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HIJOS DE BABEL

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HIJOS DE BABELReflexiones sobre el oficio de traductor

en el siglo xxi

Juan Arnau, Marina Bornas, Paula Caballero, Rafael Carpintero,

Mercedes Cebrián, Xavier Farré, Eduardo Iriarte,

Martín López-Vega, Eduardo Moga, David Paradela,

Amelia Pérez de Villar, Pablo Sanguinetti,

Lucía Sesma, Berta Vías Mahou

fórcola

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Señales

Director de la colección: Francisco Javier Jiménez

Diseño de cubierta: Silvano Gozzer

Diseño de maqueta y corrección: Susana Pulido

Producción: Teresa Alba

Coordinación del proyecto: Lucía Sesma y Amelia Pérez de Villar

Detalle de cubierta:

Traductor traducido.

© Del Prólogo, Javier Jiménez, 2013 © Fórcola Ediciones, 2013c/ Querol, 4 – 28033 Madridwww.forcolaediciones.com

Depósito legal: M-1588-2013 ISBN: 978-84-15174-73-8Imprime: Sclay Print, S. A.Encuadernación: José Luis Sanz García, S. L.Impreso en España, CEE. Printed in Spain

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prólogo

HIJOS DE BABEL: UNA SINFONÍA INACABADA

Javier Jiménez

Si ya Platón, en boca de Sócrates, aseveraba que la admiración es el origen de la filosofía (Teeteto, 115d), será Aristóteles quien afirme rotundamente que «el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia» (Metafísica, 982b 18). El cono-cimiento, que comienza con nuestro asombro por el mundo, se asocia además, desde tiempos presocráticos, con la idea de viaje. En efecto, Parménides, en el proemio de su poema filosófico, nos describe un viaje en carro, tirado por un par de yeguas, y condu-cido por las hijas de Helios, el dios Sol, que le conducirán ante la diosa de la Verdad; ésta le revelará el camino hacia el conoci-miento, frente al de las meras opiniones y apariencias. El núcleo del pensamiento de Parménides, fruto de la revelación de la diosa, consiste en dos proposiciones: «El Ser es, y es imposible que no sea», y «El No-Ser no es y no puede ni siquiera hablarse de él». Una de las consecuencias que se derivan de estas proposiciones es que el Ser es uno, es decir, que cuando se habla de lo real se piensa en lo idéntico. Desde el radicalismo ontológico de Par-ménides, hasta la «diferencia ontológica» entre el ser y el ente propugnada por Heidegger, el principio ontológico de identidad fundamenta toda la tradición filosófica de Occidente.

Tan radical como la idea de «identidad», la idea de «diferen-cia» surge en el pensamiento occidental asociada a la alteridad, que se opone a la unidad. Desde Platón y Aristóteles, la «dife-rencia» ha alimentado el debate metafísico y lógico entre unas y otras corrientes filosóficas a lo largo de los siglos. En efecto, en las mutuas relaciones y oposiciones entre lo uno y lo múltiple,

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identidad y diferencia, unidad y alteridad, se vehicula toda la historia de las ideas.

Esta oposición entre lo uno y lo múltiple la podemos encon-trar asociada al mito de una «lengua original única» y a la deno-minada «cuestión babélica» –«¿Por qué el homo sapiens habla miles de lenguas incomprensibles entre sí?»1–, cuestiones ambas radicales e inseparables que trascienden el ámbito de la lingüís-tica, y que adentrándose en los estudios culturales, la filosofía o la filología, la literatura, la poesía o el periodismo, conforman el trasfondo último desde el que reflexionan los traductores encar-gados de los catorce ensayos que conforman este libro.

La primera manifestación literaria de este mito la encon-tramos en la cultura sumeria, en concreto en «Enmerkar y el Señor de Aratta», un poema de 600 versos que se considera la más antigua versión sobre el mito de la confusión de las lenguas impuesta por los dioses. El poema aparece en una tablilla que se conserva en un museo de Estambul2. En la versión sumeria del mito (anterior al relato del Génesis sobre la Torre de Babel), el dios Enki el Sabio, jerarca de los dioses sumerios, es el respon-sable de la dispersión de los hombres mediante la confusión de las lenguas y la desaparición del «lenguaje único». Por su parte, Enmerkar, el rey fundador de la ciudad de Uruk –«la bien mura-da», el hogar de Gilgamesh–, es quien inventa la escritura, lo que permitirá salvar el obstáculo creado por Enki y que hará posible tanto la comunicación entre los hombres como el dejar una huella, es decir, la memoria histórica.

Pero es el pasaje bíblico de la Torre de Babel, por su com-plejidad y riqueza de detalles, el relato que podemos considerar «mito fundacional» de toda una tradición simbólica que sigue suscitando reflexiones y debates hasta nuestros días.

La historia de Babel aparece en el libro del Génesis inclui-da en medio del relato del poblamiento de la Tierra después del Diluvio universal. En Génesis 10,8-10 se nos cuenta que «Cus

1 Steiner, George, Después de Babel. Traducción de Adolfo Castañón. FCE, Mé-xico 2001, p. 14.2 Vicari, Jacques, La torre de Babel. Traducción de Felipe Garrido. FCE, México 2006, p. 114.

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[hijo de Cam, hijo de Noé] engendró a Nimrod, el primer héroe de la tierra. Fue un heroico cazador ante el Señor [...]. Las capi-tales de su reino fueron Babel, Erec, Acad y Calne, en la tierra de Senaar».

Unos versículos más adelante, en Génesis 11,1-9, encontra-mos el pasaje completo de la construcción de la Torre de Babel:

Toda la tierra hablaba una misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar los hombres desde Oriente, encontraron una llanura en la tierra de Senaar y se establecieron allí. Se dijeron unos a otros: «Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos al fuego». Y emplearon ladrillos en vez de piedras, y alquitrán en vez de argamasa. Después dijeron: «Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra». El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres. Y el Señor dijo: «Puesto que son un sólo pueblo con una sola lengua y esto no es más que el comienzo de su actividad, ahora nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo». El Señor los dispersó de allí por la superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra.

La tradición teológica judeocristiana ha proporcionado desde hace siglos una interpretación muy concreta de este pasaje del Génesis, que justifica el «big bang de la lengua inicial» como freno necesario a la desmesura de los hombres, «el justo castigo de su arrogancia y aun una venganza desastrosa contra el género humano»3. El relato de la construcción de la Torre de Babel, en estos términos, tiene la impronta de «un antiguo terror»4.

3 Ibíd., p. 117.4 Steiner, George, Lenguaje y silencio. Traducción de Miguel Ultorio. Gedisa, Barcelona 2003, p. 53.

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En el mito de la Torre de Babel, o más bien, en el relato de la interrumpida construcción de la Torre de Babel, «la torre misma constituye la esencia del mito»5, a diferencia de otras edifica-ciones que no hacen sino albergarlo. Tanto en el relato bíbli-co como en sus representaciones iconográficas y pictóricas a lo largo de los siglos, la torre se convierte en una «contraseña», con un indudable «significado esotérico»6. El relato mítico esta-blece una íntima relación entre el edificio –una obra inacabada, caótica, una construcción abortada, cuya representación mues-tra la visión de la agonía, y cuyo único destino, abandonada, es convertirse en ruina–, y la primera lengua común, Ursprache, de toda la raza humana. En el desarrollo del relato sobre Babel confluyen, pues, tres mitos: el de una «lengua única origina-ria»; el de «una torre que llegará a las alturas del cielo»; y el de la «diversidad de las lenguas» y «dispersión y falta de entendi-miento de los hombres» como castigo divino7.

A lo largo de la historia de su interpretación y representación parece que el mito de la Torre de Babel refiera algo acerca de la conditio humana: podríamos considerarlo como una réplica del mito de la expulsión del Paraíso8. Esta «segunda expulsión», tan grave como la primera9, tendrá importantes implicaciones teo-lógicas, culturales, sociales y políticas. Edificio y lenguaje único, una vez despertada la cólera divina, caen en desgracia, al come-ter un acto de blasfemia, «inspirados los dos por el mismo pro-pósito de alcanzar lo prohibido»10: la unidad, lo más alto y excel-so, en definitiva, la divinidad.

La condena se materializa en la paralización y ruina de la torre, por un lado, y en la dispersión y fragmentación del pue-blo único y en la diversidad de lenguas de la raza humana, por otro. La «dispersión de Babel» constata que la humanidad es una especie «virulentamente metafísica, a la que debe humillar-

5 Benet, Juan, La construcción de la torre de Babel. Siruela, Madrid 2003, p. 15.6 Ibíd., p. 17.7 Ibíd., pp. 64-65.8 Sloterdijk, Peter, En el mismo barco. Traducción de Manuel Fontán. Siruela, Madrid 1994, p. 15.9 Benet, Juan, op. cit., p. 69.10 Ibíd., p. 70.

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se despeñándola en la pluralidad»11. Esta vez es la raza humana, y no un ser humano concreto, la que es expulsada: no de una tierra, sino de una lengua común. Desde entonces, la vuelta al paraíso está asociada al consensus y tiene un marcado contenido político12.

Después de Babel, entender es descifrar, atender al signifi-cado es traducir: «La traducción está implicada formal y prag-máticamente en cada acto de comunicación, en la emisión y en la recepción de todas y cada una de las modalidades del significado»13. En el acontecimiento mitológico de Babel, la frag-mentación lingüística es considerada como una catástrofe, como un castigo divino, fruto de la arrogancia del hombre caído.

Pero el «caos constructivo»14 (sin voz única, sin orden y sin plano) de Babel nos permite extraer una consecuencia política que ya intuyeron y que intentaron plasmar –en clave esotérica–, en sus cuadros y litografías, los artistas de la época de la Reforma (Hans Holbein el Joven, Cornelis Anthonisz, Pieter Brueghel el Viejo), en su enfrentamiento con la Roma papal (la nueva Babel): «La Torre de Babel en ruinas sirve de metáfora al tota-litarismo, a la confusión, a los desacuerdos, a la desmesura»15. Desde entonces, la lengua es un verdadero instrumento político, y la historia de Babel y las ruinas de su Torre se dejan leer como «un mito radicalmente antipolítico o antiimperialista»16.

La fragmentación y la pluralidad surgen entonces como un atisbo de esperanza, como una resistencia ante el uno todopo-deroso. La Modernidad ha propiciado la reivindicación de la alteridad, la importancia del otro, cuya libertad termina donde comienza la propia. Frente a la soberanía de las lenguas domi-nantes, armas culturales de los sucesivos imperios a lo largo de la historia de la humanidad –«cuya dinámica eficacia surge de la expansión planetaria del marketing de masas, la tecnocracia y

11 Sloterdijk, Peter, op. cit., p. 16.12 Ibíd.13 Steiner, George, Después de Babel, op. cit., p. 13.14 Benet, Juan, op. cit., p. 30.15 Vicari, Jacques, op. cit., p. 128.16 Sloterdijk, Peter, op. cit., p. 17.

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los medios de comunicación»17–, Babel y su mito nos han de recordar ahora en cambio la importancia de la diversidad lin-güística y cultural.

Recuperar la unidad –el consenso, el paraíso– desde la plu-ralidad no es sino constatar que cada lenguaje humano es rico e importante en su diferencia, que «cada lengua funda un con-junto de mundos posibles y geografías de la memoria»18, y que cuando muere un idioma, con él muere una forma peculiar y única de entender el mundo.

El mito de la Torre de Babel, su destrucción, por tanto, no es un acontecimiento mítico puntual, sino que la fuerza de su simbolismo se repite cíclicamente a lo largo de la historia, en las diferentes culturas, precisamente porque nos remite a la condi-ción humana: «viene ocurriendo desde siempre»19. La caída, la expulsión, la dispersión y la fragmentación se repiten, pero pre-cisamente esto constituye el triunfo de la lengua, «cada vez más dispersa, cada vez más imprecisa, cada vez más inaprensible»20.

Aquí reside la riqueza de este mito –que no obstante conser-va activo y potente todo su horror, reactivado con la destrucción de las torres gemelas de Nueva York–. Ante Babel sólo caben dos actitudes: la negativa, donde la ruina se actualiza y persevera día a día por nuestro rechazo, incomprensión y miedo al otro; la positiva, basada en la reparación y la construcción de una nueva ciudad, lo que supone la aceptación y entendimiento con el otro y la reivindicación de la «diferencia»: después de Babel, con la diferencia de lenguas, y antes de Babel, «antes de la expresión del lenguaje, cuando el lenguaje es sólo diferencia»21.

El fin del horror comienza cuando descubrimos la «capaci-dad milagrosa de las gramáticas» de crear universos de senti-do, de «construir ficciones de la alteridad», constatando así el «sentido utópico y mesiánico» de la lengua22. La verdadera con-

17 Steiner, George, Después de Babel, op. cit., p. 16.18 Ibíd., p. 15.19 Leyte, Arturo, «Después y antes de Babel», en Barja, Juan, y Jiménez, Julián, La hipótesis Babel. Abada, Madrid 2007, p. 10.20 Ibíd., p. 16.21 Ibíd., p. 18.22 Steiner, George, Después de Babel, op. cit., p. 15.

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dena no reside, entonces, en la dispersión y la diversidad de las lenguas, sino en la homogeneización cultural y lingüística, en la unificación globalizante que nos esclaviza: «la maldición reside allí»23. La de los traductores, por tanto, no deja de suponer una «magnífica empresa»: «La revelación de los secretos mutuos que pueblos y épocas guardan recíprocamente y tanto contribu-yen a su dispersión y hostilidad; en suma, una audaz integración de la Humanidad24». La dedicación de los traductores adquie-re así tintes de una «fuerza poderosa y penetrante»: su trabajo niega y rechaza «el impacto del castigo divino por la construc-ción de la Torre de Babel», o al menos intenta «superar sus peo-res efectos divisivos», sin renunciar a «celebrar las diferencias entre los idiomas»25.

Si contemplamos la pintura La pequeña Torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo, entre la imponente masa de piedra, con sus arcos, rampas y contrafuertes, nos costará distinguir a los operarios que con su esfuerzo titánico realizan su callada labor, entre la invisibilidad y la transparencia. Una imagen potente que nos ayuda a entender ahora el oficio de traductor. La «modesta ocupación»26, aunque sin lugar a dudas ardua tarea de la tra-ducción, hace las veces de los ladrillos y el alquitrán que permiten la construcción, ya no de una torre, sino de una nueva utopía, que cobra sentido gracias a la pluralidad y la diversidad. El consenso y el entendimiento entre los hombres dependen de que se des-cifren bien los códigos y significados de sus diversas lenguas, es decir, de que se traduzca bien. Y los traductores son los respon-sables, con la práctica de su oficio artesano, de dotar de sentido a los planos y mapas de este nuevo edificio hecho, ya no de ladri-llos, sino de palabras. Acabar con la confusio babylonica implica reivindicar el oficio del traductor, cuyo desempeño no puede ser una «ecuación inflexible» entre dos lenguas muertas, sino que

23 Vicari, Jacques, op. cit., p. 128.24 Ortega y Gasset, José, «Miseria y esplendor de la traducción», en Misión del bibliotecario. Revista de Occidente, Madrid 1962, pp. 114-115.25 Grossman, Edith, Por qué la traducción importa. Traducción de Elvio E. Gan-dolfo. Katz, Buenos Aires 2011, p. 30.26 Ortega y Gasset, José, op. cit., p. 98.

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debe hacer sentir, en el trasvase de la palabra extranjera, «los dolores del alumbramiento en la propia lengua»27.

Hijos de Babel, el ensayo coral que ahora publicamos en Fórcola y que tengo el privilegio de prologar, surge como un intento de reflexionar sobre el oficio de traductor en el siglo xxi, y como un alegato en favor del reconocimiento a «un tra-bajo intelectual de primer orden»28. A sugerencia de Lucía Sesma, responsable de la idea y del proyecto, por primera vez una editorial quiere dar la oportunidad a estos traductores en activo de compartir sus inquietudes y reflexiones en torno a su labor profesional, desterrando definitivamente al olvi-do el doble estigma del traductor: su invisibilidad –su tarea ha sufrido y sufre aún ese «peculiar menosprecio y continua subestimación»29 por parte de algunos editores y de la críti-ca–; y su transparencia –la «verdadera traducción es trans-parente, no cubre el original, no le hace sombra»30–. Por su parte, este libro en su conjunto pretende invitar a la reflexión, y en ese sentido no es una obra cerrada, sino un marco de referencia abierto que busca premeditadamente suscitar no tanto polémica como debate.

Los catorce traductores que participan en el proyecto Hijos de Babel tienen distintas procedencias y ejercen la traducción desde diversos frentes: la poesía, el ensayo, la narrativa, el perio-dismo, el cómic; y traducen al español o al catalán desde dis-tintas lenguas de origen: el inglés, el francés, el italiano, el por-tugués, el alemán, el polaco, el esloveno, el japonés o el turco. Todos ellos, además, alternan su profesión de traductores con la práctica de la narrativa, la poesía o el ensayo. Todos ellos, subra-yo, comparten la pasión por su trabajo, lo que les ha llevado a aceptar con entusiasmo desde un principio el reto que les pro-pusimos desde la editorial, por lo que quiero dejar constancia de mi más sincero agradecimiento.

27 Benjamin, Walter, «La tarea del traductor», en Angelus novus. Traducción de H. A. Murena. Edhasa, Barcelona 1970, p. 133. 28 Ibíd., p. 126.29 Grossman, Edith, op. cit., p. 19. 30 Benjamin, Walter, op. cit., p. 139.

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Como la ejecución de una pieza musical, la traducción es un acto de interpretación, y su ejecutante, el traductor, ha de domi-nar no sólo una técnica sino un lenguaje (el idioma de origen), y un instrumento (el idioma de llegada). Permítame la analo-gía musical para introducirle en el contenido del libro que está usted a punto de leer. La obra que nos ocupa, Hijos de Babel, está interpretada por catorce músicos que conforman un peque-ño grupo orquestal y que, al ser interpretada, ha revelado su carácter sinfónico, aunque inconcluso –al igual que la sinfonía de Schubert del mismo nombre–, precisamente por su carác-ter abierto. Será el lector atento –el último monarca absoluto–, quien concluya y dote de sentido último a la obra, igual que el oyente es quien disfruta plenamente de la densidad de sentido de la pieza sinfónica una vez que es interpretada por la orquesta.

Hijos de Babel se despliega en tres movimientos, al modo de una sinfonía. El Primer Movimiento, Allegro, es rápido y ani-mado, y nos facilita los primeros temas generales de reflexión sobre el oficio de la traducción. Esta parte comprende los tres primeros ensayos: en el primero, Allegro ma non troppo, David Paradela lleva a cabo una serie de consideraciones sobre la retra-ducción –en la que el traductor contrae la obligación de supe-rar a sus predecesores, siempre y cuando se parta de un criterio editorial serio– y sobre las exigencias y particularidades de las nuevas versiones de una obra ya traducida con anterioridad; en el segundo ensayo, Allegro impetuoso, Mercedes Cebrián consi-dera que en la traducción, «tarea artesanal», al traductor siem-pre le resulta difícil negociar con el original, y el texto resultante no deja de ser un artefacto lleno de licencias, trucos y pactos con el lector; el tercer ensayo, Allegro moderato, a cargo de Amelia Pérez de Villar, reivindica lo mucho de oficio que tiene la traduc-ción, y que exige del traductor una continua toma de decisiones, para lo que son necesarias buenas dosis de paciencia.

El Segundo Movimiento, que es el tronco central de esta sin-fonía en forma de libro, es un movimiento lento, propio de los Adagios, de marcado carácter teórico y que retoma los temas insinuados con anterioridad, al modo Andante, pero los desarro-lla más allá, explorando nuevos territorios e invitando a una

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reflexión calma. Corresponden a esta parte del libro los ensayos que van del cuarto al décimo. Xavier Farré explora las particu-laridades de la traducción poética, donde además de la fideli-dad al original, mera ilusión o tarea imposible, no se descarta la búsqueda de los parecidos, similitudes y semejanzas. Más que la fidelidad al texto, el traductor de poesía, poeta también, debe ser fiel a las tradiciones, es decir, a la cosmovisión tanto del idio-ma de origen como del idioma de destino. Por su parte, Eduardo Moga, también adentrado en el ámbito de la traducción poética, subraya la tarea agotadora del traductor, que puesto en constan-te tensión ha de encontrar la palabra justa, en una labor creativa que, desde una suerte de iluminación, debe buscar por encima de todo la credibilidad. Paula Caballero, en su reivindicación de los clásicos grecolatinos, considera que el traductor ha de ser un especialista, un filólogo que, además de ser lector y crítico, sea intérprete respetuoso de la cultura tanto del texto de ori-gen como del idioma de destino. El séptimo ensayo, a cargo del traductor del premio Nobel Orhan Pamuk, Rafael Carpintero, aborda el difícil tema de la interpretación del sentido del origi-nal, que debe evitar peligros tan recurrentes como los anacro-nismos, los estereotipos o los prejuicios culturales, en el caso de culturas distantes o muy diferentes. La honestidad debe presidir la labor de un traductor atento al punto de vista cultural, por lo que la fidelidad del traductor se debe al contexto original en el que se enmarca la obra a traducir. El siguiente capítulo, firmado por Eduardo Iriarte, subraya la mirada poliédrica del traductor lite-rario, cuya ocupación y preocupación esencial debe ser el resul-tado final del texto traducido. La tarea del traductor, incide tam-bién Iriarte en este punto ya tratado por sus colegas, es oficio, revela una «operación literaria» (Octavio Paz), que convierte al traductor en escritor y transforma la traducción en reescri-tura, en disciplina creativa, cuyo objetivo debe ser impedir la depreciación de la palabra. El noveno ensayo, escrito por Juan Arnau, aborda el siempre fascinante universo de las geografías de lo intraducible, el escollo al que se enfrenta todo traductor, ese territorio entre el secreto y la revelación, donde la lengua oculta o revela. Lo intraducible hace humilde al traductor, pero

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rescata a las lenguas de la homogeneidad y la redundancia de lo indiferenciado. Concluimos este Segundo Movimiento con las reflexiones de Martín López-Vega, quien aborda uno de los temas troncales de este ensayo. Tras afirmar rotundamente que no tiene sentido la aspiración a una lengua universal, y defender que «todo lo que se puede decir en una lengua se puede decir en otra», López-Vega reivindica la labor del traductor –artesa-no relojero– como escritor, un oficio, la traducción, en el que demostrará su talento cuanto mejor escritor sea.

Comienza ahora el Tercer Movimiento o parte de este ensa-yo sinfónico, que tiene un marcado carácter juguetón, divertido, animado, propio de la figura Scherzo, y del Allegro molto viva-ce. Intervienen los cuatro últimos traductores: en primer lugar Lucía Sesma (a quien, como ya he mencionado, debemos la idea original de este proyecto). La historia del esquizofrénico Louis Wolfson no es sino la proyección, por exceso, de la enfermedad que padece todo traductor en el ejercicio de un oficio. Una tarea no apta para pusilánimes, que cada traductor vive con pasión y en la que pone «todo su ser», como un actor, un escritor o una geisha. Pablo Sanguinetti aborda el menos conocido trabajo del periodista-traductor, cuya labor, doblemente invisible, le con-vierte en cocreador del texto que traduce. La responsabilidad de este trabajo versa en reorganizar el significado de las noticias en otros idiomas para que cumplan los mínimos requisitos para ser entendidas correctamente por el lector del idioma al que se tra-duce. En el más literario ensayo de Berta Vías Mahou, «medio en broma, medio en serio», se reivindica la labor del traductor, penosa a veces, pero que, cual arte culinario, revela su grande-za en los pequeños detalles y en el amor al trabajo. Una tarea que, lejos de aspiraciones pecuniarias, logra su virtud cuando se realiza con placer, y cuya recompensa es el trabajo bien hecho. Concluimos este movimiento y el libro con el artículo de Marina Bornas, que nos aporta interesantes reflexiones sobre la traduc-ción en el mundo del cómic y de los formatos audiovisuales. Más que en ningún otro género, en estos nuevos territorios el trabajo del traductor ha de ser invisible, y su traducción, sin olvi-dar los referentes culturales, ha de fluir con facilidad. La ima-

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gen manda, y el trabajo del traductor, bajo enorme presión pero siempre apasionante, ha de ser exacto, claro y comprensible.

Como afirmé más arriba, este libro está inconcluso, por varias razones: porque aunque los temas y enfoques abordados son pertinentes, no agotan todo lo que se puede decir y pen-sar sobre el oficio de traductor; porque el libro se ha pensado, más que como una tesis cerrada, como un espacio de encuentro abierto al debate; porque como en la propia labor del traductor, no hay punto y final, sino aspiración utópica, constante revisión y actualización de lo dicho. En palabras de Ortega y Gasset, «en el orden intelectual no cabe faena más humilde; y sin embargo, resulta ser exorbitante»31. Espero que disfrute del libro. Tome su asiento y dispóngase a degustar de esta sinfonía inacabada.

31 Ortega y Gasset, José, op. cit., p. 98.

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HIJOS DE BABELReflexiones sobre el oficio de traductor en el siglo xxi

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LA RETRADUCCIóN COMO CASO PARTICULAR DE REEDICIóN

David Paradela López

En 1913 apareció en Francia la primera de las siete partes de À la recherche du temps perdu. En 1917, Pedro Salinas empezó a traducirla, y, desde entonces, José María Quiroga Pla, Fernan-do Gutiérrez, Julio Gómez de la Serna, Consuelo Berges, Carlos Pujol, Javier Albiñana, Estela Canto, Graciela Isnardi, Elena Car-bajo, Mauro Armiño y Carlos Manzano se han sumado a la lucha contra la titánica novela de Proust. Los volúmenes de las distintas ediciones en castellano (completas unas, parciales otras) convi-ven, lomo con lomo, en casi cualquier gran librería española. Es un caso, como tantos, de retraducción, que a su vez es un caso particular de reedición.

Como muchas otras cosas, el diccionario de la Academia defi-ne mal qué es retraducir: «Traducir de nuevo, o volver a traducir al idioma primitivo, una obra sirviéndose de una traducción»32. Quienes se dedican a los estudios de traducción se muestran algo más precisos: Juan Jesús Zaro habla, de forma provisional, de «traducción total o parcial de un texto traducido previamen-te», entendiendo que el término se revela más eficaz aplicado «a

32 Otros diccionarios no salen mejor parados: «Traduire de nouveau. | Traduire (un texte qui est lui-même une traduction)» (Le Petit Robert 2006); «To transla-te (a translation) into another language» (Merriam-Webster); «Tornar a traduir a la llengua original (un text que havia estat traduït d’aquesta llengua)» (Dic-cionari de l’Institut d’Estudis Catalans). Estas definiciones se refieren en reali-dad a la traducción indirecta (traducción de un texto en lengua A a una lengua C pasando por una lengua B) y a la retrotraducción (reconvertir el texto en lengua B a la lengua A). Algo más preciso es Il dizionario dela lingua italiana de Tullio De Mauro: «Tradurre di nuovo un testo per eliminare errori o imperfezioni» y «Tradurre nuovamente nella lingua d’origine un testo precedentemente tradotto in un’altra». Nos interesa la primera acepción.

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los [textos] traducidos a la misma lengua más de una vez»33. A partir de ahí, podemos afinar y hablar de retraducciones sensu stricto y sensu lato (según se tenga o no un conocimiento más o menos directo de las traducciones anteriores de la misma obra a la misma lengua)34, de traducciones tuteladas (cuando las ver-siones anteriores ejercen una influencia palpable en la nueva)35 o de traducciones «pasivas» (las realizadas por motivos tempo-rales, geográficos o dialectales) y «activas» (las que aparecen de forma simultánea en una misma lengua)36. Son conceptos relacio-nados, pero esencialmente distintos, los de plagio y adaptación, de los que aquí no hemos de ocuparnos.

Los motivos que mueven a editores o traductores a preparar nuevas versiones de obras ya traducidas son múltiples. Uno de los esgrimidos con mayor frecuencia por críticos, periodistas, editores y hasta traductores es el de la supuesta caducidad de las traducciones. Afirman los partidarios de tal postura que lo deseable es que cada generación (sea lo que sea lo que se entien-de por tal) disponga de su propia versión de las obras clásicas, puesto que los originales no envejecen, al contrario que las tra-ducciones, que sí acusarían el paso del tiempo. El sentido común y unas pocas lecturas niegan tanto lo uno como lo otro: por un lado, el repertorio de los clásicos españoles está lleno de obras escritas en un lenguaje añoso37; por otro, la prosa de algunas traducciones antiguas puede seguir leyéndose sin que su edad menoscabe su eficacia (valga como ejemplo el Gil Blas de Santi-

33 Zaro, Juan Jesús, «En torno al concepto de retraducción», en Zaro, Juan Je-sús, y Ruiz Noguera, Francisco (eds.), Retraducir. Una nueva mirada. Miguel Gómez Ediciones, Málaga 2007, pp. 21 y 31.34 Frei, Charlotte, «Traducir: introducir, retraducir», Trans, 9 (2005), p. 12.35 Pajares Infante, Eterio, «Traducción y censura: ‘Cumbres borrascosas’ en la dictadura franquista», en Merino, Raquel (ed.), Traducción y censura en España (1939-1985). Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, Bilbao 2007, p. 64.36 Pym, Anthony, Method in Translation History. St. Jerome, Manchester 1998, p. 82, apud Zaro, «En torno al concepto de retraducción», p. 22.37 Un ejemplo: José María Valverde justificaba las notas a su edición de La vida es sueño (Planeta, Barcelona 1981) diciendo que «las palabras que pueden re-sultar difíciles se explican en nuestros propios términos actuales, sin citar casi nunca el Diccionario de Autoridades o el Covarrubias, ya que éstos, para muchos lectores, requerirían a su vez otra explicación» (p. xxix).

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llana traducido por el padre Isla). En un artículo de referencia, el estudioso Antoine Berman admite que «la historia demuestra que algunas traducciones perduran igual que los originales»; son las que llama «grandes traducciones»: el Plutarco de Amyot, la Antígona de Hölderlin, las obras de Poe según Baudelaire38, acaso también, en el ámbito peninsular, L’Odissea de Homero vertida (en dos ocasiones) por Carles Riba al catalán. El caso más conspicuo, desde luego, es el de la Biblia, que no sólo se cita siempre traducida, sino que constituye en sí una retraducción continua: de la Vulgata a la Biblia del rey Jacobo, de la de Lutero a la de Reina y Valera, todas ellas vigentes y cada cual con sus particulares connotaciones ideológicas y de dogma; «todas ellas fueron, para sus lectores, la Biblia, aun cuando cada una permi-tiera una lectura distinta»39. Los catálogos demuestran que no por vetustas las traducciones dejan de reeditarse ni de cosechar incondicionales: valgan como muestra el Homero de Segalá y Estalella y el Shakespeare de Astrana Marín. Si bien es cierto que las normas de traducción caducan (ya nadie habla de Car-los Marx y Federico Engels) y la lengua cambia, ello no es moti-vo suficiente para retraducir; cabe recurrir a las versiones revi-sadas: Las amistades peligrosas de Laclos circula aún en una traducción anónima del xviii revisada por Gabriel Ferrater, o la kantiana Crítica del juicio en la vieja versión de Manuel Gar-cía Morente actualizada por Agapito Maestre y Luis Martínez de Velasco. (Cierto es que, al menos en el mercado español, las versiones revisadas abundan menos que las retraducciones y, en cualquier caso, no se publicitan de la misma manera, acaso por motivos comerciales.)

En relación con las ediciones revisadas, encontramos las retraducciones debidas a motivos que podríamos llamar filoló-gicos. Son las que buscan verter de forma íntegra obras hasta el momento aparecidas sólo de forma parcial o las que tratan de

38 Berman, Antoine, «La retraduction comme espace de la traduction», Palimp-sestes, 4 (1990), p. 2.39 Manguel, Alberto, A History of Reading. Penguin, Londres 1997, p. 270. [Tra-ducción de José Luis López Muñoz: Una historia de la lectura. Alianza, Madrid 1998.]

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enmendar manipulaciones del texto que influyen de forma nota-ble en la recepción y la imagen de un autor o una obra. El que una versión se juzgue insatisfactoria puede ser atribuible tanto al original como a la traducción. En muchos casos, los origina-les circulan en versiones obsoletas, expurgadas o fragmentarias que la crítica textual se esfuerza por restaurar de forma razo-nada y objetiva. Cuando se habla de crítica textual se piensa a menudo en obras antiguas y generalmente manuscritas, pero ni la modernidad ni la imprenta son ajenas a los problemas de transmisión: Francisco Rico dedicó un volumen entero de más de quinientas páginas a los problemas textuales del Quijote; de I promessi sposi de Manzoni se conocen dos redacciones sus-tancialmente divergentes; ya en época más cercana puede verse que Juan Marsé ha revisado en más de una ocasión Últimas tar-des con Teresa, y que, durante años, Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos circuló en una edición censurada. Otros textos, como el laberíntico Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, se han transmitido con distintas ordenaciones según el responsable de tal o cual edición, y no hay más que cotejar los índices de las versiones de Mauro Armiño, César Aira y José Ramón Monreal para percatarse de hasta qué punto son libros sustancialmente distintos; asimismo, La recherche proustiana ha conocido varias ediciones: Salinas, Quiroga Pla y Berges no partieron del mismo original que Manzano y Armiño, que pudie-ron beneficiarse de las aportaciones de la edición de Jean-Yves Tadié de 1987, lo cual no es baladí si tenemos en cuenta que los últimos tres volúmenes de la edición original aparecieron pós-tumos, sin que el autor les hubiera dado forma definitiva, y no conocieron una primera edición crítica hasta 1954 (para que nos hagamos una idea: sólo en el sexto volumen, dependiendo del original que se siga, podemos encontrar una diferencia de ciento cincuenta páginas y hasta títulos distintos: Albertine desapare-cida y La fugitiva).

Las consecuencias de basarse en una u otra edición pueden ser de detalle o de un calado considerable. De la Crítica de la razón pura existen dos versiones muy distintas que Pedro Ribas decidió verter juntas para su edición de la obra, pues las inter-

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pretaciones «difieren, según se basen en A o en B, en puntos que van mucho más allá de la simple forma»40. Un caso bien conoci-do es el de la restauración de la imagen de Kafka llevada a cabo en las Obras completas dirigidas por Jordi Llovet a partir de la edición crítica alemana, empezada a publicar en 1982. Amén de la ordenación del material, la gran aportación de las nuevas ver-siones (a cargo de Miguel Sáenz, Juan José del Solar, Joan Parra y Andrés Sánchez Pascual) consiste en «la corrección de todos los errores en que incurrió la lectura de Max Brod; la presenta-ción tipográfica de los textos de Kafka según sus particulares cri-terios; el respeto de la, a veces muy extraña, peculiar sintaxis de la frase kafkiana»41 y, más llamativamente, el cambio de ciertos títulos, debidos algunos a la transmisión tradicional del original y otros a la de las traducciones: América (título impuesto por Max Brod) pasa a llamarse El desaparecido, y La transforma-ción sustituye a La metamorfosis, que se desprende así de las connotaciones mitológicas de que el original carece42.

Y es que a veces lo que hay que enmendar (o completar) no es el original, sino las traducciones. En 2007 vimos aparecer de forma simultánea dos ediciones completas (la del desaparecido Miguel Martínez-Lage y la de Cándido y José Miguel Santamaría) de la mastodóntica Vida de Samuel Johnson de James Boswell, de la que hasta entonces sólo existía en castellano una versión fragmentaria. Mientras trabajaba en La piel de Curzio Malaparte (cuyo original también conoce variantes), quien esto firma pudo comprobar de primera mano cómo la versión de Manuel Bosch Barrett, aparecida en 1949, incluía mutilaciones, y hasta adicio-nes, atribuibles a la censura, algunas de ellas de suficiente entidad como para imposibilitar la comprensión de capítu-los enteros. Recientemente, Enrique de Hériz ha emprendido la

40 Ribas, Pedro, «Introducción», en Immanuel Kant, Crítica de la razón pura. Alfaguara, Madrid 2005, p. xxxv.41 Llovet, Jordi, «Presentación», en Franz Kafka, Obras completas, vol. I. Ga-laxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 1999, pp. 26-27.42 Véanse al respecto: Vidal-Folch, Ignacio, «‘La metamorfosis’ fue mal tradu-cida», El País (28-9-1999), y Llovet, Jordi, «Notas a ‘La transformación’», en Franz Kafka, Obras completas, vol. III. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 2003, pp. 986-990.

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publicación de los tres volúmenes del ciclo Robinson Crusoe de Daniel Defoe movido por una doble motivación: los abundantes tijeretazos de las dos primeras partes traducidas por Julio Cortá-zar («las dos primeras páginas del Robinson se reducían a menos de media»), y la inexistencia de la tercera en castellano43.

Muy cerca de estas retraducciones «enmendadoras» podría-mos situar las obras que tradicionalmente habían circulado en versiones indirectas, esto es, realizadas por lengua interpuesta: el caso típico en España es el de la literatura rusa vertida a partir del francés. Un ejemplo llamativo es la reciente reaparición, en 2010, de El doctor Zhivago, vertido por Marta Rebón por primera vez a partir del original ruso. Desde 1958, la novela de Pasternak había venido reeditándose –incluso en colecciones de referencia como los Clásicos Universales de Cátedra– traducida del italiano por Fernando Gutiérrez. Tres años antes, la propia Rebón había sido la artífice de la recuperación de Vasili Grossman, una vez más gracias a una retraducción; y es que las mil cien páginas de Vida y destino ya habían circulado en castellano anteriormente, sólo que en una versión incompleta y traducida del francés por Rosa María Bassols.

En otras ocasiones la aparición de una nueva traducción puede deberse a disputas por derechos (imaginemos el caso de una editorial que planea publicar unas obras completas para las que no logra obtener la cesión de las traducciones existentes), o incluso obedecer, sencillamente, al ego y la voluntad de luci-miento de un determinado editor o traductor que desea estam-par su nombre junto al de un gran autor. La traducción de poe-sía parece terreno más proclive a ello que el de la narrativa o el ensayo, y, a poco que rastree los catálogos o los anaqueles de las bibliotecas, el lector interesado hallará «innumerables amplifi-caciones, versiones, revisiones, revisitaciones y perversiones» de obras más o menos clásicas44. Pero estos dos últimos supuestos

43 En el momento de escribir estas líneas han aparecido los dos primeros volú-menes. Con todo, Enrique de Hériz («En busca de ‘Robinson Crusoe’», Letras Libres, 125 [febrero de 2012], pp. 26-30) olvida consignar que también Carlos Pujol tradujo, y al parecer de forma íntegra, las dos primeras partes.44 Luque, Aurora, «La retraducción de los clásicos: el caso de Safo», en Retra-ducir. Una nueva mirada, p. 106.

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pertenecen a la intrahistoria (y hasta a la crónica rosa) litera-ria, y merecerían ser tratados en un capítulo (y hasta un libro) aparte.

Como en cualquier otra traducción, el método con que se aborda la nueva versión de una obra varía de una persona a otra. Hay quien prefiere trabajar al margen de las traducciones exis-tentes para no ver condicionadas sus decisiones, cosa que tiene mucho sentido en el caso de obras cuya pirotecnia estilística exija frescura y no poca inspiración (pensemos, por ejemplo, en Alicia en el País de las Maravillas y Alicia a través del espejo); otros optan por traducir por libre, pero revisar cotejando, o al menos teniendo a la vista, las versiones previas; hay incluso quien opta por traducir «contra» las traducciones existentes, como John Rutherford, quien con su versión inglesa del Quijote buscaba deliberadamente desmentir la imagen romántica fomentada por los trujamanes que lo habían precedido. En el caso particular de mis retraducciones de las novelas de Curzio Malaparte preferí tener al alcance en todo momento tanto las versiones anteriores en castellano, como las traducciones inglesas, francesas y alema-nas. Un pequeño grupo de traductores se sirve de todos los ins-trumentos de la filología para preparar ediciones propias en toda regla, con abundantes añadidos (prólogos, comentarios, notas eruditas, índices, etc.), pero no es ésta la regla general. Y no lo es porque, aparte de que muchas obras no requieren de aparato-sos anexos, los plazos, tarifas y condiciones son, por lo común, los mismos para retraducir una gran obra que para realizar la primera versión de cualquier inane novelilla de aeropuerto. «No puedo invertir medio año largo en un solo libro», admite Ismael Attrache a propósito de la reciente traducción (de hecho, retra-ducción también) de La pequeña Dorrit de Dickens, que firman él y Carmen Francí. «Al principio la velocidad de crucero es de cinco o seis páginas al día; al final de diez o doce»45. Sea como sea, retraducir tiene sus ventajas: dado que, en la mayoría de casos, se trata de obras canónicas o que por lo menos han ejer-cido cierta influencia, suele existir la posibilidad de echar mano de la literatura secundaria y despejar dificultades que de otro

45 Collera, Virginia, «Modernos e inmortales», Babelia, 1.060 (17-3-2012), p. 6.

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modo sería difícil encarar. Aunque, por supuesto, no está exento de desventajas: la comparación con las versiones anteriores será inevitable y, durante todo el proceso, el traductor se verá sujeto a la indeclinable obligación de superar a sus predecesores, pues no otro es el sentido último de una nueva versión, siempre y cuando se haya emprendido con un criterio editorial serio. Por no hablar de la angustia de las influencias.

Un examen material de los libros retraducidos demuestra que tampoco existen reglas editoriales fijas para la presentación de la obra al público. En algunos casos, los textos incluyen material adicional que aporte cierto valor añadido: presentaciones, prólo-gos, notas, testimonios... todo aquello que Gérard Genette englo-bó bajo la etiqueta general de «paratextos» en su imprescindible ensayo Seuils46. Veamos unos pocos ejemplos: la nueva edición de los cinco libros de Gargantúa y Pantagruel se acompaña de una introducción de Guy Demerson y breves comentarios a prin-cipio de capítulo a cargo del traductor, Gabriel Hormaechea. Las versiones del Gargantúa y el Pantagruel de Alicia Yllera inclu-yen una introducción erudita, bibliografía y anotación abundan-te. El Proust de Mauro Armiño es un dechado de extras: cente-nares de páginas de prólogos, índices, resúmenes, notas. En el último Manuscrito de Potocki, traducido por José Ramón Mon-real, encontramos una presentación de Marc Fumaroli, numero-sas notas y un ensayo de setenta páginas acerca de la tradición textual de la obra a cargo de François Rosset y Dominique Triai-re. En todos estos casos se indica claramente, además, cuál ha sido la edición original tomada como referencia.

Otros editores optan por la mínima expresión: los nuevos volúmenes de Los Buddenbrook y La montaña mágica de Tho-mas Mann, ambos magníficamente traducidos por Isabel García Adánez y editados por Edhasa, se limitan a informar de que se trata de una «nueva traducción al castellano». La reciente edi-ción de El doctor Zhivago, arriba mencionada, ofrece el texto desnudo y sólo en contracubierta indica que la que firma Marta Rebón es la primera «traducción directa del ruso». En ocasiones

46 Hay versión en castellano de Susana Lage: Umbrales. Siglo XXI, México D.F. 2001.

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ni siquiera eso; en más casos de los deseados, datos que podrían ser de interés para el lector (y de lucimiento para la editorial) quedan directamente omitidos. La edición de El doctor Zhiva-go de Cátedra anuncia en una breve nota que la traducción es la «realizada por Fernando Gutiérrez», y que ha sido «revisada por José María Bravo y cotejada con la versión original rusa», silen-ciando que dicha versión procede del italiano. El Proust de Car-los Manzano no hace mención alguna del original utilizado. La reedición del Robinson Crusoe de Julio Cortázar en Mondadori añade un prólogo de J. M. Coetzee (sin que conste quién lo ha traducido), pero no indica claramente si incluye las dos partes de la novela o sólo la primera, cuestión que tampoco queda clara en la edición de Valdemar. (Obviamente, ninguna de las dos men-ciona las lagunas de la versión de Cortázar.) De ello cabe deducir que muchos editores entienden que no vale la pena destacar las particularidades de su propuesta, criterio seguramente equivo-cado, ya no sólo desde la óptica filológica, sino desde el punto de vista del azorado lector que acude a la librería dispuesto a gastar una cantidad de dinero (a menudo considerable) y de tiempo (no menos considerable) y se encuentra ante dos, tres y hasta cuatro versiones de la misma obra, todas iguales a primera vista. Resal-tar, aunque sea en una brevísima nota o en algún lugar destaca-do de la cubierta o la contracubierta, las virtudes de una nueva edición representa una garantía para el lector y podría ser tam-bién un reclamo de venta47.

Se discute a menudo, no sin razón, sobre la falta de visibili-dad de los traductores y del hecho traductor en la crítica literaria y en los medios de comunicación en general (a ello se dedicó pre-cisamente el último Encuentro Universitario-Profesional de Tra-ducción Literaria, celebrado en Barcelona en mayo de 2012). Por fortuna, esta barrera en ocasiones se diluye; una de ellas es, pre-cisamente, la salida al mercado de nuevas traducciones de clási-

47 Nótese el condicional de esta última afirmación. Por mor de honestidad, aquí mismo aporto mi propio contraejemplo: el volumen de Vida y destino editado por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores en 2007 no menciona en ningún lu-gar ni que se trate de una retraducción, ni que sea una primera versión del ruso. Resultado: doscientos mil ejemplares vendidos (datos de la propia editorial en su página web), éxito de crítica y reciente lanzamiento en rústica.

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cos o la aparición de múltiples traducciones de un mismo libro, autor o tema. El diario argentino La Nación dedicó un artícu-lo bien documentado («Sobre los traductores de Proust», 6-11-2005) a las traducciones al castellano de La recherche; poco después de que Miguel Martínez-Lage ganara el Premio Nacio-nal de Traducción en 2008, El País publicó un artículo de Javier Rodríguez Marcos («Mano a mano con Shakespeare», 7-11-2008) sobre la traducción literaria en España, donde muchas obras comentadas eran retraducciones, y el suplemento Babelia dedicó recientemente (17-3-2012) un reportaje a comentar las nuevas versiones de Dickens, Defoe y Flaubert con Ismael Attra-che, Carmen Francí, Enrique de Hériz y María Teresa Gallego, entre otros48.

Son indicios optimistas de un cambio deseable. Duran-te demasiado tiempo la crítica ha empleado idénticos patrones tanto si se ocupaba de novedades como de reediciones, con inde-pendencia de la lengua original o de traducción. Si, como decía-mos al principio, la retraducción es un caso particular de reedición, la crítica debería adoptar un enfoque acorde con la naturaleza del objeto a examen49. La responsabilidad de que el lector, siempre denostado, aprenda a valorar los productos que se le ofrecen y a moverse de forma más o menos consciente por el todavía sobre-dimensionado mercado editorial pesa en buena medida sobre las espaldas de la crítica. Y es que ya hemos visto que la retra-

48 Sin afán exhaustivo, no es difícil encontrar unos cuantos ejemplos más, todos relativos tan sólo a las obras citadas en el presente artículo: Luis Antonio de Ville-na, «A la busca del tiempo perdido», El Cultural (12-7-2000); Rosa Mora, «Una nueva versión de ‘La montaña mágica’ recupera textos suprimidos», El País (9-2-2005); José Andrés Rojo, «La extraña música de Thomas Mann», El País (1-3-2008); Toni Montesinos, «Última lectura de Proust», La Razón (21-5-2009); Luis Alberto de Cuenca, «Nuevo manuscrito de Potocki», El Cultural (26-12-2009), pp. 16-17; Josep Massot, «El doctor Zhivago vuelve en versión original», La Vanguardia (15-12-2010); Jordi Llovet, «Rabelais, modern», El País (15-12-2011, edición Cataluña); «Enrique de Hériz traduce por primera vez al castellano todo ‘Robinson Crusoe’», La Vanguardia (13-1-2012).49 Recientemente, la revista Words Without Borders abrió el debate acerca de quién y cómo debería reseñar traducciones (cf. David Varno, «On Reviewing Translations: Susan Bernofksy, Jonathan Cohen, and Edith Grossman», 23 de marzo de 2011, en: <http://wordswithoutborders.org/dispatches/article/on-reviewing-translations-susan-bernofsky-jonathan-cohen-and-edith-grossman>).

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ducción, en tanto que manifestación palpable de unos cánones literarios en relectura y revisión permanente, es un fenómeno cultural con entidad propia. La coronación de este proyecto cul-tural pasa inevitablemente por que el lector, beneficiario último de los productos de la maquinaria editorial, pueda disponer de la información necesaria para escoger sus lecturas con criterio.