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Presses Universitaires du Mirail Jacques Gilard o el calor de la razón Author(s): Álvaro MEDINA Source: Caravelle (1988-), No. 93, Homenaje a Jacques Gilard (Décembre 2009), pp. 231-235 Published by: Presses Universitaires du Mirail Stable URL: http://www.jstor.org/stable/40855150 . Accessed: 14/06/2014 16:04 Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at . http://www.jstor.org/page/info/about/policies/terms.jsp . JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. . Presses Universitaires du Mirail is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Caravelle (1988-). http://www.jstor.org This content downloaded from 188.72.126.55 on Sat, 14 Jun 2014 16:04:43 PM All use subject to JSTOR Terms and Conditions

Homenaje a Jacques Gilard || Jacques Gilard o el calor de la razón

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Jacques Gilard o el calor de la razónAuthor(s): Álvaro MEDINASource: Caravelle (1988-), No. 93, Homenaje a Jacques Gilard (Décembre 2009), pp. 231-235Published by: Presses Universitaires du MirailStable URL: http://www.jstor.org/stable/40855150 .

Accessed: 14/06/2014 16:04

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Portraits 231

Jacques Gilard o el calor de la ra^ón PAR

Álvaro MEDINA Universidad Nadonal de Colombia

Hablaba el español sin acento y su mirada, me pareció al verlo, dejaba traslucir inquietudes acariciadas desde hacía mucho tiempo. La curiosidad que lo invadía contrastaba con su figura, ya que era alto y fornido como un atleta. No en vano había corrido en el tour de France, deporte por el que el ahora ex ciclista y señor académico se desvivió como fanático por el resto de su vida. Jacques Gilard, cuyo nombre había escuchado por primera vez de sus labios cuando me llamó por teléfono, llegó a mi apartamento en Bogotá con cierto desenfado y lo primero que hizo fue admirar la colección de cuadros que lucían las paredes. Realizaba el primero de sus viajes a Colombia, a la que volvió varias veces atraído por las magias de Macondo.

Nuestro encuentro, si la memoria no me falla, debió ocurrir en julio de 1975. Cuando nos conocimos yo ya había publicado una crónica sobre el Grupo de Barranquilla y un artículo documentado sobre Ramón Vinyes. Él los había leído con sumo cuidado, razón de ser de la visita que me hacía. Mis trabajos, me dijo, le habían aportado algunas pistas precisas sobre los inicios del grupo, cuya historia se proponía documentar en todos sus detalles. De gesticulación algo nerviosa y cabellera más bien rala que a la vuelta de pocos años se tradujo en calvicie prematura, Jacques Gilard se hallaba en posesión de una asombrosa cantidad de datos del entorno garciamarquiano, entorno que en la época estaba punteado de errores, dudas e imprecisiones de todo tipo, deliberadas algunas de ellas. Más me impresionó, sin embargo, que

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estuviera perfectamente al tanto de los últimos acontecimientos de la literatura colombiana.

Cuando lo conocí, Jacques ya se había entrevistado con Germán Vargas y se disponía a viajar a Barranquilla para hablar con Alfonso Fuenmayor. Se hallaba en los inicios de una investigación profunda y extensa que realizó buscando testigos y revisando archivos hemerográficos. En nuestra primera charla me contó que quería compilar, además, toda la producción periodística de Gabriel García Márquez para desentrañar la génesis de sus obras, propósito que me pareció tan portentoso que procedí a regalarle los pocos documentos fotocopiados que sobre el tema yo poseía en mis archivos. Recuerdo, entre otros, el saludo de Puck (Alfonso Fuenmayor) aparecido en El Heraldo anunciando la llegada a Barranquilla desde Cartagena del entonces joven cuentista y periodista, fecha que modificaba la que hasta entonces se daba por segura. Así nació una buena amistad, que se materializó en las largas conversaciones que a partir de 1978 empezamos a tener con cierta frecuencia en mi apartamento en París y en su casa en las afueras de Toulouse.

Tres semanas después me llamó por teléfono para decirme que en Barranquilla no había encontrado todo lo que esperaba, que antes de volver a Francia debía poner al día su plan de trabajo y que por lo mismo no sabía cuándo podríamos volver a encontrarnos. Eran las palabras de un hombre disciplinado y metódico que tuve la suerte de encontrar esa misma tarde en una de las salas de lectura de la Biblioteca Nacional. Yo estaba compilando la documentación de Procesos del arte en Colombia, mi primer libro, y trabajaba en la biblioteca todas las tardes. Hacia las dos y media entré a la sala de lectura y distinguí la silueta de Jacques en la penúltima fila de mesas. Estaba de espaldas así que busqué un puesto y me dediqué a lo mío. Nos cruzamos un rato después frente a un fichero, cruzamos saludos rápidamente y cada cual volvió a su silla. Hacia el final de la tarde habló varias veces con la encargada de entregar y recibir los préstamos. Jacques iba y venía con la desazón de un hombre impaciente. Me disponía a preguntarle qué le ocurría cuando se dirigió a mí haciéndome señas.

- Es el colmo, me han entregado un volumen mal empastado - me dijo.

Estaba repasando la colección de El Heraldo, que ya había revisado en Barranquilla en volúmenes que para su desgracia presentaban mutilaciones y faltantes. Ahora buscaba lo que no había encontrado y desgraciadamente volvía a faltar por culpa, en su concepto, de un encuadernador descuidado. Las ordenadas entregas del diario saltaban súbitamente de miércoles a lunes. Como es lógico Jacques estaba

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alterado, rasgo de personalidad que con el tiempo asocié a su alto nivel de exigencia.

- ¿Qué mes estás revisando? - le pregunté. - Marzo. La respuesta me hizo sonreír. - ¿Te has fijado en el número de cada entrega para verificar que el

faltante es real? No se le había ocurrido hacerlo y yo lo acompañé a revisar la

anomalía. No pude borrar la sonrisa. En la época El Heraldo no circulaba jamás los domingos. En Semana Santa, según parece, los periodistas y el personal del taller se iban a rezar a las iglesias el jueves, el viernes y el sábado santos, o tal vez de juerga. Al tiro yo sospeché que un faltante de esa magnitud debía corresponder a los sacros días del año, sospecha que por suerte quedó verificada. Jacques respiró aliviado, ya que según me confesó andaba a la caza de un acontecimiento clave ocurrido hacia esas calendas. Resuelto el asunto, concentró sus esfuerzos en el mes de abril. Dos o tres noches después llegó a mi casa con una buena botella de vino y libamos copas por primera vez en medio de animada charla.

La anécdota anterior es para mí entrañable. Me define el carácter de un amigo y precisa el perfil de un investigador negado a la improvisación. En nuestras decenas de encuentros posteriores se quejó a menudo, refiriéndose a artículos y ensayos que recibía de Colombia, del increíble nivel de imprecisión que prevalecía entre nuestros historiadores y ensayistas.

- Colombia no ha salido aún de la tradición oral - solía decir con énfasis y su gesticulación me recordaba la impaciencia que lo invadió la tarde del supuesto faltante en un volumen perteneciente al fondo hemerográfico de la Biblioteca Nacional, fondo que dista de ser perfecto, pero que era en opinión calificada que le escuché a Ángel Rama, uno de los más completos y mejor organizados de América Latina.

Jacques manifestaba sus quejas con cariño. Lamentaba, considero yo hoy, que el calor del raciocinio no derritiera el frío de la improvisación. El pensamiento racional, que en general se asume como propio de temperamentos gélidos, es en verdad una actividad intelectualmente cálida. Implica los hervores de lucubrar, intuir, buscar, cotejar, fracasar algunas veces, volver a comenzar, corregir, enderezar, ir y volver en caliente en muy diversos niveles hasta que todo encaja y queda en su puesto. La improvisación, en cambio, es congelamiento. Da por cierto lo que los oídos han escuchado y se limita a ponerlo por escrito, adobándolo con comentarios más o menos felices. Cuando el improvisador se refiere a acontecimientos ocurridos hace largos años, su aporte adquiere un gran valor en la medida en que rescata y fija detalles veraces que sin su intervención quedarían olvidados, lo cual realza el

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valor de su contribución, pero si no investiga a fondo corre el peligro de avalar falacias.

Jacques Guard investigaba en el plano de la tradición oral y en el de la tradición escrita. La información que recibía de boca de sus testigos era sometida luego, si el hecho lo permitía, a la precisión que la noticia de prensa o el artículo corroboraban, y otro testigo corregía o verificaba. Sus artículos enjundiosos sobre Ramón Vinyes, Gabriel García Márquez, Alvaro Cepeda y en general el Grupo de Barranquilla están salpicados aquí y allá de pequeños estallidos de ira, regaños y frases desobligantes contra quienes lo precedieron en el tema y han dejado cabos sueltos que inducen a la confusión. Sus cóleras no eran sino el vapor que despedía una mente organizada a la que le tocaba la tarea de cocinar y adobar los ingredientes que las mentes menos organizadas, en su frialdad, dejaban crudos y muchas veces sin sal.

A Jacques le correspondió dar en los estudios literarios el combate que en los años setenta, en el campo de la reinterpretación del acontecer político del país, libró la llamada Nueva Historia. Los jóvenes historiadores abandonaron entonces la descripción heroica y deslumbrante de episodios pintorescos y prefirieron el análisis en profundidad de los acontecimientos que habían motivado esos mismos hechos, faena que tuvo un predecesor de talla en Luis Eduardo Nieto Arteta. Documentarse bien se volvió la regla de oro y de este modo se pasó de lo frío a lo caliente. Era algo que en Europa y particularmente en Francia se había vuelto moneda corriente, actitud que en Colombia era y sigue siendo moneda rara. Esto explica la beligerancia académica de Gilard con ciertos autores. Sus celosos tirones de oreja no eran el producto de odios o desamores gratuitos, sino de su fobia a la falsedad. Si la improvisación induce al error, el resultado obtenido es un producto de la más pasiva y por lo tanto fría pereza intelectual.

Jacques Gilard se desempeñó como historiador de la literatura y como analista de las expresiones literarias que sometió al escrutinio de su lupa. Lo hizo con pasión, no con desaprensión. Su impaciencia de una tarde en la Biblioteca Nacional es un rasgo temperamental que siempre he considerado el signo vital de un comportamiento que no transigía con lo que la palabra mediocre significa estrictamente. Es por eso que tomó entre sus manos el episodio más fulgurante de la breve y no muy feliz historia de la literatura colombiana (grosso modo los 25 años que preceden la publicación de Cien años de soldad) , la puso bajo reflectores de luz cálida y trató de iluminarla en todos sus detalles.

Sin la labor de Jacques aún estaríamos debatiendo en torno a esos temas basándonos en conjeturas ligadas a la tradición oral. Una de sus últimas contribuciones, la referida a la revista Mito, es una prueba fehaciente de su ardiente fascinación por el rigor. Al emprender la

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desmitificación de Mito, Guard no estaba contra Mito sino contra la manera como la revista de Gaitán Duran ha sido evaluada por panegiristas dados a «la hipérbole, mal endémico de la intelectualidad colombiana», actitud que según él había desembocado en afirmaciones que riñen «con la elemental verdad de los textos, de los hechos y de las fechas». Se trata de un texto que deben leer todos los colombianos interesados en analizar los fenómenos de la producción cultural del país.

Su trabajo implicó corregir, aclarar, desmentir y sobre todo recordar. ¿Recordar qué? Que la revista bogotana fue el producto de una inquietud que tuvo antecedentes literarios y políticos en actividades realizadas años antes por Hernando Téllez, Eduardo Zalamea Borda, Jorge Zalamea, Héctor Rojas Herazo, Alvaro Mutis y los miembros del Grupo de Barranquilla. No hay que extenderse al respecto, porque el mayor aporte del franchute que detestaba el frío de los improvisadores ha sido el de poner sobre el tapete, en su artículo, un hecho tan significativo como fue la celebración en 1949 del Congreso de Intelectuales Nuevos, realizado cuando ya se había desatado la violencia política concebida por la extrema derecha como el preludio de la Colombia falangista que vislumbraba el entonces candidato a presidente Laureano Gómez, reconocido mentor intelectual de las capillas álvarouribistas de la hora actual.

¿Quién antes de Jacques Guard había acometido el estudio de este acontecimiento cultural y político? En lo que me concierne debo reconocer que lo ignoramos todos los autores del catálogo Arte y violenáa en Colombia desde 1948 (Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1999), en el que tuve la responsabilidad de reunir y editar estudios sobre el tema de la violencia política en la novela, la poesía, el cuento, el teatro, el cine y las artes en general. A manera de reconocimiento por el trabajo monumental que nos ha dejado Jacques Gilard, me parece oportuno y decente admitir humildemente que hay una gran diferencia entre un investigador de talla como él y nosotros, los aún aprendices que aspiramos buenamente a serlo.

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