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ERRANCIA LITORALES MAYO 2017
http://www.iztacala.unam.mx/errancia/v15/litorales_3.html
HEMORRAGIA DE GUERRA: OTTO DIX
HELÍ MORALES
Las ruinas poblaban continuamente mis sueños
Otto Dix
Dix: La vida en las trincheras
La obra plástica de Otto Dix no es sólo una de las creaciones más importantes del arte
surgido en tierras alemanas sino del arte en general. Su producción marca un movimiento
y hace diferencia. Otto Dix es uno de los creadores y fundadores del arte moderno. Su
confección abarca la dialéctica de Eros y tánatos, el trauma de la Guerra Mundial, la
muerte y la resurrección en la construcción de la realidad, hace de espejo de su época
como rostro del tiempo, señala la importancia del cuerpo y la sociedad enlazados por el
eros de la metrópoli, su visión de la realidad se plasma en alegoría y verismo y sus últimos
trabajos muestran a Europa dividida permanentemente entre la guerra y la paz. Del
cubismo, pasando por el futurismo y el dadaísmo hasta desembocar en el la nueva
objetividad y el expresionismo, sus pinceladas y rayones no dejan de marcar con fuego y
tizne el rostro y el cuerpo de la modernidad. Sí, la violencia y la pasión amarran y
atraviesan transversalmente su producción.
Tal vez uno de los continentes más impresionantes de su quehacer gráfico sea aquel
dedicado a la guerra. Cuatro tiempos atraviesan esta compleja faena artística: el primero
dedicado a la serie de aguafuertes llamados La guerra producidos en 1924. El segundo
asentado en dos cuadros fundamentales que son El tríptico de la guerra, y La trinchera
realizados entre 1923, 29 y 1932, el tercero se plasma en el cuadro Flandes de 1936 y, el
cuarto tiempo, se cierra sobriamente con su autorretrato como Prisionero de guerra en
1947 y Prisioneros de guerra de 1948.
En sus cuadros sobre la guerra se muestra lo más radical de la condición humana. Es un
testimonio y una declaración. Un testimonio de los horrores de las contiendas bélicas y
una declaración artística de una estética crítica. De allí que GH Hamilton declarase ante
su serie de la Guerra: “…es el ciclo más poderoso y la más repugnante declaración en
contra de la guerra dentro del arte moderno.” Esta exposición solo reflexionara sobre este
tema de lo bélico.
Otto Dix vivó en carne propia la primera guerra mundial. Se alista voluntariamente en el
ejercito alemán en 1914 y es destinado al regimiento de artillería en Dresde. Fue herido
en múltiples ocasiones alcanzando el rango de vice sargento mayor. Participó en diversos
frentes, de la batalla de Somme a las trincheras de Reims y Arras.
De esa experiencia, de los apuntes realizados en medio de la muerte, el lodo y la pólvora,
entre piojos y sangre seca, Dix realizará en 1924 una serie de grabados llamados Der
Krieg, La Guerra. También le acompañaron, del lado del arte dos grandes pintores, Callot
y principalmente Goya.
De hecho parece imposible no relacionar a Goya con Dix. Mucha tinta ha corrido al
respecto. Aquí sólo se harán algunas acotaciones.
Goya aparece como el precursor del arte moderno. Aparece como el trazo de inicio. Su
aportación no consiste en el virtuosismo sino en una posición estética que deviene ética.
El pintor aragonés plasma a través de su pincel y sus tintas lo más radical de la existencia
humana. Su obra es una interpretación del ser. Del ser en falta y travesado por el dolor y
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la destrucción. Pero no cualquiera interpretación. Goya hace de la pintura una denuncia
y una expresión de lo más monstruoso de lo humano.
Entre 1789 y 1794(1), realiza lo que se han llamado: “Asuntos de diversiones nacionales”.
Algo ahí se inaugura. Se trata de cuadros pequeños sobre hojalata que retratan diversas
situaciones de un intenso dramatismo entre las que destacan por su fuerza y atmósfera
terrorífica: Interior de prisión y Corral de locos. La tragedia y la violencia han entrado
en su universo pictórico. Ya no lo abandonarán. Lo novedoso es que la violencia y el
negro horror no vienen del más allá, son tremendamente humanos. La luz y la sombra
sirven para mostrar las tinieblas de la locura y el encierro. Después, con Los Caprichos
se abre un desafío con la pintura a los poderes dominantes como la iglesia y la monarquía.
Retomando la fuerza crítica de la caricatura francesa construye un mundo gráfico que
hace frontera entre lo caricaturesco y lo grotesco. Humor negro y arte oscuro. Lo cómico
y lo trágico.
Pero la obra y el tema que más nos interesa aquí es aquel realizado entre 1810 y 1815 y
que se llama: Desastres de la guerra. Como muchos artistas, Goya documenta el suceso
bélico. La guerra desde hace mucho en la pintura fue uno de los motivos preferidos, pero
nunca, como desde el Renacimiento, su escenificación magnificada. La guerra ha sido
pintada fundamentalmente para narrar actos heroicos, es la escenografía de la hazaña.
Goya va a contra pelo, en lo político y en lo estético. Él pinta su lado oscuro. Muestra que
no se trata del enfrentamiento entre ejércitos por el honor o la gloria, sino que la guerra
es el escenario privilegiado de la crueldad. Los hombres no son como animales pues estos
matan para comer, los humanos lo hacen para someter o derrotar. La guerra muestra la
metamorfosis: de hombres a bestias. La bestia es un animal humanizado que se puede
convertir en fiera. La guerra legitima la mutación de hombre a fiera. Bestia legalizada
pues allí se tiene franquicia para la violencia sin límite. La crueldad es la violencia
ilimitada.
1 Muchos de los puntos abordados en este apartado y en aquel sobre la diferencia entre lo bello y
lo sublime, son explicitados de manera más amplia en nuestro libro: Psicoanálisis con arte:
lenguaje, goce y topología, de la editorial Palabra en Vuelo, México, 2015.
Goya: Los desastres de la guerra
En las escenas de la guerra, Goya pinta lo imposible. Lo imposible de decir, de plasmar,
pero, sobre todo, de aceptar; de soportar. En vez de batallas grandiosas, presenta hombres
y mujeres de carne y hueso, de carne desgarrada y hueso roto. Plasma lo terrible desde lo
desbordado, pinta desde el exceso porque los sucesos son excesivos. Dice Valeriano
Bozal: “La condición de los acontecimientos y las circunstancias es de tal calibre que sólo
puede aplicarse desde una perspectiva marcada por la norma del exceso.”(2)
Otto Dix toma también ese camino. La guerra no magnifica ni crea héroes: hace del sujeto
un muñeco que vuela en fragmentos, convierte a los hombres en pedazos de carne
desangrada y la naturaleza deja de ser el marco del paisaje para convertirse en el campo
de la muerte en lodo y la devastación en negro.
Lo que Otto Dix muestra es el dolor más intenso, el miedo más insoportable y el abandono
más inconcenbible. Todo eso tiene un nombre: la guerra.
2 Bozal Valeriano, Goya y el mundo moderno, Catálogo, Barcelona, Fundación Goya y Aragón,
2008, p. 256.
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En toda esta creación de lo insoportable, hay algo que llama la atención. Otto Dix vivó la
guerra, la boceteó, la tomó con notas en su cuaderno, pero tardó muchos años en realizarla
como obra. Eligió el grabado, el aguafuerte para manifestar lo allí contemplado. Parece
que él pasa de espectador a testigo. En el momento de la guerra asiste al devastador
espectáculo pero, en tanto artista, le lleva tiempo hacer de lo mirado obra. Como hombre
asistió a los desastres de la guerra, como artista hizo testimonio de lo allí vivido. El arte
le posibilitó devenir testigo. Testigo no es espectador, es quien forma parte de lo
testimoniado. Además, implica que hay algo de lo indecible que merece ser dicho. Con
textos o con la fuerza plástica pero algo debe decirse porque es imposible de decir. El
testigo reconoce que hay algo insoportable y que por ello hay que expresarlo. El arte es
el lenguaje trunco de lo inexpresable. Dix no es cronista, es artista.
La evidencia salta a la vista, Dix no realiza su obra para producir placer en el observador.
Lo plasmado en la serie de la guerra no atañe al placer. No busca producir agrado sino
abrir los ojos, mostrar lo insoportable; manifestar lo inaguantable. La guerra no es materia
de la belleza. No es una de las manifestaciones de lo bello. No, tal vez de lo siniestro y,
especificamente, de otra dimensión de lo artisitico que es lo sublime.
Danza de los muertos
La obra de Goya y la de Dix no intentan agradar ni producir placer. Lo que producen es
un sacudimento; un golpe. No atañen al deleite sino al terror. En este sentido podríamos
situarlas más en el espacio de lo sublime que de lo bello. Permítaseme, en un primer
momento, señalar aquí esta diferenciaa para, en un segundo tiempo, ir también más allá
de esta dimensión de lo sublime.
La diferencia entre lo bello y lo sublime tiene una larga historia. Puntuaré sólo pocos
autores.
Adisson a finales del siglo XVII introduce una primera aproximación de la diferencia
entre lo bello y lo sublime. Para él, no sólo lo bello y lo nuevo producen placer a la
imaginación. También la excitan las experiencias del terror y el peligro. Las grandiosas
catástrofes o los caminos terribles del infierno también la encienden y por ello propone,
“un nuevo principio del placer”.
El autor inglés señala que ante la descripción de algo terrible, muertes dolorosas,
tormentos violentos, la imaginación se exalta pero produce un extraño movimiento. Si
esas catástrofes nos impactan es porque nos empujan a reflexionar sobre nosotros
mismos. El placer no surge tanto de las terribles narraciones o imágenes como del hecho
de sentirnos a salvo de tales infortunios. Sí, lo terrorífico e inconmensurable convoca a la
reflexión, a la ubicación subjetiva; sí convoca al sujeto. Lo mismo sucede ante las
narraciones de sucesos sobrenaturales, fantásticos o poblados de muertos vivientes y
fantasmas. Lo extraño e inabarcable por la consciencia, agita nuestra imaginación pero a
condición de que no nos aniquile.
Si Adisson avanza en este camino, quien realiza una clara distinción entre lo bello y lo
sublime es Burke quien señala que lo que nos pone en peligro o presenta una posibilidad
de dolor, enciende las pasiones pues acerca a la pérdida de la vida. Aquello que es capaz
de excitar las pasiones más poderosas son el terror y el dolor cuando acosan sin destruir.
Lo sublime se relaciona con la grandeza y lo magnífico pero también con la intensidad
que desborda.
Generando una discontinuidad radical aparece Kant con sus ideas sobre lo bello y lo
sublime vertidas en su libro de las Critica de la facultad de juzgar de 1768. Para el
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filósofo existe una radical diferencia entre ellos. El día es bello, la noche es sublime. La
diferencia se sostiene en una cierta inconmensurabilidad y la experiencia del abismo que
se abre imponente. Ante la inmensidad de un tornado, el infinito desorden de una mar
furiosa o la negrura del infinito nocturno, el sujeto experimenta angustia y dolor. Su
inmensidad lo amenaza y lo convoca. En un primer momento se siente insignificante
físicamente ante el espectáculo aterrador. El vértigo y el dolor sin embargo, ceden ante
la evidencia de la insignificancia física pero no ante la potencia moral. Si el cuerpo es
finito ante ese remolino, la Razón de la moral puede apreciar y categorizar lo infinito.
Ante lo inabarcable y lo indómito el cuerpo se cimbra, pero el sujeto en un acto de placer
teñido de angustia puede sobreponerse por el camino de la Razón que permite asumir y
recibir este sentimiento de lo sublime.
Kant resume señalando que la naturaleza exaltada, lo ha nombrado Adisson y
especificado Burke, si nos produce temor o terror convoca a lo sublime. Dice Kant: “La
sublimidad no reside en ningún objeto de la naturaleza, sino solamente en nuestro espíritu,
en tanto que podemos tener consciencia de ser superiores a la naturaleza que hay en
nosotros, y por esto también a la que hay fuera de nosotros,”(3)
En esta apretadísima historia, aparece un autor que incluye las ideas de Freud: Eugenio
Trías. Para él, en esta diferenciación, existe una dimensión que impactará definitivamente
las vitrinas estéticas: lo siniestro. El arte es impensable sin la belleza desmesurada de lo
sublime y sin la incidencia velada de lo siniestro. Sí, Freud con Kant.
Lo siniestro no es sólo lo terrible. Es aquello que debiendo quedar fuera, se presenta sin
avisar. La particularidad de lo ominoso es el retorno de algo reprimido que antaño fue
familiar y ahora, en su regreso, aparece bajo el manto de lo espantoso; por haber sido
familiar es que ahora es terrible. Lo siniestro, por sorprendente que parezca, se acuña en
el campo del deseo. Si algo resulta inhóspito es porque una punta de un deseo se realiza
en esa aparición. Un deseo trastocado que aparece desdibujado.
3 Kant Immanuel, La crítica del juicio, México, Editores Mexicanos, 2006, p.47.
Goya: Desastres de la guerra 3
Trías dice: “Lo que hace a la obra de arte una forma viva, según la célebre definición de
Schiller, es esa convivencia y síntesis del lado malo y oscuro del deseo y el velo en que
se teje, elabora y transforma, sin ocultarlo del todo.”(4) La belleza es el velo de lo sublime.
Lo sublime se teje con los hilos de lo siniestro.
Ahora, a pesar de lo importante de su aportación, la lectura de Trías no incluye, lo que
Freud avanza en la propuesta de lo ominoso, a saber, la pulsión de muerte. Ahora sí,
podemos especificar las aportaciones del psicoanálisis.
La pulsión de muerte es lo que abre una brecha definitiva entre lo bello y lo sublime. La
pulsión de muerte es aquello que presentará la dimensión de lo sublime como nunca se
había hecho ni en el campo filosófico ni en el campo estético.
4Trías Eugenio, Lo bello y lo sublime, Madrid, Ariel, 2006, p.42
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Dix: Las tropas avanzando bajo el gas
Para Freud, en un primer momento, el aparato psíquico se rige por un principio del placer
que busca atemperar la excitación y el dolor. Pero, en un segundo momento de su obra,
azorado descubre que ese principio del placer que busca el bien y la disminución del
displacer, se ve desequilibrado por la evidencia, en la realidad, de que tal regulación es
imposible. Existe un más allá que atenta contra esa ordenanza, que desestabiliza la
temperancia, que arremete contra esa búsqueda del bien. Freud atestigua que existe una
pesquisa que no tiene como horizonte el bien del sujeto, que hay una ley más allá de la
ley de la regulación. El sujeto no busca su bien sino su mal, existe algo que lo empuja no
a la mesura sino a la desmesura, la tendencia no es al equilibrio sino a lo contrario. A esa
tendencia, a esa insistencia en el displacer, Freud le llamó pulsión de muerte.
Ahora, es desde la evidencia de la pulsión de muerte que podemos proponer otra lectura
frente a la experiencia estética.
El sujeto cuando “suena la hora el deseo”, no se aproxima abiertamente, hay barreras que
lo separan de él porque está espinado de violencia; una de ella es la de los bienes, la otra
atañe a la belleza.
La belleza es una barrera ante el deseo. El deseo parece palidecer ante su fuerza. La
belleza es brillo, es luz que impacta, que conmueve al deseo para desarticularlo. El brillo
de la belleza es el señuelo para el extravío del deseo. La belleza deslumbra con su
incandescencia produciendo un efecto conmovedor. Este brillo, esta luz, esta
incandescencia tienen como función suspender el juicio crítico, confundir, desorientar,
pero fundamentalmente, producir un efecto de enceguecimiento. La belleza oculta
deslumbrando, encandila para que algo más allá de su resplandor no se vea. Lo que vela
la belleza atañe a lo horrible, a lo insoportable, a la obra del tiempo por ser humana o por
amarrarse a la materia. La belleza es el velo de lo insoportable. El esplendor de la belleza
hace olvidar la podredumbre de que estamos hechos y la corrupción que estamos llamados
a ser. Es la barrera al precipicio del vacío que se llama la muerte, a la hediondez de la
muerte, a su rostro horroroso, incontrolable, a su insondable abismo; a lo real.
La pulsión de muerte, no permite olvidar esta dimensión innombrable y esta barrera ante
lo insoportable. Es su memoria. Es la insistencia de su afirmación. Es su rememoración
porque no sólo busca retornar a lo inanimado sino que se especifica en la destrucción. Es
voluntad de perdida, de ruina.
Llegamos aquí después de un largo camino a lo importante:
Tanto en Goya como en Otto Dix estamos ante algo que va más allá de lo sublime pues
esta categoría, si bien incluye al sujeto, lo terrorífico y lo excesivo, no acaba de explicar
lo que estos autores muestran: la experiencia, no del terror sino del horror. Lo sublime a
diferencia de lo bello, esta infestado de muerte, es decir de negatividad pura. Y si está
infestado de muerte apunta a los pedazos de destrucción. No se trata de lo sublime
filosófico sino de lo sublime negativo. Esa es la aportación del psicoanálisis. El
pensamiento filosófico si bien señala la cuestión del terror y lo sublime y, con Trías
incorpora lo siniestro, no logra ir más allá de una positividad en la intensidad de lo
humano. El horror no es el terror. El terror puede señalar lo sublime, pero el horror rebasa
esa dimensión. En el terror hay lenguaje, en el horror se araña una más allá de lo
simbólico, a saber, lo real. El terror atañe al Uno, el horror al Cero.
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Lo que Otto Dix documenta, lo que testimonia no es algo del orden de lo terrorífico sino
de lo horroroso. Lo terrorífico atañe a la impetuosa naturaleza, a las dimensiones
inconmensurables del universo pero, el horror sólo es humano. Sólo los hombre producen
la experiencia de lo horroroso. El horror atañe a la guerra. La guerra es su escenario. De
eso da cuenta la obra del pintor alemán: de la hemorragia que la guerra abre para mostrar
el horror de lo humano.
Dix: La zanja
La serie de La Guerra, así como La trinchera o el Tríptico de la guerra, nos muestran a
cuerpos destrozados, existencias mutiladas, miembros esparcidos por el campo de batalla,
pedazos de algo que alguna vez fue un hombre; soldados ensartados en palos siniestros.
La naturaleza en la obra de Dix es un agujero negro que permite amontonar desechos
humanos. Los soldados parecen espectros a punto de desaparecer o sujetos desencajados
por el dolor que es horroroso. El horror anida en todos esos fragmentos, en esos desechos.
Si hubiese una figura que marcase la obra de Dix sobre la guerra esa es la del cadáver.
El cadáver de un soldado sostiene un rifle que acaba en su boca. Residuos de cuerpos
amontonados en una montaña de cadáveres. Seres fallecidos ensartados en palos que
surgen de la tierra ensangrentada, soldados muertos mezclados con otros que caminan y
que no se diferencian más que en el tiempo que los separa de la destrucción; despojos
humanos que se amontonan en las trincheras.
Aquí nada es ni bello ni sublime. La guerra con sus violencias y sus muertos también es
el tema de la Revolución francesa pero, allí, los cuerpos son de los héroes. Su muerte es
sublime pues tiene como fin la instalación del nuevo tiempo. Sus cuerpos serán honrados
con homenajes fúnebres. La muerte es sublime pues se hace por un bien mayor. En Dix
nada se parece a eso, los cuerpos no serán honrados son, y aquí la otra gran innovación,
los cuerpos son desechos; brozas de guerra; bazofias humanas.
El cadáver muestra lo que una nueva estética delata: la evidencia de los restos. Restos de
armamento, ruinas de las construcciones, excrementos de estructuras metálicas; de
árboles quemados. Un cráneo aún con pedazos de carne comida por gusanos. El despojo
es carne que se pudre, es una punta descarnada de lo real.
Una nueva posición estética explota en esta puesta en escena de los despojos, de los
fragmentos y los restos. La guerra, más allá de sus fines económicos y políticos, es el
espacio donde lo humano se hace trizas, donde los hombres devienes desechos. Los
hombres se convierten, por la violencia infinita de la guerra, en cadáveres inservibles.
Estos desechos son hombres que ni siquiera son necesariamente soldados. Soldados que
no pertenecen a ninguna tropa triunfante sino al ejercito de los destrozados. Son seres
anónimos en cuerpos desmembrados. No hay glorificación, hay destrucción. No hay
héroes admirados, hay jirones de anatomías disgregadas. No hay ciudadanos sino muertos
destrozados. A estos seres les han arrancado la vida, el cuerpo y, evidentemente, el
nombre. Son nombres borrados, no hombres; nhombres hechos pedazos. Esa es la
realidad de la guerra: despojar a los hombres de su humanidad, es decir, convertir a los
seres en cadáveres. Cadáver: desecho humano sin humanidad; guiñapo sin nombre.
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Dix: La vida en las trincheras
Dix es testigo de eso inenarrable. Testigo y no espectador. Si en el momento de las
trincheras era un espectador que tomaba notas, en el momento de hacerlas arte de la
expresión del dolor infinito, se vuelve testigo. Testigo es quien intenta decir lo imposible
pero que se sabe incluido en la escena. Lo sublime filosófico mantiene al sujeto por fuera
de la escena de lo terrible. El sujeto sea por cuidado, como en Burke o por el uso de Razón
como en Kant, se mantiene a distancia. Se mantiene a salvo. El testigo del horror está
dentro del escenario. No puede escapar. Por eso, tal vez, su última pintura sobre la guerra
es un autorretrato donde se reconoce prisionero de la Guerra. Acepta que ese horror no
puede plasmarse en el espacio de la pintura sin incluirse y sin saber que hay algo que el
testimonio nunca alcanza. Siempre hay un resto que queda fuera, que no es posible captar
ni transmitir. El arte se encarga no de embellecer las muertes o los paisajes, con él, se
encarga de intentar decir lo indecible y representar lo irrepresentable a sabiendas que algo
queda fuera, que los restos humanos son un residuo más allá del lenguaje. Estamos ante
una estética de la pérdida.
En un fragmento de una carta de Otto Dix escrita en agosto de 1916 relata lo ocurrido en
Monacau: “Fue espantoso. La posición quedó tan roturada que no se veía trinchera
alguna… los días siguientes fueron casi tan atroces… las pérdidas del regimiento son
terribles… Por culpa de la niebla una batería disparó demasiado corto y acertó a nuestra
pendiente empinada. Horrible consternación, perdidas espantosas, los cadáveres yacían
tirados, los brazos y las piernas volaban…”
Un último punto para terminar. Freud propone que la sublimación es un destino de la
pulsión. Asegura que la sublimación cambia el fin sexual que sería peligroso por otro
socialmente aceptado. Con esta concepción de la sublimación podríamos entender algo
de lo que sucede con lo sublime filosófico: lo terrible se vuelve aceptable y la forma
estética eclipsa la violencia desaforada. Por ello, habría que proponer que en el caso de la
pintura de Goya y Dix, esta definición de sublimación y de lo sublime no alcanza. Valdría
más señalar que lo que se sublima no es la pulsión erótica, lo que se sublima no es la
pulsión de vida sino, justamente, la pulsión de muerte. La hemorragia que surge de la
destrucción puede transformarse en discurso artístico que no niega lo horroroso pero
intenta hacer algo con ello. Esto lo señala el mismo Freud en una carta a Marie Bonaparte
del 27 de mayo de 1937: “El concepto de sublimación contiene un juicio de valor. De
hecho representa una aplicación a otro terreno donde son posible logros socialmente más
valiosos. Uno debe admitir que la pulsión de muerte puede ser desviada de sus objetivos
de destrucción al logro de otros fines. Por ello hay una sublimación parcial de la pulsión
destructiva”
Con todo ello podríamos decir que Otto Dix provoca el paso de una estética rota a una
ética crítica del arte. Tal vez habría que escribir una est/ética. Su pintura no quiere
embellecer sino mostrar, no quiere agradar sino denunciar, no quiere sublimar sino
explotar, no se conforma con lo sublime filosófico y la sublimación de eros, sino que se
abre a lo insondable de un sublime negativo y a la sublimación de la pulsión de muerte.
Bibliografía básica sobre Otto Dix
1) Dagen Phillipe La moral de ´horreur, en Otto Dix La guerra, Continents Editions,
Histoire General de la guerre, 2003.
2) López José, La expresión artística del horror bélico. De Goya a Otto Dix,
Universidad de Murcia.
3) Fedro, Revista de estética y Teoría de las Artes. Número 15, julio de 2015.
4) Lomba Concepción, La mirada lúcida de Goya y Dix. Universidad de Zaragoza:
Departamento de Historia del Arte.