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_Gusmán, Luis - La Casa Del Dios Oculto

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LUIS GUSMÁN

LLAA CCAASSAA DDEELL DDIIOOSS OOCCUULLTTOO

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Diseño de la cubierta: Edhasa, basado en un diseño de Pepe Far

Primera edición en Argentina: marzo de 2012

© Luis Gusmán, 2012 © de la presente edición: Edhasa, 2012

Avda. Diagonal, 519-521 08029 Barcelona Tel. 93 494 97 20

España E-mail: [email protected]

Avda. Córdoba 744, 2º piso C C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 43 933 432 Argentina

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-987-628-152-2

Impreso por Cosmos Print

Impreso en Argentina

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A Alicia Palaut, Patricia Vázquez, Buby Illescas y Jorge Palaut

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En el monasterio de Asís, había un monje con un acento vulgar que delataba su origen calabrés. Sus compañeros se burlaban de él. Sin embargo, era susceptible; acabó por no abrir la boca si no era para anunciar una catástrofe, una desgracia, cualquier acontecimiento suficientemente grave por sí mismo como para que su acento pudiera pasar desapercibido. Sin embargo, le gustaba hablar: llegó a inventar catástrofes. Como era sincero, pasó a provocarlas él mismo.

Jean Paulhan

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Desierta

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El polaco

El apellido del polaco era Demboreysnky. En el barrio decían que era tan difícil de pronunciar que optaron directamente por llamarlo “polaco” o por el apellido materno: Iberra.

Por qué el polaco dejó a mi hermano entrar en su casa fue algo que en el barrio nadie pudo entender. Hacía diez años que vivía en Villa Mercado y, exceptuando una persona, los vecinos ignoraban qué había en su casa. Decían que, por ser inválido de guerra, vivía de una pensión. Estábamos a fines de 1959 y la guerra había terminado hacía casi catorce años.

El hombre rengueaba de la pierna derecha y se desplazaba con cierta dificultad. Para caminar se apoyaba en una muleta.

Se decía que durante la Segunda Guerra Mundial había combatido en África. En Villa Mercado, como en todo barrio, se tejían leyendas que resultaban

contradictorias; por un lado, se inventaban historias fabulosas pero, por otro, nunca se terminaban de creer. Con lo cual, el origen del polaco oscilaba entre el de un combatiente y el de un impostor. Según las versiones, su renguera era atribuida a una herida en la pierna producida por una granada o simplemente a un accidente. Como solía hacer algunas changas como electricista, también se decía que se había caído de un andamio en una obra en construcción.

En otra versión, su renguera era atribuida a un balazo en la pierna que le había disparado un marido celoso. Por el hecho de vivir solo, a su sexualidad se la rodeaba de un hálito oscuro. Razón por la cual existía cierto recelo de que alguno de nosotros fuera a su casa, ya que la visita podía ser interpretada como un asunto turbio que bordeaba la homosexualidad. Por lo tanto, el hecho de que no dejara entrar a nadie en su casa y que hubiera establecido un cerco entre él y los demás era un motivo de tranquilidad para los vecinos.

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La casa del polaco encerraba un misterio. Aunque se chusmeaba que Ana, la única prostituta que había en el barrio, lo visitaba una vez por mes. Como en la casa de Ana había un cartel pintado con letra escolar que advertía “Se colocan inyecciones”, también se rumoreaba que iba a aplicarle inyecciones en la pierna enferma.

Por esa época pude visitar la casa de Ana. Tenía casi dieciséis y era mi primera vez. Es verdad que la excitación y la curiosidad me desbordaban tanto como la vergüenza. Quizás esos fueron los motivos por los que, a pesar de la paciencia de Ana, mi primera vez resultó un fracaso. Y tal vez por ese mismo fracaso insistí y me convertí en su cliente más joven. Lo cual me daba cierto privilegio. Una vez probada la urgencia de mi virilidad, mis visitas a Ana tuvieron otro interés: enterarme de la vida del polaco. Pero nunca le pude arrancar una palabra. Se quedaba muda y yo llenaba su silencio con cientos de suposiciones: ¿Ana le tenía miedo al polaco? ¿Ocultaba un secreto inconfesable? ¿Era su cómplice? Mi insistencia, al borde de la obsesión, provocó que un día Ana no me atendiera más. Era la única prostituta del barrio, y su negativa me sumió en tal mutismo que mi familia pensó que me había enfermado.

Por todas esas supuestas vidas atribuidas al polaco, su casa, a medida que pasaba el tiempo, se volvía tan infranqueable como misteriosa. Un cliente de Ana describió la vivienda como sencilla y dijo que no se diferenciaba de otras que había en el barrio. Aunque se podría decir que era lujosa. Primero, porque era toda de material y no de chapa; segundo, porque disponía de un baño que estaba adentro de la casa y no en el fondo; tercero, porque tenía una habitación, un comedor y una cocina. Que Ana revelara ese secreto me llenó de odio y resentimiento, porque conmigo no había abierto la boca ni siquiera para besarme.

Pero hubo un suceso que creó un halo todavía más ominoso alrededor del polaco: un día, Ana apareció muerta en su propia casa.

En el barrio no solían suceder esas cosas. La única vez fue cuando Campana padre, el carnicero, había sido asesinado por su inquilino. El crimen fue por un asunto de cuernos. El inquilino sospechaba que el carnicero era el amante de su esposa, que era conocida como la mujer del balcón, una buscona. Ella buscaba a los hombres: jóvenes y viejos; y los miraba con sus ojos claros que eran como una bola de cristal. Yo la miraba y trataba de adivinar un futuro pero me perdía en sus ojos.

Una mañana, Ana apareció muerta. Había ingerido pastillas. Nunca había sido

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enfermera y no se sabía dónde había aprendido a colocar inyecciones. Aunque se chusmeaba que los practicantes de guardia del Fiorito, a los que visitaba algunas noches, a cambio de sus favores le enseñaron a poner inyecciones. La policía dijo que fue en el hospital donde consiguió las pastillas. Ana tenía un hijo que se había ido a vivir con el padre. Un hijo que no quiso verla nunca más. Dicen que por eso terminó matándose.

Hasta que la policía aclaró el suicidio lo primero que hizo la gente del barrio fue sospechar del polaco. La noche anterior a su muerte, alguien aseguró haberlo visto entrar en la casa de Ana. Como todo solitario, el polaco no tenía ninguna coartada.

La autopsia confirmó la hora de su muerte. El informe del forense era claro: la mujer había muerto por una ingesta de medicamentos. También investigaron al marido, pero él sí tenía una coartada: su hijo. Ella no había dejado ninguna carta, y la duda era si habría tomado voluntariamente los medicamentos, ya que no había signos de violencia, o si alguien se los había suministrado sin que ella supiera.

Por su renguera el polaco evitaba ir a lo de Ana, y ella lo iba a visitar. Pero ¿si era cierto que esa noche, excepcionalmente, él la visitó en su casa y la encontró muerta?, nunca se sabría. La policía sólo identificó las huellas digitales de la mujer, y de entrada caratuló el expediente como suicidio.

Para impedir que la policía entrara en su casa el polaco se anticipó y fue a la comisaría a prestar declaración. Como toda presentación voluntaria, inmediatamente despertó sospecha. Por un tiempo parece que vigilaron al polaco, pero su domicilio nunca fue allanado.

Ni el ex marido de Ana ni ningún otro familiar reclamó el cuerpo. Merced a una orden judicial, la mujer fue enterrada de oficio por las autoridades municipales en el cementerio de Avellaneda.

No hubo velorio. Era raro que en el barrio alguien se hubiese muerto sin hacerle un velorio. Se chusmeaba que el polaco colocó en su brazo izquierdo una cinta negra y guardó luto por bastante tiempo.

El polaco despreciaba a los curas, lo cual era raro siendo polaco. Se decía que había nacido en Lodz, en Polonia, pero ocultaba su origen judío, y que por temor a ser perseguido se había modificado el apellido. Nunca había ido al templo apostólico. Mi hermano llegó a la conclusión de que el polaco lo dejó entrar a su casa no para recibir el testimonio de un pastor apostólico, sino como una excusa para hablar mal de la

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Iglesia católica. En una de las pocas visitas apostólicas en que acompañé a mi hermano, fui a la

casa del polaco. Como todos en el barrio estaba intrigado por su pasado en la Legión Extranjera. Transcurría el año 1959 y se suponía que había combatido en la Segunda Guerra cuando tendría alrededor de cuarenta años. Con lo cual, ahora su edad rondaría los cincuenta y nueve. Es posible que la renguera lo hiciese parecer más viejo. Era muy llamativo el contraste entre lo juvenil de su cuerpo y la vejez de su rostro. Como si los años le hubiesen ido a parar a la cara.

Los vecinos de Villa Mercado esperábamos ver algún vestigio material de su paso por la Legión Extranjera, ya que nadie confiaba mucho en que alguna vez hubiese sido legionario y, además, porque era muy parco, por lo cual se ignoraba de dónde habían surgido tantos relatos acerca de su persona.

El pretexto para entrar en la casa fue la ropa de los muertos. Mi hermano incluyó al polaco como posible donante para una de sus colectas. Le preguntó si tenía algo de ropa que le sobrara para dar. Como excusa era poco creíble, porque el polaco se vestía siempre igual. En verano, un pantalón liviano, siempre ancho, seguramente por la dificultad de la pierna, y una camisa Grafa. Vestía siempre de fajina, con una ropa color arena. Suponíamos que era una costumbre que había aprendido en África para camuflarse, confundiéndose con el desierto. En invierno vestía de la misma manera, sólo que las prendas eran más gruesas, y si hacía mucho frío, agregaba un capote. A esta última prenda se le notaba el paso de los años.

Nosotros queríamos ver el uniforme de la Legión, las armas, las medallas. Vivíamos en un barrio donde las únicas medallas eran las ganadas por Delfo Cabrera en las Olimpíadas. Las otras estaban en la vitrina del cuartel de bomberos y la había obtenido algún bombero por un acto heroico en un incendio; y las que había en la vitrina del club, producto de alguna competencia deportiva. Pero ¡medallas de guerra! Ninguna. Posiblemente porque en el barrio no había ningún militar, ni siquiera un suboficial; y además éramos peronistas, y después del golpe del 55 todos los militares eran gorilas. Hasta tal punto que cuando a Perón lo llamábamos El General nunca lo relacionábamos con un militar.

El polaco nos mostró su tesoro. Fue una decepción. Todo era viejo, nada tenía brillo, y se notaba que él lustraba las medallas y probablemente siempre nos íbamos a quedar con la duda de si eran medallas ganadas en la guerra o, como su uniforme, cosas compradas en rezagos. Incluso dudábamos de las fotos borrosas de la guerra. ¿Quién podía asegurar que en esas fotos, ese muchacho con uniforme de legionario, subido a uno de los tanques semihundidos en la arena, podía ser el polaco?

Pero no fueron ni las medallas, ni la ropa legionaria, ni el fusil, el tesoro que nos

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mostró el polaco, sino un libro de la Legión Extranjera. Fue arrastrando su pierna hasta unos estantes de una biblioteca. Era extraño que alguien en Villa Mercado tuviera una biblioteca. Y fue de ahí que sacó una breve historia de la Legión Extranjera. Era una edición antigua con ilustraciones en blanco y negro. En una de esas páginas me encontré con la mano de madera que un tal capitán Danjou había perdido en una batalla. El polaco nos contó el origen de la mano de madera que finalmente se transformó en el símbolo de la Legión Extranjera. Lo contó con tal brillo en sus ojos y en sus palabras, que hasta esa ropa vieja parecía brillar.

Los años transcurridos me hicieron cambiar de idea respecto a por qué el polaco le abrió las puertas a mi hermano; es posible que necesitara la palabra de Dios, y mi hermano, como pastor, podía llevársela, aunque el polaco nunca dijo nada que pudiera ser entendido como una confesión. O quizás necesitaba mostrar sus cosas atesoradas; o simplemente contarle a alguien los cuentos que le pasaban por la cabeza.

Otra versión cuenta que el polaco nunca fue polaco si no que, como aquel monje de Asís, trató siempre de ocultar su acento, que delataba su origen judío.

Siempre sospeché que había algo extraño en la vida de ese rengo solitario que vivía acompañado de la historia de un manco. El misterio del pasado del polaco junto con la historia del capitán Danjou —a la que con los años le fui agregando datos—, y una frase que leí en Conrad cuando describe a uno de mis personajes preferidos, Lord Jim, fueron el origen para escribir una novela que se llamaría Desierta. La frase de Conrad siempre me dejó al borde de un misterio que nunca pude descifrar en la vida del polaco: “Su incógnito, que tenía tantos agujeros como un colador, no se proponía ocultar una personalidad, sino un hecho”.

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La ropa de los difuntos

En su juventud, uno de mis hermanos, el que me sigue en edad, tras los designios de una de las tres religiones de mi madre, se hizo pastor: el evangelismo fue la religión que ofició como bisagra entre el catolicismo y el espiritismo de mi madre.

En su trabajo evangelista, mi hermano debía luchar con un enemigo poderoso: el pasado espiritista de mi madre, que algunos vecinos del barrio le conocían.

Pastor de la Iglesia evangélica, iba a testimoniar. Elegía las almas y después, se podría decir, nunca erraba el blanco. Como si fuera una guerra y hubiese que tomar una ciudad por asalto: libraba el combate contra el mal de casa en casa. Elegía un barrio y lo caminaba o lo conquistaba. Como si estuviese empadronando o fuese un vendedor ambulante. Era un pastor de almas. Mi hermano iba con su Biblia negra y su camisa de cuello blanco. Tan joven y tan adusto. Quizás ahí comenzó a desarrollar sus dotes de actor, que lo convirtieron en director de teatro.

Mi hermano decía el sermón y se emocionaba en el pasaje ante el cual era necesario emocionarse. No importaba mucho qué fragmento de la Biblia fuese el elegido, siempre iba a encontrar uno que le permitiera cambiar el registro de la voz para elevar el énfasis y abandonar el tono monótono con que estaba leyendo. El énfasis siempre se correspondía con las desdichas que nos esperaban en la tierra y no en el más allá.

Pero el trabajo de la pastoral era todavía más duro; además éramos jóvenes y, aunque nos guiaba una buena causa, no teníamos nada que ofrecer, sólo el viático espiritual: una conversación. Porque ni siquiera disponíamos de estampitas para regalar como consuelo, apenas disponíamos de un papel con una oración. Y en el barrio, a la gente le gustaba tener imágenes de Cristo o de la Virgen para pegar en la pared. Éramos pobres y teníamos pocos íconos: fotos de futbolistas, algún artista, alguna de Gardel y fundamentalmente de Perón y Evita. Un verdadero despojamiento, una religión sin imágenes. Era como salir a la calle con una valija vacía sin nada para vender, sólo que éramos vendedores de una paz espiritual que

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no concordaba con lo que se vivía en el barrio. Yo no sé cómo lográbamos que nos abrieran las puertas de las casas en una época en que la televisión no había impuesto todavía a los pastores electrónicos.

Pero mi hermano conocía el truco. Lo había aprendido a pesar de su corta edad. Era una promesa dentro del evangelismo. Se esperaban grandes cosas de él. Tenía tantas condiciones que a pesar de ser muy joven ya había ascendido de subdiácono a diácono. Y soñaba que un día viajaría a Alemania para conocer al Pastor mayor.

El truco era de esta tierra. No había ninguna prestidigitación. Se trataba de tener relaciones. Mi hermano era una verdadera agenda ambulante. Entraba en una casa y ya conocía de qué trabajaba el jefe de familia: plomero, electricista, mecánico, albañil, lo que fuera. Mi hermano era una verdadera agencia de colocaciones. En ese tiempo en que el trabajo escaseaba, mi hermano siempre terminaba ofreciendo un trabajo y recomendando a alguien.

Mi hermano era muy conocido en el barrio. Lo llamaban el pastor. Y contaba con un prestigio adicional que a comienzos de los sesenta era muy cotizado: bailarín de rock. Mi hermano era raro porque era antiguo y moderno al mismo tiempo. Cuando se quitaba la ropa diaconal, se transformaba. Y en las fiestas o en los bailes del templo era el primero en salir a bailar. Yo sospechaba que había elegido la apostólica porque no prohibía a las mujeres.

Primero daba el testimonio. No fuera cosa de confundir los tantos. Primero, el viático espiritual. Después los bienes de este mundo. Él prometía pero exigía que las almas cumplieran. El domingo quería ver a sus hermanos en la iglesia. No lo embaucaban. Todos los domingos vigilaba a la grey porque sabía que en eso residía su poder. Es más, tenía un tiempo de fe estipulado, la recomendación laboral iba a hacerse efectiva después de varias visitas seguidas al templo. Y si eso no sucedía, volvía ferozmente sobre su presa y la exhortaba en nombre de las miserias que le aguardarían en el más allá y, lo que era peor, las que le aguardarían en la tierra. Lo cierto es que su sermón era muy convincente.

Llevaba anotados en una libretita los nombres de las familias con una letra clara y con toda prolijidad. Los nombres marcados con una cruz indicaban que no habían asistido al oficio dominical. Cuando uno reconocía una hilera de cruces sabía que entre él y esa familia se había desatado una batalla. Él se atrincheraba en la fe y en una perseverancia que ciertamente no era humana. En esa lista figuraban apellidos que se transformaban en una obsesión: los López, los Ramírez, los Finamore. Y cada mañana de evangelización, esos eran los primeros que iba a visitar. Como si quisiera disponer de las fuerzas necesarias para una lucha que, ya hacia el final del día, poco a poco iba menguando.

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Pero ese no era el trabajo más duro. Había otro peor: pedir el diezmo. Era cuando tenía que pedir la ropa usada, en un barrio donde justamente la ropa usada era muy escasa. Y había que pedirla en tiempos de clemencia y no en tiempos de inclemencia. Sin la inundación o la epidemia en la calle. Había que pedirla en familias numerosas, donde la ropa iba pasando de los padres a los hijos mayores y de los hermanos mayores a los menores; y así, bíblicamente, por los siglos de los siglos.

Sin embargo, siempre conseguía algo. Especialmente ropa de bebés. Por una causa: era donde la gente más se apiadaba y estaba dispuesta a ceder hasta lo que no tenía. Pero esa no era la parte más pesada del trabajo. La parte más pesada era la ropa de los muertos. La camisa del finado, los zapatos de la finada. Era una cuestión relacionada con la intimidad del cuerpo del difunto. Hay cosas que no se pueden lavar. Hay manchas que no se pueden quitar. Hay olores que se llevan toda la vida. Existe el olor de las palabras sobre el cuerpo. Como decía una tía: olor a catinga. Cómo se lava, cómo se quita el olor a catinga si ni siquiera sabíamos el significado de esa palabra; sin embargo, intuíamos que se trataba de algo vergonzante.

La ropa de los muertos. Lo paradójico es que los deudos nunca se desprendían de ella inmediatamente. No la regalaban ni la usaban; quedaba fuera de circulación, fuera de la moda, fuera de las estaciones. No importaban ni el clima ni el pudor. Vestidos escotados, telas floreadas, colores subidos de tono, ropa cara para el lugar en que vivíamos. Sobre el que aún estaba vivo miraban la ropa del futuro difunto. Mi padre, por ejemplo, que usaba trajes caros, corbatas de seda, zapatos de charol. Mi padre era un cadáver exquisito.

Pero era un sentimiento contradictorio porque, aunque todos sabían que era ropa de muertos, una vez que pasaba a sus manos, por esa sensación extraña que dan las cosas que hemos deseado mucho, las ropas se transformaban en propias y hasta se olvidaba su origen. Hasta hubo casos extremos: inventaban un cuento que desmentía que esas ropas provenían de un finado.

Es cierto que, para la ropa, el tiempo es un problema. A veces recibíamos sombreros cuando los sombreros habían desaparecido de la cabeza de la gente, o corbatas pasadas de moda, e incluso ropa apolillada. Pero también es cierto que en medio de esa babel a veces había buena ropa, que rigurosamente se repartía los domingos en el templo.

En el barrio había un epiléptico que se llamaba Pepe, pero en Villa Perro lo conocían como Pepe el loco. Pepe caminaba siempre mirando el suelo, buscando todo tipo de cosas: monedas, tornillos, alambres, tapitas, arandelas. Para nosotros, los chicos, los

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bolsillos de Pepe eran como la galera de un mago: de allí podía aparecer cualquier ilusionismo. Pepe iba vestido como si hubiese salido de las páginas de El sonido y la furia: mameluco azul, camisa Grafa del mismo tono, gorra con visera y unos zapatones muy grandes.

Una vez acompañé a mi hermano a dar testimonio a la casa de Pepe. Hacía pocos meses había muerto su padre. La madre quería hacer lugar en la casa y borrar las huellas del difunto, porque Pepe era muy impresionable. Por este motivo, nos donó la ropa del finado. Pasaron unos meses y Pepe se cruzó en el barrio con un hombre que llevaba puesta la ropa de su padre. El mismo saco, el mismo pantalón, la misma camisa, hasta los zapatos. Vestía como el padre de la cabeza a los pies. Pepe, que nunca levantaba la cabeza del suelo, esa vez, no se sabe por qué designio de Dios, la levantó y se encontró con el portento. Primero se quedó paralizado porque creyó que era un fantasma, pero cuando reconoció que era un vecino del barrio, Pepe, que era hombre de pocas palabras, casi mudo, incluso pacífico, pegó un grito y se abalanzó sobre lo que para él no era un fantasma, era un ladrón. Entre varios vecinos impidieron que Pepe lo estrangulara. Con mucho esfuerzo lograron arrebatarlo de sus garras. Nadie sabía por qué Pepe había reaccionado de esa manera. Hasta que llamaron a su madre. Cuando la mujer vio al hombre vestido con las ropas del que fuera su marido, comprendió lo que le pasaba a su hijo y le pidió al hombre que devolviera la ropa. Pepe estaba empecinado, quería que la devolviera en ese momento. Fue inútil que le dijeran que la iba a devolver más tarde. Otro vecino tuvo que ir a buscar otra ropa a la casa de ese hombre. Pepe no le perdía pisada. Y cuando llegó la muda, el hombre pidió permiso para cambiarse en la casa más cercana. Se desnudó ante la vigilante mirada de Pepe. Cuando terminó, le entregó la ropa y recién en ese momento la mirada de Pepe se serenó. Su madre murmuró: “Menos mal que no tuvo un ataque”. Pero con la ropa en las manos, Pepe parecía tranquilo, como si la ropa le devolviera el espíritu de su padre.

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La mano de madera

El capitán Danjou, sin pena ni gloria, había perdido su mano izquierda en un simulacro de combate cuando le estalló la culata de su fusil. El capitán pertenecía al regimiento de topografía de la Legión Extranjera.

Lo cierto es que Danjou había perdido la mano de carne en un acto un poco fortuito, un poco estúpido y un poco deshonroso.

Danjou era el hijo de un tendero, y un día se enroló en la Legión Extranjera contra la voluntad y el desencanto de su padre, que lo había elegido como su sucesor en el negocio de telas que tenía la familia. Danjou se había enrolado, pero era de profesión topógrafo.

La mano le fue repuesta gracias a una prótesis que, según la costumbre de entonces, talló un relojero que también fabricaba autómatas. Los biógrafos arriesgan que pudo haber sido un discípulo de Pierre Droz, que tenía su taller en Amberes.

Un cuadro de la época muestra al capitán de cuerpo entero. Tiene una profunda entrada en su frente, una calvicie incipiente para sus treinta y cinco años, y usa una barba candado y viste uniforme azul con botones color oro. Su mano derecha está dentro de la casaca. Debajo de la axila sostiene un sombrero, y la otra mano, la izquierda, firme al costado de su cuerpo. La postiza se diferencia de la otra por la palidez del guante color piel que el capitán usa permanentemente.

Con esa mano a cuestas, Danjou llegó a México en marzo de 1864 a bordo de uno de los dos buques, Saint Louis o Wagram, para combatir contra los mexicanos y defender al emperador Maximiliano. Viajó hasta Tierra Caliente, Veracruz, asolada por el cólera y la fiebre amarilla, también llamada el vómito negro, donde Danjou, como buen topógrafo, lo primero que hizo fue reconocer el terreno.

En Tierra Caliente tuvo lugar la batalla de Camarones, un pequeño caserío cerca del río donde abundan estos crustáceos. Dicen que el río estaba rojo de sangre. Sangre de hombres y sangre de camarones. Danjou murió en combate y su mano de madera yacía lejos de su cuerpo. Hubo un milagro. Los coyotes destrozaron los

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cadáveres de los legionarios después de la batalla pero habrían retrocedido ante la mano de madera. Tampoco fue arrojada al río, donde hubiera sido despedazada por las pinzas de los crustáceos, sorprendidos ante esa carne monstruosa. La mano, aun quemada, parecía intacta.

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El espíritu de Baucé

Baucé, pintor de campañas militares al servicio de Maximiliano, viajó a América y hasta pudo haber pasado por África como hicieron otros pintores franceses, para concluir su itinerario de exotismo con un viaje al Amazonas buscando la protección de Pedro el Grande. Su ambición fue siempre más poderosa que su talento. Salido del taller de Delarroche, su destino pudo haber sido la academia. Optó, en cambio, por el destierro en Tierra Caliente.

El pintor Jean Adolphe Baucé, que viajaba con la Compañía de legionarios, llegó una vez concluida la batalla de Camarones, y para pintarla no eligió el mismo color rojo del río. Prefirió una pintura sombría. El contraste está en el cielo azul y los nubarrones negros. Los mexicanos están subidos a los techados. En el suelo hay cadáveres de mexicanos mezclados con legionarios, también está el cadáver de un caballo.

Lo que se sabe de la leyenda del pintor fue contado por su espíritu, no por Baucé cuando estaba vivo. Aun para esa época, había muerto joven. El espiritismo estaba en pleno auge. Lo que se supo fue por un médium, cuando el espíritu de Baucé, alguna vez, sin ser invocado, se manifestó en una sesión espiritista. Según la clasificación de la tipología espiritista Baucé era un espíritu errante.

La historia de Baucé y su destino, cómo llegó a Buenos Aires, fue referida por su propio espíritu o fue escrita por esa mano de madera en alguna sesión de espiritismo ocurrida en Francia. Dicen que, en calidad de observador, habría presenciado algunas sesiones de espiritismo y que quizás poseía dones que él mismo desconocía.

Baucé viajó de México a Buenos Aires, y su viaje se podría reconstruir a través de algunas escenas pintadas en sus cuadros. La travesía por el océano. El carpintero

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muerto de apoplejía durante la navegación. Un rostro parecido al de Jesús. Muerte a ojos abiertos. La mirada sufriente, como si esos ojos reflejaran las penurias de esa inmigración pobre, casi delincuencial. El carpintero que había muerto a bordo tenía rasgos españoles otorgados por su pelo negro y el pañuelo rojo que lo adornaba o lo ahorcaba.

Más tarde, la ceremonia marina de la muerte. Sin bandera. Apenas una lona marrón que simulaba el color de un ataúd. Los rasgos tensos y nerviosos que se reflejan en la cara de los personajes delatan que la ceremonia debía llevarse a cabo lo más pronto posible. El capitán ni siquiera tenía una Biblia entre las manos, y de su boca cerrada no parecía escapar ningún salmo.

Hay otro cuadro donde se baila polca y fandango: la muerte en movimiento. Baucé es un pintor del movimiento. Quizás, como cualquier pintor de campañas militares. Sin embargo, parecía presentir la desolación que lo esperaba, ya que él mismo se pintó en un rincón de la cubierta mirando el baile. Con la mirada muy fija pero abstraída. Baucé está en la cubierta del barco mientras asiste al baile, ajeno a todo sufrimiento. Acaso por esa razón hizo el boceto de un Cristo en la cruz con la cabeza erguida; en el boceto se percibe cómo la cara de Cristo contrasta con el resto de su cuerpo, sometido al martirio del clavo y de la lanza. Él no podía ocultar detrás de la serenidad de los rostros que pintaba que era un pintor acostumbrado a la acción, es decir, al movimiento. Esto se advierte en su dibujo de la crucifixión y también en la expresión sanguinaria de los esbirros que aparecen al pie de la cruz que agregó en un segundo boceto.

Ya en Buenos Aires, el pintor se alojó en el hotel Louvre, cerca del diario alemán, pero cuando se enteró de que el hotel Universal tenía baños turcos decidió cambiar de alojamiento. Siempre había querido pintar alguna escena oriental con la voluptuosidad y la decadencia que sólo da el baño turco. A Baucé lo tranquilizaba estar cerca del río y ver las velas del bergantín Venus agitarse suavemente. Le otorgaba la seguridad de que en cualquier momento podía volver a embarcarse para Francia.

Para sobrevivir pintó algunos cuadros en el café Cosmopolitano con los parroquianos jugando al billar. Es probable que en su cabeza ya se hubiese instalado la idea de servir como retratista a algún caudillo y acompañarlo durante alguna de sus batallas. Baucé entendió rápido que si quería sobrevivir en esa época y en estas tierras tenía que colocar su arte del lado de Dios y de la espada. Eso lo alentó a pensar que podía ganarse la vida como retratista. Pintar caudillos corajudos y

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prepotentes le pareció un buen negocio: la detención del movimiento concentrado en el rostro, un estilo épico y metafísico, caras guerreras con miradas abismadas en la inmensidad de la pampa. En la pampa, los indios y los soldados se confunden porque se pierden en el paisaje y terminan por parecerse.

Por qué Baucé había abandonado México permanecería en el misterio. Misticismo, ambición, aventura, exotismo y, por qué no, un lugar donde esconderse. En sus autorretratos se puede advertir una mirada huidiza, como la de alguien que está escapando de algo; o quizás todavía peor, la del que está huyendo de sí mismo.

El tema de la peste lo obsesionaba. Eso es claro en su cuadro Las lavanderas. Esas mujeres que salen corriendo del río espantadas ante los caballos de los pescadores que se pudren en el agua que va tomando un color rojizo. Quizás el color le recordó las aguas teñidas del río Camarones.

En Baucé, la peste era una idea fija. Visitó el establecimiento sanitario de los padres betlemitas, un hospital de crónicos, también el hospital de mujeres. ¿Ya habría presentido la peste que asolaría Buenos Aires? ¿Le habría sido anunciada en estado de mediumnidad? Con cierta razón, Baucé temía que todos los pintores se convirtieran en pintores de la peste. Él, en cambio, prosiguió pintando cuerpos sin pústulas, sin llagas, sin cadáveres, sin fosas comunes abiertas esperando el próximo cuerpo. Sus cuadros, a veces, más que pinturas son el retrato de una videncia.

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Los dedos del muerto

Parece que fue en Buenos Aires donde Baucé pintó una Ofelia. Quizás fue por un artificio endiablado de la lengua o por un castigo divino o de los hombres que de aquella mano, sólo quedaron los dedos del muerto. Si Baucé la pintó poseído por la mano de madera del capitán Danjou, es algo que nunca se sabrá y pertenece al misterio.

El paisaje parece el litoral argentino. Ofelia amenazada por dos figuras escondidas entre los arbustos. Figuras que parecen representar el cólera y el vómito negro. El dato figura en unas cartas donde consta que la fecha de la pintura es de 1873, dos años antes de la muerte de Baucé. La carta fue enviada a una mujer en Córdoba, de apellido Rodeiro y que pertenecía a la aristocracia cordobesa. Allí le habla del color que imagina para la tez de Ofelia y evoca nostálgicamente el color del rostro de su corresponsal. Tampoco se sabe, pero es de suponer que hubo entre ambos corresponsales una historia amorosa y secreta. Las cartas estaban en la Sociedad Científica Basilio, filial Córdoba. No se sabe quién las había donado y cómo, tantos años, permanecieron ocultas.

En alguna de esas cartas hace mención al cuerpo de Ofelia, atrapado por las plantas, entre ramas traicioneras que amenazan cubrirlo de barro y luchando contra los arbustos que le impiden fluir libremente hacia la muerte.

Alguna historia del espiritismo hace mención a que el personaje de Ofelia, también llamada la sonámbula, o la loquita, fue médium o al menos tuvo el don de la videncia, porque su alma suicida no podía descansar en paz.

Parece que, en las pesadillas de Baucé, el cuerpo se pudría en el agua estancada. Siempre preocupado por la peste, su Ofelia se transformaba de heroína romántica en una figura trágica. Para conservar este ideal romántico trató de disimular los rasgos fuertemente criollos de la modelo que, según se dice, fue una de las lavanderas que trabajaban en el río.

La mano muerta, la mano ortopédica de Danjou. Mano que Baucé había

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borrado de su cuadro sobre la batalla de Camarones, ¿era la misma que había reaparecido para pintar un tríptico donde debían figurar todos los movimientos a partir del instante en que Ofelia tomó la decisión de quitarse la vida?

Por esa correspondencia fue posible saber que, del tríptico, Baucé llegó a pintar un solo movimiento que se diferenciaba de todas las Ofelias pintadas hasta la época. El cuerpo no flotaba quieto en el agua, sino que era arrastrado por la corriente y mostraba a una Ofelia luchando desesperadamente por aferrarse a los arbustos conocidos como dedos del muerto.

Lo más original de esta Ofelia es su desesperación por salvarse. No flota sonámbula y casi plácida como la Ofelia prerrafaelista. Esta Ofelia se quiere aferrar a esta vida, como si se arrepintiese de lo que ha hecho y no sabe si le será posible volver atrás, si la vida le va a dar otra oportunidad. Pero querer salvar la vida aferrándose a los dedos de un muerto parece una paradoja absurda o un signo de fatalidad.

Baucé describe el lugar como una laguna donde sólo crecen estos arbustos: los dedos del muerto. Con la corriente las ropas huecas de Ofelia se vuelven pesadas. Ella intenta aferrarse a la rama de un sauce que suena como Baucé. Es un paisaje criollo. La rama se quiebra, entonces el agua la arrastra. Como si la loquita, acostumbrada a cantar, hubiese tenido la mala suerte de que nadie la oyera. Incluso cuando dejó de cantar y comenzó a pedir auxilio, nadie la oyó.

Cuántas loquitas habrán muerto de esa manera. Es posible que Ana se hubiera matado así. Primero tomó las pastillas y después comenzó a pedir socorro pero ya nadie la escuchó. Ni siquiera el polaco.

Cuando Baucé murió el aire estaba cubierto de miasmas de color violeta. Miasmas que brotaban de la laguna y envolvían el cuerpo de Ofelia. El cuerpo de los vivos y el cuerpo de los muertos. Los efluvios malignos impedían que los rezos llegaran hasta Dios.

¿Interviene en esta historia Desierta la mano del médium? ¿Era Baucé un médium? La mano de madera, ¿era una mano escriba?

También cabía la posibilidad de que la historia estuviese siendo contada por el capitán Danjou, quien se habría apoderado del espíritu de Baucé. Es bastante verosímil, ya que Danjou manejaba la mano de madera con cierta habilidad. Mano que le talló un relojero discípulo de Pierre Droz, quien había creado tres autómatas

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famosos: el pianista, el dibujante y el escribiente. Es posible que, por el oficio trasmitido por el maestro relojero, el discípulo le haya colocado a Baucé una mano semejante a la del autómata escribiente.

Pero ¿no cabría la posibilidad de que la mano de madera inmóvil se haya puesto en movimiento para escribir? Como si de pronto, con la temporalidad del rayo, la transverberación hubiera atravesado no el corazón de la santa, sino la mano. Y la mano flechada se hubiera transformado en pluma. Y esa figura se hubiera transformado en una bestia anacrónica, como esta escritura. Una mano exótica escapada de algún bestiario medieval, donde la mano y la pluma se confunden para introducir una anomalía, no sólo en el bestiario, sino en la especie.

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Herejías criollas

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Los Cristos articulados

Desierta la escribí, y fue escrita, en 1990 y desde ese instante tuvo el destino de una novela inédita, inconclusa y espiritista. Por eso, diría Macedonio, se siguió escribiendo y se seguirá escribiendo.

La novela comenzaba con la historia de la mano de madera del capitán Danjou y del destierro del pintor Baucé. En Desierta, por ser una historia argentina, hay una concepción del espacio y del movimiento relacionada con la intemperie. Por eso, la titulé Desierta y no Desierto. Pero Desierta también podría haberse llamado Desertar. Porqué quizás lo de Baucé no fue un desierto ni un destierro sino un desertar.

Desierta, ¿pudo haber sido escrita por un espíritu non sancto? La mano de madera no es alegórica. La mano de madera, la que escribe, no es automática, es hereje. Por eso, con los años, me di cuenta de que Desierta se podía denominar Herejía criolla de los Cristos articulados, donde hay una teoría del movimiento que muestra cómo y por qué las figuras sacras descienden de la cruz. Aquí comienza el origen de la herejía criolla que caracteriza a Desierta: el equilibrio teológico entre la quietud y el movimiento.

Si la lengua miente hasta para decir la verdad, y el refrán reza “La necesidad tiene cara de hereje”, sin duda, esta herejía, como tantas otras, responde a la necesidad de una respuesta teológica.

En esta novela, los personajes son el capitán Danjou y el pintor Baucé, pero como se trata de una novela espiritista más tarde se le agregará otro personaje, Nelson, mezcla de anticuario y restaurador de obras de arte.

Danjou y Baucé tenían algo en común: los dos eran topógrafos. Y también los dos habían elegido una profesión equivocada: Danjou quería ser soldado, Baucé quería ser pintor.

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Después de la muerte de mi madre y leyendo a Kardec, pensé: cuando escribía Desierta, ¿ella guiaba mi mano? ¿Con qué mano escribo este libro?

Nunca escribo a mano. Nunca escribí en servilletas, ni siquiera en una libreta. Por la sencilla razón de que después no me entiendo la letra. Tal vez siempre rechacé la idea de escribir en cuadernos porque, por las noches, mi madre, en estado de mediumnidad, escribía poemas incompresibles con una letra infantil en hojas de cuadernos Avón.

Eso sí; siempre escribí en mi domicilio. Nunca escribí en bares. Osvaldo sí lo hacía. ¿Por qué cito a Osvaldo? Lo cito porque el Negro Lamborghini iba de un domicilio al otro, siempre sin un domicilio fijo. Sí con un domicilio propio: el hotel Callao. Propio porque, aun no siendo de él, era lo más propio que tenía, porque la posibilidad de alojarse en el hotel sólo dependía del dinero.

Es posible que mi curiosidad sacra, como toda curiosidad, provenga de la infancia y se haya incubado en mis visitas a la iglesia Santo Domingo cuando acompañaba a mi madre a rezar. Y la palabra incubado no está elegida al azar, ya que cuando iba a la iglesia era llevado por Dios pero también por las inquietudes derivadas de la existencia del íncubo.

Tuvieron que pasar muchos años para que me encontrara con el libro de Schenone, El arte de la imaginería en el Río de la Plata, un libro que me guió hasta el plagio, para enterarme de que Santo Domingo era santo Doménico de Guzmán. Otra vez Guzmán con zeta. Mi bisabuelo paterno, nativo de Atessa, también se llamaba Doménico. Todo esto ocurrió mucho tiempo antes de mi encuentro con Dolinder en el café Santo Domingo de Ámsterdam, según se contará en La casa del Dios oculto.

Yo no sabía que uno de los atributos del santo era un libro. Mi padre tenía una imprenta y dedicó gran parte de su vida a hacer libros, incluso libros para la Iglesia.

Doménico de Guzmán, con su hábito de dominico, saya y escapulario blanco, capa y capilla negra. Los colores de la pureza y la penitencia. A sus pies yace un perro, una iglesia en miniatura y un lirio. La madre soñó al santo y en el sueño materno vio que sobre su lecho llevaba una antorcha llameante entre los dedos. El perro simboliza la vigilancia: la antorcha es la palabra. En su vida de santo se refugió en una cueva donde se sometió a las disciplinas; allí esmaltó la piedra con su propia sangre.

En mi infancia pasé muchas horas, al menos así lo recuerdo, mirando el Santo Domingo Penitente que con su mano derecha sostiene unas cadenas pesadas y con la izquierda un crucifijo orientado hacia lo alto, hacia el cielo, hacia donde dirige su

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mirada implorante. Pequeñas heridas surcan lo blanco de su cuerpo. Desde chico me asombró que el sufrimiento del cuerpo no se correspondiese con el del rostro. Mientras el cuerpo sangrante sufría, la cara serena estaba envuelta en una plácida bonhomía; parecían dos personas diferentes. Yo me quedaba absorto mirando la barba perfecta y simétrica, la estrella que alumbra su frente; la perfección que otorga la serenidad y eso que con los años supe se denomina beatitud.

El santo, para disciplinarse, contempla la cruz. La tela pesada del hábito hace equilibrio con las cadenas, cae en pliegues cubriendo el resto del cuerpo. El rostro expectante mira la cruz y el cielo abovedado.

Cuando realizaba mis primeras visitas a Santo Domingo hacía poco que había aprendido a leer; sorprendentemente descifré un nombre que con los años supe era el creador de la estatua. Un tal Sampzon. Un apellido, entonces sin nombre. Muchos años después corroboré ese dato en el libro de Schenone. Sampzon era un escultor filipino del que nunca se supo cómo llegó a Buenos Aires. Ejerció el oficio de estatuario en calidad de maestro y vivió en el mismo convento de Santo Domingo. En 1788, en Córdoba, Sampzon sufrió arresto y castigo corporal. En Buenos Aires parece que ostentó el cargo de alférez en el batallón de mestizos.

Esta información figura en el libro de Schenone, pero algunos otros datos me los contó, años después, uno de mis padrinos postizos, el padre Luís Alberto Montes de Oca. Por él llevo mi nombre, Luis; mi nombre espiritista es Federico. Cómo mi madre había conocido al padre Montes de Oca es un asunto que permanecerá siempre en el terreno de la fe.

Sampzon también esculpió un Cristo en estilo gótico sevillano que pudo estar expuesto en una casa de ejercicios en Córdoba. Cuando esa casa se incendió, se transformó en un Cristo negro. Esto me lo contó el mismo padre Montes de Oca cuando, casi a mediados de la escuela secundaria, mi madre me llevó a visitarlo para tener una conversación vocacional. Yo le confesé que vivía atormentado por mis poluciones nocturnas, ocultando con ello mis masturbaciones diurnas. “Lágrimas blancas”, dijo el padre, y después me aconsejó rezo y meditación. Sin embargo, no me incliné hacia la religión; idea, por otra parte, a la que mi padre se hubiera opuesto. Aunque él era católico devoto de la Virgen de Lourdes. Mis padres discutían por cualquier cosa, pero nunca discutían por cuestiones religiosas. Hasta podría decir que él la dejaba hacer a mi madre. Los problemas religiosos se daban porque podía estar celoso de un médium, de un cura o de un pastor, más allá del culto que mi madre estuviese profesando en ese momento. Sólo había un tema que retornaba una y otra vez en sus discusiones. Entonces se imponía la palabra traición. Ya no la traición amorosa sino peor, la traición política.

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La cuestión venía desde 1954, cuando en el Luna Park, A. Teisaire, el entonces vicepresidente de Perón, armó un acto espiritista apoyado por la Escuela Científica Basilio para combatir al clero. Los masones y los espiritistas juntos. Mi madre y mi padre, los dos, antes que radicales eran antiperonistas. En principio, por una cuestión estética. Cuando cayó Perón mi padre le regaló a mi madre un anillo chevalier. Mi madre estuvo en Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955 y pudo haber muerto asesinada por los enemigos de Perón. Pero ni eso la hacía claudicar.

Mi madre, aquel día de 1954, estuvo en el Luna Park. Mi padre había estado preso por imprimir en su imprenta panfletos contra Perón. Mi padre nunca pudo perdonarle a mi madre que aquel día concurriese al Luna Park. Era una traición. Era inútil que mi madre le explicara que ella había ido porque el acto era espiritista. Entonces el título de un diario fue: “Se alborotó el obispero”. Quizás mi madre trataba de arreglar las cosas y decía: “espiritista no peronista”. Mi madre en ese sentido tenía las aguas bien divididas: una cosa era la religión y otra, la política.

Desde aquella conversación con el padre Montes de Oca he visto muchos Cristos. Se podría decir que conozco todas sus posiciones yacentes. Incluso leí los opúsculos más ignotos, hasta aquel que escribió un sacerdote que condena las imágenes de los Cristos que exceden el terreno de la fe, cuando la herida no es una llaga sino una joya grotesca que ilumina el cuerpo del crucificado. El pecado está en el desborde de imaginación. No es un problema estético sino ético. Desde entonces, he entrado a muchas iglesias a contemplar Cristos, siempre con la cabeza inclinada hacia uno de los lados, los brazos extendidos, una de las manos sueltas como si se hubiese desprendido de los clavos y estuviese a punto de descender de la cruz. Siempre me estremecí ante la idea de ver la cruz vacía. Prefería ver al crucificado antes que esa madera esperando por otro cuerpo que podía ser el mío. Seguramente Sampzon habría pensado algo parecido en esa tierra desierta y en esa pampa casi sin jinetes.

Es probable que Sampzon nunca haya tallado ese Cristo y se trate de una simple malversación en el inventario. Es posible que ese Cristo negro se haya perdido en algún lugar de la provincia de Buenos Aires, anónimo, siempre en movimiento y trasladado con otras piezas sacras en la oscuridad de la noche.

Un día, mirando un libro sacro, vi una copia del Cristo atribuida a Sampzon. Trabajado en madera de ceibo, los pies rústicos aparecen casi sin tallar como si formaran parte del cuerpo. Las carnes indecisas muestran que el estatuario poseía un escaso conocimiento de la musculatura. Una anatomía primitiva que por su misma simplicidad transformaba el mundo en llanura donde se refugiaba una sangre

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oscura. Siento un vago temblor, una ligera inquietud cuando me pongo a recordar estos

instrumentos de la devoción. Hoy, ya muerta mi madre, me siento en el mismo banco de la iglesia Santo

Domingo. Creo que vengo en busca de las imágenes, pero también del silencio. Sobre todo del silencio que ha dejado su muerte. Su voz ausente en el teléfono, su balbuceo sufriente contando el drama de su vida. Sin embargo, no escucharla no me trajo ningún alivio.

Me siento, creo, en el mismo banco, en la misma posición de mi infancia, sólo que ahora soy un niño viejo.

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Taxidermia sagrada

Pepe, no el epiléptico, sino el curandero, era también taxidermista. Vivía en una piecita en la calle Tucumán cerca de los Tribunales. Nadie se hubiese imaginado que, cerca de una iglesia, el viejo curandero tuviese un cubil donde practicaba su oficio.

En la piecita no había más lugar para sus pájaros muertos. Sí tenía, en cambio, unos pájaros vivos en una jaula, varios canarios cuyo canto se volvía siniestro en contraste con las otras figuras que, inmóviles y silenciosas, yacían sobre una repisa. ¿Serían los próximos?

Yo tenía miedo de que un día, cuando lo fuésemos a visitar, lo encontrásemos absolutamente inmóvil, muerto y confundido entre las pieles y las plumas embalsamadas.

En la vida, las amistades de mi madre me han llevado a lugares extraños. Lo cierto es que mientras ella conversaba en la otra pieza con Pepe yo, más que jugar, intentaba con disimulo averiguar el misterio de la taxidermia.

Pepe me enseñó los rudimentos del oficio. Lo primero que debía aprender era a detener la figura. Se la podía fijar con alfileres o clavos o con una cinta o alambre, también podía ser con hilo; el paso posterior era soltar la figura y con el impulso darle la ilusión de movimiento.

En mi juventud, ya lejos pero no tanto de mi infancia, con Pepe posiblemente muerto, tomé un curso breve de taxidermia por correspondencia.

No podía ocultarme mis fracasos. No había caso, terminaba hecho un alfeñique. Nunca logré nada de los cursos por correspondencia. Ni manejar, ni ser mecánico dental. Fue por eso que la taxidermia apareció como una salvación, el último intento. Pero el animal comenzó a despedir olor antes de ser embalsamado, ese olor que se mezclaba con los olores ácidos de la juventud. La paloma comenzó a perder las plumas que volaron por la ventana como si con ellas se le fuese su alma. Hasta que un día, mostrando la fuerza de la naturaleza y el fracaso del artificio, se transformó en polvo.

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Entonces lo fui a ver a Pepe; no había muerto. Le hablé de mis fracasos. Por alguna razón, supongo que como enseñanza, me contó los pasos de su conversión. En su juventud había sido cura pero terminó abandonando los hábitos. Me confesó: “Oficiar era como estar en un decorado”. Para él, hasta los clavos del martirio eran un elemento estético. La sangre que corría por el cuerpo del crucificado tenía una luminosidad perversa que le hacía olvidar la verdadera sangre que Cristo había derramado: “Con el tiempo pensé que con el crucificado habían hecho una taxidermia eterna. Basta ver las pinturas donde el cuerpo del Señor aparece como disecado”.

Después de esa visita comprendí que, sin darme cuenta, estaba practicando la misma religión de mi madre: el llamado y el descendimiento. Esto era el comienzo de una profunda disquisición teológica donde la alegoría del ascenso y el descenso del alma adquirían tal relevancia que la única salida posible eran el viaje y la purificación.

Mi madre-médium estaba ahí para que las voces descendieran y algún espíritu tomara voz en su cuerpo. Los espíritus, a pesar de su origen políglota, siempre hablaban en argentino y nunca necesitaban ser traducidos. La rama católica eran imágenes italianas. Santos y Crucificados, un luto negro donde se mezclaban el dolor y el erotismo. Las Vírgenes, en cambio, eran gallegas y por lo tanto, sufrientes.

Yo le daba vida, movimiento a la muerte. No era sólo el arte de la conservación. Era ir más allá, era darle vida a la verdadera muerte, una vida sin corrupción. Era ir más allá de la resurrección. Es cierto, nuestro género es el sainete, tenemos el grotesco, pero también lo que podría ser un arte por correspondencia mezclado con el pastiche.

La correspondencia amorosa admite cualquier licencia, incluso licenciosa. En una carta, mi padre le confesaba a mi madre que, mientras estuvo internada, en uno de esos días, él se había masturbado pensando en ella.

Durante un tiempo fue como si el mundo se hubiese detenido. Un paisaje de pieles inmóviles y animales estacados. Ojos de mamíferos, ojos de pescados, ojos de pájaros me miraban desde la oscuridad. Ojos de arcilla, ojos de algodón, ojos de vidrio según la mirada que quisiera darle.

Mis manos nunca llegaron a limpiarse en la bestia, mis manos disimularon y ocultaron muchas veces las manchas de sangre y la marca de la bala. Frotaba debajo de la piel o del plumaje para esconder el orificio de la muerte, rellenando con

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algodón el vacío dejado por las vísceras. Pero todo por correspondencia. Antes de desollarlos, el manual aconsejaba hacer una ficha exhaustiva y

minuciosa de cada pieza a disecar: tamaño y color de los ojos, dibujo y color de las plumas. La taxidermia, uno tiene que entenderlo, es el arte de la figura detenida, aunque las alas alfileradas y el maniquí de alambre otorguen la ilusión del vuelo, la verosimilitud del movimiento. Cuando dibujaba la silueta del animal me temblaban las manos y tenía miedo de que en el momento de practicar la incisión, para luego rellenar y después coser, ésta fuera imprecisa.

Me había convertido en un especialista. Miraba esos ojos muertos y sabía en qué posición se había detenido el animal cuando lo sorprendió la muerte. Ciertos colores dan movimientos canoros a los picos. Pintaba esas boquitas, adornaba esos párpados, cuidaba de no herir esas orejas. En mi catálogo nunca entraron los reptiles porque tampoco entraron en el reino del Señor. Y cuando tuve que hacer el montaje de los huesos tuvieron la blancura perfecta. El manual aconsejaba numerar los huesos para no confundirlos; de este modo, siempre existía la posibilidad de volver a armar la figura deshuesada. La taxidermia: arte de separar la piel del hueso.

Tenía que esperar a que mi abuela fuese a visitar a una de mis tías. Entonces, en medio del patio, tendía un mantel y diseminaba los huesitos que me encargaba de limpiar. Yo tenía los elementos guardados en un cofre, arriba del techo. Era una casa en la que resultaba difícil esconder cualquier objeto. No había intimidad, no había espacios propios. Era una caja diminuta pues mi instrumental era bastante escaso.

Yo limpiaba con esmero los cuerpos de los animales como más tarde, en la iglesia, ayudaría a limpiar el cuerpo de los santos. ¿Por qué cambié los animales por los santos? Eso nunca se me reveló. ¿Tal vez por la edad? Sé que vivía entre la masturbación, la búsqueda de dinero, y el encuentro siempre demorado con el primer amor.

En la taxidermia el tiempo es fundamental. Tenía que actuar con celeridad antes de la descomposición. Pero es cierto que había cierta delectación en manipular los huesos. Años más tarde, una mujer me confesó que yo tenía manos de funebrero. Eso le producía una gran excitación. Yo siempre había visto a los funebreros con guantes blancos, con lo cual nunca pude imaginarme cómo eran esas manos. Lo fúnebre se mezcla con lo erótico. Un color violeta que provenía de los colores de Baucé. Entre la mitra y el color de las cintas de las coronas mortuorias. Una corona con letras doradas donde sobre la superficie morada se lee el nombre de un muerto. El color morado me recordaba el cuello blanco de una mujer que alguna vez besé en el puerto

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de Montevideo. Yo vivía una juventud extremadamente devota, salvo por la masturbación. Me

acerqué a la iglesia del barrio. Me dedicaría a la pastoral. Funciones de beneficencia, kermés, cine mudo en la iglesia. Entonces me convertí en ayudante del padre Néstor, que se dedicaba a la restauración. Le conté que había aprendido taxidermia por correspondencia y el padre me tomó como su protegido. Yo lo veía trabajar con las figuras de los santos. Usaba ojitos de vidrio, dientes de nácar, y alguna vez sospeché que eran de algún animalito pero guardé silencio. Sin embargo, a él no le parecía un pecado. El cura pintaba heridas de laca en el cuerpo de Cristo, usaba ojos de cascarón, lágrimas de vidrio. Paladares de espejo, pestañas postizas, cabello natural, donado. Flores artificiales de seda y gasa. Quizás ahí, se produjo mi verdadera conversión. Todavía era joven y vivía en el exceso. Exceso de penitencia, exceso de imaginación.

Supongo que el hecho de abandonar la fe hizo que me convirtiera en una persona muy supersticiosa. Es necesario enumerar los pasos del pasaje de la fe a la superstición. Me daba cuenta de que había perdido la fe: la iglesia se había transformado en un escenario. Las gotas rojas me recordaban el lacre, siempre me pareció que custodiaban un secreto. Creo que por ese tiempo, a los quince, empecé a escribir. La conversión era el pasaje de un arte quieto a un arte en movimiento.

Vi esos pájaros embalsamados. Esas alas plegadas clavadas con alfileres, esas maceraciones profanas. Esas vísceras brillando en mis manos. Un día, mi abuela me sorprendió en plena práctica taxidérmica y pensó que estaba loco. Entonces me amenazaron con llevarme a la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral. Era un momento de mi juventud en el que a mi alrededor todo se descomponía: desde los ojos de los santos hasta el lenguaje. La descomposición implica necesariamente un exceso de composición. No se trataba de otra cosa que lo que propone una frase de Eliot: “Mezclad y adulteradlo todo”. Un pastiche. Más bien, un arte de la copia y la correspondencia.

Años más tarde, con la muerte de mi padre viviría un estado semejante. Mi vida se convirtió en un pastiche. Buscaba una escritura brillante que se opusiera a la sordidez del Hospital de Clínicas, donde murió de cáncer. Entonces busqué los Brillos que da lo sagrado de la liturgia fúnebre, pero, entre líneas, siempre se colaban los chistes verdes y las letras de tango. Parecía un teatro de revistas disfrazado de teatro sagrado.

Los brillos provenían de una ventanita de arrabal y una estampa tanguera

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grabada a fuego, como se graban en la infancia las letras de tango hasta fundirse con la vida. Hasta que murió, mi padre usaba una pulsera de oro que respondía a la moda de ese tiempo, entonces un poco ordinaria, quizás por ser atribuida al gremio de los carniceros que a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta usaban pulseras de identificación. Un montón de oro en la muñeca.

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Las dos imágenes de la desgracia

¿Cómo la imagen de una Virgen puede ser la cara de la desgracia? Ante la propagación de esa creencia popular, hasta los argumentos que hubiera podido esgrimir el padre Montes de Oca hubiesen carecido de valor teológico, metafísico; sólo quedaba el camino de la superstición.

Es posible que esa creencia emanara de los orígenes míticos de la Virgen. Se supone que la pieza es originaria del sur de Brasil, esta suposición se basa en la marcada frontalidad de su figura, que apenas se alteraba en el desplazamiento de sus manos cuando por la oración se recogían sobre los pliegues de su manto.

La teoría de las dos imágenes tiene su fuente en los dos cajones que aparecieron flotando cerca del puerto del Callao. Uno con un Crucificado, el otro con una Virgen del Rosario. También los dos cajones con los dos San José de tamaño natural, uno para la iglesia de San Francisco y el otro para la iglesia de la Merced. O los dos Cristos jesuitas, uno al natural atado a una columna, el otro sedente sobre una piedra.

Desde los orígenes bíblicos, el original y la réplica han planteado un dilema perverso. Pero en estas figuras dobles, en estas réplicas, sucede algo extraño con lo animado. La detención de la carreta que transportaba a la Virgen es un signo, una anunciación. La negativa de la Virgen a proseguir el viaje es el desciframiento de ese signo.

En los dos cajones flotando en el río, ¿pudo ocurrir una sustitución de imágenes? Una imagen destinada a un lugar terminó haciendo el viaje equivocado. ¿Sería esa la razón de que la Virgen no estuviera en estado de gracia, sino de desgracia?

Nelson, el personaje de Desierta, sintió la desgracia en su propia carne. Había sentido en sus actos la maledicencia que la Virgen emanaba, por eso tenía con ella un diálogo íntimo, una comunión que a su vez era un combate. Nelson se preguntaba por qué había sido el elegido. No obtuvo respuesta. Y no la obtuvo aunque pasó

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largas horas en la basílica, aunque abandonó la contemplación de la imagen y también dejó de lado la meditación y el recogimiento.

Estas imágenes obsesionaban a Nelson. La carreta se destartalaba, las patas de los bueyes se hundían en un terreno fangoso y la Virgen no podía proseguir su camino. Unas manos anónimas robaban la imagen y la depositaban en un lugar desconocido. Entonces la carreta se ponía nuevamente en movimiento y al instante se detenía. Otra vez la teoría de las dos imágenes.

Nelson, entre sus muchas conjeturas, barajó otra posibilidad: la Virgen de la Candelaria asesinada y profanada por los indios en el Chaco, en 1735. Cuando los indios la pasaron a degüello, la Candelaria sangró por el cogote. El milagro permitió que aún hoy se pueda ver en la carne la marca de la lanza. Esa fue la herejía. Sin embargo, ninguna respuesta sosegaba su espíritu. Nelson, después de peregrinar por distintos siglos, después de pasar por el gótico despojado y hundirse en el esplendor barroco, después de elaborar las teorías más bizantinas, se fue acercando al siglo de Baucé.

A orillas del río Luján —ahora podía nombrarlo sin acudir a la perífrasis para nombrar lo innombrable—, Nelson pudo por fin develar esa topografía del milagro que había sucedido en esa desolada geografía de la provincia de Buenos Aires. Desmentir lo que en principio se atribuyó a una leyenda negra de dos barcos con los dos cajones: por transportar marineros sifilíticos, la Virgen los condenó al pecado.

Las cosas fueron cobrando sentido. El arte de la taxidermia y de la figura detenida de la Virgen formaban parte de una misma condena a la herejía criolla: el triunfo del artificio y el portento automático de la figura sacra sobre el Espíritu Santo. Era la procesión de las figuras profanas de las estatuas parlantes y las muñecas autómatas.

La revelación la encontró en unas manos piadosas recorriendo una figura santa. Fue en una iglesia de San Ignacio. Una mujer limpiaba un Cristo que estaba sin ropa de vestir. La mujer hacía girar los brazos articulados para limpiarlos mejor. En ese instante, todos los signos se ordenaron de acuerdo con una ley analógica superior, como si las leyes divinas tuvieran el peso de las leyes físicas. Ya tenía la prueba; pronto tendría el argumento.

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La revelación

A los dieciséis años abandoné para siempre la Iglesia como fiel. No así la iconografía católica. Yo todo lo había aprendido de los libros. Salvo de los libros por correspondencia, de los que nunca pude aprender nada, o al menos nada práctico.

Entre los dieciocho y veinte años desarrollé mi vocación por el arte religioso. Recorrí jardines y claustros de la casa de ejercicios, los patios interiores donde se oculta el martirio solitario y la meditación. En San José me aterroricé frente al relicario de plata custodiado por la figura de Santa Teresa que guarda una muela de la santa junto a una perla blanca. Lo impresionante es que esa muela no esté cariada.

En Desierta, Nelson, un personaje perseguido por la desgracia, restaurador de obras sacras, se dedica a buscar a la Ofelia pintada por Baucé. A Nelson lo guía esa idea imperturbable. Además, quiere averiguar teológicamente la cuestión de los Cristos articulados y el origen de la desgracia.

Comienza entonces su cruzada de los niños. Se dedica también a los jesusitos. Los niños viajeros, los jesusitos, eran encargados a los viajeros que venían de Italia o de España. No todos quedaban en Buenos Aires; algunos viajaban hacia las provincias. Los trasladaban a caballo o en carretas. Digo cruzada, porque muchos de ellos se perdían en el camino o quedaban huérfanos de la figura de María y José.

En San Ignacio, Nelson lo contempló en el pesebre rodeado de animales, custodiado por María y José. La cabeza reposa sobre un almohadón de mármol. El cuello cubierto de perlas. La cabeza casi hidrocéfala. Su mirada está dirigida hacia el este. Lo raro, lo extraño, es que hasta los jesusitos podían tener un doble. En la iglesia de San Ignacio de Buenos Aires Nelson encontró una réplica, sólo que en la réplica la mirada se dirige hacia el oeste.

Encontró un niño Jesús de la pasión. Observó detenidamente la canasta conteniendo los instrumentos del martirio. Nunca hubiese imaginado que el martirio comenzaba desde la infancia. Nunca había visto una figura semejante. Buscó en los ojos de cascarón del jesusito alguna señal. Nelson siempre buscaba señales. Su

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mirada descendió de los ojos hasta las sandalias de plata repujada. Se detuvo en la imagen de San José que formaba parte del conjunto de la Sagrada Familia. Se concentró en los brazos de la imagen de San José que dejaba un leve hueco, una leve sombra en la talla, lo cual permitía conjeturar que el niño había sido agregado posteriormente. Nelson imaginó ese santo y pensó en el tiempo que estuvo con los brazos abiertos, las manos extendidas en actitud rogativa, esperando por el jesusito.

Nelson, como yo, se hizo un especialista en imágenes sagradas. Su clasificación llegaba hasta la postura de los niños. De pie, acostados, dormidos. Con los ojos abiertos, con los ojos cerrados. Para concluir con jesusitos sonrientes con la bonhomía que sólo da la inocencia. Imágenes inquietantes que para Nelson eran el resultado de alguna conjura: el clasicismo de sus rasgos iba cediendo a una violencia morosa que inoculaba en la expresión del jesusito una indolencia provocativa, decadente, que hasta se podría calificar de morbosa.

Siempre me interesó el movimiento de los cuerpos inmóviles. Un interés que comenzó con la mano del capitán Danjou. Su mano de madera depositada en un cofre de cristal en Aubagne, el último refugio de la Legión Extranjera. El cofre está forrado con una tela roja como si fuera el color del río. Cada 22 de abril los legionarios desfilan ante la mano ennegrecida. El capitán debió viajar a Amberes para que un relojero le hiciera una mano ortopédica. Por entonces los relojeros, además de hacer relojes, hacían autómatas y prótesis. Los relojeros me conducen a los autómatas, al movimiento automático de los médiums escribas. La mano que ofrece una resistencia al espíritu maligno o que se entrega con mansedumbre al espíritu benéfico. Sí, ya lo conté, pero la mano de madera lo repite. Ella es un médium de la lengua.

El movimiento automático de los cuerpos siempre me produce angustia. Desde mi única experiencia espiritista, viendo cómo los cuerpos de los espiritas se contraían de manera involuntaria, esa angustia vuelve, una sensación que sólo da la repetición cuando derroca a la experiencia y que me sucedió mientras veía la película El exorcista; allí vi la cabeza poseída de una mujer, dando vueltas sin control como una calesita endemoniada.

Poco a poco Desierta se fue convirtiendo en un libro religioso. Lágrimas de Cristos, lágrimas de santos, lágrimas de vidrio o pasta; lágrimas donde retornaban las lágrimas blancas mencionadas por el padre Montes de Oca.

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Pasaba las horas mirando esos rostros ofrecidos al martirio. ¿Eran mi espejo? Habían pasado muchos años desde aquellas clases por correspondencia. Pero santos, relicarios, cristos, misales y cálices daban vuelta por mi cabeza. Algo quería llegar a demostrar.

Retorné al método del catálogo. Debía visitar y verificar la existencia de las figuras articuladas. El Crucificado, de origen quiteño, del Monasterio de Nuestra Señora del Pilar. Un Cristo casi humano, un metro setenta de alto con articulaciones en los hombros, cuello y rodillas. Ojos de vidrio y cabellera postiza. El Cristo de Nogoyá, de tamaño natural, con brazos articulados. Sin duda, es en el tamaño natural y en el movimiento donde la herejía alcanza su mayor abominación. La virgen de Tránsito, en San Ignacio. Un metro cuarenta de alto, con articulaciones en brazos y piernas, imagen ataviada. La vi en San Ignacio, desnuda, sin ropas. La madera despojada mostraba las marcas de las articulaciones en la talla.

Los Cristos articulados fueron una herejía criolla. No alcanza ni es suficiente el argumento de que las figuras eran articuladas para facilitar el traslado desde España o de Italia. Además, esto es falso porque la mayoría de estas figuras articuladas son de factura criolla, lo cual tampoco justifica el mecanismo perverso de su construcción.

Niños y reliquias, cabezas y manos de santos viajaban por separado. Pero, como dije, la totalidad de las figuras articuladas eran de manufactura criolla. Las maderas privilegiadas eran de higuerón y de ceibo.

Cristos abisagrados, brazos articulados, pero rara vez la cabeza y las piernas. No los vi descender un Viernes Santo. Pero los vi en Victoria, provincia de Entre Ríos. No era Viernes Santo, y gracias a un pequeño soborno cristiano pude ver el Cristo articulado que yacía en un cajón. Se lo bajaba de la cruz y se lo ponía en un féretro o en un lecho mortuorio hasta el año siguiente. El descendimiento de la cruz es lo que justifica teológicamente la articulación. Al Cristo de Victoria le labraron cabellos para disimular las articulaciones.

Además, para que la representación del descendimiento de la cruz aparentara ser más real, al Jesús le colocaban ojos de vidrio, cabellos naturales, pestañas postizas, lágrimas de vidrio, paladar de espejo, dientes de nácar.

Hubo un exceso que no podría explicarse por una necesidad logística. Tampoco por una representación realista de la imagen que respondía a una necesidad

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pedagógica destinada a catequizar a los nativos. Desierta es el relato de esa herejía; por eso no estuvo destinada a ser una novela publicable, sino apenas un opúsculo.

La revelación fue ante un Cristo con resplandores que iluminan las espinas y las potencias que coronan la cabeza, con clavos hiriendo joyescamente las manos del Crucificado. Una mujer estaba limpiando la imagen con impudicia. Y ahí Nelson descubrió el mecanismo de las bisagras en los brazos articulados. Bisagras, clavijas, bandas de cuero que permiten que los brazos pasen de la posición horizontal a la vertical. Cada Viernes Santo, Jesús desciende de la cruz y es depositado en un féretro.

Esa era la herejía. Exhibir el movimiento de Cristo a la mirada pública. Nelson pensaba que las figuras articuladas habían transformado la iconografía católica. Hasta que las figuras animadas y el bestiario mecánico no desaparecieran de la liturgia, la Virgen no estaría en estado de gracia. No obstante, su trabajo no había terminado. Había que buscar si en algún pasaje oscuro de la Biblia se permitió la hipóstasis entre las figuras santas animadas y la santísima trinidad.

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Cambios de domicilio

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I

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La pared vacía

En algunas de las mudanzas, alguna vez me encontré con una pared vacía. Las fotos de mi vida estaban en una caja. Otras se habían perdido en el traslado, las de mi vida de escritor. Estaba perdido. Alguna vez, vaya uno a saber en qué espacio volverán a aparecer. Tal vez ya espectrales, como aparecidos. Hasta es posible que ni yo mismo las vuelva a ver.

Recuerdo que desembalé el atado de cosas. Lo desembalé cuando me desaté del presente de esas cosas, porque del pasado de esas cosas uno nunca se desprende. ¿Por qué? Porque como dice Agustín Scarpelli: “nunca sabemos cómo será nuestro pasado”.

Lo cierto es que fui colgando algunas fotos en la pared. La primera fue una de Oscar Masotta escribiendo a máquina. Como en el piano, quizás sin que él lo supiera, escribimos una obra a cuatro manos.

La anécdota de la pared vacía, cualquiera se da cuenta, era para vivir y no para escribir.

Quiero decir, escribir es como respirar. Uno no elige respirar, respira.

Durante mi vida, muchas veces cambié de domicilio. Alguna vez pensé que esa circunstancia pertenecía al mundo de mi infancia y que se debía a la ley de alquileres, a la economía de la familia, a la bigamia de mi padre. De hecho, él tenía dos domicilios. Seguro que todas esas circunstancias eran válidas. Pero con los años comenzaron mis propios cambios de domicilio, no sólo los reales sino los fraguados cuando en la libreta de enrolamiento uno daba una dirección de capital y vivía en la provincia, para poder votar, para conseguir un empleo.

En la infancia era el viaje de una casa alquilada a otra casa alquilada. Siempre que hay una mudanza, los vecinos tienen una curiosidad morbosa por las pertenencias del vecino. El mudado, el mudo, siente la vergüenza de bajar los cachivaches, los muebles destartalados. Y la peor de las miradas: no la mirada ácida

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y crítica de lo que hay, sino el inventario de las cosas que faltan: no tienen televisor, no tienen ventilador, no hay mesa de comedor. Por supuesto que no importaba para nada que ya conocieran la casa y supieran que no había comedor, incluso que tampoco ellos lo tuvieran en sus propias casas.

La peor de las mudanzas eran cuando remataban la casa. Una casa de la que ni siquiera éramos propietarios sino que remataban la casa alquilada. La bandera roja flameando y el cartel de remate. Diablura de la lengua: a los tumbos y a las tumbas. A remate, al loco de remate, cuando uno cambia de domicilio tantas veces.

Nunca terminábamos de tener, no sólo una casa: no terminábamos nunca de tener un barrio. Primero la casa de inquilinato en la calle Virrey del Pino, en Belgrano. La palabra inquilinato sustituía de manera elegante a conventillo; más tarde Villa Urquiza; ahora sí, el conventillo de la calle Salta en el barrio de Constitución; después Avellaneda, de ahí a Ramos Mejía; por fin, en 1950, de vuelta a Avellaneda, en una casa donde viviríamos más de veinte años. Qué importaba si el barrio se llamaba Villa Perro y dos cuadras más allá Villa Mercado y una más acá Villa Echenagucía: era un domicilio fijo. Lo que nunca entendí es por qué nos mudábamos a lugares tan opuestos de la ciudad: el norte, el centro, el oeste, el sur. Así andábamos a los tumbos.

Lo que pasa es que mi familia ya venía de un cambio de domicilio a otro. Como si fueran huyendo, como si tuvieran paraderos en lugar de casas. Como si hubiera algo que ocultar. Y sí, huían de las garantías imposibles de conseguir, de los atrasos en los alquileres, de que algún integrante de la familia se quedara sin trabajo, de la salud precaria de mi abuelo. El asma siempre le había impedido trabajar. Era un hombre que, desde que tengo recuerdo de él, siempre había vivido fatigado.

Nunca, a pesar de que mi madre trabajaba en la administración pública y compraba todo en cuotas, se gestionó la posibilidad de un crédito para un chalecito peronista. Ni él ni ella lo hubiesen permitido. Los dos eran radicales a muerte, no era sólo una cuestión política, era una cuestión estética.

Pero todas las mudanzas tenían un origen mítico: el derrumbe. La catástrofe nació cuando ensancharon la 9 de Julio y mi familia materna, que vivía en la calle Carlos Pellegrini, fue desalojada.

Los de la infancia sí que eran viajes. Para ir a estudiar, para trabajar, para ir al centro, para ir al cine. Todo estaba tan lejos, y no era una cuestión de tráfico, es

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posible que hoy día se tarde más tiempo. Era viajar de un nombre a otro. Cuando esos nombres significaban algo para mí: Corrientes, la 9 de Julio, la Costanera. Hoy, estos viajes y estos nombres han sido reemplazados por otros más exóticos, más lejanos. Entonces Mar del Plata estaba tan lejos...

Tampoco pensé que de grande me iba a mudar tantas veces. Ni tampoco que iba a tener varias casas propias para perderlas como la que tuve y perdí en Río de Janeiro. Río de Janeiro era un juego de palabras en la boca de mi abuela. Cuando la escuchaba reír y le preguntaba el motivo de su risa, me respondía: “Me río de Janeiro”. Si se quiere, el malentendido me ha llevado lejos. Sí, sin el dinero hubiese sido imposible, pero no sólo el dinero lo hizo posible.

Soy de esos tipos que van a un lugar y, si les gusta, más allá de disponer o no del dinero se quieren comprar una casa en ese lugar.

Después contraje matrimonio y cambié de estado civil y domicilio. Un departamento en la calle San Juan comprado a cuotas por el Banco Hipotecario. Cada vez que paso no puedo dejar de mirarlo; el departamento duró más que el matrimonio.

Cada matrimonio, una casa. Finalmente recalé otra vez en Belgrano. Esta vez en un departamento cerca de Virrey del Pino, no en una casa de inquilinatos sino al lado de la clínica La Sagrada Familia. Otra vez los nombres. Después me fui a Pampa y la vía. Pero ¡suerte loca!, no en la vía. La nueva casa se valorizaba cada día más. Y al mes de mudarme, cada mañana de Dios, venía Mefisto a ofrecerme una suma mayor. Como diría Conrad: una avanzada de la civilización. Pero resistí. Los que no resistieron fueron mis oídos. Porque ante el canto de sirenas, no fui precavido como Ulises. Desde entonces, mis oídos no dejaron de zumbar, o de tintinear. Qué tiempos aquellos en que los abuelos decían: “De esta casa me van sacar con los pies para adelante”. Pero ¿quién puede saber cuál va a ser el último domicilio, antes de irse a otro barrio?

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Al borde del camino

Como cronista, y respondiendo quizás al viejo género de la llamada al caminante, comencé a recorrer los santuarios al borde del camino. Esta crónica al borde del camino fue escrita un día muy particular, la víspera de un nuevo aniversario de la muerte de Rodrigo. Un accidente te manda de golpe al otro barrio. Ese barrio es Berazategui. En ese santuario hay un cartel grabado con la fecha de su muerte: “24 de junio del 2000 / Estos fueron y serán siempre / nuestros ídolos / Gardel / Monzón / Gilda”. Todos se mataron en accidentes. La muerte trágica parece reunirlos en un destino heroico y milagroso. La coincidencia: Rodrigo murió en un accidente un 24 de junio, lo mismo que Gardel.

Un santuario también es un domicilio en el otro barrio. Sólo que no necesita de la oscuridad. Un santuario necesita de la luz. Incluso, luz del día, y si viene con sol, mejor. El santuario de Rodrigo está al borde del camino a La Plata.

Cada mañana de Dios, sin excepción, llega al lugar una mujer. Es la que custodia el santuario. La acompañan sus tres hijos y comienza el ofertorio. Siempre escucha la misma canción de Rodrigo: La chica del ascensor.

Primero abre un candado que es un señuelo débil para impedir que manos anónimas fuercen lo que ni siquiera llega a ser una reja. Después se ocupa de barrer el piso del lugar, una pieza sencilla, sin pretensiones. Orgullosa, cuenta que ha logrado hacerla de material, alejando el fantasma de una amenaza de incendio. Los objetos son muchos y exigen un orden. Pasan las horas haciendo el inventario de los regalos, de las flores, de las ofrendas. La mujer y sus tres hijos llevan a cabo la tarea en silencio, con fidelidad y recogimiento. Adoran ese lugar más que a su propia casa. El visitante no puede hacer otra cosa que conmoverse frente a tanta devoción. En el santuario de Rodrigo los objetos dejan de ser mundanos y pasan a ser sagrados.

En la calle, casi enfrente del santuario, se erige un potro de hierro que se ve desde la autopista. Del cuerpo alado del potro sin jinete brotan rosas. La tragedia se cuela, los pétalos no llegan a borrar los restos del hierro retorcido de la camioneta

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con la que el cantante se estrelló. Pero la escultura fue hecha de tal manera que parece que un movimiento aparente del caballo lo conduce hacia arriba, camino al cielo, como queriendo cabalgar.

En la canción La chica del ascensor pareciera que las cosas suceden de la misma manera que en el santuario. Rodrigo encerrado en un laberinto de cemento y de cristal. Y la chica del ascensor que “no es una chica más / se sale del montón. / Es una realidad y una alucinación”.

Ella, la mujer que cuida el santuario, está sentada al lado del Rodrigo de yeso y es posible que sea una alucinación. Quizás la chica del ascensor mantenga conversaciones secretas con él, no solamente cuando custodia el santuario; es posible que también en su casa hable con el retrato que tiene sobre una de las paredes del dormitorio. Y también es posible que Rodrigo le responda y se comunique con ella.

La chica del ascensor permanece siempre en el mismo lugar. Ella misma me lo cuenta: “Yo nunca lo seguí”. No aclara siquiera si a los bailes o a los recitales.

La mujer me confió que esa fue la primera canción que había escuchado de Rodrigo: “La chica del ascensor / es una chica más que toma el ascensor del hormiguero gris donde trabajo yo. / Ojos de sueño en el personal. / Todos los días igual. / Jamás la vi charlar. / Jamás la vi reír. / Ayer imaginé que se fijaba en mí. / No tiene nombre ni dirección, / no sé de donde salió. / Dentro de este laberinto de cemento y cristal / en algún lugar perdido / ella piensa en mí”. Sí, ella tiene nombre: Yoli.

Yoli responde con paciencia a cada pregunta que le hago, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Ella misma me cuenta que los lunes, cuando se reintegra a sus tareas, sus compañeros le preguntan con naturalidad: “¿Qué tal Rodrigo? ¿Cómo está Rodrigo?”.

Ella habla de su trabajo, del tiempo que tarda cuando viene en colectivo, de lo ventajoso de viajar en remís a Berazategui. La mujer responde sobre cada objeto, sobre cada anécdota, desde la más importante a la más insignificante. Los movimientos en el santuario se suceden en una pieza llena de cruces y placas recordatorias con leyendas de agradecimientos. El ámbito podría parecer macabro, pero no lo es. El clima es festivo y evoca las calaveras pintadas por Guadalupe Posadas.

Una cosa que me llama especialmente la atención es una carta prendida con un

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alfiler. Es una carta de amor. La letra apenas se distingue, se ha borrado con la lluvia, el sol la ha resecado, la intemperie la va destruyendo de a poco. La tinta sobre la piedra dura más, ahí están escritos los recordatorios que todavía resisten y pueden leerse. Todo el que quiso dejar su nombre como testimonio de su paso por el lugar es aceptado, tiene cabida.

Una vez que Yoli termina su tarea diaria, dispone los objetos cotidianos de Rodrigo. Una mesita, una silla, también pequeña: ese es todo el mobiliario. El lugar es tan chico que parece una casita de juguete. Sobre la mesita coloca un cenicero y dos vasos de cerveza. Llega el descanso. Una botella de Quilmes y otra de Isenbeck. Un atado de Marlboro. Después prende el cigarrillo, que no pone en los labios de la escultura de Rodrigo; un rito bastante practicado con otras imágenes de adoración popular como el Ekeko o Gardel, que pueden fumar el día completo si sus fieles así lo disponen. El Rodrigo de yeso-cemento ocupa toda la extensión de la pieza, y sería imprudente hacerlo fumar teniendo en cuenta la amenaza de un incendio. Finalmente ella le da una pitada, luego abre el bolso y me dice: “Siempre tengo dos atados de Marlboro y los compro con mi plata”. No recibe ninguna ayuda. “La cerveza y los cigarrillos me cuestan mucha plata”, y me comenta el precio de cada atado. Lo dice con una distancia que no da lugar a la más mínima especulación.

La amenaza de incendio está presente en el aire. Un cartel es como un conjuro contra esa amenaza: “Por favor, se le ruega no dejar cigarrillos y velas. Tengamos piedad. Gracias de parte de Ro”. Las piedras hablan a través de los grafitis y de los carteles que hay en el santuario. Es cierto que en ese lugar, envuelto en el humo y el relato de la mujer, la escultura de Rodrigo parece cobrar vida. Rodrigo se aferra a un micrófono y con un gesto del brazo extendido hacia adelante da la idea cabal de su movimiento cantando. Tiene el pelo pintado de azul; ella me cuenta que Rodrigo decía que había probado en su pelo todos los colores del arco iris. “Y tenía razón”, agrega, “tanto lo deseaba que ahora se le cumplió y está en algún lugar cerca del arco iris”. Rodrigo lleva puesto un cinturón con hebilla que ha perdido el dorado, sobre ella hay algo escrito. Me acerco porque las letras están como borradas y le pregunto a la mujer por la inscripción. “El potro”, me contesta. No podía faltar un rosario; Rodrigo era profundamente creyente, siempre hablaba de Dios y la cruz verde del rosario está bien aferrada a su cuello.

Ahora la mujer me cuenta con cierta perplejidad, mezclada con rabia, mientras le pasa un trapo a la escultura, que una vez le robaron un brazo de Rodrigo. Vaya a saber con qué fin. Hubo que volver a llamar al artista que había hecho la escultura para que la reparara. Es inevitable pensar en el móvil del hecho; más allá de querer conservar algo del ídolo, es como un exvoto privado. En este caso el ladrón lo arranca

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para llevarlo a su propio altar. Hay una zona en el santuario que no le pertenece a la chica del ascensor. Es de

todos. Y ella lo sabe. Tampoco pretende convertirse en la dueña del lugar, hasta podría decirse que se aleja con cierta humildad cuando el mito comienza a trabajar. Algunos le adjudican a Rodrigo poderes sanadores. No son muchos los visitantes que se acercan a agradecer este tipo de cosas, pero no podemos negar que los hay. Incluso algunas leyendas que están en un libro abierto a una reflexión o una palabra del público dicen: “Gracias por curarme”.

En esta parte del recorrido lo que más me conmueve es una soga para tender ropa que se extiende desde un extremo al otro de la habitación. De la soga cuelgan muchas ropitas de bebé. Batitas, ositos, enteritos, algunos peluches. Impresiona la contigüidad que esas prendas han tenido con sus dueños, criaturas de las que uno no se anima a leer sus nombres, sólo la dedicatoria de sus promesas. Promesa cumplida y una fecha.

Gracias a otro visitante que colabora indirectamente con el santuario de Rodrigo pude acceder al santuario personal, privado, de la chica del ascensor. El hombre se llama Guillermo Cattaneo y tiene como hobby la fotografía. Conversamos sobre la vida, sobre Rodrigo, sobre Avellaneda. Resultó que en nuestra juventud fuimos a bailar a los mismos lugares. Él me hizo llegar las fotos de la capilla que la chica del ascensor tiene en su casa. En una de las habitaciones se la ve tirada sobre su cama y rodeada de pósters y fotos de Rodrigo que hacen las veces de decorado de fondo. No es que ella mire las fotos de Rodrigo ni tampoco da la sensación de que él “mire” a la chica. De todas ellas, la que más me impresionó fue una donde Yoli, junto a otras personas, está parada frente a lo que parece una especie de sarcófago de cemento. La escena pertenece a un ritual que no tiene nada de macabro. Al contrario, por la naturalidad con que posan, queda claro que tanto el receptáculo como los objetos que están en su interior trasmiten una idea de tranquilidad y de paz, si se quiere, espiritual.

En la casa de Yoli hay carteles de algún recital, peluches que se han salvado del incendio o de la rapiña, fotos de Rodrigo enmarcadas, remeras con su cara e imágenes de las tapas de sus discos. Como dice la chica del ascensor: “cosas de él”. Lo que más sorprende son las fotos que se toman en el santuario “público” el día del cumpleaños de Rodrigo. Como si esas fotos duplicaran el santuario público en el santuario privado, como si quisieran capturar ese instante para sacarlo de esa circulación ante los ojos de todos y llevarlas a un ámbito más íntimo.

Miro esas fotos coloridas y parecen ser recientes, reflejan el festejo de cumpleaños de un vivo. Nada hace suponer que el tiempo pasó y que Rodrigo ya no

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festejará más su cumpleaños. El retrato del cantante descansa, como si controlara lo que sucede a su alrededor, en una de las cabeceras de la mesa. La chica no deja ningún detalle librado al azar.

Cuando se celebra el cumpleaños del ídolo la gente baila. Cada 24 de mayo la chica prepara una torta, pone una mesa de fiesta en la que una efigie de Rodrigo es el principal comensal, el invitado de honor. La chica del ascensor, ¿es médium? No sé. Pero estoy seguro de que habla con el espíritu de Rodrigo.

Como en esa época el frío ya se hace sentir, también prepara una chocolatada, y de paso se recuerda al día siguiente una fecha patria: el 25 de Mayo. Ella misma me confiesa que sirve varias porciones de torta en distintos platos; seguramente les alegrará el día a los chicos de los alrededores, que visitan y charlan con Rodrigo.

Las celebraciones en el santuario de Rodrigo no se limitan a la celebración de su cumpleaños. También hay otras fechas alegres, como la Noche Buena, la Navidad y el fin de año, que sus admiradores pasan en compañía del ídolo. Es un modo de perdurar en el tiempo de los vivos. Ahí está entonces la chica del ascensor con sus tres hijos para levantar la copa, junto a Rodrigo. Es verano y el clima más benigno. Ella soporta mejor el calor que el frío. Se pone música, se baila. Siempre pasa algún visitante de improviso por el santuario. A ella le alcanza con su voz y sus letras. Dice: “Siempre voy a estar acompañándolo con su música”.

El paso del tiempo no ha podido cambiar el día más triste del año para la chica del ascensor. Desde el año 2001, cada medianoche del 23 de junio, ella espera el funesto 24 de junio. Esa noche permanecerá imborrable en su vida. Quizás ya no pueda sentir la misma angustia en el pecho como cuando escuchó la noticia por la radio, tal vez no se acuerde del frío en el cuerpo que pasó en las horas de cola frente a la Municipalidad de Lanús esperando entrar para darle a su ídolo el último beso.

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La peregrinación de los animadores

Hay otros viajes al borde del camino. Viajeros envueltos en el polvo de la puna. Casi niños. Casi una cruzada de los niños.

Los animadores acompañan a las imágenes santas cuando salen de sus iglesias para ser trasladadas en una procesión. Los animadores son viajeros sacros. No sólo las acompañan sino que las protegen de los robos y evitan que sean profanadas.

Duermen con ellas y velan a su lado. Y lo más importante: los animadores están tomados por el ánima de las imágenes que acompañan. Como si fuesen sus dobles.

Viajan por el interior de las provincias durmiendo a veces en iglesias, pero también en cuartuchos miserables. Viajan de a dos, para poder turnarse y no dejar nunca sola a la imagen. De este modo, los dos animadores terminan por parecerse.

También los he visto viajar de a uno acompañando a un santo, a una Virgen, a un Jesusito, a un crucificado. He visto a los animadores quedarse dormidos al lado de la cruz y agarrados al madero, inmóviles como estatuas.

En general no hablan con nadie. Parecen mudos. Son desconfiados. Imagen y animador siempre viajan juntos, como si fueran una sola forma, un solo cuerpo. Tal vez alguno se fue con la Ofelia loca por la peste. Es posible que alguno de ellos haya acompañado el Cristo negro tallado por Sampzon. Otros andan por ahí acompañando algún cuadro de un ángel para una exposición. Pero siempre vuelven. Un oficio que viene de los antepasados y se transmite de generación en generación.

A los animadores los disponen frente a una imagen: un santo, una cruz. Pasan horas en silencio contemplando las imágenes. Después les preguntan: “¿La imagen te miró?”. “¿El señor puso los ojos en tus ojos?” Si responden positivamente les enseñan el oficio.

Los animadores viajan de una iglesia a otra aprendiendo su oficio. Les enseñan a distinguir lo verdadero de lo falso. Vacilan entre la revelación y la técnica. Trabajan en la oscuridad, y con los ojos cerrados adivinan el nombre de la madera de la que está hecha la pieza santa. Miden a ciegas las proporciones del rostro. Las consideran

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divinas. Las dividen en seis. Dos corresponden a la nariz, una tercera mide el ojo, cuarta y quinta con la boca y la última con la oreja. Conocen los Cristos barrocos de toscos resplandores de plata, sangrantes y devotos con la marca de la gubia indígena en la carne. Dedican horas a estudiar las facciones, los materiales, los relieves, las musculaturas, las lágrimas y los dientes de las figuras sacras. Incluso llegan a percibir el olor de la imagen que acompañan.

Viven viajando. Según los parajes que recorren, terminan por mimetizarse con el paisaje y desaparecen en él. Sólo otros animadores pueden encontrarlos.

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II

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Encrucijada

Hay muchas maneras de hablar con los muertos y también de que los muertos hablen entre ellos. En un poema de Samuel Butler leemos: “Aún habrá un encuentro, una separación, un reencuentro / donde los muertos se encuentran / en los labios de los vivos”.

Sí, ese camino está en la frontera ambigua donde se practica el rezo, la llamada del epitafio al caminante; la misa de difuntos, la súplica apenas musitada, la plegaria donde la lengua se detiene en el umbral del habla y los labios se mueven en silencio.

La reencarnación es un viaje inverso al de la resurrección. En la resurrección, el resucitado viaja al más allá; en la reencarnación, el espíritu vuelve del más allá.

Es el viaje eterno. Es el de los espíritus errantes condenados a vagar por la eternidad, lo cual supone un tiempo pero no un espacio. Kardec, en su catálogo de las pasiones humanas, incluye los celos. Mi padre era apasionado. Era un hombre celoso, así en la tierra como en el cielo. Cuando, al ser invocado por algún médium, descendía su espíritu, él, mi padre, le hacía a mi madre una escena de celos por su nuevo marido. Mi madre solía decirme que el espíritu de mi padre era un espíritu errante porque en la tierra fue muy apegado a los placeres carnales, y por esa razón nunca dejaba de sufrir.

Un viaje que comenzó de la mano de mi abuela visitando la tumba de Gardel y de mi gemelo muerto. El mito que durante muchos años circuló en Buenos Aires con el cuerpo de Gardel. ¿Estaba vivo o estaba muerto? Esa leyenda ocupó gran parte de mi infancia. El cuerpo que trajeron de Medellín a Buenos Aires, el que estaba enterrado en la Chacarita, no era el de Gardel, tampoco el de un doble, sino el de un desconocido. O piedras, simplemente piedras. Gardel estaba vivo en algún barrio de Buenos Aires pero tenía la cara quemada y por eso se ocultaba. Con la voz no había

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máscara posible para Gardel, y por eso no sólo había dejado de cantar sino también de hablar: de ahí provenía que lo llamaran el “mudo”. Esa historia me la contaba mi abuela cada vez que íbamos a la Chacarita. Con lo cual la estatua de Gardel era más verdadera que cualquier cosa que pudiera haber en la sepultura. Este relato de mi abuela siempre me creó una relación dudosa acerca de dónde estaban los muertos, los verdaderos muertos. Y la historia de mi país, con la profanación del cuerpo de Evita, con los otros muertos convalidaba mi incertidumbre.

El cuerpo de Gardel, las vicisitudes que sucederían con el ataúd de mi madre, las conversaciones acerca de lo que queda de la muerte, y por qué la estafa de los empleados del cementerio o una estafa del yo, me hicieron volver a un libro: Memorias de una suicida.

En 1954, la médium Ivonne A. Pereira construye una iconografía espiritista del más allá. En Memorias de una suicida narra una experiencia espírita del suicidio, que consiste en un viaje sideral del cuerpo del suicidado que tiene como destino una clínica astral. Pero como se trata de un suicida, primero debe pasar por la educación reformista que le espera como expiación de su pecado. Es un viaje del más allá a la tierra, no de la tierra al más allá.

Por lo tanto, se podría insinuar una indicación, una orientación, que no llega a ser una guía. Primera instancia del viaje: el alma; segunda: la resurrección; tercera: el relato de los espíritus errantes. Tal vez por eso en muchos de mis viajes fui a visitar tumbas de escritores. ¿Buscaba el espíritu, buscaba mi doble? Esa es la diferencia entre William Wilson, el personaje de Poe, y el de Nabokov. Si bien son dos apariciones, el personaje de Nabokov siente desesperación por encontrar a su doble y no busca huir de él. Este viaje es, para mí, el viaje espiritista. No es lo mismo buscar al doble o que el doble lo busque a uno. Son dos formas diferentes del misterio. Lo escribió el negro Lamborghini: “Hay que cuidar la relación del doble / con el cuerpo. / Tantos, por perder el doble / sin nada se quedaron...”. Por no cuidarlo como se debe, quedaron: al ras. Hay que cuidarlo porque es necesario. Ya lo creo que lo cuidé. Justamente, para no quedar al ras. Sin embargo, al ras me quedé. Como en el poema de Osvaldo: “de ese ras ras: quitado el doble, nada”.

Sin embargo, hubo dos momentos en que el cementerio dejó de ser un relato de mi abuela o un viaje estético. La primera vez fue a raíz de un pedido de mi madre, que sólo cumplí después de su muerte: visitar el cementerio de Génova. Su iconografía

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mortuoria expone una mezcla de kitsch y romanticismo donde las lápidas son conjuntos escultóricos de parejas de amantes, esposos o novios vestidos de gala, como si se preparasen para ir a una fiesta. Uno frente al otro, contemplándose. Hasta tal punto el símil parece de carne y hueso que el visitante puede llegar a sentir cierto pudor de inmiscuirse en una intimidad que ni siquiera la muerte pudo interrumpir.

Todo muy estético, hasta que llegué a la zona reservada a los niños. En ese lugar no había estética posible, ni de ángeles, ni de Vírgenes, ni de almas emigrando hacia el cielo, ni las fechas con rayos que adornan las lápidas. El lapso entre la vida y la muerte tenía mucho de realidad, lo que me hizo abandonar el cementerio.

La segunda vez fue cuando pasó lo que pasó con el cuerpo de mi propia madre. Después de vivir esa experiencia, el cementerio dejó de ser lo que era —un paseo de la mano de mi abuela— y se me volvió más real. Pero no como dice Borges —la prolijidad de lo real—, sino como algo todavía más siniestro: la desprolijidad de lo real.

Mi madre está enterrada en el cementerio de Avellaneda. En el mismo pabellón del periodista asesinado, Cabezas, referencia ineludible para hallar su nicho. Se habían cumplido los cinco años de haber pagado su tumba. Fuimos con mi hermano a arreglar los papeles, porque vencía el plazo que había otorgado el cementerio. Aunque después nos enteramos de que era una compra definitiva. Pero, así en la tierra como en el cielo, las expensas estaban vencidas.

En esos cinco años nunca habíamos ido al cementerio. Por negligencia, los empleados no habían colocado en el nicho la placa con la inscripción del nombre. Yo, que había escrito Ni muerto has perdido tu nombre. Evidentemente, en el yo nunca se puede confiar.

Lo cierto que en el cuaderno de cementerio, un cuaderno escolar, estaba el apellido de mi madre y el número de nicho. Fuimos a la galería. Mi hermano se subió a la escalera buscando el ataúd indicado por el número, pero se encontró con un nicho vacío. ¿El milagro de la resurrección? O, lo que es más probable en mi país, el cuerpo había desaparecido, simplemente, por una maniobra fraudulenta.

Volvimos por los empleados del cementerio, que a esa altura estaban nerviosos. Discutían entre ellos. Nos dieron un nuevo número. Mi hermano volvió a subir, separó del ataúd unas cintas mortuorias que ya no eran de color violeta sino negras, las letras doradas tenían el nombre de un hombre. Por los recordatorios: un padre, y no una madre.

Finalmente dimos con el ataúd de mi madre. Una cuestión burocrática. Mejor

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dicho, una pequeña estafa. No habían hecho ni la placa ni el vidrio ni el mármol que habíamos pagado. Adujeron que eran cuestiones de la administración anterior.

Cruzamos la calle y entramos en alguno de los tantos negocios que se dedican a los monumentos e inscripciones funerarias. Lo primero que vimos: una placa recordatoria en mármol, que era utilizada como propaganda de la casa. Sólo que decía “Luisito”. Y una fecha de ese mes de diciembre, para la que faltaban unas semanas. Dijimos: “El trabajo ya está hecho”. Y el humor, hasta el más macabro, siempre es una salida, sobre todo de un cementerio donde está enterrada la madre de uno.

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El sueño de la resurrección

Mi interés por la resurrección viene de mi infancia, mucho antes del encuentro que iría a tener con un holandés en Estambul. Siempre estuve investigando sobre el tema, incluso llegué a leer sobre los detectives psíquicos y me enteré de que los más famosos eran holandeses. Por eso supe de la vida de Peter Hurkos, que había cambiado su nombre verdadero —que era Pieter van der Hurk— y “resucitó” con el nombre de Peter Hurkos. Antes de la resurrección tenía un pasado glorioso combatiendo en la resistencia contra los alemanes. Pero trabajando como pintor, junto a su padre, tuvo un accidente. Un día, pintando una casa, se cayó de un andamio. Cuando se despertó en el hospital no recordaba ni caras, ni fechas, ni nombres. Durante un tiempo ni siquiera podía reconocer a los miembros de su familia. Pero cuando despertó del sueño en el hospital tuvo esta idea: “Cuando me desperté no tenía una mente propia. Estaba en la mente de otra persona, y me asusté. Mi padre y mi madre me dijeron que no era el mismo que antes del accidente. Había resucitado con dos mentes. Tan cierto como que hay Dios que volví con dos mentes”. También volvió con el don de la clarividencia metapsíquica. Con lo cual la resurrección, el sueño y la clarividencia tienen puntos en común.

Cuando, utilizando sus dones psíquicos, Hurkos descubrió al estrangulador de Boston, dijo que el hombre tenía que ver con un hospital y que era un homosexual que odiaba a las mujeres. Tenía ojos grises y azulados: ojos de asesino. Sólo que, como suele suceder en la clarividencia y en la resurrección, lo dijo en el mismo lenguaje en que le fuera otorgado su don: mucho de lo que reveló sobre el hombre lo dijo en un sueño inquieto. Los detectives cuentan que lo dijo entre un fuerte acento holandés y un falsete. ¿Un ventrílocuo? ¿Un farsante?

Sin duda el estrangulador odiaba a las mujeres. También en sueños, Hurkos vio al hombre “durmiendo”, rodeado de un montón de basura, en una cama sin colchón. El lugar estaba lleno de cajas de zapatos de mujer, zapatos que después vendía de puerta en puerta. Es lógico, afirmó Hurkos, que cuando a las mujeres les tienta un

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par de zapatos no les importe su procedencia; por eso ninguna lo delató.

Fue en San Sepolcro donde descubrí el secreto de la resurrección. Esa noche había dormido en el hotel Florentino. Ahí ya había sucedido una resurrección. El señor del hotel, el hijo de la dueña, una anciana, era el cuerpo y el espíritu de Lezama Lima, sólo le faltaba el habano. Hablaba con una voz dulce como siempre me imaginé la voz de Lezama. Era quien servía la comida. Describía los manjares de cada plato de manera lezamesca. Cada plato era un festín barroco. Porque ni siquiera importaba mucho qué se comía. Lo que importaba era el relato que ese hijo hacía de cada plato cocinado por su madre. Eran higos de la India, especias de Oriente, pescados que conservaban la luz y el color del Mediterráneo aunque, en realidad, eran una minestrone o unos vermichelis. En su boca, en sus ojos, en su relato, eran otra cosa. Tenía tanta delicadeza y discreción para acercarse a la mesa como para alejarse de ella. Con pasos de mandarín, aunque el volumen de su cuerpo era el de un luchador de sumo. Sin embargo, él era un príncipe, no un fantasma.

Desde la Biblia, el fraude y la sospecha acechan la resurrección. Ni siquiera los discípulos creen en el milagro. Jesús ha prometido que al tercer día resucitará de entre los muertos. Pilatos, que teme que los discípulos hagan desaparecer el cadáver, pone soldados a custodiar la tumba. Hasta hay una versión que dice que los soldados fueron sobornados por los discípulos para que testimoniaran la desaparición. Pilatos dice: “Decid que vinieron los discípulos por la noche y lo hurtaron”. Esa fue la paga de los soldados, para que mintieran. La mentira era que la resurrección sucedió mientras los soldados dormían.

La resurrección es un viaje en cuerpo y alma. Quizás la resurrección pertenezca al género de la literatura de viajes. Pero si el alma, para el último viaje, se desprende del cuerpo, ¿el cuerpo es el primer viajero que se queda sin viaje? Sólo Jesús resucitó en cuerpo y alma.

La resurrección despierta la sospecha y hace que hasta los discípulos tengan que desmentir un soborno. Basta nombrar la incredulidad del discípulo Tomás, que tiene que tocar las llagas del lanzazo en el costado de Cristo: ver para creer.

Pero la versión más herética ni siquiera es la de Lucas. Los discípulos contemplan espantados la aparición del resucitado. ¿Dónde estuvo esos tres días? ¿Con qué aspecto volverá de su viaje? Que no se turben vuestros corazones: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y ved que el espíritu ni tiene carne

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ni huesos, como veis que yo tengo”. ¿Hablar en parábolas atenúa la evidencia brutal de la que es capaz Jesús, cuando pide de comer?

Había viajado a San Sepolcro, desde Monterchi, después de ir a ver a la madonna del parto, una de las pocas, o la única virgen embarazada. Eso, más que un milagro, era una verdadera herejía. La pincelada de Piero della Francesca no sólo no disimula el vientre sino que muestra que la hinchazón no es del cielo sino de esta tierra.

Me faltaba todavía seguir algunas pistas de Piero della Francesca. Y esa epifanía tan milagrosa como paranoica, esa pista la encontré en el museo cívico de San Sepolcro, cuando me topé de frente con el fresco de la resurrección atribuido a Piero. Una frase de Aby Warburg es una certeza: “Dios está en todos los detalles”. Tan es así que el detalle no está en ese Cristo dispuesto a elevarse serenamente hacia el cielo, ese Cristo vencedor que domina el cuadro y la escena, sino en los cuatro soldados que custodian la tumba para impedir el fraude.

En mi juventud, en una pintura flamenca había visto el brillo de unos dados sobre la cruz. El pintor había buscado el equilibrio, contrastando el brillo de los huesos trasparentes del cuerpo exangüe del Cristo con los dados.

Los dados están en la Biblia. Los guardias, al pie de la cruz, viven en pecado, porque absortos en la partida no vieron el sufrimiento de la crucifixión. Un golpe de dados nunca abolirá la lengua. A los dados se los llama huesos.

Los esbirros abandonaron la partida de dados después del descendimiento y antes de la resurrección. Igual, habría resultado inútil. De ellos no dependía la suerte del Crucificado, porque la suerte de Cristo estaba echada. Incluso antes de que él mismo lo supiera. Al menos, eso sucede si uno cree en los versos de Housman en Germinal: “En la niñez perdida de Judas / Cristo fue traicionado”. La traición es anterior al acto de traicionar. Según estos versos, ¿quién sabe cómo será nuestro pasado?

Uno de esos soldados, afirman los críticos de arte, es de Piero della Francesca. Los esbirros están a los pies de Cristo, sólo los separa un altar. Seguramente ya han jugado a los dados los últimos ropajes del crucificado. Los cuatro están dormidos, aunque uno parece despertarse de un sueño profundo y se lleva la mano a los ojos, cegado por la mirada de Cristo, aunque de sus ojos no brota fuego sino que, por el contrario, irradia una luz casi beatífica; entonces es posible que el soldado dude si lo

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que está viendo pertenece al sueño o a la realidad. La resurrección es a ojos cerrados. Con esos soldados dormidos, hipnotizados,

catalépticos. No saben si el milagro pertenece a la realidad o al sueño. Sólo a Piero della Francesca se le podía ocurrir: situar el milagro de la resurrección en la única franja posible: el territorio entre el sueño y el despertar.

La otra posibilidad, si uno abandona el sueño de los cuatro soldados, sería considerar que la resurrección fue un sueño soñado por dos mujeres enloquecidas de dolor: María Magdalena y María. En alguna versión se agrega una tercera. Pero en las versiones bíblicas son siempre estas dos mujeres las que van al Santo Sepulcro y descubren el milagro. La resurrección es una visión de dos mujeres, a quienes hasta los mismos discípulos toman por locas.

Se me cruzó una idea siniestra por la cabeza: que Baucé haya pintado una resurrección. De golpe retornó a mí un sentimiento supersticioso. La superstición siempre tiene argumentos. El miedo tampoco. Lo sentí. Había en el aire olor a tormenta, había en el aire el rumor de la desgracia. En San Sepolcro se desató un temporal que no era de este mundo. Se parecía al terremoto que siguió a la resurrección.

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III

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Chucherías

Hacía unas semanas que mi madre se había muerto. Ella se había quedado viviendo en Burzaco, acompañada de su hija. No quiso mudarse a una casa que le buscamos para que viviera junto a su hermano, tampoco quiso ir con su hermana. Aducía cuestiones de carácter. Como siempre había sido muy caprichosa, no advertimos que se había mudado muchas veces en la vida y ya no se quería mudar más.

Se había ido a Burzaco con su hija Lourdes y sus nietos. La había bautizado Lourdes, el nombre de la Virgen de la cual mi padre era devoto. Esta hermanastra nos ahorró los sufrimientos de los últimos meses de vida de mi madre. Pero faltaba todavía el último viaje a la casa de mi madre. Había que ir a buscar sus pertenencias.

Esta hermanastra se llevaba muy mal con mi hermano menor, que había jurado matarla por una propiedad casi sin valor pero que era la única herencia de mi madre. En realidad, la chica tenía derecho, ya que la casa la había pagado su padre, el segundo marido de mi madre. Era un pedazo de tierra con una casita prefabricada. “Lo que vale es el terreno”, decía mi hermano, quizás para justificar su reivindicación y que su madre le hubiese dejado algo.

La chica no había ido al velorio porque tenía miedo de lo que su hermanastro le pudiera hacer, pero también porque decía que ya se había despedido de su madre.

De chica, había tenido el don de la videncia. Al menos, eso era lo que decía mi madre, quien la había mandado a la escuelita espiritista que había en Burzaco. La nena era un prodigio, porque a la videncia en los niños se le otorga una mayor virtud, por la pureza e inocencia que se le atribuye a la infancia.

Ella había residido un tiempo en Estados Unidos porque se había casado con un boliviano que tenía parientes en Virginia. Inmigración ilegal, siempre perseguida, hasta el punto en que un día decidió volver con sus hijos a la Argentina. Al poco tiempo, su marido fue deportado. Su hermanastro siempre le agregaba un motivo delictivo: que había sido deportado por traficante, cuando en realidad había sido una cuestión de papeles. No tenía residencia ni permiso de trabajo. Creo que ninguno de

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nosotros reparó en que el viaje del marido de Lourdes como deportado seguramente haya sido muy duro.

Lourdes se enteró de muy chica de que sus padres la habían adoptado. Pero mi madre siempre insistía en que Lourdes debía buscar a su madre natural. Y Lourdes, por la insistencia de mi madre, la siguió buscando, hasta que con los años la encontró en un padrón electoral y fue a visitarla. Mi madre nos contó que Lourdes nunca le dijo una palabra de ese encuentro. Había confiado en que esa hija la cuidaría en la vejez, y no se equivocó.

El tiempo que vivió en Estados Unidos cambió la cabeza de Lourdes, porque pudo aprender inglés y porque las facciones de su cara perdieron aquellos rasgos rayanos en la debilidad mental, quizás efecto del estado de sonambulismo y el don de la videncia que padecía desde chica. Una especie de puerilidad tan excesiva que parecía estar más cerca de lo pecaminoso que de la virtud.

Esta visita a Burzaco no era una de las tantas visitas que hacíamos con mi hermano para buscar la ropa de los vecinos difuntos. Esta vez no era un vecino; eran las cosas de alguien muy cercano.

Por supuesto, elegimos algunas fotos. Yo elegí dos. Ambas parecen haber sido tomadas en un parque de diversiones. En una está mi padre tirando al blanco. En la otra es ella —mi madre— quien con un gesto delicado y femenino toma el arma. Su cara está al borde del miedo y el histerismo. Hay otra foto, tomada en las sierras de Córdoba. La belleza de mi madre a veces confunde. En principio, por su expresión se la catalogaría como alguien distante, aunque su mirada y su sonrisa muestran todo lo contrario.

Después estaban las chucherías, las cosas japonesas de mi madre; cosas de los años cincuenta, no cosas modernas. Yo me llevé un cuadrito con el volcán Fujiyama cubierto de nieve.

Revisamos los cajones y encontramos una carpeta con dibujos. Se notaba en ellos un estilo naif, pero eran realmente buenos y quedamos asombrados. Le preguntamos a Lourdes: “¿Quién los pintó?”. Dudó un instante en responder. No era por desconfianza sino por perplejidad, como quien hace un esfuerzo por recordar algo que le trae alguna dificultad o un mal recuerdo. Finalmente nos contestó: “Los pinté yo”.

Con mi hermano nos miramos. Creo que esos dibujos fueron lo más próximo que alguna vez tuvimos con Lourdes. Hasta es posible que hayamos cambiado el tono áspero con que la tratábamos habitualmente por lo insoportable que nos

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resultaba su puerilidad. Comenzamos a mirar los dibujos uno por uno. Había dibujado cada una de las

chucherías de mi madre. El cuadrito con el Fujiyama, tres negros que, como sombras alargadas, bailaban algún ritmo americano, una postal del Torreón de Mar del Plata, un dibujo con las cataratas del Iguazú, y una foto donde mi madre posaba con el padre de Lourdes. En ese momento entendimos por qué no necesitaba despedirse. No quisimos seguir mirando, quizás por miedo de encontrarnos con un dibujo de mi madre, vaya a saber de qué época.

Mi hermano le preguntó: “¿Cuándo los dibujaste?”. Nos contestó: “De chica. No recuerdo la edad. Mi papá dormía y mamá a veces

escribía dormida. Yo también me levantaba dormida, iba hasta el comedor, me sentaba a la mesa y dibujaba. Se ve que mamá los guardaba en esta carpeta. Yo tampoco sabía que los conservaba. Si les gustan les regalo uno...”.

Yo elegí el paisaje japonés, mi hermano se llevó el de los tres negros bailando.

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El viajero y su tumba

La editorial que publicó mi libro Los muertos no mienten me pidió que visitara a los libreros para hablar de la obra. Yo fui librero, y así el oficio volvía a mí después de mucho tiempo. Conversé largamente con dos muchachos de la librería El Ateneo sobre la literatura y las coincidencias espiritistas que, en su libro El espiritismo y sus fraudes, el padre Heredia considera una estafa.

Transportado por la conversación, uno de ellos me cuenta la siguiente anécdota: todas las noches, después del trabajo, vuelve a su casa ubicada en el Conurbano bonaerense. En el colectivo tiene la costumbre de sentarse en el último asiento. Si ese asiento está ocupado, hasta prefiere viajar de pie. Cuando logra sentarse se queda dormido hasta llegar a destino, donde se despierta automáticamente, como si sólo los ruidos familiares pudieran despertarlo.

Una de esas noches, en lugar de dormir, se entretuvo leyendo un artículo sobre Osvaldo Lamborghini que yo había escrito. Hasta ahí, ninguna coincidencia. Pero resulta que el mismo acto de leer, él puesto en su posición de lector, hizo que no se recostara como hacía habitualmente sobre el asiento, sino que se inclinara hacia adelante. A cierta altura del trayecto, a cierta altura de la noche, a cierta altura del Conurbano bonaerense, hubo un tiroteo, y dos balas atravesaron la chapa del colectivo y se incrustaron en el último asiento, por encima de su cabeza inclinada. Si no hubiese estado leyendo el libro las balas habrían impactado en él. El libro le salvó la vida.

Me quedé pasmado. ¿Importaba algo que las cosas hubiesen sucedido de esa manera? ¿Era el relato de mi libro lo que había causado su relato? O era mi conversación con los espíritus, no con los muertos, porque la muda no conversa.

Me dijo: “Podía haber sido mi último viaje”; y agregó: “Mi último viaje, y nunca me habría enterado. Es como si hubiese resucitado”.

Hay muchos lugares hacia donde viajar. Hay algunas personas con quienes

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compartir el viaje. Viaje al centro de la tierra, Viaje al fin de la noche, Viajes con mi tía, y, sin ir tan lejos, Viaje alrededor de mi cuarto, la novela de Javier de Maistre. También es cierto que desde la pereza de Oblomov, pasando por el narrador de Javier de Maistre y concluyendo con Gregorio Samsa, uno puede viajar sin salir de la habitación. Los motivos para salir son similares a las razones que se esgrimen para permanecer encerrado: el horror y el tedio. ¿Y por qué no incluir en el catálogo el viaje místico de la ascensión del alma para unirse con Dios, y el viaje científico y aventurero a las entrañas de la tierra...? Aunque entre las infinitas definiciones del género prefiero la de Ismael: los viajes son el sucedáneo de la pistola y la bala.

El viaje del personaje de Javier de Maistre es metafísico, un viaje astral. Emprende su aventura junto con el lector, que va con él como compañero de ruta. Viajes de jornadas cortas. Marchan al costado del camino, paralelamente a los viajeros que se dirigen hacia Roma, o hacia París. Lejos de envidiar a los viajeros comunes, De Maistre más bien los burla, se ríe de ellos. Este viaje de la imaginación tiene una primera ventaja: es gratis. En las novelas de aventuras el costo del viaje siempre es algo a tener en cuenta. Pero estos viajes paralelos, ¿qué utilidad tienen? No se va a ningún lado y, no obstante, lo necesario es el movimiento.

¿Quién no ha viajado alrededor de su cuarto? Sin embargo, antes de referirme a esos viajes de la vigilia, la de los ojos abiertos, quiero mencionar otros viajes que quizás sean más alucinantes y alucinatorios, y que no necesitan de la mescalina ni del ácido para iniciar la odisea. Me refiero a los viajes oníricos. El viaje en los sueños es el primero que le permitió al hombre tener la sensación de volar por sus propios medios. Basta recorrer La interpretación de los sueños para encontrar más de un ejemplo de ese tráfico sideral.

Por eso es, hay, un viaje paralelo. No es el cuerpo real el que viaja; en Viaje alrededor de mi cuarto el que viaja es el doble, el cuerpo astral, que se desprende en esa metafísica fantástica llamada imaginación. De Maistre llega incluso a incluir el sonambulismo como uno de los modos del viaje nocturno.

Yo, en mi cuarto, viajé muchas veces. Viajé en sueños, y con la lectura de los primeros libros que leí y que me leyeron. También puede ser que haya viajado antes. Acaso viajé en los relatos de los parientes que emigraron de España o de Italia.

El primer viaje proviene del recuerdo de un sueño infantil. Un viaje a La Lucila. En la geografía real, esa localidad, ese nombre de mujer misteriosa, esas casas, no formaban parte de mi paisaje habitual. Y ese viaje, en tren o en colectivo, implicaba un trayecto de una duración interminable, mientras que en el sueño se llegaba en un

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segundo. En la vida real, aunque esto implicaría que los sueños no forman parte de ella, nunca volví a La Lucila. Preferí conservar el misterio del nombre y la distorsión del sueño.

Por supuesto que en el sueño hubo algunos itinerarios que tomaron la forma de una pesadilla. Un viaje interminable donde iba a los tumbos por calles tortuosas como las cárceles dibujadas por Piranesi, que eran el remedo de los viajes a Campo de Mayo en mis tiempos de conscripto.

Después, están los viajes de los libros. La localización en el mapa de esos mismos lugares era de una inutilidad absoluta, porque no revelaban nada de lo que habíamos leído. Si esos viajes fueron útiles, no lo sé.

Nunca pude abandonar esta idea fija de ir a buscar en la geografía real la geografía inventada en los libros. Así viajé hasta Yoknapatawpha, el territorio de Faulkner que en el mapa de Estados Unidos está ubicado en el estado de Tennessee. Fui hasta Oxford, Mississippi, y me encontré con la estatua del soldado confederado. Y en Dublín también busqué la torre Martello, una conversación joyceana que era el comienzo del mundo y de la literatura. Estoy hablando de más de treinta años atrás, cuando Joyce no era turismo literario. Un viaje inútil, porque a la persona que me acompañaba se le velaron las fotos. ¿Inútil? O es que, justamente, la veladura era el umbral que marcaba que ese paisaje nunca podía ser fotografiado... Unas fotos tan borrosas y verdaderas como las que el polaco atesoraba en su vitrina.

La descripción es un tópico del relato de viaje. Creo que la imaginación desbordante distorsiona la descripción de lo que nos rodea. Ya sea el paisaje o el paisaje del mundo. Sin embargo, la descripción fantástica del infierno que William Beckford imagina en Vathek es tan válida como la que hace Sartre en A puertas cerradas. Pocas palabras bastan para intuir la dimensión del infierno en la tierra: “El infierno son los otros”.

Considero que, en mi caso, el exceso de imaginación impide que la realidad, o “el poco de realidad” que registro, pueda ser descrita de una manera aproximada. Una imposibilidad para describir la materialidad que me rodea que linda con la ignorancia. Un desprecio por los objetos del mundo que se confunde con la indiferencia de un anacoreta. A lo que se agrega una disposición a lo verbal, como si esto mismo excluyera la descripción de la cosa.

Y la puerta que está al final de Viaje alrededor de mi cuarto, a pesar de ser mezquina en la descripción de sus referencias, se abre misteriosamente a lo desconocido que está implícito en todo viaje. “Sí, he aquí aquel hotel, aquella puerta,

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aquella escalera: me estremezco por anticipado.” La figura del viajero, y su sombra, exceden esa categoría con que la crítica

literaria pretende encerrar al caminante en el nombre del flâneur. Ya antes del judío errante el hombre no había hecho otra cosa que caminar, o vagar a la deriva. Vaya a saber por qué convención se llama viaje a esa actividad humana. ¿Depende de la distancia? ¿De darse a la mar o de atravesar una montaña? ¿Qué es un viajero? Si en La Odisea el viaje de Ulises dura meses, en la novela de Joyce el viaje de Esteban Dedalus y el de Leopoldo Bloom por Dublín dura apenas un día.

En la novelita de J. De Maistre, este viajero inmóvil dice que “el espejo presenta al viajero sedentario mil reflexiones interesantes, mil observaciones que le hacen útil y precioso un objeto”. En cambio, Alicia se decide un día a atravesar el espejo e inicia un viaje donde la realidad se disloca, porque detrás del espejo se habla otro lenguaje.

Wakefield, el personaje de Hawthorne, quien sin que nadie sepa por qué causa un día se aleja de su casa y por veinte años vive apenas a unas cuadras, anónimo entre la multitud... ¿Quién podría afirmar que para Wakefield no se trató de un viaje? O que un barrio cercano, como señala Claudio Magris, puede ser “uno de esos invisibles espacios o tiempos paralelos descritos por la ciencia ficción”.

Tres veces fui a esperar a Godot en Fontaine de Vaucluse. Nunca me encontré con él. O quizás lo negué tres veces. En ese lugar había un pequeño museo dedicado a Petrarca. Un árbol genealógico que había en el museo informaba al visitante que la mujer de Sade era pariente del poeta. Por esa razón, en una vitrina estaba exhibida una carta manuscrita del Marqués. Me sorprendió encontrarme con esa letra diminuta, con esa materialidad de un personaje que siempre me pareció que era mítico o era una invención de Man Ray.

En cuanto a mí, envidio la forma de viajar de los agentes secretos, un portafolio, un piloto y un silencio impertérrito; seguramente tan inútil como aquel que viaja con una camisa floreada, un collar alrededor del cuello, tocando el ukelele como si acabara de desembarcar de una isla hawaiana.

A esta curiosidad por los viajes literarios nunca la llamé cultural. Una vez, en Salzburgo, buscando una cosa me encontré con otra. En una puerta, casi disimulada como si fuera la entrada secreta de Mr. Hyde me encontré con un museo del poeta Georg Trakl. Me llamó la atención una pequeña pistola de mujer que estaba exhibida en una vitrina, que se conoce como un arma de cartera. Era el arma que había utilizado la hermana del poeta para suicidarse.

También en el mismo viaje, en la cajita de música siniestra de Salzburgo,

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busqué algún rastro de la autobiografía de Thomas Bernhard. Busqué El sótano, un alejamiento, busqué El frío. Busqué El niño. Busqué El origen, quizás Una indicación de todo viaje, y en esa Decisión perdí El aliento.

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Las fotos hablan

Hay una necesidad en los parientes de los difuntos: una última foto, una foto de despedida. Las hay. Y las hay célebres, por ejemplo, la de Marcel Proust, como si estuviese ataviado para ir al hotel Ritz a pasar su última noche. Pero no hablo de esas fotos sino de otras fotos, como si los parientes exigiesen una foto del muerto en el más allá.

Denunciando el fraude espiritista, el padre Heredia, en su libelo teórico Los fraudes espiritistas, habla de la necesidad entre los adeptos de contar con una foto póstuma, como si creyeran que un médium o los fotógrafos espiritistas pudieran obtener una toma del más allá. Basta mostrar una especie de velo blanco, una fotografía borrosa, para que el adepto reconozca la fisonomía del pariente muerto. Pero ¿es un truco? ¿O, más allá del truco, ese velo blanco, esa sombra borrosa es lo que nos queda del muerto?

Otra vez el azar se vuelve una coincidencia. En el cementerio de Zürich buscaba la tumba de Joyce. Caía la tarde. El cementerio estaba por cerrar. No entendía el idioma que se hablaba a mi alrededor. No entendía de qué hablaban los vivos ni en qué lengua hablaban los muertos. Sólo entendía el silencio de vivos y muertos. La gente no se detenía ante ninguna tumba; tenía la impresión de que su silencio no era de plegaria ni de recogimiento, sino de mutismo. Eran vivos muertos, no muertos vivos. Temía que el cementerio cerrara sus puertas y me viese obligado a pasar la noche adentro.

Ya me retiraba del cementerio, y de pronto, atravesando un sendero apartado, me topé con la tumba de Joyce. No sé cómo llegué hasta ahí. ¿Fue el espíritu del escritor el que me convocó?

La tumba de Joyce se me superpone con una foto en la que Ezra Pound está visitando la tumba de su amigo irlandés. Los dos estáticos. Uno vivo y el otro muerto. Pero Pound también parece muerto. Los dos están con bastón. En la pose de

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Joyce, con su bastón, las piernas cruzadas, se advierte que ya ha vivido en París y que el dandismo de la época ha transformado su aire provinciano. ¿Es una foto espiritista?

Sí, escribo rodeado de fotos de escritores muertos. ¿Muertos? Habría que examinar qué es un muerto. Son fotos que hablan. Una de Joyce, con el ojo emparchado y tomándose la cabeza, fue tomada después de que lo operaran de la vista. Está en medio del campo. Detrás de él, vienen corriendo Nora y sus hijos. Es una foto un poco patética. Supongo que está pensando si se quedará ciego. En otra foto está Faulkner; una foto muy sureña, acompañado de unos perros. Después, como siempre, Kafka, y a su lado Felice. La más elegante, un retrato de Proust. Hay una segunda foto de Joyce, leyendo con una lupa. En otra, está Lezama Lima fumando un habano, con saco y corbata. Quizás, sea la más familiar. A veces es como si se oliera el olor del cigarro.

Hay una foto en la que no estoy con mi padre. Es una foto de los años cuarenta. Mi padre está cantando en una orquesta importante: Silvio Spalleta. La orquesta con la que debutó Horacio Deval. En la orquesta hay dos cantores; uno de ellos es mi padre. Cuatro violines, cuatro bandoneones, un piano. Es carnaval, y están sobre un escenario. En la foto hay un chico tomando el micrófono. Cuando ven la foto, todos me preguntan si yo soy yo. Me encanta crear cierto suspenso. Creo que nunca mentí: yo no soy el chico de la foto.

Es obvio, también están los amigos: los vivos y los muertos. Nada necrófilo. Simplemente una cuestión de edad.

Al menos dos veces, en la autopista camino a Marsella, vi el cartel que indicaba un desvío hacia Aubagne. Nunca me desvié de mi camino. Nunca quise ir hasta el cuartel de la Legión Extranjera para ver en su museo la mano de madera. Sólo la había visto en fotos. La más antigua, en blanco y negro, en la casa del polaco, después en otros libros más modernos, en fotos en colores. La mano de madera era una foto. ¿Qué es una foto?

Hay otra foto. Un hombre de espaldas caminando hacia los siete puentes. Hay un título: la otra orilla. Ese hombre ¿soy yo? ¿Qué es yo? ¿Quién puede afirmar que ha cruzado a la otra orilla?

Día jueves, Nochebuena de 2009, vísperas de Navidad, a cuatro años de la muerte de

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mi madre, que falleció en la Navidad de 2005. Con motivo de que me había mudado de casa comencé a revisar papeles viejos. Me encontré con una nota sobre Héctor Libertella. Estaba su foto. Al principio no lo reconocí. Después dije: es Héctor, sentado en Varela Varelita, mirando por la ventana. Faltaba una parte del reportaje y decidí, con cierto pesar, no guardarlo.

El día sábado salió una nota en Ñ de Agustín Scarpelli sobre Los muertos no mienten. En la nota dice: “No sabemos cómo será nuestro pasado”.

El día domingo me llamó mi hijo de Bariloche para decirme que en Clarín digital había salido la nota, sólo que había una foto que decía Luis Gusmán pero no me reconocía. Entré en la página. Decía Luis Gusmán, pero el de la foto era Héctor Libertella. Muerto has perdido tu nombre.

La foto permaneció poco tiempo en el espacio ¿Sideral? ¿Astral? ¿Cibernético? En la foto, Héctor mira por la ventana del café, como si mirara al más allá. Me dije: las fotos hablan.

Tenía testigos. Llamé a mis amigos y me dijeron: “se vengó por no guardar el recorte”. No, eso no era posible, ya que en uno de sus libros Héctor me incluyó en su familia literaria.

Quise recordar el epígrafe de la foto. Entré otra vez en la máquina. Ya habían reemplazado la foto.

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IV

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El cuarto de la señora Christie

En la vida real como en la ficción, los hoteles suelen ser un escenario que se presta al misterio y al desciframiento de un enigma. Habitualmente están relacionados con un crimen, pero también pueden ser el lugar para una cita secreta. Una cita de amor, o una cita conspirativa. Tal vez, por su carácter anónimo y transitorio, le proporcionan al pasajero la fantasía de tomar una vida prestada, o, lo que es más inquietante, un espíritu prestado. Por ejemplo, tomar la identidad de la persona que ha abandonado la habitación por el sólo hecho de encontrarse con un objeto que aquella ha olvidado y que ahora, en manos del nuevo huésped, cobra una significación inesperada.

En Estambul, desde las altas terrazas del hotel Conrad, aun en medio de la noche se pueden ver a lo lejos la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Su arquitectura sagrada es apenas una sombra brillante: uno no sabe si las puede diferenciar por sus colores o por los credos.

El viajero espera ansioso la luz de la mañana para visitar los lugares sagrados, y también el gran palacio donde está ese diamante llamado Topkapi, que no sé si se hizo famoso por la película de Hitchcock o, al revés, si fue el diamante el que volvió famosa la película. Este palacio encierra el misterio de sus serrallos clausurados, de los que sólo quedan instalaciones vacías pero cargadas de secretos y del cuchicheo de las esclavas y las favoritas.

A los días de estar en Estambul hice una excursión en barco y pude ver a lo lejos una masa oscura que el guía nos dijo era el mar Negro. En mi geografía literaria el hecho de que los mares tuvieran color se debía a las novelas de piratas. Esos libros eran otra manera de recorrer el mundo. Porque si el mar Negro era oscuro, el mar Rojo era bíblicamente sangriento.

Y en medio de la ciudad sagrada existe otra ciudad más profana, que también está a la vista: el Gran Bazar, con sus alfombras y sus pipas de un falso marfil que tarde o temprano terminará por ponerse amarillo. Del Gran Bazar y de ese viaje a Estambul conservo una pipa que parece un centauro: la mitad es una boquilla

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marrón que vendría a ser el cuerpo, y la parte en que se coloca el tabaco es la cabeza de un caballo. Una pipa que soñó un sueño de opio que nunca llegó a consumarse.

El misterio tiene un nombre: Pera Palas. Está previsto que esa noche la cena se lleve a cabo en el mítico hotel donde se alojaban los viajeros del Oriente Express cuando Estambul, además de una estación de tren, era un destino. Un lugar de conflictos internacionales, una ciudad que alojaba espías y agentes dobles. Tal como ocurre en la novela de Eric Ambler La máscara de Demetrio. La máscara detrás de otra máscara, una identidad que ocultaba otra identidad, una ciudad que ocultaba otra ciudad.

Esto es frecuente en las novelas policiales; pero menos frecuente es que el propio autor de las novelas se vea enredado en el revés de la trama que se urde en esa frontera a veces ambigua entre la realidad y la ficción. Es el caso de la señora Agatha Christie en el hotel Pera Palas en Estambul.

Los viajeros solían detenerse en el hotel Pera Palas, estación final del Oriente Express. En las habitaciones del mítico hotel, como bien lo describe Nathalie de Saint Phalle en su libro Los hoteles literarios, viaje alrededor de la tierra, se alojaron otras mujeres célebres: Mata Hari en la 104, y Greta Garbo en la 103. Que Mata Hari y Greta Garbo hayan vivido en habitaciones contiguas nos confirma que las fronteras entre la ficción y la realidad están apenas separadas por una puerta, si además recordamos que Garbo interpretó a Mata Hari en la película que lleva el nombre de la espía.

Pero el verdadero misterio del Pera Palas comienza con la llegada de la señora Christie, que se alojó al menos dos veces, en 1924 y en 1932, y escribió una novela llamada Asesinato en el Oriente Express. En la habitación 411 escribió gran parte de la novela.

En 1926,1a señora A. Christie desapareció once días y así logró para su vida un misterio y un enigma que quizás sólo lograba en sus novelas, como si el inspector Poirot le hubiese robado a su vida toda posibilidad de misterio. ¿Tal vez la escritora se refugió, se escondió en el hotel Pera Palas? Qué importa si la cosa sucedió realmente.

En 1979, tres años después de la muerte de la escritora, acaecida en 1976, se decidió filmar la película que develara el misterio: ¿dónde estuvo Agatha cuando desapareció durante once días en 1926? Para hacer el guión, la Warner Bros apeló a la más célebre médium de Hollywood, Tamara Rand, quien recibió un mensaje del

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espíritu de la escritora: “Esos días la escritora se refugió en la habitación 411 del hotel Pera Palas en Estambul”.

Esta anécdota está narrada en Los hoteles literarios, y cuenta que el 17 de marzo de 1979, a las cinco de la tarde, periodistas del mundo entero se congregaron en el Pera Palas. Desde Los Ángeles, por teléfono, el detective privado de Tamara Rand dirigía las pesquisas. En pocos minutos levantaron los listones del suelo en el punto indicado, y ligeramente más arriba, detrás de la puerta, descubrieron, empotrada en la pared, una llave arrumbada. La llave de un misterio más intrincado que nunca: “Hasan Süzer, presidente de la asamblea general del hotel, la confiscó de inmediato y convocó a una conferencia de prensa en el curso de la cual declaró que el Pera Palas se encontraba en estado lamentable, y que sólo entregaría la llave a la Warner a cambio de dos millones de dólares. Los emisarios regresaron desolados a Hollywood, donde la Warner volvió a llamar a la vidente, quien, tras hablar de nuevo con el espíritu de Agatha, se declaró incapaz de precisar el emplazamiento de la cerradura que bloqueaba el misterio sin tener la llave en sus manos.

”Como Hasan Süzer se negaba a enviarla, se concertó una cita, televisada, en la habitación 411, para el 20 de agosto de 1979. El New York Times ofreció setenta y cinco mil dólares por la exclusividad de la historia, pero el 30 de junio el personal del hotel inició una huelga que duraría casi un año, a la cual sucedió un largo período de obras que, mermando la confianza y el entusiasmo de los socios, redujo la empresa a agua de borrajas. La llave sigue esperando en la caja fuerte de un banco. Pero corre el rumor de una segunda llave, descubierta justamente en el piso superior, en la habitación 511...”.

Cualquier comensal que visita el Pera Palas, cualquier lector de una guía turística conoce la leyenda de la habitación 411 en que se alojó la señora Agatha Christie. Se hospedó once días en que, por desventuras más existenciales que amorosas, desapareció del mundo y el mundo entero la buscó. La gente a veces sueña con desaparecer; no solamente las celebridades que pretenden recuperar en un anonimato fingido una vida cotidiana que han perdido hace tiempo.

El hotel ya tenía en ese cuarto su propio misterio y ninguno de los visitantes podía resistirse a querer conocer o acceder a la habitación 411 de la señora Christie. Yo tampoco me pude resistir a la tentación, y aquella noche que cené en el Pera Palas “convencí” al botones para que, a pesar de la hora avanzada, hiciera la excepción de que pudiésemos visitar la habitación.

Como en una de las novelas de la autora, al contingente de visitantes, de a poco,

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como si fuese un coro sigiloso y secreto, se le fueron agregando otros turistas de la excursión.

Yo caminé detrás del botones. A medida que nos acercábamos al cuarto del enigma nuestros pasos se silenciaban en la alfombra.

El recorrido lo hicimos por las escaleras, como si quisiéramos evitar los ascensores enrejados. El botones llevaba en la mano una pequeña llave que había extraído de manera casi imperceptible de uno de sus bolsillos. Hablaba un poco en turco con algunos monosílabos en inglés.

A mí me tocó hacer la visita con un holandés que hablaba español con cierto tono de falsete, y por eso lográbamos entendernos. Nunca dijo su apellido y eso despertaba cierto misterio entre los que integrábamos el contingente.

Me preguntó si había leído las novelas de Agatha Christie. Le dije que sí. Él me respondió que las había leído todas. Y no sólo las había leído sino que también coleccionaba ediciones completas en distintos idiomas. Pensé que estaba ante un fanático. “Ella me salvó, tuve que pasar varios meses en un hospital, internado por un accidente automovilístico, y las intrigas de sus novelas me ayudaron a pasar ese tiempo que estuve postrado en una cama. Es raro, agregó, las historias pueden ocurrir en distintos lugares del mundo. Pero, a la vez, todo parecía suceder en el cuarto donde estaba internado.”

El botones comenzaba a cansarse del holandés que en cada piso se detenía en el rellano de la escalera, mientras yo, por esa razón, calculaba mezquinamente que el dinero que nos iba a pedir sería una cifra exorbitante.

Fue fácil darse cuenta de que no era la primera vez que el botones abría la habitación 411. Lo hizo teatralmente; yo, no sólo como lector de Christie, entré en una atmósfera de misterio. Sobre una mesa había una máquina de escribir que perteneció a la escritora. Colgado en la pared, un mapa del antiguo Estambul, cuando el Peras Palas todavía no tenía ni un nombre ni un lugar en ese mapa.

La habitación también podría ser la de un hotel de Montevideo. Una cama y un ropero modestos, y un pequeño escritorio con secreter. La ceremonia se realizó en silencio. Todos ignorábamos dónde se encontraba el misterio, y comenzamos a mirarnos de manera perpleja, tratando de ocultar la decepción que comenzaba a invadirnos. De golpe, el botones, con otro ademán exagerado, nos mostró, casi oculto sobre una de las paredes, un cuadro con el rostro de la psíquica que descubrió el misterio de la segunda llave. La habitación casi en penumbras pareció iluminarse con el resplandor que emanaba de los ojos de la mujer. Ojos celestes. Mirada de psíquica, mirada de médium. Ojos que nos visitarían en nuestros sueños hasta convertirlos en pesadillas. Mirada de la que nadie podría escapar, y mucho menos esconderse, y ahí

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estaba el ejemplo de la señora Christie, que ni con toda su sagacidad policial pudo hacerlo. Era un retrato de Tamara Rand.

En los sucesos que irían a desarrollarse probablemente nunca sabré qué guió a uno de los visitantes para hacer lo que hizo. Yo tenía mis razones, pero me parecía paradojal que Agatha terminara dependiendo de que una “psíquica” la localizara.

Lo cierto es que el destino, como en una de sus novelas, nos dispuso alrededor de la mesa. Éramos diez indiecitos, o por qué no, diez hermanos espiritas tomados de la mano, haciendo la cadena e invocando a la señora Christie. Al menos, así me sentía yo. Porque el hotel, como dije, se parecía mucho a un hotel de Montevideo. Medio decadente, con mucho olor a humedad. También por sus cubiertos, que eran el símil de alguna platería europea. Lo mismo sucedía con las soperas, que en alguna época debieron ser de loza firmada.

En realidad, lo que pasó aquella noche en el Pera Palas sucedió después que los diez comensales, uno a uno, un español, algún americano, una italiana, el holandés y el resto latinoamericanos, nos sentamos a comer y comenzamos a comentar nuestra visita al cuarto de la señora Christie.

La cena se hizo muy morosa por el tiempo que los mozos tardaban en servir los platos. Se notaba un contraste muy grande, no sólo entre el servicio y la atención, sino en la calidad de la comida y en la platería en que esta comida era servida. La demora, no obstante, aumentaba la posibilidad del misterio.

Les conté a los que me rodeaban y hablaban español —y confié en el español que traducía lo que yo contaba al turista americano— que mi madre era espiritista y que yo en mi infancia esperaba ver bajar el espíritu de Carlos Gardel, pero que me había desilusionado porque la médium era una mujer, llamada Irene.

Los comensales se preguntaron qué habría hecho el inspector Poirot para resolver el caso de la doble identidad de Gardel.

A medida que iba contando la historia, y ante la pregunta de uno de los comensales sobre cómo era Irene, ante la pregunta de qué aspecto tenía la mujer, comencé a describirla. El holandés que me escuchaba atentamente me dijo: “¿Se dio cuenta de que la describió con rasgos parecidos a los de Tamara Rand?”. No, no me había dado cuenta.

El clima que se iba creando esa noche en el Pera Palas se apoderó de todos, y también de mí mismo, que no sabía por qué les estaba contando aquello.

Los comensales me escuchaban con atención, y me preguntaron si realmente creía en el misterio de la doble llave o de la doble clave, como me preguntó

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sagazmente el holandés, quien todo lo convertía en un signo misterioso. Yo respondí: “Posiblemente esas llaves no abran ninguna puerta, pero es seguro que cada botones del hotel tiene una copia para embaucar a los clientes”.

Intrigado por las preguntas y las observaciones del pasajero holandés, le pregunté a qué se dedicaba.

—Soy anticuario. De eso vivo. Pero mi hobby es tratar de ser detective psíquico. Se hizo un silencio. Creo que los pasajeros quedamos paralizados. No podría

asegurar qué resultaba más pesado, si detective, psíquico, o las dos palabras juntas. —Leí en un libro que la mayoría de los detectives psíquicos son holandeses. —No se equivoca. Hay una tradición. El más famoso es Robert James Lees, que

descubrió a Jack el destripador o Peter Hurkos, que descubrió al estrangulador de Boston y estuvo metido en el caso de Sharon Tate y Charles Manson. Se dice que Marlon Brando estaba fascinado por él, y que Glenn Ford quiso hacer una película interpretándolo.

Lo miré. Cuando había leído sobre Peter Hurkos también había visto su foto. Este holandés no era Peter Hurkos, que había nacido en 1911 y probablemente ya estuviese muerto.

—Los psíquicos, como los médiums, siempre se rodean de gente famosa —lo dije irónicamente.

—Usted quizás no cree, pero los informes de Lees están guardados en una caja negra laqueada en los Archivos del Ministerio del Interior Británico. Y hasta tuvo conversaciones privadas con la reina Victoria.

—¿Por qué siempre descubren a los asesinos después del crimen? —Son detectives, no videntes. —¿Alguna vez descubrió algo? —le preguntó una de las pasajeras. —Nunca nada de semejante trascendencia pública. Delitos menores. —¿Cuál es el método? —le pregunté directamente y mirándolo a los ojos. —Un objeto de la víctima.

Finalmente, los reunidos alrededor de la mesa nos preguntamos si en el Pera habría una boutique que vendiera algún objeto de la víctima, un souvenir, una reproducción de la llave arrumbada, un afiche del cuadro de la psíquica, una postal de la habitación. Nada. No había nada que uno se pudiera llevar como recuerdo de la habitación 411.

Pasamos a tomar café turco a otro salón, donde no parecíamos estar rodeados de los espíritus de Garbo y de Mata Hari. Lo peor es que estábamos solos, sumidos

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en un ámbito que se volvía asfixiante y ominoso. Quizás, como en una novela de espionaje con un elemento conspirativo.

De pronto se cortó la electricidad y el hotel quedó a oscuras. Estambul también. Inmediatamente los botones y los empleados corrían buscando velas, ya que no había ningún equipo electrógeno de emergencia. Todo el mundo iba de un lado a otro. Hablaban turco, y eso volvía la situación aún más incomprensible.

Los comensales seguíamos sentados alrededor de una mesa un poco más pequeña que la que utilizamos para la cena. De repente no sé a quién se le ocurrió el juego macabro de invocar a través de la médium Tamara Rand el espíritu de Agatha. Lo más extraño es que se escucharon unos golpes, y todos pensaron que provenían de la habitación 411.

Aparecieron las primeras velas, y bajo esa luz titilante los rostros y los objetos tomaron formas distorsionadas y extrañas. Las velas temblaban y nosotros también, jugando a un juego del que desconocíamos las reglas.

El botones que nos había llevado hasta la 411 dijo que él también había escuchado los golpes, y que se había quedado custodiando la puerta de la habitación por miedo a que algún turista entrase para llevarse algún objeto, como si fuera lo único de valor que había en el hotel y como si alguien pudiera animarse a hacerlo. Como si, según la leyenda, alguien dispusiera de la segunda llave que se había encontrado en la habitación 511.

En algún momento, antes de que se encendieran las primeras velas, uno de los comensales se levantó de la mesa. Sus pasos se escucharon en el hall del hotel y Estambul es una ciudad de pasos ruidosos en el Gran Bazar y de pasos silenciosos en los lugares sagrados. Pude percibir que fueron los mismos pasos los que retornaron antes de que volviera la luz. Eran pasos de hombre, aunque las alfombras gastadas del Pera Palas daban lugar a percepciones confusas.

El salón nuevamente iluminado encontró a los comensales dispuestos de la misma manera. Si hubo un Judas, ya había regresado. Lo más inquietante era que estaba entre nosotros.

En cuanto las arañas del salón se fueron encendiendo una a una, como si cobraran vida con un último esfuerzo, apareció el gerente del hotel seguido por un cortejo de empleados que se deshacían en disculpas. Hasta el botones que nos había llevado hasta la habitación de Agatha se disculpó: su presencia en medio de la oscuridad había adquirido una intimidad exagerada.

El gerente, para compensar el mal momento que habíamos pasado, nos invitó

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con un té. A esa altura de los acontecimientos el episodio nos había desvelado, por lo cual todos los comensales aceptamos la invitación.

Al volver la luz, y a pesar de que seguía siendo mortecina, no sólo los objetos se veían diferentes; también las palabras sonaban distintas. Mientras hacía mis cálculos sobre los lugares que me quedaban por visitar en Estambul, traté de adivinar en la cara de cada uno de los que me acompañaban la identidad del que se había levantado. Y hasta sospeché de mí mismo en un estado de sonambulismo.

Pero en esos rostros ningún signo parecía delatar un acto sospechoso. Nada. Ni en la expresión cautelosa de los ojos, ni en un temblor en las manos, ni en la vacilación de la voz. Todos parecían conducirse con normalidad. Fue el mismo gerente quien, pasada una media hora, vino a avisarnos que la camioneta que nos llevaría de vuelta al Conrad estaba aguardando en la puerta del hotel.

El regreso fue hecho en silencio. El silencio que impone una ciudad apenas iluminada. Estambul parecía a punto de ser devorada por el mar de Mármara, si no fuera por los ojos de unas pocas boyas que con su luz separaban el agua de la tierra. Sólo las cúpulas de la iglesia Santa Sofía nos orientaban en medio de la oscuridad.

Cuando entramos al hotel, los comensales retornaron lo más pronto posible a sus habitaciones. Apenas un saludo, o el tiempo que les demoró instruir al encargado nocturno para que los despertara a horario, cosa de no perder las excursiones que estaban planeadas. O la turista italiana que me hizo presentir un encuentro a solas. Ella también desapareció; como si se hubiera dado cuenta de que esa noche la única mujer en Estambul ni siquiera era la señora Christie, sino Tamara Rand.

Subí a tomar un café al bar que estaba en la terraza del hotel. Me pareció que, desde ahí, los ojos de la psíquica parecían flotar sobre el mar de Mármara y sus aguas inquietantes. De pronto, a lo lejos, escuché algo parecido a una plegaria. Muy lentamente, mi mirada y los ojos de la psíquica se fueron desplazando del mar hacia la ciudad. Y fue como si al encontrarse con la Mezquita Azul y las cúpulas de la iglesia Santa Sofía la mirada de la médium se volviera temerosa, como si se fuera diluyendo y retrocediera ante tanta arquitectura santa. Sus ojos me recordaron los ojos de Irene.

Como estaba desvelado, le pregunté al empleado si quedaba algún camarero que me pudiera servir otro café. Me dijo que sí y mientras me dirigía a la barra pude ver las antiguas máquinas de lustrar zapatos, que brillaban como cada objeto brillaba en el Conrad, y comparé ese brillo con la oscuridad del Pera Palas. Estaba en la Turquía europea y no en la Turquía asiática, y me sentía como en casa. No cabía

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duda de que había leído demasiadas novelas de espionaje. A los pocos minutos de estar sentado en la barra disfrutando un coñac, observé

por el espejo que alguien se acercaba. Era el turista holandés. Había decidido acompañarme porque él también se había desvelado. Le gustaba imaginar que era el protagonista de una novela de Agatha Christie en Estambul.

Intuí que el holandés sentado a mi lado era Judas. No me pregunten por qué. Es posible que la traición tenga su aura.

Dijo que tenía algo que contarme pero estaba cansado; me propuso que a la mañana siguiente, después de visitar la Mezquita Azul, nos separáramos del resto del contingente para almorzar al lado del mar. El hombre demoraba la confidencia para aumentar mi curiosidad. Entonces decidí que lo mejor era decirle que yo también tenía sueño y que al otro día nos aguardaba una jornada agotadora. Probablemente mi repuesta lo precipitó a hablar.

—Yo fui el que se levantó cuando estábamos a oscuras. —Lo supuse, eran pasos de hombre. —Fui hasta la habitación 411. El botones estaba custodiando la entrada. —¿Lo sobornó? —Eso no fue lo importante. ¿Le gustaría saber qué pasó? —Esta noche la curiosidad nos domina a todos. —Usted me cae bien, y le voy a hacer un regalo. Voy al guardarropa, lo dejé en

mi saco. Mientras lo esperaba traté de adivinar cuál podía ser el regalo. Me lo imaginé

sobornando al botones y entrando en la habitación 411; me lo imaginé en medio de la oscuridad con una cámara especial tomando una foto espiritista. Temía que, cuando me diese la foto, los ojos de Tamara Rand fuesen sólo unos ojos celestes brillando en la oscuridad, mirándome con fijeza. Como en mi infancia habían brillado los de la médium Irene. Pensé en no esperarlo. Pensé en evitarlo a la mañana siguiente, e incluso sentí que un extraño presagio me decía que debía abandonar Estambul. Pensé que el holandés había hecho una extraña conexión entre Tamara y Agatha y había logrado fotografiar el ectoplasma del espíritu de la Christie, como aquellos fotógrafos espiritistas que llegaban a fotografiar el aura de las personas.

El holandés regresó y se sentó a mi lado, interrumpiendo mis pensamientos y aquellas coincidencias que revelaban en mí un interés por lo oculto que me negaba a admitir.

El hombre había dicho que era anticuario, y por la delicadeza con que trataba la bolsa de papel que tenía entre las manos supe que no había mentido. De la bolsa sacó dos viejos ceniceros de lata. Tenían las iniciales del hotel y un grabado que

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reproducía el edificio del Pera Palas. —Son de la habitación 511. —¿Cómo pudo entrar? —El botones no me hubiera dejado entrar en la 411, pero por unos dólares no

tuvo inconveniente en dejarme entrar en la otra habitación. Además, me dijo que eran iguales.

—¿No estaba la otra llave? —No. —Muy ingenioso. —Elija uno de los dos. —Elíjalo usted. —Si se lo pido es porque no puedo hacerlo. —El de la mano izquierda. —Es suyo. —¿Es el de la víctima? —Eso siempre se sabe más tarde. ¿Nos encontramos mañana en la Mezquita

Azul? —Lo voy a decidir mañana. Depende de cómo pase la noche.

Nos despedimos amistosamente. Al otro día no fui a la Mezquita Azul. Y por la noche tampoco fui a la cena a bordo de un crucero que recorría el Bósforo. Preferí cenar en un restaurante del centro de Estambul que me había recomendado un empleado del hotel. Siempre que llego a una ciudad desconocida le pregunto a alguien del lugar: “¿Usted dónde va a comer?”. Un poco por el precio, y otro poco por el color local.

Al detective psíquico no lo volví a ver. El resto de mi estada en Estambul transcurrió sin ningún incidente. Volví al Gran Bazar a comprar algunas pipas para regalar.

Nunca volví a Estambul ni al Pera Palas. Siempre me quedó la sospecha de que la mujer del cuadro no era Tamara Rand, sino Irene. Por supuesto, las fechas no coincidían. Pero quien ha estado en una sesión espiritista sabe que las coincidencias y las temporalidades están regidas por otras leyes.

Esta historia sucedió hace varios años. Sobre mi biblioteca todavía conservo la pipa con cabeza de caballo que con los años se volvió cada vez más amarillenta. A su lado, el cenicero con el grabado del Pera Palas permanece en el mismo estado, como si el tiempo no hubiese pasado. Y siempre me hago la misma pregunta: “¿Quién será

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la próxima víctima?”.

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El llanto negro

En Sicilia siempre hubo un sino, un círculo, un llanto negro, que me invadió cada vez que pisé la isla. Las tres veces que la visité me sucedió algo parecido. Quizás por la manera en que me enteré, a través del libro de Sciascia, de la muerte nada dulce sino más bien sórdida de Raymond Roussel, que intentó sobornar a los botones del hotel o al chofer para que lo ayudaran a cortarse las venas. Muerto sobre un colchón en el suelo, junto a él su concubina, la señora Fredez, que lo dejó morir porque quizás era el pacto que habían hecho y debía cumplirse. Lo cierto es que así como Roussel había escrito un opúsculo explicando “el método” de Cómo escribí algunos de mis libros, de la misma manera registró por escrito las dosis de psicofármacos que ingería ya no para poder vivir sino para poder dormir.

El cadáver descrito por Sciascia no tiene nada que ver con el dandy fotografiado en los estudios Otto. Probablemente esa fue la primera fotografía elegida por Roussel para darse a conocer en la portada de sus libros, que después se publicó en los tirajes de las ediciones póstumas. La foto está fechada en mayo de 1933, y lleva su firma y una anotación: “Mi foto a los dieciocho años”. ¿Una foto de 1895 fechada en 1933? ¿Una foto que emergió como un aparecido casi después de cuarenta años? ¿Una foto de 1895 fechada en 1933? ¿Otra foto espiritista?

Roussel en realidad tenía diecinueve años, y la foto figura en la tapa de una edición de Cómo escribí algunos de mis libros. Allí viste pantalón blanco, tiene las piernas cruzadas. Me recuerda la foto de Joyce en la tumba: adopta una pose similar, luciendo moñito, bigotes, un peinado “a la gomina” y la raya a la izquierda. Probablemente, fotos y poses de la época.

Mirando esa foto de su juventud es imposible imaginar el triste destino que le aguardaba a Roussel, quien llegó a su fin en Palermo, Sicilia, a la edad de 56 años.

Cuando llegué a Palermo vi cómo la boca del ferry se abría cual Leviatán, y vomitaba tunecinos que habían cruzado el mar.

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Una de las veces que volví a Palermo me alojé en El Grand Hotel et dos Palmas y pedí la habitación 224 que había pertenecido a Roussel, y digo bien, pertenecido y no alojado, porque era suya para siempre, la habitara quien la habitase. Como un médium fui a invocar su espíritu.

En la recepción me contestaron que en ese momento estaba ocupada por unos turistas norteamericanos que seguramente ignoraban que convivían con el espíritu del escritor. Y así una vez más me encontré en un hotel sobornando a un botones para poder pasar a la habitación de uno de mis escritores preferidos, mientras los pasajeros que la ocupaban hacían turismo en la ciudad. No pude sacar ni una foto. Ni trucada, ni espiritista.

Mi madre espiritista se había muerto y me dejó hablando solo: Locus solus.

Sicilia ya me había hecho conocer todos los estados de la gracia: el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno; y por cierto este último tiene como figura de tormento: la repetición. En Palermo, con la visita al Convento de los Capuchinos, comenzó otro viaje a la isla.

Visité las catacumbas en el Convento de los Capuchinos con sus momias conservadas en estado natural debido a la temperatura de las cuevas o a una economía del milagro. Las momias estaban ahí en posición yacente, o adoptando las poses del suplicio y de la ejecución.

Estos hermanos difuntos —y la palabra hermanos, para mí, en este caso no se reduce a un lazo de fraternidad sino a una congregación, como dice Vicente Battista en un viaje aparecido en la revista Siwa— creían haber encontrado allí el sueño eterno: “Pero, en este caso, con una variante fundamental: los hermanos difuntos, en lugar de ser enterrados, serían ubicados en pabellones, de pie, vistiendo sus hábitos, con el cuerpo hábilmente sujeto a la pared mediante cuerdas especiales”.

En una guía de Sicilia leí que había alrededor de ocho mil momias. De mi primer viaje me llevé los relatos de sus vidas y la pregunta ominosa: ¿qué sucedería si rompieran las sogas que los ataban a la tierra?

Otra anécdota que se cuenta es que en el Convento de los Capuchinos hubo un tiempo en el que las momias no tenían las cuencas vacías, sino que tenían ojos de vidrio o de cristal. Quizás en esas muecas deformes quedan los rastros de ese llanto negro perdido que suele envolver aquella tierra. Un llanto negro y un cielo azul.

Una ley palermitana de 1837 decretó que ya no podían exhibirse los cadáveres con los ataúdes abiertos en los nichos. Los nuevos difuntos, como magistralmente los llama Vicente Battista según lo que vio y oyó en su viaje a la Sicilia ultra terrena,

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yacían en féretros que fueron destruidos en 1943 a causa de los bombardeos de las tropas aliadas. Las bombas redujeron a polvo los cuerpos que estaban en los ataúdes, pero no causaron ningún daño a los muertos insepultos que había en la catacumba. Los insepultos, valga el oxímoron, sobrevivieron a un incendio.

Si el movimiento de un cuerpo sacro es sancionado como una herejía, lo inverso: lo incorruptible como inmovilidad del cuerpo ¿es causa de santidad? Digamos que este caso de santidad tiene nombre y apellido. Se trata de Rosalía Lombardo, una niña que murió en 1920, cuando tenía dos años de edad. Su pequeño féretro se encuentra en la capilla dedicada a Santa Rosalía. Pero volvamos a lo que vio y oyó Battista en su viaje al más allá: “El doctor Solafia, un célebre médico de Palermo, logró que los superiores del convento le permitieran realizar el embalsamamiento del cadáver de Rosalía en el interior de las catacumbas”. Se podría decir: “La no muerte y la niña”. Battista prefiere la niña dormida: “Los frailes pensaron que el médico iba a aprovechar el clima del recinto y que trabajaría con los elementos habituales, baños de arsénico y de cal. El doctor Solafia pidió quedarse a solas con la difunta y dijo que le iba a inyectar unos elementos químicos creados por él”. El resultado quedó a la vista; la niña dormida, la niña de Lombardo, como bien la llama Battista, no parece muerta sino dormida. El misterio del embalsamamiento perfecto nunca respondió a una cuestión técnica, sino que pertenece a la economía del milagro y de la santidad. Como género, sólo se lo podría ubicar en el más allá.

También se cuenta en los mercados de Palermo que cuando los americani entraron allí y visitaron el Convento de los Capuchinos se llevaron como botín de guerra miles de los ojos de vidrio de las momias. Tal vez ignoraban que la liberación no incluía en el mismo precio los ojos de los propios muertos, caídos en el campo de batalla. Lo que sí no sabían es que esos vidrios serían los espejos de sus pesadillas. Como Argos: “Mil ojos de vidrio se abrían por toda la tierra ensangrentada de Sicilia”. Ya han pasado veinticinco años desde que entré al Convento de los Capuchinos por primera vez. Desde entonces, los insepultos, los hermanos difuntos, me siguen mirando desde sus cuencas vacías.

De Palermo fui directamente a Siracusa. Quería ver las latomías, antiguas canteras donde está la enorme caverna conocida como La oreja de Dionisio. En ese paisaje acústico la voz se duplica como si uno hablara consigo mismo. Popularmente se la

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conoce como Latomía del Paraíso, aunque debería llamársela Latomía del Infierno, ya que en ese lugar el tirano Dionisio, tras la victoria de Siracusa en 413 a.C., tuvo prisioneros a ocho mil atenienses que en su mayoría perecieron después de ocho años de durísimo trabajo esclavo. Extraña coincidencia: la misma cantidad de cadáveres que habitan el Convento de los Capuchinos de Palermo. Se decía que sólo los prisioneros que sabían recitar los versos de Eurípides podían ser liberados. Como yo no los sabía, quedé prisionero de esos ecos durante el resto del viaje.

Camino a Corleone: el llanto negro, la tierra roja y la lupara blanca en la roca donde se dice que están “empedrados”, fundidos en la piedra, los asesinados por la mafia. Corleone fue el pueblo al que llegué una tarde a la hora de la siesta y me encontré con todos viejos jubilados sentados en los bares. Parecía una escena de David Lynch, donde existe la amenaza de que lo más apacible se transforme de pronto en algo gótico.

Las Latomías del Paraíso y del Infierno, la lupara blanca, los gritos de los muertos en la piedra. Una catalepsia mafiosa. No; la mafia se asegura, mata al muerto y al cataléptico. En Racalmuto, el pueblo de Sciascia, las paredes están pintadas, se dice, con leyendas antimafia que yo no vi. Sciascia tiene una relación dolorosa y contradictoria con la mafia: “Tomemos por ejemplo esta realidad siciliana en la que vivo: censuro y condeno muchas de las cosas que la componen, pero las veo con dolor y desde dentro... Me duele denunciar a la mafia porque en mí, como en cada siciliano, sigue vivo un resto de sentimiento por ella. Al luchar contra la mafia lucho contra mí mismo. Es como una escisión, un desgarramiento”.

Antes de llegar a Palermo pude ir hacia Bagheria donde está Villa Palagonia y visitar el palacio construido por otro Locus solus, un príncipe delirante de la nobleza local llamado Francesco Gravina, quien creó una serie de estatuas que representaban caricaturas crueles de los amantes de su esposa. Las gárgolas y las criaturas de piedra infame llegaron a sumar doscientas, pero hoy sólo se conservan sesenta y cinco ejemplares. Tal vez Gravina, como el personaje de la novela de Onetti Dejemos hablar al viento, “era sólo un cornudo que pedía una oportunidad más”.

De vuelta en Palermo, donde debía tomar el tren que me devolviera a Roma, yo también, como el viajero Robb —autor de Medianoche en Sicilia, un libro magistral—, llegué al mercado llamado Vucciria. Seguí los pasos de Robb y atravesé un callejón

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estrecho y sinuoso, luego me adentré, y entré a un escenario con los colores más raros y exóticos que vi en mi vida. Ese día me acompañaron el sol y la descripción del mercado que hace Robb: “El sol del mediodía caía en vertical sobre el minúsculo recinto, y los vendedores habían desplegado toldos de tela de color tierra. La piazzetta del Mercado Vucciria era tan pequeña y profunda que para salir por alguno de los lados había que subir un tramo de escalones de piedra, y cuando los toldos estaban levantados no se veía el cielo y todo el mundo se movía bajo una especie de carpa de circo... Aquel era el vientre de Palermo, y también su corazón. El centro visual del recoleto, brillante y casi claustrofóbico teatro, a la vez cerrado y al aire libre, era el gran pescado. En la mesa se veían el ojo negro, el estoque de plata y el arco de la cola de un pez espada de cuyo cuerpo casi no quedaban rodajas que cortar, y tacos de atún de color rojo sangre”.

Me detuve en un pequeño negocio de antigüedades, cerca del Mercado, donde me encontré con la réplica de una de las momias del Convento de los Capuchinos. No era la niña dormida. No era Rosalía Lombardo. Era la figura perfecta de una anciana. Quizás lo siniestro tiene el tamaño y la forma de una muñeca.

Quise comprarla y le pregunté el precio al hombre que atendía el local. El anticuario no era el holandés de Estambul, tampoco Peter Hurkos. Pero yo tenía cierta desconfianza porque con los psíquicos nunca se sabe bajo qué máscara reaparecen.

El precio excesivo despertó mi curiosidad y le pregunté al anticuario, de modales suaves y refinados:

—¿Por qué el precio es tan elevado? —pregunté en un italiano cocoliche. A lo que el hombre me respondió en perfecto español. —Porque el vidrio de los ojos es original. Recuerdo haberme quedado perplejo, y sólo me animé a balbucear su última

palabra: ¿original? El hombre me miró un poco molesto y con cierto desprecio. No le gustó mi tono

desconfiado. —¿Cómo se le ocurre que podría inventar una cosa así? —Disculpe, no entiendo. —Es sencillo, se los compré a una mujer que vive en Alessandria della Rocca.

Ella los usaba como aros. Se los había dejado de regalo un soldado americano. Con un restaurador los montamos sobre esta pieza de madera, que es una réplica. Sólo los ojos son originales.

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—Estas cosas sólo suceden en Sicilia —reflexioné en voz alta. —No sé de qué me habla —me dijo. —Ese lugar, ¿queda lejos de Palermo? —le pregunté con curiosidad. —No. ¿Por qué me lo pregunta? —Me gustaría visitar a la señora. —Debe estar muerta. Cuando vino le calculé unos ochenta años, y ya pasó

bastante tiempo. —¿Cómo se llama o se llamaba la señora? —Alessandra Martino. —¿Cómo es el pueblito? —Tengo un viejo almanaque con la reproducción. Si quiere, se lo regalo. El hombre abandonó el mostrador y se metió en una trastienda. El misterio ya

se había instalado entre nosotros. Cuando volvió ya era otro. Llegó con un almanaque en sus manos de Alessandria della Rocca. Lo miré: era uno más entre tantos pueblitos sicilianos. Le di las gracias y le dije:

—Palermo es una ciudad extraña. —¿Por qué lo dice? —me respondió sorprendido. —En Sicilia, uno se vuelve a encontrar con cosas que cree haber dejado atrás

para siempre.

Miré los ojos de vidrio. Miré los ojos que correspondían seguramente a otras cuencas. Y que sin embargo parecían pertenecer a la momia que estaba mirando y me miraba.

No sabía cómo disculparme. El precio de la pieza era demasiado caro para mí. Pensé que si algún día visitaba otra vez Sicilia volvería primero a Alessandria della Rocca para conocer a Alessandra Martino y después iría al Mercado de Vucciria.

Ya sé, me digo, “Vucciria es el vientre y también el corazón de Palermo”. Sólo faltan los ojos. Los ojos y el llanto negro de aquellas mujeres de mi infancia que guardaban luto para siempre.

La próxima vez, porque siempre hay una próxima vez en Sicilia, si volvieran a ofrecerme otros ojos de vidrio y tuviera el dinero para comprarlos, no sé qué haría con mi miedo y la tentación de tenerlos.

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La casa del Dios oculto

De cada uno de mis viajes, mi madre me pedía que le trajera alguna reliquia. Una medallita, un escapulario, una estampita, hasta un poco de agua bendita de alguna iglesia. Eso cuando practicaba el catolicismo. Pero también me pidió la foto de Kardec y la de Pancho Sierra. De alguna manera, en aquellos viajes siempre había un viaje paralelo en el que sucedían cosas extrañas.

Creo que algo de eso sucedió cuando fui a visitar La casa del Dios oculto. Mi madre todavía vivía, ya había abandonado el evangelismo, y si bien se consideraba en el seno del catolicismo, todavía conservaba escondido un espiritismo ancestral. Fue ella quien me pidió que visitara La casa del Dios oculto.

Me llamó la atención ese barrio llamado Rojo, con puntillas blancas en las ventanas de los burdeles y de la iglesia. Burdeles e iglesias enfrentados, separados sólo por un canal. Al atardecer, las sombras de las dos casas se mezclaban flotando en el mismo color del agua. En la misma corriente que golpeaba las paredes de una mazmorra medieval.

Busqué un café con nombre español, que justamente se llamaba Santo Domingo. Prefiero los lugares donde hablan español, por el acento, un abolengo rancio que viene del lado de mi madre.

Hacía dos días que estaba en la ciudad y me sentaba a desayunar en el mismo café. Frente a mí estaba La casa del Dios oculto, pero sus horarios de visita eran muy restringidos y aún no había logrado entrar. Esperaría. Se lo había prometido a mi madre, y siempre cumplo con ese tipo de promesas, que comprometen la fe.

La iglesia se llamaba La casa del Dios oculto. Oculto en el granero, o en el desván, cuando los católicos holandeses soportaban la persecución de la Reforma Protestante. Entonces la camuflaron y la convirtieron en un refugio.

Esa mañana un hombre se sentó a mi mesa. Miré sus manos. Vi un pequeño anillo de diamantes como una gota de sangre que le manchaba los dedos. Se decía

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que en Ámsterdam era común usar un anillo de diamantes. No era el detective psíquico de Estambul, tampoco Peter Hurkos, y sí me dijo su

apellido: Dolinder. El hombre era el encargado de cuidar La casa del Dios oculto. Yo no hablaba holandés, pero él hablaba español. Debí haberlo sospechado porque se notaba que era un cliente habitual del Santo Domingo. Todavía ignoraba por qué el hombre había buscado conversación. Muy pronto terminó con mi curiosidad.

—Hace dos días que está sentado frente a la iglesia en distintas horas del día. Yo soy como su guardián. ¿Qué espera?

—Entrar —le respondí. —¿Creyente? —Turista. —¿Entonces? —Cumplo con una promesa que le hice a mi madre. —¿Su madre es católica? —En este momento de su vida, no sé. —No entiendo. —Digo que en otro momento practicó el evangelismo, nunca abandonó el

espiritismo, y siempre conservó cierta raíz católica. —Qué extraño. —Para los otros; no para mí, que me eduqué en ese ambiente. —Mañana puede venir a las dos. Será mi invitado especial.

Dolinder se dedicaba a restaurar objetos sagrados, al menos eso se leía en la tarjeta que me dejó. Cuando se fue me di cuenta de que ni siquiera me había preguntado mi nombre.

A las dos de la tarde del día siguiente una señora salió a recibirme. Me dijo que Dolinder se disculpaba y que después me vería en el Santo Domingo. Como en todas las casas holandesas, los pasos se duplicaban sobre la madera crujiente, acompañados por música sacra.

La mujer me hizo subir al piso superior, donde me encontré con una iglesia doméstica. Un pequeño altar, dos bancos para rezar. Sobre el altar, un Cristo demasiado grande para esa cruz.

Me asomé a una ventana y me sorprendió ver desde ese lugar las casas de las putas. Pero también: estar en la iglesia me despertaba cierto temor. Cómo era posible que Dios mismo tuviese que ocultarse en la tierra. Y por otro lado, un sentimiento ominoso: cómo no temer a un Dios que se oculta.

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Al lado del recinto sagrado había otra habitación. Me sorprendí, pero entonces recordé que me encontraba en una casa. En el lugar había un camastro, y en la pared, un Cristo de Flandes. También un secreter sobre el que reposaba una Biblia de tapas negras. Se destacaba una biblioteca con la obra de San Francisco de Sales. Todo parecía dispuesto para la meditación, o la penitencia.

Me encontraba en medio de aquella habitación y podría haber jurado que me sentía formando parte de antiguas conspiraciones de la cruz y de la fe. De pronto me llamó la atención un cuadro que, por su dimensión, es posible que no lo hubiera visto antes, pero creo que fue una revelación, como si hubiera salido de la oscuridad para que lo viera. Hasta podría jurar que antes no estaba y que unas manos extrañas lo habían puesto allí para que mi mirada se cruzara con él.

Era una imagen de la Virgen y Jesús. Una madre y un hijo. El cuadro estaba sobre una pared tapizada de un terciopelo casi violeta. Me acerqué a esa piedad flamenca y me sorprendí de no encontrar en los rostros alargados ningún signo de ella. Descubrí que la piedad no depende del uso de la perspectiva. La piedad es anterior a ese descubrimiento.

Me acerqué a ese cielo violeta y busqué en el cuadro la firma del pintor. Pero antes, a un costado del cuadro, y para mi sorpresa, descubrí un diminuto picaporte oculto en el tapizado. Presioné, lo hice girar y me encontré ante una puerta estrecha.

Mi sorpresa se transformó en espanto cuando volví a ver el Cristo de Flandes en la pared, la Biblia de tapas negras sobre el secreter, la biblioteca con los libros de San Francisco de Sales. Sobre la pared: el cuadro de la piedad, esperándome. El horror provenía de que esta habitación era una réplica de la otra.

Creí ver los huesos blancos del cuerpo del Cristo flamenco y los dados que, con sus brillos, iluminaban la habitación; me acerqué para ver la firma del pintor, tuve la convicción de que el cuadro podía haberlo pintado Sampzon o Baucé, pero el cuadro no tenía firma. Lo cual me pareció aún más ominoso.

Una habitación doble destinada en otros tiempos a esconder a los perseguidos por practicar el catolicismo. La habitación secreta me perturbó más que ver una sombra surgiendo de la oscuridad.

—¿No cree que se ha encontrado verdaderamente con La casa del Dios oculto? Tal vez abrió una puerta que no debió haber abierto —dijo una voz con cierto tono irónico. Era Dolinder, el hombre que había conocido en el Santo Domingo.

—¿Qué hago entonces con mi equivocación? —Podría decirse, Vázquez, que Dios estaba oculto, pero estaba esperando a su

mensajero. Yo escuchaba sus pasos y por la hora no podía ser otro que usted. Tengo un trabajo que encargarle.

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—¿Cómo sabe mi apellido? —No hay secretos en el Santo Domingo. Me quedé mudo. Era cierto. Por alguna razón que yo desconocía, en el Santo

Domingo había dado el apellido materno: Vázquez. Nunca antes lo había hecho. —¿Por qué cree que podría ser su mensajero? No creo en los mensajes del más

allá. —Pero su madre sí. —Podría negarme. —Sería ridículo que le dijese que tengo un revólver debajo del escritorio. —¿De qué se trata? —Usted sólo será un intermediario. Quiero que mañana por la mañana se

encuentre con unas personas en la plaza que está frente al Gran Hotel. —¿Como me reconocerán? —Por eso no se preocupe. —¿No es ir demasiado lejos con este misterio? —Ahora sí va a poder salir por donde entró. Les va a dar un sobre y le van a

entregar algo a cambio; tráigamelo. —Insisto, ¿cómo averiguó mi nombre? —Ya le dije, Dios está oculto pero todo lo ve. —Como cuando éramos chicos. —Así es, como cuando éramos chicos.

Cuando me quedé solo en el Santo Domingo me pregunté por qué mi madre me habría enviado a ese lugar. ¿Alguna de sus videncias? ¿Habría recibido en trance la visita de algún espíritu que vivió en este lugar? Ella nunca me expondría a un peligro. Trataba de pensar que no se trataba de un sueño: la Biblia de tapas negras, el camastro, la piedad, el Cristo de Flandes. Cuando salí de la habitación en que Dolinder se quedó sentado todo estaba en su lugar y todo parecía dispuesto para que las cosas sucedieran como estaban sucediendo. Llegué a la conclusión de que Dolinder tenía razón, y yo sólo era un mensajero.

Caminé, como un espíritu errante o como un perro sin dueño. Deambulé un par de horas perdido entre casitas de cristal, pelucas rubias, botas plateadas y satenes de colores tenues. Volví al café Santo Domingo como un marinero que lleva dos días en tierra oyendo correr esos humores en el cuerpo, con esa enfermedad de las putas que

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vuelve melancólicos a los hombres. Como si mi cuerpo estuviese atravesado por canales de aguas oscuras y rojizas y mi organismo se hubiera transformado en un ser extraño a mí mismo, un ser que destilaba resentimiento, miedo y, por primera vez, superstición.

La cita era en la plaza Dam, donde estaba el mercado de flores. El café quedaba casi enfrente del Gran Hotel. De pronto se acercaron a mí una monja, una enfermera y un hombre en silla de ruedas con esmoquin y una flor blanca en la solapa negra. Una sola flor en medio de tantas flores llamaba la atención.

La monja tan oscura y la enfermera tan blanca: el contraste era perfecto, y hacía que uno dirigiera la mirada hacia ellas, olvidándose del hombre. Las dos mujeres lo transportaban en la silla de ruedas. Por la postura que adoptaba en la silla se notaba que era alguien no acostumbrado a usarla. No parecía un inválido. El hombre estaba disfrazado de enfermo; lo habían maquillado de cadáver. Le habían teñido el pelo de blanco. Le aplicaban un inhalador y él fingía ahogarse.

Se alejaron un poco y advertí que los tres llevaban carteles en sus espaldas: “Estamos a favor de cualquier exceso”. Y abajo, en letra más pequeña: “Incluso del ascetismo”. Se autodenominaban “decadentes”.

Volvieron a acercarse y recién entonces reconocí a Dolinder. A la manera mafiosa se llevó los dedos a los labios y me hizo una señal de silencio.

Me pregunté: ¿por qué Dolinder habría montado esta comedia? Los hombres que Dolinder me había enviado a ver como si fueran un ramo,

porque parecían inseparables y formaban un conjunto, surgieron de entre las flores. Eran dos. Vestían de negro. Eran jóvenes y modernos. Cuando dijeron mi apellido asentí con un movimiento de mi cabeza.

Busqué el sobre que tenía en el bolsillo y se lo entregué a uno de ellos. Nunca nos sentamos a la mesa. Después de verificar el contenido, me entregaron un maletín negro bastante pesado. Se movían con libertad. O no sospechaban que Dolinder pudiera estar espiándolos, o simplemente no les importaba. Juntaron sus dos cabezas para saludarme y en ese momento me corrió un escalofrío: parecían gemelos.

Emprendí el camino de regreso hacia La casa del Dios oculto. Para mí, la iglesia había dejado de ser la iglesia y se había transformado en el refugio de Dolinder.

Por mi situación, yo tenía necesidad de un acto que me devolviera a la tierra. A mi tierra; no a la de Dolinder. Por eso comencé a caminar con la sensación de sentir calor en el cuerpo. Tenía la ropa empapada. Y esa sensación de humedad me devolvía a mi envoltura carnal.

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Me sentía con derecho a ser el único, el elegido, para entrar en La casa del Dios oculto y volver a encontrarnos en la habitación clandestina. Sin embargo sabía, sin que lo hubiéramos dicho, que debía marcharme.

No sé si fue por la posición de Dolinder en la silla de ruedas, pero recordé entonces un Cristo jansenista que me había llamado la atención en otra iglesia. Tan cismático entre los otros Cristos. No era un Cristo de brazos abiertos al mundo sino un Cristo de brazos recogidos, señal de que los elegidos son pocos. El mismo Dolinder me confirmó la imagen de ese Cristo metalizado. Quizás por todas las palancas metálicas que componían la silla, brillante en medio de la oscuridad.

Cuando entré, lo vi sentado en penumbras, ya sin maquillaje, menos pálido. Le entregué el maletín y ni siquiera lo revisó; lo guardó debajo de la manta que

lo cubría. Sobre la mesa estaban los anteojos oscuros, la flor, el inhalador. Faltaban las dos mujeres. Cuando pregunté por ellas, me dijo: “Dos putas alquiladas”.

No hizo falta que me aconsejara que lo mejor era marcharme de la ciudad. Tampoco que le preguntase qué había en el maletín. No importaba. Yo sólo era un mensajero. Recordé entonces un refrán de mi madre que me protegió de cualquier curiosidad: “Menos averigua Dios y perdona”. Mucho más en La casa del Dios oculto. Lo que había en el maletín debería permanecer oculto para mí.

Formulé mis suposiciones, dos o tres preguntas pasaron por mi cabeza. ¿Droga? ¿Diamantes? ¿Dinero? Entonces agregué otra D: Dios. Y pensé en una miniatura de aquella piedad. Una madre y un hijo.

Nos despedimos con la promesa mentirosa de volver a vernos. Sentí que me estrechaba la mano con una cordialidad excesiva, al borde de la desesperación. Nunca sabré de qué se despedía Dolinder, estrechándome la mano de esa manera.

Un frío me recorrió la mano. No fue ningún fluido espiritista. Fue el contacto con el oro. Dolinder me colocó un anillo con un diamante engarzado que luego de años, y a medida que mi mano fue engordando, se ha vuelto cada vez más pequeño.

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Índice

Desierta El polaco .................................................................................................................................... 7 La ropa de los difuntos ......................................................................................................... 12 La mano de madera ............................................................................................................... 16 El espíritu de Baucé ............................................................................................................... 18 Los dedos del muerto ........................................................................................................... 21

Herejías criollas Los Cristos articulados ......................................................................................................... 25 Taxidermia sagrada ............................................................................................................... 30 Las dos imágenes de la desgracia ....................................................................................... 35 La revelación .......................................................................................................................... 37

Cambios de domicilio I

La pared vacía ........................................................................................................................ 43 Al borde del camino .............................................................................................................. 46 La peregrinación de los animadores ................................................................................... 51

II Encrucijada ............................................................................................................................. 54

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El sueño de la resurrección .................................................................................................. 58

III Chucherías .............................................................................................................................. 63 El viajero y su tumba ............................................................................................................ 66 Las fotos hablan ..................................................................................................................... 71

IV El cuarto de la señora Christie ............................................................................................. 75 El llanto negro ........................................................................................................................ 86 La casa del Dios oculto ......................................................................................................... 92

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Esta edición de 3.000 ejemplares de La casa del dios oculto, de Luis Gusmán se terminó de imprimir en Cosmos Print,

E. Fernández 155, Avellaneda, el 29 de febrero de 2012.

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