso mi novio John era Hutu y habíamos planeado casarnos después de la universidad. Por tanto le di la razón a mi padre y no pensé que las cosas estuvieran ni cerca de malas como Damascene las hacía parecer.

—Además, el presidente Hutu acaba de firmar un acuerdo de paz con los rebeldes Tutsi, accediendo a compartir el poder y a permitir a los exi-liados regresar a Ruanda —agregó mi papá—. Las cosas no han estado mejores para los Tutsis en años. Dejen que los mayores decidan cómo son las cosas, Damascene. No voy a empacar a toda mi familia y a aban-donar mi hogar porque algunos de tus amigotes se inventen historias.

Pero mi hermano se encontraba tan enardecido acerca de lo que decía que, eventualmente, me convenció de que estaba en lo cierto. Recordé los programas de radio que alentaban a los Hutus a exterminar a las cucarachas Tutsi y los episodios de violencia anti Tutsi que había visto tener lugar en las calles cerca de mi universidad.

—Quizás Damascene tiene razón, Papá. Quizás deberíamos irnos ahora…

La respuesta de Papá significó el fin de la discusión.

—Nadie en esta familia se va a ningún lado —dijo—. Soy mayor y sé más sobre esto.

A la mañana siguiente, el 7 de abril, ya no importaba si Damascene había estado en lo cierto o no: era demasiado tarde para escapar.

El presidente Habyarimana había muerto cuando derribaron su avión durante la noche en que volvía de unas conferencias de paz. En una hora, los extremistas Hutu pusieron sus cuidadosos planes de genocidio en marcha. Las matanzas comenzaron inmediatamente en la capital de Ruanda, Kigali; cualquier Tutsi o Hutu moderado1 que tan siquiera

1 N. del T.: Los Hutus moderados eran aquellos que no deseaban participar de ninguna forma en el genocidio o que asistían o escondían Tutsis.

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intentara impedir el inicio del holocausto, era arrastrado de su casa y ejecutado en las calles junto a sus familias.

Los escuadrones de la muerte también surgieron en nuestra aldea y así comenzó la masacre de nuestros amigos y vecinos. El Interahamwe in-cendiaba todas las casas y daba muerte a familias enteras con machetes, mientras intentaban escapar de las llamas. Los gritos hacían eco en las colinas alrededor de Mataba, pero no había lugar adonde huir. Las vías de escape, incluso en bote a través del lago Kivu, habían sido cortadas. Los soldados del gobierno y los asesinos del Interahamwe habían esta-blecido barricadas y puestos de control por todos lados; llevar un carnet de identificación Tutsi era llevar una sentencia de muerte.

Mientras los asesinos se movían de casa en casa, cientos de aldeanos corrían hacia la nuestra para pedir ayuda a mi padre. Mamá y Papá ha-bían sido líderes de la comunidad y ahora la comunidad Tutsi dependía de ellos para salvar sus vidas. Al poco tiempo, miles de Tutsis de toda la región estaban acampando enfrente de nuestra casa, esperando a que mi padre les dijera qué hacer.

Durante los dos días siguientes, mi padre intentó calmar a la multitud asustada, alentándolos a que se defendieran como mejor pudieran hasta que llegara el auxilio. Pero las mujeres y los niños eran tan numerosos… y los jóvenes que estaban dispuestos a luchar no tenían armas. Todos estaban aterrados; recuerdo pensar, en ese momento, que estábamos todos sentados como corderos que van a ser sacrificados.

Al tercer día, el ataque comenzó. Al principio, los hombres de la mul-titud lograron contener al Interahamwe lanzando piedras y palos, pero ellos seguían viniendo en grupos más y más grandes, armados con ma-chetes, lanzas y garrotes con clavos.

Antes de que los ataques se volvieran una masacre, mi padre me orde-nó huir a la casa de un pastor local Hutu, junto a Augustine, un amigo de mi hermano menor.

—Sal de aquí inmediatamente, Immaculée —me ordenó—. El Pastor

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Murinzi es un buen hombre y un buen amigo. Pídele que te esconda hasta que los problemas hayan terminado.

Le supliqué que me dejara quedarme; me preocupaba pensar que no lo volvería a ver, o a mi madre o a mis hermanos. Pero él insistió con que me fuera, ya que, de lo contrario, me podrían violar… o peor. Mientras nos decíamos adiós, Papá sacó su rosario rojo y blanco y lo presionó en mi mano cubriéndola con la suya, diciéndome que tuviera fe en que Dios me iba a proteger. Le dije a mi padre que lo amaba y él me prometió venir a buscarme a la casa del pastor tan pronto como fue-ra seguro. Perdí de vista a mi madre en medio de la locura que reinaba en mi casa y no la pude encontrar para despedirme. Nunca volví a ver a mis padres con vida.

Los asesinos estaban por todo el campo, y Augustine y yo a duras pe-nas nos arreglamos para evitar a un grupo Hutu muy armado mientras nos dirigíamos hacia lo del Pastor Murinzi.

Si bien era un Hutu, el Pastor Murinzi era un amigo de la familia desde hacía muchos años y había accedido a esconderme. Sin embargo, como ya había acogido a varias otras mujeres y niñas Tutsi, no podía proteger a Augustine o a mi hermano Vianney, quien llegó más tarde (Damascene también había venido, pero decidió refugiarse con un ami-go Hutu suyo que se llamaba Bonn).

—No tengo lugar para ellos y esconder hombres es mucho más peli-groso que esconder mujeres —explicó el pastor—. Ya la situación es un riesgo enorme; si encuentran a cualquiera de ustedes aquí, nos matan a todos.

Mis ruegos y lágrimas no cambiaron su forma de pensar. Gracias a Dios, mi hermano Aimable estaba a casi cinco mil kilómetros de dis-tancia estudiando en Senegal, y había escapado de la pesadilla en la que el resto estábamos viviendo. Lo más doloroso que tuve que hacer en mi vida fue decirles a Vianney y a Augustine que debían abandonar la casa

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del pastor e intentar evitar a los asesinos lo mejor que pudieran por sí mismos. Mi corazón se destrozó al verlos desaparecer en la oscuridad, sin saber adónde irían o si estarían seguros.

El Pastor Murinzi accedió a esconder seis Tutsis —una mujer con sus dos hijas, otras dos chicas y yo— en un minúsculo baño, que raramente se usaba, al fondo de su habitación. En ese lugar, nos podía mantener ocultas de los asesinos, de los criados e incluso de su propia familia. Más tarde, se unieron a nosotras dos mujeres más, que nos acompañaron en esta habitación de aproximadamente un metro de ancho por un metro veinte de largo. Nos apretujamos todas tan fuertemente que apenas po-díamos respirar.

Como el pastor nos había dado órdenes estrictas de no hablar entre nosotras, por miedo a que fuéramos oídas, casi no nos dirigimos la pala-bra durante tres meses. Pero nada nos impedía escuchar a los monstruos alocados que estaban fuera, recorriendo la aldea y cantando mientras cazaban Tutsis:

—¡Mátenlos! ¡Mátenlos! ¡Mátenlos a todos! ¡Maten a los viejos y a los niños! ¡Maten hasta la última cucaracha!

Durante los siguientes 91 días, las siete mujeres y yo nos apiñamos en ese pequeño y contraído espacio, mientras los asesinos arrasaban con todo afuera. Podíamos escuchar informes desde la radio de la ha-bitación del pastor, en los que los oficiales del gobierno ordenaban a todos los Hutus en Ruanda que tomaran sus machetes y exterminaran a cuanto Tutsi vieran (aun si fuera esposo, esposa o niño). Fracasar en esta matanza u ofrecerles refugio se castigaba con la muerte. Había aproxi-madamente unos siete millones de Hutus en el país y, con muy pocas excepciones, todo aquel capaz de asesinar se había unido a la masacre.

Por los programas de noticias internacionales, nos enterábamos de que el mundo le había dado la espalda a Ruanda. Todos, excepto un puñado de pacificadores de las Naciones Unidas (ONU), se habían ido,

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y nadie venía a nuestro rescate (ninguno de los otros países africanos, ni los europeos ni mucho menos Estados Unidos). Todo el mundo sabía lo que estaba sucediendo, pero nadie actuó para detenerlo. El gobierno extremista Hutu interpretó este silencio como luz verde para seguir ade-lante con el genocidio y procedieron con las matanzas a un ritmo más acelerado y con una eficiencia que ni siquiera Hitler había conseguido.

No necesitábamos una radio para saber cuán cercas de la muerte nos encontrábamos siempre, ya que los asesinos registraban la casa del pas-tor con frecuencia. Los escuchábamos maldecir al otro lado de la fina pared de yeso, mientras desordenaban los muebles y empujaban los paneles del techo para ver si allí había refugiados. La puerta del baño estaba a plena vista para cualquiera que estuviera en la habitación: que nuestro escondite nunca fuera descubierto fue un milagro de Dios.

Un día, mientras los asesinos se dirigían a la casa del pastor, tuve una visión de un gran armario colocado frente a la puerta del baño. Sabía que Dios me había dado una señal, así que le rogué al pastor que moviera su armario al frente de la puerta. Accedió, y ni bien terminó de hacerlo, los asesinos entraron a la habitación y la registraron de arri-ba abajo nuevamente. Los podíamos escuchar revolviendo el armario, mientras murmuraban cómo una vez habían encontrado y asesinado bebés ocultos en cajones. Pero nunca buscaron detrás del armario, y así nos salvamos.

Esto no era más que uno de los muchos milagros que vivimos durante el genocidio; el mayor de todos fue poder descubrir la verdadera esencia de Dios y, por su gracia, encontrar el poder de perdonar a todos aque-llos que habían cometido tales crímenes irreproducibles contra mi país y mi gente.

Desde el momento en que entré a ese baño, me aferré al rosario rojo y blanco que mi padre me había dado como regalo de despedida. Ese ro-sario se convirtió en un salvavidas hacia Dios, y oré con él con frecuen-cia, rogando que me salvara de las violaciones y de los asesinatos. Pero mis oraciones no tenían la fuerza suficiente, porque todavía sentía odio

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hacia los asesinos por lo que hacían. Cuanto más rezaba, más me daba cuenta de que, para verdaderamente recibir la bendición de Dios, mi corazón debía estar preparado para recibir su amor. ¿Pero cómo podía Él entrar a mi corazón cuando albergaba tanta ira y tanto odio?

Recé el Padrenuestro cientos de veces, con la esperanza de perdonar a los asesinos que había a mi alrededor. Pero era inútil: cada vez que llegaba a la parte de “como también perdonamos a los que nos ofenden”, mi voz se apagaba. No podía pronunciar esas palabras porque no las sentía en mi interior verdaderamente. Mi incapacidad de perdonar me causó un dolor aún mayor que la angustia por estar separada de mi familia, y era mucho peor que el tormento físico de ser perseguida constantemente.

Luego de varias semanas de oración continua, Dios acudió a mí y tocó mi corazón. Me hizo entender que todos somos sus hijos y, por lo tanto, todos merecemos ser perdonados. Incluso aquellos que habían hecho cosas tan malvadas y depravadas como los asesinos que estaban destrozando Ruanda a pedazos: ellos también merecían ser perdonados. Como niños malcriados, debían ser castigados… pero también necesi-taban del perdón.

Luego tuve una visión de Jesús en la cruz, dando su último alien-to para perdonar a sus perseguidores; por primera vez, pude abrirme completamente para dejar que Él llenara mi corazón con el poder de perdonar. El amor de Dios inundó mi alma y perdoné a los que habían pecado y a los que continuaban haciéndolo de maneras tan atroces y profanas. La ira y el odio que habían endurecido mi corazón habían desaparecido, y yo me sentía embargada de un profundo sentimiento de paz. Ya no importaba si la muerte me alcanzaba. No quería que lo hiciera, por supuesto, pero supe que ya estaba preparada. El Señor había purgado mi corazón y ya no le temía a la muerte: Él había salvado mi alma. Si bien siempre había creído en Dios y había rezado durante toda mi vida a Él, a Jesús y a la Virgen María, nunca antes había sentido su poder en mí como en ese momento en el que mi corazón había apren-dido a perdonar. Ahora sentía todo ese poder a mi alrededor y supe que me acompañaría por el resto de mi vida.

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Pasé el resto de las semanas en el baño en oración y relativamente en paz. La radio informaba que el FPR había seguido a su líder, Paul Kaga-me, hacia Ruanda, desde su base en Uganda. Habían estado luchando contra el ejército Hutu desde que nos habíamos escondido y ahora el gobierno Hutu estaba colapsando. Los que habían organizado el geno-cidio habían abandonado Kigali a su suerte y el ejército Hutu estaba cercano a la derrota. Los asesinos todavía rondaban por todos lados, pero ahora había esperanzas de que un rescate era posible.

Luego de que las mujeres y yo hubiéramos pasado tres meses escon-didas, tropas francesas llegaron desde el oeste de Ruanda y montaron zonas de seguridad, lugares donde los sobrevivientes Tutsi podían en-contrar protección y refugio. Si bien los Tutsis sentían una gran des-confianza hacia los franceses, ya que habían apoyado al gobierno Hutu con armas y dinero por mucho tiempo, a esta altura no teníamos otra alternativa más que huir hacia ellos.

El Pastor Murinzi nos dijo que los asesinos cada vez se acercaban más hacia nosotros y, si no abandonábamos el lugar, era seguro que nos des-cubrirían y nos matarían. Nos llevó a escondidas hacia un campamento de refugiados francés, en una noche sin luna, y por varias semanas, las mujeres y yo vivimos relativamente seguras, alimentándonos de verdad por primera vez desde que el genocidio había comenzado. Al encontrar-me con otros sobrevivientes, de a poco me fui dando cuenta hasta qué punto el mal se había apoderado de mi patria… y me contaron cuál había sido el destino de mi familia.

A mi padre lo mataron bajo las órdenes de un oficial Hutu que alguna vez había sido un buen amigo. Papá había acudido a las oficinas del go-bierno local a pedir ayuda para los refugiados que acampaban enfrente de casa; le dispararon por la espalda cuando salió. Lo asesinaron sólo unos días después de que el genocidio había comenzado.

Mi madre había logrado esconderse durante un tiempo, pero cuan-do creyó oír a mi hermano Damascene pedir ayuda, salió corriendo

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al descubierto para encontrarlo. Unos hombres, que antes habían sido cercanos a mi familia, la descuartizaron.

Damascene verdaderamente se había estado refugiando por varias se-manas en lo de su mejor amigo de la infancia, Bonn. Sin embargo, al intentar tomar un bote en el lago Kivu para dirigirse a Zaire, mi her-mano fue emboscado por asesinos. Fue ejecutado con machetes por un grupo de hombres y muchachos de la zona, liderados por un ministro protestante Hutu. Testigos de aquella escena contaron más tarde que había rezado por los que lo estaban matando, incluso mientras le corta-ban los brazos y piernas.

Y, finalmente, me llegaron noticias acerca de mi hermano menor, Vianney, a quien había enviado fuera de la casa del pastor con su amigo Augustine. Luego de abandonar el lugar, los muchachos huyeron hacia un estadio de fútbol a unirse con miles de otros Tutsi, con la esperanza de encontrar allí seguridad. Pero el estadio se convirtió en una tumba masiva cuando algunos asesinos lanzaron granadas al campo y luego bañaron a la multitud con ametralladoras. Una niña, que estuvo con Vianney durante el ataque, dijo que las balas lo cortaron al medio.

Lo que había escuchado sobre mi familia era una carga demasiado pesada, pero la nueva y poderosa relación que había forjado con Dios me sirvió de ayuda en medio del dolor. Ya no albergaba ira hacia los asesinos de mi familia; sabía que habían estado poseídos por el diablo y ya deberían responder al Señor en el Día de Juicio.

Dios continuó protegiéndome después del genocidio: me guió de ma-nera segura hacia un nuevo hogar en Kigali y hacia un nuevo empleo en la ONU. Pude ganar suficiente dinero para volver a Mataba a enterrar a mi madre y a Damascene; sus cuerpos fueron los únicos que pude encontrar de los miembros de mi familia.

Ya estaba lista para comenzar de cero, pero todavía había algo más que debía hacer para verdaderamente empezar una nueva vida: necesitaba

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poner en práctica lo que Dios me había enseñado en el escondite y per-donar totalmente a los asesinos de mi familia. Es por eso que, en una prisión cercana a mi aldea natal, fui a ver a Felicien, un hombre cuyo machete había apuñalado a Mamá y a Papá.

Como era el caso de muchas personas que se habían vuelto asesinos, el alma de Felicien sufría en tormento. Cuando la niebla del mal final-mente se levantó de su corazón, todo lo que le había quedado era culpa y remordimiento. Una vez había sido un hombre alto y orgulloso, a quien yo admiraba de niña: un líder de negocios y un político local que vestía bonitos trajes y que siempre prestaba atención a su apariencia; pero ahora su cuerpo decaía y su mente estaba al borde de la locura. Lo recuerdo postrado en el piso ante mí e incapaz de mirarme a los ojos: la vergüenza y el arrepentimiento lo habían consumido demasiado como para pedirme perdón, algo que deseaba con desesperación.

En aquella prisión, supe que Felicien y yo, asesino y sobreviviente, estábamos en realidad en el mismo camino. Ambos necesitábamos del poder curador que otorga el perdón de Dios para salir adelante si que-ríamos que nuestra patria sobreviviera y surgiera del rencor, de la sangre y del sufrimiento del holocausto.

Perdoné a Felicien con todo mi corazón. Y creo que, en el suyo pro-pio, él aceptó mi perdón.

Mi alma ahora sí era libre y rebosaba de amor a Dios, pero mi vida como sobreviviente del genocidio recién había comenzado. Como Ruanda, tendría muchos días oscuros y dudas en el camino que en-frentar respecto a un futuro incierto, pero sabía que era un viaje que siempre estaría bendecido si lo vivía con fe.