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Certamina Telemaco 2015

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I Certamen Escolar de Relato

Telémaco de Ítaca

Selección de Relatos

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Título de la obra:I Certamen Telémaco de Ítaca. Selección de Relatos

Colección Certamina 15-2

Edición primera y únicaEditado por Portal Clásico

Alojado en http://portalclasico.com

Ilustración de cubierta y portada:Telémaco de Saarbrücken [Trillertreppe, Sarrebruck]

Ilustración de cubierta posterior:Telémaco y Néstor (Henry Howard) [Project Gutenberg]Tipografía de los títulos: Omega CAT (Peter Wiegel)

Diseño y maquetación: AritmÉtiko

« Portal Clásico y participantes del certamen presentesen esta Selección de Relatos, Madrid, 2015.

Copyleft: Esta obra es libre, puede redistribuirla o modificarlade acuerdo con los términos de la Licencia Arte Libre (LAL 1.3)

y disposiciones específicas.

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Los participantes del I Certamen Escolar de Relato Telémaco deÍtaca que concurrieron con los relatos de que se compone estaselección son (en orden alfabético):

Garduño Chacón, Sonia Sáez González, Noelia

López García, Lucía Santos Núñez, Ana

Martínez Carrillo, Cristina Tovar Navarro, Violante

Los miembros del Comité de Lectura y Selección e integrantesde la Junta Directiva de Portal Clásico, editora de la presen-te publicación, son (en orden alfabético): Nacho Ataz Beaussier,Pablo García González, Luis Manuel López Román y Nicolás Pei-nado Alcaide.

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Clasificación

III

La verdadera historia de Troya

La verdad de Eneas

Siempre nuestros

Mea pugna

II El destino

I Azufre y jazmín

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Presentación

En la Antigüedad Clásica, los aedos eran poetasque cantaban relatos de héroes, de mitos y leyendas.Viajaban por todo el mundo conocido para, de ma-nera oral, hacer saber a las gentes aquellas historiasque habían visto en tierras remotas. Es éste el origende muchas obras clásicas, entre ellas la Ilíada. Con eltiempo, esta tradición oral dejó paso a una tradiciónescrita. Desde entonces se ha dejado constancia porescrito de miles de hechos y se han creado millonesde obras para que perduraran en la eternidad. PortalClásico ha querido sumarse a esta tradición y dejarconstancia in aeternum del buen hacer de los actualesalumnos de secundaria, de las historias que, alrededorde Grecia y Roma, han inventado.

El lector encontrará y disfrutará en este libro deseis relatos breves escritos por alumnos de la educa-

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ción secundaria que poco tienen que envidiar a losgrandes rapsodas. Los relatos no han sido escritos alazar, están narrados con la coherencia y la elegan-cia propias de la edad, bien documentados y mejorambientados. El siguiente libro no presenta una se-rie de historietas que mal valdrían un 5 para aprobaruna asignatura por la ley del mínimo esfuerzo. No,entre estas páginas se encuentran seis obras clásicas.Seis obras que beben de Homero, Esquilo, Apolodoro,Ovidio, Horacio y otros tantos autores. Los relatos deesta edición son un ejemplo de la imaginación y labuena pluma, o mejor dicho del buen cálamo, de losactuales alumnos de las asignaturas de Cultura Clá-sica, Latín y Griego.

Desde Portal Clásico y ediciones Certamina que-remos agradecer el esfuerzo de cada uno de los par-ticipantes y aplaudir su dedicación. Sobre todo, que-remos felicitar y recompensar las horas de trabajo deSonia Garduño Chacón, Lucía López García, CristinaMartínez Carrillo, Noelia Sáez González, Ana SantosNúñez y Violante Tovar Navarro, con la publicaciónde sus relatos en este libro. Cada obra que hemos re-cibido es un grito a favor de las clásicas, de Greciay de Roma. Aún hay esperanza entre los jóvenes, de-

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PRESENTACIÓN 9

trás de nosotros se están formando buenos amantesdel Mundo Clásico. Cada historia aporta una migade pan a la divulgación de la cultura clásica, a evitarque caiga en el olvido dos de las mayores civilizacio-nes de Europa. A todos vosotros y, en especial, a lasautoras antes mencionadas,

muchas gracias.

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Sonia Garduño Chacón

Me presento, querido lector: soy Deméter, diosade la tierra y sus cultivos. ¡Cuántos siglos he pasadoobservando a los mortales, riendo de su ciencia y sulógica, con la que intentan explicar los fenómenos quesólo un dios puede! ¡Pero qué ilusos! No se dan cuentade que su mundo no es más que la consecuencia delnuestro, allá en el Olimpo.

El mundo heleno es conocido por sus destacadosfilósofos, matemáticos, astrónomos. . . pero no todo enGrecia era el tranquilo mundo del saber; innumerablesguerras ocuparon un papel importante en la historiade la Antigua Grecia. ¿Has oído hablar de la guerra

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de Troya y lo que dícese de su historia? Muchos librosse han escrito y muchos debates han sido entabladospor historiadores y amantes del mundo de la Hélade,pero ninguno de ellos se aproxima a lo que en verdadocurrió allí hacia el siglo XII a.C., cerca del estrechode los Dardanelos. Unos hablan de la enemistad delos pueblos, otros del rapto de Helena por el príncipede Troya. . . yo vengo a hablarte del verdadero casusbelli: Eris. Todo empezó en la boda de Tetis y Peleo,a la que asistieron todos, o casi todos los dioses. . .

I

Era un día soleado como los que solía hacer enlas fechas. En la Tierra, los pájaros cantaban, las Ne-reidas disfrutaban del ánimo de Poseidón y nadabanen las aguas más claras del Mediterráneo, las ninfasbailaban al compás de los melodiosos sonidos del bos-que y los hombres disfrutaban del espléndido día quehabía comenzado. En el Olimpo, los dioses se prepara-ban para la ceremonia de Tetis y Peleo, que sería pre-cedida de un grandioso banquete inimaginable paralos mortales. La tranquilidad que se respiraba inquie-taba a Eris, y decidió encontrar la causa del hermosoy apacible día. Un par de nubes más allá, oyó risas

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y música; pensando que ahí obtendría la respuesta seacercó y observó en la distancia el banquete.

—Apolo, Hefesto, Artemisa. . . ¡Están todos! ¡Mal-ditos dioses, otra vez se olvidaron de mí! Esta vez selas haré pagar. Recordarán a Eris, diosa de la discor-dia, por siempre.

Se aproximó con sigilo al lugar y en tanto que losdioses bebían y reían sin prestar atención alguna, dejócaer una manzana de oro en cuya inscripción se leía

τῃ καλλ́ıστη

(para la más bella). Eris desapareció sin dejar másrastro que la manzana, situada junto a las diosas másbellas del Olimpo: Atenea, Hera y Afrodita.

Al percatarse del atractivo regalo, las diosas seabalanzaron sobre él.

—¡Para la más bella! Parece que esta manzana mepertenece a mí —dijo Hera, una vez consiguió hacersecon el fruto dorado.

—¡Trae aquí! —exclamó Atenea, en tanto que learrebataba la manzana con brusquedad— ¿Acaso nose habla en ésta de la diosa de las artes y la sabiduría?

—¡Pero qué decís! —protestó Afrodita— ¿No serápara mí, diosa del amor y personificación de la belle-za?

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Las diosas discutieron largo rato sobre la posesiónde la manzana de oro, hasta que Zeus golpeó estre-pitosamente la mesa de tal modo que hizo callar alviento e inmovilizar las aguas, que temían la furia deldios de dioses.

—¡Basta ya! ¿Acaso no poseéis todos los bienes yriquezas del cielo y la tierra? ¿Por qué discutir poresa insignificante manzana? —exclamó.

—No es ésta la causa de nuestra disputa, Zeus,sino lo que en ella lleva escrito —respondió Hera.

Zeus tomó la manzana y leyó la inscripción sin en-contrar aún motivo alguno para semejante escándalo.

—Tonterías, sois las tres hermosas. Nadie osaríacuestionar vuestra belleza —dijo intentando conven-cer a las diosas de la estupidez de la pelea.

—Pero sólo hay una manzana. . . —se quejó Afro-dita.

—Y sólo una de nosotras es digna de poseerla. . .—añadió Atenea.

Cansado de las sandeces de las diosas, Zeus ordenóllamar a Hermes y le encargó conducir a las deidadeshacia la Tierra. Así pues, sería uno de los mortales elencargado de resolver el conflicto.

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II

Atenea, Hera y Afrodita acompañaron a Hermeshacia el monte Ida, un lugar de verde prado en el quedescansaba, tendido sobre la hierba, el joven Paris,hijo del rey de Troya. Como si de un rayo de Sol setratase, apareció ante el joven una luz cegadora de laque poco a poco fue distinguiéndose la figura de lasdiosas. Paris quedó atónito al ver que aquellas perfec-tas figuras de las que emanaba una cálida luz doradase dirigían hacia él. Se levantó aprisa y se inclinó anteellos, sin poder apartar la vista de aquellas magnífi-cas criaturas que encarnaban la perfección. Mientras,Hermes se dirigía dulcemente hacia él.

—Tú, Paris, hijo de Príamo y Hécuba, has sidoelegido por Zeus, dios de los dioses, para elegir a lamás bella de entre las diosas, a la que concederás estamanzana de oro —dijo en tanto que le ofrecía el frutode la discordia.

—¿Yo? ¿Un simple mortal ha de decantarse porsólo uno de entre tales divinos y perfectos seres? Di-fícil tarea la que Zeus me encomendó. . . —respondióParis mientras sostenía y analizaba la manzana.

Leyó la inscripción una y mil veces, daba vueltassobre sí, dubitativo, y miraba a las diosas de pies a

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cabeza sin encontrar fallo alguno que las descalificasede aquel singular concurso de belleza. Era sin dudaimposible resolver la tarea que Zeus le había mandadollevar a cabo.

Hera, que se había percatado de la indecisión deljoven y sabía que la concesión del fruto se alargaríalargo rato, decidió seducir al joven Paris con algo másque su belleza para conseguir el voto, y se aproximólentamente hacia él, dejando tras sí a las diosas.

—Yo, Hera, reina de los dioses, a cambio de lamanzana te ofrezco todos los poderes y riquezas quepuedas imaginar. Poseerás todo aquel bien materialque desees y será tuyo el dominio de toda Asia. Yo yapuedo imaginarlo: Paris de Troya, emperador de lastierras de Oriente. —retrocedió sin apartar la miradade las pupilas de Paris y se colocó junto a las otrascon aires de superioridad.

Atenea, viendo que Hera podía ser ahora la elegi-da, decidió ofrecer al muchacho algunos de sus mara-villosos dones, e intentó seducir nuevamente con pa-labras a Paris.

—Yo, Atenea, diosa de la guerra y las artes, sime eliges como la más bella te prometo la gloria. Lafuerza y la sabiduría destacarán de entre tus cuali-

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dades. Serás respetado, temido, aclamado, envidiadopor los soldados y querido por el pueblo. Dime, mu-chacho, ¿no es ello tentador? Paris de Troya, el sabio,el justo, el invencible —y, al igual que Hera, retroce-dió creyendo haber conseguido el voto del príncipetroyano.

Finalmente, Afrodita se acercó y se dirigió con unadulce sonrisa al joven, mientras sus brazos le acaricia-ban.

—Riquezas, fuerza, poder. . . creen que es eso loque un hombre necesita. Yo, Afrodita, te daré aquelloque a un hombre le es menester. Te concederé aque-llo que envuelve todos los pecados en placer y puedecontrolar las emociones de hasta el más despiadadosoldado. ¿Aún no sabes de que hablo? Una mujer. . .—le susurró al oído mientras se colocaba la melenahacia el hombro—. Será tuyo el corazón de la mujermás bella del mundo.

El crepúsculo se fue haciendo con el paisaje y lasestrellas acabaron manchando el cielo cuando salieronlas primeras palabras de la boca de Paris.

—Difícil decisión la que he de tomar, pues ¿quéhombre no desea fuerza, riquezas, poderes y tierras?Pero. . . ¿de qué sirven, si no tengo con quien compar-

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tirlos? Son inútiles para el que vaga solo junto a susombra, por ello, concedo a Afrodita la posesión de lamanzana de oro —concluyó.

Y así terminó Paris con la disputa iniciada en elbanquete de la boda. Atenea y Hera miraron con des-dén a la hermosa Afrodita y se dirigieron con la cabe-za alta y el ceño fruncido de vuelta al Olimpo, juntoa Hermes, desapareciendo en la noche. La diosa delamor se inclinó ante Paris y tomó la deseada man-zana mientras hacía muestra de su gratitud con unrespetuoso ademán. Las gracias de aquella belleza in-mortal hubiesen sido más que suficientes a Paris, peroAfrodita había de cumplir su palabra.

III

Empujados por Eolo, viajaron por los cielos haciaEsparta, hasta llegar al jardín en el que se encontrabala hermosa Helena, sentada junto a la fuente, obser-vando el reflejo de las estrellas y peinando a un ladosu cabello. La sorpresa de Paris fue mayúscula al con-templar que la belleza de Helena podía igualar a lade las diosas.

—Es ahora tuyo el corazón de Helena de Esparta.Ahora, cógela de la mano y llévala contigo a Troya —aconsejó Afrodita por última vez al muchacho antes

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de volver al Olimpo.

Paris se acercó a Helena, que ya hacía rato que sehabía percatado de la presencia del joven. Su corazónno correspondía lo que antes sentía, ni el brillo desus ojos era el mismo; Afrodita se había apropiado delos sentimientos de la joven y le había concedido sucorazón a Paris en el momento en que su mirada y ladel muchacho se encontraron por primera vez.

Paris, confiando en la promesa de Afrodita, seacercó a Helena y tomó su mano de porcelana.

—Iré contigo, Paris de Troya, pero he de adver-tirte; mi esposo Menelao vendrá por mí y no lo harásolo. Los mejores soldados de las polis de Grecia ven-drán en mi busca. Dime, ¿estás dispuesto a que Troyacaiga en manos de la invencible Esparta?

—No lo hará, y si lo hiciese no me importa, puesestoy dispuesto a que toda Troya levante sus armaspor defender el amor que ahora siento.

IV

Y fueron a Troya. Y se amaron. Y pasaron unhermoso, aunque escaso, tiempo juntos, felices. Pero,como ya Helena había predicho, Menelao iría. Pidióayuda a los mejores ejércitos de las polis griegas, y

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fueron en busca de la joven.

Príamo encargó a su primogénito, Héctor, el mejorde entre los soldados troyanos, defender la ciudad delataque de los griegos. En tanto que el pueblo troyanose preparaba para la llegada, Agamenón y sus tropasseguían avanzando. El ejército griego contaba con lapresencia del temido Aquiles, que juró terminar conel único que igualaba sus fuerzas, el príncipe Héctor.

Los helenos continuaron su camino hasta ya en-trada la noche, cuando decidieron parar a descansaren un bosque no muy lejos de la ansiada ciudad. Lossoldados acamparon cerca de un lago y cayeron dor-midos profundamente mientras la luna y los diosesobservaban desde el cielo.

—Sin duda alguna, la victoria será helena—afirmóAres.

—La batalla será de los troyanos, yo me encargaréde ello —contradijo Atenea a su hermanastro.

Y siguieron largo rato especulando sobre la batallaque se libraría al amanecer.

Aquiles se ofreció a vigilar la entrada del cam-pamento para evitar que ningún troyano apareciesey desvelase a Príamo la posición de las tropas hele-nas, pero ello no era más que una simple excusa para

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salir en la noche en busca de su rival. Recorrió lasmontañas y el sendero que conducían hacia Troya y,ayudado por Ares, consiguió introducirse en la ciudadhasta encontrar a Héctor, que disfrutaba de su últimanoche antes de la batalla.

Salió de entre los arbustos y se aproximó lenta-mente hacia Héctor con la espada en mano. Por suer-te, el príncipe no pasaba tiempo sin su arma y ladesenvainó a toda prisa.

—Vamos, Héctor, ven y lucha como un hombre.¡Acabaré contigo y, cuando lo haga, Troya perecerájunto a ti! —amenazó Aquiles.

—Siempre he soñado con el día de la muerte deAquiles bajo mi espada. . . ¡Hoy, el ansiado momentoha llegado!

—¡Mañana tus soldados habrán de luchar sin ti,y serás recordado por los restos como Héctor, el ilusoque creyó poder matar a Aquiles. Y vagarás por el in-framundo, lamentando el día en que tu espada intentóen vano destruir al invencible!

Era la furia de Ares la que salía en forma de pa-labras por la boca de Aquiles, quien, tras un largo yduro combate, profanó el pecho de su enemigo con lalanza. Héctor cayó arrodillado a los pies de Aquiles,

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y poco a poco sus ojos perdieron el brillo, sus manosperdieron la fuerza y dejaron caer la espada. Pereciótras su último aliento ante aquel héroe invencible dedones divinos.

Aquiles huyó al campamento para evitar ser vistopor el enemigo. Una vez había acabado con su rival,creyó asegurada la victoria helena. Lo que Aquilesno conocía era la intromisión de los dioses y su falsavictoria en la batalla de Héctor, pues en verdad no fueél quien había acabado con el primogénito de Príamo,sino la ira de Ares que tomó su cuerpo.

Atenea, furiosa por la intrusión de su hermanas-tro, decidió vengar la muerte del hijo de Príamo. Yaantes de que la noche abandonase Troya y el puebloentero supiese de la muerte de Héctor, Atenea entróen el sueño de Paris y le anunció la muerte de su her-mano. Se despidió haciéndole conocer el punto débilde Aquiles: su talón, la única parte de su cuerpo queno había sido bañada en las aguas de la laguna deEstigia y, por tanto, la más vulnerable de todas.

Paris se levantó sobresaltado y se apresuró a ver asu hermano que, en efecto, yacía en el jardín cubier-to de rojas hierbas bañadas por su sangre. Gracias alprevio conocimiento que Atenea le había proporcio-nado, Paris salió en busca de Aquiles antes de que la

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muerte de su hermano fuese noticia de todos. Siguiósus pisadas y se adentró en el bosque. Quizá no fuesetan rápido y fuerte como el resto de guerreros, perosu astucia supo conducirle hacia él.

Encontró el campamento y, desde la copa más altade uno de los árboles que lo rondaban, disparó unaflecha de madera envenenada al talón de Aquiles. Susojos se abrieron, su piel perdió el color, sus piernas lamovilidad, su lengua el habla, y se derrumbó ante laspuertas del campamento.

Uno de los soldados al que tocaba sustituir a Aqui-les en la guardia nocturna se percató del movimientoen la copa del árbol y distinguió una silueta humana.Se apresuró a despertar al resto de soldados. Unos seencargaron de buscar al culpable, otros de socorreren vano al preciado Aquiles. Paris intentó huir, pe-ro las tropas aqueas fueron demasiado para las vagasfuerzas del joven enamorado. Fue apresado y tortura-do. Agamenón ofertó su vida a cambio de las tácticastroyanas, pero Paris no traicionaría a su patria. Enconsecuencia, la muerte se adueñó poco a poco de lavida del muchacho, que descansó sus últimos años devida en una de las prisiones de Esparta.

Al amanecer, la conocida muerte de Héctor y laanunciada desaparición de Paris tiñeron del más lú-

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gubre de los colores las nubes que cubrían el cielo deTroya y dejó vacío los corazones de todos y cada unode los troyanos. Esa misma mañana llegaron las tro-pas aqueas a la ciudad. Levantaron sus armas y lostroyanos respondieron.

Tras largos años de guerra, el ejército aqueo deci-dió acabar de una vez con Troya. Las igualadas tropashacían imposible la victoria por la fuerza, así puesdecidieron engañar a los troyanos haciendo creer suretirada: Dejaron un enorme caballo de madera a laspuertas de la ciudad, que contenía en su vientre a losmejores soldados de Esparta. Los troyanos creyeronque aquella enorme figura no era más que una ofren-da a los dioses, a los que pedían un favorable caminode vuelta. Príamo cayó en el engaño y dejó que el ca-ballo pasara las murallas de la ciudad. Esperaron ala convicción del resto del pueblo y, una vez cubiertala ciudad por el manto de la oscura noche, decidie-ron salir uno a uno del vientre del caballo. Quemaronlas casas, hundieron su flota, tomaron a sus mujeres,apresaron a los ciudadanos que creyeron útiles comoesclavos y Troya entera cayó.

Menelao, en tanto que sus hombres se encargabande arrasar la ciudad, buscó a Helena hasta encontrarlay llevarla consigo a pesar de su oposición.

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V

Regresó con ella a Esparta. La joven preguntabadía y noche por su amado y rezaba a los dioses porvolver junto a él, pero sus súplicas fueron en vano.Lloraba a Menelao por la ubicación de Paris y pedíasu vuelta a Troya, hasta que un día, enfurecido, laagarró bruscamente de los cabellos y la llevó hastala prisión donde aún descansaba el cuerpo muerto deParis.

—¡Ahí está, ahí tienes a tu amado Paris! ¡No vol-verá, te abandonó, huyó de Troya y te dejó a tu suerte!¡Este cuerpo inerte es la muestra de mi poder, y es-pero que de ahora en adelante nadie ose arrebatarmelo que es mío! ¡Ahora vete, vuelve a tu habitación, novolverás a salir! ¡Y, si lo haces, prometo quemar turostro para que ningún otro contemple lo que un díafue tu belleza! —amenazó cruelmente Menelao.

Helena, enmudecida por la tristeza, rompió a llo-rar sobre el suelo negligente en el que Paris dormía,y los soldados tuvieron que separarla a la fuerza delinmóvil pecho del joven.

Esa misma noche escapó. Descendió por una de lasventanas laterales de su habitación y desapareció enla niebla que cubría la noche. Corrió y corrió cuan-

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to pudo hasta llegar a su destino. Se desprendió desu ligero vestido blanco y se descalzó. Conducida porel amor y la desesperación, se adentró en las aguasque habitaban las almas, cuyas corrientes la guiaríanal inframundo. Se sumergió, y el veneno de las fú-nebres aguas consumieron el delicado y bello cuerpode Helena. Su perfecta piel blanca se volvió gris, susojos brillantes como la luna se apagaron y, lentamen-te, desapareció del mundo de los vivos. Un beso conel que Afrodita bañó las aguas condujo el alma de He-lena junto a la del hombre que aún guardaba precia-damente su corazón. Y sus almas descansaron juntaspara siempre.

¡Qué divertidos sois los mortales, piezas de juegode los dioses! Espero que después de esta historia ha-yas aprendido que no todo lo que dícese verdad lo fuey que no todo lo que como mito se cuenta, mito es.

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Lucía López García

Y tras inhalar ese humo que los dioses le otorga-ron, su mente comenzó a ponerse borrosa, como uncristal empañado de vapor. Entonces, su brazo dere-cho llevó todo su cuerpo hacia la pared, asemejándo-se al movimiento de un imán, pero sin llegar su dedoanular a tocar el muro del templo. Tras esto, el brazoparó en seco y más tarde recorrió su cuello en buscade su hombro, ejerciendo una presión tal, que hizo aLeuconoe girar como si fuera un bloque de mármol.Luego, ese bloque se deshizo lentamente, extremidada extremidad, desde la punta de sus dedos hasta sucorazón, pareciendo un pergamino que se desenvolvíalentamente. Cuando estuvo totalmente libre, perdió

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todas sus fuerzas, y esto hizo que cayera al suelo sinhacer un solo ruido.

El peregrino la miraba con asombro, esperandoconocer su vaticinio, no entendía nada de lo que lapitia quería decir, pero su piel estaba erizada a causade la hermosa danza que interpretaba.

Cuando parecía que había terminado el baile, supierna, estirándose, provocó que su cadera se volteaseligeramente mientras daba las gracias a Febo por ele-gir su cuerpo para expresar la verdad, el futuro de loscaminantes que venían a Delfos a conocer su destino.Tras este pensamiento que inundó su mente, terminóla danza y Leuconoe se desvaneció por completo en elsuelo para dar a entender que el futuro del peregrinoya estaba decidido.

Los sacerdotes se miraron confusos, pues el bai-le fue quizá demasiado hermoso para hablar sobre él,pero enseguida interpretaron el significado de cadamovimiento de la pitia. Le dijeron al peregrino que suprimera tendencia de la mano derecha hacia un ladorepresentaba todo lo que le ofrecería a su futuro hijo,con quien se portaría muy bien y a quien daría todolo que pudiese. La mano no llegó a la pared porquesignificaba la revelación del hijo contra su padre, ma-tándole, y tomando a su propia madre como esposa.

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El peregrino quedó muy asombrado, y se negó a acep-tarlo. A esta reacción, los sacerdotes le advirtieron deque no podría hacer nada por cambiar el destino; queesto se cumpliría porque Febo así lo quiso.

Leuconoe había escuchado todas las palabras quesalieron de la boca de cada uno de los individuos quehabía en la sala. Ya estaba más tranquila, más cons-ciente, estaba feliz; feliz porque todo lo que siemprehabía deseado se había cumplido: estaba ayudando ala parte espiritual de Grecia, estaba luchando por loque creía, se sentía bien, ya que expresaba todo lo quesentía bailando y, además, le decía a cada peregrinocuál sería su inevitable futuro. Estaba llena, estabaalegre porque sabía que Febo hacía uso de su cuerpopara transmitir sus veredictos al mundo. Odiaba lamentira, la falsedad y el materialismo de algunas per-sonas, y por eso quería ser lo que era; pretendía salvara los dioses del olvido de la humanidad, y ayudaba alos sacerdotes porque creía que era su vocación.

Desde pequeña su mayor deseo fue bailar para losdioses. No consideraba a Apolo su dios, no sólo eso: loconsideraba su mentor, la divinidad que protegía suser. Mucho antes de ser la sacerdotisa de Delfos vivióen Tebas, escuchando las historias que solían contarsesobre el hieron de Apolo:

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«Hace mucho tiempo, el ahora sagrado valle deDelfos se llamaba Pito, y estaba custodiado por unadragona llamada Pitón, que devoraba animales y hom-bres. Febo llegó al valle deseoso de construirse un tem-plo, y por ello hizo que la dragona cayese entre terri-bles dolores, atormentada por la flecha que el apuestohijo de Zeus le había lanzado. Un grito sobrehumanoindescriptible tuvo lugar mientras sus fauces derra-maban la sangre del color más rojo que jamás nadieha visto.

»Se jactó Febo de aquello gritando desde las altu-ras de los Fedríades: “¡Púdrete, aquí y ahora!”. E hizosuyo aquel lugar repleto de magia, creando un santua-rio que revelaría la verdad a todo el que le honrase.»

Hija de un liberto, Leuconoe estaba siempre ham-brienta porque su padre aún tenía deudas con su anti-guo amo. Sin embargo, tenía la suerte de poder hacerlo que más amaba, expresar sus sentimientos a travésde su cuerpo, a veces aprendía de una bailarina algomayor que ella que vivía a unas calles de distancia.

Leuconoe siempre decía que no tenía nada que en-vidiar a su vecina; aunque era cierto que sabía bai-lar mejor que ella, lo hacía, simplemente, por sentirsebien consigo misma, no por honrar a los dioses, comoLeuconoe consideraba que debía ser.

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Unos años más tarde llegó a sus oídos el rumorde que la pitia del Oráculo de Delfos yacía muertaen un lago, y que los sacerdotes buscaban una jovenlo bastante pura, sincera y hermosa como para reem-plazar a la antigua sibila. Ella sabía que la candidatadebía tener unas costumbres intachables, y ella las te-nía, quizá mejores que las de cualquier muchacha dela ciudad. Tenía miedo de que pudiesen elegir a unajoven aristócrata, ya que aun estando segura de queApolo la elegiría a ella, sabía que los sacerdotes notenían por qué ser como ella, no tenían por qué sertan sinceros con los dioses, pero también sabía queno se haría ninguna distinción de clases, por lo tantotenía una posibilidad.

Los sacerdotes fueron por todas las casas de Te-bas y de otros lugares de Grecia buscando a la jovenperfecta, y tras encontrar a muchas que decían sercastas y puras, llegaron a la de Leuconoe. Se sorpren-dieron al entrar y verla interpretar una danza que atodos conmovió. Entonces le hicieron una única cues-tión necesaria para darse cuenta de que ella era lajoven que buscaban: por qué bailaba. Leuconoe le-vantó la mirada del suelo y miró sin ningún pudor losojos de uno de los sacerdotes presentes, con un brilloindescriptible en los suyos, y se dirigió a él de esta

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32 I TELÉMACO DE ÍTACA

manera:

—Yo no bailo. Mi cuerpo se mueve como Febo leordena que lo haga, porque lo único que existe den-tro de mí es su voluntad, y lo único que puede llegara sorprender a un mortal es lo divino. Febo está enmí, y puedo, de verdad, sentir su deseo de que sea yoquien transmita la verdad a toda Grecia, no porqueme considere especial, sino porque confía en mí, por-que sabe que no le traicionaré, ni aunque eso denotemi muerte.

Leuconoe recuerda siempre ese instante como elmás feliz de su vida; está contenta, puesto que Greciaes un lugar lleno de sueños, lleno de esperanzas quese quedan detrás de la cumbre más alta esperando seralcanzadas por alguien que no llegará nunca. Es di-fícil destacar en lo que haces si no eres el mejor o sino tienes suerte, incluso es posible que te maten si lohaces mejor que ellos. Todos tienen miedo. Miedo deque les quites su puesto en la vida, de que les robessu magia. Por eso todos quieren saber más de lo quepueden ver, quieren creer en más de lo que pueden co-nocer. Muchos van al Oráculo de Delfos esperando sertratados como dioses sólo porque traen objetos de va-lor. Pero aquí no es el dinero lo que cuenta, sino cuánpuro seas, cuántas veces hayas matado y lo limpia que

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tu alma esté.

Leuconoe sabía que ya era la hora de recibir alsiguiente peregrino y, normalmente, se dejaba unosminutos antes de cada adivinación para ir a la partede la montaña donde se relajaba, donde mágicamenteinhalaba ese vapor, esa mezcla de azufre y aire puroque le entraba por las venas y hacía de ella un almasin penas, una marioneta del dios Febo, era ese vaporque le hacía llegar al enthousiasmós. No obstante, esedía no tuvo el tiempo necesario para quedarse oliendola montaña todo lo que hubiese deseado.

Tras el sacrificio de la paloma que el nuevo pe-regrino traía, era el turno de Leuconoe. Dejando queFebo la dominase, comenzó a moverse lentamente, co-mo un ave desplegando por primera vez sus alas. Girótres veces y más tarde otras tres, dejando en medioun espacio en el que intentaba sentir al dios dentrode ella; pero no lo conseguía. La pitia, abrumada porno poder escuchar a su mentor, empezó a sentir có-mo su piel temblaba, y el sudor bajaba por su frente.Intentó terminar lo antes posible su baile para podercomprender el motivo por el que Febo había dejadode iluminarla.

Sólo durante unos instantes sintió en su corazónla grandeza que antes sentía, tan sólo en un momento

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vio todo más blanco y sincero de lo que solía ser, peroese momento duró poco, se fue, se apagó. Sintió cómoApolo iba abandonando su alma poco a poco paradejarla sola frente a la verdad, como cuando bailabaantes de ser la pitia. Indignada y cabizbaja, Leuconoesentía un remordimiento en su pecho. Se culpaba porno haber podido cumplir con su deber, se culpabapor no saber escuchar a Apolo, cuando él no habíahecho más que ayudarla. También se preguntaba quéhabía cambiado en su protocolo de actuación. ¿Quéhabía hecho mal? Pensó que al no poder escuchar asu dios ya no merecía los regalos que le daba, ya nomerecía pasar tanto tiempo observando las montañase inhalando ese humo que Apolo le ofrecía. Cada veziba menos a su lugar secreto de azufre y jazmín. Volvíaa sentir ese vacío mientras bailaba una y otra vez,cada vez más. Llego un día en el que sintió un vacíotal que perdió el valor de mirarse a sí misma en unespejo. Llorando en el roquedo en el que solía estar,pensó que lo mejor era no volver a inhalar el azufre,ya que siendo un regalo de Febo no lo merecía. Y másconsciente que nunca fue a predecir el futuro de uncaminante que, como los demás, venía a conocer unficticio futuro.

En el baile se quedó quieta, como si una ráfaga

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de aire pasase. No podía mover un solo músculo, separó en seco, esperando alguna señal de Apolo, perosólo sentía una vergüenza inexplicable que nunca an-tes había sentido. Notó cómo su dios había decididoabandonarla, cómo su vida iba cayendo, pedazo a pe-dazo, por el barranco más alejado del valle, y cómonada de lo que había hecho tenía sentido. Su llan-to comenzó silencioso, destrozando un poco más surostro a cada lágrima ardiente que salía de sus antesbrillantes ojos. Notó cómo un grito desgarrador salíade su garganta, pero no pudo escuchar nada porquesu mente hacía demasiado ruido como para ello.

Tantas veces se preguntó por qué, y las mismasveces se encontró con un silencio que no le dejaba nadaclaro. Leuconoe creía en la verdad, en el destino, enlo divino, intentaba dar a entender al resto del mundoque los dioses mandaban sobre ellos, que no hay nadaque pudiese anular sus veredictos.

Pero entonces, llegó un momento en el que todose juntó en su alma. Llegó un momento en el que serecordó bailando de niña, cuando no había nadie quele dijese qué debía hacer, cuando sus movimientos losregía ella, consciente, atenta. Entonces, mientras bai-laba para olvidar todo lo sucedido, lentamente ibasintiendo cómo todas las partes de su cuerpo com-

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prendían que había estado equivocada cada segundode su existencia. Cada día, cada rezo, cada sacrificio,no había servido de nada. Ella era la única que podíacontrolar sus movimientos, era ella la persona que ex-presaba lo que deseaba, y la hermosura de sus bailesera debida a su alma, no a ningún dios.

Se dio cuenta de que había estado intentando trans-mitir al mundo una verdad equivocada, una mentiraal fin y al cabo. Poco a poco fue reconociendo queella misma se había convertido en su peor enemiga,en la persona que ayudaba al mundo a ser una granmentira. La rabia se apoderó de ella, preguntándosemil veces cómo pudo estar tan ciega, y entre llantoscomprendió que al bailar no predecía destino alguno,que esa grandeza que sentía en el pecho era su almaen su máxima expresión.

Otras mil veces tiró de sus cabellos maldiciendo suexistencia y su inocencia, sin poder llegar a creer deltodo el hecho de haber estado prediciendo los destinosmás horribles a mil hombres y no haber podido ni tansi quiera tener una idea de lo que estaba haciendo conel suyo.

No podía dejar de pensar en cada momento quehabía gastado, buscando algo que no existía, hacien-do caso a alguien que no merecía existir en la mente

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de nadie. Se preguntaba si los sacerdotes seguiríancreyendo en algo inexistente durante el resto de susvidas.

Leuconoe comenzó a sentir que su memoria eraalgo semejante a una pared blanca, que cuando la mi-ra quien debe hacerlo, se convierte en lo más hermosodel mundo, pero si la miras con detenimiento sigue sinser nada. Todos sus recuerdos estaban vacíos, todo suamor se había desperdiciado en algo que no tenía nin-gún sentido. El dolor de Leuconoe era tal, que decidióno seguir con aquello. Si no había sabido llevar su vi-da como deseaba, pensó que lo mejor sería empezarde nuevo.

Entonces, creyendo que sería su último baile, fuehacia el lugar de la montaña donde olía a jazmín yazufre, estuvo allí durante horas, y su alma se desva-neció en el intento de llegar de nuevo hasta el templo,a bailar por última vez para unos dioses en los queya no creía. Se quedó, de nuevo, inmóvil; esta vez es-taba segura de que Apolo no era quien no le dejabamoverse, y decidió tomar el control sobre sí misma,levantarse y demostrarle a aquel Febo inexistente enel que siempre había creído, que no le hacía falta subendición para expresarle al mundo lo que sentía. Alno poder levantarse, Leuconoe imaginó entre vapor y

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vapor la danza más hermosa que jamás había pen-sado hacer, toda vestida de blanco, representando deesta forma la joven que antes era, pura y sincera, pe-ro atada, atada a un muro sin poder ver más allá delOlimpo.

Poco a poco, su memoria se fue borrando, y surostro entristeciendo más de lo que ya estaba. Su pielse volvía gris, y su mente se teñía de negro esperan-do ser encontrada por alguien que de verdad tuviesepureza, una pureza digna de admirar. Una personacon tesón, con cabeza, con seguridad en sí misma y,sobre todo, que no dependiese de un dios que nuncala protegería.

Los ojos ya sin brillo alguno de Leuconoe se ce-rraron para no poder ver cómo el azufre del valle deDelfos entraba por cada uno de sus orificios y se metíaen cada gota de sudor y de sangre, dejándola descan-sar en un profundo sueño, ambientado en un mun-do mágico, en un mundo sincero. Leuconoe hubiesedeseado ser la mejor en lo que hacía, pero sólo con-siguió convertirse en su propia rival, en lo que nuncahabía querido ser.

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Cristina Martínez Carrillo

¿Nunca les han contado la historia de lo que erafelicidad y acabó siendo desgracia? ¿Nunca han oídohablar de la desesperación de cientos de personas que,por culpa de unos pocos, han de tener un final misera-ble? Pues bien, déjenme decirles que fueron tiemposde enorme confusión, que nadie sabía qué estaba pa-sando. Flechas ardiendo se clavaban en los tejados delas casas. Los inocentes ciudadanos corrían despavo-ridos huyendo de los fieros demonios que se abalan-zaban sobre nosotros. La muerte se veía avanzar porlas estrechas callejuelas como una nube asesina queirrumpía en los hogares, asesinando con hambre, consed, con flechas, con miedo. La muerte, implacable,

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audaz, astuta, acababa con cada ápice de esperanzaque aparecía entre los troyanos. Sedienta de almas,desterraba al Hades a familias enteras.

Esto durante diez años. Después de esta horribletortura, cuando el cielo se abría por fin ante nosotros,nada quedaba de los asesinos salvo un caballo enorme,una figura de madera de arce, anclada en las puertasde nuestra muralla. Estaba rodeado por un aura os-cura y siniestra que me hacía estremecer, algo que novieron los ineptos soldados que, cegados por la apa-rente victoria, bajaron los puentes, abrieron puertas,gritaron, gritaron más que nunca, gritaron victoria,se proclamaron vencedores, aceptando el trofeo quehabía en nuestra puerta. Y las celebraciones de unpueblo devastado comenzaron. Unos bailaban, otroscantaban; unos reían, otros lloraban; unos daban gra-cias a las deidades por la victoria, otros las maldecíanpor tanto tiempo de sufrimiento. Pero todos celebra-ron con Dionisio y acabaron bailando con Morfeo. Y,de pronto, cuando iba a ponerse el sol y las sombrasganaban las calles, en mitad de la calma, el regalo seabrió y descubrió su contenido: más muerte. Ulises di-rigió a sus hombres contra los nuestros, nos atacaroncuando más vulnerables éramos, cuando no esperába-mos tal ofensa. Trajeron la muerte más ruin jamás

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imaginada. Esta muerte era completamente diferen-te a la que ya nos había atormentado, ésta era unamuerte violenta, sanguinaria, ágil, acelerada; no unamuerte lenta, pausada, constante, como lo fue la an-terior.

Lo que se avecinaba era una muerte no acompa-ñada sólo por todo lo anterior, ahora llevaba, comonuevos aliados, puñales, miedo, espadas, más miedo,sangre, mucho más miedo, tanto miedo que cuandoel fuego comenzó a devorar ferozmente casa tras ca-sa, por no encontrarse frente a frente con un griegodesalmado, los ciudadanos prefirieron morir abrasa-dos. Esto durante un único día.

Hubo gente que, como yo, desconfió de los aqueosy predijeron el desastre. Yo juraría que oí un gritoprocedente del vientre de ese maldito animal inertecuando una lanza fue clavada en él. Si no hubiésemoshecho caso omiso a esos lastimeros quejidos que supanza emitía, no estaríamos muriendo.

Y, como siempre, la batalla será contada por losvencedores, no mencionarán su juego sucio, sus deshon-ras, sus injusticias, no. Ante los ojos de la humanidadnosotros seremos los traidores, hasta que alguien alcela voz y cuente la verdad, esa verdad incómoda queni a vencedores ni a vencidos agrada. Todos tuvimos

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nuestra parte de culpa. Qué ciego fue Príamo al nover cómo su hijo nos encaminaría hacia la destruccióntotal. Parece que no se dan cuenta de que la muertegolpea por igual en las chozas de los pobres y en lastorres de los reyes.

Ahora que los griegos tenían una excusa para ata-carnos, conseguirían poner sus zarpas sobre nuestrosansiados tesoros. Esta vez, los aqueos sí que encontra-rían su Troya. Todo lo que pasó fue por culpa de lapretensión de los Troyanos. ¿A quién se le ocurre acep-tar un regalo de los griegos? ¿No habíamos aprendidoya que no nos podíamos fiar de nadie? El ser humanono aprende. El humano cae y cae y, aunque con di-ficultad siempre se acaba levantando, vuelve a caer.Está constantemente cayendo, resbalando, chocandosiempre contra los mismos problemas, los mismos im-pedimentos que se repiten y se repetirán por siempre.

Diez años. Diez años de guerra, de muerte, de des-trucción, de desesperación. . . ¿Para qué? Para nada.Tanto sufrimiento, tantas libaciones, tantas plegarias,tantas oraciones, tanto. . . ¿Para qué? Para nada. Pa-ra que los cadáveres se pudran en las calles. Para quelas almas de inocentes ciudadanos se malgasten porel capricho de un príncipe enamoradizo. Para que lasangre riegue las calles de Troya. Para que esta ciu-

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dad sea borrada de los mapas pero recordada en lahistoria.

Parecía todo una macabra pesadilla tejida por lasoscuras y retorcidas mentes de las Moiras que queríancortar de golpe los hilos de los troyanos. Todo parecíahaber estado dispuesto así por ellas. Entrelazaron loshilos de Helena y Paris y tiraron, tensaron, cortarony aflojaron cuanto ellas quisieron y más, con un únicopropósito: matarnos a todos.

¿Qué hacían los malditos griegos dentro de un ca-ballo de madera? No lo voy a entender nunca. Locos,ésos, los griegos, ésos sí que estaban locos. Loco hayque estar para jugárselo todo a cara o cruz, loco hayque estar para poder perder o ganar todo en una solajugada, loco hay que estar para decir que la suerteestá echada y lanzarte a una odisea de incógnitas.Pero, según el efecto que surtió, puede que la locu-ra momentánea sea la solución a grandes problemas.Grandes problemas como el mío ahora.

Después de que fuera mi sueño perturbado por losgritos y llantos de un pueblo agonizando, salí de casapara proteger esta ciudad que diez años llevaba guar-dando y una vida entera morando. Entonces, entre laconfusión más absoluta, vi la causa de todos nuestrosmales, Helena, escondida como una sucia rata, espe-

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rando que todo pasase y nada la perturbase. Si entrela confusión no le había alcanzado aún la muerte, yose la iba a dar.

En cambio, cuando mi enloquecida mirada cruzócon la suya, algo me detuvo. Algo, o más bien, alguien.Mi madre, una de las más altas deidades, Venus, antemis ojos apareció y me imploró piedad hacia la reinagriega. Dijo que los dioses así lo habían querido. ¿Quéclase de dioses son los que quieren las desgracias y elsufrimiento de los pueblos inocentes? Me resigné. Siya estaba decidido por los dioses, la ciudad estabacompletamente perdida. Ya no había esperanza paraningún troyano. Tiré mi espada y esperé, como unomás, la muerte.

Pero entonces me di cuenta de una cosa, algo quecasi me pasa desapercibido. Si mi madre me habíaadvertido de nuestro destino, debía huir. No podía serun cobarde que se rinde ante las decisiones divinas.Mi destino no era ése, no pensaba permitir que mivida acabase de tal forma. No me iba a rendir.

Así que, con esta decisión presente, corrí hacia micasa. Busqué a mi mujer pero me fue imposible en-contrarla, así que me abalancé sobre mi padre, des-pertándole y advirtiéndole del peligro.

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Me acerqué a mi hijo, que dormía plácidamente.Agitando su hombro con suavidad conseguí desper-tarle. Me miró con sus claros y diminutos ojos, llenosde duda. Yo, con la cabeza, hice un gesto hacia la ven-tana. Él se levantó perezoso y miró por ella, viendocómo las primeras casas empezaban a arder, oyendogritos desesperados y ahogados. Su mirada cambiócompletamente, sus ojos se volvieron a llenar del mie-do mortal que había morado en él durante toda suvida. Eché sobre mis espaldas a mi anciano padre, co-gí la mano de mi hijo y salimos corriendo de nuestrohogar.

Atravesamos varias callejuelas buscando una sali-da urgente al igual que algunos otros troyanos deses-perados que corrían en dirección opuesta a la nuestra,mientras nosotros huíamos hacia el mar, ellos huíanhacia el templo, a implorar clemencia a los dioses.Ineptos. Nadie iba a escucharlos ahora que los dadosya habían sido lanzados y las hebras de sus definidoshados ya estaban siendo cortadas.

¿Quién me iba a decir a mí que, después de ju-garme la vida por mi patria, ahora me encontraría enesta situación, huyendo de esas murallas inderogablesque juré proteger con mi vida?

Lo que más miedo me inflige ahora es no conseguir

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salvar a mi padre y a mi hijo. Ahora sólo pienso enno deslizarme sobre alguna piedra, en no dar ningúnpaso en falso, en caminar lo más rápido posible. In-tento no sentir el peso de mi ciego y cojo padre sobremí, intento no pensar en mi pequeño Ascanio, en elmiedo que debe de estar pasando. Pero, desgraciada-mente, sólo puedo pensar en mi hogar destruido, enmi familia separada, en mi mujer. . . mi bella mujer. . .¿habrá ella conseguido salvarse? No quiero pensar enello, no ahora.

Ya, ya conseguí ver la playa. Mis cansados piestocaron la suave arena y comenzaron a moverse conextraña dificultad. Y, entonces, cuando una pequeñasonrisa empezaba a vislumbrarse en mi cara, noté có-mo la pequeña mano de mi hijo se soltaba de la mía.Me giré para reprocharle ese acto, pero vi lo mismoque él: Troya ardiendo. Lo que un día fue una granciudad, ahora estaba siendo saqueada sin piedad porlos astutos griegos.

La luna que había sido mi guía iluminando micamino ahora había tornado su cándido color a unoescarlata, teñida por la sangre de todos los asesina-dos, aunque también puede que fuesen las llamas queasediaban la ciudad lo que en ella se reflejaban. Aun-que esa horripilante visión ahora turbaba mi mente,

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decidí no detenerme. Nada debía detenerme. Nada,ahora que estaba tan cerca de la salvación. Busquécon la mirada y encontré una pequeña barca viradaen la arena, como dispuesta para nuestra huida. Dejéa mi padre apoyado allí y encargué a mi hijo que loprotegiese.

Así, me dispuse a volver a la ciudad a buscar a mimujer. Di dos torpes pasos en la arena y sentí cómose petrificaba en torno a mis pies, algo me impedíamoverme. El cielo comenzó a volverse negro, nubescubrieron el mar, truenos empezaron a resonar y re-lámpagos a zigzaguear, rompiendo con tremendos es-truendos la paz del mar. El agua empezó a agitarsey burbujas comenzaron a borbotear en ella. Enton-ces, cuando luchaba por avanzar, del mar empezarona ascender gotas de agua que revolotearon, bailarony jugaron con el viento y, finalmente, se condensaronfrente a mí, dando forma a una escultura de agua yarena. La figura femenina que ante mí se materializóalargó su mano con ternura hacia mi cara y, al rozar-la, se oyó resonar y retumbar por todas partes un ecoque hacía vibrar las partículas de arena que seguíansuspendidas en el aire.

—No me busques, pues la muerte ya me ha encon-trado.

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Yo no pude hacer otra cosa más que sentir cómotodo mi mundo se revolvía y se volvía completamentenegro. Ésa era su voz, su inconfundible, melodiosa ypreciosa voz. Lo que ante mí se había formado era elespíritu de Creúsa, mi amada mujer.

—Vete, pues lo hecho, hecho está, no hay vueltaatrás.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y gotas cayeroncon cada palabra que ella emitió. Un escalofrío reco-rrió mi espalda y todo volvió a la calma.

Volví la vista hacia mi padre y mi hijo, que memiraban sin saber qué ocurría. Posiblemente, habríasido yo el único que había presenciado lo aconteci-do. En cambio, esto no quitaba para que me sintieramuerto en vida. Algo había metido su mano en mivientre y había arrancado de cuajo mis entrañas. Al-go había quedado claro: debía huir lo antes posible,lo más rápido que pudiese.

Corrí hacia ellos y les ayudé a subir a la barca.Comencé a remar, cada vez con más fuerza, viendocomo Troya se convertía en un punto rojo en mitadde la noche, cómo algunas de sus murallas caían, cómolas almas de miles de troyanos suplicantes sucumbíanante las espadas de los dementes griegos que, aunque

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cueste admitirlo, habían sido mucho más inteligentesque nosotros.

Con el corazón hecho pedazos, ninguna esperanzay un futuro del color del cielo nocturno y sin estrellas,navegué hacia mi indeciso destino.

Todo comenzó como un juego de amor entre dosinocentes que no sabían con qué trataban. Así acabala historia de una ciudad milenaria, dejando bien claroque el mundo puede ser una ruina y que la historia,como el destino, aunque atroces, injustos y terribles,ya están escritos y seguirán repitiéndose por siempre,si seguimos siendo tan ciegos como fuimos, somos yseremos.

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Noelia Sáez González

Mucho tiempo desde que no amanece en mí, mu-cho tiempo desde que, apagada, quedó la luz que guíay llena nuestras vidas, mucho tiempo desde que lasespinas envuelven y dañan, mucho tiempo desde que,preso, cayó el sendero por el abismo, mucho tiempodesde que escenas pasadas retumbáis dentro de esteser aún insaciadas de mi angustia, mucho tiempo des-de que mi cuerpo no halla posesión que el vacío llene,que tan sólo por unos segundos placer pueda alcan-zar. ¿Dónde quedó aquel que en placeres carnales seveía lleno en gozo? Porque desde aquel día mi alma nohalla puerta hacia otro mundo, no halla salida en estesufrido laberinto, condenado al más mísero destino,

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porque fue aquel día en el que el sol cesó de brillarporque en mis manos te desvaneciste, y junto a ti algoen mí feneció. Día que aún estremece y resuena, díaque aún amarga fuertemente.

Aquel día me desplacé hacia el bosque, deseabacontemplar aquel fascinante paisaje, me acomodé so-bre una roca en un verde prado, aún húmedo por el ro-cío del despertar, como alba luminosa de la mañana.Allí permanecí durante un largo rato contemplandoel más preciado bien: la naturaleza. El sol despertabaentre las lejanas montañas y, a su paso, alumbrabatodo espacio que aún permanecía en el sombrío cre-púsculo, colmando de vivez, haciendo vibrar el almadormida del paisaje, aurora que derrama vida sobreaguas en silencio, sobre los brotes de futuras flores.Pájaros, que revoloteaban sus alas decorando cadarincón del cielo colmándolo de luz y de mágica es-peranza, deleitaban mis oídos con aquellos bellos ycándidos cantos; las aguas frescas de los ríos se mo-vían lentamente. Así en aquel Elíseo me hallaba, ad-mirando aquella perfección de la que Artemisa nos haofrecido el más grato privilegio de poder deleitarnos.

Pero, de repente, una presencia interrumpió aquelmomento de éxtasis, justo allí, en ese momento, seencontraba ella cual más bello ser: Dafne, dríade, nin-

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fa de los bosques, de delicada y cautivadora belleza,de rasgos profundos y melancólicos. Su cabello ne-gro, que evocaba a la más sensual noche, se deslizabasuavemente sobre su cándido rostro ovalado; su tezde pureza blanca, que parecía transparente, emanabamis sentidos; ojos rasgados de bello mirar, enmarca-dos por unas largas y negras pestañas cual infinitoazul como el mar, adornaban su faz, esos mismos quereflejaban su ser solitario y melancólico, pero revela-ban una sensibilidad y dulzura hasta entonces des-conocida por mi persona. Eran sus labios carnososque avivaban la llama candente, deseosa de saborearel oasis que prendía en su boca canela. Sentidos quepermanecieron extasiados al contemplar cuál elegan-te y delicada silueta, pero dueña y evocadora de lamás excitante pasión viviente y llameante en mi cuer-po, embrujado mi espíritu, ansiaba tan sólo por unosinstantes volver a poseerlo. Cual paloma blanca quesuavemente despliega sus alas sin cautiverio algunoque pueda llegar a apresarla, así se eleva por el am-plio e infinito cielo refugiándose en su más querido yapreciado bien, la naturaleza.

Cuando mi mirar, sujeto a tal deslumbrante divi-na y armónica belleza, Dafne alzó su mirada a quiencautivado la contemplaba sin cesar, pero en aquel ins-

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tante me percaté de que ya no lograba encontrar aqueldespertar del brillo que irradiaba su mirar al encon-trarse indiscretamente nuestros sentidos, algo habíacambiado, algo había dejado ajeno su ser hacia mí;en ella podía percibir la lejanía del día y de la noche,del blanco y el negro, de la oscuridad y la luz. Sus ojosse agrandaban junto con sus dilatadas pupilas comodos inmensos luceros en el alba, pero con angustiadaluz apagada. En su ceño, el pánico plasmaba tensoslabios que provocaban en mí la necesidad por mediodel roce tierno, que en mí nace, de poder calmarlos através de un beso leve. A pesar de la tan aguda dis-tancia podía sentir cómo ese atemorizado y cándidocorazón bombea alarmante, como cuando ante el pe-ligro despavorido aquel ciervo huye del hombre cuyasmanos están marcadas por la sangre, como la alegríahuye de la tristeza, y como el bien huye del mal. Leja-na y ausente sentía de mí su alma hacia mi persona,igual que el sueño se desvanece en el más desdichadoy frío destino, como esperanzadas y anhelantes manosque se alzan hasta el cielo.

Entonces, en aquel momento, pronuncié su nom-bre:

—¡Dafne!

En busca de respuestas que colmaran tan gran de-

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sesperación en mí, gran expectación en mis sentidosexistía en la espera, en la espera sin fin, en la que seconsume el más hiriente silencio, afonía que desatabaen mí tan profunda pena, pena de la que fiel amiga esla más dolorosa soledad; silencio sepulcral que apuña-laba mi cuerpo vagante por respuestas. Pero su bocano respondía, mi alma angustiada suplicaba respues-tas; entonces, me dispuse a buscarlas, mi cuerpo an-siaba desesperadamente tan sólo un leve roce, y meacerqué lentamente, pero a cuanta menor distanciasu rostro palidecía, la angustia hiriente sacudía en mífuertemente; en su faz vestía el miedo que en mí gol-peaba pensando tan sólo que ese alma inocente, que,en lo ajeno, había olvidado aquel puro amor que undía entrelazó nuestras almas.

—¡Dafne!

Entre súplicas alzaba este ser desesperado su nom-bre. Sentí la quemadura de una lágrima que se des-lizaba por mi rostro; y ya no, ya no, ya no aguanta-ba más. Mi cuerpo reclamaba sed de ella y, en aquelmomento, angustiadamente anduve yo hacía ella, enbusca de la melodía de su voz, de la más suave y tier-na caricia. . . Y, en aquel momento, sentí su cuerpotemblar, como alma que huía despavorida, cómo sucuerpo se alejaba.

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—¡Dafne!

En mí la desesperación dominaba, roto cuerpo quecorría tras ella, sentía que cada segundo, de mí la luzel sol se desvanecían y abrían aquel sendero de reinan-te, fría y tenebrosa oscuridad, implorantes súplicasque entre dolorosas lágrimas voceaban:

—¡Dafne, vuelve! ¡Dafne!

Pero súplicas que en el aire ignoradas desfallecían,súplicas que no hallaban respuestas, súplicas que an-siaban calmar el dolor. . . Manos que se alargaban,anhelantes, de su cuerpo rozar y en aquel instante sealzó una angustiada voz, que entre sollozos imploraba:

—¡Padre! ¡Padre!

Voz que, como afiladas punzadas, se clavaba enmí. ¿Qué gran mal pudo provocar aquel ser que enamor suspiraba? Porque, en mí, aquellas penetrantessúplicas eran como veneno que en mi cuerpo abrasa-ban. . .

Delicados brazos que se alargaban siendo por ra-mas atrapados, en fronda su cuerpo tornaba, férreacorteza que torso cándido tomaba, despiadadas raícesque envolvían y apresaban aquel bello y sensible tor-so. . . Desde aquél instante, en segundos, la sombra seadueñó de este bucle navegante en la oscuridad. . .

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Cuerpo encadenado, alma envuelta en la oscuri-dad, ¡ojos que ya en mí no ilumináis!, desdichado serque cayó preso por la dolorosa noche, ser atormenta-do que huye de sí mismo cual mayor desgracia queante su pensar —su ya única compañía— huye de tanhiriente presencia. . .

Cual miserable ser quien en mí tu esencia ocultópor instantes, ¿cómo pude huir de aquél que en míyace? Aquél por el que mi alma respira, aquél que seadentró en mí, manos como palomas que en desea-do vuelo no dejaron rincón sin desnudar, indagandote encontrabas, cada rincón de esta amante, leyen-do en mi cuerpo, noche en la que almas fugitivas seencontraban, noche llameante en la que la lluvia noscubría. . .

Alma cuya vivez en el sufrimiento se desvanece, yaen mí la agonía invade, ya sin ti la sombra invade. . .siempre tuya.

Cada segundo mi cuerpo se consume, siento supresencia, se acerca, fiel amigo de las frías tinieblas,aquél que guía en la noche a aquellas almas vagantes,a las sombras errantes. . . ya sin ti mi alma desvane-ce. . . siempre mío.

Está aquí, es la hora, la luz en mí se consume, alma

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que ya no padece, cubierta mano que a mí conduce. . .ser que no es sin ti. . . siempre nuestros.

¡Bienvenida Dafne!

Vivo sin vivir en mí, alma angustiada que vagasin rumbo; vivo fuera de mí, desde el día en que vitu cuerpo desvanecer, pero presente vives en mí, aúnpuedo sentir tu cuerpo candente que ansiaba el míoposeer. . . . Anhelo tu fuego, tu torso, tu aliento, tu ro-ce; deseo embriagarme nuevamente con tu dulce mira-da y en el Elíseo de tu boca perderme. . . Aún puedosentir tu deseo, mirada penetrante que proclama sudeseo mientras su boca abría jadeante añorando micuerpo. . . Noche que aún resuena en mí, noche quevive, noche que respira. . .

Aquí me hallo, viviendo de ti, de aquello que memantiene en pie, de ilusiones ya consumidas en el abis-mo encadenado, de recuerdos dolorosos. . . En una os-cura habitación sombría me hallo, a la espera incierta,esperando a aquel solitario ser que conduce a aque-llas almas agónicas a su final. Amada, lo único que memantiene con vida es tu recuerdo. . . siempre tuyo.

Pasa el tiempo, en mí siento desvanecer, se escu-cha el agua de la mar, hombre que como la oscuridadtransita sobre ella, amante en el anhelo. . . siempre

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SIEMPRE NUESTROS 59

mía.

Es hora del sueño, negrura que avisa a mi alma,en mí la vela se apaga, luz que se consume por laoscuridad, mano zurda que me arrastra, porque sinti hace tiempo que ya no sé qué es vivir. . . siemprenuestros.

¡Bienvenido Apolo!

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Ana Santos Núñez

Había sido despojado de sus vestimentas y arro-jado con dureza en una estancia que más parecía unacelda. Las paredes de barro y el suelo húmedo, man-chado de los desechos de quienes llevaban allí días,semanas, o incluso meses. Había sido capturado. Novolvería a ver a su familia. Había sido tatuado el em-blema de la casa de amo: Flavio. No tenía opción ahuir. Si osaba siquiera intentarlo, le esperaría una du-ra y sangrienta muerte. Debía, por tanto, mantenersefirme y aceptar el destino que los dioses habían pre-visto para él.

Se incorporó un poco de modo que pudiera apoyarsu espalda arañada contra la pared. Desde su nueva

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posición veía mejor a los dos hombres que, a pocosmetros de él, observaban el más mínimo de sus mo-vimientos. Eran hombres fornidos, cuyas miradas re-flejaban tanto dolor y fiereza como las heridas de suscuerpos sudorosos. Eran gladiadores. Quizá antes fue-ran campesinos, herreros, marineros. . . gente honradacuyos hogares habían sido conquistados por el ImperioRomano y, en consecuencia, se habían visto obligadosa pelear hasta la muerte en la arena, para alimen-tar a un pueblo sediento de sangre y entretenimiento.Hombres libres convertidos en esclavos obligados a lu-char. A luchar por nada. No luchaban por una patriao una familia, luchaban por su vida, para mantenersevivos y poder, así, luchar otro día. Se estremeció. Ensu humilde villa, sólo se había visto en la situación desacrificar animales por el propio sustento de la fami-lia, nunca por placer o defensa propia. Tampoco eraespecialmente hábil con las espadas o las mazas. Yjamás había visto de cerca una fiera.

Sintió cómo el frío de la pared contagiaba su cuer-po, haciéndole perder el poco calor que había con-seguido mantener. La incertidumbre y el miedo seapoderaron de su cuerpo. Debería esforzarse muchopara entrenar y ser el más fuerte; si no, sus días es-tarían contados, aunque probablemente ya lo estuvie-

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EL DESTINO 63

ran. Realmente no le gustaría tener que enfrentarsea ninguno de los hombres que le observaban desde lapenumbra de la celda. Sin embargo, no tenía más op-ciones. Se había resignado a aceptar su desafortunadoporvenir, pero no podía evitar cuestionarse por qué leshabría tocado vivir en un mundo donde la vida hu-mana carecía de valor y era violentamente sacrificadapara ofrecer espectáculo.

Giró las manos y miró sus palmas. Ayer acariciabaa su mujer con ellas. ¿Tendría mañana que matar aalguien con ellas? Al fin y al cabo, sólo eran manos.Podían ser tiernas o violentas. Sin embargo, le gus-taría que esa decisión dependiese de él y no de nadiemás. Acababa de perderla y ya la echaba de menos.Hablaba de su libertad. Su libertad no era sólo serlibre, era su hogar, su mujer, sus hijos, su granja, suburro, su vida. ¿Podría luchar por ella? ¿Existía aca-so esa posibilidad? Corrían rumores sobre gladiadoresque se enfrentaban a sus amos. Pero no eran suficien-tes, las historias nunca acaban bien. Se juró entoncesque, si algún día se topaba con la oportunidad deunirse a los gladiadores sublevados, lo haría; lo haríay vencería. Recuperaría lo que más valoraba en aquelinjusto mundo: su libertad.

Decidido y algo dolorido, se puso en pie y se apro-

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ximó al pequeño ventanuco que estaba a su izquierday por el que miraba distraído uno de sus nuevos com-pañeros. Se asomó como pudo y miró el cielo. El mis-mo cielo que ayer parecía reconfortante y estrellado,y que hoy lucía oscuro y triste. La misma luna queayer se mecía entre las constelaciones y que hoy lecompadecía, le sonreía tímidamente en un intento dedarle ánimos, aun sabiendo que eran muchos los quehabían estado en su situación y pocos, muy pocos, losque habían logrado salir.

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Violante Tovar Navarro

Ya no sentía más dolor, ya no escuchaba los rui-dos, sólo podía notar los rayos de sol cayendo sobre micuerpo, pensando en lo que había tenido que pasar,para que yo estuviera allí tirado sobre la arena delFlavium Romae. Hace unos meses que perdí mi vidapues aunque seguía vivo parecía que estaba viviendofuera de mi cuerpo. Ahora sólo tengo pensamientosde ese pelo largo y rubio que me deslumbraba cadavez que la veía pasar. La primera vez que la vi, ellatenía nueve años y yo tan sólo doce, y supe desde esemomento que la amaba pero, para ella, en cambio, eraun ser inexistente. Por suerte, unos años más tarde,sus padres y los míos decidieron casarnos; para enton-

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ces ella tenía dieciséis y yo veinte. A los pocos mesesde la celebración de nuestra unión nació un niño alque llamamos Gómer.

Todo en la Galia era tranquilo, yo me dedicaba alcultivo mientras mi amada se dedicaba a los cuida-dos de la casa y del niño. Mi vida era perfecta hastaque un día, sin darnos cuenta, unos soldados romanosatacaron mi aldea. Yo pensé que era sólo eso, pero no.Nos encontraron escondidos; intenté defendernos paraque mi amada y mi hijo escaparan, pero este hechohizo que empeoraran las cosas: A mí me sujetarondos soldados y me dijeron que, como castigo, teníaque ver cómo mataban a mi familia. Primero fue miniño, que no paraba de suplicarme entre lágrimas quelo ayudara: «¡Papá, por favor, haz algo!». En cambio,mi esposa, cuando la mataron, ya no tenía vida, pueshabía perdido lo más preciado que tenía. En cuantoa mí, sólo me quedaba una cosa, que era sobrevivir.

Los gritos del público hacían que me despertarade mi ensoñación, que mirara al cielo, pues sólo pedíaque me diera fuerzas para seguir luchando. El gla-diador estaba de cara al público, animándolos a quehicieran más ruido. Mientras, agarré mi espada y salícorriendo hacia él. Este movimiento no se lo esperaba,pues pensaba que ya estaba medio muerto; pero nece-

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MEA PUGNA 67

sitaba vengar las muertes que me hicieron estar aquí,mostrar el dolor que me habían causado ya que habíaperdido la capacidad de sentir y lo único que llevabadentro era la rabia y el dolor, sólo había cabida paraesos dos sentimientos.

Mi oponente responde a mis movimientos, sólo meconcentro en buscar sus puntos débiles pero no lostiene, le lanzo otro golpe y éste me responde con unomás duro echándome hacia atrás, pero en un falsomovimiento me desequilibrio y, entonces, siento undolor punzante, en el abdomen, otro un poco másarriba, hasta que caigo al suelo.

Ya no sentía dolor, sino un enorme alivio. Queríamás, pues solo así moriría antes y podría reunirmemás rápido con ellos, porque no podría haber vividoaquí en este sitio sin ellos. Sin darme cuenta, estoyllorando y gimiendo de dolor, pues una parte de míquiere que luche, que siga vivo, pero ya es demasiadotarde para eso, ya que sentía cómo se ralentizaba eltiempo y paralelamente en mi cuello sentía una fuertepresión. El público en las gradas sólo gritaba enseñan-do su dedo pulgar apuntando hacia abajo. No sabía loque era ese signo hasta que noté la espada adentrarseen mí; luego lo vi todo negro. Supe en ese instanteque ya era libre, pues ya estaba muerto.

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Derechos de publicación y copia(Anotaciones y disposiciones principales)

La presente obra colaborativa se compone de al-gunos relatos participantes del I Certamen Escolar deRelato Telémaco de Ítaca, promovido y organizadopor la agrupación de Portal Clásico. La participaciónen el Certamen fue libre y bajo los requisitos estable-cidos en las bases del concurso publicadas con ante-lación. Ateniéndose a dichas bases, los participantesdan a Portal Clásico su consentimiento para publicarsus relatos en esta obra.

La edición y difusión de la presente publicaciónse lleva a cabo buscando el reconocimiento de la ca-lidad de los textos y el esfuerzo de algunos más delos participantes que no han sido premiados al tér-mino del concurso. En ningún caso esta publicaciónse ha concebido con ánimo de lucro, por lo que, para

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que no sea objeto de compra o venta, Portal Clásicola ofrece gratuitamente y libre en su sitio web desdeel mes de septiembre de 2015 por no menos de seismeses. Si se llegara a tomar la decisión de retirar-la del servidor, podrá ser solicitada a cualquiera delos miembros constituyentes de la Junta Directiva dePortal Clásico.

La autoría de los relatos de esta publicación per-manecerá intacta, correspondiéndole a cada partici-pante exclusivamente la autoría del relato con el quetomó parte en el concurso. Portal Clásico no ha ad-quirido ningún derecho sobre los relatos de los parti-cipantes excepto los dispuestos en las bases de parti-cipación del concurso, aceptadas en su totalidad porlos autores de los relatos al concurrir a los premios. Eluso total o parcial de cada relato en obras derivadasqueda sujeto a la decisión de su autor. Portal Clásicono facilitará datos de contacto de ningún tipo sin elpermiso expreso de los participantes.

Más allá de eso, todos se habrán de ceñir a lassiguientes directrices de copia y tratamiento de estapublicación, en lo que se refiere al conjunto de la obra:(1) Cualquier referencia a la presente obra o alguna desus partes que propicie o resulte del uso y provecho

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LICENCIA DE COPIA 71

de la misma, deberá mencionar a todos los autoresde cualesquiera relatos de la presente obra a los quese haga referencia; (2) No se permite la publicaciónde obras derivadas sin el permiso expreso de los au-tores de los relatos afectados. En caso de que no seviera afectado específicamente ninguno de los relatosde manera directa o indirecta, Portal Clásico no poneobjeciones a su publicación, siempre y cuando (a) seaseguren de que los miembros de Portal Clásico tie-nen constancia de ello y (b) se haga bajo los mismostérminos de distribución y copia que esta obra ori-ginal. En caso de no poder atenerse al subapartado2.b, Portal Clásico revocaría los efectos generales desu beneplácito hasta nuevo acuerdo.

Por último, en caso de contradicción entre estasDisposiciones principales y los términos de la Li-cence Art Libre*, prevalecerá lo establecido en laprimeras.

*Puede acceder al texto íntegro de la lal v. 1.3 en el sitioweb de Copyleft Attitude http://www.artlibre.org

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Contenido

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

La verdadera historia de Troya . . . . . . . . 11Sonia Garduño Chacón

Azufre y jazmín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27Lucía López García

La verdad de Eneas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39Cristina Martínez Carrillo

Siempre nuestros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51Noelia Sáez González

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El destino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61Ana Santos Núñez

Mea pugna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65Violante Tovar Navarro

Publicación y copia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

**

**La ordenación de los relatos a lo largo de esta publicaciónes puramente alfabética.

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AritmÉtiko

Historia, mitología, religión, aventuras, luchas, in-trigas, valores, educación. . . Todo esto y más es loque podemos encontrar en este compendio de re-latos breves. Cada palabra, cada línea y cada pá-rrafo nos transportan a una nueva visión de Romay Grecia. Una visión que proviene de los más jó-venes escritores, aquellos que empiezan —o hacepoco empezaron— a tener contacto con la culturaclásica. Como demuestra cada uno de los relatosaquí presentados, la edad no está reñida con lacreación. Las musas inspiran al escritor que creeen ellas, tanto al de mejillas sonrosadas como alde pelo cano.