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EDICIONES

ALTAZOR

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HISTORIAS

DEL OTRO LADO

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EDICIONES

ALTAZOR

REGINA ROBLES

HISTORIAS

DEL OTRO LADO

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HISTORIAS DEL OTRO LADORegina Robles

Colección de ArenaXX

© Regina Robles, 2015© Ediciones Altazor, 2015

1ª edición: octubre, 2015

Asesoramiento editorial: José Donayre HoefkenDiseño de colección: Gustavo R.Q.

Diagramación: Grafos & Maquinaciones

Fotografía de portada: José Güich

EDICIONES ALTAZORJirón Tasso 297

San Borja, Lima, PerúTeléfono: (51-1) 593-8001www.edicionesaltazor.com

www.edicionesaltazor.blogspot.com

Impresión: Color Digital Pacífco EIRL

Jirón Germán Carrasco 2155, Breña

ISBN: 978-XXX-XXXX-XX-XHecho el Depósito Legal

en la Biblioteca Nacional del Perú:Nº 2015-XXXXX

IMPRESO EN LIMA, PERÚOCTUBRE DE 2015

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CONTENIDO

 

EL COLOR  DE CRISTINA  17

L A CASA DEL ALQUIMISTA  21L A MUERTE DE M ANDINGA  25M ÁS  ARRIBA  31EL NEGRO QUE PINTABA  A LOS  ÁNGELES  35L A PALABRA  41EL PIPISTRELLO  45L A SILLA DEL INCA  47EN EL  AIRE  51L A GUARDIANA  55L A OTRA  VIDA DE LA SEÑORA MÉNDEZ  61EN EL  TIEMPO  67NOCHES EXTRAÑAS  71L A PIERNA DE LA SEÑORA K OWALSKI  77

EL MENSAJE  81EL RETORNO DE DON P ANCHO  87O JITOCH  ACHULECH  91

 

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HISTORIASDEL OTRO LADO

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dedicado a Stefania, Jose, Jose Alfredo y Nico

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“Soñar es la actividad estética más antigua”. Jorge Luis Borges 

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 ADVERTENCIA

Los textos que constituyen la presentecolección de cuentos están basados en hechos

acontecidos, mucho de los cuales los conozcopor experiencia directa. Se han cambiadonombres de personas y lugares, así como

diversas situaciones, referencias y detalles, parasalvaguardar la integridad de los involucrados.

R.R.

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EL COLOR  DE CRISTINA

“Es, pues, así (se ha de tener, en efecto,la osadía de decir la verdad, y sobre todocuando se habla de la verdad): la realidadque verdaderamente es, sin color, sin for-ma, impalpable, que sólo puede ser con-

templada por la inteligencia, piloto delalma, ocupa ese lugar”.

Fedro o de la Belleza , Platón

MI  AMIGA CRISTINA ERA ESCULTORA y maestra dedibujo. Vivía en una casita a una cuadra de laavenida Pardo, cobijada por la sombra de unárbol que había plantado con sus manos. Nosconocimos años atrás y en mis cortas visitas a

Lima iba a verla.La primera vez que fui a su casa me hicie-

ron pasar a una habitación muy grande, en elprimer piso, donde enseñaba y tenía su estudio. Allí, a la mitad del silencio, había una banca deparque. Sentado en ella estaba un arlequín demadera de tamaño natural. Cristina vivía en sutorre del segundo piso, a la cual se ingresabapor una escalera de caracol. Allí hacía cordialestertulias que se prolongaban hasta bien tarde.

Una vez asistimos a la charla de un swami 1,

que era advaita vedanta . Se habló de vacuidad y1 Maestro espiritual de la India.

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Cristina discutió con él. ¿Cómo puede no haber

nada ? ¿Cómo es la nada ? El maestro fue tole-rante, pero ella no se quedó satisfecha con laexplicación. En el camino de regreso a su casa —yo la llevaba en el auto de mi suegro—, meexpresó su perplejidad ante este concepto.

 A una cena que dio en su torre, asistió

cierta persona que decía ver el aura de la gente.Cristina se interesó y le solicitó que le dijera elcolor de la suya.

 —Es azur —dijo la mujer. —Qué curioso —dijo Cristina—. Mi es-

poso me llamaba Azurine, pero ese era un per-sonaje algo picante. —Sí —armó la mujer—, pero el color se

está desvaneciendo. Por la cabeza, por ejemplo,ya se ha ido.

 —¿Será que me voy a morir? —preguntóCristina.

Estaba de vuelta en Washington DC,cuando me avisaron de su muerte repentina.La hallaron al pie de su torre, en la paz de suestudio. En su mesa de noche encontraron una

notita que decía: “La muerte ha venido y meha mirado. Me ha visto hacer mis cosas y se haido”.

La siguiente vez que viajé a Lima me lle- varon a una galería de arte. Allí estaba un tríp-

tico, que fue la última obra de Cristina. Sonunas escaleras y unos arcos que se desdibujan.

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 Terminan en espacio, en vacío, en la nada , en

 vacuidad. A veces me asaltan algunas preguntas...¿Será que el maestro, nalmente, le hizo enten-der el concepto a Cristina? ¿Será que, antes dela muerte, el alma comprende cosas que antesno lograba considerar? ¿Será que el artista intu-

ye las cosas sin comprender?

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L A CASA DEL ALQUIMISTA

 para Alberto

L A PRIMERA  VEZ QUE FUISTE  A MI CASA me con-taste tu sueño. Ibas en un ómnibus y llegabasa la avenida para luego caminar hasta mi casa.Nunca antes habías estado allí, aparte del sue-ño. Recuerdo que te pusiste tan serio que me

eché a reír hasta que dejé de sentir ese frío hú-medo de Orrantia de Mar en invierno. Díasmás tarde volviste a la carga con el relato de tusueño, pero en forma más completa. En otromomento de tu sueño, estabas en el vestíbulode la casa del Alquimista (tú le pusiste ese nom-bre), y tenías en las manos el libro de tu vida.Leías algunas páginas y te enterabas de ciertascosas de tu futuro. Le veías tanto valor que que-rías robártelo. Luego me dijiste los posibles sig-nicados de esas imágenes, pero nada más.

Después de clases, a veces me acompa-ñabas un par de cuadras al paradero, sin dejarde contarme tus sueños. Nunca decías lo quehabías hecho o lo que querías hacer. Siemprelo que habías soñado. Francamente cuando te

recuerdo no te veo ni alto ni delgado, con unacualidad u otra. Solo escucho tu voz relatándo-

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me tus sueños como si los hubieras vivido más

que la vida misma.Lo más terrible es lo que no te pude de-cir. La última vez que nos vimos antes de quete fueras a soñar a otra parte, te conté partede un sueño que había tenido. Estaba en un vestíbulo grande, de casa antigua como las quehay en Miraores. A un lado, estaba la puertade entrada, y al frente, una puerta francesa quedaba a un patio por donde entraba la luz. Enotra pared, había una cómoda alta con muchosadornos, y al lado, una puerta que daba a un

salón. Allí estabas tú, con un libro pequeñitoen las manos, parado sobre un piso de losetasde mármol blancas y negras, como un tablerode ajedrez. Lo dejaste y te fuiste. Yo me que-dé husmeando por el resto de la casa. Di conun aposento lleno de estantes. En estos, habíapomos con algo como personas adentro. ¿¡Se-rían mandrágoras!? Ante una mesa con redo-mas y aparatos de todo tipo, había un hombrecon anteojos y barba blanca, trabajando. Y nopude seguir con mi relato porque me mirabas

con expresión desquiciada. “¡Estuviste en misueño!”, dijiste e inventaste una excusa rápidapara irte. Desde la puerta te vi voltear rápida-mente, mientras te ibas con la expresión másextraña.

De ti no supe más directamente. Losamigos me dicen que viajas mucho, de un lado

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para el otro. Has estado en Brasil, China, la

India, Inglaterra, Portugal...Cada vez que pregunto, es un lugar dife-rente. Yo he regresado a la casa del Alquimista.Conozco la biblioteca, donde tiene los libroscon las vidas de todos.

La biblioteca es enorme y tiene altos ven-

tanales. Los libros se leen sobre una mesa anti-gua de madera. En ciertas ocasiones hay otrosleyendo sus vidas. Muchas veces he despertadode un sueño para ver el libro desaparecer. Ellibro de mi vida es grande y gordo, y está lleno

de ilustraciones. A eso se deberá mi tardía a-ción por la pintura.Mientras vas de la ceca a la meca, ya no

puedo decirte que, cuando soñé tu sueño, en-contré en otra habitación sobre una mesa unastrolabio bellísimo de oro. La diferencia entrenosotros es puramente formal, ¿sabes? Es unaironía que yo sí me robara de la casa del Alqui-mista el astrolabio de oro. Tú no necesitas ellibrito, que es tan pequeño que puede caber enel bolsillo de tu saco, en tanto sueñes mucho y

 vivas poco. Por tu constante peregrinar, se megura que te falta dirección.

¿Cómo haría para darte el astrolabio del Alquimista, aquel que robé en mi sueño de tusueño?

 

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L A MUERTE DE M ANDINGA

M ANDINGA  ERA  UN MORENO MUY   DISTINGUIDO.Cuando lo conocimos en Washington, llevabapuesto un sweater  de trescientos dólares, olía acolonia nísima, y tenía el acento y los moda-les de un lord  inglés. Miembro del directorio de

un organismo internacional (por un país africa-no, naturalmente) poseía una casa en la avenida Wisconsin, en el barrio de Chevy Chase, la cualqueríamos comprar. Después de una larga ne-gociación, decidió vendérnosla.

Fue poco lo que supimos de él. Tenía va-rios hijos que habían hecho amistad con los chi-cos del barrio, y una esposa que no sabía mane-jar auto y caminaba más de dos kilómetros hastala tienda más cercana para hacer las compras. Vivían bien los Mandinga. De hecho, gastaban

una fortuna mensual solo para que les arregla-ran los jardines.

Deshicimos el contrato del mantenimientode las áreas verdes, y nos las tuvimos que versolos con podar los árboles y cortar un pasto

que con las lluvias de verano crecía hasta lostres metros, si no contratábamos al hijo del ve-

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cino. Lidiamos también con la proliferación de

innumerables orcitas que se morían porquenosotros —gente de la jungla de cemento— noteníamos idea alguna sobre cómo cuidarlas. Enotoño, salía el ayllu familiar a recoger hojas, y eninvierno, a palear la nieve. La verdad, Mandingasí que supo lo que hacía al contratar expertos.

Mandinga había dejado su huella en el ba-rrio. Sus modales de caballero y su afabilidadlograron su efecto. El vecino de al lado casi nonos quería dar ni la mano cuando lo conocimos. Al acordarse de Mandinga, hizo un puchero y

nos dijo que nunca habría vecino tan buenocomo él.De vez en cuando, llegaba alguna corres-

pondencia a su nombre, y se la dábamos a Jack,el vecino, para que se la enviara a su recordadoMandinga. Fuimos sabiendo poco a poco máscosas sobre ellos. En el shed 2, encontramos unosbaldecitos llenos de conchas marinas pertene-cientes a los Mandinguitas, que eran varios.

Mandinga tenía un Mercedes-Benz verde.La última vez que lo vimos, nos hizo adiós des-

de la ventana de este, al irse con su cheque r-mado. Al regresar a África, se llevó su auto. Losque le hacían el servicio de mantenimiento, nosllamaban de vez en cuando a ver si teníamostambién el Mercedes. Como no era el caso, de-

jaron de llamar.2 Caseta en el jardín para herramientas.

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Fue pasando el tiempo y nos fuimos olvi-

dando de los Mandinga. Hasta el vecino Jack,sin querer, se fue haciendo amigo en la medidaque un vecino estadounidense puede serlo. Nosdecía hi  cuando nos veía y un 4 de julio hastanos invitó a reventar cohetes en la calle.

Pasaron dos veranos y estábamos más

adaptados a la vida de Estados Unidos. Para in-tegrarse al mundo consumista, había que ir decompras, y nosotros íbamos a los centros co-merciales. Nos integrábamos también viendolos programas televisivos, algunos muy buenos.

Lo único que nos faltaba era que nos gustara esedeporte que ellos llaman fútbol, pero que no eseso, sino algo rarísimo imposible de entender,en el que todos salían magullados después dehacer un cargamontón, echándose encima delque tenía el balón.

Llegó de nuevo el invierno, y hubo unahelada tal que hasta Liz Taylor, que residía en Washington DC porque el marido de turno eraun senador, se había caído y roto una costilla.El mayordomo de la embajada peruana tam-

bién se había caído y roto una pierna. A vecesllovía, otras nevaba, pero el frío siempre estabaferoz.

Una noche, teníamos a una pareja de ami-gos de visita. La pasábamos bien, tomando cog- 

nac , al frente de una chimenea prendida. Llególa hora de despedirlos y abrimos la puerta para

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que salieran. Carlos, un vasco de un metro no-

 venta estaba parado en la puerta, esperando quesaliera su esposa, cuando vimos una silueta ne-gra en el nevado jardín de adelante, antes de lapista. Una silueta tipo Darth Vader, con túnicanegra. No parecía tener tres dimensiones, soloera una sombra. Se nos quedó mirando un rato

y luego desapareció. Carlos ni cuenta se dio porqué lo mirábamos con los ojos desorbitados.

Después de que partieron, nos entró elremordimiento de no haberles dicho nada dela sombra. Podía ser una advertencia o un mal

presagio. Hicimos tiempo para que llegaran asu casa, imaginándolos accidentados a cada mi-nuto. Los veíamos caídos en el río Potomac, pe-reciendo en las aguas heladas, o en sendas am-bulancias, rumbo al hospital de Georgetown, oquizás estrellados contra un poste e inconscien-tes. Sufrimos lo indecible hasta que, media horadespués, contestaron el teléfono, y les hicimosuna pregunta tonta:

 —¿Han olvidado sus cigarrillos? Porquehemos encontrado una cajetilla —y colgamos.

De alguna manera sentimos alivio. Presen-tíamos que el peligro había pasado y que el vas-co de un metro noventa y su mujer, la Peque,darían guerra por mucho rato más.

 Tres días después estábamos afanados,

apaleando la nieve del garaje, cuando se nosacercó Jack con cara de circunstancias. Le ha-

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bían avisado de la muerte de Mandinga. Buen

amigo, estaba apenadísimo, y nos contó comoel pobrecito Mandinga, tres noches atrás, habíasalido de una reunión en Lilongüe, la capital deMalaui, en su Mercedes verde, y se había estre-llado con resultados fatales.

Nosotros lo consolamos y respiramos

aliviados por Carlos. No le dijimos nada acer-ca de cómo la muerte había venido a buscara Mandinga esa noche a Chevy Chase y no lohabía encontrado, para darle nalmente alcance

en su elegante Mercedes descapotable en una

carretera africana. Total, nadie es perfecto... y¡hasta en el cielo se pueden equivocar y darle ala Muerte la dirección errada!

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M ÁS  ARRIBA

 JORGE R  AMÍREZ ESTABA una mañana caminandopor el Centro de Lima, cuando tuvo un pre-sentimiento. No supo de qué, pero lo llevó aestar preocupado un par de días. Era como unaansiedad triste en medio del pecho, como un

cuchillo frío clavado detrás del esternón. Tantoestuvo pensando, que acabó por entrar en unaiglesia. Esto no fue difícil, ya que en el Centrode la ciudad hay casi una en cada esquina. Noentraba en una desde que era niño. No supocómo rezar, solo estuvo dando vueltas, mirandolas imágenes de los santos y de la Virgen. Viounas viejitas con el rosario en la mano. Quisopensar algo, pero no pudo. Encendió una velitaa un santo, puso una moneda en la alcancía, yse fue contrito y lleno de pesar.

Después de algunos días, mientras leía, Jor-ge advirtió que se elevaba en el aire y escuchó elestrépito de la revista cuando cayó al suelo. Miróa los costados y no vio otra cosa que la pared.Dirigió sus ojos hacia abajo y todo lo observaba

pequeño. Gritó. Gritó como un loco, igual queun marrano. Siguió gritando hasta que se cansó y

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se dio cuenta de que no sacaba nada con levantar

la voz como un demente. Pegado al techo, se fuearrastrando hacia la ventana abierta. Salió volan-do como un globo, lanzando gritos entrecorta-dos, hasta que se acostumbró y decidió tratar deaprender a volar un poco. “Ya soy Superman”,pensó, riéndose un poco. Intentó bajar apenas

y pudo hacerlo, pero mejor le resultaba ir paralos costados. A tierra no llegaba. Era como si lagravedad lo escupiera hacia arriba.

Ensayó un poco más y empezó a deslizar-se en un curso más o menos aceptable. Parecía

patinar, pero más difícil. Ramírez, que seguíaasustado, decidió visitar a su amigo Enrique, elcual vivía en el undécimo piso de un edicio.

 Jorge se fue volando hasta donde su ami-go Enrique. Entró por la ventana y lo encontrósentado en su escritorio, escuchando piezas de Vivaldi, mientras leía poesía española medievaly gesticulaba:

Por una triste espesura, En un monte muy subido,

Vi venir un caballeroDe polvo y sangre teñido...

 —Oye, Enrique... Soy Ramírez, ¡acá, arri-ba! ¡Oyeee!

Enrique no se inmutó y siguió con el rap-to de Angélica hasta que al pobre caballero de

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la historia “el alma se le ha salido”. Ramírez ha-

blaba, amenazaba, gritaba, suplicaba, pero En-rique empezó a recitar el poema de un morocon una doncella que terminaba en “Mátamecon esta espada que te he sido inel”, con un

gusto que distrajo al pobre volador.Después de un largo tiempo, Enrique se

aburrió, se fue de la habitación y se recostó ensu cama a dormir. Ramírez, viendo que ya nohabía nada que hacer, se fue a su casa. Volandopor el camino, le asaltó la sospecha... el porquédel presentimiento. Si volar hasta era bonito, y

este no me oyó y no puedo bajar al suelo.Decidió ir en picada hacia su casa para ma-yor efectividad, ya que él vivía en un segundopiso y eso era muy cerca del punto de rebote.De la altura en la cual estaba, empezó a bajar ysiguió haciéndolo, hasta que rebotó y se estrellócontra la pared de su departamento. Estrelló esun decir porque pasó a través de la pared comosi nada. Cuál sería su sorpresa cuando vio a al-guien en su sillón. Allí había algo que le parecióun papel arrugado del tamaño del mueble que

era él. Mejor dicho, su envoltura descartada, va-cía, hueca. Ramírez se quiso desmayar pero nopudo.

 —¡Carajo! —exclamó— ¡Me he muerto! 

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EL NEGRO QUE PINTABA  A LOS  ÁNGELES

 para Daniel 

EN EL PAPEL HABÍA UN  ÁNGEL. Runo humede-

ció el pincel y lo metió en la acuarela azul. Ledio un retoque. La leve luz de la teatina de sucasita de dos habitaciones alumbraba la pintura.Era el ángel de doña Filomena.

Hacía años que Runo pintaba ángeles

por encargo. Lo más asombroso era que estosllegaban con símbolos. La primera vez, le salióun ángel rodeado de redes de pescar. La per-sona que se lo había encargado le dijo que nosabía por qué, pero siempre soñaba con redes.

Luego llegó el ángel de Sonia, que tenía uncuchillo que cortaba algo como un cordón. Al verlo, Sonia comprendió todo: ella era mayory estaba enamorada. Debía dejar a su madre,cortar el cordón umbilical para irse a vivir consu novio.

Runo oraba, después repetía varias vecesel nombre del destinatario de ángel y hume-decía el papel. La acuarela hacía el resto. Losclientes se iban felices con un mensaje del cieloque era solo para ellos.

 —Ya está listo —dijo para sí y se fue a lavarla cara.

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Rostro de moreno viejo, pero todavía sano

y fuerte. Contaba sesentaiocho años; sin embar-go, no se consideraba viejito. Tenía la espaldaderecha y el caminar ágil aún. Le daba cóleracuando salía en los periódicos: “Anciano de se-senta muere atropellado” o “Bala perdida mata aanciano de sesentaicinco”.

 —Ni que uno fuera tan viejo —decía conrabia.

Cogió su maletín y salió a tomar una com-bi. Dictaba una clase de dibujo en la Escuela deBellas Artes. Era cesante de un colegio nacional,

pero hacía treinta años que enseñaba en esa es-cuela. Cuando llegó, había algunos alumnos enlos caballetes. Llegaban temprano porque erauna clase de cuerpo humano y buscaban unabuena ubicación. La modelo llegó algo retrasada.

 —Hola, profesor. Disculpe la tardanza. No

dormí nada anoche. —No te preocupes. Cámbiate.La modelo insistió con que se moría de

sueño y pidió hacer una pose echada para poderdescansar. En vez del podio, el profesor tomó

un colchón y lo puso al centro de la habitaciónpara que ella se recostara.La modelo se acomodó y se descubrió. La

luz iluminó sus largas piernas, tenso vientre, bra-zos y senos.

Runo se dedicó a corregir a los alum-

nos. Lo que hacía era enseñarles a mirar, luegoa ver la luz y la forma. “Es más largo, más an-

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cho, más claro, más oscuro... Mira dónde está

la luz. Allí hay sombra”. Era poco lo que co-rregía a los alumnos. Una vez hecho el cambiocon sus indicaciones, él aprobaba.

El tiempo pasó rápido y los alumnosfueron dejando los atriles. Al nal, quedó la

modelo rodeada por bancos vacíos. Cuandose marchó el último alumno, Runo fue a des-pertarla. Ella se había dormido profundamen-te. La llamó por su nombre.

 —¡Milena, despierta! Ya se fueron todos.Milena ni se movió ni pestañeó. Runo

dejó caer un banco para ver si el ruido la des-pertaba. Delante de él permanecía ese cuerpodesnudo que no despertaba.

La chica tendría unos veinticinco añosy su cabeza yacía en una almohada de rizoscastaños. Runo gritó, hizo bulla con varios

objetos y nada. Se acercó a su rostro y le pusoel dedo índice bajo la nariz.

 Apenas respiraba. —Esta niña está en shock —pensó.Le tocó la mano y estaba rígida, fría.

 —Pero no está muerta —pensó—. ¿Y sise muere?

 Ya se imaginaba los titulares: “Anciano desesentaiocho mata a chibola calata” o “Groneteclo abusa de modelo”. Debía hacer algo. Si

no estuviera desnuda, iría a la Dirección a pe-dir una ambulancia o un médico.

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Se acordó de doña Olga, la señora de la

cafetería. Ella lo podría ayudar. —No se preocupe, profesor, vamos a vercómo está —se comprometió.

El profesor no se atrevía ni a tocar a lamodelo, pero la señora no tuvo problemas ensobarle la cara y las manos.

 —¡Casi no respira! ¡Niña bonita, abre losojos!

Doña Olga optó por darle golpecitos portodo el cuerpo como un masaje. Eso le mejoróla respiración, la cual se hizo más acompasada.

 —Doña Olga, ¡abrió los ojos! —exclamófeliz el profesor.Era cierto que había abierto los ojos, pero

tenía una rigidez que no le permitía moverse. —¿Puede vestirla? —preguntó Runo

que estaba preocupado pensando que cualquie-ra podía entrar en el aula y encontrarlos en esasituación.

 —Claro, profesor, yo tengo hijas. No sepreocupe —respondió doña Olga, tranquili-zándolo, mientras él salía.

Cuando volvió a entrar encontró a la chica vestida y sentada sobre el colchón.

 —Milena, ¿qué le pasó? —inquirió. —Debe de ser porque no como hace tres

días, profesor. Me desmayé.

 —Vamos todos a la cafetería, yo la invito —dijo Runo.

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Caminaron los tres hacia la cafetería. Le

pidieron un plato de tallarines. Runo la acom-pañaba en silencio. —Lo que me pasó me sucede siempre,

profesor. En todos lados me desmayo. No pue-do tener otro trabajo. Es algo congénito.

 —¿Será tratable? —preguntó Runo.

 —Las medicinas son caras. Ya esto me hapasado en otros estudios. Los pintores se asus-tan y no quieren contratarme. El médico meha dicho que no puedo ni tener hijos. Ningúnchico quiere estar conmigo.

Caminaban hacia la salida. Runo sacó delbolsillo sus últimos diez soles y se los dio a lamodelo.

 A la chica se le llenaron los ojos de lágri-mas.

 —Es para que tomes un taxi a tu casa —ledijo, mientras se los entregaba.

 —Para qué le voy a mentir profesor. Me voy a tomar el micro y con esto voy a comermañana. Más bien le pido que me acompañe alparadero.

Runo sonrió y caminó con ella lenta-mente.

Horas más tarde, ya en su casa, sintióhambre y buscó en su exigua despensa.

 —No importa —pensó—. Mañana pa-gan.

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Un papel en blanco lo esperaba. Mojó el

pincel y el papel. Buscó un color... —Milena Tello. ¿Cómo será su ángel? 

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L A PALABRA

“La palabra es un poderoso soberanoque con un pequeñísimo y muy invisiblecuerpo realiza empresas absolutamentedivinas. En efecto, puede eliminar el te-mor, suprimir la tristeza, infundir alegría,

aumentar la compasión...”Gorgias de Leontini 400 AC.

Debo permanecer tranquilo. Desde este lugar lasobservo. Pasan de izquierda a derecha. En eseespacio, entre cada una, está lo que busco. Uname llamó la atención y me detengo a admirarla,pero debo dejarla pasar. Si no lo hago, no suce-derá. Se va y otras la siguen. Poco a poco dismi-

nuyen. Ahora solo pasa una de vez en cuando.Los miembros se me ponen rígidos y temo queno podría correr en este instante, pero debo per-manecer aquí, así, inmóvil y atento. Un ruido alo lejos me llama la atención y me produce un

impacto casi físico, como si me golpeara.Sigo acechante y el frío me invade de la ca-beza a los pies, como una descarga eléctrica. Conel tiempo, eso también pasará. Aparece repen-tinamente una encantadora. Me distrae, quieroseguirla. Me ha atraído enormemente. Casi loconsigue y me hubiera dejado llevar, pero logroresistir. Falta poco.

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Después de lo que parece una eternidad,

llegan ellos. Tratan de provocarme. Me llaman,me agreden, pero yo los ignoro. El permanecerinmóvil es mi única protección. De tener algu-na reacción sería fácilmente derrotado. Ya noles tengo miedo, pues esta espera es habitual.Nos conocemos de largo tiempo.

Luego que ellos se cansan, llega la oscuri-dad. Es como una nada donde no parece quetampoco estuviera yo. Solo la rigidez de micuerpo y una pierna acalambrada me recuerdanque existo. Pronto pasará también esta noche.

Lo sé. Mi respiración se hace lenta. Tanto esperar y por largos años siguiendolas instrucciones. Todo está previsto y el cami-no es siempre así. Dentro de este silencio em-piezo a descansar hasta de mí mismo. Me dejollevar por esa ausencia... y de pronto como quehubiera abierto las alas.

Empieza el vértigo. No me he movido,pero siento el corazón lleno de libertad, de unaanchura sin límites, de una fuerza incontenibleque me arrastra. ¡He llegado por n! Ahora voy

por pasajes subterráneos hacia el centro. Sientoel frío de la piedra en mis pies desnudos y algocomo un remordimiento me invade. No es mie-do, no, es culpa de descender tan profundo, deir donde no me han llamado, de dejar lo cómo-

do y conocido por lo terrible y misterioso. Perome lleva el deseo y ya no puedo oponerme.

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He llegado a un túnel y debo descender

hasta encontrar lo buscado. Desciendo en totalinconsciencia, sin miedo ya y con la costumbrede ese asombro que ya se ha hecho viejo. Séde antemano que de todo lo que suceda solome quedará un recuerdo vago. Sé que no podréjamás relatar a otros cómo fue o qué pasó con

lo que viviré y sentiré. El misterio se revela, semuestra y se vuelve a cubrir. Se vela para conti-nuar siendo misterio. Solo me quedarán frasesincoherentes, una sonrisa extraña, una miradadistinta. ¡Nunca podré referir lo que estoy vien-

do a nadie!He llegado al nal del camino. Desciendo

el último tramo y me encuentro con Él. Su luzme ciega al principio, pero luego puedo con-templar con éxtasis su totalidad. Dentro de unfuego igual de dorado que el Sol están todaslas palabras rotando como si se hallaran alrede-dor de un núcleo. Las hay de diversos sonidos,lo que les da diferentes colores. Predominan el verde y el rojo. La luz es densa y bella, comoestar dentro del Sol. Me siento inundado por

la paz. Recién comprendo: todo y nada  se uni-can. De la vacuidad surge la forma como de un vientre divino. Me despojo de mi ego y penetroel verbo.

Cuando salga, no recordaré nada. Solo

tendré algunas palabras y una inolvidable sonri-sa, como la del gato de Alicia. Después de todo,

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soy poeta... y lo que consiga esta noche será el

tesoro anhelado: las ideas más bellas y las pala-bras más caras. Las tejeré con amor para repar-tirlas por el mundo como si fueran caramelos.¡Hasta que me odien!

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EL PIPISTRELLO 

L A  SEÑORA  R OBERTA  dormía plácidamente en

su lecho con Giácomo, su esposo. Vivían en lazona de Le Marche, en Italia, y el verano losobligaba a dormir con las ventanas abiertas depar en par. De repente, entre sueños, sintió quele tocaban el seno izquierdo y le frotaban el pe-

zón. —Este Giácomo que no me deja dormiren paz —pensó entre sueños.

Luego le abrieron las piernas y sintió quela penetraban.

 —No hay derecho que no me dejen dor-mir —caviló aún medio dormida.

Entreabrió los ojos para ver a Giácomoprofundamente dormido. Era otro el que la po-seía. Pensó gritar, sintió el peligro. Podría estararmado. Soportó la violación en silencio. Ape-

nas terminó, el hombre extraño se paró de lacama a buscar entre las pertenencias de ellos enla cómoda. Cogió parte del dinero de las billete-ras y algunas joyas, y saltó por la ventana.

Los diarios anunciarían después la pre-

sencia del pipistrello delle Marche 3

, un ladrón ena-3 El murciélago de La Marche.

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morador, que seducía a las esposas. Si todo iba

bien, solo robaba la mitad del dinero. Comobuen mamífero crepuscular o nocturno, en ple-na oscuridad, el pipistrello se subía por los techosy entraba por las ventanas. Muchas mujeres nolo denunciaban por vergüenza.

Era un verano sumamente caluroso y a la

gente pobre no le quedaba otra cosa que dor-mir con las ventanas abiertas o morir de calor.Si lo hacían, podía entrar el pipistrello y robar nosolo dinero sino amor. Ese verano hubo mu-chas afectadas, hasta que le tocó a la Yaya. Ella

era pequeñita y cabezona, y tenía un maridofortachón. En lo que sería su último latrocinio,el pipistrello llegó al lecho de los Gozzi. La Yayagritó fuerte y el forzudo Benedetto tomó al pi-  pistrello por el cogote, y entre los dos lo amarra-ron con el cable del teléfono y llamaron a loscarabinieri 4.

Cuando los periodistas lo entrevistarondurante el juicio, declaró:

 —Solo robaba la mitad, era galante, lesdejaba la mitad a las señoras...

 Y, tras meditar unos instantes sobre susuerte, espetó:

 — Che posso fare? Io sono un vampiro! Desde entonces, en la zona de Le Marche,

cerca de Roma, donde siempre hay temblores,

pudieron las parejas dormir en paz.4 Efectivos policiales.

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L A SILLA DEL INCA

 AQUELLA  NOCHE  nos reunimos en casa de lagringa Fiona a recibir el año nuevo. Ella se ha-bía mudado a un departamento en primer pisocon vista a la calle, frente a la huaca Pucllana.Éramos pocos los invitados: su amiga Susi con

dos estadounidenses de intercambio universita-rio, la pareja de Carmen y Alberto con sus doshijos —de ocho y diez años—, y yo. Fiona eraamante de los gatos, así que estábamos acom-pañados por tres felinos adorables.

La conversación giraba en torno a viajes alCuzco. Carmen, cuando era soltera, había sidofeliz allá. Fiona, que era antropóloga, había te-nido también su etapa cuzqueña y hasta habíatenido un puesto donde vendía jugo de naranjarecién exprimida en las afueras de una ruina.

Motivada por lo que oía, una de las estadouni-denses, Carol Ann, de la ciudad texana de Abi-lene, nos contó la siguiente historia:

Sherry y yo abordamos en el Cuzco un ómnibusque nos llevaría a Ollantaytambo. En el ómnibus, iba

también un indio ya mayor, con aspecto de sacerdoteinca, que parecía ir de guía para una pareja de japone- 

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ses. Cuando nos bajamos del ómnibus, ellos no entraron

en la ruina, sino que se fueron en otra dirección. Comoel guía hablaba algo de inglés, le entendíamos. Él lleva- ba a la pareja de turistas a un sitio muy especial. Losseguimos a una distancia prudencial. Al percatarse denuestra presencia, el guía-sacerdote no pareció molestar- le. Caminamos hasta que llegamos al pie de un cerro y

el guía comenzó a subir por un camino escarpado. Casino era perceptible. Los seguimos y poco a poco fuimossubiendo hasta que estábamos como a un tercio de lacima. Había un viento fuerte que nos impedía avanzar. A lo lejos, vimos algo parecido a una silla de piedra.

 Era una formación rocosa en forma de asiento. Vimoscómo los japoneses se turnaban para sentarse en ella. Ellos siguieron subiendo y entonces el guía-sacerdote nosesperó. Nos dijo que era una oportunidad muy especial y que era nuestro destino el que nos había llevado allí.Después nos pidió que por turno nos sentáramos en la piedra.

Primero me senté yo  —intervino Sherry— . No podría describir lo que sentí. Por un lado vi una gran luz. Todo se volvió dorado y sentí una gran paz.Ya no había nada que me importara o me entristecie- 

ra. Solo estábamos la luz y yo. No sabría decir cuántoduró, pero para mí fue como salirme del tiempo. Estabacomo en otra dimensión. Entonces sentí la mano de Ca- rol Ann en mi hombro y me paré.

Para mí, aparte de que la luz abarcaba todo — 

aseveró Carol Ann—  , tuve una gran sensación de felicidad. Sonreía como la Mona Lisa de Leonardo.

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Perdí la visión del paisaje y hasta de mi cuerpo. ¡Solo

veía la luz y era feliz!  —¡Es la silla del inca! —armó nuestra

antropóloga— Hay muchas leyendas sobre ella,pero nunca escuché a nadie que la hubiera en-contrado.

 Varios allí hacíamos meditación. Una era

cristiano-ortodoxa, Alberto hacía las meditacio-nes de San Ignacio de Loyola, otra hacía yogay yo era budista. Todos teníamos experienciasde meditación. Unos más, otros menos. Era unproceso que necesitaba de mucha práctica an-

tes de dar frutos. Había que dedicarle muchotiempo y devoción antes de tener resultados.Por tanto, que hubiera un lugar, una piedra, queprodujera ese mismo resultado era increíble.

 —Los incas tenían al dios Sol. Por eso va-loraban el oro, pero quizá no era esa la luz que valoraban sino la luz dorada del espíritu, aque-lla a la que llegas con las prácticas espirituales —comentó Alberto.

 —Bueno —dijo Susi—, la humanidad esuna sola. Todos los seres humanos, si se de-

dican a lo espiritual en sus términos, deberíanllegar a la luz.

 —Pero ¡cómo llegar desde una piedra enun cerro! —exclamó Carmen incrédula.

Decidimos brindar:

 —Por los increíbles incas —propuso Al-berto.

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 —¡Por el sacerdote que nos llevó! —dijo

Carol Ann. —¡Por la luz innita! —agregó Sherry.

 Afuera, los niños reventaban cohetes. Laluz de la calle entraba por la puerta abierta yse reejaba en las pupilas de los gatos. Todos

sonreían en un cómplice silencio. Todos pensá-

bamos en la silla del inca y en esa luz que era lafelicidad total.

 

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EN EL  AIRE

ERA LA UNA DE LA MAÑANA. Mi vuelo salía a lasdos y yo, precavido, ya había pasado todos loscontroles de migraciones y seguridad (aunquefue antes del fatídico 11 de septiembre y estos,entonces, no eran tan prolijos). Me encontraba

con mi maletín de mano en la sala de abordajede LAN. Estaba perdido en mis pensamientos,cuando un diálogo cercano llamó mi atención.Era una pareja de ancianos procedentes de lasierra que viajaba por primera vez en avión. Elseñor, muy mayor, estaba muy nervioso.

 —Señorita —llamaba la anciana a la ae-romoza—, ¿no tendría una pastillita para losnervios? Mi esposo nunca ha viajado en avión,jamás. Se muere de miedo. Está muy alterado.

Mi mirada fue del anciano (el cual lucía

aterrorizado) hasta la aeromoza, la cual se des-hacía en excusas.

 —No, señora, no tenemos. Si desea leconsigo un vaso con agua.

La mirada de la anciana y la mía se encon-

traron. Sentí compasión por ellos. Luego meacordé que quizá tenía la solución a sus proble-

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mas. En mi bolsillo había un blíster de Ativan,

un relajante muscular que me había ayudado aconciliar el sueño después de la reciente muertede mi padre.

Me acerqué a la anciana y le dije: —Señora, quizá yo la pueda ayudar. Ten-

go una pastilla relajante.

 —Ay, señor, qué amable. ¿De verdad nospodría ayudar? ¡Mire cómo está mi esposo!

En ese momento la aeromoza traía el pro-metido vaso con agua. Saqué automáticamenteuna pastilla del blíster y se la ofrecí a la anciana.

Ella se la puso en la boca a su marido y le al-canzó el vaso. El anciano, tembloroso, engullóla pastilla.

La viejita andaba agradecidísima. —No sabe, señor, cuánto le agradezco.

 Vamos al quinceañero de mi nieta. Nuestros hi-jos viven en Estados Unidos hace más de vein-te años. Primera vez que viajamos. Ellos nosmandaron el pasaje.

 Y la señora siguió contándome cómo sushijos habían hecho la América con mucho es-

fuerzo. Un momento después, el anciano lucíamás tranquilo, pero siempre preocupado.

Nos llamaron para abordar. Hice la colanormal. A los ancianos los hicieron pasar pri-mero. Era un vuelo nocturno a Washington

DC, con parada técnica en Ciudad de México. Apenas partimos, me tapé con la frazada y puse

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la cabeza en la almohada. Pedí agua y tomé

un Ativan. Tenía un par de horas durmiendo,cuando sonó una alarma y las luces de la cabinase encendieron.

 —¿Hay un médico a bordo? —clamabauna aeromoza— ¡Tenemos una emergencia!

El avión era grande, con tres las de

asientos. Desde donde estaba, podía ver cómosacaban al anciano y lo ponían en el piso. Unmédico le practicaba una reanimación cardio-rrespiratoria, con las típicas compresiones to-rácicas. La anciana, parada a su lado, lo miraba

consternada. Tengo que confesar que me invadió el pá-nico. ¿Y si la anciana se acordaba de la pastilla?¿Y si me echaban la culpa del infarto del ancia-no? ¿Y si ella decía, señalándome: “Ese señor ledio algo a mi marido, ¡atrápenlo!”?

Mientras estuvieron prendidas las lucesdel avión, desde las cuatro de la mañana hastaque el día clareó, estuve cubierto hasta la fren-te con mi frazada. De rato en rato seguía conun ojo los acontecimientos y luego me volvía

a tapar. Finalmente, aterrizamos en Ciudad deMéxico y vi cómo sacaban al señor en camilla.

 —Mal sitio para tener un infarto —medijo mi compañero de asiento—. Estamos enaltura.

Demás está decir que, aunque muy ape-nado por la pareja de ancianos, respiré aliviado

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cuando el avión volvió a despegar. Todavía los

recuerdo, en la sala de espera de LAN, en elaeropuerto Jorge Chávez, ella aigida, él aterro-rizado.

 Algunas veces sueño con el viejito que mereprocha con su esposa llorando a un lado. Séque son pesadillas, pero me desconcierta en-

contrar el blíster de Altivan sobre mi mesa denoche, fármaco que desde entonces no con-sumo.

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L A GUARDIANA

R OMA ES  PARA MÍ  LA  CIUDAD MÁS  BELLA.  Habráotras ciudades hermosas, pero para mí el encan-to de Roma, su color terracota, las siete colinas,sus calles y plazas, su olor y personalidad nose comparan con ninguna. Llegué hace más de

cuarenta años. Era un jovencito con corazón deartista que la familia enviaba a la capital italianaa estudiar medicina. Les hice caso al comienzo,pero poco a poco me fui dedicando más a la pin-tura, ocio que había empezado a escondidas, al

cual me dediqué en cuerpo y alma después deun par de años. Lo bueno es que los estudios delcuerpo humano me habían ayudado a compren-derlo. Con el tiempo, empecé a ser conocido enel medio y pude ganarme la vida decorosamente.Poseo un pequeño piso cerca de la piazza  Navo-

na. Era una casa antigua que la habían subdividi-do en cuatro departamentos. Allí pasaba mi vidahasta los acontecimientos .

Un amigo llegó del Perú y me trajo de re-galo una muñequita de tela muy antigua, de esas

que se encuentran en las tumbas de la culturaChancay. La muñeca, vestida con telas bordadas

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en tonos tierra con hilos simulando el cabello y

la nariz, tenía la boca bordada en rojo, y los ojos,en negro. En la frente, lucía una vincha multi-color. Los bracitos eran de paja envuelta en hilorojo. En Lima, en las tiendas de artesanía, ven-dían las de imitación, pero Vicente, mi amigo,me aseguró que era auténtica porque la había

comprado directamente a un huaquero. Le man-dé hacer una urna de vidrio y la puse en la paredde mi estudio.

Pensé que iba a traerme suerte, pero fuemás bien todo lo contrario. Yo, que ya tenía va-

rias galerías amigas, empecé a vender menos.Los clientes escaseaban y las compras se extin-guieron. Participé en una exposición colectiva enFlorencia. No vendí nada; los demás, sí.

Había recibido una pequeña herencia enefectivo de mi padre. Puse todo el dinero eninversiones. Tras una crisis en las bolsas másimportantes del mundo, perdí casi todo en unfamoso lunes negro. Eso me causó depresión yesta me atacó los pulmones. En poco tiempo,terminé con un asma muy fuerte.

Había estado buscando ayuda espiritual. Tenía un amigo sacerdote, el padre Cósimo Big-gio. Él me estaba enseñando los ejercicios espi-rituales de San Ignacio de Loyola. Eran una seriede meditaciones que te demorabas un año en

terminar, pero que te cambiaban la vida. Solía-mos encontrarnos en los tantos cafés de Roma

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y teníamos charlas interminables. El padre Cósi-

mo me escuchaba lamentarme de todas mis des-gracias: mi carrera iba mal, no vendía cuadros,mis inversiones se habían hecho agua, y estabaenfermo y triste.

Él no dejaba de reír y me decía que le recor-daba a Job con todas mis desgracias. Era como

que me estuvieran poniendo a prueba. —Quizá pueda hacer algo por usted —dijo

el padre Cósimo—. Puedo ir a bendecir su casa yposiblemente cambie su suerte.

Me pareció tan buena idea que acepté es-

peranzado. Quedamos en que iría a mi casa elmartes siguiente en la tarde. — Bene, al pomeriggio —asintió el padre Có-

simo.Era verano, en Roma. Hacía cerca de cua-

renta grados. El Sol brillaba con fuerza, cuan-do el padre Cósimo tocó el intercomunicador.Subió la escalera al segundo piso y entró en eldepartamento. Le llamó la atención que hicieramucho frío en el lugar.

El padre comenzó el ritual. Yo había com-

prado unas ores, y prendimos unas velas e in-cienso en un altar improvisado. El padre Cósimocomenzó a orar. De pronto, se oscureció la sala, seabrieron las ventanas de golpe y sopló un vientohelado.

 —Aquí hay algo que está luchando contranosotros —comentó el sacerdote.

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 Yo estaba estupefacto.

En la habitación corría mucho viento,aunque afuera había un sol radiante. Comen-zó a llover dentro de la pieza. El padre rezabay yo repetía sus letanías. La habitación estabaoscura.

De pronto se abrió completamente la puer-

ta principal, y entró una hermosa mujer andina,mojada de pies a cabeza, acompañada por unperro negro. Nos tuvimos que subir sobre unacómoda para que no nos mordiera. Ladraba fu-riosamente y babeaban sus fauces. Nos concen-

tramos con todas nuestras fuerzas en esa oscuri-dad y pedimos ayuda a todos los santos. Estabafascinado con la belleza de la mujer, que a todasluces era una aparición. El padre Cósimo invo-caba a Jesucristo y al Espíritu Santo. Yo le teníaterror al perro negro. Me latían las sienes, medolía la cabeza y me temblaban las piernas. Pa-recía eterno el duelo entre fuerzas desconocidas,incluso consideré que nunca iba a terminar.

 Tras instantes de terror, la mujer desapa-reció con el perro, y se escuchó un alarido so-

brehumano que salía de la urna de la muñeca deChancay. Ubicado el peligro, el padre bendijola muñeca. Yo estaba pálido y aterrorizado. Noacababa de comprender lo que había sucedido.Poco a poco la temperatura de la habitación se

 volvió más cálida. Había dejado de llover cuan-do el perro y la extraña mujer se esfumaron.

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Fue más tarde que aprendí que la cultura

Chancay utilizaba esas muñecas para cuidar lastumbas. La muñeca era una guardiana, y huboen mi casa un enfrentamiento entre fuerzas deotros tiempos y lugares con un sacerdote jesuitaromano.

El padre Cósimo quedó exhausto. Me re-

comendó deshacerme de aquel objeto si queríasalvar mi vida. No me atreví a destruir por elfuego a la valiosa muñeca, así que decidí regalár-sela al diplomático peruano Deústua, destacadoen Roma y coleccionista de objetos de arte pre-colombinos. Me comprometí en dejársela al díasiguiente.

Llegué a la embajada peruana con la mu-ñeca bien envuelta. No había podido dormir entoda la noche. Deústua había salido para Milán,pero me atendió con mucha cortesía su secreta-

rio, de apellido Rosales. —Por favor, Rosales, este es un encargo

para el señor Deústua. Debe entregárselo perso-nalmente. No se le ocurra abrir el paquete.

Salí de la embajada aliviado de deshacermede ese fascinante y poderoso objeto, pero preo-cupado de lo que podría suceder.

 A los tres días, llamé a la embajada. —Sí, habla Deústua... Sí, mi querido Ricar-

do, estuve en Milán... Llegué ayer... ¿Cuál rega-lo?... ¿Se lo dejaste a Rosales?... Lo velamos ano-

che... Murió súbitamente durante mi ausencia...Pronto... ¿Ricardo?

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L A OTRA  VIDA DE LA SEÑORA MÉNDEZ

NOS  HABÍAN  INVITADO  A  UNA  COMIDA  en casade los Bahamonde. “Comida” en Lima es unacena que se sirve cerca de la medianoche, luegode varias ruedas de tragos y algunos bocaditos.

Llegamos a las diez y ya había tres parejas.

 Yo me senté cerca de las mujeres, y mi esposo,en las inmediaciones del bar con los caballeros.Estaba Juan, el hermano de Leticia Bahamon-de.

 —Dicen que sabe hipnotizar —dijo unaseñora.

 —No solo eso. Hace regresiones, que esrecordar tus vidas pasadas —añadió otra.

 —¿Cómo es eso? —pregunté. —En una regresión hipnótica, uno puede

regresar a cualquier edad que te sugiera el hip-

notizador. Te dice que tienes cuatro años, y ha-blas y dices lo que experimentabas a esa edad.Lo usan los psicólogos para descubrir traumasdel pasado.

 —¿Y entonces? —inquirí.

 —Luego te hace estar en el vientre ma-terno hasta que nalmente te hace saltar más

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allá de tu concepción. Apareces en una vida

anterior. Te pregunta quién eres y tú das datossobre dónde estás. Cuentas a qué te dedicas, sieres hombre o mujer, la época la sacas por la vestimenta y lo que hace la gente. Hay perso-nas que hasta recuerdan el idioma —rerió la

informada mujer.

Fueron llegando otras parejas y tras lar-gas conversaciones pasamos a la mesa a ser- virnos. Como siempre, Leticia había presen-tado un menú muy no. Llegaron los postres,

que estaban exquisitos, y después del café,

como era de esperarse, le pidieron a Juan quenos diera una exhibición de lo que más sabía:la hipnosis.

Muchas querían ir de voluntarias, pero Juan escogió a una chica muy callada y tímida:a Teresita de Chávez. Ella había asistido a uncolegio de monjas y era incapaz de decir unamala palabra o un chiste grosero. Si alguiencontaba uno, ella se sonrojaba. Teresita erasiempre acomedida y educada.

Costó que aceptara, pero nalmente ella

accedió para el beneplácito de todos. La hi-cieron recostarse en un sofá y Juan le dijo queno perdiera de vista una medallita que, cualpéndulo, se balanceaba de izquierda a derecha.Su voz la hizo entrar en un sueño profundo.

 —Vas a ir atrás en el tiempo —indicó Juancon voz sugerente—. ¿Qué edad tienes ahora?

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 —Tengo seis años. Estoy en casa de mi

abuela. Me encuentro escondida debajo de lamesa —contestó Teresita en trance. —Vas a ir más atrás. Ahora, ¿dónde estás? —Estoy en mi cuna. El cuarto es rosado.

Mi nana me está cantando una canción. —Bien, muy bien —aprobó Juan—.

 Ahora vas a ir mucho más atrás.Esperamos unos minutos y luego el hip-

notizador le preguntó: —¿Qué ves? —Coño, que veo un burdel. Estoy sentáa.

 —¿Estás segura? —Cómo me voy a equivocá, si aquí tra-bajo.

 —¿En qué época estás? —La hostia que no sé, mil novecientos

algo... —¿Y cómo van vestidos los señores? —Pues con traje, qué otra cosa van a

usar... —¿Y cómo te llamas? —Yo soy Carmela para lo que mande.

 —Carmela, ¿en qué ciudad estás? —¡Joder! Estamos en Madrí.Siguió el diálogo y era divertido el cam-

bio de personalidad de la recatada Teresita ala avezada Carmela. Daba detalles de su vida.

Hablaba con mucho salero y picardía. Era unamujer con un carácter muy fuerte.

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Pasó el tiempo y Juan decidió terminar la

sesión. Le dijo que se relajara, que iba a entraren un sueño profundo... —Que no, que no quiero. A mí nadie me

manda. ¡Que se vaya este tío! Juan insistió. —Coño, ándate a la mierda, gilipollas,

¡vale!Siguió intentando y nada. “Carmela de mi

arma” no quería irse. Juan trató de ponerse galante a ver si la

convencía, pero solo consiguió que lo manda-

ran a “la rechucha de su madre”.Por largo tiempo estuvo tratando por to-dos los medios que la brava Carmela cediera,pero no lo conseguía. Finalmente, en un des-cuido, cuando ya todos pensábamos que Fede-rico Chávez se iba a quedar con Carmela (iba asalir ganando), Juan le mostró la cadena con lamedallita y Carmela se durmió.

 Todos estaban expectantes y Juan, supon-go, que muerto de pánico. Le dijo:

 —Despierta, Teresita.

 Y Teresita despertó. Nos emocionamoshasta las lágrimas. Ella no tenía ni idea del tiem-po que había transcurrido. Eran casi las cuatrode la mañana.

Federico había estado tomando varios

whiskies  de puro susto, pero apenas revivió Te-resita se la llevó rápidamente antes de que le

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contaran de lo salerosa y fuerte que había sido

en la España prefranquista. Había muerto jo- ven en un bombardeo. Juan se fue también con su esposa para

no tener que enfrentar todas las preguntas. Lareunión terminó también porque era tarde.

Supongo que Federico le contó a Teresitaparte de lo que pasó. No creo que le rerieratodo porque ella se hubiese muerto de vergüen-za. Desde entonces me interesé por ese tema yleí varios libros de Brian Weiss. En Internet haymucha información al respecto. La gente con

grandes egos creen que han sido Napoleón oCleopatra, pero a la hora de hacer una regresiónresulta que eran ciudadanos comunes y corrien-tes. Considero que es mejor no saber. Tenemossuciente con la memoria de esta vida para car-garnos con recuerdos de vidas insospechadas,de penas ya olvidadas y de muertes inesperadas.Solo hay un pensamiento que me parece inte-resante: los lamas tibetanos dicen que hemostenido muchas reencarnaciones, desde tiempossin principio y que “todos los seres han sido

nuestras madres”. Es un bonito pensamiento sitratamos a las demás personas con amor.

 

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EN EL  TIEMPO

SEMIDORMIDA,  se sobresaltó, abrió los ojos y vio la aparición. Era ella, ya mayor, con algunosdientes postizos. Acompañando la visión, esegrito sobrehumano que a veces la despertaba.

 —Un alarido de banshee 5 —pensó.

No era la primera vez que se encontrabaconsigo misma en el tiempo. Todo empezó enel muelle del Regatas, sola, de noche. La tris-teza que sentía la hizo ponerse a pensar muyfuerte de cómo sería ella, digamos, a los treinta.Entonces se vio, más gordita y muy contenta,con un calor maternal que la mocosa de quincecarecía.

 —En eso me convertiré —pensó.Esa idea la reconfortó y ayudó a sobrepo-

nerse al hecho de que su mejor amiga le quitara

el enamorado: había un futuro para ella.Cuando tenía treinta años, un día, caminan-

do por una calle de una ciudad extranjera cubier-ta de nieve, se vio frente a la imagen de quince.

 —Ya te conozco —pensó—. No sabía

que habías sido tan fuerte siendo tan pequeña.5 Personaje terroríco anglosajón.

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Quizás era la fuerza de la inocencia, de la ilu-

sión.Después de cumplir los treintaicinco,empezaron otra vez los encuentros, pero esta vez no eran agradables. El encuentro de la dequince con la de treinta hasta había sido her-moso y de mutuo reconocimiento. Esta vez

era algo extraño que la asustaba.Comenzó una noche que ella y Clemente

se fueron a dormir. Se sentía triste, pero conuna desdicha que no era propia, ya que no ha-bía razón. Ella era feliz, su esposo la quería, y

tenía unos hijos lindos y saludables. Su carreraera interesante y le gustaba. No contaba conproblemas económicos. Sin embargo, destila-ba esa tristeza.

 A medianoche, se despertó por un ruidohorrible, seguido por un movimiento. Era elpobre Clemente que, con expresión de terror,la sacudía para despertarla. El ruido lo hacíaella, pero no con la voz. Era como si salierasin el poder de su voluntad desde algún lugarprofundo: un alarido sobrehumano.

El médico le dijo que se tomara unas va-caciones y que tomara unas pastillas relajan-tes cada vez que sentía la tristeza. Fueron a laplaya con los chicos y se fueron olvidando delgrito.

 Al volver a casa, vio algo como una som-bra blanca en plena sala, parada en la alfom-

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bra. Tenía una expresión terrible de dolor.

¡Era ella! Lo sabía. Esa noche no quiso dor-mir y solo de madrugada la venció el sueño... Y otra vez el grito, solo que esta vez, al des-pertar, tuvo que liberarse de unas manos ensu cuello. Podía ver claramente los brazos, laforma de la cabeza, las manos de un hombre

desconocido, y sentir el peso sobre ella, asícomo la presión de los dedos, ahorcándola. Sedefendió con las manos y las rodillas, y logrózafarse, mientras Clemente se despertaba otra vez pálido. La sombra se fue.

¿Cómo explicarle a Clemente lo de losencuentros consigo misma? La creería loca.La mañana siguiente se fue donde su vecinaLiz, una neoyorquina que pertenecía a una re-ligión india y que trabajaba como consejeraen Past Life Recall6. Liz opinó que ella debíade haber sido asesinada en una vida anteriory que el contacto con alguna persona en esta vida había generado que recordara su anteriorasesinato.

Cecilia se quedó pensando en esto por

muchos días, pero no estaba convencida. Sabíaque no era ni el cuerpo ni las manos de Cle-mente su marido. ¿Entonces de quién podríanser? Liz le había aconsejado que rezara y perdo-nara a aquel asesino del pasado. Efectivamente

rezó y ya no hubo más gritos... solo tristeza.6 Recordar Vidas Pasadas.

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 —Te perdono por asesinarme, seas quien

fueras. Espectro del pasado, vete, déjame — pensaba—. Espíritu de tristeza vete y déjamedormir, por favor.

Fue fácil que Cecilia se enamorara a loscincuenta. Hacía años que con las justas se ha-

blaba con su esposo. Desde que se fueron loshijos, Clemente tenía ya su propia habitación ypor allí se decía que tenía una amante. ¡Estabatan sola!

Llegó a la ocina Rafael, un hombre di-

 vorciado, algo más joven que ella. Él tenía unbuen sentido del humor y la hacía reír mucho.Hasta se olvidó que ya era abuela. Dejó a Cle-mente y se mudó al departamento de Rafael.Fue la comidilla de los amigos, otras parejascon más de treinta años de casados. Cecilia seatrevía a vivir.

Solo una noche se dio cuenta de quiéneran esas manos, esa silueta... Cecilia había idoal encuentro de su tristeza, en el tiempo.

 

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NOCHES EXTRAÑAS

S ALÍ POR  EL ÓVALO N ARANJAL en dirección al nor-te. Mi mujer había partido días antes, cuando misuegro se puso mal. En cuestión de horas, pasóa la otra vida. Me tenían manejando mi Toyotaa toda velocidad para llegar a Chepén, mi tie-

rra. Mía y de mi esposa. Éramos primos lejanos,por eso siempre le había dicho a mi suegro “tíoPancho”.

Ella, por supuesto, se quedaba en su casa,pero como habían llegado varias tías de Trujilloy de Chiclayo, a mí me habían alojado en casadel primo Rulli.

 —Te vas a quedar solo porque el primollegará el viernes.

En el norte, los velorios duran varios días.No es como en Lima, donde, si no hay autopsia,

te creman o entierran en doce horas... o veinte,a lo mucho. Es mejor en el norte. Poco a pocote vas desapegando, te vas haciendo a la idea deque tu ser querido partió para no volver. Toda lafamilia y amigos acompañan el cuerpo de quien

partió, y cuando este empieza a oler, se aceptade buena gana que se lo lleven al cementerio.

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Después de pasar toda la tarde y parte de

la noche con la viuda, es decir, mi suegra, en el velorio, mi esposa me hizo un mapa de cómollegar a la casa y me dio una llave.

 —Es de la casa del primo Rulli —preci-só.

Habíamos comido y bebido bastante

para mitigar la pena. Lo único que quería eraencontrar una cama para echarme a dormir.Ubiqué la casa fácilmente, me estacioné frentea ella, activé la alarma del auto y entré.

La casa no estaba habitada. Parecía que

la usaban poco, pero tenía muebles de sala ycomedor limpios a primera vista. Fui por elcorredor, y encontré el dormitorio principal yel baño. Me instalé en el segundo dormitorio,por si llegaba el primo Rulli.

No hacía frío, así que me quedé en bó-xers y me eché en una cama que estaba tendi-da. Me tapé con una cobija y quedé dormido.

Me desperté una hora después en el durosuelo. Tenía frío. No supe cómo llegué allí.

 —Debo de haberme caído de la cama — 

pensé.Regresé a la cama y me volví a tapar. Se

oían ruidos en la casa.Les tengo terror a las ratas y con solo pen-

sar que podía ser una de ellas me dio pavor. Di

una vuelta por la casa, prendiendo todas las lu-ces. Estuve en cada habitación, pero no vi nada.

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 Volví al dormitorio y me tapé. Se escuchaban

los mismos ruidos. Traté de dormir y me ven-ció el cansancio. Había manejado desde Lima yhabía tenido muchas emociones ese día.

Me volví a despertar en el suelo. Otra vezno recordaba cómo había llegado allí. —Quéextraño —pensé.

 Volví a subir a la cama y escuché ruidosotra vez. Se me puso la piel de gallina y entréen pánico de pensar que podían ser ratas.

Muerto del susto, me paré y di una vueltapor la casa otra vez, pero no encontré nada

que se moviera. Apagué todas las luces, menosla del dormitorio. Se escuchaban ruidos de vezen cuando. El cansancio me venció y me volvía dormir. A las cinco y media, desperté con elcanto del gallo de la vecina. ¡Estaba otra vezen el suelo!

Mis familiares estaban muy apenados conel fallecimiento del tío Pancho. Así de tristes,no podía preguntarles sobre la casa del primoRulli. Solo me enteré de que él iba a llegar parael entierro, que era al día siguiente.

Pasé el día donde mis suegros, y mi es-posa y yo fuimos a hacer algunos trámiteslegales, ya que ella era hija única. Por la no-che cenamos en la casa. Todos los familiaresy amigos traían algo de comer. Todo el día se

comía y bebía. La conversación, si bien era en voz baja, resultaba amena.

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Por la noche me tocó volver a la casa del

primo Rulli. Abrí la puerta con recelo y entrépor segunda vez. Prendí todas las luces y no vinada raro. Había tomado licor y estaba ento-nado, pero no me quitaba el miedo. Me acostécon temor. Me puse pantalón de buzo porque,aunque afuera hacía calor, me di cuenta de que

dentro de la casa se sentía frío. Me tapé conla colcha y traté de dormir. Esta vez no podíaconciliar el sueño... y por supuesto que empeza-ron los ruidos. Eran como pasos, como maderaque cruje y de repente un estruendoso plon  se-

guido de un espantoso cric cric . Volví a examinar toda la casa con muchainquietud. No se veía nada. Me eché otra vez enla cama, esta vez con todas las luces prendidas.Me tapé y me dormí. Una hora después, volví adespertar en el suelo. ¿Cómo había llegado allí?No lo sabía ni lograba entenderlo. El suelo erade loseta, duro y frío. Me paré y me senté en lacama. Examiné mis brazos y piernas. No teníamoretones. No me había golpeado al caer.

Un ruido fuerte me sobresaltó. Siguieron

otros ruidos. Me paré y me puse el polo. Estabaen el pasadizo, cuando sentí una mano fría enmi antebrazo y una respiración en la nuca.

 —Esto no son ratas... esto es otra cosa —pensé.

No veía a nadie, pero alguien me había to-cado. Cogí mis cosas y salí de la casa disparado.

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Entré en mi auto y arranqué. Me fui a la

casa de mi suegra y me estacioné delante del ga-raje. Me tapé con mi casaca y demoré en conci-liar el sueño. Apenas amaneció, entré en la casay les conté lo que me había sucedido.

 —Será porque la casa está encima de unahuaca —expresó muy seria la tía Clotilde.

 —¿Una Huaca preínca? —pregunté. —Sí —respondió el tío Runo— y los

muertos duermen en las camas. 

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L A PIERNA DE LA SEÑORA K OWALSKI

 para Cristina 

 TOMEK  ERA FELIZ con esa dicha de la gente con-forme con su suerte. No era ambicioso ni en- vidioso, y vivía satisfecho con su mujer y sushijas. Una cosa nomás le molestaba: los sueñoscon la mujer sin pierna. Su esposa estaba com-

pleta; no le faltaban ni brazos ni piernas. Varias veces al mes, Tomek soñaba quetenía una esposa a la cual le faltaba una pierna.Se despertaba y le tocaba las dos piernas, paraconstatar si era verdad.

 —Tomek, ¿otra vez el sueño? —pregun-taba Betty.

 —Es solo un sueño —contestaba él y fu-maba lentamente un cigarrillo.

Habían llegado a Canadá después de laguerra. Tomek había luchado con los Aliados

en la Marina Real Británica. Nació en Polonia y,cuando era marino, conoció a Betty en Londres. Al terminar la guerra, emigraron a Canadá. Sesentían atraídos por un mundo nuevo, ancho yextenso. Polonia había sido muy castigada por

los nazis y Canadá prometía un mejor futuropara las niñas.

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* * *

 TOMEK  NO LOGRABA ENTENDER  BIEN lo que ha-bía pasado.

Estaba solo y era por su culpa. Primerotuvo discusiones frecuentes con Betty porquellegaba tarde y empezó a salir con otras mu-

jeres. Hasta que Betty decidió irse de la casacon las niñas. La sensación de pérdida eramuy fuerte. Extrañaba la bondad de Betty y elcariño de las niñas. Recién se daba cuenta decuánto las quería.

 Tomek se sumergió en la vida de los sen-tidos, buscando la felicidad en el placer. Hubomuchas mujeres, alcohol y tabaco. Poco acos-tumbrado a la reexión, vivía hacia afuera, re-accionando a los estímulos de la vida diaria. Terminó mudándose a Montreal, en busca deun mejor empleo.

 Tras vincularse con muchas mujeres, co-noció a Kelly. Era una persona agradable que loinspiró a calmarse. Se trataba de una mujer sen-sible y educada, que conocía a todo el mundo

que valiera la pena frecuentar en la ciudad. Subuena posición lo podía ayudar, así que decidió volverse a casar.

Un día, regresando del trabajo, recordósus sueños de antaño y suspiró. Kelly, su nue-

 va esposa, había tenido un accidente en el queperdió una pierna. Para vencer su condición,

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contaba con una pierna ortopédica y caminaba

con ayuda de un bastón.Kelly era la mujer de su sueño. Se habíacumplido el destino. Tomek no comprendíapor qué tantos años antes tuvo ese sueño tanrecurrente como premonitorio.

 —La vida es un misterio —pensó, mien-

tras entraba en su casa.

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EL MENSAJE

 Y O  ADORO LA CASA DE LA PLAYA. Santa María esun balneario al sur de Lima. Al borde de la ca-rretera, pasando el pueblo de San Bartolo, hayun pino gigante delante de un camino que llevaa esa playa. Mi papapa y mi mamama constru-

yeron la casa cerca del club Esmeralda. Allí hepasado mi niñez, en ropa de baño todo el día,yendo de la playa a la piscina gigante de aguasalada, previa ducha, con una patota de chicoslocales.

Cuando tenía unos diez años, mis abue-los se divorciaron. Mi papapa se quedó con lacasa. Se casó con María Amalia, pero seguimosyendo todos los veranos. Ella era mayor y notuvieron hijos. Nosotras éramos cinco nietas,todas mujeres, que invadíamos la casa con mo-

 vimiento y alegría.Mi mamama se mudó a un departamento

en Coronel Portillo, frente al Golf de San Isi-dro. Allí íbamos a almorzar los domingos conmis padres y hermana. Ella era una excelente

cocinera. A veces papá y mamá nos dejaban ami hermana y a mí toda la tarde con la abuela, y

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ellos se iban de compras. Nos recogían cerca de

las ocho de la noche porque papa quería ver losprogramas dominicales que siempre tenían de-nuncias de políticos corruptos o de algún temaimportante. Mamama vivía en un octavo piso yla vista era estupenda.

El año que yo entré a la universidad mama-

ma enfermó. Era cáncer. Tuvieron que operarlay hacerle varias quimioterapias. Ya tenía ochentaaños y eso la afectó enormemente. Vivía con unaenfermera, y con Santos, la empleada de toda la vida. Nosotros vivíamos cerca, en un edicio en

Ugarte y Moscoso, y pasábamos diario a verla.No tenía mucho apetito y casi no se levantabadel sillón frente al televisor en su dormitorio.

Era febrero y hacía mucho calor. Papapa yMaría Amalia estaban en la terraza de la casa de

Santa María tomando un trago. Serían las dosde la tarde. De improviso, papapa me miró ypreguntó a boca de jarro:

 —¿Cómo crees que será morirse? —Ay, papapa, debe de ser bonito, ya que

dejas de sufrir y sientes mucha libertad. Ade-más, te vas a un sitio bonito, según he leído enun libro. Un señor tuvo muerte clínica y regre-só para contarlo.

Me encontraba preocupada porque la no-che anterior había tenido un sueño. Estaba con

mamama y ella, parada frente a mí, me enseña-ba un anillo de compromiso y me decía:

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 —Patricia, me voy a casar.

 Tengo un libro de sueños. De acuerdo coneste, soñar con un matrimonio o con alguienque está por casarse signica que esa persona

 va a morir, que dejará esta vida.La pregunta del abuelo me preocupó. No

le dije nada a nadie, pero se me atracó el al-

muerzo en la garganta. No pasó ni una horacuando papá entró en el dormitorio y oyó quesonaba su celular. Era la enfermera. La abuelahabía asomado a la ventana de su cuarto, habíaperdido el equilibrio y había caído. Lógicamen-

te, estaba muerta. —¡Fue un descuido! —exclamó papá, fu-rioso— No la debieron dejar sola. La enferme-ra estaba almorzando.

Empacamos lo más rápido que se pudo ysalimos en dos carros. Papá y el tío Jorge ibanen un auto por delante, para encargarse de losasuntos policiales y legales. Ya habían llamadoa la Policía y el scal estaba en camino. Des-pués la llevarían a la morgue. Mamá llevaba atres nietas, entre ellas yo, en su carro. El abuelo

y los otros seguirían después con los choferes.Ni qué decir que lloramos todo el camino. Lacremación fue al día siguiente y en estricto pri- vado. Papá, nosotras, los tíos Jorge y Gladys,sus hijas, y el abuelo con María Amalia.

Papá no pudo evitar que saliera una pe-queña nota en el periódico: “Anciana muere al

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caer de octavo piso en San Isidro. Se presume

suicidio”. Suicidio... esa era la palabra que másme dolía. Era verdad que estaba enferma y des-ahuciada, pero yo la conocía. Estoy segura deque mi mamama jamás hubiera intentado algoasí. Ella, una rme creyente, nos contaba que el

suicidio era un pecado, y que, en la antigüedad,

a los cementerios se les tenía por camposantosy se rechazaba enterrar allí a los suicidas. Mihermana mayor era budista, y me había conta-do que, según su doctrina, los suicidas iban aunos planos muy oscuros a purgar la pena de

rechazar la vida. Los budistas también teníancielo e inerno.

Las demás personas de nuestro entorno sefueron enterando poco a poco y llegaba la misadel mes. Ese día, papá recibió la llamada de latía Chabuca. Ella vivía en Los Ángeles y estabacasada con un médium que salía en la televisiónestadounidense. La tía Chabuca se había ente-rado por correo electrónico del fallecimientode la abuela y había llamado anteriormente paradar el pésame. Esta vez tenía noticias interesan-

tes: la abuela había contactado al médium, suesposo, y había un mensaje para nosotros.

 —Dice la abuela que ella no se suicidó.Cuando la enfermera se fue a la cocina, se paróy fue a mirar por la ventana. Como la semana

anterior había tenido una quimio, sintió que le venía un desmayo. Se agarró del marco de la

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 ventana y perdió el equilibrio, y como el marco

era bajo, cayó. Así fueron las cosas —nos contópapá a nosotras. —Qué alivio —dijo mamá.Mi hermana y yo nos abrazamos con lágri-

mas en los ojos. La abuela no se había suicida-do. Papá le contó al abuelo, a su hermano y so-

brinas. Todos estuvieron felices con la noticia.Fui a la chimenea y bajé el retrato en mar-

co de plata de mi abuela en la década de 1940,tan joven y bella.

 —Así debemos recordarla —le pedí a mi

hermana.Cuando fuimos a la iglesia para la misa delmes, puse la foto en el altar, para que todos la vieran. Durante la ceremonia, nos agarramosde las manos y después, cuando terminó, salu-damos a la gente, serenos y felices.

La abuela se había despedido con un men-saje para tranquilizarnos... y lo había logrado.

 

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EL RETORNO DE DON P ANCHO

P ANCHO V ÉLEZ HACÍA SU MALETA. Chequeó pija-ma, zapatillas, dentífrico, bata, toalla, anteojospara leer... Tenía que internarse esa noche en elhospital Rebagliati. Le habían diagnosticado uncáncer de próstata y tenían que operarlo. No lo

comunicó a nadie porque no había a quién con-tarle. Sus hijos estaban en Canadá hacía años yestaba peleado con su esposa. Una cuñada pla-tuda lo odiaba a muerte y la otra seguía en todoa la mayor. Todo porque, desde que tuvo uninfarto, había estado desempleado. Él se habíarecuperado y hacía pequeñas cosas: daba cla-ses de guitarra, trabajaba los nes de semana

en una agencia de apuestas del Jockey Club yayudaba en todo en la casa. Él sabía cocinar; sumujer no.

 A Karen le había tocado ser la hermanapobre de tres. Ella siempre trabajó de secretaria.No es que pasaran penurias. Don Pancho teníauna pequeña jubilación, la mínima, y aportabacon lo que podía a la casa. La cuñada rica no le

perdonaba que fuera pobre. Él había sido unmarido tranquilo y casero que entregaba su so-

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bre mensual entero a la esposa para que ella lo

distribuyera. Había mandado a sus hijos a bue-nos colegios, se había rajado por tenerlos bien atodos. Y, después de todo eso, estaba solo.

Le dejó una nota a Karen, diciendo que seiba de viaje con un amigo. Ella era muy celosa yse iba a poner furiosa.

 Al ingresar en el hospital, le tomaron susdatos y le hicieron algunas pruebas. Ya tenía elriesgo quirúrgico y la ecografía. Por la maña-na, muy temprano, lo subieron a una camilla. Al llegar a la sala de operaciones, le dieron una

pastilla y se durmió antes de que le pusieran laanestesia.Don Pancho no supo cómo, pero de re-

pente estaba en la sala de operaciones mirandotodo desde arriba. Veía cómo las enfermerasrodeaban a los médicos. Uno dijo:

 —Se nos va. Vio cómo se agitaban. Miraba todo con

claridad, hasta el peinado de una de las enfer-meras debajo de la coa.

Él se sentía bien y decidió ir hacia arriba.

El pandemónium que se armó en la sala de ope-raciones no le incumbía. Se había convertido enun círculo que viajaba a gran velocidad. Se sen-tía libre y feliz, sin preocupaciones. Entró en untúnel y allí se encontró con dos o tres círculos

más. Conversaban. Al fondo, se veía un jardíniluminado. Antes de llegar, una voz le dijo:

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 —Tú tienes que regresar. Estás muy ro-

sado todavía. Tienes cosas que hacer allá. ¡Re-gresa!Don Pancho despertó en la unidad de cui-

dados intensivos. Una enfermera le rerió que

había tenido un paro cardiaco. Él la reconocióde la mesa de operaciones por su cola con gan-

cho de metal.Pensó: —Casi me voy. Pude haber muerto.Más tarde, vio delante de él la gura de

Karen. Alguien del hospital le había avisado. Le

extendió la mano y suspiró.

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O JITOCH  ACHULECH

M ARÍA DEL R OSARIO NO SABÍA qué pensar acercade lo que le dijo la adivina. Era una búlgara que visitaba Lima de paso y veía el futuro en unapequeña bola de cristal.

Charo se había divorciado diez años atrás

y su paciencia era una capacidad de soporteprácticamente extinta. Se encontraba sola, notenía hijos y moría por encontrar una nueva pa-reja, pero no un amante sino... ¡un esposo!

Para sus cincuentaicuatro años no lucíamal. Estaba delgada y la celulitis no asomaba.Podía pasar aun por cuarentona.

En esos diez años pasó por mil y un aven-turas en su búsqueda por predicciones favora-bles. Una bruja de La Victoria le había dado un vaticinio en forma de acertijo:

 —Con las patas como estacas, con los ojosentelados, con las ansias de la muerte llegará.

 —¿Llegará quién? —se preguntó sin ja-más saberlo.

Otra vez había ido a Máncora, con una

amiga incondicional. De regreso pasaron porPiura y, para tener suerte en el amor, se había

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hecho un baño de orecimiento casi desnuda,

pues no se animó a quitarse la trusa. Fue enun ranchito de una barriada, con un brujo deHuancabamba, que le prometió éxito absolutoe inmediato. Pero nada, no llegaba el esperadoconsorte.

Para satisfacer su inquietud, hasta había

aprendido a leer la baraja española. No tardómucho para descubrir que le leía muy acertada-mente a sus amigas, pero no podía hacerlo parasí misma.

El tiempo pasó hasta que se topó con la

 vidente búlgara. Con ella sí que hubo noticias.Habría un varón a la vista. —Tiene el pelo blanco y loch ojitoch

achulech —sentenció la adivina, mirando sucristal—. Y va a tu casa. Será tu compañero.

Charo se lo imaginó nada menos que alto,guapo y sesentón, posiblemente divorciado.“Quizás hasta tenga una pensión de retiro”, es-peculó para sí.

 —Lo vas a conocer el próximo jueves alas once de la mañana —vaticinó la adivina.

Charo llegó a su casa, inquieta. Al día si-guiente tenía que chequear su guardarropa. Unaprimera impresión era muy importante. Debíaestar perfecta, sin un pelo fuera de lugar, paraestar impecablemente producida.

El siguiente lunes fue a la peluquería y sehizo rizar el cabello. Luego pasó por una tienda

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y se compró un par de zapatos. No debía des-

cuidar ningún detalle. Así, fue atendiendo in-contables pormenores hasta el miércoles por lanoche. No pudo dormir de ansiedad y eso fuepeor porque al día siguiente tuvo ojeras.

 Alrededor de las diez de la mañana del es-perado jueves la llamó su amiga Zoraida.

 —¿Puedo pasar un ratito? —tengo algoque darte.

Charo no se podía negar, pero ¿cuándoaparecería el caballero?

 A las once en punto tocaron el timbre.

Con el corazón palpitante, abrió la puerta. EraZoraida, cargando una cajita de cartón. Entrócon una mirada misteriosa. Ya en la sala puso lacaja sobre la mesa y la abrió. Sobre una frazadaamarilla había un gatito totalmente blanco. Eramachito y tenía los ojos azules.

Charo lo miró con ternura y comprendió.Un compañero había llegado a su vida. Ese díanadie más llegaría.

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Historias del otro lado 

se terminó de imprimir

el diez de octubre de 2015

140º aniversario del nacimiento de Aleister Crowley

La ciencia está siempre

descubriendo restos extraños

de la sabiduría mágica

 y hace un gran escándalo

 por su astucia.

(A.C.)

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