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2010 35 DEPARTAMENTO DE HISTORIA UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Historia y Grafía 35

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No. 35 de la revista «Historia y Grafía» de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

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DEPARTAMENTO DE HISTORIAUNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

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Expediente Procesos de construcción de las identidades de México. De la historia nacional a la historia de las identidades

Perla Chinchilla Pawling 9 Preliminares

Raquel Druker 17 Escuela e identidad

María Eugenia Ponce Alcocer 49 El habitus del hacendado

Shulamit Goldsmit 87 Judeo-mexicanos: gestación de una identidad

Ensayos

Adriana Narváez Lora 121 Guadalupe, cultura barroca e identidad criolla

Bernarda Urrejola Davanzo 151 Entre mística e historiografía: el lenguaje de la ausencia en Michel de Certeau

Fernando Betancourt Martínez 183 La transformación de la historia como problema teórico. Una relectura de la obra de Michel Foucault

Historia y GrafíaUNIVERSIDAD IBEROAMERICANA • NÚMERO 35 • 2010

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In memoriam

Ilán Semo 217 Katz, la historia, la alegoría

Reseñas

Luis Vergara Anderson 227 Una novela histórica “no ficción” de Jean Meyer

Pedro L. San Miguel 244 Ser o no ser: ¿Será ésa la cuestión?

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EXPEDIENTE

Procesos de construcción de las identidades de México. De la historia nacional a la historia de las identidades

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Preliminares

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

l expediente que hoy presentamos forma parte de un pro-yecto de investigación en curso. Incluye textos con los que

ha de conformarse un libro que está planeado como el segundo volumen de dos. El primero salió a la luz este mismo año,1 y cubre aproxima-ciones ubicadas en la época virreinal, en tanto que los que com-ponen el segundo expediente enfocan aspectos de la sociedad del México independiente. El proyecto se llevó a cabo a partir de un seminario de acadé-micos del Departamento de Historia de la uia. Estuve a cargo de la coordinación general, con el apoyo de Alfonso Mendiola y Luis Vergara. Así mismo, me ocupé de coordinar el primer volumen. En un segundo seminario, dirigido por Jane Dale Lloyd, se afina-ron los textos que aquí presentamos. Tanto el primer volumen como el presente expediente, así como las reseñas de este número, salen a la luz como una con-tribución reflexiva a la conmemoración de los Centenarios, en la

1 Perla Chinchilla (Coord.), Procesos de construcción de las identidades de México. De la historia nacional a la historia de las identidades. Nueva España, siglos xvi-xviii, México, uia-Departamento de Historia, 2010.

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que el tema de la identidad ha sido central para pensar la Historia desde el presente. A continuación se reproduce la introducción planeada para los dos volúmenes, en la que la pregunta central es:

¿Por qué una historia de la construcción de identidades?

A mediados del siglo xx, con los iniciadores de Annales –Lucien Febvre y Marc Bloch–, y a partir de la emergencia de la historia social, se empezó a plantear el problema y la posibilidad de con-cebir una “historia total”; Fernand Braudel continuó trabajando asumiendo la posibilidad de conceptualizar una “historia global”, pero, a partir de ahí, tal como lo hacía notar François Dosse –quien tomó de la cita de Nora el título de su libro–, se dio una “ruptura fundamental”: “Es esta noción de historia total la que me parece hoy problemática […] Vivimos una historia en migajas, ecléctica, abierta a curiosidades que no hay que rechazar”.2 De entonces a la fecha se han elaborado propuestas muy ricas que si bien no necesariamente han discutido la tarea sintética de la his-toria como tal, han trabajado sobre el asunto en forma tangencial, para dar lugar a la “historia regional” y a la “microhistoria”, que de algún modo han dado salida a este problema. Sin embargo, tal como el propio Dosse ha explicado, el asunto quedó y queda aún “latente”,3 aunque tuvieron que pasar algunas décadas para que ello fuera patente. En 1987 hacía el siguiente diagnóstico:

Si la confrontación y el enriquecimiento son necesarios, ¿no ha habido aquí abandono ciego de las funciones históricas y sobre todo de aquella que apunta a la comprensión totalizante de lo real, por el hecho de la ausencia de toda crítica en relación a las me-

2 François Dosse, La historia en migajas, tr. Francesc Morato i Pastor, para la edición de Edicions Alfons el Magnanim (Valencia, 1988), México, uia-Depar-tamento de Historia, 2006, p. 173 (las cursivas son mías).3 Véase Alfonso Mendiola, “Presentación” en Ibid., p. 11.

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todologías auxiliares prestadas? ¿Quién ha ganado esta partida? Parece que la disciplina histórica haya salido vencedora a juzgar por su nuevo esplendor, pero si esta victoria lo es al precio de la negación de lo que fundamenta su saber, bien puede tratarse de una victoria pírrica.�

Quiero aquí señalar que la glosa de este libro de Dosse se debe a dos motivos que se recubren entre sí; por una parte, al lúcido y sintomático análisis que en su momento este autor hizo de la historiografía francesa, guía indiscutida entonces del oficio, en el que, sin embargo, ya señalaba los riesgos de su victoria, a la que calificaba de “pírrica”. Por la otra parte, justamente la propuesta de trabajar en este libro con el concepto de “identidad” se inscribe en este diagnóstico y lo que a partir de éste se ha constatado en la escritura de la historia, a saber, lo que Dosse llama el “precio de la negación de lo que fundamenta su saber”, y que para él era su tarea de “síntesis”. Este “diagnóstico” es el que precisamente me ha parecido importante retomar, pues –desde mi particular pun-to de vista– el problema sigue siendo vigente, si bien se ha de-jado de discutir bajo el riesgo de ser calificado de “setentero” o “retrogrado”, riesgo que asumo al plantearlo de nuevo.5 Hoy, no obstante, podemos observar que una conceptualización que cla-rifique y al mismo tiempo complejice y proponga una respuesta al cómo de la articulación de lo que llamamos “realidad históri-ca” sigue estando lejos de alcanzar un consenso paradigmático –si esto es posible aún– entre los historiadores actuales, después de lo que por siglos fuera la función de la historiografía: develar el sentido del decurso de la sociedad occidental a lo largo del tiem-po –el concepto de “síntesis” de Dosse–. Por supuesto que como magistra inscrita en el discurso rector de la teología, en tanto que

� Ibid., p. 181 (las cursivas son mías).5 Esta “actualidad” es la que llevó al consejo editorial del Departamento de His-toria de la uia a la decisión de reimprimir La historia en migajas de François Dosse en 2006.

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como disciplina científica, dentro de los marcos de la filosofía de la historia, primero, y posteriormente de las ciencias sociales. Dosse propone una interesante explicación para dar cuenta de las razones por las cuales esta discusión se canceló durante las décadas que él investigó, y cómo el rechazo de una “historia total” lanzó a la disciplina al extremo casi contrario:

En vez de la continuidad de una evolución histórica, los historia-dores actuales se acogen a las discontinuidades entre series par-ciales de fragmentos históricos. A la universalidad del discurso histórico, oponen la multiplicación de objetos en su singularidad […] La fechitización de lo cuantitativo aparece como el taparra-bo, de retirada hacia el empirismo.6

De ese “empirismo” escondido tras la “historia serial” la han in-tentado recuperar diversas propuestas que, desde los años ochen-ta, nos muestran que convertir todo en objeto de la historia, más que eliminar el problema de la síntesis y la óptica desde dónde elaborarla, lo ha vuelto más evidente y complejo. Por supuesto que nadie puede hablar hoy de una síntesis general en la que pue-dan integrarse la sociedad y los individuos en un todo que se desenvuelva a lo largo del tiempo. Ya Michel Foucault –a quien Emmanuel Le Roy Ladurie convirtió en padre de la “historia se-rial”–7 señalaba, como Dosse lo remarca: “Una descripción global apiña todos los fenómenos alrededor de un centro único-princi-pio, significación, espíritu, visión del mundo, forma de conjunto; una historia general, por el contrario, desplegaría el espacio de una dispersión”.8

6 Dosse, La historia en migajas, op. cit., pp.177-87 Ibid., nota 8 y texto p.17� “La introducción a La arqueología del saber es la primera definición de la historia serial”. Sin embargo, Dosse nos hace ver que Foucault, “al privilegiar las discontinuidades, se distingue de la historia inmóvil de Emmanuel Le Roy Ladurie”, p. 176.8 Ibid., p. 17�.

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Justamente a partir del augurio cumplido de esa “dispersión”, nos ha parecido pertinente esta propuesta, pues hay asuntos que a partir de este debate sería interesante retomar en el estado actual de la disciplina. De todos éstos9 hay uno que cabría destacar, ya que en parte es el que ha dado origen a la investigación que hoy presentamos: el declive de la posibilidad de escribir una “historia nacional”. Ya desde principios del siglo xx se originó una crítica a la posibilidad y viabilidad de escribir la historia de una nación, aunque entonces ésta se identificaba más con la historia política, de las guerras y del Estado; de hecho, se sabe bien que la historia social surgió en gran medida ante la restricción de esta “historia na-cional”.10 Con el paso del tiempo se ha hecho cada vez más eviden-

9 No es lugar aquí para mencionar las otras consecuencias de esta “dispersión” que, por otra parte, podría ser irreversible, y constituir el paradigma de la historia actual, en la que no hay jerarquía temática, ni posibilidad de abarcar todos los temas y subtemas sobre los que hoy se investiga, así como no existe modo de que ningún historiador sea ya más que un especialista en su campo –por más erudito que sea–. Me parece interesante, ante tal panorama, poner a discusión la propues-ta de que sólo inscrita en una teoría general de la sociedad la ciencia de la histo-ria podrá recuperar la “comprensión totalizante de lo real” –como la enunciaba Dosse–, aunque en este contexto, como parte de la teoría general en la que se adscriba. Actualmente podría sustituirse “comprensión totalizante de lo real” por el concepto de “sentido” tal como lo maneja Niklas Luhmann: “[…] es la premisa para la elaboración de toda experiencia […] El sentido refiere siempre de nuevo al sentido: el sentido es autorreferencial. El mundo se constituye, por tanto, como globalidad de las referencias de sentido: el sentido determina por sistemas sociales y sistemas psíquicos el inevitable excedente de posibilidades que constituye la complejidad del mundo, mundo que, a su vez, funge como presupuesto para el actualizarse de sus contenidos específicos. El sentido es un concepto fundamental para la sociología precisamente porque permite la construcción de la compleji-dad del mundo: permite pasar del postulado de principios últimos e invariables a la posibilidad de observar todo como contingente”; es decir, historizarlo todo, tarea de la que estaría a cargo la historiografía. Giancarlo Corsi et al., Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann, tr. Miguel Romero Pérez y Carlos Villalobos, México, uia/iteso/Anthropos, 1996, pp. 1�6-7 (las cursivas son mías).10 Entre los historiadores que desde comienzos del siglo xx se han dado a la tarea de cuestionar la historia estrictamente política al sugerir que la historia también tiene un carácter económico y social, destacan los creadores de la revista Annales: Lucien Febvre y Marc Bloch. El primero explicaba que a comienzos del siglo, al tiempo que la historia parecía conquistar todas las disciplinas humanas, se iban

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te, no sólo en la producción historiográfica, sino en la enseñanza y divulgación de la historia, que ésta ha dejado de ser un eje posible alrededor del cual se pueda estructurar el devenir de una sociedad. Es importante subrayar que este diagnóstico se debe no sólo a los cambios que en el seno de la disciplina se han dado respecto a las “totalizaciones” antes descritas, sino a los propios cambios so-ciales de la “globalización”, mismos que a principios del siglo xxi ya constituyen un fenómeno plenamente observable. Ahora bien, la propuesta de trabajar desde lo que hemos lla-mado “procesos de construcción de identidades” tiene un doble propósito. Por una parte está el más ambicioso: pensar que es-ta aproximación pudiera desarrollarse –asunto que apenas se lleva a cabo de forma incipiente en nuestros textos– en la línea de la posibilidad de un tipo de “totalización” que podría articular muy diversos aspectos, fenómenos, temas y discursos a lo largo del tiempo tanto en el nivel de los individuos como en el de la sociedad. Esta agenda de investigación queda fuera de las páginas de este libro, pero en más de un caso se da esta reflexión. Por otra parte, está la idea de poder remontar la dificultad de escribir una historia nacional11 –una historia de México– atrave-

elaborando nuevas disciplinas, como la psicología, la sociología y la geografía, que “satisfacía[n] una necesidad de realidad que nadie encontraba en los estudios históricos, orientados progresivamente hacia la más arbitraria historia diplomá-tica y absolutamente separada de la realidad –y hacia la historia política comple-tamente despreocupada por todo lo que no fuera ella, en el sentido estricto de la palabra–.” Combates por la historia, Barcelona, Planeta Agostini,1993, p. �6. Por su parte, Marc Bloch realzaba los nuevos enfoques de la disciplina –en particular la historia social– en sus estudios sobre el fenómeno del feudalismo, al preguntarse “¿por qué singularidades este fragmento del pasado [feudalismo] ha merecido ser puesto aparte de los demás? En otras palabras, lo que se intenta aquí es el análisis y la explicación de una estructura social y de sus relaciones”. La sociedad feudal, tr. Eduardo Ripoll Perellóm, México, Unión Tipográfica His-panoamericana, 1979, p. 5.11 Es interesante constatar este problema en un estudio de caso, que de ma-nera sintomática se presenta en uno de los últimos trabajos de un importante “mexicanista” (nótese el problema, ya vigente, para definir lo que hoy puede entenderse por tal): Eric van Young. En su libro La otra rebelión. La lucha por la

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sando las rupturas de “lo nacional”: el periodo prehispánico, la Nueva España y el México independiente, a partir de procesos que se articulan con otra lógica, a saber, la de las “identidades”.12

El actual expediente

Con este formato, tres investigadoras formulan diversas proble-máticas de cómo se construyó, reprodujo o entró en crisis una forma de constituir la identidad en un determinado espacio so-cial. Cada una lo hace desde su tema de especialidad, a partir de problemáticas, teorías y métodos diferentes –incluyendo concep-tos de identidad distintos. En primer término, Raquel Druker historiza cómo se fue conformando la identidad de una organización escolar a través

independencia de México, 1810-1821 hace dos interesantes indicaciones. Por una parte señala el problema, ya largamente enunciado por los que han trabajado en el marco de la “historia comparada”, de la importancia de no ceñirse a aconte-cimientos (movimientos sociales en este caso) aislados; sin embargo, glosando a Parakash –que a su vez cita a Chakrabarty–, admite que ahí hay todavía un problema, que se asemeja al que he llamado de “totalización” que está en discu-sión: “[…] el reconocimiento que el historiador del Tercer Mundo está conde-nado a saber que Europa es el hogar de origen de lo moderno, mientras que el ‘historiador europeo’ no comparte una circunstancia comparable en cuanto a los pasados de la mayoría de la humanidad”, sirve para pensar deconstructivamente la historia. Esta estrategia se propone “buscar en el funcionamiento de la historia como una disciplina (en el sentido de Foucault) la fuente de otra historia”. Eric van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, tr. Rossana Reyes Vega, México, fce, 2006, p. 35, nota 21.12 Me parece sintomáticamente relevante que este mismo autor se acerque a las “identidades” para formular su propuesta “culturalista”, desde la cual ofrece ex-plicaciones sobre el “Movimiento de Independencia” mexicano que sustituyen las interpretaciones que no han logrado dar cuenta de los motivos por los que ciertos actores se sumaron a esta lucha: “Como se ha señalado […] en esos pue-blos [se refiere a los pueblos indígenas mexicanos del siglo xviii] las formas de identidad individual y grupal estaban fuertemente fusionadas […] Lo que sugiero aquí es que la economía afectiva y la economía productiva se traslapaban de ma-nera inextricable. Así pues, tiene sentido ver a la comunidad misma y su integridad a lo largo del tiempo como si estuvieran en el corazón de la ideología y la acción colectiva, en vez de considerar un solo subconjunto de relaciones comunitarias […]” (las cursivas son mías, excepto afectiva y productiva), Ibid., p. 65.

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del estudio de caso del Colegio Israelita de México. La propuesta de su artículo es llevar a cabo un análisis de la construcción y circulación de los “lugares comunes” de la cultura judía en Méxi-co como entorno de una organización educativa, que a su vez se inscribe en los del sistema educativo contemporáneo. María Eugenia Ponce desarrolla un trabajo sobre la identidad a partir del concepto de habitus de Bourdieu. Analiza cómo se fueron generando “formas de obrar, pensar y de sentir” entre los hacendados que habitaron la Nueva España y el México inde-pendiente, hasta lograr conformar un grupo que se “distinguió” –en la misma terminología de Bourdieu– del resto de la sociedad. Indaga también cuáles fueron “las representaciones sociales” con las que se caracterizaron ellos mismos y cuál fue el entorno que los observaba desde otro lugar social. Por su parte, Shulamit Goldsmit, a través de las propuestas de Kosellek sobre la fusión de tradiciones y de Habermas respecto a las identidades nacionales y posnacionales, estudia la confor-mación de la identidad de “la comunidad judía” en su proceso de “integración” a la nación mexicana, dando cuenta al mismo tiempo de su participación en los cambios del proceso moderni-zador del país. Su estudio se remonta hasta el actual panorama de la globalización y sus pretensiones homogeneizadoras, las cuales “alteran” los valores identitarios de muy diversos modos. En el centro de la propuesta general de este proyecto está la im-portancia de trabajar simultáneamente desde la óptica del presen-te de los actores y desde la del historiador; María Eugenia Ponce desarrolla esto mismo a partir de la perspectiva de Norbert Elias, que, mutatis mutando, Niklas Luhmann conceptualiza como una “observación de primer orden” para el caso de los primeros, y una de “segundo orden”, para las observaciones realizadas por los científicos sociales, entre los que estaríamos los que intentamos dar cuenta de los procesos de construcción de identidades.

Perla Chinchilla Pawling

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Escuela e identidad*Raquel DRukeR

uia-Departamento de Historia

La palabra identidad me ha seducido pero durante años no ha dejado de atormentarme... Su ambigüedad es ma-nifiesta, supone una serie de interrogaciones y si respon-demos a una, inmediatamente se presenta la siguiente, interminablemente

Fernand BraudelLa identidad de Francia

ResumenEl artículo busca explicar cómo un grupo construye su identidad, en este caso los judíos en México en el siglo xx, visto a través de la óptica de una escuela. A la escuela se le entiende como un espacio social que el grupo construye con la intención de reproducir su identidad y darle continuidad. La observación de la escuela se hace a partir de aquellos elementos que el grupo conoce y en los que se reconoce, llamados aquí “lugares comunes”, y cómo es que cuando esos lugares comunes dejan de compartirse, la escuela sufre una ruptura, de la cual emerge un nuevo grupo que comparte nuevos lugares comunes, mismos que responden a una sociedad en proceso de modernización. Palabras clave: cultura, lugares comunes, sociedad tradicional, mo-dernidad, cambio.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

*Este artículo es resultado de una investigación. Es un estudio de caso.

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School and identity

The article tries to explain how groups constructs their identity. In this case, the Jews of Mexico are seen through the optic of a school. School is here understood as a social space built by the group in order to reproduce and continue it’s identity. The observation of the school is done from the starting point of the elements known by the group, which are recognized by the group and are called “common places”, and of how when such common places cease to be shared, the school suffers a break. Out of this break, a new group emerges, and this new group shares new common places, which are relevant to a society going through a process of modernization.

Key words: culture, common places, traditional society, modernity, change.

l estudio de caso es de 192� hasta 19��; la introducción pre-senta la situación de las escuelas hasta 2006.

Se ha tornado problemático encontrar un eje a través del cual se arme una historia, sobre todo cuando quedaron atrás las his-torias nacionales y se han multiplicado las propuestas historio-gráficas: historia de las mentalidades, de la vida privada, de las mujeres; con ello se pone de manifiesto cada vez más el problema de la representación de la realidad del pasado a partir de nuestro presente y, aún más, de la representación que la sociedad pasada tenía de sí misma. En virtud de que se trata una de las pregun-tas esenciales que todo historiador se hace sobre los cambios y permanencias de una sociedad, me parece que trabajar desde la identidad es una vía sustanciosa e interesante:

[…] una sociedad –con sus reglas e instituciones– tiene carac-terísticas específicas que permiten se reconozca a sí misma (se auto-observe) con una identidad determinada. Así, aquellas ins-tituciones nodales y que pervivan serán las que permitan a sus miembros reconocerse […] en un “nosotros” que se distingue de ‘”los otros”.1

1 Perla Chinchilla, Alfonso Mendiola y Luis Vergara. Lineamientos para la pre-

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La propuesta de este artículo es hacer una reflexión sobre la forma en que se fue construyendo la identidad de un grupo en particu-lar, los judíos en México en el siglo xx, y la óptica desde la que se observará será la escuela, vista ésta como un espacio social-institu-cional en el que reproducen y dan continuidad a su identidad. El eje central será la escuela, vista como una institución que forma parte de la sociedad, entendiendo a la institución como un espacio en el que se distinguen las diferencias entre el interior y lo que lo rodea, con reglas específicas a partir de las cuales la propia institución, por una parte se reproduce, y por la otra se mantiene: estas reglas permiten a los miembros del grupo adquirir identidad. Seguir las reglas no requiere de un proceso de reflexión, sino que es automático; las conocemos y las seguimos, las entendemos y las reproducimos simplemente por el hecho de habernos educado en su seno. Es decir, una institución, cualquiera que ella sea, tiene características específicas que le permiten autoobservarse a la vez que permite ser observada. Estas reglas son los llamados “lugares comunes”: esos entendimientos que tienen quienes comparten en un sistema social, y que les son claros a todos.2

Entender estos lugares comunes será una de las tareas más importantes de este trabajo, ya que a través de ellos, sus perma-nencias o mutaciones, podremos entender la dinámica del gru-po judío en México y, me parece, a cualquier otro. Al hablar de los judíos en México en el siglo xx estaremos entrando también al tema de la modernidad y a los problemas que conlleva el trán-sito de la sociedad tradicional a la moderna. Es importante aclarar que cuando nos referimos al grupo ju-dío se abren diversas posibilidades para el uso de los términos; una alternativa sería la de usar los términos propuestos por Albert

paración de ensayos para ser incorporados a la “Historia de México”, Departa-mento de Historia/uia, 2006. 2 Cfr. Perla Chinchilla Pawling, De la compositio loci a la República de las letras. Predicación jesuita en el siglo xvii novohispano,uia-Departamento de Historia, 200�. p. 20.

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Memmi, filósofo tunecino especializado en estudios sobre la iden-tidad judía, que distingue entre judaísmo, judaicidad y judeidad:

Judaísmo refiere al conjunto de las tradiciones culturales y re-ligiosas. Judaicidad (en francés judaïcité) designa expresamente el grupo judío en su totalidad demográfica, disperso en varias comunidades a lo largo del mundo; judeidad (en francés judéité) se refiere exclusivamente al hecho de sentirse judío, al modo en que se es un judío, subjetiva y objetivamente. La judeidad debe ser entendida como algo a ser construido, siempre definido, ja-más terminado, aunque el judaísmo como religión no cuente para el sujeto.3

Otra posibilidad es la de Jacques Derrida, que define la judei-dad como “expresión que funda un acto, una manera de tornarse otro”.� Sin embargo, opté por simplificar los conceptos y llamar grupo judío a lo que estos dos pensadores llamarían judeidad, y judaísmo, al conjunto de tradiciones culturales y religiosas que el grupo comparte. También es importante hablar sobre el término con el que el grupo judío en México se autodefine: “comunidad”; y de inme-diato surge la pregunta: ¿por qué se ven como tal?, ¿realmente se ven así?, ¿lo son? A partir de nuestro estudio, tenemos la impre-sión de que llamarse comunidad es, en realidad, una forma iden-titaria de presentación hacia el exterior, ya que hacia el interior no se trata de un grupo monolítico: no poseen un origen unitario, tienen más de dos mil años viviendo en lugares muy disímiles, no comparten casi nada, más bien parecen dislocarse continuamente, se presentan múltiples discusiones que los llevan a aglutinarse en grupos más pequeños, dependiendo de los lugares comunes que

3 Albert Memmi, O homem dominado, pp. �3-�, según cita de Betty B. Fuks, La vocación del exilio, México, Siglo XXI, 2006.� Jacques Derrida, Mal de Archivo y Una impresión freudiana, ambos citados en ibid., p. 1�.

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comparten, generalmente por país de origen. Un ejemplo claro de ello está en un programa que en el año 2005 preparó Tribuna Israelita, y que lleva por nombre La Comunidad judía en México, una comunidad de comunidades5, lo cual corrobora nuestra aseve-ración. El término en hebreo para comunidad es Kehilá que aparece ya en los textos bíblicos, y que se utiliza para denominar al grupo judío exilado a Babilonia en el año 586 a.e., puesto que en la tierra propia se le denomina pueblo, nación, estado, según el mo-mento histórico. De inmediato aparece una paradoja al llamarlos o llamarse ellos a sí mismos en México comunidad, ya que al sostenerse como tal ya no podrían ser modernos (puesto que la modernidad habla justamente de la apertura y no de la cerrazón); y lo que es más interesante aún es que lo que los une a la comuni-dad, como intentaremos explicar, no es esencialmente el elemen-to religioso, lo cual sería lógico, y ello convierte el tema en una gran incógnita que intentaré aclarar por la vía de la institución escuela. La pregunta sería entonces: ¿en qué medida la escuela nos permite entender cómo se reproduce la cultura, la identidad, y con ello los elementos que mantienen al grupo unido en torno a su comunidad? Vemos en el sistema educativo judío en México un fenómeno que no puede dejar de llamar la atención, es decir, se entiende a la escuela como organización social, como un sistema complejo con redes de comunicación que, cuando entran en conflicto, pueden conducir a la ruptura o, en su defecto, al cambio. Y es justamente el tema de la crisis, la ruptura y el cambio en la escuela entendidos

5 Al seno de la comunidad se presentan subgrupos por origen geográfico con fuertes vínculos identitarios: los judíos provenientes de Europa oriental llama-dos ashkenazim, aquellos que venían originalmente de España y tras la expulsión de 1�92 se asentaron en la costa del Mediterráneo y principalmente en Turquía, los judíos provenientes de países de Medio Oriente, sobre todo Siria; todos estos a su vez se vinculan entre sí por ciudad de origen, tales como Damasco o Alepo, los judíos que venían de Alemania y que en su momento formaron una comu-nidad aparte, o los del Imperio Austrohúngaro.

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como una manifestación de la capacidad reflexiva humana, el que estaremos observando. Al hablar de escuela, el lugar en el que se reproduce la cultura, nos encontramos con el problema metodológico consistente en definir el término cultura que, hoy por hoy, con la enorme diver-sidad de modos de entender la realidad que nos presenta la mo-dernidad, se convierte en una tarea muy complicada: “La cultura, que no es otra cosa que la condición de posibilidad de un espacio comparativo cada vez más radical, dista de ser un lugar desde el que se puede pensar la unidad, justamente posibilita lo contrario, la diferenciación”.6 Podríamos partir de Niklas Luhmann para hablar de la cultura como la memoria de un sistema social: “Uno pudiera pensar que el concepto de cultura pudiera trasladarse de una observación de la observación, se trata de una forma singular que da pie a la pregunta, ¿cómo es que el observador observa al observador?”7 Perla Chinchilla afirma que la cultura es la forma en que la sociedad se observa a sí misma, es una autorreflexión: “En síntesis, la cultura es un modo de ver el mundo, no tiene contenido, es la forma en que la sociedad moderna se observa a sí misma”.8 Volvemos a Luhmann:

¿Por qué es tan difícil en las ciencias sociales ponerse de acuerdo alrededor de un concepto fundamentado de cultura? No es que hayan faltado intentos. Existen de hecho visiones de conjunto sobre la formación de los conceptos de cultura y acerca de sus diferentes difusiones. Y, sobre todo, se ha expandido tanto el es-pectro del concepto, que bien puede considerarse ya demasiado amplio. Abarca todos los fundamentos simbólicos de la acción (Parsons) hasta la totalidad de los artefactos humanos […] Y si

6 Perla Chinchilla, “Historia cultural y cultura”, en Historia y Grafía, núm. 11, 1998. p. 196.7 Niklas Luhmann, Teoría de la sociedad y pedagogía, Barcelona, Paidós, 1996, p. 39.8 Chinchilla, “Historia cultural y cultura”, op. cit., p. 192.

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además se le añade el concepto de cultura biológico –que se re-fiere a todo comportamiento aprendido y que ya ha empezado a influenciar la sociología a través de la sociobiología, de la teoría de la evolución y del problema de la transmisión no genética–, entonces ya casi no se pueden establecer límites en lo social. Si se quiere definir la cultura como una medida particular de cla-sificación de objetos, como una región ontológica del mundo a diferencia de otros objetos y de otras regiones, entonces la ampli-tud del concepto entra en contradicción con respecto a la exac-titud que se requeriría en los conceptos científicos.9

Es decir, el término cultura se vuelve casi imposible de definir, puesto que todo es cultura. Cultura sería la observación de las di-ferencias entre lo uno y lo otro, como dice Chinchilla: “[...] si bien el binomio cultura-identidad parece indisociable, conside-ro preferible trabajar una historia cultural a partir del lado de la identidad, y desde ahí construir el lado de la cultura, dado lo huidizo y polivalente que se ha vuelto este último concepto”.10 Toda acción y creación, así como las ideas y el pensamiento de un grupo son cultura. La cultura es, de alguna manera, la memoria de los sistemas sociales. Podríamos completar diciendo que cultu-ra es todo aquello que los hombres van creando y que unos y otros entienden cuando se habla de ello. Por añadidura, esta vía nos introduce en el tema de la iden-tidad:

La cultura se vuelve así un duplicador de todo lo que es, y el hombre moderno empieza a actuar en su mundo cotidiano –cul-tural– sabiendo que éste pudo, puede y podrá ser de otro modo. Con ello se formula necesariamente el problema de la identidad,

9 Niklas Luhmann, Teoría de la sociedad, México, uia/Triana, 1988, p. ��.10 Perla Chinchilla, “Cultura e identidad: un balance”, Ciclo de conferencias: Identidad e historia: historizar la identidad. México, uia, 2� de noviembre de 200�.

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que la cultura puede problematizar, justamente porque desde ella no puede resolverse.11

Al hablar de la escuela judía, el tema de la identidad va a ser cen-tral, por lo que esta forma de entenderla se convierte en elemento esencial para el trabajo. El periodo de estudio va de 192� a 19��, en un escenario en particular: el Colegio Israelita de México. Los libros de actas del colegio fueron las fuentes primarias de este trabajo. También se hizo una búsqueda en fuentes hemerográficas, principalmente de la prensa judía de la época, aunque también en la nacional. Cada escuela en particular ha intentado resumir de alguna manera la historia de su trabajo cuando se acerca un aniversa-rio importante, pero no se percibe en ello un asunto propio de historiadores, sino más bien un deseo de cumplir con el deber de informar a la comunidad específica de esa escuela acerca de los avances obtenidos: “Los judíos, dice en alguna parte Bashevis Singer, no registran su historia, carecen del sentido cronológico. Parece como si, instintivamente, supieran que el tiempo y el espa-cio son mera ilusión”.12 Sin duda ésta es la visión del literato, por lo que, por mi parte, consideré pertinente hacer una investigación histórica para dar cuenta, de alguna manera, del tema de la escue-la y la identidad. Sorprende que los inmigrantes judíos decidieran abrir el primer plantel educativo en una fase realmente temprana de su arribo a tierras mexicanas. En 1912 se estableció la primera comunidad judía, la Alianza Monte Sinaí y, para 1917, ya había organizado su primer centro educativo, un Ktab (escuela tradicional judía para niños en los países árabes, cuyo símil en Europa Oriental es el Jeder), que con-taba con 15 alumnos (varones), quienes asistían por la mañana a la escuela de gobierno, y por la tarde se instruían en la lectura

11 Ibid., p. 191.12 Margo Glantz, Las genealogías, México, sep, 1986, p. 32.

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del Pentateuco y los caracteres hebreos, y se familiarizaban con las plegarias y las tradiciones. Lo mismo hicieron los judíos de Europa Oriental cuando empezaron a llegar en la década de los veinte: “El desarrollo de la comunidad israelita en México, tomó varias décadas, pero en realidad fue el resultado de la inmigración. Ésta empezó a tener mayor ímpetu por los años veinte y fue au-mentando durante toda la década siguiente [...] el censo del año de 1930 [...] 9072, frente a 13� en 1900”.13 En 1922 se organiza-ron como Beneficencia Nidjei Israel e inmediatamente abrieron su Talmud Torá (escuela religiosa) a la que asistían nueve alumnos y que operaba también en forma vespertina. En 192� fundan lo que entonces se llamó: Idishe Shul (la traducción sería: Colegio Israelita). Esta escuela pretendía con-vertirse en un colegio integral1� donde se impartieran tanto la en-señanza oficial como la judaica. En 1929 la escuela pasaría a ser el Colegio Israelita de México, una vez que obtuvo su incorporación a la red educativa del Estado. El Colegio Israelita de México es hoy una institución de gran reputación, por ser pionero y por la organización que, a través de los años de su existencia, consiguió: “Adquirió renombre entre círculos judíos alrededor del mundo por sus logros; orgullo de esta pequeña comunidad, que logró enraizarse y florecer en un terreno totalmente extraño”.15 En 1932 se establece en Monterrey, Nuevo León, la escuela complementaria Hativka, que en 1935 se transforma en escuela in-

13 León Sourasky, Historia de la comunidad israelita de México (1917-1942), México, Imprenta Moderna Pintel, 1965, p. 273. Se refiere, evidentemente, sólo al sector ashkenazita.1� Colegio en el que el alumno recibe tanto la formación académica general como la judía particular. El término integral estaría denotando la forma en la que armónicamente se unen los conocimientos. Este tipo de colegios surge como resultado del proceso de modernización que viven las comunidades judías en la diáspora.15 Adina Cimet, “Nacionalismo y lengua: los judíos ashkenazitas en México, 19�0-1950”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 58, núm. �, 1996. Cimet está citando el periódico Der Veg.

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tegral. Esta fue la segunda escuela, y tanto quienes la formaron como quienes laboraron en ella eran parte del Colegio Israelita en la capital. Esta escuela sigue funcionando, hoy bajo el nombre de Nuevo Colegio Israelita de Monterrey (no depende del cim del Distrito Federal) y da servicio prácticamente a la totalidad de ni-ños y jóvenes de esa pequeña comunidad judía que cuenta aproxi-madamente con 150 familias.16

La Beneficencia Nidjei Israel (comunidad ashkenazita), había conservado su Talmud Torá como una forma de educación com-plementaria; en función de que la institución educativa a la que asistían, el Colegio Israelita, no optaba por brindar una educa-ción apegada a la religión, hacia fines de 19�1 funda el Colegio Yavne,17 que se caracteriza por ser una institución “moderna-or-todoxa”, lo que resulta una visible paradoja. En 19�2, una fuerte disputa provoca una escisión dentro del Colegio Israelita. Fueron años muy complicados en la historia del mundo y en particular en la historia del pueblo judío, que está presenciando la muerte de sus hermanos en Europa a manos de los nazis. El sionismo político, empezó a preparar el terreno para la creación de un Estado judío; sin embargo, todas las tentativas en el plano internacional debieron congelarse ante los hechos in-minentes de la Segunda Guerra Mundial. Esta idea tenía un gran número de seguidores en México, y fueron ellos quienes apoyaron la formación de un nuevo colegio, el Colegio Hebreo Tarbut, que completó también un ciclo de 60 años de labores ininterrumpidas y que ha logrado captar grandes simpatías entre la comunidad judía, por ser de los pocos colegios en los cuales estudian alumnos provenientes de todas las comunidades, (ashkenazitas, sefaraditas, y los provenientes de los países árabes).

16 Según datos obtenidos por la directiva de la Comunidad Judía de Monterrey.17 En desacuerdo con la religiosidad del mismo y el menor grado de observancia de sus alumnos y maestros: a principios de los años cincuenta, dos rabinos perte-necientes a esta misma comunidad abrieron una escuela aún más observante que se llamó Yeshivá de México, misma que se cerró en los años ochenta.

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En los dos años subsiguientes se establecieron dos escuelas he-breas integrales: en 19�3, la escuela Monte Sinaí, dependiente de la comunidad del mismo nombre, que tiene sus orígenes en el Talmud Torá Eess Haím; y en 19�� el Colegio Hebreo Sefaradí, de la comunidad proveniente de Turquía y los Balcanes. Nuevas luchas internas crearon un estallido dentro del Co-legio Israelita de tal forma que un grupo de padres y maestros pertenecientes al mismo decidió separase y fundar, en 1950, el Nuevo Colegio Israelita I. L. Peretz. Un año más tarde, en 1951, la comunidad judía de Guadalajara, Jalisco, funda el Colegio Is-raelita de Guadalajara. A principios de los años sesenta, en 1962, se fundó la Yeshivá Keter Torá, escuela ortodoxa perteneciente a la comunidad Ma-guen David. La década de los setenta será testigo de la formación de cuatro nuevos colegios: Ateret Yosef y Bet Yaacov, fundados a principios de la década, como resultado de un proceso de radi-calización religiosa de la comunidad Maguen David, el Bet Haye-ladim, y el Colegio Hebreo Maguen David. La Casa de los Niños (Bet Hayeladim, su nombre en hebreo y por el cual se la conoce), fue fundada en 197� con 15 alumnos y, tal y como su nombre lo indica, se rige por la filosofía montes-soriana. Este colegio ha logrado, en apenas tres décadas, escri-bir ya páginas abundantes en la historia de la educación judía en México. Es también un colegio integral y comprende solamente preescolar y primaria. En 1978, la comunidad Maguen David (judíos sefaraditas de Alepo, Siria), única que no se había adherido a la corriente de escuelas integrales de corte tradicionalista o secular, abrió el Cole-gio Hebreo Maguen David. En el transcurso de muy pocos años, este colegio ha logrado aglutinar a un alto porcentaje de los niños y niñas pertenecientes a dicha comunidad (el único de esta co-munidad que es mixto) y convertirse en uno de los colegios con mayor número de alumnos.

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Once años más tarde, en 1985, el Instituto Emuna, religioso, sionista y abierto a todas las comunidades, inició labores, tenien-do como objetivo el que los estudiantes reciban una formación religiosa estudiando los textos tradicionales del judaísmo. Cabe mencionar que el colegio es mixto sólo en los grados iniciales. En 1993, la comunidad Maguen David abre otra escuela, el Colegio Atid, que busca ser una respuesta moderna comunitaria, ya que pone su énfasis en la enseñanza del inglés, ante la deman-da de los padres por una escuela que compita con las mejores escuelas bilingües en México. En ese mismo año, una institución de características especiales es fundada: el Instituto Kadima, una asociación judeo-mexicana para personas con discapacidad El Colegio Or Hajayim de la comunidad Maguen David, fun-dado en el año 2000, sólo como preescolar, llega ya, en 2007, a la escuela secundaria. Depende de la Yeshivá Keter Torá, antes men-cionada, es ortodoxo, y su intención es contar también con secun-daria y preparatoria, siendo mixto sólo en los grados iniciales. En el ciclo escolar 200�-2005, se abrió un nuevo colegio or-todoxo para la comunidad ashkenazita: Derej Emes. En virtud de que es de muy reciente creación, sólo tiene preescolar. El nombre es indicativo de que se trata de judíos ashkenazitas, por la pronun-ciación y la escritura que utilizan en el hebreo. Para cerrar este bosquejo de lo que son las escuelas judías en México, no podemos dejar de mencionar que, en 19�6, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la Comunidad Judía de México, asume que debe sacar adelante, con sus propios recursos, la empresa educativa en la que se había aventurado, preparando a sus profesores y elaborando sus materiales de estudio. Se instaura por lo tanto el Seminario para Maestros de idish y hebreo que, aunque en principio era parte del Colegio Israelita y luego quedó bajo la tutela de la Comunidad Nidjei Israel, finalmente pasó a formar parte del Consejo de Educación Judía en México (Vaad Hajinuj, su nombre en hebreo). En 1992 se cerró y dio paso a la creación de la Universidad Hebraica, que ha recibido el recono-

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cimiento de la sep como institución que puede impartir licencia-turas. En 1979, otro seminario para maestros fue fundado por la comunidad Maguen David, esta institución capacita a maestras para las escuelas ortodoxas. En el ciclo escolar 2005-2006, se envió a los hogares de los miembros de la comunidad judía propaganda sobre una universi-dad orientada a jóvenes religiosos que de otra manera no recibirían preparación profesional. Esta universidad lleva por nombre Ge-nexis; los programas que ofrece son: Tecnologías de Información (ingenierías varias), Ingeniería Industrial y Negocios, así como una maestría en administración de negocios con cuatro especia-lidades. Esta institución será una muestra de la hipótesis sobre el mundo tradicional inserto en el mundo moderno. Evita que los alumnos se expongan al mundo universitario, espacio de moder-nización, y trae la universidad hacia ellos en un ámbito cerrado donde pueden conservar los elementos característicos del mundo tradicional. Este rápido recuento nos permite ver cómo un grupo minori-tario (aproximadamente �0 mil judíos en la República Mexicana, con una concentración casi absoluta en la Ciudad de México),18 ha logrado generar y sostener una multiplicidad de escuelas. Exis-ten comunidades judías dispersas en el mundo, y casi todas ellas han establecido redes educativas pero, en proporción al número de sus integrantes, el caso de la comunidad judía en México es sobresaliente19. En la página de internet del Congreso Judío La-

18 Sergio Dellapergola y Susana Lerner, “La población judía en México: perfil demográfico, social y cultural”, Estudios de poblaciones judías, núm. 26, México/Jerusalén, Asociación Mexicana de Amigos de la Universidad Hebrea de Jerusa-lén, 1995, Cuadro B, p. 28. 19 Las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informá-tica (inegi), en el censo realizado en el año 2000, indican que, de un total de población con religión, calculado en 81 078 895 de personas, 7� 612 373 profesan la religión católica, mientras que 6 �66 522 profesan otra (no se es-pecifica cuál) «http://www.inegi.gob.mx/est/contenidos/espanol/rutinas/ept.asp?t=mrel01&c=2581», consultado el 21 de mayo de 2003.

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tinoamericano,20 encontramos los siguientes datos: mientras que en México, para el año 2005, se cuenta con 17 escuelas integrales para una población de aproximadamente �0 000 judíos, Argen-tina cuenta con 70 escuelas para un total de 230 000 habitantes judíos. Brasil con 10 en Sao Paulo para una comunidad que as-ciende a 60 000 y varias en Río de Janeiro para los �0 000 esta-blecidos allí. Chile, por su parte, cuenta con una comunidad de 21 000 judíos y un solo colegio hebreo más otro religioso. Y en Venezuela, para una población de 15 000, tenemos que Caracas cuenta con dos escuelas grandes más algunas pequeñas, y Mara-caibo con una.21 Por otra parte, en la página de internet del Con-greso Judío Mundial,22 puede verse que, de los 500 000 judíos que hay en Francia, más de la mitad viven en París, en donde hay poco más de 20 escuelas judías, a las que asiste sólo el �% de la población judía. Mientras que, en Inglaterra, de una población de 300 000 judíos, el 15% asiste a las escuelas hebreas. Podemos ver cómo, en los dos casos europeos, los porcentajes son muy bajos y, en general, el número de escuelas judías en proporción al número de habitantes de la comunidad hebrea es bastante más bajo que en el caso mexicano. El contraste es especialmente fuerte cuando consideramos que casi el 90% de los niños judíos mexicanos asiste a escuelas comunitarias23. El hecho de contar con 17 instituciones educativas, todas ellas en pleno funcionamiento, con toda la carga financiera y la infraestructura que conlleva el mantenimiento y sostén de una escuela, invita a la pregunta: ¿se justifica la existen-cia de todas estas escuelas para un grupo de dimensiones reducidas como lo es la comunidad judía en México?, ¿qué es lo que avala tal multiplicidad?, ¿está relacionado con el entorno, la sociedad receptora, o se trata de una dinámica propia y particular?

20 «http://www.congresojudio.org.ar», consultado el 23 de noviembre de 2005.21 Las cifras pueden haber cambiado en los últimos dos años.22 «http://www.worldjewishcongress.org», consultado el � de octubre de 2005.23 Según datos obtenidos en 2005, por parte del Consejo Educativo Judío en México.

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Tras hacer un análisis en retrospectiva, contemplando el surgi-miento de toda una red de escuelas que funcionan con efectividad hasta el día de hoy, nos queda claro que cada grupo de judíos que llegó a México se organizó en diferentes comunidades, pero a la vez cuenta con una organización que las agrupa a todas, y ésta se denomina Comité Central Israelita (fundado en 1938), aunque para asuntos de la cotidianeidad y de la vida intramuros, son las diversas comunidades las que se ocupan de cada uno de sus miembros, quienes se afilian según el lugar de origen y de los lugares comunes compartidos, lo cual quizá explique el porqué de la multiplicidad de escuelas que buscan, precisamente, repro-ducir la cultura y la identidad del grupo. En virtud de que el tema abordado se desarrolla en el ámbito de una sociedad que se debate entre ser tradicional y ser moderna, dedicaremos alguna reflexión al respecto. La modernidad

se caracteriza hasta hoy por la multitud de sistemas funcional-mente diferenciados que se reproducen en forma autónoma e in-dependiente y que han generado un policentrismo, para nosotros ya plenamente visible: la llamada sociedad mundial y el proceso de globalización.2�

En la modernidad, las funciones no están jerárquicamente orga-nizadas en el espacio de la sociedad global, no hay centro ni eje estructurador:

Todas las funciones son relevantes para el funcionamiento de la sociedad […] esto determina la imposibilidad de una autodes-cripción de la sociedad a partir de un punto de vista único, o en otros términos, desde un centro o alrededor de un vértice.25

2� Perla Chinchilla y Alfonso Mendiola, “Las humanidades: la identidad”, Colo-quio: Las humanidades hoy, uia, México, 31 de enero de 2005.25 Idem.

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Este cambio, de una identidad dictada desde el estamento más alto para todos, hasta una identidad de múltiples centros como la que se vive hoy, nos explica lo difícil que es describir inclusive, el propio cambio. En la sociedad tradicional todo se explicaba a partir de un metacódigo, y en la modernidad a partir de una policontextuali-dad. Mientras que la sociedad tradicional se cierra en su espacio, la sociedad moderna rebasa el espacio, aunque sin diluirse en él. En la modernidad, “la vida social sigue funcionando al entender que existen infinitas posibilidades de comparación, y por ende, de diferencia.”26 Hoy la identidad se forja en centros tan diversos como subsis-temas hay, tales como la familia, el grupo de amigos, los grupos de convivencia y, por supuesto, la escuela. Si en el antiguo régimen la estructura de la educación se rige desde el centro, vemos que ésta en la modernidad es uno de los subsistemas en los que vive el su-jeto y, por lo tanto, una fuente más, quizá con un peso específico mayor, para la forja de la identidad. Con respecto a la identidad, Stuart Hall plantea que: una bue-na parte de la identidad se encuentra en el imaginario “[...] un poco dentro de una fantasía, o al menos dentro de un campo ilusorio”.27 Basado en los conceptos de Derrida y otros, nos dice que esto

implica el reconocimiento radicalmente inquietante de que sólo a través de la relación con el Otro –la relación con lo que no es, precisamente con lo que no está, con lo que se llama su exterior constitutivo– se puede llegar al significado ‘positivo’ de cualquier término y por tanto construir su ‘identidad’.28

26 Idem.27 Stuart Hall, “Who Needs Identity?”, Questions of Cultural Identity, Londres, Sage Publications, 1996, p. 5.28 Ibid., p. 5-6.

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Ante lo cual, podemos resumir que la identidad social y la indivi-dual van de la mano, una alimenta a la otra y viceversa, siendo la identidad el sentido de pertenencia colectivo y personal que tanto sujetos como grupos necesitan construir para obtener reconoci-miento social. El gran reto será explicar cómo se han dado estos procesos en la comunidad judía de México, vistos a través de su primera institución educativa. Con el fin de entender el contexto en cual se crea esta primera institución, debemos responder a la pregunta: ¿cómo transitan los judíos hacia la sociedad moderna? El continente europeo fue la arena en la que se dio el paso de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. Los países pasaron a ser estados centralizados, las culturas modernas se identifica-ron con sus respectivos idiomas, los dialectos locales y cualquier tipo de particularidades quedaron anulados. Los principios de igualdad ante la ley, de oportunidades para todos y de gobier-no representativo que permitiera la participación del pueblo en importantes decisiones políticas y sociales, así como la difusión de establecimientos educativos públicos y oficiales, tuvieron una importante influencia en los cambios sociales de la modernidad. Había, en ella, una promesa casi prometeica, según la cual la esencia de la conciencia laica moderna, ilustrada, se expre-saba en la libertad individual, y en la búsqueda del individuo por controlar su destino a través de la ciencia y la tecnología. Simultáneamente, se desarrollaron ideologías nacionalistas de raíces románticas y organicistas, que rechazaban la idea de las libertades individuales para elevar la idea de nación como ente superior que debía ser liderado hacia un destino de grandeza. En ese contexto se lleva a cabo la transición de las comunidades judías europeas hacia la modernidad, el paso de una comunidad tradicional y autónoma a un organismo voluntario y dependien-te del Estado, organismo que, por su calidad de voluntario, per-mite al individuo liberarse del grupo. Tal como sostiene Yaacov Katz, la disolución de la comunidad judía tradicional fue acom-

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pañada por una búsqueda de nuevas esferas de acción basadas en nuevas teorías, orientadas hacia conocimientos científicos y razonamientos filosóficos, y en una idea optimista del progreso general. Los líderes del iluminismo judío buscaban formas de integración de los judíos a los espacios “neutrales” libres de pre-juicios religiosos.29

Podemos decir que el proceso de emancipación de los judíos quedó concluido en Europa Occidental durante 1860 y 1870. El concepto de igualdad de derechos de todos los ciudadanos, inde-pendientemente de su origen y su religión, fue reconocido por el pensamiento político europeo como principio obligatorio; por lo tanto, algunos judíos pensaron que el problema de la “cues-tión judía” estaba resuelto, al disolver su singularidad como grupo e individualmente. Su integración en la sociedad gentil contri-buyó a que se diera un acercamiento de los judíos a la sociedad nacional; sin embargo, no borró los rasgos comunitarios y psico-lógicos que caracterizaban a muchos de ellos. Antes de la Ilustración y de la Revolución Francesa, el con-texto religioso determinaba el estatuto legal del judío, que no po-día ser parte del cuerpo político, puesto que la sociedad cristiana consideraba su organización política como una expresión de los dogmas cristianos. “En un Estado cristiano, una persona que no creía en Cristo no podía ocupar un cargo público ni ejercer auto-ridad sobre cristianos; no podía ser parte del vínculo feudal y, por lo tanto, no podía poseer tierras”,30 aunque en la práctica podían darse otras situaciones. Por supuesto que el judío podía ser tole-rado, en el sentido de que la mayoría de las sociedades cristianas permitieron a los judíos la libertad de culto; pero el precio de la tolerancia era la separación que conllevaba una clara, definida y legítima discriminación.

29 Cfr., Jacob Katz, Jewish Emancipation and Self Emancipation, Filadelfia, The Jewish Publication Society, 1986.30 Ibid., p. 17.

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Durante la Edad Media, la condición judía les otorgaba a sus miembros un status especial de comunidad religiosa y de corpo-ración social cerrada. Al gozar de esta “relativa autonomía” pu-dieron organizarse internamente en asociaciones denominadas Kehila, que eran las responsables de administrar y representar a cada comunidad local, a la que en forma obligatoria se adscribían todos los judíos, característica inherente a la sociedad tradicional. Tras el edicto de tolerancia de José II en 1782 y el triunfo de la Revolución Francesa, los judíos obtuvieron estatuto de ciudada-nía en los países de Europa Occidental en los que habitaban. Ello los llevó a pensar que su integración podía ser total: “La emanci-pación de los judíos se fue haciendo inevitable en Europa a medi-da que una sociedad burguesa, industrial y laica, con un estatuto jurídico uniforme, reemplazaba a la sociedad feudal jerarquizada de la Edad Media”.31 La mera existencia de la Kehila, enclave que hasta entonces era una corporación bien establecida y con gobier-no propio, se volvió obsoleta y, con ello, perdió el lugar central al que estaban acostumbrados los judíos durante la larga Edad Media. La asimilación cultural fue un procedimiento que adoptó el judaísmo para su integración a la sociedad moderna, puesto que el judío que penetraba en el mundo de la cultura europea de-bía abandonar el idioma hebreo y el idish por la lengua pura del país,32 igual que las minorías regionales, como lo sostiene Michel de Certeau con respecto a Francia. Este cambio de lengua trans-formaría el mundo espiritual de los judíos y alteraría su actividad creativa; afectaba desde los sermones de los rabinos hasta la li-teratura popular. Michel de Certeau plantea el tema a través de la pregunta: ¿cómo y en dónde se constituye el discurso oficial

31 León Poliakov, Historia del antisemitismo, Madrid, Muchnic, 198�, p. 9.32 Un año antes de emitir el Edicto de Tolerancia, en 1781, José II ya había prohibido el uso del idish y/o el hebreo en cualquier acto público. Cfr., Paul Mendes-Flohr y Jehuda Reinharz, The Jew in the Modern World, Nueva York, Oxford University Press, 1980, p. 36.

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que legitime este auténtico etnocidio realizado en nombre de la “nación”?33

Por otra parte, la asimilación social fue progresando rápida-mente en las primeras décadas del siglo xix. La oferta de la mo-dernidad fue irresistible para una gran parte de las comunidades judías en Europa. Sostenían que el judaísmo había dejado de exis-tir como pueblo, pues había dejado de ser una nación dos mil años atrás, cuando fueron exilados de su tierra por los romanos y eran puramente un grupo con una religión particular. En contraste, en Europa Oriental, donde no se vivieron los procesos de modernización, la situación de los judíos fue radi-calmente diferente, lo cual se hace patente en Rusia, donde los judíos vivieron todo el tiempo a merced de la voluntad del Ro-manov en turno, y no será sino hasta la Revolución comunista, que su situación cambie, convirtiéndose en caldo de cultivo para importantes movimientos sociales judíos. En los países centroeuropeos el judaísmo se enfrentó a múlti-ples obstáculos, entre otros, la Santa Alianza de los monarcas de Rusia, Alemania, Prusia y Austria, que influyó de muchas mane-ras e hizo más lento el proceso de emancipación, ya que con esta unión se buscaba, mayormente, una suerte de recomposición del Antiguo Régimen al crear una alianza entre “el trono y el altar”, una restitución de la Iglesia al sitio de honor de donde había sido desplazada, lo cual devolvía a los judíos a la posición de la que habían empezado a salir tras la Revolución Francesa y las reformas napoleónicas. Paralelamente al proceso de emancipación y a los derechos que les fueron otorgados a los judíos, se enfrentaron al problema de la actitud que debían tomar hacia su propio grupo por un lado, y ha-cia la sociedad en la que convivían diariamente. Se enfrentaban a dilemas del tipo de preguntarse si sus hijos, que ahora podían asistir

33 Michel de Certau, et al, Une politique de la langue. La Révolution francaise et les patois, París, Gallimard, 1975.

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a los colegios, tendrían que profanar los preceptos de la religión y asistir en sábado a la escuela, algo expresamente prohibido por la ley judía, o bien dejar pasar la oportunidad de que sus hijos recibieran una buena educación y de que a través de ella pudieran integrarse como todos los ciudadanos a la sociedad, con el fin de preservar sus principios religiosos. Lo importante no fueron las decisiones individuales: el problema se trasladó al colectivo, a la identidad judía. Nunca antes la paradoja había sido tan clara y evidente. Hubo muy diversas formas de enfrentar el problema: por una parte la indiscutible lealtad a la tradición judía mediante una opo-sición muy firme a toda idea que pudiera provenir del mundo gentil, es decir, aferrarse al mundo tradicional; y por otra parte la completa asimilación al medio y la total desvinculación de los lazos históricos, para entrar así de lleno a la modernidad. Pero la gran mayoría de los judíos no optaron por ninguno de los dos extremos, sino que intentaron una identidad simultánea con la aspiración de integrarse a ambos esquemas. Sin embargo, la tradición de segre-gación hacia los judíos tendría sus consecuencias; gran cantidad de judíos sintió la necesidad de demostrar una completa separación de sus propios orígenes, junto con su absoluta lealtad a la cultura europea, negando así su pasado y su religión. La sociedad recepto-ra, principalmente la de Europa Central y Occidental, consideró la aceptación de los judíos como acto de generosidad, y decidió que, dada su herencia “defectuosa” y su muy reciente reconocimiento del mundo espiritual y de los valores de la sociedad europea, los ju-díos debían de resignarse y conformarse con su situación marginal. Pareciera que no alcanzaron a darse cuenta de que la necesidad que los judíos sentían por entrar al mundo gentil provenía, en un alto grado, de su deseo de dejar de ser un grupo marginal y segregado, para obtener la igualdad de derechos dentro de una sociedad que se basaba en la razón y en la cual el individuo importaba por sí mismo, no por la corporación o grupo al que perteneciera, y, por ende, era valorado por sus méritos personales, no por la actitud o herencia del grupo, es decir, por su ingreso a la modernidad.

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Los primeros grupos de reformadores de la religión serían quienes pugnaran por la secularización de la enseñanza tradicio-nal, y por consiguiente quienes llevaron el conocimiento judío a nivel de ciencia, establecieron academias de estudios judaicos, cír-culos literarios e históricos, e inclusive incursionaron por primera vez en la universidad alemana con: la Wissenschaft Des Judentums (ciencia del judaísmo), representada en personajes como Leopold Zunz (179�-1886), Abraham Geiger (1810-189�), y otros, inten-tando presentar científicamente, tanto al interior como al exterior del judaísmo, los aspectos de su tradición e historia como aptos para participar del mundo cultural europeo. Su búsqueda era la de la redefinición del judaísmo de modo tal que lo convirtiera en algo relevante al individuo sin que el aspecto colectivo tuviese gran importancia. Frente a este movimiento de reforma, y también como res-puesta a los retos que presentaba la modernidad, se expresa el grupo de la ortodoxia, llamándose a sí mismos los poseedores de la palabra correcta. Ellos mostraron su horror ante la reforma, a la que consideraban como la cristianización de las sinagogas y la tri-vialización del judaísmo y, por consiguiente, una afrenta a la reve-lación divina. Concebían los ideales de la modernidad como una “inocente fe de ingenuos”. Frente al cambio y la evolución, ellos hablaban de continuidad y conservación. Se autodefinían por la fidelidad a la ley judía y por la creencia en los principios funda-mentales de la fe. Los ortodoxos se definían como aquellos que iban a contra-rrestar el “caos” producido por los dirigentes del movimiento reformista; se dividían entre aquellos que cerraban firmemente sus ojos a la modernidad, negándola, y los que aceptaban su lle-gada, pero bajo sus propias condiciones y que se llamaban a sí mismos ortodoxos modernos o neo-ortodoxos, término que es evidentemente una paradoja, puesto que la palabra ortodoxia en sí misma encierra el concepto del mundo tradicional, por lo cual no podría ser moderno. Uno de sus máximos exponentes es el

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rabino Samson Rafael Hirsch (1808-1898), quien luchó contra la ortodoxia clásica asumiendo que la modernidad era un hecho incontrovertible y, por lo tanto, apoyó la integración de pautas y normas modernas de vida (tales como cambio de vestimenta, participación en la vida científica y cultural del Imperio), pero a un mismo tiempo conservando en forma estricta su fidelidad a la ley. Hirsch se ocupa de reinterpretar el judaísmo, y habla de un judaísmo histórico que, a través de todas las generaciones, se ha caracterizado por cumplir con la ley judía. Entre estos dos campamentos, el ortodoxo y el de la reforma, se va a generar un cisma profundo, por lo cual surge una tercera respuesta, que es la del conservadurismo, y cuyo primer exponen-te es el rabino Zeharias Frankel (1801-1875). Este grupo acepta la necesidad del cambio en las interpretaciones de la ley (como lo sostiene la reforma) pero a su vez, exige que estas modificaciones se realicen dentro del espíritu de la religión judía (como lo de-manda la ortodoxia). Los conservadores hablan de un judaísmo positivo en cuanto a sus posturas frente a la ley, e histórico en cuanto a la evolución: “La revelación original en el Monte Sinaí se complementó con la revelación incesante que se manifiesta du-rante toda la historia en el espíritu del pueblo judío”.3�

Estas reacciones a la modernidad son en el ámbito religioso, pero también va a haber reacciones no religiosas. La primera es la integracionista, es decir, la propuesta de participar en la sociedad como iguales, y que, llevada a su expresión extrema, llega a ser asimilacionista. Por otra parte están también los nacionalistas diaspóricos, quienes ven la luz en el entorno de Europa Oriental. Estos na-cionalistas o autonomistas creían en una nación judía con posibi-lidades de prosperar en la diáspora. Esperaban obtener igualdad cívica como individuos en sus países de residencia, pero al mis-mo tiempo, ser aceptados como una minoría nacional dotada

3� Idem.

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de derechos reconocidos, especialmente en materia cultural, al grado de solicitar el financiamiento para escuelas donde se en-señaba idish, idioma que consideraban nacional. A estos grupos podríamos considerarlos como en búsqueda de una modernidad intermedia, y de ellos podríamos distinguir dos tipos: uno, el ma-yoritario, el del Bund; y el de los “folkistas” (folk-pueblo), un pe-queño partido, a cuya cabeza se encontraba el historiador Simón Dubnow,35 quien insistía en sus escritos sobre la autonomía de la que los judíos habían gozado en diferentes momentos de su vida diaspórica. Por ejemplo en Babilonia, donde floreció un judaísmo prácticamente autónomo, con un “exilarca”, es decir un monarca en el exilio, además de gozar de libertad absoluta para el estudio y la práctica de su religión; o bien el caso de España, donde se da el conocido Siglo de Oro, pero, en Polonia durante los siglos xvi y xvii, con el famoso Sínodo de las cuatro tierras (la gran Polonia, la pequeña Polonia, Podolia y Volynia). Dubnow sostenía que podía crearse en Europa oriental “un marco multinacional que permi-tiese a todos esos grupos, incluido el judío, desarrollar su cultura específica”,36 y señalaba a los judíos como el más claro ejemplo de una nación basada exclusivamente en ideales espirituales, en un pensamiento que engloba aspectos religiosos, éticos, sociales, políticos y filosóficos, es decir, que el destino del grupo no reside en su fuerza política sino en la espiritual y cultural. Otra respuesta no religiosa de integración a la modernidad será la adhesión al socialismo. Las ideas marxistas habían ya pe-netrado la sociedad alemana e inclusive llegaron hasta Europa Oriental en tiempos de los zares liberales. Los judíos vieron en el socialismo una posibilidad de cambiar al mundo y hacer posible

35 1860-19�1. Nacido en Bielorrusia, en 1922 se trasladó a Berlín y con el as-censo de Hitler al poder se refugió en Riga-Letonia, donde continuó su obra. En diciembre de 19�1 fue asesinado por la Gestapo. Su obra de vida se llama Historia universal del pueblo judío.36 Jean Cristophe Attia y Esther Benbassa, Israel: la tierra y lo sagrado, Barcelona, Rio Piedras, 2001, p. 1�7.

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que los judíos se integran naturalmente en una nueva “sociedad justa y desclasada”. Esta propuesta fue muy llamativa, y un nú-mero importante se adscribió a ella, por lo que no sorprende que tantos judíos hayan participado en la Revolución Rusa. Sin embargo, para algunos seguidores de estas ideas quedaba claro que el socialismo y su eventual triunfo no integraría a los judíos a esa sociedad ideal, como era de esperarse, por lo cual, crean un movimiento judío socialista, llamado “bundismo”. El nombre completo es: Alianza (Bund) General de Obreros Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, y fue el primer partido obrero judío, fundado en Vilna, Lituania, en 1897. El Bund se consideraba par-te integral del partido obrero socialdemócrata ruso, pero a su vez se veía a sí mismo como particular, en tanto debía luchar también contra el antisemitismo y la discriminación, por lo que fueron los primeros en crear un grupo de autodefensa judía; eran autono-mistas diaspóricos, opositores fieros del sionismo, pues no veían en él ninguna posibilidad, y consideraba al idish como el idioma de comunicación y producción intelectual. Otra forma de responder fue a través del sionismo, muestra clara de modernización que aparecía como una opción para reubi-car las emociones y opciones de la vida judía en un ámbito secular modernizante, sin que ello impidiera una expresión religiosa. El idioma hebreo se convirtió, para esta corriente, en el idioma se-cular (sin eliminar su uso ritual) y en el idioma oficial de lo que posteriormente sería el Estado de Israel. Derivado de la palabra Sión, que en la memoria judía es el sinónimo de Jerusalem, el sionismo es el movimiento nacional político que aspira a la crea-ción de un estado judío en su tierra ancestral, ya que el territorio es fundamental en un movimiento nacionalista. Fue la época en que se completó la unificación de Italia y Alemania, y triunfaron y fueron reconocidos políticamente los movimientos eslavos, espe-cialmente los situados en los Balcanes. Otro factor determinante fue la aparición de movimientos antisemitas, lo cual aumentó la incapacidad de los judíos para integrarse a su medio ambiente y

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a las luchas nacionales. El sionismo contenía en sí una paradoja: por una parte pretendía conservar la tradición judía de apego a la tierra “prometida”, y por la otra asumía objetivos modernos, es decir, la creación de un Estado nacional. Esta paradoja sirvió para dar cierta estabilidad y fuerza al movimiento nacional judío, ya que podía moverse libremente entre ambas posturas, incluirlas, y pasar de una a otra, pero sin duda su base contiene una dialéc-tica permanente. Paralelamente, el movimiento nacional dio al ser judío una fuente de orgullo individual, y al grupo un ideal colectivo. Hay que mencionar que, en el seno de esta corriente de pensamiento hay diversas variantes, a saber: sionismo socialista, sionismo marxista, sionismo práctico, sionismo político y sionis-mo religioso. Prácticamente todas estas ideas con su traducción particular llegaron a México, un país que estaba pasando, a su vez, por pro-cesos de modernización acelerada, en particular durante la época del Porfiriato, que surgió como una etapa reconstructiva del país. La última etapa de dicho periodo político, fue una época de con-solidación, de una relativa paz interna. México se vinculó al mer-cado mundial y permitió la entrada de capitales extranjeros, lo cual significó un gran avance tecnológico para el país. En este ambiente de modernización, México recibió a los primeros inmigrantes ju-díos del siglo xx. A partir del encuentro con la sociedad receptora, se originaron diversas formas de identidad(es) y pertenencia(s) de la comunidad judía en México, que traía ya consigo su propio debate entre sociedad tradicional y sociedad moderna. Este debate encuentra su arena de polémica en el marco de la escuela, ya que es en ella en donde se reproducen los valores sociales. Al hablar del sistema educativo en general, debemos conside-rar que se trata de un sistema reacio al cambio y que, por consi-guiente, se rigidiza, se solidifica frente a la demanda del cambio:

[…] cuando se intenta hacer un cambio significativo en una es-cuela, nos damos cuenta cuánto afecta la relación escuela-socie-

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dad. No se pueden entender todos los fracasos que ha habido en el intento de cambiar algo en las escuelas a menos que se entiendan las relaciones escuela-sociedad, y el carácter que estas tienen.37

Cuando se intenta el cambio podemos ver dos tipos de reacciones en el sistema escuela, una en la que se crean nuevos lugares comu-nes de referencia y, con base en ellos se logra introyectar la nueva propuesta; y la otra, en la que la resistencia al cambio es tal que no permite que se creen nuevos lugares comunes en sustitución a los anteriores y, por tanto, se provoca una ruptura total. Si entendemos a la escuela como sistema social, podremos ver que lo que ocurre en su interior es el reflejo de lo que ocurre en la sociedad en la que está inserta; en el caso del Colegio Israelita esto se hace muy evidente. En el estudio realizado pudimos apreciar que cada vez que la escuela experimentaba momentos difíciles, discusiones internas, búsquedas, debates, éstos sólo servían para fortalecerla; los lugares comunes que compartían eran claros pa-ra todos y, por ello, no se provocaban fracturas. Siguiendo esta idea podemos señalar que en este debate entre las dos sociedades se van a crear diferentes respuestas entre los ju-díos; estarán aquellos que se niegan a salir del mundo tradicional para entrar en el moderno y siguen reproduciendo los lugares co-munes que dicta la religión; por otra parte encontramos a los que definitivamente se insertan en la modernidad, aceptan su nueva situación exclusivamente como individuos, y así desaparecen de la comunidad; y aquellos que se quedan en medio del debate, se convierten en una suerte de híbridos que viven en permanen-te conflicto entre pertenecer a la sociedad tradicional o a la moder-na. Podríamos decir que las distintas corrientes de pensamiento que hasta 19�1 habían convivido en el marco del colegio de una o otra manera, más tarde o más temprano llegarían a una ruptura.

37 Seymour B. Sarasson, The Culture of the School and the Problem of Change, Boston, Allyn and Bacon, 1976.

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En síntesis, podemos hablar de cuatro posturas que fueron que-dando claras a lo largo de los años en cuestión (192�-19�2):

1. La religiosa, como representante más auténtica de la socie-dad tradicional, que no busca adaptaciones a la moderni-dad y que piensa que la continuidad del pueblo y, por ende, de la comunidad, depende de mantenerse comprometidos con las tradiciones y preceptos del judaísmo.

2. La que analiza su realidad pensando que lo importante es la comunidad en la que se encuentran, adaptarse a las necesi-dades de dicha comunidad y enfatizar los rasgos culturales judíos en esta nueva realidad mexicana. Al seno de ésta hay dos grupos: los bundistas, que son los que más enfatizan el aquí y el ahora (Doikait) y el idish como único idioma para preservar la cultura, y cuya ancla está en el mundo tradicional, y los nacionalistas, que consideran que todo lo que estimule a la nación judía es importante, incluyendo el hebreo y hasta el sionismo, por lo cual lo aceptarán en su versión más romántica y menos pragmática.

3. La que quiere romper con el pasado con el fin de adaptarse al lugar en el que viven, que pugna por enseñar español, por que los niños comprendan la realidad mexicana y que, al mismo tiempo, mantengan la cultura judía. Esta postu-ra va a producir un híbrido, es decir el “judeo-mexicano” que busca integrarse al medio, aunque, de cualquier forma pretende mantenerse judío y en ese sentido comparte con el grupo anterior el deseo de perdurar como grupo.

�. La que busca la ruptura con el pasado pero a cambio ofrece un futuro diferente, orientado a la construcción de una nueva realidad judía en un estado propio, la sionista.

También podríamos hablar de los comunistas, quienes a la vez, querían cambiar el mundo y romper con el pasado, pero su im-pacto al interior del colegio fue tan escaso que sólo los menciona-mos; ellos representarían a los realmente modernos.

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Con respecto al primer grupo, el religioso, la ruptura fue casi inevitable y no produjo prácticamente discusión. En cuanto sin-tieron que podían hacer su propia escuela, que contaban con el apoyo de la Comunidad Nidjei Israel y con la conducción del Rabino Rafalín, se echaron a cuestas la realización de un sueño largamente atesorado. El grado de insatisfacción había alcanzado ya niveles insostenibles. El sistema ya no podía tensarse más. La falta de lugares comu-nes que sentía el grupo religioso, sumado a la realidad nacional que se vivía entre 19�1 y 19�2 tras el cambio de gobierno de Cárdenas a Ávila Camacho, y la reforma al artículo 3° Consti-tucional,38 fueron los elementos que favorecieron que el grupo religioso viera en esta coyuntura la oportunidad de abrir su pro-pia escuela. Poco tiempo después invitaron a un educador judío que ya tenía fama internacional, y que en ese momento residía en Bélgica, para dirigir la Escuela Yavne, según el modelo de las escuelas Yavne en Europa,39 una escuela religiosa integral. El pro-fesor Zelig Zyfmanovich encarnaba los ideales que buscaban, así que el colegio inició sus labores en 19�2 con un programa de estudios que incluía la enseñanza del idish y del hebreo, pero cuyo énfasis estaba puesto en los estudios bíblicos y talmúdicos. Por considerar que no era suficiente el tiempo en el horario matutino para lograr una cabal educación religiosa, complementaban con un estudio vespertino (Yeshivá) para varones, que en un principio fue obligatorio y posteriormente optativo. La tensión entre sociedad tradicional y sociedad moderna es evidente en esta escisión que, sin embargo, no provocó un estalli-do al interior del Colegio Israelita, lo cual se explica por el hecho

38 Con esta reforma ya no se contempla el tema de la educación socialista y, por ende, abre de nuevo la posibilidad a la integración religiosa.39 Históricamente la ciudad de Yavne albergó a una gran cantidad de sabios que escaparon de Jerusalém durante el asedio romano en el siglo I de la era actual; por eso se le da tal nombre a la red de escuelas religiosas, con el objetivo de que se conviertan en los lugares donde se formarán “los nuevos sabios”.

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de que, a pesar de que los lugares comunes de este grupo religioso y los del grupo nuclear del colegio habían dejado de compartirse desde tiempo atrás, ellos sólo mantenían a sus hijos en esta escuela hasta tanto pudieran establecer una institución propia, y en cuan-to tuvieron la oportunidad lo hicieron; es en ese sentido que la separación no crea conflicto. Sin embargo, con la llegada de una corriente que por su pro-pia constitución rompía con el mundo tradicional para expresarse cabalmente como una opción de modernidad, el sionismo, la es-cuela vivió su primera gran fractura. Esta ruptura se explica justa-mente porque, como hemos sostenido, la institución se conforma a partir de los lugares comunes reconocidos por los miembros que la componen, y los miembros que la integran tienen sus propios lugares comunes, que van a ser los límites de la nueva institu-ción recién creada; este es el caso del colegio que se creó como resultado de la disputa, el colegio Tarbut, que apostaba por la opción nacional del sionismo que, efectivamente, traería consigo la realización del sueño anhelado, la creación de un Estado judío independiente, el hogar nacional en el que finalmente todos los ciudadanos pudieran compartir lugares comunes, idioma, cancio-nes, alimentos típicos, preocupaciones y rutinas. Quienes no estuvieron dispuestos al cambio permanecieron dentro de los marcos de la institución conocida, el Colegio Israe-lita. Durante muchos años el colegio había pasado por intensos debates, por una parte estaban convencidos de que debía servir a todos los miembros del grupo y a todos los intereses, pero por otra sabían lo difícil que resultaba dar respuesta a las necesidades de las diversas corrientes de la comunidad. Algunos llamaron a esta situación “caótica”. “Se discutía entre los padres, los activistas, los directivos y los maestros si un ‘jeider’�0 o una escuela moderna, si se debía enseñar

�0 Escuela tradicional judía para niños.

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religión, hebreo secular o idish”.�1 En función de que muchos veían a México sólo como hogar temporal en su camino a Esta-dos Unidos, había los que opinaban que debía copiarse el Sunday School, modelo que se estableció en aquel país.�2 A partir de todo este conglomerado de voces se llegó a un “compromiso”: una es-cuela con un programa tradicional judío y un agregado universal de estudios generales, una escuela que tratara de responder a todos los intereses, lo cual a fin de cuentas no se consiguió y la ruptura sobrevino. Ello demuestra que toda institución educativa que no es capaz de mirarse a sí misma para entender las necesidades de cambio y movilidad, de interpretar correctamente las voces de la disidencia está condenada a la ruptura, a la creación de una nueva o, drásticamente, a su desaparición. Como podemos ver, la multiplicidad de escuelas judías en una comunidad de dimensiones como lo es la judía mexicana se expli-ca a la luz del fuerte debate entre sociedad tradicional y sociedad moderna, entre la construcción de las identidades y el rechazo a perder los lugares comunes que le son claros a cada uno de los grupos. Y también, por qué no, a la coyuntura de estar en medio de un país tan singular como lo es México, que alberga los mati-ces y contradicciones más sorprendentes, pues como dijera André Breton tras conocer nuestro país: “México es el surrealismo”.

�1 Leibl Bayón, op. cit. p. 15.�2 Escuela dominical, al estilo de las parroquiales, en la que el niño que asiste a la escuela oficial, recibe una vez por semana elementos para su formación judía.

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El habitus del hacendadoMaRía eugenia Ponce alcoceR*uia-Biblioteca Francisco Xavier Clavigero

ResumenEl artículo tiene como objetivo reconstruir las formas de obrar, pensar y de sentir de los hacendados asociados a su posición social, es decir, su habitus. Se trata de explicar qué distinguió a los hacendados del resto de los actores sociales y cómo fueron vistos o percibidos por los otros. Bási-camente el artículo se centra en la parte final del siglo xix y primeras dé-cadas del xx, sus fuentes son libros de correspondencia de las haciendas y materiales literarios, por lo que predomina la visión de los hacendados acerca de cómo se percibieron a sí mismos.

Palabras clave: habitus, hacendado, México, historia.

the habitus of the landowner.The objective of this article is the reconstruction of the way to act, to think and to feel of the landowners. Those actions are associated with their social position, that is to say, by their habitus. The intention of this article is to explain how to distinguish the landowners of the rest of the social actors and how they were seen or perceived by the others. Basically the article is concen-

* Este ensayo es el resultado de una investigación original e inédita. Agradezco a los árbitros que realizaron el dictamen las sugerencias realizadas para mejorar el artículo, lo mismo que a la Dra. Laura Pérez Rosales y al maestro Ilán Semo.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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trate in the final part of the xix century and first decades of the xx, its sources are the ranch’s books of correspondence along with literary materials, and for that reason the vision that predominate is that one that the landowners have about themselves.

Key words: Habitus, Landowner, Mexico, History.

Introducción

l objetivo de este artículo es reconstruir las formas de obrar, pensar y de sentir de los hacendados asociados a su posi-

ción social, es decir, su habitus, que hace que personas de un entorno social homogéneo tiendan a compartir estilos de vida parecidos. Se trata de explicar qué distinguió a los hacendados del resto de los actores sociales y cómo fueron vistos o percibi-dos por los otros, cuáles fueron las representaciones sociales que los caracterizaron y los definieron en el espacio social, y cómo se adaptaron a los cambios en ese espacio. Por habitus, Pierre Bourdieu entiende el conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Estos esquemas generativos están socialmente es-tructurados, han sido conformados a lo largo de la historia de ca-da sujeto y suponen la interiorización de la estructura social, del campo concreto de relaciones sociales en el que el agente social se conformó como tal. Pero al mismo tiempo son las estructuras a partir de las cuales se producen los pensamientos, percepciones y acciones del agente. El habitus se aprende mediante un proceso de familiarización práctica; a cada posición social distinta le corres-ponden distintos universos de experiencias, ámbitos de prácticas, categorías de percepción y de apreciación. Cada posición social tiene su propio habitus, creándose así un marco para cada posi-ción social.1

1 Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Altea/Taurus/Alfaguara, 1988, pp. 169-70.

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Norbert Elias afirma que para entender una sociedad es nece-sario verla simultáneamente desde la perspectiva de ellos y desde la del nosotros, sólo asomándonos a sus diferencias será posible comprenderlos.2 Este artículo es una pequeña contribución a la nueva histo-ria cultural que abarca la historia de la cultura material y la del mundo de las emociones, los sentimientos y lo imaginario, así como el ámbito de las representaciones e imágenes mentales, la de la cultura de la élite y la de la cultura popular, la de la mente humana como producto social e histórico y la de los sistemas de significados compartidos, el lenguaje y las formaciones discursivas creadoras de sujetos y realidades sociales.3

De ahí el interés de estudiar al hacendado desde esta perspecti-va. Para ello es necesario volver la mirada hacia los siglos anterio-res, ya que su habitus se encuentra referido a coordenadas sociales específicas en las que cobra sentido y dirección; son constructos históricos definidos y definibles a partir del entendimiento de su inserción en contextos sociales e históricos particulares.�

Cabe hacer notar que un problema que resalta al estudiar la manera de pensar, obrar y de sentir de los hacendados es el relati-vo a las fuentes. No son numerosas las memorias o escritos de ha-cendados, así como los libros de correspondencia de las haciendas que se conserva; sin embargo, nos ofrecen la posibilidad de co-nocer la manera de pensar y actuar del hacendado; otras fuentes, como la literatura y el cine, nos dan la oportunidad de conocer cómo eran percibidos o vistos los hacendados, pero la visión del trabajo sobre el hacendado se desconoce, por lo que se presenta

2 Norbert Elias, La sociedad cortesana, tr. de Guillermo Hirata, México, fce, 1982, p. 83.3 Antonio Viñao Frago, “Historia de la educación y historia cultural. Posibilida-des, problemas, cuestiones”, en Revista Brasileira de Educação, Set/Out/Nov/Dez 1995, núm. 0, pp. 63-82, p. 63.� José Manuel Valenzuela Arce (coord.), Decadencia y auge de las identidades. México, El Colegio de la Frontera Norte/Plaza y Valdés Editores, 2000, p. 27.

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sólo una dimensión del habitus del hacendado y no la totalidad de lo acontecido.

La hacienda y sus dueños

Si bien el término “hacienda” fue usado por los españoles poco después de su llegada para aludir a la acumulación de tierras y bienes que poseía una persona, evidentemente no coincide con lo que se entendió después con ese nombre. Lo que definió como hacienda a una propiedad agrícola fue el sistema de producción que se llevó a cabo en ella, que tenía que ver con el número de trabajadores, su jerarquía y especialización, la finalidad de la pro-ducción y sus encadenamientos con el mercado local o regional, es decir, la compleja organización del trabajo con que contaba una unidad productiva.5 Pero además de ser una unidad econó-mica, la hacienda fue una institución social jerárquica. Si bien existieron diversos propietarios de haciendas duran-te los siglos xvi y hasta la primera mitad del siglo xix, la gran mayoría de ellos se definieron como labradores,6 pese a que sus propiedades eran unidades productivas y sociales que reunían las características antes mencionadas. No fue sino hasta las cuatro úl-timas décadas del siglo xix, con la puesta en práctica del proyecto liberal de la individualización y desamortización de tierras, que los hacendados se definieron como tales, pese a que los labradores obtuvieron posesiones de tierras cuando la Corona Española les concedió mercedes de tierras,7 como premio por su acción realiza-

5 Rebeca López Mora, El molino de Santa Mónica, Zinacantepec, El Colegio Mexiquense/Fundación Cultural Antonio Haghembeck y de la Lama, 2002, pp. 10, �2-3.6 Los documentos del siglo xviii muestra que los propietarios de haciendas se definían como labradores, véase Herbert J. Nickel y Ma. Eugenia Ponce Alcocer, Hacendados y trabajadores agrícolas ante las autoridades. Conflictos laborales a fines de la época colonial documentados en el Archivo General de Indias. México, uia, 1996, pp. 37-8.7 Por lo general, la concesión de una merced de tierra implicaba algunas obli-

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da durante la conquista, o bien porque los peninsulares las adqui-rieron por diversos mecanismos, ya sea la compra o enajenación de tierras a otros españoles o a los indígenas, con el propósito de ampliar sus propiedades. Un ejemplo es Fernando de la Campa y Cos, quien no conforme con las tierras que poseía, empezó a extender sus dominios hasta San Luis Potosí y Sierra de Pinos, donde adquirió las haciendas de Gallinas y San Onofre. En la región de Fresnillo compró en 6 000 pesos diferentes sitios de ganado mayor y menor.8 La mayoría de esos hacendados, en especial los del norte del reino de la Nueva España, debido a sus características geográficas e históricas (lejanía del centro, escasa población, tierras de fron-tera e indígenas menos civilizados), lograron hacerse de inmensas extensiones de tierra y adoptaron esa actitud tan característica del gran hacendado y que lo identificó durante mucho tiempo: do-minaron y sojuzgaron en sus propiedades con rasgos patriarcales. A fines del siglo xix algunos hacendados de Yucatán, pertenecien-tes a la casta divina, tuvieron esa misma característica: señorearon en sus dominios. Actitudes específicas y diferentes comportamientos contribu-yeron a diferenciar a los hacendados, por lo que podemos esta-blecer diversos tipos: los que obtuvieron títulos por sus hazañas; los que se relacionaron a gran escala con diversos sectores de la economía (minas, agricultura, comercio) y que debido a ello ob-tuvieron títulos de nobleza, como el marqués de Jaral del Berrio durante el siglo xviii, con intereses fuera de sus provincias y que

gaciones para el beneficiario, que se orientaban básicamente a que la tierra no constituyera un factor de especulación sino de arraigo. La principal fue la de “ve-cindad”, es decir, la de residir en el lugar durante cierto lapso. Las Ordenanzas de población de 1573 mencionan, además, la construcción de edificios, el cultivo de las tierras y la crianza de ganado. Sólo cumplidos los requisitos exigidos, el dominio queda perfeccionado y su titular puede disponer de la tierra como dueño para venderla, arrendarla, hipotecarla, legarla, etc. 8 María del Carmen Reyna, Opulencia y desgracia de los marqueses de Jaral del Berrio. México, INAH, 2002, p. 79.

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residieron en la capital del virreinato; una categoría intermedia, de una estrategia económica aún insuficientemente definida, y que experimentó dificultades pasajeras; y por último, los hacen-dados de menor envergadura y de estatura local, que si bien lle-varon un estilo de vida señorial, no obtuvieron la estabilidad de su patrimonio y éste con frecuencia estuvo altamente hipotecado, además de que por regulaciones jurídicas como la consolidación de vales de 180�, se vieron afectados considerablemente.9

Hubo hacendados del siglo xix, como los pertenecientes a la familia García Pimentel, cuyos orígenes se remontan al siglo xvi como dueños de las haciendas de Tenango y Santa Clara Monte-falco, cuya propiedad estuvo en la familia desde que se fundaron, la primera en 1589 y la segunda en 1616.10 Otros labradores ad-quirieron o ampliaron sus propiedades en los siglos posteriores, incluido el siglo xix. Si tenemos presente que el habitus sufre transformaciones con el tiempo y el espacio, que no representa permanencias inamovi-bles sino procesos cambiantes,11 podemos comprender que hubo hacendados que combinaron su actividad económica con la mine-ría, las finanzas y el comercio; tales fueron los casos de Miguel del Berrio en el siglo xviii y Plancarte en Zamora durante el xix.12 Además, los hacendados no fueron de un solo tipo. A lo largo de más de tres siglos hubo entre ellos nobles y plebeyos, aristó-cratas y burgueses, clérigos y laicos, mineros y comerciantes, escla-vistas y empresarios, hombres de campo y advenedizos, modernos

9 Frédérique Langue, Los señores de Zacatecas. Una aristocracia del siglo xviii novo-hispano, Prefacio de Francois Chevalier, México, fce, 1999, pp. 313-�.10 Archivo de Reforma Agraria Morelos. Expediente relativo a las diligencias de jurisdicción voluntaria promovidas por Joaquín García Pimentel, como apo-derado de Luis García Pimentel, para comprobar los daños sufridos durante la revolución en las haciendas Santa Clara y Tenango, febrero de 1930.11 Valenzuela, Decadencia y auge de…, op. cit., p. 28.12 Reyna, Opulencia y desgracia de…, op. cit., p. 97; Gladis de Lizama Silva, Familias, fortunas y economías. Zamora en el Porfiriato, tesis doctoral en Ciencias Sociales ciesas/Universidad de Guadalajara, 1998, p. 130.

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y tradicionales, exploradores y filántropos, extranjeros y mexica-nos, hombres y mujeres. Pero además se diferenciaron los del nor-te, sur y centro de la República, aunque participaron de algunas características comunes. Podemos adentrarnos en la manera de pensar, ser y queha-cer del hacendado si consideramos, como ya se mencionó, que la hacienda fue una institución económica, pero también una ins-titución social jerárquica. Esa jerarquía establecía el conjunto de la vida, y señalaba a cada cual su lugar, implantando deberes y derechos recíprocos:

La hacienda era una forma de vida: un orden [...] era una célula del poder social, económico, político y militar, era el núcleo de una sólida estructura de vínculos familiares, que encarnaba un modelo de autoridad y un modelo cultural. Pero no a la manera de un feudo, cerrado y autárquico; la hacienda era un nexo entre el mundo urbano y el mundo rural, y una pieza insustituible del orden agrario.13

A pesar de la gran diversidad de haciendas que hubo en nuestro país por las variantes de espacio, tiempo y tipo productivo, se puede hablar de la hacienda mexicana en general, en la medida en que todas y cada una de ellas, tenía una matriz básica, constante, pero no necesariamente imperecedera. La hacienda era un sistema económico y social, al igual que los pueblos, fundamentado en los derechos de uso de la tierra y el agua, cuyo objetivo era la explotación de los recursos naturales por medio del cultivo y/o el arrendamiento. Este objetivo se con-seguía a través de la organización del trabajo, así como la provisión de las empresas con las instalaciones necesarias para el sustento.1�

13 Fernando Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana. Tratado de Moral Pública, México, El Colegio de México, 1992, p. 791� Herbert J. Nickel. Morfología social de la hacienda mexicana, México, fce, 1989, p. 68.

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Esta unidad socio-económica se sustentaba en una fuerza de trabajo numerosa, cuya organización laboral era muy compleja. Si bien existían diferencias en su estructura laboral, dependiendo del tamaño, localización geográfica y producción, una jerarquía claramente definida incorporaba a la totalidad de los miembros de la fuerza de trabajo de la hacienda, que iba desde las categorías más bajas que ocupaban los “muchachos” hasta el administrador.

La jerarquía laboral

Estaba integrada por diferentes grupos de trabajadores que se dis-tinguían por su función en el trabajo, las raciones recibidas, el ingreso, las prestaciones otorgadas, etcétera. Mientras más alto era el rango de una ocupación, más elevado era el ingreso, mayores eran las prestaciones, como por ejemplo los créditos, las conce-siones de tierra, etcétera. Con base en estos elementos, a grandes rasgos se pueden destacar cinco categorías de trabajadores en una escala descendente. a) El grupo de los “meseros”; se les llamaba así porque recibían su pago cada mes, complementado con una ración semanaria de semilla y una cantidad de dinero en efectivo. En esta categoría podemos distinguir dos subgrupos: los que se ocupaban de las la-bores de la administración de la hacienda, los cuales tenían cierta especialización laboral, como el administrador, el escribiente, los mayordomos y, en algunas ocasiones, un maestro de escuela y a veces hasta un médico. Todos éstos eran los trabajadores de con-fianza del hacendado, y como tales recibían los mayores salarios en monetario y en especie. Los meseros “no administrativos” eran los trabajadores que se ocupaban de las labores menos especializa-das: artesanos, carreros, milperos, pastores, y otros. b) El grupo de los peones o acasillados; eran la mano de obra más numerosa que vivía en la hacienda. Al ser contratados, antes de principiar el año agrícola, se les hacía entrega de un anticipo o avío, y de la raya de la Semana Santa. Recibían un jornal diario,

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raciones de maíz por cada día trabajado, la concesión de un mi-nifundio de la hacienda, el suministro de semillas para la siembra “a cuenta” y la facilidad de adquirir maíz, también “a cuenta” del ingreso acumulativo anual; estos beneficios les permitían un sus-tento de mínimo bienestar y seguridad. Realizaban los trabajos necesarios indispensables para la producción de los cultivos en la hacienda: como la siembra, la escarda, la cosecha, etcétera. c) El grupo de los semaneros, quienes generalmente vivían en los pueblos de los alrededores de las haciendas, y trabajaban en ellas por un periodo determinado para la siembra o la cosecha. Eran la mano de obra eventual, a la que se le pagaba en efectivo semanalmente. Recibían salarios más altos que los peones, pero generalmente no gozaban de las prestaciones de los mismos. d) El grupo de los arrendatarios o aparceros, quienes podían alquilar tierras de cultivo o de pastoreo, pequeñas o grandes, de-pendiendo de sus recursos y de la disponibilidad de tierra de la hacienda. Las podían trabajar con sus propias herramientas o al-quilándoselas al propietario de la finca, y la paga podía ser en efectivo o en especie, es decir, entregando a la hacienda una parte del fruto de sus cosechas. No se les cobraba el lugar en donde tenían su casa, y no gozaban de las prestaciones que el hacendado otorgaba a otro tipo de trabajadores.15

La hacienda como estructura social y económica

El casco de la hacienda era un espacio donde, además de trabajar y vivir, sus habitantes realizaban la mayoría de las actividades pro-pias de la convivencia, el descanso y las diversiones; esto es, todo aquello que el tiempo de ocio les permitía hacer; por supuesto a unos mucho más que a otros:

15 Ma. Eugenia Ponce Alcocer, “Las relaciones de trabajo de los ‘meseros de la administración’ en las haciendas porfiristas”, en Historia y Grafía, núm. 5, 1995, pp. 81-118, pp. 86-8.

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El casco era el sitio donde se concentraban numerosas activi-dades que daban cohesión e identidad a todas las personas que vivían en la hacienda, reproducían sus valores y costumbres, daban sustento y forma a su comunidad, un pequeño pueblo, un microcosmos rural con su propia dinámica, esporádicamente afectada por lo que se vivía a extramuros.16

Conviene recordar lo dicho por Accardo relativo a que en la vida social las posiciones y las diferencias de posiciones que fundan el habitus y la identidad existen bajo dos formas: una forma obje-tiva, es decir, independiente de todo lo que los agentes pueden pensar de ellas, y una forma simbólica y subjetiva, esto es, la for-ma de la representación que los agentes se forman de las mismas. Las pertenencias sociales (familiares, profesionales, etcétera) que definen una identidad revelan propiedades de posición.17

La jerarquía se observa tanto en la organización laboral como en la celebración de festividades y diversiones. La descripción cui-dadosa que hace la marquesa Calderón de la Barca en ocasión de una visita a una hacienda, nos permite observar que propietarios y trabajadores se divertían en la misma celebración, pero si bien estaban juntos no estaban revueltos:

Como una hacienda de éstas no es más que un enorme caserón vacío sin muebles y sin libros, no hay más remedio que buscar las diversiones puerta afuera, o bien en las grandes veladas den-tro de la casa. [...] Por las noches, todo el mundo se reúne en una gran sala, y mientras la señora de Adalid toca el piano, toda la concurrencia, administradores, dependientes, mayordomos,

16 Ricardo Rendón Garcini, Vida cotidiana en las haciendas de México, México, Fomento Cultural Banamex, 1997, p. �1-2 17 Alain Accardo, Initiation à la sociologie de l’ illusionisme social, Burdeos, Le Mascaret, 1983, p. 56-7 cit. por Gilberto Jiménez, “Materiales para una teoría de las identidades sociales” en Teoría y análisis de la cultura. Problemas teóricos y metodológicos, México, Conaculta/Icocult, 2005, pp. 70-1; Valenzuela, Decaden-cia y auge de…, op. cit., p. 33.

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cocheros, matadores, picadores y criadas, ejecutan los bailes del país; jarabes, aforrados, enanos, palomas, etc. Y no debe supo-nerse que esta aparente mezcla de clases entre amos y sirvientes ocasiona la menor falta de respeto por parte de los últimos; todo lo contrario, lo están haciendo en cumplimiento de un deber: el de divertir a sus amos y a sus huéspedes. No hay en ello ningún sentimiento de democracia, o de igualdad, cuando menos no lo he visto hasta ahora; excepto entre personas pertenecientes a la misma clase. Más bien parece como un vestigio del sistema feu-dal, en donde los vasallos se sentaban en la misma mesa con su jefe, pero donde las categorías sociales de los huéspedes no se confundían. Los bailes son monótonos, con pasos cortos y con mucho desconcierto, pero la música es más bien agradable y al-gunos de los danzantes eran muy graciosos y ágiles.18

En la hacienda, el propietario utilizaba su poder, prestigio e in-fluencia en beneficio del trabajador, en funciones de asistencia y solidaridad social; por su parte, el trabajador correspondía con servicios personales, lealtad y obediencia. Entre las prestaciones que daba el hacendado se incluían las medicinas, las visitas del doctor, las habitaciones, los pequeños solares, una ración de co-mida de subsistencia, ayuda en época de crisis, crédito y un in-greso establecido según el número de hijos o la antigüedad en el empleo. El beneficiario de estos servicios era frecuentemente más que un mero trabajador, era un protegido ligado al dueño de la tierra por una deferencia personal y un sentido de obligación.19

18 Madame Calderón de la Barca, La vida en México. Durante una residencia de dos años en ese país, tr. y notas de Felipe Teixidor, México, Editorial Porrúa, 1959, p. 168.19 El modelo de la economía moral, desarrollado por James Scott, Edward P. Thompson y otros, parte de dos principios arraigados en la vida campesina: el derecho de subsistencia y la norma de reciprocidad. El primero se refiere a que en los pueblos campesinos predominaba la convicción de que cada uno tiene un derecho humano, enraizado en la garantía de subsistencia, el cual definía las mínimas necesidades que debían ser satisfechas a los miembros de la comunidad dentro del contexto de la reciprocidad. Esta garantía de subsistencia se tenía

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Por ello, en su propiedad el hacendado podía actuar como un padre estricto y exigente que se preocupaba por satisfacer tanto las necesidades temporales como espirituales de sus trabajadores y les aseguraba el uso de la tierra, siempre y cuando se sometieran a su voluntad y le proporcionaran el trabajo necesario. En ese sentido podemos observar que la manera de ser y comportarse del ha-cendado, en su relación entre él (individuo) y la colectividad (los trabajadores), se encontró definida por una posición de poder.20

Pero además, hubo prestaciones de carácter simbólico, es de-cir, que contribuían a la formación de lazos afectivos y de identi-dad similares a las de una comunidad de intereses comunes, como por ejemplo las habitaciones de los trabajadores, la organización de fiestas dedicadas al santo patrón y en ocasiones, la edifica-ción de una capilla en la cercanía de la casa principal, actividades en las que el hacendado manifestaba su religiosidad, al mismo tiempo que afianzaba un vínculo con sus trabajadores. Los hacendados del siglo xix entendieron paternalmente su papel,21 debido a las características del sistema de hacienda, prove-

en forma análoga en las relaciones laborales tradicionales de los trabajadores residentes de una hacienda, para profundizar más véase, James Scott, The Moral Economy of the Peasant Rebellion and Subsistence in Southeast Asia, New Ha-ven/Londres, Yale University Press, 1976; Edward P. Thompson. “La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo xviii”, en Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, Crítica, 198�; Herbert. J. Nickel (ed.), Paternalismo y economía en las haciendas mexicanas del porfiriato, México, uia-Departamento de Historia, 1989. 20 Valenzuela, Decadencia y auge de…, op. cit., p. 28.21 El paternalismo es un sistema de relaciones sociales y laborales sostenido por un conjunto de valores, doctrinas, políticas y normas fundadas en una valora-ción positiva del patriarcado. Es una modalidad del autoritarismo en la que una persona ejerce el poder sobre otra combinando decisiones arbitrarias e inapela-bles, con elementos sentimentales y concesiones graciosas. Tendencia a aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a relaciones sociales de otro tipo, ya sean políticas o laborales; para más datos véase, Macario Alemany García, El concepto y la justificación del paternalismo, tesis para obtener el grado de Doctor en Derecho en la Universidad de Alicante, 2005, pp. 11-28, <www.archivochile.com/tesis/13otros0013.pdf>.

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nientes de las disposiciones que la Corona Española dictó duran-te la época virreinal, es decir, por la costumbre .y la tradición. Y por esto, los terratenientes fungieron como la autoridad judicial, legislativa y ejecutiva, que no por ser informal dejaba de tener un poder dentro de su dominio territorial. Desde el punto de vista del trabajador esta autoridad podía ser intolerable, ya que podía aplicarse en forma autoritaria y arbitraria, debido a la ausencia de límites prácticos con que se ejercía. El papel paternalista del hacendado se fortaleció por la difu-sión del pensamiento social católico, en particular el contenido en la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII, cuyo eco reso-naba en algunos periódicos mexicanos como El País, a propósito de la urgencia de sacar a los jornaleros, peones y campesinos de la miseria en la que se encontraban.22 La encíclica del papa León XIII advertía sobre el cambio obra-do en las relaciones mutuas de amos y jornaleros; señalaba el he-cho de que se habían acumulado las riquezas en unos pocos y empobrecido a la multitud, por lo que era necesario acudir pronta y oportunamente al auxilio de los hombres de la clase proletaria, porque sin merecerlo se encontraba la mayor parte de ellos en una condición desgraciada y calamitosa. Así, entre los principales deberes de los amos, se señalaba

[…] el de dar a cada uno lo que es justo, para fijar conforme a la justicia el límite de salario, muchas cosas se han de tener en con-sideración; pero en general deben recordar los ricos y los amos que oprimir en provecho propio a los indigentes y menesterosos, y explotar la pobreza ajena para mayores lucro, es contra todo de-recho divino y humano [...] el salario debe ser suficiente para la sustentación de un trabajador frugal y de buenas costumbres.23

22 “La miseria de los jornaleros del campo” en El País 1� de mayo de 1902 citados por M. Ceballos Ramírez, El catolicismo social: un tercero en discordia. Rerum Novarum, la “cuestión social” y la movilización de los católicos mexicanos (1891-1911), México, El Colegio de México, 1991, p. 1�8.23 León XIII, Encíclica Rerum Novarum sobre la cuestión obrera, 18° ed. México,

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Si bien hubo hacendados que modernizaron sus haciendas en el aspecto de herramientas, técnicas de producción y comerciali-zación, pocos las transformaron en las relaciones laborales. Los propietarios más tradicionales se negaron a renunciar a las prác-ticas usuales, ya sea por su mentalidad conservadora2� o porque consideraban el sistema tradicional como lucrativo, ya que sus ganancias se incrementaban al mantenerse estables, en la medi-da de lo posible, las relaciones internas en las haciendas y al irse adaptando a las condiciones de la economía capitalista; o bien “porque entendían el crédito como un complemento necesario al bajo salario que recibían los peones y también como un medio de control económico que los protegía de la escasez de brazos”.25

En el proceso de su adaptación al desarrollo industrial, al-gunas haciendas se convirtieron en fincas modernizadas, como las haciendas pulqueras y cerealeras de la zona central del país, las ganaderas de Terrazas en Chihuahua y las algodoneras de los Ma-dero en Coahuila; paulatinamente adquirieron las características de las grandes empresas agrícolas modernas, como pueden ser: su orientación hacia el mercado nacional, el aprovechamiento de nuevas posibilidades de comunicación, el uso de maquinaria, una

Ediciones Paulinas, 1999, pp. 9-10, 19-20, 3�.2� Esta visión conlleva claramente una serie de valores como el respeto al padre, a la autoridad y a la propiedad privada; era fundamental evitar rupturas drásticas con el pasado; se trataba de una manera diferente de entender el asunto, pero no por ello equivocada. Glenn Dealy ha propuesto un modelo bastante atractivo; según él, en una cultura católica el ocio y la ostentación no son formas de dis-pendio –a la manera protestante–, sino que pueden ser usados con una rigurosa racionalidad para conseguir y mantener un rango social. La eficiencia, la pun-tualidad, la acumulación misma estarían entonces subordinadas en una estruc-tura moral que aprecia el rango, la dignidad y el señorío más que la riqueza. Lo cual no quiere decir, por cierto, que no se aprecie la riqueza: sólo que su lugar es otro. Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios, op. cit., p. 79.25 M. Rodríguez Centeno, “Borrachera y vagancia: argumentos sobre margina-lidades económica y moral de los peones en los congresos agrícolas mexicanos del cambio de siglo”, en Historia Mexicana, vol. XLVII, núm. 185, p. 111; el hacendado, al eliminar ciertas prácticas tradicionales, tuvo que luchar contra la oposición de los trabajadores.

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contabilidad profesional, la especialización y la división del traba-jo en los sectores de la producción y la administración de la tierra, las inversiones para el aumento de la producción, la introducción de innovaciones técnicas, la renuncia a algunas relaciones sociales paternalistas y otras relaciones de intercambio determinadas por la costumbre.26

La diStinción y las diferenciaS en los hacendados

Si consideramos los elementos centrales del habitus, como son la capacidad de distinguirse y ser diferenciado de otros grupos, de definir los propios límites, de generar símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos, de configurar y reconfigurar el pasado del grupo como una memoria colectiva compartida por sus miembros, paralela a la memoria biográfica constitutiva de las identidades individuales, e incluso de reconocer ciertos atributos como propios y característicos, podemos aplicarlos al sujeto-gru-po, es decir, al hacendado o, si se prefiere, al sujeto-actor colec-tivo, a los hacendados, como miembros de la elite económica, social y, también en algunos casos, política.27

Puede mencionarse como una de esas distinciones en la Nueva España, el que algunos hacendados, como miembros pertenecien-tes a la nobleza, se caracterizaran por no escatimar esfuerzos con el propósito de demostrar su riqueza. La construcción de casas se-ñoriales, verdaderos palacios, tanto en la Ciudad de México como en las regiones del virreinato en las que se generaban sus riquezas, fueron la manifestación palpable de su posición privilegiada, y el decorado de sus interiores ratificaba su estatus distinguido.28

26 Nickel, Morfología social de la…, op. cit., pp. 13�-6.27 Valenzuela, Decadencia y auge de…, op. cit., pp. 60-1.28 Verónica Zárate Toscano, “Los privilegios del nombre, los nobles novohispa-nos a fines de la época colonial”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru (dir.), Historia de la vida cotidiana en México. El siglo xviii entre tradición y cambio, México, fce/El Colegio de México, 2005, vol. 3, pp. 325-56, p. 325.

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Hay algunos casos concretos en los que la posición socioeco-nómica de los terratenientes los distinguía de los otros miembros de la sociedad. Las ventanas de sus propiedades, tanto las urbanas como las rurales, tuvieron vidrios, dejando atrás el papel aceitado para uso de los sectores menos pudientes. Así, en la casa principal de la hacienda de San Nicolás de la Torre, perteneciente a Joaquín Benito de Medina, tercer conde de Medina y Torre, había varias ventanas que daban al corredor; algunas tenían vidrios ordinarios y rejas de hierro, aunque también había ventanas con vidrios fi-nos, con su falleba de hierro y marcos que permitían el ingreso de la luz.

[...] Las cocinas eran de tamaño considerable como la de la ha-cienda de San José de la Obra, propiedad del tercer marqués de Guardiola, que tenía más de cien metros cuadrados. Además te-nían huertas y jardines de considerable extensión.29

Si bien en la actualidad algunos cascos de hacienda nos impresio-nan por su majestuosidad, símbolo de prestigio y poder para el hacendado, muchos otros en sus principios fueron casas sencillas, austeras, sin lujos, tanto en su arquitectura como en su decora-ción; la mayoría de ellas estuvieron amuebladas con modestia y lo más elemental para habitarlas; un ejemplo es la casa de la hacien-da del Jaral en Guanajuato, construida durante el siglo xvii. Para 1770, su propietario, Miguel del Berrio, pensó en trans-formarla. La riqueza que tuvo, unida a una esmerada educación y a una gran cultura, le proporcionaron los conocimientos ne-cesarios para llevar a cabo una edificación funcional con belleza arquitectónica. En poco tiempo logró su propósito; la casa fue admirada por propios y extraños. Tal era su grandeza que, para su buen funcionamiento, se necesitaban aproximadamente 600 per-sonas, entre las que se encontraban administradores, capellanes,

29 Ibid., pp. 322, 32�, 350.

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cajeros, tenderos, molineros, destiladores, sombrereros, sastres, ar-tesanos, agricultores, cuidadores de ganado, mozos y sirvientes.30 Podemos decir que estas mejoras constructivas se tradujeron en expresión de distinción, dominio y autoridad, lo que distinguió al hacendado de otros miembros de la sociedad. Posiblemente los ejemplos mencionados fueron excepcionales, ya que todavía a mediados del siglo xix y posiblemente a princi-pios del Porfiriato, la gran mayoría de los cascos de las haciendas siguieron siendo como la marquesa Calderón de la Barca los des-cribía:

[...] es, en rigor, un caserón vacío, con infinidad de cuartos de altos techos que se comunican entre sí, y en los cuales hay el menor número posible de muebles. Podrá haber en un cuarto una mesa de pino y algunas sillas; pero después se pasa a través de cinco o seis casi vacíos, para encontrar luego dos o tres con catres pintados de verde y un banco; desnudos los pisos y lo mismo las paredes o, cuando mucho, adornados con algunas viejas imáge-nes de Santos y de Vírgenes [...] La de la Condesa de la Cortina, que parece ser la más hermosa de Tacubaya tiene una excelente mesa de billar y un piano [...] por dos veces había amueblado toda su casa, pero como en el curso de dos revoluciones todos los muebles fueron arrojados por las ventanas y destruidos, decidió de una vez reducirse a le stricté néccesaire.31

En el régimen porfiriano, en el caso específico de algunas de las casas principales de las haciendas, la arquitectura se empleó para moldear las diferencias sociales y ampliar la distancia entre pro-pietarios y trabajadores: se acentuaban los lugares reservados para el uso exclusivo del propietario y su familia. En esta época las ca-sas de los hacendados fueron acondicionadas para residir en ellas con más comodidad y lujo.

30 Reyna, Opulencia y desgracia de…, op. cit., p. 105. 31 Calderón de la Barca, La vida en México, op. cit., p. 101.

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En muchas de las haciendas el mobiliario de los cascos, casi espartano, fue reemplazado por alfombras, cuadros, candelabros, vajillas finas, algunas de ellas compradas en el extranjero. Ade-más, la gran mayoría de los cascos ofrecieron más comodidades gracias a las instalaciones sanitarias modernas, la luz eléctrica y el teléfono. Así, Eduardo León de la Barra comenta que su tío, el hacenda-do pulquero, Ignacio Torres Adalid:

Convirtió el casco de la hacienda de Ometusco en una maravilla. Enfrente construyó un gran parque que dividió en dos el camino de acceso a la hacienda con un lago de cada lado. Cisnes blancos en uno y negros en el otro, pisos de tezontle en las avenidas y toda clase de flores de ornato. Encargó a Italia copias de famosas estatuas de bronce. Las gradas de la entrada principal eran de mosaico italiano.32

Fue la época del “orden y el progreso” para muchos hacendados, una etapa de estabilidad política y prosperidad económica para los terratenientes, que les brindó seguridad en la tenencia de sus latifundios, paz en los caminos y en el campo unida a un avance tecnológico en los medios de transporte y de comunicación:

[...] Lo que se tradujo en una invitación a los hacendados para frecuentar más sus fincas o incluso para vivir en ellas en tempo-radas prolongadas. Probablemente en esto también contaba el interés de los hacendados por mostrar su capacidad para compe-tir en poder, riqueza y lujo con otros miembros de la aristocracia porfiriana.33

Otra manera en que los hacendados se distinguieron y que nos hace identificarlos, aunque no fue privativa de ellos, sino de las

32 Eduardo León de la Barra, Los de arriba, México, Diana, 1979, pp. 31-2. 33 Rendón, La vida cotidiana en…, op. cit., p. 57.

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clases económicamente más poderosas, se dio al nivel de su com-portamiento. Durante todo el siglo xviii, esas élites expresaron cierto número de valores de la sociedad virreinal, ya sea que se tratase de personas ennoblecidas o de caballeros de las órdenes militares, mineros, comerciantes o hacendados que se reunieron de una manera muy selectiva en las cofradías. Al llevar a cabo esa actividad demostraban su religiosidad, pero al mismo tiem-po obtuvieron prestigio y respetabilidad, ya que la devoción y la práctica de la caridad formaban parte integrante de las actitudes sociales exigidas a esas elites.3�

Hay que recordar que las identidades sociales requieren, en primera instancia y como condición de posibilidad, de contextos de interacción estables constituidos en mundos familiares de la vida ordinaria, conocidos desde adentro por los actores sociales, no como objetos de interés teórico sino con fines prácticos. Se trata del mundo de vida, es decir, del mundo conocido en común y dado por descontado, juntamente con su trasfondo de represen-taciones sociales compartidas, es decir, las tradiciones culturales, las expectativas recíprocas, los saberes y esquemas comunes de percepción, interpretación y evaluación. Es este contexto organizado desde adentro lo que permite a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias, mantener entre sí relaciones interpersonales reguladas por un orden legíti-mo, interpelarse mutuamente y responder en primera persona, es decir, siendo él mismo y no alguien diferente de sus palabras y sus actos. Y todo esto es posible porque tales mundos proporcionan a los actores sociales un marco a la vez cognoscitivo y normati-vo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias.35

3� Langue, Los señores de Zacatecas…, op. cit., p. 368.35 A. Izzo, “Il concetto di ‘mondo vitale’” en Laura Balbo, et al., Complessita sociale e identita, Milán, F. Angeli, 1985, p. 132 y ss.; Wanda Dressler-Halohan, Francoise Morin y Louis Quere, L’ identité de pays a l´eprevuve de la modernité, París, Centre d’ Études des Mouvements Sociaux-ehess, 1986, p. 35-58 citados

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Se trataba de cumplir con las normas establecidas heredadas de los antiguos hacendados, que después irradiaron hacia los demás miembros de la sociedad y que hasta hace pocos años se seguían cumpliendo, manteniéndose las debidas proporciones. Así, era común sentarse alrededor de la enorme mesa de la casa grande, no sólo para comer, sino para encontrarse en familia. A la comida dominical asistían todos los hijos, nietos y demás pa-rientes del hacendado que en ese momento se encontraran en la finca, y que podían sumar varias docenas. Se sentaban en estricto orden de edades: en la cabecera el hacendado, luego sus hijos y respectivas esposas, y hacia los pies los sobrinos y nietos de menor edad. Durante las veladas de familia, a veces se jugaba a las cartas o al ajedrez mientras los niños se entretenían de mil maneras, la más tranquila de las cuales era la lectura de un libro de cuentos o de fábulas de La Fontaine. Pero esas veladas eran ante todo, el tiempo de la charla íntima junto al fuego de una chimenea; escena obligada no sólo por el clima, sino por su relación con la idea de hogar y de nido, tan grata a la burguesía del siglo xix.36

Las prácticas de los hacendados

Una modalidad de la relación con el mundo social, es la del habi-tus, que tiende a hacer reconocer una identidad social, a exhibir una manera propia de ser en el mundo, a significar en forma sim-bólica un status y un rango.37

En este sentido, podemos considerar a las estrategias matri-moniales, práctica que tenía como propósito consolidar al mismo tiempo el nivel económico y el nivel social, y de una manera gene-

por Giménez, “Materiales para una teoría…”, op. cit., pp. 67-8.36 Rendón, La vida cotidiana en…, op. cit., pp. 195-6.37 Para más datos véase, Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, �ª reimpresión, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 56-7; Bourdieu, La distinción, op. cit, pp. 169-70; Valenzuela, Decadencia y auge de…, op. cit., pp. 19-20.

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ral, las redes de parentesco, como una expresión específica de las formas de sociabilidad que definieron no únicamente a las élites de la Nueva España, sino también a las del México independien-te, y que les proporcionó elementos de coherencia, identidad y homogeneidad. Los lazos personales que establecieron no fueron únicamente la base de las relaciones sociales propiamente dichas, sino también de las relaciones y asociaciones económicas.38

Estos lazos de parentesco que unieron, en este caso, a los ha-cendados pero no sólo a ellos, fueron, además de una forma de reproducción biológica, cultural y social, verdaderas redes que se extendían por el espacio local, regional y, en ocasiones, nacional. Algunas operaciones económicas que efectuaron los hacendados se hicieron por el peso que tuvieron las relaciones de parentesco entre dos o más familiares. Y en no pocas ocasiones el crecimien-to de sus fortunas tuvo que ver con vínculos consanguíneos y matrimoniales, sin olvidar que también fueron importantes las relaciones que las fortunas mismas crearon con el entorno social y con el poder político.39

Estas estrategias familiares se hicieron con el propósito de lo-grar la consolidación de fortunas, el prestigio y la prosperidad de empresas mercantiles, mineras o agrícolas, pero también para reproducir cultural y socialmente hábitos, valores y privilegios.�0 Este mecanismo familiar siguió diferentes caminos, dependiendo de las oportunidades y los recursos disponibles. Durante el siglo xix el alcance e integración de los intereses económicos de las familias de los hacendados aumentaron consi-derablemente. El mayor cambio ocurrió en el modo en que las fa-milias extendieron su poder y su influencia política y en la forma de percibirse a sí mismas. Las redes se extendieron en ocasiones

38 Rendón, La vida cotidiana en…, op. cit., pp. 331, 335.39 Lizama, Familias…, op. cit..., pp. 1�1, 39�.�0 Para más datos véase Pierre Bourdieu, “Marriage Strategies”, en Population and Development Review, vol. 28, núm. 3, septiembre. 2002, pp. 5�9-58.

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hasta las sociedades modernizadas e industrializadas del mundo del Atlántico norte.�1 Los hacendados se casaron con hijas de hacendados, mineros o comerciantes hasta convertirse en poseedores de vastas corpora-ciones con múltiples inversiones. La siguiente generación, a fines del siglo xix y principios del xx, adquirió acciones de ferrocarri-les y bancos, además de una buena cantidad de bienes raíces urbanas. Esta posesión de bienes, utilidades y facilidades de trans-porte, les ayudó a reducir la competencia de la producción y mercado de los artículos producidos en sus haciendas y minas, a controlar su comercio y, con ello, a incrementar el poder de la red familiar.�2 Además, era una manera de diversificar las ganancias para no depender de un solo sector de la economía. Como ejemplo podemos mencionar a la familia Terrazas-Cre-el, que estaba comandada por el general Luis Terrazas y su yerno Enrique Creel. El primero se convirtió en el más grande terrate-niente de México en Chihuahua; poseyó más de dos millones de hectáreas de tierras; más de la mitad de las cabezas de ganado del Estado pastaban en sus propiedades y exportaba miles de ellas anualmente. El matrimonio de Terrazas con Catalina Cuilty Bus-tamante, en 1853, lo emparentó con los Zuloaga, los Molinar y los Campos, familias muy activas en los negocios y la política de Chihuahua. El clan Terrazas-Creel sobresalió en la banca del Estado y prácticamente monopolizó los teléfonos, el azúcar de re-molacha, las empacadoras de carne, las cervecerías, los transportes urbanos y las empresas de seguros de vida. Además controló el poder estatal y los municipales.�3

�1 Diana Balmori, Stuart F. Voss y Miles Wortman, Las alianzas de familias y la formación del país en América Latina, México, fce, 1990, p. 21.�2 Véase más adelante el caso de la familia Solórzano Sanz; 30 familias yucate-cas controlaron durante el Porfiriato la economía regional al poseer la tierra, el trabajo y el capital. Véase Allen Wells, “Family Elites in a Boom-and-Bust Economy: The Molinas and Peóns of Porfirian Yucatán”, en Hispanic American Historical Review (hahr) 62, 1982, pp. 22�-53.�3 Mark Wasserman, “Oligarquías e intereses extranjeros en Chihuahua durante

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Así, por medio del parentesco y la familia se suavizó y se quitó fuerza a incipientes conflictos políticos, pero también se desba-rató una diferenciación social económicamente productiva. No tuvo lugar en México una confrontación entre los sectores tradi-cional y moderno sobre la cuestión de la modernización, como ocurrió en Europa entre una nobleza terrateniente y los comer-ciantes y fabricantes de base urbana. En México esas distincio-nes se esfumaron debido a las omnipresentes empresas familiares. Como ya se ha mencionado, el empresario era al mismo tiempo comerciante, minero, hacendado, agiotista, político e industrial, o estaba relacionado con alguien que lo era. Se requirió un largo ocaso económico para que esos instrumentos sociales de opera-ción quedaran aniquilados.��

Otro aspecto que distinguió a los hacendados, aunque no fue privativo de ellos, sino que fue compartido por los demás miem-bros de la elite, fue el de la indumentaria, que claramente distin-guía a los habitantes de la casa grande del resto de los habitantes de la hacienda. A partir de la década de los ochenta del siglo xix y principios del xx, los hacendados aparecen en las fotografías utilizando los mismos modelos de trajes y vestidos que usaban cuando estaban en la ciudad, es decir, estaban a la última moda. No por vivir en el campo vestían de manera diferente. En el término de unos cuantos años, y casi se podría asegurar que a partir de poco después de iniciado el Porfiriato, hubo un proceso de urbanización al seno de las haciendas, sobre todo en la manera de vestir, estimulado quizá por el incremento de la red ferroviaria. Se adhirieron a la modernidad a través de la indu-mentaria. Numerosas fotografías de principios de siglo muestran al hacendado en sus propiedades, sentado en los corredores de la casa grande, por lo general acompañado de otros caballeros, vesti-

el Porfiriato (Terrazas-Creel Familiy)” en Historia Mexicana, núm. 22, 1973, pp. 279-319; pp. 279-80.�� David Wayne Walker, Parentesco, negocios y política. La familia Martínez del Río en México, 1823-1867, México, Alianza Editorial, 1991, pp. ��-5.

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dos con traje urbano de casimir para subrayar la tajante diferencia entre el propietario y los trabajadores de las haciendas.�5

La representación del hacendado en el siglo xx

La historiografía de la época de la Revolución, y buena parte de la producida hasta los años sesenta, caracterizó a los hacendados como propietarios ausentistas, a los que sólo les preocupaba ob-tener una renta y quienes sólo mantenían sus propiedades como símbolo de prestigio. Pero cada vez más las investigaciones han demostrado que los hacendados en la mayoría de los casos y desde la época virreinal, funcionaban a la manera de un entrepreneur comercial, perfectamente conscientes del desarrollo del mercado y de las posibilidades de la comercialización de sus productos. Puede decirse que, si bien los hacendados consideraron a la tierra como uno de los mejores negocios rentables, en donde po-dían invertir sus capitales sin correr el riesgo de pérdida y obte-niendo de ella prestigio, la mayor parte de los hacendados estuvo consciente de que para obtener este prestigio era necesario que sus haciendas fueran vistas como grandes unidades económico co-merciales, y para llegar a lograr esto, ellos tuvieron que hacer que sus fincas se modernizaran y destacaran en el aspecto productivo para satisfacer mercados locales, regionales e incluso nacionales, por lo que tuvieron que practicar la agricultura intensiva y utilizar implementos técnicos modernos. Muy probablemente un buen número de los hacendados no radicaron en sus haciendas, porque vivir en la capital del virreina-to o en la capital de la República significó la ventaja de poder ob-servar directamente el desarrollo comercial y poder disponer más rápido de información económica importante;�6 además, ahí se

�5 Aurelio de los Reyes. ¿No queda huella ni memoria? (semblanza iconográfica de una familia), México, unam/iih/El Colegio de México, 2002, pp. �2-3, �5.�6 Arij Ouweneel, “Don Claudio Pesero y la administración de la hacienda de Xaltipán, (Tlaxcala 1731-1737)” en Arij Ouweneel y Cristina Torales (Comps.),

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concertaban las relaciones sociales y políticas. Pero el hecho de no vivir en la hacienda no significó que no estuvieran al pendiente de la marcha de sus propiedades, ya sea a través de la corresponden-cia diaria con los administradores de sus fincas, o bien, posterior-mente, con los avances de la tecnología, por medio del telégrafo y el teléfono; en oras palabras, hubo muchos hacendados modernos con mentalidad capitalista interesados en obtener utilidades. En la mayoría de las investigaciones se observa que muchos de los hacendados fueron verdaderos empresarios y que las haciendas fueron sólo una parte de los negocios que poseían.�7 Esta diver-sidad de propiedades refleja la mentalidad moderna o capitalista que identificó a muchos de los hacendados. Por ejemplo, la fami-lia Solórzano Sanz poseyó la hacienda de San Nicolás del Moral por la línea paterna, dedicada principalmentea la producción de trigo, y las haciendas pulqueras de Mazaquiahuac y El Rosario, por la línea materna. Además, contaban con acciones en la minas del Mineral de Real Monte y con la propiedad de las barras de las Minas de Mellado en Guanajuato. Posteriormente adquirieron acciones de la sociedad anónima del Ferrocarril Vecinal de los lla-nos de Apam, así como propiedades en la Ciudad de México que daban en arrendamiento, pulquerías y acciones en la Compañía Expendedora de Pulques.�8

El espíritu y la práctica capitalista se observan claramente en la forma de hacer los negocios de los hacendados Solórzano cuando en 1916, al disminuir la producción de azúcar en las haciendas de Morelos, y en consecuencia haber aumento de precios de las mie-les y endulzantes, los Solórzano, productores de pulque, utiliza-

Empresarios, indios y estado. Perfil de la economía mexicana (siglo xviii), México, uia/Departamento de Historia, 1992, pp. 257-87; pp. 258, 26�.�7 Nickel, Morfología social de la…, op. cit.; Dante Cusi, Memorias de un colono. 2ª. ed., México, Jus, 1969.�8 Ma. Eugenia Ponce Alcocer, Aportación al estudio sobre la formación de las ha-ciendas de nuestra Señora de El Rosario y la Concepción Mazaquiahuac en Tlaxcala, y la hacienda y el Molino del Moral en el Estado de México, tesis, licenciatura en Historia, uia, 1981, pp. 97-102.

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ron la coyuntura y decidieron destinar una parte de sus cultivos a la elaboración de la panela; con ese propósito adquirieron algunas máquinas evaporadoras:

[...] Don Higinio ha estado haciendo viajes al Moral y hoy está allá, esperando que vuelva mañana Garibay para comenzar la instalación de evaporadoras para elaborar panela. Este artículo sustituirá forzosamente al pulque y, por lo pronto, con ventajas tanto en la naturaleza de su aplicación como en sus beneficios, mientras la escasez de mieles de las zonas de Morelos y otras de caña, sostengan los precios elevados que hoy rigen, que será probablemente algunos años, pues la mayor parte de fincas azu-careras han sido arrasadas de todo a todo.�9

Se ha identificado al hacendado mexicano como producto de la leyenda negra, al modo de un propietario explotador en sus rela-ciones con sus trabajadores, pero hay estudios que documentan que en muchas haciendas las relaciones entre trabajadores y pa-tronos fueron cordiales; dentro, claro, de las normas propias del sistema patriarcal y paternalista prevaleciente. Dante Cusi des-cribe de forma idílica que en las propiedades de su padre en las haciendas de Lombardía y Nueva Italia:

[...] reinaba una gran armonía entre la administración y los tra-bajadores y entre éstos y los patrones, a quienes consideraban más bien como amigos, como padres. En todas sus dificultades venían a pedir consejo y ayuda: ya era para pedir la mano de al-guna muchacha en matrimonio, o los padres de alguna jovencita pedían informes y consejo sobre el casamiento de su hija con Fu-lano o Zutano; o cuando había dificultades entre mujer y marido

�9 Acervos Históricos de la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Univer-sidad Iberoamericana, Ciudad de México, Archivo Haciendas de Tlaxcala (en adelante aht), Copiador de correspondencia (en adelante Copiador) 1.1.9.33 f 1-2, 10 de abril de 1916, Antonio Castro Solórzano a José Solórzano Sanz.

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o entre los miembros de la misma familia, o cuando se trataba de hacer alguna inversión o compra.50

El propietario, por normas sociales y consideraciones de prestigio, debía comportarse como un buen patrón, ya que los trabajadores de las haciendas esperaban de él protección, generosidad y asis-tencia, es decir, la satisfacción de sus necesidades básicas a cambio de trabajo, acatamiento y fidelidad.51 Ese ordenamiento jerárquico de la hacienda tuvo una gran ca-pacidad de representación social; así, la figura del hacendado, la cabeza de la organización, era algo muy próximo al pater familias. La autoridad del patrón se confirmó por su superioridad, una su-perioridad que le venía de ser diferente. No fue, por tanto, vivida como pura explotación, ni como pura fuerza, ya que la jerarquía organizaba el conjunto de la vida y asignaba a cada cual su lu-gar.52 Además, es posible que los vínculos de afecto entre el hacen-dado y sus trabajadores fueran más fuertes de lo que se pensó. Un hacendado yucateco en sus memorias nos narra:

Hay que reconocer que muchos hacendados de corazón bien puesto, trataban a los jornaleros en forma patriarcal. Hay que hacer justicia, ya que los tratos buenos o malos, generalmente eran prácticas de familia, y hay que decir que la familia Peón, [...] fue la que siempre se distinguió por considerar a los jornaleros de sus haciendas como sus hijos.[…] Para Navidad eran obsequia-dos con abundante carne, hamacas y cobertores de invierno. Se cubrían los gastos de casamientos y de bautizos. En materia de

50 Ezio Cusi, Memorias de un colon, México, Jus,1989, p. 102.51 Scott, The Moral Economy of…, op. cit.; Thompson. “La economía moral…, op. cit.52 Escalante, Ciudadanos imaginarios, op. cit., p. 88. El poder y la jerarquía del hacendado como símbolo de la autoridad, no fue superado ni por los industria-les ni por los banqueros, no obstante el creciente poder económico de éstos en el siglo xx.

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alojamientos, si es verdad que carecían como hasta hoy de higie-ne moderna, las casas de jornaleros eran tan buenas o mejores que las del resto de país. La atención médica no dejaba nada que desear. Médicos de los pueblos cercanos visitaban las haciendas una o dos veces por semana y siempre el mayordomo o escri-biente tenían conocimientos de primeros auxilios, desinfectaban, suturaban y conservaban fórmulas para enfermedades comunes, que preparaban en los bien equipados botiquines. Cuando se tra-taba de algo serio, los enfermos eran traídos a Mérida y por lo general existía en las casas de los hacendados un departamento para enfermos de las fincas. No faltaba la pensión y el maíz para las viudas.53

Otra opinión, también muy idealizada, sobre los dueños de las haciendas, en este caso de Eduardo León de la Barra, nos acerca a la manera en que ellos mismos se concebían y se identificaban: “Los hacendados [...] eran exigentes, pero también justos, pater-nales y caritativos. El dinero que ganaban [...] iba a los asilos que ellos mismos sostenían”.5� Un dato poco conocido se nos revela gracias a la presencia de un invento del siglo xix: la cámara fotográfica; y con él, la de los operarios de este desarrollo tecnológico, los fotógrafos, que efec-tuaron viajes a las haciendas. Es posible observar que no por resi-dir en el campo los fotógrafos retrataron de manera diferente a los residentes de las haciendas. El deseo de lograr una buena imagen de sí hermanó a los aristócratas de las haciendas con las hacien-das de los burgueses (profesionistas) y aún con los propietarios de las ciudades; ya que los fotógrafos no hicieron distinciones tan sutiles: todos tenían en común que eran hacendados. Además de los convencionalismos fotográficos, los usos sociales borraron las

53 Alberto García Cantón, Memorias de un exhacendado henequenero. Mérida, México, [s.e.], 1965, pp. 36-7; también lo confirman los artículos de Ricardo Rendón, Marisa Pérez, Herbert J. Nickel, H. G. Mertens y Ma. Eugenia Ponce, en Nickel (ed.), Paternalismo y economía…, op. cit., también lo confirman.5� León de la Barra, Los de arriba, op. cit.,, p. 57.

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diferencias en la jerarquía social entre administradores y propieta-rios, porque pertenecían al mismo grupo familiar.55

En la fotografía familiar de los hacendados y de los demás miembros de la elite, el grupo deja impresa en la placa el porte de su distinción, es decir de sus costumbres, la señal de su clase social, la elegancia de sus trajes. La fotografía refleja, además, un orden jerárquico al interior de la familia; no se trata de retratar imágenes naturales, espontáneas, sino escenas cuidadosamente es-tudiadas en las cuales cada personaje ocupa un lugar particular.56

Hay estudios que muestran que hubo hacendados que vivie-ron en sus propiedades y las administraron ellos mismos junto con familiares directos, ya sea que sus hijos o sobrinos actuaran como administradores o con la ayuda de trabajadores de confian-za. Ejemplos de hijos actuando como administradores fueron el de la familia Cusi o los hijos del general Manuel González .57

Pero en el caso de que los hacendados residieran en la Ciudad de México o en el extranjero durante la Revolución, como fue el caso de la familia Solórzano Sanz, mantuvieron conductas y cos-tumbres que fortalecieron no sólo las alianzas familiares, sino tam-bién las de amistad y lealtad con su administrador y empleados domésticos haciéndolos sentir como miembros importantes de la familia; y para lograrlo, no escatimaron esfuerzos ni recursos. Una conducta que ejemplifica lo anterior, es el simple hecho de mantener presente el día de sus cumpleaños y expresarlo me-diante algún obsequio. Sin embargo, el tipo de regalo que los Solórzano otorgaban a sus empleados se escogía de acuerdo al puesto que éstos ocupaban. Así, José Castro Solórzano, primo de

55 De los Reyes, ¿No queda huella ni…, op. cit., p. �2.56 Nora Pérez-Rayón Elizundia, Entre la tradición señorial y la modernidad: la fa-milia Escandón Barrón y Escandón Arango. Formación y desarrollo de la burguesía en México durante el porfirismo (1890-1910), México, uam-Azcapozalco, 1995, p. 229.57 Véase Cusi, Memorias de un colono op. cit; Ponce Alcocer “Las relaciones de trabajo…, art. cit.

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los propietarios, y que fungía como administrador general de to-das sus propiedades, recibió como obsequio de cumpleaños unas joyas de oro. Mientras, a los empleados domésticos se les otorgó una pequeña cantidad de dinero como presente. Una carta ilustra claramente el efecto que producen los regalos de José Solórzano:

El fístol es finísimo y de un gusto exquisito y entre tanto le escri-bo a tu mamacita exclusivamente para darle las gracias, sírvete tu servirme de intérprete en mis sentimientos de gratitud […] los botones y mancuernas están chulísimos y tan elegantes que me reservo a usarlas cuando me ponga de manteles largos […] por este y tantos favores que les merezco les viviré eternamente agra-decido […] A Rita y a Marcos les entregué a tu nombre los $10 a cada uno como cuelga y te lo agradecen extraordinariamente.58

La lealtad lograda a través de los obsequios y de la inminencia de poder, encontró respuesta favorable de sus empleados y ello expli-ca, en gran medida, la posibilidad de haber mantenido las hacien-das y los negocios a salvo de los efectos nocivos que les ocasionaba la Revolución. Fortalecidos los lazos familiares y de amistad, los Solórzano demostraron su afecto por quienes les servían, y estos últimos expresaron su satisfacción por contar con patrones tan considerados. Podemos decir que hubo hacendados con mentalidad moder-na si nos referimos a que introdujeron técnicas e implementos modernos en el proceso de producción de sus fincas, es decir, pre-pararon las tierras con arados importados, sembraron con maqui-naria, realizaron el corte con segadoras y utilizaron las trilladoras. Pero un buen número de estos hacendados en el aspecto moral y de las costumbres siguió siendo, conservador. Puede mencionarse el caso de la familia Solórzano, que censuraba que en el México

58 aht, Copiador 1.1.8.29 fs. �1-�3, 10 de junio de 1912, Antonio Castro So-lórzano a José Solórzano Sanz.

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gobernado por Francisco I. Madero, se presentaran eventos que, desde su punto de vista, atentaban contra las buenas costumbres:

La novedad de la semana, entre crímenes y combates, han sido las conferencias literarias y demagogas de un poeta sudamericano Santos Chocano, apadrinados por Madero y sus consejeros, y peores que éstas, las de una Sra. (mujer) Zarraga, famosa anar-quista española, atacando horrorosamente la religión y la moral. El domingo le hicieron una gran ovación en pleno paseo de Pla-teros, sus correligionarios y aficionados de paga y pega; y como comprenderás esto es de más trascendencia que la revolución armada porque hiere el alma del pueblo. Por supuesto que esta mujer ha venido bajo los auspicios del gobierno inspirados por las logias, donde ella ocupa un lugar prominente.59

La mentalidad que tenía el hacendado Ezio Cusi se observa al justificar la construcción de una capilla en el casco de la hacienda, al darse cuenta de que no les era fácil a los trabajadores transpor-tarse hasta la población más próxima donde hubiera un juez y una iglesia, lo que además significaba fuertes gastos que no es-taban siempre en condiciones de poder realizar. Desde su men-talidad paternalista tenía la obligación de cuidar de las buenas costumbres de sus trabajadores, pero también consideraba que era necesario inculcarles criterios éticos para impulsar el progreso y la modernidad a la que querían incorporarse. Así, se pretendía evitar las borracheras, el nacimiento fuera del matrimonio y la criminalidad:

[...] resolvimos, a instancias de mi madre, construir una capi-lla y cuando estuvo terminada tuvo mi padre un arreglo con la autoridad eclesiástica para que allí mismo los casaran, así como también los bautizaran sin cobrarles [...] Esto trajo desde luego una gran mejoría en las costumbres de los habitantes de las ha-

59 aht Copiador 1.1.8.29, fs. 178-80, 26 de agosto de 1912, Antonio Castro Solórzano a José Solórzano Sanz.

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ciendas, pues muchos legalizaron su unión y otros contrajeron matrimonio con muchachas buenas y formaron hogares respe-tables y respetados por todos y se acabó aquella promiscuidad y desorden en que habían vivido y que era la causa de tanto desor-den y de no pocas muertes.60

El tipo de mentalidad conservadora que tuvieron algunos ha-cendados se observa en la conducta que siguieron ejerciendo con respecto a la situación de sus trabajadores. Pese a que el víncu-lo tradicional entre el propietario y los trabajadores ya se había roto desde 191� en Tlaxcala, al menos legalmente, cuando, el gobernador militar, el general Pablo González introdujo el salario mínimo legal y una jornada máxima de ocho horas diarias para los empleados de las empresas agrícolas e industriales, además de expedir el decreto por el cual se declaraba el fin del sistema de an-ticipos y créditos, se suprimía el peonaje y se les permitía a los trabajadores dejar las haciendas,61 el hacendado cuatro años más tarde seguía atento a algunas necesidades de sus trabajadores. Posiblemente esto se debió a la necesidad económica, a la fuer-za de la costumbre y a la ética moral del hacendado, a su con-ciencia y sus creencias religiosas apoyadas en la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, que lo impulsaba a ocuparse del bienestar o, al menos, de la subsistencia de sus asalariados. Así, en la Navidad de ese año, el hacendado de Mazaquiahuac y El Rosario, se percató de que:

La gente está muy necesitada y en las haciendas, están todos los peones encuerados y como el frío está presentándose muy crudo he comprado 150 frazadas [...] para repartírselas.62

60 Cusi, Memorias de un colono, op. cit., p. 112. 61 Herbert J. Nickel, El peonaje en las haciendas mexicanas. Interpretaciones, fuen-tes, hallazgos, Freiburg/México, Arnold Berstraesse Institut/uia, 1997, pp. 111-2.62 aht Copiador 1.1.10.35 f. � Castro Solórzano a José Solórzano, 23 de diciem-bre de 1918.

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La mentalidad católica del hacendado se observa cuando aconse-jaba a su primo sobre la conveniencia de contraer matrimonio:

[…] advierto que lo único capaz de hacer ese milagro [cambiar su carácter misántropo, retraído y poco entusiasta] sería una vir-gencita digna de veneración te daría mil parabienes, pero me abstengo de ello mientras ignore lo que más te ha simpatizado en España. Conociendo íntimamente creo que serías tú muy feliz casándote bien, y es necesario que lo pienses seriamente, no sólo como una inclinación natural de todo corazón noble y honrado, sino como un deber religioso.63

Si bien hubo una gran pluralidad en lo que respecta a la forma de pensar y actuar de los hacendados en la política, podemos decir que un buen número de ellos tuvo una mentalidad conservadora y clasista. Esto lo podemos observar al conocer lo que pensaban de las sociedades democráticas:

[...] lo que me cuentas de las fiestas de París es la pura verdad, en todas partes, los Pericos son verdes, y así como en todas partes la gente buena y decente es decente, la mayoría es plebe, con más o menos pulcritud en el vestir, pero en el fondo simple plebe; por eso yo no comulgo con ruedas de molino Democráticas que sólo son teorías practicadas para embaucar bobos.6�

Desde luego, los hacendados y sus familias se identificaron con esa pequeña minoría de la sociedad. Un gran número de hacendados participó en la vida política; debido a la existencia de una gran diversidad de mentalidades, sus tendencias políticas fueron diversas. Hubo algunos que se abstuvieron de participar en esa actividad y lo hicieron convenci-dos de que:

63 aht, Copiador 1.1.8.29, fs. �1-�3, 10 de junio de 1912, Antonio Castro Solór-zano a José Solórzano Sanz.6� aht, Copiador 1.1.8.29, fs. 178-80, 26 agosto de 1912, Antonio Castro So-lórzano a José Solórzano Sanz.

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Seamos buenos, demos buen ejemplo, practiquemos las virtudes, practicando la fe, [ilegible] el martirio y dejemos lo temporal con el Gobierno [ilegible] de cualquiera, que sean las que se quieran sus formas y sus leyes. La verdadera religión de Cristo no necesita de ellas para brillar, antes [bien] mientras más inicuas e impías sean, más resplandecerá [ilegible]. [...] procuremos un buen go-bierno, [...] pero sin usar como arma de partido la religión; por-que en éstas luchas lo que realmente se busca es cierto bienestar temporal, sino [ilegible] si quisiera servir a la religión y fuéramos santos y supiéramos el [ilegible] iríamos a morir por Cristo en países paganos, no con las armas en la mano sino con la cruz en el pecho, no con campañas políticas en un país de católicos sino con el catecismo y el rosario en países orientales.65

Terminada la revolución e iniciado el reparto agrario, la visión pre-sentada por la historia oficial sobre el hacendado fue lógicamente negativa, fueron presentados como los explotadores de los campe-sinos e incluso, algunos fueron calificados como esclavistas.66

En oposición a esa idea, el hacendado y sus descendientes cons-truyeron una visión con la que se identifican a sí mismos como los personajes de la historia más perjudicados. Esto es explicable, si re-cordamos que las representaciones sociales así definidas –siempre socialmente contextualizadas e internamente estructuradas– sir-ven como marcos de percepción y de interpretación de la realidad, y también como guías de los comportamientos y prácticas de los agentes sociales. De este modo, los psicólogos sociales han podido confirmar una antigua convicción de los etnólogos del conoci-

65 aht, Copiador 1.1.8.29 fs. 8�-87. 1 de julio de 1912, Antonio Castro Solór-zano a José Solórzano Sanz.66 El gobierno revolucionario sostenía que el campesino estaba en malas con-diciones porque el hacendado era inhumano y pagaba mal a los trabajadores, quedándose él con las ganancias que obtenía del sudor de su trabajo, sin hacerlo partícipe mediante el pago de mejores salarios. Para remediar este abuso, sin previos y adecuados estudios y sin meditar las consecuencias despojó a los ha-cendados de sus propiedades para repartirlas entre los trabajadores del campo,.Véase Cusi, Memorias de un colono, op. cit., pp. 318-9.

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miento: los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el pun-to de vista de su grupo de pertenencia o de referencia.67

Así el hacendado se percibió como:

[…] el verdadero chivo expiatorio [de la Revolución], el que sufrió el ímpetu del desorden que todo movimiento social trae consigo. Como estaba en el campo, lejos de todo centro pobla-do, donde no había garantías de ninguna clase, fue fácil presa y víctima de todos los desmanes. Perdió sus llenos, su capital y por último sus tierras. Muchos, sus vidas. No en balde se pasan cuarenta años en un lugar sin dejar un jirón de su vida al aban-donarlo, tanto más si se es obligado a ello injustamente como fue en nuestro caso. El hacendado se asimila de tal manera a sus tierras que todos sus pensamientos, preocupaciones, esperanzas y orgullo, giran sobre esa tierra que lo aprisiona por entero [...] Es por lo tanto del todo injusto e indebido que además de ha-berles expropiado todas sus tierras sin haberles pagado ninguna retribución como lo manda la Ley, no conformes con esto, como escarnio, se complazcan por cuanto medio hay en difamarlos a todos sin distinción, con supuestos delitos y faltas que no les son imputables sino en contados casos, tal vez con la mira de impresionar a la Nación, en su contra para justificar el atropello y el error incalificable que se ha cometido con la destrucción de tantos centros de trabajo y producción, lo cual la historia tendrá que calificar con mucha dureza.68

En el siglo xix se presentó una importante modificación en la relación entre individuo y colectividad, caracterizada por una re-levante presencia de lo individual, que en muchas ocasiones fue presentado de manera opuesta o contradictoria con los procesos de identidad de carácter colectivo. La difusión de la palabra im-presa y la creciente alfabetización, aunadas a los grandes cambios sociales de finales del siglo antepasado y principios del xx, enca-

67 Giménez, “Materiales para una teoría…”, op. cit., pp. 5�-5.68 Cusi, Memorias de un colono, op. cit., pp. 31�-5, 322.

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bezados por el desarrollo del ferrocarril y del automóvil, sentaron las bases para la configuración de formas mucho más intensas de interacción nacional, en las que el cine propagó referentes a tra-vés de los cuales se configuraron estereotipos y se reconstruyeron imágenes de la vida cotidiana.69

Uno de esos casos fueron los hacendados, presentados en las películas mexicanas de las décadas de los treinta y cuarenta de una manera idílica. Títulos como Allá en el Rancho Grande mostraron el sistema de la hacienda porfiriana como el ideal de la estructura social; en ella cada quien ocupaba gustoso el puesto que el desti-no o la divinidad, le había designado. En ese medio idealizado se ignoraba la Revolución y la Refor-ma Agraria y el argumento estaba salpicado de claras insinuacio-nes contra la orientación dada por Cárdenas a su gobierno. Este melodrama era un cine vuelto hacia el pasado, en el que se añora la belle epoque del paternalismo porfiriano, y mostraba el modelo de vida de la hacienda como una comunidad cerrada al tiempo y al espacio. Allá en el Rancho Grande poseía el escapismo carac-terístico del nacionalismo chauvinista, para el que no existían los problemas nacionales. Esta huida significaba el rescate de un uni-verso feliz e idílico que la burguesía urbana gustaba de suponer; un pasado idealizado al que no se debía destruir, en defensa de la tradición y del orden establecido.70

El hacendado ocupaba la cúspide de la pirámide social y así era porque debía y merecía estar ahí, y nada, absolutamente nada se cuestionaba de ese orden social preestablecido y profundamente paternalista, como lo confirma la expresión del hacendado: “[...] el patrón debe ser para sus peones padre, juez, médico y hasta en-

69 Valenzuela, Decadencia y auge de…, op. cit., p. 15. 70 Emilio García Riera, Breve historia del cine mexicano. Primer siglo 1897-1997, México, Editorial Mapa/Conaculta/Canal 22/Universidad de Guadalajara, 1998, p. 83; Aurelio de los Reyes, Medio siglo de cine mexicano (1896-1947), México, Trillas, 1987, pp.1�5-152; Jorge Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano, 1931-1967, 6a ed., México, Posada, 1988, pp. 72-3.

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terrador, después de entregar una ayuda económica a su sirviente para que entierre a su comadre”.71

En la película se observa una sociedad integrada por hacenda-dos representados como los protectores, mientras los trabajadores son los protegidos en una sociedad feliz y tranquila. En esa socie-dad jerárquica se identificaron los hacendados; Castro Solórzano opinaba:

Los patrones tienen afecto por todos sus empleados [...] quisiéra-mos que todos disfrutaran de espléndidas remuneraciones, pero si cada uno de los peones o empleados, disfrutaran sueldos de administradores, ninguna hacienda subsistiría, además de que la naturaleza humana exige forzosamente diversas categorías para su progreso.72

Consideraciones finales

El hacendado formó parte de una elite que no únicamente con-centró poder económico, sino también político y social; muchos de ellos estuvieron relacionados entre sí por vínculos de paren-tesco, amistad y clientelismo. Numerosos hacendados fueron al mismo tiempo comerciantes, mineros, industriales, banqueros, por lo que no se puede hablar de rasgos de identidad o de habitus exclusivos del hacendado, sino que muchos de ellos fueron com-partidos por los integrantes de la elite. Los valores, las redes políticas, la posición socio-económica, su cosmovisión, su auto percepción como miembros de la elite, distinguió a los hacendados y les permitió definirse e identificarse con ciertos símbolos, conductas, formas de vida, tradiciones, for-

71 Ricardo Rendón Garcini, Una visión de la época porfirista a través de las pelí-culas mexicanas de la década de los cuarenta, tesis, licenciatura en Historia, uia, 1982, p. 130.72 aht, Copiador 1.1.11.�2, f 78, 10 de diciembre de 191�, Antonio Castro Solórzano a José Solórzano Sanz.

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mas o patrones culturales y privilegios, es decir, con el habitus, lo que les posibilitó percibirse, interpretarse, evaluarse e identificarse como diferentes a los demás miembros de la sociedad y ser vistos por los otros actores sociales como diferentes. Al mismo tiempo, ese habitus que identificó al hacendado nos permite acercarnos y conocer sus modos de pensar, de sentir y de actuar, lo que hace posible adentrarse en su conocimiento y en sus contextos históricos a través del tiempo. Los hacendados como identidad colectiva constituyeron un pequeño microcosmos de la sociedad virreinal e independiente que desempeñó un papel importante en la historia de nuestro país. Algunas de las formas de pensar y de actuar del hacendado fueron compartidas por otros miembros de la elite, es decir, por los miembros de la clase dominante, por lo que algunas de sus prácticas nos permiten adentrarnos en su forma de entender y comprender el mundo. Cabe reafirmar que la mayor parte de las descripciones del habitus del hacendado son vistas desde la pers-pectiva de éste, por lo que la visión es parcial.

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Judeo-mexicanos: gestación de una identidad*ShulaMit golDSMit BRinDiS uia-Departamento de Historia

ResumenDurante sus primeros cien años en la nación mexicana, los judíos han mantenido una estructura comunitaria que preserva su identidad ances-tral y, a la vez, integra numerosos elementos de la cultura mexicana. La dimensión religiosa, otrora central en la identidad judía, comparte en la actualidad su importancia con cultura, nacionalismo e ideología. Este trabajo estudia las estructuras de la comunidad judía desde el arribo de los primeros inmigrantes en los inicios del siglo xx hasta la actualidad, y la gestación de una nueva identidad, la judeo-mexicana.

Palabras clave: Identidad(es), migración, comunidad, tradición, mo-dernidad.

the Mexican-JewiSh: a new identity.During it´s first 100 years in the Mexican Nation, the Jews have mantained a communitary structure that has preserved it´s ancestral identity and at the same time has integrated many elements of the Mexican culture. The religious dimension, in the past central in Judaism and Jewish identity, shares nowadays it´s importance with culture, nationalism and ideology.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

* Este artículo es resultado de una investigación original e inédita.

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This paper studies the structure of theMexican-Jewish community since the arrival of the first inmigrants in the early 20th century untill today, and the development of a new identity, that of the Mexican-Jew.

Key words: Identity(ies), migration, community, tradition, modernity.

Introducción

l estudio de procesos multiculturales y pluriétnicos se en-cuentra actualmente en el centro de las ciencias sociales. Estos

procesos, sin embargo, no son nuevos ni privativos de un tiempo ni de un espacio específico; se han dado a través de los siglos y en todo el orbe. Cada periodo histórico puede presentar condiciones diferentes, en ocasiones negativas, que impiden u obstaculizan la fusión de culturas, o bien positivas, que las permiten y las estimu-lan con el consecuente crecimiento y enriquecimiento cultural de la sociedad. La realidad que se vive en el siglo xxi se confronta con un proceso globalizador que pretende la homogenización de hábitos vitales, patrones de conducta, de consumo, así como la alteración de valores. Esta tendencia, de alcances universales, encuentra una respuesta en la preocupación de grupos, principalmente mino-ritarios, por cuestionar los procesos y dimensiones de la acción social a través de los cuales repensar su propia identidad, sea ésta religiosa, étnica o nacional, reconocerla, reconstituirla, mantener-la y reforzarla en aras de conservar y rearticular sus características particulares, reales o simbólicas.1 En este siglo parece ya improbable encontrar un eje único a través del cual armar una historia; describir a la sociedad como un todo es ya una tarea compleja, por lo que las búsquedas historiográ-ficas se han diversificado. En esta multiplicidad resulta interesante

1 Deborah Roitman M, Identidad colectiva y consenso cultural. El grupo judío en la ciudad de México a principios del siglo xxi: Estudio de caso, tesis doctoral, México, unam, 2005

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la propuesta de tomar como punto de partida las identidades,2 y abrir la posibilidad de nuevos objetos de estudio, uno de los cuales se refleja en el interés del Departamento de Historia de la Univer-sidad Iberoamericana al recrear la historia de México a través de la identidad de los diversos grupos que han configurado al país en los siglos recientes y han participado en su proceso modernizador. La historia de las identidades requiere el apoyo de diversas dis-ciplinas, entre ellas la historia, la ciencia socio-política, la geografía y la psicología, las cuales buscan responder a diversas interrogantes desde sus propias perspectivas. ¿Cómo se define y cómo se cons-truye una identidad? ¿Se configura con base en una imagen, en una representación real, mítica o simbólica? ¿Cómo se ve y se describe a sí misma? ¿Cómo es percibida por el entorno que la circunda? El concepto de identidad camina de la mano con un sentido de pertenencia por medio de procesos de singularización o de diferen-ciación, temporal y/o espacial, y se configura como la capacidad de diferenciar y diferenciarse frente al otro. Puede ser entendida como una construcción social donde operan diversos grados de aproximación o distanciamiento entre el yo y el otro, entre el ellos y el nosotros, ya sea que se expresen en armonía o en conflicto. Iden-tidad es el lazo religioso, étnico o cultural que se tiene en común con un determinado grupo, hacia el cual se siente una pertenencia, una vinculación y una comunión en el tiempo y en el espacio. La identidad, por lo tanto, se concibe como la capacidad de reconocer lo que hace iguales a individuos o colectividades y, por otra parte, lo que los hace distintos y los separa; en otras palabras, lo que implica el testimonio de las diferencias. Comprender la cultura de un pueblo supone captar su carácter general sin reducir su particularidad. Las identidades de grupo, colectivas, se construyen a partir de un sustrato cultural consen-suado, de un contexto dentro del cual pueden describirse fenóme-nos de manera inteligible; el carácter público de la cultura radica

2 Raquel Druker y Shulamit Goldsmit, (coords.), Historia y Grafía, núm. 28, México, 2007, pp. 9-10.

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en su significación, es decir, las acciones se realizan justamente porque se sabe lo que significan en un contexto determinado. Junger Habermas ubica históricamente los procesos identita-rios a partir de la Revolución francesa:

[…] paulatinamente el Estado nacional constituyó la infraes-tructura para una administración disciplinada en términos de derecho y tomó a su cargo garantizar un espacio de acción indi-vidual y colectiva, exento de Estado y ajeno al Estado 3

A partir de ese proceso revolucionario –dice el autor–, los indi-viduos viven una diferenciación de acuerdo a la zona territorial y administrativa a la que pertenecen; se crean bases para una homo-geneidad cultural y étnica sobre las cuales se pudo poner en mar-cha la democratización del Estado, implementando la represión de las expresiones de las minorías nacionales�. Fue entonces cuando, frente a la marginación, represión y/o expulsión, las minorías étnicas y religiosas empiezaron a jugar un papel importante por ser y mantenerse diferentes y, desde esa rea-lidad, enfrentaron diversos panoramas de acuerdo a su contexto. Los conceptos teóricos de esta temática específica proveen un soporte a esas mismas preguntas ¿quiénes somos? frente a ¿quié-nes son? El primer cuestionamiento, la autoidentificación ¿quién soy?, encuentra respuesta en la noción de Reinhart Kosselek5 sobre la fusión de tradiciones, valores religiosos, éticos e históricos con la asimilación paulatina de múltiples elementos de la nueva cultu-ra, como son el lenguaje, los usos y costumbres, la gastronomía, la música y la propia idiosincracia local.

3 Jurgen Habermas, Identidades nacionales y posnacionales, Madrid, Technos, 1989, p. 3�5.� Idem.5 Louis Bergeron, Francois Furet y Reinhart Kosselek, La época de las revoluciones europeas 1780-1848, México, Siglo XXI Editores, 1997.

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Objetivo del estudio El presente trabajo se aboca a estudiar la configuración identita-ria de la comunidad judía en su integración a la nación mexicana, desde su llegada en el siglo pasado hasta la actualidad, así como a ubicar su participación en el proceso modernizador del país. El objetivo da paso a numerosas interrogantes y a diversas po-sibilidades de estudio: ¿Cómo y cuándo se configuró una comu-nidad judía en México? ¿Cuáles fueron sus características en los primeros años? ¿Qué cambios ha experimentado a través de las subsecuentes generaciones? ¿Es un ente monolítico o lo configu-ran diversos sectores? En este segundo caso ¿cuántos, cuáles y de qué naturaleza son? ¿Varía el grado de pertenencia identitaria en los diversos sectores de la comunidad? Y finalmente, ¿existe una identidad judeo-mexicana? Una amplia bibliografía que vio la luz a lo largo del siglo pasa-do sirve de base para esta investigación; además, con el objeto de mostrar un panorama actualizado sobre el tema de la identidad judía en México, ésta se centra con mayor énfasis en investigacio-nes académicas llevadas a cabo durante los últimos tres lustros, así como en una decena de testimonios orales. El trabajo se lleva a cabo en tres fases; una introductoria, que provee un marco teórico al proceso; una narrativa, que sigue la trayectoria histórica de dicho proceso, y una testimonial, por me-dio de la cual se conocen opiniones de gestantes de la nueva iden-tidad judeo-mexicana.

Frente la Modernidad

A fines del siglo xviii cambió el concepto de judaísmo y de ser judío. Previamente, la religión, las tradiciones, los rituales étnicos, nacionales y la herencia histórica eran, en el mundo judío, con-ceptos unidos e inseparables, Con la entrada a la Modernidad y a la conformación de esferas sociales diferenciadas, la religión debió

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compartir su rol histórico con otros referentes, y lo previamente central pasó por un proceso de flexibilización y diversificación.6 La formación de los estados modernos en los países de Euro-pa central y occidental buscó homogenizar a los individuos para denominarlos ciudadanos. Los grupos minoritarios buscaron in-sertarse en esta ciudadanización y, a la vez, mantenerse fieles a su denominación identitaria ya fuera étnica, religiosa o nacional, cui-dando sus preceptos básicos y preservando su unidad a través de la conservación de sus estructuras familiares, sociales y educativas. En contraparte, en los países del Medio Oriente y Europa Oriental, a la minoría judía, manifiestamente rechazada, se le negó el acceso a la educación generalizada y por ende a la posi-bilidad de integrarse a una sociedad nacional e identificarse con ella. Se reafirmaron así las grandes diferencias que las separaban y se imposibilitó cualquier sentimiento compartido de identidad nacional, religioso o cultural.7

Un proceso diferente se da cuando, individual o colectivamen-te, los judíos migran hacia México, nación que a principios del siglo xx –aun cuando permanecía poblacionalmente unireligio-sa–, se reconocía con importantes diferencias étnicas, sociales y culturales; es decir, pluricultural. Por añadidura, México iniciaba su transformación hacia ser un Estado con ideas políticas inclu-yentes, con intenciones de modernizar su economía y convertir su sociedad, ancestralmente rural, a una con características urbanas. Jurgen Habermas afirma que para que una cultura política pueda echar raíces en los principios constitucionales no necesita apoyarse en una procedencia u origen lingüístico o cultural co-

6 J. Sacks, “From Integration, to Survival, to Continuity: The Great era of Mo-dern Jewry”, en J. Weber (ed.) Jewish iIdentities in the New Europe, Littman Library of Jewish Civilization, Londres, pp. 107, 116, 169 y 177, citado por Roitman, op. cit., pp. �9 y 51.7 Shulamit Goldsmit, Estructuración de núcleos familiares biculturales en México durante las primeras décadas del siglo XX, tesis doctoral, México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 18-20.

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mún. En México, la nueva patria, el concepto de ciudadano no se utilizó únicamente para significar la pertenencia a la organización del estado; más bien se ajustó a una definición de inmigrante por derechos y obligaciones al adquirir la nacionalidad y la ciudadanía mexicanas. Por lo tanto, vio con buenos ojos el ingreso de extran-jeros con culturas y religiones diferentes.8 Esta receptividad casi generalizada tuvo excepciones, como fue el caso de la inmigración china, que fue rechazada socialmente por considerarla excéntrica a y dañina para la población nacional. 9

Esto significó, por una parte, que en México, para adquirir el carácter de ciudadano, a los inmigrantes judíos no les fue necesa-rio pertenecer a cierto estamento, sino participar en la formación económica y social de la modernidad nacional. Por otra parte, para la ciudadanía mexicana representó la posibilidad de aceptar y asimilar la presencia de minorías étnicas y religiosas. En otras palabras, en la Modernidad se ampliaron los roles y las alternativas del “ser mexicano”10 y del “ser judío”, tanto a nivel individual como colectivo. Una comunidad se forma y se organiza como espacio social que suministra marco y contexto a todo lo que un pueblo acu-mula en su devenir histórico; lo que da cohesión a esta unión es el sentimiento subjetivo de los partícipes de constituir un todo provisto de una base centrada en redes afectivas, familiares, histó-ricas, tradicionales, religiosas o nacionales. En el caso de la prácti-ca de la vida judía cotidiana, ésta toma forma con todo el bagaje cultural que lo ha acompañado en su deambular diaspórico.

8 A través de los siglos xix y xx, llegaron a México inmigrantes sirios, libaneses, judíos de países árabes y europeos, refugiados españoles, chilenos, argentinos, etc. Véase Moisés González Navarro, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero, México, El Colegio de México, 2005.9 Véase Moisés González Navarro, en Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México. El Porfiriato, vida social, México, Editorial Hermes, 1985, pp.166-72. 10 Véase David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Sep-setentas 82, 1973, y Edmundo O’Gorman, El trauma de su historia, México, unam, 1995.

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Para los inmigrantes judíos que llegaron a la República Mexi-cana en los inicios del siglo xx, la Constitución Política de este país, en varios de sus artículos, les brindó espacios y posibilidades para establecerse, asentarse, transitar y trabajar a su libre albedrío; les aseguró libertad en la práctica de su fe, de su educación y en la preservación de sus tradiciones y costumbres.11 En México, esta colectividad no encontró restricciones para el establecimiento de sinagogas, escuelas, centros laborales o sociales. La comunidad creó conciencia de identidad y afinidad entre sus integrantes al congregarse en derredor de reglas determinadas y de elementos diversos como fueron los lingüísticos y religiosos, los relacionados con las costumbres y las tradiciones, la etnicidad y, de manera es-pecial, los factores culturales. Con este propósito los inmigrantes, poco después de su llegada al país, se organizaron y se abocaron a fundar espacios comunitarios, centros organizativos, educativos, recreativos, etcétera. 12

Entre éstos, destaca la creación del Comité Central Israelita, fundado en 1938, que aunque se concibió eminentemente como una asociación pro-refugiados de la guerra, en realidad respondió paralelamente a las necesidades de cohesión y de representatividad política de los diversos sectores comunitarios. A través del tiempo y de muchas vicisitudes, este comité ha buscado mantener una vida comunitaria organizada e integrada con representatividad frente al gobierno mexicano y frente a organizaciones nacionales civiles, religiosas y culturales.13

11 Principalmente los artículos 1º, 3º, 5º, 2�, 27 y 123 de la Constitución Polí-tica de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada en 1917.12 El primer cementerio se abrió en los albores de la segunda década del siglo.13 La comunidad judía de México, folleto impreso por el Comité Central de la Comunidad Judía de México, México, Tribuna Israelita , 2007.

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Mirada sobre sí misma

Muy pronto, después de su llegada, los inmigrantes expresaron a través de escritos históricos, literarios y poéticos sus impresiones permeadas de nostalgia, algunas, otras de sorpresa y admiración por el nuevo paisaje que se abría ante sus ojos,aunque también hubo testimonios sobre los tropiezos que enfrentaron en su pro-ceso de integración a una nueva sociedad.1�

Sin embargo, sólo fue a partir de la década de los años 70 del siglo xx, cuando la comunidad judía de México adquirió ple-na conciencia de sí como ente constitutivo y formativo del país; desde esas fechas, el devenir de la comunidad ha sido estudiado académicamente desde diversos enfoques. 15

Mirada desde el exterior

Desde una perspectiva externa la comunidad judeo-mexicana se percibe como un grupo aparte, monolítico, endogámico y exclu-yente hacia el entorno que la rodea. Sin embargo, al hacer un análisis de su composición destaca su fragmentación en diversos sectores, cada uno con sus respectivas variantes identitarias. Igual-mente, al hacer un seguimiento de su trayectoria histórica destaca su activa interacción en todos los aspectos de la vida nacional. Desde sus inicios, y a través de cuatro generaciones, el proceso de integración de estos diversos sectores debe estudiarse a la luz de tres enfoques: a) los procesos identitarios internos en su propia configuración comunitaria;16 b) los vaivenes políticos, religiosos

1� Véase Jacobo Glantz, Salomón Kahn, León Sourasky, entre otros.15 Una veintena de investigadores, sociólogos e historiadores han publicado es-tudios: Judith Bokser-Liwerant, Alicia Gojman de Backal, Shulamit Goldsmit y Brindis, Natalia Gurvich P., Alicia Hamui S., Jane Berner-Portnoy, Frida Staro-polsky, Deborah Roitman, Raquel Druker, entre otros.16 Véase Roitman, Identidad colectiva…, op. cit., Alicia Hamui, Transformaciones en la religiosidad de los judíos en México. Tradición, ortodoxia y fundamentalismo en la modernidad tardía, México, uia, 2003; Raquel Druker, La escuela como

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y económicos del país durante el siglo pasado;17 y c) los aconteci-mientos históricos mundiales.18

Presencia judía en México: breves antecedentes históricos

La inmigración que arribó a México en las primeras décadas del siglo xx, conforma la base de la comunidad judeo-mexicana ac-tual. Es necesario, sin embargo, hacer un breve recorrido por los antecedentes de la presencia judía en territorio mexicano desde varios siglos atrás.19

Presencia críptica en la Nueva España Al finalizar el siglo xv y consumarse la reunificación de España bajo la Reconquista, uno de los objetivos de los reyes católicos fue homogeneizar religiosamente el reino, lo cual provocó la sali-da de cientos de judíos que durante siglos habían contribuido al desarrollo de la vida en la península, siguiendo las pautas ibéricas en todos los aspectos excepto el religioso. Integrados desde antes de la presencia musulmana a la política, la ciencia y el comercio hispánico, las comunidades hebreas vieron derrumbarse su vida ante el edicto de expulsión.20 Muchos se acogieron al recurso de

reproductora de identidad cultural. Un estudio de caso, tesis de maestría, México, Universidad Iberoamericana, 2007.17 La nacionalización de la industria petrolera en 1938, el “milagro mexicano” de los años �0 a 60, la rebelión estudiantil de 1968, la reforma política a fines de la década de los 70, las varias devaluaciones del peso mexicano, el terremoto ocu-rrido en 1985, la caída del sistema en 1988 en el consecuente jaque al régimen priísta; la alternancia en el poder del año 2000, etc. 18 La guerra mundial, el holocausto, el triunfo y fracaso del comunismo en los países de origen de muchos de los inmigrantes, la guerra fría, la bipolaridad mundial y la creación del estado de Israel. 19 Críptica en la época colonial; escasa en el segundo imperio; influyente en la economía durante el porfiriato pero indiferente hacia la ciudadanía mexicana y hacia la identidad judía.20 “Aviendo avido sobre ellos mucha deliberación, acordamos mandar salir a to-

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la conversión y algunos aprovecharon la oportunidad que les pro-curó la aventura naval española hacia el nuevo continente. Un contingente de cristianos nuevos y de cripto-judíos engrosaron las filas de los descubridores y de los conquistadores. Los primeros pobladores judíos de estas nuevas latitudes llegaron como españo-les católicos; eran, en su gran mayoría, descendientes de conversos que huían de las persecuciones religiosas y raciales propiciadas por los edictos de expulsión de España en 1�92 y de las conversiones forzadas en Portugal.21

A pesar de las múltiples limitantes que emitió España para prohibir a judíos e islámicos la entrada a tierras americanas, otros factores la propiciaron. Los adelantos navales de la época, la ne-cesidad de poblar las nuevas tierras, la corrupción de las autori-dades reales fueron, entre otros, factores que permitieron que tan temprano como 1536 hubiera una comunidad criptojudía22 en la Nueva España.23

Los riesgos y dificultades para conservar el judaísmo con-dujeron a la conversión y al olvido, lo cual marcó el final de la presencia judía en la Nueva España. El judaísmo novohispano

dos los judíos de nuestros reynos, que jamás tornen ni vuelvan a ellos. Manda-mos a todos los judíos e judías de qualquier edad que seyan, que viven e moran e sten en los dichos reynos y señoríos, que fasta en fin de este mes de julio salgan con sus fijos e sus fijas e criados e criadas e familiares judíos, ansi grandes como pequeños, de qualquier edad que sean, e non seyan osados de tornar a ellos de viniendo nin de paso, nin en otra manera alguna so pena de muerte e confisca-ción de sus bienes […] ” Redacción del Secretario de los Reyes Católicos, Juan Coloma, Granada, marzo 31, 1�92 (Aliavox, 2006:37/38)21 Cerca de una centena de conversos recién bautizados entraron al nuevo continente como “cristianos nuevos” en las naves de Cristóbal Colón, y pos-teriormente, ya como conquistadores, junto con Hernán Cortés. Su arribo y establecimiento en territorio novohispano, sin embargo, no los puso a salvo de las persecuciones religiosas; muchos fueron acusados de judaizantes por la Inquisición y condenados a la hoguera.22 Para 1550 el rey es informado de la existencia de 300 familias “sospechosas” en la Ciudad de México.23 Alicia Gojman de Backal, Cuadernos de Investigación, varios fascículos, México, Centro de Documentación e Investigación de la Comunidad Ashkenazi, 1996

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desapareció sin dejar huella, salvo contadas excepciones2� y puede afirmarse que no cuenta como antecedente de la comunidad ju-deo-mexicana de la actualidad.

Presencia en la nación independiente: diversos escenarios en el siglo xix

Durante la primera parte del siglo xix México no fue un territorio atrayente para la inmigración, debido, por una parte, a la inesta-bilidad derivada de los conflictos políticos y bélicos posteriores a su recién lograda independencia, y por otra, a la Constitución de 182�, que mantuvo a la religión católica como única para la naciente nación. A pesar de los intentos por promover la inmigra-ción, pocos fueron los atractivos para consolidarla. Un reducido número de financieros judeo-europeos vieron en el nuevo país independiente el espacio idóneo para invertir sus capitales; otros llegaron para dedicarse al comercio y se dirigie-ron a las ciudades del interior de la república donde sus oficios eran necesarios y la competencia era menor. Arribaron también profesionistas judeo-alemanes, docentes, cartógrafos, periodistas y practicantes de otras actividades intelectuales que se dedicaron al servicio público En aquel entonces, la restricción constitucional para la libertad de credo, la estrecha mentalidad provinciana en materia religiosa, así como la escasa presencia de correligionarios en sus lugares de asen-tamiento, obstaculizaron la formación de una vida comunitaria.25

2� Pequeñas comunidades nativas mexicanas en Venta Prieta, Hidalgo, a pocos ki-lómetros de Pachuca, capital del estado continúan con ciertas prácticas religiosas y tradicionales judaicas. En ciertos poblados del estado de Veracruz y en el norte de la República, debido al renovado interés por los estudios multiculturales y por los grupos minoritarios, se estudian comunidades que conservan muestras de algunos preceptos judíos, como la prohibición de la ingesta de carne de cerdo, el encendido de velas los viernes por la noche, entre otros, aun cuando quienes los practican no conocen su raíz, su procedencia ni su significado ritual. 25 El desenvolvimiento de la práctica cotidiana judía requiere de servicios comu-nitarios durante todo el trayecto vital, desde el mohel para la circuncisión de los

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El triunfo definitivo del partido liberal y la promulgación de las leyes de Reforma, en la segunda mitad del siglo xix, abrieron paulatinamente las puertas a la inmigración europea. Al comen-zar la década de los ’60, México albergó a un activo grupo de demócratas y socialistas judeo-franceses quienes celebraron sus fiestas mayores en un templo masónico. Su auge y aceptación fue tal, que llegó a pensarse en la construcción de una sinagoga, idea que fue bien recibida por la prensa y la sociedad capitalinas.26

Nuevamente la inestabilidad provocada por la invasión fran-cesa frenó esta moción y motivó la salida de un gran número de extranjeros. Poco después, con la llegada del emperador Maximi-liano de Habsburgo a territorio mexicano en 1863, arribaron cer-ca de cien familias austríacas y belgas de origen hebreo.27 La faceta conservadora del rígido clero mexicano, sin embargo, propició el debilitamiento de la incipiente colonia israelita. A comienzos del primer periodo porfirista, sólo una veintena de familias judías permanecían en la capital; no dejaron huella formal de su adscrip-ción religiosa ni realizaron esfuerzo alguno por organizarse como comunidad.28 En el último cuarto del siglo, la estabilidad que proyectó hacia el exterior la “pax porfiriana”, así como la directa e insistente invitación del gobierno a los inversionistas extranje-ros, atrajo a empresarios e intelectuales judíos provenientes de Francia, Austria y Alemania.29 El censo oficial de 1900 reportó

varones recién nacidos, el matarife y el supervisor de la kashrut en la alimenta-ción, los servicios rabínicos para bodas, bar-mitzvot, etc.26 Corinne Krause, Los judíos en México, México, uia, 1987, pp. 39-63.27 Básicamente médicos, músicos, maestros y representantes de otras profesiones.28 Quedaron solamente algunos registros comerciales y varias cartas de natura-lización.29 Apellidos como Noestzlin, Levy, Mannheim, Hauser, Zivy, Bloch, Loeb, Weil Meyer, Granat, Ketelson. Schreiber, Sommer, Simón, Grossman, Jacob, los her-manos Tron, los hermanos Diener estuvieron presentes en diversas ramas de la medicina y la academia, en el sector bancario, financiero e industrial, en el co-mercio suntuario, cotidiano y en el gastronómico. Igualmente presentes fueron nombres como Scherer, el hombre más importante del Banco Nacional, Lederer y Gugenheim de la American Smelting Company y José Ives Limantour, cabeza

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13� judíos de diversos orígenes en el país, y ese mismo año el importante diario capitalino El Imparcial los reconoce como una entidad social. La mayor parte de ellos no mostró intenciones de hacer de México su residencia, no buscó identificarse como judío ni formar una comunidad. No fue sino hasta la década siguiente, cuando una minoría proveniente de países del Medio Oriente, se abocó a organizar una incipiente estructura comunitaria.

La comunidad judía actual

Diversos escenarios expulsores de índole política, religiosa y so-cio-económica en países meso-orientales y europeos, propiciaron una emigración masiva de jóvenes judíos hacia el Nuevo Mundo. En el 7º Congreso Sionista celebrado en julio de 1905 en Basi-lea, Suiza, la República Mexicana fue propuesta como una opción viable para asentamientos judíos. Por otra parte, el largo y turbu-lento proceso revolucionario que desangró a la nación durante las primeras décadas del siglo, mostró a los gobiernos revolucionarios la urgencia de establecer nuevas pautas políticas:

[…] que abran las fronteras a hombres que tengan un contingen-te de moral y cultura y que vengan de buena fe a confundir sus esfuerzos con los nuestros30

Estas circunstancias constituyeron la coyuntura idónea para es-tructurar las bases de una comunidad judeo-mexicana. La edad de los inmigrantes fluctuaba entre los 17 y 26 años, y llegaron con la idea de buscar en tierras americanas un futuro que en sus países de origen no vislumbraban. Sin formación profesio-nal, sin idioma y sin dinero, ese futuro representaba un trabajo ar-

del influyente grupo de “los científicos” quien ocupó el cargo de Ministro de Hacienda durante la última etapa del periodo porfirista y por un breve lapso fue considerado como posible sucesor del presidente Díaz.30 Álvaro Obregón, Discursos, México, Impresos de la Nación, septiembre 1920, p. 52.

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duo en un medio diferente y desconocido; no obstante, el entorno legal y social que les garantizaba seguridad les abrió la posibilidad de adaptación, de desarrollo, de eventual prosperidad y de cons-truir una vida familiar, religiosa y cultural propia y libre.31 La ideología modernizadora que adoptaron los regímenes pos-revolucionarios se vio reflejada en un marco legislativo que garan-tizó libertad y seguridad a todos sus ciudadanos. Los inmigrantes, para considerarse como tales y no como habitantes del país sin personalidad jurídica:

[…] institucionalizaron varios rubros entre ellos el religioso-con-gregacional, el educativo cultural, las relaciones hacia el exterior, la procuración de la absorción e integración comunitaria y la relación con la patria espiritual 32

Así, el inmigrante asumió la tarea de reconstruir su identidad a partir del bagaje religioso, cultural y estructural organizativo que había traído desde su lugar de origen, construcción a la que in-corporó elementos y estructuras de ambos entornos, los cuales le aseguraron supervivencia en y adaptación a la sociedad receptora, a la vez que permitió su continuidad como grupo. El cambio espacial implicó una redefinición identitaria colec-tiva al crear nuevas y recrear viejas fronteras frente a la sociedad receptora. Los primeros inmigrantes judíos llegados a México se dedicaron a reproducir los patrones de vida que habían seguido en sus países de origen, mismos que databan a su vez, de siglos de permanencia en la diáspora; buscaron mantener valores ances-trales de su cultura en la que habían adoptado elementos de los países que habitaron:

[…] tanto los judíos de Europa oriental y central, como los pro-venientes del desmembrado imperio otomano y del mundo ára-

31 Goldsmit, Estructuración de nucleos familiares…, op. cit., p. 112.32 D. J. Elazar, Jewish Communal Structures around the World, Journal of Jewish Communal Service, 1997/98., volumen 7�, p. 12�.

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be, se apegaron en mayor o menor medida en lo religioso al rito ortodoxo, y al modelo de organización social de la kehilá, que mantuvo la cohesión comunitaria y cuidó las muchas aristas de la vida cotidiana, los valores y los preceptos morales”33

A pesar de que provenían de espacios geográficos distintos y dis-tantes y portaban bagajes culturales diversos, todos compartían una tradición religiosa común y observaban prácticas rituales y preceptos basados en el mismo corpus sapiencial y doctrinal, aun-que con enfoques interpretativos distintos, influenciados por las cosmovisiones de las sociedades originarias.3�

Este proceso no fue exclusivo de la inmigración judía; otros grupos minoritarios que arribaron al país vivieron procesos seme-jantes de adaptación e integración, en los que jugaron un papel importante las costumbres, las leyes, la lengua, la gastronomía nacionales.35 Cada grupo fue tejiendo redes de absorción y de beneficencia para los recién llegados, tanto de carácter familiar, como social, laboral, de educación, de culto, etcétera.36 Para la totalidad de los inmigrantes judíos los parámetros reli-giosos fueron determinantes, por lo que en un principio buscaron formar una única entidad comunitaria. Sin embargo, fueron más fuertes las diferencias que las semejanzas entre los llegados de paí-ses europeos y los provenientes del Medio Oriente; predominaron las diferencias en costumbres, tradiciones, lenguas y rituales reli-giosos, de tal manera que casi desde sus inicios se constituyeron en una diversidad de sectores, marcados básicamente por su pro-cedencia geográfica, y matizados con sus diversas particularidades

33 Hamui, Transformaciones en la…, op. cit., p. 150.3� Idem.35 Diversos estudiosos del tema describen estos mismos procesos entre los in-migrantes libaneses a México: Carlos Martínez Assad, Rebeca Inclán, Adriana Ortiz, entre otros. 36 Larissa Adler de Lomnitz, Redes sociales: ensayos de antropología latinoamerica-na, México, flacso-Miguel Ángel Porrúa, 199�.

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culturales. Esta situación específica le ha valido el nombre de “co-munidad de comunidades”.37 A su llegada a territorio mexicano, los judíos provenientes del Medio Oriente configuraron dos sectores, shami y halevi, de acuerdo a sus lugares de origen, las ciudades de Damasco y Alepo, respectivamente. En 1912, junto con otros correligionarios llega-dos previamente, fundaron la Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinaí, de la cual emanaron diversas instancias comuni-tarias. De entonces a la fecha, han mantenido la práctica y or-todoxia religiosa a la usanza ancestral, alrededor de la cual se ha mantenido una sólida cohesión grupal,38 reforzada, a su vez, por sólidas redes de parentesco39 y por el hecho de compartir, en gran proporción, actividades económicas afines. Para ambos sectores, de alto perfil ortodoxo, el individualismo no es un valor comunitario; la familia nuclear y extensa, así como los lazos comunitarios se mantienen como centro y eje estructural de sus miembros. Para quien no mantiene estos valores es difícil encontrar un espacio social reconocido; queda alejado y eventual-mente fuera del marco comunitario.�0 Los judíos sefaraditas,�1 antiguos expulsados de la península ibérica procedentes del desmembrado imperio otomano, se se-pararon tempranamente de la centralización inicial; en 19�1 se agruparon como Comunidad Sefaradí y en 19�� fundaron una escuela propia. En algunos estudios se menciona que a través de su historia en México

Han logrado conservar tradiciones comunitarias de su lugar de origen como la gastronomía, los cantos ladinos, la historia de sus antepasados, las lineas genealógicas de sus familias y otras rela-

37 Sergio de la Pergola y Susana Lerner, Estudio demográfico de la comunidad judía de México. México, El Colegio de México, 1998.38 Hamui, Transformaciones en la…, op. cit.39 Adler de Lomnitz, Redes sociales, op. cit.�0 Hamui, Transformaciones en la …, op. cit., pp. 263-79.�1 Originarios de Sefarad; vocablo hebreo para España.

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cionadas con las costumbres domesticas o con los rituales pro-pios del ciblo de vida judía del individuo con las circuncisiones, los bar-mitzvot, las bodas y las defunciones, lo que los vincula con le legado judaico […] Las ligas con la comunidad judia en Turquia no se han perdido ya que aún quedan relaciones familia-res que las refrendan.�2

Sin embargo, anota el mismo estudio:

No se han distinguido por su devoción religiosa […] ni se re-gistran movimientos religiosos que busquen restaurar creencias y formas de vida alternativas a las imperantes en la comunidad.�3

El conocimiento del ladino�� o judeo-español, lengua que conser-varon desde su salida de la península ibérica, les permitió una más rápida y mayor integración a la sociedad mexicana. Los inmigrantes pertenecientes al grupo ashkenazita,�5 proce-dentes de países de Europa Central y Oriental, fundaron la Kehilá (comunidad) Nidjei-Israel en 1922, centraron su identidad otor-gando mayor énfasis a los elementos educativos y comunitarios y menor a los religiosos:

[…] buscaron asumir una posición liberal en la cual la religión pasó a ser del ámbito privado, como muestra de adaptación a los marcos legales seculares nacionales. �6

A poco de llegar al país, fundaron la primera escuela a través de la cual legaban a sus descendientes una educación judía tradicio-nalista y laica. Desde 192�, en el Colegio Israelita de México, se cumplían, desde el kinder hasta el nivel medio superior, los

�2 Hamui, Transformaciones en la …, op. cit., p.190-2�3 Idem.�� Igualmente llamada judezco o judeo-español�5 Originarios de países de Europa oriental y central. Toman su nombre de As-hkenaz; antiguo vocablo hebreo para Alemania.�6 Hamui, Transformaciones en la …, op. cit., p. 158.

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programas requeridos por la Secretaria de Educación Pública, a la vez que se enseñaba historia del pueblo judío, gramática y li-teratura idish (en aquel entonces la lengua centralizadora de los ashkenazitas del mundo entero). Los planes escolares incluían el estudio de la Toráh dentro de un carácter estrictamente laico. Puede afirmarse que en esas aulas se concretaron las bases para la identidad judeo-mexicana de gran parte de la niñez y juventud ashkenazita.�7

Muchas otras escuelas surgieron en años posteriores, todas ellas centradas en diversas ideologías y grados de religiosidad: el Colegio Hebreo Tarbut (19�2), con marcada ideología sionista;�8 en el mismo año, la Escuela Yavne, con mayor tendencia religiosa; el Nuevo Colegio Israelita (19�9/50), apegado a la ideología bun-dista;�9 los colegios Monte Sinaí (1963) y Maguen David (1978), de los respectivos sectores comunitarios; hasta llegar a las 20 es-cuelas en funcionamientos en el año 2008, que abarcan desde el pre-escolar hasta la preparatoria.50 Una investigación reciente reporta que el 90% de los jóvenes de la comunidad judía asiste a colegios israelitas.51 Desde una perspectiva de fenomenología social, esta identidad colectiva se presenta mutable y dinámica. A través de diferentes momentos históricos, los varios sectores de la comunidad de acuer-do a sus propias dinámicas internas, reaccionaron y respondieron de distintas maneras a los procesos políticos, económicos, sociales y religiosos por los que ha atravesado el país, así como ante los dos

�7 Goldsmit, Estructuración de núcleos familiares…, op. cit., pp. 73, 152.�8 El sionismo propone una vuelta del pueblo de Israel a la tierra prometida, el trabajo de la tierra por manos judías que hagan florecer el desierto, así como la creación de un estado político.�9 El bundismo propone la continuidad del judaísmo en los países en que habi-tan los judíos mediante la conservación de la cultura y el idioma (idish).50 Raquel Druker en su tesis de maestría en historia, op. cit., hace un análisis minucioso del papel que jugaron los colegios israelitas en el proceso formativo e identitario de la comunidad judía en México. 51 Roitman, Identidad colectiva y consenso…, op. cit., p. 86.

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grandes acontecimientos que marcaron la historia judía en el siglo xx: el holocausto y la creación del nuevo Estado de Israel. Resulta interesante, por ende, que esta comunidad de comu-nidades que es percibida desde fuera como un bloque homogé-neo y cerrado, y que comparte una misma base religiosa y una misma historia fundacional, es en realidad un mosaico complejo con fragmentaciones internas que reflejan muy diversos grados de integración a la sociedad nacional.

Elementos que refuerzan la identidad

Religiosidad en diversos nivelesComo se menciona en párrafos anteriores, a pesar de las numero-sas y variadas formas de identidad,52 los lazos religiosos actuaron en el pasado y en algunos sectores comunitarios continúan, en la actualidad, como los de mayor fuerza y profundidad.53

En un estudio sobre el perfil demográfico social y cultural de la comunidad judía de México llevado a cabo hace trece años,5� 56% de los encuestados se define como tradicionalista, 22% como conservador, 7% como ortodoxo, 3% reformista y 11% como no religioso. Como ortodoxo se entiende quien asiste diariamente a los ser-vicios religiosos, o por lo menos lo hace todos los sábados; guarda rigurosamente,dentro y fuera del hogar las reglas higiénicas de kas-hrut,55 que prohiben la ingesta de todo producto proveniente del cerdo, así como vísceras, mariscos, mezclar carne con lácteos, entre otras demandas. Conservador es aquél que asiste a la sinagoga en las fiestas mayores56 y ocasionalmente en sábado, celebra la festividad del Pesaj;57 y otras consideradas “menores”, y cuida los preceptos

52 Véase p. 12.53 Roitman, Identidad colectiva y consenso…, op. cit., p. 66.5� De la Pérgola y Lerner, La población judía de …, op. cit.55 Pureza en los alimentos.56 Rosh Hashana (Año nuevo) yYom Kipur (Día del perdón).57 Pascua judía. Se conmemora la salida de los judíos del Egipto faraónico con

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alimenticios. El tradicionalista, en mayor o menor medida, parti-cipa de las características anteriores, no necesariamente consume alimentos kosher, y puede o no participar en festividades no judías, como las posadas navideñas y la celebración del año nuevo secular. En todas estas denominaciones, sin embargo, se observa el precepto de circuncidar a los hijos varones,58 ser llamados a la Toráh al cumplir los 13 años,59 y contraer matrimonio bajo el ri-to judaico. Una década más tarde, en el estudio efectuado por Roitman,60 fue necesario cambiar los parámetros, dado que dentro de la comu-nidad judeo-mexicana,61 durante ese lapso, hubo un importante crecimiento en el número de los que manifiestan una religiosidad ultra-ortodoxa. En épocas anteriores, esta inclinación se manifes-taba en personas y grupos de avanzada edad, atribuyéndose esta inclinación al temor que inspira el final de la vida terrenal. En la actualidad esta tendencia se da sobre todo en personas jóvenes, quienes, aunque no pertenezcan a familias observantes, toman la decisión de retornar a las prácticas religiosas,62 y observar los estrictos preceptos establecidos por las autoridades rabínicas.

La lenguaEn su trayecto diaspórico, los judíos mantuvieron una absoluta fi-delidad al hebreo, considerándolo, sin embargo, apto únicamente para rezos y rituales religiosos. Adoptaron el habla de los diversos

una cena que requiere un orden específico y que generalmente se celebra en familia. Durante una semana es obligada la ingesta de pan ázimo.58 A los ocho días de nacido, se efectúa en el hijo varón el Brit Milá o pacto de palabra que continúa el pacto del primer judío, Abraham, con Dios. A los 13 años, refrenden dicho pacto y se comprometen a cumplir, como adultos, los preceptos de la Toráh. 59 Bar Mitzvá. Ceremonia en la que, al cumplir 13 años, el joven es llamado a la lectura de la Torá y adquiere los compromisos de un judío adulto.60 Roitman, Identidad colectiva y consenso …, op. cit.61 Este tendencia se presenta en la mayoría de las comunidades judías del mundo.62 Jozer Betshuva: literal; regresar a la Respuesta (redención).

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países en los que habitaron y la adaptaron a su vida cotidiana. Con el tiempo las hicieron propias. El fenómeno lingüístico de la comunidad repite la gama múl-tiple de su mosaico ancestral. A su llegada a la nación mexicana, los judíos nacidos en países meso-orientales mantuvieron el árabe como su lengua; los sefardíes, el ladino o judeo-español, y los provenientes de Europa central y oriental mantuvieron su vida familiar y cultural a través del idish, el alemán medieval que los había acompañado durante un milenio. Estas lenguas actuaron como elemento fusionador e identitario. Como se mencionó anteriormente, a los sefardíes, hablantes del ladino, éste les permitió una integración más rápida, pero, a la vez, la semejanza entre ambos idiomas propició su rezago y eventual olvido. Motivos diferentes, pero con consecuencias se-mejantes, han hecho obsoleto, entre sus antiguos hablantes, el uso del árabe. Por otra parte, poseedor de un vasto acervo literario, poético y filosófico, el idish permaneció, con el apoyo de los co-legios israelitas, como un elemento cohesionador de la primera y segunda generación de judíos mexicanos; sin embargo, a pesar de grandes esfuerzos, ha perdido su primacía en la vida cotidiana y su vigencia como elemento de identidad de los judeo-mexicanos. En la actualidad, el español y, en menor medida, el hebreo, han tomado el lugar de aquellas diversas lenguas que trajeron consigo los inmigrantes.

El holocausto como referente de identidad El genocidio cometido por el régimen nazi contra la población judeo-europea opera como referente en la conciencia social e his-tórica del pueblo judío; ha quedado grabado en su memoria co-lectiva y actúa como un identificador comunitario. 63

La memoria de esta barbarie remite al pasado pero, a la vez, confronta a las nuevas generaciones con su propia vulnerabilidad,

63 Roitman, Identidad colectiva y consenso…, op. cit., pp .67-9, 136-8.

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por lo que las escuelas israelitas enfatizan el estudio de este acon-tecimiento histórico dentro de su curricula. La comunidad judía de México conmemora anualmente el día del holocausto; tanto la población joven como la adulta participa en Marchas de la Vida, viajes a los campos de concentración y de extermino ubicados en países de Europa Oriental, mayoritariamente en Polonia. Por diversas razones geográficas e históricas no todos los secto-res de la comunidad vieron diezmadas sus familias; no obstante y a pesar del distanciamiento cronológico, el holocausto queda en la memoria colectiva como una muestra de pertenencia al pueblo de Israel.

Vínculo con la tierra ancestralEl nacimiento del moderno estado de Israel a fines de los años cuarenta del siglo pasado, y la ideología que durante décadas pre-vias lo gestó, actuaron como factor de cohesión de la comunidad judía de México, que abrazó el sionismo con diversos grados de intensidad;6� sus miembros efectuaron grandes esfuerzos para la concreción de la nueva entidad política, lo cual generó un senti-miento de solidaridad y un sentido de pertenencia que continúa hasta la actualidad:

[…] el sionismo penetró dentro del imaginario colectivo actuan-do como factor de identidad grupal y solidaridad ante una empre-sa común y como eje articulador de la vida judía organizada65

Para las jóvenes generaciones, la creación del Estado de Israel po-sibilitó una identificación secular con el judaísmo basada en un

6� Roitman destaca el carácter diverso del nexo de los judíos mexicanos con Israel en los diferentes sectores comunitarios. Valora asimismo su vigencia a través del tiempo: a la pregunta que presenta su encuesta sobre el sentimiento de vincula-ción con Israel, en 1990 era muy importante para un 55% bajando en 2003 a un �7% . Ibid., p. 135.65 Judith Bokser, Encuentro y alteridad: vida y cultura judía en América Latina, México, unam/uhj, 1992, p. 329.

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sentimiento nacionalista, y no única y exclusivamente en paráme-tros religiosos y tradicionales. Sin embargo, aunque el 83% de los judíos mexicanos ha visitado la tierra de sus antepasados66, pocos han emprendido un proceso emigratorio significativo: “de 19�8 a 2005 han emigrado a Israel �,000 personas, de los cuales el 50% aproximadamente ha regresado a México”.67 La relación afectiva que una parte importante de la comuni-dad judeo-mexicana muestra hacia el Estado de Israel, una virtual patria espiritual, desdibuja los límites entre pertenencia cultural y filiación nacionalista, y es percibida externamente como una do-ble fidelidad. Curiosamente, esta percepción negativa no se pre-senta frente el apego a la tierra ancestral de otras comunidades de inmigrantes, por ejemplo descendientes de Líbano o de ibéricos hacia España, la madre patria. Durante los recientes conflictos en el Medio Oriente, los ata-ques mediáticos, tanto anti-israelíes como anti-judíos, han propi-ciado una exacerbada empatía de la comunidad judeo-mexicana hacia el Estado de Israel.

A través del tiempo

Como toda identidad colectiva, la judía se trasmite y se adquiere mediante el proceso de socialización, de ubicación familiar y co-munitaria; en éste la religión, la educación y la cultural revisten un carácter central. La identidad individual así como la solidari-dad grupal se refuerzan en mayor medida mientras mas necesida-des básicas sean cubiertas por las fuerzas comunitarias. A los inmigrantes, el suelo mexicano les brindó aceptación, libertad y seguridad; tanto en el ámbito privado (el hogar), como

66 Las escuelas israelitas organizan anualmente viajes a Israel para los alumnos que finalizan la secundaria y la preparatoria. Las organizaciones comunitarias, asimismo realizan viajes con proyectos deportivos, de formación académica o de turismo tanto para la juventud como para distintas edades y grupos. 67 Datos recabados en un estudio realizado por René Dayan y Deborah Roitman en 2005, para Tribuna Israelita, p. 13.

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en el público (la escuela), se privilegiaron las celebraciones reli-giosas y tradiciones judaicas al lado de costumbres y tradiciones nacionales:

En el mes de mayo se festeja el advenimiento del Estado de Israel y el 15 de septiembre, la independencia de México; Rosh Has-haná (inicio del nuevo año judío) se recibe en la sinagoga y al interior de la familia, y el 31 de diciembre se celebra el año nuevo secular con amigos, en reuniones sociales.68

Los inmigrantes y sus descendientes integraron paulatinamente la música mexicana a su cultura lúdica, y a su gastronomía ele-mentos nativos como la tortilla, el chile y el mole;69 los domingos emulaban a sus nuevos connacionales paseando en Chapultepec, Xochimilco, los parques España y México; cada familia retrataba a sus pequeños vestidos con trajes de charro o de china poblana. Se cantaba la música del país de origen, y a la vez comenzó el apego al mariachi, a los boleros y a la música tropical. Con gran dificultad y sin perder su acento extranjero, apren-dieron y se dieron a entender en español con vecinos, caseros, clientes y proveedores; hablaban con sus hijos en su lengua ma-terna, pero recibían respuesta en el idioma de la nueva patria:

Las primeras generaciones nacidas en México, para integrarse a un país multicultural y multiclasista, asumieron algunas de las características que homologan a la mayor parte de su población y se adaptaron rápida y exitosamente en varios aspectos… los que llegaron muy pequeños abandonaron su lengua natal como me-dio de comunicación cotidiana y pasaron al español. Hablaban el español con sus vecinos y condiscípulos, pero también con sus hermanos.70

68 Goldsmit, Estructuración de núcleos familiares…, op. cit., p. 1�8.69 Véase en este estudio Rap Shorashim, inciso IX.70 Natalia Gurvich, En idish suena mejor. El idish en la vida cotidiana de los judíos mexicanos, México, Universidad iberoamericana, 2006, p. 23.

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Para los primeros inmigrantes del sector ashkenazita, la naciente prensa en idish71 fue el único medio de entretenimiento e ilustra-ción, así como la fuente principal para mantenerse informado e interpretar los acontecimientos nacionales así como la vida judía en el nuevo país.72

Conforme avanzó su conocimiento del idioma español los in-migrantes incorporaron la lectura de la prensa nacional; se leía El Excélsior y El Universal.73 Con el tiempo, y al mejorar su situación económica, los inmigrantes buscaron para sus hijos una escolari-dad bicultural, y posteriormente la interacción universitaria, lo que propició un mayor acercamiento y pertenencia a la sociedad y a la cultura del país. Por otra parte, en aquellas primeras etapas de su integración a México, frente a una sociedad que profesaba una fe distinta, for-mada por un mestizaje étnico desconocido y distante, la colectivi-dad judía no enfrentó riesgos graves de asimilación; no estimuló y en muchas ocasiones rechazó abiertamente la conformación de matrimonios con parejas de religión distinta a la propia. Entre los inmigrantes, así como en la primera generación nacida en México, fueron escasos estos enlaces. Desde sus inicios, a través de todo el siglo pasado y hasta la actualidad, se procura reunir a la juventud en sedes y actividades sociales, culturales y deportivas intracomunitarias, lo cual hizo factible que entre los inmigran-tes, así como en las primeras generaciones nacidas en territorio mexicano, fuera escasos los matrimonios biculturales. Conforme avanzó la interacción en los espacios estudiantiles y laborales, este fenómeno se ha incrementado, aunque en niveles mínimos, mas

71 La prensa en idish, desde sus orígenes en el siglo xviii, ocupó un lugar pro-minente en la vida social y cultural del judío shakenazí y en México no fue diferente. Natalia Gurvich, La memoria rescatada. La izquierda judía en México: Fraiwelt y la Liga Popular Israelita 1942-1946, México, Universidad Iberoame-ricana, 200�,p. 97 72 Idem. 73 Ibid., pp.97-100.

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aún si se compara con el de otros países como Argentina7� y Esta-dos Unidos.75 Puede afirmarse que en la comunidad judeo-mexi-cana el fenómeno de la asimilación y el de la conversión no han sido frecuentes. Durante las ocho décadas del siglo pasado transcurridas entre la llegada de los primeros inmigrantes y las generaciones nacidas ya en territorio mexicano, los miembros de los diversos sectores de la comunidad judía transitan en un amplio espectro que va “desde el secularismo mas desacralizado hasta el fundamentalismo mas cerrado”.76

Recapitulación, análisis y posibles conclusiones

La presencia judía en México se remonta a la época de la Con-quista. Sin embargo, queda claro que no fue sino hasta los inicios del siglo xx, en sus primeras décadas, cuando se construyen los cimientos de la comunidad judeo-mexicana actual. Con el objetivo de ratificar o rectificar la hipótesis inicial sobre la gestación de una identidad judeo mexicana, el trabajo buscó responder a las diversas preguntas planteadas: A un siglo de su llegada, ¿cómo fueron los procesos de inte-gración de los inmigrantes a la nación mexicana? ¿En qué medida dichos procesos actuaron sobre los descendientes en la gestación de una nueva identidad? ¿Cuál es la relación identitaria de la comuni-dad judeo-mexicana hacia el país y hacia la sociedad circundante? ¿Es unívoca o reviste características diversas? ¿Actúa como factor determinante el nivel educativo, profesional, económico? ¿Cómo es la relación identitaria de la comunidad judía actual con lo judío y con lo mexicano? ¿Varía esta relación según el sector comunitario al que se pertenece, a la edad, al grado de escolaridad, a la formación profesional o al nivel económico? ¿En qué medida se manifiesta el

7� Índices superiores al �0% (datos de 2005).75 Índices superiores al 60% (datos de 2005).76 Hamui, Transformaciones en la…, op. cit., p. 337.

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deseo de convivir, estudiar, socializar únicamente con judíos, úni-camente con no judíos o con ambos? ¿Cómo se ve afectada su iden-tidad mexicana por su vinculación con el Estado de Israel? ¿Qué importancia le es atribuida a ser judío? ¿Se considera mexicano-judío, judío-mexicano, o mexicano de nacionalidad con religión u origen judío? Finalmente, ¿se gestó la identidad judeo-mexicana? Como se mencionó anteriormente, a su llegada, a los inmi-grantes los acogió una legislatura incluyente; además, la situación política, social y económica que encontraron fue coyuntural para una inmersión fluida a la vida nacional. En aquellas primeras décadas del siglo xx, la población mexi-cana dejaba atrás las facetas eminentemente rurales que la habían caracterizado hasta entonces y transitaba paulatina pero firme-mente hacia ser una sociedad urbana y moderna. Medio siglo después de la promulgación y entrada en vigor de las leyes de Reforma, los mexicanos pudieron recibir y aceptar sin grandes prejuicios ni graves problemas xenófobos a nutridos grupos de inmigrantes con lengua, cultura y religión diferentes. Con el establecimiento del gobierno revolucionario, el general Álvaro Obregón puso especial énfasis en la admisión de colonos extranjeros; en 1922 extendió una invitación específica a la inmi-gración de judíos del sur de Rusia, apoyándola con una concesión territorial de 5000 acres en el estado de Chihuahua:

[…] refiriéndome a nuestra conversación relacionada con la in-migración de judíos rusos a la República Mexicana, me es grato manifestar a usted que el gobierno que me honro en presidir vería con gusto dicha inmigración […][...] Usted puede estar seguro de que los emigrantes a que me vengo refiriendo, sujetándose como ya indiqué a lo que establece la constitución para adquirir propiedades, gozarán de garantías, seguridades y protección que a todos los ciudadanos otorga la República Mexicana.77

77 Documento citado por Gloria Carreño, La inmigración judía dentro de la le-

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Este comunicado, por una parte, estimuló el interés de organi-zaciones judías y norteamericanas, pero por la otra, ocasion pro-testas de ciertos sectores de la población, así como por parte de la prensa radical´, que mediante desplegados y cartas solicitó al Ejecutivo frenar la competencia que dicha población significaría para el comercio nacional.78 Mientras en los países de origen de los emigrantes se exacer-baban las condiciones expulsoras, la seriedad y solidez de las pro-puestas mexicanas actuaron como una llamada, lo que propició que entre 1920 y 1929 México recibiera continuas oleadas de jóvenes judíos en su mayoría del sexo masculino. En la década siguiente llegaron novias, esposas, hermanas, así como audaces mujeres que arribaron solas a tierras americanas. La incipiente modernización propuesta por los gobiernos pos-revolucionarios requirió de una clase media, –hasta entonces casi inexistente en el país–, de artesanos, pequeños y medianos co-merciantes, así como de nuevas pautas mercantiles. Fue ese nicho el que propició la inserción de los inmigrantes en el comercio así como la instauración de nuevas modalidades de compra-venta79 y posteriormente de pequeña manufactura nacional, que hicieron posible a la población de bajo ingreso el acceso a mercancías hasta entonces reservadas a la clase adinerada. Más adelante, comen-zaron la transición hacia la pequeña y gran manufactura de pro-ductos hasta entonces accesibles sólo mediante la importación, principalmente en el ramo textil. Posteriormente, la educación superior abrió el espacio profe-sional a cientos de jóvenes judíos ya nacidos en tierra mexicana, quienes, egresados de la Universidad Nacional, se abocaron a

galidad mexicana, México, Centro de Documentación e Investigación de la Co-munidad Ashkenazi de México, 199�., p. 51. 78 Judith Bokser, Imágenes de un encuentro. La presencia judía en México durante la primera mitad del siglo xx, México, unam/Tribuna Israelita, 1992.79 En abonos, “de fiado”, de casa en casa, etc. Modalidades empleadas anterior-mente por los inmigrantes sirios y libaneses.

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diversas ramas de la medicina, la ingeniería, las ciencias duras, las humanidades y las ciencias sociales. En las primeras genera-ciones, pocos se dirigieron al estudio del Derecho o a activida-des dentro de la política nacional. Las letras, las artes pictóricas, musicales, teatrales, entre otras, fueron clave para que las ma-nifestaciones artísticas judías, ya fueran de matices orientales, sefaraditas o europeos se fusionaran con las locales y se dieran los primeros pasos hacia la gestación de una plena identidad cultural judeo-mexicana. Este proceso no fue espontáneo ni consciente; no obstante, avanzó y continúa hasta hoy, de manera lenta, firme y constante. Es de rigor, sin embargo, matizar que sus logros, tanto a nivel individual como sectorial, no han sido uniformes: alcanzan sus máximos niveles y varían según el grado de religiosidad, de esco-laridad y de interacción social. La interacción social con una sociedad no judía durante la in-fancia y juventud es escasa. Como se dijo anteriormente, el 90% de los niños y jóvenes judíos estudian en colegios israelitas que cubren desde el nivel pre-maternal hasta el tercer año de bachille-rato. Los jóvenes se reúnen en centros sociales y deportivos de la propia comunidad, lo que redunda en una sociedad que propicia y estimula la endogamia. No obstante, está en ella muy presente la relación con lo mexicano como con lo judío. A un siglo de su configuración inicial, la colectividad judía en México cumple con los requisitos teóricos para ser considerada una comunidad, aun cuando debido a sus sectorizaciones internas no puede adscribirse de manera tajante tal categoría; estas catego-rías en ocasiones se ven reforzadas y en otras rebasadas. Aún así, se han buscado conclusiones a través de cuestionarios que indican el grado de participación activa que se tiene en acciones tanto comunitarias como nacionales, el interés o desinterés por esta-blecer residencia entre correligionarios, por propiciar o no entre los niños y jóvenes una educación judía en escuelas israelitas, por mantener un vínculo de proximidad real o simplemente afectiva

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con la tierra de Israel, entre otras. A través del análisis e interpreta-ción de estos cuestionarios puede afirmarse que a cien años de su llegada al país, los judíos se han configurado como una comuni-dad que participa íntegra y activamente en la dinámica nacional, desde un buen número de variables: la económica, la educativa, la lingüística, la gastronómica y la cultural. Sin que signifique olvidar o relegar los parámetros religiosos, las tradiciones ancestrales, la solidaridad comunitaria o el vínculo afectivo y solidario con la tierra de los antepasados, la totalidad de los judíos mexicanos tienen al español como su lengua materna, consideran a México como su patria y participan en sus procesos industriales, comerciales, científicos, artísticos e intelectuales.80

Aun cuando los patrones comunitarios son múltiples y no existe un modelo único de convivencia ni de conformación identitaria, la integración se ha logrado en gran medida gracias al equilibrio con que la mayor parte de las escuelas israelitas combinan, sin conflicto, los programas generales de historia, literatura, geografía y lengua nacionales que demandan las autoridades educativas del país, con los mismos rubros de la cultura judaica general. El vínculo afectivo que, sin duda, une a los judíos mexicanos con la tierra de Israel no ha derivado en una emigración significa-tiva hacia aquellas tierras. México es su patria, en la que viven y participan, en la que tienen reservado un lugar en el cementerio (israelita). A lo largo de su primer siglo de residencia en la nación mexi-cana, los judíos han mantenido una estructura comunitaria que ha preservado su identidad judía, Sin embargo, la dimensión religiosa, otrora central, compite hoy con elementos culturales, nacionales e ideológicos; los patrones comunitarios son múltiples

80 Son numerosos los descendientes de inmigrantes judíos, ya nacidos en Méxi-co que destacan en diversas facetas de la vida nacional. Por nombrar algunos: Leonardo Nierman, Fanny Rabel (pintura); Clara Jusidman, José Woldenberg (ciencia política); Margo Glantz, Sara Sefchovich (letras); Rubén Lisker, Marcos Moshinsky (ciencias).

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y no existe un modelo único de convivencia ni de conforma-ción identitaria. Su entorno cultural está centrado en “lo mexicano”, ya sea en la música, el arte, la lectura, la comida; los elementos gastronómi-cos de las primeras generaciones se mantienen en las festividades, pero su dieta diaria es como la del resto de los 100 millones de habitantes del país. Tienen al español como su lengua materna, con él hablan a sus padres e hijos; es el idioma en el que pien-san, estudian, trabajan, hacen cuentas, sueñan, aman, bromean e insultan. Por otra parte, los judíos mexicanos comparten con el resto de la sociedad mexicana los mismos amores y desamores hacia la nación.

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Ensayos

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Guadalupe, cultura barroca e identidad criolla1

Adriana Narváez LoraDepartamento de Historia/uia

ResumenEl presente artículo tiene como objetivo plantear que la creación del mito guadalupano en la Nueva España, y más específicamente en la Ciudad de México, contó con la creatividad del incipiente patriotismo criollo del Barroco novohispano. Lo mismo ocurrió en otras latitudes iberoamericanas, como Lima y Quito, como un fenómeno característico del Barroco hispanoamericano, que recurre a elementos comunes como la alusión al Apocalipsis de San Juan, el patronato de vírgenes y santos como representación patriótica y como expresión del sector criollo, en-tre otros.

Palabras clave: Guadalupe, Barroco, criollismo iberoamericano, identidad, vírgenes apocalípticas.

Guadalupe: the Baroque culture and an identity forM

In this paper it is proposed that in New Spain in general, and in Mexico City in particular, the creation of the mythology concerning the Virgin of Guadalupe fed on the incipient patriotism of the “criollo” population of the baroque period. The same thing can be seen in other Latin American

1 Este ensayo se deriva de la investigación que realicé para obtener el grado de Maestría en Historia.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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regions, as exemplified by Lima and Quito, as a characteristic phenomenon of baroque Spanish America, if attention is paid to common elements, such as reference to the Book of Revelations, the patronage of virgins and saints as patriotic representations, and as expression of the “criollo” sector.

Key words: Guadalupe, baroque, Spanish American “criollo” culture, identity, apocalyptic virgins.

Contexto histórico y cultural del Barroco

o es objeto de este ensayo hacer una presentación detallada de la época barroca como tampoco abordar el arte barroco.

Pretendo situar al lector dentro de la época en que tanto Miguel Sánchez como Lasso de la Vega difundieron los textos del Nican mopohua. Este acontecimiento se sitúa en lo que podemos llamar el Barroco americano; por lo que este artículo tiene como pro-pósito demostrar que el relato de las apariciones milagrosas de la virgen a Juan Diego y la creación de la sobrenatural pintura, con su interpretación de la mujer apocalíptica, sólo pudieron darse en un contexto barroco gracias al clero criollo, y que todo esto fue muestra de la incipiente conciencia criolla novohispana, como también pasó en algunas otras regiones americanas. Tendremos que situarnos en la época barroca, dentro de los tres primeros cuartos del siglo xvii, si se trata de Europa, y de poco más de un siglo después, si se trata de América (16�0-1780). Para una primera aproximación al tema me referiré a los pro-fundos estudios que ha realizado José Antonio Maravall. Aunque él señala que se trata de un movimiento cultural netamente euro-peo, también reconoce que se puede hallar “en países americanos sobre los que repercuten las condiciones culturales europeas de ese tiempo”.2 Maravall sólo concibe el desarrollo de esta cultura

2 José Antonio Maravall, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura históri-ca, Barcelona, Ariel, 9ª. Ed., 2002 (1975), p. 23.

N

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en América como un mero eco de Europa. La describe como una cultura del Estado absolutista, de las elites frente a las masas y de la Contrarreforma.3

Muy importante también es la extensa investigación que so-bre el Barroco del mundo hispánico realizó Fernando R. de la Flor, quien difiere en algunos puntos con Marvall, cuando afirma que:

La peculiaridad de esta cultura barroca hispana reside, precisamen-te, en lo que Maravall de entrada niega: es decir, en la capacidad manifiesta de su sistema expresivo para marchar en la dirección contraria a cualquier fin establecido; en su habilidad para de-construir y pervertir, en primer lugar, aquello que podemos pen-sar son los intereses de clase que al cabo lo gobiernan y a los que paradójicamente también se sujeta, proclamando una adhesión dúplice.�

Otros historiadores también tienen diferencias con Maravall, y no pocos puesto que realizaron el Primer Congreso Internacional del Barroco Americano (Roma, abril de 1980). Este primer acer-camiento de especialistas sirvió para acotar su campo de estudio, tanto temporal como geográficamente, y para dar nuevos enfoques y significados al Barroco americano. El congreso tuvo tanto éxito que pronto empezó a hablarse de los “americanistas barrocos” y del serio esfuerzo metodológico que estaban realizando. Un se-gundo congreso se llevó a cabo en Querétaro en 1991; según se dice, los resultados no fueron tan exitosos como en el primero, pero todavía alcanzaron a sembrar la inquietud de realizar un ter-cer congreso, mismo que se llevó a cabo en Sevilla, en 2001, bajo el epígrafe “Territorio, arte, espacio y sociedad”; el cuarto congre-so se efectuó en 2006, en Ouro Preto y Mariana, Brasil.

3 Ibid., p. 32.� Fernando R. de la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, Cátedra, 2002, p. 19.

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En estos congresos se defiende la idea de que el Barroco ameri-cano –o latinoamericano, o iberoamericano, como se ha discutido que debiera llamarse–, es un movimiento cultural que pudo haber tenido su origen en Europa, pero que a partir de su implanta-ción en América tiene características propias que lo dotan de una especificidad tal que se puede hablar de un Barroco americano diferente del Barroco europeo. “Nuestro Barroco tendrá siem-pre componentes europeos, pero jamás podrá explicarse exclu-yentemente por ellos, pues responde a otros contextos sociales y culturales”.5 Yo comulgo con esta postura, por lo que trataré de defender mi tesis colocada desde aquí. Más adelante desarrollaré mi posición con más detalle. En el III Congreso Internacional del Barroco Americano, Ma-rio Sartor expresa con claridad, en su ponencia, lo siguiente:

No cabe duda que fue España la protagonista política de la co-lonización iberoamericana y del proceso de aculturación de am-plias regiones del continente americano; ni cabe duda de que el proceso de organización burocrática y religiosa dependió de las férreas leyes imperiales y católicas de la corona de España; nadie podría poner razonablemente en discusión tal verdad histórica. Pero creo que el enfoque cultural, con que miramos a la América colonial tiene que ser diferente apenas nos pongamos unos pro-blemas metodológicos. Ramón Gutiérrez, llamaba la atención en su ponencia de 1980 sobre unos aspectos del barroco andino6 acerca de la necesidad de mirar “desde dentro para afuera”, como decir partiendo de la centralidad de un fenómeno; y tengo la

5 Ramón Gutiérrez, “Repensando el Barroco americano”, Conferencia magistral, III Congreso del Barroco Americano, Sevilla, 2001, p. 51.6 Ramón Gutiérrez, “Reflexiones para una metodología de análisis del barroco americano”, I Simposio Internazionale sul Barroco latinoamericano, Roma, 21 al 24 de abril de 1980, Memoria del Simposio bajo la dirección de Elena Cle-mentelli y Tatiana Segui, IILA, Roma, 1982, vol. I, p. 385, apud Mario Sartor, “Sobre el mal llamado ‘Barroco iberoamericano’. Una duda semántica y una teórica”, III Congreso Internacional del Barroco Americano, Sevilla, 2001, p. 201.

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convicción que tal manera de proceder sea sensata, además que útil […] Hay que buscar las relaciones dialécticas, que fueron muchas e intensas en la época del Barroco, para entender cómo y cuándo se estrecharon o se soltaron los nudos culturales que han caracterizado una época tan larga que ocupa mucho más que un siglo de historia.7

Hay que admitir que el Barroco americano tiene su propia dialé-ctica; también hay que admitir que la expresión del arte Barroco representa un mundo no corregido por la censura artística; se tra-ta entonces, de un ámbito donde todas las fantasías encuentran plena libertad para desarrollarse.

Lo que la cultura humanista había recuperado entre Cuatrocien-tos y Quinientos, dentro del repertorio lingüístico grecorroma-no, y que se expresó con particular pureza en el arte renacentista, fue utilizado en sentido antidogmático en la época sucesiva que definimos barroca […] La introducción de nuevas relaciones en-tre las partes se encuentra en la misma situación de una frase compuesta según nuevas reglas gramaticales y con un uso se-mántico renovado, en que cada elemento tiene con frecuencia un significado metafórico, cuando no un significado totalmente diferente.8

Del mismo modo deben entenderse todas las expresiones artísti-cas del Barroco americano; las expresiones religiosas encuentran por ello bríos renovados para su lenguaje. Tal como ocurre en Europa, se puede hablar de diversos “Ba-rrocos” en América; esto depende de la penetración y aceptación del mundo indígena y mestizo, como también depende del papel que los criollos desempeñen en la sociedad. Hay denominadores comunes, como puede ser la acción de la Iglesia, pero aun así, ese

7 Sartor, idem.8 Ibid., p. 20�.

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Barroco se verá salpicado con las influencias de los diferentes mé-todos de evangelización. Y también hay que tener en cuenta que “lo que pasa de España a América no es pues la hipótesis contra-rreformista del conflicto del luteranismo sino la profundización de la evangelización, utilizando para ello los nuevos instrumen-tos de persuasión”.9

Por otra parte, como sucede con los movimientos culturales, los desarrollos artísticos sirven como procesos de integración cul-tural. En el caso específico del Barroco novohispano, sirvió para integrar a los criollos con el resto de la población, y lo que es más importante, sirvió al mismo tiempo como herramienta de identi-dad frente al resto de la población. Debo decir que la cultura barroca dio a los criollos los elemen-tos necesarios para expresar su amor por la tierra y por la religión, toda vez que ellos eran los más capacitados para expresarse por este medio, ya que muchos de ellos eran instruidos así como prac-ticantes de las distintas artes. “A ello deberíamos agregar la capacidad de ritualización, el papel de la fiesta como elemento aglutinador de la participación y finalmente, el mensaje intelectual del Barroco que a la vez apelaba profundamente a los sentidos.”10

De este modo, el Barroco americano aglutina elementos que podrían parecer contrarios, pero que a la luz del Barroco se vuel-ven complementarios. Así pues la tradición indígena y la moder-nidad del cambio se incorporan conjuntamente a “un proceso de articulación de la sociedad recuperando valores y experiencias que los conflictos de la Conquista habían postergado”.11

9 Gutiérrez, “Repensando el Barroco americano”, op. cit., p. �7.10 Idem.11 Ibid. p. 53.

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La religiosidad barroca

Para explicar el fenómeno guadalupano en la Nueva España, he creído conveniente contar con algunos ejemplos americanos si-milares. Quiero resaltar el hecho de que en el mundo barroco hispanoamericano se dio un resurgimiento de los milagros maria-nos vinculados con imágenes milagrosas, y que todos ellos están relacionados con el protonacionalismo12 criollo en los diferentes reinos y audiencias americanas. Podemos pensar al grupo criollo como “protonacionalista” en la medida en que sus miembros se identifican como iguales a diferencia de los otros grupos (españoles peninsulares, indios, mestizos, mulatos, etcétera); tienen intereses comunes, así como necesidades comunes; la estructura cultural que comprende los procesos políticos, económicos, religiosos, de educación, los une creando un tipo de conciencia de grupo; dicho de otra manera, una identidad criolla, identidad que se localiza espacialmente en la Ciudad de México. No debe confundirse con el concepto de criollo que se utiliza para explicar la Independencia, porque hablo de un criollo diferente, aunque éste no es el espacio para explicar las diferencias con aquél. El criollo con el que pretendo trabajar apenas tiene conciencia de que es diferente a los otros y semejante a los criollos como tales, y no tiene, propiamente dicho, una iden-tidad nacional. Sin embargo, hay un protonacionalismo incipiente que está en proceso de maduración y que parece alcanzar su madurez de la mano con el fervor guadalupano. Siguiendo a Solange Alberro, se entiende que la afirmación criolla “hace su aparición oficial en

12 Seguiré a Eric Hobsbawm en su concepto de “protonacionalismo” para si-tuar al grupo criollo dentro de esta jurisdicción. Hobsbawm se refiere con este concepto a los sentimientos de pertenencia a una colectividad que puede trans-formarse, o no, en una nación; puesto que la colectividad puede tener o no aspiraciones nacionales. Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1980, Barcelona, Crítica/Grijalbo Mondadori, 1998, p. 1�.

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el manifiesto de Miguel Sánchez, Imagen de la virgen María..., en 16�8, y […] se desarrolla plenamente al final del siglo xvii, en par-ticular con Carlos de Sigüenza y Góngora”.13 Alberro considera que es mucho antes, en la segunda mitad del siglo xvi, cuando empieza esa conciencia criolla. Estoy de acuerdo con esta afirma-ción. Diversos ejemplos así lo documentan,1� y también es lógico pensar que cuando cambiaron las condiciones de los nacidos en esta tierra y provocaron una realidad social distinta para este sec-tor de la población –me refiero la prohibición de las herencias de encomiendas para los criollos de cuarta generación–, fue que se identificaron como diferentes a los demás, y similares a ellos mismos. Tenemos que aceptar sin embargo, que la identidad crio-lla, como toma de conciencia asumida como diferencia frente al peninsular, está más ligada al momento del Barroco, y más aún, al Barroco católico ¿Por qué? ¿Qué poder afianzador tiene la reli-gión, que es capaz de dar identidad nacional?

13 Solange Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos xvi y xvii, México, El Colegio de México/Fideicomiso de las Amé-ricas/fce, 1999, p. 12.1� Para ilustrar este dicho véase a Solange Alberro, Del gachupín al criollo: o de cómo los españoles de México dejaron de serlo, México, El Colegio de México, 1997; David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la República criolla. 1492-1867, México, fce, 1991, y Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, sep, 1973; Gonzalo Gómez de Cervantes, La vida económica y social de la Nueva España al finalizar el siglo xvi, México, Antigua Librería Robredo de José Porrúa e hijos, 19��; Antonio Rubial García, “Los santos milagraros y malogrados en la Nueva España”, en Clara García Ayluardo y Manuel Ra-mos (coords.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, México, inah/uia/Centro de Estudios de Historia de México Condumex, 1997; Ber-nardo Balbuena, La grandeza mexicana y compendio apologético en alabanza de la poesía, estudio preliminar de Luis Adolfo Domínguez, México, Porrúa, 1997 (160�); Juan Suárez de Peralta, Noticias históricas de la Nueva España, Madrid, Imprenta de Manuel G. Hernández, 1878; Joaquín García Icazbalceta, Biogra-fías, México, Imprenta de V. Agüeros, 1897; Fernando Benítez, Los primeros mexicanos, México, Era, 1976 (1953); Baltasar Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas de la Nueva España con noticia individual de los conquistadores y primeros pobladores españoles, pról. Ernesto de la Torre Villar, México, Porrúa, 1987 (1902).

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Religiosidad y patriotismo en EspañaEn España, la Reconquista15 le dio al pueblo un motivo de unión: cristianos unidos contra el Islam. Se trata de una especie de iden-tidad que, si no puede llamarse “identidad nacional”, porque eso no existía, sí era una identidad que otorgaba sentirse de una mis-ma creencia; es la fe la que unifica. La lucha entre cristianos y musulmanes proveía la pasión patriótica tanto como la devocio-nal. La lucha se legitima a través de la convicción religiosa de que el “único y verdadero Dios” está con el pueblo visigodo-cristiano porque éste tiene fe. Era la misma fe que compartían castellanos, astures, cántabros, vascos y visigodos. Durante la Edad Media, los santos locales funcionaron como común denominador de todos los estamentos. Tanto el labrie-go como el rey coincidían en la devoción del santo patrono, ya que éste cuidaba de ese reino o de esa localidad más que de otros, y los paisanos se acogían a él más que a otros santos que eran de otras regiones. Los castellanos se acogían a san Millán, y los extre-meños a la Guadalupe. Y esta devoción también estaba revestida de un carácter regionalista, y hasta patriótico. En América fue muy diferente. En la Nueva España no había santos locales que pudieran servir como unificador nacional. Adi-cionalmente, no sólo existía heterogeneidad en los estamentos, sino también en las razas y en la religiosidad.

Esta notable falta de “santos” locales susceptibles de ser los in-termediarios diarios entre la divinidad y los hombres capaces

15 Martín Ríos Saloma, tiene una extensa investigación acerca de la Reconquista y cómo la ha tratado la historiografía de las diferentes épocas. Señala que es un término que se usó hasta el siglo xix, y que la noción de “pérdida y restauración” sólo se encuentra desde el siglo xiii. En la historiografía anterior “[...] en ningún momento se utilizó el término ‘reconquista’, sino que, antes bien, la idea sobre la que se articulaba el relato era la liberación del pueblo cristiano y no la conquista militar de un territorio perdido.” Martín Ríos Saloma, “La Reconquista: génesis de un mito historiográfíco”, Historia y Grafía, núm. 30, pp.191-216, véase en especial p. 200.

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por tanto de catalizar los sentimientos y atender las necesidades de los americanos –incluyendo indígenas, europeos, africanos y mestizos– no tardó en ser advertida por algunos de los sectores más lúcidos de la Iglesia de finales del siglo xvi. Para remediarla, se recurrió primero a una solución simple y práctica: en 1578 se importó un cargamento de reliquias provenientes de numerosos mártires del Viejo Mundo, cuyos restos habían proliferado tan sospechosa como notablemente a raíz de la expansión de los cul-tos y peregrinaciones locales de los siglos x y xi. Huelga decirlo, estas reliquias, que carecían de arraigo temporal, espacial, histó-rico y por ende simbólico en la Nueva España y en América en general, no lograron el fin buscado. 16

Los santos netamente criollos no existían en la Nueva España. Varones y damas ejemplares apenas habían alcanzado la catego-ría de venerables; de no existir esa carencia de santos locales ha-bría sido posible la afirmación de la identidad de la nueva tierra y, al mismo tiempo, el afianzamiento de la misma religión.17

Los santos patronos estaban profundamente identificados con la idea de patria; por lo mismo, resulta pertinente definir lo que las palabras “patria” y “nación” significaban en la época que nos ocupa:

En el siglo xvii la palabra patria (término derivado de pater) se refería no a la Nueva España en su conjunto, sino más bien al terruño donde se había nacido (Patria es “la tierra donde uno ha nacido” dice el Tesoro de la lengua de Sebastián Cobarruvias), por lo que compatriota es aquel “que es del mismo lugar”.18

16 Alberro, El águila y la…, op. cit. pp. 20-1.17 Si se desea profundizar más sobre este tema recomiendo ver dos las siguientes obras de Antonio Rubial: La santidad controvertida, hagiografía y conciencia crio-lla alrededor de los venerables no canonizados de Nueva España, México, Facultad de Filosofía y Letras/unam, 1999; La hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la evangelización novohispana, México, Facultad de Filosofía y Letras/unam, 1996, y “Los santos milagreros y …”, op. cit. 18 Sebastián Cobarruvias, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Edi-

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Otro significado tenía el término “nación”:

lo que pesaba eran las connotaciones de carácter cultural lingüís-tico (nación catalana, otomí, vascongada, chichimeca), aunque también se utilizaba como: “reino o provincia extendida, como la nación española”.19

Religiosidad y patriotismo en AméricaResultaba difícil para la Nueva España forjar una idea de unidad, de pertenencia, con la sola base política; dicho de otro modo, era muy difícil forjar una matriz de conciencia identitaria. A me-diados del siglo xvii apareció el motivo perfecto que proporcio-naba la matriz que podía identificar a los oriundos de esta nueva tierra con la idea de patria. Esta matriz era la Virgen de Guadalu-pe del Tepeyac. “Mostrar la presencia de lo divino en su tierra se convirtió para el clero novohispano, tanto para los criollos como para los peninsulares acriollados, en uno de los puntos centrales de su orgullo y de su seguridad”.20

No es de extrañar que el clero novohispano fuera el sector de mayor conciencia identitaria, ya que era el más ilustrado “y el único que poseía una conciencia de grupo gracias a su condición estamental; los clérigos eran además quienes ejercían el monopo-lio sobre la doctrina, la liturgia y la moral, y a través de ellas sobre el arte, la imprenta, la educación y la beneficencia”.21 No era la primera vez que una virgen dotaba de tal matriz a la conciencia patriótica; incluso los criollos novohispanos no fueron

ciones Turner, 198�, p. 857, apud Antonio Rubial García, “La patria criolla de Sor Juana y sus contemporáneos” en Sandra Lorenzano (ed.), Aproximaciones a Sor Juana, México, fce/Claustro de Sor Juana, 2005, pp. 3�7-70.19 Ibid., p. 823, apud idem.20 Antonio Rubial García, “Imprenta, criollismo y santidad. Los tratados hagio-gráficos sobre venerables, siervos de Dios y beatos novohispanos”, redial, núm. 8, 1997, p. �6.21 Rubial García, “La patria criolla de…”, op. cit.

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originales, también usaron una Inmaculada Concepción para ta-les fines.

El culto a la virgen María, primero como madre de Dios y des-de finales de la Edad Media, como la Inmaculada Concepción, quedó ligado íntimamente a la mayoría de las monarquías eu-ropeas, como lo atestigua por ejemplo la incorporación de los lirios y de los colores marianos en el estandarte real de Francia, o la devoción temprana y declarada de los Austria españoles a la Inmaculada Concepción. 22

Quizá no fue una afortunada coincidencia que la Virgen de Gua-dalupe del Tepeyac haya sido precisamente una Inmaculada con la advocación de Guadalupe; o más bien debo decir, una Gua-dalupe de nombre, pero con iconografía de Inmaculada. Tal vez esta imagen Guadalupe-Inmaculada podría haber resultado útil para identificar, como lo había hecho en España, al poder mis-mo. Igual pero diferente. Igual en cuanto a la Inmaculada con la monarquía española pero diferente en cuanto a que se trataba de otro territorio. A diferencia de lo que sucedió en el caso del estandarte fran-cés, que hizo suyos los colores marianos y los lirios, la Virgen de Guadalupe adoptó elementos iconográficos de esta nueva tierra que simbolizaban la fundación de la Ciudad de México sobre la gran Tenochtitlan. A lo largo y ancho de la América española se presentó el mis-mo fenómeno. La primera fundación del Reino de Quito, se hizo en el día de la virgen, el 15 de agosto de 153�. La erección de la ciudad de Quito en obispado se verificó bajo la advocación de María, y la catedral se dedicó a la misma. Cuando Diego Vaca de la Vega estableció la ciudad de San Francisco de Borja en lo que hoy es Ecuador, tomó por abogada e intercesora a la virgen María. Y logró del rey, como escudo de armas de la ciudad, una imagen

22 Alberro, El águila y la..., op. cit.., p. 19.

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de Nuestra Señora del Rosario, con dos indios arrodillados a sus pies.23 Todas las ciudades de Ecuador fueron fundadas sobre la misma base, tomando como patrona de la ciudad a alguna advo-cación de la virgen María. Así, por ejemplo, la ciudad de Cuenca tiene escrito en su escudo de armas la leyenda “Primero Dios y después Vos”, refiriéndose a la virgen; Loja se intitula desde su fundación “Ciudad de María Inmaculada”.2�

Acerca de la Virgen de Guadalupe de Extremadura, el historia-dor ecuatoriano Julio Tobar Donoso dice:

En el Ecuador ese culto tomó caracteres nacionales y populares, en advocaciones propias; de manera que con el tiempo vino a debilitarse hasta el recuerdo del tronco excelso [se refiere a la Guadalupe de Extremadura] de que son ramas, Guápulo, El Quinche, El Cisne y Baños en el Azuay que fueron y son todavía los lugares más propicios para la plegaria del alma ecuatoriana, que en esos santuarios ha exhalado sus lamentos y quejas tierní-simas [...] En 16��, el pueblo, por mandato regio, se ve obligado a elegir entre las advocaciones de María la más devota; y en aquel plebiscito de amor, la virgen de Guápulo obtiene la primacía y se declara la Patrona de las Armas Reales. 25

La construcción del santuario definitivo reveló la ardiente veneración que tenía N.S. de Guápulo. Desde lejanas tierras, concurrieron los fieles con espléndida largueza a sufragar los cuantiosos gastos que la obra exigía [...] El Cabildo Civil mandó formar una alameda hasta Guápulo, para que fuese el paseo pre-dilecto de la ciudad. 26

Este pasaje nos remite a la Nueva España cuando, tras el nuevo furor guadalupano de mediados del siglo xvii, se construyó un nuevo santuario dedicado a la virgen del Tepeyac.

23 Julio Tobar Donoso, La Iglesia modeladora de la nacionalidad, Quito, La Prensa Católica, 1953, p. 12�.2� Idem.25 Ibid., p. 127.26 Ibid., p. 130.

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Otros ejemplos, a mi parecer muy pertinentes, se encuen-tran en lo que se conoce como la Escuela de Quito. Se trata del momento en que el arte quiteño tomó los lenguajes artísticos eu-ropeos para mezclarlos con los locales, de tal manera que se pro-dujo un arte sincrético, por decirlo de alguna manera. Esta escuela quiteña es la expresión barroca de los criollos asentados en la Real Audiencia de Quito; sin embargo, veremos que el mismo ejemplo de la escuela quiteña lo podemos trasladar a Charcas en Bolivia, a Chiloé en Chile y a la Nueva España, por sólo tomar algunas muestras significativas. Una estudiosa de la escuela de Quito es Alexandra Kennedy; ésta sostiene que

Durante el siglo xviii seremos testigos del dominio que ejerce la imagen oficial criolla-mestiza sobre todo en los espacios urbanos, frente a la indígena, induciéndonos a pensar en los referentes nativos o los modos de hacer manifiesta la identidad del indio, probablemente vayan más bien ligados a otro tipo de manifes-taciones temporales y efímeras tales como las manifestaciones festivas. Entonces, la obra de arte quiteña permanente y fija –y predominantemente religiosa– parece constituirse en patrimo-nio de los sectores criollos y mestizos poderosos; en tanto que el sector indígena encontraría en las fiestas su propia forma de manifestación más rica, aunque menos duradera en el sentido material de la palabra. Lo que denominamos como “criollización” de la imagen tendría que ver, en este contexto, con una apropiación y trans-formación “cauta” y conservadora del material visual europeo, estilísticamente hablando, aunque renovadora a los temas incor-porados, al tipo de uso dado a las imágenes, a su transformación física con base en la reconstrucción de las mismas a modo de “obra abierta”, al tipo de interés en la nueva clientela, entre otras.27

27 Alexandra Kennedy Troya, “Criollización y secularización de la imagen qui-teña (siglos xvii-xviii)”, Conferencia magistral, III Congreso Internacional del Barroco Americano, Sevilla, 2001, p. 3.

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Kennedy se refiere a la función social de la imagen quiteña, pero no podía ser más ilustrativo para describir la función social que cumplió la imagen del Tepeyac en el momento en que la narra-ción de Miguel Sánchez sobre la Virgen de Guadalupe como la mujer apocalíptica de la que habla San Juan se difundió entre el sector criollo de la Ciudad de México. El texto de Sánchez reinterpretó la pintura del siglo xvi para traducirla al gusto de la clientela criolla, ilustrada y urbana del siglo xvii. Un ejemplo quiteño es la antes mencionada Virgen de Guada-lupe alojada en el pueblo de Guápulo

Durante la segunda mitad del siglo xvii los pobladores del norte de la audiencia fueron testigos de fuertes terremotos y erupcio-nes, inundaciones y prolongadas sequías. La muerte rondaba cer-ca, directamente relacionada con los fenómenos naturales. […] El pueblo conocía de cerca y había interiorizado los milagros promovidos por la orden jesuítica en torno a la célebre Maria-na de Jesús (1618-16�5), también vinculada al tema sísmico y como parte del proyecto político de ésta en la reivindicación de la ciudad de Quito frente a la de Lima, que entonces contaba con santa propia: Rosa de Lima. Por otra parte, el episcopado se ser-vía de la virgen de Guápulo o Guadalupe y fue parte de un pro-yecto más ambicioso que la curia diocesana puso en marcha para consolidar un espacio de peregrinación alrededor de la virgen.28

Como explica Kennedy, esta virgen sirvió como símbolo de iden-tidad quiteña frente a otras ciudades, como en el caso de Lima. Se reafirma el hecho de que se trata de un Barroco urbano, dirigido al sector criollo e impulsado desde ahí, y que tiene, tanto la función de consolidar una identidad como la de promover la devoción.

El tema del milagro en las sociedades barrocas había sido ge-neralizado muy especialmente entre los sectores populares y fi-nalmente debió de ser aceptado por la Iglesia oficial. En el siglo

28 Ibid., p. 8.

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xvii proliferaron imágenes milagrosas. Entonces bajo el impulso de la Iglesia barroca, la piedad española y la devoción indígena se engendraron devociones locales y regionales. Lo sagrado y lo sobrenatural fueron implantados en el mismo paisaje […] Estos imprimieron un nuevo significado a sitios que hasta entonces habían permanecido silenciados de las memorias del mundo an-tiguo: Oyacachi, El Quinche, Baños del Cuenca, por mencionar sólo algunos ejemplos. 29

Y he de agregar como ejemplo el del Tepeyac, que se ajusta muy bien a estas características. Después de todo, el impulso de las devociones tenía como característica difundir mensajes sociales y proyectar valores determinados, como, en este caso el amor, al terruño y a la ciudad en la que se había nacido. Durante los siglos xvii y xviii hubo un auge de las devociones marianas en América. Influyeron varios factores; por ejemplo, la preponderancia de los jesuitas, que tenían una especial devoción por la virgen María, el hecho de que la Contrarreforma tuviera como uno de sus principales baluartes la figura de María, y que durante el Barroco, la imagen de la virgen apocalíptica, antecesora de la Inmaculada Concepción, cobrara gran fuerza, tanto en Eu-ropa como en América. Mención aparte merece santa Rosa de Lima; el historiador pe-ruano Ramón Mujica Pinilla, apoyado en valiosos documentos históricos que así lo prueban, asegura que:

El culto a santa Rosa convertido en teología política legitimó distintas agendas ideológicas: primero exaltó el ideario imperial hispano y su proyecto de monarquía católica universal, luego fomentó el discurso patriótico criollista virreinal y terminó por justificar, a principios del siglo xix, el republicanismo insurgente que sustentó la gesta emancipadora americana.30

29 Ibid., p. 13.30 Ramón Mujica Pinilla, Rosa limensis. Mística, política e iconografía en torno a la patrona de América, México ifea/cemca/ fce, 2005 (2001), p. 28.

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Santa Rosa de Lima falleció en 1617, fue beatificada en 1668, de-clarada patrona de la Ciudad de los Reyes (Lima) en 1669, declara-da como protectora de Filipinas en 1670 y canonizada en 1671.31

Algunos investigadores mexicanos 32 sostienen que la santa li-meña fue muy popular entre los criollos novohispanos a juzgar por las imágenes que proliferaron en ciudades como México, Mo-relia, Puebla y Oaxaca, por mencionar algunas.

Los criollos novohispanos, antes –y tal vez bastante más– que la sociedad limeña, desarrollaron una identificación nacional con la personalidad de la santa, pasando su culto por tres fases, según Vargas Lugo. –Una primera como galardón del cielo, una segunda como estrella del Perú y, la final, como bandera del criollismo en México. 33

Esta santa americana inauguraba “una nueva era de espiritualidad eclesial y laica” 3� en una tierra donde los santos nacidos en ella escaseaban.

Incluso su milagroso nacimiento, en el que, según fray Juan Melén-dez, participaron todos los influjos benéficos del cielo americano, reivindicaba la dignidad del criollo, del mestizo y del indio. Si algo demostraba la virgen indiana era que el criollo estaba capacitado para la santidad y que el Nuevo Mundo era tierra de santos. 35

También a santa Rosa se le adjudicó la simbología del Apocalipsis, como portadora de la nueva Iglesia virreinal peruana. Era la santa limeña que derrotó al maligno y que representaba la redención del Perú.

31 Ibid., p. 19.32 Como por ejemplo Elisa Vargas Lugo, David Brading, entre otros.33 Luis Miguel Glave, De Rosa y espinas. Economía, sociedad y mentalidades andi-nas, siglo xvii, Lima, Instituto de Estudios Peruanos/Banco Central de Reservas del Perú, 1998, p. 18�.3� Mujica Pinilla, Rosa limensis, op. cit., p. 265. 35 Idem.

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Si algo demuestra el culto rosariano en el Perú virreinal es que la exégesis del Apocalipsis le sirvió al criollo americano como herramienta dialéctica para consolidar y expresar su sentido de identidad en torno a su propia función escatológica dentro de la historia de salvación cristiana. 36

Mencionaré algunos ejemplos de vírgenes hispanoamericanas que tomaron especial auge durante estos siglos: la virgen de Copaca-bana, la virgen del Rosario de Pomata, la virgen de Charcas, en la región del Titicaca, y la Virgen de Guadalupe de Sucre en la ciudad de La Plata, hoy Sucre en Bolivia; la virgen de la Merced, la Peregrina de Quito y la Virgen de Guadalupe de Guápulo, de la región quiteña. Y no es de extrañarse que muchos de los casos de las vírge-nes mencionadas sean “Guadalupes”. El historiador extremeño Arturo Álvarez Álvarez describe el caso de fray Diego de Ocaña, el cual viajó por toda Sudamérica española por casi seis años. En Navidad de 1605 se embarcó del puerto del Callao hacia la Nueva España, donde fallecería en 1608. Gracias a un manuscrito de su autoría, que relata todo su viaje con detalle y que contiene ilustra-ciones, nos hace saber que estableció la cofradía de la Virgen de Guadalupe en Lima, Potosí, las Charcas, y nombra muchos otros lugares, como las costas chilenas y la isla de Chiloé, a los que llevó a la virgen morena pintada por él mismo.37 Un ejemplo muy similar al de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac es el de la Inmaculada Apocalíptica de la Real Audiencia de Quito, ejecutada en la segunda mitad del siglo xvii por el pin-

36 Ibid., p. 380.37 “Después de pasar por varias manos, el original de este valioso manuscrito se guarda en la biblioteca de la Universidad de Oviedo y el año de 1969 fue pu-blicado por nosotros [Arturo Álvarez Álvarez], en Madrid, bajo el título de Un viaje fascinante por la América hispana del siglo xvi”, en Arturo Álvarez Álvarez, “Guadalupe de España en el México del siglo xvi”, en Revista de Estudios Extre-meños, núm. 1, t. LXII, enero-abril, 2006, p. 397.

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tor Miguel de Santiago,38 y en 173� por el escultor Bernardo de Legarda.39 El tema del Apocalipsis fue uno de los más usados en el Barroco, no sólo en América, sino también en Europa desde el siglo xvi. Encontramos que “desde finales del siglo xvi, la imagen de la Inmaculada ya quedó definida con los símbolos apocalípti-cos como la luna, los rayos solares y las estrellas”.�0 También en Ecuador se encuentra la Inmaculada alada de Popayán, que asimismo es obra de Legarda. A esta escultura le llaman la danzarina por el movimiento y sensualidad que le trans-mitió el autor. Y también se dice que lleva alas similares a las de las muchas águilas que surcan el cielo de Popayán. Al respecto dice Christine Buci-Glucksmann que la “virgen alada” alcanza todo su vuelo barroco, y agrega que

Ella misma es el punto de encuentro entre dos trazos estilísticos esenciales del Barroco: el arte del movimiento y del pliegue infi-nito, y el arte de lo efímero, de un instante detenido, armado con afectos y devociones, que procura convencer a los “indígenas” y sugerir la meditación. Una suerte de imagen exterior para susci-tar una imagen interior en la tradición del Concilio de Trento, según la cual se deben de hacer visibles los relatos cristianos para interiorizarlos y crea una “suma intelectual” como lo quiere la teoría jesuita de la imaginación. “Ver con los ojos de la imagi-nación” escribió Loyola�1, con el fin de suscitar ese signo del que

38 Miguel de Santiago pintó varias Inmaculadas, motivo repetido hasta el can-sancio como encargos tanto religiosos como civiles. Muchas Inmaculadas atri-buidas a él llevan un par de alas haciendo directa alusión a la mujer del libro del Apocalipsis.39 Adriana Pacheco Bustillos, “La Inmaculada Concepción, mujer apocalíptica, en el arte colonial de la Audiencia de Quito. Aproximación a un estudio icono-gráfico” en Memoria del II Coloquio Internacional: Imágenes de Mujeres, Granada, 29 de marzo al 1º de abril de 200�, p. 50�.�0 Ibid., p. 506.�1 “En la contemplación o meditación visible, la composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero con-templar” en Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, Madrid, bac, 1992, apud Humberto Borja Gómez, “Las reliquias, la ciudad, y el cuerpo social. Retórica

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habla el Apocalipsis. Un signo por lo demás tan ambiguo como el arte Barroco.�2

En ese mismo sentido, Borja Gómez señala que

Aunque inicialmente se trataba de un ejercicio de meditación, pronto se encontró un espacio de aplicación mucho más comple-jo dentro de la nueva política de la imagen postridentina, al pun-to que se convirtió en una “técnica de representación”, es decir, una metodología para tratar la imagen. Esta técnica se trasladó a otros espacios discursivos, como la pintura y la narración, al punto de convertirse en la forma de representación más impor-tante del Barroco.�3

La retórica de la imagen se convirtió en uno de los elementos articuladores del Barroco, sea la imagen alada de Popayán o sea la de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac. En el caso de la Guadalupe del Tepeyac –una virgen realizada en el siglo xvi, es decir, antes del Barroco y que no tiene el mo-vimiento ni la sensualidad de la Inmaculada de Popayán–, fue necesario que Miguel Sánchez hiciera una reinterpretación del lienzo para que los intelectuales criollos descubrieran su “verda-dero” significado como la mujer del Apocalipsis representante de la Iglesia Universal y, en el caso de Guadalupe, fundadora de la Iglesia mexicana. Así, encontramos temas similares de vírgenes apocalípticas por toda América; una interpretación del artista novohispano Juan Correa se encuentra en el Museo del Virreinato de Tepotzotlán.

de la imagen jesuítica en el reino de Nueva Granada”, en Perla Chinchilla y An-tonella Romano (coords.), Escrituras de la modernidad. Los jesuitas entre cultura retórica y cultura científica, México, uia/ehess, 2008, p. 120. �2 Christine Buci-Glucksmann, “La alada de Popayán”, Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, http://www.lablaa.org/blaavirtual/todaslas artes/ext/ext11.htm, consultado el � de agosto de 2008.�3 Borja Gómez, “Las reliquias, la ciudad ...”, op. cit, p. 13.

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Usaré las muy pertinentes palabras de Antonio Rubial, al res-pecto de la hagiografía novohispana, como colofón para este apar-tado:

Mostrar la presencia de lo divino en su tierra se convirtió para el clero novohispano, tanto para los criollos como para los penin-sulares acriollados, en uno de los puntos centrales de su orgullo y de su seguridad. La existencia de portentos y milagros en la Nueva España un territorio equiparable a la de la vieja Europa, por lo que el culto rendido a personas nacidas o relacionadas con estas tierras se convertía en una forma de autoafirmación.��

Este fragmento podría hacer referencia a cualquier parte de la América hispana, no es privativo de la Nueva España.

El Barroco y la Virgen de Guadalupe

Ahora me ocuparé del aspecto barroco y apocalíptico de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac. Sostengo que el portentoso milagro de la Virgen de Guada-lupe, tal como ha llegado a nuestros días, con el relato del Nican mopohua, relacionando la imagen con la leyenda ahí narrada, es una construcción del Barroco, es decir, que sólo la mentalidad barroca pudo haberlo interpretado del modo en que lo hizo y pudo darle al milagro un sentido apocalíptico y patriótico. Por otra parte, como dice Pierre Ragon, la adjudicación al siglo xvi claramente es un mito criollo y no existe ningún elemento con-creto para pensar que pueda ser así. �5 Y también afirmo que el fenómeno no es un caso excepcional de la Nueva España, sino,

�� Antonio Rubial García, “ Imprenta, criollismo y santidad. Los tratados ha-giográficos sobre venerables, siervos de Dios y beatos novohispanos”, en http://www.red-redial.net/doc/redial_1997-98_n8-9_pp �3-52.pdf, p. �6, consultado el 2� de junio de 2008.�5 Pierre Ragon, Les saints et les images du Mexique: xvie-xviie siécle, París, Har-mattan, 2003.

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como ya se vio en párrafos anteriores, es un fenómeno que se dio simultáneamente por toda la América Hispana. Hubo un furor de milagros y apariciones, especialmente marianas, que también cumplieron la función social de otorgar cohesión al identidad del sector criollo, y a los que también se les dio una interpretación apocalíptica propia de la época. Primero tendré que recapitular y. para seguir un orden lógico, he de decir que, en 1556, cuando Montúfar colocó la imagen en la ermita, no se habló jamás de que la pintura tuviera un origen sobrenatural, ni se hizo alusión alguna a la mujer del libro del Apocalipsis. Más tarde, la imagen alcanzó cierta devoción en la Ciudad de México; se menciona en diversos documentos que la imagen era muy milagrosa, pero sigue sin hacerse mención de algún origen sobrenatural.�6

Ya en 1622, el arzobispo Juan Pérez de la Serna consagró un nuevo santuario guadalupano que los fieles habían financiado en parte.�7 Lo que habla de que ya había una significativa devo-ción de parte de los vecinos de la Ciudad de México. Otro hecho que habla de la devoción de los capitalinos a la virgen es el de haber trasladado la “milagrosa” imagen a la catedral metropolitana con el fin de hacer cesar las inundaciones que en 1629 asolaron a la ciudad; cabe agregar que fracasó la intermedia-ción guadalupana porque la inundación duró hasta 163�.

�6 Véase al respecto: David Brading, La Virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, tr. Aurea Levy y Aurelio Major, México, Taurus, 2002 (2001); Mariano Cuevas SJ, Álbum histórico guadalupano del IV centenario, México, Escuela Tipográfi-ca Salesiana, 1930; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, El Colegio de México/unam, 1985; Francisco de la Maza, La ciudad de México en el siglo XVII, México, fce, 1968; Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, México, unam, 1991; Ernesto de la Torre y Vi-llar y Ramiro Navarro de Anda, Testimonos históricos guadalupanos. Compilación, prólogo, notas bibliográficase índices, México, fce, 1982. �7 Brading, La Virgen de Guadalupe, op. cit., p. 95.

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Al parecer, la devoción entre 163� y 16�8 había caído en un letargo del que la despertará el apasionado libro del P. Miguel Sánchez, obra titulada Imagen de la virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, celebrada en su historia con la profecía del capítulo doce del Apocalpsis,48 donde habla del portentoso milagro de las apariciones a Juan Diego y en el que no sólo hace difusión del mi-lagro, sino que describe la imagen (como para que no haya duda de que se trata de esa imagen precisamente) para luego hacer una interpretación teológica de la misma apoyándose principalmente en el libro del Apocalipsis de San Juan. Un año después aparece el relato en lengua náhuatl que publica Lasso de la Vega, vicario de la ermita del Tepeyac, �9 dándole al relato de Miguel Sánchez una especie de certificación de veracidad. Sánchez señaló que en el capítulo doce del Apocalipsis de San Juan se encontraba presagiada la presencia de la Virgen de Gua-dalupe. Así lo explica en su obra:

Esta es la imagen que con las señas de Agustino, mi Santo, hallé en la isla de Patmos en poder del apóstol y evangelista San Juan, a quien arrodillándome se la pedí, le declaré el motivo y le propuse la pretensión de celebrar con ella a María Virgen Madre suya en una imagen milagrosa que gozaba la ciudad de México, con título de Guadalupe, cuyo milagro, pintura, insignias y retoques hallaba que de allí con toda propiedad se habían copiado. Dije que si en su imagen estaba significada la Iglesia, también por mano de Ma-ría Virgen se había ganado y conquistado aqueste Nuevo Mundo, y en su cabeza México fundado la Iglesia. Que la imagen de Gua-dalupe se le había aparecido y descubierto a un prelado como él,

�8 De la Torre Villar y Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, op. cit., pp. 152-63. �9 “El título de la obra de Lasso es Huei tlamahuzoltica Omonoxiti ilhuicac tlatoca ihuapilli Sancta María, es decir El gran acontecmiento con que se le apareció la Señora Reina del cielo Santa María... el cual escribió en 16�6, y lo imprimió en 16�9 con el título de Totlaconantzin Guadalupe in nican huei altepenahuac Mexico Itocayocan Tepeyacac”, ibid., p. 282.

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consagrado y honrado con su nombre, al ilustrísimo obispo don Juan de Zumárraga, en cuya cabeza se profetizaron las estrellas, y obispos sufragáneos, que hoy goza la mitra metropolitana de México. Que esta ciudad era muy parecida a la isla de Patmos, pues a mano la habían compuesto los naturales de ella con tierras sobre aguas, quedando siempre cercada de mares o lagunas.50

Esto me lleva a la siguiente reflexión: una devoción venida a me-nos (que implicaba una imagen) y que necesitaba ponerse más a tono con el pensamiento de la época; y que también necesitaba una inyección en el plano de la devoción; y esto sin duda se logra-ría más fácilmente atendiendo los anhelos de legitimación de los criollos de la metrópoli. Todo lo cual dio por resultado una nueva devoción que satisfacía plenamente los requerimientos de la reli-giosidad popular y al mismo tiempo dejaba satisfecha a una elite intelectual que requería fundamentos teológicos. Y por si fuera poco, Guadalupe, como la mujer del Apocalipsis, representaba a la recién fundada Iglesia mexicana. Dice Sánchez en otro párrafo inflamado de amor patriótico:

Apareciéndose María en México entre las flores, es señalarla por su tierra, no sólo como posesión, sino como su patria; dándole en cada hoja de sus flores y rosas, escrito el título y fundación amorosa, con licencia para que los ciudadanos de México pue-dan entender, publicar, inferir, alegar, pretender, íntima y singu-lar hermandad de parentesco con María en aquesta su imagen, pues renace milagrosa en la ciudad donde ellos nacen; y la patria aunque es madre común, es amantísima madre.51

Podemos inferir del libro del padre Sánchez que la difusión del culto guadalupano responde a una necesidad protonacionalista de la sociedad criolla por reafirmar su alteridad, su diferencia, su

50 Ibid., p. 162.51 Ibid., p. 231.

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individualidad. El éxito de su aceptación por la sociedad novohis-pana no es fortuito.

Al conjugar la escritura y la pintura milagrosas, el intelecto y la vista, la iniciativa de Sánchez satisface asimismo una de las exi-gencias barrocas: “si la pintura tiene consigo letras que la declaren, granjea con ellas, fuera de los elogios admirables que le ha consagra-do la vista, alguna estimación porque las letras movieron a leerse y fueron lenguas predicadoras de ocultas excelencias”.52

El éxito se notó de inmediato a través de las contestaciones y ala-banzas al libro de Sánchez por ilustres criollos, las cuales no son menos patrióticas ni exacerbadas. Están llenas de metáforas, hi-pérboles, desmesura y fantasía. Así. se tiene el texto del doctor Francisco de Siles, racionero de S. Iglesia Metropolitana de Méxi-co y catedrático de prima de teología de sustitución en la Real y Pontificia Ciudad de México;53 el de Luis Lasso de la Vega, vicario de la ermita de Guadalupe;5� el del bachiller Francisco de Bárce-nas, presbítero;55 el del p. Mateo de la Cruz,56 entre otros textos, y culminó en la orden que dio el arzobispo Aguiar y Seijas en 1695 para la demolición del santuario del Tepeyac construido en 1622 y el inicio de una nueva construcción.57

Era la nueva sociedad criolla barroca; sociedad repleta de imá-genes, de símbolos, de códigos ocultos bajo los códigos aparentes; sociedad que crea imágenes en los textos, y convierte las imágenes en documentos.

52 Ibid., p. 257 apud Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492-2019), tr. Juan José Utrilla, México, fce, 1995, p. 127.53 Ibid., p. 260.5� Ibid., p. 263. 55 Ibid., p. 265.56 Ibid., p. 267.57 Brading, La virgen de Guadalupe..., op. cit., p. 193.

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Aunque antes de este momento se hicieron reproducciones de la portentosa pintura, a partir de este momento la reproducción fue mayor y muchas veces se le agregó un contexto apocalíptico. Por ejemplo, se pintó una Guadalupe que estaba rodeada de me-dallones relativos a las apariciones y uno de ellos representaba a San Juan escribiendo el Apocalipsis y a la Virgen de Guadalupe, dotada de alas, volando sobre la isla de Patmos, que más bien era el lago de Texcoco con el islote donde se fundó Tenochtitlán. También se la pintó con san Miguel Arcángel levantándole en los brazos en lugar del querubín que tiene en los pies. La imagen fue representada siendo pintada por san Lucas, por el Espíritu Santo y por el mismo Dios padre. Francisco de la Maza, en el prólogo de su excelente libro, dice: “El guadalupanismo y el arte barroco son las únicas creaciones auténticas del pasado mexicano, diferenciales de España y del mundo. Son el espejo que fabricaron los hombres de la Colonia para mirarse y descubrirse a sí mismos”.58 Es claro que tenemos fundamento suficiente para intuir que el guadalupanismo y el arte barroco son el resultado, el producto de la manera de pensar de la sociedad barroca criolla. La cultura barroca constituye la razón de ser del guadalupanismo, de tal manera que sin la dialéctica barroca no se entendería este fenómeno. El hecho de sentirse diferentes y privilegiados sobre las demás naciones (hemos de decir que no sólo frente a España, sino tam-bién frente a los indígenas) explica el anhelo de justificar teoló-gicamente que una nueva Iglesia se fundó el día que la virgen se apareció a Juan Diego: se trataba de la Iglesia mexicana. Es cierto que se apareció a un indígena, y que el relato es en lengua náhuatl, pero todo el marco está muy lejos de la cosmogonía indígena. Su dialéctica se mueve en el espacio barroco y, por supuesto, criollo. Esto quiere decir que es occidental, urbano, cristiano, fundacio-nal, identitario y patriótico. Ni a los criollos ni a los españoles

58 De la Maza, El guadalupanismo mexicano, op. cit., p. 10.

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les importaban mayormente las fuentes indígenas, más que para probar la autenticidad del hecho; pero lo que realmente difundió el “milagro” y lo constituyó en un éxito retundo, fue su capacidad de traducir el relato al espíritu barroco de la época. La imagen no tiene ni un solo elemento indígena, y el tono moreno de la virgen está aceptado dentro de la estética medieval de las vírgenes telúricas, por lo que no se trata de una alusión a lo “indígena “ de la virgen. Más aun, la Virgen de Guadalupe extre-meña también es morena. Se ha pensado que el hecho de que el brocado del vestido de la virgen sea una especie de mapa del valle de México con los glifos nahuas representando a los cerros que bordean el altipla-no, constituye una prueba de la relación de los indígenas con la divinidad. Si acaso, sería prueba contundente de que un indí-gena es el causante de la pintura. Y eso, sólo acaso, porque han intervenido en la imagen tantos pinceles en diferentes épocas, que sin hacer un análisis científico con la ayuda de la tecnología de punta, no podría asegurarse ni siquiera en qué época fue pin-tada o si el vestido fue retocado pintando encima los glifos en hoja de oro.59 Y por si fuera poco, la imagen había pasado desapercibida a lo largo de un siglo, no era más que otra Inmaculada hasta que Miguel Sánchez la reinterpretó como la mujer del Apocalipsis, la hizo fundadora de la Iglesia mexicana; por lo tanto le dio un carácter patriótico y la hizo representante del sector criollo, no indígena ni español, sino nacida en México, en ese México novo-hispano donde también nacieron los criollos.

59 Leonocio Garza-Valdés, microbiólogo de la Universidad de Texas, asegura en su libro que la pintura del Tepeyac tiene abajo por lo menos dos pinturas más, Dice, basándose en un análisis hecho con rayos ultravioleta, que la primera pin-tura es una virgen con niño, también con la luna a su pies y con los rayos del sol detrás, coronada que tiene como firma las iniciales “M.A”, y por fecha la de 1556. La pintura intermedia tiene la firma “J.A.C” y la fecha de 1625. Y en la última se mostraba un trazo borroso con la datación de 1632. En el libro de su autoría Tepeyac: cinco siglos de engaño, México, Plaza y Janés, 2002.

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Consideraciones finales

La imagen de la virgen de Guadalupe como herramienta identita-ria de los criollos novohispanos –primero de la capital y luego de toda Nueva España– fue un ejemplo más de un fenómeno genera-lizado en toda la América hispana de la época del Barroco. El Barroco americano tiene una dialéctica propia cuyas espe-cificidades lo hacen diferente al Barroco europeo. La intensidad de sus matices depende de la influencia, mayor o menor, de ele-mentos criollos, mestizos o indígenas. El criollo novohispano se sirvió del Barroco para manifestarse e identificarse –no podía ser de otro modo si estaba inmerso en esa cultura–; podemos afirmar, además, que la religión fue el poder que proveyó de cohesión a la incipiente identidad criolla. El discurso barroco de Miguel Sánchez le dio un nuevo signi-ficado a la imagen de la virgen de Guadalupe. Este discurso del siglo xvii reinterpretó a la imagen del siglo xvi para hacerla com-prensible a las mentes criollas del Barroco novohispano; a partir de este momento empezó a tratarse a la Guadalupe del Tepeyac como diferente de la Guadalupe de España. Así, en 1737 la Virgen de Guadalupe fue declarada patrona de la Ciudad de México, a raíz de la epidemia que azotó fuertemente a la ciudad, y que era llamada matlazahuatl, la cual asoló a una gran parte de la Nueva España entre 1726 y 1739 (no se tiene una cifra de muertos muy certera, pero por los datos aproximados de las parroquias se piensa que, nada más en la ciudad murieron al-rededor de �0 000 personas). Y en 17�6 se la nombró patrona de la Nueva España. Los trámites en Roma de los piadosos criollos novohispanos, no llegaron a su fin sino hasta 175�, coronando así sus aspiraciones. El 2� de abril de ese mismo año, el papa Benedic-to XIV, pronunció estas palabras: Non fecit taliter omni nationi,60

60 Palabras que aluden al milagro que la Virgen de Guadalupe realizó en esta nación : “no hizo nada semejante con otra nación”.

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cuando la nombra Patrona de la Nueva España, en el Breve ponti-ficio por el que se concede “Misa y Oficio” propios de Guadalupe del Tepeyac el 12 de diciembre. Las Bulas de confirmación datan del 25 de mayo de 175�. Independientemente de cuándo se hubiera pintado la imagen o quién fue su autor o quién y cuándo escribió el Nican mopohua, el guadalupanismo es una creación barroca de mediados del siglo xvii, expresión barroca que fue aceptada por los novohispanos por representar fielmente su manera de pensar y de sentir. No existe ningún indicio que nos haga pensar que los indígenas tu-vieron alguna injerencia en este fenómeno. La función social que cumplió la imagen de la Guadalupe en el siglo xvi fue la de fomentar la devoción a la madre de Dios. La función social que cumplió en el siglo xvii fue la de dar cohesión al pensamiento criollo, pero para cumplir con el objetivo tuvo que apoyarse en el texto. La narración dio una nueva interpreta-ción a la imagen, una interpretación barroca. Del mismo modo pasó en el resto de América con otras imágenes religiosas.

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Entre mística e historiografía: el lenguaje de la ausencia en Michel de Certeau*BeRnaRDa uRRejola Davanzo

Universidad de Chile/Facultad de filosofía y humanidades

Son tan oscuras de entender estas cosas interiores, que a quien tan poco sabe como yo, forzado habrá de decir muchas cosas superfluas y aun desatinadas, para decir alguna que acierte.

Teresa de Ávila, Las Moradas

Por lo menos guardamos, en el presente, la ilusión de superar lo que el pasado ha vuelto insuperable.

Michel de Certeau, La fábula mística.

ResumenEste artículo se centra en las reflexiones de Michel de Certeau en torno a las posibilidades del lenguaje de asir la realidad y al lugar del histo-riador en relación con el pasado que quiere estudiar y comprender. Tal como sucede con el lenguaje místico, que busca poner en palabras una experiencia inefable e inenarrable que supera los límites de la razón, la escritura de la historia también se enfrenta a un pasado radicalmente separado del presente y que no se muestra al historiador.

Palabras clave: historiografía, mística, lenguaje, ausencia, teoría.

* Este artículo es el resultado de una investigación original e inédita.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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Between MySticySM and hiStorioGraphy: the lenGuaGe of aBSence in Michel de certeau This article focuses on the possibilities of language to grasp reality, and also on the place of the historian in relation of the past he wants to study and understand. As happens with mystical language, that seeks to put into words an indescribable and unspeakable experience that exceeds the limits of rea-son, Michel de Certeau considers that historical writing also faces a radical separation between language and experience.

Key words: Historiography, mysticism, language, absence, theory.

Entre el observador y lo observado, el “abismo”

ichel de Certeau comenzó a estudiar el fenómeno espiri-tual de la mística de los siglos xvi y, especialmente, xvii,

pensando que, siendo un hombre religioso le sería más sencillo entenderlo. Sin embargo, como confiesa en diversos escritos, pronto se dio cuenta de que la vivencia mística ya no podía ser revivida en la actualidad, ni siquiera por un hombre de religión como él, pues se trataba de un fenómeno producido en un mo-mento histórico-cultural específico, imposible de reconstruir ac-tualmente: “No importa qué se piense de la mística, e incluso si se le reconoce la emergencia de una realidad universal o absoluta, sólo es posible tratarla en función de una situación cultural e his-tórica particular”,1 inserta en un determinado momento histórico caracterizado por “la ‘crisis’ que modifica entonces toda la civiliza-ción occidental, renovando sus horizontes mentales, sus criterios intelectuales y su orden social (que en última instancia es su ‘ra-zón’)”.2 En la introducción de La fábula mística (1982), De Cer-teau se hace cargo de aquel abismo insalvable que se abre entre un historiador del siglo xx –lugar de enunciación que ocupaba él– y

1 Michel de Certeau, El lugar del otro. Historia religiosa y mística, edición esta-blecida por Luce Giard, tr. Víctor Goldstein, Buenos Aires, Katz, 2007 (2005), p. 3�8.2 Michel de Certeau, La debilidad de creer, Buenos Aires, Katz, 2006 (1987), p. 51.

M

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los místicos de los siglos xvi y xvii –a los que pretendía estudiar–, afirmando que, por más que compartiera con ellos la condición de “cristiano”, cualquier discurso presente que quisiera elaborar acerca de aquella vivencia mística pretérita estaría desde su origen “desterrado de aquello que trata”,3 es decir, no sería más que un “simulacro” o intento de escritura que no podría jamás formar parte de esas vivencias, porque los autores antiguos “forman con sus cuerpos y sus textos una frontera que divide el espacio y trans-forma a su lector en habitante de campiñas o de suburbios, lejos de la atopía donde ellos alojan lo esencial”.� No se trata sólo de que dichos sujetos pertenezcan a un contexto anterior –“Y por ‘contexto’ no hay que entender solamente un marco o un deco-rado, sino el elemento del que la experiencia recibe su forma y su expresión”–,5 sino de la evidencia de que “[toda] espiritualidad responde a los interrogantes de un tiempo, y nunca les responde de otra manera que en los mismos términos de tales interrogantes, porque son aquellos que viven y que hablan los hombres de una sociedad; tanto los cristianos como los otros”.6

Por ello, el discurso de De Certeau no logrará nunca, como él mismo lo señala, estar del todo autor-izado para hablar de eso que ya no está y que él tampoco puede experimentar, pues, en rigor, no es autor de esa vivencia tan radical a la que quiere referirse, ni lo será jamás, por cuanto su momento histórico ya es otro. Esta singularidad espacio-temporal del fenómeno místico pasado pondrá en evidencia la separación insalvable que se produce entre el sujeto observador y el objeto observado, distancia que volverá “nostálgica” la escritura de De Certeau, como si se tratara de un “duelo” o una “enfermedad de estar separado”,7 tal como les su-

3 Michel de Certeau, La fábula mística, México, Universidad Iberoamericana/Departamento de HIstoria, 1ª. reimpresión en español, 200� (1982), p. 11.� Ibid., p. 12.5 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 51.6 Idem.7 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 11.

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cedía a los melancólicos del siglo xvi. Aun así, al pasar “entre los muertos, robándoles palabras perdidas que yo no sabía utilizar”,8 se le hace evidente que él mismo aparece replicado o repetido en “esos fragmentos de su lengua que, a mis espaldas, me habla-ban de su ausencia”.9 Por ello, la separación radical con el pasado también dejará en evidencia ciertos elementos en común: “Entre ayer y hoy, como entre dos hermanos que se reconocen diferentes, el observador ajeno descubre ante todo la semejanza y percibe una continuidad”.10 Este juego es precisamente el que posibilita la existencia de la historia:

La historia se desarrolla, pues, allí, en esas fronteras donde una sociedad se une con su pasado y con el acto que lo distingue de él; en las líneas que trazan la figura de una actualidad al separarla de su otro, pero que borran o modifican continuamente el retor-no del pasado.11

En otras palabras:

Fundada, pues, en el rompimiento entre un pasado, que es su objeto, y un presente, que es el lugar de su práctica, la historia no cesa de encontrar al presente en su objeto y al pasado en sus prác-ticas. Está poseída por la extrañeza de lo que busca, e impone su ley a las regiones lejanas que conquista y cree darles vida.12

De este modo, hay vinculaciones complejas entre pasado y pre-sente que sobrepasan la ilusión de un tiempo lineal: “jamás se

8 Michel de Certeau, “Historia y estructura”, en Historia y psicoanálisis, Méxi-co, Universidad Iberoamericana/Departamento de Historia, 2ª ed. en español, 2003 (1987), p. 102.9 Idem.10 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 81.11 Michel de Certeau, La escritura de la historia, México, Universidad Iberoame-ricana/ Departamento de Historia, 2ª ed. en español, 2006 (1978), p. 53.12 Ibid., p. 52.

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llega a los hombres de ayer sin pasar por los de hoy”,13 por lo cual esta sensación de extrañeza y separación respecto del pasado lo llevará a preguntarse cuán separado no estará quizá de su propio momento histórico, pues la distancia o abismo que observa entre presente y pasado podría perfectamente alzarse entre el observa-dor y su particular contexto de existencia: “nuestro propio lugar es algo extraño”.1� Así, el trabajo historiográfico deviene una “pues-ta en abismo”15 en la cual se ve reflejado el propio investigador, pues al estudiar al sujeto místico, ya no en tanto religioso, sino en cuanto historiador, De Certeau identificará “un desacuerdo del individuo respecto del grupo; una irreductibilidad del deseo en la sociedad que lo reprime o lo recubre sin eliminarlo”;16 una inco-modidad, en síntesis, que siente afín a la suya propia respecto del momento histórico desde el cual pretende hablar del pasado. No se trata, empero, de hacer de los sujetos pretéritos un refle-jo de nuestra propia realidad; muy por el contrario, De Certeau critica precisamente los acercamientos tradicionales con los que ciertos investigadores han intentado explicar el fenómeno mís-tico, por considerar que “en los análisis emprendidos por euro-peos, precisamente cuando conciernen a tradiciones extranjeras,

13 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 78.1� De Certeau, La fábula mística, op.cit., p. 12.15 Puesta en abismo: “Tomando el término de la heráldica, donde la expresión designa una pieza situada en el centro del escudo que reproduce en escala re-ducida los contornos del propio escudo, André Gide lo utilizó para indicar una peculiar forma de visión en profundidad, como sucede en las cajas chinas, en las muñecas rusas o en las etiquetas que reproducen en su interior el producto con la misma etiqueta. En semiótica literaria es un procedimiento de reduplicación especular, por el cual se reproduce en forma reducida, en un punto estratégico de la obra y por homología, el conjunto –lo esencial– de las estructuras de la obra en que se inserta. Ejemplo paradigmático es la escena del Hamlet en que se representa el asesinato del rey (teatro dentro del teatro). El “abismo” puede ser considerado como una secuencia modelo que reproduce en escala reducida el argumento entero, a veces con alteraciones que sirvan de contrapunto”, Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Barcelona, Ariel, 2006, p. 269.16 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., p. 3�8.

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la atención que se da a la mística de los otros es conducida, más o menos de manera explícita, por interrogaciones o impugnaciones internas”.17 De este modo, “la relación que el mundo europeo mantiene consigo mismo y con los otros tiene un papel determi-nante en la definición, la experiencia o el análisis de la mística”.18 Por ello, no se trata de buscar la explicación del pasado en las pro-pias estructuras del presente, sino, como afirma Niklas Luhmann, de observar la propia observación: “Individuo, en sentido moder-no, es quien puede observar su propia observación”,19 de modo tal que, al observar el pasado, el investigador se enfrente a sí mismo y deje al descubierto –aun en su opacidad– su propio lugar de enunciación:

[…] el destino del trabajo está necesariamente ligado a los si-tios de donde se parte, a lo que uno es. Lo que determina este punto de partida es, digámoslo francamente, una búsqueda de identidad. Yo partí para buscar, en el siglo xvii, algo que suponía idéntico a lo que yo era, un cristiano del siglo xx.20

La búsqueda de lo similar a sí mismo –“como Narciso, el actor historiador observa su doble”–21 pronto se le revela al investigador como un ilusorio juego de espejos, pues, en tanto sujeto observa-dor, debe asumir “la muerte del otro” como condición insoslaya-ble para poder hablar de cualquier experiencia pasada y por tanto fuera de su alcance:

la elaboración y la organización del discurso histórico implican a la vez que “eso” (objeto del estudio) tuvo lugar y ya no es más. Respecto de la historiografía, el acontecimiento ocurrió (de no

17 Ibid., p. 3�9.18 Idem.19 Niklas Luhmann, Observaciones de la modernidad, Barcelona, Paidós, 1997, p. 22.20 De Certeau, “Historia y estructura”, op. cit., p. 101.21 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 21.

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ser así no quedaría ninguna huella), pero sólo su desaparición permite el hecho diferente de una escritura o de una interpreta-ción actuales.22

Es, de este modo, un enfrentamiento entre presencia y ausencia, entre lo similar y lo diferente, un esfuerzo por llevar a la presencia un pasado en fuga, esfuerzo que deberá sortear dos obstáculos de importancia: por un lado, lo que De Certeau llama “cierta estruc-turación” oculta en ese pasado, que se opone a la intelección de los hechos y, por otro, la propia estructuración mental del sujeto historiador, quien ya pertenece, como diría Koselleck, a otro espa-cio de experiencia,23 diferente del que intenta observar:

Eso me enseñó, y nos enseña, a nosotros los historiadores, que oculta en ese pasado, hay una cierta estructuración que se opone a nuestro trabajo, y que, por otra parte, oculto en mis prejuicios o en nuestras intenciones presentes, hay un tipo de estructuración que determinaba la primera mirada de curiosidad dirigida hacia ellos. En esas dos formas de lo “oculto”, nace la historia verdade-ra; las articula en un discurso, en un tejido de Penélope, en un texto jamás cerrado.2�

Tejido de diversas voces que responden siempre a un lugar social, y que se ocultan y exhiben a la vez en un diálogo que no deja de ser problemático, pues ¿cómo determinar en qué momento el flujo de hechos se divide y comienza a ser “pasado”?

[…] el pasado depende del presente que se plantea como distinto y que lo relativiza como una resistencia (de los documentos) que obliga al discurso a no ser más que otro discurso. Este pasado, al aparecer organizado, poco a poco, en función de una coherencia

22 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., p. 55.23 Cfr., Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos his-tóricos, Madrid, Paidós Básica, 1993.2� De Certeau, “Historia y estructura”, op. cit., p. 103.

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oculta (de una vida muerta, irreductiblemente ausente y otra), revela al historiógrafo la situación actual y particular de conjunto que cada trabajo supone y oculta a la vez.25

Este enfrentamiento obligado con lo que ya no es, y por tanto con la alteridad radical que se resiste a la comprensión, hace evi-dente “la diferencia que el trabajo histórico hace aparecer entre un presente y ‘su’ pasado”26 y revela con ello una articulación entre separación y continuidad:

Por una parte, [la historiografía] está del lado de un presente que se quiere otro; afirma una novación fundadora, un nuevo inicio. Por otra parte, expresa en un discurso la necesidad de situarse en relación a lo que, en el presente, aún testimonia algo más antiguo, rebelde o resistente al presente. De todas maneras, no nos libramos nunca de una arqueología, pero darle un espacio en este discurso histórico es permitirle al presente comprenderse a sí mismo como otro y, sin embargo, como situado en una con-tinuidad.27

La alusión a Paul Ricoeur “sí mismo como otro” nos hace pensar en que este proceso de diferenciación/continuidad con el pasado toca al sujeto no sólo en relación con la historia, sino con su pro-pio pasado biográfico, con el cual inevitablemente se diferencia/identifica: “De manera explícita o implícita, el discurso se refiere a la forma biográfica”.28 Se trata, así, de un binomio diferenciación/continuidad que involucra al propio observador, que se da en el tiempo mediante un lenguaje, y que sólo puede ser aislado en términos teórico-metodológicos a partir de un corte radical pro-ducido por la escritura que hace el historiador de dicho pasado,

25 Idem.26 Ibid., p. 10�.27 Ibid., p. 112.28 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., p. 225.

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y que lo pone en un lugar diferente (o diferido) respecto del que ocupa lo observado: “Mediante una escritura, el discurso historio-gráfico traza el lugar de un presente planteado como distinto de aquello que se vuelve su pasado”.29 Ahora bien, al mismo tiempo que el historiador, mediante la escritura de la historia, identifica y establece este corte en el flujo de hechos –que le permite separar presente de pasado–, efectúa una operación de zurcido de dicho corte, una reparación que reinserta los hechos en una continuidad discursiva y por tanto coherente: “El muerto resucita dentro del trabajo que postulaba su desaparición y que postulaba también la posibilidad de analizarlo como objeto”.30 Con esta operación, el historiador elimina el corte inicial:

Paradójicamente, si [el historiador] descubre una discontinuidad, tiene el objetivo, a la vez, de hablarla, de narrarla, de analizarla, de explicarla y, por tanto, de insertarla en el texto homogéneo de una cultura presente, en el interior de una literatura, con los ins-trumentos intelectuales de la época en que se sitúa la narración historiográfica. Extraño trabajo: parece negar, por la obra que logra, la ruptura que reveló.31

Esta paradoja, sin embargo, es inevitable, porque el corte es un límite necesario para poder realizar la investigación. Como dice el mismo De Certeau, “es en los cortes donde eso habla”:32

En efecto, parece que se accede a la mayor “verdad” de la pala-bra, a lo que especifica más el decir respecto del hacer, allí donde la palabra está más desposeída de la cosa, allí donde está disocia-da de la residencia y de la pertenencia, en el riesgo y en la fisura del intervalo, en el momento en que decir es precisamente no

29 Ibid., p. 56.30 De Certeau, La escritura de la…, op. cit., p. 52.31 De Certeau, “Historia y estructura”, op. cit., p. 105.32 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 262.

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tener lugar, o no tener otro lugar que la misma palabra. Enton-ces refluye en el lenguaje, para hacerse palabra, tal vez a medias palabras, lo que ya no puede ser poseído en la presencia, en la frecuentación, en las secretas apropiaciones que implica toda práctica. La “palabra” está ligada con la separación. Surge en to-dos esos intersticios donde se marca la relación del deseo con la muerte, es decir, con el límite. Es la ausencia, o la desposesión, lo que hace hablar.33

El lenguaje de la mística

Muchos han tratado de definir la mística. De Certeau se hace cargo de varios de estos acercamientos teóricos, especialmente los provenientes del psicoanálisis y la antropología, para descubrir ciertas mistificaciones ideológicas ocultas detrás de afirmaciones que ya nos parecen naturales:

Esta abundante producción incluye posiciones muy diferentes, pero parece tener en común el hecho de que vincula la mística con la mentalidad primitiva, con una tradición marginal y ame-nazada en el seno de las iglesias, o con una intuición que resulta ajena al entendimiento, o bien incluso con un Oriente donde se levantaría el sol del “sentido” mientras que se pone en Occidente: aquí la mística tiene primero como lugar un otra parte y como signo una antisuciedad que representaría sin embargo el fondo inicial del hombre. De este periodo data una manera de encarar y de definir lo místico que todavía se nos impone.3�

Para nuestro autor, el problema fundamental ha sido la aplicación de generalizaciones en torno a un fenómeno muy diverso; en efec-to, el mundo occidental tiene una manera de abordar la mística que no es la misma que se da en Oriente: “no es posible ratificar la ficción de un discurso universal sobre la mística, olvidando que

33 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., p. 263.3� Ibid., p. 3�7.

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el indio, el africano o el indonesio no tienen la misma concepción ni la misma práctica de lo que llamamos con ese nombre”.35 Sin embargo, pese a la evidente diversidad, hoy parecemos no perca-tarnos de la mistificación que implica aquel punto de vista que llamamos “nuestro” y que no es más que “cierto” punto de vista, enmarcado en una tradición europea occidental: “esta localización de ‘nuestro’ punto de vista obedece también a determinaciones históricas”36 que han hecho aparecer como “natural” cierto lugar dado a la mística que no necesariamente coincide con aquel que su propia época le dio:

En particular, desde que la cultura europea ya no se define como cristiana, es decir, desde el siglo xvi o xvii, ya no se designa co-mo místico el modo de una “sabiduría” elevada al pleno recono-cimiento del misterio ya vivido y anunciado en creencias comunes, sino un conocimiento experimental que lentamente se despegó de la teología tradicional o de las instituciones eclesiales y que se caracteriza por la conciencia, adquirida o recibida, de una pasivi-dad colmante donde el yo se pierde en Dios. En otros términos, se vuelve místico lo que se separa de las vías normales u ordinarias; lo que no se inscribe ya en la unidad social de una fe o de refe-rencias religiosas, sino al margen de una sociedad que se laiciza y de un saber que se constituye con los objetos científicos; lo que por lo tanto aparece simultáneamente en la forma de hechos ex-traordinarios, hasta extraños, y de una relación con un dios oculto (“místico”, en griego, quiere decir “oculto”), cuyos signos públicos palidecen, se apagan o incluso dejan totalmente de ser creíbles.37

Así, como señalábamos en el apartado anterior, De Certeau con-sidera que, al acercarse a la mística, Europa no ha hecho más que proyectar en ella su propia historia: “La situación que otorgan a la mística las sociedades occidentales desde hace tres siglos ejerce-

35 Ibid., p. 3�8.36 Ibid., p. 3�9.37 Idem.

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rá su coerción sobre los problemas teóricos y prácticos planteados a la experiencia mística”,38 y determinará “la óptica según la cual la mística (cualquiera sea el tiempo o la civilización a que perte-nezca) será mirada en adelante”.39 Esta óptica no es cualquiera, es “una organización propia de la sociedad occidental ‘moderna’ ”�0 y debe ser tomada con cuidado, pues puede llevar a la invisibiliza-ción del objeto estudiado y a su desaparición detrás de una serie de prejuicios y anacronismos provenientes del investigador: “De-bemos, entonces, localizar, relativizar y, finalmente, “historizar” nuestra concepción de la historia, por el hecho de que aparecen hoy, y se constituyen, otras concepciones culturales de la relación con el tiempo”.�1 Así, asumiendo esta diferente concepción cultural del tiempo, De Certeau propone la observación de cualquier época del pasado a partir de lo que ella misma tiene para decir al investigador: en tanto experiencia, en tanto lenguaje, en tanto documento; en este caso, la propia mística es un sistema de comunicación, “una prác-tica de la lengua”, una “manera de hablar” �2 que tiene, por tanto, su propia retórica:

[…] el análisis crítico entra en un lenguaje sobre “lo indecible”; y, si lo rechaza como desprovisto de rigor, como un comentario dema-siado confundido de imágenes e impresiones, no encuentra ya, en el terreno de la observación, sino curiosidades psicológicas o gru-púsculos marginales. Para evitar esta alternativa entre un “esencial” que termina por desvanecerse en lo “no-dicho”, fuera del lenguaje, y fenómenos extraños que no es posible aislar sin consagrarlos a la insignificancia, es preciso volver a lo que el místico dice de su experiencia, en el sentido vivido de los hechos observables.�3

38 Ibid., p. 350.39 Idem.�0 Idem.�1 De Certeau, “Historia y estructura”, op. cit., p. 111.�2 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 139.�3 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., 35�.

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Además, no debemos olvidar que los mismos conceptos que uti-lizamos para analizar el pasado tienen una historia, y que de esto no se libra la mística, cuyo uso como sustantivo surgió apenas en el siglo xvii en Europa, lo que evidencia un esfuerzo de delimi-tación, clasificación y definición de un campo de experiencia por parte de sujetos que vivían un momento de crisis y cambios:

Antes, “místico” no era más que un adjetivo que calificaba otra cosa y podía afectar a todos los conocimientos o a todos los ob-jetos en un mundo religioso. La sustantivación de la palabra, en la primera mitad del siglo xvii, siglo en el que prolifera la literatura mística, es un signo del recorte que se opera en el saber y en los hechos. Un espacio delimita en adelante un modo de ex-periencia, un género de discurso, una región del conocimiento. Al mismo tiempo que aparece su nombre propio (que designa, se dice entonces, una novedad), la mística se constituye en un lugar aparte. Circunscribe hechos aislables (fenómenos “extraor-dinarios”), tipos sociales (“los místicos”, otro neologismo de la época), una ciencia particular (la que elaboran esos místicos o aquella que los toma como objeto de análisis).��

En otras palabras, no debemos ignorar la propia historia de la palabra “mística”, que ya en los siglos xvi y xvii –momento para-digmático en la historia de la mística occidental– evidencia ciertos desplazamientos provocados por reflexiones, cortes e intentos por aislar determinado espacio del acontecer y definir nuevas reali-dades. Haciendo una breve historia del concepto, De Certeau encuentra una multiplicación de la palabra ya a fines de la Edad Media, aunque entonces aún se usaba como adjetivo:

Designa “modos de hacer” o “modos de decir”, maneras de prac-ticar la lengua. Poco a poco, al hacerse más complejas y más explícitas, estas prácticas adjetivas se van reuniendo en un campo

�� Ibid., p. 350.

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propio al que señala, a fines del siglo xvi, la aparición del sustan-tivo: “la mística”. La denominación señala la voluntad de unifi-car todas las operaciones hasta entonces diseminadas y que van a ser coordinadas, seleccionadas (¿qué es verdaderamente “mís-tico”?) y reguladas a título de un modus loquendi (una “manera de hablar”). En este caso la palabra ya no se moldea, como lo hacía el adjetivo, sobre las unidades sustantivas de un gran Re-lato único (“bíblico”) para connotar las múltiples apropiaciones o interiorizaciones espirituales. Ella misma hace texto, circuns-cribe la elaboración de una “ciencia” particular que produce sus discursos, especifica sus procedimientos, articula itinerarios o “experiencias” propias y trata de aislar su objeto.�5

Así, el autor descubre que la palabra “mística” comenzó a tener el sentido de “lectura metafórica” de las escrituras: “En esta em-briaguez lingüística y lógica, ‘místico’ marca el límite entre la interminable descripción de lo visible y la denominación de un esencial oculto”,�6 pues siempre conserva alguna relación con su origen etimológico de “misterio” o “secreto”, de modo tal que se convierte en místico “todo objeto –real o ideal– cuya existencia o significación escapa al conocimiento inmediato”.�7 Por ello De Certeau puede sugerir la idea de que el conocimiento místico es otro tipo de episteme, cuyas formas de intelección pasan por unas vías muy otras a las de la racionalidad cotidiana. Para entender a qué se refiere el autor con la transformación de la mística en una nueva episteme moderna, hay que reparar en la naturaleza misma de la vivencia espiritual: la experiencia mística es inefable e indecible, pero, pese a ello, debe ser llevada a las palabras, y por ello el místico se ve en la obligación de ajustar su vivencia inexplicable al limitado lenguaje racional y cotidiano heredado de la tradición. Esto inevitablemente provoca fisuras en

�5 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 9�.�6 Ibid., p. 117.�7 Ibid., p. 118.

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su discurso, vacíos y préstamos provenientes de otras áreas de la experiencia, de todo lo cual echa mano para ayudar a la expresión de lo inexpresable. Uno de estos préstamos es el que se hace a partir del lenguaje corporal:

Más aun, a falta de poder dar crédito a las palabras religiosas (el vocabulario religioso sigue circulando, pero progresivamente des-pegado de su significación primera por una sociedad que en ade-lante le atribuye usos metafóricos y lo utiliza como un repertorio de imágenes y leyendas), lo místico es deportado –por lo que vive y por la situación en que se lo pone– hacia un lenguaje del cuer-po. Por un juego entre lo que reconoce interiormente y lo que es exteriormente (socialmente) reconocible de su experiencia, se ve llevado a hacer de ese léxico corporal la referencia inicial del lugar donde se encuentra y de la iluminación que recibe.�8

Sin embargo, pese a que los préstamos lingüísticos son propios de la comunicación humana, no son sino una práctica metafórica y, por tanto, translativa (de desviación), que tensa la relación tra-dicional (escolástica, si se quiere) entre significante, significado y referente, pues especialmente en el caso de la mística, aquello que se dice “no es” lo que se quiere decir y esto produce un diferimento constante del sentido, que hace necesario recurrir a formas reso-lutivas de dicha tensión destinadas a poner en orden (poner en curso, en secuencia, en dis-cursus) esos “movimientos a la deriva”. Esto da como resultado una aporía que De Certeau ejemplifica ingeniosamente:

El origen innominable se produce, en efecto, como un perpetuo deslizamiento de las palabras hacia lo que les quita una estabi-lidad de sentido y una referencialidad. Pero esto no da lugar a una designación verdadera. Las palabras nunca acaban de irse. Su deslizamiento sólo se mantiene por una relación de términos

�8 De Certeau, El lugar del otro, op. cit., p. 352.

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heterogéneos. Este modo de relación se infiltra entre ellos y los desplaza tan pronto se acercan unos a otros. Nunca deja de agitar al lenguaje con un efecto de comienzo, pero un comienzo que nunca está allí, nunca está presente. Esta perturbación no es sino un intervalo entre las palabras. Las agita sin que puedan decir lo que es. Un “yo no sé qué” ajeno las trabaja y las ocupa, pero no tiene otro nombre más que este mismo movimiento –una práctica, una “manera” de hablar–. Una operación sustituye al Nombre. Desde este punto de vista, la frase mística es un artefac-to del Silencio. Produce silencio en el rumor de las palabras, de la misma manera que un “disco de silencio” marcaría una interrup-ción en los ruidos de la sala de un café. Es un giro místico.�9

Estas “puestas en orden” (encarnación de la vivencia en una su-perestructura discursiva reconocible) pueden darse en diversos formatos: De Certeau incluye entre ellas el relato autobiográfi-co, las reglas institucionales, los relatos normativos; en fin, todos aquellos discursos destinados a constituir lo que llama una “cien-cia mística”,50 de características muy similares a cualquier “ciencia experimental” que, partiendo de la dimensión empírica (que es testimonial, en este caso), define su objeto51 y configura un cons-

�9 De Certeau, La fábula mística, op. cit., pp.181-2.50 Lo característico de esta “ciencia mística”, será lo que De Certeau llama el “divorcio entre las palabras y las cosas”, en la medida en que “la experiencia, en el sentido moderno del término, nace con la desontologización del lenguaje, a la cual corresponde también el nacimiento de una lingüística”, ibid., p. 150.51 Utilizo el término “objeto” en un sentido particular, por cuanto Dios no es sujeto, en el sentido de “sujetarse” a accidente alguno, pero sí puede ser objeto de reflexión especulativa y de esfuerzos hermenéuticos, teniendo en consideración, empero, que su carácter intrínsecamente misterioso puede no permitir jamás el esclarecimiento. Para los escolásticos, la verdad divina no se cuestionaba, y la racionalidad estaba al servicio de los esfuerzos por explicarla de manera ló-gica, para su comprensión por parte del limitado entendimiento humano. Por lo demás, la “objetividad” de Dios es un tema muy tratado por los místicos tradicionales, en el sentido de que Dios es una realidad “experimentable”, aun cuando el ser humano no la comprenda; de ahí que uno de los criterios de ob-jetividad sea la “certidumbre” que queda en el alma de los místicos después de su experiencia. Hay que señalar, empero, que la inmediatez del conocimiento

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tructo teórico-discursivo coherente que la explica y legitima, estableciendo métodos, hipótesis y fines –la “vía mística”–, aun cuando deba asumir la imposible concordancia entre la cosa y la palabra que la designa: “Esta separación entre una lengua deícti-ca (que muestra y/u organiza) y una experiencia referencial (que escapa y/o garantiza) estructura la ciencia moderna, incluyendo a la ‘ciencia mística’ ”.52 En otros términos, más allá de la necesidad u obligación que pueda tener el sujeto místico de transmitir su vivencia, haciéndola inteligible para los demás por medio del discurso (con su poste-rior textualización, si se requiere), la traducción de la experien-cia mística a palabras tiene una finalidad de mayor escala. Como cualquier fenómeno moderno, la mística de los siglos xvi y xvii buscó la manera de constituir un discurso en torno a sí misma, de transformarse en un sistema, puesto que, más allá de su dimensión pragmática, sólo el lenguaje podía legitimarla ideológica o institu-cionalmente, esto es, darle visibilidad concreta (oficial) dentro del complejo entramado social y religioso que posibilitaba su existen-cia, si concordamos con De Certeau en que “el espacio social […] es la condición de un decir”.53 Una de las tácticas propias de la estrategia legitimadora será la búsqueda y establecimiento de un pasado místico, de una historia mística en la que aparecerán pre-cursores, fundadores, vertientes principales, variantes, y todo un

místico no se compara con la experiencia empírica que privilegiaría el método científico, “puesto que Dios no es objeto posible de los sentidos, ni del cara a cara de la relación interpersonal en el orden humano, incomparable con la condición infinita y absoluta del ‘tú’ divino”. De ahí que los místicos recurran a expresiones como las de “inmediatez mediada” o de un “conocimiento de amor vivido en la fe” (Juan Martín Velasco, El fenómeno místico, Madrid, Trotta, 2003, pp. 330-1). Según esto, lo importante del conocimiento místico es que proviene del amor y va hacia él y, en el caso de la escolástica, que la razón, iluminada por la perfección y voluntad divinas, actúa al servicio de Dios. Uno de los aspectos interesantes del conocimiento místico es que llevaría a una fusión entre sujeto y objeto producto de la contemplación.52 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 150.53 Idem.

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entramado discursivo destinado a argumentar a favor de una larga tradición:

Una nueva “forma” epistemológica aparece, en efecto, en el umbral de la modernidad, con los textos que se dan el título de “místicos” y se contradistinguen, por lo tanto, de otros textos, contemporáneos o pasados (tratados teológicos, comentarios de la Escritura, etc.). [La conformación de una ‘tradición’ mística respondería al] aislamiento de una unidad “mística” en el sistema de diferenciación de discursos que introduce un nuevo espacio del saber. Una forma de practicar de otra manera el lenguaje recibido se objetiviza en un conjunto de delimitaciones y de procesos.5�

Del mismo modo, el diseño de un método con reglas propias resul-tará fundamental para la legitimación racional y social del sistema místico, pues éste tendrá como función “especificar los procedi-mientos intelectuales generales” o “dispositivos mentales”55 que indican el camino a seguir en la vía mística, racionalizándola lo suficiente como para volverla (casi) un procedimiento compro-bable. Esto es lo que vuelve tan moderna a la mística como la entiende De Certeau, pues se vincula con una necesaria (si bien difícil) legitimación social, y con lo que Foucault llamaría las “tecnologías del yo”, que son aquellas que “permiten a los indivi-duos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y sobre su alma, pensa-mientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad”.56 Si bien De Cer-teau no menciona a Foucault a este respecto, lo cierto es que la expresión “tecnologías del yo” sirve aquí para entender cómo el

5� “El aislamiento de esta verdad aparece ya de un modo lingüístico con la mu-tación que hace pasar la palabra ‘mística’ de la condición de adjetivo a la de sustantivo”. Ibid., p. 27; véase además nota al pie del mismo autor.55 Ibid., p. 155.56 Michel Foucault, Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós, 1990, p. �8.

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método místico, una vez racionalizado, posibilita el ejercicio de estas tecnologías sobre el sujeto:

Sobre todo el método [místico] aparece como una manera tem-poral de practicar los lugares; su orden (su ratio) consiste en una historicidad (una serie cronológica de ejercicios distintos) inscri-ta en un plano (una distribución de lugares diferenciados). Es un “discurso” (discursus), una sucesión razonada de figuras de acciones, que se construye por lo demás según el mismo esque-ma formal que la novela (aparece en la misma época que ella). Es, pues, también una novela científica, un relato de viaje, que pone en serie operaciones sucesivas. A fines del siglo xii las pri-meras “oraciones metódicas” presentan el mismo modelo que se encuentra muy pronto, pero ya individualizado, en las bio– o autobiografías, historias-tipo que clasifican operaciones y lugares en recorridos de “progresos” o viajes espirituales.57

Una vez constituido en método, éste puede ser seguido por otros y repetido para lograr efectos parecidos en sujetos diferentes (de ahí su comparación con la novela científica, en la que se busca demostrar una hipótesis que en este caso afirmaría la santidad del protagonista). Así, es la individualización de este modelo la que nos lleva nuevamente hacia la dimensión autobiográfica, pues, como señala De Certeau, además de “novela científica” él método místico podrá tomar la forma de “relato de viajes”, con lo que pondrá en funcionamiento otro conjunto de operaciones basado, en especial, en una sucesión de lugares por los que el protagonista pasa buscando algo (piénsese en el clásico relato de viajes: la Odi-sea). Y no olvidemos que en las primeras páginas de La fábula mís-tica el mismo De Certeau calificaba su libro como relato de viajes, con lo que nos confirma que se trata de una “observación de la observación” o juego de espejos, en el que al observar un objeto o un hecho el observador también se observa a sí mismo. En otras

57 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 155.

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palabras, al estudiar la mística, o, en términos más específicos, el relato místico la propia narración historiográfica de De Certeau tomará una de las formas posibles de encarnación del modelo que observa. El observador, entonces, no está separado de su objeto, sino que aparece implicado en él.

Vinculaciones entre mística e historiografía

Ahora bien, como De Certeau no olvida su perspectiva de inves-tigador de la historia, constantemente buscará vincular el estudio de la mística con el trabajo del historiador. En efecto, la situación del místico, que intenta torpemente traducir su experiencia ine-narrable en palabras, para explicarla y hacerla transmisible una vez que la vivencia extática ha terminado, se asemeja al desafío que enfrenta el historiador que quiere reconstruir un pasado, pues ambos personajes deben afrontar, a su manera, la tensión entre experiencia y lenguaje:

Sin duda alguna hay una continuidad evidente que va de la reli-gión (o de la mística) a la historiografía, puesto que a su vez ellas se han encargado de la relación que una sociedad mantiene con sus muertos y de las reparaciones que continuamente exige el discurso del sentido, desgarrado por la violencia de los conflictos o por el azar. Pero el historiador “calma” a los muertos y lucha contra la violencia al producir una razón de las cosas (una “ex-plicación”) que supera su desorden y certifica permanencias; el místico lucha al fundar la existencia sobre la relación misma con aquello que se le escapa. El primero se interesa en la diferencia como un instrumento de distinción en su material; el segundo co-mo una escisión que establece la cuestión del sujeto.58

Más allá de las diferencias innegables entre mística e historiogra-fía, ambas enfrentan los problemas de todo lenguaje: hablar de

58 Ibid., p. 21.

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aquello que “falta”59 y tener que elegir un modo de narrar –o fabular– lo que ya no está. Y así como una de las características principales de la mística es la de constituirse en lenguaje “tra-ductor” o “transportador”, en un “estilo de escritura [que] es un ejercicio permanente de la traslación [y que] prefiere los modos de empleo a las definiciones aceptadas”,60 también en la historiogra-fía se trata de una cuestión de lenguaje: “el objeto de las ciencias llamadas «humanas» es finalmente el lenguaje, y no el hombre; son las leyes según las cuales se estructuran, se transforman o se repiten los lenguajes sociales, históricos o psicológicos, y no ya la persona o el grupo”.61 Y si en el centro de la historiografía está el ser humano y con ello el lenguaje, la escritura de la historia convierte al ejercicio historiográfico en un juego entre lenguajes o, como diría Jacques Derrida, en una cadena infinita de significantes que nunca logran abordar el significado “original” o primigenio, pues detrás de cada significante hay otro significante, todo lo cual hace que el sentido o significado se “difiera” (de ahí el sentido del término diffèrance) al infinito.62 Por ello nos interesa especialmente el vínculo que el mismo De Certeau establece entre mística e historiografía, pues constituye, como señalábamos al final del apartado anterior, el engranaje para que el autor observe su propia observación del pa-sado, la cual no será otra cosa que, según sus propias palabras, “un relato de viajes, fragmentado por el recurso a métodos diversos (históricos, semióticos, psicoanalíticos), cuya maquinaria permite definir sucesivamente ‘objetos’ accesibles en una realidad inacce-sible”.63 De ahí que el mismo De Certeau se burle de su intento, pues considera que no es más que un esfuerzo vano por asir un

59 De Certeau, “Historia y estructura”, op. cit., p. 113.60 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 1�5.61 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 205.62 Cfr.. Jacques Derrida, La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Barcelo-na, Paidós, 1986.63 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p. 2�.

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secreto que jamás podrá poseer, en la medida en que (des)aparece, constantemente diferido. Sin embargo, las dificultades para asir el sentido no deben desanimar al investigador, quien, además de esforzarse por entender el aspecto “interior” y secreto de la expe-riencia mística, debe considerar sus múltiples vinculaciones con-textuales, por más ocultas que parezcan:

Más aun, en esta perspectiva, el hecho religioso parece indisocia-ble de un equívoco. En efecto, no enuncia el proceso que lo expli-ca; habla de Dios, de gracia, de liberación por la fe. Pero lo que da cuenta de él es su relación con el dinamismo organizador de un sistema social o de una estructuración psicológica. En suma, el contenido religioso oculta las condiciones de su producción; es el significante de otra cosa de lo que dice; es una alegoría por descifrar, el disfraz de un modo de producción que el análisis científico se da la tarea de reconstruir.6�

De este modo, el sociólogo o el historiador interesados en estudiar los fenómenos religiosos del pasado deberán fijarse, por ejemplo, en el funcionamiento de las jerarquías eclesiásticas de la época, en la situación en que se ven envueltos aquellos cristianos que se enfrentan a “una sociedad cuyas estructuras dejan progresivamen-te de ser religiosas”,65 en las coerciones sociales a las que se ven so-metidos dichos cristianos en tanto “minoría”; en fin, todo aquello que caracteriza el “nuevo funcionamiento del cristianismo”66 en la sociedad de la época. En cuanto a la vinculación con las estruc-turas psicológicas, De Certeau intentará entender toda práctica, toda búsqueda humana a partir de la nostalgia causada por lo separado, por la pérdida de lo Uno, por aquella “carencia” original que moviliza el deseo (“el fantasma de lo único regresa siempre”):67

6� De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 201.65 Idem.66 Idem.67 De Certeau, La fábula mística, op. cit., p.1�.

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y considerará que los místicos que florecieron entre los siglos xiii y xvii intentaron enfrentar dicha ausencia a través de una serie de ejercicios y procedimientos que apuntaban a dialogar con ese “otro” ausente, asumiéndolo como tal; sin embargo, fueron deportados por la ortodoxia cristiana a la región de la fábula, por cuanto su lenguaje parecía solidario con el habla de los locos, de los analfabetos o del cuerpo, aun cuando el propio cristianismo se funda en una ausencia: la del cuerpo de Cristo. Del mismo modo, De Certeau relaciona los movimientos es-pirituales que se han dado a lo largo del tiempo con sus contextos históricos respectivos a manera de síntoma (en el entendido psi-coanalítico de que el síntoma habla de lo que le pasa al cuerpo); es decir, que cada época tendrá sus propios movimientos espirituales y no otros, pese a que puedan cumplir funciones semejantes en uno y otro momento:

Cada cultura, pues, tiene un excelente “revelador” en los grandes movimientos espirituales que jalonan su historia. Son los pro-blemas nuevos y la evolución de una sociedad, sus trastornos y aspiraciones los que explotan en vastas pulsiones religiosas. Así, en la Edad Media, la cruzada recorre y franquea el espacio para alcanzar el extranjero y el más allá de la historia, es “sublimación política”, “expresión de necesidades elementales y vitales del ser colectivo”, acto pánico de salvación común. De igual modo, la valorización, y luego la crítica, de la “pobreza” espiritual trae apa-rejado un desarraigo colectivo que renueva, y después desquicia, toda una sociedad. En el siglo xvi, los grupos de “iluminados” (Alumbrados, Recogidos o Dejados), fascinados por la experiencia subjetiva, son los testigos del pasaje que conduce de una angelo-logía y una cosmología a una psicología religiosa a través de un desencanto de la tradición. A mediados del siglo xvii, mientras que la política se hace laica, el nacimiento de las “sociedades es-pirituales” marginales expresa una “vida mística” que se distin-gue de las reglas objetivamente impuestas por las instituciones cristianas o por capricho del rey, y prefigura la “devoción” que

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reaccionará en el “siglo de las Luces” a través de institutos tales como “la congregación de idiotas”.68

Esto quiere decir que en cada uno de los casos de espiritualidad a lo largo de la historia, incluyendo los que suceden en la actua-lidad, “el lenguaje de un momento cultural resulta nuevamente empeñado en una posición ‘espiritual’, pero implica una conste-lación de otras modalidades, análogas o diferentes, siempre «co-herentes» respecto del todo”.69 En otras palabras, los fenómenos o movimientos espirituales de cada época no pueden ser separados de sus propios contextos, pues nos hablan de ellos; esto, al mis-mo tiempo, explicaría la “separación” radical de que hablaba De Certeau entre su propio presente espiritual y ese pasado, también espiritual, pero ya separado, diferente, muerto, irrecuperable. Se trata, en suma, de “las estructuras de una sociedad, el vocabu-lario de sus aspiraciones, las formas objetivas y subjetivas de la conciencia común [las cuales] organizan la conciencia religiosa”,70 y que la ponen de manifiesto mediante los lenguajes espirituales, que precisamente llevan a la superficie (consciente) aquello que se mantiene oculto como deseo (subconsciente). Así, “un tipo de so-ciedad y un equilibrio cultural (incluyendo esos elementos esen-ciales que son la significación del poder, la concepción social del matrimonio, etcétera) se traducen en la problemática de la expe-riencia espiritual”,71 lo que implica que cada nuevo momento va a reinterpretar las nociones tradicionales, pues “las mismas ideas o las mismas definiciones, no tienen ya el mismo alcance ni la misma función en el lenguaje nuevo en que son retomados”.72 Por ello, De Certeau ve insoslayables vinculaciones entre la mística y las distintas manifestaciones culturales de los siglos xvi y xvii:

68 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., pp. �8-9.69 Ibid., p. �9.70 Idem.71 Idem.72 Idem.

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[…] entre la audacia conquistadora del explorador en busca de “rarezas” y el itinerario “místico” jalonado de experiencias “ex-traordinarias”, entre la mentalidad del colonizador y la espiritua-lidad del misionero, entre la toma de conciencia de la cuestión social y la temática espiritual del obrero de Nazaret o del “pobre” moderno, ¿no hay también interferencias y coherencias?73

El autor introduce, así, la variable temporal o contextual en la cuestión religiosa, haciendo conexiones entre los distintos (y di-versos) fenómenos que se dan en un mismo momento histórico. Con esta perspectiva, se aleja de la mirada esencialista respecto de la espiritualidad (que afirma su atemporalidad), lo que puede traerle problemas, piensa, con la “institución” religiosa en la que se inserta, la cual ha acusado en otras ocasiones a la sociología de las religiones de exteriorizar el fenómeno espiritual. Demostrando que es conciente de su “lugar social”, sospecha que sus pares po-drían tacharlo de superficial o trivial, por lo que anticipa su defen-sa diciendo que “lo esencial no está fuera del fenómeno; éste, por lo demás, es la forma de la conciencia, estructura la experiencia de lo esencial entre los cristianos y entre los propios místicos”.7� Es decir que el fenómeno espiritual o religioso, sujeto al tiem-po, contiene una esencia que, si la pensáramos desde un punto de vista heideggeriano, tendríamos que asumirla en el tiempo y no de manera atemporal, no separada de su contexto. Desde esa perspectiva, “para afirmar un esencial inmutable en la experien-cia habría que fiarse, pues, de la inmutabilidad de una parte de su vocabulario”.75 Si el lenguaje cambia, lo hace para responder a nuevos horizontes de experiencia, nuevos contextos, a todo lo cual el nuevo lenguaje se acomoda. Y si la mística es un lenguaje, este lenguaje aparece incardinado en su contexto de emergencia, pues responde a él, aun cuando no pueda asirlo por completo. Por

73 Ibid., p. 50.7� Idem.75 Idem.

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ello, para De Certeau el contexto no será un simple marco ni un decorado, sino aquello que da forma a la experiencia y posibilita su expresión: “Una cultura es el lenguaje de una experiencia es-piritual”.76 Así, la vivencia religiosa no puede sino encarnarse en sujetos concretos, lo que lleva a la paradoja de que “toda espiri-tualidad tiene un carácter esencialmente histórico”77 y, en el caso específico de la espiritualidad europea de los siglos xvi y xvii, ésta será indisociable de los acontecimientos que afectaban la vida de las personas en dicha época. Ya que hemos mencionado la institución, con la cual cada sujeto en la sociedad se relaciona inevitablemente, De Certeau afirmará que, en el caso de los místicos, se trata de una relación compleja, pues al parecer para ellos “la institución misma es lo otro con relación a su delirio y que sólo cumpliendo ella esta función tiene pertinencia”.78 Según esto, en su discurso lo otro no desapa-recería, sino que permanecería como “antinomia entre el nombra-miento, poema que nada autoriza, y por otra parte la institución que busca controlar, retomar, alterar el poema y sólo dejarlo cir-cular en versiones comentadas o corrompidas”.79 Sin embargo, De Certeau se pregunta lo siguiente: “Se trata de saber si, al rechazar remplaza [sic] la institución por un delirio, el místico no está en la situación de alinearse a ella y, por esta adecuación, de eliminar lo otro y retornar a lo mismo”,80 lo que constituiría el “juego” de la institución, esto es, permitir que los místicos la denosten, pero enseñándoles al mismo tiempo el lugar que pueden o no pue-den tener, utilizándolos incluso para su propio beneficio. Ese es el gran problema con la institución: aparentemente todo lo regula, incluso el delirio místico, al que le asigna un locus específico:

76 Ibid., p. 51.77 Idem.78 De Certeau, Historia y psicoanálisis, México, Universidad Iberoamericana/De-partamento de Historia, 1ª ed. en español, 1995 (1987), p. 135.79 Idem.80 Ibid., p. 136.

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[…] la institución no es únicamente la epifanía engañosa de un ideal del yo que permitiría la producción de creyentes. No sola-mente un conjunto de procesos generadores de credibilidad […]. No solamente una relación entre lo sabido y lo callado, manera en la cual Freud interpreta la institución sacerdotal; se constituye al callar el asesinato que sabe […] Quizá más bien hay que buscar en la línea reciente y momentáneamente esbozada por Teresa de Ávila y otros, que deseaban entrar en un orden corrupto y que no esperaban de ello, por lo tanto, ni su identidad ni su reco-nocimiento, sino la sola alteración de su necesario delirio. Esto sería encontrar en la institución a la vez la seriedad de lo real y la sinrazón de la verdad que ella enuncia.81

Esta mirada, en la cual siempre hay un marco institucional dentro del cual pueden encontrarse “lugares” de disidencia, le permite a De Certeau identificar ciertos loci que hoy en día corresponderían a los que antaño ocupaba el discurso místico. En otras palabras: si se considera que para los místicos “caminar es querer perder el paisaje y la ruta”82 y que la mística “se lleva a cabo como un proceso que desvanece los objetos de sentido, comenzando por Dios mismo, como si tuviera por función clausurar una episte-me religiosa al borrarse a sí misma, y producir de esta manera la noche del sujeto que marca el fin del día de la cultura”,83 se trata de un rol disruptivo, crítico y de denuncia que, “en relación con nuestro tiempo” puede encontrarse, “con una función histórica semejante” en ciertos desarrollos analíticos que

[…] trabajan por manifestar la deserción de una cultura por sus representantes (“burgueses”) y, por este debilitamiento de una economía productora de sentido, cavan el lugar de una otra que sería el más allá de lo que sostiene aún la crítica analítica. A este respecto, la mística y el psicoanálisis presuponen, ayer con

81 Idem.82 Ibid., p. 12�.83 Idem.

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relación a las Iglesias “corruptas”, hoy a través del “malestar en la cultura”, la experiencia, tan “clara” e intolerable en Schreber [de] “que hay –para hablar como Hamlet– algo podrido (faul) en el reino de Dinamarca.8�

Sacar a la luz la putrefacción oculta dentro de la sociedad y den-tro de la institución, es el papel que en su momento cumplió el discurso místico (en su movimiento de rechazo al mundo), tanto como buscaría actualmente hacer el psicoanálisis (no como recha-zo al mundo, pero sí como profundización en el subconsciente) y que suponemos debería hacer el discurso historiográfico, en-tendido como una práctica social que no sólo debe observar las estructuras evidentes, sino también observar su propia observa-ción, para llegar a identificar aquellas estructuras que subyacen en latencia y poder hacer manifiesto aquello que en la superficie permanece oculto. Luhmann lo explica así:

Igual que el psicoanálisis, la sociología tiende a hablar desde hace tiempo de estructuras y funciones latentes. Dejamos de lado la dudosa terminología del “inconsciente”, que –puesto que las co-sas indicadas con el prefijo “in” no existen –sólo revela que el hablante habla sobre sí mismo. Para nosotros es suficiente el con-cepto de latencia, que se utiliza –de manera inofensiva– para des-cribir estructuras que sólo pueden hacerse visibles con el auxilio de análisis estadísticos. En parte designa estructuras y funciones sobre las que no se puede tener comunicación […] El problema de la latencia se centra luego en la cuestión de cómo se pueden observar las distinciones que utiliza un observador para indicar algo, y que por eso en el momento de su utilización operativa no son observables. Y la respuesta debería ser: sólo con el auxilio de otras distinciones para las que vale lo mismo. Por lo tanto sólo con el auxilio de una observación de segundo orden, que a su vez debe ser una operación y una observación de primer orden,

8� Idem.

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es decir, una observación de un observador que ante todo debe ser distinguido como tal.85

La observación de la observación, por tanto, acompañada de un aparato analítico adecuado (un conjunto de “operaciones”), per-mitiría eventualmente acercarse a aquella “ausencia” de que habla constantemente De Certeau y poner de manifiesto lo latente que en ella se oculta. No obstante, no debemos olvidar que por tra-tarse de un mundo hecho a base de lenguajes (sociales, políticos, gestuales, verbales), siempre habrá un espacio de indeterminación que ni el discurso místico ni el historiográfico podrán asir. Como afirma Jacques Derrida respecto de la escritura:

“Las lenguas están hechas para ser habladas, la escritura no sirve más que de suplemento al habla… El habla representa al pen-samiento por signos convencionales, y la escritura representa del mismo modo al habla. Así, el arte de escribir no es sino una representación mediata del pensamiento”. La escritura es peli-grosa desde el momento en que la representación quiere hacerse pasar por la presencia y el signo por la cosa misma. Y existe una necesidad fatal, inscripta en el propio funcionamiento del signo, de que el sustituto haga olvidar su función de vicariato y se haga pasar por la plenitud de un habla cuya carencia y flaqueza, sin embargo, no hace más que suplir.86

De este modo, la técnica del historiador, que consiste en escribir la historia, funcionaría como un suplemento de los hechos, un aña-dido que se hace pasar por la historia misma pero que no logra ocultar la ausencia que pretende abordar. Derrida dirá que “el

85 Niklas Luhmann, “¿Cómo se pueden observar estructuras latentes?”, en Paul Watzlawick y Peter Krieg (comps.), El ojo del observador, Barcelona, Gedisa, 1991, pp. 66-7.86 Jacques Derrida, De la gramatología, 8ª ed. en español, Buenos Aires, Siglo xxi, 2005, p. 185.

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signo es siempre un suplemento de la cosa misma”87 y de esto no se escapa el discurso historiográfico. Por lo menos puede evitar la mistificación y las generalizaciones situando siempre su objeto de estudio –y su mirada– en el tiempo.

A modo de cierre

Al estudiar el fenómeno de la mística, más allá de su contexto histórico específico y asumida ya tanto la separación radical del observador respecto del pasado como la insuficiencia de la escri-tura para narrar la experiencia, De Certeau busca establecer la función de dicho fenómeno espiritual dentro del entramado so-cial de su época, función relacionada con un lugar social ocupado por los sujetos místicos dentro de una institución que permitía y prohibía determinadas acciones y discursos. Esta mirada es al menos triple en cuanto “psicoanalítica, cristiana y política”,88 y sitúa a De Certeau en un lugar de observación de segundo orden (observación de la observación o meta-observación), por cuanto al observar el fenómeno místico asumiéndose como observador, por un lado se ve a sí mismo como sujeto separado (no obstante reli-gioso, por lo tanto con cierta continuidad) y por el otro observa la sociedad que lo rodea, en la cual hay, pese a la aparente separación radical respecto del mundo de los místicos, ciertas continuidades. Así, como afirmábamos antes, la mística habría cumplido ciertas funciones en su época que hoy en día tal vez esperen cumplir ins-tancias como el psicoanálisis y la misma práctica historiográfica, la cual, reconociendo la diferencia y al mismo tiempo la conti-nuidad con ese pasado que intenta observar, y conservando la visión del propio lugar social (por tanto institucional) del histo-riador dentro de dicho proceso de diferencia/continuidad, puede sacar a la luz aquello que permanece muerto y ausente, logrando

87 Idem.88 De Certeau, Historia y psicoanálisis, op. cit., p. 13�.

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hacer hablar al pasado, develarlo. Así, la observación de los fenóme-nos del pasado por parte de un sujeto que se mira observar (lo que lo convertiría en individuo moderno, en el sentido de Luhmann y en cuanto tal, diferente/heredero de dicho pasado), permite en-tender el momento presente desde el cual dicho observador quiere hacer hablar al pasado. De Certeau, no obstante, sigue con dudas, cuya aclaración deja en manos de cada historiador:

¿Puede la historia garantizar una comunicación con el pasado? ¿Logrará descubrir a los cristianos y jesuitas de ayer tal y como fueron, sin convertirlos en baratijas y argumentos, sin transfor-marlos en esos “queridos desaparecidos” maquillados según las exigencias de una teología o de una apologética, destinados a satisfacer nuestras avideces, nuestros miedos o nuestras polémi-cas? No hay historia verdadera que no aspire a este encuentro, que no aceche la resistencia de los otros, y que no experimente o no fomente esa herejía del pasado respecto del presente. A esa función de la historia le corresponde, le debe corresponder una pasión del historiador.89

89 De Certeau, La debilidad de creer, op. cit., p. 77.

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*Este artículo es el resultado de una investigación original e inédita.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

La transformación de la historia como problema teórico. Una relectura de la obra de Michel Foucault*

FeRnanDo BetancouRt MaRtínez

Universidad Nacional Autónoma de México-IIH

ResumenEl presente artículo busca establecer un marco explicativo para abordar el proceso de transformación de la disciplina histórica a lo largo del siglo xx. Considera que este proceso está vinculado con los aspectos teóricos de la disciplina que resultan ser determinantes para definir su naturaleza y límites cognitivos. La tesis central plantea que la historia se modificó a tal punto que no puede ser considerada como ciencia humana, tal y como lo sostuvo el historicismo; por el contrario, como forma de saber se refiere a una racionalidad operativa conectada de manera fundamen-tal con el campo de la investigación social. Es a partir de esta relación como se vuelve posible establecer su base epistemológica. En la obra de Michel Foucault, en particular en su crítica a las ciencias humanas, se localizan herramientas reflexivas que permiten establecer ese marco ex-plicativo, así como legitimar la tesis que desarrolla el autor. Ésta supone la necesidad de estudiar los modos en que se han recuperado los trabajos de Foucault en términos historiográficos.

Palabras clave: teoría de la historia, ciencias sociales, Michel Foucault, historicismo, epistemología, filosofía de la historia.

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hiStory tranSforMation aS a theoretical proBleM. Michel foucault’S work rereadinG.This article seeks to articulate an explicative approach framework of his-torical discipline transformation process along xx century. It considers that this process is connected with theoretical aspects of the discipline which re-sults determining on defining its nature and cognitive limits. The central thesis ensures that History changed so much, that it cannot be considered as a Human Science on the way Historicism said; on the contrary, as a way of knowledge, it refers to an operative rationality which is fundamentally connected with social research field. As from this relation it is possible to set up its epistemological basis. On Michel Foucault´s work, particularly on his Human Sciences criticism, are located reflexive tools which help to set that explicative framework as well as to legitimize the author thesis. This is why it is considered necessary to study how had been recovered its works, on historiographical terms.

Key words: Theory of history, social sciences, Michel Foucault, histori-cism, epistemology, philosophy of history.

Introducción

l presente escrito busca recuperar el texto quizás más famoso escrito por Michel Foucault, texto que, al mismo tiempo, ha

sido considerado como un trabajo particularmente críptico para la reflexión teórica de la historia. Me refiero por supuesto a Las pa-labras y las cosas. Parto de considerar que la arquitectura de este li-bro está constituida por diferentes estratos o niveles que soportan, a su vez, la posibilidad de múltiples interpretaciones. El objetivo consiste en aislar uno de estos estratos, delimitar sus potenciali-dades analíticas y traducirlas hacia un conjunto de cuestiones que no están necesariamente conectadas, ni con las temáticas recono-cidas como contenido del texto, ni con las posturas filosóficas asumidas por el propio Foucault. La hipótesis que busco acreditar es la siguiente: a partir de este libro, en particular de su último capítulo –“Las ciencias humanas”– es posible armar un esquema

E

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que resulte adecuado para explicar el proceso de transformación disciplinar de la historia, ocurrido a lo largo del siglo xx. Como asunto derivado de esta suerte de tesis general, interesa mostrar por qué la historia no puede simplemente ser definida des-de el concepto de ciencia humana. Como se trata de una situa-ción particularmente crucial para el historicismo decimonónico, su derrumbe a partir de los años 30 del siglo pasado estableció una disposición diametralmente diferente. Su vinculación con la investigación social, relación que le permitió articular tanto pro-cedimientos como modelos conceptuales que resultaron cruciales para la continuidad de la propia disciplina, introdujo una suerte de desantropologización que terminó por desautorizar su fundamen-tación teórica convencional, esto es, entenderla como ciencia del espíritu. La situación a la que condujo este proceso de transforma-ción consolidó a la disciplina como una modalidad de racionalidad que se encuentra en íntima conexión con las formas contempo-ráneas de lo pensable, antes que como una estructura cognitiva que produce conocimientos sobre realidades humanas pasadas. De ahí que sus potencialidades tengan más que ver con in-crementos de carácter reflexivo que con la acreditación objetiva de sus resultados de investigación. Dos tipos de cuestiones están, por tanto, en el centro de la discusión a la que se alude aquí: ¿es posible derivar otros funcionamientos textuales, en este caso de la obra foucaultiana, que legítimamente rompan sus estables vinculaciones hermenéuticas? Se entiende que dicha cualidad sólo se encuentra en relación con el contexto filosófico y con las habi-tuales recurrencias historiográficas que se han manejado hasta el momento. Por otro lado, este poner en conexión un dispositivo textual con cuestiones que no se encontraban en su original mar-co de recepción, ¿tiene implicaciones teóricas relevantes para la propia historia? Esta segunda cuestión se destaca de manera parti-cular, puesto que el problema de su propia historicidad resulta ser el más apremiante, no sólo como instancia de definición de sus contenidos y límites, sino de su propia naturaleza teorética.

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¿Existe una recepción historiográfica de la obra de Michel Foucault?

Las relaciones entre el trabajo de los historiadores y las obras de Michel Foucault, particularmente aquellas donde el filósofo fran-cés desarrolló un enfoque retrospectivo o propiamente histórico, han sido objeto de múltiples artículos, libros, comunicaciones en congresos y colaboraciones varias.1 La multiplicidad de trabajos, estilos interpretativos así como instrumentales analíticos, parece-rían señalar el problema abordado como una cuestión ya saldada a plenitud. Aún cuando los diversos acercamientos han obedeci-do a diversos dictados, ya sea de modas pasajeras o de motivacio-nes sistemáticas de gran rigor, o bien han sido formas de asegurar acreditación en el ámbito de una institución académica en el peor de los casos, las intensificaciones, así como la caída en un desinte-rés quizá motivado por el hartazgo, asegurarían la pertinencia de una apreciación como la anterior. Frente a ello, resaltan vertientes historiográficas que, recono-ciendo el valor no sólo heurístico de la obra foucaultiana, sino su apertura a modalidades de investigación de las que se han seguido procesos de delimitación de nuevos objetos de estudio; por ello, más que desmentir la impresión de algo consumado la han legiti-

1 De entre una amplia gama de trabajos aquí sólo puedo citar unos pocos: Fran-cisco Vázquez García, Foucault y los historiadores, Cádiz, Universidad de Cá-diz, 1988; Foucault: la historia como crítica de la razón, Barcelona, Montecinos, 1995. De Miguel Morey la colaboración titulada “M. Foucault y el problema del sentido de la historia”, en Discurso, poder, sujeto. Lecturas sobre Michel Foucault, Ramón Máiz( comp.), Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1986, pp. �5-5�. En lengua inglesa, el trabajo imprescindible de carácter colectivo editado por Jan Goldstein, Foucault and the Writing of History, Oxford, Blakwell, 199�. Como representante de una recuperación francesa de la obra de Foucault en clave historiográfica está el texto de Roger Chartier, Es-cribir las prácticas: Foucault, de Certeau, Marin, tr. Horacio Pons, Buenos Aires, Manantial, 1996. Si agregamos los múltiples artículos en revistas especializadas en historia, Annales, History and Theory, Journal of Modern History, Historical Reflections, entre otras, la lista seria interminable.

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mado por el camino contrario: intentando llevar a cabo las apor-taciones de Foucault como líneas de investigación consolidadas y de gran productividad, han terminado por mostrar los límites de una recuperación que quizá no era tan pertinente como se pensa-ba. El caso de las investigaciones dedicadas a la locura y a las insti-tuciones psiquiátricas no es el único que puede traerse a colación aquí; un destino no tan diferente le esperaba a las temáticas de la sexualidad o de la penalidad carcelaria moderna. En un principio proclamaban una suerte de fidelidad a las posturas arqueológicas, genealógicas o, si se quiere, difusamente foucaultianas, pero sólo han podido asegurar sus prestaciones esencialmente historiográfi-cas, y con ello alcanzado rigor interpretativo y profundidad analí-tica, a condición de romper con tal fidelidad. En todo caso, no todo estaba ya escrito en las investigaciones históricas de nuestro autor, incluso si agregamos aquellos esbo-zos programáticos que esperaban una conclusión futura.2 Estos textos, pequeños en términos de extensión, pero que amparaban desarrollos de gran complejidad, se entienden precisamente como anuncio de lo que estaba por venir. Así, El orden del discurso, Nie-tzsche, la genealogía y la historia o Hermenéutica del sujeto, sólo por poner algunos ejemplos e, incluso, como es el caso de este último, a pesar de ser recopilaciones de cursos impartidos en el Colegio de Francia, prescribían umbrales a partir de los cuales entender esos giros imprevistos en un itinerario intelectual que no se ajus-taba necesariamente a los ritmos de una continuidad.3 Recusando

2 El caso paradigmático es sin duda ese pequeño texto titulado Nietzsche, la ge-nealogía, la historia, versión castellana de José Vázquez Pérez, 3ª ed., Valencia, Pre-Textos, 1997.3 Resulta hasta cierto punto una ironía el hecho de que interpretaciones globales sobre la obra de Foucault postulen, como petición de principio, la conveniencia de entender las rupturas –o sea discontinuidades– como fenómenos de superfi-cie, mientras las profundidades se tejen como continuidad de un mismo impul-so. Eso, aplicado a un autor del que se admira particularmente, como baluarte teórico y metodológico, su combate por una historia de las discontinuidades, no deja de ser una hipoteca difícil de pagar. Me incluyo en este rubro de dificultades

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su carácter eminentemente provisional, en no pocas ocasiones las lecturas hechas por historiadores o por interesados en la labor his-toriográfica, han creído encontrar en estos textos claves interpre-tativas globales de naturaleza tal que podían extrapolarse de forma válida a otras aplicaciones. Asumiendo que la caracterización siguiente resulta muy es-quemática, tiene valor de indicio respecto a dos posibles rutas de apropiación. Según Patxi Lanceros, se pueden agrupar en dos grandes categorías los estudios que han planteado pautas interpre-tativas dominantes durante cierto tiempo. En primer lugar están aquellos

que contemplan la obra de Foucault como una sucesión de mé-todos (arqueología, genealogía, analítica o hermenéutica). Una opción como ésta parte de un supuesto previo que se mantiene indemostrado: como sucesión metodológica, la obra en su con-junto es un continuo ensayo que no termina de cristalizar sino hasta el final y por tanto cuando adopta sin ambigüedades la opción hermenéutica.�

Precisamente en su acabamiento se puede presentar una de dos opciones: o se admite la necesidad de completar lo que Foucault mismo dejó inconcluso en cada apartado metodológico, cosa muy difícil, o se apuesta por la necesidad de quemar etapas e ir de manera directa al método finalmente válido. En el primer caso se rechaza el tamiz de provisionalidad de los procedimientos metodológicos primeros, lo cual lleva a in-teresarse por la labor de concluir cada uno de ellos: así, se pude hacer historia arqueológica cuando se completen teoréticamen-

hermenéuticas con mi libro: Historia y lenguaje. El dispositivo analítico de Michel Foucault, México, unam-iih/inah, 2006. Véase, para un contexto diferente, el interesante trabajo de Óscar Martiarena, Michel Foucault: historiador de la subje-tividad, México, itesm/El Equilibrista, 1995.� Patxi Lanceros, Avatares del hombre. El pensamiento de Michel Foucault, Bilbao, Universidad de Deusto, 1996, p. 18.

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te los huecos dejados por el propio autor. Idéntico tratamiento aguarda a un proyecto de historia entendido como analítica del poder (genealogía). Se podría, al final, cosa que no deja de ser un ideal que mucho dice respecto a la propia historiografía, usar el binomio metodológico dependiendo del tipo de objeto de estu-dio. De tal forma que si se trata de una historia de la locura es menester aplicar el método arqueológico, e igualmente cuando se trate de elaborar una “historia intelectual” del tipo que sea. Pero si el objeto de estudio son las instituciones políticas del mundo moderno, entonces la aplicación recae en una analítica del poder al estilo nietzscheano. Como segunda actitud y tratando de evitar el trabajo com-plejo de poner en orden los procedimientos de edificios teóricos incompletos, se precisa circunscribirse a la “tercera etapa”, esto es, a las denominadas técnicas de subjetivación y ello con el fin de de-limitar el método preciso de carácter hermenéutico que se localiza en el desplazamiento que va de la gobernabilidad a la historia de la sexualidad.5 Aquí la problemática, a pesar de seguir circunscrita a una traducción metodológica, es de diferente naturaleza que la que acarrea la anterior postura. Siendo la etapa donde Foucault se muestra decididamente interesado por la cuestión de la subjetivi-dad, más precisamente, por el tipo de preocupaciones éticas que han precedido la temática de lo sexual, de manera explícita marca una diferencia que tiene que ser tomada en serio entre el tipo de investigación plasmada en los dos últimos volúmenes de su Histo-ria de la sexualidad y el trabajo particular de los historiadores. En la introducción al libro El uso de los placeres, escribió:

Los estudios que siguen, como otros que emprendí antes, son es-tudios de “historia” por el campo de que tratan y las referencias

5 Miguel Morey, “La cuestión del método”, Introducción al libro de Michel Foucault, Las tecnologías del yo, tr. Mercedes Allendesalazar, Barcelona, Paidós/Universidad Autónoma de Barcelona, 1996, pp. 16-7.

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que toman, pero no son trabajos de “historiador”. Esto no quiere decir que resuman o sinteticen el trabajo hecho por otros; son –si se quiere contemplarlos desde el punto de vista de su “pragmáti-ca”– el protocolo de un ejercicio que ha sido largo, titubeante, y que ha tenido la frecuente necesidad de retomarse y corregirse. Se trata de un ejercicio filosófico: en él se ventila saber en qué medida el trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamien-to de lo que piensa en silencio y permitirle pensar de otro modo.6

Tal distancia marca claramente la diferencia, ya no sólo metódi-camente expresable, entre lo que el propio Foucault señala en este mismo texto bajo el rubro “problematizaciones” y una historia de los comportamientos y de las representaciones; estos últimos, ejemplos acabados de la tónica dominante en los estudios históri-cos. Por más que pueda afirmarse que Foucault enfrentó proble-mas filosóficos a partir de investigaciones históricas, la diferencia no puede obviarse al punto de extrapolar un pretendido méto-do –en todo caso, ¿cuál sería el método empleado en la historia de la sexualidad?– cuya adaptación a objetivos distintos no quede comprometida de antemano. Cabe resaltar que la recuperación propiamente filosófica de la obra foucaultiana no ha pasado nece-sariamente por el tamiz de lo procedimental, situación que mues-tra que las posibles recepciones, e incluso las traducciones que permiten desarrollar trabajos reconocidos bajo su estela, están ya circunscritas a esferas institucionales que actúan de manera de-terminante. El tipo de actitudes que mostraron los historiadores vinculados a Annales y ya documentadas de manera suficiente, no es el único que puede mencionarse para ilustrar lo anterior.7

6 Michel Foucault, Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres, tr. Martí So-ler, México, Siglo xxi, 986, p. 12. Véanse también, de Gilles Deleuze, su estudio titulado Foucault, pról. Miguel Morey, tr. José Vázquez Pérez, México, Paidós, 1987, p. 151.7 Cfr., Francois Dosse, La historia en migajas. De Annales a la “nueva historia”, tr. Francesc Morató i Pastor, México, uia/Departamento de Historia, 2006, pp. 17� y s.

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En cualquiera de los dos casos mencionados hasta aquí, una cosa salta a la vista: las orientaciones que pueden ser caracterizadas como teóricas, y que presiden los trabajos suscritos por Michel Foucault, no han sido materia de recuperación historiográfica de manera global y unitaria. Incluso en trabajos que se han inscrito bajo el intento de una reformulación del trabajo del historiador a partir de sus orientaciones filosóficas, por ejemplo el problema de una visión historiográfica de las prácticas sociales y culturales, o más aún, la crítica a los supuestos realistas que asumen la existen-cia de invariables por debajo de las fluctuaciones históricas, han terminado o empezado por reducir tales cuestiones a una modali-dad de carácter metodogógica.8 Pero ése ha sido un gesto que para muchos comentaristas, entre los que me incluyo, es definitorio del esfuerzo reflexivo que ha encontrado cabida en los marcos dis-ciplinarios, por lo menos del historicismo para acá; esto es, las discusiones teóricas en historia deben encontrar casi de manera natural una vía metodológica de aplicabilidad exponencial. Lo que no supone negar que incluso las posturas teoréticas más complicadas hayan impactado de diversas maneras y moda-lidades la investigación histórica, empezando por la francesa mis-ma. Planteamiento que no es coincidente con el penoso esfuerzo de buscar métodos, los mejores posibles, que aseguren resultados cada vez más atinados. Un esquema interpretativo como el que se delimita en este caso es más importante por lo que deja fuera del recuento que por lo que incluye: un conjunto mucho más amplio de textos foucaultianos, entre ellos los considerados me-nores, que aquellos incluidos en una recapitulación de grandes estudios sistemáticos. No es un dato meramente marginal el que esta multiplicidad de textos –número que no deja de crecer cada tanto a pesar de la muerte del autor– se resista a una categorización o clasificación a partir de identidades metodológicas.

8 Paul Veyne, “Foucault revoluciona la historia”, en Cómo se escribe la historia, tr. Joaquina Aguilar, Madrid, Alianza, 198�, p. 199.

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Regresando a la caracterización propuesta por Lanceros, una segunda tónica de recepción de los textos foucaultianos ha consis-tido en privilegiar, ya no métodos, sino temas de estudio constitui-dos y dispuestos de manera atrayente para los historiadores. No es simple paralelismo el que esta ordenación sea también triádica de igual manera que la supuesta “sucesividad” de los métodos. Así, frente a la triada metodológica, –arqueología, genealogía y herme-néutica–, encontramos una serie de temas ya legitimados por las investigaciones de nuestro autor: saber, poder, sujeto.9 En tanto estas temáticas no estén ligadas por algún índice de necesidad con guías metodológicas, su manejo muestra una mayor flexibilidad y adaptación incluso a marcos, digamos metodológicos, que no reconocen vinculación alguna con postulados foucaultianos. En este punto la limitación se refiere a un asunto central. El hecho de que se aluda a objetos de investigación como el poder, da pie a considerar que, como cualquier otra temática se define una esfera de realidad susceptible de estudio sistemático. Lo cual acarrea una presunción de identidad entre el concepto (saber, poder, sujeto) y la substancia correspondiente en el ámbito de lo social. Peligro resaltado una y otra vez por los comentaristas, pero que no conoce barreras de contención cuando de lo que se trata es de abordar temáticas novedosas, frente aquellas otras consideradas anacró-nicas –por ejemplo, frente a esa vieja historia política–, como úni-co criterio para encarrilar el sentido crítico de la historia. Según esto, tales temáticas arrojarían luz sobre aquello que ha sido ocul-tado por una historia previa fuertemente ideologizada a tal punto que terminarían aportando un correctivo a esa suerte de orfandad de teoría de la que ha padecido la disciplina histórica.

La teoría de la historia en un horizonte histórico

En sentido contrario a lo hasta aquí expuesto, ahora se trata de hacer funcionar el texto en una dimensión diferente, en otro es-

9 Lanceros, Avatares del hombre, op. cit., p. 18.

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pacio de ajuste, con el fin de medir sus posibilidades reflexivas. Una reactualización que intenta aislar ciertos momentos teóricos, determinadas estructuras conceptuales y categoriales, todo ello para establecer su operatividad en un medio problemático ajeno a las descripciones globales de la obra de Foucault, ya sean temá-ticas o metodológicas como las señaladas arriba. Un medio que toca cuestiones cruciales, así lo entiendo, para la propia disciplina histórica y sus capacidades reflexivas. Si he mostrado inclinación crítica respecto a las recuperaciones convencionales de la obra foucaultiana, incluyendo aquí mi propio trabajo anterior, esto no quiere decir que no reconozca fecundidad historiográfica, por ejemplo, en Paul Veyne o en Arlette Farge, sólo por citar algunos casos destacados. El esfuerzo consiste, más bien, en establecer una distancia res-pecto a la utilización historiográfica; intento pasar del problema de cómo hacer una historia diferente a partir de Foucault, a la cuestión de cómo problematizar el propio quehacer de los his-toriadores, en el entendido de que este último aspecto define el marco de los problemas teóricos de la historia. En tal sentido, una temática que me parece ineludible en esa suerte de definición tiene que ver con abordar la transformación histórica de la disciplina. Frente al establecimiento de aspectos tales como los presupuestos cognitivos, el nivel procedimental de la investigación histórica y de los fines sociales que cumple, amén de las formas de expansión discursiva que los articulan, es preciso anteponer una explica-ción sobre el tipo de cambio que ha afectado sus marcos generales de referencia. Este trabajo no es puramente preparatorio, puesto que indica de entrada el sentido de la delimitación misma de las temáticas de orden teórico. Así, es posible aclarar la naturaleza y los contenidos del saber histórico sólo porque se sitúan en el pro-blema general de la actualidad, donde toda posible delimitación pasa por el tamiz de una historización de la historia misma. Buscando armar un diagnóstico de la situación en la que es-tamos, se destila la necesidad de mostrar los procesos complejos

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que han llevado al saber histórico a un emplazamiento de rup-tura respecto a su fundación moderna en el siglo xix. Si se opta por un enfoque puramente historiográfico, por supuesto en un sentido restringido del término, la explicación puede adscribirse a la tónica continuista de una misma tradición. De tal forma que las vertientes de investigación que aparecen en el siglo xx son materia de comprensión tomando como guía el desarrollo y la profundización de un impulso previo pero distinguible in-cluso en la superación del historicismo: por debajo de las dife-rencias notorias en las modalidades del hacer historiográfico, se reconoce un tronco común que alude a su definición como cien-cia humana. En esta opción se hace notar una postura sustan-cialista, una suerte de invariante que marca toda reconstrucción historiográfica de la historia dado que supone una estructura unitaria que identifica a la historia como un existente previo a las formas diferenciadas en las que se expresa, esto es, prácticas de investigación que a pesar de sus diferencias remiten a esa es-tructura esencial. El enfoque que busco armar, por el contrario, toma a las prácticas de investigación como el núcleo mismo del saber histórico. Por lo que su delimitación, incluso en términos teóricos, debe recuperar la lógica operativa en una situación que marca, más que un encadenamiento progresivo de una misma estructura, una pro-funda discontinuidad pragmática. En otras palabras, y en el sentido de la hipótesis general que determina este trabajo, en el trans-curso del siglo xx se presenta una aguda transformación de la historia como racionalidad procedimental, tomando en cuenta que es un efecto de algo más general: una disrupción en aquellos modos que permiten los “órdenes sociales de constitución de la experiencia” y sus correspondientes mediaciones discursivas.10 Me

10 Alfonso Mendiola, Retórica, comunicación y realidad. La construcción retórica de las batallas en las crónicas de la conquista, México, uia-Departamento de His-toria, 2003, p. 83-0�.

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he referido a esa disrupción como a una transformación general en el ámbito de lo pensable, sin embargo no remite al mundo de las ideas subjetivas o a los actos de carácter mental, sino más bien a las configuraciones generales, a los códigos o sistemas que permi-ten que algo sea materia de cuestionamiento o problematización, término netamente foucaultiano. El problema, por tanto, consiste en tratar de contestar cómo y por qué –finalmente el tipo de planteamientos que aportan los historiadores– se produce el paso de una historia entendida como ciencia del hombre (siglo xix) a otra cuya lógica práctica guar-da los contornos de una operación sistémica en íntima relación con la investigación social. ¿Puede una relectura de las Palabras y las cosas, en particular de su último capítulo, aportar un enfoque pertinente al respecto? A partir de este punto intentaré contes-tar esta pregunta. Una primera indicación tiene que ver con una propuesta interpretativa del texto en cuestión que puede denomi-narse transversal. Parte de una mención realizada por el propio Foucault en el prefacio: el estudio abordado busca acercarse a las configuraciones fundamentales que decantan, para una cultura dada, los aprioris históricos a partir de los cuales un código de ordenamiento es posible.11 Se trata de una red que delimita las formas de aprehensión culturales pero también los saberes más o menos formalizados; como tal se encuentra incluso en una si-tuación anterior a las filosofías que la tematizan y la toman a su cargo. Foucault, siguiendo su propia terminología, de fuerte evo-cación kantiana, señala la condición de posibilidad de todo saber positivo, al tiempo que éste actúa como sistema general donde lo dicho, las percepciones o experiencias, así como las prácticas mis-mas, se despliegan en tanto formas inconscientes de una cultura.12

11 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias huma-nas, tr. Elsa Cecilia Frost, 2�ª ed., México, Siglo xxi, 1996, p. 6.12 Lanceros, Avatares del hombre, op. cit., p. 88.

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Estas consideraciones que se resumen en la cualidad implícita de un cierto orden sistemático serán determinantes para el intento de diagnóstico de la disciplina histórica que me propongo dibu-jar. Por otro lado, es en este tipo de postulados donde encuentra su lugar la noción de episteme, tomada como criterio propiamente heurístico para un estudio que quiere hundirse en el ámbito de los sistemas de racionalidad, dejando espacio a una descripción de sus ritmos contingentes. En términos de un elemento que se mantiene latente frente a sus manifestaciones más vistosas, por ejemplo, la emergencia de las ciencias humanas, define el ámbito de lo sistémico a partir del cual cristalizan formas objetuales de sa-ber –es decir, postividades– y emplazamientos donde se inscriben modalidades de sujeto correlativas. En este dominio es donde tienen lugar las prácticas y los acon-tecimientos. No es que defina de principio un índice de homoge-neidad y unidad cultural, antes bien, es el espacio que permite el despliegue de los criterios del orden, de la producción enunciativa en sus diferentes niveles y de las formas del hacer más o menos co-dificadas o reglamentadas. Serie de series cuyos entrecruzamientos constituyen propiamente el acontecimiento –una relación, más que un estado de cosas– entendido como efecto de dispersión, es de-cir, cruce imprevisto de procesos diferenciados y heterogéneos. Es, en palabras de Foucault, la esfera de “las sistematicidades dis-continuas”.13 Pero, como noción, episteme reconduce a una limi-tación explícita: se aplica a la esfera de las prácticas enunciativas como elemento organizador de lo discursivo, de lo que puede ser dicho en una época determinada, instituyendo así las posi-bles interdependencias e isomorfismos entre conjuntos de enun-ciados diversos. Plasma, por tanto, modalidades organizativas y conjuntos de interacciones estables durante un cierto tiempo en un contexto limitado, donde su funcionalidad se cumple como

13 Michel Foucault, El orden del discurso, tr. Alberto González Troyano, Barcelo-na, Tusquets, 197�, p. �6.

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factor distributivo. En efecto, aplica sobre aquellos discursos que se constituyen como formas de saber sobre la vida, el lenguaje y el trabajo. Las interdependencias se encuentran relacionadas con la manera en que emergen y se transforman los discursos que se ocu-pan de ordenar lo sígnico, los seres de la naturaleza y los bienes materiales. En su derivación típicamente moderna, tales formas discursivas dan pie a la aparición de otras modalidades que se pre-sentan como elementos de autocomprensión, esto es, discursos encargados de dar cuenta de lo social, del ámbito individual y de los significados compartidos. Proceso que, en la perspectiva del texto comentado, presupone la emergencia de una figura nove-dosa y ambigua: el hombre y los modos de saber que acompañan su despliegue histórico. Se trata de las ciencias humanas que, no habría dudas al respecto, son instancias inéditas en el panorama de la historia occidental. ¿Cuál es, entonces, el lugar que ocupan las ciencias humanas como formas de autocomprensión en el con-texto epistémico moderno? El lugar de las ciencias humanas

Previo a toda respuesta se debe hacer notar en qué consiste la am-bigüedad que le es consustancial y que le viene de una situación altamente paradójica. Esta cuestión no es correlativa al problema del surgimiento de las ciencias de la vida, el lenguaje y el traba-jo, pero sí resulta característica de las ciencias humanas en tanto elementos específicamente decimonónicos. Primero, como figura de pensamiento, si se quiere como concepto moderno, el hombre en tanto sujeto racional se ve enfrentado a una exigencia de prin-cipio, a saber, lograr la absoluta autotransparencia de sí mismo. De ahí que se trate de discursos que desarrollan la temática de lo mismo: buscan dar cuenta de las posibilidades de este autocono-cimiento en tanto proceso identitario. Pero dicha exigencia se le plantea a un sujeto que aparece como instancia cognoscente por excelencia, incluso como sujeto absoluto de todo conocimiento

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del mundo natural. Lo que supone que este hombre lúcido, ca-paz de conocer su entorno natural, se vea constreñido por una si-tuación de principio, esto es, por la falta absoluta de conocimiento de sí mismo. Rasgo que produce una suerte de perplejidad en los saberes sobre el hombre, puesto que queriendo encontrar al sujeto que produce representaciones, incluso sobre la vida, el lenguaje y el trabajo, al acudir al auxilio de las ciencias humanas encuentra sólo representaciones de sí mismo que lo dispersan dada la impo-sibilidad de descripción unitaria. A esta problemática Foucault la denominó analítica de la finitud. Como sujeto finito pero lúcido, reencuentra al final de cada ejercicio de autocomprensión la inca-pacidad de dar cuenta absoluta de su propia naturaleza dado que la propia finitud lo impide.1� Desprendiéndose de la temática an-terior, se presenta en el panorama del siglo xix otra determinación paradójica que se explica por la nueva consistencia que adquiere la filosofía moderna. Ésta se da como tarea reflexiva esclarecer el origen de toda representación, independientemente del campo tratado, propósito que obliga a una torsión más al interior de las ciencias del hombre. Se trata de la temática de la subjetividad trascendental que, entendida como espacio originario, delimita toda capacidad re-presentativa y que tiene en la obra kantiana su episodio más sig-nificativo. Al ser trasladada al seno de las ciencias humanas se conecta con una disposición que le es propia y que no tiene que ver con el tratamiento filosófico propiamente dicho. En tanto estas ciencias se presentan como instancias de autocomprensión humana, se ven en la obligación de tratar al hombre en una di-mensión empírica, nivelándolo con el conjunto más vasto de las empiricidades que funda la episteme moderna.15 Esto quiere decir que su esfera objetual se establece al momento en que el hombre es tratado como una realidad espesa y en un mismo plano que las

1� Foucault, Las palabras y las …, op. cit., p. 306.15 Ibid., p. 310.

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“empiricidades” de la vida, el trabajo y el lenguaje. Como hom-bre-objeto de un saber posible, entra en conexión inestable con el estatuto del hombre como sujeto cognoscente. Así, las ciencias humanas se establecen como formas autoriza-das de saber cuando reconocen en la relación entre lo empírico y lo transcendental un factor central en su configuración, situación que las dotará, incluso más allá del siglo xix, de un suelo críti-co de gran importancia para los intentos, no ya de fundamentar este conjunto cognitivo por ejemplo frente a las ciencias natura-les, sino para el caso concreto de la historia y su posibilidades de legitimación. Resulta ser crucial para el objetivo que persigo la relación anteriormente descrita, por lo que suspendo para lo que sigue toda referencia a la temática antropológica; esto a pesar de que la analítica de la finitud y más allá del texto mismo, dio paso a la expresión de posturas filosóficas de gran aliento pero que ya han sido sumamente exploradas. Es el caso de la discusión sobre los universales antropológicos o el de las sujeciones a las que obliga un suerte de filosofía humanista. Asumo, por tanto, que la rela-ción entre un polo empírico y otro de naturaleza trascendente resulta ser fundamental para el propio saber histórico incluso en un sentido más profundo que para las otras formas humanas del saber. De hecho, para el siglo xix la noción ciencias del espíritu se articula desde la historia, tomándola como elemento modélico de una clase de saber que establece su singularidad frente a las cien-cias naturales o empíricas. Toda la discusión generada a partir de esta singularidad, por ejemplo, la asunción del dualismo metódi-co que se expresa en la contraposición ciencias naturales-ciencias del espíritu y su correlativa especificación como contraposición metodológica –explicación versus comprensión–, se aplicó sobre la historia como paradigma y se desprendió de un problema cen-tral de orden gnoseológico: la relación entre sujeto cognoscente y campo empírico. Desde esta orientación retomo ahora la pregun-ta sobre el lugar epistemológico de las ciencias humanas. Estas se

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presentan, ya lo he mencionado antes, como formas que surgen de la ascensión de esas nuevas empiricidades temporalizadas, la vida, el lenguaje y el trabajo. Derivación que se expresó en la in-troducción de una función diferente a la que presentaban esas ciencias que tomaron a su cargo los nuevos campos objetuales: la función de autocomprensión. Ni la economía política, ni la filolo-gía, menos aún la biología, presentaban rasgo alguno en términos de esa función, lo que explica que incluso la problemática de la representación les fuera totalmente ajena. Así, se articularon tres esferas a partir de objetivos claramente diferenciados entre sí pero también respecto a esas ciencias. En tanto cada una de estas esferas se configuró a partir de cuestiones hasta cierto punto dispares, se materializaron como regiones del saber que, en conjunto, delimitan el campo total de las ciencias humanas. La región psicológica retoma en sus múltiples aspectos el problema de cómo pensar al hombre en tanto ser vivo, pero al mismo tiempo lo asume como el único ser que puede repre-sentarse la vida. La región sociológica retoma la pregunta sobre el hombre como ser que trabaja y que en su esfuerzo encuentra la directriz de su propia reproducción como especie; lo que muestra la importancia de las relaciones sociales, es decir, entre los hom-bres, a partir de la cuales se representan sus propias necesidades colectivas. Por último, la región simbólica se dirige a manifestar el hecho de que el hombre es ser parlante, pero introduce en este re-conocimiento la facultad de representación de ese mismo lengua-je, que lo capacita para construir mitos, literaturas, documentos, materiales donde asienta su productividad significativa.16 Tomando en cuenta este proceso de derivación, es posible decir que las ciencias humanas no tienen un lugar epistemológico pre-ciso y asegurado al lado de otra clase de ciencias. Al desequilibrar-se el esquema clásico anclado en las necesidades propias de una mathesis universal y de un esfuerzo taxonómico preciso, se des-

16 Ibid., pp. 3�2-3.

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pliega un campo epistemológico que no es la simple continuidad de los elementos anteriores. Campo que emergerá como un do-minio tridimensional cuyas vertientes no están definidas por una mayor o menor resistencia a la matematización. Siguiendo la lí-nea argumental prescrita, su diferencia estriba en un gradiente de formalización de su campo objetual. Esto es, las fronteras están delimitadas por un índice de problematicidad respecto a la rela-ción sujeto-objeto. Así, el estatuto que alcanza más formalización y por ende, menor problematicidad de la relación cognitiva le corresponde a las ciencias físicas y naturales. En segundo lugar se encuentran las ciencias de la vida, de la producción y del lenguaje, capaces de hacer resaltar elementos análogos susceptibles de en-cadenamiento causal, es decir, conllevan capacidad para trabajar sobre regularidades estructurales. El tercer puesto le corresponde a la filosofía que, conectándose con el segundo plano, desarrolla vertientes tales como las filosofías de la vida, de la alienación y de las formas simbólicas. No existe espacio para las ciencias humanas en esta tridemensionalidad epistémica.17 Esta exclusión puede ser entendida por el hecho de que tales ciencias estaban incapacita-das para definir claramente sus contenidos positivos, puesto que todo intento por establecer la empiricidad de sus objetos (el hom-bre como ser vivo, parlante y productivo) reconduce irremedia-blemente a la naturaleza trascendental del sujeto (origen de toda representación). Esto se hizo evidente en el momento en que se buscó destilar criterios positivistas que tuvieran operatividad para la historia y,

17 Ibid, pp. 336-7. Cabe hacer notar que por debajo de esta clasificación epis-temológica, las diversas vertientes filosóficas encuentran conexión con las tres regiones formuladas para el campo de las ciencias humanas. Así, el vitalismo, la temática del hombre enajenado y las formas simbólicas, se relacionan con la región psicológica, sociológica y lingüística. Pero a diferencia de las relaciones que estas regiones entablan con las ciencias de la vida, del trabajo y del lenguaje, apuntan a los diferentes intentos de fundamentación que, de manera más clara, se presentaron en la filosofía alemana desde el idealismo clásico hasta la tradición neokantiana.

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por ende, para el conjunto de las ciencias del espíritu, dando paso a un intento de aclaración procedimental con el fin de permitirles asegurar contenidos empíricos –la explicación científica que recu-rre a leyes generales y relaciones causales y que procede de manera deductiva. Pero también en sentido inverso, cuando se trató de hacer evidente la singularidad de su método por el camino de la comprensión, y cuyo proceder inductivo no requería de leyes ge-nerales, sino de la capacidad del sujeto trascendental para enta-blar relaciones empáticas con otros sujetos. De ahí los problemas de formalización que presentan; pero esto es sólo un efecto más de un consustancial desequilibrio cognitivo que las impregna. Ahora bien, si no tienen lugar específico en el espacio asignado a las ciencias formalizadas, ¿cómo pensarlas en tanto efecto de una derivación a partir de las ciencias de la vida, el lenguaje y la pro-ducción?

Las tres regiones epistémicas

En términos generales la respuesta consiste en analizar las tres regiones –psicológica, sociológica y simbólica– como claros epis-temológicos producidos por una transferencia de contenidos que provienen de estas ciencias, particularmente de sus campos con-ceptuales y de sus propios modelos categoriales; agregaría también en este rubro métodos de investigación, puesto que se deducen tanto de los sistemas conceptuales como de los modelos que pue-den someterse a examen procesal. Situación que no es meramente anecdótica, un fenómeno marginal del cual más tarde se despren-den, ni mucho menos una suerte de marca de nacimiento que difícilmente se supera. Tampoco es un fenómeno que ahora se nos presente como idea regulativa en el campo académico, esto es, la necesaria interdisciplinariedad en el ámbito de la investigación. Más allá de la consideración negativa (las ciencias humanas están marcadas por su forma de nacimiento) y también del punto de vista positivo (estas ciencias son originariamente interdisciplina-

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rias) esta transferencia debe ser reconocida como una disposición epistémica de la cual no pueden desprenderse.18 Cabe detenerse en la cualidad de esta transferencia, ya se trate del traspaso conceptual, o bien el considerado a partir de mo-delos categoriales. En el primer caso, sistemas conceptuales que circulan en el interior de las ciencias de la vida, del trabajo y del lenguaje, son transportados a las tres regiones anteriormente seña-ladas –regiones que, debe insistirse, constituyen esferas de las que se alimentan las variadas disciplinas humanas. En este proceso de transporte tales conceptos sufren una pérdida de contenido, y por tanto de eficacia operativa, de tal manera que en esas regiones funcionan como imágenes que pueden ser materia de aplicación analógica. De ser conceptos que presentan cualidad sintética, por decirlo así, se convierten en metáforas en el ámbito de las ciencias humanas. Lo que significa que la pérdida de contenido sintético es finalmente compensada por un nuevo funcionamiento del con-cepto-metáfora: en este caso como índice para establecer semejan-zas por analogía.19 Un ejemplo de ellos es el concepto de comportamiento o con-ducta que presentó cualidades de aplicación sintética para la bio-logía de fines del siglo xix y principios del xx. En tanto define las variadas formas por las cuales un organismo responde a un entorno de estímulos, en su aplicación a la psicología de la misma época tuvo que ser modificado. Podría decirse que tal modifica-ción se dio en términos metafóricos, puesto que ahora debía dar cuenta de un comportamiento humano que presenta analogía, hasta cierto punto, con los sistemas orgánicos. Situación que se expresó con la introducción de una disparidad entre comporta-

18 Ibid., p. 3�6.19 “Por una parte hay –y con frecuencia– conceptos que son transportados a partir de otro dominio de conocimiento y que, perdiendo en consecuencia toda eficacia operativa, no desempeñan más que un papel de imagen (las metáforas organicistas en la sociología del siglo xix; las metáforas energéticas de Janet; las metáforas geométricas y dinámicas de Lewin).” Idem.

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mientos comunes y comportamientos inusuales, donde lo común vino a ser lo inusual dada la dificultad de nivelar los entornos sociales y culturales al mismo estatuto que los entornos naturales, es decir, como fuente de estímulos considerados externos pero que son luego interiorizados. El segundo proceso de transporte, el que se refiere a los mo-delos categoriales, adquiere una clara diferencia con los sistemas conceptuales y por eso resulta crucial para mi exposición. Este traslado muestra su importancia dado que se trata de categorías que, en tanto tales, permiten circunscribir o formar conjuntos de fenómenos de diferente gradiente y desde los que se deducirán ob-jetos de estudio. En efecto, denominar como modelos categoriales al segundo nivel implica que se tome como factor organizador del campo cognitivo en su conjunto, tomando en cuenta el hecho de que provee a la investigación de esquemas formalizadores sin los cuales no sería posible la delimitación de objetos y problemas de investigación, la formulación de hipótesis de naturaleza sintética, la adaptación de sistemas conceptuales y, finalmente, los trata-mientos metódicos. Su naturaleza formal queda clara en tanto delimita los cam-pos de empiricidades para un saber posible, de ahí su sentido convencional: son estructuras que sientan las bases para que el conocimiento sea posible. Actúan como instancias que permiten ordenar y conceptuar conjuntos de fenómenos de manera previa a todo proceso de investigación particular, tal y como lo pre-sentó, en su sistematización más acabada, la filosofía kantiana.20 Foucault decanta tres juegos categoriales a partir de la biología, la economía y la ciencia del lenguaje. Estos juegos se delimitan por la constitución de parejas de categorías que se implementarán en cada una de las regiones epistémicas de las ciencias humanas. La

20 Cfr., Manuel Kant, Crítica de la razón pura, estudio introductorio y análisis de la obra por Francisco Larroyo, tr. Manuel García Morente y Manuel Fernández Núñez, 6ª ed., México, Porrúa, 1982, pp. 6� y ss.

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región psicológica introducirá el par función-norma; la región so-ciológica retoma las categorías de conflicto y regla. Finalmente, en la región simbólica o lingüística encuentra lugar la pareja formada por la significación y el sistema.21 De este modo, y como formas derivadas, la psicología se mues-tra como un estudio del hombre en términos de funciones y nor-mas; la sociología, pero también la antropología social previa a Lévi-Strauss, ubica al hombre como objeto de estudio desde los conflictos y las reglas; mientras el estudio de la literatura y de los mitos queda encuadrado en las significaciones y los sistemas. Lo anterior no quiere decir que cada par categorial permanezca ligado sólo a la esfera originaria correspondiente, puesto que las fronteras de aplicabilidad no son estables. De esta manera, estudios sociológicos pueden psicologizar fenómenos sociales, por ejemplo cuando introducen la temática de la intencionalidad en el ámbito de la acción social; y lo mismo sucede cuando la psicología se esfuerza por entender la psique como sistema significante. Todo esto supone que las propias fronteras entre las ciencias humanas no pueden ser establecidas de manera firme, debido precisamente a la circulación de modelos secundarios en cada esfera. Aún hay otro nivel de complejización: cada par tampoco permanece ligado como un juego de oposiciones igualmente estables. La bipolaridad no supone que cada elemento se encuentre de-terminado por relaciones de vecindad necesarias, de forma tal que los primeros elementos de las duplas, es decir, función, conflicto y significación, compartan características simplemente alternati-vas a las que encontramos en la norma, la regla y el sistema. Así, en un entrecruzamiento que tiene implicaciones para los propios modelos operantes en términos teóricos y metodológicos, los en-foques continuistas se hacen valer a partir de la permanencia de

21 Foucault, Las palabras y las…, op. cit.,pp. 3�6-7. No entro en una exposición detallada de la forma en que Foucault delimita estos pares categoriales desde los procedimientos de la biología, la economía y la problemática del lenguaje. Remito al lector a las páginas citadas al respecto.

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las funciones cuando se encadenan los conflictos y se configuran tramas de significación. A la inversa, análisis realizados en estilo discontinuo se llevan a cabo cuando emerge la norma por debajo de las “oscilaciones funcionales”, en el momento en el que se apela a la especificidad de conjuntos de reglas y a la coherencia intrínse-ca de los sistemas significantes.22 Si esto tiene que ver con estilos de análisis, estos pares categoriales definen también los conte-nidos involucrados. Las dos triadas de categorías señaladas permi-ten disociar entre aquello que le pertenece a la conciencia y por ende es motivo de representación, y esas capas oscuras que impi-den su transparencia al estar en una situación de condicionalidad con el ámbito de lo inconsciente. Así que, función, conflicto y significación aluden a fenómenos dados a la conciencia humana, tanto si se trata del hombre social, del individuo o de su lenguaje, donde estas instancias soportan todo el trabajo de la representación. Mientras tanto, las normas, las reglas y los sistemas rompen con esa misma capacidad de re-presentación, pues apelan a lo que no se puede controlar. Esta confrontación entre lo conciente y lo inconsciente manifiesta, más claramente que la oposición continuidad-disconcontinuidad, la tensión en la que se revuelven estas formas de saber, esto es, la dis-paridad fundamental entre lo empírico y lo trascendente. En suma, desde espacios epistemológicos en los que se despliegan las ciencias humanas y establecen formas categoriales, se desplazan los ordenamientos cuando se trata de estilos cognitivos y conteni-dos estableciendo nuevos ordenamientos e interrelaciones:

i. Espacio epistemológico CategoríasRegión psicológica: Función/NormaRegión sociológica: Conflicto/ReglaRegión simbólica: Significación/Sistema

22 Ibid., p. 3�9.

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ii. Estilos cognitivos CategoríasAnálisis de continuidad: Función/Conflicto/SignificaciónAnálisis discontinuos: Norma/Regla/Sistema

iii. Contenidos CategoríasFenómenos concientes: Función/Conflicto/Significación

(Lo normal)Fenómenos inconscientes: Norma/Regla/Sistema

(Lo patológico)

Foucault introduce una dinamización en cada una de estas ins-tancias, es decir, en el espacio epistemológico, en los estilos cog-nitivos y en los contenidos. En cuanto al espacio, es posible trazar la historia de las ciencias humanas desde su conformación deci-monónica analizando el estatuto privilegiado que adquiere cada región. En un primer momento la región psicológica establece el predominio del par función/norma en lo tocante al estudio del hombre como ser orgánico, dado que proviene del modelo bioló-gico. Posteriormente, la región sociológica adquirirá predominio cuando se trate de mostrar la acción del hombre en contornos siempre conflictivos, pero finalmente motivo de equilibrio gracias al juego de reglas sociales e institucionales. Después, y así como de Comte a Marx se sigue una línea que nos conecta con Freud, se instaura el reinado de la región simbólica como desagregado del modelo filológico y lingüístico. Aquí se trata de encuadrar los sentidos ocultos siempre en relación con los sistemas significantes que los sostienen.23 En el umbral de estos movimientos se hace notar un despla-zamiento en la naturaleza del espacio epistemológico mismo: el

23 “[...] por último, así como Freud viene después de Comte y de Marx, comien-za el reinado del modelo filológico (cuando se trata de interpretar y de descubrir el sentido oculto) y lingüístico (cuando se trata de estructurar y de sacar a la luz el sistema significante)”. Idem.

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despliegue de otras formas de saber que sólo encuentran con-diciones para justificarse y expandirse en el siglo xx. En efecto, las ciencias sociales se desprenden del espacio epistemológico de las ciencias humanas cuando, a partir de Max Weber, rompen con el hombre como objeto de estudio y, al hacerlo, se desligan también de toda temática trascendental referida al estatuto del su-jeto cognitivo. Si Foucault llevó a cabo un análisis histórico de las ciencias humanas tomando como elemento crítico su basamento antropológico, la noción contraciencias bien podría definir el esta-tuto de la investigación social. De tal manera que este desprendi-miento se puede entender como una desantropologización aguda que, en mi opinión, alcanza también al saber histórico de forma incluso más determinante. Las ciencias sociales no son ciencias humanas, y no tanto porque se desentiendan del hombre y sus productos; en todo caso, esto no es sino efecto de algo más cru-cial. No lo son en tanto que su disposición epistémica no puede retomar la problemática que se encontraba en la base de las cien-cias del espíritu: las relaciones e intercambios entre la conciencia del hombre y las representaciones de aquello que se localizaba del lado de su empiricidad. Esto se muestra claramente en el segundo tipo de desplaza-miento; me refiero al que se presenta en la esfera de los estilos cognitivos y los contenidos expresados, y que tiene como conse-cuencia la inversión de cada región o modelo. El desplazamiento que va de la triada función/conflicto/significación a la de norma/re-gla/sistema, presenta un efecto que vulnera sus articulaciones con-vencionales. La inversión se refiere al rompimiento de la dualidad conciente/inconsciente (lo normal y lo patológico en el ámbito de las sociedades, en el propio individuo y en las expresiones lin-güísticas), de tal modo que la segunda serie alcanza autonomía. Siendo coincidente con la prevalencia de la región simbólica (mo-delo lingüístico), el desplazamiento remite al inconsciente formal y anónimo que se convierte en vehículo fundamental para los conjuntos sígnicos, para las coherencias que presentan los siste-

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mas sociales y para las estructuras del individuo que escapan al yo como personalidad y como conciencia soberana. La etnolo-gía, el psicoanálisis y la lingüística (las contraciencias) se institu-yen, en esta relación fundamental con lo latente, en el modelo de toda ciencia social pero a distancia del campo epistemológi-co de las ciencias humanas.

La transformación cognitiva de la historia en el siglo xx

Debido a su relación con las ciencias sociales, la historia fue obje-to de un proceso de desantropologización aún más agudo que en el caso de aquéllas. Emerge como ciencia de los acontecimientos ligada de manera sagital a la forma cognitiva de las ciencias del hombre y por tanto a sus tensiones y ambigüedades. Pero esta relación, que la definió en pleno siglo xix, no se dio como re-conocimiento de su involucramiento en alguno de los modelos (biológico, económico, filológico) y en la región epistémica que les corresponde (región psicológica, sociológica o simbólica). Se estableció en las distancias que se instauraron entre unos y otras, por lo que Foucault asegura que no tenían un lugar definido en el campo de lo humano y sus manifestaciones vitales. La historia humana no coincide ni con las historias de la vida, del trabajo y del lenguaje, ni tampoco puede deslizarse en alguna de las esferas que tematizan al hombre como ser vivo, como sujeto de necesida-des y deseos o, finalmente, como ser parlante. Aún cuando estas últimas señalan la instancia de lo humano en una dimensión temporal –la historia de la especie en el ámbito más vasto de la vida, la historia de la producción y la de las formas simbólicas y culturales– no dejan lugar para una unificación en términos de historicidad esencial del hombre.2� Se encontró en-

2� “Pero entonces el hombre mismo no es histórico: el tiempo le viene de fuera de sí mismo, no se constituye como sujeto de la Historia sino por la superposición de la historia de los seres, de la historia de las cosas, de la historia de las palabras”. Ibid., p. 358.

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tonces en una doble ambigüedad: respecto a lo que ya las propias ciencias humanas transportaban como problemática, al tiempo que no podía más que reconocer su dependencia hacia la psicolo-gía, las leyes de la economía o del lenguaje. En este último aspec-to, la historia, como disposición de saber moderno, se encuentra atravesada por las empiricidades que dan contenido a cada cien-cia humana, de ahí que al no lograr concretizar un campo ob-jetual unitario que le perteneciera por derecho propio, produjo una nueva duplicación, en este caso, de las regiones epistémicas ya mencionadas. Se hizo derivar hacia los estudios históricos las tentativas teóricas y metodológicas que se ensayaron tanto en la psicología como en la economía-sociología y en la filología-lin-güística.25 Bajo la presunción de que esta duplicación fue esencial para su continuidad disciplinaria, el proceso soporta su propia carac-terización histórica. Se puede seguir lo anterior en una línea que va del historicismo alemán, de la historia económica y social, in-cluyendo en este apartado la problemática abierta por las menta-lidades, hasta las más actuales formas de investigación del tipo de la microhistoria italiana o de la nueva historia cultural, sólo por citar algunas. Surgen de ello varias consideraciones que no pue-den pasarse por alto. Su propia historicidad hace manifiesta una gran variabilidad en cuanto a formas de investigación y en cuanto a temáticas, pero también es visible tal situación si observamos los aspectos teóricos que orientan sus marcos generales de referencia. Tanto en uno como en otro nivel, su desarrollo histórico no se ha presentado como el paulatino perfeccionamiento de un cuerpo unitario que encontraría expresión en una sola vertiente teórico-metodológica. Pareciera que un índice de discontinuidad le es intrínseco a la historia de la disciplina desde el siglo xix, índice que no sólo go-bierna su despliegue externo a lo largo del periodo, sino que resul-

25 Ibid., p. 359.

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ta un factor interno en su constitución epistemológica. Digamos que no sólo se presenta una aguda transformación de la historia como saber: la diferenciación alcanza a los procesos cognitivos que circulan en su interior. De tal forma que son igualmente dis-continuas entre sí las diversas modalidades de investigación –lo que no sólo es notorio respecto a la historia económica frente a la historia política, por ejemplo–, de donde se siguen importan-tes consecuencias de orden práctico. Este doble estatuto le viene del tipo de relaciones que ha entablado con las ciencias humanas y con las diversas formas de investigación social. El traslado de temáticas de investigación, de sistemas conceptuales, de modelos categoriales, así como de procesos metódicos, nos muestra lo esté-riles que han sido las discusiones sobre la existencia o no de leyes históricas, la existencia o no de categorías propiamente históricas o, finalmente, la prevalencia de un sólo método de investigación histórica –en el entendido de que dicho método se define por el carácter documental de su proceder. En términos generales se puede establecer provisionalmente una caracterización en correspondencia con la línea de desarrollo antes descrita. En su fundación moderna, la historia se constituyó en relación vertical con el modelo biológico y su correspondiente región psicológica. De ahí que Foucault pueda afirmar que “el historicismo es una manera de hacer valer por sí misma la per-petua relación crítica que existe entre la Historia y las ciencias humanas”.26 Si bien esta forma dominante de investigación que prevaleció hasta la segunda década del siglo xx se conectó tam-bién con la filología, esta disciplina actuaba al nivel metodoló-gico como un auxiliar en el trabajo de fuentes. La afirmación de Foucault apunta a la forma en que los contenidos cognitivos y los marcos generales de referencia de la historia dependían de una definición que la colocara al nivel de una ciencia humana, aunque guardando diferencias apreciables. La noción ciencia del espíritu

26 Ibid., p. 361.

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resume todos los presupuestos críticos de carácter antropológico que se mueven en su base epistémica. Además de eso, presenta el conjunto de atributos que he colo-cado del lado de su función central; es decir, como forma de saber busca la autocomprensión más que la captación de un hecho ex-terno. Esto último fue central para el historicismo. Si la historia puede ser considerada ciencia humana, o por lo menos vecina de las ciencias humanas, esto sólo es posible debido a que reproduce una problemática fundacional de éstas: la que tiene que ver con la cualidad de las representaciones y con la tensión que se estable-ce entre una dimensión empírica y una dimensión trascendental, entre una referencia a las empiricidades que se desprenden de la vida, el trabajo y el lenguaje, y sus representaciones como con-diciones de posibilidad. Tal disposición se expresó en la reivin-dicación de un método que, introduciendo las elaboraciones de la hermenéutica romántica, supuso la posibilidad de aprehensión de la otredad del pasado por parte de una conciencia soberana, al tiempo que introdujo una forma de comunicación intramunda-na, la empatía. La creencia en que la comprensión se logra cuando se capta una intencionalidad por debajo de los hechos mismos dio legitimidad a la historia de las ideas hasta principios del siglo xx. La oscilación que condujo a la elevación del modelo econó-mico y de la región sociológica tuvo como consecuencia la ruptura con el historicismo y su modalidad historiográfica. Por eso la es-cuela de los Annales puede ser vista como un signo de otro tipo de disposición del saber histórico, atravesado desde la década de los 30 del siglo xx por el ascenso de la sociología posterior a Weber y por la geografía al estilo de Vidal de la Blache. Tal desplazamien-to significó la ruptura con el modelo de las ciencias humanas y con la tensión que le es correlativa entre un estrato objetual que define sus contenidos empíricos y un sujeto dotado de atributos trascendentales. De entre los rasgos que pueden ser destacados se encuentra su alejamiento de la noción de hecho histórico. Re-cusando su carácter único e irrepetible –lo que había dado pie a

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formular el pretendido método documental como proceso induc-tivo–, alcanzan dignidad aquellas estructuras que no refieren a la conciencia de los individuos sino a la exterioridad de fenómenos sociales amplios. A partir de la historia económica y social y de la historia de las mentalidades se trabaja con regularidades, con la repetición que permite definir series y correlaciones entre series, abriendo espacio para consideraciones respecto a la sistematicidad de los fenómenos sociales. El objetivo de la historia, sustentado por los Annales como reivindicación central, consiste en discernir la dimensión de repe-tibilidad de los eventos, en situarlos en el cruce con otras regula-ridades y dibujar con ello totalidades espaciales. Estas últimas se entienden, más que como cuadros que reproducen lo real, como complejidades construidas a partir del análisis serial y compara-tivo. Lo anterior condujo a una reconsideración respecto al tra-bajo con las fuentes. La incorporación de métodos cuantitativos, la implementación de técnicas de sondeo, de formas estadísticas provenientes de la sociología, pero también los análisis de fluctua-ciones, de consumo y de producción de los economistas, así como la recurrencia a métodos demográficos, afectó sensiblemente el estatuto del documento.27 En otras palabras, esta reorientación global de la disciplina manifiesta la introducción de otro tipo de procesos cognitivos y, por tanto, de una constitución epistémica que no guarda continuidad con las ciencias humanas en tanto formas de autocomprensión. Se hará más evidente este proceso en la tercera oscilación, el ascenso del modelo lingüístico y su correspondiente región sim-bólica. De hecho, este desplazamiento intensificó la transforma-ción inaugurada en los años 30: la vinculación cognitiva que la historia estableció con el conjunto de la investigación social. Tal

27 Cfr., Peter Burke, La revolución historiográfica francesa: la Escuela de los Anna-les, 1929-1989, tr. Alberto Luis Bixo, Barcelona, Gedisa, 1996. Véase también Hervé Coutau-Bérgarie, Le phénomène nouvelle histoire. Grandeur et décadence de l’école des Annales, 2a. ed., París, Ed. Économica, 1989.

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conexión fue implementada mediante el traslado de teorías, siste-mas conceptuales, modelos categoriales y métodos de las diferen-tes disciplinas sociales hacia campo de la investigación histórica. Dos efectos visibles de ello se presentaron a lo largo del siglo xx: la continua ampliación de la base disciplinaria y una correlativa pérdida de fundamentación teórica. La primera es posible carac-terizarla como una dispersión paradigmática, y se manifiesta en la aparición de una gran diversidad de ramas de investigación su-mamente especializadas. Estas vertientes historiográficas se con-sideran como modalidades epistémicas que instituyen una gran variedad de objetos y problemas de investigación, temáticas y métodos de tratamiento.28 Lo que resalta en este punto es que no guardan continuidad entre sí, tanto en términos de procesos cog-nitivos como en cuestiones metodológicas. Por tanto, la disciplina no se delimita a partir de una suerte de unidad metodológica que le dé coherencia, pero tampoco en cuanto al tipo de conocimien-tos que produce. La segunda consecuencia está planteada en tér-minos negativos, es decir, como pérdida. Lo que involucra una perspectiva que tiende a considerar que la identidad disciplinaria se encuentra comprometida. Sin embargo, las implicaciones van en sentido contrario. La fundamentación anterior se planteaba como una labor que presuponía una coherencia de principio en sus perfiles epistemológicos. La variante reflexiva conocida como teoría de la historia desarrollaba esta presuposición, pero bajo el entendido de que la historia era materia de justificación formal sólo a partir de la singularidad que presentaba frente a las ciencias nomológicas o empíricas. El marco de referencia para su fundamentación dependía de la contraposición ciencias del espíritu/ciencias naturales. De ahí la importancia de la dualidad metodológica que únicamente po-

28 Cfr., Georg G. Iggers, Historiography in the Twentieth Century. From Scientific Objectivity to the Postmodern Challenge, Hanover/Londres, Wesleyan University Press, 1997.

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día acreditarse desde ese marco general –por ejemplo, explicación causal frente a comprensión teleológica. La singularidad episte-mológica, así como la metodológica, fue amparada por un rasgo que implicaba su involucramiento en el campo de las ciencias del espíritu: ser una disciplina característicamente hermenéutica. Esto se derivaba de la consideración de que el acceso a las realidad humanas sólo es posible por vía de la comprensión, mientras las ciencias empíricas, operado en una esfera de realidad diferente –la naturaleza–, recurrían a la explicitación de relaciones causales y a enunciados cuya generalidad permitía expresar leyes o teorías de aplicación amplia. En esa oscilación que condujo a la historia a la necesidad de establecer relaciones de transferencia con las ciencias sociales, se produjo un cambio sustancial respecto a la labor de fundamentación. Tomando en cuenta que ya desde mediados del siglo xx se hace notar que el ejercicio de la investigación social logra una situación de clausura operativa, es decir, establece los límites de su operación como formas de racionalidad específica, se traslada hacia la investigación histórica el rasgo central de tal forma opera-tiva: la combinación compleja de procedimientos hermenéuticos con aquellos reconocidos como propios de las ciencias nomológi-cas.29 En este último caso, se trata de elementos que determinan los procesos de investigación, tales como la deducción desde teo-rías sociales de modelos e hipótesis, la delimitación de problemas y objetos, así como la validación de métodos considerados ad hoc a las teorías en cuestión. De tal forma, la investigación histórica puede ser considerada como un proceso de falsación de modelos sociales, de sus sistemas conceptuales y de los campos semánticos asociados.

29 Le modèle et l’enquête. Les usages du principe de rationalité dans les sciences so-ciales, bajo la dirección de Louis-André Gérard-Varet et Jean-Claude Passeron, París, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 1995.

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En ese sentido, la disciplina histórica aporta elementos de importancia para las formas de autodescripción de los sistemas sociales, pues introduce un índice de contingencia necesaria para su operación sistémica. Puede afirmarse, por lo mismo, que la historia no sólo prescinde del concepto hombre, sino que se dirige hacia esas esferas que se muestran como sus límites externos.30 Así, replantear la naturaleza del saber histórico lleva necesaria-mente a interrogar el cambio práctico y teórico que la disciplina ha sufrido desde su constitución decimonónica. Lo que conduce a considerar que toda reflexión epistemológica debe mostrar las condiciones que hacen posible la racionalidad procedimental de la historia en una dinámica de dispersión teórica y metodológica. Estos aspectos enmarcan la deliberación sobre los presupuestos epistémicos, las prácticas que condicionan la investigación, así como los fines sociales que le son inherentes. Estas son las líneas centrales de un trabajo reflexivo que está por hacerse.

30 Foucault, Las palabras y las…, op. cit., p. 368.

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In memoriamKatz, la historia, la alegoríailán SeMo

Departamento de Historia-uia

riedrich Katz nació en Viena el año de 1927. Su padre, Is-rael Leib Katz, fue un intelectual que abandonó los estudios

rabínicos para unirse a los empeños pacifistas del Partido Socia-lista Austriaco (psa) durante el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Su madre, una asidua militante de Hashomer Hatzair, provenía de Galitzia, una de las regiones rurales más marginadas del Este europeo. Inspirada en los ideales socialistas, Hashomer Hatzair había sido fundada en Polonia en 1913 con el propósito de encontrar una tierra propia para los judíos. Leib creció y se for-mó en una de las fronteras más explosivas y pobres que separaban a la extensa geografía del Imperio Austro-Húngaro de la región de los Balcanes: los pequeños poblados rurales que hacían de línea limítrofe con Rumania.1 Digamos que una de las fronteras donde terminaba Europa Central y comenzaba Europa del Este: un te-rritorio violento donde, en las primeras dos décadas del siglo xx,

1 Werner Roeder y Herbert Strauss (comps.), Biographishes Handbuch der deuts-chprachigen Emigration nach 1933, 3 vols, Munich, en � K.G. Saur, 1980-83, v.1, p. 352.

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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se encuentran y desencuentran el mundo de la modernidad y el antiguo régimen. Ya en Viena, en 191�, ingresa a la universidad. En 1918, frente a la escisión provocada por la III Internacional que divide a los socialistas austriacos, decide sumarse a las filas del Partido Comunista Austriaco. En 1920, obtiene su doctorado con una tesis sobre la historia de los judíos en Alemania en el si-glo xvi y cambia su nombre por el de Leo Katz. Leo fue muchos hombres a la vez: novelista, ensayista, celoso guardián del yiddish, organizador político, luchador social, procurador de armas para la República Española. En suma: un intelectual centroeuropeo signado por la utopía comunista. Friedrich Katz, hijo único, creció y se educó en un hogar en el que se entrecruzaban así tres culturas: la sofisticada intelectua-lidad de Viena, la militancia de izquierda y una fascinación por el mundo rural y su resistencia contra las inflexiones de la mo-dernidad. Una resistencia que si no compensaba de alguna ma-nera dignificaba, así fuese con la ironía de una justicia original, las imborrables heridas que el antisemitismo austriaco habría de causar a sus ciudadanos de origen judío. Hay una suerte de quid pro quo en esta melancolía: nada tan lacónico en la decadencia del Imperio como los rebeldes y las rebeliones de las profundidades del mundo del súbdito rural que acabaron por convertirlo en un inválido. El antifascismo militante de sus padres obligó a la familia a emi-grar a Francia en 1933, donde fueron a su vez expulsados para dirigirse a Nueva York. Friedrich aprendió inglés y se encontró por primera vez con el mundo estadounidense; un encuentro que se repetiría hasta fijar ahí su residencia definitiva después de 1971, que para los Katz significaría un país que no acabaría por expul-sarlos. Pero en 1938 tendrían que abandonar Estados Unidos. John Coatsworth sostiene que las autoridades de inmigración ha-bían ya cerrado el paso a los judíos europeos; Womack asegura que fue más bien al anticomunismo de esas autoridades lo que los llevó finalmente a buscar refugio en México. Tal vez ambos

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tengan razón.2 Sea como sea, la familia llegó en ese año al Distrito Federal, con el beneplácito de las autoridades cardenistas. Friedrich, que apenas contaba con 13 años, asistió al Liceo Franco Mexicano, donde consolidó su conocimiento del francés. La memoria que guardó toda su vida de su primer exilio en Méxi-co se resume en una frase que gustaba repetir: “Tuvimos que huir de Viena, París y Nueva York para llegar a México… Y nos diji-mos: ¡Caray, qué gente tan civilizada!”.3 Fue una impresión que signó de alguna manera no sólo su vida sino, paradójicamente, el destino de su obra: si algo inspira como leitmotif a su pensa-miento no sólo es mostrar la copiosa complejidad de las culturas de nuestra antigüedad, sino el peculiar proceso que hizo de la Revolución Mexicana un fenómeno tan singular y distinto al de las revoluciones del siglo xx en Rusia, Occidente y la mayor parte de América Latina. Después de concluir el Liceo en 19�5, se di-rigió al Wallace College en Staten Island, donde permaneció tres años. Finalmente regresó a México en 19�8 para cursar un año en el posgrado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. En esa época, la enah se había convertido en uno de los centros más sensibles de la cultura nacional. Los artífices que habían co-dificado la recuperación de las culturas antiguas desde los años veinte impartían clases y laboraban como investigadores. No es improbable que esa atmósfera académica e intelectual impregnara su decisión de elegir como tema de su tesis de doctorado, que cur-saría en la Universidad de Viena, el estudio de los órdenes sociales y políticos del Imperio azteca. El texto se publicó en Alemania en 1956, y en español apareció en 1966 bajo el título: Situación social

2 John C. Coatsworth, “Semblanza de Friedrich Katz”, en Javier Garcíadiego y Emilio Kouri (comps.), Revolución y exilio en la historia de México. Del amor de un historiador a su patria adoptiva: Homenaje a Friedrich Katz, El Colegio de México/Era, México, 2010, p.15; John Womack Jr., “En torno a Katz y su Pancho Villa”, en Javier Garcíadiego y Emilio Kouri, ibid., p. 81.3 Carlos Bravo Regidor, “La mirada de Katz”, en La Razón, 25 de diciembre de 2010.

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y económica de los aztecas durante los siglos xv y xvi. El tema cen-tral del ensayo es una pregunta que, vista desde el punto de vista historiográfico, condensa la apertura de un camino que explorará a lo largo de sus investigaciones posteriores: la pregunta por la di-ferencia o, en los términos de Markow –uno de los historiadores más inexplicablemente olvidados que ejerció una vasta influencia sobre él–, el dilema de la singularidad.� ¿Por qué los mexicas, sin contar con la técnica, ni con la escritura, ni con la mayoría de los atributos que harían del “progreso” europeo una suerte de imagen teleológica de la historia, lograron constituir un imperio tan eficaz e instituciones tan sólidas como las que habían sostenido a los imperios europeos a partir del siglo xiii? En rigor, el texto des-emboca en una crítica al telos etnocéntrico de la trama de la An-tigüedad, sólo que con las herramientas de la historia social. Katz abundaría en esta crítica en un cuantioso libro que puede ser con-siderado como un clásico de la historia social de las culturas anti-guas: The Ancient American Civilizations, 1969. Aquí la pregunta sobre las instituciones mexicas se amplía y se hace más compleja en una comparación con los incas. La investigación que redun-daría en esta segunda aproximación social y crítica a la teleología del progreso transcurriría después de que opta por una cátedra en la Universidad Humboldt de Berlín en 1956, en la extinta Re-pública Democrática Alemana. En rigor, Katz habría de realizar algunos de sus principales trabajos en un país que ya no existe más, un sentimiento que no debe resultar tan extraño para un historiador que creció bajo la permanente incertidumbre en la que, durante el siglo xx, un europeo no podía saber con qué mapa se despertaría a la mañana siguiente. ¿Por qué emigró de Austria a Berlín Oriental en los años 50? Tal vez por las mismas razones por las que había tenido que abandonar Austria con su familia en 1933, sólo que ahora bajo la paradoja de un régimen democrático: en esta ocasión no era el

� Womack, Jr., “En torno a Katz…”, op. cit., p. 82.

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fascismo sino la Guerra Fría la que condenaba su filiación con la izquierda (siempre se puede decir que la Guerra Fría fue más light, pues en ella la izquierda moría del olvido (o del ostracismo) y no en los campos de concentración), y el antisemitismo nunca dejo de afilar navajas en territorio austriaco. O tal vez algo más íntimo, como la muerte temprana de su padre en 195�, tuvo algo que ver con ello. En la Universidad Humboldt, impartió cátedra e investigó durante casi quince años. Allí confeccionó uno de los estudios que acabaría siendo una de las antesalas de sus textos esenciales sobre la Revolución Mexicana: Mexiko, Diaz, und die Mexika-nische Revolution. Este libro, que explora la política que siguió Alemania frente a los gobiernos de Porfirio Díaz y Francisco Ma-dero inaugura el territorio que habría de codificar lenta y muy gradualmente en la segunda parte de su historia intelectual (la que empeñó en el estudio de la primera mitad del siglo xx): la re-lación entre la historia diplomática y la historia social, es decir, la forma en que la relación entre Estados afecta a la relación entre un Estado y su nación. Pero en el centro de esta aproximación se encuentra una operación mucho más relevante, digamos más es-pectacular: Mexiko, Díaz, und die Mexikanische Revolution no nos remite a una historia conceptual; menos a una registro dramático o épico, tal y como acostumbraba el nacionalismo historiográfico de los años 50. Tampoco es un estudio, como los que se hacían en la época, que se proponga establecer la lógica de la Revolución a partir de desglosarla en el colapso de órdenes estructurales o sistémicos. Es la historia convertida en una fábrica de la alegoría: Díaz, el gobernante que pierde la conciencia del límite; Madero, el reformador devorado por la reforma; Zapata, el retorno a la utopía de la comunidad; Villa, la violencia revolucionaria. El de Katz es el arte de la alegoría histórica. Una arte que cobra toda su plenitud en La guerra secreta en México, publicado en los años 70. Aunque su preparación se realiza en los años 60 con múltiples viajes a México, el texto fue redactado cuando la Universidad de

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Chicago le ofreció una cátedra como profesor. Una vez más, en 1970 abandonaba un país, la República Democrática Alemana, por motivos políticos. La diáspora continuaba. Al igual que el sector más sensible de los años 60, Katz emprende a partir del 68 una crítica doble: al estalinismo y a los regímenes que propició. Es decir, no una crítica a la izquierda y a sus móviles en general (siempre se sintió identificado con ellos), sino a una de sus va-riantes más específicas: la que había hegemonizado a la izquierda radical hasta 1968. La guerra secreta, que es un festín de la alegoría histórica, supo-ne tres operaciones esenciales que cabe destacar. La crítica al positivismo: Si Ranke aspiraba a “contar la histo-ria tal y como sucedió”, Katz logró escribir una historia de algo tal y como no sucedió. La pregunta de por qué no estalló la guerra entre México y Estados Unidos a raíz del affaire del telegrama Zimmerman (pretexto por el cual Estados Unidos declaró la gue-rra a Alemania) es la columna de la digresión de todo el libro. En general, la construcción del personaje histórico comienza, para Katz, por explorar por qué renuncia a lo que renuncia. El resulta-do es una escena dotada de un minimalismo ético y un primado del pragmatismo. La inversión de lo heroico: es costumbre, en el romanticismo latinoamericano, datar a lo heroico como aquello que desequili-bra a las instituciones del poder. Katz procede a la inversa. El gran héroe de La guerra secreta es el mayor antihéroe del imaginario po-pular histórico mexicano: Venustiano Carranza. Es el único que está dotado con la visión de un nuevo Estado. Es obvio que Katz, a la hora de cifrar las jerarquías de la acción, prefiere las lecciones de Maquiavelo a las de los pensadores románticos. El mal menor: Los saldos de la Revolución Mexicana no son equiparables a las transformaciones que produjeron las revolucio-nes en Occidente desde 1772. Pero fueron mucho más relevantes que los que el destino deparó a los cambios en Europa del Es-te que se inician en 1917 en Leningrado con la toma del Palacio

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de Invierno. Dentro de todas las catástrofes que pudieron haberle ocurrido a México en el siglo xx, la Revolución Mexicana fue un mal menor. No hay espacio para comentar la obra central de Katz: The Life and Times of Pancho Villa. No era el propósito de estas palabras mínimas. Baste aquí con anotar que es la versión más lograda de la historia trágica de la Revolución Mexicana. Las obras son co-mo la lluvia. Nunca se sabe en qué van a fructificar. Pero en un día del mes de diciembre de 2010, la historia mexicana del siglo xx cuenta entre sus filas con otro clásico. Adiós, Friedl.

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Reseñas

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Una novela histórica “no-ficción” de Jean Meyer

luiS veRgaRa anDeRSon

Departamento de Historia / UIA

Jean Meyer, Camino a Baján. México, Tusquets, 2010, 263 pp.1 / Jean Meyer, Los tambores de Calderón. México, Diana, 1993, 175 pp.

omo es bien sabido, Jean Meyer se dio a conocer al medio de los historiadores y al gran público durante la primera mi-

tad de los años setenta con la aparición de los tres volúmenes de La Cristiada. Desde entonces constituye una referencia impres-cindible –y casi se podría decir la referencia imprescindible– en cualquier discusión sobre la Guerra Cristera. No tan conocidos son sus muchos y valiosos trabajos de diverso tipo sobre la historia de Nayarit. Recordamos a este propósito sus varias recopilaciones documentales (Esperando a Lozada, 198�; El Gran Nayar, 1989; La tierra de Manuel Lozada, 1989; De cantón de Tepic a Estado de Nayarit, 1990; Nuevas mutaciones. El siglo xviii, 1990), así como su primera novela, A la voz del rey (1989). Recordarlo viene a cuento porque los acontecimientos objeto de Camino a Baján / Los tambores de Calderón ocurren casi todos en el Occidente de Méxi-co y muchos en lo que en la actualidad es el Estado de Nayarit

1 Todas las citas se refieren a esta edición.

C

Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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(como es el caso de lo relatado en A la voz del rey). De manera que cuando Meyer escribe una novela –novela no-ficción, se le ha nombrado–2 sobre acontecimientos que tuvieron lugar allí en los últimos meses de 1810 sabe de lo que está escribiendo. Pero, ¿qué es este binomio Camino a Baján / Los tambores de Calderón? ¿Se trata de una única novela, de dos novelas distintas, o de dos versiones distintas de la misma novela? En la prensa se ha presentado Camino a Baján, publicada en 2010 y que cuenta ya con tres ediciones (en realidad reimpresiones), como una nueva versión o como una reescritura de Los tambores de Calderón, que data de 1993. En algunos momentos el propio Jean Meyer parece expresarse de manera tal que da la impresión de que ése es el caso. En una entrevista reciente, Silvina Espinosa de los Monteros le pregunta: “¿Esta reescritura tuvo que ver con motivos de forma o de fondo?”, a lo que Meyer responde: “Esencialmente de forma. […] Carlos Montemayor […] después me empujó y me dio el valor para lanzarme a la reescritura de Los tambores de Calderón”.3 Pero aquí hay con seguridad una confusión en algún eslabón de la cadena comunicativa: los consejos de Carlos Montemayor, que con admirable sencillez ha reconocido Jean Meyer en innumerables ocasiones, sobre lo que sin duda influyeron fue en la redacción de Los tambores de Calderón. La verdad es que Camino a Baján y Los tambores de Calderón son una y la misma novela, prácticamente letra por letra.� Y de aquí emerge un primer reproche –habrá uno

2 A la voz del rey se le llamó “historia verídica”.3 Silvina Espinosa de los Monteros “El arrepentimiento de Miguel Hidalgo fue sincero: Jean Meyer”. «http://www.prensafondo.com«, edición del martes 1� de mayo de 2010.� Las diferencias son, en efecto, insignificantes; un cotejo bastante amplio, aun-que no exhaustivo, arroja como resultado las siguientes: algún traslado de un renglón del inicio de una carta a su final (pp. 29-30); cinco notas a pie de página con traducciones al español de renglones escritos en francés en el cuerpo del texto (pp. 135, 217, 2�9 y 256); tres con traducciones al español de expresiones latinas (pp. 2�9, 250 y 251),–una de ellas incorrecta (Ipso facto incurrenda sig-nifica “En la que se incurre por el hecho mismo” y no “En el justo momento”, como equivocadamente se asienta en la p. 251); y una más en la que se da reco-

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más en seguida– a la con justicia prestigiada casa editorial Tus-quets: no hay en su edición de Camino a Baján mención alguna de Los tambores de Calderón; el lector poco avisado es inducido a suponer de manera errónea que se trata de una novela nueva. (Uno puede entender que “Calderón” no tenía en 1993 el mismo ámbito referencial que el que tiene en 2010, y que ello justifica y aun exige un cambio de nombre. Esto, sin embargo, no puede ser excusa para la omisión). El segundo reproche que puede dirigirse a Tusquets es que en la portada del libro se proporciona una descripción que no corresponde a su contenido. Allí leemos: “Una viva recreación de las batallas y la agitada travesía del cura Hidalgo en la Inde-pendencia de México”. La única batalla que se recrea en el libro –de buen grado reconocemos que con viveza– es la del puente de Calderón y la travesía del cura Hidalgo no es un tema primario. De hecho, se puede decir que el cura Hidalgo no es un personaje de primera línea a lo largo del relato. Lo que debería aparecer en la portada sería algo como “Una viva recreación de lo ocurrido en el Occidente de México durante la primera etapa de la Guerra de Independencia”.

* * *

Si en el libro hay un personaje noble y heroico éste es el sacerdote José María Mercado, párroco de Ahualulco (entonces en Nueva Galicia, hoy en Jalisco) quien de manera absolutamente incruen-ta logró apoderase de la plaza de Tepic y del puerto de San Blas, defendido por la guarnición que comandaba el capitán de fragata

nocimiento al traductor al español de de un párrafo en francés (p. 261). Por otra parte, es de justicia dejar aquí registro de la mucho mayor legibilidad de Camino a Baján en relación con Los tambores de Calderón, debida a su muy superior diseño editorial. Finalmente, en Camino a Baján se insertan seis ilustraciones (retratos de Miguel Hidalgo, Félix María Calleja, José de Iturriaga, Francisco Venegas; un ejemplar del Despertador americano; y un plano de la batalla de puente de Calderón; todo proveniente de la colección Fotofija), ausentes en Los tambores de Calderón.

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José de Lavayen (o Labayen),5 y donde ninguno de los europeos que se encontraban en el lugar fue objeto de vejación alguna. El otro personaje de importancia que en el texto queda bien parado es Félix María Calleja del Rey, el vencedor en puente de Calderón. Después de la batalla, cuyo desenlace fue debido a su gallardía y audacia, decide ejecutar tan sólo a diez personas: “Con 10 basta, con ceremonia y sin odio. Nada de matanza como la que gustaba a Flon.6 […] Soy un honnéte homme: no he asesinado, ni robado, ni violado nunca, salvo en imaginación” (pp. 185-186). El que moralmente mal emerge del libro, en cambio, es… ¡el cura Hidalgo! Nadie niega las terribles e injustificables matanzas de españoles en muchas de las plazas que cayeron en su poder. Tradicionalmente se ha sostenido, sin embargo, que se realizaron a su pesar y debido a su incapacidad para controlar los ánimos vengativos de sus seguidores. Incluso, una de las razones que sue-len ofrecerse para explicar su renuencia a proceder sobre la Ciu-dad de México después de la batalla del Cerro de las Cruces fue el temor de lo que podría ocurrir a este respecto en la capital.7 En la reconstrucción de Meyer, es Hidalgo quién en Guadalajara ordena el asesinato a sangre fría de 350 españoles, que fueron eje-cutados en grupos de 20 a 30 cada noche durante los 31 días que transcurrieron entre el 12 de diciembre de 1810 y el 13 de enero del año siguiente:

Iban los españoles montados en malos caballos, caminando cla-vo clavo, en el mayor silencio, conducidos por muchos indios

5 En el libro el nombre aparece escrito de maneras muy diversas, a veces inconsis-tentemente por el empleo de variantes distintas por parte de una misma voz.6 Manuel Flon, conde de la Cadena, Intendente de Puebla y mano derecha de Calleja en la batalla de Puente de Calderón, hacia el fin de la cual perdió la vida flechado, como se relata en Camino a Baján.7 Aunque esto no es consistente con un famoso dicho atribuido a Hidalgo al partir de Guadalajara el 1� de enero de 1811 con rumbo al puente de Calderón, tres días antes de la batalla: “Voy a almorzar en el puente de Calderón, a comer en Querétaro y a cenar en México” (p. 1�9).

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armados y guiados por uno que llevaba una linterna. Allí, a la orilla de unos barrancos, los desnudaban en plena madrugada de invierno, los ataban de manos y los degollaban, A ninguno se le formó proceso, porque bien conocían que eran inocentes; tampoco se les dio confesor. Los asesinatos fueron mandados por Hidalgo y ejecutados por varios jefes, entre ellos el torero Agus-tín Marroquín,8 que los insurgentes habían liberado de la cárcel para recibir el grado de capitán (p. 101).

En un segmento que con seguridad es de invención literaria, Hi-dalgo le explica a su hermano Mariano (quien busca disuadirlo) lo que motiva su proceder:

“Demasiado tarde, demasiada sangre”, le contestó, “quien por la espada hiere, por la espada muere. Acuérdate de nuestro herma-nito Manuel. ¿Tuvieron piedad de él? ¡Pobre Manuelito! Bauticé a todos tus hijos, tan grande era el amor que te tenía que no podía permitir que otro los bautizara. A ti te tocó lo más duro, te encargamos la administración de nuestras haciendas, y cuando todo iba bien el traidor Godoy y el rey Ganelón felón nos in-ventariaron el cobro de aquellas hipotecas fantasiosas. ¡Por 7,000 miserables pesos que no pudiste encontrar nos embargaron! Cin-co años duró el pleito y tú te volviste loco y moriste poco antes de que se nos hiciera justicia. Demasiado tarde. Te mataron, Ma-nuelito, con sangre me han de pagar tu sangre” (pp. 101-102).

José María Mercado había empeñado con buena fe su palabra de que respetaría la vida de los europeos de Tepic y de San Blas. Sin embargo, el destino de ellos quedó fuera de sus manos. Según

8 Quizá la figura más siniestra de la Guerra de Independencia. Este asesino de peninsulares, liberado de cárcel de Guadalajara en la que se encontraba desde 1805 por ser salteador de caminos, era, además, torero; originario de la metró-poli y llegado la la Nueva España en 1803, según algunos ; un criollo nacido en la Hacienda de San Pedro, en los llanos Apan, según otros (así Lucas Alamán, por ejemplo); o en Tulancingo, según otros más.

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lo relatado en el cuarto capítulo de Camino a Baján, “Le chat recherche sa proie” (título que evoca el cruel juego del gato con el ratón que ha atrapado), fueron llevados presos –eran 60– por Juan José de Zea9 con rumbo a Guadalajara, en virtud de órdenes de Hidalgo (entre los presos que conducía se encontraba Mel-chor de Arantón, esposo de su hermana, Teresa de Zea). Cuando se encontraban a cinco leguas de Guadalajara, un soldado envia-do por el cura Hidalgo se presentó ante él y le entrego un mensaje en un pliego cerrado que tenía por fuera la inscripción “secreto”. El texto en el pliego era el siguiente: “Disponga usted todo cui-dado acerca de los indultos y libertad de europeos. Recoja usted todos los que hay por esa parte. Sepúltelos en el olvido, dándoles muerte con las precauciones necesarias, en partes ocultas y solita-rias para que nadie lo entienda” (p. 135). La instrucción fue cabal-mente cumplida: los 60 españoles, entre ellos el cuñado de Juan José Zea, fueron degollados. Volveremos sobre el texto de este mensaje más adelante. Hemos dicho ya que el padre Hidalgo no es, hablando con ri-gor, una figura de primer plano a lo largo de Camino a Baján (“sus capítulos” son, sobre todo, el cuarto y el octavo, y en algún grado el sexto). Los hechos a los que nos hemos referido y sus últimos días, a los que un momento nos referiremos, son lo principal de lo que de él se narra. Es tan duro el tratamiento que se da a Hidalgo en Camino a Baján, que uno se pregunta si acaso su función en la novela no es la de constituir una especie de condensado de los profundos resentimientos de criollos e indios por los “agravios” padecidos a causa de los españoles (de allá y de acá). Pero uno también se pregunta si al hacerlo no se está leyendo más en el texto de lo que en él está escrito. Hidalgo vuelve a aparecer en el octavo y último capítulo, que tiene el espléndido título “Jerusalén y Babilonia”. Como se sabe,

9 Personaje histórico que, como otros de los que figuran en Camino a Baján, aparece también en A la voz del rey.

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en la penosa marcha al norte, Hidalgo –que había sido designado “generalísimo” y que se había auto-designado, en adición a ello, “alteza serenísima”– fue despojado del mando (en la hacienda de Pabellón) por Ignacio Allende y otros militares de carrera y de ran-go que dirigían al ejército insurgente. Meyer relata cómo pesaba sobre él una amenaza de muerte si intentaba separarse del grupo principal. Lo que a partir de entonces comunica Camino a Baján en relación con el estado anímico de Hidalgo es que era de ali-vio. Esto se dice explícitamente: “Despojado del mando, Hidalgo sintió algo como un alivio” (p. 2�8). Se había recuperado de una especie de locura temporal que lo avasallaba y dirigía su actuar, de una frenética pesadilla:

“Despierto de un sueño, la fiesta ha terminado, y la pesadilla también. ¿Por qué me siguieron estos hijitos míos cuando los llamé? ¿Por qué me hicieron caso cuando los invité a coger ga-chupines? Los llamé, vinieron y corrieron al baile. ¿Por qué grité? ¿Por qué los llamé? Es lo único que no entiendo, porque después no mandé nada. Qué alteza serenísima ni que nada. Fui tan preso en la victoria, como ahora en la derrota” (Idem).

El autor registra el texto con el que el 18 de mayo de 1811 Hidalgo manifestaba “a todo el mundo” su arrepentimiento: “¡Quién dará agua a mi cabeza, y fuentes de lágrimas a mis ojos! ¡Quién pudiera verter por todos los poros de mi cuerpo la sangre que circula por sus venas, no sólo para llorar día y noche los que han fallecido de mi pueblo, sino para bendecir las interminables misericordias del Señor! […]” (p. 252)10. En un momento en el que hace referencia

10 Este manifiesto, conocido como “La retractación de Hidalgo” es citado o re-producido por casi todos los autores serios que se ocupan de la Guerra de Inde-pendencia. Hay prácticamente un consenso en cuanto a su autenticidad, aunque hay quien sostiene que fue obtenido por medios coactivos (a cambio del levan-tamiento de la excomunión y la recepción de los sacramentos antes de morir). Meyer, como casi todo el mundo, lo considera auténtico y escrito sin coacción, como lo manifestó en la entrevista a Silvina Espinosa de los Monteros que ya

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a la sangre que por él se ha derramado, Meyer lo hace detenerse y reflexionar: “Matar no puede ser una buena acción; con matar ni salvo mi alma. Ni alivio mi pena en este mundo. Hay que renunciar a la venganza; los 500 pobres gachupines muertos no han resucitado a Manuel ni puesto fin a mi duelo” (p. 25�). Y un poco más adelante, cuando ha concluido su escrito, reflexiona nuevamente:

“Los asusté con mi sistema atroz, qué duda cabe. Pero me sor-prendieron al venir a cogernos. No quedaba otro remedio. Es cuando se perdió todo. Se me nubló la vista, se me cegó el enten-dimiento por andar en la compañía de la plebe, cargado en hom-bros por la plebe. Al desatar las pasiones de la plebe, es cuando perdí la patria que quería salvar. ¿Cómo desatar en nudo ahora? Se las arreglarán ellos” (p. 255).

* * *

Meyer hace suyas –y magníficamente expresa– algunas intuicio-nes de los grandes pensadores de Occidente. La tesis de “El gran Inquisidor” de Los hermanos Karamazov de Fiódor Dostoievski, encuentra un eco en De camino a Baján en estos términos: “Se cansarán […]. Uno se ilusiona en cuanto al deseo de libertad. No es una necesidad fisiológica. No llega como la primavera o

hemos tenido oportunidad de mencionar. En el número de septiembre de 2002 de la revista Nexos (pp. 37-39) publicó un artículo intitulado “Yo, Hidalgo, altivo y loco, orgulloso, arrepentido” (conformado en mucho por varios de los soliloquios de Hidalgo que aparecen en Camino a Baján), que provocó una fuer-te reacción en algunos autores que niegan la autenticidad de la retractación. Véanse a este respecto los artículos publicados por Martín Tavira Uriósteguí y José Herrera Peña en Martín Tavira Uriósteguí y José Herrera Peña (comps.), Hidalgo contemporáneo. Debate sobre la Independencia. Morelia, Escuela Prepara-toria Rector Hidalgo, 2003, pp. 155-7 y 168, respectivamente. Un ejemplar de la retractación –en una especie de bando de Félix María Calleja– puede verse en la Colección Principal del ahm (Vol. 1�, Exp. 8, Fol. 2). La retractación puede verse también en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia en México, tomo I. México, 1877-1888, documento número 35.

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las aguas. Hay que inventarlo para tenerlo. Éstos –enseñó a los soldados– lo inventarán dentro de unos días ¿o unos años? Por lo pronto están muy felices de seguir recibiendo órdenes” (p. 231). Georg Wilhelm Friedrich Hegel escribió en la introducción a sus Lecciones de filosofía de la historia universal que “en los libros de historia, las épocas de paz son páginas en blanco”; en De camino a Baján uno de los personajes afirma (“con voz calma y grave”): “En la historia, los personajes que no han tenido la cabeza cortada y los que no han cortado cabezas desaparecen sin dejar huella” (p. 127). En algún momento, el propio Miguel Hidalgo reflexiona como teórico de la historia: “Solo, me encuentro solo, haciendo el recuento de esos instantes, sin pruebas, sin testigo. Testigo soy yo, historiador soy yo. Yo soy la prueba. Yo descubro el sentido de las cosas sin sentido, yo leo escrituras ilegibles en ese instante en el cual las palabras pierden sentido. No hay más palabras distintas para ayer y para hoy. Todo es presente” (p. 193). Otro ejemplo de lo que venimos diciendo: Meyer construye a un Calleja conven-cido de lo inevitable de la Independencia, pero que sabe bien que la historia es “maestra de vida”:

En la Nueva España no queda más que el ejército. Del ejército proceden y procederán todos cuantos se glorian de ser capaces de sacar el carro del atolladero en que está hundido. La situación se torna entonces peligrosa también para ellos. Es bien sabido que tampoco las tropas pueden llevar el carro más lejos que los demás. Parece darse aquí, desde los tiempos antiguos, desde Ma-rio y Sila, un constante relevo; caso por caso, se registra la dilapi-dación de un crédito de fe, de buena voluntad o simplemente de vitalidad. Usted oyó, querido amigo, podemos en este instante proclamar la independencia de esa América que tanto quiero, y proclamarnos dictador o Cesar, pero… acuérdese de lo que escribió Suetonio o mejor Tácito (p. 177).

Lo relatado en De camino a Baján transmite al lector vivencias singulares de lo que fueron los primeros meses de la Guerra de

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Independencia. La importancia, cuantitativa y cualitativa, de la participación de sacerdotes en el movimiento, por ejemplo, se en-cuentra plasmada en la siguiente descripción de la marcha de José María Mercado a San Blas:

Con 2,000 hombres y seis cañones Mercado marchó sobre San Blas con una oficialidad de sacerdotes y monjes: fray Mariano Cuellar, capellán militar; el reverendo padre Juan José Moya, del convento de San Francisco de Guadalajara; fray José Domín-guez, de Acaponeta, y los hermanos Cornejo, Orozco, Pérez. Pa-recía más una peregrinación que un ejército, ya que era seguido por una multitud de mujeres, niños y ancianos que salían del bosque y del manglar. Fray Quinteros y el padre Flores hicieron jurar la independencia en Santiago y en Acaponeta. El cura Ig-nacio Aguilar mandó colgar durante cuatro horas a Pablo Pérez “el Cohetero”, por blasfemo, contra la independencia. Luego el cura, en calidad de subdelegado nombrado por Hermosillo, ganó Sentispac y Acaponeta para la causa insurgente, a “la defensa más racional y más justa de la amada Patria” (p. 71).

Otro tanto ocurre con las asimetrías entre las fuerzas insurgentes y las realistas cuando se relata lo ocurrido en puente de Calderón:

Seguramente el ejército de Hidalgo pasaba de 100,000 hombres: 3,�00 soldados de línea, 20,000 rancheros a caballo con lanzas, y 70,000 indios a pie con lanzas, flechas y hondas, cohetones y gra-nadas de mano. Contaba con 80 piezas de artillería. 8�0 carretas y carrozas acompañaban a esta muchedumbre (p. 1�9).

Calleja, por su parte, comandaba un ejército profesional “con 6,000 hombres y 10 cañones” (idem). Los frecuentes tránsitos de un bando al otro también son efi-cazmente ilustrados. Los hubo por razones de convencimiento moral: “La noticia del degüello ejecutado en el Cursillo decidió el destino de Ángel. Dejo la insurgencia y fue a presentarse a Calle-ja” (p. 152). Otras, por motivos más pragmáticos:

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Islas, el de Cuquío, también pidió el indulto, argumentando que si había simpatizado con el movimiento fue “porque iban pro-clamando a nuestro deseado rey don Fernando VII y a María Santísima de Guadalupe”. –¡Desde luego! –dijo Calleja a su edecán–. Así me van a llo-riquear todos. En Guadalajara nos están preparando un triunfo igual al que reservaron a su cura. Fingiremos tan bien como ellos. Escuche…“Juan Antonio Rivas, anciano, incapacitado por una fuerte gota, tendero. Dijo al saber la victoria del rey en Calderón. ‘¡A’i está Dios! No se han de alzar los gachupines con el reino. Las piedras se volverán hombres para su defensa. ¡Dios mío, que no entre la herejía en la América’”. El 21 de enero, en la mañana, Calleja recibió el triunfo espe-rado, y en la tarde otro tanto el brigadier José de la Cruz, victo-rioso en Zamora. Calleja comentó: – Así recibieron a Torres [José Antonio “el Amo” Torres, in-surgente que había ocupado Guadalajara el 11 de noviembre de 1810 después de haber triunfado en la batalla de Zocoalco] y a Hidalgo y así hubieran entrado ellos hoy, otra vez, de habernos vencido (p. 180).

En ocasiones se escucha decir que el movimiento de Hidalgo no se orientaba en su nacimiento hacia la Independencia y que las proclamaciones de lealtad a Fernando VII así lo demuestran. En Camino a Baján, el movimiento de Hidalgo parece estar orien-tado a la emancipación al tiempo que se proclama la lealtad a Fernando VII. La referencia a este monarca en el fragmento que acabamos de transcribir nos ofrece una buena oportunidad para señalar que el movimiento sí buscaba desde su inicio la indepen-dencia de la Nueva España con respecto a España. Esto es atesti-guado por una carta que Ignacio Allende le dirigió el 31 de agosto desde San Miguel el Grande (hoy San Miguel Allende), en la que, en su parte sustancial, dice lo siguiente:

El día 13 del presente, aniversario de conquista de México, se dispuso que hubiera fiestas públicas que duraron tres días, y no-

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sotros, sin ocuparnos de ellas, nos fuimos a casa de los González, donde se trataron muchos asuntos importantes. Se resolvió obrar encubriendo cuidadosamente nuestras mi-ras, pues si el movimiento era francamente revolucionario, no sería secundado por la masa general del pueblo y el alférez real don Pedro Setien [sic] robusteció sus opiniones diciendo, que si se hacía inevitable la revolución, como los indígenas eran indife-rentes al verbo libertad, era necesario hacerle creer que el levanta-miento se lleva a cabo exclusivamente únicamente para favorecer al rey Fernando. En la junta que viene voy a proponer que el levantamiento lo hagamos en San Juan [de los Lagos], en los días de la feria, donde sin estar desprevenidos en absoluto nos haremos de buenos ele-mentos; pero quiero antes, tan pronto que pueda, ir a ver a usted, para obrar siempre de acuerdo en esta causa.11

* * *

11 La carta se encuentra reproducida en Ernesto Lemoine, La revolución de Inde-pendencia 1808-1821. Testimonios, (Tomo 2 del cuarto volumen de la colección La República Federal Mexicana. Gestación y nacimiento), México, Novaro, 197�, p. 35 (El original de la carta se haya en el Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia). Según lo manifestado por Hidalgo después de su captura, aunque se encontraba convencido de la conveniencia de la Indepen-dencia, no había pensado en participar en su realización y fue Allende quien acabó por persuadirlo antes de septiembre de 1810. Véase a este respecto, Lucas Alamán, Historia de México, vol. 2. México, Jus, 19�2, pp. 128-9. Con todo, el asunto dista de estar claro; Luis Villoro, en su contribución a la Historia general de México, vol. 2, (México, El Colegio de México, 1977, p. 328, “La revolución de independencia”), escribe: “Allende no entiende ni aprueba las condescenden-cias de Hidalgo con la plebe. Desde el comienzo se esfuerza en transformar la rebelión en un levantamiento ordenado, dirigido por los oficiales criollos; pero su molestia llega al límite cuando el cura empieza a dejar en el olvido la figura de Fernando VII”. Véase también para esto mismo Lucas Alamán, op. cit., pp. 63-�. A este respecto, conviene tener presente que por mucho tiempo y para muchos “independencia” significó rechazar la dependencia en relación con Es-paña, no en relación con Fernando VII: dos reinos, un rey. Este mismo sentido del término aparece en los Tratados de Córdoba, donde se hace referencia al mismo Fernando VII o a un príncipe extranjero para que reine en el México independiente.

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En la entrevista con Silvina Espinosa de los Monteros a la que ya nos hemos referido, Meyer dijo: “Cuando escribí La Cristiada, que fue un mamotreto de tres volúmenes, yo sentía casi rabia; en vez de 900 páginas me hubiera gustado hacer, si no un cuento como Rulfo, por lo menos algo de la extensión de Pedro Páramo, que le permitiera a la gente capturar todo ese drama”. El primer producto resultado de esta “casi rabia” tuvo que esperar dos déca-das, y no se refirió a la Cristiada sino al Occidente de México en el primer año del siglo xviii. Fue A la voz del rey; el segundo, Ca-mino a Baján / Los tambores de Calderón, cuya acción se desarrolla en la misma región diez años después. Parecería, entonces, que estas “historia verídica” y “novela no-ficción”, respectivamente, responden a una inquietud de comunicar el conocimiento histó-rico al gran público de una manera más vívida, más eficaz, de la que puede lograrse con el discurso histórico propiamente dicho. Viene a cuento tener presente aquí una pregunta que surge cada vez con mayor frecuencia en las discusiones sobre teoría de la his-toria: ¿acaso el cine, la novela, la museografía, etcétera, no serán medios más adecuados que el discurso histórico tradicional para la comunicación del conocimiento histórico? La escritura de no-velas por parte de Meyer –y lo dicho al respecto en la entrevista de referencia– permiten suponer que él ha pensado que la respuesta a esta pregunta puede ser afirmativa. Ahora bien, se trata de novelas históricas bastante peculiares. En Camino a Baján no hay ninguna trama paralela a la que se arma a partir de los acontecimientos históricos. Si bien hay un personaje de ficción de la invención de Meyer –Ángel Flores (pro-minente también en A la voz del rey)–, desempeña en la novela un papel más bien emblemático y de interlocutor de personajes históricos. Lo que hay es una especie de mosaico conformado por documentos, fragmentos de documentos y documentos altera-dos; fragmentos de clásicos de la historia de la Guerra de Inde-pendencia con algunas afectaciones; y segmentos de invención literaria, casi todos ellos relativos a las vivencias subjetivas –en

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ocasiones probablemente oníricas– de Hidalgo. El lector –cual-quier lector– discierne de inmediato que estos últimos segmentos, así como todas –o prácticamente todas- las conversaciones entre los personajes, son invenciones del autor; y el que se encuentra algo avisado en lo concerniente a asuntos historiográficos, iden-tifica también de inmediato el origen documental, cuando no el carácter de transcripción, de otros segmentos. Hay otras partes, empero, –y esto le confiere gran efectividad a la novela–, en las que aun ese lector algo avisado no sabe si se encuentra en el ám-bito de lo documentalmente sustentable o en el de la invención literaria. Considerado el mosaico como un todo, más que un agregado de este tipo de componentes, acaba pareciendo más una amalgama de ellos. Las expresiones de “historia verídica” (A la voz del rey) y “novela no-ficción” (Camino a Baján) son en verdad acertadas. Pero todo lleva a plantear algunas preguntas un poco delicadas. En ninguna de las dos novelas se ofrece la más leve indicación sobre las fuentes de las que proceden los segmentos que no son de invención del autor. Hacerlo destruiría el efecto de amalgama al que nos hemos referido: la transformaría en un agregado con graves problemas en cuanto a la unidad del relato. Pero, ¿no merecerían algún reconocimiento las fuentes empleadas en la redacción de la “novela no-ficción”, en particular cuando se trata de transcripciones con leves modificaciones de clásicos de la historiografía mexicana? ¿La unidad literaria del relato justifica la omisión de las fuentes a manera de “licencias literarias”? Vamos a considerar dos casos de lo que venimos diciendo. El primero se refiere a lo que en Camino a Baján aparece como el mensaje “secreto” enviado por Hidalgo a Juan José de Zea: “Disponga usted todo cuidado acerca de los indultos y libertad de europeos. Recoja usted todos los que hay por esa parte. Sepúlte-los en el olvido, dándoles muerte con las precauciones necesarias, en partes ocultas y solitarias para que nadie lo entienda”, que ya hemos mencionado. En realidad el mensaje fue dirigido por Hi-dalgo a José María González Hermosillo el 3 de enero de 1811,

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y su texto era (en parte) el siguiente “Disponga V. todo cuidado acerca de los indultos o libertad de europeos, recogiendo V. todos los que haya por esa parte para quedar seguro… y al que fuere inquieto, perturbador y seductor, o se les conozcan otras dispo-siciones, los sepultará en el olvido dándoles muerte con las pre-cauciones necesarias en partes ocultas y solitarias para que nadie lo entienda”.12 (José María González Hermosillo fue nombrado por Hidalgo Teniente Coronel en Guadalajara el 13 de diciembre de 1810 y enviado a lo que actualmente son los estados de Sinaloa y Sonora, hacia donde partió el 1 de diciembre de 1810, para pro-mover en ellos la Guerra de Independencia). Ignoramos si Meyer tomó los fragmentos del mensaje que empleó en su novela de Bus-tamante –de quien proviene lo que acabamos de citar– o de algún otro autor,13 pero es claro que de alguien los tomó. El segundo caso concierne a la mañana del día de la muerte de Hidalgo. Escribe Meyer en Camino a Baján:

[…] el día de su muerte, notó que le llevaban con el chocolate menor cantidad de leche que de costumbre; reclamó que no le debían dar menos leche porque lo fueran a fusilar. Al caminar al paredón tras el hospital, se acordó que había dejado en su cuarto unos dulces, pidió cortésmente que fuesen por ellos y se detuvo a esperarlos. Luego comió algunos en el camino y repartió los demás a los soldados del pelotón (p. 257).

Podemos asegurar que esto está tomado de la Historia de México de Lucas Alamán, en la que se puede leer lo siguiente:

El día de su muerte, notando que le llevaban con el chocolate menor cantidad de leche en el vaso que acostumbraba tomar, lo

12 Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana, tomo 1. México, fce, 1985, p. 2�9. Como se aprecia, el texto del mensaje a Hermo-sillo era más matizado que el que en Camino a Baján (tomado de aquél) envía Hidalgo a José Juan de Zea. El efecto de la eliminación de los matices da lugar a un Hidalgo algo más sanguinario.13 No encontramos nada al respecto en la Historia de México de Lucas Alamán.

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reclamó diciendo, que no porque le iban a quitar la vida le de-bían dar menos leche, y al caminar a la ejecución se acordó que había dejado en su cuarto unos dulces, los cuales se hizo llevar deteniéndose a esperarlos, de los que se comió algunos y los de-más los dio a los soldados que le escoltaban.1�

Podrá pensarse que tal vez tanto Alamán como Meyer hicieron uso de una fuente común, pero éste no es el caso. Lo sabemos por-que el propio Alamán afirma explícitamente que para este pasaje se basó en el Cuadro histórico de la Revolución Mexicana de Carlos María de Bustamante, y en esa obra los renglones pertinentes son estos:

La mañana de su ejecución notó que en el desayuno le habían puesto en el vaso menos cantidad de leche que solían y acostum-braba tomar; mandó que se lo llenasen, y dijo que no porque era la última debía beber menos… Al tiempo de marchar para el pa-tíbulo se acordó de que bajo la almohada de su cama dejaba unos dulces, y revolvió por ellos y los distribuyó entre los soldados que le iban a disparar […].15

Seguramente unas dos terceras partes del libro, tal vez tres cuartas o más, serían susceptibles de esta “ingeniería discursiva inversa”. Con respeto preguntamos si acaso Camino a Baján no serviría más a la historia, a la literatura y a la justicia si se hubieran re-gistrado las fuentes documentales de las que se hizo empleo casi literalmente. No a la manera de notas a pie de página, por la razón antes dicha, pero sí en alguna suerte de apéndice. Si esto es dema-siado pedir, se podría pensar en al menos una relación de las obras y fondos documentales de los que proceden los documentos que fueron objeto de este tipo de empleo.

1� Alamán, Historia de México, op. cit., p. 135.15 Bustamante, Cuadro histórico de la…, op. cit., p. 262.

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Por lo demás, como ya lo hemos dicho, es precisamente ese modo peculiar, de configurar su discurso novelístico a la manera de una de “no ficción” lo que hace fascinante su lectura, al brin-darle al lector una reconstrucción literaria históricamente correcta en cuanto tal (característica acentuada, por las licencias literarias del tipo ordinario que se permitió el autor),16 y al hacerlo sentir-se testigo presencial de varios de los acontecimientos relatados. Finalmente, le ofrece fragmentos de una representación concreta, históricamente situada, del mundo subjetivo de Hidalgo que, co-rresponda o no a la realidad (¿y quién podría saberlo?), le hace caer en la cuenta, no sólo de la obviedad de que el personaje pensaba, sentía y optaba, sino de que lo hacía de una manera propia y úni-ca, de manera que si al lector no le parece la de esa representación concreta ofrecida, se verá casi forzado a generar una alternativa.z

16 Los rostros alargados de Modigliani comunican mucho mejor quiénes fueron los personajes por él retratados que cualquier fotografía que se hubiera podido tomar de ellos.

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Ser o no ser: ¿será ésa la cuestión?PeDRo l. San Miguel

Universidad de Puerto Rico/Departamento de Historia

José Luis Abellán, La idea de América: Origen y evolución. Madrid/Frankfurt Am Main/México, Iberoamericana/Vervuert/Bonilla Arti-gas Editores, 2009, 291 pp.

l 2010 ha sido un año auspicioso para América Latina, pese a la crisis económica y a los problemas políticos y sociales que

la agobian. Como parte de la conmemoración del bicentenario de vida independiente de varias de las antiguas colonias españolas en el Nuevo Mundo, los gobiernos de estos países han auspiciando decenas de vistosos y pomposos actos para rememorar los héroes patrios y los eventos fundadores de las naciones hispanoamerica-nas. Ha sido, pues, tiempo de celebración, festejo, desfile y agasajo, incluso de rumba, jolgorio y carnaval. Amén de momento para el sarao y la parranda, quizás sea ésta, también, una ocasión propicia para reflexionar en torno a tan ensalzadas experiencias históricas. De hecho, ya se perfila que el bicentenario de las independencias latinoamericanas dejará una estela de textos disímiles en los que se celebrarán, discutirán e incluso cuestionaran tan memorables y decisivos acontecimientos. La mayoría, sin duda, constituirán en-comiásticos textos que enaltecerán hasta el Olimpo a los “padres

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Historia y Grafía, UIA, núm. 35, 2010

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de las patrias” y sus fundacionales gestas; los menos, marcharán a contracorriente y se dedicarán, en la más acerada tradición crítica, a debatir las discursivas nacionales latinoamericanas.1

Uno de los efectos de la enorme cantidad de escritos y alo-cuciones que generarán esas conmemoraciones será evidenciar la multiplicidad de voces que, durante los pasados doscientos años, han pretendido hablar a nombre de América Latina. Lo que equi-vale a decir que se manifestarán las diversas –y con frecuencia contradictorias–formas en que se ha concebido la “identidad lati-noamericana”, es decir, su “Ser”. La manera de abordar esta cues-tión, por supuesto, variará de acuerdo a las heterogéneas visiones y concepciones que durante las dos centurias pasadas han inten-tado representar la realidad latinoamericana. Política, ideología, antropología, historia, sociología, arte, literatura y filosofía con-tribuirán a formar un abigarrado coro de voces que intentarán, cada una en su registro, expresar su particular visión acerca del (supuesto) “Ser” latinoamericano. La idea de América se inserta en ese orfeón. Su autor, José Luis Abellán, es una figura emblemática de la cultura española de las últimas décadas, posición que ha obtenido gracias a una amplia producción intelectual que se remonta a los años sesenta del si-glo pasado, y que ha gravitado sobre todo en torno a la historia del pensamiento en y sobre España. Todo ello le ha valido reco-nocimientos, homenajes y laureles. La reedición de La idea de América –en versión revisada y actualizada– seguramente forma parte de ese designio de honrar a tan célebre intelectual. Publica-da originalmente en 1972, esta obra se inserta en lo que el autor define como “historia de las ideas”, parcela de la historiografía

1 Entre estos últimos se encuentran: Mauricio Tenorio Trillo: Historia y celebra-ción: México y sus Centenarios, México, Tusquets, 2009; Jorge Volpi: El insomnio de Bolívar: Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo xxi, México, Random House Mondadori, 2009, y Rafael Rojas: Las repúblicas de aire: Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica, México, Taurus, 2009.

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que ha sido cultivada por Abellán durante décadas. Nos encon-tramos, en fin, ante la reedición de una obra clásica que ha dejado una huella en los estudios americanistas en España. Como soy un fiel creyente en la lectura de los clásicos, no puedo menos que encomiar su publicación. Pero una cosa es leer a los clásicos y otra, muy distinta, suscribir sus fundamentos y argumentaciones, razón por la cual también soy partidario de debatirlos. Debido al papel central que ocupan los clásicos en los debates intelectuales, considero, además, que su discusión debe efectuarse sin concesio-nes. Y el caso es que tengo discrepancias radicales con esta obra. De entrada, se encuentra la cuestión de la “historia de las ideas”. Como es sabido, durante los años sesenta y setenta del siglo xx las ideas y el pensamiento en general fueron marginados en los estudios históricos; esto fue efecto del predominio de corrientes historiográficas que privilegiaban temas económicos y sociales. A lo sumo, en ciertos ámbitos se popularizó la historia de las “men-talidades” como resultado de las influencias de la denominada “tercera generación” de la Escuela de los Annales.2 Mas subrep-ticiamente se fue gestando una mutación historiográfica, genera-da por la confluencia de tendencias como el posmodernismo, la “nueva historia cultural”, los “estudios subalternos”, los “estudios poscoloniales” y el “giro lingüístico”.3 Como resultado de todo esto, ha habido un renacer del interés por la historia de las ideas, del pensamiento, de los conceptos y de la cultura en general. Tal reverdecer ha implicado el surgimiento de nuevas teorías y metodologías para el estudio de tales temas, así como de variadas corrientes intelectuales y “escuelas”. La “historia conceptual” (de arraigo sobre todo en Alemania, aunque con irradiaciones en diversos países, incluso de América), la “historia socio-cultural”

2 Peter Burke: La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales: 1929-1989, Barcelona, Editorial Gedisa, 1993, pp. 68-86.3 Luis Gerardo Morales Moreno (compilador): Historia de la historiografía con-temporánea (De 1968 a nuestros días), México, Instituto Mora (Antologías Uni-versitarias), 2005.

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francesa (que entronca con los Annales), o la “historia intelectual” inglesa (practicada entre otros por Quentin Skinner) son algunas de las tendencias que, en las décadas más recientes, han nutrido el estudio de las ideas, el pensamiento y la cultura. Sin embargo, en el libro de Abellán no hay ni un ligero asomo de estas corrientes; no existe ni el más leve intento de elaborar una discusión en torno a ellas y, sobre todo, de distinguir su particular forma de conce-bir la “historia de las ideas” de esas otras escuelas o tendencias historiográficas. Tal ausencia provoca la sensación de que nos en-contramos ante una obra envejecida en sus fundamentos teóricos y metodológicos, pese a anunciarse que ha sido “completamente revisada, actualizada y ampliada”. Dicha sensación se acentúa al pasar revista a los temas que examina el autor y a los argumentos que elabora en su libro. Entre esos argumentos se encuentra lo que Abellán define como la “tesis fuerte” de su obra: “que la idea de América como unidad conti-nental es un producto hispánico por excelencia, en la medida en que nuestra cultura está especialmente dotada para la síntesis y la integración” (p. 13). Nos topamos aquí con una tesis que, vertida a lo largo del tiempo en diferentes formas, ha nutrido ciertas con-cepciones acerca de la historia de España en América. Décadas ha nutrido incluso algunas interpretaciones acerca de la esclavitud en las Américas. Según tal lógica, los sistemas esclavistas en las colo-nias españolas se habrían diferenciado de los existentes en otras regiones de América –como las posesiones inglesas y francesas en el Caribe y el Sur de Estados Unidos– debido a esa supuesta pro-pensión de la cultura española a “la síntesis y la integración”. En la obra comentada, el autor lleva su tesis central hasta el límite, llegando a afirmar que la alegada “inclinación hacia el socialismo en los países latinoamericanos […] es consecuencia de una rein-terpretación universalista del viejo humanismo de origen hispá-nico” (p. 290). Pero el caso es que igualmente se podría afirmar que el socialismo latinoamericano es un derivado del mesianismo judaico, del colectivismo indoamericano o de las ideas ilustradas

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(francesas) acerca del “buen salvaje”. Sin ser totalmente falsas, ta-les afirmaciones implican un elevado grado de generalización y abstracción, por lo que resultan deficientes como explicaciones de un fenómeno histórico concreto. Como historiadores, ¿nos sen-tiríamos cómodos con la aseveración de que el régimen de Hugo Chávez, el más reciente vástago del “socialismo latinoamericano”, es una “reinterpretación universalista del viejo humanismo de ori-gen hispánico”? Otro de los fundamentos de Abellán estriba en el contraste entre la colonización en América del Norte (i.e. Estados Unidos) y las posesiones españolas en el Nuevo Mundo. Éste también es un antiguo tópico, del que se han valido estudiosos de diversas es-cuelas e ideologías para explicar desde las divergencias políticas y económicas entre unos y otros territorios, tanto en la época Colo-nial como en el presente, hasta sus discrepancias sociales, demo-gráficas, étnicas, culturales y “espirituales”. En el libro comentado, lo que debería constituir un riguroso ejercicio de historia com-parativa deriva, lamentablemente, hacia fórmulas manidas, algu-nas de las cuales reiteran ciertos estereotipos o arriban a fórmulas genéricas que, nuevamente, poco explican. Por ejemplo, la afir-mación de que “la colonización anglosajona tiene un carácter fundamentalmente religioso y comercial” (p. �0) podría aplicarse, con igual propiedad, a la colonización española. Por otro lado, el poblamiento anglosajón del territorio norteamericano –efectuado incluso en detrimento de la República de México– es descrito, recurriendo a una imagen que no deja de ser caricaturesca, como una “mancha de aceite” que avanza inexorablemente hacia el Oes-te. En contraste, la colonización española y portuguesa habría sido efectuada bajo el signo de “una Monarquía católica y universalista, que imprime carácter casi cósmico al hecho del descubrimiento, y, posteriormente, de la conquista y la colonización” (p. �1). Ese tipo de contraste se basa en modelos que se construyen a priori y cuya oposición se admite como absoluta; manejados de tal forma, dichos arquetipos terminan siendo meras marionetas.

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Pero cuando se cotejan esos modelos con la evidencia histórica comienzan a revelarse los sofismas que los sostienen. Así, Abellán convierte en virtudes de la colonización española en América lo que desde otras perspectivas se puede considerar como aspectos deplorables. Tal es el caso de la afirmación de que “para la co-lonización ibérica el prójimo [es decir, el indígena y, luego, el africano esclavizado] era una auténtica necesidad, puesto que era el fin primordial de la misma” ya que se le necesitaba “para con-vertirlo [salvando su alma] y aun para vivir y convivir con él” (p. �2). A partir de tal paralogismo, lo que fue un requerimiento de la dominación del Nuevo Mundo –la necesidad, sí, de obtener mano de obra y tributos– se convierte en un rasgo piadoso de la colonización española con la intención de engrandecerla de cara a la anglosajona. Algo similar se puede afirmar acerca de “los matri-monios y uniones que fueron base del mestizaje iberoamericano” (p. �2). Aquí se pasan por alto las condiciones específicas en que ocurrieron tales “uniones”, buena parte de las cuales ocurrieron como resultado de la violación, el estupro, el ejercicio de la auto-ridad y los abusos de todo tipo ya que, seguramente, para muchos españoles ayuntarse con las nativas o las africanas fue producto, no de ninguna consideración metafísica o piadosa ante el pró-jimo, sino de la concupiscencia y de la urgencia de desfogar los ardores del cuerpo. No obstante, según Abellán, la colonización española sentó las bases para que en sus antiguas colonias el “pro-blema racial” fuera solucionado de manera “humanista y frater-nal”, mientras que en Estados Unidos éste “ha permanecido vivo y sangrante” (p. �2). Abellán alega que en Estados Unidos prevalece un “sentido atomizado e individualista de la vida” que se refleja en “la es-tructura inorgánica de [sus] ciudades” (p. �2), las que supuesta-mente se diferencian de las hispanoamericanas. Para ilustrar este argumento se usa un recurso cuestionable –empleado no sé si por criterio del autor o de la editorial responsable de la publicación del libro– y que estriba en reproducir, por un lado, dos grabados

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del periodo colonial –correspondientes a la ciudad de Cuzco en 1556 y a México en 1528 (pp. �3-��)– y, por el otro, dos fotos contemporáneas de autopistas estadounidenses, las que son des-critas como “símbolo visible más característico del país” (p. 60); es decir, como emblemas de lo que pretendidamente no es la ciudad (y la sociedad) hispanoamericana: atomizada, disgregada, indivi-dualista, fragmentada. Creo que una recta metodología requiere que se compare lo comparable, no lo que a todas luces resulta inconmensurable. Por ejemplo, sería totalmente legítimo compa-rar las ciudades coloniales hispanoamericanas y norteamericanas; o comparar México, Bogotá, Caracas, Lima, Santiago y Buenos Aires con Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago y Los Ánge-les en el presente. Pero resulta inapropiado comparar las ciudades de un periodo con las del otro. Siguiendo tal procedimiento, se podría argumentar exactamente lo contrario de lo que se intenta demostrar con meramente invertir la prueba utilizada; en otras palabras, mostrando grabados de Boston o Filadelfia en el siglo xvii y fotos de autopistas de casi cualquier país hispanoamerica-no. ¿O serán las autopopistas y los pantagruélicos embotellamien-tos en México, Bogotá, Caracas, Lima o Buenos Aires indicadores de una estructura social orgánica, integrada, solidaria? En el trazado que efectúa Abellán, basado en una visión dico-tómica entre Estados Unidos y América Latina, esta última, en tanto que hispánica, es una especie de comunidad virtuosa, mien-tras que el país norteño es su perfecta antítesis. Para posibilitar esta construcción, el autor incurre en simplificaciones extremas, contradiciendo lo que debe ser una verdadera reflexión intelec-tual, basada en el pensamiento complejo y no en la trivialización ni en la banalización. Hasta el rastreo que efectúa Abellán del “Ser” de América Latina padece de tal defecto. Más aún, la de-fensa que realiza el autor de Latinoamérica y de lo latinoameri-cano no es otra cosa, en el fondo, que una apología de España, del “Ser” hispánico. Con el viejo colonialismo español hemos to-pado, Sancho. De hecho, Abellán regresa al viejo tópico de que

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“las Indias no fueron colonias” (p. 69) y que América y Espa-ña mantuvieron una relación original, si bien no define en qué consistió esa supuesta originalidad. Lo que posiblemente hubie-se implicado ilustrar cómo se distinguió esa “original relación” de las que mantuvieron las demás potencias europeas con sus propias posesiones –seguramente también definidas por sus respectivos apologistas como originales o especiales. El solapado panegírico que hace Abellán de España, ampa-rado en su examen del “Ser” de América, se evidencia en varias de las interpretaciones que ofrece acerca de personajes y sucesos históricos o de tendencias intelectuales. Así, “Martí es el símbolo de una futura emancipación económica” ya que siguió “una tradi-ción intelectual española” (p. 68). En lo que a la independencia se refiere, el autor afirma que algunas de sus causas –y por la manera en que lo plantea parecería que se trata de sus causas fundamen-tales– “están dentro de la tradición española” (p. 81) afirmación que en sí misma es inobjetable si no fuera por el hecho de que tal tipo de aserto también podría ser válido para la independencia de las Trece Colonias en Norteamérica, para la de Brasil, o para la de Saint Domingue/Haití. Más adelante llega a decir: “Los his-panoamericanos no se rebelaban tanto contra la Corona española como contra la misma invasión francesa [a la Península Ibérica]” (p. 82). Por lo demás, en la nota número 5 que aparece en esta misma página de su libro, Abellán alega que en torno a la in-dependencia y a su trasfondo habría que estudiar varios temas –como la difusión en América del pensamiento liberal español o la marginación política de los criollos– que cuentan con una respetable bibliografía en los estudios americanistas. A partir del capítulo vi de su libro, Abellán efectúa una especie de trazado del pensamiento hispanoamericano, aunque obviando temas y épocas importantes, y ofreciendo, por ende, interpre-taciones discutibles sobre varios asuntos. Por ejemplo, de la co-yuntura de la independencia salta sin transición al positivismo, doctrina que tuvo su auge en América Latina durante las últimas

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décadas del siglo xix. Esta peculiar cronología pasa por alto un periodo histórico de algo más de medio siglo, época en la cual se suscitaron intensos debates en torno a la constitución política de las naciones americanas y, por ende, en torno a su “Ser”, definido en ese contexto no tanto como una entidad etérea, como una aventura espiritual, sino como una entidad política concreta. En esos años, en efecto, ocurrieron los más agudos conflictos –tanto retóricos como militares– en torno a la naturaleza de las naciones hispanoamericanas. Pero nada de esto deja huellas en la obra de Abellán. Por lo demás, resulta debatible la aseveración de que el positi-vismo constituyó “una primera toma de conciencia” de América y un “primer paso hacia una expresión original de esa idea de Amé-rica que vamos buscando” (p. 85). Mas –continúa Abellán– dado que tal ideología “no daba expresión a la verdadera idiosincrasia y la auténtica particularidad de [sus] países”, hacia el año 1900 se inició “una reacción antipositivista”, que tuvo entre sus voceros a José Enrique Rodó, José Vasconcelos y Antonio Caso (p. 87). A continuación, Abellán se concentra en el arielismo, del que alega que es la “expresión filosófica del modernismo” (p. 103), pero, además, que fue una “devolución enriquecida de lo que España llevó al continente descubierto [sic]” (p. 111). Esto no es sino otra forma de reiterar el argumento central que subyace a la obra comentada: que todo lo notable y recuperable de la cultura ibero-americana es un desprendimiento, un derivado o una emanación de su “Ser” hispánico. Dentro de la historia que construye Abellán en torno a la “idea de América”, juegan papeles destacados los filósofos espa-ñoles José Ortega y Gasset y José Gaos. En lo que a Ortega y Gasset se refiere, Abellán le adjudica, debido a su doctrina del “circunstancialismo” –comprendida en primera instancia como la identificación del hombre (o la mujer) con sus circunstancias nacionales–, haber inspirado a una nueva generación de pensa-dores hispanoamericanos, como Samuel Ramos. Esa influencia

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fue potenciada por Gaos, español “transterrado” que, gracias a sus investigaciones y a su labor pedagógica, estimuló en América la historia de las ideas, actuando como correa de transmisión entre Ortega y Gasset y la generación de pensadores latinoamericanos que, hacia mediados del siglo xx, se destacaron por reflexionar en torno al “Ser” americano. A tono con lo anterior, en los siguientes capítulos Abellán indaga las reflexiones acerca de “lo autóctono” en el pensamiento latinoamericano, dedicando sendos capítulos a México, Centroamérica, el Caribe, Perú, la Gran Colombia, el Cono Sur, los “países mediterráneos” (es decir, Bolivia y Paraguay) y Brasil. Como es de esperarse en una síntesis tan apretada, es poco lo que en profundidad se dice en esas páginas. A lo sumo, se realiza una especie de inventario de autores y obras, acompañado de breves comentarios más descriptivos que analíticos. Además, como suele ocurrir en ejercicios de tal índole, se incurre en su-perficialidades y hasta en errores garrafales, como afirmar que en República Dominicana “prácticamente no existen negros”, o que debido a que “los dominicanos no sienten dudas sobre su identi-dad” –pretendidamente de origen hispánica– en ese país “no hay una literatura que la ponga en cuestión ni un ensayo que especule sobre la misma” (pp. 185-186).�

A continuación, Abellán dedica otros capítulos al indigenis-mo, a “la idea de América en la ‘guerra fría’”, y a la globalización y “su incidencia en la idea de América”. En lo que al indigenismo se refiere, es poco lo que aporta dicho capítulo. Sobre el tema de América Latina en la época de la guerra fría, resulta sorpren-dente la afirmación de que la región “pudo salir adelante” y “sin grave menoscabo” durante esos años como resultado del sentido de identidad que generó el “boom de la novela latinoamerica-na” (p. 259). Desde tal lógica, las miles de vidas perdidas como

� Sobre el particular, véase: Pedro L. San Miguel, La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española, San Juan/Santo Domingo, Editorial Isla Ne-gra/Ediciones Manatí, 2ª ed., 2008.

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resultado directo de los conflictos políticos y sociales que vivió América Latina en esos años, o que en la isla de Cuba luego de medio siglo sobreviva un decrépito régimen totalitario que es un engendro directo de la guerra fría, resultan muy poca cosa, ya que un fenómeno literario compensó las desgarraduras produci-das por ella. Por su parte, la sección dedicada a la globalización reitera ideas generales que poco abonan a una reflexión compleja sobre su incidencia en América Latina. Abellán dedica su capí-tulo final a discutir un conjunto de obras que tienen como tema central el “Ser de América”. En él, el autor insiste en la diferencia abismal entre la cultura hispanoamericana y la estadounidense, caracterizada esta última por su “atomismo” y “falta de unidad”, lo que explicaría su “precariedad: la falta de ideal” (p. 270). En contraposición, la “cultura iberoamericana” se distinguiría por “su carácter universalista”, derivado, por supuesto, del “sentimiento de continuidad con la cultura española” (p. 288) ¡Olé! Si quien se aproxime a La idea de América estima inobjetables argumentos de tal índole, seguramente aceptará esta obra como una valiosa aportación. Pero quien considere que esos argumentos responden a simplificaciones extremas, a desconocimientos o has-ta a prejuicios acerca de Estados Unidos (y, también, acerca de lo que es América Latina e, incluso, a una sobreestimación de lo que podría ser España y “lo hispánico”), entonces este libro resultará una lectura escasamente gratificante y poco provechosa. Yo, por supuesto, me encuentro decididamente entre este último grupo de lectores.

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Ankersmit, Frank. La experiencia his-tórica sublime, traducción del neerlan-dés de Nathalie Schwan.• En 1902 el gran historiador holan-dés (igual que Frank Ankersmit) Jo-han Huizinga visitó una exposición de pintura flamenca, y al contemplar algunas pinturas de los Van Eyck y de Rogier van der Weijden experimen-tó de manera directa, no mediada, el pasado que pervivía en esos cuadros, pertenecientes al pasado y al presen-te a la vez. Esta experiencia histórica vino a ser la fuente de la inspiración para la escritura de su obra más cono-cida, El otoño de la edad media (1919). La experiencia de Huizinga es el caso paradigmático de la “experiencia his-tórica sublime”, expresión en la que la última palabra es empleada en el sentido técnico en el que la usó Kant. Huizinga, al referirse a ella, habló de “la gracia de la experiencia histórica”. La experiencia histórica sublime, como Ankersmit la entiende, antecede a la más auténtica práctica historio-gráfica y puede aportar la motivación profunda para emprenderla. Consti-tuye la respuesta a la pregunta sobre el origen y la naturaleza de la conciencia histórica, esto es, a la pregunta por cómo surge la noción misma del pa-

sado histórico. La experiencia histórica sublime apareció originalmente en in-glés en 2005 y posteriormente el autor preparó una nueva versión en neerlan-dés, que fue publicada en 2007. Este libro es la traducción al español de la versión holandesa. Frank R. Ankersmit es en la actua-lidad una referencia imprescindible en cualquier discusión en el ámbito de la teoría de la historia. Es autor de cator-ce libros, editor (o coeditor) de otros diez y ha publicado cerca de 150 artí-culos. En 2007 fundó la revista Jour-nal of Philosophy of History, de la que es el editor en jefe.

Chartier, Roger, Robert Darnton, Ja-vier Fernández y Eric van Young. La revolución francesa: ¿matriz de las revo-luciones?• El presente volumen es una pieza muy especial, ya que reúne los textos de cuatro importantes historiadores, quienes desde sus perspectivas especia-les, posturas historiográficas y ángulos de observación, nos ofrecen una pano-rámica de las últimas reflexiones que han “revolucionado” el modo en que hemos historiado los fundamentos re-volucionarios de las naciones modernas a partir de la matriz francesa de 1789.

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Ante la pregunta sobre las condi-ciones que hicieron posibles las “gran-des revoluciones atlánticas” –misma que las conmemoraciones de los cen-tenarios americanos han sacado de los cubículos de los científicos sociales a la polis–, estos trabajos nos ofrecen un caleidoscopio de lentes convergentes y divergentes que se yuxtaponen para presentarnos una agenda de trabajo de investigación que está lejos de haberse agotado.

Borja, Jaime, Francisco Ortega, Mi-guel Rodríguez et al. Los jesuitas for-madores de ciudadanos. La educación dentro y fuera de sus colegios (siglos xvi-xxi).• Michel de Certeau escribe en La es-critura de la historia: “Otros indicios atestiguan hasta qué punto las prácti-cas religiosas se someten a las formas sociales. Daremos algunos ejemplos: en la disciplina de enseñanza de los colegios, lo que se impone cada vez más son las ‘virtudes’ socioculturales y económicas –la cortesía, la compostu-

ra, el ‘porte’, y, todavía más, la higiene (ligada a cierto dominio de la vida), el rendimiento (el estado de escolar tiene por fin una utilidad social), la compe-tencia (el saber se ordena para luchar por la promoción), la ‘urbanidad’ (el orden establecido de las convenciones sociales), etcétera–, mientras que las ‘virtudes cristianas’, cuyos elementos se establecen según una lista invaria-ble, simplemente se reclasifica en esta reestructuración social de las prácti-cas. Asimismo, se produce una nueva orientación en las instituciones y las fundaciones religiosas con la lógica que introducen la preocupación por la eficacia, la racionalización que tiende a un ‘orden’ o el espíritu del método, que hasta en la práctica de la oración sustituye las ‘inspiraciones’ con la uti-lidad de los ‘buenos pensamientos’, o los ‘afectos’ del corazón con ‘razones’ y ‘métodos’ ”. Los trabajos aquí presentados parten de esta referencia, con una re-flexión que continúa hasta nuestros días.

DE PRÓXIMA APARICIÓN

Vergara, Luis. La construcción textual del pasado III. Una teoría crítica de la teoría de la historia de Paul Ricœur. Im-plicaciones filosóficas y ético-políticas.

López Ulloa, José Luis. Entre aromas de incienso y pólvora.

Ramírez, María Carmina (coord.). Concepción Cuepopan: los rostros de una plaza.

Hartog, François. Evidencia de la his-toria

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OTROS TÍTULOS PREVIAMENTE PUBLICADOS

Colección El Mundo sobre el Papel

Chinchilla, Perla (coord.). Escrituras de la modernidad. Los jesuitas entre cultura retórica y cultura científica, México, uia-Departamento de His-toria/L’École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2008

Torres Septién, Valentina (coord.). El impacto de la cultura de lo escrito, México, Uia-Departamento de Histo-ria, 2008.

Durán, Norma. Retórica de la santi-dad. Renuncia, culpa y subjetividad en un caso novohispano, México, uia-De-partamento de Historia, 2008.

Sánchez Valencia, Roberto. De la hete-rodoxia a la ortodoxia. Hacia una histo-ria hermenéutica de los dogmas nicenos, México, uia-Departamento de Histo-ria, 2007.

Correa Etchegaray, Leonor, Rubén Lozano Herrera, Alfonso Mendio-la Mejía, Perla Chinchilla Pawling y Antonella Romano, La construcción retórica de la realidad: la Compañía de Jesús, México, uia-Departamento de Historia, 2006.

Colección El Oficio de la Historia

Vergara, Luis. La producción textual del pasado ii. Fundamentos para una lectura crítica de la teoría de la historia de Paul Ricœur, México, uia-Departa-mento de Historia, 2009.

Rabasa, José. De la invención de Amé-rica. La historiografía española y la formación del eurocentrismo, México, uia-Departamento de Historia/Frac-tal, 2009.

Chinchilla, Perla (coord.). Michel de Certeau, un pensador de la diferencia, México, uia-Departamento de Histo-ria, 2008.

Certeau, Michel de. Una política de la lengua, México, uia-Departamento de Historia, 2008.

Gumbrecht, Hans Ulrich. Los poderes de la filología Dinámicas de una prác-tica académica del texto, tr. de Aldo Mazzucchelli, México, uia-Departa-mento de Historia, 2007.

Hartog, François. Regímenes de histo-ricidad. Presentismo y experiencia del tiempo, tr. de Norma Durán y Pablo Avilés, revisión técnica de Alfonso Mendiola, México, uia-Departamen-to de Historia, 2007.

Colección El Pasado del Presente

Tablada, José Juan. La defensa social. Historia de la campaña de la División del Norte, edición crítica e introduc-ción de Rubén Lozano Herrera, notas de Andrés Calderón, Genevieve Galán y rlh, México, uia-Departamento de Historia, 2010.

Lloyd, Jane Dale y Laura Pérez Rosales (coords.). Proyectos políticos, revueltas populares y represión oficial en Méxi-co, 1821-1965, México, uia-Departa-mento de Historia, 2010.

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Goldsmit, Shulamit y Natalia Gurvich (coords.). Sobre el judaísmo mexicano. Diversas expresiones de activismo comu-nitario; México, uia-Departamento de Historia, 2008.

Alarcón Menchaca, Laura. José Ma-ría Maytorena. Una biografía política, México, El Colegio de Jalisco/El Co-legio de Sonora/uia-Departamento de Historia, 2008.

Pérez Rosales, Laura y Arjen van der Luys (coords.). Memorias e historias compartidas. Intercambios culturales, relaciones comerciales y diplomáticas entre México y los Países Bajos, siglos xvi-xx, México, uia-Departamento de Historia/Embajada del Reino de los Países Bajos en México, 2008.

Gurión, David Ben. Visión y legado. Discursos, artículos y corresponden-cia 1948-1964, ed. de Tuvia Friling, Paula Kabalo y Ariel Kleiman, tr. de Joseph Hodara, México, uia-Departa-mento de Historia-Programa de Cul-tura Judaica/Asociación Mexicana de Amigos de la Universidad Ben Gurión en el Neguev, A. C., 2008

Colección Historia Cultural

Chinchilla, Perla (coord.). Proceso de construcción de las identidades en Méxi-co. Nueva España, siglos XVI-XVIII, México, uia-Departamento de Histo-ria, 2010.

Chartier, Roger. El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, México, uia-Departamento de Historia, 2005.

Rodríguez, Miguel. Celebración de “la Raza”. Una historia comparativa del 12 de octubre, México, uia-Departamen-to de Historia, 200�,

Colección La Historia en Historias

Rau, Heribert. Alejandro de Hum-boldt. Novela histórico-biográfica, tr. de Isidoro Epstein, edición e índice onomástico de Gabriela Silva, intr.. de Karl Kohut, México, uia-Depar-tamento de Historia/Servicio Alemán de Intercambio Académico, 2006.

Colección Historia para Todos

Palacio Langer, Julia del, Alejandra Valdés Teja y Claudia Villanueva La-gar. Migraciones y cambios. Historias de mujeres y cambios, México, uia-Depar-tamento de Historia, 2009.

Madrazo Salinas, Casilda, Jorge Alber-to Perera González y Socorro Gutié-rrez Kiehnle. Historia y literatura. Dos realidades en conjunción, México, uia-Departamento de Historia, 2006. Gurvich Okón, Natalia (recopilado-ra). En idish suena mejor. El idish en la vida cotidiana de los judíos mexicanos. Una colección de palabras, expresiones y refranes, México, uia-Departamento de Historia. Programa de Cultura Ju-daica, 2006.

Colección El Giro Historiográfico

Vergara, Luis. Paul Ricœur para his-toriadores. Un manual de operaciones, México, uia-Departamento de Histo-ria/Plaza y Valdés, 2006.

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Reseñas / 259

Normas para la presentación de originales

La extensión máxima de cuartillas para un artículo será de 35 y para una reseña será de 12 (1680 caracteres es una cuartilla), por lo que ningún artículo podrá exceder de 58,800 caracteres y ninguna reseña de 20,160 caracteres. Este cálculo comprenderá los espacios entre palabras y las notas al pie. Los trabajos podrán entregarse en disquet de 3.5” en archivo procesado en Word acompañado por una copia impresa o podrán enviarse por correo electrónico (historia.grafí[email protected]) en un attachment procesado también en Word y, por separado, se enviará una copia impresa. No se devuelven originales. Los originales deberán incluir la información siguiente: • Nombre del autor. • Un curriculum breve (aproximadamente diez líneas) del autor. • Domicilio, número telefónico o de fax y dirección electrónica.

• Resumen (salvo en las reseñas) redactado en español y en inglés en el que se destaquen la importancia, los alcances, las aportaciones o los as-pectos relevantes del trabajo (quince líneas como máximo).

Si en el artículo o reseña aparecen cuadros o gráficas, asegurarse de que sean precisos y que mencionen su fuente. Las notas al texto y las obras citadas deberán ir fuera de éste, con llamadas numéricas consecutivas, pues aparecerán al pie de página en la revista. Los ca-pítulos de libros y los nombres de los artículos de publicaciones periódicas se indicarán entre comillas. Ejemplo de presentación:

Para libro: 1 Paul Ricœur, Tiempo y narración. El tiempo narrado, vol. 3, tr. Agustín Neira, México, Siglo XXI editores, 1996, pp. 123-58. Para capítulo de libro: 2 Marco Aurelio Larios, “Espejo de dos rostros. Modernidad y postmoder-nidad en el tratamiento de la historia”, en Karl Kohut (ed.), La invención del pasado. La novela histórica en el marco de la posmodernidad, Frankfurt/Madrid, Vervuert, 1997, pp. 130-�5.

Para artículo hemerográfico: 3 Raymundo Mier, “El retrato y la metamorfosis de la memoria. La trans-formación de la historia en el origen de la fotografía”, Historia y Grafía, núm �, 1995, pp. 81-109.

Historia y Grafía publica la modalidad de la reseña crítica. Por “crítica” enten-demos un comentario referido al contexto académico y cultural en el que se inscribe la obra.

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El texto de la reseña incluirá lo siguiente:• Una presentación breve del contenido de la obra reseñada.• La relevancia de la obra reseñada y el porqué de la importancia de elabo-

rar la reseña.• La importancia del tema y la discusión en la que se inscribe; el enfoque

historiográfico.• El contexto del libro reseñado, en función de diversos criterios: a) En relación con la obra del autor. b) En relación con el tema. c) En relación con la problemática (conceptual, argumentativa, refe rencial,...). d) En términos comparativos.

Ejemplo de presentación de la ficha del libro:• Rozat, Guy. Los orígenes de la nación. Pasado indígena e historia nacional,

México, UIA-Departamento de Historia, 2001, �78 pp.

Si en las citas textuales se suprime una o más palabras, indicarlo con tres puntos suspensivos entre corchetes [...]. También se usarán corchetes para señalar aña-didos o precisiones. Al recibir los textos se hará una primera revisión para comprobar el apego a las normas de presentación. Si se ha cumplido con éstas, se enviará el original a un jurado con el fin de recibir un dictamen para la publicación. Dependiendo de la opinión podrá rechazarse el original, o bien solicitar cambios o modificaciones al autor. Una vez aceptado el texto, se programará su aparición y se iniciará la producción editorial con la revisión de estilo. Se entiende que el autor cede los derechos de su texto para publicarlo también electrónicamente, en la versión digital de Historia y Grafía.

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Colonial Latin AmericanHistorical Review (CLAHR)

Énfasis: ÉPOCA COLONIAL ENAMÉRICA LUSO-HISPANA

SOLICITAMOS SU PARTICIPACIÓN CONestudios originales, máx. 25-30 págs. con notas a pie

de página. Envíe 3 copias + disquet, creado enMicrosoft Word o PC compatible, en inglés o español

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r Individuo $35 r Institución $40 r Estudiante $30 r Un ejemplar $9(Agregue $5.00 para franqueo fuera de EE. UU., México o Canadá)

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Firma autorizada __________________________________________

Envíe esta forma con el pago apropiado al Dr. Joseph P. Sánchez, Editor

Correo Postal: Dirección física/envíos de paquetería:Spanish Colonial Research Center, NPS Spanish Colonial Research Center, NPSMSC05 3020 Zimmerman Library1 University of New Mexico 1 University of New MexicoAlbuquerque NM 87131-0001 USA Albuquerque NM 87131-0001 USA

Teléfono (505)277-1370 / Fax (505)277-4603Correo electróncio [email protected] / Página Web http://www.unm.edu/~clahr

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Historia y Grafía 35se terminó de imprimir en diciembre de 2010

por Oak Editorial, S.A. de C.V. El tiro fue de 800 ejemplares

más sobrantes para reposición.