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ALFRED KUBIN

HISTORIAS BURLESCASY GROTESCAS

Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título original: Die Geliebte eines Kindes...Horst Stobbe/Munich,1926

Primera edición: 2006© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Depósito legal: VG–749–2006ISBN 10: 84–934956–0–3

ISBN 13: 978–84–934956–0–2

MALDOROR ediciones, [email protected]

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EL PRIMER AMOR DE UN NIÑO

ara la mayor parte de los hombres, la rea-lización de su existencia se sitúa a decir

verdad en el futuro. Ven en lo que quizá aún va aocurrir la posibilidad de justificarse. Esperan com-pensaciones por las desgracias sufridas, una nuevafelicidad, impresiones más fuerte y otras cosas simi-lares. A menos que no quieran sencillamente recu-perar lo que han dejado escapar, reparar las faltascometidas, llevar a término las obras comenzadas.En mí, es diferente. Para mí, el futuro no tiene nin-gún sentido, ninguna forma: me parece completa-mente vacío y, en el fondo, considero que no exis-te. Las imágenes de mi pasado me llenan con unafuerza mucho más grande y de manera casi per-manente. En los mejores momentos emergen en mí,con sus sensaciones, su tonalidad y sus colores,supremamente vivas y saturadas de “otros tiempos”.

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Esos verdaderos milagros de la memoria son lamayoría de las veces provocados por los aconteci-mientos más insignificantes: una palabra cuyo sen-tido me es indiferente pero que es extrañamentesubrayada, un ligero susurro que de una manera ode otra aflora a mis órganos auditivos, un olor sen-tido al pasar ante la puerta abierta de una casa:una impresión ínfima de esa naturaleza basta parahacer resurgir todo un mundo enterrado.Es así como me ha venido al recuerdo, hace algu-nos días, la historia de mi primer amor. Y eso es loque quisiera contar aquí.Mi primer amor, el más tierno y el más misterioso,tuvo por objeto una muerta.En el pueblo de montaña acogedor y ultracatólico–convertido hoy en lugar de cura siniestro y mun-dano– donde “retozó” mi infancia, por decirlo así,en una incesante agitación, ocurrió que la hija másjoven de un comerciante respetado, que era tam-bién consejero municipal, murió de manera inespe-rada tras una breve enfermedad. Yo aún no teníasiete años y era no sólo completamente indiferentea aquella María, que debía tener alrededor de lasdiez primaveras, sino incluso casi despreciativo,como lo son los jóvenes galopines con las mucha-chas. Yo nunca había ido a casa de sus padres, nohabía jugado nunca con ella y no le dirigía la pala-bra. Sólo sabía que ella existía y veía de vez encuando su rostro insignificante de sonrosadas meji-

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llas entre la pandilla de los colegiales. Fue única-mente al saber que había muerto en el transcurso dela noche cuando se despertó mi interés, y, he dedecirlo, más por el incidente que por su persona. En mi recuerdo yo me veo con algunos camaradas,tan fatigados como de costumbre, casi extenuadospor el juego, sentados en un banco a la orilla dellago, guiñando los ojos ante la superficie centelle-ante del agua, animada por un ligero movimiento.Uno de ellos propuso: “¡Vamos a ver a la pequeñaMaría! ¡Su cuerpo ya está expuesto!” Estuvimostodos de acuerdo y, movidos por la curiosidad, nosdirigimos hacia la casa de la muerta. Al echar unvistazo por la ventana de la tienda, vi al comer-ciante inclinado sobre sus libros de cuentas y a sumujer sirviendo a los clientes como de costumbre.Ese día, sin embargo, los dos batientes de la pesa-da puerta cochera estaban abiertos de par en par.Las cajas y balas de mercancías, que habitualmen-te obstruían la entrada, habían sido llevadas a undepósito situado en la parte de atrás. Un carruajede postas que transportaba una pesada carga lle-gaba justamente con un ruido atronador y chasqui-dos de fusta. Subimos con paso firme la escalerarecién lavada hasta el segundo piso y, después,acompañados en nuestra progresión por el olor acanela y raíces secas que llegaba de la vieja tien-da, seguimos un estrecho corredor al final del cualse encontraba el salón. Había sido preparado para

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la muerta. Al entrar no vimos al principio más quealgunos cirios encendidos, pues, como veníamosdel exterior, nuestros ojos aún estaban acostumbra-dos a la luz del sol. Con las persianas cerradas, lapieza era parecida a una pequeña capilla escasa-mente iluminada. Allí, sobre una cama que habíansobrealzado, yacía el cadáver, con medio bustolevemente erguido. En su vestido blanco adornadocon lentejuelas, flores y pequeñas imágenes piado-sas, ofrecía un espectáculo de los más singulares.A la turbación interior que sentía el muchacho queyo era sucedió el asombro.¡Aquella no era la Maríaque yo creía conocer! Era un pequeño rostro extra-ño, como de cera. Sus pálidos párpados más som-bríos sólo ocultaban la mitad de sus globos ocularesen cuya humedad las llamas de los cirios, que seconsumían lentamente, hacían nacer una luz devida. Yo la contemplaba fijamente, con la mayoratención, sin perderme nada. Sus cabellos castañosle caían sobre la frente, rectamente cortados (porentonces, se denominaba a ese peinado un flequillo“a lo Gisele”, en referencia a la hija del emperador,la archiduquesa Gisele). Frente a la cama había unreclinatorio cubierto de coronas mortuorias; contralas paredes, objetos cotidianos –una máquina decoser protegida por una funda, aparadores en losque había dispuestos tarros de compota– contrasta-ban extrañamente con la cama de la difunta queestaba adornada como un altar. Yo tenía el corazón

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particularmente oprimido ante aquel cadáver –erael primero que veía– y me volví, un poco inquieto,hacia mis dos camaradas, que de hecho ya habíanabandonado la habitación mortuoria y que, en elexterior, recibían de manos de una vieja mujer untrozo de pan. Era la costumbre: habían preparadodos cestas de pan para los visitantes. Aquella mujer–era la vieja sirvienta de la casa– entró en compa-ñía de madame Gadenstätter, la comadrona delpueblo, y oí sus palabras lloriqueantes e imperso-nales detrás de mí. La sirvienta le contaba a la otrael doloroso combate que la difunta había libradocontra la muerte en el transcurso de la noche pre-cedente y cómo esté había llegado a su fin al alba.También explicó que las ropas y medias se habíansúbitamente revelado demasiado pequeñas en elmomento en que se había querido vestir el cadáver.“Oh, sí, los muertos se agrandan”, comentó lacomadrona –lo que me hizo estremecer. Fue enton-ces cuando las dos mujeres me vieron. La sirvientase adelantó hacia mí y me preguntó: “¿Quieresrociar con agua bendita a la pequeña María?”, altiempo que me tendía una copa de pulido cristalllena de agua en la que flotaba una ramita de boj.Rocié vigorosamente a la muerta: el agua alcanzósus pequeñas manos sólidamente juntas como pararezar, pero una espesa gota rodó también, comouna lágrima, a lo largo de su rostro de una bellezainconcebible. Fue en esa ocasión cuando me di

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cuenta, por primera vez, hasta qué punto eraencantador. Yo estaba como fascinado, el cadáverde aquella niña era extrañamente seductor y sinembargo repulsivo en su inaccesibilidad.Mis amigos me llamaban. Salí rápidamente de lapieza. El denso perfume de los cirios y un olor pene-trante, que sólo podía emanar del mismo cadáver,me hacían volver la cabeza. El entierro de la pobre pequeña María tuvo lugardos días después. Todos los niños del colegio,muchachos y muchachas, asistieron al mismo.Caminamos formando una larga fila delante delataúd. Teníamos también una bandera, llevada congran aplomo por un joven y esbelto campesino, queera el más fuerte de entre nosotros.El Padrenuestroy la Salutación angélica (¿en cuántos entierros nolos habré oído después?) indefinidamente salmodia-dos por agudas voces, aún resuenan en mis oídos.Las incomprensibles oraciones latinas recitadas porel sacerdote al borde de la fosa, pero sobre todo el“breve tintineo” claro y ligeramente discordante delas campanillas, parecido a un gemido humano, mecausaron una impresión tan duradera que, cuandode nuevo vuelvo a escucharlos hoy, me sumen en unhumor de los más melancólicos. A la Gloria de la exposición del cuerpo sucedieronentonces la fosa profunda en la tierra, la pavorosaestrechez del ataúd, después los pesados montonesde tierra que echaron sobre él. Yo no llegaba a

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comprender por qué la inocente María, todavíaviva un poco antes, había sufrido tal metamorfosis,conocido un destino tan sombrío, mientras que,nosotros, nos quedábamos al calor en un mundo enel que era bueno vivir. Estaba persuadido de que,por alguna vía misteriosa, el cadáver debía sentir loque le ocurría. Una piedad indescriptible me ator-mentaba, y por la noche susurré en mi cama ardien-tes palabras de amor dirigidas a la resplandecientemuchacha, que mi recuerdo no dejaba de sublimar.No podía evitar pensar en ella. Sufría. Imaginabaque, cuando llovía, el agua se infiltraba poco apoco en el suelo y se introducía en el ataúd, man-cillando al ser angelical que allí se encontraba.Incluso llegué a llorar, lo que me ocurría muy rara-mente. Tenía que hacer algo: era absolutamentenecesario que la pequeña María estuviese conven-cida de la sinceridad de mi amor y de mi admira-ción. ¡Qué pena me daba cuando la imaginaba ensu espantosa soledad, allí, bajo la tierra fría, arran-cada a la comunidad amada que formaban suspadres, sus hermanos y hermanas así como losdemás niños! Yo sentía ahora amargos remordi-mientos por no haberme preocupado nunca de lamuerta cuando ella aún estaba en buen estado desalud, de no haberle prestado nunca, ay, la menoratención.Había dejado escapar una ocasión única,¡y a partir de ahora la pequeña María era para míde una frialdad glacial!

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