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¿independencia o indominación? En pocos días recordaremos un aniversario más de nuestra independencia argentina, aquel 9 de julio de 1816. Ante muchas de estas efemérides, debo confesarlo abiertamente, siento una especie de repulsión o de sacrosanto temor por el riesgo de profanar su sentido. Las revestimos de una parafernálica careta de patrioterismo exterior cuando, tantas veces, hemos descuidado, aún pisoteado, la llama prístina que encendiera tales gestas. Probablemente escucharemos la palabra “libertad” en labios puros y esperanzados de niños, a regañadientes, con rebeldías regadas hacia adentro, si la anhelan los adolescentes, con el inefable tesón de las manos de las madres y de los obreros, y hasta con el irreverente oportunismo de algún político gatopardo de turno. “Libertad”, “liberación”, “dependencia”, “dominación”, son palabras que, a veces, usamos indistintamente sin calibrar su densidad y matizar sus diferencias, so riesgo de simplificar o estereotipar nuestros análisis. En este sentido me ha resultado muy interesante y valiosa la constatación de que no es lo mismo una teoría de la dependencia que una de la dominación, como bien lo presenta Salazar Bondy a través de su texto “Bartolomé o de la dominación” que he leído recientemente. Desde esta toma de conciencia quisiera, no sólo por un juego de esclarecimiento conceptual sino por la luz que pudiera brindarnos sobre la realidad argentina actual, ofrecer un renovado aporte a lo que en la mencionada fecha celebraremos. Los esfuerzos de “Libertad” de nuestros países latinoamericanos, nacidos al regazo de los modernos ideales de la revolución francesa, innegablemente se encuadraron en un contexto de búsqueda de nuevos perfiles sociales y políticos para los pueblos de Nuestra América. Los criollos, fruto del encuentro, o del “choque”, 1

independencia o indominación

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¿independencia o indominación?

En pocos días recordaremos un aniversario más de nuestra independencia

argentina, aquel 9 de julio de 1816. Ante muchas de estas efemérides, debo confesarlo

abiertamente, siento una especie de repulsión o de sacrosanto temor por el riesgo de

profanar su sentido. Las revestimos de una parafernálica careta de patrioterismo exterior

cuando, tantas veces, hemos descuidado, aún pisoteado, la llama prístina que encendiera

tales gestas.

Probablemente escucharemos la palabra “libertad” en labios puros y esperanzados

de niños, a regañadientes, con rebeldías regadas hacia adentro, si la anhelan los

adolescentes, con el inefable tesón de las manos de las madres y de los obreros, y hasta

con el irreverente oportunismo de algún político gatopardo de turno.

“Libertad”, “liberación”, “dependencia”, “dominación”, son palabras que, a veces,

usamos indistintamente sin calibrar su densidad y matizar sus diferencias, so riesgo de

simplificar o estereotipar nuestros análisis. En este sentido me ha resultado muy interesante

y valiosa la constatación de que no es lo mismo una teoría de la dependencia que una de la

dominación, como bien lo presenta Salazar Bondy a través de su texto “Bartolomé o de la

dominación” que he leído recientemente. Desde esta toma de conciencia quisiera, no sólo

por un juego de esclarecimiento conceptual sino por la luz que pudiera brindarnos sobre la

realidad argentina actual, ofrecer un renovado aporte a lo que en la mencionada fecha

celebraremos.

Los esfuerzos de “Libertad” de nuestros países latinoamericanos, nacidos al regazo

de los modernos ideales de la revolución francesa, innegablemente se encuadraron en un

contexto de búsqueda de nuevos perfiles sociales y políticos para los pueblos de Nuestra

América. Los criollos, fruto del encuentro, o del “choque”, de nuestros naturales con los

colonizadores europeos, debían ser, como bien lo expresara Simón Bolivar en su “Carta de

Jamaica”, los que enarbolaran las enseñas libertarias a lo largo del joven continente. Su

talante ilustrado, inoculado genéticamente por su media naturaleza europea, los llevó a

imitar las ideas y acciones que habían dado nacimiento a los Estados en el Viejo Mundo. Sin

embargo, y ésta es mi humilde opinión, las pociones liberales que apuraron a beber sus

labios, les hicieron olvidar, o peor aún, despreciar su mitad nativa. Al menos en el caso de la

Argentina, si bien la independencia se declarara en una ciudad del interior, en la que tengo

hoy el gusto de habitar, por razones históricas de intencionalidad antihegemónica hacia

Buenos Aires, muchos de los más sufrientes y desprotegidos de nuestro suelo ni se

enteraron de que tal acontecimiento había tenido lugar. Se asentaba así un elemento fatal

de nuestra argentinidad: el despliegue oligárquico de nuestras acciones políticas y sociales.

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Ni los indios, ni los coyas, ni los gauchos de pampa abierta (los de catre y brasero), ni los

pocos negros que quedaron de la colonia, fueron parte activa de estas gestas. Sólo

aparecen como un telón telúrico de estas patricias representaciones.

Quizá sea por eso que nos haya costado tanto y, a mi entender, aún puede seguir

siendo así, aceptar los ideales de “liberación” que otros países hermanos supieron mixturar

con la independencia de ayer y de hoy. La liberación es “populista”, “indigenista”, “zurda”

para rematar, y no va con nuestro aire europeamente argentino o argentinamente europeo,

como más les guste. Por ahí me pregunto si nuestra independencia no nos rasgó también

del resto de los pueblos hermanos de rostro cobrizo o negro de América Latina, acallando

voces ancestrales que aún gritan silenciosamente desde el cuerpo de la Pachamama.

Bien decíamos en nuestras reflexiones sobre el texto de Salazar Bondy antes citado,

que es imposible pensar la existencia humana sin dependencias. Hasta en las relaciones

más sencillas y primarias de nuestra vida de hombres, varones y mujeres, está inscripta la

necesidad que nos constituye “por otros”: no hemos prendido de gajo, dependemos de

padre y madre, ninguna de nuestras acciones puede liberarse de este lazo relacional. Aún

las más decididamente individuales tienen algún momento o espacio de dependencia.

Puede que no nos quede más que esta perspectiva para asumir las coordenadas históricas

que no llevaron a ser la América y Argentina que hoy somos. Sin embargo no debemos

dejar de analizar, reconocer y hasta reivindicar lo que esa historia sepultó y avasalló, aún

con discursos de libertad de subrepticia ambigüedad: las culturas originarias no eran nulas o

infradotadas, igualaban el tiempo y el esplendor de muchas de las del antiguo continente,

sólo que tenían un defecto, eran distintas, y lo distinto era peligroso y hasta desafiante

(baste recordar algunas de las construcciones incaicas todavía en pié en el Cuzco para

ponderar el desarrollo de una ingeniería nada simplista); ninguna promesa de salvación

futura podía darse al precio de despreciar y pisotear la fe presente ya que el Evangelio,

había dicho Cristo, debía ser fermento en la masa y no un veneno adormecedor y

subyugante; la capacidad estratégica, guerrera y política de los caciques y jefes de las

civilizaciones naturales de América era tanto y hasta mucho menos bárbara que la codicia

por el poder y el oro que impúdicamente ostentaron no pocos colonizadores. Independencia

sí, pero no de todo. El cordón umbilical de los ancestros era sagrado e independizarse de él

podía hacernos vagabundos desmemoriados y errantes a expensas de caer en la imitación

de lo que no éramos por no recordar lo que alguna vez fuimos. Es llamativo que esta

desmemoria se ha instalado en nuestro ser argentino hasta lo más hondo. Sólo nos sirva de

ejemplo mirar los últimos treinta años del recién extinto siglo veinte.

Pero por esos extraños sortilegios del destino, la dominación que ayer no supimos

animarnos a erradicar, hoy, con rostros de nuevos dominadores, con más sutiles técnicas y

argumentos, no sólo campea en nuestras calles, plazas y hasta hogares sino que,

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¿merecido maleficio?, salimos en su búsqueda para no retrasarnos en el macabro cortejo de

la globalización. Y aquí lamento discrepar, quizá por diferencias de perspectiva o

limitaciones de su tiempo, con Bolivar cuando en la mencionada carta llama a los

norteamericanos “nuestros hermanos del Norte” no sin cierto aire de admiración hacia ellos.

Resultaron ser, con las vueltas de la vida, tan lobos y tan rapaces como la madre que los

parió. Hoy, la mayoría de los países de Nuestra América, algunos con conciencia de su mal,

otros con obscena estupidez, sufrimos el nuevo dominio, principalmente económico pero no

sólo, de los Estados Unidos. Los “Don Diego”1 o sus lugartenientes, desfilaron

dictatorialmente por nuestros pueblos, fagocitándose nuevamente a los revoltosos, ya no a

la luz del día o en la plaza pública sino de noche y a escondidas para que nadie pudiera dar

cuenta de tales necesarias “desapariciones”. Así lo habían aprendido en las escuelas

militares del nuevo dominador. Y luego llegaron nuestras débiles y, a veces pienso, hasta

camufladas democracias que no logran despegarse del FMI, para que nos tire sus migajas a

cambio de que nos dejemos romper el cu…(las imágenes siempre son más didácticas!).

Por eso para estas palabras elegí el título ut supra. Nada tengo en contra de que

festejemos los 188 años de nuestro 9 de julio. Que depositemos nuestras ofrendas florales

en la “casa histórica” como le llaman aquí a la ampliamente inmortalizada por los dibujos

infantiles “casa de Tucumán”. Que volvamos a declararnos libres e independientes en el

canoro hálito de nuestro Himno Nacional. Pero sólo quisiera que mientras hacemos todo

eso, nuestra memoria se activara por arte de no sé que desencantamiento y nos

acordáramos también de la otra Casa Histórica, la Grande, la que soñaron tantos, la de

Chiapas, del Salvador, de Colombia, de Perú, de la selva tucumana, de las calles de

Córdoba y tantas otras. La Casa Histórica de nuestros derechos como latinoamericanos.

Puede que entonces nos demos cuenta de que no bastaba con ser independientes, que la

lucha y la construcción continuaban. Que aún hoy no son suficientes las independencias de

todos nuestros pueblos. Que hay que preparar el Día de Nuestra Indominación y que

debemos sumar, para ello, nuestras manos, nuestros gritos, nuestros llantos. Si de algo nos

ha servido a los argentinos las últimas crisis que hemos vivido ha sido par darnos cuenta de

que no éramos el primer mundo con que nos vendió el Turco Menem sino parte de esta

pobre, empobrecida Latinoamérica que, mal que nos pese, no es sólo el lugar donde

accidentalmente alguien ubicó nuestro mapa sino el Humus, la Raíz y el Poncho en el que

debemos cobijar nuestros fríos.

Para concluir no puedo escapar de mi “pobre alma incorregible de cigarra”, diría

Alberto Cortés. Quiero cantar con ustedes, con vos que estas leyendo estas páginas, aquel

estribillo de Cesar Isella que muchas veces he podido compartir emocionadamente con

1 Personaje del texto de Salazar Bondy.

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hermanos de países latinoamericanos a los que pude conocer2 o visitar. Con ellos, con

ustedes, con todo hermano y hermana americanos:

Todas las voces, todas…

todas las manos, todas…

toda la sangre puede

ser canción en el viento.

Canta conmigo, canta…

hermano americano,

libera tu esperanza

con un grito en la voz,

en la voz!

Hugo Carlos Vera

Julio de 2004

2 Recuerdo, especialmente, a los que conociera en mis años de “exilio romano”.

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