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1 JESÚS Y MIS RECUERDOS PRIMEROS PARA UNA REFLEXIÓN AUTOBIOGRÁFICA Juan Manuel del Río Lerga Misionero Redentorista

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JESÚS Y MIS RECUERDOS PRIMEROS

PARA UNA REFLEXIÓN AUTOBIOGRÁFICA

Juan Manuel del Río Lerga Misionero Redentorista

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A mi madre, en cuyo regazo aprendí

desde muy niño a conocer y amar a Jesús.

Y a todas las madres que enseñan a sus hijos

desde pequeños el camino de Jesús.

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0 AMBIENTACIÓN

Jesús y mis recuerdos primeros, podría decirse que es un libro de memoria histórica personal. Memoria que guarda los primeros recuerdos de la infancia, en este caso, de quien esto escribe. Son pequeños hechos, vivencias; esos recuerdos en definitiva, que quedan para siempre anclados en el subconsciente del niño y que en cualquier momento, al correr de los años, afloran a la superficie de la consciencia.

Este libro sirve también para reflexionar a la hora de hacer oración

personal. Y de paso resalta, entre bastidores, la importancia primordial de la figura materna en los primeros años de la infancia. De este modo, deseo que se convierta en un sencillo homenaje de gratitud a todas las madres que se preocupan de enseñar a sus hijos, desde pequeños, a conocer a Jesús.

En lo personal, quisiera que estos recuerdos de infancia, junto a la

madre, y que van aflorando a la mente en el atardecer de la vida, sirvieran para agradecer a Dios todo cuanto de Él recibimos. Al conversar con Jesús sobre distintos temas cristianos, entiendo que es un modo práctico y sencillo de hacer oración, como es conversar con Jesús, de amigo a amigo, de las cosas cotidianas.

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1 ÁNGELES Y ARCÁNGELES

Jesús, al iniciar estas reflexiones contigo, quiero traer anti ti mis recuerdos infantiles. Los llamaré recuerdos primeros. Me pueden servir como tema introductorio de conversación. Mejor diré, de oración contigo. Porque mira, todos nacemos de una madre. Lo más querido a nuestro corazón. La imagen materna queda grabada para siempre en el alma del hijo. Te hablaré pues de mis recuerdos, teniendo de fondo, como inspiración primordial, a mi madre, la misma que se fue al cielo, cuando yo tenía escasos once años. Entonces lloré por fuera. Hoy he cambiado mi llanto por el agradecimiento. Te presento, pues, uno de mis primeros recuerdos. No podré decir: érase una vez. Que así es como empiezan los cuentos. Mis recuerdos de infancia, por el contrario, son realidad.

Pues bien, recuerdo que cuando era yo todavía muy niño, en mi

habitación había un cuadro grande, hermoso, de una Inmaculada de Murillo. Qué bonita era. Me gustaba mucho. La Virgen, tu Madre, bellísima. Y me gustaba contemplar, sobre todo, aquellos angelitos, muy niños, todos sonrientes, de los cuales sólo se veía la cabecita y un par de alas. Un encanto. Me fascinaban. Y al tiempo que los contemplaba, mi imaginación se adentraba en un cielo de fantasía. ¡Qué hermosa catequesis la de aquel cuadro para adentrarse en un cielo de inocencia y felicidad! Mi madre, entonces, mientras yo miraba el cuadro, ella me miraba a mí. Sonreía y aprovechaba para darme una sencilla lección de catequesis, como sólo las madres buenas saben hacerlo. Me hablaba de Dios, y de un cielo, poblado de Ángeles y Arcángeles. Los mismos que revoloteaban en mi cabecita. Yo le preguntaba: -Mamá, ¿quiénes son los Ángeles? -Hijo mío, son mensajeros y servidores de Dios. Viven en el cielo, con Dios. Y son muy felices. ¿Y sabes por qué son muy felices? Porque son muy buenos. Además, también el Niño Jesús está en el cielo. -Yo soy bueno, mamá... -Sí, hijo mío, sí. Eres un cielo. Pero tienes que ser bueno siempre. Y portarte bien. Porque para poder ir a ver a los angelitos algún día en el cielo, hay que ser bueno.

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¡Cómo disfrutaba yo viendo aquel cuadro de la Inmaculada, con un montón de cabecitas de angelitos en torno a María, e imaginándome a Dios en el cielo rodeado de tantos angelitos!

El tiempo, aliado de la prisa, vuela a toda velocidad. No sé qué habrá sido del cuadro. Cuando por ley de vida, uno tiene que volar lejos del hogar familiar, otras son las ocupaciones y preocupaciones que revolotean en la mente. Pero si en algún sitio aún perdura aquel cuadro, estoy seguro de que los angelitos, de sólo cabecita y cuerpo invisible, y gracioso par de alas, no han crecido. Siguen anclados en el cuadro. Para ellos, el tiempo no cuenta. El cielo es eternidad. En cambio, yo sí he crecido. Para mí el tiempo sí cuenta. Por eso, recordando aquel tiempo ido de la primera infancia, menester es decirlo, yo sí añoro aquella pureza de alma. Aquella cándida inocencia. Aquella felicidad varada en el cuadro y hermanada con los angelitos infantes revoloteando en torno a la Inmaculada.

Hoy, cuando y aunque, es imposible retroceder en el tiempo, y

volver a aquella dorada infancia, ingenua y feliz, sí es posible seguir soñando con los angelitos, da igual que sean rubios o morenos (“Píntame angelitos negros que también los quiere Dios”). Y desde una perspectiva adulta, pensar con madurez en los Ángeles. Y sobre todo, que creer en su existencia. Sí, digo creer, y digo bien. Porque la existencia de los Ángeles es dogma de fe. La existencia de los Ángeles está atestiguada en la Biblia y en la Tradición de la Iglesia. (El IV Concilio de Letrán, de 1215, define: "Firmemente creemos y sin reserva confesamos, que uno solo es el verdadero Dios, eterno... Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra creatura... [exnihilo], el mundo espiritual o angelical y el universo físico o visible". (IV Concilio de Letrán de 1215).

Tú mismo, Jesús, nos hablas de los Ángeles en el Evangelio. Nos

dices que están viendo constantemente a Dios. “Mirad que no despreciéis a uno de estos pequeñitos, porque os digo que sus Ángeles en los cielos contemplan siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18,10).

Ahora bien, por encima de toda imaginación, del infante o del

adulto, permanece la realidad; por más que ésta nos pueda rebasar

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tratándose del mundo sobrenatural. Poco, o casi nada, podemos saber los humanos del mundo sobrenatural. Por ejemplo, ¿qué podemos saber de la Naturaleza de los Ángeles? Si acaso, que son seres espirituales, creados por Dios. Incluso, que pueden tomar formas visibles, y aparentemente humanas, como sucedió con el Arcángel San Rafael cuando acompañó a Tobías en su viaje (Tb 5,12) o cuando en tu Resurrección, y después de la Ascensión, Jesús, aparecieron Ángeles en formas humanas (Mc 16,5 y Hch 1,10). Sin embargo, esos cuerpos no forman parte de la naturaleza angélica; son sólo apariencia. "Ustedes me veían comer y hablar, pero sólo era apariencia" (Tb 12,19).

Tampoco sabemos nada en cuanto al número de Ángeles. No

obstante, el Profeta Daniel usa una cifra muy elevada. Afirma: "Miles y miles lo servían; miríadas y miríadas estaban en pie delante de Él" (Dn 7,10). También san Juan, en el Apocalipsis, nos da una visión de cantidades incalculables de Ángeles que rodean el Trono de Dios: "Se contaban por millones y millones" (Ap 5,11).

Jesús, lo poco que sabemos, lo sabemos por ti. A lo largo y ancho de la Biblia se habla mucho de los Ángeles. Por ejemplo en Isaías; en Ezequiel. Y no digamos los Salmos. En ellos se dice que sirven a Dios, que están atentos a la voz de Su palabra (Sal 103,20-21). Y tú añades que glorifican a Dios sin cesar y que "ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18,10). San Pablo (Col 1,6; Ef 1,21; Rom 8,38), enumera nueve órdenes diferentes de Ángeles: Serafines - Querubines - Tronos - Dominaciones - Virtudes – Potestades - Arcángeles y Ángeles.

La Biblia habla de siete Arcángeles, pero enumera sólo a tres:

Miguel, Gabriel y Rafael. El aludido libro de Tobías dice: "Yo soy Rafael, uno de los siete Ángeles que tiene entrada a la gloria del Señor" (Tb 12,15). Y en Apocalipsis: “Reciban gracia y paz de Aquel que Es, que era y que viene, de parte de los Siete Espíritus que están delante de Su Trono” (Ap 1,4).

Mención especial merece san Miguel, cuyo significado es: "Quién

como Dios". Se opuso a la rebelión de Luzbel (= Lucifer): "Seré como el Altísimo" (Is 14,14) y "No serviré" (Jer 2,20). El nombre de Miguel aparece por primera vez en el libro del profeta Daniel: "Miguel, uno de los primeros Ángeles, ha venido en mi ayuda " (Dan 10,13). “En aquel tiempo se levantará Miguel, el Gran Jefe que defiende a los hijos del pueblo” (Dan 12,1). Y aparece, finalmente, en el último libro de la Biblia,

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el Apocalipsis: “Entonces se libró una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron contra el Dragón, y éste contraatacó con sus ángeles, pero fueron vencidos y expulsados del cielo” (Ap 12,7).

Jesús, hay otro Arcángel, sin duda muy querido para ti. ¿Por qué?

Porque está relacionado directamente contigo. Es Gabriel. Fue el mensajero de Dios que anunció a tu Madre, la Santísima Virgen María, tu Encarnación. Lo mismo que antes había anunciado a Zacarías que tendría un hijo de su esposa Isabel. Pues bien, Jesús, tanto Gabriel como Miguel, nos resultan muy familiares a muchos. Que ¿por qué? Pues ya lo sabes. Porque son los que aparecen a ambos lados de la Virgen y el Niño en el sagrado Icono del Perpetuo Socorro.

En conclusión. Que aquellos felices años de la infancia, bajo otro

prisma, son recuperables para poder seguir soñando con angelitos bellos, entre los cuales se encuentra nuestro Ángel de la Guarda.

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2 DIGNIDAD DEL SER HUMANO

Jesús, hoy que mi madre ya no está, de ella me queda tan sólo el recuerdo, su cariño, y las bellas lecciones que siendo niño me daba.

Los niños, y lo mismo los adultos, suelen ver el mundo que les rodea

como si ellos fueran el centro acaparador de todas las atenciones. Dicho escuetamente, son egoístas. El egoísmo lleva a la tiranía. El niño manda, el niño se convierte, inconscientemente, en un pequeño tirano. Los padres responsables saben que no pueden ceder a todos los caprichos del niño. Ceder en todo lo que pide o exige significa maleducar. Significa dar alas a su egoísmo. Y el egoísmo termina por ser un peligro latente. Educar no es ceder, sino potenciar las cualidades del niño. Ayudarle a desarrollar sus cualidades.

Los niños son como los tornados. Tan pronto avanzan en una

dirección como en otra. Si están jugando varios niños, amigablemente, en cualquier momento el juego se convierte en pelea. Es fruto del egoísmo, y del dominio de mando que comienza a desarrollarse. Si las mamás están presentes, no faltará la que jalee a su hijo: tú no te dejes. Otras, por el contrario, con mejor sentido, le hará ver que es mejor cultivar la amistad.

Cuando mi buena madre me veía pelear con los otros niños, no sólo

paraba la pelea al instante. Me hacía pedir disculpas al niño agredido. -Hijo, el juguete no es tuyo, es de él. Dáselo, y discúlpate. Dale un abrazo. Los niños buenos no deben pelearse. Tienen que ser amigos. ¿Tú quieres ser amigo? -Sí, mami… -Pues no te pelees.

A la altura del tiempo, tanto ya transcurrido, pienso que aquella buena mujer, sin mayores estudios, tenía dotes pedagógicas innatas. En el fondo, y sin saber expresarlo en conceptos, estaba hablando de que en el ser humano hay una dignidad, que no se adquiere por derribo de la dignidad ajena. En el ser humano, lo positivo y lo negativo son inherentes. El camino del bien y del mal, coexisten en todo ser humano, y no humano. De ahí la importancia vital de educar los valores de la persona para ir formando y modelando la personalidad individual.

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Ahora bien, ¿de dónde procede la dignidad del ser humano?

Digámoslo sin ambages: de Dios. Dios es el fundamento de la dignidad de todo ser humano. Y es también la razón última de la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. Por eso, la vida humana es sagrada e inviolable. Por eso, la imperiosa necesidad de que los padres eduquen a sus hijos en los valores, entre los cuales están los de tipo religioso, espiritual y moral. Y por descontado, los humanos.

Bien sé, Jesús, que aunque la teoría de lo dicho es clara, llevarla a la

práctica no siempre es fácil. Seguramente nunca es fácil. Y sin embargo, el ser humano necesita, y debe, respetar la dignidad propia y ajena. Por ejemplo, es un derecho y un deber cultivar la autoestima y el amor a sí mismo. La persona no vale por lo que tiene, sino por lo que es.

Jesús, recuerdo que estos buenos principios, recibidos en el hogar

familiar, también nos los inculcaban, y de qué manera, en el colegio. Estudié y me educaron de niño en los Escolapios. Cuando aún no pensaba, ni por chiripa, ser misionero. Pero como los planes de Dios no son los planes del hombre o, como también se dice, “el hombre propone y Dios dispone”, en mi caso y por mi parte, ni propuse. Pero Dios sí dispuso. Y aquel chaval que de muy niño se admiraba viendo pasar por la carretera un camión, de los pocos que entonces circulaban; y aún más se admiraba del hombre que lo conducía, un supermán, su ilusión era ser camionero, porque en la cabecita del chaval ser camionero era una cosa muy grande. Era sentirse importante. Pero Dios tradujo camionero por misionero, de la manera que menos podía imaginarme. Y entré en el seminario redentorista de El Espino, fecunda cuna de misioneros. ¡Bendita la hora! Pues bien, tanto escolapios como redentoristas, hacían mucho hincapié en los valores, eje central de la educación de la persona. Los primeros, en sus colegios para la enseñanza de todos, como los segundos, en su seminario expresamente vocacional, educaban de verdad en el respeto y la dignidad de la persona; y por ende, en ser servidores de los demás, donde tú, Jesús, eres el centro.

Me pregunto, ¿dónde se cimenta el tema de la dignidad? Y la respuesta la

encuentro, como siempre, en la Palabra de Dios. La Biblia abunda en

pasajes al respecto. Por citar tan sólo alguno. En Gálatas 3,28, se dice: “No

hay Judío, ni Griego, no hay siervo, ni libre, no hay varón, ni hembra:

porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. En Juan 13,16: “En verdad,

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en verdad os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el apóstol es

mayor que el que le envió”. Y si acudimos al primer libro de la Biblia, el

Génesis, dice en 1,27: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de

Dios lo creó, varón y hembra los creó”. Pero la verdadera raíz y

fundamento de la dignidad humana está en la experiencia de la

Resurrección de Jesucristo.

Sí, Jesús, tu Resurrección impregna de Vida y Dignidad, no sólo al

hombre, varón y mujer, sino al Universo Mundo. Al hacerte Hombre, te

has constituido en el centro sobre el que gira la Creación y la Salvación.

Es cierto que no podemos olvidar la presencia del mal en el mundo.

El enigma del dolor y la muerte son una realidad que a la vista de todos

está. Pero nuestra fe cristiana nos ayuda a descubrir que en ti, Jesús, la

Gracia que nos otorgas está por encima del mal. “Donde abundó el

pecado, sobreabundó la Gracia” (Rom 5,20). Porque tú eres Señor de la

Vida. Tú nos has traído la dignidad y la salvación a todos.

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3 DIOS CABE EN EL CORAZON

Jesús, ocho siglos antes de que tú nacieras, el poeta griego Hesíodo hablaba de una edad mítica, tiempo de “una dorada estirpe de hombres mortales” (Los trabajos y los días). Una edad que no conoce ni la guerra, ni el trabajo, ni la vejez, ni la enfermedad. ¡Felices los que sueñan! El mundo onírico está poblado de submundos de felicidad. Y si no, que se lo pregunten a los niños.

Recuerdo aún, siendo muy niño, aquellos días del comienzo del

verano, en aquella casa solariega de dos plantas. Me sentaba, de par de mañana, en un escalón de la puerta de la calle. Era una delicia saborear la brisa de la mañana, tanto que mi madre optaba por sacarme el desayuno a la puerta de la casa. Me encantaba aquel tazón de leche con pan. Me lo tomaba despacio, pues me entretenía viendo correr por el cielo las pequeñas nubes que pasaban. Hasta hablaba con ellas. Y seguro que me entendían a pesar de mi lengua de trapo, como solía decir mi madre. ¡Oh tiempos aquellos! Era una delicia contemplar aquel cielo, tan limpio, por donde pasaban de vez en cuando unas nubecillas blancas, muy puras.

Mi madre me miraba con aquellos ojos llenos de felicidad,

viéndome feliz y entretenido. Momento que aprovechaba para hablarme del cielo. -Allá arriba, ¿sabes?, está Dios. Y me hablaba, en el lenguaje tierno y adaptado que sólo las madres saben emplear al hablar con sus hijos pequeños, de aquel cielo inmenso que Dios había creado. A la distancia del tiempo, y en el recuerdo de aquel entonces, actualizo la memoria y me pregunto: ¿Por qué y para qué estamos, estoy, en el mundo? La respuesta, rápida y espontánea, sería decir: Estamos en el mundo porque Dios nos ha creado. ¡Qué fácil resulta decirlo así! Y sin embargo, habrá gente que no admitan está respuesta, tan obvia como parece.

Bien sé, Jesús, que hay científicos que no admiten a Dios. Que la materia es eterna, dicen, y punto. Que todo es cuestión de evolución,

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donde la materia tiene absoluta preeminencia, precediendo incluso al pensamiento y a la conciencia. Es, el así llamado Materialismo científico, para el que la materia es lo primero, y la conciencia el resultado de la evolución de la misma. Con todos mis respetos, ¡una pena! Porque la materia inerte no tiene, ni puede tener, sentimientos, ni autoconciencia. En los sentimientos, tanto cabe el odio como la ternura. Pero lo más grande es el amor. La materia es incapaz de tener sentimientos o de dar amor. No puede evolucionar hacia metas superiores. En cambio, al revés sí. Una mente superior y primera, Dios, sí es capaz de crear la materia, en la forma magistral de un universo bellísimo e inabarcable, donde, además de la materia, existe la vida.

Sólo Dios es Amor. Nadie da lo que no tiene. La materia no puede

dar amor, porque no lo tiene. Y Dios, que es Amor, nos ha creado por amor, dotándonos de un alma inmortal para que seamos eternamente felices con Él.

Ahora bien, todo esto lo comprende quien tiene fe. Y desde la fe

podremos tener una imagen de Dios. Imagen que puede estar distorsionada. Podemos hacernos una imagen mental y vivencial de Dios, más o menos próxima a la realidad, o completamente falsa. Es importante que nos preguntemos cuál es la imagen que tenemos de Dios. Porque Dios no deja de ser un misterio, aunque, eso sí, teofánico y radiante. De la imagen que tengamos de Dios dependerá nuestro comportamiento.

Desde siempre el hombre ha estado intrigado por el misterio de

Dios. El hombre ha buscado a Dios y, curiosamente, no lo ha encontrado. ¿Por qué? Porque el hombre es finito. Sin embargo, Dios sí nos ha encontrado. Dios, que es infinito, ha venido en persona a hablarnos de sí mismo y mostrarnos el camino por el cual es posible alcanzarlo: tú, Jesús. En ti, Dios ha entrado en comunicación con el hombre y lo ha iniciado en el misterio de su vida divina.

Pero además de por ti, ¡qué maravilloso, y mi memoria vuelve a los

días idos de mi niñez contemplando aquel cielo veraniego!, Dios ha hablado, y sigue hablando, a los hombres por medio de la Creación, de los Profetas, de nuestra propia conciencia, la misma que la materia inerte no puede tener.

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El niño pequeño contempla la Creación. El adulto contempla la Creación. Y ambos quedan maravillados. Estamos dotados de sensibilidad, la misma de que carece la materia inerte. La Creación es obra de Dios. Es obra de su amor. Sin Dios no habría amor, ni habría Creación. Ni existiría el ser humano, ni todos los demás seres. Ni un niño pequeño viendo a las nubes correr por el cielo y hablando con ellas con su lengua de trapo.

El salmista exclama, maravillado: “Señor, Dios nuestro, qué

admirable es tu nombre en toda la tierra” (Sal 8,2). Cierto es que no se puede ignorar a cuantos carecen del don de la fe. A cuantos no son capaces de remontarse más allá de la materia. Así es. Pero la fe cristiana confiesa que Dios todopoderoso es Creador del cielo y de la tierra y, por consiguiente, de todos nosotros.

Si imaginamos dos planos al mismo nivel, en uno pondríamos la fe,

en el otro la ciencia. Cada uno con su autonomía. No se contraponen. Pero al igual que las vías del tren, no se tocan, fe y ciencia van paralelos. La fe cristiana se sitúa en un plano distinto al plano de la ciencia, y al revés. Pero hay todavía algo muy a tener en cuenta. Y es que, la confesión de fe en Dios todopoderoso y creador no va contra la ciencia. Simplemente, se sitúa en otro nivel. La fe no ataca a la ciencia. Sencillamente, la fe nos está indicando que Dios ha querido hablarnos de sí mismo, como el Dios omnipotente y creador. Por el contrario, jamás la materia podrá hablarnos de sí misma.

Más, Dios nos está diciendo que, siendo el Creador, no cabe en el

universo por Él creado, pero cabe en el corazón de un niño inocente que es capaz de contemplar, con ojos limpios, las nubes que siguen corriendo por el cielo.

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4 EL BUEN PASTOR

Jesús, acostumbrado como estabas a la vida del campo, te resultaba muy familiar el contacto con la naturaleza. No sé qué, pero algo muy maravilloso sucede con la vida campestre. Entiendo. La naturaleza nos hace estar más en contacto con Dios. Desde una simple flor, en toda su natural belleza, hasta las faenas más cotidianas como sembrar y recoger la cosecha de trigo, o vendimiar las viñas, nos hace sentir la pujanza de la vida. En la naturaleza todo es vida. En la ciudad todo son prisas corriendo sobre el asfalto. ¿Quién piensa en Dios en medio del ajetreo de la ciudad?

Ese ir y venir por los campos, te hacía estar en contacto permanente

con la gente sencilla de las aldeas. Veías a los pastores llevando sus rebaños a pastar, o a abrevar a la caída de la tarde. Vida bucólica. No deja de ser un privilegio y una ventaja sobre la gente de la ciudad vivir en el campo. La gente de la ciudad suele sentirse superior. Y hasta mira por encima de los hombres, como suele decirse, a la gente de pueblo. Tú, por el contrario, sabías valorar el privilegio de vivir en el campo. Hablabas con los pastores. Te gustaba su vida. Y llega el momento en que tanto te identificas con los pastores que llegas a soñar que también tú tienes por oficio ser pastor. Más, afirmas que eres pastor. Pero no un pastor cualquiera. Y te defines como el Buen Pastor. Tus parábolas están inspiradas en la naturaleza, en la apacible vida campestre. Pero tus parábolas tienen también otros personajes, que no saben de campo. Son gente de la ciudad. Gente, en general, instruida. Pero no por eso más cerca de Dios, por más que sus labios no dejen de mencionarlo. Saber de Dios es saber teología. ¿Qué teología? ¿De qué Dios? ¿Del Dios del Sinaí envuelto en truenos y amenazas? Por el contrario, tú nos enseñas que el verdadero Dios no siempre es el de la teología. Nos dices, abiertamente, que Dios es un Padre. Un Padre que nos ama. Nada de truenos y relámpagos.

Me gustaba la vida del campo. Disfrutaba una barbaridad cuando,

siendo aún muy niño, mis padres me llevaban a ver los rebaños de ovejas. Arrimado a las faldas de mi madre, me acercaba a ver de cerca a las ovejitas. Los corderitos se dejaban tocar. Yo los acariciaba con mimo. No necesitaba contar ovejas para dormir. Pero soñaba con los corderitos. Eran mis amigos. Felices y traviesos como yo.

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Con el paso del tiempo, y ya en mi vida de misionero, he tenido que

explicar a la buena gente tus parábolas. De todas ellas, siento predilección por la del Buen Pastor. Cierto es que a veces entre los pastores buenos se cuelan pastores malos. Son ladrones, asalariados, como bien nos advertiste. Trepas. Que de todo hay en la Viña del Señor.

Nos hablaste del aprisco, lugar aparentemente seguro para el

rebaño. Y tú te presentas como la Puerta, por donde pueden entrar y salir las ovejas. Y tú las conduces a donde hay buenos pastos. Pero no faltan salteadores. No entran por la puerta, sino que saltan la tapia. Y roban y hacen estragos.

De este modo, de manera tan sencilla y asequible para la gente, nos

hablas de la Iglesia, la misma que está formada por todos tus seguidores. Me figuro el gozo del Padre, Dios, al oírte hablar en estos términos.

Porque, en definitiva, Dios, nuestro Padre, es quien abre la puerta a las ovejas que van hacia ti, el Buen Pastor. También lo dijiste: Nadie va al Padre sino por ti, Jesús. Vas conduciendo a tus ovejas, los fieles cristianos, por medio del Evangelio y por el Espíritu, a la salvación.

Por desgracia, no faltan los falsos cristianos. Son ladrones de tu

gloria, que se buscan a sí mismos. No buscan la gloria del Padre. Salteadores que se apoderan de las ovejas y, en vez de darles el pasto de la Palabra de Dios, para que tengan Vida, las dejan "esquilmadas y abatidas", y "se apacientan a sí mismos". Y ésta, es alusión directa a los pastores. Triste, pero verídica realidad. Pero convendrás conmigo, Jesús, que éstos, los falsos pastores, son los menos. Más, en realidad no son pastores. Es gente disfrazada de pastor.

Pero fijémonos, sobre todo, en los pastores verdaderos. En los

pastores buenos. Son los más. Primero, porque son pastores. Segundo, porque te siguen con amor y generosidad, pese a los fallos inherentes a la condición humana.

Y de este modo, es grande la alegría de poder pertenecer a tu

rebaño. Grande la alegría de poder contemplar a las madres, las ovejitas. Y grande la alegría de poder contemplar a los corderitos triscando junto a sus madres en los abundantes pastos de tu Reino, donde se vive de amor.

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5 EL ESPÍRITU SANTO TRABAJA SIEMPRE

Jesús, tengo una curiosidad. La siguiente. Cuando eras muy niño, como lo fui yo, ¿a qué jugabas?, ¿qué juguetes tenías?, ¿cómo te divertías? Porque seguro que el bueno de san José, como buen ebanista que era, algún juguete de madera construiría para ti. Yo recuerdo de dos, que me hicieron mucha ilusión. ¡Ay qué ver, cómo rebrota la memoria de aquel entonces! Poco más de dos años tendría. Y los Reyes Magos, ¡esos sí que eran Reyes!, me echaron un carrusel que daba vueltas, como los de las ferias. Había que darle cuerda. ¡Qué divertido resultaba! Y cuando ya fui un mocito de cuatro añitos, los mismos Reyes Magos, puntualísimos todos los años en la noche del cinco al seis de enero, me trajeron un triciclo. No recuerdo si tenía doble asiento, o que en el asiento cabíamos los dos. Mi hermanita, de dos añitos, se agarraba bien a mí, y yo adelante dando pedales. El primer arranque lo daba nuestra madre empujando. Luego todo iba sobre ruedas. La cosa más divertida. ¡Qué felices éramos! ¡Con qué ilusión esperábamos la llegada de los Reyes Magos!

Tiempos idos, irreversibles, en parte y sin duda, por los grandes

avances de la técnica. En cambio, donde no veo que hayamos avanzado es en inocencia y felicidad infantil.

En aquel tiempo, los Reyes Magos eran Reyes Magos. Sembradores

de mucha ilusión para los niños. Traían felicidad. Traían ilusión! Hoy que los grandes almacenes, y su enorme despliegue de publicidad lo llenan todo, han contribuido a que los niños, ellos y ellas, se conviertan en voraces acaparadores de juguetes. Todo el año hay juguetes, cada vez más sofisticados. Los niños están atiborrados de juguetes, pero se les ha matado la ilusión. Me pregunto si los niños de hoy son felices. ¿Se les da opción a la ilusión?

Y mira por dónde. Tú, Jesús, fuiste el primero en recibir a los

auténticos Reyes Magos, cargados de simbología. Y no obstante de ser aún tan pequeñito, entendiste, les sonreíste, y seguro que te divertiste tirándoles de la barba. Pero, al poco de tú nacer, tuviste que huir a Egipto, con tus padres, para libraros de Herodes. No me resisto a transcribir un pasaje del evangelio apócrifo conocido como el Pseudo Mateo. Dice:

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“Aconteció que al tercer día de camino, María se sintió fatigada por la canícula del desierto. Y viendo una palmera le dijo a José: “Quisiera descansar un poco a la sombra de ella”. José a toda prisa la condujo hasta la palmera y la hizo descender del jumento. Y cuando María se sentó, miró hacia la copa de la palmera y la vio llena de frutos, y le dijo a José: “Me gustaría, si fuera posible, tomar algún fruto de esta palmera”. Mas José le respondió: “Me admira el que digas esto, viendo lo alta que está la palmera, y el que pienses comer de sus frutos”. “A mí me admira más la escasez de agua, pues ya se acabó la que llevábamos en los odres y no queda más para saciarnos nosotros y abrevar los jumentos”. Entonces el niño Jesús, que plácidamente reposaba en el regazo de su madre, dijo a la palmera: “agáchate árbol, y con tus frutos da algún refrigerio a mi madre”. Y a estas palabras inclinó la palmera su penacho hasta las plantas de María, pudiendo así recoger todo el fruto que necesitaban para saciarse” (PsMt. 20, 1-2).

Te inventaste sobre la marcha un bonito juego, camino de Egipto. Hiciste

a las palmeras aliadas de tus juegos. Se inclinaban ante ti. Tú te divertías con ellas. Lógico, los niños no pueden estarse quietos. Juegan, se divierten, son felices. ¡Bendita edad de la inocencia!

Pues bien, todo esto me sirve de preámbulo para dar un paso adelante y

reflexionar en algo muy importante. Hay Alguien que tampoco se está quieto. Me refiero al Espíritu Santo. Ni más, ni menos: El Espíritu Santo.

Fuiste tú, Jesús, quien nos reveló la plenitud de Dios, que es Padre,

que es Hijo y que es Espíritu Santo. Quiero centrarme en Él. En la Biblia, sobre todo en el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo aparece como: Presencia y acción de Dios, actuando, sobre todo, en tu persona, Jesús.

San Juan Bautista, mientras bautizaba en el Jordán, anunció que él

bautizaba con agua, pero que “aquel que viene detrás de mí… os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (Mt 3,11). Y, a propósito del bautismo, tú dijiste a los apóstoles: “Id, y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).

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De modo que, bautizados en Dios, Uno y Trino, los cristianos poseemos, o por mejor decir, hemos sido poseídos por el Espíritu Santo. Tanto en el sacramento del bautismo como de la Confirmación. En consecuencia, nuestra vida está movida por el Espíritu Santo.

Cabe una pregunta: ¿Pero sabemos quién es el Espíritu Santo? La

Biblia no da una definición, propiamente tal. Más bien se refiere a Él a base de imágenes y símbolos, como: Viento (Gn 1,1), Fuego (Hch 2), Agua viva (Jn 3,5; 7,38; 1Jn 5,8).

También lo presenta como Abogado y Consolador (Jn 14, 16-26);

como Impulsor de la vocación de los profetas (Is 61,1; Ez 11,5; 1Sam 16,13), etc. Se nos habla también en la Biblia de sus Siete dones (Is 11,2). O de sus Frutos (Gal 5,22-23). También de sus Carismas (1Cor 12-13). Y de nuestra adopción filial (Rom 8,14-16).

Y qué maravilloso resulta saber que el Espíritu Santo actúa, se

mueve, siempre está en acción. El Espíritu Santo fue Presencia viva y activa en todas tus acciones, Jesús, mientras vivías en el mundo. Y lo mismo ahora, glorificado en la Iglesia y en cada creyente. Pero actúa también en la misión de la Iglesia, con lo cual atestigua que la Iglesia es una obra divina; que es Dios quien la conduce, a pesar de las deficiencias humanas. Efectivamente, actúa en la vida de los cristianos para que bajo su acción seamos testigos tuyos, Jesús resucitado. San Pablo tiene una frase preciosa: “Nadie puede decir: Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3).

La presencia activa del Espíritu Santo en nosotros comenzó en el

bautismo, y continúa a lo largo de toda nuestra vida. Por eso, bajo su acción, en verdad podemos decir: Creo en Dios como Ser omnipotente, Creador de todas las cosas. Creo en Dios, que sostiene el mundo en sus manos y está metido de lleno en la Historia de la Humanidad. Dios que es Padre, lleno de ternura y misericordia. Dios que es Espíritu, cuyo soplo alienta y vivifica todas las cosas. Espíritu que es Fuego purificador y vivificador, como en Pentecostés. Que es Agua, aleteando sobre las aguas primordiales (Gn 1,1), donde la Historia se convierte en Historia de Salvación.

En consecuencia: El Hombre, varón o mujer, está animado y

vivificado por el Espíritu de Dios. Por lo mismo, toda la vida del hombre

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necesita ser una búsqueda continua de Dios, sí. Pero sobre todo, un dejarse querer por Dios. De ahí que, a Dios no se le estudia: a Dios se le ama. A Dios se le vive, puesto que “en Él vivimos, nos movemos, y somos” (Hch 17,18). La auténtica teología es la del Amor. Dios es Amor. Con razón nos dijiste, Jesús: “Si me amáis de verdad, obedeceréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre para que os envíe otro Abogado que os ayude y esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad” (Jn 14,15).

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6 EL PAN EN LA CASA DEL PAN

Jesús, de tus tiempos a los míos, no hay mucha distancia. Dos mil

años son un soplo. No obstante, me pregunto: ¿Eran otros tiempos los tuyos? En cierto modo, sí. Sucede que las naciones, todas, pasan por momentos de bonanza y por momentos de escasez. La economía de las naciones es insegura. Pega saltos imprevistos y salta más que una ardilla de rama en rama. No recuerdo que en mi más tierna infancia faltara el pan en casa. Pero sí recuerdo cómo, si de pronto en un descuido, se nos caía de la mesa al suelo un trozo de pan, mis padres, y sobre todo mi madre, al recogerlo me hacía besarlo. -Bésalo, hijo mío. El pan es agrado.

Y es que, al pan siempre se le ha tenido como algo sagrado en la mesa. Reminiscencias, sin duda, de otro Pan. Este, en mayúscula. Este, referido a ti, Jesús. El Pan de la Eucaristía.

Esto de besar el pan era una costumbre muy popular. Lo viví en mi

familia. Y lo he visto en otras familias. Era señal de respeto. Era recordar que en el Padrenuestro decimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.

San Lucas, cuando nos cuenta tu nacimiento, dice: "Había en la

misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño” (Lc 2,8). Detalle importante, teniendo en cuenta que la celebración de tu nacimiento, Jesús, la situamos, convencionalmente, el 25 de diciembre. Pero el 25 de diciembre es invierno, y en Belén hace frío. Nadie pasa la noche a la intemperie en invierno. Ni pastores, ni rebaños. De modo que, difícilmente pudo ser tu nacimiento en diciembre. En cambio, en la primavera se dan las condiciones que relata el autor del Evangelio de San Lucas. Y aún mejor en verano.

Pero la fecha es lo de menos. Lo importante es el hecho mismo de

tu nacimiento. Porque lo que en realidad celebramos es el hecho salvador y el comienzo de tu vida como Hijo de Dios entre nosotros.

Tengo entendido que el arrianismo tuvo mucho que ver con la

asignación de fecha de tu nacimiento. ¿Y por qué el arrianismo? Arrio fue

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un obispo culto, y muy elocuente el hombre. Atraía a la gente, incluyendo a otros Obispos. ¿Por qué? ¿Qué enseñaba Arrio? Pues, ¡ay, Jesús!, que no eras Dios, sino un hombre. Excepcional, sí, pero hombre. Decía que Dios te había creado para salvar la humanidad. Que habías ganado el título de Hijo de Dios al prestarse a morir por todos.

Así que, ¡ver para creer!, el arrianismo no aceptaba tu divinidad. Y lo

peor fue que muchos cristianos aceptaron esta teoría. Naturalmente, esto no quedó ahí. La cosa era seria. Tanto que, el Papa convocó un concilio en Nicea, (en la actual Turquía). Asistieron las figuras eclesiásticas más relevantes del momento, como Alejandro de Alejandría, ayudado por, en ese momento todavía diácono, Atanasio. Igualmente asistieron Marcelo de Ancira, Macario de Jerusalén, Leoncio de Cesarea de Capadocia, Eustacio de Antioquía. Incluso algunos presbíteros en representación del Obispo de Roma, ya que éste no pudo asistir por su avanzada edad. Estuvo además presente Osio, obispo de Córdoba que, según parece, presidió las sesiones. Por supuesto, tampoco faltaron los amigos de Arrio, como Eusebio de Cesarea, Eusebio de Nicomedia y otros. Se juntaron en total unos trescientos los obispos.

La polémica no estaba solo dentro del concilio. También fuera.

Tanto que, hubo enfrentamientos de la gente en las calles. Unos, que eras Dios; otros que no.

Ya ves, Jesús, fuiste piedra de tropiezo para mucha gente. Se

cumplía lo escrito por tu querido apóstol Pedro: “Para los incrédulos, la piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular, piedra de tropiezo y roca de escándalo. Ellos tropiezan porque no creen en la Palabra”. (1Pe 2,7-8). Y unos años antes, el simpático ancianito Simeón, cuando estabas recién nacido, al acogerte en sus brazos profetizó: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción” (Lc 2,34).

Perdieron Arrio y sus seguidores. Su doctrina fue condenada por

más de 300 obispos y la fuerte oposición de san Atanasio, obispo de Alejandría. Bajo su mano se redactó el Credo de Nicea. A muchos clérigos arrianos no les quedó más remedio que colgar los hábitos, o ir al destierro acompañando a Arrio.

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Pero no perdamos de vista el título de esta reflexión: El Pan en la Casa del Pan. Quedamos, pues, en que tu nacimiento no pudo ser en invierno, ¡uff, que hace mucho frío!. Tiempo no apto, por consiguiente, para pasar las noches al raso; ni para desplazarse a hacer ningún censo, sea por decreto del emperador, llámese Augusto, le guste o no le guste; y sea gobernador Quirino, queriendo o sin querer.

Nos situamos, pues, en Belén. Mira qué interesante. Belén: “Casa

del Pan”. A buen seguro, Jesús, que cuando ibas a nacer le dijiste al Padre: Quiero nacer en Belén. ¿En Belén? ¿Por qué? Está claro, Eterno Padre, es la Casa del pan. Y si es la Casa del pan, y el Pan voy a ser yo, tú me dirás…

Dios Padre te sonrió. Y para que de este Pan todos podamos

participar, te mandó a nacer a la Casa del pan. Belén. El Papa Julio I, que no debía tener miedo al frío, mandó celebrar tu

nacimiento, Jesús, el 25 de diciembre. Aunque su criterio no lo marcó el frío o el calor, sino que siendo esa fecha la fiesta pagana romana del Sol invencible, pensó que no había Sol más invencible que Cristo. Y fue así cómo el 25 de diciembre pasó a ser el Día de Navidad.

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7 EL REY DE LA CASA

Jesús, todos sabemos que el niño pequeño, sobre todo a partir de que comienza ya a andar a cuatro patas por la casa, se siente el centro acaparador de todas las atenciones dentro del hogar. Esto no cambia. Siempre ha sido y lo seguirá siendo así. Primero porque el niño tiene un encanto irresistible en sí mismo, y atrae las atenciones de todos. Segundo, porque al sentirse centro de atenciones, más se auto-protagoniza y afianza su personalidad. Lo cual sucede de modo natural e inconsciente.

Jesús, apostaría cualquier cosa a que esto también te sucedió a ti. Es

natural. Te cuento. Siempre me embelesaban, y me sigue embelesando, aquellas estampas, bellísimas y plenas de ternura. Estás tú en la carpintería con san José y tu Madre. Que es la carpintería, no hay duda; se ven tablones y las herramientas propias de una carpintería. Tú apareces en el centro, ¿qué tendrías, ocho años? San José y tu Madre la Virgen a ambos lados de ti. Hay un ambiente de ternura y felicidad incomparable. Tus padres embelesados contemplándote. La Sagrada Familia. ¡Qué bien acuñado está el título. Por cierto, tu madre suele aparecer con una madeja de lana, hilando, siempre hacendosa. Así son las madres.

¿Hay algo más hermoso y entrañable que la familia? El niño es

factor de felicidad en el hogar. A los papás se les cae la baba contemplando al fruto de su amor. El rey de la casa. Pues bien, ya que te voy contando mis experiencias primeras de niño, donde en realidad la protagonista es la madre, ya que a partir de ella arrancan estas experiencias, recuerdo que tendría unos tres años. Llegaron los Reyes Magos, ellos eran los encargados de traer ilusión, alegría, y felicidad cada año. Está visto que el niño valora más las cosas si éstas las han traído los Reyes Magos. Pues bien, como en la cocina, sitio habitual de estar la familia reunida en la casa, al menos en aquel entonces, no faltaban dos sillones, uno para la madre, y otro para el padre, lo mejor que se les pudo ocurrir a los Reyes Magos fue traer un sillón a medida para el rey de la casa. Era de mimbre. Muy bonito por cierto. Lo recuerdo muy bien. Me hubieras visto, Jesús. Sentado en aquel silloncito de niño, me sentía, si ya antes ahora más, el verdadero rey de la casa. No te imaginas lo a gusto que me sentía. Y qué bien le venía a mi madre. Mientras yo disfrutaba de

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mi sillón, ella quedaba más libre para seguir trajinando las faenas de la casa.

La familia es un nido de amor. Y la fuente de los auténticos valores

que todos necesitamos. Uno de estos valores: respetar la naturaleza. Porque la Creación, y por consiguiente la naturaleza, es obra maravillosa de Dios. Y nosotros somos parte de la misma. Toda la Naturaleza canta las maravillas de Dios Creador. Así, cómo no maravillarse, por ejemplo, ante un cielo estrellado; ante la belleza de una flor; o la laboriosidad de una abeja, recogiendo el polen de las flores para fabricar la rica miel; o la inmensidad del mar… Todas las criaturas son un poema sinfónico al Creador. Y dentro de tanta belleza, lo más bonito: el amor de una madre.

Ya ves, Jesús, que es enormemente satisfactorio rememorar

momentos puntuales de la infancia. Hacer retroceder el tiempo y volver a aquellos tiempos es imposible. Pero es gratificante rememorarlos. Como es igualmente gratificante saber situarse con realismo en el momento que a uno le toca vivir. Todo cambia. Todo evoluciona. A veces vamos dando bandazos. No faltan momentos duros, trágicos, en la vida de la gente y de las distintas sociedades. Sin embargo, después de la noche viene el día. Después de la tormenta llega la calma. Y es importante ver siempre el lado positivo de las cosas. Como importante es no perder nunca la sensibilidad para sintonizar con cuanto nos rodea, sabiendo que las cosas van cambiando. Que no se trata de comparar, ni de perder el tiempo discutiendo qué tiempo era mejor, si aquel o este.

Efectivamente, todo cambia. Pero la ciencia nos ayuda a

comprender la evolución de todas las cosas. Ese proceso vital que corresponde a la inteligencia de Dios. Y donde el ser humano, creado por Dios y dotado de inteligencia, libertad y voluntad, debe cuidar y respetar siempre la naturaleza en general y cada cosa en particular.

El azar no existe, todo está regido por la inteligencia infinita de Dios.

No podemos dejarnos arrastrar por la ignorancia. Nada existiría sin Dios. El mejor salmo de alabanza al Creador es la misma y entera Creación. Y dentro de la Creación ese ser, pequeño y gracioso, que es el niño, varón o hembra, rey de la casa. Y de tu corazón, Jesús. Lo recoge san Mateo. Resulta que estabas en el templo, donde curaste a ciegos y paralíticos. Esto molestó a los sumos sacerdotes y escribas. Y aún quizá más el que los niños cantaran “¡Hosanna al Hijo de David!”. Y te dijeron: "¿Oyes lo que

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éstos dicen?". Y tú, Jesús, les respondiste: "Sí, ¿pero nunca habéis leído este pasaje: 'de la boca de las criaturas y de los niños de pecho has hecho brotar una alabanza?'" (Mt 21,15-16).

No sólo los salmos alaban a Dios. Los niños son una verdadera

alabanza al Padre Dios. Quien mejor debe alabar a Dios es el ser humano, varón y mujer, por haber sido creado a semejanza de Dios, y por haber sido dotado de alma inmortal. La alabanza consiste en dar gracias infinitas a Dios, Creador de todas las cosas. Es imposible admirar, maravillarse, ante la Naturaleza, e ignorar a Dios. La inteligencia que hemos recibido de Dios, y que nos hace ir descubriendo cosas nuevas cada día nos tiene que llevar a exclamar con el salmo: “Los cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento proclama la obra de sus manos” (Sal 19,1).

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8 ENCENDER EL CANDIL

Jesús, hay una frase acuñada: “En aquel tiempo…”. ¿No es ésta la

frase que como muletilla dice el sacerdote todos los días al proclamar el evangelio en la misa? En aquel tiempo… ¿Verdad que suena a tiempos idos, lejanos, históricos? Y antes. Siendo así que en realidad nada hay más actual, presente y real que el Evangelio.

Bueno, pues he querido tomar esta frase, “En aquel tiempo…”, para

hablar de otro, el mío, que aunque ya lejano, no llega aún a prehistórico. Y bien, en aquel tiempo, ¡oh radiante edad de la infancia, la luz eléctrica se iba con relativa frecuencia, sin que se supiera por qué. El caso es, que era yo muy chiquito aún en la edad, pero recuerdo que mi madre siempre tenía a mano unas velas, en previsión de los cortes de luz. Yo deseaba que se fuera la luz; así, y de este modo, mi madre comenzaría a encender las velas. Cosa que me encantaba. Al menor descuido de mi madre, yo me afanaba por travesear con la cera que se desprendía. -Hijo, no toques las velas, que te vas a quemar. -Hijo, no juegues con el fuego, que te harás pis en la cama. Eran esas ocurrencias que se les vienen a la mente a las madres. A alguna se le debió ocurrir, siempre hay una primera vez, y una primera mujer, y luego todas las madres repiten la misma cantinela: -Hijo, que te vas a hacer pis en la cama.

Jesús, si traigo a colación esto de las velas, es porque lo mismo podía haberse tratado de un candil. Tú sí aludes a él en el Evangelio. El candil. Instrumento entonces, ahora sí que sí, “en aquel tiempo”. Totalmente necesario porque aún no se había descubierto la maravilla esta de la luz eléctrica. En cambio, tú nos descubriste otra luz, mucho más limpia y potente: la del Evangelio. Sí, la luz del Evangelio. La misma que el cristiano, sostenido y animado por el Espíritu, debe tener siempre encendida. Ahora bien, ¿quién tiene encendida esta luz? El que tiene la experiencia de Dios. Que consiste en dejarse amar de Dios. Desde ese amor nace la espiritualidad cristiana, en general, y necesariamente personal. El Evangelio es la luz que ilumina todo. Además, es una espiritualidad que no se puede cambiar por nada. El Evangelio es insustituible. Cualquier otra cosa, son añadiduras, complementos, y a

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veces suplementos. En cristiano, no valen los suplementos. El Evangelio no se puede sustituir por nada ni por nadie. No hay línea de espiritualidad más clara y diáfana que el Evangelio. Desde él se comprende la cercanía de Dios. El Evangelio es el centro radial de toda vida cristiana. Sostenida, vale insistir, por el Espíritu.

Jesús, empleaste la imagen del candil muchas veces. Estabas familiarizado con él. Si a una buena señora se le caía una moneda en la cocina cuando, al regresar de la compra, iba a guardar las sobrantes, que no serían muchas dada la pobreza ambiente, ¿qué tenía que hacer? Pues, lo primero, encender el candil. La cocina era el espacio principal de las humildes casas palestinas. Los trastos se acumulaban. ¡Vaya usted a saber dónde habrá metido la moneda! Imprescindible, pues, el candil. A parte que, la moneda brilla. Su brillo, acrecentado por la luz, la delata.

En tiempos más recientes, cuando se perdía algo, la gente acudía a una ingenua e inocente superstición: rezar un padrenuestro a san Antonio, o a otro santo de personal devoción. El problema es cuando lo que se ha perdido no es una moneda, sino la fe.

Resulta sorprendente y aleccionador constatar cómo, al realizar una curación, siempre dices: “Tu fe te ha salvado”. Es decir, estás pidiendo la actitud cooperativa y personal del enfermo. Actitud que significa voluntad de cambiar, de mejorar. Y es que, la fuerza para cambiar está dentro de uno mismo. Por lo mismo, hay que encender el candil. El aceite lo pones tú. Tú eres quien impulsa la voluntad. Quien ayuda a salir de la indigencia a cada ser humano.

Pero hay más, Jesús. Si el candil era parte integrante y familiar en la casa, cuando alguien se acerca a ti, debe verte como amigo. Necesariamente como amigo. El amigo que se hace compañero de viaje en el diario caminar de la vida. En el Emaús que puede surgir cualquier día en nuestra vida. Y digo Emaús como metáfora de la desesperanza, aposentada en aquellos dos discípulos que el mero día de la Resurrección, y a pesar de haber oído clamorosos rumores de que estabas vivo, de que habías resucitado, ellos se las piran. Se van. ¿Qué se les había perdido en la aldea? ¿Qué prisa tenían por llegar a la aldea? Estaba anocheciendo, de modo que lo primero que harían al entrar en la casa sería encender el candil. Pero tú, Jesús, les encendiste otra luz más potente que les encendió el alma.

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Encontrarse contigo es un auténtico regalo. Los de Emaús, no se encontraron contigo. Es al revés. Tú te hiciste el encontradizo. Sabías que tenían el candil. Pero les faltaba el aceite. El aceite de la fe, y de la esperanza. Y es que, el cristiano ni puede ni debe caminar en solitario. No podemos ir por libres en la vida. De ahí que cuando ideaste la Iglesia, la quisiste como una Comunidad de fe, de esperanza y de amor. Con el candil encendido. Como aquellas muchachas de la boda. Esperaban al novio “con las lámparas encendidas” (Lc 12,35). Podían haber esperado con un ramo de rosas. Pero un ramo de rosas de poco sirve en la oscuridad, en medio de la noche. Lámparas que alumbren el camino es lo que hace falta. Entonces y hoy

Hay poca luz y mucha oscuridad hoy en día. Y no es porque generen poca luz las centrales térmicas, y las hidroeléctricas, y las ambientales, y no sé cuántas más. Estamos necesitados del candil de la fe. Seguirte a ti, Jesús, es todo lo contrario de un bonito romanticismo, o de una mística que envuelva nuestro yo. El mundo necesita gente que tenga los pies en la tierra. Pero no sólo. También es necesario tener en las manos las lámparas encendidas para ver que tú vas con nosotros en nuestro propio caminar.

Si a la luz de la fe añadimos la oración, nunca nos faltará el aceite para nuestro imprescindible candil. La oración es la reserva del aceite espiritual siempre. Abiertos a Dios por la oración y la confianza, no necesitaremos ir a la tienda, como les ocurrió a las vírgenes necias de Mateo 25, a comprar más aceite cuando vemos que el nuestro se termina. Si se termina, la culpa es nuestra. Descuidos, desidia, cobardía. ¿Por qué tanta gente hoy en día se aleja de ti, Jesús? Por cobardía. No tienen la valentía de llevar consigo el aceite de reserva. Y cuando éste comienza a escasear y se van quedando a oscuras, entonces se les ocurre ir a comprarlo a la tienda; a la que seguramente no llegarán porque los lobos de la noche campan en las tinieblas. Y si logran llegar, hallarán la tienda cerrada.

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9 FELICIDAD ANTES Y EN EL TABOR

Jesús, con qué poca cosa se puede hacer feliz a un niño. Y puesto que estoy dejando aflorar recuerdos semi olvidados de la infancia, no quiero pasar por alto el siguiente. En cada región de España, las mismas cosas reciben a veces nombres diferentes. Así por ejemplo, a cualquiera le es fácil responder cuánto mide una hectárea. En cambio, es posible que la misma persona no sepa responder cuántas son cien fanegas de trigo. Y menos aún a cuánto equivale mide una robada. Esto, que se lo pregunten a los navarros mayores. No hay que olvidar que los tiempos cambian, y lo que hoy está de moda mañana cae en el olvido. O aquello que era normal en años atrás hoy se desconozca. Pues bien, siendo yo niño, las dos monedas de menor valor en la peseta eran la cuatrena y la ochena. Cuatrena, mitad de una ochena. Y la ochena, de feliz recuerdo, eran diez céntimos de peseta. Eso en Navarra, porque en otras partes de España las llamaban perra chica y perra gorda. Así.

Hoy, a la distancia, me sigue gustando más el nombre de ochena.

Tan popular siendo yo niño. Me suena más lírico el nombre. Y sobre todo, me trae muy buenos recuerdos. Porque era la paga que los papás nos daban los domingos a los más pequeños, aunque uno fuera el mayor de los hermanos no dejaba de ser entonces pequeño. Y es que, con aquella bendita moneda, de tan poco valor, se podía hacer feliz a un niño. Se podía comprar un buen helado, mantecado, fresa, limón, lo que uno quisiera. Y hasta dos. Pero esto estaba reservado al domingo. La paga sólo se daba los domingos. La madre nos ponía bien guapos a los hijos, que según pasaba el tiempo éramos más porque la cigüeña iba a buscarlos a París. Como íbamos endomingados, no había que mancharse. Lo primero era ir a misa. Y luego a comprar el helado, o alguna otra golosina. Con una ochena. Eso sí, teníamos la cantinela de la madre: -Hijo… ten cuidado con el helado, que te vas a manchar… ¡Mira cómo te estás poniendo…! ¡Cuánta felicidad la de un niño por tan poco precio! ¡Una ochena! Jesús, evocar la felicidad de aquellos domingos de la infancia, me lleva la mente a otro momento de felicidad. En esta ocasión, no se trata de niños, sino de hombres y derechos, como eran tus apóstoles. En concreto, Santiago, Juan y Andrés. Los llevaste al Tabor. Está alto, así que la subida

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les hizo sudar. Una vez arriba, qué bien sabía sentarse a descansar. Y si bien sabe un descanso tras la fatiga, mejor les supo la sorpresa que les tenías preparada. Jamás habían experimentado tanta felicidad. Al menos Pedro. Tú habías dicho a todo el grupo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Y estos tres, tus amigos predilectos, pudieron comprobarlo in situ, en vivo y a todo color. Te transfiguraste ante ellos.

La transfiguración les hizo abrir los ojos del corazón al misterio de tu luz. La luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. La luz que ya al inicio de la creación surge con fuerza del Dios Todopoderoso. "Fiat lux", "Hágase, haya luz" (Gn 1,3), y la luz fue creada para siempre, y se separó de la oscuridad. Pero en la luz hay algo más. Se revela algo de Dios. Está reflejando destellos de su gloria. Dios es la Luz infinita.

La Biblia nos recuerda algunos pasajes donde Dios se presenta como

luz. Por ejemplo, en el profeta Habacuc: "Su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos" (Habacuc 3,4). En el Salmo 104,2 se dice: ”Estás vestido de esplendor y majestad y te envuelves con un manto de luz”. En el libro de la Sabiduría se habla de la Sabiduría como la esencia misma de Dios: la Sabiduría, es "un reflejo de la luz eterna", superior a toda luz creada (Sb 7,27.29 s).

Sin embargo, Jesús, es en el Nuevo Testamento donde tú te

constituyes como la plena manifestación de la luz de Dios. Y hay dos momentos luminosos muy importantes. Uno es la Trasfiguración. El otro la Resurrección.

Me gustaría estar en la piel de los tres apóstoles. ¿Qué sintieron? La

sorpresa, por lo pronto, debió ser mayúscula. El corazón a punto de estallarles. ¿Miedo? También. A pesar de que tú estabas con ellos. Pero es que de pronto… ¿De dónde habían salido Moisés y Elías? Estaban hablando contigo. ¿De qué hablaban? Sin duda, de las cosas de Dios. ¿Y aquella luz tan intensa? Deslumbraba, pero al mismo tiempo no impedía poder contemplarte. Y cuando, en el colmo del éxtasis, de la alegría, Pedro grita, soltando toda la adrenalina acumulada: “¡Qué bien se está aquí!” (Mt 17,4). No disimuló su felicidad. Incluso quiso atraparla y guardarla. Como si la felicidad se pudiera atrapar y guardar en un cofre.

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O como si el niño quisiera que su helado no se terminara nunca. La felicidad es parte del candor de las almas nobles. Noble es alma de un niño. Noble el alma de Pedro y de sus compañeros. Noble la luz que nos ilumina. Y esa Luz eres tú, Jesús.

Ellos vieron la luz, tu vestimenta deslumbrante. Intuyeron, quisiste

que así fuera, intuyeron la Divinidad. Que ver, no se puede ver. Y quisieron quedarse allá. Y no en una acampada de verano. Para siempre. “Si quieres, haré tres tiendas…” (Mt 17,4). Pero la visión desapareció y tuvieron que bajar a la cotidianidad.

El otro momento de luz, el más fuerte, fue tu Resurrección.

Derrotaste para siempre el poder de las tinieblas, del mal. En ti, Jesús resucitado, triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En ti, la luz de Dios ilumina definitivamente la vida de los hombres. Y la historia se convierte en un camino de luz.

No son comparables. Pero guardando las distancias, cuánta felicidad

puede dar a un niño una moneda de tan escaso valor como era la ochena. Y en un plano de tono mayor, cuánta felicidad un destello de tu mágica luz, Jesús.

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10 FUENTE ABUNDANTE DE VIDA

Jesús, hoy te cuento lo siguiente: Desde una ventana de la segunda planta de la casa solariega, y en brazos de mi madre, pues era yo muy pequeñín, veíamos la inmensidad del agua que anegaba los campos. No entendía nada. Nada sabía si aquello era normal, o no. Ni que la invasión del agua se debía al desbordamiento del Arga. Yo era muy pequeño aún, sí. Pero las cosas, aun no entendiéndolas, quedan en la retina y en la memoria, como más tarde llegué a comprobar al oír a las personas mayores hablar de “la famosa riada”. Así decían: “La famosa riada”, término acuñado que perduró varios años. Aquella imagen, anclada en mi memoria siendo un tierno infante, cobró vida años más tarde como uno de mis primeros recuerdos. Muy famosa debió ser la tal riada para que la gente la etiquetara como “la famosa”.

Jesús, aquella imagen del agua que había inundado los campos, me vino a la memoria mucho tiempo después, siendo ya adulto, al reflexionar y preguntarme sobre otra realidad muy diferente, pero que tiene que ver con el agua: el Bautismo. ¿Qué es el Bautismo? Es la pregunta que me estaba haciendo. A la par que por el recuerdo de la inundación que vino a mi mente como una asociación de ideas. Aquel infante, que aún no sabía hablar, ¿sabía qué era el agua?, ¿su importancia?, ¿su necesidad vital?, ¿o para qué sirve? Las cosas suceden. Uno las ve, pero no siempre las comprende. El agua es vital para la vida, y es al mismo tiempo un elemento purificador. Esto no lo puede entender un bebé. No importa. Las cosas no están sujetas a nuestro entendimiento.

El Bautismo emplea el agua, precisamente por ser signo de vida y de purificación. Limpia el pecado y nos da la Gracia santificante. Con independencia de si quien lo recibe entiende o no. Naturalmente, y tocante al Bautismo, estoy pensando en los niños que se bautizan sin tener aún uso de razón. No entienden nada de nada. Pero entienden sus padres. Tampoco entendían, ni nadie les preguntó si querían nacer. Y todo mundo se siente feliz de haber nacido.

¿Qué podía entender yo contemplando en directo desde los brazos maternos la famosa riada? Los adultos, por el contrario, sí entienden, y saben perfectamente que una riada puede convertirse en una catástrofe;

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o en un bien, como pasa con el Nilo cuando este crece y abona los campos.

Naturalmente, en el Bautismo todo es para bien. ¿Qué mayor bien que renacer a la vida divina y ser hechos hijos de Dios? ¿Qué mayor bien que ser limpiados del pecado, recibir la fe, y pertenecer a la Iglesia, y ser un seguidor tuyo, Jesús?

El Bautismo es la puerta de entrada a la vida cristiana. Por lo mismo, es el primero de los sacramentos porque abre el acceso a los demás sacramentos.

No sé, Jesús, si alguna vez seremos capaces, al menos yo, de llegar a entender en profundidad que todo un Dios que no cabe en el Universo pueda cohabitar en nosotros por el Bautismo. Limpios de pecado, quedamos habitados a continuación por las tres Divinas Personas, Padre, Hijo, Espíritu Santo. Como si esto fuera poco, el Bautismo nos infunde la gracia santificante, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, imprimiendo en el alma el carácter sacramental que nos hace cristianos para siempre. Y nos incorpora a la Iglesia.

Pero ya ves, Jesús, hemos pasado de un tiempo de cristiandad, donde las cosas más sublimes se vivían con naturalidad, a un tiempo de enorme pérdida de sensibilidad, donde las cosas de Dios quedan relegadas a un segundo plano, incluso al olvido.

Mala cosa es perder la sensibilidad. De los sentido y del alma. Sin sensibilidad, sin sentir las cosas que nos rodean, sin sentir el fuego que nos quema, uno puede arder y morir sin enterarse a tiempo de evitarlo.

Se necesita, pues, mucha sensibilidad, tanto espiritual como material. Y lo mismo para lo espiritual que para lo material. Salvo que pretendamos convertirnos en robots. He conocido personalmente varios casos de médicos que, asistiendo al nacimiento de una criatura, y viendo que ésta se moría, ellos mismos han realizado un bautismo de emergencia con la criatura. Sabían, saben, perfectamente el valor del bautismo. Y sabían, saben, que el bautismo no es un acto mágico, sino un don sublime de Dios. Médicos con sensibilidad. A mí me dan mucha confianza los médicos con sensibilidad. Si carecen de ella, puede que les dé lo mismo que el paciente sane o no.

Siendo el ministro ordinario del bautismo tanto el Obispo, como el Sacerdote y el Diácono, en caso de necesidad cualquier persona que tenga

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intención de hacer lo que hace la Iglesia puede bautizar. Y es tan sencillo. En cualquier caso de emergencia, basta con derramar un poco de agua en la cabeza de la criatura diciendo: "Yo te Bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".

Y aun quiero puntualizar algo más. Según la sociedad ha ido cambiando de un tiempo de cristiandad, a un tiempo de omnipresente materialismo, y en consecuencia, pérdida consecuente de humanismo, hemos ido cerrando el sentido de lo transcendente. Como si no hubiera otra vida que la actual. Es el materialismo del absurdo. Y no obstante y ser constatable esta realidad, lo lógico sería decir: ¿Para qué prepararse para ser médico, ingeniero, arquitecto, cura, o astronauta? Total, ¿para cuatro días, si llegan, que vamos a vivir? Pero la gente se prepara, estudia, saca su título universitario, ejerce su profesión. ¿Hay lógica en esto?

Pues bien, lo mismo que nos preparamos para ejercer una profesión, sea cual sea, que nos ayuda a realizarnos y nos asegura un porvenir, igualmente hay que prepararse para ser cristiano. Se necesita un catecumenado bautismal, como en los primeros tiempos de la cristiandad. Si se perdió el catecumenado personal fue debido a que el ambiente familiar y social era cristiano. El mismo ambiente servía de catecumenado, de preparación, no tanto ya al Bautismo, que ya se había recibido al poco de nacer, sino a vivir una vida cristiana con responsabilidad. Hoy la situación ha cambiado. Y no podemos vivir de las rentas, porque éstas se han acabado. Para prepararse a cualquier profesión se necesita estudiar. Se acude a la universidad. En lo referente al Bautismo, la familia y el ambiente cristiano era la mejor universidad. Eso ha cambiado. Es el momento en que cada quien tendrá que sacar las castañas del fuego, como se dice. Y responsabilizarse personalmente para dar el paso al Bautismo. Porque la necesidad de Dios no ha cambiado. Sigue en pie.

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11 JESÚS EL ROSTRO HUMANO DEL PADRE

Jesús, dicen que los hijos se parecen a los padres. Normal. De tal palo tal astilla. Las madres se ponen tan anchas que no caben en sí mismas cuando alguien les dice: -¡Tu hijo es clavadito a ti! ¡Ay, cómo se te parece! Cuando la criatura es aún muy pequeña no es tan fácil distinguir qué rasgos se parecen más al padre o la madre. Por lo pronto, siempre hay rasgos de los dos progenitores, si bien a veces destacan más unos que otros. De modo que decir: -Es clavadito a ti, no deja de ser una piadosa mentira; si es que las mentiras alguna vez pudieran llegar a ser piadosas.

Eso sí, a las madres les gusta que les digan que su hijo, tan guapo él,

se parece a ella. Y es que, en el fondo hay un sentimiento sub-liminal inconsciente, o no tanto. Porque toda madre dice, la mía, por supuesto, también lo decía, “mi hijo es el niño más guapo del mundo”. ¡Exacto! Si aplicamos lo de “de tal palo tal astilla”, tenemos resuelta la incógnita. Si el hijo es el más guapo del mundo, y el hijo se parece a la madre, conclusión: “Toda madre es la más guapa del mundo”. Si a esto añadimos, con el sentido de cierto humorista, de que “las madres nunca mienten, porque nunca dicen la verdad” tenemos que, efectivamente, “mi niño es el más guapo del mundo”. Pero aquí tenemos el problema: ¿a quién damos el primer premio de guapura?”. Porque hay un empate universal ex aequo en el primer puesto. Ni siquiera hay un segundo puesto. Todos los niños, sin diferenciar si son niños o niñas, ocupan el primer puesto. ¿De dónde sacar, de un solo premio, premios para todos? Si lo repartimos a trocitos entre todos no alcanza para nada. Así que, salomónicamente, mejor dejémoslo vacante.

Bien, Jesús, precedida esta reflexión de tan inocente broma, vamos

al tema. Y es que, partiendo de que Dios es espíritu puro, por consiguiente, no materia; partiendo de que Dios no es antropomorfo, sino puro espíritu; que por consiguiente no tiene un cuerpo como nosotros; luego, tampoco rostro humano, tú, Jesús, que eres hombre como nosotros, sí tienes un rostro humano. Así que, bien podemos decir con toda razón que tú eres el rostro visible de Dios. Eres la versión humana del Dios invisible; el rostro humano, y para nosotros abarcable e inteligible, del Padre. Porque Dios ante todo es eso: Padre. Tuyo y nuestro. Dios

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Padre es también nuestro Padre. Una grande y extraordinaria verdad que tú nos has revelado. Cuando resucitaste, dijiste: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn. 20, 17). En otra ocasión, al hablarnos del Padre, nos dijiste: “El Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que yo he salido de Dios” (Jn. 16, 27).

Que Dios nos ama, a la vista está. De manera que si nos

preguntamos, ¿qué hace Dios Padre por nosotros?, la respuesta es: amarnos. Dios nos ama. A pesar de nosotros, que somos como somos. Tú, Jesús, que no tenías pelos en la lengua, como suele decirse, afirmarte rotundamente: “Si, vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!” (Mt. 7, 11). Si una persona cualquiera nos llamara malos, seguro que nos sentiríamos ofendidos. Pero ¡amigo!, nos lo dices tú, que no puedes mentir. No nos queda más remedio que aceptar la realidad.

Y siendo tú, humano y divino, eres el rostro humano del Padre.

Trasluces los sentimientos del Padre. Por ejemplo, el amor y cuidado que el Padre Dios tiene por todas las cosas. “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni guardan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” (Mt. 6, 26).

Tú te has quedado con nosotros en la Eucaristía, en forma de Pan.

Tú eres el Pan de Vida. Y sin embargo dices: “Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo” (Jn. 6, 32). Al mismo tiempo que afirmas que no has venido por tu cuenta, nadie puede venir por su cuenta, sino que has sido enviado por el Padre. “Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn. 6, 57). Tú, Jesús, vives por el Padre, y nosotros vivimos por ti.

De esto se sigue una consecuencia lógica. Al identificarte con el

Padre, y al querer que nosotros nos identifiquemos contigo, nos exiges el sello de identificación, que no es otro que el amor. Cabe la pregunta: ¿Cómo podemos demostrar que amamos a Dios? Sólo con hechos. Las palabras son fáciles de pronunciar, como cuando alguien dice a otra persona ¡te amo! Hay que demostrarlo en hechos, ya que las palabras las lleva el viento. Los hechos quedan. Los hechos se plasman en el hermano. Lo que hacemos al hermano, de bien o de mal, lo hacemos contigo, y por consiguiente con el Padre.

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De ahí que hayas querido que tomemos conciencia de nuestra

identidad, que consiste en que somos hijos de Dios. Por eso nos has enseñado a dirigirnos a Dios como Padre. “Vosotros, cuando oréis, decid así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mt. 6, 9) (Lc. 11, 2). Reconocer que Dios es nuestro Padre es al mismo reconocer, por lógica, que somos hermanos unos de otros. Todos. No importa si no compartimos la misma religión, o las ideas como ciudadanos. No importa si somos de distintas sensibilidades.

Con lo cual, es lógico también que nos hables del perdón. “Cuando

os pongáis a orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas” (Mc. 11,25). El perdón es misericordia. La misericordia es la cara del perdón. De modo que nos dices que seamos misericordiosos, que es la señal de que perdonamos. El perdón es por activa y por pasiva. ¡Cuántas veces seremos nosotros mismos los que tenemos que ser perdonados! Seguramente más de las que tenemos que perdonar.

Nuestra misericordia, signo del perdón, es reflejo de la misericordia

que el Padre nos tiene. “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36). Todo se centra, pues, en el amor. Es la esencia de la vida cristiana. Y ese modelo de amor, tanto al Padre Dios, como a todos nosotros, eres tú, Jesús.

Y mira, retomando el principio de esta reflexión, y en alusión a la

felicidad que sienten las mamás cuando les dicen que sus hijos, tan guapos, se les parecen. Qué duda cabe de que ese inmenso amor que las madres sienten hacia sus hijos debe servirles para inculcar en ellos el amor a todos, comenzando por Dios. Amar a Dios sobre todas las cosas. Amar a los padres y hermanos. Amar a todos los semejantes. Y amar a los demás seres y a la naturaleza. Entonces sí que nos pareceremos, no a nuestras madres, sino a nuestro Padre del Cielo. Que en definitiva, es lo que importa.

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12 LA FAMILIA ESPACIO NATURAL DE LA VIDA

Jesús, seguro que estamos de acuerdo en la afirmación de que hay

problemas y problemas. Unos, que sí lo son; y otros, que no lo son. Cuando surge un problema, sea de la índole que sea, lo natural es tratar de solucionarlo, si se puede. No es lo mismo que se pinche una llanta del coche, a que éste se vaya por un precipicio y termine destrozado e incendiado. Una llanta tiene remedio. A un coche incendiado hay que aplicarle aquello de “apaga y vámonos”. O bien, “sanseacabó”. En cambio, si se tratara de una película, sabemos que hay un montaje; que hay efectos secundarios. Que las cosas no son lo que parecen. En la vida real los problemas suelen ser de verdad.

Esta mini-introducción, me remonta a otro problema que, por

supuesto, no era tal. Mira, los científicos investigan, hablan, escriben, y no se ponen de acuerdo, sobre cuál es el momento primero en que el feto es capaz de archivar en su cerebro su primera memoria. ¿Hay memoria fetal? ¡Hombre!, digo yo, profano en la materia, doctores tiene la ciencia. ¿Pero ha habido alguien que haya podido aportar datos taxativos e irrebatibles, al respecto? ¿Probar que tiene memoria de cuando era un feto? Acudiendo, o sin acudir a la ciencia, ¿alguien puede demostrar que recuerda algo de cuando estaba en gestación? Difícil, por no decir que imposible. En cambio, si rebobinamos la película de nuestra vida, todos tenemos un primer recuerdo anclado en la memoria de nuestra más tierna infancia.

Puedo decirte, Jesús, que estrujando mi memoria, mi primer

recuerdo, el primerísimo, más allá del cual no encuentro otro, es de cuando era un bebé en brazos de mi madre. Ella tenía un problema. Esto lo supe más tarde. Era muy buena repostera. Esto también lo pude comprobar con el tiempo. Hacía unas rosquillas, por san Blas, extraordinarias. Con aquel saborcito a anís…, ¡uff!..., se me hacía la boca agua. ¿Pero cuál era el problema? Pues que le gustaba cocinar con aceite de oliva, auténtico. Del bueno. Hoy dicen ¡aceite de oliva virgen extra! Muchas albardas al mismo burro. Dicho sea con respeto. ¡Con lo rico que sabe el aceite según sale directamente del trujal! Sin manipulaciones. Vamos, digo yo. Pues bien, eran tiempos de postguerra. Sólo a estraperlo se conseguía aceite del bueno. Pero a precios supersónicos. Y ella, vasco-

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navarra, de cabeza bien puesta, empeñada en hacer las famosas rosquillas por san Blas, estaba sin aceite. Así que tomó en sus brazos. Y en busca del aceite que nos fuimos. Ir, lo que se dice ir, iba ella. Que yo bastante tenía con ir bien arropado en sus brazos. ¡Vamos por aceite! Ella, de feliz testarudez, solucionó su problema. Y yo, tales vibraciones maternas debí recibir, que hicieron posible que este fuera el primer recuerdo que tengo de mi vida. En cambio no recuerdo el sabor de las rosquillas elaboradas con el aceite de estraperlo.

Ay, Jesús, si todos los problemas fueran como éste. No hubiera

pasado nada si no se hubiera conseguido el aceite, o si por una vez no hubiera habido rosquillas, por san Blas, por falta de aceite de oliva, del bueno, como decía mi madre. El problema es cuando en las familias falta el aceite del amor, del entendimiento, de la comprensión, del cariño. Ni de estraperlo se consigue ese aceite.

Lo fundamental en toda familia es que haya amor. No sabemos qué

dulces, qué rosquillas, prepararía tu Madre. Seguro que de lo más sabroso. Pero de esto no nos dijiste nada en el Evangelio. Tampoco sabemos si en la Sagrada Familia llegó a faltar el aceite. Se podía carecer de muchas cosas, pero nunca faltó el amor. Lo que se mama en la casa se trasmite luego. Y tú nos hablaste continuamente de amor. Señal inequívoca de que en tu familia no faltó.

Pero hay otros problemas que vienen de afuera. Normalmente los

problemas suelen venir de afuera. En tu caso, el problema fue Herodes. San Mateo lo cuenta así en su Evangelio: “El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo” (Mt 2,13). ¿Llegaste a tener memoria de este atropellado y urgente viaje a Egipto? Porque las vibraciones que en esos momentos, tanto María como José, inconscientemente transmitían, debieron ser muy fuertes.

Y ya ves, Jesús, el tema de tu Sagrada Familia es de acuciante

actualidad. ¿Qué está pasando hoy en día a tanta gente? Lo que está pasando hoy a tanta gente, es lo mismo que os pasó a vosotros. Tuvisteis que huir de vuestra tierra por culpa de la violencia desatada por el tirano rey Herodes. Fuisteis los primeros emigrantes. Vosotros por tierra. Otros,

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hoy, por mar. Problema muy serio, el de entonces y el de hoy, para tanta gente que tiene que emigrar.

Más allá de todos estos avatares adversos, y sin olvidarnos de ellos,

nos fijamos en la familia en cuanto tal. ¿Qué es la familia? No está de más la pregunta. Y hasta convendría formularla más de una vez. La Familia es, antes que nada, la primera comunidad natural. Formada, primariamente, por los padres y los hijos. Circunstancialmente, otras personas. Pero eso, es un añadido, que podrá resultar bien, regular, o mal.

La Familia es, pues, una institución: Natural. Necesaria. Social. Es el

cauce natural para reproducir y perpetuar la vida. También para protegerla. Porque la Familia es la base imprescindible para construir la sociedad. De ahí se sigue: Que es necesario respetar la dignidad de sus propios miembros. Respetar la dignidad de los demás. Respetar el orden de la misma naturaleza. Respetar la ley natural y moral. Respetar los derechos propios y de los demás.

Lo cual nos lleva, por último, a ver que la familia es sujeto de

derechos y obligaciones. Entre los derechos está en primer lugar la vida misma. Respetar y defender la vida. Que es derecho y obligación a la vez. Derecho a la integridad. Si hay amor la integridad no se rompe. La familia tiene también derecho a la propiedad y a la subsistencia. Igualmente al trabajo, para salvaguardar la subsistencia. A la educación. A la religión. Otro derecho fundamental de los padres es ejercer en exclusiva la responsabilidad y autoridad sobre los hijos, sin que otras instancias se inmiscuyan o interfieran.

En cuanto a las obligaciones, vale la pena reiterar: Defender la vida

propia y ajena. Defender los intereses propios y ajenos. Contribuir al bienestar propio y ajeno. Y, desde luego, colaborar en el bien común de la sociedad.

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13 LA JUSTICIA ES ESTAR DE ACUERDO

Jesús, ¡cuántas tertulias se escuchan en la radio debatiendo sobre la justicia! ¡Cuánto se escribe sobre el tema! ¡Que si en tal sitio la justicia se aplica así, que si en tal otro se aplica asao! ¡Que si la justicia está en la cuerda floja, que si patatín que si patatán! ¡Qué si la no se aplica igual para todos…! Y cosas semejantes

Después de dar muchas vueltas en mi cabeza al tema, me doy cuenta de que la mejor definición sobre la justicia la dimos los niños cuando, de esto hace muchos, muchísimos años, éramos, efectivamente niños.

Si preguntamos a un niño ¿qué es la justicia?, posiblemente no sepa responder acertadamente. Y menos aún podrá darnos una definición de texto. ¿Lo sabemos los adultos? Sin embargo, los niños tienen un criterio muy práctico a la hora de, no tanto de definir, sino de hacer justicia. Viene esto a cuento, una vez más, al rebuscar en la memoria del tiempo aquellos recuerdos primeros de la infancia. Eran tiempos en que apenas circulaban coches por las calles. De modo que los niños, luego de hacer las tareas de la escuela, salíamos a jugar a la calle. Todo tipo de juegos. Aunque el más socorrido era siempre el fútbol. La calle se llenaba de la algarabía, en re mayor, con las voces de tantos niños y niñas. Ellas tenían sus juegos, sus gritos y chillidos. Ellos, no menos alborotadores, el fútbol. Eran tiempos en que a los niños se les dejaba ser niños. En cuanto terminaban las tareas escolares, y aún con el pan de la merienda en la mano, salían corriendo a jugar en la calle. Era la sociedad en marcha. Me temo que los niños de hoy estén estresados. Los juegos son individuales, nada sociables, a base de juguetes electrónicos, cada vez más sofisticados, pero que tanto aíslan e individualizan.

Pero no nos salgamos de la calle, ni dejemos que el silencio suplante a la algarabía. Y bien, Jesús; como bien sabes, las mamás salían con sus hijitos a pasearlos, a que les diera el aire. Eran tiempos de familias numerosas y cada madre iba rodeada de varios hijos. Los mayorcitos se las apañaban solos y se juntaban rápidamente para jugar un partido. Los más pequeños quedaban junto a la madre. Los papás, como es natural, a esas horas de la tarde andaban todavía en el trabajo. Las madres, por el

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contrario, bastante tenían con ser amas de casa; no trabajaban, por lo regular, fuera de casa. Los hogares funcionaban bien, y aunque en muchos hubiera escasez, nadie se moría de hambre. Y era un solo sueldo el que entraba en casa.

Y vamos ya al epígrafe que encabeza esta reflexión: “La justicia es estar de acuerdo”. Esto no lo he visto en los libros de Derecho. Pero es una definición, no escrita, sino acuñada en la práctica por los niños. Nada más empezar el partido, comenzaba la discusión. Como las porterías se formaban con cualquier cosa que tuviéramos a mano, normalmente un par de suéter colocados en el suelo, enseguida: “¡Eh…, espabilados, que habéis juntado más la portería, que os hemos visto!”. Así que se volvían a medir los pasos, zapato tras zapato, se hacía la rectificación, quedaba saldada la injusticia, o trampa, y todos en paz. En cuanto a los equipos, los formaban los dos más gallitos del barrio: “Yo elijo a fulano”. “Yo a mengano”. No faltaba quien protestara: “Jo…, que éste es muy pequeño”. “Vale, pues que zutano vaya también con vosotros”. De este modo, tan sencillo, se solucionaban los problemas, desaparecían las injusticias, y se restablecía la justicia poniéndose de acuerdo.

Ya ves, Jesús, esto que es tan elemental, y que algunos sesudos magistrados parece que no alcanzan a ver, ya lo habían descubierto los niños. Pero es que, además, si viene en el Evangelio. Lo dijiste como la más rápida manera de resolver los pleitos: “Reconcíliate pronto con tu adversario mientras vas con él por el camino, no sea que tu adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel” (Mt 5,25). La mejor manera de dirimir los pleitos entre adversarios: ponerse de acuerdo. Y cuando esto no se pone en práctica, vienen formulaciones y más formulaciones: ¿Qué es la justicia? Pues…, salidos de la línea que marca el Evangelio, o de la solución puesta en práctica por los niños, vaya usted a saber. Tiempos ha habido en que las cosas se hacían sin papeles. Un apretón de manos sellaba un compromiso. La palabra tenía más fuerza que los papeles. Acudir a los tribunales no es garantía cierta de justicia. De los jueces injustos habla la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

Pero, en fin. Si hay que dar respuesta a ¿qué es la justicia?, la respuesta no será unívoca. Alguien dirá: “Es la virtud que consiste en dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, lo que se le debe otorgar”. Otros evitarán la palabra virtud, para quedarse en términos laicos, y dirán: “Es el

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trámite de dar solución a un pleito”. Trámite. Vocablo peligroso, porque los enjuagues se hacen precisamente en los trámites.

El número 413 del Compendio del Catecismo de la Iglesia dice: “Existen desigualdades económicas y sociales inicuas, que afectan a millones de seres humanos, que están en total contraste con el Evangelio, y son contrarias a la justicia, a la dignidad de las personas y a la paz”.

Me pregunto: ¿Por qué hay tantas diferencias entre los humanos? Y creo que la respuesta puede ser: Fundamentalmente, porque a veces olvidamos tu mandamiento, Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Dios no quiere que la gente pase necesidad. Quiere que los talentos particulares recibidos los compartamos con los demás. Así, si uno tiene riqueza, que ayude a quien está en la miseria. También solemos olvidar que la justicia es la base de la caridad. Sin justicia no hay caridad. Y la caridad es la virtud cristiana por excelencia.

Para terminar. ¿A qué nos lleva la justicia? Lo primero: a que cumplamos las obligaciones para con Dios. En segundo lugar, tan importante como el primero, a que respetemos la dignidad de la persona humana. Y también la de los demás seres (los animales y la naturaleza en general). La justicia nos lleva también a que nos respetemos a nosotros mismos y a los demás, comenzando por la propia familia. Y finalmente, la justicia nos lleva a cumplir las obligaciones profesionales, lo mismo se trate del patrón, del trabajador, como del estudiante, como la ama de casa.

Ya ves, Jesús, cuánto se aprende de los niños. Son más listos que el hambre.

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14 LA LIBERTAD ENJAULADA

Jesús, cualquier persona adulta puede tener un berrinche en cualquier momento. ¿A que sí? En los niños, los berrinches son frecuentes. Como se dice, quieren salir con la suya. No miran a si tienen o no la razón. Quieren que se cumpla su capricho, su santa voluntad. Y se ponen tercos. Se enrabietan, patalean y lloran. En tal caso, los padres suelen tomar actitudes muy dispares: desahogar sus nervios por medio del enfado; imponer su autoridad por la fuerza; darles un cachete; ceder a los caprichos del niño.

Ninguna de esas creo que sean las actitudes correctas. Al niño,

como al adulto, hay que razonarle las cosas. Hacerle ver por qué tal cosa le hace bien o le hace mal. Le conviene, o no. Y en consecuencia, se le concede o se le niega. ¿Qué cuesta razonar? Por supuesto. A parte que el niño, por principio, suele ser muy testarudo. En parte, porque, aunque sea de modo inconsciente, está afianzando su personalidad en ciernes. El castigo, al que se suele recurrir con demasiada frecuencia, no es la solución. Ni es justo. Y peor si es un castigo físico. Queda, pues, razonar. Que hablando, como se dice, se entiende la gente. Y los niños, por tercos que sean, también entienden. Y también saben ceder cuando se les convence.

A este respecto, Jesús, recuerdo que a veces me ponía huraño con

ciertas personas. No con todas. Como quiera que el niño pequeño es como un juguete para los mayores, y que a su vez el niño tiene sus juguetes preferidos, distingue muy bien a las personas que son sinceramente amistosas, de las que resultan empalagosas. Todo mundo quiere besuquear al niño. No sabría decir, ni siquiera hoy, por qué había personas que cuando querían darme un beso, yo no me dejaba. Ni yo se lo daba. Aún me parece escuchar a mi madre. Yo en sus brazos. –Dale un beso, que es… Ya podía ser quien fuera. Yo torcía la cabeza, la apoyaba en el hombre de mi madre. Y no había beso. Mi madre daba alguna excusa, y ya. Otras veces, en cambio, me decía, como razonando: -Sí, dale un beso, que tu tío… Y había beso.

Qué bien se entienden madre e hijo. Me pregunto. ¿No sería esa

negativa mía a besar a determinadas personas la mejor forma de

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salvaguardar mi propia libertad? Creo que sí. Que a fin de cuentas la libertad consiste en ser uno mismo. Aunque el niño no sepa explicarlo.

La libertad necesita aprendizaje. ¿No es así, Jesús? Pues bien,

cuando me planteo este tema, más de una vez me he preguntado: ¿Cuál es el lugar propio y mejor para aprender qué es la libertad y saber ejercitarla? Y dando vueltas y más vueltas en mi cabeza, llego a la conclusión de que es en la familia donde se aprende a ser libre, y por consiguiente, el valor de la libertad.

La libertad es necesaria para todo. Porque se trata de ser uno

mismo, y de este modo, asumir la responsabilidad de serlo. ¿Qué puede hacer alguien sin libertad? Se necesita libertad, por ejemplo, para acercarse a Dios. Ahora bien, la libertad necesita aprendizaje, para no confundir libertad con libertinaje.

La ignorancia nos minimiza, como personas y como cristianos. Hasta

para algo, que por habitual parece normal, como es el conducir un coche, se necesita aprendizaje y práctica. De lo contrario, podemos tener o provocar un accidente, o destrozar el motor. La ignorancia es mala compañera de vida si es por culpa de uno mismo. Que tampoco es lo mismo ignorancia que desconocimiento. Así por ejemplo: cuando san Pablo preguntó a un grupo de personas que estaban siendo evangelizadas, si habían recibido el Espíritu Santo, respondieron: “Nosotros ni siquiera hemos oído decir que exista el Espíritu Santo” (Hch 19,2). Era un desconocimiento o ignorancia no culpable.

La ignorancia tiene sus causas. Como puede ser la falta de

formación. Si es en cuestión religiosa, una buena catequesis es la forma más adecuada de formarse.

En cuestión de ignorancia, hay que ponerse la mano en el pecho y

preguntarse con sinceridad qué parte de responsabilidad le corresponde a uno mismo. Si se tiene inexperiencia vivencial de la presencia y acción de Dios, uno podrá aducir desconocimiento de Dios en muchas cosas. No todos tienen medios de estudiar teología. Pero nunca se podrá poner como excusa la ignorancia. En el ser humano hay como un instinto, que podríamos llamar genético, que te habla de Dios. Por más que la imagen de Dios pueda estar un tanto difuminada, ahí está. El alejamiento de Dios depende, y es responsabilidad, de uno mismo.

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Pero cuando la familia funciona bien, y para eso es necesario que

Dios sea el centro, la libertad funciona, porque es de verdad. La libertad no puede estar enjaulada. De otro modo, no sería libertad. No obstante, creo, Jesús, que también se puede usar mal la libertad. Es el caso si uno se deja llevar de la rutina. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se hace abuso de los sacramentos y se reciben por rutina, sin valorarlos. Y si aplicamos la rutina a la oración, nos quedamos sin oración. Oración es hablar con Dios. Es hablar contigo, Jesús, de amigo a amigo. La rutina, por el contrario, no es hablar, sino convertirse en un disco que dice sin saber qué.

Antes de terminar, quiero agradecerte, Jesús, no sólo el don de la

libertad, sino también que podamos expresarnos con el lenguaje de los signos. Es Dios, en primer lugar, quien se expresa en la Biblia con signos. Así, tú has querido usarlos en los sacramentos, como es el agua en el bautismo. O el fuego para entender al Espíritu Santo. Y que un concepto tan abstracto como la libertad, un niño en brazos maternos lo pueda definir con un simple volver la cabeza sobre el hombro de su madre, rechazando así un beso que no quiere dar o recibir.

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15 LAS MADRES CONSTRUYEN LA HISTORIA

Jesús, sé que sólo se aprende a valorar la importancia de una madre

cuando ya no se tiene. Me dirás que esta es una frase hecha. Es cierto, Jesús. Pero es la realidad. El niño se pega a las faldas de su madre, siente su cariño, sus mimos, sus atenciones. Y no piensa que un día le puede llegar a faltar. Pienso en los niños huérfanos. Algunos lo son desde tan pequeñitos que nunca supieron lo que es el calor y el amor de una madre. Quizá y por lo mismo, no la echen tanto de menos como cuando se queda uno sin madre siendo ya consciente de su pérdida. El dolor de la orfandad queda clavado en lo más hondo del alma. Es una carencia imposible de llenar. Finalmente, por ley de vida llega el momento en que todos terminamos por pasar por la experiencia de la orfandad, si se sobrevive a la madre. Pero no hay ni punto de comparación entre perder a la madre cuando se es aún niño, que perderla siendo ya mayor.

Otra frase, acuñada como muletilla es: Madre sólo hay una. Lo cual

es una verdad a medias. Para cada quien sólo hay una madre. Cierto. Pero el mundo está lleno de madres. Y son ellas, las madres, quienes construyen la Historia.

Jesús, ya que estas reflexiones están plasmadas desde el recuerdo

de una madre concreta, como es la mía, sigo arañando en mi memoria infantil. Y encuentro que, como buenos navarros, a mis padres les gustaban las corridas de toros. Lógicamente, me llevaban con ellos a ver los toros. ¿Cuándo fue la primera vez que me llevaron? Mi memoria no lo registra. Pero sí tengo en la mente y sus recuerdos lo que podría calificar de nebulosa visual y claridad auditiva. Alguno de mis recuerdos se asoma a la plaza, y ve que había mucha gente. Pero ni idea, aparentemente, de lo que sucedía en el ruedo. Es la que llamo nebulosa visual. En cambio sí recuerdo que hablaban de Manolete, el famoso torero. Es la claridad auditiva. Con razón está más clara. Así que debí ver torear a Manolete sin yo enterarme. Sin embargo, por lo que sigue, parece que algunas escenas en el ruedo debieron quedar grabadas en el disco duro de la memoria subconsciente. Aún no tenía cuatro años.

Eso es. Aún no tenía cuatro años. Pero un día, jugando en la calle

con los demás críos de mi edad que, por pequeños, aún no íbamos a la

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escuela, -guarderías no había, que estas fueron posteriores-, resulta que allá a los lejos, ¿quinientos metros?, venía un camión. Ni corto ni perezoso, me planto en medio de la calle. Y en plan torero, con una camisa a guisa de capote, me pongo a citar de lejos, mejor dicho, de lejísimos, al toro; léase camión. ¡Je, toro…! ¡Je, toro…! A los demás críos les debió resultar gracioso el gesto del espontáneo lanzado al ruedo de la calle. Y como los críos, críos son, alguno de los mayorcitos debió ir con el chivatazo a mi madre, que no andaba lejos. Se presentó al momento.

¡Pobre madre! Venía asustada. A saber qué se imaginó. Seguro, en

el mejor de los casos, me vio camino de la enfermería. ¿Y en el peor? De golpe debió venirle a la mente alguna tragedia estilo Shakespeare. Tragedia. Las madres tienden a ser alarmistas. Ahora bien, como la realidad es la que es, el toro, léase camión, ajeno a en qué plaza estaba siendo lidiado, aparcó a la misma distancia donde lo vimos asomar. Pero como madre, dicen, sólo hay una, ¿no habría que decir más bien que hijo sólo hay uno, aunque sean media docena los hijos?, cogió en volandas a este torero en ciernes y lo llevó rápidamente a casa, donde le dio una buena regañina. -¡Hijo, jamás me vuelvas a hacer eso! ¡No sabes el susto que me has dado! ¡¿Me has oído…?! -¡Si yo no he hecho nada…!

Los niños nunca hacen nada. Es su autodefensa. Y todo se arregla con un pequeño lloro del niño, lágrimas de cocodrilo, y un montón de besos de la madre. Porque las madres, eso sí, se comen a sus hijos a besos. Mi madre no pasaba del regaño. Por más que levantara la voz. No recuerdo que nunca me pegara. Sabía corregir y educar sin acudir a la zapatilla. “¡Te voy a dar con la zapatilla…!”, dicen algunas madres. Frase hecha. Y en frase queda. Menos mal que a mi madre el hijo no le salió torero. Jesús, resulta grato recordar a la madre. Para el hijo, o hijos, la mujer ideal. La mejor. ¿No sentiste lo mismo con la tuya? Por supuesto. Aunque tu Madre, María, es única. Es la auténtica Mujer.

Dicho lo cual, por más que digan que madre sólo hay una, yo encuentro más de una. La primera Eva, allá en el paraíso terrenal. Madre

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de la Humanidad. Pero no vayamos tan lejos. Y vaya por delante lo que pienso. Mira, Jesús, no me cabe duda. De haber vivido hoy les hubieran tenido que dar el Nobel de la Paz. ¿Sus nombres? Isabel y María, en orden cronológico. María e Isabel, en orden de importancia. La una, Isabel, simboliza y cierra el Antiguo Testamento. La otra, María, simboliza y abre el Nuevo Testamento.

Son dos mujeres llenas de la luz de Dios por la gracia de un

embarazo feliz. Las dos van a ser madres, en los designios transcendentes de Dios. Las dos se encuentran y abrazan en Ain Karen. Su abrazo simboliza el Encuentro de los dos Testamentos bíblicos, el Viejo y el Nuevo. Isabel, madre de Juan, el Precursor. María, tu madre, el Hijo de Dios.

“¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu

vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” (Lc 1,42-43). Y yo me pregunto: ¿Y quiénes somos nosotros para que Dios se haya dignado hacerse hombre y habitar entre nosotros? Desde el encuentro de aquellas dos mujeres el mundo cambió. Ojalá nuestros humanos encuentros fueran al estilo de aquellas dos sensacionales mujeres.

Cuando la mujer responde al plan de Dios se convierte en auténtico

evangelio. El Evangelio no son palabras, discursos, lanzados al viento. El Evangelio es trabajar por infundir a los hombres y mujeres de hoy una nueva vida. La Vida en Cristo. Vida en ti, Jesús.

Evangelio significa curar enfermos, liberar a las personas de todo

aquello que las paraliza, les roba vida o la ilusión de vivir. Y ¿quién mejor que la madre para curar las heridas, para luchar por erradicar el mal y el sufrimiento? Y, sobre todo, ¿quién mejor que la madre para infundir esperanza? Porque el Evangelio es despertar de nuevo el amor a la vida. Es ayudar a que las personas pongan su esperanza y confianza en Dios.

Ya ves, Jesús, es en definitiva la mujer la que tiene que lidiar con

todos los problemas que se van presentando a diario. Aunque los hijos son salgan toreros. Que también.

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16 LOS NIÑOS TAMBIÉN SON PALABRA DE DIOS

Jesús, ¿hay algún niño que sepa estarse callado cuando hablan los mayores? Difícilmente, ¿verdad? Y es que, a los niños les gusta meter cuchara, dicho coloquialmente, en todas partes. Los niños son entrometidos. Pero esto es bueno, aunque a veces les tengan que llamar al orden. -Hijo, cállate, que están hablando los mayores.

Lo recuerdo, cuántas veces me lo tuvo que decir mi madre. Me callaba, pero por poco rato. Que los niños son niños. Y cuántas que corregir mis intervenciones inoportunas en la conversación de los mayores. No hay duda, a los niños les gusta mostrarse protagonistas. Les gusta que los tengan en cuenta. Les gusta mostrar que existen, que son alguien. Que son como adultos en pequeño, sí, pero que hay que contar con ellos. Y no pierden ripio de lo que hablan los adultos. A mí me pasaba con frecuencia, meterme donde no me llamaban. Y naturalmente, mi madre tenía que llamarme al orden. Lo mismo el padre, si estaba presente. Y yo era un renacuajo aún. Me figuro, Jesús, que a ti te pasaría igual cuando eras muy pequeño.

Otras veces, por el contrario, ante alguna salida acertada o

pertinente del niño, los adultos se detienen, lo miran, y dicen: ¡Ay que ver, qué niño más listo, qué despierto es para la edad que tiene! Lo dicho, por más que sea un renacuajo. Pero con voz.

Eso, con voz. Esto me lleva a pensar en otra más sublime, la más

importante y primera voz: la de Dios. Dios habló y sigue hablando. Su voz resuena majestuosa por toda la Creación. Porque la primera, espléndida y vibrante voz de Dios es la Creación, donde todas las criaturas cantan la gloria del Creador. Dios, como su gran director que es, dirige esta universal orquesta de la Creación, donde nada ni nadie desafina. Y es el Hombre el solista que tiene que interpretar el aria dificilísima de la evolución para llevar el mundo, como diría Theilhard de Chardin, hacia su definitiva grandeza. Sí, Jesús, toda la Creación es un salmo de infinita grandeza que canta la gloria de Dios.

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Me entristece, no obstante, ver cómo y cuántas veces los seres humanos desafinamos. Desafinamos cuando nuestras voces no son la voz de Dios. La voz de Dios es siempre de paz, de amor, de gozo y de alegría. Pero los hombres irrumpimos de pronto desafinando. Y nos volvemos fanáticos, blasfemos, criminales, violentos en nombre de no sé qué dios inexistente. Porque el Dios verdadero no tiene que ver nada con la violencia, con los fanatismos y los odios. Matar en nombre de Dios es una blasfemia cósmica. Ofende a Dios, ofende a los seguidores de una religión aireada como bandera para matar a los que no pertenecen a la misma, ofende a la humanidad entera, y ofende, si consciencia, conciencia, y vergüenza tuviera el mismo que hace el mal. Son las voces que desafinan. Hoy sobre todo en el islam, que por desgracia, está lleno voces desafinadas, de gente fanática, satanizada, que ven paraíso donde sólo hay infierno.

Pero sigamos mejor por el camino positivo, el único que vale la pena. La voz potente, maravillosa, de Dios, se nos transmite también por los Profetas. Dios habló de modo particular al Pueblo por medio de ellos. Lo certifica el Deuteronomio: “Dios suscitará de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis” (Deut 18,15).

Jesús, es un gozo grande abrir la Biblia y repasar la historia del Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento. Es una Historia conducida toda ella por la Voz o Palabra de Dios. Cómo no recordar, con admiración, respeto y cariño, a esos hombres elegidos por Dios, que han sido fundamentales para transmitir su mensaje. Ahí están Noé, Abraham, Moisés, Samuel, David, Salomón y tantos otros, entre los cuales los Profetas ocupan un lugar preeminente.

Pero mira, Jesús, lo más grande y maravilloso es que Dios ha

hablado, y sigue hablando por ti. Tú eres su Hijo, el Verbo, la Palabra. Lo dice muy bien Juan en el evangelio: Cristo es el Verbo, la Palabra. “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn1,1). Y la Carta a los Hebreos insiste: “Dios, después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final nos habló por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2).

¿No es esto sublime, Jesús? ¿Podría nadie haber soñado cosa igual?

Dios pronuncia su Palabra definitiva y más vibrante por ti, su Hijo. Por ti,

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que eres exactamente eso, su Verbo, es decir, la Palabra suprema de Dios:

“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14).

Y como si fuera poco, Dios sigue hablando, y habla por la Iglesia. Porque la Iglesia es la que continúa realizando la obra de la salvación. La Iglesia es Cristo prolongado en el tiempo y en el espacio por medio de nosotros. Con todas las luces y sombras que la Iglesia pueda tener, es tu obra. Eres tú mismo, Jesús, como cabeza, y nosotros como cuerpo. Tú eres la luz, nosotros las sombras. Pues a pesar de ser sombras, nos has querido asociar a ti. ¿Cómo no amar pues a la Iglesia? Sólo quien no la conoce, o no se siente parte de ella, es capaz de criticarla, por sus sombras, sí, pero olvidando que tú, Jesús, eres la luz. Ya ves, el Concilio Vaticano II se expresa así: “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades” (DV 7). Esta transmisión, obviamente, se realiza por los apóstoles. Ellos son también voz espléndida de Dios, de ti, Jesús, y que la Iglesia transmite y prolonga como un eco que se prolonga sin fin. La Iglesia es también Palabra de Dios. La Iglesia, donde los niños tienen algo que decir. También ellos son palabra de Dios.

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17 MORIR SIEMPRE SE MUERE A DESTIEMPO

Jesús, todos sabemos que tenemos que morir, pero lo dejamos para

después. Como un mal estudiante, que deja asignaturas pendientes para septiembre, sin garantías de que en septiembre las aprobará.

En la cuestión de la muerte somos tan vagos como la misma

muerte. Vagos, porque descuidamos darle cita para que venga. Y vaga es la muerte, porque tampoco se preocupa de señalar hora de presentarse. En eso, ella y nosotros coincidimos. Aunque le marcáramos hora de llegada, no llegaría. No está en nosotros señalar la hora. Tampoco está en la muerte. Ni a nosotros ni a ella se nos ha marcado una hora determinada para morir. No es la muerte la que señala el momento de morir. Sino la naturaleza.

Jesús, sé que este tema de la muerte no es políticamente correcto.

Pero hay que afrontarse. Por eso, en esta reflexión, me referiré a otro de los momentos y recuerdos primeros de la infancia. Lo primero, recordando las lágrimas, el llanto, la congoja de mi buena madre. ¿Por qué? Sabes que soy el mayor de los hermanos. En ese momento, todavía y sólo, éramos dos. Me seguía una hermanita. Pues mira, ni que nos hubiéramos puesto de acuerdo, pero a los dos, a la vez, nos entraron el sarampión y las paperas. En aquellos tiempos suponía ser una situación más que peligrosa. Muchos niños morían a causa de estas enfermedades. Mi hermanita fue una de ellas. Las paperas la ahogaron. Yo tuve más suerte. El médico me sajó, y eso me salvó. Aún recuerdo que al terminar de hacer la incisión y dejarme listo, me preguntó si me había dolido. Por supuesto que no. Yo miraba a mi madre, y no respondí a la pregunta. Me hizo una segunda pregunta: -¿Quieres un trozo de melón? Era el tiempo. Y mira que me gustaba. Como respuesta, me eché a llorar. Aún no sé por qué. Doler, nada me dolió. Y el médico, que no era ningún desconocido en la familia, muy cariñoso. ¿No sería el modo de hermanar mis lágrimas con las que vertió mi pobre madre al ver, con impotencia y desconsuelo, cómo su bebita moría en sus manos? Son los misterios de dolor.

Iban pasando los días, pero mi madre no se cansaba de decirme: -Tu

hermanita está en el cielo con los angelitos. Y bien que sí.

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Y de este modo, ya que nos hemos subido al cielo, donde están los santos con Dios. Deseo expresar algo, Jesús. Cuando hablamos de los santos, no sé por qué, pero siempre nos remontamos al cielo. Como si sólo en el cielo hubiera santos. Esto nos lleva a celebrarlos con gozo. Los nombramos patronos de los pueblos, y las fiestas se llaman por lo mismo, fiestas patronales. Los nombramos patronos de tal o cual entidad. Y ese día hay que celebrar fiesta y un gran banquete en su honor. ¡Hombre!, lo del banquete está bien, por ser una de las cosas más solidarias que tenemos los humanos. Lo banquetes son causa de alegría. Esto es bueno.

Pero, Jesús, a lo que voy. Nos imaginamos a los santos muy felices

“allá arriba”, en la Gloria del Padre. Y sin duda que lo son. Pero me da la impresión de que esa “Gloria” nos queda un tanto lejana. Y nos olvidamos de los santos de la tierra. Que haber…, los hay.

En cambio, a todas horas tenemos a los difuntos metidos en casa.

Quiero decir, que los sentimos muy cercanos; están “aquí”, muy junto a nosotros. Pero, curiosamente, empleamos el plural. Un plural universal, como si estuviéramos refiriéndonos a todos los difuntos del mundo. Y no es así. Ese plural se refiere, casi en exclusiva, a los nuestros, muy nuestros, nuestros difuntos de la familia. Y para de contar. Salvo excepción, que las habrá. En ese plural que engloba a los difuntos, los nuestros, endosamos sentimientos dispares. A unos, los recordamos con inmenso cariño, por ser la buena gente que fueron. A otros, porque quizá no fuimos nosotros lo buenos que deberíamos haber sido con ellos. Y el remordimiento nos acerca a ellos. Es otra forma de querer. Jesús, ¿estoy en lo cierto?

A lo largo de la historia, el pensamiento sobre la muerte ha sido

constante. En ella piensa el rico y el pobre; el patán y el que se da de sabio; el bueno y el malo. Todos. Pero, por traer a colación a personajes que se han preocupado del tema, vayan por delante algunos ejemplos.

Comencemos con Platón. Presenta la muerte como un azar. Un

“azar feliz”, que nos permitirá por fin contemplar sin trabas las verdaderas realidades, es decir, el mundo de las Ideas. Otro pensador como fue Hegel, inspirado en San Pablo habla de la muerte como “lo más espantoso”, pero que “es vencida por la vida del Espíritu”. Podemos citar también al filósofo neerlandés de origen sefardí portugués, Spinoza. Junto con Descartes y Leibniz, es uno de los considerados tres grandes racionalistas de la filosofía del siglo XVII. No tenía muy buena opinión que

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digamos, de la muerte. La consideraba “un mal encuentro”. En cambio, para Kant la muerte no menoscaba la racionalidad, sede de la dignidad humana. Y queramos o no, a muchos la muerte da repelús. Por ejemplo a Schopenhauer, al que la muerte causaba angustia. En cambio Nietzsche apostaba por la vida, a la que hay que dar una salida de eternidad.

Ya sé, Jesús, que son incontables los pensadores que tocan el tema

de la muerte. Valga para muestra un botón, como se dice. Pero en las sociedades humanas de todos los tiempos, la muerte ha tenido siempre una presencia permanente y constante, como bien lo refleja la Biblia, según la cual, la muerte se introduce en la vida como consecuencia de algún pecado. El pecado original, de la tradición judeo-cristiana.

Pero mira, Jesús, la muerte no es el final. Estamos atrapados e

inmersos por y en la vida. Testigo tu Resurrección. En ti recobramos nuestra propia identidad. Tú nos has abierto el horizonte de Dios. Y Dios es la Vida. Y para ese encuentro con la Vida, nos has revestidos de ti. Más, para tengamos Vida con alimentas con el Pan de la Vida. De este modo, viendo en ti y dejándonos amar por ti también nosotros resucitaremos gloriosos.

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18 NOMBRE, GENIO Y FIGURA

Jesús, a diferencia de las cosas imposibles, como son: poder elegir personalmente nacer o no nacer, dónde, de qué padres, o con qué sexo, hay cosas que sí las puede elegir uno; al menos en un segundo momento. Es el nombre.

Cierto que al nacer se nos da un nombre. Con él se nos inscribe en el

registro civil y en el parroquial. Por ese nombre se nos identifica, por él nos sentimos aludidos y por él respondemos. Normalmente, el nombre que se nos da al nacer es el que llevamos toda la vida. Eso es en un primer momento. Sin embargo, en un segundo momento, sí se puede cambiar de nombre. El nombre no es congénito. Y aunque no es normal ni habitual cambiar el nombre de pila, hay quien lo hace. Otra cosa son los apodos, o sobrenombres. No son oficiales. Son etiquetas añadidas, ya sea por burla, ya sea cariñosamente. Ocurre con más frecuencia en los pueblos que en las ciudades.

Pero de tal manera asimilamos nuestro nombre, que con él nos

hacemos nombre, genio y figura. Incluso al amigo humilde y fiel del hombre, el perro, le damos un nombre. Es otro de mis primeros recuerdos. Escasos tres años. En el jardín de la vecindad estábamos jugando un montón de críos. Tenían un perro grande, al que también le gustaba jugar con los niños. Pero a los chuchos se les pega lo bueno y lo malo de los humanos. Por ejemplo, el egoísmo. Pues bien, la hija de la familia dueña del perro, niña de unos cinco años, le saca al simpático can un recipiente con comida. Y los niños alrededor, viéndole comer. Yo debí acercarme demasiado. ¿Se pensaría el chucho que le iba a quitar su comida? Ni corto ni perezoso, me estampa un mordisco en el costado. No debió de ser gran cosa, pues ni lloré. Pero cuando mi madre me cambió la ropa interior, vio algo de sangre en la camiseta: -Hijo, ¿qué te ha pasado? -Me caí. Es difícil engañar a una madre. Le faltó tiempo para saber la verdad. Le bastó preguntar a los demás críos con los que había estado jugando. No recuerdo que nunca me pegara, pero cuando me llamó al orden temí que

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lo hiciera por primera vez. No lo hizo. Nunca lo hizo. Pero aprovechó la circunstancia para darme, pacientemente, su lección sobre la sinceridad. -Así que te caíste… ¿Se tropezó el txakur (perro) contigo? ¿O tú con él? -Me mordió… (Yo haciendo pucheros como si fuera a llorar). -Hijo mío, pues otro día no te acerques a él cuando esté comiendo. Porque cuando come no quiere amigos cerca de él. -Sí, mami… Con un par de besos mi madre zanjó la cuestión.

Pues bien, Jesús, hablando del nombre, a ti no te eligieron el

nombre ni san José ni la Virgen, sino el mismo Dios a través del ángel: “Y le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Más adelante se te conoce como Cristo, que en realidad es sinónimo de Jesús, Salvador, o Mesías, de ahí la traducción del hebreo, Cristo. Y de ahí los cristianos, tus seguidores. Vale. Pues si el nombre nos identifica, tú, Jesús, ¿quién eres? Muchos tenemos la dicha inmensa de conocerte y seguirte. Otros no. A éstos ¿qué les decimos? Que eres el Hijo de Dios. Y por consiguiente, Dios. Que te has hecho Hombre para salvarnos. Que naciste de la Santísima Virgen María, por obra y gracia del Espíritu Santo.

Eres Dios, por ser la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y

eres Hombre verdadero porque te encarnaste en el seno virginal de la Virgen María. De esta manera cumpliste la promesa que Dios había hecho en el paraíso terrenal de salvar al Hombre, cuando éste se apartó de Dios por el pecado. Y mira a qué precio. Para comenzar, naciste pobre en Belén. Predicaste el Evangelio, o Buena Nueva de la Salvación. Y como puntualiza tu apóstol Pedro “pasaste por el mundo haciendo el bien, curando toda dolencia y enfermedad”, tal como recoge Hechos 10,38. Y, por último, moriste por nosotros en la cruz, resucitando al tercer día.

Vida dramática tu vida, Jesús. Pero que termina en el triunfo total

de la Resurrección y la Glorificación junto al Padre. Porque ésta es otra. Nos has revelado al Padre y al Espíritu Santo, con los que formas, como el Verbo que eres, la Santísima Trinidad. Y por medio de los Apóstoles has formado la Iglesia, maravillosa e imprescindible Comunidad de Salvación. Y en ella te has quedado para siempre con nosotros, en tu Palabra, en los Sacramentos, en la Eucaristía.

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Nos revelaste al Padre como el Dios Amor. De ahí que, nunca excluías a nadie, por pecadores que fueran. Sólo les pedías que creyeran, que estuvieran abiertos a Dios. Y creyentes y abiertos a Dios estuvieron los leprosos, los paralíticos, los ciegos, los marginados en general. Los pobres y los excluidos se sintieron preferidos de Dios. Tuvieron un corazón abierto y más disponible para acoger el Reino.

Y como nunca llueve a gusto de todos, tuviste también adversarios:

los instalados. Pero también a ellos llegó mensaje salvador. A poderosos e instalados les avisaste de que el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, el encerrarse en sí mismos, solo podían conducir a la perdición. Avisados quedaron, pero siempre respetaste su libertad.

Así las cosas, era natural, Jesús, que tu proyecto liberador entrara en

choque con la atmósfera de egoísmo y de opresión que dominaba al mundo que te tocó vivir. Las autoridades políticas y religiosas se sintieron incómodas. No estaban dispuestas a renunciar a privilegios de poder, y dominio. No estaban dispuestas a desinstalarse y a aceptar la conversión que les proponías. Y terminaron llevándote a la cruz.

Ya ves, Jesús, nombre, genio y figura. Tres palabras que nos

caracterizan. A ti también. Si tus seguidores añadimos el sobrenombre de cristianos, tenemos el pleno al quince.

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19 OIR MISA DESDE EL SEGUNDO DERECHA

Jesús, sabemos que cada ciudadano al anotar sus datos en el

registro civil tiene que dar, como es lógico, además de nombres y apellidos, la ubicación de vivienda, calle, número, piso. Así por ejemplo, al llegar el cartero, depositará la correspondencia en el buzón donde aparecen los datos de la persona en cuestión, tal como señala el sobre de la carta.

Sé que al decir: Oír misa desde el segundo derecha, no faltará quien

pueda pensar: -¡Anda!, ¿ahora la misa es en las casas? Y con lógica elemental, añadirá: ¿Pero, en qué calle y en qué número? Tiene toda la razón del mundo. La localidad se da por supuesta. La respuesta es simple. Sí. En esta activación de recuerdos de infancia, me viene a la mente una imagen gratificante. Como si la estuviera viendo: la de los domingos.

Los domingos, antes más que ahora, se cuidaba mucho el porte, la

apariencia. La gente vestía de domingo. Las mejores ropas. Todo mundo bien arregladito, bien guapo. El domingo era el día del Señor. Se guardaba fiesta. No se trabajaba. Y cada quien lucía la ropa mejor, la más bonita. ¡Ay que ver, Jesús, cómo vestían las mamás a sus hijos! Hasta podría decirse que las calles eran como una pasarela actual. Servían para lucir figura y ropa. Y una vez arregladitos, bien lavaditos y peinados, padres e hijos, todos juntos iban a misa. Pero curiosamente, en la iglesia las familias no se colocaban juntas en los bancos. Los hombres se ponían de media iglesia para atrás. Las mujeres, de mitad para adelante. Costumbre que ha llegado casi hasta la actualidad. Pero los niños pequeños, por descontado, quedaban con las mamás. Calladitos y sin chistar. Porque en la iglesia no se habla. Cada quien ocupaba siempre el mismo sitio. De ahí el epígrafe: Oír misa desde el segundo derecha. Es decir, segundo banco, a la derecha de la iglesia según se entra.

Debo añadir: No recuerdo que me enterara mucho de lo que pasaba

en el altar. Seguramente que voltearía la cabeza para ver a la gente. Y a saber cómo me entretendría. En cambio, recuerdo perfectamente el sitio donde nos colocábamos mi madre y yo. En el segundo banco del lado derecho mirando al altar. Y como quiera que los críos pequeños no pueden estarse quietos, me imagino que a cada rato mi madre tendría

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que alargar la mano y agarrarme para que me estuviera formal. Y por descontado que a todas las madres les sucedería lo mismo.

Pues bien, Jesús, tú dijiste: “Dejad a los niños, y no les impidáis que

vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos” (Mt 19,14). De veras. ¡Cuánto contenido encierra esta frase! ¡Con qué nítida sencillez nos indicas cómo debemos ser para ir al cielo! Te digo. ¡Qué bien hacían los padres llevando a sus hijos a misa! En familia. Practicantes los papás, tenían que enseñar a sus hijos con el ejemplo. Y es que Dios ocupaba el centro de la familia. Dios era la razón de ser de la familia. De paso, los niños, aunque no entendieran, aprendían. Mamaban la religiosidad desde muy pequeños.

Ya ves, Jesús, los tiempos han cambiado. Pero mira por dónde, Dios

no. Dios no ha cambiado. Es la familia la que se ha desvinculado de Dios. De este modo, cada vez más, la familia va careciendo de un centro unificador y estabilizador. Cada vez van menos niños a misa. ¿Por qué? Porque no van sus padres. ¿Y por qué? Porque al no contar con los valores religiosos, al irse apagando la fe, la familia se va desmoronando. Lástima. Con lo bonito que es ver a las familias unidas, que se quieren, que rezan juntos, y que juntos van a misa.

Esto de ir juntos a misa, de rezar juntos, me lleva al tema de la

oración. Me pregunto: ¿En qué consiste la oración? Y la respuesta surge espontánea: La oración consiste en hablar con Dios, nuestro Padre, para alabarle, darle gracias. Y también, cómo no, pedirle toda clase de bienes que necesitamos. Desde luego, encuentro que la oración por excelencia es el Padrenuestro. Esa oración tan sencilla y profunda al mismo tiempo, que enseñaste a los Apóstoles.

También nos dijiste que hay que “Adorar en espíritu y verdad” (Juan

4,23). Lógico. La verdadera adoración nace de la parte hundida y más necesitada, es decir, del corazón. Sobran formalismos religiosos externos o de lugar. Cuando la samaritana te dijo: “Nuestros padres adoraron en esta montaña (el Garisim) y vosotros decís que es en Jerusalén donde se debe adorar” (Jn 4,23-24), tú le respondiste: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre… Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4,24).

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De otro lado, “Adorar en espíritu y verdad” significa que la oración debe estar limpia de ganga y escoria. Que no sea una oración interesada, egoísta. Porque entonces no buscamos la gloria de Dios, sino nuestros intereses. La adoración verdadera nace del corazón, que consiste en amar con todas nuestras fuerzas. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente y a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22,37). Es decir, con todo lo que uno es: inteligencia, voluntad, educación, generosidad, talentos; incluso con todos los defectos y debilidades que tenemos.

Así que, la “adoración en espíritu y en verdad”, va más allá y está

por encima de nuestras palabras bonitas, con sabor muchas veces a lirismo de poetas románticos; de nuestras promesas grandilocuentes, siempre tan incumplidas; de nuestras celebraciones tan estéticas, con sabor tantas veces a teatro; de nuestras magníficas devociones. Lo dijo el profeta: "Cuando la gente se me acerca, me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Is. 29,13; Mat. 15,7-8).

Finalmente, me pregunto y te pregunto, Jesús. ¿Estaría yo ahora

mismo conversando contigo, si no hubiera tenido la suerte de nacer en una familia cristiana, que los domingos me llevaban a misa, por más que apenas nada me enterara de lo que pasaba en el altar, y sí que nuestro sitio era segundo derecha?

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20 PAPÁ, MAMÁ

Jesús, ¡qué agradable resulta evocar aquellos recuerdos primeros de

la vida, los mismos que te vengo comentando! Porque no son recuerdos para la nostalgia, sino para renovar la alegría de vivir. Ya sabes, las cosas buenas, agradables, permanecen para siempre. Sucede como con las semillas que germinan bajo tierra. Llega la primavera y brotan con pujante vitalidad. Así pasa con los recuerdos. Y es que, la vida es una perenne primavera. No importa el paso de los años y los achaques inherentes. Dicen que los mayores somos igual que una casa vieja. Todo son goteras. Ni tanto. Y que, a veces, hasta se hunde el tejado. Pues aun así, quedan los muros. Y la vida continúa. Siempre quedará un rescoldo en el fuego del hogar de la propia existencia a donde arrimarse para no pasar frío al llegar el otoño de la vida. Y para poder, en la tranquilidad de la tarde y del ocaso, dar gracias infinitas al buen Dios que nos dio la existencia.

¿Y sabes, Jesús? Tengo la impresión de que cuando se es todavía un

bebé, a los papás les entran unos pequeños celos. Ven que el niño está a punto de decir, de balbucear, su primera palabra, y el papá espera que la primera palabra sea “papá”. Lo mismo le sucede a la mamá, quiere que el niño diga “mamá”. Y cuando al fin el bebé suelta su lengua, dice algo, pero no se sabe si dijo papá o si dijo mamá.

Lo que es la memoria, bendita ella. Recuerdo, y admirado quedo, de

hasta dónde es capaz de llegar la memoria. Si era el padre quien me tomaba en sus brazos, entre besos y caricias, repetía el sonsonete: “pa-pá, pa-pá, pa-pá…”. Y el bebé sonriendo feliz. Era el modo de enseñarle, y de ganar la apuesta. Que la primera palabra fuera “papá”. Pero la madre, a su vez, hacía lo mismo: “ma-má, ma-má, ma-má…”. Con lo cual el niño se lo pasaba en grande, disfrutando de las caricias de papá y de mamá. -¡Ha dicho “papá”! -¡Que no, que ha dicho “mamá”!

Me figuro la cara de felicidad que debieron poner José y María, tus padres, cuando balbuciste tu primer sonido en forma de palabra. Apostaría a que dijiste ¡Abbá! Pero más felicidad debiste sentir tú, Jesús, cuando nos enseñaste a invocar a Dios, no como un ser lejano, aséptico, intocable, hierático, sino como Padre. Tan cercano que parece que le

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podemos tocar. Y ciertamente decir, con toda la ternura del mundo: ¡Abbá! Es lo que tú nos enseñaste. Es lo que tú vivías. Incluso quisiste que no nos quedáramos con la sola expresión: Abbá. Y nos enseñaste el por qué debemos invocar a Dios como Padre. Lo resumiste en la bella oración del Padrenuestro.

Esta hermosa oración del Padre Nuestro nos obliga a hacernos

preguntas reflexivas y serias a nivel personal. La primera pregunta sería: ¿Qué imagen tengo yo de Dios? ¿La de un Dios severo? Si es así, debo tenerle miedo. Pero Dios no es un Dios de miedo, sino un Dios de Amor. Un Dios Padre. Y a un padre no se le tiene miedo. Respeto sí, miedo no.

Y porque es un Dios de Amor, está en los Cielos, que es la plenitud

de la felicidad. No un Dios perdido por la estratosfera, al estilo de los dioses de la mitología griega y de otras civilizaciones. Pues bien, a este Dios que está en los Cielos, le decimos: "Santificado sea tu Nombre...". Es decir, deseamos que Dios sea reconocido por todos. Y en consecuencia, que la Salvación alcance al corazón de todos los hombres. Para lo cual necesitamos estar incorporados a su Reino. Reino que no podemos alcanzar por nosotros mismos. Por eso le decimos: "Venga a nosotros tu Reino…". Ese es el Reino de la Justicia, del Amor, de la Paz, de la Libertad, de la Fraternidad... En definitiva: de la Salvación.

Al mismo tiempo, sabiendo que no somos ángeles, sino humanos,

que necesitamos el alimento espiritual, pero también material, nos dijiste que le digamos al Padre: “Danos hoy nuestro pan de cada día...". Ciertamente, todos necesitamos el sustento material diario, simbolizado en el pan. Y el pan representa también otras cosas necesarias para vivir y llevar una vida digna. En definitiva, necesitamos el Pan de la Salvación.

Y conociéndonos como nos conoces. Sabiendo del barro del estamos

hechos, y que somos pecadores, nos dices que acudamos al Padre con humildad y que, sintiéndonos pecadores, porque lo somos, le digamos: "Perdónanos nuestras ofensas...". Sólo en esta actitud humilde y sincera es posible rezar el Padre Nuestro. El odio no va con Dios. Si tenemos odio en el corazón no podemos acercarnos al Dios que es Amor. Y si no perdonamos, tampoco seremos perdonados. Necesitamos ser perdonados, igual que necesitamos perdonar. No hay amor donde no hay perdón.

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Otra cosa importante que nos dices en esta bella oración: "No nos dejes caer en la tentación...". No nos dices que acudamos al Padre para decirle que no tengamos tentaciones, sino que no sucumbamos, que no caigamos en ellas. Las tentaciones siempre estarán con nosotros. Se trata de no caer. El bueno de san Pedro advierte al respecto: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor vuestro buscando a quien devorar; resistidle firmes en la fe” (1 Pe 5,8).

Dice, pues, que no caigamos en ellas. Como sería, por ejemplo,

perder la fe y apartarnos de Dios. Las tentaciones son innumerables. Cierto. Pero la conciencia, que es como la voz de Dios en nuestro corazón, nos advierte de lo que está bien y de lo que está mal.

Sólo me queda, Jesús, darte las gracias por todo, y en particular por

esta bella oración del Padre Nuestro. Qué hermosa es, en boca de un niño, la palabra papá o mamá. Y qué gratificante resulta poder invocar a Dios como Abbá=Papá. Y es que, no hay como la oración para estar en sintonía y amistad con Dios. La oración es el mejor remedio para estar en paz con Dios, consigo mismo y con los demás. Y sentir la caricia y ternura del Padre Dios.

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21 PARA PROFETAS LOS POBRES

Jesús, entiendo que los profetas son paradigmas luminosos que

iluminan la conciencia de la humanidad. ¿Estoy en lo cierto? Porque hacen salir la conciencia, personal y social, de la humanidad a airearse. Así, todo mundo quedamos en evidencia. Me pregunto, ¿qué hace un profeta? Hablo de los profetas verdaderos, por supuesto. Entiendo que la labor del verdadero profeta es mirar al pasado desde el presente. De esta manera, trata de analizar la realidad y lanza su voz de fuego al futuro, dejando en evidencia la conciencia oscura de los pueblos. Por eso el profeta no cambia las cosas. Primero, porque no tiene medios humanos para hacerlo; pero indica cómo cambiarlas, pues señala las pistas por donde se debe ir.

Y, ¿a dónde hay que ir? Te cuento. Eso mismo que pregunté un día,

de esto hace mucho tiempo. Ya no era yo tan niño, que ya había hecho la primera comunión. Estudiaba en los Escolapios. Ese día no había clase. Sería festivo. No lo recuerdo. Y andaba jugando en la calle junto a la puerta de casa. Llega un marista. Se me acerca. -Chaval, ¿dónde viven tus padres? -Aquí. Aquí mismo. Lo acompañé al piso. Se quedó hablando con mis padres, y yo volví a la calle, a seguir jugando. Al poco rato me llaman. Entro en casa. Mis padres callados. El Marista me dice: -Anda, majo, siéntate. A esto, ya había puesto sobre la mesa un papel y un lápiz. -Escribe.

Como se dice hoy, yo alucinaba. ¿Y este qué querrá? Si no lo conocíamos de nada... Dijo que venía de Bilbao. Vale. Total, que me manda copiar una frase previamente impresa; hacer unos quebrados, y alguna suma y multiplicación. -Muy bien. Está muy bien preparado. Yo callado. Mis padres se miraban y tampoco decían nada. Y el Marista: -Tal día que se presente en Bilbao.

No me dirás, Jesús, que esto no es una vocación al vapor. Se marchó el buen Hermano Marista. Nunca más supe de él. ¿En Bilbao? Aún deben

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estar esperándome. Cuando conocí Bilbao por primera vez ya estaba yo con los Redentoristas. Conocía Fuenterrabía (Hondarribia, hoy), San Sebastián, Irún... Pero no Bilbao, por más que me apasionaba coleccionar cromos del Atletic. Está claro que “los caminos del Señor no son nuestros caminos” (Is 55,8).

Sólo los de Dios son verdaderos caminos. Porque llevan a la

Salvación. Es en esos caminos de Dios donde está la Iglesia. En la Iglesia, que es divina por Cristo, y que es humana, tremendamente humana por nosotros, te encontramos a ti, Jesús. Si en el Antiguo Testamente ha habido profetas fehacientes, y valientes, lo mismo pasa en la Iglesia. Con todo lo pecadora que pueda ser la Iglesia en su vertiente humana, es al mismo tiempo santa por la fuerza del Espíritu.

Ya ves, ahí están sin ir más lejos los miles de mártires de todos los

tiempos del cristianismo. Y en los tiempos actuales. ¿Qué son sino mártires los cristianos masacrados en Siria, Turquía, Egipto, y en tantos países musulmanes de Asia, de Europa, del norte de África y del África profunda?

Mártires, es decir, testigos vivos y valientes en todas las

ramificaciones del cristianismo. Pensemos en los coptos de Egipto hoy, sin ir más lejos. ¿Y qué decir de los y las vírgenes, y confesores? Esa pléyade de religioosos/as. Y están, sobre todo, los pobres. Sí, los pobres. Los de Yahvé, en el ámbito bíblico. Y los pobres de la actualidad, entre los cuales ocupan el primer lugar todas esas criaturas que nunca verán la luz porque son exterminadas cruel y criminalmente por el aborto, cuyo abanderamiento pertenece a los nefastos profetas de la contracultura de la vida, que es la muerte.

Uno se queda admirado contemplando a los profetas. Pongamos

por caso a Jeremías, profeta bíblico donde los haya. Fue castigado acusado de haberse pasado a los caldeos. No había tal. Era una traición. Le comunicó al rey Sedecías, abiertamente: “Serás entregado en manos del rey de Babilonia” (Jer 37,17). ¿Motivo? La falta de arrepentimiento de los pecados; tanto del propio rey como del pueblo. Y es que, decir la verdad, sobre todo cuando ésta duele, ya se sabe, Jesús, que es “políticamente incorrecto”. ¿Cierto, no? Pero si vamos a la historia extra bíblica, como puede ser la literatura, encontramos muchos otros ejemplos. Recordemos tan sólo, a modo de ejemplo, el caso de Casandra. Se le tildó de enajenada

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mental por atreverse a vaticinar que aquel caballo de madera colocado a las puertas de Troya, a modo de regalo de los aqueos, sería la destrucción de la ciudad. Dicho y hecho. Así fue.

Jesús, te digo que cuesta aceptar que hoy por hoy, ya es casi solo la

Iglesia la única defensora de la vida. Se está quedando sola, en este sentido. Cuesta creer que en un mundo tan desarrollado a nivel técnico no hayamos desarrollado los sentimientos humanitarios. Ya no es sólo la indiferencia general ante el dolor y muerte de los demás. Es la falta elemental de ética. Qué pena.

Pero, a pesar de los pesares, en un mundo rico quedan los pobres.

Son la riqueza de la Iglesia. Porque son sus mejores profetas. Y entre los más pobres de los pobres, ¿sabes?, están los niños. Los que deberían nacer y no nacerán porque se le mata por el aborto. La Iglesia, lo dijo Benedicto XVI, no debe renunciar al don de profecía. Dejaría de ser Iglesia. Su voz es siempre una voz de esperanza y vida. Es necesario, pues, “un cambio de ruta individual”, y social. Y es necesario, expresaba este papa, “el trabajo humilde y cotidiano de la conversión de los corazones”.

En aras de esa conversión, y tomando prestadas las palabras del

profeta Isaías, Juan el Bautista proclamaba en el desierto: “Preparad el camino del Señor” ( Lc 3,1-6). Fue el gran profeta que cerraba el Antiguo Testamento y abría el Nuevo. Tu precursor. Su vocación no fue al vapor.

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22 POR LA SEÑAL DE LA SANTA CRUZ

Jesús, hablemos hoy, si te parece, del Espíritu Santo. Un solo Dios en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Al evocar a las tres divinas Personas, solemos santiguarnos, trazando una cruz, de la cabeza al pecho, el primer tramo; del hombro izquierdo al derecho, el segundo. O del derecho al izquierdo en los ortodoxos. Es decir, “Por la señal de la santa Cruz”.

Pues bien, y es otro de mis primeros recuerdos cuando aún andaba

sentado en el regazo de mi madre. Familia católica, creyente y practicante, mi madre me enseñó a rezar antes de que yo pudiera comprender las cosas. Agarraba mi manita, mientras me sonreía con inmensa dulzura, y yo le correspondía también sonriendo y como queriendo balbucir alguna palabra. Llevaba mi manita a la frente, luego la bajaba al pecho. Y así. Hasta que trazaba la señal de la cruz. Para mí, aquello era un juego. La mamá jugando con el bebé. Por supuesto, más allá de que fuera un juego, yo no entendía nada. En ese momento. Pero a fuerza de repetir este “juego” todos los días, llegué a entender pronto su sentido religioso. Y más cuando de su boca aprendí a rezar el Padrenuestro.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Bien. Las tres

Divinas Personas. Dios. Pero creer en el Espíritu Santo es creer que la tercera Persona de la Santísima Trinidad procede del Padre y del Hijo. “Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”, decimos en el Credo. Y san Pablo: “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, Padre” (Ga 4,6).

Jesús, acostumbrados como estamos a un determinado lenguaje,

corremos el riesgo de cotidianizar la realidad y no entenderla. Las mismas palabras no siempre significan lo mismo. Con la palabra persona, sabemos que nos referimos a los seres humanos. Pero la misma expresión para referirse a Dios nos lleva a no entender nada. Varias personas, significa varios individuos. Pero tres Personas en Dios, no significa tres individuos. Dios es uno solo. Sabemos, Jesús, que tú fuiste enviado por el Padre, que te identificas con Él; eres el Hijo. Y del Espíritu Santo se afirma que es el Espíritu del Hijo. Luego, no tres individuos. En tal caso serían tres Dioses. Y tú jamás nos hablaste de tres Dioses, sino de un solo Dios al que llamas

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Padre. De lo que concluyo que a Dios se llega no desde la teología, sino desde el corazón, que es donde reside la fe y el amor. La fe y el amor, los caminos de acercamiento a Dios.

De lo dicho, una cosa me queda clara. Y es que tu misión como Hijo

y la del Espíritu Santo son inseparables. Como inseparable es tu unión con el Padre. Ahora bien, ¿qué podemos entender de Dios? Eso me pregunto. Y me respondo, nada. O si quieres, por matizar. Salvo que Dios es amor y que nos ama y nos salva. Eso sí lo entiendo.

También entiendo que la Trinidad es indivisible. Puesto que es un

solo Dios. Que el Hijo y el Espíritu son distintos, lo mismo que el Padre. Pero inseparables. Qué interesante resulta echar mano a la Biblia y ver, desde lo que tú, Jesús, nos has explicado en el Evangelio, que desde el principio hasta el fin de los tiempos, Dios actúa en toda la Historia, del cosmos y de la Humanidad. Nos ha enviado a su Hijo. Y nos envía también su Espíritu, que nos une a ti en la fe. Siempre nos movemos en la fe, no en el conocimiento, excepto en lo que tú nos has dado a conocer. Y todo, para que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios “Habba”, “Padre” (Rm 8,15).

Al Espíritu Santo lo llamas también Espíritu Paráclito, es decir,

Consolador, Abogado; y Espíritu de Verdad. San Pablo, a su vez, lo llama Espíritu de Cristo. Dice: “Sin embargo, vosotros no estáis en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él” (Rom. 8,9).

Jesús, lo dicho. Dios actúa constantemente en la Historia. El Espíritu de Dios se mueve. Una de esas actuaciones es a través de los profetas, es decir, de hombres inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. Son transmisores de la Palabra de Dios. Palabra que culmina en ti. Las profecías del Antiguo Testamento hallan su cumplimiento en la revelación plena del misterio de Cristo en el Nuevo Testamento. De ti, Jesús. Y es en este momento cuando entra en acción tu Madre, la Virgen. Porque el Espíritu Santo culmina en María todas las expectativas surgidas en el Antiguo Testamento sobre y para tu venida al mundo. Para eso, la llena de gracia y hace fecunda su virginidad. Te da a luz. Se dice pronto. Pero aquí no se trata de un niño más, uno de tantos, sino del mismo Hijo de Dios. Y por eso, desde el primer instante de la Encarnación, fuiste consagrado Mesías, cumplidor de la promesa hecha a los Padres, Piedra angular de la Iglesia que nacerá a su tiempo tras la Resurrección.

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Es más, en Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección,

infundiste tu Espíritu copiosamente sobre la naciente Iglesia. De este modo, la misión de la Iglesia, bajo la fuerza de tu Espíritu va a ser anunciar y difundir al mundo entero el misterio del amor de Dios, que es Padre, Hijo, y Espíritu Santo.

Es, pues, el Espíritu Santo el que edifica, anima y santifica a la

Iglesia; como Espíritu de Amor. El que devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado. El que los hace vivir en ti, Jesús, la vida misma de la Trinidad Santa. El que nos envía a dar testimonio de tu Verdad. El que hace posible que todos den “el fruto del Espíritu, que es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza” (Gal 5,22).

Cuántas cosas va uno aprendiendo a lo largo de la vida. ¿No es así,

Jesús? Y ya ves, la iniciadora de la fe cristiana en los hijos depende, en grandísima parte, de la madre. Benditas las madres cristianas.

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23 REFRESCO DE AGUA CON VINAGRE

Jesús, otro de mis recuerdos de aquel entonces, que hoy lo siento

lejano, y vívido al mismo tiempo, es cuando llegaba el tiempo de la siega. Todo ha cambiado para bien. Hoy las grandes cosechadoras lo hacen todo. Pero entonces, aquellas enormes fincas de trigo había que segarlas a hoz. Venían cuadrillas de segadores, cómo me acuerdo a pesar de ser muy pequeño aún. Venían sobre todo de Galicia. ¡Con el calor que hace en verano en la zona media y ribera de Navarra…! Los segadores madrugaban, para evitar las horas fuertes del calor. Avanzada la mañana suspendían la siega evitando así las peores horas de calor. Por la tarde continuaban a una hora razonable, cuando el sol era más soportable.

Esto es lo primero. También recuerdo que era gente de muy buen

humor. Y que cantaban, y que hacían bromas. Siempre los veía alegres. A mí me gustaba estar entre ellos cuando venían a descansar a la sombra, y a refrescarse. Algunos echaban un trago de vino fresquito que siempre había en la bota, pero otros preferían un vaso de agua fresquita, con vinagre y azúcar. También a mí me gustaba beber unos sorbitos de aquella agua. Qué rica sabía con un chorrito de vinagre y azúcar. Sabía bien. Era refrescante.

Jesús, si traigo a cuento esta memoria antigua, es porque tú mejor

que nadie, sabes del calor, y de la sed. Lo cuenta muy bien el Evangelio. Tú andabas, como siempre, en misión permanente. Llevando la Buena Nueva por pueblos y aldeas. Hacía calor, estabas cansado, tenías sed. Todo eso es muy humano, muy natural. De modo que, al llegar al pozo de Jacob hiciste un alto en el camino. Te sentaste en el brocal. Era hacia el mediodía. Cuando más aprieta el sol. Y además, la hora de comer. Así que, mientras tus discípulos iban a comprar comida tú que quedaste sentado en el brocal del pozo. Sabías que el pozo era un lugar muy frecuentado. La gente llegaba allá, para abrevar el ganado; llegaban a buscar el agua necesaria para los quehaceres de la casa. Y naturalmente, para beber. La escena, sublime en su significado y transcendencia. La cuenta y describe tu apóstol Juan. (Jn 4,5-42).

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En esto, llega una mujer con su cantarillo en busca del agua. Su sorpresa fue grande. No porque alguien estuviera sentado en el brocal. Eso era cosa normal. La sorpresa fue que aquel desconocido le pidiera agua a ella, mujer. Y para colmo, un judío, siendo ella samaritana. Tu acento te delataba. De repente afloran en la mente de la mujer viejas rencillas habidas entre judíos y samaritanos. “Tú, judío, ¿me pides agua a mí, que soy samaritana”? (Jn 4,9). Orgullo de raza y de diferente sistema religioso.

Exactamente, ésa era la respuesta que esperabas de la mujer. Le

respondiste: “Si supieras quién es el que te pide de beber…, tú me la pedirías a mí” (Jn 4,10). Me imagino el mohín y la risa vacía de la mujer. “Si no tienes con qué sacar el agua…” (Jn 4,11). ¡¿Qué agua me vas a dar?! Lógica aplastante.

Se había iniciado el diálogo. Por ahí se empieza. Hubo un pugilato

verbal. Exactamente lo que tú, Jesús, deseabas. Ella alude a la historicidad del pozo. Es el Pozo de Jacob. Tiempo pasado. Pero tú vas al presente, para empalmar con el futuro. Tú le ofreces un agua que quien la beba no volverá a tener sed (Jn 4,14). La mujer se chancea. Con femenina ironía, te pide que le des de esa agua; así se ahorrará tener que venir todos los días a buscarla. Momento que aprovechas para descolocarla, y para su mayor sorpresa, le dices que vaya a buscar a su marido. “Anda, llama a tu marido y vuelve aquí” (Jn 4,16). Me imagino la cara que pondría. “No tengo marido” (Jn 4,17). ¡Toma! Por una vez decía verdad, aunque fuera una verdad a medias. No tenía marido, cierto. Pero sí pareja. Debieron salirle todos los colores del arco iris a la cara, cuando le espetas de golpe: “Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes tampoco es tu marido” (Jn 4,17-18).

Y lo que comenzó con la cosa del agua del pozo terminó siendo

manantial de Vida eterna. Aquella mujer era, sin duda, una más de tus ovejas descarriadas. Ese día volvió felizmente al redil. No fue por casualidad que llegaste al pozo. A buen seguro que ese día la mujer descubrió en sí una sed más profunda. Cinco maridos, cinco. Como cinco rosas sangrantes por donde se le iba la felicidad. Ni con cinco ni con muchos más hombres hubiera encontrado nunca la felicidad. Su vacío espiritual era inmenso. Y tú, Jesús, te diste a conocer como Agua Viva, capaz de saciar cualquier sed humana. La pobre mujer, confusa en un primer momento, vio la luz. Y, ahora sí, humilde y sincera, te pidió que le dieras "de esa agua".

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Y no sólo eso. Es como si la viera. Abandona el cántaro y corre hasta

el pueblo para anunciar su descubrimiento. Acaba, ¡por fin!, de encontrar la felicidad que antes no tenía. Radiante, va a anunciar a todos el gran descubrimiento. Ha encontrado al Mesías. Te ha encontrado a ti, Jesús.

¿Curioso, no? Fue por agua. Y encontró agua. Hubo agua del pozo

para su cantarillo. Y hubo Agua de Vida eterna para su alma. Era samaritana, pero tú, judío de raza, hiciste de buen samaritano. Llenó su cantarillo de agua, para la sed ordinaria. Y llenó su alma del agua cuya sed sólo tú, Jesús, puedes calmar.

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24 REYES SIN REINO

Jesús, si le preguntamos a un niño que estuviera a punto de hacer la primera Comunión ¿qué es un rey?, no estaría yo seguro de cuál sería su respuesta. Y si es un niño ya más avanzado en edad, y que estudia historia, lo más probable es que nos sepa decir de memoria la lista de los reyes godos, por ejemplo, pero posiblemente titubee al tratar de dar una definición de qué es un rey. ¿Aquel que gobierna? ¿Manda? ¿Una figura decorativa? ¿Todo a la vez? Sin embargo, te garantizo que la respuesta será más fácil y acertada cuanto más atrás nos situemos en la edad.

Te aseguro, Jesús, que fueron los niños, los más pequeños, los que

descubrieron que hay reyes. No sólo eso. Supieron también qué es un rey; incluido origen, nombre y raza. Pero esta aseveración no te la hago a día de hoy. Hablo, naturalmente, de cuando yo era muy niño. Al igual que los demás niños, supe perfectamente que había, no uno, sino varios reyes. Tres en concreto. Que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Que uno era negro. Y que se les conocía como los Reyes Magos. Sabía hasta de dónde venían: de Oriente. Y puestos a saber, sabía hasta a qué se dedicaban: a traer juguetes a los niños que se portaban bien; porque si no, en vez de juguetes traían carbón.

¡Ay, Jesús! Eran otros tiempos. Con base bíblica, estos Reyes cuánta

ilusión daban a los pequeños. Siempre era más grande la ilusión que los regalos. Hasta puede que el mejor regalo fuera precisamente la ilusión. Hoy en día, que los juguetes están a disposición de los niños a todas horas, y cualquier día del año, salvo para los niños pobres, no hay más ilusión que la de verlos en la cabalgata. Por cierto, hay cabalgatas donde la base bíblica de los llamados Reyes Magos va siendo sustituida por espectáculos nada pedagógicos, y de muy discutible gusto. Cuando los adultos nos metemos donde nadie nos llama lo estropeamos todo. Hay una ilusión primera que no se sustituye por ninguna otra.

Así que, ya ves, los más pequeños saben, sabían, para ser preciso,

qué es un rey. Y no uno, sino hasta tres. Eran reyes de verdad. Melchor, Gaspar y Baltasar. En este orden. Luego había otros reyes. Pero eran de mentira; sólo servían para jugar. Lo recuerdo perfectamente. Siendo yo el mayor de los hermanos, que por supuesto, algunos no habían venido aún

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al mundo, por las noches antes de ir a dormir, me gustaba jugar con papá y mamá, unos días al parchís. Y otros días a la baraja, concretamente a la brisca. Ahí aprendí que había cuatro reyes, uno por cada palo de la baraja. Pero eran de mentira. Sólo servían para ganar más puntos o ganar la partida. Pero no traían regalos. Así que resultaba más divertido jugar al parchís.

Ya ves, Jesús, si sabíamos de reyes los niños de entonces. Pero el

tiempo pasa. Y pasó la niñez. Y uno va adquiriendo más y nuevos conocimientos. Y de pronto se encuentra uno con que hay un Rey más. Este sí que es de verdad. Supera a todos y está por encima de todos. Ese Rey eres tú, Jesús. Y como Rey, tienes un Reino, por más que no sea de este mundo, como tú mismo afirmaste. “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18,36). Ahora bien, cabe preguntar, ¿en qué consiste este Reino? En primer lugar, en la soberanía de Dios, que está sobre todas las cosas. Un Reino que nada tiene que ver con los reinos o poderes terrenales. En segundo lugar, un Reino que consiste en seguirte a ti, Jesús, en espíritu y en verdad. ¿Cómo? Siendo fieles a nuestro compromiso bautismal; que a su vez conlleva amar a Dios y al prójimo. Y, consecuentemente, sentirse Iglesia. Esta Iglesia que es misionera por esencia y voluntad tuya, y que está para llevar el Evangelio a todas las gentes.

Por otra parte, pertenecer a tu Iglesia conlleva un cambio en la vida.

Ese cambio tiene un nombre: conversión. Es lo primero que nos pides: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Y me pregunto: ¿Qué es la conversión? Desde luego, no es algo que sucede como de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Es un proceso continuo. Es tratar de adecuar nuestros pensamientos, actitudes, acciones y deseos a los tuyos, Jesús. Y todo en orden a la implantación del Reino de Dios en el mundo entero.

Y es también crear y abrir procesos de cambio. ¿En qué consiste

esto de crear procesos de cambio? En formar comunidades abiertas, en vistas a llevar a cabo la misión de ir por el mundo llevando el Evangelio. Y habiéndonos dicho que tenemos que ser la sal y la luz del mundo, pues que nos preocupemos de ser fermento de fraternidad en la sociedad, para que todos puedan llegar a descubrir el amor que nos tiene el Padre Dios. Algo en lo que tanto interés pusiste que descubriéramos.

Tu Reino, nada tiene que ver con los reinos políticos de este mundo.

La misión de tu Reino es la salvadora universal. Para implantarlo, no

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comenzaste en Jerusalén, la ciudad sagrada y religiosa. Tampoco en la pacífica Judea. Comenzaste en Galilea, donde había una amalgama de razas; habitada por judíos y paganos; lugar de paso de distintas civilizaciones. Galilea estaba situada, por así decir, “en la frontera”. Era conflictiva. Allí se daban desmanes y desvaríos. Lugar de revueltas. Sus gentes no eran las más religiosas. Quizá por eso y más, allí comenzaste a implantar tu Reino. ¿Qué quisiste darnos a entender con esa elección? Ni más ni menos, que la Salvación no es para una élite determinada, para un grupo concreto, sino que es Salvación universal. Para todos. Sin excepción. Pero la Salvación que ofreces, Jesús, no es gratuita. Mejor dicho, por parte tuya sí es gratuita. Pero pides a cambio, y quieres, nuestra colaboración libre y amorosa. Quieres la colaboración de hombres y mujeres. De este modo, comenzaste por llamar a unos pocos hombres. Ni mejores ni peores que los demás. Hombres comunes y corrientes que tú fuiste modelando a tu imagen: los Apóstoles. Ellos te respondieron libremente. Lo dejaron todo y te siguieron.

Los Apóstoles fueron los primeros en seguir tu invitación. A ellos se

han sumado millones y millones de seguidores a lo largo de dos mil años de cristianismo. El Bautismo nos incorpora a tu Reino. Nos quieres tus colaboradores, como lo fueron los Apóstoles. No importa nuestra condición social, racial, etc. Todos estamos llamados a seguirte y difundir tu Evangelio. Cada quien según sus posibilidades y de acuerdo a su peculiar vocación. En definitiva, nos quieres profetas anunciadores de tu Palabra en orden a la salvación de todos.

Jesús, para terminar. Con reyes hemos comenzado esta reflexión.

Según el fervor de la tradición de los pueblos, unos verdaderos: los Reyes Magos, aunque estrictamente hablando no lo fueran. Otros, reyes de mentira: los de la baraja. Todos ellos fueron reyes sin reino. Y terminamos con otro Rey. Este sí es de verdad: tú, Jesús. Y mira por dónde, tú sí tienes Reino, aunque, y según tus propias palabras, no es de este mundo.

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25 RICA ES LA MIEL, PERO…

Jesús, además de decirnos, “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”

(Jn 14,6), nos dijiste también: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Es de agradecer tanta claridad. Vistas las cosas de tejas para abajo, seguirte no resulta muy rentable que se diga. Hablas con claridad y dejas las cosas claras desde el principio. No ofreces un ramo de rosas, sino una cruz. De este modo, queda hecha una primera criba. Los forofos del entusiasmo espontáneo desaparecerán del mapa a la primera de cambio. Gente que en un primer momento quedan fascinados ante tu figura y están dispuestos a seguirte, poniéndote como estandarte de sus intereses particulares, pronto se dan de baja. En el fondo no te buscaban a ti, se buscaban a sí mismos.

Seguramente, aunque con distinto signo e intención, se hacen la

misma pregunta que un día Pedro: “Señor, tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos tocará a nosotros?” (Mt 19,27-29). Buena y oportuna pregunta. Y no digamos, la respuesta: “Os aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Nueva, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna” (Mc 10,20-30). Pedro y los demás apóstoles sí lo habían dejado todo. ¿Qué he dejado yo, y tantos otros?

Sinceramente, Jesús, lo primero que veo en esta tu clarificadora

respuesta, es una fina ironía por parte tuya. Es como si dijeras: ¡Ya, ya! ¡Estáis buenos si pensáis que con seguirme ya tenéis solucionado el porvenir! ¡Apañados estáis! Está claro, pues, que seguirte no garantiza tener el pan asegurado. Y en cuanto a la fina ironía, se deduce, y es evidente, a partir del plural que empleas: madres, hijos, campos… ¡Hale, hale…! ¡Todo en abundancia! Ni que nos hubiera tocado la lotería.

Está, pues, meridianamente claro: no admites que nadie ponga

condiciones para seguirte. Ni que nadie te siga por interés personal. Por el contrario, seguirte es cargar con la cruz. Así de realista. Sin pelos en la

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lengua. A partir de este posicionamiento, cada quien que se tome el pulso de la conciencia, y decida. Sabe que seguirte es llevar la cruz de cada día. La cruz, sí. Pero hay algo más en tu respuesta: la Vida eterna.

No hay espacio, pues, ni para las condiciones ni para el chantaje. Y

mira, hablando de condiciones y chantajes. Me vienen a la memoria aquellos años lejanos. Eran los años de la postguerra. Yo, lo que se dice, un renacuajo. Años del hambre en España. La gente tenía que currar con ganas, para ganarse la vida. Recuerdo a un señor que venía a mi tierra desde Guadalajara vendiendo miel de La Alcarria. Cada vez que venía, mi madre le compraba. Muy rica miel. A mí me gustaba tanto que hubiera sido capaz de terminarme el tarro. Mi madre me dejaba probarla. Luego colocaba el tarro en una alacena alta a donde yo no podía llegar. Me contentaba con mirar, como la zorra a las uvas. ¡Qué remedio! Luego, a la hora de comer, si alguna comida no me gustaba, intentaba dejarla. Y es cuando a mi madre le dio por chantajearme. -Si terminas todo lo que te he puesto en el plato te daré un poco de miel. La tentación era fuerte. Me terminaba la comida. Y así podía probar la miel. Pero pronto me aprendí el truco, y fui yo quien chantajeaba a mi madre. Aunque la comida me gustara, hacía como que no, y mi madre entonaba la consabida cantinela: -Si terminas la comida te daré a probar la miel. Vaya que si me la terminaba.

Pero ante ti, Jesús, no hay chantaje que valga. Invitas. No obligas a

seguirte. No engañas a nadie. Lo único que ofreces es una cruz. Eso sí, esa cruz no es de muerte. Acaba en la resurrección.

Por tu gracia, Jesús, y ahora sí que sin mérito alguno de mi parte, me

encuentro entre tus seguidores. Con el profeta, también yo me atrevo a decir: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre mencionó mi nombre” (Is 49,1).

Cuando uno alza la vista para tener un panorama de conjunto, ¿qué

ve? Tratándose de ver el conjunto de tus servidores, es fácil distinguir, a primera vista, tres grupos. Está el grupo que podríamos llamar de los curiosos. Buscan sólo satisfacer su curiosidad. Desaparecen como el humo, a las primeras de cambio. Está luego el grupo de los egoístas. Aquellos que te siguen, no por ser tú, sino por asegurar su propia salvación. Eso en el mejor de los casos. Incluso, si no hay otros elementos espurios de fondo.

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Olvidan que la Salvación sólo puede venir de ti, Jesús. Pero han olvidado hacer de ti el centro de su vida. Se quedan pronto por el camino. Desaparecen también. En la vida religiosa no es infrecuente encontrar casos así. Pero, gracias a Dios, está también el grupo de los verdaderos seguidores. Son aquellos que te siguen por amor. No ponen condiciones. No se buscan a sí mismos. Y trabajan por el Reino de Dios. A pesar de todos los defectos inherentes a la condición humana.

Para terminar esta reflexión. Entiendo, Jesús, que la cruz que

ofreces para seguirte tiene varios significados. Significados que van en el orden de las Bienaventuranzas. Por ejemplo, el desapego afectivo y efectivo a las cosas materiales, como son los mismos, y así llamados, bienes materiales. O la familia. Incluso, la misma vida. “El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí” (Mt 10,37). Está también la disponibilidad. En el servicio al Reino de Dios hay que estar disponibles a tiempo completo: "Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío..." (Mt 16,24). Y así podríamos enumerar unos cuantos más, sin que falte la generosidad.

En tu seguimiento, Jesús, no cabe el chantaje. Rica es la miel, pero

llega a empalagar. Dura es la cruz, pero lleva a la resurrección.

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26 SAL Y AZÚCAR

Jesús, en el Evangelio nos hablas de la sal. Más. Nos dices que

tenemos que ser la “Sal de la Tierra” (Mt 5,13). Haces de las cosas cotidianas ejemplo y las aplicas simbólicamente a nuestras vidas.

Vale. Pues también yo quiero tocar hoy el tema de la sal. Pero

vamos a añadirle un poco de azúcar. ¿Extraña mezcla, verdad? Sal con azúcar. Vaya mezcla, me dirás. No, no los mezclo. Pasa lo siguiente. Convendrás conmigo en que los niños, por ley general, son golosos. No fui la excepción. Recuerdo que mi madre me regañaba cuando, en cuanto ella se descuidaba en la cocina, yo, subido a una silla, metía un dedito en el tarro del azúcar, y a la boca. Me gustaba el azúcar, por qué no decirlo. Y no sólo con la leche del desayuno.

Como la escena se repetía a diario mi madre se lo pensó bien.

Y un día me agarró a contrapié. Cambió el azúcar de aquel tarro por sal. Se hizo la despistada, como que no me veía. Y yo, naturalmente y como es de suponer, enfilé el dedito al tarro, y del tarro a la boca. -¡Puafff…! -¡Qué…! ¿No te ha gustado hoy el azúcar…? -¡Mami…, no es azúcar, es sal…! -Pues se habrán comido los ratones el azúcar… Creo que a partir de ese día no intenté más meter el dedito en el azúcar. Pero esta pequeña anécdota sí me lleva a reflexionar en la sal. Que resulta ser un elemento bíblico que tú, Jesús, utilizas con gran maestría. La sal, en tu tiempo, como también después, se utilizaba para conservar los alimentos mediante la salmuera. Y también como moneda, o dinero, en un sistema de trueque. Lo mismo que aún hoy siguen haciendo algunas etnias indígenas en los Andes bolivianos. Hombres morenos de sol y curtidos por el frío andino viajan con sus caravanas de llamas portando la sal, arropados por la Pacha-Mama, los Apus y los Achachilas, divinidades protectoras en el viaje de la sal.

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Es importante la sal, por más que a los niños les guste más el azúcar. Pues bien, Jesús, al compararnos con la sal, dices que el cristiano debe evitar la corrupción. La sal conserva las cosas sanas. Y hasta cura. Al mismo tiempo, nos das la clave para practicar las Bienaventuranzas. Porque, ¿qué son las Bienaventuranzas sino el mejor modo de sazonar la sociedad? ¿Y de conservar la esencia misma del Evangelio?

Pero no es sólo la sal que aplicas como ejemplo de lo que debemos

ser. Si la sal sazona y da sabor, quieres que seamos también luz. ¿Y para qué sirve la luz sino para iluminar. Quieres que ilumines de luz salvadora el mundo. No te contentas con que mantengamos la luz encendida. Quieres que ilumine a todos. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14).

La luz. En tu tiempo provenía de lámparas de aceite. En todas las

casas había varios candiles. Al no haber luz eléctrica, al caer la noche las ciudades quedaban a oscuras. Pero si la ciudad estaba edificada sobre un monte, era visible. Edificada en un monte o en la cima de la montaña la ciudad no podía ocultarse. Ahora bien, quieres que los cristianos seamos la sal y la luz del mundo. Si nos falta cualquiera de las dos, o ambas, no somos nada. Nos lo has dicho abiertamente: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya para nada sirve, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5,13).

Así pues, la vida del cristiano no puede esconderse. “No se enciende

una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone en el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa” (Mt 5,15).

Jesús, añades algo más. Hablas de la lámpara y dices que es para

colocarla en el candelero para que ilumine a los que están en la casa. Hoy nuestra casa es el mundo. Está muy iluminado por la luz eléctrica, pero falta en muchísimos países la luz de la fe. Y nos espoleas para que proyectemos tu Luz sobre la familia y la sociedad. “Así debe brillar ante los ojos de los hombres vuestra luz, a fin de que viendo vuestras buenas obras glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,16). Si tu Luz llega a la familia, tan en crisis hoy en día, la familia a su vez iluminará a la sociedad. ¿Cómo?, podemos preguntarnos. Y me parece oír tu respuesta: siendo coherentes como cristianos. Que traducido a lenguaje popular sería: que no se nos gaste la batería.

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Habrá que meter, pues, el dedo no en azúcar como el niño, sino en la llaga de una sociedad herida. ¿Cómo?, me pregunto. Y oigo también tu respuesta. Que haya sintonía. Eso es, sintonía. Si hay sintonía con lo que rezamos y practicamos, la gente, que tiene ojos y ve lo que hacemos los cristianos, y por qué lo hacemos, creerán. ¿No les pasaba lo mismo a las multitudes que te seguían? La multitud que te escuchaba, Jesús, quedaba prendada de tus palabras y de tus obras. Y de ser ovejas sin pastor, pasaban a ser parte de tu rebaño.

Para terminar, mi pequeña reflexión que empalma con el principio.

El niño es goloso. No basta con serlo. Tiene que ser también avispado, y subirse a la silla, para alcanzar la mesa, y así poder meter el dedito en el tarro del azúcar. Lo mismo el cristiano, necesita ser audaz. Lo dijiste: “Yo os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, astutos como serpientes, y sencillos como palomas” (Mt 10,16).

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27 SE FUERON SIN AVISAR

Jesús, por más que nos resulte incómodo, a los humanos en general y a mí en particular, el tema de la muerte, no queda más remedio que abordarlo. A fin de cuentas no deja de ser algo natural con lo que hay que contar. La muerte es congénita a la naturaleza en general. Pero dependiendo de culturas y países, se procura, o no, tener alejados a los niños de la visión directa de esta realidad. La muerte resulta incómoda. No es bienvenida. Difícilmente, cuando muere alguien en la familia, se deja a los niños ver de cerca a la persona fallecida. Excepto si esa persona resulta ser una criatura. Entonces sí, se les deja a los niños contemplar a ese angelito que ha volado a los cielos.

Creo que apenas debía yo haber aprendido a caminar. Murió el abuelo paterno. Me queda aquel recuerdo, sí; pero tan lejano que es como si estuviera envuelto en una nebulosa. Sin embargo, recuerdo que iba a aúpa, en brazos no sé si del padre o la madre. Supongo que del padre, porque las mujeres se afanaban en la cocina para preparar comida para todos los familiares. Esto de la comida no aprendí bastante más tarde, como es natural. También recuerdo que había mucha gente. Desde la puerta de la habitación, y sin enterarme de nada, vi el ataúd. No supe qué era aquello. Fue todo.

Es todo el recuerdo que tengo de la muerte del abuelo paterno. Más tarde me explicaron que el abuelo, que apenas conocí, también se había ido al cielo. Menos mal que no eran muchos los que se iban al cielo por aquel entonces. Con esto quiero decir que no suele afrontarse con realismo y verdad la información a los niños sobre la muerte. Hoy, cuando a todas horas todos, incluidos los niños, vemos en la tele escenas cotidianas de muerte, producto de la violencia diaria de atentados, de guerra y demás, resulta que de tanto repetirse estas escenas nos hemos acostumbrado. Y lo peor, hemos perdido la sensibilidad ante tanto horror. Y hasta nos parece que aquello pasa muy lejos, que no va con nosotros. Hasta ahí llega nuestra insensibilidad. No deja de ser una degradación de nuestra humana condición.

Como que no nos afecta, ¡vaya! Es triste, Jesús, pero es la realidad. Mientras, la vida continúa. Pero llega un momento en que “la hermana muerte”, como diría con romántico lirismo san Francisco, tiene la inoportuna ocurrencia de visitarnos. Y sin molestarse en llamar ni pedir permiso a nadie entra en la casa. Tanto sea el padre como la madre a quien se lleve, si quedan

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hijos pequeños, entonces es cuando el niño cobra conciencia de la muerte. Entonces sí, entonces se topa uno con la terrible orfandad. Con el dolor irreprimible de una realidad irreparable, como es la pérdida del padre o de la madre.

Pero, Jesús, por más que la muerte nos repugne, y hasta la rechacemos. Incluso nos parezca verla lejana, como si nunca nos fuera a llegar, creo que es bueno reflexionar, sobre ella. De este modo, no tengo más remedio que preguntarme: ¿cuál es mi actitud ante la muerte? ¡Hombre!, pues a bote pronto diré que de rechazo. Pero, claro, esa no es actitud de recibo. Así que me pregunto de nuevo: ¿Cuál es la actitud, no la que tengo, sino la que debo tener ante la muerte? Cuesta dar respuesta. Si es que hay respuesta convincente.

A medida que nos vamos haciendo mayores, nos guste o no una cosa y otra, contemplamos ese desfile inevitable de seres muy queridos y cercanos que se nos van marchando. Se van sin avisar. Se van y no vuelven. Es entonces cuando comenzamos a tomar más en serio el tema. Y a profundizar, hasta donde es posible, en el enigma de la muerte. El misterio nos envuelve. La muerte es un misterio. La ciencia no tiene, más allá de la biológica, explicación óntica del misterio de la muerte. ¿Qué hay al otro lado? Misterio. El misterio nos envuelve. Luego, es una pregunta sin respuesta. La ciencia calla. La muerte está más allá de lo empírico. La ciencia podrá dar una respuesta desde la biología. Pero eso es quedarse en agua de borrajas. La metafísica está por encima de la ciencia. Y la fe no le atañe. Son campos paralelos que nunca se juntan.

Es aquí, por consiguiente, cuando desde la fe los creyentes acudimos a buscar explicación. Ahora bien, la fe no da evidencias. Sí esperanza. La fe es una puerta abierta a la transcendencia. Y mientras las lágrimas se convierten en lenitivo humano que suaviza nuestro dolor por la muerte de un familiar, de un amigo, podemos ver las cosas en positivo. Y de este modo, personalmente opto por acudir a la Biblia. En ella encuentro explicación plausible al intrigante tema de la muerte.

¿Qué encuentro en la Biblia? Encuentro también, curiosamente, lágrimas. Lágrimas que no se diferencian de las nuestras. ¿Qué lágrimas? Mira por dónde.

Las tuyas, tus lágrimas, Jesús. Tú también lloraste. Y no sólo de niño, como hacen todos los niños. Lloraste ante el cadáver de tu amigo Lázaro. Y sin duda que te plantearías, como hombre, el enigma de la muerte. Porque la

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muerte, en lo humano, duele. Y a ti te dolió la muerte de tu amigo. Como te dolían y te duelen todas las muertes. Pues bien, a lo que como hombre no le viste solución, como Hijo de Dios, identificado con el Padre, sí viste. Y si un día te presentaste como Camino, Verdad y Vida, ahora lo demuestras. Eres la Vida. Y la infundiste de nuevo a tu amigo. Que ya llevaba cuatro días sepultado, que ya “olía mal” (Jn 11,39), como dijo Marta, la hermana del muerto. Lloraste. Fue tu expresión irreprimible de amor al amigo. Porque cuando un amigo se va algo nuestro se va también. Tus lágrimas fueron la mejor expresión y demostración de tu verdadera realidad humana. Esas tus lágrimas, Jesús, tienen gran importancia para nosotros los humanos.

La Biblia también reflexiona filosóficamente sobre el enigma de la muerte. Dice: "Los días del hombre duran lo que la hierba, florecen como la flor del campo, que el viento la roza, y ya no existe, su terreno no volverá a verla..." (Sal 102, 15-16). Ante la muerte cobra todo su realismo la debilidad e impotencia del hombre. Es el cese definitivo de la vida. Pero para un creyente, es saber que la vida no termina. Que sí, que hay que pasar por ese trance amargo. Pero la vida se prolonga en la eternidad.

Para finalizar esta reflexión. Queda en pie la pregunta: ¿Hay un más allá después de esta vida? Y la respuesta es que, ni científica ni teológicamente, se puede probar. Sin embargo, hay como un quinto sentido, y sentimos una necesidad existencial, que nos dice que sí, que necesariamente hay otra vida. Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no termina con la muerte. Pero los cristianos, desde la fuerza e iluminación que da la fe, creemos que Dios, nuestro Creador, no puede dejarnos para siempre en el vacío de la nada. Creemos en la Resurrección.

Al morir tu amigo Lázaro, ¿qué le dijiste a Marta? "Yo soy la Resurrección, el que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá. El que cree en Mí, no morirá para siempre" (Jn. 11,25). ¡Hay que ver, cuánto ilumina y qué serenidad y fortaleza da la fe! ¡Qué diferente resulta contemplar la muerte con ojos increyentes, mundanos, a contemplarla con ojos de fe! El mismo San Pablo alerta: "Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces también vosotros apareceréis con él, llenos de gloria” (Col 3,4).

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28 TRES DIAMANTES

Jesús, entre tus parábolas hay una que podríamos calificarla como

de acuciante actualidad. Me refiero a la del tesoro escondido en el campo; alguien lo encuentra, pero lo vuelve a esconder. Muy contento del hallazgo, y para poder hacerse con él legalmente, consigue suficiente dinero y compra el campo. Está en Mateo 13,44. No entraré a investigar si esa extraña forma de proceder era legal entonces, o no. El tesoro no estaba allí como componente natural, aunque ignorado, del dueño del campo. El tesoro tenía dueño, el mismo que lo había escondido, seguramente para evitar que se lo robaran. Hacerse con él de esa manera, por más que ingeniosa, no parece que fuera actitud muy ética que digamos. Pero es claro que tu intención, Jesús, no es cuestionar la eticidad o no. Sino resaltar el tesoro en cuanto tal. Por eso dices: “El Reino de los cielos se parece a un tesoro…” (Mt, 13,44). O sea, un valor en sí mismo.

La verdad, cada vez que leo esta parábola la asocio enseguida a los

buscadores de petróleo. Ese es el tesoro más cotizado en la actualidad. Todo mundo busca un tesoro. Unos se confían en su suerte y

esperan que les toque la lotería. Otros coleccionan obras de arte. Otros amontonan su dinero en paraísos fiscales. Y así sucesivamente. Aunque ninguno de estos piensen en el tesoro del que tú hablas: el Reino de los cielos.

Hasta los niños tienen sus tesoros. Cuando yo era niño, nos gustaba

a los niños en general coleccionar y guardar cromos de futbolistas. Si salían repetidos, hacíamos intercambio. Era nuestro tesoro. En lo personal me gustaba también otro tesoro. Cuando en verano iba con mis padres al río, no era sólo por darnos un baño. Resulta que había cangrejos. Muy a la orillita del río, también yo era capaz de coger algún cangrejo. Pero me gustaba sobre todo coger chinitas, es decir, piedras pequeñitas y lisas. Algunas eran muy bonitas. Las guardaba. Eran también mi tesoro.

Entre los tesoros muy valorados y apreciados por la gente están, por

supuesto, las piedras preciosas, como son los diamantes, los rubíes, etc. Pues bien, hablando de piedras preciosas, valga la comparación

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metafórica, encuentro que en el Evangelio aparecen tres. Bellísimas. Son la Fe, la Esperanza, y la Caridad. Las llamamos virtudes teologales. Un verdadero tesoro. Y no está escondido, no, sino al alcance de todos. Porque son dones de Dios. No son conquista ni fruto del hombre, aunque requieren nuestra colaboración libre y consciente. No son virtudes teóricas, sino un modo de ser y de vivir. Van inseparablemente unidas en este mundo. Sólo cuando estemos con Dios en el cielo desaparecerán la Fe y la Esperanza. Ya no harán falta. Porque ya habremos llegado a la meta, a la posesión de Dios, el único verdadero tesoro. En cambio la Caridad, entendida mejor como Amor, permanecerá. Lo dice san Pablo: “El amor no desaparecerá jamás” (1Cor 13,8). Porque el Amor se identifica con Dios. “Dios es Amor” (1Jn 4,8).

Sí, Jesús, Fe, Esperanza, Caridad, tres diamantes de infinito valor. La

Fe. Es un don de Dios por el que somos capaces de reconocer al verdadero Dios. Una luz para poder entender las cosas de Dios. Y al mismo tiempo, un encuentro con Dios. Una adhesión total a Él. Como hizo María. Como hicieron todos los hombres grandes del Antiguo Testamento.

A la Fe le sigue la Esperanza. Yo diría, Jesús, que es una virtud de

búsqueda. Igual que hay buscadores de tesoros, minas de oro, de diamantes, etc., los cristianos buscamos también otro tesoro: buscamos a Dios como el Bien supremo, y confiamos alcanzar la eterna felicidad en Él. El fundamento de esta virtud eres tú, Jesús. Tú, como el Padre, y el Espíritu Santo, eres el Dios omnipotente y bondadoso que no puede fallar a sus promesas. Así de bonito lo dice el Eclesiástico: “Sabed que nadie que esperó en el Señor haya sido confundido. ¿Quién que permaneciera fiel a sus mandamientos, habrá sido abandonado por Él, o quién, que le hubiere invocado, habrá sido por Él despreciado? Porque el Señor tiene piedad y misericordia” (Eclo. 2,11-12).

Las virtudes producen sus frutos. Nos ayudan a poner nuestro

corazón en Dios, desasiéndonos de los bienes terrenales. Y nos dan el ánimo y constancia necesarios en la lucha diaria contra el mal. Más, nos estimulan a trabajar eficazmente en el apostolado para llevar tu Mensaje de Amor, Jesús, al mundo entero.

Pero la joya de la corona, si vale usar esta expresión manida, es la

Caridad. De nada sirven la Fe y la Esperanza si no desembocan en el Amor sobrenatural o Caridad cristiana. Es la Caridad la que nos hace actuar de

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acuerdo a las enseñanzas del Evangelio. La que hace posible que amemos a Dios y al prójimo por Dios. Por la Caridad participamos en el Amor de Dios. Y ese es un Amor universal, sin fronteras. Un Amor que ha existido siempre, y que no acabará jamás.

Con el Amor no caben medias tintas. O se ama de verdad o no se

ama. La sinceridad es esencial. No podemos engañarnos a nosotros. No valen disimulos. Encontramos a veces matrimonios que se han enfriado en el amor. Entonces, por pereza o conveniencia, procuran disimular la situación. Es inútil. Si se acabó el amor, ¿qué queda del matrimonio? Es como si a una linterna se le acaba la batería. No alumbra.

El amor hay que alimentarlo desde la interioridad de la persona.

Las apariencias no sirven. Lo dice el refrán: antes se pilla al mentiroso que al cojo.

En cuestión de Amor, Jesús, fuiste único. Nos amaste hasta dar la

vida por nosotros. Tu ternura y misericordia no tuvieron límite. Buscabas siempre el corazón de la gente. Y la gente lo entendió a la primera. Te pasaste la vida curando las enfermedades, consolando a los tristes, ofreciendo el perdón. El perdón y la misericordia. Las expresiones más exquisitas del amor que Dios nos tiene. ¡Ay que ver! ¡Cómo nos cuesta perdonar a los humanos! Es decir, cómo nos cuesta amar. Tenemos muchas veces un amor de bisutería. Solo el Amor de Dios es verdadero. El nuestro también, si se identifica con el de Dios.

Vamos terminando esta reflexión, Jesús. ¿Por qué tenemos un

mundo tan convulso? ¿Por qué tantos atentados terroristas? ¿Tantas muertes de gente inocente? Y para colmo de mal, a estos atentados infames hay que añadir que son atentados sacrílegos. Porque, ¿en nombre de qué Dios se puede cometer tanta atrocidad? Del verdadero no. ¿Por qué? Porque nos falta amor. No damos el aprobado en amor. No hemos encontrado el tesoro.

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29 TÚ ERES EL HIJO DE DIOS

Jesús, quiero presentarte hoy otro de mis gratos recuerdos de

infancia. Esta ya más talludito, como suele decirse, aunque aún no había hecho la Primera Comunión. No te imaginas la algarabía que formábamos tanto crío acompañados de las mamás. Se acercaba la Navidad y en la parroquia se celebraba todos los años por esas fechas la Novenica (sic) del Niño Jesús. Eran tiempos de fervor religioso. Pero la Novenica, como se dice en mi tierra, tenía un algo especial. Primero, porque estaba adaptada a los niños. Así que acudíamos toda la chiquillería. Cada quien con su madre, yo con la mía. Segundo, porque además había un aliciente. Al terminar cada día la Novenica nos regalaban a cada uno un tique numerado. Porque el último día rifaban en la parroquia varios corderitos, aparte de juguetes y otros regalos. Nueve días de novena, nueve números para la rifa. Era una gozada. A buen seguro que quienes pensaban más en los corderitos que en el Niño Jesús eran las mamás. Pero esto ya es deducción mía a posteriori.

Fíjate, Jesús, Novenica del Niño Jesús. Hasta ahí, bien. Y al final, el

último día de la misma, rifaban corderos. Todos ellos, recuerdo como si los viera, blanquitos. Creo que eran como media docena. Además les ponían un lacito al cuello que daba gusto verlos. Un primor. Pero en aquel entonces aún no había yo entendido que aquellos corderitos, aparte de hacer más agradable la Navidad a las familias que les tocaran, eran también un simbolismo. Lo entendí más tarde. “Cristo el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). De verdad, tiempos bonitos. Cómo no recordarlos con cariño. Desde luego, a esa edad, si me hubieran preguntado ¿quién es el Niño Jesús?, no se me hubiera ocurrido responder: un Cordero. Ese lenguaje alegórico requiere tiempo para entenderlo. Pero qué bien elegido está. ¿Hay algo más tierno y entrañable que un corderito recental? El corderito no huye de las personas. Al contrario, se acerca, es cariñoso. Le das un poco de pan en la mano y lo come agradecido.

Esto me lleva a otra edad. Cuando ya quedó atrás la edad primera.

Cuando uno ya es adulto y se plantea a nivel personal y en profundidad el tema de la fe. Cuando toma el Evangelio en sus manos y se encuentra

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pasajes como éste: “Un día preguntó Jesús a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9,18). El mismo texto indica que hubo división de opiniones en las respuestas: que si eras Juan el Bautista resucitado, que si eras un profeta, que si tal que si cual. Eran las respuestas de la gente. Hasta ahí los discípulos no quedaban comprometidos ni en evidencia. Pero tú, Jesús, les apretaste las tuercas: ¿Y vosotros qué decís, quién soy yo?

Silencio en el foro. Todos quedaron callados. Seguro que bajaron la

cabeza. No supieron responder. Hasta que saltó Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Menos mal que estaba Pedro. Era el que siempre sacaba las castañas del fuego. He ahí la respuesta. Antes que él, Juan el Bautista había dado otra respuesta de propia cosecha: “El Cordero de Dios” (Jn 1,29).

Hoy, a la misma pregunta, surgen también respuestas. Pero bien

distintas a las del Evangelio. Hay respuestas como éstas, o parecidas: Jesús es el primer revolucionario de la Historia.

¡Hombre!, digo yo, desde un punto de vista sociológico, que no

religioso, parece una respuesta bastante acertada. A fin de cuentas tú, Jesús, has cambiado la Historia. Implantaste el Amor. Y eso sí que es novedad. Una verdadera revolución. Pero no es el todo que se busca, como dicen en un programa de la tele.

Otros, analizan tu figura, se quedan admirados, positivamente

admirados, y “tras un amoroso lance” que diría san Juan de la Cruz, ni siquiera suben alto para dar a la caza alcance, se quedan a ras de tierra y concluyen: Fue un hombre honesto, idealista, soñador, utópico. O sea, uno más de los muchos que en el mundo han sido.

Un tercer grupo lo forman aquellos que, con más sensibilidad social,

dicen: Jesús fue la voz de los pobres, de los humildes y de los marginados. Respuesta bonita, pero tampoco satisface. Falta algo. Ese algo puede ayudar a completarlo el cuarto grupo.

El cuarto grupo dice: Jesús es el amigo y confidente que da sentido a

mi vida... Exacto. Sólo tú puedes dar, y das, sentido a la vida. ¿Por qué? Porque eres Dios y Hombre verdadero.

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De modo que si nos quedáramos sólo con las respuestas anteriores, ¿a dónde podríamos llegar? Pues no muy lejos. Visto desde la sociología: serías un líder, uno más, de los muchos que ha habido en la historia. Visto desde la psicología: serías un modelo referencial hecho a medida, la nuestra. Así que, agua de borrajas, con permiso de la expresión. Visto desde la teología: estaríamos ante un cristianismo que bien pudiéramos calificarlo de ateo. Con lo que no tendríamos ni para andar por casa.

Pero, ¡qué bueno que hicieras la pregunta!: ¿Quién soy yo? Porque

nos obliga a pararnos y pensar; para no dar una respuesta evasiva, sino la de un creyente de verdad.

La respuesta del creyente, así lo entiendo, Jesús, es: Creo en

Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Que es una sola persona en dos naturalezas, la humana y la divina. Que es consustancial al Padre. Que con el Padre y el Espíritu Santo forman la Santísima Trinidad.

Esa es tu identidad, Jesús. Y el contenido central de nuestra fe. En

consecuencia, bien podemos decir: Jesús es el Señor (Rm 4, 24; etc.). Jesús es el Mesías ( Mt 16, 20; etc.). Jesús es el Hijo de Dios (Mt 16, 16 etc.). Tres títulos que van unidos a la Resurrección.

Para ir concluyendo. Entiendo por qué los discípulos no se animaban

a responder a tu pregunta. Aún no había acontecido tu Resurrección. En cambio, ya ves, a partir de la experiencia pascual los discípulos descubren tu verdadera identidad. Viven y predican tu mensaje. Si la pregunta se la hubieras formulado después de tu Resurrección, a buen seguro que no se habrían quedado callados. Habrían respondido de inmediato, y además, acertadamente.

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30 VIENTO VIVIFICANTE

Jesús, permíteme refrescar la memoria sacando a cuento otro de mis recuerdos infantiles. Sabes que los niños son traviesos por naturaleza. No pueden parar quietos. No pueden estarse quietos ni un momento. Como si tuvieran azogue, según el decir de algunas mamás. Seguro que tú también lo eras, y que le harías más de una y de dos travesuras a la Virgen y a San José. Te cuento una de las mías.

Me gustaba nuestra casa solariega, la llamaban el caserío, rodeada

de campos sembrados de trigo. Qué días más bonitos aquellos. Había espacio donde poder moverme a mis anchas. Sin peligros de coches, mi madre me dejaba deambular en libertad. Era muy pequeño y me gustaba jugar al escondite con mi madre. Y a ella conmigo. Me encantaba meterme en medio de los trigales, cuando el trigo estaba ya alto, crecido, pero todavía verde. Y sentir la brisa, suave y agradable. Qué delicia.

Si el juego del escondite tenía lugar dentro de la casa, mi madre no

tardaba en encontrarme. Pero había veces que el juego era fuera de la casa. Entonces, no había mejor sitio para esconderme que los trigales. Como era pequeño, tal como he dicho, agachadito el trigo me ocultaba completamente. Entonces mi madre, después de contar hasta diez, comenzaba a buscarme. Pero me engañaba, me hacía trampa, porque hacía como que ya me había visto, y decía: -¡Eh…! ¡Sal, sal…, que te estoy viendo! ¡Que te he pillado…! Y yo, ingenuo, me lo creía. Me ponía en pie, asomaba la cabecita por encima del trigal y salía. Me había pillado. Y así. Me lo pasaba muy bien. Pero un día, que no estábamos jugando, y que yo andaba por fuera de la casa, me dio por meterme muy dentro de un trigal; me tumbé en el suelo, y me quedé dormido. Ahí sí que mi buena madre tardó en encontrarme. Hasta debió asustarse. Ella llamándome a gritos. ¿Y yo? Dormido plácidamente. Aquella brisa, aquel viento suave rizando los trigos acunaban el sueño. Era como estar en un paraíso de infancia. Bien. Pasaron unos años. Leyendo cierto día el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que describe la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, cuando dice que “Vino del cielo un ruido, semejante a una

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ráfaga de viento” (Hch 2,2), a mí me vino a la mente el episodio que acabo de mencionar. Asociación de ideas, sin duda. Pero me sirvió para reflexionar.

Y es que, si bien es cierto que lo descrito por san Lucas (Hch 2,1-11) es un hecho solemne, acontecido en Jerusalén en la fiesta judía de Pentecostés, que nada tiene que ver con la suave brisa en los trigales de mi niñez, me llevó no obstante a ahondar el tema.

Veamos. Pentecostés, es decir, 50 días. Inicialmente se trataba de

una fiesta agrícola. En ella se daba gracias a Dios por la cosecha del trigo, y se ofrecían las primicias. Más tarde, sirvió para celebrar la llegada del Pueblo de Israel al Sinaí, donde Moisés recibió las tablas de la Ley de Dios. De este modo, la fiesta se convierte para Israel en la fiesta de la Ley, la fiesta de la Alianza.

Bueno, pues ya tenemos. Pentecostés fiesta agrícola. Quieras que

no, me recuerda los trigales de mi infancia. Pero si vamos a lo formal, encuentro, Jesús, que san Lucas quiso afirmar que lo mismo que Moisés recibe la Ley antigua, nosotros recibimos la Ley nueva de Cristo, que consiste en recibir el Espíritu Santo. Esta es tu Ley, Jesús. Nos has dado tu Espíritu, el Espíritu Santo. De esta manera, es en Pentecostés cuando se da el pistoletazo de arranque de la actividad misionera de la Iglesia. Y la fiesta judía, sin dejar de serlo, se convierte en fiesta cristiana, bajo el impulso y guía del Espíritu Santo.

Por otra parte, hay una similitud de detalles entre el antes y el

ahora. Los fenómenos del Sinaí fueron: truenos, relámpagos, viento fuerte. En Pentecostés: ráfaga impetuosa de viento, llamaradas de fuego, irrupción del Espíritu Santo. Pero es un viento vivificante. Unas llamas de fuego purificadoras. Además, hay un antagonismo total frente a la torre de Babel. En Babel hubo una multiplicación tal de lenguas que produjeron el caos, el no poder entenderse, la confusión, la ruina, la dispersión total. En Pentecostés, por el contrario, a pesar de las distintas lenguas, todos entendieron. Pentecostés es unión, es vida, es gozo en el Espíritu. De este modo san Lucas quiso afirmar que frente a la fiesta de la entrega de la Ley a Moisés, en Pentecostés recibimos la nueva Ley de Cristo: la Ley del Espíritu.

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Es en Pentecostés donde entendemos que la Iglesia es una comunidad de hermanos. Que estos hermanos están reunidos por tu causa, Jesús. Y que es el Espíritu el que da testimonio de tu proyecto salvador.

San Pablo lo explica muy bien al decir que la Iglesia, unida en ti,

Jesús, forma un solo cuerpo en la diversidad de dones y ministerios, manifestados para el bien común (1Co 12,3b-7.12-13).

Para concluir. Pentecostés no fue un hecho que pasó. Pentecostés

continúa en el tiempo y en la Iglesia. Es un fuego vivo, inextinguible. Continúa en cada uno de los bautizados y confirmados, haciendo de cada cristiano un enviado para anunciar el mensaje de la paz, de la reconciliación, del amor. Tú lo dijiste, Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo..." (Jn 20,21).

Somos enviados. Estamos en camino. Pero no vamos solos. Tu

Espíritu nos acompaña siempre.

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31 Y EL OLIVO LLORÓ

Jesús, para terminar estas reflexiones o comentarios, esta vez no voy a echar mano de la memoria infantil, por más que aquel tiempo fue fascinante. La niñez es el tiempo más feliz de la vida, en términos generales. Pues bien, hoy quiero traer como reflexión, y siguiendo tu ejemplo y costumbre de hablar en parábolas, una parábola. Precisamente. La publiqué en mi libro: “Abuelo, píntame un sueño”. Se me ocurrió visitando el Huerto de los Olivos, en Getsemaní. Creo que puede ser una buena reflexión para cerrar este librito. Su título: “Y el Olivo lloró”. Jesús, te lo dedico. Va por ti.

Al amparo de la multitud, me aparté del grupo, aproveché que

nadie notó mi ausencia y fui a esconderme entre los amplios pliegues del añoso, vetusto y hermoso tronco del frondoso Olivo. Huerto de los Olivos. Getsemaní. Rajado por los siglos, y las miradas cotidianas de los turistas, el viejo Olivo guardaba mucha historia. Sentí una necesidad apremiante de ir a preguntarle...

-¿A preguntarle qué...? -pensé. -No lo sé... -me contesté a mí mismo. Yo sólo sabía que él sabía. -Es suficiente, -me dije. Y comencé el diálogo con una pregunta trivial: Que cuánto tiempo llevaba plantado allí. -No lo recuerdo, hijo, no lo recuerdo. He perdido la memoria. Soy tan viejo... Miles de años. Sí, miles de años. -Entonces, ¿sabrás muchas cosas, habrás visto pasar la Historia junto a la sombra de tus ramas? ¿Qué es lo que más te ha impresionado? -¿La Historia... dices? Sí, toda la historia he visto pasar desde aquí. ¿Y lo que más me ha impresionado? Las guerras, hijo, las guerras, me han impresionado. Y, sobre todo, me han dolido. Me ha dolido la imposible paz de esta tierra que llaman, y es, santa; la paz que yo llamo del “nunca jamás”. Pero lo que más ha marcado mi existencia, ha sido ver llorar a Cristo...

Noté que el viejo Olivo se estremecía como reteniendo un sollozo que iba recorriendo todo su añoso tronco. -Cuéntame, le dije.

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-Cada vez que lo recuerdo, ya ves, la emoción embarga mi ser. Sí, el Maestro venía frecuentemente al huerto. Sobre todo por las noches. Aquí solía sentarse, a mi vera. Le gustaba la frondosidad de mis ramas, y mi sombra protectora cuando era de día. Aquélla, lo recuerdo muy bien, era noche de luna llena; noche espléndida. Pero él estaba triste, muy triste. Se arrodilló, y se puso a rezar, como solía. Pero lo vi inquieto. Juntó sus brazos, apoyó su cabeza en ellos y comenzó a sollozar. Era un llanto que conmovía, punzaba, y traspasaba el alma. Lloró amargamente, pero sobre todo rezó; rezó por Jerusalén, y su oración era como el clamor aunado de todos los profetas. A la luz de la luna, la sombra del magnífico templo nacional, extendida por toda la explanada, era como una alfombra que invita a arrodillarse en actitud reverente de adoración. El Maestro rezaba y lloraba también por el templo. Me pareció oír que decía: “Día vendrá en que no quedará piedra sobre piedra...”. -¿Es posible? -Y tan posible, hijo, tan posible. No muchos años después de la muerte del Maestro, el 66, los judíos tuvieron una rebelión. Los romanos, dueños entonces de medio mundo, no se anduvieron con historias y entraron a saco. Cuatro años más tarde, Tito destruyó completamente Jerusalén; y, lo peor de todo, también el Templo. Ha sido el sacrilegio más grande de la historia; y el que ha provocado más llanto, más divisiones y más guerras. -¿Más guerras, por qué? -Los judíos no podían, ni debían, aguantar semejante humillación. Todo lo hubieran soportado, todo, menos quedarse sin el Templo. Y en el año 132 inician una nueva rebelión dirigida por Bar-Kojvá. Ahora es Adriano, emperador de Roma, quien ataca. Y hasta le cambia el nombre a la ciudad santa. -¿Qué nombre le dio? -Uno esperpéntico y pagano: Aelia Capitolina. -¿Pero en el siglo IV las cosas cambiaron, ¿no? ¿No fue cuando se convierte Constantino al cristianismo...? -No, no cambiaron. Porque, si por una parte, es cierto que vino una etapa de paz, no duró mucho. La dominación bizantina trajo paz, se construyeron iglesias, se extendió el cristianismo... Pero a comienzos del siglo VII son los musulmanes los que entran en acción. Jerusalén pasa a ser para ellos la tercera ciudad en importancia, tras la Meca y Medina. Lo cual, tampoco hubiera tenido mayores consecuencias. Pero es que, el año 1.009, el califa Sakim hizo la barbaridad de destruir el santo Sepulcro, y

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esto provocó la animosidad entre Oriente y Occidente, que dio lugar a la entrada en acción de los Cruzados. -¿Cuándo entran los Cruzados en Jerusalén? -Finalizando el siglo XI, concretamente el año 1.099. Pero no había pasado un siglo de su estancia en Tierra Santa y ya Saladino, el flamante príncipe egipcio, les estaba infligiendo la más absurda derrota. -¿Por qué absurda? -Porque prácticamente no hubo lucha. Situados los Cruzados en los Cuernos de Hittín, los musulmanes aprovecharon la brisa que se levanta a mediodía; prendieron fuego a la hierba, los acorralaron formando un cerco, y los Cruzados murieron calcinados dentro de sus armaduras. Sucedía esto el año 1.187. -Sin embargo, los Cruzados construyeron muchas fortalezas... -Es verdad, fueron grandes guerreros, y grandes defensores de los Santos Lugares. Y por lo mismo, construyeron enormes y sólidas fortalezas. Pero va te he dicho que ésta es tierra de guerras. Precisamente, el año l.263 el sultán mameluco egipcio, Baibars, les conquista a los Cruzados las formidables fortalezas del litoral. Y cuando en 1.291 el sultán El-Ashraf, conquista y arrasa Acre, la capital de los Cruzados, podemos decir que es también el fin del Reino Latino de Oriente.

El viejo Olivo, hizo una pausa; era evidente que le pesaban los años, y un deje de tristeza sacudía sus ramas. Pero le pesaba más la historia. Una historia dolorosa de guerras, modernas y antiguas. Los turistas y peregrinos disparaban sin cesar sus cámaras fotográficas. No deseaba que advirtieran mi presencia, que hubiera supuesto un sacrilegio más a la historia. Mientras los grupos de peregrinos proseguían su marcha, todavía pregunté:

-Mi viejo y querido Olivo, dime, por favor, ¿estabas ya aquí cuando Abraham subió al monte Moriah con su hijo Isaac, para el sacrificio? -Gracias por la pregunta, que me ha hecho refrescar la memoria. Sí, estaba; y mucho antes. ¿Recuerdas cuando Noé, tras el Diluvio universal, mandó desde el Arca una paloma para ver si las aguas habían bajado? -Sí, creo recordar que a la tercera vez, regresó llevando en el pico una ramita de Olivo. -Exacto. Pues ésa, cabalmente, fue la rama que prendió en este lugar y que dio origen a este frondoso, multisecular y, como ves, añoso Olivo con el que estás hablando. Y aunque me veas tan viejo, te diré que nunca, nunca, me terminaré. Soy, preciso es decirlo, y preciso que lo sepas, el

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Olivo de la Paz. Yo vi a Josué atravesar el Jordán, trece siglos antes de Cristo, y conquistar la tierra de Canaán. Y contemplé, al poco, la llegada de los filisteos. De mí tomaron el aceite para ungir a Saúl como primer rey de Israel. He contemplado la invasión y ocupación de Samaria por los Asirios. Y el exilio de las diez tribus del norte. Y la destrucción primera de Jerusalén y del Templo por Nabucodonosor. Por aquí pasó Alejandro Magno cuando conquistó Palestina. Asistí con horror a la profanación del Templo por Antíoco IV... Pero mi savia se rejuveneció cuando vi brillar, en aquella noche de paz, al comienzo mismo del Nuevo Testamento, la estrella que guiaba a los Reyes Magos hasta Belén. Por aquí pasaron, ellos eran también gente de paz y de bien. Y me eternicé, como símbolo de paz, y de gozo eterno me estremecí, cuando aquel día José, con la Virgen y el Niño, junto a mí pasaron. Mías eran las ramas con las que aclamaron al Mesías en aquel domingo triunfal. ¡Hosanna, hosanna...!, gritaba a coro el pueblo entero. Yo bailaba de emoción y alegría... Mas de pronto, todo cambió. Y, aquella noche del Jueves al Viernes Santo, al ver llorar al Maestro, arrodillado a mi lado, también yo lloré. Y sigo llorando...

Respeté, en profundo y emocionado silencio, el llanto del Olivo, lo llamaré por siempre de la Paz, porque es lo que infundía, paz, en el Huerto de Getsemaní. Me abracé fuertemente a él, le di un beso y, sin poder reprimir mis propias lágrimas, con infinito cariño le arranqué una hoja, la guardé junto a mi corazón, y proseguí mi peregrinación. En Tierra Santa. ¡Oh, bendita Tierra Santa!

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INDICE

Pág. 0- AMBIENTACION 3 1- ANGELES Y ARCANGELES 4 2- DIGNIDAD DEL SER HUMANO 8 3- DIOS CABE EN EL CORAZON 11 4- EL BUEN PASTOR 14 5- EL ESPIRITU SANTO TRABAJA SIEMPRE 16 6- EL PAN EN LA CASA DEL PAN 20 7- EL REY DE LA CASA 23 8- ENCENDER EL CANDIL 26 9- FELICIDAD ANTES Y EN EL TABOR 29 10- FUENTE ABUNDANTE DE VIDA 32 11- JESUS EL ROSTRO HUMANO DEL PADRE 35 12- LA FAMILIA ESPACIO NATURAL DE LA VIDA 38 13- LA JUSTICIA ES ESTAR DE ACUERDO 41 14- LA LIBERTAD ENJAULADA 44 15- LAS MADRES CONSTRUYEN LA HISTORIA 47 16- LOS NIÑOS TAMBIÉN SON PALABRA DE DIOS 50 17- MORIR SIEMPRE SE MUERE A DESTIEMPO 53 18- NOMBRE, GENIO Y FIGURA 56 19- OIR MISA DESDE EL SEGUNDO DERECHA 59 20- PAPÁ, MAMÁ 62 21- PARA PROFETAS LOS POBRES 65 22- POR LA SEÑAL DE LA SANTA CRUZ 68 23- REFRESCO DE AGUA CON VINAGRE 71 24- REYES SIN REINO 74 25- RICA ES LA MIEL, PERO… 77 26- SAL Y AZÚCAR 80 27- SE FUERON SIN AVISAR 83 28- TRES DIAMANTES 86 29- TÚ ERES EL HIJO DE DIOS 89 30- VIENTO VIVIFICANTE 92 31- Y EL OLIVO LLORÓ 95

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OTROS LIBROS DEL AUTOR (Orden alfabético) *ABUELO, PÍNTAME UN SUEÑO (Ediciones F.A.) *AL HABLA CON JESÚS (Mediación e Imagen) *BEBER EN LA FUENTE (Credo Ediciones, Alemania) *CRISTO TE LLAMA (Credo Ediciones, Alemania) *CRISTOS DEL ANDAR MISIONERO (Editorial PS) *CUENTOS INTEMPORALES (Editorial PS) *DE HOLANDA AL SURINAM, beato Pedro Donders (Editorial PS) *EL PERPETUO SOCORRO ICONO DE COPIOSA REDENCIÓN (Editorial PS) *ESPIGAS DE ORACIÓN EN LA GAVILLA DE LOS SALMOS (Editorial PS) *INCURSIÓN APÓCRIFA POR LA HISTORIA SAGRADA (Credo Ediciones, Alemania) *JESÚS, ¿DÓNDE VIVES? (Mediación e Imagen) *JESÚS Y MIS RECUERDOS PRIMEROS *LA MUERTE UN TRIBUTO A LA VIDA (Editorial PS) *MARÍA EVANGELIO EN EL EVANGELIO (Mediación e Imagen) *MARÍA VISTA DESDE EL EVANGELIO (Credo Ediciones, Alemania) *POR ESOS MUNDOS DE DIOS, anécdotas misioneras (Mediación e Imagen) *REFLEXIONES DE UN CRISTIANO JUNTO A LA FUENTE (Mediación e Imagen) *RELATOS BÍBLICOS ESCRITOS SOBRE EL PERGAMINO apócrifo de la Tierra Santa (Mediación e Imagen) *REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS (Mediación e Imagen) *SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO (Mediación e Imagen) *SAN CLEMENTE Mª HOBFAUER, el panadero de Dios (Mediación e Imagen) *SAN GERARDO MAYELA, el amigo de los niños (Editorial PS) *SOY JESÚS, ¿PUEDES ABRIRME? (Mediación e Imagen) *YO, ALFONSO DE LIGORIO (Editorial Mayela, México)