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Islas / El placer de la conexión Joaquín Rodríguez Colectivo de Editores Pobres

Islas / El placer de la conexión

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En el libro, compuesto por estos dos ensayos, “Islas” y “El placer de la conexión”, Joaquín Rodríguez invita cordialmente al lector a pausar por un instante el transcurrir de su cotidianeidad para imaginarse a sí mismo como una isla, perfectamente delimitada por el mar y apartada de otras islas. Una vez iniciado el ejercicio, el lector tendrá la oportunidad de explorar las construcciones que haya realizado a lo largo de su vida, y, si se atreve, abandonará la seguridad de la orilla, para internarse en lo más profundo de su ser cavernoso e inexorable. Desde ahí, desde su isla, el autor incita al lector a tender puentes y a experimentar el placer de la conexión. La memoria, la capacidad de acumular lecturas, experiencias, conocimientos que flotan en aparente aislamiento, juega un papel fundamental, cuando una inesperada zambullida en las grutas de cierto conocimiento nos hace emerger en otro, y con gran placer descubrimos que bajo la superficie todo está conectado.

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Joaquín Rodríguez

Colectivo de Editores Pobres

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Ficha curricular del autor:

Joaquín Rodríguez Beltrán es Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara y Maestro en Letras (Clásicas) por la UNAM. Actualmente, está cursando el Doctorado en Letras (Clásicas) en la misma institución.

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Joaquín Rodríguez

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Ensayo

Colectivo de Editores Pobres

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El autor es el único titular del derecho moral y de explotación de la obra. Se permite compartir públicamente esta obra en Internet siempre que se indique su procedencia y se reconozca los créditos de la obra de la manera especificada. Se prohíbe utilizar esta obra con fines comerciales, así como alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de ésta sin consentimiento del autor. Para la publicación de la obra en cualquier otro medio, se requiere la correspondiente autorización del autor.

Islas / El placer de la conexiónJoaquín Rodríguez, 2012

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Huellas ensayísticas, núm. 01

Imagen de portada:Grabados de la obra de Hans StadenVerdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos

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Islas

Ante todo, querido lector, gracias por comenzar a leer esto. Se requiere una disposición muy peculiar para querer oír una voz perdida, la voz remota de un ser que quizá ya no exista. Se acaba de establecer un puente infinito entre dos seres. ¿No le parece asombroso poder oír lo más hondo de uno de ellos? El otro, por supuesto, es usted, amable lector. Un diálogo trunco, pero sincero y por ello irremediablemente ficticio.

Le confieso que estoy en un lugar muy concurrido, es decir, que siento cómo la soledad vibra en cada poro de mi piel. Hablar es tener un olvido momentáneo de ese hecho. Amar es tener la firme voluntad de diluirlo, de diluirse. Le confieso también que tengo cierto placer en ver rostros y rostros desconocidos. A vec-es, las miradas se cruzan en un instante. Otras veces sólo veo ojos clavados en distancias invisibles o futuros inauditos. ¿Y sabe usted por qué me siento solo, como una isla inexpugnable? Sen-cillamente porque no estoy haciendo nada. Claro que escribir es ya hacer algo, pero en los intervalos que hay entre cada frase me dedico a no hacer nada, pura y sencillamente nada. Para percibirse isla hay que replegarse sobre sí mismo como un inmenso caracol,

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hay que dejar de dirigir la consciencia hacia algo más. La soledad es una tautología de la consciencia. Bonita frase, ¿no le parece? De cualquier modo, por favor deje de leer un momento y no haga nada más, sólo percíbase. ¿Ya lo hizo? Se habrá sentido isla, una isla de contornos inexpugnables y muy bien definidos.

Y fíjese, estamos muy acostumbrados a pasear por nuestras costas, esos linderos donde aspiramos la dulce y salada brisa del mar bañando nuestras arenas, ese cúmulo moldeable de partícu-las que ha crecido a la luz del sol y que recibe día a día las más diversas ventiscas del exterior. Pero ahí adentro, al fondo, hay una selva de denso follaje, una maraña infinita de árboles y animales salvajes. ¿La ha visto? Y si sabe usted buscar, o si le gusta de vez en cuando deambular por esos parajes tan oscuros, sabrá sin duda que también hay cuevas, cuevas inauditas donde la voz resuena en ecos interminables, túneles que descienden sinuosamente y que, de manera esporádica, se alían con tranquilos remansos de agua cristalina. Ahí no penetra nadie más, habitan sólo criaturas asiduas a la más completa oscuridad, y puede ser incluso que usted jamás haya penetrado. Me refiero a su isla, evidentemente, no a la mía.

Y es que es un abismo que jamás deja de producirnos vértigo, porque intuimos que ahí perdemos el control totalmente, que sólo podemos andar a tientas y que incluso podemos extraviar-nos, olvidar el camino de regreso. Aquí no sirven ni los hilos ni las migajas. Es un infinito condensado y perfectamente del imitado, un universo apeñuscado. Pero nos agrada percibir nuestros con-tornos. Nuestra misma cordura, ¿no lo cree?, depende de que vivamos en la frontera, siempre en los márgenes, en contacto con el exterior. Porque desde ahí podemos atisbar otras islas, alcanza-mos a ver los distintos archipiélagos. Porque desde ahí lanzamos embarcaciones sin piloto cargadas de palabras, de sueños, de de-seos. Algunas de ellas, sin duda, naufragan irremediablemente y

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11Islas / Joaquín Rodríguezse hunden con toda su carga, espectáculo muy triste de verse, como usted bien lo sabrá. Pero muchas otras de ellas sí logran llegar a su destino a través de las olas, singlando el mar a barloven-to y cruzando los más diversos obstáculos. Las vemos entonces llegar a otras islas y adentrarse ahí, absorbidas y comprendidas. Cuando se trata de embarcaciones valiosas, sin duda es un grato espectáculo observar cómo llegan seguras a un puerto ajeno. Nos sentimos de pronto hermanados, traspasados.

Y mientras importamos y exportamos, hacemos todos algún tipo de edificación isleña. Las hay de muy diverso tipo. Yo tengo una pequeña choza en la cumbre de una montaña y de cuando en cuando me gusta subir ahí para otear mis regiones costeras. Sólo ahí se tiene esa placentera sensación de abarcarlo todo con la vista. Pero no es mi única construcción. En algún momento llegué a frecuentar las ventanas de un rascacielos que había ido construyendo con el paso de los años, pero se desplomó en unos instantes. Se preguntará usted por qué. Yo también me lo pre-gunté.

Otras islas, he oído decir, tienen volcanes activos que eructan su ceniza por archipiélagos completos. Son islas capaces de espar-cir destrucción a diestra y siniestra. Todo lo que está cerca queda ennegrecido por su humo.

Otras albergan grades lagos de agua dulce donde chapotean aves blanquecinas. ¿Cómo será la isla de usted? Nunca lo sabré, pero el sólo hecho de que usted haya llegado hasta este punto de la lectura me da una idea…

Pero estoy olvidando algo de gran importancia: el mar, que es la condición misma de nuestra existencia. Sin él, organismo siem-pre inquieto y rutilante, usted no podría estar leyendo esto, sen-cillamente porque usted sería yo, y por tanto, ninguno de los dos sería el que es. Es decir, no hay tal cosa como una península, algo

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que sea casi una isla. Se está aislado o no se está aislado. Morir es sentir cómo el mar cubre nuestros paisajes, arropándonos con sus oscuros mantos hasta hacernos desaparecer. O quizás ni siquiera lo sentimos cernirse, quizás es más bien que el mar se nos filtra por debajo y nos sale por cada orificio y después queda sólo el mar, interminablemente mar. Y ésa es la muerte.

Algunos han pensado, figúrese usted, que todas las islas forman parte de una misma tierra, pues ¿qué otra cosa es una isla sino una protuberancia de algo mayor, la cumbre visible de una inmensa montaña que yace cubierta en su mayor parte por el mar? Se ha creído, pues, que cada isla está conectada con el fondo del mar, con ese piso de arena infinita, y que, si descendiéramos a lo más hondo de las cuevas que poseemos, llegaría un punto en que ya sólo podríamos ascender en otra dirección, y así, podríamos en realidad salir por las grutas de cualquier otra isla. ¡Qué idea! Es como si pudiéramos tomar la forma de alguien más sin dejar de ser nosotros mismos. El problema es que, quizás, una vez llega-dos ahí no podría haber vuelta atrás.

Y se llegó a la idea de que ese Uno, esa tierra inconmensu-rable que nos ancla desde lo más profundo, posee también una vida y que tiene un rumbo específico, un destino incuestionable. ¿Usted qué opina, amable lector? ¿Diría usted que, si es verdad que ese Uno se dirige hacia cierto lugar, lo mejor sería que cada isla hiciera lo posible por nadar en esa misma dirección? ¿Haría lo posible por que las otras islas también fueran hacia allá? ¿Las forzaría si así no lo quisieran, si se encontrara a alguna que fuera reacia y que sólo disfrutara de los pelícanos que en su propia área se aproximan para alimentarse y de las mismas aguas que siempre la han circundado? Tiene usted razón, las aguas siempre son dis-tintas. Es imposible bañarse dos veces en las mismas aguas.

Por supuesto, tenemos que admitir que existe siempre la posi-

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13Islas / Joaquín Rodríguezbilidad de moverse sin percibirlo; una isla jamás podrá estar ab-solutamente segura de que no se está desplazando apaciblemente, centímetro a centímetro, hacia algún otro lugar. Quizás usted, al leer esto, se ha acercado un poco hacia mi isla o hacia otro lugar que ambos desconocemos.

Y aquí está lo más interesante: que se ha creído que precisa-mente ese rasgo telúrico –siempre hipotético, por supuesto– que conecta a cada isla con las arenas infinitas e invisibles bajo el mar es la condición misma de la trascendencia, de la anhelada posibili-dad de lanzarse hacia el exterior, por afuera de las propias costas, y habitar el mar mismo, ser en comunión con él. Es decir, que si podemos probar que no somos sólo islas, podemos también afir-mar que es factible existir fuera de ellas. Difícil cuestión, ¿no lo cree? Dado este planteamiento, la siguiente idea es casi inevitable: cada isla no es más que un torpe remedo, un trasunto fallido de aquella tierra infalible.

Pero, usted bien lo sabe, ha habido acerbos detractores a estas ideas. Niegan tajantemente la existencia de tal rasgo telúrico; o a veces más moderadamente, afirman que, incluso si fuera ver-dad que existe, no aportaría ninguna utilidad al cuidado, cultivo o desarrollo de los diversos nichos ecológicos isleños. Son los de-fensores de lo múltiple, con minúscula. Tal vez, en lo más hondo de aquellas grutas, en lo más recóndito de esos intrincados pasa-dizos, sólo hay el vacío más absoluto e insoportable, como una gran burbuja que alberga la nada misma y que está ahí sólo para fungir como eje, un engranaje inefable que debe estar ahí para que la isla no se desplome sobre sí misma. Pero nadie ha llegado hasta ahí y ha vivido para contarlo, al menos de modo que nos parezca inteligible. Nuestro vértigo es un instinto de supervivencia. In-tente descender y verá que lo siente. Verá muy rápidamente que las regiones que usted creía conocer tan bien no son en realidad

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como usted pensaba. Siempre hay un punto más allá del cual ya no logramos avanzar o bajar, y entonces, asustados quizás por las estalactitas o los murciélagos, sólo podemos pensar en el viento del exterior, el sol que estalla en pedazos en las olas, los árboles que se mecen sin cesar y hacen del cielo una masa reticulada por verdes y verdes en movimiento.

Y es así como, si es el caso que realmente hemos bajado por esas cavernas, sólo podemos anhelar subir y quedarnos de pie en la ribera, observando y supervisando la actividad en el puerto. Y ahí habitamos y discurrimos, viendo cómo el mar va ganando terreno con el paso de los años, temiendo los huracanes y ocupándonos de los más diversos asuntos costeros. Porque sólo así logramos morir contemplando el horizonte, que es como hay que morir. Ahí es donde vemos esos archipiélagos y creemos constatar que formamos parte de ellos, que nuestras interminables preocupa-ciones portuarias han valido la pena. Porque sólo así olvidamos el aislamiento y nos percatamos de que, si el mar nos separa a todos, a usted y a mí, a usted y a la persona a su lado, si el mar es pre-cisamente aquello que no nos deja fusionarnos realmente y nos mantiene a una distancia a veces desesperante, es porque también nos une de algún modo bajo este cielo inconmensurable.

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El placer de la conexión

Hay un tipo de placer del que casi nadie habla y no creo que yo haya sido el único que lo ha sentido. Es el placer por la conexión insospechada, por la súbita unión de elementos que uno creía del más diverso orden pero que de pronto se vuelven complementa-rios y se explican el uno al otro. Parecerá raro que lo llame placer, pero carezco de una mejor palabra con la cual se pueda enjaular esa sensación que se experimenta cuando dos ideas que antes es-taban completamente alejadas se unen de golpe en una sola.

Para describirlo más claramente hay que entrar en ese esca-broso terreno donde el conocimiento y la memoria son casi in-separables. Una de las formas en que interactúan se basa en el contenido. Es la que rellena espacios y crea cúmulos con los da-tos, los hacina y los guarda celosamente para echar mano de ellos cuando sea necesario.

La otra forma está en el plano relacional. De algún modo, les damos poco a poco una distribución precisa a esos cúmulos y los organizamos mediante jerarquías o lazos de implicación. Incluso se podría decir que aquello mismo que hace posible el acto de agrupar información es este conocimiento relacional; sin él, todo

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el edificio se vendría abajo. Todos hemos sentido cómo los re-cuerdos llegan siempre, por así decirlo, en paquete; apenas surge uno en la conciencia, comienza el asalto inevitable de todos los otros que vienen detrás de él. Se podría afirmar también que estos dos procesos, rellenar y enlazar, se necesitan el uno al otro para existir.

Ahí está, entonces, el mapa orográfico que poco a poco se tra-za en nuestra mente a medida que aprendemos cosas: una vasta superficie llena de montones aquí y allá, montones que crecen continuamente y ven nacer otros nuevos a los lados, algunos enormes y complejos, otros muy pequeños y elementales; y cada uno de éstos es capaz de mantenerse en su lugar, firme sin ceder ante el viento que lo podría dispersar, gracias a los cables que tiende hacia los otros. A veces los ventarrones se llevan a los que tienen pocos o muy débiles lazos; y así, olvidamos. No es en vano que el Leteo fuera un río: corre y arrastra consigo todo lo que ha soltado amarras.

Pero he aquí que, en esta relativamente estable hermandad de montículos, surge repentinamente una reconfiguración provo-cada por un enlace inesperado entre dos puntos aparentemente alejados.

Pongo un ejemplo de cómo a mí me ocurrió una vez. Leyendo un día el Evangelio según Mateo, me encontré la palabra griega holokáutoma en un pasaje (12:33) en el que un escriba le menciona a Jesús la poca valía que tienen los sacrificios rituales frente a los dos mandamientos más importantes que poco antes ha enuncia-do el maestro –amar al único dios y amar al prójimo como a uno mismo. Pues bien, al leer esta palabra no pude sino pensar en holocausto, tal como muchos podrían hacerlo. Pero una rápida investigación posterior me reveló que el sentido más conocido de esta palabra– el exterminio humano a gran escala perpetrado por

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17El placer de la conexión / Joaquín Rodríguezlos nazis– es en realidad muy reciente; el término había mantenido durante siglos un solo significado, específicamente religioso: el de la quema (kauto-) completa (holo-) de un animal sacrificado, una de las formas de inmolación de animales dentro de las costumbres judías. Al instante me llegó a la mente una serie de palabras que ya conocía: cauterizar, encáustica, holístico, etc. De modo que, por haber leído un pasaje del Nuevo Testamento, puedo afirmar que jamás olvidaré en qué consiste el procedimiento de la encáustica, que casualmente antes de esto no podía recordar con exactitud, pero cuya palabra recordaba.

Se podrá pensar que esto en el fondo no es más que el beneficio mnemotécnico que tan frecuentemente aportan las etimologías, pero estoy convencido de que es mucho más que eso. Encon-trarse con la palabra holokáutoma implicó una reconfiguración de conocimientos que ya tenía, y al mismo tiempo una adición de otros nuevos, los cuales engranaron y se amoldaron a los ante-riores. En un solo acto de comprensión estuvo involucrada una enorme maraña de información diversa: la técnica de pintura de la encáustica; las formas rituales de los sacrificios entre los judíos; la Segunda Guerra supuestamente Mundial; los conocidos hornos de los campos de concentración; el amor por encima de la rigi-dez de las costumbres como una de las grandes tendencias en las prédicas de Jesús; la familia de palabras griegas que se relacionan con la idea de quemar, junto con sus derivados en el español.

Ante esta reconfiguración de conocimientos, pues, sin duda hay algo más rico que una herramienta mnemotécnica. Cuando se usa la palabra conocimiento, frecuentemente se hace referencia al cono-cimiento de algo específico, como un dato preciso; otras veces se entiende en un plano general, como el conjunto de saberes que posee una persona o la humanidad; y en ocasiones se usa para hac-er referencia al acto mismo de conocer algo. De cualquier modo,

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siempre se tiene en mente la idea de asir un objeto, como si lo atrapáramos con unos lazos que nos aporta el entendimiento. In-cluso en lenguajes más técnicos ocurre algo similar: piénsese en la famosa distinción que Bertrand Russel hacía entre knowledge of truths y knowledge of things, donde en el primer caso se hace referencia a la verdad de un juicio, la cual se obtiene en tanto que opuesta al error, y en el segundo se capta intelectualmente un objeto, sea material o abstracto. Pero, ¿qué ocurriría si pensáramos en esta idea de “atra-par lo que está ahí afuera” como algo que, en el fondo, es accesorio; algo que no es más que un primer paso, poco significativo si se ve de forma aislada, un punto de partida para que ocurra lo que es crucial: la reorganización o reconfiguración mediante la conexión? Sin este reordenamiento, por supuesto, no podría seguir existiendo esa aprehensión primera bajo la forma de una encrucijada que lleva a múltiples lugares, no podría mantener su fuerza presencial, pues no tendría lazos que la afianzaran a ese terreno inmediato de la mente donde la idea está pronta a saltar en cualquier momento en que al menos sea vislumbrada.

El problema es que carecemos de una palabra precisa que de-signe esta interminable y siempre activa reorganización de cono-cimiento. Las resonancias del término conexión son demasiado am-plias y haría falta un solo vocablo que por sí mismo fuera capaz de remitir a ese proceso de múltiple ilación mental, pero sin hacer tanto énfasis en lo atrapado. Se trataría, en suma, de alguna palabra que permitiera representar la concatenación –no el contenido– de manera inmediata.

La verdad es que así me ocurrió a mí al adquirir poco a poco el gusto por la lectura. En algún momento de mi adolescencia, por un golpe azaroso de curiosidad que se explica del mismo modo que cuando alguien, sin ninguna razón aparente, levanta una pie-dra y ve lo que hay debajo, abrí un libro. Tenía algunos dibujos y

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19El placer de la conexión / Joaquín Rodríguezentenderlos implicaba leer las letras que estaban ahí. Las leí. Seguí leyendo y lo acabé. Pero hubo algo imperecedero que me dejó aquel libro y que hasta ahora no me abandona: me condujo a otro libro. Fue casi como el placer que uno sentiría al unir de repente y de forma inesperada dos diminutas piezas de un rompecabezas infinito. El segundo libro me llevó a otro más. Se había inaugu-rado para mí un camino que adquiría sentido en la medida en que podía seguir viendo hacia adelante, hacia algo más, algo intangible que me aguardaba al frente, y no tanto en la medida en que el bagaje parecía crecer.

Pero el salto importante no era de libro a libro, sino de pasaje a pasaje, de idea a idea. Puentes, saltos, trayectos, y de pronto sobrevenían nuevas impresiones, impresiones que alguien podía transmitirme desde un tiempo ya extinto, nociones emparentadas y, a veces, por obra de uno de los más exquisitos mecanismos de la lectura, pensamientos claramente expresados y desarrollados a los que sólo vagamente me había acercado en alguna reflexión momentánea. Pues, ¿quién podría negar el hecho de que con gran frecuencia nos atrapa un texto precisamente porque se muestra como capaz de desatar finamente lo que en nosotros es sólo una maraña confusa de ideas, capaz de poner por escrito límpidamente algo que no era más que un atisbo nuestro? Las mejores cosas que he leído son las que me hubiera gustado escribir.

Tal vez el mayor estímulo de la lectura sea, pues, el hecho de que siempre hay cosas en ella que podemos relacionar con otras más, ya sea de la propia experiencia o de lo que antes se ha leído. Dicho de otro modo, la gran fuerza de atracción que ejerce en muchos la lectura proviene en buena medida de lo que cada uno es capaz de conectar o vincular.

Pero no por ello debe entenderse que la potencia de una obra repose más en el lector que en el autor. Sería casi absurdo su-

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ponerlo. He de confesar que las obras que para mí han sido las más ricas e impresionantes son las que tienen mayor grado de conexión acumulada en sí mismas; o mejor dicho, las que se me han presentado como puntos nodales sumamente densos y con miles de lazos hacia los más diversos lugares.

No puedo evitar pensar en Moby Dick. La verdad, me importa muy poco la gran cantidad de simbolismos que se han encontrado en la figura de la ballena tal como aparece en la obra. Lo que me parece excepcional de la obra es más bien la capacidad de Melville para convertir un asunto como la ballena –que cualquiera pen-saría tan exiguo– en el punto central en torno al cual hacer girar la más variada multitud de elementos. Moby Dick es, en el fondo, un libro enciclopédico. La ballena es un modo sorprendente de tomar un punto de vista preciso frente a todo lo demás, todo lo que está alrededor, una perspectiva desde la cual todas estas cosas asumen formas distintas de las tradicionales. Seamos más claros. La enorme cantidad de temas que aparecen en la novela están desarrollados a partir de la ballena; y así, vamos desde el cachalote hacia la filosofía, hacia la metafísica, hacia dentro de él mismo y sus partes y propiedades, hacia sus cazadores, hacia el mar, ha-cia el mundo… Pero esto se hace siempre partiendo del enorme mamífero, que funge como un excelente pretexto para abordar con una perspectiva siempre inesperada los más diversos temas.

Sin duda, se podría pensar que no hago más que aplicar a Moby Dick lo que Shklovsky llamaba “extrañamiento” al hablar de aquel cuento de Tolstoi que tenía por protagonista a un viejo caballo pío. Pero, una vez más, creo que es más que esto. La primera razón es el hecho de que en Moby Dick hay cierta ambición de totalidad, característica que está inextricablemente unida a su alta densidad de conexiones y que no se percibe de manera tan clara en Historia de un caballo, excelente relato pero de carácter claramente más uni-

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21El placer de la conexión / Joaquín Rodríguezlateral en cuanto a sus conexiones. Y en efecto, pareciera que casi siempre que ocurre en una obra esta gran capacidad para conec-tarse con los asuntos más diversos, subyace en el fondo un íntimo afán por crear mediante la escritura un mundo, un micromundo redondo y capaz de proyectar una imagen doble: como algo bien delimitado y cerrado en sí mismo, dando la impresión de que se explica a sí mismo; y como algo que, en tanto que totalidad en movimiento, tiene siempre la posibilidad de crecer y ensancharse por sí mismo, como si pudiera siempre seguir engullendo elemen-tos ajenos y asimilarlos, incluso a nosotros mismos. Tal vez de ahí venga la enorme resonancia de obras como El Quijote o la Divina Comedia, pues cada una de ellas logra articular su propio mundo, un mundo cuya lógica rige las acciones de todos los personajes y cuya perspectiva –la de la locura caballeresca o la de las conse-cuencias ultraterrenales– determina por completo un modo de descomponer, describir e interpretar la realidad.

La segunda razón es que la ballena en la obra de Melville no es usada para describir el mundo desde sus ojos, y a partir de ellos –en tanto que perspectiva situada en el afuera– describir lo absurdo que existe en el hombre, sino que el animal sirve él mismo como el testi-monio de la posibilidad de que exista un punto nodal de conexiones prácticamente infinitas. El procedimiento de Tolstoi, bautizado como “extrañamiento” o “desautomatización” es mucho más concreto y lineal, y se emparenta claramente con obras como Car-tas marruecas, donde la límpida prosa de Cadalso utiliza el afuera como un punto de apoyo con el objeto de desarrollar un modo de analizar y criticar el adentro; o como aquel inolvidable cuento de Cortázar donde también una perspectiva descentralizada hace necesario referirse a una motocicleta como un enorme insecto de metal que zumba bajo las piernas de alguien. Frente a esta carac-terística, la ballena y el mar en Moby Dick parecen más bien como

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soles brillantes en torno a los cuales gravitan diversos planetas densamente poblados.

El procedimiento de Tolstoi, entonces, es particularmente adecuado para hacer críticas y para la asombrosa vivificación descriptiva que se percibe en algunas obras –la hipotiposis, como se le llama técnicamente–; el de Melville, para abrir ante el lector las puertas hacia una cantidad sorprendente de conex-iones posibles. Sin duda, ambos procedimientos están lejos de contraponerse; hay ocasiones en que se entrelazan, y de ello son un ejemplo clarísimo otra vez El Quijote y La Divina Comedia.

Pero frente a la gran potencia que tiene la conexión en tanto que forma de aprender y de construir universos, hay algo que parece oponérsele. Estamos completamente acostumbrados a imaginar el saber a partir de áreas, como si el vasto campo de las cosas que la humanidad conoce estuviera nítidamente seccionado en piezas auto-suficientes. La especialización se ha convertido en algo ineludible para cualquiera que quiera destacar en el dominio del saber. Sus ramas han crecido tanto que a menudo se pierde de vista aquel remoto punto en que dos o más de ellas se unen y forman el tronco. Se trata, como muchos lo han señalado, de una ventaja peligrosa. Especializarse en un tema se ha convertido en un deber; explorar en otras áreas, en un gusto. Imposible hablar con autoridad de algo sin el respaldo profesional de la especialización. Lo curioso del proceso es que a veces lo interdisci-plinario, a la larga, no hace sino incrementar la especialización, pues se crean nuevas ramas o subramas.

Y así, vemos cómo poco a poco crece ese enorme árbol. Lo que antes creíamos una hoja o un tallo diminuto se estira de pronto y se transforma en un brazo larguísimo capaz de albergar muchas otras hojas, otras posibilidades. Así ocurrió con la emblemática, área particularmente interdisciplinaria; así también con la her-menéutica, que ejemplifica claramente, por un lado, la manera en

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23El placer de la conexión / Joaquín Rodríguezque una nueva disciplina o línea de estudios puede ser de for-mación reciente pero respecto a un problema antiquísimo, y por otro lado, el proceso mediante el cual un asunto interdisciplinario que concernía a la filosofía, a la filología o incluso en cierto modo a la teoría literaria y a la retórica, terminó por transformarse en propiedad de una sola disciplina nueva. Y así, usando esa recién estandarizada palabra, se dice que Orígenes fue uno de los prim-eros hermeneutas, con la misma ligereza con la que se afirma que Platón fue el primer gestor cultural. A veces, detrás de este pro-ceso, nos acecha un engaño: se asume con demasiada frecuencia que dar la etiqueta adecuada a algo es un modo de conocerlo.

Ante esto, estoy tentado a pensar que la conexión es lo que nos permite salir a cada momento de las rígidas celdas de la es-pecialización, como si fuera la fuerza liberadora por medio de la cual siempre podemos ver más allá de los barrotes y estirar la mano hasta tocar con nuestros dedos el poblado jardín del saber. Y sin duda, es bonito verlo así; la conexión aparece como el con-trapeso necesario del peligro de la progresiva segmentación del saber. Pero al reflexionar un poco más, se hace evidente que la conexión es en realidad una de las causas que han provocado ese proceso de compartimentación. Hablar de compartimentos no es más que otra manera de referirse a los mismos cúmulos de cono-cimiento que ya describí, pero la primera imagen tiene el defecto de hacer creer que hay líneas claras que delimitan cada área. La conexión, pues, parece tener una fuerte tendencia tanto al hacina-miento como a la repentina aproximación de elementos dispares que pertenecen, al menos a primera vista, a cúmulos distintos.

Tengo que decir, sin embargo, que el primer tipo de conexión –el que procede por acumulación– es menos espectacular y ocurre casi sin que uno se dé cuenta; es el segundo tipo –el de la súbita reunión

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de lo aparentemente inconciliable– el que para mí conlleva cierto de-leite, cierto placer egoísta y a veces difícilmente comunicable.

En una página del libro Historia de la idea de progreso de Robert Nisbet, respecto a Tucídides y la forma en que éste veía a los pueblos bárbaros –es decir, no griegos–, encontré plasmado algo idéntico a un concepto que ya conocía de un estudioso llamado Jorge Cañizares Esguerra, quien lo utiliza para designar una ten-dencia muy peculiar en el modo en que algunos filósofos “ilus-trados”–en ese sentido tan peculiar que la palabra filósofo tenía en el siglo XVIII– veían a los pueblos americanos. El concepto es lo que él llama la historia conjetural y en el fondo es lo mismo que se llamó método comparativo en la antropología del siglo XIX, que consiste en abordar el estudio de pueblos ajenos a la tradición “occidental” –entiéndase, esa tradición que Europa del oeste ha construido haciendo suya y de nadie más la cultura griega, con la latina como mediadora– como muestras claras y contemporáneas de cómo había sido el hombre occidental en fases previas de su desarrollo.

Un poco después de esta conexión, asistí casualmente a una exposición en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM, llamada Periferia en tus ojos y llevada a cabo por Mauricio Dias y Walter Riedweg. Una de las obras me dejó pas-mado: llevaba por título Funk Staden, y consistía en un montaje de video que parodiaba la visión de los salvajes de aquel viajero alemán del siglo XVI en tierras amazónicas llamado Hans Staden, que tit-uló su libro Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales, situado en el Nuevo Mundo, América; la parodia estaba hecha por medio de una continua contraposición entre imágenes de brasileños actuales en las favelas y los grabados que aparecían en el famoso libro del viajero. Pero más que parodia, la obra era una denuncia; su objetivo me pareció más bien enfatizar continuidades

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Uno de los grabados más famosos del libro de Staden, ilustrando una escena de canibalismo. En Funk Staden, a imágenes como ésta se les contraponía un video de gente de las favelas comiendo carne asada en una reunión.

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27El placer de la conexión / Joaquín Rodríguezideológicas que en el siglo XXI se piensan ya obsoletas, como la forma en que la cultura occidental ha percibido al salvaje durante tantos siglos. Apenas vi la obra, vinieron a mi mente en un instante Tucídides y aquellos “ilustrados” del XVIII; y ahora que escribo esto, no puedo sino pensar en la abrumadora invasión de imágenes –particularmente hábiles para reforzar prejuicios populares– que nos heredaron las dos grandes televisoras mexicanas gracias al Mundial de futbol en Sudáfrica.

El ejemplo anterior de conexiones podrá dejar en claro algunas cosas. Las conexiones más estimulantes son las que se suscitan de forma imprevista. Son éstas muchas veces las que son capaces de hacer despertar ideas, recuerdos o cosas leídas de las que en algún momento tuvimos una conciencia muy clara pero que después, con el paso del tiempo, quedaron sumidas en una zona nebulosa de la memoria. De modo que, en estos casos, la fuerza no sólo proviene de lo inesperado, sino también de la directa relación con la experiencia personal, ya sea lo que uno mismo ha concluido a partir de lo vivido, o lo que se oyó o se leyó alguna vez pero que la engañosa memoria –como muchas veces pasa– lo atribuye a un hallazgo propio, o aquellas cosas que sabemos perfectamente dónde las escuchamos y por qué las hicimos nuestras.

También, a través del ejemplo se podrá notar que, en realidad, las conexiones se traslapan unas sobre otras y poco a poco se va for-mando un nudo, un punto de articulación cada vez más denso cuya totalidad queda alterada por la aparición de un nuevo elemento. Si me hubiera quedado solamente con la conexión entre Tucídides y aquel grupo de intelectuales “ilustrados”, sin la experiencia de la exposición, no sé si hubiera sido capaz de dar el salto por mí mismo a la constatación de la pervivencia de las mismas ideas en la actuali-dad. Y en verdad, no creo que se pueda dudar que de un modo u otro persisten. Todo es más velado ahora. ¿O será simplemente que

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puedo descubrir más fácilmente los prejuicios ajenos o pasados que aquéllos en los que estoy inmerso?

No lo sé, pero sí puedo asegurar que ese prejuicio en específico sigue existiendo pero con una forma distinta; se nos presenta mu-chas veces con los ropajes del chiste o de la falta de seriedad, con una técnica idéntica a aquella figura retórica que se construye con frases como “No hace falta mencionar que…”, figura en la que el decir y el hacer son diametralmente opuestos. Se nos ha dicho que aquel revoltijo de ideas y tendencias que se ha creído englobar en su totalidad con la etiqueta de posmodernidad ha borrado por completo la idea del progreso, idea ya herida de muerte tiempo antes. Pero yo diría que la actualidad no ha hecho sino velar aún más esta idea, haciéndola por lo tanto más efectiva en algunos contextos.

En suma, antes de extender esto más de lo necesario, las conexio-nes forman centros gravitacionales capaces de aglutinar en torno a sí miles y miles de nuevos elementos. Forman poco a poco grandísimas madejas de las que en cualquier momento –en un aforismo, en un verso inolvidable, en una conversación banal, en un programa de televisión e incluso en la caja de un cereal– puede aflorar un pequeño hilo capaz de reavivar el estambre completo. Aunque algunas made-jas son particularmente compactas y centrípetas, siempre tienen al-gún pequeño hilo que sobresale juguetón y que invita a tirar de él.

Y en efecto, uno de esos hilos lo acabo de descubrir. Es el último elemento de cualquier conexión, aquello que se revela como un aña-dido siempre posible a la madeja, por muy intrincados que estén sus nudos o por muy escasos que sean; es, en suma, el que tiene mayor fuerza y aquél del cual no me habría dado cuenta si no hubiera escrito todo esto: la reflexión que produce el ejercicio mismo de escritura. Sin tal añadido, jamás habría pensado en intentar retratar el esqueleto –mu-chas veces fortuito y azaroso– de las conexiones. Escribir no es otra cosa que descubrir, con sorpresa y a cada paso, las propias ideas.

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Guadalajara, Jal., México Julio, 2012

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