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Implicación y Sobreimplicación[1] La noción de implicación puede ser rastreada, en sus usos epistemológicos, sociológicos, psicológicos, por ejemplo en Bastide (1950), Piaget (1950, 1977), Devereux (1967, 1980), Lourau (1969, 1981, 1987, 1988), Bohm (1980, 1987), Morin (1982, 1986). Pero al mismo tiempo esta palabra proviene sobre todo del derecho y las matemáticas, es frecuentemente empleada fuera de todo contexto teórico. Desde hace algunos años tiende a competir con otras palabras de una similar nebulosa ideológica, como “compromiso”, “participación”, “investidura afectiva”, “motivación”, etc. El presente texto no sintetiza los aportes de los autores citados antes, no más que los aportes de muchos otros investigadores en sociología aplicada, en antropología y en análisis institucional. Se limita a intentar explicar una definición “utilitarista” de la noción de implicación. “Implicación” produce sus metástasis no solo en el campo de la formación, de la salud y el trabajo social en los cuales se puede decir, invirtiendo una fórmula aplicada a los países del este europeo, largo tiempo bajo la dominación comunista, que la ideología ha sido reemplazada por la psicología. Muchos otros campos socio- profesionales están tomados. El término se insinúa incluso en el idioma de palo de los medios, de la política, de la empresa. Hasta en la “comunicación” no se trata más que de “implicarse” en la utilización de una máquina “interactiva”. Yendo al extremo, uno no se comunica más o menos bien, como usted y yo, uno “se implica”. El origen de este uso voluntarista, productivista, utilitarista, supuestamente pragmático de la implicación, es quizás una mezcla de influencias cristianas, existencialistas, fenomenológicas, psicologistas. “Yo me implico”, “él no se implica lo suficiente”, etc.: éstas fórmulas comodín se tornan

Implicación y Sobreimplicación

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Implicación y Sobreimplicación[1]

 

            La noción de implicación puede ser rastreada, en sus usos epistemológicos, sociológicos, psicológicos, por ejemplo en Bastide (1950), Piaget (1950, 1977), Devereux (1967, 1980), Lourau (1969, 1981, 1987, 1988), Bohm (1980, 1987), Morin (1982, 1986). Pero al mismo tiempo esta palabra proviene sobre todo del derecho y las matemáticas, es frecuentemente empleada fuera de todo contexto teórico. Desde hace algunos años tiende a competir con otras palabras de una similar nebulosa ideológica, como “compromiso”,  “participación”, “investidura afectiva”, “motivación”, etc.

            El presente texto no sintetiza los aportes de los autores citados antes, no más que los aportes de muchos otros investigadores en sociología aplicada, en antropología y en análisis institucional. Se limita a intentar explicar una definición “utilitarista” de la noción de implicación.

            “Implicación” produce sus metástasis no solo en el campo de la formación, de la salud y el trabajo social en los cuales se puede decir, invirtiendo una fórmula aplicada a los países del este europeo, largo tiempo bajo la dominación comunista, que la ideología ha sido reemplazada por la psicología. Muchos otros campos socio-profesionales están tomados. El término se insinúa incluso en el idioma de palo de los medios, de la política, de la empresa. Hasta en la “comunicación” no se trata más que de “implicarse” en la utilización de una máquina “interactiva”. Yendo al extremo, uno no se comunica más o menos bien, como usted y yo, uno “se  implica”.

            El origen de este uso voluntarista, productivista, utilitarista, supuestamente pragmático de la implicación, es quizás una mezcla de influencias cristianas, existencialistas, fenomenológicas, psicologistas. “Yo me implico”, “él no se implica lo suficiente”, etc.: éstas fórmulas comodín se tornan equivalentes de las viejas expresiones del tipo “Yo me comprometo”, “él no se compromete realmente”, etc.

            Esas fórmulas constituyen juicios de valor, sobre uno mismo o sobre los demás, destinados a medir grados de activismo, de identificación con una tarea o una institución, la cantidad de tiempo-presupuesto que se le dedica (estar allí, estar presente), como así también la carga afectiva invertida en la cooperación. Es una especie de virtud teologal, la “presencia en el mundo”. Después del protestantismo, el catolicismo social la ha preconizado a fin de reducir la distancia entre la jerarquía y “el pueblo de Dios”, entre los patrones y los obreros, entre los grandes propietarios y los trabajadores agrícolas. Tal es el sustrato teológico de esta ideología. No debe sorprendernos que se mezclen también, en Oriente como en Occidente, aportes no directamente religiosos: el sincretismo es un elemento de éxito para el implicacionismo.

            La inflación del implicacionismo torna cada vez más difícil el uso de la noción de implicación en el marco teórico del análisis institucional, utilizado por un cierto número de investigadores. La noción de implicación nació en ese marco bajo la influencia de la contra-transferencia institucional en psiquiatría y bajo el efecto de la intervención socioanalítica.

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            Muchos otros investigadores la utilizan como una noción errática, sin nexo con una teoría de conjunto. Incluso aquellos que se refieren eventualmente a Devereux. O bien a una variante de la fenomenología moderna, no siempre escapan a la derivación solitaria del concepto.

            Si sólo se tratara de una discusión semántica no se hablaría más del tema, o quizás bastaría con encontrar otra palabra, otro representante de la cosa, otro significante (en la lingüística saussuriana), u otro representement (en la semiótica de Pierce). Ahora bien, si los significantes y representement en general se dejan manosear sin protestar demasiado (democracia, orden, Progreso, liberalismo, socialismo, revolución, etc.), exigen al investigador un tratamiento menos brutal. Si el investigador toma en serio, no sus resultados más o menos insólitos, sino su neurosis de explicación y más aún sus neurosis de comunicación, no puede permitirse el imponer un sentido a las palabras de la tribu para luego gemir cuando la tribu continúa usando esas palabras de acuerdo a las leyes de gravedad y a las estrategias de los intercambios cotidianos, teledirigidos por la Bolsa de Tokio o de New York. La desviación del sentido es parte del trabajo del concepto, ya que el concepto, como la madera de construcción, “trabaja”. El sentido que, sobre las exhortaciones mágicas de los sociólogos neo-positivistas, se tratan de establecer, no es más “puro”, contrariamente a lo que sostenía Mallarmé en su famoso Brindis Fúnebre (“Dar un sentido más puro a la palabras de la tribu”). El sentido que se trata de establecer es otro. Está ajustado a una estrategia. Encontrar otra palabra e incluso, en último caso, un signo abstracto, una señal como el signo matemático de la implicación (Þ) -y por que no el de la inclusión ( [ )- esto constituye un desplazamiento de la cuestión, no una mejor respuesta.

            La carga semántica de la palabra es la presencia activa, llamativa, obscena, de su devenir, es su relación con el juego de las fuerzas y formas sociales (la institucionalización). Es casi imposible analizar el devenir sin intentar describir en qué él nos analiza, el analizador de todas las cosas, el partero de la contradicción permanente, que integra tanto las hacedoras de ángeles y las técnicas contraceptivas, como la nueva tecnología de la procreación artificial y los nuevos Prometeos de blusa blanca[2]. Semejante trivialidad, bien teorizada por los filósofos árabes de nuestro Medioevo, parece desconocida para los modernos partidarios del cientificismo que están en el candelero[3].

            La génesis teórica del concepto de implicación, elemento importante de su actualización en una teoría de las ciencias sociales, no ofrece dificultades insuperables. No ocurre lo mismo con su génesis social.

Exponiendo brevemente la inestabilidad ideológica del implicacionismo, he indicado la tendencia. Toda una investigación, por otro lado apasionante, deberá llevarse a cabo para describir la génesis social y, al mismo tiempo, corregir, incluso validar, lo que tenga de excesivamente esquemático el bosquejo que presento. La génesis social del concepto de implicación obliga a la sociología, si no quiere ser un discurso semifilosófico sobre lo social, a recibir en pleno rostro las contradicciones más desagradables, y nos obliga a moderar nuestro optimismo profético. Así lo entiende Jacques Guigou (1987): “La creciente velocidad con la que se institucionaliza la investigación exige una especie de censura burocrática sobre todo aquello que, de la vida cotidiana de los investigadores, se constituye en el parásito de la lógica llamada ‘científica’”. Señalando que el “síndrome de la implicación afecta a tal punto a los

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investigadores en ciencias sociales y a sus maestros que la confusión más completa se ha difundido a propósito de este concepto”. Guigou pone en evidencia la siguiente paradoja: mientras que el implicacionismo y la moda de la implicación hacen furor, la investigación se burocratiza y se encierra cada vez más. Si el sistema habla de implicaciones es para impedir que sean develadas: “Implíquese, reimplíquese, pero no analice sus implicaciones”, le hace decir Guigou al sistema. De hecho, la forma pronominal, refleja, del verbo “implicar” señala no solamente esa virtud teologal que invocábamos m+as arriba, sino más precisamente, el sobretrabajo exigido en aras de la producción de una plusvalía, de una rentabilidad suplementaria. No se trata solamente del deber de estado que consiste para los cristianos el ejercer correctamente un oficio a fin de probar que no están fuera de este mundo. Es lo que Jules Celman (1971) llama “la explotación de la subjetividad”, que sucede a la explotación de la objetividad del hombre en el trabajo alienado. Forma de la sobreexplotación y de la sobrerepresion en el sentido de Marcuse.

            Por esto estamos autorizados a proponer el término de sobreimplicación para designar aquella desviación del concepto de implicación relacionada con la subjetividad-mercancía.

 

 

            La implicación es un nudo de relaciones. No es ni “buena” (uso voluntarista), ni “mala” (uso jurídico-policial). La sobreimplicación, ella, es la ideología normativa del sobretrabajo, de la necesidad de “implicarse”.

Lo que para la ética, para la investigación, para la ética de la investigación es útil o necesario, no es la implicación -siempre presente- sino el análisis de la implicación ya presente en nuestras adhesiones y n adhesiones, nuestras referencias y no referencias, nuestras participaciones y no participaciones, nuestras sobremotivaciones y desmotivaciones, nuestras investiduras y no investiduras libidinales…

Un ciudadano que participa de cerca o de lejos en quince asociaciones no está “más implicado” ni “se implica” más que aquél que solo forma parte de dos asociaciones y no va jamás a depositar su boleta en las urnas, Es más participativo, está más comprometido. Las implicaciones del no participacionista no son menos fuertes que las del participacionista. Ambas deben ser analizadas. El ausentismo y el abstencionismo no son formas de no implicación. Son actos, comportamientos, tomas de posición éticas, políticas. La deserción, la defección, son tan significativas (como lo ha señalado Hirshmann) como la toma de palabra participativa, incluida la contestación participativa o la participación contestataria. Si la participación, el compromiso en ciertos sectores de la vida social (y no necesariamente en todos) pueden simbolizar una adhesión, o una integración, o una identificación -a la inversa la deserción, la defección- pueden simbolizar una desafectación, que es una fuerza altamente instituyente, como vemos desde hace un año en los países del este europeo. En un antiguo estudio (1969) traté de mostrar cómo la ideología participacionista, muy activa inmediatamente después de la grave crisis que había afectado a una gran parte del sistema institucional. Durante los dos decenios transcurridos desde entonces, la obsesión del “retorno a los valores

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seguros” prueba la profundidad de la desafectación y la necesidad de una propaganda de la sobreimplicación.

Entre el aspecto activo (activista) de la sobreimplicación y el aspecto pasivo de la implicación ya presente, la oposición es una apariencia que conviene superar. La Sobreimplicación, el activismo, si son analizados, pueden presentar aspectos extremadamente pasivos: sumisión a las órdenes y consignas, implícitas, del nuevo orden económico y social deseoso de rellenar las grandes brechas producidas por la desafectación como así también por la desocupación más o menos institucionalizada. LA implicación, por su parte, debe ser analizada individual y colectivamente, lo que supone una actividad intensiva y muchas veces penosa. La implicación, resistiendo al análisis, no es pasiva en sí misma. Actúa con fuerza en la sombra en que la sobreimplicación, como lo señala Guigou, trata de mantenerla, de camuflarla.

También es cierto que la sobreimplicación interfiere en el análisis de la implicación cuando aislamos, por ejemplo psicologizándolo, uno de los campos de análisis. Devereux ha tomado confusamente conciencia de ello al hablar de “situación de observación”, pero sin teorizar bien los datos que él produce. Cuando la relación con el objeto ocupa todo el espacio y evacúa otros campos de implicación (Manero: 1987), a saber la demanda, la institución, la relación con la teoría, la relación con la escritura, se psicologiza  y se sobreimplica un campo. La autonomización de otro campo, por ejemplo el del análisis de la demanda social, lleva a subestimar otros campos como efecto, esta vez, de la sociologización, Podemos llegar hasta denegar la existencia de uno u otro campo, por ejemplo el libidinal, de la relación con el objeto, o bien aquél, igualmente oscuro y determinante, de la relación con la escritura.

El nivel o campo de análisis más inmediatamente objetivo –la pertenencia sea ésta de clase, de status, étnica, etc.- no debe hipostasiarse so pena de dejar escapar otros niveles o campos de análisis de la implicación. Sin embargo no conviene inclinarse por la explicación multi-uso de “lo imaginario”, si bien lo imaginario no está ausente en lo absoluto en la implicación y sus “insights” sobreimplicacionales.

En el viejo vocabulario marxista-militante, los intelectuales, a fin de exorcizar su vergonzosa pertenencia “al otro lado de la grieta” (como diría Jack London), inventaron el concepto típicamente teológico de “postura de clase”, mágico resultado de su “compromiso”. Posición imaginaria que evitaba enfrentar el análisis de las implicaciones reales y generadoras de falsa conciencia en el sentido de Mannheim o de Gabel. Es lo que denuncia con vehemencia, la víspera de su muerte, una célebre terrorista, Ulrike Meinhof (1976 - 1977). Como el marxismo institucional e incluso terrorista ya no puede decentemente recurrir a la noción de “postura de clase”, los nuevos ropajes del implicacionismo están dispuestos a rejuvenecer las viejas lunas “progresistas”. Desde el punto de vista de una sociología de la intelligentsia, tenemos derecho, como traté de hacerlo (Lourau: 1981), a definir al intelectual por su rechazo a analizar sus implicaciones, rechazo disimulado, una vez más, bajo la retórica de la Sobreimplicación, de la participación en la universalidad del “progresismo”.

La sobreimplicación es el “plus”, el punto suplementario que el docente acuerda al trabajo del alumno si sus cuadernos están prolijos (es así que mi hija trajo triunfalmente un 21 sobre 20 en matemáticas, materia en la que ya brillaba). La sobreimplicación está compuesta igualmente por virtudes exigidas en las grillas de evaluación de los

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empleados y jerárquicos. E comité de la empresa TF UN, cadena de televisión privatizada, en manos del Rey del hormigón Francis Bouygues, promovió un sistema de calificación sobreimplicacionista que comprendía, además de “Coraje-Tenacidad-Voluntad de éxito”, la rúbrica “Implicación-Estado de ánimo”[4]. El proyecto de grilla Bouygues muestra bien que se trata de exigir un suplemento de espíritu, garante de un sobretrabajo directamente productor de identificación con la institución e indirectamente productor de plus-valor, no a favor del trabajador colectivo cuya cooperación, en lo bajo de la escala, reposa también y sobre todo en la resistencia, sino a favor del empleador. Es la autogestión o la cogestión de la alienación.

La desafectación silenciosa (en el sentido en que Bernanos hablaba de “apostasía silenciosa” a propósito de sus correligionarios cristianos), si apunta a lo instituido, es directamente producida por lo instituido.

 ¿Quién fabrica la seropositividad de la desocupación gigantesca, si no el sistema político-económico y su filosofía “liberal” que trasciende la cuestión de la felicidad, la deniega con una fuerza y una violencia equivalente a las que ejercía la dominación teocrática? He ahí lo que hay que disimular a toda costa, taponándola con la nueva “explotación de la subjetividad” –no tan nueva si pensamos en las Cruzadas, en las modernas guerras basadas en la conscripción y la obligación del patriotismo, en los totalitarismos viejos vampirizadotes de la subjetividad como son los del siglo veinte; “Detrás de la sobrepolitización nazi o estalinista, se produce y reproduce, en efecto, la represión sistemática de la política”, señala J.M. Vincent (1987). La sobreimplicación no es, pero puede transformarse, en una herramienta de sobrepolitización total. Ya no es la psicología (el psicoanalismo) que deviene ideología, es lo inverso: “La ideología se ha convertido en la psicología de varias docenas de obreros, kolkhocenos[5], agrónomos, docentes, médicos y dirigentes”. En esta enumeración a la Prévert, Leonid Albakine -importante burócrata de la investigación en la URSS- olvida desgraciadamente… a los investigadores[6].

Esta O.P.A. de la ideología sobre el psiquismo se manifiesta en muchos sectores. “Impregnados de armonía evangélica y contestataria, los dominicanos del Ciervo muestran un sonriente desprecio por lo que ellos tachan de juridismo o formalismo (…). Lo único que importa es participar. Y con recíproca confianza en el equipo fraternal de los religiosos y laicos que anima la casa”. Es así como Michel Carrouges, especialista en ‘máquinas célibes’, describió, divirtiéndose, al convento –casa editora- centro cultural bien conocido (1974).

Partido, iglesia… ¿y la empresa? “En la fábrica, el nosotros es utilizado en un sentido que, extrañamente, es casi el opuesto al que encontramos en el diccionario: esta pequeña palabra, que habitualmente remito a una idea de comunidad, adquiere en boca de un dirigente un valor de advertencia y marca la diferencia que debe distinguirlo de los otros”, observa el húngaro Haraszti (1970). Los otros, los obreros, dicen “ellos” para referirse a la población de supervisores, empleados de oficina, dirigentes dentro o fuera de la fábrica, El “nosotros” está cargado de un pedido de sobreimplicación. Apela a la sumisión de los obreros a través de una ficción de una comunidad no ya evangélica sino… comunista.

 

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Abandonemos la Hungría de los años ‘70. Volvamos a París, en los años ’80.

Peter Halbherr investiga la sede francesa de una famosa multinacional dedicada a las técnicas de la comunicación. Uno de sus informantes, “manager” de la empresa desde hace largo tiempo, describió su carrera a simple vista aberrante, en realidad absolutamente típica de la forma en que la empresa manipula la sobreimplicación de sus ejecutivos. “En cada período avanza rápidamente, con una movilización máxima de su potencial de trabajo[7], para ser inmediatamente reubicado en un nuevo punto de partida, más modesto, que permitía un nuevo avance rápido”. El “ritual de evaluación” es repetitivo y estresante. “La implicación del empleado en ese juego es total y, en ese sentido, trágica”. Para Peter Halbherr se trata de la “locura institucional” (1987).

En un estudio anterior sobre la misma empresa, realizado por el equipo de Pages (1979), se lee: “Las políticas de TLXT van mucho más allá de ‘tratar bien al personal’, que sigue siendo la regla de la empresa clásica. Estas políticas se apoyan sobre una filosofía de las que pretenden derivar, no se contentan con dar para excusar la explotación, ellas exigen”. Casos Recientes, muchas veces trágicos, de disidencia de ejecutivos despedidos son analizados en términos de vampirización por los actores o testigos. El contexto es descripto por Rank Xerox como de “euforia y movilización permanente”. Un ingeniero de IBM, entes de suicidarse, habla de “mutación de la personalidad”. La selección de los futuros ejecutivos “de alto potencial” induce la creación de un “organigrama bis” para los individuos que saben rentabilizar su stress y poseen un “animus” fuerte. Desde el punto de vista del análisis institucional, la sobreimplicación no es solamente productora de sobretrabajo, de stress rentable, de enfermedad, de muerte, de plus-valor, sino también de “cash-flow”, beneficio absolutamente neto consagrado a la reinversión, por lo tanto al crecimiento indefinido de la empresa-institución. Las relaciones sociales productivas son “cash-flowisadas”. La lealtad respecto de la empresa que Hirschmann compara con la lealtad que la nación EEUU espera de parte de los ciudadanos, ¿no es también una forma de cash-flow? Es lo que sugiere Eric Burmann: “Antes el ciudadano debía servir fielmente al Estado, garante del orden social capitalista; ahora debe extender su civismo a su actividad en el seno de la empresa, en su trabajo. Los derechos del hombre nunca fueron otra cosa que garantizar los privilegios sociales, El deber de las masas dominadas era respetar pasivamente esos privilegios erigidos falazmente en derechos naturales. Hoy ellas deben promoverlos”[8]”.

El implicacionismo de la sobreimplicación es la performance ergológica o deportiva (o artística), el neo-stakhanovismo[9] que desemboca, en Japón, no solamente en los círculos de calidad como forma de recuperación del sobretrabajo intelectual y físico de la base, sino también en la institucionalización, en la reciente legislación japonesa, del “karoshi”, reconocimiento del deceso por exceso de trabajo.

La muerte por trabajo no debería espantar a los investigadores sobreimplicados en el trabajo del concepto de implicación.

 

 

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Estaba trabajando el Moisés de Freud cuando, una mañana, al despertarme logré atrapar al vuelo esa palabra, “sobreimplicación”. Estaba a punto de desvanecerse, como ya se desvanecían las líneas memorizables de mi sueño. Fue solo más tarde que otras asociaciones sustituyeron a las que todavía flotaban al despertar.

La víspera de la noche del sueño había recibido un texto manuscrito fotocopiado de Fernand Deligny, “Intentos de aproximación a lo tácito”, cuya lectura me había conmocionado tanto como la relectura del Moisés. Me había impresionado particularmente la insistencia de Deligny en evocar al “on” como un conector ‘indefinido’ de todo lo que es tácito o tácitamente sobreentendido en la comunicación instituida. No se si en aquella época yo conocía el Diario Clínico de Ferenczi: en todo caso poco tiempo después la “intropresión” del adulto sobre el niño se armonizaría para mi con la idea de una enorme carga del “on” pesando sobre los niños autistas, como sobre todos nosotros, animales infantiles desnaturalizados.

Tal es el contexto del descubrimiento -si el término no resulta demasiado ambicioso- de la noción de sobreimplicación, y también el origen del desdoblamiento del implicacionismo en dos contenidos contradictorios y dialécticamente vinculados. La sobreimplicación del viejo Freud en su laborioso y caótico ensayo sobre las fuentes del monoteísmo, y el carácter sumamente problemático de un Padre de la religión judía, produjeron en mi, desde las primeras lecturas, una verdadera irradiación de angustia de muerte. El viejo padre –y mi propio padre, muerto el 24 de diciembre de 1986- atormentado por sus mejores hijos, Jung, Adler, Rank, Reich e incluso Ferenczi, enseguida preocupado por el ascenso del nazismo, luego perseguido, exiliado y muriendo lejos de su Viena, era él y ningún otro, quien podía, en la ancianidad descender a la arena y enfrentarse, para matarlo, al Nombre del Padre.

Ferenczi, el hijo querido e insoportable, acababa de morir. Pero de Freud a Ferenczi, de Ferenczi a Balint y de Balint a Devereux, la cadena austrohúngara, la cadena bohemiana se enganchaba para mí al eslabón Deligny.

 De la clínica stricto sensu a la clínica social y de la clínica social al análisis institucional de la investigación, una continuidad busca establecerse, quizás retorcida como en la cinta de Moebius, Con interlocutores muy diversos, en Francia y en el extranjero, he notado la performance relativa del concepto de sobreimplicación. El que contribuye a dejar atrás la vieja-novedosa problemática “subjetivismo/objetivismo” en la que se refugian las variedades del fenomenologismo o del supuesto “antipositivismo”.

Con la sobreimplicación vemos el vínculo entre subjetivismo e instrumentalismo. En este sentido el implicacionismo del sobretrabajo es paradigmático. En lo que concierne a la investigación o al trabajo intelectual en general, solo he dado breves indicaciones que hay que retomar sistemáticamente para averiguar cómo el rechazo puro y simple del análisis de la implicación (que define al “intelectual”) se encuentra con el supuesto pragmatismo del implicacionismo.

Bibliografía:

  BASTIDE, Roger (1950) Sociología y psicoanálisis. PUF

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  BOHM, David (1980) Wholeness and he implicate order. London-New York [Traducción al francés: La plenitud del universo. Editorial du Rocher. 1987]

  CARROUGES, Michel (1974) Un empresariado de derecho divino. Antrhopos.

  CELMA, Jules (1971) Diario de un educastrador. Champ libre.

  DEVEREUX, Georges [1967 edición inglesa] (1980) De la angustia al método. Flammarion.

  GUIGOU, Jacques (1987) La ciudad de los ego. Grenoble, Editorial de l’impliqu          

  HALBEHRR, Peter (1987) IBM, mito y realidad. Lausanne, Favre

  HARASZSTI (1976) Traducción al francés: Salario por piezas. Seuil.

  LOURAU, René:

  (1969) Crítica al concepto de participación. Utopie N°2

  (1981) El lapsus de los intelectuales. Pivat.

  (1987) La implicación, ¿un nuevo paradigma? Socius N°4/5

  (1988) El diario de investigación. Materiales de una teoría de la implicación. Meridiens-Klincksieck.

 

 

[1] René Lourau (1987-1990) mimeo. El presente es la transcripción de un texto fotocopiado que presentaba dificultades a la simple lectura (por ser copia de copia de…) Acorde a las fuentes que pudieron ser rastreadas en internet, citamos:

Desgrabación disertación en el primer encuentro El Espacio Institucional. 1992

Publicación Interna. LAI. Instituto G. Germani. Fac. de Ciencias Sociales. U.B.A – 2001.

Y agregamos: Psicología Institucional. Material de cátedra (circulación interna). UADER. 2008

 

[2] Hace alusión a los científicos (nota de transcripción)

 

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[3] El autor juega con el mito de Prometeo, comparando a los científicos con éste.

 

[4] Liberación, 5 de febrero de 1988. Página 7

 

[5]

 

[6] Le Monde, traducción de un extracto de la Komsolskala Privada, febrero, 1989.

 

[7] Las negritas pertenecen a René Lourau.

 

[8] Texto dactilografiado trasmitido a René Lourau por el autor, 1987

M Cari

Implicación y distancia

de Psicologia Institucional, el El miércoles, 22 de agosto de 2012 a la(s) 22:54 ·

 

RESIDENCIA DE TRADUCCIÓN: Traductorado en Francés 

Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas

“Juan Ramón Fernández”

 

Solicitante: Prof. Virginia Schejter

Cátedra: Psicología Institucional, Facultad de Psicología, UBA

 

Residente: Elizabeth Calandri

Tutora de la residencia: Prof. Patricia Willson

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Texto: Eugène Enriquez, “Implication et distance”, Les cahiers de l’implication. Revue d’analyse institutionnelle 3 (hiver 99/00). L’intervention, Paris 8 université. 

Implicación y distancia

 Dado que ya he escrito mucho sobre “la intervención”, sobre sus métodos, sobre los fines que persigue, creo pertinente redactar, en Les Cahiers de l’implication, algunas páginas sobre la cuestión de la implicación en la intervención, que he abordado a menudo pero que no he tratado realmente a fondo. Ahora bien, es frecuente comprobar que teóricos y practicantes otorgan a este término sentidos tan diversos que resulta difícil, si no imposible, saber lo que cada uno quiso decir al utilizarlo. Voy a tratar, pues, de precisar lo que entiendo por implicación. No sé si siempre apliqué esta palabra de la misma manera. Probablemente no. Pero no tengo modo de recordarlo. En efecto: nunca me preocupé, como algunos sociólogos o analistas profesionales, por medir mi vida, dividirla en períodos, marcar continuidades y rupturas. Si recuerdo ciertas fechas (1958, 1968, por ejemplo) se debe al hecho de su gran influencia en la historia. Recuerdo también otras que estructuraron mi vida privada y profesional: casamiento, nacimiento de los hijos, ingreso a la Universidad, etc. Lo demás no tuvo para mí el mínimo interés y me asombro habitualmente de tratar gente que puede hablarme de sus vacaciones de agosto del ΄62 o de julio del ΄84... Para mí, los años pasan y hay momentos cruciales, desde luego, pero no me preocupo por saber si esos grandes momentos fueron vividos en el ΄61 o en el ΄80. Sucedieron y produjeron sus efectos. Eso es lo esencial. De lo contingente, si es que mis escritos dejan su huella, se ocuparán los historiadores. Si no, caerá en el más completo de los olvidos. Afortunadamente. ¿Qué sería de nosotros si nuestra memoria estuviera saturada de futilidades?

 

 

         La relación con el tiempo

 Lo que acabo de señalar me permite evocar mi relación con el tiempo en la intervención. Elemento esencial de la implicación, pues una intervención larga (todo el mundo lo sabe) nos hace involucrarnos más que una intervención breve.

 

No me gustan las intervenciones breves. Además me molesta que algún organizador me pida que dé una conferencia y me diga: “Me gustaría que interviniera”. Una exposición, para mí, no es sino la presentación de mis ideas o de las ideas ajenas que valoro, y mi única preocupación es de orden pedagógico: que las personas que me escuchan puedan comprenderme, seguir el hilo de mi pensamiento, hallarse en condiciones de discutir mis argumentos. Claro, dentro de esa preocupación pedagógica hay algo más en juego: el deseo puntual de no suscitar ni demasiada simpatía ni demasiada antipatía del público hacia mi persona y de ser, pues, a pesar de la seducción inherente a esa situación, lo más neutro posible (si esta palabra tiene algún sentido), a fin de no provocar movimientos o emociones incontrolables para cualquiera que se halle en esa situación. En una genuina

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“intervención breve”, es decir, en la puesta a punto de un dispositivo de cambio en respuesta a una pregunta, siempre me siento incómodo. Por una razón esencial: no creo en efectos durables sin maduración (y cómo hacer para madurar en dos o tres días) y sin la puesta en marcha de procesos de sublimación. Como ya no pienso más que sea necesario provocar a las personas en su aislamiento, pues, según creo, sólo se logra aumentar las resistencias, me siento más bien desarmado. Única salida: provocar en los participantes deseos de renovar o prolongar esta experiencia que, desde mi punto de vista, sigue siendo una propedéutica superficial. Lo que les ofrezco como palabra, como interpretación, apunta y sólo apunta a provocar cierto grado de asombro (sabemos que, a partir de Aristóteles, el asombro es la condición de la reflexión filosófica). Asombro de que el problema en discusión pueda ser visto desde otro ángulo, de que se logren considerar soluciones a priori inauditas, de que el interviniente adopte determinada postura, que hasta los participantes mismos sientan deseos de hablar, de reflexionar, de establecer contactos y de pensar de manera diferente. “Asómbrame”, le decía Diaghilev a Cocteau. Esta palabra merece ser famosa. Yo me entrego de lleno a instaurar una cultura del asombro. Ello conlleva tanto una puesta en marcha de la imaginación como del pensamiento. En efecto, este asombro no es sólo de orden intelectual, o de orden afectivo y/o relacional. Se sostiene por la inmersión en la “fantasía” (para repetir el término preferido de D. Lagache), es decir, por la capacidad de dejarse llevar hacia sueños y conductas “incongruentes” pero que, en la situación, se revelan como fantasmas portadores de efectos de verdad y de acción. “No se piensa sin fantasmas”, decía ya Aristóteles. Es interesante, entonces, permitir que pensamientos nuevos, empapados de delirios (ya que, como sabemos, el fantasma es la puesta en escena del deseo) puedan aflorar. Entonces, las personas del grupo (quienes participaron en el trabajo) quieren continuar. Ese surgimiento de lo nuevo los turbó, les provocó una falta (falta de aparición de deseos, falta de ideas recién esbozadas o de conductas innovadoras) que no siempre saben cómo caracterizar pero que les da hambre y sed.

 

Suscitar el asombro tiene como consecuencia (o como condición) que las personas quieran volver a verme, que renueven el contacto. Mi deseo está allí, por tanto, muy presente. Naturalmente, no es siempre el caso. Hay grupos o situaciones que no me llegan, frente a los cuales experimento, si no una transferencia negativa (a veces sucede, sin embargo) al menos poco interés, que hasta me aburren (o me molestan), que no se alteran ni se asombran -salvo en el sentido más trivial y estúpido, sorprendiéndose de lo que soy o de lo que hago con ellos- y que continúan siendo, como diría Mallarmé, des abolis bibelots d’inanité sonore.[1] Hablan pero no dicen nada, se expresan sin detenerse a pensar, experimentan emociones, pero ningún fantasma los atraviesa. Se comportan como personas psicoanalizadas que no llegan a hacer funcionar su psiquis y que Mac Dougall llamó “antianalizantes” y M. Enriquez “analizantes parásitos” porque parasitan la situación y al psicoanalista para seguir siendo lo que son y además nutrirse copiosamente.

 

Lo que parece caracterizar estas situaciones que rechazo es la obesidad. Como un obeso a quien le cuesta moverse, esos grupos se las arreglan para hacer a menudo muchas cosas y sobre todo para no emprender nada esencial que pudiera poner en peligro su estructuración compacta. A veces encontré grupos por el estilo. Afortunadamente, con

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poca frecuencia. A pesar de todo, tienen un interés: logran que el interviniente retorne a la modestia e incluso a la humildad. El interviniente que pretendiera ser demiurgo se desilusionaría rápidamente.

 

Para los otros grupos, los que, justamente, comenzaron a dar muestras de agilidad en sus relaciones e ideas, deseo, por el contrario, ser aquel (o uno de aquellos, si intervengo con otros) que les permita proseguir su periplo. Después de todo, el psicólogo social es quien invita a viajar y si alguien no está seguro de encontrar al final, ordre et beauté, luxe, calme et volupté,[2] como en el poema de Baudelaire o el cuadro de Matisse[3]; y si, en ciertos casos, es con el abismo, por el contrario, con lo que cada uno debe enfrentarse, el psicólogo social tiene como función alentar a los participantes a emprender una larga travesía, lo más larga posible. En última instancia, un viaje interminable, ya que quien hace surgir la novedad es el viaje y no el arribo al puerto esperado. Y es menester señalar ahora que mi deseo de acompañarlos no me inquieta, ya que se apacigua con relativa facilidad si este deseo no es compartido por los participantes. En efecto, mi contratransferencia positiva (salvo en lo que respecta a los analizantes parásitos) es rara vez provocada por las personas que me han requerido. Desde luego que sería inexacto decir que sus conductas positivas, de confianza hacia mí, no guardan relación con mi tendencia a querer prolongar el trabajo a su lado. Pero está más bien relacionado con mi “gusto por la alteridad” (para repetir la expresión que V. De Gaulejac acuñó para caracterizarme), con mi interés hacia las personas y grupos que deseen comprender lo que son y para evolucionar. Cada vez que me encuentro con individuos que se plantean cuestiones y dudas (aunque resistiéndose por naturaleza) se acrecienta en mí el deseo de recorrer parte del camino con ellos. No para llevarlos a un punto preciso (puesto que mi atención está centrada en el viaje), ni para formarlos y transformarlos siguiendo un modelo que sería de mi preferencia, sino para permitirles proceder a un trabajo de metaforización, de metabolización de sus pulsiones, de sublimación que reclaman (aún inconscientemente) y que me parece propio de la especie humana, especie siempre inconclusa, en continuo cambio. No hay, pues, un objetivo en la intervención. No tengo voluntad alguna de que sean sino lo que son, ni de alentarlos a la autogestión, ni de desarrollar en ellos el deseo de la revolución. Pero si bien no existe el “Estado-objetivo preciso” (G. Palmade), ello no impide que tal trabajo, cuando tiene lugar, desemboque en una autonomía individual y colectiva. Sería falso, entonces pensar que la intervención está exenta para mí de una ideología subyacente, que designaré simplemente como una “ideología democrática”. Siempre he dicho y escrito que me resultaría imposible aceptar (aunque exista) una sociología o una psicosociología de tipo adaptativo, que sólo refuerce las estructuras establecidas. Una sociología o una psicosociología “de derecha” me parece que atañe a la teratología. Si la función de las ciencias humanas es “revelar lo real” (expresión de S. Leclaire), introducir en la realidad las relaciones sociales, favorecer entre la gente la toma de conciencia de lo que son y las determinaciones sociales y psíquicas, hacer que advengan los “yo” y los “nosotros” que provoquen impacto en ellos y en su entorno, no pueden entrar en connivencia con lo que está “ya allí”. Pero decir que quiero individuos y grupos más autónomos, capaces de hablar por sí mismos y de tomar en mano su propio destino no significa que conozca de antemano adónde deben dirigirse. Cada uno debe ser capaz de crear condiciones que le permitan ser más libre y mirar a los demás como a iguales y hasta como a hermanos. No tengo preconceptos de la libertad que cada uno anhela. Todo hombre debe hallarse en condiciones de ir tan lejos como pueda. Queda

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librado a él correr o no demasiados riesgos, o aventurarse por caminos peligrosos. Puedo acompañarlo y hacerle ver las consecuencias de sus ideas y de sus actos. No puedo ocupar su lugar. Sólo sería, en ese caso, un individuo autoritario o un demiurgo. Lo que está evidentemente en contradicción con una postura democrática.

 

Un trabajo de tales características demanda tiempo. Para que se debiliten las resistencias, para que se elaboren nuevos proyectos, para que los hombres puedan “gozar del pensamiento” (F. Ponge) y sentir placer en inventar y transformarse, se necesitan meses, incluso años. Así podrá entenderse mejor por qué me atraen las intervenciones largas.

 Relación con la subjetividad

 Para llevar a cabo esta tarea de acompañamiento constante (aunque no ocupe sino algunos días por mes) necesito estar eminentemente disponible. Por disponibilidad, entiendo una simpatía por los seres y las organizaciones de las cuales forman parte. Simpatía no quiere decir empatía, ni colusión ni connivencia. Siento sumo placer en trabajar con personas y grupos que comparten valores análogos a los míos. Pero desconfío. Pues el parecido o la similitud de ideas o actos puede resultar una trampa. J. Gautrat, sociólogo, ex obrero y militante en Renault, evoca a menudo las dificultades de coordinar seminarios para obreros militantes. Pues no sólo se siente próximo a ellos, sino que ellos tienen dificultad en admitir que no les dé, inmediatamente, las armas que se supone que posee para combatir del mejor modo a la patronal y que les “obliga” a pensar por sí mismos y a trabajar con sus sentimientos y sus conductas. Estoy de acuerdo con él. Personas y estructuras demasiado próximas solicitan claramente mi adhesión, ponen en juego identificaciones demasiado fáciles. Me parece entonces más agradable y también más pertinente obrar con grupos por los cuales experimento un interés “bien temperado”. Por eso no intervengo en estructuras donde conozco a los participantes, de las que formo parte (nunca pude intervenir en una facultad o en una universidad de la que era miembro) o que considero en “resonancia” con los elementos más íntimos de mi personalidad. La distancia es necesaria. No olvido que mi primera vocación era la etnología, el estudio de pueblos lejanos, disciplina que nos pone en contacto con lo extraño, lo desconocido, aun si lo “exótico” nos hablan directamente y nos hacen percibir lo extraño y lo desconocido en nosotros mismos. Mis investiduras[4] se dirigen entonces hacia grupos que son sobradamente distintos de mí, aunque se refieren a valores que no me parecen incompatibles con los míos. He trabajado en especial con las empresas. Ahora bien, el mundo industrial no es el que más quiero. Me interesa más la poesía, la literatura, la música, la pintura, las artes en su conjunto que el devenir de las empresas. Por ejemplo: lo que me gusta del Japón es su literatura del siglo XX y sus estampas (las de Utamaro, de Hiroshige, de Hokusai) del siglo XVIII y del XIX, y no su dinamismo industrial. Pero nunca trabajé con grupos de intelectuales o de artistas.

 

La empresa me atrae, pues me gustan las personas y los grupos que son emprendedores (“la primera libertad, decía Locke, es la libertad de emprender”) aunque me siento muy lejos del universo de las herramientas y de las máquinas. El hospital me interesa

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vivamente pues el problema de la salud me afecta, aunque soy muy mal enfermo (no me gusta dirigirme a un médico) y desconfío con respecto de las estructuras hospitalarias. Por el contrario, no me agrada intervenir en la universidad, aunque haya sido universitario durante treinta y cinco años.

 

En definitiva, la distancia me parece indispensable para poder implicarme, pues lo que busco es lo que está suficientemente lejos de mí pero que, sin embargo, es capaz de movilizar mis investiduras. Puedo además intervenir en estructuras donde las personas se refieren a modelos que no me gustan mucho. No me agradan las estructuras carismáticas o burocráticas, los individuos perversos no me atraen y menos todavía los individuos megalómanos, incluso paranoicos. Pero si me llamaron la atención, es justamente por su aspecto exótico, extraño (no hay que olvidar que Les notes sur l’exotisme de V. Segalen fue por mucho tiempo mi libro de cabecera) y también porque me permiten descubrir los elementos carismáticos, burocráticos, perversos o megalómanos que entran en juego en mi personalidad. Una condición, sin embargo, es indispensable para que les conceda parte de mi tiempo: que perciba en las personas que poseen tal tipo de personalidad o habitan en tal tipo de estructura, la voluntad de plantearse cuestiones, de poner sus hábitos en tela de juicio, de acceder como decía Freud: “a una parcela de originalidad y de autonomía”. Si recurren a mí para “perseverar en su ser” (Spinoza) nunca recibirán mi colaboración. Puedo, entonces, intervenir en grupos que hagan alarde de valores y conductas muy alejados de los míos, puedo poseer cierto grado de “discordancia de valores” pero, sin embargo, estos no deben ser directamente opuestos a los míos. Me resulta imposible trabajar con gente prisionera de sus creencias, que tengan certidumbres que me parezcan aberrantes o dañinas. Así pues, todo lo que caracterizo como integrismo, sectarismo, fascismo o totalitarismo no es para mí objeto de trabajo, sino de repulsión. Puedo interesarme en seres diferentes, incluso en adversarios. A los enemigos, por el contrario, hay que combatirlos frontalmente.

 

Pueden entonces constatar que, para mí, estar implicado no significa estar inmerso en una situación, vivirla como mía, sino simplemente no olvidar que lo que lo que les pasa a otros tiene resonancia en mí, es capaz de hacerme vibrar, y, por lo menos, de interesarme, en el sentido fuerte del término, es decir, ponerme en movimiento, obligarme a un trabajo mental y a una interrogación sobre mí mismo. Estoy, por ende, totalmente presente en cada momento de la intervención, acepto la conmoción provocada por el reencuentro con el prójimo, no trato de ponerme un caparazón para protegerme. Si los otros (individuos, instituciones) corren un riesgo (y los riegos son numerosos durante una crisis, por más leve que sea), debo igualmente correr uno. Pero no es lo mismo. El prójimo se enfrenta con las estructuras, con las determinaciones sociales, con los aspectos inertes del grupo, de la organización, de la institución como a su propia sed de libertad, a su capacidad de inventar lo irremediablemente nuevo y a la posibilidad de perder su empleo o de verlo de una manera que no le conviene. Por mi parte, me enfrento con mis ansias de poder, con mis conocimientos, con mis límites. Si ya no aceptan mi intervención, estaré obligado a irme. Pero tendré siempre otros campos donde trabajar. Mi narcisismo podrá haber sido mal interpretado, mis ideas, barridas por el viento. No basta. Sigo existiendo aunque tenga que reconsiderarlo. El

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precipicio no se abre bajo mis pies mientras esta circunstancia sea comprensible para los demás.

 

Solicitan mi afectividad y mi inteligencia. También mi capacidad de comprender y simpatizar (mi contratransferencia). ¿Debo acaso hacer partícipes de ello a las personas con las que trabajo? No pienso así. Al contrario, aplico, siempre que es posible, la regla de abstinencia. Pues mi posición no es la misma que la de mis interlocutores. Ellos vienen para aprender, comprender, preguntarse, cambiar, inventar. Y me pagan para ello. No tienen nada que ver con mis sentimientos, mis perlaboraciones, mis dudas. Y además no estoy junto a ellos para evolucionar. Semejante consecuencia no puede ser sino un beneficio secundario para mí. Lo que exigen de mí, es una atención sostenida, una marca de respeto hacia su mirada, y una aptitud para hacerles ver y comprender lo que no pueden percibir y aprehender sin mi ayuda. Por lo tanto, no puedo ponerme en su mismo nivel. Existe una diferencia de naturaleza entre la posición de analista y la de analizante. No es que una sea preferible a la otra. Indican simplemente que un trabajo debe ser hecho y cuáles son las condiciones de su cumplimiento. De ello resulta que si estoy bien atento a lo que pasa en mí, a mis reacciones en la situación, no estoy centrado en mis procesos y mis problemas, en una palabra, en mi vivencia, que sólo tiene interés por la labor emprendida en la medida en que me informe sobre mis posibilidades de acompañar la evolución de los “prójimos” a los cuales, momentáneamente, tengo a mi cargo. Desde luego, es importante, luego de las sesiones de reunión, elaborar una “cartografía” de mis estados psíquicos en relación con lo que pasó, proceder a un trabajo de rememoración de las diversas fases de la intervención y de lo que ellas evocaron en mí, entregarme yo también a un trabajo de preelaboración, ya sea solo si soy el único consultado, o con el equipo del cual formo parte. Tal actividad es siempre segunda, no tiene lugar sino en el después.

 

Sin embargo, hay momentos excepcionales en los que la palabra del interviniente puede ser la expresión de lo que siente en el aquí y en el ahora. Sucede cuando el grupo se centra en él, en sus atribuciones, en su rol (siempre mal jugado) o al contrario, cuando trata de eludirlo, de silenciarlo, de borrarlo. Se acusa entonces al interviniente y se lo interpela sobre su función. Si no dice nada o si se contenta con analizar el proceso del grupo, demuestra que tiene miedo o que huye de la situación. No es que se lo quiera impulsar a decir explícitamente qué siente en su fuero interno sino que, cuando hable, haga comprender al grupo que él entendió bien de qué se trataba. En una sesión de grupo de base, donde algunas risitas alternaban con un silencio sepulcral, el interviniente (me refiero a una experiencia personal) puede decir: “se están  burlando de mí”. En otra sesión donde una persona está por jugar un rol de contralíder, sin que nadie se percate de ello y donde las intervenciones del psicólogo social son escuchadas con conmiseración, puede demostrar que el grupo prefiere al contralíder y le hace comprender su deseo inconsciente de castración del líder de manera irónica: ¡“Qué agradable es oír palabras tranquilizantes! Lo que les digo, ¿les impide digerir sin duda?”. 

Al hablar así, indica claramente que se siente afectado pero hace recordar que él  simboliza la ley en la intervención, que sigue siendo el garante de la tarea a cumplir y

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que él no deberá dejar de ser tenido en cuenta. Dice: “Yo existo, y todos ustedes tienen que trabajar conmigo”. Pero no manifestará ni dolor ni sorpresa. Dada la situación, no está en condiciones de hablar de sí mismo, menos todavía de contar anécdotas, salvo si el relato que propone tiene un valor metafórico y puede ser comprendido por el grupo tal como es.

Hay un último punto que merece ser considerado: el interviniente, ¿puede salir de su rol de comprensión y de interpretación para dar su opinión personal sobre la esencia de los problemas debatidos? Después de largas vacilaciones, mi respuesta actual es positiva. Diría que hasta suelo hacer exposiciones teóricas que permiten que las personas pongan en orden sus impresiones u opiniones discordantes. Si pienso de este modo luego de un cierto número de años, es porque creo que tal actitud es congruente con mi rol.

 En efecto, mi posición no puede ser asimilada a aquella de un psicoanalista individual o de un psicoanalista de grupo. Intervengo con el conjunto de mi personalidad (y no como solo objeto de una transferencia y como receptáculo de fantasmas) y de mis conocimientos. Si no hago mención de ello, si no los comparto, puedo ser visto (y con razón) como un ser parsimonioso al que le gusta dejar que otros se esfuercen en vano mientras los mira desde las alturas. Como una esfinge, juzgaría y condenaría sin que nadie supiera los criterios sobre los cuales me apoyo. Si me dejo llevar por una ideología democrática, debo saber dar. Dar y no imponer. Dar quiere decir proponer acercamientos al problema e inicios de solución, indicar las consecuencias probables de determinada decisión, mostrar las bifurcaciones posibles, los impasses, las encrucijadas, abrir sendas en el laberinto con el propósito de que se produzca una progresión y no una regresión. En una palabra, me sitúo plenamente como consultado y no como experto, pues no ofreceré soluciones sin participación. Dado que estoy vivo, que muestro mi pensamiento en acción, invitaré a los otros a ser más vivaces e inventivos. Ya no seré el sujeto “supuesto saber”, sino un sujeto que posee un saber que puede ser puesto a disposición de todos para enriquecer también la reflexión colectiva. 

Relación con los otros 

En este punto seré más breve: lo esencial acaba de ser propuesto en las páginas precedentes. Como ya no se trata de mi subjetividad, sino de principios generales, cederé la palabra al interviniente. 

El interviniente no puede trabajar si no tiene la consideración, quizás la deferencia de aquellos que recurren a él. Desde luego, sabe bien que la manera en la que ellos plantean los problemas es siempre sesgada, que formula resistencias para percibir la realidad desnuda. Pero sabe que si ciertas personas ofrecen resistencias, no es por el mero placer de evacuar su verdad psíquica o la realidad de las relaciones sociales. Nadie puede vivir sin mecanismos de defensa. Como bien lo dice G. Simmel, cada uno es a la vez una puerta que se cierra (el ser humano está irremediablemente aislado) y un puente que se abre hacia el exterior, lo desconocido, lo inaudito, lo sorprendente. Cada persona y cada grupo viven en un estado de tensión creadora entre deseo de aislamiento y de apertura. Si el conferenciante quiere eliminar barreras para dejar que se proyecten los espacios abiertos, sólo consigue, la mayoría de las veces, reforzar las resistencias. Deseaba que los hombres accedieran a la amplitud y los encuentra más bloqueados aún.

 

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Por eso no debe ceder ante ninguna provocación, al contrario. Como decía Freud de aquellos que quieren tratar la neurosis social: “proceder con prudencia”. Prudencia no significa política de espera ni edulcoración de la situación. En efecto, si se recurre al interviniente, es porque el grupo (la organización, la institución) vive un momento de crisis, aunque se la pretenda ocultar. El psicólogo social debe poner en evidencia esta crisis latente o reprimida. Debe molestar, agitar hábitos y conductas, evitar que la gente se instale en la repetición siempre mortífera. Él contribuye a hacer surgir la extrañeza, el aspecto unheimlich1 de cualquier situación y el extraño que se anida en toda persona. Pero como sabe que este trabajo comporta riesgos para los participantes, que la verdad es aplastante y puede volver loco, modulará sus intervenciones de modo que las personas puedan dominar progresivamente esos riesgos y reconocer “la inquietante extrañeza” (para retomar la expresión freudiana) que yace en ellos. La invitación a deambular que él hace al grupo debe permitirle salir de los senderos de lucha y poner en obra procesos de sublimación. No está claro que haya que facilitar el nomadismo en los sedentarios y los conocimientos conjeturales (“los roces y los caminos rugosos”, decía el segundo Wittgenstein) en lugar de los conocimientos demostrados y demostrables. Por eso no debe ir demasiado rápido y debe dar tiempo a la maduración y a la perlaboración. El discernimiento nunca se obtiene de entrada. Se conquista lentamente. Y aquel que quiere adoptar velozmente la rapidez alada de Hermes corre el riego de acabar con suelas de plomo. Es difícil para cualquiera comprender y admitir que la vida no toma los caminos rectilíneos de Versalles, sino aquellos sinuosos que nos hizo entrever el arte barroco. La vida es barroca, no clásica. Y nuestra educación nos enseñó a desconfiar del barroco y de la contingencia.

 

Por eso el interviniente debe, paso a paso (a veces acelerando el paso), acompañar el trabajo de descubrimiento del mundo, de los otros, de sí mismo, sin demasiada brusquedad. De ese modo podría ir lejos, encontrar “terra incognita” con las personas que actúa. El interviniente debe pues habituarse a hacer un largo recorrido. Pronto conocerá la soledad de un fondista. Pero sólo a ese precio podrá aventurarse por territorios insospechados y hacer que otros se aventuren con él.

  Comentarios finales

    Siempre que se escribe un texto se piensa en ciertos lectores. Y este texto no escapa a esa regla. No me expresaría de la misma manera, aunque en el fondo hubiera dicho lo mismo, con lectores de una revista de sociología clásica o de psicoanálisis. Dicho de otro modo, me impliqué con este género de trabajo, teniendo siempre en mente que iba a publicarse en Les Cahiers de l’implication. Esto revela mis posibilidades de abrirme hacia otros y mi interés hacia algunos otros. Espero no haberme equivocado y haber podido así entrar en contacto con practicantes e investigadores cuyas orientaciones respeto, aunque en muchos puntos ellas se hallen alejadas de las mías. Al hacerlo, puse en aplicación mi principio de base: la implicación no se concibe sin simpatía y sin distancia.  

 

 

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[1] “Abolido ornamento de inanidad sonora”. Mallarmé, Stéphane: “Sonetos IV”, en Blanco sobre negro. Selección, traducción y prólogo: Raúl García, Buenos Aires, Losada, 1997. [T.]

 

[2] “Orden, belleza / lujo, deleite y pereza”. Baudelaire, Charles: “Invitación al viaje”, en Las flores del mal. Traducción y prólogo: Nydia Lamarque, Buenos Aires, Losada, 11ª edición, febrero 1994. [T.]

 

[3] Matisse, Henri: “Lujo, deleite y pereza”. 1904-1905. Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París, Francia. [T.]

 

[4] Investissements puede traducirse también como [catexis]: Jean Laplanche, Jean-Bertrand Pontalis: Diccionario de psicoanálisis, traducción de Fernando Gimeno Cervantes, Barcelona, Labor, 1993. [T.]

 

1 Siniestro