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I Certamen Herótodo de Halicarnaso. Selección de …portalclasico.com/sites/default/files/archivos/certamina... · 2015-12-06 · originales con relatos de personas de todo el mundo

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I Certamen de Relato Histórico

Heródoto de Halicarnaso

Selección de Relatos

Título de la obra:I Certamen Heródoto de Halicarnaso. Selección de Relatos

Colección Certamina 14-1

Edición primera y únicaEditado por Portal Clásico

Alojado en http://portalclasico.com

Ilustración de cubierta y portada:Busto de Heródoto [Palazzo Massimo, Roma]

Ilustración de cubierta posterior:Heródoto sedente (Karl Schwerzek) [Parlamentsgebäude, Viena]

Tipografía de los títulos: Omega CAT (Peter Wiegel)Diseño y maquetación: AritmÉtiko

« Portal Clásico y participantes del certamen presentesen esta Selección de Relatos, Madrid, 2015.

Copyleft: Esta obra es libre, puede redistribuirla o modificarlade acuerdo con los términos de la Licencia Arte Libre (LAL 1.3)

y disposiciones específicas.

Los participantes del I Certamen de Relato Histórico Heródoto deHalicarnaso que concurrieron con los relatos de que se componeesta selección son:

III David Calvo

II Sergio López Molina

I José Antonio Reyero Chamizo

El Comité de Lectura de este concurso estuvo constituido porPablo García González, Luis Manuel López Román, Nicolás Pei-nado Alcaide y Rodrigo Puerta Fernández. La edición corre acargo de los miembros del Comité de Lectura y la Junta Directi-va de Portal Clásico a fecha de 1 de septiembre de 2015.

Presentación

A finales de 2013, al comprobar la buena acogidaque la iniciativa del sitio web de Portal Clásico habíatenido en la comunidad que formamos los apasionadosdel Mundo Antiguo, decidimos hacer un experimento:un concurso de relatos que animara a tantas personascomo fuera posible a implicarse en la hermosa tareade crear literatura reviviendo los géneros y temas clá-sicos. El concurso buscaba la calidad literaria y elrigor en la ambientación histórica y, así, promoveríala escritura y la investigación. De esta manera surgióel Certamen de Relato Histórico Heródoto de Halicar-naso, y no cupo en nosotros la sorpresa al ver cómose llenaba día tras día la plataforma de recepción deoriginales con relatos de personas de todo el mundohispano.

Un año después, Portal Clásico ha crecido. Esta-

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mos contentos de haber sabido organizar a quienesnos leen y nos escuchan; y no son pocos los proyec-tos que vamos perfilando cada día para conseguir quelas civilizaciones antiguas —los creadores de nuestracultura, la voz de los muertos— lleguen a legos y aexpertos.

Con el nacimiento de este proyecto que constitu-ye la Colección Certamina queremos felicitar a quie-nes participan en los concursos de relatos convocadospor Portal Clásico. Pero no hemos querido dejar atrása los ganadores de la primera edición del CertamenHeródoto de Halicarnaso: con la conformidad de losautores y todo nuestro agradecimiento, disponemosuna primera partida de la recién inaugurada colec-ción formada por quienes, en primer lugar, prestaronsu apoyo y su esfuerzo a la iniciativa de hace un año.

David Calvo

Ésta es la historia de una perra llamada Arcilla yde cómo llegó a ser inmortal.

Pero mucho antes de que eso ocurra, Arcilla dor-mita junto a la pequeña y gastada estatua de Hermesque preside el comedor de la casa. Por alguna razón,quizás por la presencia del dios, es el único lugar don-de el verano ateniense, con su aire ardiente como elaliento de un horno, es casi soportable. Arcilla agra-dece esa breve misericordia que consigue del calor, yano es una perra joven, y sus cansados huesos tratande aprovechar cada pequeña ventaja que puedan en-contrar en su camino. Hace unos días, tuvo una breverefriega cerca de la puerta Diomea con otro perro más

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joven, más pesado, que la tumbó con insultante faci-lidad. Desde entonces, su cadera se ha desviado haciala derecha y apenas puede caminar sin que la morde-dura del dolor la acompañe.

Por el contrario, y porque los dioses a veces son ge-nerosos, su olfato y su oído siguen siendo tan agudos,tan certeros y valiosos como hace años, si no mejores.Y son ese oído, ese olfato, los que la despiertan, infor-mándole de que hay un cambio en el aire encerradodentro de la casa, una leve perturbación que merecela pena ser investigada.

Arcilla parpadea una, dos veces, mueve una orejay con un quejido, apenas un murmullo sordo mascu-llado entre sus colmillos, se incorpora y, renqueante,recorre el comedor hasta llegar al pasillo. Se detiene ydurante un instante se orienta hacia la perturbaciónque ha provocado el fin de su sueño. Restregándoseen la pared, se acerca hasta la sala porticada y, allí, sesienta, bosteza y contempla la escena que se desarrollaante ella.

Sentado en un pequeño taburete de tres pies, estáEtéocles, el pintor, el maestro de artistas. Su cabellooscuro, del que tan orgulloso se sentía porque el tiem-po no había sido capaz de mancillarlo, está cortadoen gruesas guedejas, extendido en el suelo, cubriendo

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sus pies como un manto. A su espalda, un esclavo deconfianza aún sujeta con manos temblorosas las ti-jeras mientras se cubre el rostro con el borde de sutúnica para ocultar las lágrimas que manchan sus me-jillas. Etéocles suspira y sujeta con fuerza la lanza quedescansa entre sus manos. La madera recién encera-da posee un olor intenso que le resulta reconfortante.Sus ojos, velados por una tormenta de presentimien-tos, siguen los movimientos de su hijo Timón mien-tras se ajusta su armadura de lino, abrochando lashombreras a los pernos del peto con dedos segurosy expertos, su expresión es severa, concentrada en lalabor que realiza. Con un gesto, Etéocles llama a sunieto, un niño de tres años llamado Hemón que acudea su lado, con una mano le acaricia el pelo rizado yespeso y le susurra unas palabras que hacen sonreíral pequeño.

Al verlos juntos, Timón tiene una leve duda: si nosaliera por la puerta, si se quedara en casa con ellos,si se olvidara de todo, ¿sería en verdad la vergüenzatan insoportable como dicen? Pero mientras está re-solviendo ese dilema, su cuerpo actúa por costumbresadquiridas y se cuelga el pesado escudo al hombrojunto a la bolsa de provisiones que ha preparado elesclavo, se echa el casco sobre las sienes y, sin decir

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nada, coge la lanza que su padre le tiende con ciertoreparo. No hay palabras de despedida entre ellos, nohay necesidad de ellas. Timón mira a su hijo, abraza-do a las rodillas de Etéocles, es una imagen que quiereconservar consigo. Junto a la puerta, espera Mélide.Timón le pasa una mano por la nuca y acaricia el sua-ve vello que se extiende por la piel hasta el comienzode la espalda. Del exterior, llega una algarabía de gri-tos de hombres, de las lanzas golpeando el suelo, decientos de pasos dirigiéndose al ágora. Con un suspi-ro, se aparta de ella y sale por la puerta sin miraratrás.

Las calles de Atenas son un hervidero de hopli-tas y esclavos, sus voces se mezclan en una cacofo-nía de rumores y promesas. Del interior de las casas,los lamentos de las mujeres y los ancianos atravie-san las delgadas paredes de adobe y se extienden porla ciudad como un palio de pesar hasta concentrar-se en único grito de dolor. Timón camina mirando alsuelo, algunos conocidos le palmean el hombro y leinforman de las últimas noticias. Todos dicen que losmedos ya han desembarcado, otros que avanzan haciala ciudad, algunos incluso le cuentan que, si sube a lasmurallas, podrá ver su caballería a punto de llegar alas puertas. Timón escupe a un lado, de repente tiene

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un sabor agrio en la boca. Apoyándose en una pared,echa un trago de su cantimplora.

Entonces ve a Arcilla que, con paso lento, ren-queante, avanza entre un bosque de piernas y lanzas.Cuando llega a su lado, se sienta y lo mira con susojos castaños. Timón se guarda la cantimplora.

—No deberías estar aquí —le dice mientras aca-ricia su pelo gris. Pero cuando le va a dar la ordende volver a casa, un nudo se crea en su garganta y sesiente incapaz de separarse de ella—. Vamos, Arcilla,nos están esperando.

En el ágora hay una decena de hombres voceandoel nombre de las tribus de Atenas. ¡Erectea!, ¡Antio-quea!, ¡Enea!, gritan. Los hoplitas se agrupan en laplaza, formando filas. Timón se coloca junto a susvecinos de la tribu Leóntida. Y entonces se da cuen-ta de que Arcilla ha desaparecido. Grita su nombre,mientras se incorpora sobre los dedos de los pies tra-tando de vislumbrar su pequeño cuerpo y entonces,la ve, tumbada boca arriba junto a un hoplita quele está rascando el suave pelaje de la tripa. Recono-ce el escudo. Lo pintó él mismo, hace muchos años.Un Heracles, armado con un bastón, corriendo sobreun campo encharcado. Se acerca por detrás, en silen-cio, el hoplita está acariciando la garganta de Arcilla,

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absorto, y no se percata de su presencia hasta queTimón susurra su nombre. Paneno.

Hace años, doce para ser exactos, cinco cachorrosfueron metidos en un saco con piedras y ahogadosen la corriente del río Erídano. El pastor que los ha-bía arrojado se quedó contemplando cómo la saca sehundía lentamente, arrastrada por el peso de las pie-dras, mientras la camada gritaba y gruñía desespera-da. Pronto dejó de oírse la algarabía y sólo quedo elsonido del agua. El pastor escupió un trozo de nuezque había estado masticando y entonó una melodíaque había aprendido de joven agradeciendo la gene-rosidad del dios del río por aceptar su ofrenda. En-tonces, cuando dejó de cantar, oyó un gemido a suderecha. Entre unas cañas un cachorro lleno de barrogemía desesperado con sus ojos aún entrecerrados ysus patas ensangrentadas.

El pastor lo cogió entre sus brazos. No sin ciertoreparo, admiró su afán de supervivencia y, encogién-dose de hombros, sostuvo su pequeña cabecita conuna mano dispuesto a girarla rápida e indoloramente.

—¿Qué haces? —preguntó una voz.

El pastor se volvió. Había dos jóvenes vestidos conla túnica blanca y el sombrero de ala ancha de los efe-

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bos, portaban dos palos de madera de fresno, segura-mente eran reclutas haciendo guardia en los montesque rodean Atenas, niños jugando a ser hombres. Elpastor sonrió y contestó:

—Arreglando los errores de una perra demasiadofértil, supongo.

—Has matado a una camada de cachorros —afirmóel más alto de los jóvenes.

—No necesito a más de dos, los más fuertes. Elresto sólo serían una molestia.

—¿Y el que tienes ahí?

—Supongo que ha escapado. No pasa nada. Seguidvuestro camino; seguro que tenéis cosas mejores quehacer.

—Te lo compro —dijo el que no había habladohasta entonces y, buscando en el interior de su boca,sacó medio óbolo.

El pastor miró primero la moneda que se le ofrecía,después dirigió su atención a los efebos, calibrando suvalía: se les veía tan seguros de sí mismos, con susmiembros aún jóvenes y fuertes, tan orgullosos, tansoberbios en su juventud. Algo amargo subió por lagarganta del pastor y lo escupió en forma de palabras.

—No está en venta, niño. Guárdate tu dinero.

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—Pero si no lo quieres. . .

—No está en venta.

—¿Lo quieres de verdad, Timón? —dijo el jovenmás alto a su compañero—, pues empieza a correr —y,con un gesto, giró su bastón golpeando la mandíbuladel pastor.

Dientes y sangre manaron de sus labios rotos mien-tras caía entre los helechos que crecían en la orilla delrío escupiendo trozos de encías. Sus ojos, invadidospor lágrimas de dolor, vieron cómo el joven cogía alcachorro y corría tras su compañero, alcanzándolo confacilidad mientras le lanzaba el cachorro sin detener-se. Timón lo agarró en el aire y Paneno soltó unacarcajada mientras le decía:

—¡Cuidado! No te manches la túnica, está lleno debarro. Pero no te quedes ahí parado, Timón. ¡Corre,corre, corre. . . !

¡Corred! ¡Ahora corred!, la orden se extiende portoda la línea, cada hombre la grita al que está a suderecha y una enorme criatura de metal y carne sepone en movimiento cuando los hoplitas aprietan elpaso. Paneno puede ver la línea persa, allí, a menosde cuatro estadios, una pequeña carrera, sólo eso, hacorrido distancias mayores, sabe que puede hacerlo,

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musita una breve oración a Hermes mientras calculaen cuántas ocasiones podrán los arqueros persas lan-zar sus flechas antes de que lleguen hasta ellos, dosveces, quizás tres si son rápidos. Y entonces, mientrassus piernas aún se están poniendo en movimiento, elsonido de millares de flechas se impone a las gargantasatenienses y caen sobre ellos como una oscura nube demetal y dolor. Dentro de unos años, esos hoplitas se-rán conocidos como los veteranos de Maratón, la viejaguardia, conservadores de las orgullosas tradiciones dela patria, celosos vigilantes de las costumbres de losancestros, ancianos cubiertos de cicatrices que abu-rren a los efebos en los gimnasios y en los dormitorioscon historias de los buenos viejos tiempos, historiassobre el valor, la disciplina, el amor a la tierra, endefinitiva sobre hacer lo correcto.

Pero aquí y ahora, cuando las flechas los golpeanen sus petos y cascos, hundiéndose en la carne, casitodos pierden el control de sus esfínteres y una orina,espesa y agria, cae por sus muslos sudorosos dejandoun reguero acre a su paso, embarrando el suelo quehollan con sus pies descalzos. Los heridos, con los as-tiles de las flechas brotando de su carne como flores depánico, gritan llamando a sus madres, al amigo quepasa a su lado sin detenerse. Otra oleada de flechas,

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casi seguida a la primera, cae de nuevo sobre los ho-plitas, y éstos notan que algo oscuro se agita en suinterior deseando salir, miran a la línea persa, con losojos nublados por el sudor que se derrama desde sufrente, aprietan los dientes y piensan en los arqueros,protegidos tras un muro de lanzas y escudos de mim-bre y compadecen a esos pobres bastardos, ¡oh, claroque lo hacen!, porque van a pasar por encima de ellos,van a destrozarlos y devorar sus huesos. Paneno estáya tan cerca de los persas que puede ver sus gorrosde cinco puntas, sus ropajes de colores y, durante uninstante, no puede evitar imaginar cómo los hubie-ra pintado en otra vida, ya olvidada. Ahora, con laúltima oleada de flechas cayendo ya sin fuerza sobreél, con una bocanada más de aliento que impulse suspiernas, aprieta el paso, se cubre con el escudo, grita¡᾿Ελελεῦ, ἐλελεῦ! y sujeta con fuerza su lanza.

—El secreto está en coger con fuerza el pincel —ledice Etéocles—, pero los trazos tienen que ser suaves,sin forzarlos. Mira a Arcilla, detente en ella, en cómoestán distribuidas las líneas y las curvas de su silue-ta. Así, ahora su pelo. Las sombras se distribuyen dearriba abajo, a la izquierda y a la derecha. Muy bienPaneno, eso es, tienes muy buenas maneras.

Paneno se detiene durante un momento para con-

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templar a la Arcilla de su tabla y después la comparacon la Arcilla real y, pese a las palabras de Etéocles,sabe que todo está mal. Su dibujo no es perfecto ydebe serlo. Por el rabillo del ojo, observa cómo Ti-món mueve su pincel con soltura, llenando el blancocon una figura llena de vida, más real, más hermosaque la Arcilla que bosteza, hastiada de estar senta-da durante tanto tiempo sin hacer nada cuando po-dría estar persiguiendo cualquier cosa que se moviera.Etéocles suspira, consciente de la pérdida de atenciónde Paneno.

—Concéntrate en tu dibujo —le dice—, lo estabashaciendo muy bien.

—No tan bien como él —le contesta con un gru-ñido el joven—, hace que todo parezca tan fácil.

Etéocles coge el pincel de Paneno y corrige algunostrazos.

—¿Crees que yo nací sabiendo dibujar? Por su-puesto que el talento cuenta y que Timón lo tiene,sin duda alguna, pero antes que todo, pintar es unatécnica como cualquier otra, hay que ser constante,trabajar hasta que los dedos te sangren, y aún así na-die puede asegurarte que te convertirás en un granartista si tú no lo eres ya dentro de tu cabeza, si no

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lo sabe tu corazón. Esa es la gran diferencia, la vo-luntad. Pero dime una cosa, si no llegaras a ser tanbueno como Timón, ¿sería eso tan grave? Sois amigos,su éxito también será el tuyo.

Habían estado tres días vigilando a los persas, cu-briendo el camino que llevaba a Atenas, esperando alos espartanos. No había prisa, el tiempo corría a sufavor, mientras el ejército persa gastaba sus provisio-nes sin moverse. Hasta esa mañana, cuando los persascomenzaron a embarcar a su caballería en los barcosque fondeaban en la bahía.

Los atenienses contemplaron cómo se desarrollabala operación murmurando, pensaban que se tenía quehacer algo, miraban a sus estrategos, reunidos en uncírculo, los veían discutir, agitando sus manos, negan-do con las cabezas. Milcíades le gritaba a Calímacomientras lo retenía sujetando su brazo. Calímaco asin-tió y dirigiéndose al resto de oficiales les dio la orden.

—Va a haber movimiento —dijo alguien al ver có-mo terminaba ese pequeño drama.

Los persas habían cometido un error, dividiendosu ejército delante de su enemigo, prescindiendo desu caballería al embarcarla en primer lugar perdiendoasí su mayor ventaja sobre el ejército ático. Calímaco

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había pensado que tendrían el tiempo suficiente paraentablar combate con lo que quedaba de los persasen tierra y después volver a Atenas para su defensa,antes de que llegaran los barcos de los invasores. Dis-puso su línea de batalla aligerando las filas del centro,que de ocho pasaron a cuatro mientras las alas per-manecían intactas en su número. Pensaba, quizás, queaunque perdiera el centro, las alas aguantarían y noles cercarían lo que era su mayor temor, una batallade aniquilamiento que dejara a Atenas indefensa. Allíestaban todos los hombres útiles de Atenas, casi diezmil, eran el verdadero muro de la ciudad, si perdía elejercito lo perderían todo. La tribu de Timón forma-ba parte del débil centro ateniense, sufrió la oleada deflechas como el resto del ejército y llegó hasta la líneapersa. Allí los esperaba la élite de la infantería del Reyde Reyes y, pese al ímpetu de la carrera, el impactocontra los persas fue menor y pronto se encontraronretrocediendo lentamente ante el empuje de sus ad-versarios. Timón, situado en la tercera fila, empujacon su escudo al hombre que tiene delante, apoyandosu ataque, mira a su derecha y ve que hay demasiadoshuecos, que las cimeras de los cascos griegos ondulany caen. El hombre que lo precede desaparece en unaexplosión de sangre y un rostro barbado lo sustituye,

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abalanzándose sobre Timón. Por puro instinto, Ti-món levanta la lanza y clava la punta entre los ojosdel persa. Nota un golpe seco cuando el metal pene-tra en el hueso astillándolo en un millar de pequeñasesquirlas. De un tirón, recupera su lanza y hace fren-te a otro cuerpo que se le echa encima con rapidez.Arcilla se abalanza sobre el persa y muerde con fuer-za el tobillo cubierto por un pantalón multicolor. Elpersa lanza un aullido de dolor y Timón lo atraviesacon su lanza. Arcilla, presa de un instinto salvaje quesimplemente no quiere retener, lanza dentelladas sincompasión, dejando a su paso un reguero de sangrey trozos de músculo y tela. Ahora, ya no hay doloren su cadera ni sus huesos son viejos, sólo queda eldeseo, oscuro y carmesí, de desgarrar la carne de suspresas y limpiarse el pelo con su sangre. De repentesiente un tirón y algo la levanta en el aire. Un persala ha agarrado de la piel del pellejo y, con su brazoextendido, se mantiene lejos del alcance de su boca.Con un grito de triunfo, el persa se gira hacia suscompatriotas y levanta su cuchillo curvo dispuesto asegar el cuello de ese animal salvaje y rabioso. Arcillano siente miedo, su hocico capta el olor del sudor delhombre, de la sangre que gotea del cuchillo, y enseñalos dientes cuando la hoja cae sobre ella. El borde de

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un escudo golpea el rostro del persa, cae al suelo consu mandíbula deshecha por el impacto, su mano aúnsujeta a Arcilla con unos dedos engarfiados por el do-lor. Timón se pone sobre él, con las rodillas sobre elpecho del persa y deja caer su escudo una y otra vez:«¡Suelta —golpe— a mi —golpe— perra —golpe—,hijo de puta!». Los dedos del persa, por fin, se abreny Arcilla escapa de su presa. Los ojos del medo semueven de un lado a otro, ciegos en su tormento, in-tentando comprender lo que ha pasado, con su rostroconvertido en un amasijo de carne machacada. Timónse incorpora, escupe al persa y coge su cuchillo. Sabeque sigue allí, en Maratón, pero su mente está lejos,en Atenas, en casa, puede ver a su padre y a su hijo,recordar cada línea de sus rostros, el sonido de su risa,el aire no le trae el olor de la sangre y la muerte, sinoel del cabello de ella por la mañana, cuando el sol lobaña con su luz calentándolo lentamente, sus labiosya no están resecos, hay un ligero sabor a uva y miel.Está bien, susurra, todo está bien. Y después cargacontra el muro de escudos persa.

El taller de Paneno está situado cerca de la puertaque lleva al Cerámico. La noche es silenciosa, fría, lle-na de sombras que se mueven bajo la atenta miradade los gatos callejeros. Paneno está sentado con un

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pincel en las manos, su cara manchada de pintura, supelo cubierto de un polvo espeso como la arena. Elaire huele a cera caliente, a madera, a colores mezcla-dos. Sus ojeras son profundas, sus ojos se han hun-dido como si hubieran excavado la carne, cavidadesoscuras en los que se remueven inquietos. Con dedostensos, temblorosos, se mesa la barba y contempla suobra. Lucha de amazonas y centauros. Cuerpos azula-dos moviéndose bajo un cielo carmesí, miembros en-sangrentados entrelazados en combate, imágenes dedolor y de deseo.

—Es magnífica —dice Timón, admirando cada de-talle con detenimiento—. Sin duda es tu mejor obra.

Paneno cierra los ojos, está demasiado cansado pa-ra contestar, lleva tres noches sin dormir y apenas haprobado bocado. Arcilla se enrosca entre sus piernas,buscando calor, y él la acaricia distraídamente.

—¿Has terminado ya el tuyo? —le pregunta a Ti-món. Éste afirma con la cabeza mientras recorre conun dedo el rostro de una amazona moribunda.

—A veces es tan difícil ser tu amigo —susurraPaneno. Timón lo mira y Paneno continúa mientrasarranca pintura seca del pincel.

—He visto tu obra. Comparada con ella, ésta es

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ridícula, una broma de mal gusto.

—Sé que no puedo llegar a tu nivel, no importalo que haga, no importa lo que me esfuerce. Ambossabemos que no podré ganar el certamen si tú parti-cipas.

—No continúes, Paneno. No digas nada de lo quepuedas arrepentirte.

—Sólo te estoy pidiendo un favor. Sólo esta vez.No te presentes.

—Sabes que no puedo hacer eso. Por mí y, sobretodo, por ti.

—Entonces, creo que deberías salir de mi casa.

Paneno no volvió a pintar nada más desde aquellanoche. Timón no se presentó al certamen. El nombredel ganador se ha perdido en la niebla del tiempo.

Los barcos persas se dirigen hacia Atenas con losrestos de su ejército. Y los vencedores, agotados trasla lucha, se ponen en marcha para volver a la ciu-dad antes de que los bárbaros puedan desembarcarde nuevo y asaltar las indefensas murallas de la po-lis. Los ciudadanos de las diezmadas tribus que hansoportado el combate en el centro del dispositivo ate-niense se quedan para cuidar de los heridos y rematara los persas moribundos. El resto del ejército empie-

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za a correr de nuevo, con los escudos colgando de loshombros, sus lanzas quebradas y los cascos mellados.Paneno se detiene para dar las gracias a Hermes yAtenea por haber sobrevivido y comienza la carrera.Tiene una herida de flecha en el muslo y un golpe enel brazo que sujeta el escudo. No puede seguir el rit-mo de sus compañeros desde la playa y pronto quedarezagado, renqueante, tiene que pararse para tomaraire y entonces la ve, un pequeño cuerpo en mitaddel campo de batalla. Se acerca a ella en silencio. Ar-cilla está sentada junto al cuerpo de Timón. Panenose arrodilla a su lado y acaricia la cabeza de la pe-rra. Su pelo está apelmazado, sucio, y huele a sangreseca. Timón tiene media docena de heridas, sus ojosabiertos miran al cielo, endureciéndose al contacto delaire. Paneno coge su mano, su piel está fría y tienelos dedos rotos. Con cuidado los acerca a sus labios ylos besa.

Después, busca el escudo, con el toro pintado porEtéocles, y lo coloca sobre el cuerpo de su amigo.Arcilla se tumba junto a su amo, como ha hecho entantas ocasiones, y cierra los ojos.

—¿No es así como deberíamos dormir? —le susu-rra Paneno—, ¿acompañados por los amigos que nosaman?

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Dos días antes de la batalla. Paneno no puede dor-mir, como le sucede desde hace años y se está encar-gando de mantener la hoguera encendida. A su alre-dedor cientos de hombres dormitan, envueltos en susmantos, con la cabeza sobre sus escudos, puede oír laspesadas respiraciones elevándose en la noche. No haynubes en el cielo y las constelaciones brillan como sinada les importara. Intenta no pensar en la batallaque vendrá, en si morirá o no, si se comportará convalor o si será un cobarde.

Con una rama dibuja figuras en la tierra hasta quese da cuenta de lo que está haciendo y las borra conel pie. Un hocico húmedo se posa en su mano. Losojos de Arcilla reflejan las llamas y lo miran como sipudieran leer dentro de su alma y descubrir quién esen realidad. Timón se sienta a su lado, sin decir nada,coge la rama que sujetaba Paneno y la arroja a lasllamas provocando una pequeña tormenta de chispas.Durante un rato no dicen nada. Lentamente, la lunase mueve en el cielo, Arcilla dormita entre Timón yPaneno, una mano le acaricia la cabeza, la otra el lo-mo y no puede decir cuál pertenece a uno y a otro.Sólo sabe que así deberían ser siempre las cosas. En-tonces Timón se incorpora, se ajusta el manto sobreel cuerpo y dice:

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—Nunca te di las gracias por aquel día, cuandoencontramos a Arcilla. Ojalá puedas perdonarme porello —y se va perdiéndose entre las hogueras.

Paneno se baja el sombrero sobre los ojos, no quie-re que lo vean llorar y sólo espera que las llamas se-quen sus mejillas antes de que amanezca.

Hoy es un día especial en Atenas. Hoy se inaugurala Stoa Poikile y allí los ciudadanos de Atenas con-templan orgullosos su historia pasada y presente. Laspinturas son asombrosas, tan reales que parece quevayan a saltar de las tablas, héroes, dioses y ciudada-nos todos juntos formando un único cuerpo perfecto,la ciudad de Atenas. Pero sobre todo los ateniensesse detienen en la representación que han hecho de labatalla de maratón. Algunos de los mayores creen re-conocerse en algunos de los hoplitas pintados que car-gan contra los persas y con emoción hacen fila paraestrechar la mano del pintor.

Paneno espera paciente mientras todos lo felici-tan. Respira hondo y sonríe mientras los veteranosde Maratón, con ojos arrasados por las lágrimas, loabrazan. Todo Atenas, del rico al pobre, del libre alesclavo, saludan su obra maestra. Pero hay dos figu-ras que destacan por encima de otras, puestas en elcentro del cuadro, captando de inmediato la atención

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del observador. Un hoplita y su perro. Algunos delos veteranos recuerdan haberlos visto en la batallay sonríen con complicidad, los que no saben quiénesson le preguntan a Paneno. Son dos héroes de Atenas,contesta, no hace falta decir más.

Sergio López Molina

I

Era una de esas raras ocasiones en las que Jenó-crates se felicitaba a sí mismo. Y es que no podíahaber elegido un lugar más agradable para pasar sumañana libre. Había caminado durante un buen ra-to a los pies de las murallas de Atenas, recordando,como siempre hacía cada vez que pasaba por allí, latrampa mortal que habían resultado éstas en su ni-ñez, cuando finalmente se impuso Esparta en aquellainterminable guerra.

Estaba acordándose del perpetuo aire sombrío desu padre, casi sin fuerzas esos últimos años después

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de haber enterrado a su mujer y tres hijos por culpade la peste y tanta dichosa batalla naval, y por lacarga que suponía llevar prácticamente solo el negociofamiliar, cuando vio dos árboles bien frondosos cercade un riachuelo. Su primer impulso fue sentarse a lasombra del plátano, por el puro esnobismo de emulara aquel sabio casi mítico que se había dado muerte concicuta, pero lo desechó cuando vio la pelusilla blancaque soltaba el árbol y que tanto picor le provocabaen la nariz. «Pues sí que se ha adelantado este año laprimavera», murmuró para sí de buen humor mientrasse acomodaba reposando la espalda en el tronco delotro árbol, una estupenda higuera cuyas anchas hojasle ocultaban del sol de mediodía.

El hombrecillo empezó su ritual de relajación: sedescalzó, cerró los ojos y llenó sus pulmones de aire,deleitándose en la mezcla de olores: tomillo silvestre,romero, salitre del no muy lejano puerto. . . Se dejóllevar por el sonido del agua que corría entre guijarrosy el de las aves que cantaban despreocupadas unasramas más arriba. Sí señor, ya sentía ese hormigueotan agradable en sus miembros y pronto echaría manoa su morral para dar cuenta de las almendras y elvino fresquito que se había traído de su propia tienda.«Vamos allá», se dijo, y empezó a desatar la bolsita

ENTREACTO 31

de cuero que contenía sus frutos favoritos.

—¡Bruuuuuap. . . ! —un sonoro y repugnante eruc-to rompió el idílico momento y dejó a Jenócrates para-lizado, con el nudo medio deshecho entre sus dientes.

—Por Hermes, que no sea Diomedes, que no seaDiomedes. . .—deseó por su bien el buen Jenócrates.

—¿Qué hay Tirillas?, ¿cómo tú por aquí? —Habíaaparecido por la izquierda, de detrás de unos peñas-cos, un tiarrón alto y forzudo como un Atlas, aun-que no con las distinguidas facciones con las que losartistas de la época solía representar al Titán, sinoque era un greñudo cejijunto con cara de bestia y vi-sos de tener pocas luces. En efecto, era Diomedes, aquien Jenócrates conocía de sus años de escuela. No esque hubieran coincidido demasiado, pues el grandu-llón faltaba a clase cuando le venía en gana y no habíaningún pedagogo que se atreviera a encararse con él,pero sí lo suficiente como para haberle amargado esaépoca. Por suerte aquello terminó y cada uno se fuepor su lado en el camino de la vida. Jenócrates heredóel comercio de su padre, esperando que el final de laguerra trajera por fin beneficios, pero los extraños pe-ríodos políticos que se continuaron siguieron haciendodifícil proveer el local, y Diomedes, como suele ocu-rrir en estos casos, aprovechó su ventajosa condición

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física para trabajar en las fuerzas de seguridad de lapolis.

«Estupendo, ahora el bestiajo este vendrá a gorro-near como siempre y me contará alguna anécdota es-túpida de su fantástico trabajo», profetizó en su men-te Jenócrates, pero lejos de manifestar su desagradoforzó una sonrisa y dijo:

—Mi buen Diomedes, qué bueno verte. Pues aquíme tienes, descansando de mis obligaciones por undía. Cosa rara, no sé si me entiendes. . .

—Perfectamente: es una de esas ocasiones en quedejas tu tienducha de verdulero, no sin antes agarraralgo rico de manduca para devorarlo solo y aburri-do. Pero mira, yo que te he seguido para velar por tuseguridad y la de tu bolsa haré el sacrificio de com-partir este rato contigo. Trae el saquito. . . ¿Qué son?,¿aceitunas?

—Almendras. Son justo las pocas que me han que-dado del pasado otoño.

—Y están cojonudas, amigo mío. Me están po-niendo de buen humor, tanto como para amenizartecon alguna de mis interesantes vivencias. ¿Te he ha-blado ya de la denuncia que nos llegó sobre la prostitu-ta del Pireo? Te cagas de risa, los marineros acudían

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a ella pensando que iban a ser ellos los que iban ameter, pero resultaba que. . .

—Sí, Diomedes, sí —interrumpió Jenócrates conimpaciencia—, esa historia me la cuentas cada vezque me sorprendes en una excursión. Mejor explícame,si es que estás enterado, qué pasó el otro día en elteatro, durante las Grandes Dionisias, cuando un locointerrumpió la comedia que presentaba Aristofonte.

—Bueno, es más divertida y corta la otra, perosi me das algo para bajar estos almendrucos podréextenderme lo que quieras. A ver, destapemos estaampolla.

—Despacio, que es vino de Naxos y ya sabes queno es cosa barata. . .

—Tranquilo, hombre, que no caerá gota fuera demi boca. Veamos, lo del viejo chiflado. . . Sí, claro queestoy enterado, en esta ciudad no se mueve nada sinque yo me entere, ya lo sabes. «Qué rico el vino este,oye». La verdad es que nos llevó varios días aclarar elasunto. Recordarás, pues estabas entre el público, queun abuelete bastante feo saltó del graderío al prosce-nio y la emprendió a bastonazos con los actores, elcoro y todo lo que estuvo a su alcance. ¡Y menudopalo llevaba! Un hermoso ejemplar de rama de olivo

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lleno de nudos. . .

—Vaya, justo como el que traías contigo ahoray has dejado ahí apoyado —observó socarronamenteJenócrates mientras señalaba un bastón con dichascaracterísticas.

Diomedes, que no solía o no quería captar este tipode comentarios, aprovechó la pausa para echarse otrotrago al coleto, se limpió la boca con el dorso de lamano y continuó:

II

—Rápidamente llamamos a la guardia escita y losarqueros redujeron al viejo sin problemas. Una vezen los calabozos y tras apretarle un poco las tuercas,descubrimos que se llamaba Escatónides y que erauno de esos mendicantes, los asquerosos que vienen anuestras respetables ciudades predicando un Más Allálleno de lujos y placeres para quienes se inician en sureligión. Éste en concreto decía ser un orfeotelesta, uniniciador en los misterios de aquel poeta tracio quedescendió y salió del Hades como el que va al ágorade compras, ya ves tú.

»Lo tuvimos tres días en una celda para él solo,pues el tío harapiento apestaba tanto que ningún otrorecluso era capaz de compartir el cubículo con él sin

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echar la papilla. La tercera mañana enviamos a unesclavo a que buscara a la parte afectada, quiero de-cir, al comediógrafo y al corego, para ver si podíamosresolver de una vez el asunto y deshacernos del suje-to. En seguida volvió con Aristofonte, que, como yahas dicho, era el escritor, y Androcles, el que ponía lapasta.

»Yo mismo fui a buscar al Mendicante a su celda.Tendrías que haberlo visto, ¡eso sí que era una come-dia! Iba lleno de andrajos, incluso tenía apolillado ungorrito frigio que llevaba sobre su cabeza totalmen-te despeinada. Su barba grisácea se confundía con lamaraña que era su cabellera y me apuesto esta anfo-rita vacía que tengo en la mano a que piojos y pulgascorreteaban libremente desde su barbilla a su coroni-lla.

De cuatro dientes con los que llegó, ya sólo le que-daba uno gracias a nuestros suaves interrogatorios.Pero lo mejor era que al no disponer de su bastón, quehabíamos requisado, se podía apreciar mucho mejorque el tío era patizambo y caminaba como un pato.

»Entramos en una salita que tenemos para aclarareste tipo de litigios menores que no requieren un juiciooficial. Allí nos esperaban, sentados al extremo de lamesa y echando chispas, Aristofonte y Androcles, ade-

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más de unos cuantos compañeros que nos quedamospara que la cosa no se descontrolase. Perdido entrelas sombras del fondo de la sala, aunque ayudado porla débil luz de un candil, estaba Arsames, un esclavopersa dispuesto para ir registrando sobre el papiro elcruce de acusaciones que estaba a punto de empezar.Aristofonte se levantó con los ojos desorbitados na-da más ver al apestoso y echando espumarajos por laboca le espetó:

—¡Viejo cabrón! ¡Por tu culpa mi obra no se hallevado el primer premio! Mi mejor comedia ni másni menos. . . Y va y deja a mis actores inconscientes.¡Cerdo, te vas a enterar!

—Yo no me muevo de aquí hasta que el guarroeste me devuelva mi dinero —dijo más tranquila ypausadamente el corego, pero con un tono que helabala sangre—. Y si, como parece, no puede pagar ladeuda, me lo llevo como esclavo a mis tierras paraque se pase los pocos años que le queden cargandosacos de trigo.

—¡Callad estúpidos! Yo actué en nombre de Dioni-so para poner fin a semejante despropósito —empezóa defenderse el Mendicante, soltando las mismas in-coherencias con que nos había estado martirizandoesos tres días.

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—¡En nombre de Dioniso, dice! Si precisamentehas echado a perder su fiesta. . . ¡Yo lo mato! —Aristofonteseguía mostrando su indignación entre berridos. Elanciano continuó:

—Tú, tú eres el que más tiene que callar, come-diante. ¡Qué impiedad la tuya, revelar así, ante cientosde personas, los preceptos secretos de nuestros miste-rios!

—A mí no te me dirijas con esos humos, chivochiflado. Además, no sé de qué me hablas, ya nos handicho que dices ser un órfico y mi obra se estaba bur-lando de los pitagóricos. Si ya lo dijimos el día dela representación, estúpido: «Aristofonte presenta suobra El Pitagorista». ¿No será que mientes más quehablas y te hemos sorprendido en un renuncio?

—Siempre has sido el mismo. Desvías la atenciónhacia otro lado para ocultar tus verdaderas intencio-nes y así salirte con la tuya. Pero por Protógono queesta vez no será así.

—No, si ahora resulta que nos conocemos —dijoentre risotadas el comediógrafo.

¿Qué pasa, abuelo? ¿Hemos tenido sueños húme-dos últimamente con la gente del espectáculo? ¿O esque la vista ya no es la que era y te crees que esa man-

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cha borrosa que te encuentras en cada ciudad somossiempre la misma persona?

—Muy ingenioso, no me extraña que hayas acaba-do escribiendo las groseras mascaradas con las que sedivierten aquí —dicho lo cual, el muerto de hambrese dirigió a los que formábamos la concurrencia—. Se-ñores, creedme si os digo que el ínclito Aristofonte noha nacido en Atenas ni es hijo de ciudadano atenien-se. Bueno, nunca se sabe, después de todo su madreera una prostituta de origen semítico que trabajabaen Éfeso, ciudad natal de este estafador. Qué más da,en cualquier caso no sería un hijo reconocido. . .

—¡Cuidado viejo! —estalló el aludido—. Tus des-varíos tienen un límite. Sigue propasándote y harétodo lo posible para que te condenen a muerte porafrentas personales sumadas al desorden público.

»Todos los allí presentes pensamos que tenía todoel derecho del mundo de hacerlo. Después de todoel Mendicante no era más que un recién llegado conclaros síntomas de locura y ya sabes que Aristofontepertenece a una familia adinerada de nuestra ciudad.

—Si se me permite continuar, nobles señores, po-dré terminar de explicar mis motivaciones antes de lahora de comer y entonces decidirán ustedes qué hacer.

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Pero si este joven sigue interrumpiendo. . .—dijo a suvez Escatónides.

Yo, ante la poco apetecible perspectiva de saltar-me una comida, decidí sentar de nuevo a Aristofonteempujándolo hacia abajo en los hombros con fuerza.El gesto bastó para que el cómico comprendiera mismotivaciones y dejara hablar al otro.

—Pues bien, cuando lo solemne de mi oficio mellevó a la ciudad de Éfeso, hará ya doce años, paraproclamar las verdades del vate Orfeo y salvar así alas pobres almas de su interminable círculo de reen-carnaciones. . .

—Al grano, Mendicante —le insté yo—. En nin-gún momento te hemos dado permiso para que nosintentes vender tu religión.

—Está bien, está bien. Decía que me encontrabaen los barrios más pobres de Éfeso intentando que losmás desfavorecidos abrazaran nuestro estilo de vidapara que al menos disfrutaran en el Hades de los lu-jos que aquí les han sido negados, cuando encontré aeste farsante —y señaló a Aristofonte— tirado en unaesquina semiinconsciente. ¡Que Perséfone, madre delmuy resonante y multiforme Eubuleo, maldiga el díaen que yo me apiadé de él! Pero, ¿qué podía hacer

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yo? Era un pobre crío de unos quince años, agonizan-te entre moratones y pegotes sanguinolentos. Fui enbusca de un compañero de mi comunidad que se en-contraba predicando en las cercanías y entre los doslo arrastramos hasta un bosquecillo fuera de la ciudaddonde estábamos acampados. Tras unos pocos días decuidados, se vio con fuerzas para revelarnos su tristehistoria: cómo su madre emigró de Magdala, una re-gión bajo dominación persa, buscando una vida mejorentre los civilizados helenos para acabar como pros-tituta, cómo se había buscado la vida, prácticamentedesde que tuvo uso de razón, formando parte de ungrupo de pilluelos que se dedicaba a robos menores ytimos sin importancia. . .

—¡Qué imaginación! —intervino Androcles—. Aeste le financio yo un coro el año que viene para queme escriba una tragedia. Con tanta desgracia junta,seguro que nos llevamos el primer premio.

—¡Una prostituta del culo del mundo! ¿Una mag-dalena decías? ¿Se habrá oído alguna vez semejanteexcentricidad? —secundó Aristofonte animado por laocurrencia de su compañero. El viejo hizo caso omisoy continuó su historia:

—Para terminar nos contó que, poco antes de co-nocernos, había seducido a un poeta con el que con-

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vivió un tiempo para que le enseñara a leer, escribiry otros rudimentos básicos, pero que el hombre eraun celoso enfermizo y le sometía a frecuentes palizas.Por lo visto, yo lo había encontrado después de ha-ber recibido uno de esos correctivos —hizo una pausapara coger aire y soltarlo lentamente en un sentidosuspiro—. La verdad, a día de hoy no sé qué creermey qué no de aquellas palabras. Ya poco importa. Co-metimos el error de aceptarlo y vivió tres años entrenosotros como un recién iniciado o, como nosotros de-cimos, un portador del tirso. Le fuimos educando, sesometió a los preceptos secretos de la vida órfica. . .—en este punto tenía fija la vista en el frente sinvernos, con la mirada iluminada mientras recordabaaquella época—. ¡Y qué desparpajo tenía! Jamás sevieron mejores aptitudes para predicar nuestra reli-gión.

Este hombre es capaz de venderle arena a un egip-cio y, gracias a él, nuestra comunidad creció sensible-mente. Fue, en definitiva, nuestro mejor momento. Yoestaba convencido de que ya estaba preparado parapasar al último y más perfecto grado de iniciación,el de Baco, por el que se habría liberado de la cul-pa primigenia que impide a nuestras almas alcanzarsu condición divina, fijaos qué honor. Así que empecé

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a preparar los detalles necesarios para el rito corres-pondiente, pero una mañana descubrimos que habíahuido con la bolsa donde guardábamos los ahorros co-munitarios, que habían aumentado en proporción a lanueva cantidad de iniciados.

—Apunta esclavo: «falsa acusación de robo». Melo escribes en un documento aparte, junto al resto dedelitos cometidos por el piojoso, para ir gestionandosu condena a muerte —interrumpió con altivez Aris-tofonte.

—Por desgracia mis compañeros consideraron queme correspondía a mí dar caza a este parásito por ha-berlo introducido entre los nuestros. ¿Tenéis idea delo difícil que es encontrar a alguien en estos tiempos?Nueve años he estado detrás de su pista, en medio devuestras refriegas sin sentido. Le seguí hasta Halicar-naso, luego a la isla de Cos, Naxos, Delos. . . En unsitio había vivido bajo un nombre fenicio como comer-ciante, en otro fue un proxeneta tebano que atendíaa la más selecta clientela. . . ¿Cuántos papeles no ha-brá interpretado el muy embaucador? Por eso pocome extrañó encontrarlo en esta ciudad dedicándose ainventar personajes para vuestro entretenimiento.

—Eso no explica por qué echaste a perder nues-tra obra, anciano —le dijo Androcles—. Bien podrías

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haber esperado a otro momento más oportuno parahacer frente a mi comediógrafo.

—Precisamente había acudido como espectador alteatro para abordarlo a la salida. Pero lo que allí vi mehizo estallar de ira: los actores describían, con todolujo de detalles, lo que los profanos tienen prohibidoconocer sobre nuestra religión. Así que decidí interve-nir.

»Durante un breve instante se hizo el silencio, sólointerrumpido por el leve sonido que producía el cála-mo del esclavo persa al rascar sobre el papiro. Todosesperábamos a lo que tuvieran que decir el anciano oel cómico, pero el primero no parecía tener nada queañadir y el otro se mantenía callado con el ceño frun-cido, como meditando las palabras que debía utilizaren su réplica. Por fin habló:

—Desde luego no hay plaga mayor sobre la tierraque vosotros los mendicantes. Por eso nos correspon-de a nosotros, los poetas cómicos, poner en escenatodos vuestros vicios y supercherías, ya seáis pitagó-ricos, órficos o adoradores de la Gran Madre. Nuestraobligación y mayor afán es educar a los nobles ciu-dadanos atenienses, advertirlos de los peligros que losacechan. . . Vosotros os dedicáis a ir de una ciudada otra, tergiversando para vuestro provecho las his-

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torias que nuestros ancestros nos legaron sobre losdioses, sobre el porqué de todo cuanto hacemos y nosrodea. ¿Y yo soy el inventor de historias?

Pues enteraos de una vez: ni vosotros ni nadie con-seguirá jamás imponer una religión basada en un es-túpido complejo de culpa —había algo de solemne ensu discurso, se le veía tan imbuido en su actitud tea-tral que por poco no arrancó los aplausos de los allíreunidos.

—Pues bien que se te daba a ti venderla en su día,amigo Aristofonte —le echó en cara Escatónides—.¿Y por qué hablas de tus ancestros? Es imposible quesepas quiénes son, siendo el hijo de puta que eres.

»Ahora que rememoro la historia, dudo mucho queel viejo dijera aquello por caer en el insulto fácil. Al-gún resorte debió saltar en el interior de Aristofontecuando perdió toda la compostura de la que habíahecho gala unos instantes antes.

—¡Maldito cerdo! —estalló con la cara desencaja-da como cuando vio entrar en la sala al Mendicante.Rápido como el rayo de Zeus, se abalanzó sobre él,lo agarró del cuello y empezó a estrangularlo—. ¡Ca-bronazo! ¡Nadie se burla de mi familia y vive paracontarlo!

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»Cuando inmovilizamos al comediógrafo y lo de-volvimos a su asiento sujetándolo firmemente paraque no pudiera repetir la gracia, el viejo, que parecíano haber comprendido el peligro al que se exponía,continuó con las provocaciones entre resuellos:

—Vaya. . . No está mal para alguien tan afeminadocomo tú, comediante. ¿A cuántos más vendiste tu culodespués de a aquel poeta? ¿A dos, quizá? ¿A seis?Desde luego, eres digno hijo de tu madre. . .

—¡Mierda seca! —empezó a berrear de nuevo Aris-tofonte, pero esta vez lo sujetábamos mientras se agi-taba en su asiento—. ¡Vosotros, que estáis siempre ce-lebrando ritos nocturnos, sí que sois todos una pandade sodomitas!

III

—¿Sotomitas? ¿Y eso qué es? —preguntó con ex-trañeza Jenócrates. —Sodomitas —corrigióDiomedes—. Sí, a nosotros también nos extrañó. Lepreguntamos qué quería decir, pero él no soltaba pren-da. Inesperadamente Arsames, el esclavo, pidió per-miso para hablar, diciendo que humildemente creíapoder aclarárnoslo.

Nos explicó que su padre, antes de ser apresadopor la flota ateniense cuando la lucha contra los per-

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sas, había participado en campañas de pacificación enSamaria, una región sometida por su pueblo muy da-da a los conflictos internos por temas religiosos. Delos varios años que allí pasó, adquirió muchas cos-tumbres del lugar, como la de mentar, cada vez quese le presentaba la ocasión, al mítico pueblo de lossodomitas.

—¿Y quiénes eran? —inquirió de nuevo el merca-der.

—Pues, en resumen, eran como los atlantes de losque nos hablaron en la escuela, sólo que su dios decidióaniquilarlos no por incurrir en hybris, sino por serdemasiado dados al enculamiento.

—¡Qué bobada! Con lo aficionados que son nues-tros dioses a esas prácticas —señaló Jenócrates. Araíz de su comentario sospechó que el padre del es-clavo persa usaba ese apelativo para referirse a losmismísimos atenienses, pero prefirió no dar pábulo aesa idea y volver a la historia principal—. Entonces,¿el Mendicante decía la verdad? ¿Aristofonte era deorigen semítico?

—Sí señor, y el viejo zorro había conseguido quese descubriera a sí mismo. Cuando nos dimos cuen-ta de ello, lo llevé a la salita que tenemos aparte para

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interrogatorios o, como a mí me gusta llamarla, el Re-pasadero. Efectivamente, después de un buen repasosalió a relucir la verdad. Resultó llamarse Nehemías yen su huida desde el otro lado del mar había conocidoal verdadero Aristofonte en Delos. De alguna mane-ra le robó unos documentos, y con ellos su identidad,y vino a parar a Atenas. Nadie en la ciudad se diocuenta del engaño pues, como recordarás, el verdade-ro Aristofonte y su familia habían acudido a la isla pornegocios cuando él todavía era muy niño. ¿Quién ibaa notar nada raro? Hablaba un perfecto ático, traíatodo en regla y se hizo cargo de las propiedades fami-liares con toda normalidad. Al poco tiempo se dedicóa escribir comedias, a las que se había aficionado des-de su llegada y para las que tiene un obvio talentonatural.

—Ya veo. ¿Y qué fue del verdadero Aristofonte?

—Aún lo estamos investigando. Pero yo sospechoque debe de estar durmiendo con Egeo. Fíjate quenadie ha reclamado ni denunciado nada —Diomedesadivinó cuál iba a ser la próxima pregunta, así que seadelantó a ella—. En cuanto al viejo orfeotelesta, de-cidimos perdonarle la falta que cometió en el teatro,en parte por compensar los días que pasó detenido.Le devolvimos sus pertenencias, que consistían en los

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tres dientes que se le habían caído, y lo soltamos. Nosdijo que volvía a Jonia en busca de los suyos, quienesdebían de estar predicando su religión en alguna deciudad, pero que se iba tranquilo sabiendo que deja-ba al timador en buenas manos para que pagara portodos sus delitos. Y así será, desde luego.

—Hay que ver qué cosas pasan hoy día. . .

Jenócrates se quedó callado un momento, en elque tuvo que reconocerse que había disfrutado de lolindo con el relato de su antiguo compañero de clase.Lo cierto era que la mala impresión que le había cau-sado Diomedes en el pasado le había hecho formarseuna idea completamente distinta a lo que vio ese día.El gigantón resultó ser alguien muy capacitado paradesempeñar su trabajo, a pesar de sus métodos pocoortodoxos, pero sobre todo una persona con muchashistorias que contar. Quién sabe cuál sería la suya pro-pia. . . Jenócrates dudó unos instantes, pero al final sedecidió y dijo:

—¿Sabes? Dentro de diez días me tomaré otro díade descanso. Vendré a esta misma higuera, a disfru-tar de la sombra de la mañana, y supongo que traeréalguna otra cosa de mi tienda como tentempié. . . Nosé, quizá te apetezca pasarte un rato y contarme lode aquel espía macedonio que sorprendisteis en el Di-

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kasterion.

—Cuenta con ello, Tirillas, cuenta con ello. . .

Nota aclaratoria

Entre los cómicos del período conocido como Come-dia Media, eran frecuentes las burlas hacia los vendedoresde nuevas religiones (o, como se les llamaba despectiva-mente, agyrteis o mendicantes), a los que solían retratarcon una amalgama de rasgos que abarcaba varias corrien-tes religiosas. Ese fue el caso de Aristofonte, de quien seconservan breves fragmentos de una obra titulada El Pi-tagorista. Uno de esos fragmentos, a pesar del título, hacereferencia a la idea que tenían los órficos sobre una partedel Más Allá reservada a sus iniciados.

Aunque conste la existencia de un comediógrafo llama-do Aristofonte, nada se sabe de su vida, que se desarrollóentre dos épocas. Por eso, todo lo relativo a él en estaspáginas es puramente ficticio y se ha hecho con el mayorrespeto y cariño hacia el género literario que cultivó. Elresto de personajes son totalmente inventados. He procu-

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rado que los nombres fueran los que podríamos encontraren la época, excepto, claro está, el de Escatónides, al quele podemos conceder la etimología que se prefiera.

Los dioses que invoca este personaje a lo largo de laobra son los que podemos encontrar en el panteón órfico,unos particulares de esa religión y otros comunes a la ca-nónica. De hecho, el juramento por Perséfone está tomadode un verso de los Himnos órficos, aunque en realidad sucomposición es posterior.

José Antonio Reyero Chamizo

Sirvan estas últimas letras como expiatorias de mispecados y al mismo tiempo aclaren al mundo sobre larazón de mis actos. Sé que Júpiter y los demás Diosesserán condescendientes a mi muerte, sin embargo, aúnmás anhelo el perdón de mis amigos y conciudadanos.Pero debo apresurarme. Los siento en rededor y ya oi-go sus aúllos, rompiendo el silencio de esta adversa yfunesta noche, ávidos me buscan y no tardarán enhallarme. El dolor y la tristeza me embargan. Estamisma mañana he sabido que mi buen amigo Casioha puesto fin a su vida honrosamente, tras la primerabatalla aquí en Filipos, no a manos de las indignasmanos de los legionarios, sino con su propia espada y

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brazo, y no por temor a las huestes de Marco Antonioy Octavio, sino a las falanges del inframundo. Haceveinte días salimos triunfadores en el enfrentamiento,aunque mañana serán otras las circunstancias. Prontopartiré hacia el reino de Plutón, pero antes no pue-do dejar pasar esta ocasión que me ceden los hados.Desde aquí puedo ver los fuegos de las antorchas y laspiras en los campamentos de Marco Antonio y Oc-tavio, tan cercanos y al mismo tiempo, tan lejos. . .ellos, a los que alguna vez pude llamar amigos, ahorano ven en mis acciones nada más que traición y felo-nía. ¡Si supieran cuánto amé a Cayo Julio César! Siconocieran por qué actué como lo hice. . . Pero no seme ha permitido explicarme, así que lo hago ahora,para que entiendan póstumamente por qué maté a mivenerado páter.

Me llamo Marco Junio Bruto Caepio, y nací enel año 668 ab urbe condita, senador romano y firmedefensor de nuestra amada República, hijo de MarcoIunio Bruto y de Servilia Cepiona; nieto del ilustregeneral de Roma Décimo Junio Bruto Galáico, insig-ne entre los insignes. Desde muy joven fui instruidoen política y en el arte militar, para servir a Romacomo buen patricio. Comencé a ejercer en el ejércitoen Chipre, a las órdenes de mi tío Catón, y ya des-

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de entonces, disfrutaba leyendo a los antiguos, sobretodo historia y filosofía, mi más profunda pasión. Re-cuerdo que una tarde, previa a una dura batalla, en laque el calor asfixiaba el ambiente, fui objeto de burlaspor dedicarme a escribir un compendio sobre Polibio,mientras los demás reposaban a la sombra o prepara-ban la contienda del día siguiente. ¡Cuánta felicidad yjuventud refulgían en mi interior y cuán lejos queda-ban entonces los temores y recelos que ahora ensom-brecen mi existencia! ¡Oh, Dioses poderosos, apiadaosdel alma de este pobre mortal y dejad que termine sutestimonio! Los siento acercarse, el vaho de su pútridoaliento aumenta el espesor de la bruma ahuyentandoa las criaturas nocturnas. Sus aullidos estremecen elalma y hielan la sangre dentro de las venas. Aunquemás terribles y pavorosos serán sus zarpazos y dente-lladas, la visión demencial de sus cuerpos descarnadosy pálidos, de garras y dientes demoniacos, sedientosde la sangre de sus aterradas víctimas. O perder lavirtud del raciocinio ante su mera presencia. . . Nodejaré que me prendan, no lo puedo tolerar. Pero. . .¡Estoy divagando, por Júpiter! Perdonad mi necedady permitidme continuar. Aunque son tantos recuer-dos, nostalgias, penas y aflicciones los que se agolpanen mi ofuscado ánimo. . .

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Siendo yo un niño de tan solo ocho años, el abyectoPompeyo asesinó a mi honorable y querido padre, porrivalidades políticas y a traición. Fue mi adorado tíoServilio el que me adoptó como su propio hijo, y otrotío, hermanastro de mi madre, Marco Porcio Catón,al que conoceréis como Catón el Joven, se constitu-yó en mi tutor. Tras la muerte de mi padre, en todaRoma empezaron a correr los rumores de la relaciónadúltera de mi madre con el gran Julio César, vínculoque no puedo, aunque quisiera, desmentir. Mi pro-pio tío Catón lo descubrió en el Senado de las manosdel mismísimo César, cuando éste le permitió leer unmensaje privado, bastante explícito, de Servilia. Esono hizo sino aumentar la aversión de Catón hacia Ju-lio César, quien contaba con el apoyo de los sectoresmás progresistas dentro del Senado. Lo que sí afirmorotundamente es que no soy hijo del César, aunque élsiempre me tratara como si así fuera. Tal lazo ama-torio hizo a mi madre y a mi familia muy poderosa,pudiendo mantenernos en lo más alto de la noblezaromana. Pero no es mi deseo aburriros con detallesnimios de mi familia y sus diatribas. No es ésa la mi-sión de mis escritos esta velada, sino la de perfilar yexcusar mi conducta. Además, ya están más cerca, lanoche se empequeñece a su paso y el bosque anuncia

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su inminente advenimiento. Sus hambrientas faucesenvenenan el aire y sus infectos pies ya han hollado elsuelo que yo y mis legiones atravesamos ayer mismo.

Como os digo, toda mi vida la he dedicado a Romay a su República. Tras la rebelión de Catilina, en laque mi tío Catón acusó a Julio de estar involucrado,mi tutor comenzó una guerra personal contra Césary el triunvirato con Pompeyo y Craso. Para ello pusoen contra de ellos a todos los optimates, la secciónmás conservadora del Senado, oponiéndose a cual-quier nueva ley que propusieran. Eso enfureció conexceso a César, ya nombrado cónsul, quien decretó elencarcelamiento inmediato de mi tío. Los optimatesse quejaron y arguyeron que si tal afrenta se producía,lo acompañarían todos ellos a prisión. Julio tuvo queceder y perdonar a mi tutor, quien pese a todo, nocejó en su empeño de lucha contra los triunviros. Laenemistad entre ambos fue creciendo de tal forma queal fin, Julio César, muy a su pesar, tuvo que nombrar-lo gobernador de Chipre para sacarlo de Roma. Mi tíoaceptó el cargo, pero siguió empeñado en derrocar altriunvirato. Sus beneficiosas y geniales gestiones en laisla helena, pese a algunas adversidades, fueron reco-nocidas en el Senado, lo que le hicieron valedor de ungrandioso recibimiento en Roma, un pretoriado extra-

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ordinario y otros privilegios, todos los cuales fuerondesdeñados por Catón por considerarlos honores ile-gales. Eso hizo crecer su reputación entre la facciónmás conservadora del Senado, al mismo tiempo queencolerizaba a César, ya en las Galias organizando suparticular guerra en pro de Roma. Pero le instarondesde Roma para que regresara, cosa que tuvo quehacer muy a su pesar.

Pero un momento, ¿qué es eso? Un terrible alari-do ha sonado en las lindes de mi propio campamento.¿Quizá hayan llegado ya? ¿Seré capaz de concluir misalegatos? Voto a los dioses me permitan ultimarlosantes de que sea demasiado tarde. Mi fiel gladius re-posa a mi lado, resuelto a cumplir su cometido, aun-que no quisiera que fuera antes de tiempo. Su afiladahoja nada puede hacer contra lo que viene, pero síque me reportará una salida con honores. No tengoguardia, la mandé a otros menesteres, aún así mis te-mores se acrecientan. Cuán cerca están las hordas delinframundo. Me huelen, respiran mi esencia y prontose presentarán a las puertas de mi tienda. ¡Oh, granJulio César! ¿Ni viéndome así te apiadas de mi al-ma? Entregado y derrotado como me hallo, aún mepersigues. Debo ser raudo. El cálamo tiembla en mismanos mientras escribo, aunque he de ser fuerte y es-

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forzarme en seguir adelante. Las huestes del avernoestán prestas, queda poco tiempo.

César, vencedor insigne en la Galia y abundadocon las grandes riquezas que atesoró para Roma ypara sí mismo, hizo un descanso junto al rio Rubicón,no para estudiar sus posibilidades y futuras tácticas,ni tampoco para meditar sobre sus resguardos y ale-gatos, sino invadido ya por el mal que le hizo envile-cer. Enfermo de muerte, fue atendido por sus médicoshasta que el destino le permitió levantarse de su le-cho. Allí pronunció sus famosas palabras «Alea iactaest», no para promulgar su inminente llegada, comoquieren hacer creer algunos historiadores, sino paraanunciar que el mal lo había invadido y que se habíatransformado en lo que hizo que mi espada lo matara.

Armado de una soberbia e insolencia infinitas, Ju-lio César cruzó el Rubicón en el año 704avc, acompa-ñado de su decimotercera legión, para intentar conse-guir un segundo consulado y así hacerse más podero-so. Sin embargo, ya había sido nombrado formalmenteenemigo del Estado y estalló la guerra con Pompe-yo. Yo todavía estaba a las órdenes de mi tío Catóny éste, inducido por el notable amor que sentía porRoma, se unió en esa lucha al odiado Pompeyo. Yomismo, impelido por mi inexperiencia y juventud, y

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como republicano de corazón, tuve que tragarme miorgullo y unirme a las tropas de mi tío, y de esa for-ma a las de Pompeyo. Mi participación en la guerracon César no fue muy notable. Quedé acantonado enSicilia a la espera de órdenes, dado que había sufi-cientes contingentes en la lucha y el propio Julio fueinicialmente derrotado en Dirraqium. Aunque comoel gran estratega que era, se replegó con prudenciay esperó, para poco más tarde vencer al ejército dePompeyo en Farsalia, aprovechando la mayor vetera-nía de sus cohortes y el apoyo del ejército de MarcoAntonio, que por fin pudo superar el bloqueo esta-blecido por Pompeyo y llegar a Grecia. Tan solo lasdesdichadas víctimas lo supieron, pero Julio César yacontaba por aquél entonces, con un pequeña guardiade súcubos del inframundo, contagiados por su oscuromal, que no tenían parangón durante las escaramuzasnocturnas, derrotando con facilidad y feroz sadismo acualquiera que se les pusiera por delante, diezmandolas milicias de Pompeyo y Catón, e incluso sumandoalgunos nuevos miembros a la terrorífica guarnición.

Yo había conseguido llegar a Macedonia, para unir-me a esa lucha final entre ambos generales, y al pre-sentarme instado por mi tío ante Pompeyo, éste selevantó de su asiento y me acogió entre sus repugnan-

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tes brazos, tomándome como persona distinguida yaventajada. Aquél abrazo falso e inmundo me asqueóen lo más profundo de mi ser, pero resistí y me uní asus tropas, participando en aquella última y desastro-sa batalla en la que fuimos derrotados. Aterrado antelo que pudiera hacer César conmigo por la traiciónproducida, escribí a mi madre Servilia y al mismo Ju-lio, implorando su perdón. No sé si fueron los favoresde mi madre o lo poco que quedaba de magnanimidaden el Dictador, pero César ordenó a sus oficiales quese me condonase la vida y que me dejaran marcharen caso de querer hacerlo. No solo no lo hice, sino queademás me uní con desmedida decisión a las tropasde Julio, compareciendo ante él para presentarle misrespetos. El espantoso horror que sentí ante su solapresencia, petrificado ante el tono blanco y mortecinode su piel, el pavor que producía su demoniaca sonrisacoronada de horribles colmillos y el estremecimientoque producía el color sanguinolento de su mirada, tansólo se vio superado por la enorme paz y satisfacciónque me produjo el poder escapar de su campamen-to. Aunque aproveché aquella nueva contingencia yentonces sí pude satisfacer mis deseos de venganza.

Pompeyo huyó a Egipto, para pedir refugio al fa-raón Ptolomeo XIII. Quiso la providencia que yo co-

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nociera sus intenciones y, mandando correos, logré ac-ceder a Potino, el eunuco del faraón, al que prome-tí una suma importante en oro si conseguía matar aPompeyo. Éste, inducido por la generosa oferta, com-pró a Aquilas, Septimio y Salvio, amigos de Pompeyo,que apuñalaron hasta la muerte a mi enemigo, ante lahorrorizada mirada de su esposa e hijo, cuando acudíaen un pequeño bote a entrevistarse con el rey egipcio,traicionando a Pompeyo y extrañamente, al propioCésar, quien ordenó la muerte y ajusticiamiento delos participantes en cuanto se enteró del magnicidio.

Sucedieron así las cosas, los egipcios cortaron lacabeza de Pompeyo y se la llevaron a Ptolomeo, jun-to con su sello. El rey reenvió tales asuntos a JulioCésar, de quien cuentan que lloró amargamente cuan-do vio el conocido sello del león con la espada en lagarra, considerándolo una terrible falta de respeto yun grave insulto a la grandeza de su antiguo aliado.Por supuesto, yo actué a las espaldas de César, por loque me vi exento de su brutal venganza. Enterró lacabeza de Pompeyo en el Nemesión, templo mandadoconstruir en su honor. Nunca supe si Julio César co-noció o no de mis actos aleves, pero lo que sí es ciertoes que de saberlo, jamás me lo comentó y, mucho me-nos, me lo echó en cara. Siempre creí que en el fondo,

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me permitió cumplir con lo que mi tío Catón no meconcedió. Pese al terror que me producía, en eso letengo que estar agradecido.

Concurrió la circunstancia de que llegaran a susoídos mis esfuerzos en encontrar y perseguir a Pompe-yo, y Julio me recompensó nombrándome Gobernadorde la Galia Cisalpina. Mientras tanto, él perseguía alejército de Catón, unido a Escipión en su eterna luchacontra Julio. César los encontró en Útica, en donde losderrotó en la cruenta batalla de Tapso. Me enteré conposterioridad que mi amado tío permaneció en Útica,sin participar en la última contienda. No queriendovivir bajo los designios de César, y negándole a éstaúltimo la condescendencia del perdón, intentó suici-darse sin conseguirlo. Me relataron algunos de los quecon él quedaron, que mi tío fue encontrado por unode sus esclavos y llevado ante los médicos, quienes locuraron prontamente. Catón esperó con paciencia ycuando se recuperó, sí que se abrió el abdomen, trasquitarse los vendajes, y se extrajo los intestinos él mis-mo, como el gran noble que siempre fue. Se dice queel propio Julio comentó al enterarse de su suicidio:«A regañadientes acepto tu muerte, como a regaña-dientes hubieras aceptado tú mi perdón». Fue la únicamuestra de respeto que elevó hacia su enemigo, contra

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el que siguió luchando tras su muerte con ferocidadante sus aliados en el Senado.

César regresó triunfante a Roma a finales del mesde Quintilis del año 707avc, henchido de un enor-me poder tras sus gloriosas victorias. El Senado seaprestó a nombrarlo Dictador por un periodo sin pre-cedentes de diez años. Celebró su triunfo unos mesesmás tarde, grandes desfiles y juegos se celebraron du-rante doce días, en los que la ceremonia principal fuela ejecución del líder galo, Vercingétorix. No olvidórecompensar a su ejército, pagándoles el equivalentea dieciséis años de servicio, tanto a legionarios, centu-riones y tribunos o prefectos. Además les dio terrenosen propiedad en las nuevas tierras conquistadas, conlo que consiguió extender la pax romana a todos lospuntos del Imperio. En cumplimiento de una antiguapromesa, distribuyó entre el pueblo diez modios detrigo y la misma cantidad en aceite, trescientos ses-tercios, más cien por la demora, y rebajó los alquileresen toda la ciudad. Proporcionó espectáculos y come-dias por todos los barrios de Roma, agrandó la arenadel circo, aumentó el número de combates de gladia-dores y promulgó festines a cientos. Durante tres díaslucharon atletas en las cercanías del Campo de Mar-te, atrayendo a numerosos extranjeros a los eventos,

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siendo tal la multitud aglomerada, que varios ciuda-danos, incluidos dos senadores, fueron asfixiados enel tumulto. Pero la alegría afloraba en las sucias ca-lles de Roma. El resultado fue esclarecedor: el puebloamaba a César y éste no cejaba en sus intentos de queaquello se mantuviera así.

Pero lo peor ocurría por las noches en palacio. Te-rribles orgías en las que concurría la sangre y el horror,transcurrían tras sus paredes y tapices. El clamor delas risas y algarabías de los romanos escondía el pavo-roso alarido de las víctimas de Julio César y su elencode súcubos ávidos de sangre. César ya había unido aaquellas sangrientas bacanales a su propia esposa y amuchos amigos y allegados de la familia Julia. Lleva-do por el terror de que convirtiera a mi madre, aúnamante de Julio, me presenté cierta noche en palacioy pude ser testigo directo de lo que allí acaecía. Cuan-do fui conducido a su presencia, no pude menos queelevar mis plegarias a los dioses ante lo que en la salavi. Decenas de cuerpos, descargados de sangre, conlos abdómenes abiertos y las vísceras al aire, yacíanpor el ensangrentado suelo de mármol. Bandejas deplata y oro portaban corazones, riñones, e hígados decomensal en comensal, que tomaban aquello que enaquel momento se les antojara; un hermoso plato de

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la más pulida cerámica se encontraba abarrotado deojos de todos los colores, aún colgando de los nervios,y los allí concurridos los tomaban por ese pedúncu-lo para llevarlos a sus bocas como si de caramelosse tratase; incluso pude ver con horror fuentes reple-tas de lenguas, pechos, penes y testículos esperandoa ser devorados ante las apetencias de los monstruo-sos convidados. Los que ya se encontraban ahítos yllenos de tan desagradable banquete, copulaban obs-cenamente en sus divanes o incluso en el suelo juntoa los cuerpos desmembrados. Sus bocas se juntabancon lujuria, haciendo rechinar sus colmillos al hacerlo;otros se mordían entre ellos, o se desgarraban con susafiladas garras, alcanzando un placer que difícilmen-te, ningún mortal hubiera entendido ni disfrutado. Elhorror colmaba la escena con Julio César en el centro,mirándome con condescendencia, con los ojos inyec-tados en sangre y la boca rezumando el mismo fluido.Se levantó y dirigiéndose a mí, me preguntó si desea-ba unirme a ellos, alabando la sensación que produ-cía el convertirse y las conveniencias y placeres de lanueva vida. Resistí el poder de su inmutable mirada ydesatendiendo su inhumana propuesta, le imploré pormi madre, pidiendo casi en sollozos que no permitieraque le ocurriera nada malo. Luego salí de allí como al-

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ma que persiguen los demonios, intentando ahogar millanto y vencer las nauseas que anegaban mi estóma-go, mirando hacia atrás, temeroso de ser perseguidopor alguno de aquellos seres.

El mismo horror siento ahora, recordando aquellosmomentos y sabiéndolos tan cerca, buscándome paradevorarme y hacerme pagar el mal que les infringí. Elsilencio de la noche no hace sino atestiguar que se en-cuentran próximos, pues las criaturas nocturnas hancallado y el viento y la brisa no mueve las ramas delos árboles. Continuando con lo que os narro, fue esedía cuando decidí que aquello no podía continuar. Elafán destructor de Julio César conllevaría un bárbarodesastre para la ciudad de Roma. Si cada vez eranmás los que se unían a aquellos desvelos, el único finera la devastación de la República, convirtiéndose enun reinado de horror y sangre a manos del Dictador.

En el invierno de ese mismo año, se produjeronalgunas revueltas en Hispania, alentadas por los hijosde Pompeyo, que se apropiaron de Itálica y Corduba,ambas provincias romanas. César condujo su ejércitohasta allí y los derrotó con suma facilidad en Munda.Algunos de los testigos cuentan que la lucha fue ferozy que la sangre inundaba la tierra llegando hasta elrío, que se tiñó de rojo intenso, percibiéndose en el

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aire el olor de la muerte. Pocos fueron los que sobre-vivieron a aquella contienda para verse convertidos enesclavos, y mucho me temo que en algo peor.

Volvió de nuevo a Roma triunfante y prosiguiócon sus espeluznantes intereses, no sin olvidar tenerentretenido y contento al pueblo. Yo ya me reuníacon mis buenos amigos Casio, Casca y alguno más encasa de mi madre Servilia, que no veía con buenosojos nuestras reuniones y jamás se prestó a ayudar-nos en la conspiración, pese a que sean muchos losque así lo afirman. Tal es el caso que aún hoy creoque fue ella quien avisó a Julio de alguna forma y,desde entonces, éste se hizo acompañar de una nume-rosa guardia personal, llegando a ser casi dos mil enuna visita, en vísperas de los Saturnales, a casa deun buen amigo. Dentro del Senado ya éramos muchoslos que ansiábamos acabar con el poder de César, yla confabulación fue aumentando hasta casi sumar altotal de los senadores. Tan solo Marco Antonio y al-guno más, continuaron fieles a Julio. Para engañara César, los tribunos y senadores le imploraban queaceptara honores reales, pero Julio, receloso, los re-pudiaba todos, aduciendo que su nombre era César yno rex, generando el asombro entre los políticos.

En los últimos días de Iaunarius, César acudió a

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las tradicionales Fiestas Latinas cerca del Monte Al-bino, debiendo hacerlo como Sumo Pontífice o comoDictador, optando por esto último y pudiendo así ves-tir la toga púrpura y las altas botas rojas que el mismoSenado le había otorgado. Después de una noche enla que la sangre corrió más que en otras ocasiones, unCésar cada vez más pálido y cuyas venas asomabana su blanca piel como ríos en un tétrico mapa, os po-déis hacer una idea de la aversión que me produjo suvisión cuando apareció en el lugar de la celebración,acompañado de su guardia, y altivo y ufano como na-die. Al acabar los festejos, Julio regresó a lomos desu caballo preferido, siendo aclamado por las callesde Roma como rey, ante las protestas de sus oposito-res políticos. César hizo caso omiso, aumentando suleyenda y poderío, para encerrarse en su morada du-rante unos cuantos días y poder celebrar sus propiasfiestas nocturnas. Fue por aquel entonces cuando Cal-purnia tuvo su famoso sueño, en el que un espectrole avisaba de que César se debía cuidar de los idus deMarzo. Por supuesto, Julio, invadido por la euforia yel poder que le otorgaba su brutal estilo de vida, serió de su esposa e ignoró la advertencia, continuandocon sus aberrantes y sanguinarias veladas, engañandoal pueblo, pero no a mí ni a los que sabíamos de sus

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nuevas y descarriadas conductas.

Poco después se celebraban los Lupercales, en losidus de Februarius, y César eligió el mismo atuendoque la vez anterior, ocupando un trono de oro en me-dio de la tribuna de las arengas, por donde se suponíaque debía desfilar Marco Antonio. Mientras el desfi-le se producía, Licinio, sacerdote Juliano, puso a suspies una corona de laurel y empezaron a producirselos aplausos y vítores. Ante eso, Licinio subió al estra-do y puso la corona en la cabeza de Julio César, queen señal de protesta se giró hacia su jefe de caballería,Lépido, justo a su lado, quien no hizo nada por qui-társela. Los gritos de «Oh, Rey» del pueblo romano semezclaban con los de protesta de los senadores cons-piradores. Yo me cuidé muy bien de que nada salierade mi garganta, aunque os reconozco que ése fue unesfuerzo soberbio. Fue mi amigo Casio quien, acercán-dose al dictador, sacó el laurel de su cabeza y se locolocó sobre las rodillas, aunque Julio, mirando conprofundo odio a Casio, la tomó y la arrojó al sue-lo. Entonces hizo acto de aparición Marco Antonio,que recogió la corona y subiendo a la grada, intentóvolver a ceñir la testa de Julio César. Esta vez fueél mismo quien lo evitó y tomándola en sus manos,promulgó que la depositarían en el templo de Júpiter,

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donde estaría mejor colocada y ordenó al redactor delevento que hiciera constar que allí mismo le habíanpropuesto como rey, cosa que él había rechazado, loque convergió en una algarabía de vítores, aplausos yaclamaciones hacia César, que acallaron las cada vezmenores voces de reprobación.

A partir de ahí descubrí que no había otra cosaque hacer que acabar con su vida. Sus engaños ha-bían calado hondo y el pueblo caería en sus manoscomo moscas en la tela de una voraz araña. No po-díamos permitir semejante atentado a la República,por lo que fue en días posteriores cuando pergeñamosla forma de asesinar al César. Yo ya había mandadollamar a sacerdotes, brujos y magos que me dierannoticias y solución al mal de Julio César, por lo quesabía cómo debía actuar para que la enfermedad nosiguiera corrompiendo la ciudad y a sus moradores.Cuando César cayera, muchos de los que él mismohabía convertido, caerían con él, y la lucha se torna-ría más cómoda para todos nosotros. Cosa extraña,se convino que el día del atentado concurriera con losidus de Marzo, lo que me hizo pensar y recordar elsueño premonitorio de Calpurnia. Cierto día que Cé-sar caminaba por las calles de Roma, acompañada desu sempiterna guardia, el mismo espectro que se le

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apareció a su esposa se mostró ante él disfrazado demendigo, dándole el mismo aviso. César se rió en sucara y desdeñó el mensaje, tras lo cual el espectrodesapareció entre humo ante las intemperantes mira-das de la guardia pretoriana.

Llegó así el día previsto: los idus de Marzo delaño 709avc, Julio César se aprestó a acudir al Se-nado, ante los temblorosos lloros de su mujer, que lepedía que adujera estar indispuesto y dejara aquellaimprudente salida para más propicia ocasión. Césarla tomó de los brazos y separándola de sí le dijo quejamás demoraría sus asuntos, aunque sí que esperó amás tarde para llegar a la Cámara. En las escalerasde su casa le aguardaba el espectro, quien le volvió aprevenir, ante lo cual un hilarante César le exoneróque el día llegaba a su final. El espectro le rebatióque éste aún no había terminado y desapareciendo,provocó la furia de Julio César. A las puertas del Se-nado le esperaba Marco Antonio, quien alertado porun comentario imprudente de Casca, le conminó paraalejarse de allí entonces, que aún había tiempo. Peroalgunos senadores los rodearon y empujaron a Césaral interior de la Cámara, ante las exigentes protestasde Marco Antonio. Cuando llegó allí, ya estábamos es-perándole nerviosos. Sabíamos que dentro no podían

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pasar sus perros guardianes y que podríamos cumplircon el destino que nos fue encomendado.

Julio, engañado para leer una falsa petición, fueconducido a una sala anexa, en donde comenzaron asurgir dagas y gladius de las togas propinando gra-ves estocadas en su cuerpo. César comenzó a gritary a maldecir. «Estáis malditos y seréis perseguidospor toda la eternidad», rugía con ferocidad; enton-ces Casca, encargado de partirle el corazón, se acercóy cumplió con su misión. Mortalmente herido, Césaragarró a mi amigo de la toga e intentó morderle elcuello. «¡Socorro, hermanos!», chilló horrorizado éste,y fue entonces cuando nos aprestamos todos a hundirnuestras armas en su corrupta carne. Cuando me llegóel turno, levanté sus ropas y lancé una estocada a laingle de Julio, seccionando su femoral y produciendoun torrente de sangre roja que manchó de viscoso eimpuro carmesí a los más cercanos a la escena. En-tonces me miró y pronunció aquellas palabras que aúnhoy me hielan la sangre: «Tu quoque, Brute, filii mei».

Algunos de los presentes afirman que fue una pre-gunta, lanzada ante el asombro de verme entre susasaltantes, pero yo, que fui testigo directo de aquellafuribunda interpelación, os puedo asegurar que no fuetal pregunta, sino una dura aseveración, en la que me

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condenaba, como a los demás, a una eterna maldición:«tú también, Bruto, hijo mío». La saliva brotó furio-sa mientras pronunciaba aquel hijo mío, y el terror seapoderó de mí hasta hoy en día, en que los escalofríosrecorren mi cuerpo ante el solo recuerdo de su atrozmirada.

Concluido el magnicidio, nos apresuramos a sa-lir a las calles de Roma y pregonar que el pueblo yla libertad habían vencido, pero Marco Antonio pusoa la plebe en nuestra contra, mediante un acaloradodiscurso y los ciudadanos romanos, furiosos, nos em-pezaron a buscar para darnos muerte. Tuvimos quehuir y así empezó la guerra contra Marco Antonio yOctavio, quienes no han cejado en nuestra persecucióndurante estos dos aciagos años. Por eso me encuentroesta funesta noche en Filipos. Ahora que he conclui-do mis alegatos, lacraré esta carta y enviaré un correoa mis antiguos amigos implorando su perdón. Luegotomaré mi espada y me arrojaré sobre ella para ponerfin a mi vida de forma honrosa. Me gustaría ver la ca-ra de frustración de los súcubos que me persiguen, tancerca de su presa y burlados en el último momento.

Jamás entendí por qué César no acabó con mi vi-da aquella noche en su palacio, la noche que descubríque aquél ser no era el hombre que yo había admira-

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do y amado. Pero sé que hice lo correcto. Ruego a losdioses me perdonen y den paz a mi alma, así como séque se la dieron a mi buen páter, Cayo Julio César.

Marco Junio Bruto,ciudadano romano y republicano convencido

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La edición y difusión de la presente publicaciónse lleva a cabo buscando el reconocimiento de la ca-lidad de los textos y el esfuerzo de algunos más delos participantes que, por razones de competencia ycapacidad financiera de la entidad organizadora, no

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han sido premiados al término del concurso. En nin-gún caso esta publicación se ha concebido con ánimode lucro, por lo que, para que no sea objeto de comprao venta, Portal Clásico la ofrece gratuitamente y libreen su sitio web desde el mes de septiembre de 2015por no menos de seis meses. Si se llegara a tomar ladecisión de retirarla del servidor, podrá ser solicita-da a cualquiera de los miembros constituyentes de laJunta Directiva de Portal Clásico.

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Por último, en caso de contradicción entre estasDisposiciones principales y los términos de la Li-cence Art Libre1, prevalecerá lo establecido en laprimeras.

1Puede acceder al texto íntegro de la lal v. 1.3 en el sitioweb de Copyleft Attitude http://www.artlibre.org

Contenido

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Arcilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7David Calvo

Entreacto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29Sergio López Molina

Yo, Bruto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51José Antonio Reyero Chamizo

Publicación y copia . . . . . . . . . . . . . . . . 75

AritmÉtiko

Las ideas que se esconden detrás de los términosde otium y negotium han generado multitud deinterpretaciones entre los autores. Ya Plinio elJoven nos habla con frustración de las cefaleasque le sobrevenían al intentar armonizar en suvida estos dos elementos opuestos; y envidiabaterriblemente la sabiduría con la que su tío loconseguía.

Con esta edición queda inaugurada la ColecciónCertamina y, con ella, se da voz a quienes hanquerido enfrentarse, de la mano de la Antigüedady del afán de escritura, a la justa retribución entreel otium y el negotium.