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51 51 51 51 51 SEMANA DE JUAN VILLORO Revista Casa de las Américas No. 274 enero-marzo/2014 pp. 51-52 T al vez estaba predestinado a protagonizar una Semana como esta. No solo porque pertenece a la estirpe de las notables figuras que lo antecedieron, sino también porque con algunas de ellas ha establecido fructíferos diálogos literarios. Sus intercambios con Ricardo Piglia, por ejemplo, siguen la es- tela de lo mejor del género, desde las conversaciones con Ecker- mann. Por otra parte, los lectores de El arte de la fuga, de Sergio Pitol, recordarán aquella divertida anécdota en la que este recorda- ba cómo –recién llegado a México tras varios años de ausencia– lo invitaron a realizar una lectura compartida con Villoro, siguiendo un formato en que alternaban un autor joven y uno de mayor edad. Pero llegado el día, y para sorpresa de aquel, no le correspondería a Pitol compartir espacio con el veterano Luis Villoro, sino con su hijo Juan, a quien, desde entonces, lo une un afecto particularmente profundo. Pocos días antes del inicio de esta Semana, el ámbito literario de lengua española se congratulaba con la noticia de la concesión del Premio Cervantes a Elena Poniatowska (de quien la Casa de las Américas, por cierto, ha publicado Hasta no verte, Jesús mío, Tinísima y Querido Diego, te abraza Quiela). No ha escapado a nadie que tal galardón es un merecido reconocimiento no solo a una escritora excepcional, sino también a una forma de entender y ejercer JORGE FORNET Los múltiples rostros de Juan Villoro

JORGE FORNET Los múltiples rostros de Juan Villorocasadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/274/semana.pdf · 52 la literatura a la que en modo alguno es ajena la propia obra

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Tal vez estaba predestinado a protagonizar una Semana comoesta. No solo porque pertenece a la estirpe de las notablesfiguras que lo antecedieron, sino también porque con algunas

de ellas ha establecido fructíferos diálogos literarios.Sus intercambios con Ricardo Piglia, por ejemplo, siguen la es-

tela de lo mejor del género, desde las conversaciones con Ecker-mann. Por otra parte, los lectores de El arte de la fuga, de SergioPitol, recordarán aquella divertida anécdota en la que este recorda-ba cómo –recién llegado a México tras varios años de ausencia– loinvitaron a realizar una lectura compartida con Villoro, siguiendo unformato en que alternaban un autor joven y uno de mayor edad.Pero llegado el día, y para sorpresa de aquel, no le corresponderíaa Pitol compartir espacio con el veterano Luis Villoro, sino con suhijo Juan, a quien, desde entonces, lo une un afecto particularmenteprofundo.

Pocos días antes del inicio de esta Semana, el ámbito literario delengua española se congratulaba con la noticia de la concesión delPremio Cervantes a Elena Poniatowska (de quien la Casa de lasAméricas, por cierto, ha publicado Hasta no verte, Jesús mío,Tinísima y Querido Diego, te abraza Quiela). No ha escapado anadie que tal galardón es un merecido reconocimiento no solo a unaescritora excepcional, sino también a una forma de entender y ejercer

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Los múltiples rostrosde Juan Villoro

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la literatura a la que en modo alguno es ajena lapropia obra de Juan Villoro. Él mismo ha hechonotar la capacidad de su compatriota para registrarcon minucia las voces de los otros, para dar cabidaen sus textos a los chismosos, los indignados, losdesesperados y los denunciantes. De alguna mane-ra, ese premio está dirigido también a un autor comoVilloro, un gran narrador que es al mismo tiempoun reivindicador del periodismo, un privilegiado ejer-citador de la crónica (ese género de larga tradiciónal que ha bautizado, parafraseando a Alfonso Re-yes, como «el ornitorrinco de la prosa»), y que aligual que Poniatowska, como los sioux, ejerce suoficio con el oído pegado a la tierra.

Desde que se diera a conocer con su primer vo-lumen de cuentos, La noche navegable, hasta queterminara de asombrarnos con una treintena de li-bros de cuentos, novelas, obras de teatro y narra-ciones para niños, además de algunos guiones paracine y ciertas letras de canciones, este amante delfútbol y del rock –que lo mismo se mueve con sol-tura en el ámbito de la cultura popular que obtieneprestigiosos premios literarios– ha trazado una delas poéticas más personales y atrayentes de la lite-ratura que se escribe hoy en nuestra lengua.

Esta Semana de Autor fue ocasión, además depara escuchar a Villoro y el diálogo que estableciócon los estudiosos y traductores de su obra –la ma-yor parte de cuyas intervenciones recogemos en estaentrega–, para disfrutar la puesta en escena de suobra Conferencia sobre la lluvia, dirigida por San-dra Félix e interpretada por Diego Jáuregui, de laCompañía Nacional de Teatro, de México. Al mis-mo tiempo, el Fondo Editorial de la Casa de lasAméricas presentó la colección de cuentos y cróni-cas Espejo retrovisor, preparada por el propioVilloro, la cual recoge parte de su trabajo de tresdécadas, una excelente retrospectiva que nos lomuestra en toda su extensión y profundidad.

Si bien las jornadas –que contaron con el apoyode la embajada de México en La Habana– se ini-ciaron con la conferencia titulada «La desapariciónde la realidad», la cual fue publicada oportuna-mente por nuestro portal informativo La Ventana,el propio Villoro nos hizo llegar para esta entrega elensayo con que iniciamos el dosier.

A punto de cerrar el presente número, la Casade las Américas decidió otorgar a Arrecife, la másreciente novela de Villoro, el Premio de narrativaJosé María Arguedas. c

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El álgebra y la luna

A los cuatro años comenzó para mí una travesía que se aseme-ja al recorrido por los bosques hechizados de los cuentos dehadas. Entré al Colegio Alemán de la ciudad de México y,

luego de un examen de aptitudes del que no tengo memoria, fuiasignado al Grupo A de Primero de Kinder, donde los alumnoseran mayoritariamente alemanes o hijos de alemanes.

A los seis años, cuando alguien me preguntaba si ya sabía leer, mirespuesta era: «Solo en alemán». El conocimiento me llegó en unalengua extranjera. Si Elias Canetti y Georg Christoph Lichtenbergdescubrieron que vivir en Inglaterra les permitía gozar más del ale-mán, yo descubrí en el Colegio que nada me interesaba tanto como elespañol, idioma que solo hablaba en los recreos o en la clase deLengua Nacional y que representaba para mí una reserva de libertad.

En un apunte de 1881, Nietzsche resume las bondades filosófi-cas de estar inmerso en una cultura ajena: «Quiero vivir durante unperíodo largo entre musulmanes y, por cierto, ahí donde ahora su fees más rigurosa. Así, sin duda, se agudizarían mi juicio y mis ojospara todo lo europeo». Lo exótico es la mejor escuela para enten-der lo propio.

Al inicio de Memorias de un antisemita, novela que traduje parala editorial Anagrama, Gregor von Rezzori escribe: «Skuchno es unapalabra rusa difícil de traducir. Significa algo más que un intensoaburrimiento: un vacío espiritual, un anhelo que atrae como una

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marea imprecisa y vehemente». El libro comienza conun problema de traducción: recordar es traducir, co-nocer de nueva cuenta. No siempre estamos segu-ros de la veracidad de una época pretérita y nos des-concierta la forma en que nos conducíamos entonces.«El pasado es un país extranjero», escribe Hartleyen su novela The Go-between. Nada más lógico quelo evoquemos con palabras de otro idioma. Rezzorielige el ruso para titular su búsqueda del pasado delmismo modo en que Nerval titula su poema sobre lamelancolía con un sustantivo español, «El desdicha-do». El recuerdo entristecido provoca una extranje-ría del alma; somos y no somos los mismos que ac-tuamos en otro tiempo. Rezzori agrega al respecto:«Lo que aquí relato parece tan lejano, no solo en elespacio sino en el tiempo, que a veces creo haberlosoñado».

Mi evocación del Colegio Alemán ya tiene la mis-ma condición onírica. Resulta difícil remontarse a laépoca en que los padres confiaban a ciegas en lasescuelas donde crecerían sus hijos y pensaban que elúnico antecedente para llegar ahí consistía en seradmitido. Un amigo de la familia nos franqueó elacceso a la selecta Deutsche Schule. Así me con-vertí en el primero de mi familia en aprender la len-gua de Goethe o al menos de los crueles cuentosdel Struwelpeter. El hecho de pertenecer al GrupoA reforzó mi extrañeza. Mis compañeros de clasese apellidaban Roth, Schurenkämper, Friedmann,Stransky o Weber. Curiosamente, entre los pocosniños de nombres hispanos había dos Juanes. Paradistinguirlos, la titular del grupo, Fräulein Hahne,resolvió que me dijeran «Juanito».

Esto favoreció mi identificación con la primera can-ción alemana que recuerdo, «Hänschen klein» («Elpequeño Juanito»). He olvidado muchas cosas deese tiempo, pero no el estupor esencial de ese niñoque se adentra en el mundo en soledad: «Hänschen

klein ging alein in die ganze Welt hinein». El bos-que del conocimiento semejaba un sitio oscuro, car-gado de peligros. La canción narra la errancia deJuanito durante siete años. Su madre llora de manerainconsolable mientras él vaga por el mundo. Cuandofinalmente regresa a casa, su hermana no lo recono-ce. Su madre lo abraza como si recibiera a un extra-ño. La historia parecía una metáfora de nuestra edu-cación. Durante nueve años recorreríamos un sitiodesconocido hasta dejar de ser niños.

La melodía refuerza el tono apesadumbrado delaprendizaje. Si tuviera que elegir, al modo de Rezzo-ri, una idiosincrática palabra extranjera para esemomento acudiría a Weltschmerz, el intraducibledolor de mundo.

El extrañamiento de aprender en alemán se in-tensificaba por lo lejos que Europa estaba enton-ces de nosotros. La primera vez que volé en avión(creo que a Acapulco), mi madre me puso corbatapara honrar el venerable acontecimiento. En 1960,cuando entré al Colegio, las noticias que el cine traíade Alemania casi siempre eran negativas. Abunda-ban las películas de la Segunda Guerra Mundial yyo las contemplaba con perplejidad: ¿por qué es-tudiaba el idioma de los villanos? Mi padre habíacrecido en Bélgica y dominaba el francés, lenguade la Resistencia, y el idioma de moda era el inglés.Mientras los Beatles grababan She loves you, yoaprendía Hänschen klein.

La falta de un entorno propicio para compren-der las ventajas del alemán me hicieron estudiar encontra del idioma. Aprendí como lo hace un con-denado. Sobreviví sin reprobar pero sintiéndomeal margen de ese ambiente; era un intruso que pro-venía de una parte más limitada de la realidad don-de nadie sabía qué eran las declinaciones.

Al cabo de nueve años salí del Colegio Alemáncomo quien supera una ardua expedición. De pronto

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estaba en mi propio país. Pero en ocasiones, elbosque oscuro volvía a rodearme. Bajo las tupidasfrondas de la noche, soñaba en alemán. Desperta-ba empapado en un sudor frío, como si estuvierapreso en otra identidad. Joseph Conrad tenía unapesadilla recurrente: soñaba que olvidaba el inglésy solo podía hablar polaco. Su deseo de adapta-ción a Inglaterra hacía que la lengua del origen setransformara en una amenaza que debía rechazar.Mi desafío era el opuesto: alejar la lengua impuestaen la que aprendí a leer.

Esta reacción neurótica se debía a la poca utili-dad que concedía a un idioma sumamente difícil queademás me hacía sentir en entredicho. En alemányo era tonto. Es posible que mis facultades no me-joraran gran cosa en español, pero no había dudade que en la lengua escolar estaba por debajo demis condiscípulos.

La disciplina imperante, no muy distinta de la delas demás escuelas europeas de la época, exigía lasubordinación del alumno ante el maestro. Un ami-go del Liceo Francés me dijo que los calificaban enun sistema de 20 sobre 20, pero que resultaba im-posible obtener las máximas notas. El 20 era paraDios, el 19 para Víctor Hugo y el 18 para la maes-tra. Los alumnos comenzaban a existir a partir del17. Esto garantizaba tres niveles de disminuciónrespecto a la autoridad.

Durante siglos, la pedagogía y la literatura infantiltrataron al niño como bobo. La gran rebeldía deRousseau en el Emilio fue la de entender la infanciano como una preparación para una etapa posterior,sino como un fin en sí misma.

En Psicoanálisis de los cuentos de hadas, BrunoBettelheim ofreció una reflexión pionera para enten-der el papel liberador del Märchen (relato fantástico)en la imaginación infantil. Sin embargo, su análisis noestá exento de una visión reductora de la infancia. Fiel

a su circunstancia histórica, considera que el niño sepercibe a sí mismo como alguien intrínsecamente boboo simple: «La inadaptación del niño le hace sospecharque es tonto, aunque no sea culpa suya». En conse-cuencia, celebra que haya cuentos como «Las tres plu-mas», de los hermanos Grimm, que permiten que losniños se identifiquen con el personaje que es «el másjoven y el más inepto».

Bettelheim añade:

Al oír por primera vez un cuento cuyo héroe es«bobo» un niño –que en su fuero interno tambiénse cree tonto– no desea identificarse con él. Se-ría algo demasiado amenazante y contrario a suamor propio. Solo cuando el niño se sienta com-pletamente seguro de la superioridad del héroe,después de haber oído la historia varias veces,podrá identificarse con él desde el principio.

En otras palabras, el niño se siente tonto; al ver aun personaje que se le parece, tiene miedo de iden-tificarse con él; poco a poco advierte que dichopersonaje supera pruebas; entonces lo acepta comomodelo, aunque no deja de ser alguien limitado.

La interpretación es sugerente pero elude unapregunta cardinal: ¿por qué el niño se siente tonto?No se trata de una condición inherente a su concien-cia, como mostró Rousseau y como han mostradonumerosos sicólogos posteriores. La educación hasido discriminatoria y punitiva con la mente infantil.Durante siglos el niño fue educado para sentirse in-ferior y acatar a los mayores. En este sentido, llamala atención que a Bettelheim le parezca normal quela identificación con «El patito feo» se deba a que elniño «se desprecia por su torpeza».

No es este el sitio para detallar los castigos delColegio ni para exagerarlos con vanidoso maso-quismo. Lo importante, para efectos de mi itinerario

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personal, es que la fascinación por la lengua alema-na surgió a pesar de una pedagogía que no fue unestímulo útil ni placentero, sino una imposición queme superaba en forma insalvable y, en tal medida,representaba un instrumento de dominio.

Acepté, como un personaje de los hermanosGrimm, mi condición de tonto y sobreviví a los ri-gores asumiendo que eran necesarios.

En la adolescencia procuré no solo evitar el ale-mán, sino olvidarlo. Pero nadie es amo de sus sue-ños. El idioma de mi primer aprendizaje regresabaen las trémulas visiones del inconciente.

A los quince años, en las vacaciones previas a lapreparatoria, descubrí que la vida tenía sentido por-que existía la literatura. Franz Kafka, Heinrich Böll yBertolt Brecht se convirtieron en algunos de mis au-tores favoritos. Sin embargo, no pensé en leerlos ensu idioma original. Esto cambió cuando leí El tam-bor de hojalata, de Günter Grass, en la traducciónde Carlos Gerhard. El encuentro fue una transfigura-ción. La historia del niño que enfrenta la guerra ar-mado de un juguete y suspende su crecimiento enforma voluntaria me remitió a mi propia infancia. Lanostalgia por la ciudad libre de Danzig, el poderíovisual de la narración (¡cómo olvidar al hombre quemuere junto a un castillo de naipes!) y, sobre todo, elidioma, que en la traducción de Gerhard conservabala potencia vitricida de Oskar Mazerath, me des-pertó el deseo de volver al bosque de la lengua ale-mana. La antimaduración del protagonista de El tam-bor de hojalata me llevó a un deseo de maduración.

Instrumento de exactitud, la lengua alemanadispone de ricas variantes que no siempre tienen equi-valente en otro idioma. En español, la palabra «in-fantil» puede ser positiva o negativa. El alemándistingue lo que es bueno como un niño (kindlich)de lo que es malo como un niño (kindisch). Mi re-lación con la lengua pasó del repudio pueril a una

entusiasta recuperación del idioma en que trans-currió mi infancia escolar.

En Minima Moralia, Theodor W. Adorno afir-ma que Hänschen klein representa el desafío delaislamiento intelectual. El pavor que me producíaser un niño perdido se transformaría con el tiempoen el deseo de explorar por mi cuenta el bosque delos signos.

Décadas después, Hänschen klein volvería a míen el libro de memorias Pelando la cebolla. GünterGrass narra ahí el momento en que se extravía enun campo de batalla, cerca del frente soviético. Estásolo y angustiado. De pronto, escucha un ruido.¿Quién medra en las inmediaciones? ¿Un alemán oun ruso? Da un paso y también él hace ruido. Elotro advierte su presencia. ¿Cómo identificarse enbusca de simpatía? El desconocido silba la primeraestrofa de una canción: Hänschen klein. La melo-día que alude a la soledad absoluta se transformaen diálogo, señal de reconocimiento. Grass silba lasiguiente estrofa. Luego continúan a dúo. Los sol-dados alemanes se saben a salvo. ¿Es posible en-tender la emoción que este encuentro produce enalguien que aprendió la misma melodía en un paísremoto?

La anécdota reproduce el proceso del traduc-tor: el paso de lo ajeno a lo propio, del ruido ame-nazante a la melodía compartida.

Hänschen klein fue en su origen un ruido ad-verso para mí. Al reaprender voluntariamente elidioma, me identifiqué con esa búsqueda solitariaa tal grado que deseé llevarla a otro bosque, el demi lengua.

El impulso decisivo para acercarme a la traduc-ción provino de un veterano en el género. En 1978,la escritora Julieta Campos, presidente del PENClub mexicano, organizó un ciclo donde un escritorconsagrado se presentaba con un principiante. Tuve

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la suerte de alternar con Sergio Pitol, quien ha ver-tido al español cerca de cien libros.

En el Museo de la Traducción propuesto por Ri-cardo Piglia para destacar los traslados que enrique-cen nuestra lengua, no podrían faltar las versionesque Pitol ha hecho de Witold Gombrowicz, BorisPilniak, Antón Chéjov y Henry James.

Pitol me habló de la importancia de la traduccióncomo aprendizaje literario. Buscar equivalentes paracada palabra y cada giro permite entrar en el tallersecreto de otro autor, conocer y valorar sus deci-siones, precisar su estética. Pero sobre todo am-plía tu propio lenguaje, obligado a decir cosas im-previstas. La lengua de llegada se moderniza conlos desafíos de la lengua de partida. Los alemanesdisponen del «nuevo» Cervantes traducido por Su-sanne Lange del mismo modo en que nosotros dis-ponemos del «nuevo» Laurence Sterne traducidopor Javier Marías.

De 1981 a 1984 viví en Berlín Oriental, dondetrabajé como agregado cultural en la embajada deMéxico. Durante esos tres años, las calles y los ca-fés me pusieron en contacto con los matices y lossonidos que la lengua solo adquiere en el sitio dondese habla. Sin embargo, a medida que ese idioma cre-cía como un organismo vivo tenía presente el princi-pal consejo de Pitol: lo que decide la calidad de unatraducción es la fuerza de la lengua de llegada.

¿Qué tan confiable es un traductor que ademásaspira a escribir ficción? El novelista y traductor mexi-cano José María Pérez Gay preguntó a Elias Canettipor qué no ejercía la traducción. Buena parte de losintereses del autor de Masa y poder provenían delcontacto con otras culturas, y compartió treinta añosde matrimonio con Veza, notable traductora. La res-puesta de Canetti revela la inquietud de quien prefie-re escribir su propia obra: «el traductor es un autortímido». Canetti exploraba la voz de los otros (uno

de sus mejores libros lleva el título de Der Ohren-zeuge, El testigo de oídas) para fortalecer la suya.Sí, el traductor atempera su iniciativa para resaltar laajena. Al respecto, José Aníbal Campos escribe: «Soytraductor, soy una sombra empeñada en no dejarsever, una sombra que fracasa». Para el intérprete deotra lengua, mostrarse es traicionar.

Seguramente los escritores que ocasionalmentetraducen se distraen con mayor voluntad y frecuen-cia que los traductores profesionales; los poetas ynovelistas metidos a intérpretes buscan las solucio-nes personales que enriquecen el idioma, pero tam-bién llevan al pecado de infidelidad.

De cualquier forma, la posibilidad de falsear eltexto no solo proviene de la mala interpretación ola inventiva del traductor. Está en la naturaleza de lalengua ser incierta, ambivalente.

Nietzsche, de quien no podemos olvidar su for-mación como filólogo, escribe en La voluntadde poder: «Lo que se dice siempre es demasia-do o demasiado poco. Las exigencias de que unose desnude con cada una de las palabras que dicees un ejemplo de ingenuidad». El lenguaje comu-nica, pero también disimula.

La escritura busca corregir el mundo; no reflejade manera indiferente una realidad; construye otra.En Después de Babel, titánico recorrido por losmisterios de la traducción, George Steiner comentaque el texto literario se desmarca creativamente delo que nombra: «Este repliegue ante los hechos da-dos, este modo de negar y contradecir son inhe-rentes a la estructura combinatoria de la gramática,a la falta de precisión de las palabras, al carácterfluctuante del uso y de la corrección gramatical.Nacen mundos nuevos entre líneas».

En otras palabras: disponemos de un instrumentoaproximativo y movedizo para decir lo que pensa-mos. La lengua es dúctil y cambia tanto como sus

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usuarios. Por eso, en su célebre ensayo sobre latraducción, tan hermético que Steiner lo consideraun texto gnóstico, Walter Benjamin juzga que lasmalas traducciones «comunican demasiado».

La lengua de llegada debe trasmitir el significadodel mensaje original. En sentido riguroso, esto nosolo significa hacer comprensible un discurso, sinopreservar su misterio, su ambigüedad, su descon-cierto. La Ur-Sprache (la lengua primigenia) quetraslada el traductor debe conservar sus vacilacio-nes, sus rarezas, sus sobrentendidos, sus alusionesvagas. La estética de Samuel Beckett demuestraque la confusión, el silencio y el sinsentido son po-derosas formas de comunicación.

Una frase hecha revela los desafíos del traductorliterario: «Te doy mi palabra». Quien hace esa pro-mesa propone un pacto de lealtad. No solo ofrecersu palabra; la empeña; va a cumplir.

El lenguaje literario es un cuidado artificio. Soloes natural en la medida en que provoca esa ilusión.¿Qué clase de registro debe usar el traductor? ¿Hastadónde debe acercarse a la naturalidad de su región osu comunidad? La ensayista argentina Marietta Gar-gantagli encomia el estilo «neutro» que dominó lastraducciones latinoamericanas en la primera mitad delsiglo pasado. Los traductores no trataban de escri-bir versiones vernáculas que sonaran espontáneas enun sitio determinado; procuraban crear un habla co-mún, basada en el español medianamente culto com-partido por todos los países.

Desde el punto de vista de la riqueza del idioma,prescindir de localismos resulta «ligeramente con-servador», pero también permite una singular apues-ta creativa: explorar las posibilidades naturales delhabla. La versión «neutra» no busca reproducir laforma en que se habla en una calle de Montevideoo Lima, sino la forma en que podría hablarse sinque eso desentonara.

La traducción «neutra» reclama un esfuerzo quedebe pasar inadvertido: «Lo laborioso es que un dis-curso parezca de Denver sin decir una sola cosa pro-pia de Denver», dice Gargantagli. La espontaneidades uno de los mayores artificios del traductor. Paraconseguirla, debe estilizar su propia lengua.

Ante cualquier traducción, el lector sabe que en-frenta un texto intervenido, de lejana procedencia.Beatriz Sarlo ha hecho un comentario sugerente so-bre la manera de leer traducciones. Durante muchotiempo tuvo una relación conflictiva con Dostoievski.Lo leyó en español y en francés, las lenguas que másdomina, sin sobreponerse a la impresión de desali-ño y caos textual. Varios amigos le recomendaronlas traducciones alemanas, que juzgaban superiores.

La autora de El imperio de los sentimientosaceptó el desafío. Aunque el alemán le costaba mástrabajo, le reveló a un Dostoievski más sutil y estimu-lante, un autor que decía más cosas. Esto se debió, enprincipio, a los méritos de la traducción, pero tambiéna uno de los muchos misterios que depara el trato condiferentes lenguas: «Como el ruso me es inaccesible,el alemán para mí se convierte en una lengua literariay no en una lengua natural. Ese extrañamiento mepermite imaginar la lengua que me falta». Adiestra-da como descodificadora de textos, Sarlo agrega unaura en lo que no comprende del todo, una presenciaespectral entre el ruso, que desconoce, y el alemán,que no domina. Esa zona incierta es altamente litera-ria; permite cerrar vínculos, reconocer y aun imagi-nar segundas intenciones y valores entendidos.

¿Qué tanto se acerca el traductor al original? Elejemplo de Sarlo muestra que vale la pena dejarun leve hueco entre ambos textos, sugerir una grietade sentido, mostrar las resonancias que solo sur-gen en la frontera entre las lenguas. Julien Gracqextiende esta reflexión y llega a considerar que todolenguaje dispone de resonancias que solo advier-

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ten los extranjeros. A propósito de Edgar AllanPoe, a quien considera menospreciado en la tra-dición de habla inglesa, comenta:

¿Es preciso admitir que las vibraciones propiasde Poe se emiten en algo así como una frecuenciainfrarroja o ultravioleta de esa lengua –imper-ceptibles para los nativos y que solo perciben losojos asilvestrados, menos entrenados, pero másperspicaces–, de la misma forma en que el animalcapta sonidos que emiten instrumentos que he-mos fabricado y, no obstante, no oímos?

Para ser leal al espíritu del texto, el traductor debederrotar la tentación de ser literal y buscar, de serposible, el efecto infrarrojo. Lo decisivo no es tras-ladar una palabra tras otra sino su sentido, de acuer-do con la lógica del lenguaje de llegada, que es dis-tinta, entre otras cosas porque nunca antes habíadicho eso que se traduce.

La paradoja comunicativa del idioma observadapor Steiner (el «repliegue ante los hechos dados»),obliga a ser leal adaptándose a otra realidad. JoséAníbal Campos, traductor de Peter Stamm, Inge-borg Bachmann y Hermann Hesse, lo dice de estemodo: «Hay una especie de tragedia inherente atoda labor de traducción: el que la emprende sabeque, en aras de la fidelidad, habrá de ser infiel [...].La literatura es, digamos, “meta-sentido”, y en labusca de ese sentido que está más allá, es precisoolvidarse de los sentidos literales, adocenados».

El traductor trasvasa una visión del mundo que,para ser comprensible y natural en otro ámbito, exigemodificaciones de ritmo y de sintaxis, supresiones,imaginativas equivalencias. Más que un pacto entrerealidades se sella un pacto entre fantasmas. No escasual que la traducción se haya asociado con latransmigración de las almas.

En ocasiones, los equívocos crean literatura.Cuando Malcolm Lowry entró a una fonda mexi-cana, dos letreros lo convencieron de que estabaen un país mágico. El primero decía: «Huevos di-vorciados». El autor de Bajo el volcán juzgó estu-pendo estar en un sitio donde un platillo merecíaesa jurídica sentencia. En este caso, su interpreta-ción de una rareza idiomática era correcta. El se-gundo letrero lo fascinó por un error lingüístico.Lowry creyó que esa fonda también ofrecía «Polloespectral de la casa». La idea de comer un guisoindivisible le pareció aún más fascinante que la delos «huevos divorciados». La verdad es que la co-cina del lugar no daba para tanto; se limitaba a ofre-cer «pollo especial de la casa», pero el misreadingdel escritor fue digno de la atmósfera de su princi-pal novela.

Obviamente, el traductor no puede confundirsecon la misma creatividad. Si acaso puede elevar elestilo del autor traducido. Al hacerse cargo de JackLondon, Borges ofreció un despliegue estilístico muysuperior al del novelista de aventuras. Las rápidasfrases de London adquirieron el tono de una sagaépica:

Subiénkov miraba y se estremecía. No temía lamuerte. Demasiadas veces había arriesgado la vidaen esa fatigosa huella de Varsovia a Nulato, paraque el hecho de morir lo arredrara. Pero se re-belaba contra la tortura. Su alma se sentía ofen-dida. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al merosufrimiento que debería soportar, sino al doloro-so espectáculo que daría.

Los autores de textura lingüística débil mejoranal ser traducidos por un autor con mayor comandodel idioma: Jack London corregido por Borges oPatricia Highsmith por Peter Handke.

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En ocasiones, las libertades que se toma el tra-ductor literario redefinen una obra. Augusto Mon-terroso encomió la solución que José Bianco en-contró para The Turn of the Screw, de HenryJames. El traslado literal del título es «la vuelta deltornillo», expresión de ferretería que dice poco enespañol. En sentido figurado, la frase significa «lacoacción». Un traductor competente hubiera opta-do por esto. Bianco decidió crear una nueva frasecon sentido figurado: Otra vuelta de tuerca, am-pliando así el registro del idioma.

La expansión del significado en el idioma de llega-da se manifiesta con especial fuerza en la poesía. Elprimer verso de «El desdichado», de Nerval, es: «Jesuis le Ténebreux –le Veuf–, l’Inconsolé». OctavioPaz lo traduce de este modo: «Yo soy el tenebroso–el viudo– el sin consuelo». Aunque no conserva larima del soneto original, el poeta mexicano obliga aque el lenguaje dé un giro inusitado: traducel’Inconsolé como «el sin consuelo». Es evidente queesta original manera de decir «desconsolado» o «de-solado» solo podía surgir de la necesidad de reac-cionar con vitalidad ante un modelo previo.

En las grandes traducciones poéticas el texto origi-nal es un acicate para alcanzar novedosas soluciones.En su prólogo a Versiones y diversiones, Paz co-menta: «A partir de poemas en otras lenguas quisehacer poemas en la mía». No se refiere a poemaspropios (las libertades que se toma son muchas, perono tan grandes); su cometido es lograr que el españoldisponga de nuevos versos gracias a otras literaturas.

Tomás Segovia extiende esta tarea al ritmo de lalengua. En la introducción a su deslumbrante ver-sión de Hamlet se adentra en un tema decisivo enel traslado de obras: la ilusión de naturalidad quedeben provocar. Esto depende de la elección delas palabras, pero también del ritmo en que se di-cen. Cada tradición responde a una sonoridad dis-

tinta. Por ello, Segovia propone cambiar la métricaen la recepción de Shakespeare, sustituyendo elpentámetro isabelino por la «silva modernista», máspróxima a la respiración habitual del español. Valela pena seguir al poeta Segovia en su viaje en posde equivalencias rítmicas:

Mi primera reflexión tenía que ser la cuestión delnivel y el tono. Intentar escribir de veras en espa-ñol del siglo XVII es a la vez imposible y absurdo.Pero tampoco quería hacer yo una «trasposición»de Hamlet al mundo moderno –ni literalmente alespañol moderno. Hay cosas que una traducciónno puede dar sino solo sugerir. Yo quería sugerir ami lector que esa tragedia no sucede en sus días nien su barrio citadino, pero a la vez no quería ha-cer una reconstrucción de cartón-piedra de la len-gua y el mundo en que sucede.

Este modelo, difícil de alcanzar, representa unameta ideal en la traducción.

Acaso lo más fascinante del ejercicio de comer-ciar con lenguas sea que además de equivalenciasreales se obtienen reflejos, ecos, espectros del ori-ginal. La meta decisiva no se alcanza nunca.

Borges captó a la perfección este intangible ob-jetivo en su poema «Al idioma alemán»:

Mi destino es la lengua castellana,El bronce de Francisco de Quevedo,Pero en la lenta noche caminadaMe exaltan otras músicas más íntimas.[...]Tú, lengua alemana, eres tu obraCapital: el amor entrelazadoDe las voces compuestas, las vocalesAbiertas, los sonidos que permitenEl estudioso hexámetro del griego

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Y tu rumor de selvas y de noches.Te tuve alguna vez. Hoy, en la lindeDe los años cansados, te divisoLejana como el álgebra y la luna.

En el campo de eros

No es posible traducir sin amar otra lengua. Esto serefiere al deseo platónico de atrapar por entero suinalcanzable riqueza, pero también a la sensualidadmisma de las palabras, al fraseo, el ritmo, los girosque transforman al lenguaje en una materia viva, de-terminada por la época, la geografía, las infinitas yapasionadas huellas que le han dejado sus usuarios.

En los exámenes de idiomas, el más alto gradode dominio suele ser descrito como «posesión to-tal», expresión claramente sexualizada. De modosemejante, alguien dice que al fin ha logrado «pe-netrar» en el sentido de un idioma.

En Los libros que no he escrito, George Steinercomparte proyectos inconclusos que le hubiera gus-tado llevar a cabo y tuvo que interrumpir por di-versas razones. Uno de ellos hubiera llevado portítulo Las lenguas de eros. Ahí pretendía repasarsus encuentros con las mujeres que ha amado encuatro idiomas distintos. Si la relación con el len-guaje es en sí misma erótica, la relación con alguienque habla otro lenguaje hace que la traducción seadoblemente sensual.

Como su planteamiento era autobiográfico, Stei-ner no hubiera podido desarrollarlo sin incurrir enindiscreciones. Se contuvo, pero adelantó signifi-cativas anécdotas y reflexiones sobre las diferen-cias entre amar en un idioma o en otro.

El lenguaje no solo refleja las emociones; las guía.Es instrumento pero también personaje. Sentimosde manera distinta en otra lengua. Somos los mis-mos pero dejamos que la pasión nos traduzca.

La representación del sexo cambia de una cultu-ra a otra; admite apodos, escatologías, claves, al-bures y dobles sentidos que pertenecen a una co-munidad definida. El entorno contribuye al amor conla moral de la época y, sobre todo, con la posibili-dad de transgredirla. Pero también con las cancio-nes, las películas, los refranes y los slogans publici-tarios que acompañan la relación, determinándoladesde las palabras. Los amantes llevan a la camalas referencias de su tiempo. Con el orgasmo, re-gresan al origen del idioma, pronuncian, como diríael poeta Ramón López Velarde, el «monosílabo in-mortal» –que en una lengua privilegia las vocales yen otra las consonantes–, se comunican con soni-dos preverbales que significan sin articular palabras.

Para Steiner, la multiplicación de las lenguasocurrida «después de Babel» no es una tragedia sinoun estímulo semántico. Transitar de un idioma a otroaumenta las posibilidades del conocimiento y de lapasión.

En Las lenguas de eros no se ocupa de la tra-ducción literaria, sino del territorio íntimo de losamantes. ¿Qué sucede cuando dos personas de dis-tinto idioma se unen carnalmente? El coito puedeser un enredo o un acuerdo idiomático. En su últi-mo párrafo, concluye: «Es posible que el orgasmocompartido no sea otra cosa que un acto de tra-ducción simultánea».

Numerosos traductores han asociado su oficiocon el intercambio sexual. Al respecto, José AníbalCampos observa: «Para mí traducir es cópula: estransferencia de flujos, es penetración y entrega [...]en ese acto de pro-creación hay también mucho derenuncia por ambas partes». El traductor se aban-dona en el otro para serle fiel.

Cada idioma construye una relación propia conel erotismo. Aunque resulta imposible resumir lasprácticas que se llevan a cabo en las alcobas de

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una cultura, ciertos detalles lingüísticos aparecenen un sitio y no en otro. Así como los esquimalesdisponen de cientos de vocablos para referirse a lanieve, los franceses cuentan con una refinada enci-clopedia sobre la cambiante geometría del amor.

La lengua alemana depara eróticos asombros.Como en muchas frases el verbo debe ir al final, setrata del idioma perfecto para posponer el cumpli-miento del deseo. La espera se convierte en un prin-cipio del placer. No es casual que en el idioma don-de el verbo tarda en llegar Lichtenberg haya escritoque la felicidad comienza con su anticipación.

La literatura francesa cuenta con códigos tan pre-cisos para la seducción que el veneciano GiacomoCasanova decidió escribir sus memorias en esa len-gua. Las proezas amatorias suenan más convincen-tes si se exageran en francés. En La montaña má-gica, Hans Castorp declara su amor en francés, nosolo porque se siente menos comprometido al usaruna lengua que no es la suya, sino porque la diná-mica de ese idioma lo lleva a una elocuencia que sebeneficia de los miles de amantes que se anticipa-ron a esas palabras. El francés es la lengua de lostrovadores cátaros que en el siglo XII perfeccio-naron la retórica del amor no correspondido, delos budoirs sobrepoblados por los libertinos del si-glo XVIII, de la fantasmagoría proustiana de los ce-los en el siglo XX. En comparación con la literaturafrancesa, la alemana y la española tienen un tratomenos franco con la sabiduría carnal, y la sublimanen forma diferente. El alemán pasa a los cielos fáus-ticos de la abstracción y el español cede a la mira-da oblicua de la picardía.

Steiner observa que la cultura alemana asocia eldesfogue amoroso con ciertos juegos infantiles, noajenos a la escatología. Esto es tan común en elcabaret como en la literatura. «Las funciones natu-rales desempeñan un papel constante en el erotis-

mo alemán», comenta Steiner: «La excitación y elgozo que provocan tienen algo regresivo, infantil;así conservan un toque de inocencia».

En numerosos pasajes literarios (a continuación ve-remos uno) el vello púbico se asocia con el musgo,textura esencial del bosque que, a su vez, es el espacioprimigenio del Märchen. Los animales también estánpresentes en la fábula erótica alemana. El pene puedeser descrito como Schwanz, cola, y la cópula comouna actividad de pájaros: vögeln. Por otra parte, elglande se asocia con la bellota (Eichel), nueva re-ferencia al bosque de los cuentos.

El alemán es más gráfico que otras lenguas. «Tra-sero» nunca tendrá la contundencia de Arsch, ni «culo»podrá competir con Arschloch. No se trata solo deuna supremacía de exactitud en el significado, sinoeufónica. Las consonantes permiten que la lenguaalemana percuta como los latidos del corazón.

La gramática alemana permite unir dos o máspalabras en una sola, creando un Kompositum, va-riante gramatical de la cópula.

Por el sonido rico en consonantes y la gráficaexactitud de las palabras, una taberna, un establo oun prostíbulo adquieren especial concreción al serdescritos en alemán. Sin embargo, también esta-mos ante el idioma que más y mejor ha definido losconceptos filosóficos. En la patria del Dasein, elerotismo es una teoría del conocimiento. MagdZerline, de Hermann Broch, La muerte en Vene-cia, de Thomas Mann, Mine-Haha, de Franz We-deking, y Tres mujeres, de Robert Musil, son tra-tados sobre el deseo de una hondura reflexivainencontrable en otras lenguas.

Un alto desafío de la literatura erótica consisteen abordar el sexo sin restarle misterio, sin que de-saparezca la incertidumbre que provoca. El hechoconsumado, el trámite anatómico, carece de enig-ma y, por lo tanto, de relevancia literaria.

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La gran literatura amorosa convierte las relacio-nes en un problema que no tiene interpretación uní-voca y donde la reflexión se renueva tanto como elplacer. En este sentido el traductor tiene una condi-ción de amante insatisfecho; se acerca a su objetodel deseo, sabiendo que nunca lo alcanzará del todo.

Cuando traduje Memorias de un antisemita,de Gregor von Rezzori, encontré un pasaje que re-flejaba la condición inagotable del acercamientosexual. De manera simbólica, también capturaba lasfatigas del traductor, que se acerca a un cuerpo quese le repliega.

En esta novela de formación, Rezzori hace queel protagonista llegue a la escena en la que al finpuede estar con una mujer. Ella es una gitana en laque no confía pero que le atrae profundamente.Entran a un hotel de paso y alquilan un cuarto. Élactúa con nerviosismo; ella es dueña de la situación.Entonces se produce un momento de elevadatensión erótica: la posibilidad del fracaso se mezclacon el hechizo de la belleza. ¿Es un encuentro o unmalentendido? Misteriosamente, se trata de ambascosas:

Le bajé la blusa y no bajó la mirada; me miró a losojos, sonriendo como si supiera que no iba a po-der con ella. Por un momento me quedé atónitoante sus senos desnudos, sobrecogido por una rea-lidad más extraordinaria que todas mis ensoña-ciones. Aquellos senos firmes y moldeables, deuna sedosa suavidad, tibios, que olían a almen-dra, con respingados pezones color de rosa, re-accionaron al contacto con mi mano. Los sentícontraerse, ponerse rígidos. Eran testigos del ma-ravilloso temblor que recorría su cuerpo hasta laoscuridad del sexo, la negra oquedad, la grutahúmeda, cerrada con avaricia entre los muslos queahora se entreabrían..., eso era lo que había visto

con mayor claridad y deleite en mis fantasías eró-ticas. La anticipación del goce me cerraba la gar-ganta y colmaba mi estómago con una dulce ter-nura: el símbolo de la mujer, la más pura imagende la feminidad, esa figura siempre extraña, son-riente, esquiva, inasible, que temía y odiaba y es-taba condenado a amar hasta mi perdición.

El protagonista ve el torso desnudo de la mujerdeseada. El resto del cuerpo permanece oculto. Lamujer se ha entregado a medias. En ese momentollaman a la puerta. Es el encargado de la recepción.Dice que ha recibido una moneda falsa y pide otra.Molesto, el enamorado da el dinero y sigue con sutarea. Segundos después vuelve a ser interrumpi-do, por la misma razón. La escena se repite hastaque la gitana le revela que, cada vez que le pidenotra moneda, se la cambian por una falsa. El jovenamante ha caído en una red de estafadores. Indig-nado, se enfrenta a golpes con el recepcionista ytodo termina de la peor manera.

Traducir es el arte de cambiar monedas en nom-bre del amor. El intérprete debe buscar divisas quecirculen con validez en otro ámbito. No puede falsi-ficar palabras; debe acuñarlas. La escena de Rezzoriofrece una metáfora perfecta de los límites del ero-tismo y del impreciso romance del traductor, quepaga su pasión con moneda extraña.

En El tambor de hojalata, la novela que me lle-vó a recuperar la relegada lengua alemana, GünterGrass mezcla el erotismo con la confusión de identi-dades. Oskar Mazerath no es hijo de su padre, sinode Jan, amante polaco de su madre. El sexo no llevóa una paternidad comprobable sino fantasmagórica.También esto se asocia con la traducción.

Un episodio de la novela condensa en forma in-sólita numerosos aspectos de la tradición eróticaalemana. El protagonista tiene algo infantil: Oskar

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es un enano voluntario; se resiste a crecer para noingresar al nefasto mundo de los mayores. Su pa-satiempo favorito es tocar un tambor de hojalata; lapercusión típica de la lengua alemana se potenciacon su redoble. Como veremos, en este pasaje elcuerpo de una mujer se asocia con un bosque don-de se pueden buscar frambuesas y su vello púbicocon el musgo.

La gran novela de Grass se ha traducido en dosocasiones al español. La primera de ellas en 1963,por Carlos Gerhard, catalán de origen suizo y alsa-ciano que se exilió en México. La segunda es obrade Miguel Sáenz, titánico traductor que se ha he-cho cargo de la obra entera de Thomas Bernhardy de la de Günter Grass. En 2009 publicó su ver-sión de El tambor... Ahí reconoce que la tra-ducción de Gerhard le parece admirable, peroagrega que no podría haber acompañado a Grassen su dilatada trayectoria sin abordar su novela de-cisiva. Se trata, pues, de un acto de pasión.

Recuperemos el episodio en cuestión. A los die-ciséis años, Oskar se enamora de María, una chicade su edad. Hace que ella pruebe polvos eferves-centes que la excitan. Vierte su saliva en la palmade María y ella experimenta un goce raro; no seentusiasma con el procedimiento, pero permite quesuceda, con un placer despersonalizado.

Después de lamer el polvo en la palma de Ma-ría, Oskar lo unta en su ombligo y descubre un alfa-beto que hasta entonces no había conjugado. Grassdemuestra que el erotismo es más eficaz cuando nose refiere a la anatomía, sino a las emociones quesuscita. En la versión de Gerhard:

Su ombligo le quedaba más remoto que el Áfri-ca o la Tierra del Fuego. A mí, en cambio, elombligo de María me quedaba cerca, y así, pues,sumí en él mi lengua en busca de frambuesas, de

las que siempre iba encontrando más, de modoque en mi búsqueda me extravié, llegando a lasregiones en las que ningún guardia forestal solici-taba la exhibición de un permiso de buscar, y mesentía obligado a no desperdiciar frambuesa al-guna [...] y cuando ya no encontré más, enton-ces y como por casualidad hallé en otros lugarescantarelas. Y comoquiera que estas crecían másescondidas bajo el musgo, mi lengua no alcanza-ba ya, y dejé que me creciera un undécimo dedo,porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y asífue cómo Oskar vino a hallar su tercer palillo,para el que ya su edad lo autorizaba. Y ya no disobre la lámina, sino en el musgo.

El descubrimiento de la erección y del primer en-cuentro sexual es modificado por Sáenz en un de-talle mínimo pero digno de comentario. En su ver-sión escribe: «mi lengua no alcanzaba, y me dejécrecer un undécimo dedo». En este caso, Oskartiene mayor dominio de su voluntad: se deja crecerun dedo en vez de permitir que le crezca, como enla versión de Gerhard.

El español de España es más enfático y autorita-rio que el de América Latina. Quien habla en modopeninsular protagoniza más los sucesos. Hay ciertoresabio imperial en la forma en que las frases seimponen en el español de Castilla. Si el mexicanodice «pedí un vodka», el español dice «me pedí unvodka».

Gerhard hace que Oskar sea un sorprendido tes-tigo de sí mismo. Sáenz ofrece una versión igual-mente correcta en la que hay mayor participación,no del protagonista, sino de la lengua española.

En ese encuentro con María, Oskar creer haberconcebido un hijo. Sin embargo, la paternidad le seráadjudicada al señor Mazerath, su presunto padre,que una vez más inseminará en forma espectral.

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La siguiente escena resume las fantasías de todotraductor. El pequeño Oskar sorprende a María enun sofá, siendo penetrada por Mazerath. Desespe-rado, toca su tambor. Ella le pide al hombre que laarremete que tenga precaución y no eyacule dentrode ella. Al mismo tiempo le pide que no se salga. Larazón y la excitación oscilan al compás de la cópulay del tambor. Mazerath promete salirse pero sigueadelante.

En su cruda y deformada carnalidad, la escenaparece un dibujo expresionista de Georg Grosz:

El vestido y las enaguas de María se le habíanarremangado por encima del sostén hasta las axi-las. Las bragas se le bamboleaban en el pie iz-quierdo que, juntamente con la pierna y feamen-te contorsionado, colgaba del diván. La piernaizquierda, replegada y como ajena, reposabasobre los cojines del respaldo. Entre las piernas,Mazerath. Con la mano derecha le agarraba estela cabeza, en tanto que con la otra ensanchaba laapertura de ella y trataba de ponerse sobrela pista [...]. Él había clavado los dientes en uncojín con la funda de terciopelo, y solo dejaba elterciopelo cuando hablaban. Porque por momen-tos hablaban, sin por ello interrumpir el trabajo[versión de Gerhard].

La presencia del diálogo es esencial: «porque pormomentos hablaban». El reloj da la hora y elloslo comentan. Tienen prisa pero deben alcanzar elclímax, todo se puede arruinar si ella queda preña-da, y no se separan. El deseo se alimenta de ten-sión. Además, hay un tercero incluido, Oskar, quese lanza sobre la espalda del amante. También él escontradictorio: empuja a su enemigo y así lo retieneen la cópula, obligando a que eyacule dentro de lamujer. ¿Quién es el verdadero padre de la criatura

así concebida? Oskar fantasea que es él, pues yaantes había hecho el amor con María. Además, esél quien impide que el otro se salga de la mujer. Elseñor Mazerath, su presunto padre, solo podrá serpresunto padre de otro hijo. Si su semen llega aMaría es porque Oskar se encarama en su espaldae impide la separación. El único que quiere la fe-cundación es el amante indirecto.

La fidelidad del traductor es como la del deses-perado Oskar Mazerath. No puede ser el indiscu-tible padre de la criatura, pero se acerca lo másposible a ese acto amoroso, busca formar parte sindejar de ser un sustituto.

Este capítulo ejemplar lleva el elocuente nombrede «Comunicados especiales». María tiene la radioencendida todo el tiempo. Quiere atrapar noticiasen una época en que los mensajes que flotan en eléter cambian el destino. No son palabras cualquie-ra: son «comunicados especiales». Sin embargo, enese ámbito, el mensaje más importante, de claveindescifrable, no proviene del frente de guerra sinode la confusión erótica, en la que nadie sabe muybien hasta dónde participa.

El gozo y el esfuerzo de Oskar no serán recom-pensados por la paternidad que reclama. Su desti-no será idéntico al del traductor. Dos maestros deloficio, Carlos Gerhard y Miguel Sáenz, tradujeronla novela. Sus versiones varían como las caricias ylos gestos del erotismo. El resultado final, como lodemuestra el episodio «Comunicados especiales»,no puede tener dueño, es el milagro que se produ-ce en la intersección de las lenguas.

Confusas, tentativas, inciertas, las palabras bus-can lo imposible: definir el sentimiento. El diálogotrunco entre María y el señor Mazerath implica quealgo se rompe cuando algo se une. En la versión deSáenz: «Y entonces quiso que María le dijera si esta-ba bien como lo estaban haciendo. Ella respondió

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afirmativamente a la pregunta, varias veces, y le rogóque tuviera cuidado».

En el más alto punto de la pasión, el amante,como el traductor, no puede tener cuidado. WalterBenjamin asocia la tarea de traducir con la de en-samblar los fragmentos de una vasija rota. En «Latarea del traductor» escribe:

En vez de asemejarse al sentido original, la tra-ducción debe más bien, amorosamente y en de-talle, en su propio idioma, tomar forma de acuer-do al modo de significar original, para que ambossean reconocibles como las partes quebradas deun lenguaje más vasto, tal como los fragmentosson las partes quebradas de una vasija.

Solo se reconstruye lo que se ha roto. Bajo elredoble del tambor, María y el señor Mazerath sedejan arrastrar por su libido y dejan de ser pruden-tes. Algo inesperado saldrá de ese febril enredo: unhijo sin padre definido, una traducción.

Das kommt mir Spanisch vor

Cada idioma escoge a otro para nombrar lo extra-ño. En español, lo incomprensible «está en chino».Cuando recuperaba el conocimiento de la lenguaalemana, me divirtió saber que ahí las cosas inextri-cables están «en español»: Das kommt mir Spa-nish vor. Otro aliciente para traducir.

En 1984, luego de una estancia de tres años enBerlín Oriental, comencé mi primera traducción for-mal: El retorno de Casanova, de Arthur Schnitzler.No tenía contrato con ninguna editorial. Pensaba pro-poner la novela una vez terminada, aprovechandoque los derechos ya eran de dominio público.

Schnitzler representaba un buen inicio para el tras-lado literario. Su alemán es suficientemente rico para

estimular y poner a prueba el idioma al que se tra-duce, y suficientemente directo y descriptivo paraevitar excesivas ambigüedades.

Disfruté la trama en la que el seductor venecianoregresa a su ciudad natal y se enfrasca en una desus últimas conquistas a la «vetusta» edad decincuenta y tres años. Para seducir a una joven,Giacomo Casanova suplanta a otra persona. En laoscuridad, ella lo confunde con su amado. El liber-tino se «traduce» en otro para lograr su fin.

Mientras me ocupaba de esta historia de mixtifi-cación entendí que también el traductor busca con-vencer con voz ajena. La mayor lección que recibeun intérprete es la de descubrir las ignotas posibili-dades de sí mismo. No se trata de un acto de des-personalización, sino de exploración interior gra-cias al dictado de otra voz. En ocasiones necesitamosde un largo rodeo para descubrir un misterio ínti-mo. En este sentido, los viajes se asemejan a la tra-ducción. Nos alejamos del entorno en busca de algodiferente, pero de pronto advertimos que lo mássignificativo está en el punto de partida. Fue la lec-ción que Goethe recibió en Italia: «Este viaje noresponde al deseo de formarme falsas ideas sobremí mismo sino al de conocerme mejor».

En El retorno de Casanova me convertí en es-pectro de un espectro (el libertino veneciano de-seoso de ser tomado por otro), hasta que supe quetambién como traductor era un fantasma. Me ente-ré de que la Unam acababa de publicar el mismolibro, traducido del italiano por el extraordinarioGuillermo Fernández.

Me concentré en los relatos de Schnitzler e hiceuna antología en torno al tema del engaño amoroso.De nuevo el texto trataba de suplantaciones. Comotraductor, debía ser fiel a una ronda de infidelidades.

Cuando la antología se publicó con el nombrede Engaños, en el Fondo de Cultura Económica,

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había hecho un doble aprendizaje. Conocía los es-timulantes desafíos de la traducción y lo difícil quees vivir de eso. Cuesta trabajo pensar en otro tra-bajo en el que haya más disparidad entre los méri-tos que se requieren para ejercerlo y la remunera-ción que se recibe.

Mi siguiente traducción siguió en la órbita aus-tríaca. En 1984, la ópera de Richard Strauss Ariad-na en Naxos se estrenó en México y me pidieronque tradujera el libreto de Hugo von Hoffmansthalpara ser publicado en el programa de mano.

La trama es una parábola sobre el disfraz. Un me-cenas ha solicitado dos espectáculos, uno dramáticoy otro buffo. Se entera de que las obras duran de-masiado y retrasarán los fuegos artificiales, que es loque en verdad le importa. Para abreviar la función,ordena que las dos obras se fundan en una sola.

La historia de dos espectáculos que se despe-dazan para transformarse en uno ofrece una ima-gen extrema de los retos del traductor, obligado arespetar impulsos muchas veces contradictorios. Loque él hubiera resuelto como comedia se presentacomo tragedia, y viceversa.

Mi versión de Ariadna en Naxos circuló en lascinco o seis funciones de la ópera, y desaparecióen la noche de los tiempos.

En las vacilaciones y las fatigas de aquellos pri-meros esfuerzos en la traducción me servía de mo-delo heroico la trayectoria de Sergio Pitol. Duranteun tiempo él vivió exclusivamente de la traducción.Para lograrlo, residía a bordo de barcos carguerosque le alquilaban un camarote a precio de paquete-ría. Cuando atracaba en Barcelona entregaba unmanuscrito.

A partir de fines de los años sesenta y setenta delsiglo pasado casi todas las traducciones del idiomacomenzaron a hacerse en España. México y Ar-gentina perdieron el predominio ganado durante el

franquismo. Esto llevó a que el traductor latinoame-ricano se conformara con obras de dominio públi-co o buscara suerte en Europa.

Algún día se escribirá la saga de los peregrinosen busca de manuscritos traducibles. Pensemos, tansolo, en la diáspora peruana y en los viajes necesa-rios para que Ricardo Silva Santiesteban tradujeraa Joyce, César Palma a Savinio, Juan del Solar aDürrenmatt, Luis Loayza a Arthur Machen.

Mi modelo, Sergio Pitol, vivió en barcos como unpersonaje de Conrad y luego continuó su trabajo enlas aguas no siempre plácidas de la diplomacia.

Es posible que me hubiera apartado de la tra-ducción de no ser porque en 1986 recibí una invi-tación a hacer un curso de especialización en el Ins-tituto Goethe de Munich. Pitol me propuso quehiciera escala en Barcelona para entrevistarme conJorge Herralde, director de la editorial Anagrama.«Debes sorprenderlo con un título que no conozca,algo exquisito que esté en sintonía con su catálo-go», me recomendó. Por entonces, Herralde habíapublicado El rey de las Dos Sicilias, de AndrejKunsiewics. Decidí proponerle Marte en Aries, deAlexander Lernet-Holenia, que había dejado algu-nas alegorías de rara belleza como En los acanti-lados de mármol y la propia Marte en Aries.

Lernet-Holenia cumplía con el requisito de serun autor raro, pero su prestigio era incierto. Cuan-do los poemas de La horda dorada fueron com-parados con Rilke, el implacable Karl Kraus dijoque más bien era un «Puerilke» o un «Sterilke».

El autor de El estandarte puede ser visto comorepresentante de lo que en alemán se llama Edel-kitsch, una aristocratizante cursilería. Sin embargo,Marte en Aries merecía ingresar al catálogo deAnagrama.

En ocasiones, ofrecer un libro sirve para conse-guir otro. Herralde escuchó con atención mi arenga

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sobre la enrarecida estética de Lernet-Holenia. Estono lo convenció de contratar el libro, pero sí de queyo tradujera una obra ubicada en la Bucovina, lapunta rumana del imperio austro-húngaro, Memo-rias de un antisemita, de Gregor von Rezzori.

Recuerdo mi felicidad al salir de la oficina en elbarrio de Sarrià, cargando esa novela como quienlleva un país. Una vez más mi contacto con el alemánse orientaba hacia Austria y sus alrededores. Porrazones complejas y acaso esotéricas, la monarquíaimperial y real de Francisco José ha cautivado a unimportante sector de la cultura mexicana.

Maximiliano de Habsburgo dejó una ambivalentereputación en México. Llegó como un monarca im-puesto, pero lo hizo con peculiar ingenuidad, con-vencido de que era querido y necesario. Fue unafigura impositiva y trágica a la vez, un monarca títe-re, manipulado por conspiradores. No es casual quela novela mexicana más celebrada por la crítica enlos últimos treinta años, Noticias del imperio, deFernando del Paso, trate del emperador que sedeslizó por el país como por un sueño ininteligible ymurió como un hombre cordial y educado, dandopropina a sus verdugos.

México pudo haber sido un imperio más o me-nos austríaco. Por otra parte, la larga dominaciónde Francisco José, dilatado ejercicio del poder enel que nada parecía cambiar, donde convivían co-munidades muy diversas y en pugna, que depen-dían de una inexpugnable burocracia, parecía unametáfora de otro país presidido por el águila, elMéxico del PRI.

Cuando José María Pérez Gay publicó El impe-rio perdido, reunión de ensayos sobre escritoresaustríacos, la crítica celebró la estupenda recons-trucción de esa cultura. Lo extraño fue que un librode tema bastante especializado se convirtiera enbest-seller instantáneo. El título mismo tenía un aire

nostálgico. Solo perdemos aquello que nos perte-nece. ¿En qué medida teníamos que ver con Ro-bert Musil y Hermann Broch? Más allá de la im-portancia de esos autores, admirados pero pocoleídos en México, el libro interesó porque ponía enjuego un campo de fuerzas que nos resultaba vaga-mente familiar. La Austria de principios del siglo XX

fue un vivero del carnaval y la decadencia bajo ungobierno autoritario que permitía la discriminaciónracial, sexual y política. En 1986, la exposición so-bre la cultura austríaca en el Centro Georges Pom-pidou de París llevó un título que podría aplicarse ala cultura mexicana: «El apocalipsis gozoso». Lasrondas de aniquilación y creatividad que marcaronla Viena de principios del siglo XX ofrecen parale-lismos con la cultura mexicana. ¿Hay mejor des-cripción del D. F. que la de Karl Kraus para Viena:«El laboratorio del fin de los tiempos»?

Durante décadas, nada parecía cambiar en laAustria de las dos águilas y todo cambiaba por de-bajo del agua. Esta tensión, perfectamente captadapor Pérez Gay, convirtió su libro en un espejo dis-tante de nuestra convulsa tradición.

Memorias de un antisemita fue escrita por unapátrida exiliado en Italia. Si Gregor von Rezzorino se hubiera movido de su natal Bucovina, el siglo XX

le habría deparado tres nacionalidades: austro-hún-garo, soviético y rumano.

Un tema obsesivo de la cultura mexicana ha sidola búsqueda de la identidad. De La querella deMéxico (1915) de Martín Luis Guzmán a El difíciloficio de ser mexicano (2010) de Heriberto Yé-pez, pasando por El laberinto de la soledad(1950) de Octavio Paz y La jaula de la melanco-lía (1987) de Roger Bartra, la inteligencia mexica-na ha explorado la indecisa forma que tenemos deaceptarnos a nosotros mismos. La cultura austro-húngara también sucumbió al vértigo de la identidad.

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Musil solía decir que un austriaco era alguien a quiense le había restado un húngaro.

Memorias de un antisemita es la reconstruc-ción de un país que ya solo existe en la memoria.Educado para odiar a los judíos, el narrador sevincula de múltiples modos con ellos. La novela ce-lebra a contrapelo a quienes han sido designadoscomo enemigos.

En su evocación memoriosa, Rezzori asume unacadencia proustiana; busca el detalle significante yconvierte el recuerdo en un ejercicio de precisiónsensorial.

El diapasón lingüístico de esta tentativa es mu-cho más amplio que el de Schnitzler. Sin llegar a laexuberancia de Thomas Mann, Rezzori otorga es-pecial importancia a la minuciosa y adjetivada crea-ción de atmósferas. En su estética, la trama y lareflexión importan menos que la temperatura del aire,la gestualidad de las personas, la inclinación de losrayos del sol.

Durante seis meses viví inmerso en el libro. Elmayor reto fue narrar en mi lengua situaciones deltodo ajenas a mi experiencia, como las batidas decaza y las descripciones agrícolas.

Rezzori mira de cerca los objetos. Como autorde ficción soy impaciente y rehúyo las cadenciasmorosas. Por eso mismo, agradezco la obligacióna la que me sometió Memorias de un antisemita.Ofrezco un ejemplo sobre la voracidad de un per-sonaje. En un texto mío habría sido incapaz de ex-plorar tan a fondo ese momento al que solo pudellegar con la voz vicaria del traductor:

Durante las comidas, Stiassny se sentaba en unextremo de la mesa, por lo general a mi lado ocerca de mí. Comía con una fruición que se vol-vió proverbial en casa de los tíos. «Traga comoStiassny» se decía, por ejemplo, de un caballo

que había dejado de comer por estar enfermo yya empezaba a recuperarse. Por más que suapetito me chocara, no podía dejar de mirar aStiassny de reojo. Veía ese perfil noble, de ras-gos hermosos, sensible, mimado, que tragabacomo un animal. En ocasiones comía compulsi-vamente; en forma casi maquinal, daba cuentade toda clase de platos, en cantidades insospe-chadas. Esto me deparaba un oscuro placer, se-mejante al de los cuadros manieristas donde labelleza aparece junto a su oscuro revés. Stiass-ny era demasiado sensible para no advertir mismiradas furtivas. Con implacable constancia mesorprendía cuando menos lo esperaba; entoncesse volvía hacia a mí y me ofrecía, por así decirlo,su repulsión en face: posaba para mí con una son-risa de perverso entendimiento, como si supieraque éramos cómplices del mismo vicio.

Es interesante la forma en que alguien que jamásescribiría por decisión propia con demorado deleitey giros tentativos como «por así decirlo», expandasu lengua a través de una obsesión estilística ajena.

A propósito de sus muchas traducciones, JoséAníbal Campos comenta que la más insoportable-mente difícil fue la teología del papa Joseph Ratzin-ger y la más disfrutablemente difícil, Edipo en Sta-lingrado, de Gregor von Rezzori. Comparto susensación de placer y esfuerzo.

Después de dedicarme a la detallada resurrec-ción de la Bucovina de entreguerras, mi siguienteproyecto se orientó al otro extremo: el misterio dela brevedad.

Alejandro Rossi escribía una columna mensual enVuelta. Formado como filósofo, ofrecía textosmisceláneos donde la reflexión se mezclaba con si-tuaciones narrativas. En una ocasión no encontrótema y decidió desaparecer bajo el disfraz de otro:

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tradujo del italiano un puñado de aforismos de GeorgChristoph Lichtenberg. Fue un descubrimiento car-dinal para mí. Busqué más cosas del autor. Hallé al-gunos aforismos en la Antología del humor negropreparada por André Breton y una brevísima selec-ción de sus textos publicada en Argentina por Edi-ciones Brújula, posiblemente traducida del francés.

La reputación de Lichtenberg era enorme. Freud,Nietzsche y Goethe lo citaban. En nuestra lengua,Guillermo Cabrera Infante había parodiado el«mehr Licht» («más luz») de Goethe con un títulocelebratorio del profesor de Gotinga: «MehrLicthtenberg!».

Durante dos años (1987-1989) me dediqué abuscar ediciones de y sobre Lichtenberg. La tareano era fácil en tiempos anteriores a internet y sinacceso a buenas bibliotecas alemanas.

Lichtenberg representa una de las más fecundasvertientes de la Ilustración. Su sentido crítico incluyela tolerancia de las debilidades ajenas. La ironía, elingenio, la curiosidad irrestricta, la independencia depensamiento y la versatilidad de estilo hicieron quese convirtiera para mí en un modelo de escritura.

Aunque publicó tratados científicos y textos dedivulgación sobre variadísimos asuntos, sus pági-nas más significativas tuvieron carácter privado. Alfinal del día anotaba ideas en sus Sudelbücher, «li-bros de saldos» de los haberes y deberes de sumente. El hecho de que se tratara de apuntes priva-dos, sin otro destinatario que él mismo, hizo quequedaran sin corregir. Cuando un paisaje le parecíaabstruso se limitaba a agregar: «Yo me entiendo».A veces a una palabra le falta una letra y puedesignificar dos cosas diferentes.

En este caso, traducir significaba conjeturar unsentido que no acaba de cristalizar en la frase. Miedición de los Aforismos apareció en 1989, tresaños antes de que Wolfgang Promies publicara en

la editorial Hanser la edición definitiva de las Obrascompletas de Lichtenberg. Pocos meses despuésde mi versión apareció la de Juan del Solar, exce-lente traductor peruano afincado en Sitges. Es inte-resante cotejar ambos traslados. Del Solar es untraductor más próximo al original; yo procuro au-mentar las libertades del texto de llegada (esperoque sin alterar el sentido). Su ordenación es crono-lógica, lo cual enfatiza su sobriedad; la mía es te-mática, lo que refuerza mi lectura personal.

Lichtenberg reparó en la paradoja de que las tra-ducciones literales casi siempre son malas. A fuerzade acercarse a un texto ajeno, se pierde el ritmo yla naturaleza del propio idioma. Uno de sus máscélebres aforismos repara en la subjetividad inevi-table que cada lector agrega al texto: «Un libro escomo un espejo: si un mono se asoma a él, no pue-de ver reflejado a un apóstol».

La frase anticipaba mi siguiente escala en la tra-ducción, que iba a depender más de las alusionesque del sentido evidente del texto. El director de teatroLudwik Margules me propuso enfrentar a HeinerMüller. Durante mis tres años en Berlín Oriental vimuchas de sus obras. Admiraba la fuerza delibera-damente oculta de su lenguaje. Müller fue un maes-tro de la sugerencia. Como los demás autores de laRDA, debía sortear la censura y procuraba que lomás significativo ocurriera entre líneas.

Cuarteto, la pieza que traduje, se basa en Las re-laciones peligrosas, de Choderlos de Laclos. Müllercombina la obscenidad y el oprobio de los cuarteles ylas tabernas del siglo XX con la retórica de la Ilustra-ción. El resultado es una enrarecida poética. La lite-ratura en lengua española del siglo XVIII no es tanpotente como la alemana. Carecemos, como se-ñalaba Octavio Paz, de una Ilustración literaria.Nuestro XVIII no tuvo tantas luces. Para crear unefecto equivalente al de Müller acudí a giros de nues-

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tra más conocida edad clásica, el Siglo de Oro. Re-produzco un pasaje donde la Condesa de Merteuilse dirige en forma imaginaria a su pupila MadameTourvel como lo haría Valmont, amante de ambas:

¡En qué suciedad he medrado! ¡Qué arte del disi-mulo! ¡Qué depravación! ¡Pecados como escar-latina! La sola vista de una mujer hermosa, y nisiquiera una mujer, ¡el trasero de una criada bas-taba para transformarme en animal de presa! Unprecipicio, madame. ¿Desea echar un vistazo, omejor dicho, desea usted bajar la vista desde lacima de su virtud? Veo que se ruboriza. ¡Cómosube el rojo a sus mejillas, amada mía! Qué bienle sienta. ¿De dónde toma su fantasía los colorespara pintar mis vicios? ¿Acaso del sacramento delmatrimonio, con el que creía acorazarse contra lamundana violencia de la seducción? […] Su ru-bor me permite al menos suponer que tiene san-gre en las venas. ¡Sangre! El triste destino de noser el primero. No me haga pensar en ello. Aun-que se abriera las venas por mí, toda esa sangreno podría compensar su boda: alguien se anticipópara siempre. El momento irrecuperable. La mortalsingularidad del parpadeo. Etcétera.

El trabajo con Margules en Cuarteto me hizovolver a Schnitzler y su idea de la voz hablada. Meinteresaba como dramaturgo (una de mis ilusionescanceladas fue la traducción de La cacatúa verde,singular expresión del teatro dentro del teatro),pero sobre todo, me deslumbraba el monólogodonde se anticipó a Joyce en la técnica del streamof consciousness: El teniente Gustl.

Es conocida la frase en la que Freud declara quenunca visitó a Schnitzler porque temía conocer a sudoble. En su opinión, el escritor revelaba en formaintuitiva los secretos del inconciente. La novela breve

El teniente Gustl, escrita en 1900, trasmite lospensamientos inconexos de un oficial del ejércitoaustro-húngaro que pasa la noche en vela, obse-sionado porque se comportó con cobardía. El lo-gro maestro de Schnitzler consiste en hacer que ellector entienda lo contrario a lo que dice el perso-naje. Al tratar de justificarse, Gustl se incrimina.

Para traducir el mecanismo de asociación librede ideas se requiere de un idioma espontáneo. Anteun desafío así, el reflejo instintivo del traductor es elde usar coloquialismos para sonar natural. Esto hadado lugar a peculiares versiones de la obra. El es-pañol Miguel Ángel Vega hizo una muy correcta deEl teniente Gustl y aportó valiosas notas aclarato-rias, pero cedió a localismos que expulsan al lectorde otro país hispanohablante. Un tipo fornido esdescrito como «un cachas» y la frase «Bokorny si-gue en Sambor y tal vez se quede otros diez añosahí, cada vez más viejo y canoso» se españoliza dela siguiente manera: «El Bokorny está todavía enSambor y puede chuparse diez años hasta hacerseviejo». Solo en España los años se chupan.

Uno de los mayores logros de la Academia Mexi-cana de la Lengua fue el de introducir en el diccio-nario la palabra «españolismo». Los usos asenta-dos en España no necesariamente son correctos.

Toda versión tiene algo impuro. Sin embargo, esposible aspirar a un tono común, a la conjetura deuna lengua «neutra». El reto se complica cuando eltexto en cuestión pone en juego un lenguaje impro-visado, roto, inconexo y coloquial, que sigue el de-sordenado fluir de la conciencia. Es el caso de Elteniente Gustl, monólogo que reclama el reto «la-borioso» de la naturalidad, como diría MariettaGargantagli.

En vez de aportar otra versión regional del texto,me propuse crear una ilusión de espontaneidad quepudiera ser compartida por cualquier hispanohablante.

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La voz narrativa debía circular con inmediata sen-cillez y al mismo tiempo conservar la expresividadde lo que es tentativo y no ha sido repensado:

Si llegaras a cumplir cien años y recordaras quealguien partió tu sable y te llamó «imbécil» y tequedaste ahí, sin poder hacer nada... No, no haynada que reflexionar... a lo hecho, pecho… tam-bién lo de mamá y Klara es una tontería... ya losuperarán, todo se supera... ¡Cómo lloró mamácuando murió su hermano y a las cuatro sema-nas ya no pensaba en eso!... Solía ir al cemente-rio… primero cada semana, luego cada mes... yahora solo va en el aniversario de su muerte...Mañana es el día de mi muerte... Cinco de abril.

Una creciente pasión por la dramaturgia, es de-cir, por la voz hablada y las apariencias de naturali-dad que puede adoptar, me llevó a aceptar en 2009una encomienda desmesurada: traducir y adaptarEgmont, de Goethe, para la Compañía Nacionalde Teatro.

El estreno de la obra en 2010, a doscientos añosde nuestra Independencia, mostraba la pertinenciacontemporánea del pasado. Egmont, noble holan-dés que lucha por la autodeterminación y la coexis-tencia de distintas religiones, es perseguido y ulti-mado por las tropas de Felipe II. La actualidad dela trama se volvió aún más curiosa porque los paí-ses que disputan en escena, Holanda y España, lle-garon a la final de la Copa del Mundo en Sudáfrica.

El arte no prospera sin atrevimientos. Uno, no ne-cesariamente perdonable, es el de retocar a Goethe.Para hacerlo, contaba con un aliciente decisivo: Eg-mont es una obra fallida. Goethe lo entendió así ybuscó auxilio en la música de Beethoven. La aso-ciación de titanes no llegó a buen término. Tranqui-liza adentrarse en un proyecto en el que fracasaron

predecesores tan ilustres. Egmont solo tuvo fortu-na en la versión de Schiller, propiciada por el pro-pio Goethe.

La rescritura de material ajeno seducía a Goethe.En algún momento pensó en rescribir el Dux de Ve-necia, de Lord Byron, que le parecía una obra ex-traordinaria, pero demasiado extensa, prolija, faltade efecto dramático. Lo mismo puede decirse deEgmont, cuyo montaje íntegro dura cinco horas.Goethe no pensaba alterar los parlamentos de Byronni suprimir escenas o personajes decisivos, sino re-sumir la obra con su propia lógica, condensando suefecto. Seguí ese principio en mi versión, a diferenciade lo que hizo Schiller, quien elimina personajes deci-sivos, como la Regenta, protagonista del conflicto.

Goethe trabajó de manera intermitente en Egmontde 1774 a 1788. En esos catorce años perdió lafibra dramática e infló la retórica. Dejó pasajes me-morables para ser leídos pero difíciles de escenifi-car. Desde su fallido estreno, Egmont surgió comouna obra destinada a ser intervenida.

En la pieza campea un espíritu de rebelión. Goetheno admiró la revolución francesa. El baño de sangreal que llevó el Comité de Salud Pública le produjohorror. No aceptaba la violencia, pero creía en laautodeterminación del pueblo. En sus conversa-ciones con Eckermann señala que si los monarcasfueran justos no habría revueltas y precisa que todolevantamiento obedece a la injusticia de un sobera-no. No se entusiasma con la insurgencia, pero la acep-ta –o, más precisamente, la reconoce– como unanecesidad del pueblo para liberarse de la opresión.

Pero no siempre los rebeldes son leales con suslíderes. Cuando es apresado, Egmont cae en la in-certidumbre; no puede dormir; se sabe perdido y,pese a todo, no depone su rebeldía. Su arenga esun momento superior de la prosa alemana. Más demedio siglo después de haber aprendido Hänschen

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klein, transcribo esta escena, final anhelado de mitravesía. Un preso duerme en una celda. JohanWolfgang von Goethe le otorga libertad bajo palabra:

Sueño, leal y viejo amigo, ¿también tú me aban-donas? ¡Con qué gusto descendías sobre mi mentedespejada!... En medio de las armas y en la ma-rea de la vida me entregué a ti tranquilamente…Cuando la tormenta agitaba el follaje, soplandoentre las ramas y las hojas, mi corazón permane-cía intacto en su interior profundo. ¿Qué te in-quieta ahora? ¿Qué turba la firmeza y la lealtad detu sentido? Lo sé: es el ruido del hacha letal queya se encaja en las raíces. Todavía sigo en pie,pero un escalofrío me atraviesa. Sí, triunfa la trai-ción, va minando el tronco alto y recio. Antes deque la corteza se seque, la copa se desgajará conterrible estruendo. Tú, sueño leal, que tantas ve-ces libraste a mi cabeza de preocupacionespoderosas como si fueran simples pompas dejabón, ¿por qué no consigues ahuyentar ese pre-sentimiento que de mil maneras me trabaja? ¿Des-de cuándo le temes a la muerte? Enfrentabas susvariadas formas con la misma relajación con queenfrentas los variados espectáculos de la Tierra…Pero no estás ante el veloz enemigo que seenfrenta a pecho descubierto: la cárcel es unaimagen anticipada del sepulcro, tan repugnan-te para el héroe como para el cobarde... No eresmás que una imagen, el sueño recordado de ladicha que fue mía por tanto tiempo. ¿Adónde te

ha llevado el traidor destino? ¿Se niega a conce-derte la muerte instantánea que jamás temiste,cuando podías enfrentarla bajo el sol, y te ofreceel sabor anticipado de la tumba en el repugnantelodo del presidio? ¡Con qué asco percibo su alientoen estas piedras! La vida se adormece en estelecho como el pie en la sepultura. ¡Oh, zozobra!:comienzas el asesinato antes de tiempo. ¡Déjame!¿Desde cuándo Egmont está solo, completamen-te solo? La dicha que nunca pudo desarmarte esvencida por la duda. La justicia del Rey, en quienconfiaste toda la vida, la amistad de la Regentaque –ahora puedes confesarlo– casi parecía amor,¿han desaparecido de repente como brillantesmeteoros de la noche para dejarte solo en unasenda oscura?... ¡Oh, muros que me apresan, noimpidan que lleguen hasta mí los impulsos de tan-tos espíritus bien intencionados! El valor que unavez salió de mis ojos hacia ellos regresará desdesu corazón al mío. ¡Sí, se movilizan por millares!Vienen a ponerse de mi lado. Su piadosa súplicasube al cielo en busca de un milagro. Si un ángelno desciende para ponerme a salvo, empuñaránlanzas y espadas. Por sus manos las puertas sal-tan en pedazos, las cadenas revientan, los murosse derrumban y la libertad del nuevo día saludaalegremente a Egmont. ¡Cuántos rostros conoci-dos vienen gozosos a mi encuentro! Ay, Clara, sifueras hombre seguramente llegarías aquí antes quenadie y tendría que agradecerte lo que es difícilagradecer a un Rey: la libertad. c

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Al comienzo de su celebrado texto sobre el narcotráfico enMéxico, el ensayo «La alfombra roja», Juan Villoro recuer-da los rituales del secreto, el eufemismo y los signos crípti-

cos del poder oficial mexicano en tiempos del PRI. En aquellosaños bastaba con un peculiar y sutil aforismo para que un presidenteen México cifrara su proyecto de nación –el lema «defenderé el pesocomo un perro», del presidente José López Portillo (1970-1976),culminó con el «ni los veo ni los oigo» que Carlos Salinas de Gor-tari (1988-1994) dedicó a la oposición durante un informe degobierno–. Pero como bien anota Villoro, una vez desmantelado elpacto político que en 1929 sacó al país de esa recurrente y malea-ble guerra civil que por costumbre llamamos Revolución Mexicana,los mensajes de la política en la primera década del siglo XXI seenunciaron en el estruendo de las balas y en el efectismo implacablede decenas de miles de hombres y mujeres asesinados en formasimpensablemente creativas. Entre otros cambios significativos, lasdos presidencias del PAN transformaron los espacios de la violen-cia política revolucionariamente institucionalizados por el PRI: delas solitarias ejecuciones en carreteras despobladas como las quedramatizó Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo (1929),la derecha venida a más trasladó la dialéctica de la brutalidad a lascalles concurridas y a las plazas públicas. Anota Villoro:

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Un país demasiado parecido a símismo: Juan Villoro ante el narco

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Hemos llegado a una nueva gramática del espan-to: enfrentamos una guerra difusa, deslocalizada,sin nociones de «frente» y «retaguardia», dondeni siquiera podemos definir los bandos. Resultaimposible determinar con un razonable grado deconfianza quién pertenece a la policía y quién esun infiltrado.

Después de los cien mil asesinatos y treinta mildesaparecidos que arrojó como saldo la presiden-cia de Felipe Calderón (2006-2012), los mecanis-mos del poder nos obligan a preguntarnos quiénesson en realidad los miembros de esos difusos ban-dos. Si la noción esencial de lo político, como ad-vierte Carl Schmitt, consiste en distinguir al amigodel enemigo, hoy más que nunca debe ser nuestraprimera tarea vencer la imposibilidad de represen-tación del narco e intentar discernir quiénes verda-deramente integran los bandos que desgarran al paísy quiénes en verdad están del lado de la sociedadcivil que confronta esa amenaza. El periodismo enMéxico ha documentado con suficiencia la crónicade las víctimas; ahora falta el nombre de los victi-marios. Juan Villoro, en el transcurso de estos añosterribles, ha contribuido significativamente al deba-te y al mismo tiempo ha promovido generosamenteel trabajo de ciertos académicos, periodistas y lite-ratos que han abordado el tema con inteligenciacrítica y, como discutiré más adelante, desafiandolas más inconsecuentes formas de analizar el narcoque, sin embargo, predominan en los acercamien-tos de la mayoría de los estudios académicos, re-portajes periodísticos y novelas y cuentos escritosen México.

Cuando Villoro obtuvo en 2008 el Premio Ibe-roamericano de Periodismo por «La alfombraroja», la supuesta guerra contra las drogas em-prendida por Calderón apenas comenzaba. El

motivo de la alfombra roja proviene de una insta-lación donde el ready-made de Duchamp se en-trecruzaba con la tradición noir de la novela poli-cial: la artista sinaloense Rosa María Robles cubrióel piso con cobijas teñidas de la sangre de los eje-cutados que fueron envueltos en esas rústicasmortajas.1 El comentario político que subraya Vi-lloro es de una crueldad ineluctable: el narco haadquirido el estatus de celebridad ante un públicoque se maravilla con la minucia de sus vidas y elhorror de su muerte como si fuesen estrellas decine y televisión, una mezcla seductora entre LosSopranos, Caracortada y Los ricos también llo-ran. Ya desde ese temprano texto, Villoro anota-ba el nivel mítico del fenómeno:

Como los superhéroes, los narcos carecen decurrículum; solo tienen leyenda. Desconocemosa sus pares en los Estados Unidos. En Méxicoson ubicuos e intangibles. Lo mismo da que seencuentren en un presidio de máxima seguridado en una mansión con jacuzzi de concha nácar,pues no dejan de operar. Curiosamente, la ne-gación de la violencia ha dado paso a un temormuy informado. Para certificar que los capos sonlos «otros», seres casi extraterrestres, memori-zamos sus exóticos alias e inventariamos sus die-tas de corazón de jaguar con pólvora o langosti-nos espolvoreados con tamarindo y cocaína.

1 Las ocho cobijas que fueron utilizadas para la instala-ción «Alfombra roja» montada en 2007 en el Museo deArte de Sinaloa fueron reclamadas por la ProcuraduríaGeneral de la República (PGR) como parte de investiga-ciones en curso. Robles utilizó posteriormente su pro-pia sangre para continuar la instalación. El 10 de sep-tiembre de 2010, la artista presentó su exposiciónNavajas en el Centro de Arte Contemporáneo WifredoLam, en La Habana (MacMasters).

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Villoro el cronista no podría haber dejado de ladoel tema más urgente de nuestros tiempos. Lectoragudo y cuidadoso de especialistas como los soció-logos mexicanos Luis Astorga y Fernando EscalanteGonzalbo, Villoro articula una crítica política del nar-co que lo coloca junto a unos cuantos periodistas yacadémicos que integran una minoría ilustrada y quesuscriben dos tesis claves para comprender la di-mensión política del narco en México: la primeraseñala que casi todo enunciado de conocimientosobre el narco es el resultado de un monopolio dis-cursivo sobre el narco detentado por el Estadomexicano. Ese monopolio evolucionó hacia unamatriz de discurso performativo que predominahasta hoy y cuyo principal objetivo no es explicarcorrectamente los mecanismos del comercio ilegalde drogas, sino determinar los parámetros de sudefinición. La matriz oficial, según anota Astorga,«impone un cierto sentido con pretensiones univer-sales» (1995: 10-11), que condiciona la mayor partedel conocimiento sobre el narco inventando unamitología narrativa. Es así que a la fecha el narco sediscute comúnmente utilizando un vocabulario reci-bido de esa matriz mitológica discursiva –capos,sicarios, cárteles– y su recurrente narrativa: organi-zaciones violentas, degeneradas, inmorales, sicó-patas, en los márgenes de la sociedad civil, quedesafían el poder del Estado. Sin mayores pruebasque sustenten el discurso que construye estos tér-minos, en México se habla de supuestos cártelesque agrupan organizaciones criminales que se de-claran la guerra incesantemente, rompiendo la lógi-ca económica de la noción de «cártel», que suponea distintos grupos de interés colaborando por unobjetivo común. La segunda tesis desconstruye lamitología del narco y rescribe su historia como ladel Estado sometiendo y disciplinando a las organi-zaciones criminales. Dicho de otro modo: el narco

en México no solo no antagoniza con el Estado,sino que es en realidad el resultado de una opera-ción política y judicial dirigida desde el mismo Es-tado, que estructura y a la vez limita el mercadoilícito de estupefacientes. Al trabajar con ambas te-sis en sus ensayos y narraciones, Villoro se ha esta-blecido en México como uno de los últimos inte-lectuales públicos con la claridad e independencianecesarias para articular una crítica política efectivasobre el narco.

Con la caída del PRI, el Estado nacionalista au-toritario y policial fue gradualmente desmanteladodurante la presidencia de Vicente Fox (2000-2006),cuya incapacidad para concebir una política de se-guridad nacional, según Astorga, llevó a «un mayornivel de autonomía de las corporaciones policia-cas, el ejército y los traficantes respecto del poderpolítico» (2007: 51). Esto se tradujo en una proli-feración de nuevas asociaciones criminales entregobernadores, empresarios locales y traficantes enestados como Chihuahua, Michoacán, Nuevo Leóny Tamaulipas. Es en ese contexto en que la presi-dencia de Felipe Calderón apostó por una supues-ta «guerra contra las drogas». Dos conceptos sonclaves para comprender la guerra de Calderón: lanoción de inmunidad propuesta por el filósofo ita-liano Roberto Esposito –la acción de una sociedaden contra de sí misma para eliminar elementos in-deseables– y la teoría sobre la soberanía articuladapor Carl Schmitt. Corrigiendo a Max Weber y sucélebre definición del Estado como «la forma decomunidad humana que detenta el monopolio de laviolencia física» (Weber: 33), Schmitt explica queel Estado detenta en realidad el monopolio de laexcepción, el cual define

no como el monopolio para cooptar o para go-bernar, sino como el monopolio para decidir. La

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excepción revela con mayor claridad la esenciade la autoridad del Estado. La decisión se dis-tancia aquí de la norma legal y (para formularloparadójicamente) la autoridad comprueba quepara producir la ley no es necesario basarse enla ley [Schmitt, 2005: 13].

Los niveles de violencia sin precedentes en Méxi-co durante la presidencia de Calderón, sobre todoen las regiones del norte del país, deben entendersecomo el intento desesperado por constituir el po-der soberano del Estado que se inmuniza a sí mismoy que se propone disciplinar a los grupos criminalesadheridos a los poderes estatales que constituye-ron sus propios fueros de excepción y autorregula-ción con respecto del gobierno federal.

Los ecos sociales de la historia del crimen organi-zado en México y sus formas de representación hanfascinado a Villoro a lo largo de su carrera literaria.En su novela El disparo de argón (1991), el tráficode órganos funciona como el fantasma que asedia auna pequeña comunidad de oftalmólogos que debeconfrontar la irrupción del crimen en una clínica es-pecializada en mejorar la vista de sus pacientes.Aprender a ver críticamente la realidad es tambiénel motivo de Materia dispuesta (1997), novela enla que un adolescente discierne entre la ideología na-cionalista que defiende su padre, un afamado arqui-tecto, y los escombros que quedan cuando esa ideo-logía, junto con el corrompido proyecto de naciónmanufacturado por el PRI, por fin se colapsan mate-rial y simbólicamente con el terremoto que destruyóla capital en 1985. Luego, en El testigo (2004), lamayor novela de Villoro, un intelectual autoexiliadoen Francia regresa al México de la alternancia de-mocrática para descubrir que la derecha en el poderintenta recodificar el nacionalismo fracasado ha-cia un giro neoconservador en el que resulta lógi-

co canonizar al poeta Ramón López Velarde. Es eneste nuevo (des)orden nacional en el que el crimenorganizado cobra mayores espacios de acción anteel vacío de poder que produjo la caída del PRI en elaño 2000. El narco aparece en esta novela como laincipiente amenaza que corre libre de las atadurasdel gobierno federal y que ahora debe pactar con losemergentes poderes fácticos de los estados del nor-te del país. El testigo es en ese sentido la crónica fielde la recomposición del narco cuando la estructuranacional del PRI se fragmentó en los nuevos acuer-dos entre gobernadores, policías estatales y empre-sarios legítimos y de otra índole.

El año pasado, cuando Villoro publicó Arrecife,su más reciente novela, el país ya había atravesadopor la hecatombe. La trama presenta a dos músi-cos derrotados por la brutal y miserable realidadmexicana que deciden explotar los referentes delfracaso nacional como parte de un peculiar pro-yecto turístico. Mario y Tony han dilapidado su ju-ventud en los entresueños lúcidos de las drogas yen una efímera banda de rock que ellos bautizaroncomo Los Extraditables, que reduce la imagen delviolento Cártel de Medellín a un insignificante actode la ilegalidad estética en la que Pablo Escobarvuelve para cantarnos al ritmo del heavy metal lasmás emotivas canciones de su vida. Luego del de-sastre que tarde o temprano pulveriza a toda ban-da de rock que se precie de haber rozado la tras-cendencia, Los Extraditables sobrevivientes operanun hotel en la Riviera Maya cuyo principal objetivoes atraer a esos turistas extranjeros que buscan for-mas de entretenimiento entre los residuos del neoli-beralismo latinoamericano. Explica Mario, el exmú-sico metido a gerente del hotel:

En todos los periódicos del mundo hay malas no-ticias sobre México: cuerpos mutilados, rostros

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rociados de ácido, cabezas sueltas, una mujer des-nuda colgada de un poste, pilas de cadáveres. Esoprovoca pánico. Lo raro es que en lugares tran-quilos hay gente que quiere sentir eso. Están can-sados de una vida sin sorpresas. [...] Si sientenmiedo eso significa que están vivos: quieren des-cansar sintiendo miedo [63].

El experimento de las vacaciones extremas es,desde luego, un éxito. Las turistas gringas gozanser secuestradas por comandos armados con cuer-nos de chivo que irrumpen en el santuario nocturnodel penthouse. Los burócratas disfrutan con losbalazos de la guerrilla que los saluda durante unaexcursión entre pirámides mayas. Los Extraditablesya no son aquellos criminales que desafiaron al Es-tado colombiano: son ahora los administradores deun hotel-simulacro, el narco domesticado y reduci-do a una función más de la economía global.

El motivo de la pirámide y del pasado precolom-bino aparece en la exactitud precisa del empobreci-do presente mexicano: es el último artefacto históri-co por explotar. Villoro lo reformula con toda lafrialdad del empresario: La Pirámide es el complejohotelero donde los turistas pagarán por dosis de adre-nalina, por jugarse a medias la vida en un país cuyomejor producto de exportación es una posible muertejunto a las aguas contaminadas del Caribe. Dos ase-sinatos que producen una subtrama detectivesca con-firman que el riesgo puede ser real y que una visita alhotel equivale en verdad a jugar una ruleta rusa. Vi-lloro trabaja así con lo que queda, las ruinas de lasruinas, el recuerdo por fin agotado del México pin-toresco de López Velarde. Mientras que «La suavePatria» le exigía a la nación, «Patria, te doy de tudicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo dia-rio» (264), Villoro refuta en boca del gerente de LaPirámide: «Este país se parece demasiado a sí mis-

mo. Ofrece pasado, pasado y pasado. Guitarras,atardeceres y pirámides» (62).

La Pirámide es por ello un hotel que solo ofrece elpresente y que ha comprendido con claridad las dosopciones del empresario mexicano: o administra labancarrota junto con el lavado de dinero de la ma-yor fuente de ingreso, el narco, o trabaja con la prin-cipal materia prima del paisaje nacional, la violencia.Si no es posible vender arena limpia y restaurantesdonde nadie vacíe un cuerno de chivo sobre los co-mensales, entonces hay que capitalizar sobre el peli-gro y la debacle, admirar los corales podridos, des-peinarse con la ráfaga de balas, convivir con ladesesperación de una guerrilla inventada en un paísdonde los zapatistas están más ocupados en buscarqué comer que en escuchar los ingeniosos discursosdel subcomandante Marcos. «La naturaleza le gustaa todo mundo y los cachorritos de todas las especiesagitan el corazón, pero si no estropeas algo no co-mes. La Pirámide venía del despojo, la gente pobrelo seguía siendo pero moría menos o no tan pron-to» (61), apunta el adelantado creador del resort.Villoro retoma aquí la tesis de Martín Caparrós y suensayo Contra el cambio: un hiperviaje al apo-calipsis climático (2010), para notar que despuésde destruir el mundo para su beneficio, las super-potencias exigen a los países subalternos que cons-truyan reservas naturales y playas vírgenes, obli-gándolos a renunciar al beneficio de la explotaciónde las riquezas minerales. Que nadie tenga ener-gía nuclear salvo quienes prohíben a otros queconstruyan nuevos reactores.

El narrador de Arrecife, Tony, sabe que en unpaís donde la historia se dedica a contar los asesina-tos ordenados por el gobierno, todo lo que quedapor hacer es extraer alguna ganancia de ello. Se diceque su padre fue victimado en la matanza estudiantilde Tlatelolco en 1968, y el niño Tony se creía mere-

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cedor de una indemnización específica: «Cuandosonaba el timbre del departamento, imaginaba a unmensajero del gobierno con una televisión a colorespor tener un caído en Tlatelolco» (25). Y así, cuandoun maestro de primaria lo premia por los méritospasivos de su padre desaparecido por el Estado, elnarrador reclama: «No quería un 10 en civismo.Quería que el gobierno me diera una televisión» (25).

Novela policial, crónica de un desastre neolibe-ral anunciado, narconovela sutil y ácida, Arrecifees la más reciente intervención estética de Juan Vi-lloro en esa sucesión de equívocos multitudinariosque llamamos historia de México. El disparo deargón nos enseñó a narrar la fragmentada Ciudadde México que existía en los barrios de la megaló-polis desbordada de la capital, cuyo centro estabaen todas partes menos en La región más transpa-rente de Carlos Fuentes. Con Materia dispuesta,Villoro articula la mirada de la generación que cre-ció en el estrépito de los terremotos y que tuvo queaprender a abrirse paso entre los escombros de lapatria asediada por las placas tectónicas y las fisurasde sus más perniciosos discursos nacionalistas, susformas violentas de la masculinidad, sus familias re-presentando la ilusión funcional de la sociedad mexi-cana. Con El testigo, Villoro se adelanta al juiciode la historia reciente y nos revela el hondo fracasodel giro neoconservador de la supuesta alternanciademocrática: el suicidio político que implica dejarque Televisa dicte los límites de la realidad y que elmundo empresarial transforme al país entero en unCountry Club con balaceras continuas dentro yafuera de sus muros. Arrecife se agrega para ad-vertir que tras el Apocalipsis nacional de ciento trein-ta mil crímenes atribuidos al narco, ese otro fantas-ma inventado por el Estado, solo es posiblesobrevivir reproduciendo los vectores de violenciacomo producto exótico de nuestros tianguis inter-

nacionales, junto al mezcal, el petróleo y las teleno-velas, cuyas estrellas ahora decoran con su rubiacompañía a nuestra ignorante pero muy fotogénicaclase política.

En la última década, el campo literario mexicanoha reconocido y premiado numerosas narconarrati-vas que independientemente de su nivel de realismoreproducen las coordenadas exactas de ese discur-so oficial. Novelas como La reina del sur (2002) deArturo Pérez-Reverte, Trabajos del reino (2004)de Yuri Herrera, Perra brava (2010) de Orfa Alar-cón, y Fiesta en la madriguera (2010) de JuanPablo Villalobos, imaginan colectivamente a un paísinfestado por violentos cárteles de la droga lidera-dos por mitológicos capos que operan desde unafuera hipotético de la sociedad civil, desafiandoel poder del Estado. Lejos de las reiteraciones mi-tológicas de la narcoliteratura más comercial, alMéxico de Villoro solo le queda venderse a sí mis-mo, pero no su pasado de rosa pastel que ya soloexiste en la poesía de López Velarde y en los sue-ños recalcitrantes de los dinosaurios priístas. Ahorasus ruinas existirán diciendo: «vengan a vernos, so-mos el lado oscuro de Occidente, aquí donde tuspesadillas pueden hacerse realidad, encontrarásconsuelo al aburrimiento de tener siempre qué co-mer, de no temer un asalto en el metro, de vivir unademocracia donde los presidentes han abierto unlibro alguna vez en su vida».

Villoro publicó recientemente el ensayo «La vio-lencia en el espejo», en el que visualiza el saldo delsexenio de Felipe Calderón que por mucho superala tímida destrucción que en 2008 denunciaba «Laalfombra roja». Para deslindarse de las víctimas desu guerra contra las drogas, el gobierno de Calde-rón intentó reactivar la matriz discursiva creada porel PRI para designar a la paraestatal clandestinaque fue el narco en México hasta la presidencia

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de Carlos Salinas de Gortari. Justificando el mássangriento programa de biopolítica concebido enla historia moderna de México, Calderón propul-só la narrativa oficial que aseguraba que el país es-taba en manos de peligrosos cárteles de la drogamucho más preocupados en aniquilarse entre sí queen seguir generando las insondables ganancias quelos han llevado a las listas de millonarios de la revis-ta Forbes. Anota Villoro en ese ensayo:

El narcotráfico parece menos grave si resulta com-prensible. Durante seis años, el presidente FelipeCalderón insistió en una lógica de combate conbandos, líneas de fuego, tropas leales y enemigas,donde el gobierno quedaba fuera del problema ycombatía a los otros [...]. La realidad es distinta:el narcotráfico forma parte de la sociedad. Ver alos capos como alienígenas que almuerzan el hí-gado de un delator, coleccionan jirafas de oro yusan pistolas de marfil resulta tranquilizador por-que confirma que son distintos a nosotros. Pero,como las cosas en los espejos, están más cercade lo que aparentan [2013].

Villoro se une aquí a una corriente crítica quepara entender el problema del narco propone vol-ver la mirada hacia el Estado y sus políticas anti-drogas, que como la insólita aporía de la RevoluciónInstitucional, son en realidad políticas prodrogas,es decir, a favor de su disciplinamiento, su control,su redituable sometimiento. Acaso allí radique elsecreto de la continuidad política que ha operadoen el tránsito del PRI al PAN y de regreso al PRI, yque Juan Villoro ha sabido trasladar a la literatura:el ensueño de administrar con eficacia un país post-apocalíptico que no se ruboriza al lucrar con su tra-gedia nacional, que más bien hace de la autodes-trucción una brillante oportunidad económica, que

utiliza al crimen organizado para una compleja tra-ma geopolítica y que siempre encuentra el lado po-sitivo del tejido social ultrajado. Ese país ha sidodenunciado con valor y sin ambigüedad por la pro-sa ensayística de Villoro al igual que por su imagi-nación novelesca. En su esfuerzo, Villoro suma suvoz a la de unos cuantos escritores cuyas interven-ciones políticas desde la literatura son cruciales ennuestro presente y sin duda serán los referentes cla-ves de nuestro futuro inmediato: me refiero en es-pecífico a Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008)y su novela Contrabando (2008), un testimoniodirecto de la violencia de Estado que controló alnarco en la Sierra Madre Occidental de Chihuahua;a Roberto Bolaño (1953-2003) y 2666 (2004), queda forma narrativa al nuevo orden político postPRIde Ciudad Juárez y el triunfo del narco local, ahoraregulado por las elites políticas estatales y sus bra-zos policiacos; a Daniel Sada (1953-2011) y sunovela El lenguaje del juego (2012), la historiadel terco dueño de una pizzería en un pequeñopoblado del norte que se convierte en el centro deuna lucha entre poderes locales y foráneos por elcontrol del mercado de la droga en tiempos de lasupuesta guerra contra el narco ordenada por elpresidente Calderón. Tras la muerte de Rascón Ban-da, Bolaño y Sada y la publicación, coincidente-mente póstuma, de estas tres novelas, no es fácillocalizar proyectos narrativos que se distancien delefectismo y del cliché despolitizado que narra elnarco como la sempiterna lucha de cárteles y suscapos exóticos y absurdos. En un país demasiadoparecido a sí mismo, la obra de Villoro continúaese itinerario imprescindible para seguir pensandoquiénes verdaderamente hemos sido y por qué soloen algunos momentos de nuestra imaginación lite-raria podemos reconsiderar eso que por costum-bre y nostalgia llamamos México.

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DAVID ALFARO SIQUEIROS: Retrato de la burguesía (detalle), 1939-1940

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La noticia llegó con la muerte de Carlos Fuentes. O más exac-tamente la otra, la que se aloja en el origen de este diario.Hay en ella lo inseguro de paredes que buscan la superficie

del agua a profundidad, estela de cuerpos y objetos en esas oque-dades empapando los sueños con doncellas y collares de gemas,sacerdotes y cuchillos de obsidiana, ofrecimientos al dios Chacpara que su señorío de las lluvias resguarde. Allí estaba Juan Villo-ro y es entonces la llamada sobre Carlos Fuentes:

Me enteré de su muerte en un escenario que parece de su in-vención. El teléfono de un amigo sonó poco antes de que des-cendiéramos a un cenote recién explorado en Chichén Itzá. Mien-tras atisbaba el inframundo maya, se me agolparon imágenesdel cuento «Chac Mool», de Cambio de piel, ubicado en lapirámide de Cholula, de «Gente de razón», relato donde doshermanos practican modos complementarios de entender el país:uno explora la ciudad, otro el subsuelo,

cuenta poco menos de una semana después en la crónica quepublica en Página/12. Es así como se entrecruzan la entrada deFuentes al reino de Xibalbá y la llegada de Villoro al ombligo del

EUGENIO MARRÓN

Semana en La Pirámide:diario desde una lectura

Para un Jorge en cada orilla: Fornet en La Habana,Herralde en Barcelona.

¿Es posible disponer de una memoria salvaje, nodomesticada por el uso?JUAN VILLORO

(De eso se trata)

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farallón: «Entendí que allá arriba la superficie habíacambiado. El rito de paso tenía que ver con la in-mersión al corazón de la tierra, pero también con lamuerte de un insoslayable precursor. La cueva delfin y del origen adquiría otro sentido», apunta enese texto aparecido el domingo 20 de mayo de2012. Un mes antes, su Arrecife ha visto la luz enNarrativas hispánicas de Anagrama. Dos circuns-tancias se abren paso: la muerte de Fuentes permi-te saber del viaje de Villoro a los escenarios de sunueva novela y ella incita a la lectura que provocaestas notas: ¿el novelista entregaría una copia a loscalados del cenote después de un rito? La preguntame asaltó al año siguiente del fallecimiento del crea-dor de Terra Nostra y en pos de Arrecife. En aquelmomento llegó la invitación al hotel y un remedo deaquellos parajes, una vuelta a las vidas cruzadasdel sinuoso Mario Müller y el quebradizo TonyGóngora: la visión de dos mexicanos perdidos enMéxico al uso de Bolaño, casi un crucigrama deequilibrios entre muchas fragilidades de la memoriay escasas tendencias de la omisión. Comenzaba elrepaso, una semana para repletar de comentariosla moleskine. Fue así como nació este diario.

Sábado 2 de noviembre

Era el mejor de los días para ir a Teotihuacán. Yamuy temprano, tras el primer café bien retinto –dearriero, pero no de Comala, sino de Buey Arriba,allá en la Sierra Maestra–, Lichi me lo advertía: «Tevas a quedar pasmado cuando veas la Calzada delos Muertos desde la Pirámide de la Luna». Estamossentados en la terraza de su departamento en unacuarta planta de Tejocotes y Miguel Laurent, los avio-nes que pasan a cada rato, la alborada bien fría. Latarde anterior, luego de caminar por la Colonia delValle, como si buscáramos alguna locación para una

secuela de El ángel exterminador, morosos a lasombra del Parque Hundido, se me ocurre comentarque alguna de aquellas casonas –una y otra vez re-cuerdo a un personaje de La cabeza de la hidraque, agazapado en la mansión de Artemio Cruz, sededica a fisgonear entre visillos– hasta bien serviríapara una clínica oftalmológica –mi operación recien-te en el habanero hospital Pando Ferrer, muy biencumplida, era motivo recurrente. «Ah» –me dice Li-chi–, «si quieres saber lo que es una clínica de ojosen el D.F., te llevo a la del doctor Antonio Suárez».¿Muy lejana de aquí?, le pregunto. «Carajo» –medice–, «te puse una pica en Flandes. En una novelaque tienes que conocer. Y está en casa». Así fue comosupe de Juan Villoro gracias a Eliseo Alberto, el Díade los Fieles Difuntos del año 2003: una noche dearroz con pollo como Dios manda y algún que otrotrago de ron, una noche para cerrar con las primeraspáginas de El disparo de argón. Fue la apertura deun empeño: buscar sus obras (no olvido la Navidaddel año siguiente, con El testigo esperando por míbajo el árbol, o tres años más tarde, en el standde las Ediciones Universidad Diego Portales, enla Feria del Libro de Santiago de Chile, el tomo azulcon la foto del autor en la portada: De eso se trata –y para colmo de júbilo en aquella ocasión, el volu-men anaranjado de Bolaño por sí mismo, prologa-do por Villoro–). Una simpatía que empieza por unlibro se refuerza con los apuntes en un dietario. Aho-ra mismo, este otro 2 de noviembre inmerso en Arre-cife, digamos que en una habitación de La Pirámide,gentileza de Tony Góngora al invitarme, expectaciónque libera torrentes de adrenalina poco después demi arribo, al encontrarse el cuerpo de Ginger Olden-ville con su traje de buzo puesto, un arpón de tresligas que le ha partido el pecho. Qué chocante vera un tipo tan campechano como Tony metido eneste lío –lo conocí en La Habana, durante un viaje

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en su período de rockero, en busca de algún maes-tro de la percusión para que lo introdujera en esosritmos, obsesionado con fusilar un encuentro al es-tilo de Land of the Midnight Sun entre Jaco Pas-torius y Al Di Meola, pero con el bajo y la guitarrapulsando los pasos de un tambor. Y aquella remem-branza retornaba una y otra vez, al mirar la orilla deun enorme rompiente; allí los soberanos de Atrium–los percibía como una arbitraria conexión entreenfebrecidos y expertos sucesores de Jay Gatsby yCharles Foster Kane– disfrutaban con una pers-pectiva decadente de Xanadú levantada en la erade Steve Jobs: un reino para el turismo universal,como si Coleridge lo hubiera anticipado en las es-trofas de Kubla Khan: «...un palacio de recreo /maravilloso, allí por donde fluye / el Alfa, río sagra-do, por cavernas / inmensas para el hombre...». Ah,el río de Coleridge por debajo de aquel resort, unacorriente a través de grutas favorables para que unbuzo, «robusto y hermoso» como Flebas el Fenicioen el poema de Eliot, tenga una Muerte por agua.Un buzo a merced de los soberanos. Pero... ¿eranrealmente soberanos los señores de aquel consor-cio en sus cubículos de Londres o más bien los so-lícitos hombres de paja de un soberano mayor?...Lo sobresaliente en este hotel no son las dosis depeligro, sino lo letal a favor de las preguntas queprovoca. La novela abriéndome sus recodos. Ade-lante, oigo que me dicen, Tony Góngora sin dudas.

Domingo 3 de noviembre

Ayer fuimos a Teotihuacán, ayer hace diez años. Pa-rado frente a la Pirámide de la Luna, pensando enlos maestros de obra que levantaron aquel sitio, irrum-pe el recuerdo del doctor Suárez en El disparo deargón: el oftalmólogo recibe una cuchara de oro parala mezcla de cemento, como reconocimiento por

haber operado a varios de los albañiles accidenta-dos en un derrumbe en Iztapalapa. Tras el viaje aTeotihuacán, vuelvo a la novela de Villoro y ella melleva a hojear esa maravilla que se titula Los anti-guos mexicanos, de Miguel León-Portilla. Sospe-cho que el doctor Suárez me persigue y tanteo en-tre las negruras del socavón. El canto de uninformante nahua de fray Bernardino de Sahagúntrae un fragmento que no podía ser más afortuna-do: «Cuando aún era de noche, / cuando aún nohabía día, / cuando aún no había luz...». Igualmenteson los ojos de los peces que miran a través de losvidrios del acuario de La Pirámide: «Nadaban enzigzag y chocaban con el cristal, una y otra vez»,indica Tony Góngora en Arrecife, para luego aso-marse «a ver los ojos de Ginger Oldenville» y des-cubrir en ellos «la expresión ilusa de quien mira unagaviota». El buzo víctima de un arponazo puedetener su calco en la efigie de un guerrero de arcillade Tecomán: tiene ocho centímetros de alto y estáen el Museo de Etnografía de Budapest. Recuerdola primera vez que lo vi en una foto de Tamás Ko-vács: más parecía un paseante de las profundida-des recién salido a la superficie que un soldado a laespera de una orden. Mientras Tony se encarga demostrar el cadáver, vuelvo a las notas de aquellamañana en Teotihuacán: las piedras que me llevan alos albañiles en la clínica –«solo los párpados estánlibres de hollín», cuenta el narrador– y presiento laoscuridad que domina el acuario. Un mundo de cre-púsculos al ritmo de sonidos para marear, mientraslos peces hacen lo suyo: el acuario en el corazón deLa Pirámide, arquitectura inspirada en el Templode las Inscripciones de Palenque. ¿Desea que losecuestren o prefiere la huida al estilo de aquellapelícula de Sam Peckimpah, con Steve McQueeny Ali MacGraw? –imagino a un empleado del hotelanimándome con la insinuación de sus juicios cine-

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matográficos–. ¿No la recuerda? Allí le venden a élun rifle con calibre para demoler una pared, un riflecomo tal vez usted podrá encontrar en Kukulcán,en algún rincón de esta novela que va leyendo. Bah,alucinaciones de la ficción, droga fuerte. Sí: todopronosticado por Mario Müller, mientras Tony Gón-gora lo inscribe y escarba en la memoria. Mario elmolinero y Tony el poeta, según sus apellidos, apuntocon un lápiz pues ya el bolígrafo se ha quedado sintinta. Y algo más: ¿Mario dominando diferentes po-siciones «en el terreno», como Thomas en el Ba-yern de Munich, la Bota de Oro con cinco goles enel Mundial de Sudáfrica? Recuerdo que Lezamaencendía la luz en su casa de Trocadero 162 y eranlas cataratas en Ontario. Leyendo Arrecife me pasalo mismo: «Del Océano, pues, antes sorbido, / yluego vomitado / no lejos de un escollo coronado /de secos juncos, de calientes plumas / –alga todoy espumas–», en la Soledad de Góngora –de Luisel cordobés, aunque igual de solo Tony el mexica-no– tropiezo con Bacon el buzo –el otro cadáveren la rueca de La Pirámide–. Demasiado, creo quemejor será dormir y trancar bien la puerta, que eneste hotel nunca se sabe.

Lunes 4 de noviembre

«Cambiar de miedos cruzando fronteras»: lo diceJuan Villoro a propósito de las andanzas reporteri-les sin sosiego de Jon Lee Anderson, en una con-versación con Amelia Castilla que publica Babeliael 31 de marzo de 2012, a propósito de la apari-ción de Arrecife. Me agarró la frase antes de en-trar en la novela y la apunté en el reverso de unafoto que guardo en mi moleskine. La imagen fuetomada por Juan Rulfo y se incluye en un libro degran formato que publicara en México el InstitutoNacional de Bellas Artes en 1980, con cien foto-

grafías en las que el autor de Pedro Páramo seexplaya más allá de su escritura: es la Pirámide deTenayuca, sombras y claridades que se recortan enverticalidad a favor de la piedra y el silencio. Mehubiera gustado esta foto para la portada de Arre-cife. Sí, ya sé, nada que ver con las zonas arqueo-lógicas de Yucatán, ni con sus paisajes, pero en ellavislumbro una alusión a ese estado interior, tan caroa la novela, que la frase de Villoro distingue: «Cam-biar de miedos cruzando fronteras» –y yo reme-moraba los maliciosos nerviosismos en el gabinetedel doctor Suárez, trocados en los indudables pa-vores del acuario y el bajío–, permutación de lossentidos, desemboque en la voz de Tony Góngora,entre la vigilia que olvida y el sueño que recuerda. Yuna sospecha que, si de asombros se trataba, saltacomo una liebre –me figuro otro cuarto: don Juanhace nadar a Carlos Castaneda como si fuera enuna piscina, trasladado a La Pirámide–: lo proba-ble de Tony y Mario como transcripciones de lasperipecias del Diablo Cojuelo elevadas a la enési-ma potencia, quid de lo cotidiano en la aldea glo-bal; refranes en caserío de Castilla-La Manchamudados en sentencias para usanza de trasiego pla-netario, el Diablo Tony Cojuelo fijando el arrebatohabilidoso de Don Cleofás Müller –los días de LuisVélez de Guevara leídos cuatro siglos más tardecomo quien gira dentro del azogue, alguien queabandona la comarca de Alicia, caer en una perdi-ción a lo Breaking Bad, solicitudes en Kukulcán.

Martes 5 de noviembre

Anoche rumiaba algunas frases que no pude ano-tar... Sonó el teléfono y Tony invitaba a un recorri-do por La Pirámide. «Con velas, nada de otras lu-ces, es ocurrencia de unos amigos de Mario quehan venido a organizar un coloquio sobre Henry

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James» –dice y dejo a un lado la novela. Me explicaque quieren celebrar en grande el aniversario cien-to quince de la publicación de Otra vuelta de tuer-ca. Atrium facilitará un acontecimiento sin igual: char-lar con el mismísimo Henry James acerca de aqueldía de 1898, cuando una joven institutriz llega a unacasa de campo para cuidar a dos niños, algo queva a ser posible gracias a una médium –inglesa tam-bién, faltaba más– que conversa con frecuencia conel autor de Retrato de una dama. Pero no será laúnica sorpresa: los lectores de James por estos pa-gos tendrán, además, la suerte de interrogar en lasala de convenciones de La Pirámide a José Bian-co, gracias a una espiritista de Santiago de Cubaque a ratos escoge departir con el argentino cuan-do este se entromete en las chácharas de aquellacon Virgilio Piñera. Según Tony será una oportuni-dad única para indagar en torno a la traducción dela novela festejada. «Y si me apuras» –añade–«hasta habrá quien desee ponerse al borde de uninfarto». Sonó el teléfono y desperté: Jorge pre-gunta por el título del texto sobre Juan Villoro. Es-toy en la mitad de la semana.

Miércoles 6 de noviembre

Dos víctimas de inmediato, apenas ingresé en LaPirámide, ya gravitan sobre estos días dos norte-americanos: Ginger Oldenville, traspasado por ar-pón fuera del agua, y Roger Bacon, asfixiado –oquién sabe si llevado a ahogarse– tras inmersiónprofunda. Los nombres de los buzos invitan a unahipótesis con asiento en el rock, si me atengo a losdías de Mario y Tony como miembros del grupoLos Extraditables: se me antoja una corresponden-cia de nombres y melodías, para que el muerto porhierro traiga la añoranza de la batería de GingerBaker en Blood Brothers 69 –tema adecuado para

el barrido de un arpón– y el muerto por ahogo fac-ture la reminiscencia del bajo según Roger Watersen los rodeos de Brain Damage –como anillo aldedo el cadáver de Bacon en el ritmo del otroRoger: «And if the band you’re in starts playingdifferent tunes», o sea, «y la banda en que estásempieza a tocar una melodía diferente», vaya, unamelodía para quien mete la nariz donde no hayque meterla. Las conjeturas se dilatan en el arcode la trama y con ellas salen a escena los protago-nistas más disímiles, casi un guiñol a imagen y se-mejanza de los tiempos en un país que «se parecedemasiado a sí mismo», como dice Mario Müllercon ironía de buena cepa en algún diálogo. El teatroque abre sus cortinas, inmejorable desfile de tem-peramentos y situaciones que convierten el oasisde Kukulcán en un álbum con precisión de trazos.Las figuras que Tony Góngora entrega son confir-mación de lo anterior: el Gringo Peterson, sociomayoritario de La Pirámide –«sus brazos muscu-losos, cubiertos de vellos rojizos, sugerían ejerci-cios extenuantes», «tenía una incurable adicción alos hipódromos», «ajeno al espectáculo de los ca-ballos, concentrado tan solo en los nombres y lascifras como un puritano de la fortuna»; LeopoldoTámez, jefe de seguridad del hotel, siempre ocul-to tras sus gafas –«sus ojos tenían la molesta opa-cidad de los ostiones», «era desagradable saberque tras el plástico ahumado había algo blando yvil»; Sandra la Gringa y su obsesión por hacer delyoga la principal manera para que los turistas al-cancen el control de sus emociones –«su piel pa-recía recién hecha», «su cuerpo pulido por el ejer-cicio»; el siempre desconfiado y puntual inspectorRíos, con «un traje color café desgastado, de telacorriente» y más: «su delgada corbata negra ledaba un aspecto de vendedor de Biblias» –me atre-vería a proponerlo como sustituto del comisario

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Marco Ruiz, de la Policía Estatal de Chihuahua,con la impecable actuación de Demián Bichir enThe Bridge... Ellos y otros son huellas al filo delbarranco en los límites de La Pirámide: la suges-tión incita no tanto a los goces del albur como alos rituales del miedo. Una frase en esas páginas,disparada como dardo con curare, puede conver-tirse en el emblema del resort: «El tercer mundoexiste para salvar del aburrimiento a los europeos»,y poco antes la afirmación de los horrores: «Entodos los periódicos del mundo hay malas noti-cias sobre México: cuerpos mutilados, rostrosrociados de ácido, cabezas sueltas, una mujerdesnuda colgada de un poste, pilas de cadáveres.Eso provoca pánico. Lo raro es que en lugarestranquilos hay gente que quiere sentir eso». Mu-cho más que examen de notaciones mexicanas encomienzo de siglo tan crispado –caudal nada des-deñable para la práctica de analistas con voca-ción de entomólogos–, esta pieza narrativa tienesu cifra indivisible en la definición de Cervantesque abre las Novelas ejemplares y es meollo enArrecife, al igual que en otras obras del autor,constancia de su ascendencia catalana: «Mi inten-to ha sido poner en la plaza de nuestra repúblicauna mesa de trucos, donde cada uno pueda llegara entretenerse sin daño de barras». Qué bien lasentencia de don Miguel a favor de la novela comosolaz. Y más deseable que el lanzamiento de ba-rras metálicas, juego de molineros castellanos que–en esos años de la inaugural salida de Don Qui-jote– eran la locura de hinchas a punto de irse alas Indias, gritos y aplausos para quienes arrojanmás lejos trancas y bolos, encomio de labriegos,pícaros y hortelanos. Baza de espadas en mano,discípulo de quien sabe colocar como nadie lamesa de trucos, Juan Villoro pone su Arrecife enla plaza de nuestra república cervantina.

Jueves 7 de noviembre

Lo primero que he tenido en cuenta al hospedarmeen La Pirámide es evitar la habitación 237. Nueva-mente el empleado cinéfilo: vaya, vaya... conqueotro apasionado por The Shinning, enhorabuena.¿Sabía usted que Kubrick, cuando este hotel ni si-quiera figuraba en los sesos de Atrium, anduvo poraquí? Lo miro y pienso que las gemelas y el sonso-netillo de «red room, red room...» excederían lainvitación al abismo que el resort de Kukulcán su-pone. Y nada de disparos a quemarropa con salvasy chalecos antibalas, opciones que el paquete turís-tico ofrece. «El amigo cubano de Tony Góngora havenido a leer una novela, no lo molesten», oigo a unbarman que parece salido de algún friso en Chi-chén Itzá. Sí, concentrarme en Arrecife era motivodel viaje; y también un desquite con la vez que noquise ir a Tel Aviv: entonces el hotel King David a lavera de Santiago Gamboa, propicio para ingresaren los vericuetos del Congreso Internacional deBiógrafos y la Memoria, sobresalía como un retiromás que apetecible para la ojeada de Necrópolis.Pero si aquel fue un deseo en el aire, un espejismo,una invención más que calenturienta, el viaje de ahoracalaba a fondo en un prójimo lector, gracias a lanovela leída in situ, lo que para mí equivale a decirgracias a Tony. La posibilidad de Arrecife conducea una celebración a lo Cervantes y, sin dudas, muyajustada al espíritu de su escritura. Tal pensamientome vino poco después de la medianoche, viendoThe Scarlet Claw, una vieja película de los añoscuarenta, en un canal que emite cine durante lasveinticuatro horas: Basil Rathbone –sudafricano yalegendario cuando tal vez los padres de su paisanaCharlize Theron ni siquiera eran infantes de guar-dería– metido en la piel del célebre inquilino londi-nense de Baker Street 221 B. Muy piadosa reflexión

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la que me asaltaba como un presentimiento: Sher-lock Holmes –ah, de nuevo las cataratas de Onta-rio según Lezama– paseándose por la Pirámide conWatson. O para ser más exacto: el recién graduadomédico naval Arthur Conan Doyle a bordo del bu-que SS Mayumba, frente a las costas nigerianas,una noche de 1885, el calor que no deja dormir, losseis tomos del Quijote en su edición inglesa de1781, debida a John Bowle, guardados en un baúl–un tesoro casi más preciado para el joven que susinstrumentales de galeno. El magro hidalgo y el obe-so escudero trasladados mucho después a los re-tratos del magro detective y el obeso doctor, o lofactible de Tony Góngora y Mario Müller permu-tando los roles de Holmes y Watson mientras ave-riguan quién dispara un arpón y zarandea a un aho-gado. Me gusta la idea de Cervantes leído porConan Doyle a través del espejo en Villoro: lo ano-to y enseguida un apagón. Penumbras y silencio,casi no sé cómo logro llegar a la puerta y abrirla. Enel pasillo, linterna en mano, un gigante con pasamon-tañas y su cuerno de chivo –es decir, el mote delfusil AK-47 en las nuevas guerras floridas– me para:«Quédese tranquilo, esto no va con usted...» –elpotente foco resalta la tela de camuflaje como sitrajera brillos. «Quédese allá adentro... Vamos asecuestrar a unos noruegos que llegaron esta tarde,ya usted sabe, quieren emociones fuertes... Le dejola linterna para que siga leyendo».

Viernes 8 de noviembre

«El hecho capital del siglo XX» –ha recordado Vi-lloro en La alfombra roja del terror narco, citan-do a J.G. Ballard– «es la aparición del concepto deposibilidad ilimitada». Un poco más adelante, es elautor de Arrecife quien apunta que en «el mundonarco, la supremacía del presente se cumple a tra-

vés de un ménage à trois del dinero rápido, la altatecnología delictiva y el dominio del secreto». Elrecorte de la página del Periódico de Catalunya–aquel reportaje publicado el 1 de febrero de 2009–ha sobrevivido guardado en mi moleskine y ya conpedazos de scotch tape que protegen sus bordestras tanto manoseo de préstamos. La definición latengo como esencial al bosquejar los pilares quesostienen La Pirámide: he ahí las potestades del di-nero rápido o el Gringo Peterson como guardiánde los dómines de Atrium; la alta tecnología delicti-va o el sabio aprovechamiento de las interconexio-nes entre los cenotes y el mar –el mejor calco parauna audaz ruta de «las especies» en el siglo XXI a lavuelta del Caribe y sus aledaños–, y el dominio delsecreto o el dueto de Müller y Peterson en una su-cesión de arias que –cual ópera para hacer las de-licias de un Daniel Catán revivido con La hija deRappacini en las arenas de Kukulcán– solo eloído de Tony Góngora logra descifrar. Y por su-puesto, debo agregar como elemento raigal enArrecife el ímpetu que aporta la cartografía de tan-tas vidas rotas, sostén de sus páginas, ejemplifica-do con creces por los inolvidables Tony Góngora yMario Müller, sobrevivientes de la arcadia del rock,melancólico y descaminado en los pasadizos del ol-vido el primero, delirante y excesivo en los laberin-tos del recuerdo el segundo: casi dos pistoleros delduelo en el O.K. Corral, para zanjar los agraviosde la añoranza entre la franqueza y el disimulo. Yademás, el despliegue de situaciones y protagonis-tas con franca ventaja en algo que –a propósito deBolaño y su 2666– el propio Villoro advierte en eldocumental realizado por Eric Haasnoot con testi-monios de familiares y amigos del ubicuo detectivesalvaje: esta novela también «espejea desde mu-chas perspectivas temas que tratan de distinta ma-nera los personajes». Colofón de ese espejear es el

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encuentro final entre Peterson y Tony, tal vez unode los diálogos más electrizantes que nos ha depa-rado la novela latinoamericana en buen rato –y enuna historia donde cada diálogo es decisivo paraensanchar su aliento– con una carga de aprensión yastucia digna de un tablero entre Anand y Carlsen.Arrecife no escatima en ningún segmento los pla-ceres de la aventura, los bríos del ingenio en el artede narrar, tantas veces desterrados a favor del últi-mo grito en la pasarela: novela de la nueva caballe-ría, agarra por el cuello, no suelta hasta el borde deuna pista donde un avión aguarda por Tony Gón-gora, allí donde otro avión me llevará a Cancún yde ahí a Cuba.

Sábado 9 de noviembre

Desvelado a más no poder, de vuelta en casa, to-mando valeriana en busca del sueño perdido, cuandoya los días acumulaban su recuerdo en las anota-ciones de la moleskine, una frase de Villoro en elprólogo a De eso se trata –sus seductores en-sayos literarios como otra brújula a la hora deArrecife– brincaba al releerlos: «Un viajero soloconoce el peso del viaje cuando se quita los zapa-tos». Luego fue el sueño y la noticia, la otra, la quese aloja en el origen de este diario: comenzaba laSemana en La Pirámide.

Holguín, noviembre de 2013

Los fragmentos citados han sido tomados de:

Castilla, Amelia: Daños elegidos. Entrevista a JuanVilloro, suplemento cultural Babelia en El País,Madrid, 31 de marzo de 2012.

Cervantes Saavedra, Miguel de: Obras completas,Madrid, Editorial Aguilar, 1956.

Eliot, T.S.: La tierra baldía, trad. de David Cheri-cián, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1990.

Góngora y Argote, Luis de: Obras completas,Madrid, Editorial Aguilar, 1943.

Haasnoot, Erik: Bolaño cercano. Documental pro-ducido por Editorial Candaya-teveunam, Méxi-co, 2008.

León-Portilla, Miguel: Los antiguos mexicanos,México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

Poesía romántica inglesa, trad. de Heberto Pa-dilla, La Habana, Editorial Arte y Literatura,1979.

Villoro, Juan: Arrecife, Barcelona, Editorial Ana-grama, 2012.

–––––––––: De eso se trata, Santiago de Chile,Ediciones Universidad Diego Portales, 2007.

––––––––: El disparo de argón, La Habana, Edi-torial Arte y Literatura, 2006.

––––––––: «La alfombra roja del terror narco», enEl Periódico de Catalunya, Barcelona, 1 defebrero de 2009.

––––––––: «La eternidad en movimiento», en Pá-gina/12, Buenos Aires, 20 de mayo de 2012. c

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n libro que va de 1968 a 1985 parece un reloj con lacarátula resquebrajada», afirma el escritor mexicanoJuan Villoro en el prólogo de su obra Tiempo trans-

SUSEL GUTIÉRREZ TORRES

Tiempo transcurrido: Calendarioazteca de una generaciónde testigos/personajes

1 Juan Villoro: Tiempo transcurrido (crónicas imaginarias), México, Fondode Cultura Económica, 2001, p. 9.

«Ucurrido (crónicas imaginarias) (1986). Haciendo caso omiso alo que él mismo llama la «incomodidad de las cifras disparejas»,1

rompe con la tradición nacional que suele presentar la historia ennúmeros redondos: 1810, 1910. De esta forma rescata «años comovidrios rotos» (9) y centra su atención en momentos puntuales deese amasijo recuperado.

«Vale la pena precisar lo que el libro no es. Tiempo transcurri-do no tiene pretensiones de fresco histórico. [...] He tratado, sim-plemente, de imaginar historias a partir de ciertos episodios reales yde un puñado de canciones» (10). Contrario a estas afirmacionesdel autor, creo que el volumen se ofrece, cuando menos, como unasecuencia de eventos notorios que dan cuenta de un período con-creto donde la historia nacional y universal alternan con cerca deochenta grupos musicales –muchos de los cuales, confieso, nuncaantes había escuchado nombrar–, álbumes y títulos de cancionesque transitan por diferentes géneros: rock clásico, sicodélico, dis-co, baladas, blues, punk. Con ese background musical como telón

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de fondo, asistimos a un recorrido guiado por figu-ras que podríamos llamar ahistóricas y que ofrecensu testimonio sobre aquellos hechos que los mar-caron en los planos individual y colectivo.

Entre presente y pasado, ese reloj tiende un puen-te a la memoria y establece una secuencia temporalque respeta el orden cronológico en la disposiciónde las dieciocho crónicas imaginarias, cada una delas cuales está dedicada a un año, desde 1968, conlos sangrientos acontecimientos de la Plaza de lasTres Culturas en Tlatelolco, hasta 1985, fecha delaciago terremoto de México. A ese puente se ac-cede desde el recuerdo de experiencias personalesde sujetos comunes, hombres y mujeres ajenos a laHistoria oficial, con mayúsculas y, no obstante, fi-guras claves de esta.

Los testigos de Villoro asisten a los eventos delmovimiento estudiantil, al aterrizaje de Neil Arms-trong en la Luna, a la visita de Juan Pablo II a Méxi-co, al maratónico concierto Live-Aid que recaudófondos para África, a la devaluación de la moneday a la nacionalización de la banca, pero lo hacen sinplena conciencia –como casi siempre sucede– deestar presenciando un momento histórico; de ahí lanecesidad de volver sobre ellos desde la memoria.Al prestar sus testimonios, cumplen una doble fun-ción: no solo recobran la memoria colectiva que selevanta contra la historia oficial, aunque paradóji-camente la complete, sino que al contar sus versio-nes a un segundo que las convertirá en literaturapara un tercero y un cuarto, adquieren ellos un nue-vo sema, el de personajes.

La creación seudoficcional, línea directa de la cualdesciende Tiempo transcurrido, es una de las ten-dencias aprovechadas por los nuevos cronistas lati-noamericanos (Leila Guerriero, Martín Caparrós,Alberto Fuguet) entre los cuales se cuenta Villoro. Allindar con la ficción, esta modalidad elude en parte

las ataduras de inmediatez y objetividad impuestaspor el periodismo y se abre a un universo estilísticomucho más rico en posibilidades y combinaciones.

Los protagonistas se mueven entre ambos polosdel binomio testigo/personaje, de manera tal quepertenecen por origen a los primeros y por recons-trucción, a los segundos. Habitan un presente quesoporta estoicamente el lastre de un pasado del cualno pueden, o no quieren deshacerse, pues hacerlosupone la cancelación de un tiempo seductor e idea-lizado, pleno de ilusiones y motivaciones.

Ante la rigidez de los imaginarios sociales, la vio-lencia policial, los estereotipos culturales y los de-sengaños individuales, encontramos en la mayoríade las crónicas una especie de revelación que viene dela mano de una experiencia traumática que sume asus protagonistas, si no en el fracaso, al menos enla resignada frustración que supone para ellos des-cubrir que no hay posibilidades más allá de las nor-mas estrictas establecidas por una sociedad con-servadora, rígida y represiva como la suya. Seproduce entonces una renuncia a un modo de vidaque no es factible, y como daño colateral de esarenuncia se desprende un proceso de inversión.

Para entender cabalmente este proceso basta conrepasar algunos momentos cardinales de la acciónen varias de las crónicas. La motivación se encuen-tra depositada en la ilusión de poder llevar una vidaotra (ser deportista o punk, practicar el glam-rock,conocer a Elvis Presley), pero el enfrentamiento ala realidad aniquila la utopía e instaura en su lugar la«no posibilidad», la frustración.

En términos más concretos, el batazo que des-truye la rodilla del protagonista de la crónica de 1970lo convierte en un ser melancólico:

Como todas las heridas, la suya tiene una pode-rosa cualidad mnemotécnica. Ahora, cada vez

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que se agacha, Gus recuerda el golpe y luego sesume en un mundo prolijo, donde todos los ma-zapanes cuestan cincuenta centavos y ProcolHarum sigue en primer lugar del hit parade. Sumemoria es tan singular como el olvido de losotros [18-19].

Con la aceptación de patrones de conducta aje-nos a sus motivaciones originales, los protagonistasmuestran su resignación ante una realidad que nopueden cambiar. Incumplen así con su «deber ser»al negar sus propios deseos, de forma que consu-man una traición a sí mismos e invierten los para-digmas iniciales. Aunque no lo hagan por voluntadsino por imposición, asumen modelos que antesrechazaron.

En esa cuerda de pensamiento se mueven las vi-vencias del trío que anima la historia de 1973:

Con varios premolares menos y algunas costillasrotas, Toño, Nabor y Alvarito abandonaron suintención de asumir la moda glam. En NuevaYork, ellos se hubieran podido disfrazar de azo-tadores, arrastrándose por las banquetas de laQuinta Avenida sin que nadie los volteara a ver.Pero en México no estaba el horno para freaks[48-49].

Atrapados en sus propias contradicciones, mu-chos reconocen, a través de la remembranza, ladistancia que los separa de las ilusiones de juven-tud, pero ya han pasado el punto de no retorno ycontinúan atrapados en las convenciones de mode-los socialmente aceptables. Descubrimos así a Joa-quín (1970), convertido en un administrador fanáti-co del fútbol tras la disolución de los Beatles, peroque al calcular los impuestos de su empresa se sor-prende tarareando estribillos de los Rolling Stones,

y la Chata (1977), que dejó de ser fanática de lamúsica para volverse adicta a los desfiles de mo-das, aunque carga el recuerdo de Elvis como unfantasma que no muere.

Pero algunos logran burlar la inversión y esca-pan a ese desengaño que potencia el tono resigna-do que asoma en muchas de las crónicas; esos ele-gidos consiguen robarle un triunfo fugaz alhermetismo de su entorno: «Los tres gladiadores[...] los jodidos guerreros del hoyo fonqui, corrie-ron por la banqueta para crear una obra de arte apunta de madrazos» (1974) (55); durante el con-cierto en México del trío The Police (1980), «Rubénse unió al griterío con entusiasmo, seguro de que sumomento de gloria había llegado: sobre una mesa,con esposas al cinto, los chavos de la escuela acti-va llamaron a la policía» (92).

Mención aparte merece la crónica de 1983, don-de irrumpe la violencia policial en el que es posible-mente el pasaje más descarnado del libro: la viola-ción de Magali y el asesinato de su amigo con unpicahielo. Frente a personajes frecuentemente me-lancólicos (Gus, Chata), resignados (Toño, Nabor,Alvarito) o pasivos (el Gato, Rocío), se levanta ytoma venganza la nueva Magali, convertida ya enMadona de Guadalupe:

Después de dos horas de encarnizada trifulca, lapolicía quedó reducida a un montón de bultos ygorras azules [...]. Caminó despacio hasta elcuerpo desmayado. Su zapato rojo se posó consuavidad sobre la nariz del policía. Luego la tri-turó de un pisotón [...] escuchó el agradable cru-jido del cartílago [111].

Aun cuando desempeñen un papel central den-tro de sus respectivas historias y constituyan un ele-mento focal del conflicto, los protagonistas carecen

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de una visión totalizadora de los acontecimientos.Entre ese inventario de testigos/personajes se filtrala voz del cronista Villoro, cuestionador e irreve-rente, crítico social de su contexto y depositario deuna visión panorámica y objetiva.

Con el propósito de «iluminar» un suceso con-creto de tema diverso (personal, local, nacional,internacional) se permite el uso de un lenguaje máscuidado y recursos expresivos tales como la com-paración, la metáfora, la ironía, el toque humorísti-co o hipérboles intencionadas; asimismo, no dudaen alterar el orden jerárquico descendente en ladescripción del evento que le sirve de tema, mien-tras que –para subrayar su trascendencia– se valede la descripción de la realidad y la manipulación delas emociones.

Refleja la escisión de una sociedad incapaz detomar partido por un bando u otro, sin importar eltema en cuestión, política, música, ideología, cre-do; sintetiza la decadencia de la izquierda radical ydel catolicismo a ultranza; y se burla de los transito-rios hobbies finiseculares que alternaron interesesorientalistas y fisiculturistas con la estampida de lasantenas parabólicas y la búsqueda de autoafirma-ción como fórmula de vida.

De igual manera, esa voz deja entrever a ratoselementos autobiográficos, como la mención del gru-po Fusifingus Pop (1968), del cual formó parte en sujuventud, o el descubrimiento de los escritores de laOnda, movimiento literario surgido en México du-rante la segunda mitad de los sesenta y formado porautores que pretendían una ruptura con la literaturatradicional a través de un lenguaje más abierto y fran-co; es después de este hallazgo, en especial de laobra de José Agustín, a quien dedica Tiempo trans-currido, que Villoro comienza escribir.

Y no solo le dedica su libro, sino que la crónicade 1984 es protagonizada por un joven que tras

recibir la encomienda de leer De perfil en un Tallerde Redacción e Investigación Documental, tiene unarevelación sobre el destino de los escritores mexica-nos, llamados a sustituir a los rocanroleros en discur-sos de trescientas páginas que equivalían a unconcierto en un estadio:

Sin embargo, aún había una caseta de cobro en suitinerario intelectual. Mailer y compañía escribíande asuntos y hombres famosos: la guerra de Viet-nam, el clan Kennedy, Frank Sinatra, MarilynMonroe, el emporio de Playboy. Al salir del CCH,Rodolfo necesitaba un ayatola, un jefe de la JuntaMilitar, una actriz de escándalo, un boxeador depeso completo, alguien famoso a quien entrevis-tar. Pero en México las celebridades eran desco-nocidas. Entonces volvió la vista al otro extremo,a la inagotable reserva de marginados que tenía elpaís. [...] Empezó a escribir en los periódicos cró-nicas imaginarias. El más fresa de sus personajesera adicto al cemento. Cholos, escupefuegos, dan-zantes indígenas, merolicos, faquires y chavos ban-da integraron su resentida galería. La rata, elperro famélico, el chancro y la mirada estrábicaaparecieron con la misma puntualidad que los Gi-tanes en los cuentos de Cortázar [116].

Este mismo personaje, Rodolfo, acaso álter egoocasional del autor, descubre el periodismo norte-americano de la mano de Norman Mailer, TomWolfe, Gore Vidal y, con ellos, la posibilidad deescribir de temas sociales de manera atractiva. Y,¿qué otra cosa hace el propio Villoro sino convertirsu cotidianidad en literatura?, ¿sino combinar losprocedimientos del novelista y el cronista para crearmundos únicos asimilando lugares comunes?

Con habilidad de experto tejedor logra articulartodas estas historias, las entrelaza y las separa

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conservando siempre una coherencia y transparenciaadmirables. El sentido del conjunto puede apreciar-se desde el título mismo, el cual sugiere una co-nexión lógica que, sin violentar estructuras, se re-petirá como leitmotiv en los textos que volveráninsistentemente a hurgar en el pasado.

Mientras explora los procesos de conformaciónde valores culturales, se mueve entre los datos his-tóricos, la tradición popular y el viaje inquisitoriosobre las múltiples realidades que coexisten en laciudad de México, laberíntica y mutable inmensi-dad que alberga barrios y colonias, escuelas pre-paratorias, recintos universitarios, hoyos y sitios derefugio o escape que promueven modos de vidaalternativos. Este recorrido constituye un intento porrepresentar una sociedad fragmentada, organizadaen muchos casos a partir de conatos de contracul-tura que pretenden levantarse contra el sistema delcual proceden.

Villoro no es aquí el testigo presencial que da fede lo que ocurre, sino que informa e interpreta lasexperiencias de otros testigos en sucesos que co-noce y recuerda, pero no vivió. Al hacerlo, le otorgaal lector de Tiempo transcurrido un conocimientoglobal de los acontecimientos narrados, de maneraque este no solo conoce las historias individuales delos dieciocho textos, sino que está al tanto de lo másrelevante que en materia social, económica, política,cultural y, por supuesto, musical, sucedió en Méxicodurante los años 1968 a 1985.

La estrategia discursiva se monta sobre la narra-ción explicativa, el recuento de experiencias perso-nales y la argumentación aguda de las opiniones delcronista que explora múltiples fronteras: concretas

(calles, barrios) y abstractas (presente/pasado; mo-tivación/frustración; clases sociales). Sin regodeo enel suspense o el efectismo, las historias resultan sim-ples; sin grandes complejidades estilísticas o crono-lógicas, hacen un empleo comedido de la elipsis queune espacios y tiempos distintos con tránsitos sutilesy bien logrados a partir de elementos comunes quefuncionan como eslabones entre las partes.

Resumo mi intervención diciendo que la crónica enTiempo transcurrido aparece vinculada a una rup-tura con la manera tradicional de presentar la histo-ria, toda vez que refiere acontecimientos puntualesde un ciclo atípico (1968-1985). Como forma de«cobrar venganza, de rescatar sucesos no vividos,de inventar el pasado» (10), focaliza la narracióndesde figuras comunes, ajenas al proceso cultural ehistórico hegemónico; se trata de sujetos corrientescon los cuales nos sentimos fácilmente identifica-dos en tanto encarnan al vecino o, incluso, un reflejode nosotros mismos.

La interacción testigo/cronista devuelve un nue-vo significado, cronista/personaje; y como resulta-do último de la ecuación se desprende el carácterdual de esos testigos/personajes, quienes exhibenen su mayoría un hálito nostálgico que aflora a tra-vés de la remembranza del pasado, y comporta-mientos que oscilan mayormente entre la acepta-ción resignada y la pasividad, aun cuando algunosescapen del esquema. Ellos integran la estirpe villo-riana encargada de develar las múltiples fronterasque abrigó en su seno durante una fracción delsiglo XX la sociedad mexicana, la misma que –comotantas en nuestros pueblos de América– llegó «tar-de a los Grandes Acontecimientos» (10). c

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Podrá existir una única vía de escape pero, ciertamente, nohay una sola vía que conduzca a México. No existe hoy –unoaterriza allí con mapas y coordenadas y libros leídos, y a la

lógica aprendida la disuelve de plano el olor de la canela. No hayuna sola vía de entrarle al país más inenarrable del Continente, yno la había en 1994, cuando Chiapas despertó «con tanta nocheencima».1

En su Primera Declaración de la Selva Lacandona, en enero deaquel año, así se dirigía el subcomandante Marcos a sus «muy esti-mados señores» mexicanos: «Chiapas nos reventó en la conciencianacional y muy variados autores desempolvan su pequeño LarousseIlustrado, su México desconocido». En este libro (Espejo retro-visor), se lo presenta como el «líder más carismático y desconoci-do» del fin de milenio mexicano: San Marcos, el Tucídides de lajungla, pasamontañas, pulgar en la nariz; sereno ante seis mil paresde ojos que atienden, sin escanear, la representación escénica, elpesebre de barro en que le nació al mundo su primera guerrillaposmoderna.

Juan Villoro pudo haber sido uno de aquellos «autores» desen-cajados o un «estimado señor» u otro par de ojos en el «safari

MARIANELA GONZÁLEZ

«Yo estuve ahí. LlámenmeIsmael»: un testigo en Chiapas

1 Mientras no se indique lo contrario, las citas se corresponden con las«crónicas zapatistas» incluidas en Espejo retrovisor: Los convidados deagosto (1994) y Mi padre, el cartaginés (2010). Re

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ideológico» que pondría en jaque los cimientos dela gobernanza neoliberal mexicana desde su esquinasur, la más profunda y alejada, aparentemente, delojo del huracán. Pero eligió ser un cronista, per-dón, «el cronista»: un testigo entre los «convidadosde agosto» a la Convención Aguascalientes; unafigura lateral. Quizá lo único que no cabía ser enaquel claro de la selva al que casi todos, dice, lle-gaban como «exalgo» dispuestos a ser, desde ahí,otra cosa, a perder la piel para ganar la máscara.

De entre muchas vías posibles, Juan Villoro le «en-tró» al México de 1994 por un costado. Resultado:un ejercicio de periodismo cultural complejo, discu-tidor con sus propias tesis; pleno de idas y vueltasentre distanciamiento e implicación, entre el autor-narrador y el personaje, entre los límites del «hacerver» y la «fe», entre la exposición y la máscara:

«Yo estuve ahí», marca, pero «Llámenme Ismael».

I

(La guerrilla quiere una moto; el cro-nista, una manera de entrar)

El subcomandante Marcos repasaba su narizcon el pulgar. Era la única evidencia de que estabaen el podio, conciente de la atracción magnéticaque ejercía en los seis mil convencionistas. Su vozcontrolada expresaba dominio escénico; la manoera otra cosa. [...] El cronista no disponía de otrogesto para calcular las reacciones del líder más ca-rismático y desconocido de nuestro fin de milenio.

La guerrilla zapatista quiso «una moto» para re-correr el país como había hecho el Che Guevarapor la América Latina. Marcos, una forma de re-presentación pública que recogiera y sintetizara latradición, pero que no se le pareciera. Y el cronis-

ta, lo mismo: como ante una realidad que ha sidomuchas veces contada y a la vez, inédita, exponelas costuras de su procedimiento analítico como sinecesitase justificarlo en una estructura que avanzay retrocede, todo el tiempo, sobre sus mismos pa-sos… como una revolución.

Ante el «caso Chiapas», todo iba a quedar enriesgo, dice Villoro, «empezando por el sentido delo verosímil».

El periodista, escritor, sociólogo, iba a ser de losprimeros en dar cuenta de un proceso inédito detransformación en el México profundo, un perfor-mance político al que habían vetado los muertos, yque, con esas credenciales, abría el diapasón a todoel país con un pastiche de símbolos, códigos, re-presentaciones de lo que había sido Tierra y liber-tad en la Revolución de 1910. Un ejercicio de re-ciclaje histórico y cultural que proponía conceptosuna y otra vez tomados como bandera y negados,repetidos e incomprendidos, bautizados y ataca-dos. Un fenómeno de contrastes; como todo allí,como la «aduana fría» en la zona franca de la utopíamexicana, como sus rifles inútiles. Una paradoja quese hizo notar en todos los idiomas.

Es necesaria una cierta dosis de ternura para co-menzar a andar con tanto en contra, para des-pertar con tanta noche encima. Es necesaria unacierta dosis de ternura para adivinar, en esta os-curidad, un pedacito de luz, para hacer del de-ber y la vergüenza una orden. Es necesaria unacierta dosis de ternura para quitar de en medio atanto hijo de puta que anda por ahí. Pero a ve-ces no basta con una cierta dosis de ternura y esnecesario agregar... una cierta dosis de plomo.

Esta había sido la Declaración de Principios delEZLN y, con ella, el subcomandante Marcos tra-

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zaba un programa de acercamiento que iba, sinremordimientos, de un extremo a otro de la cuer-da: apelaba a la identidad y desmantelaba al«Otro», oponiendo la antisolemnidad al presiden-cialismo, traduciendo culturalmente (advertía En-rique Dussel ese año en la revista Proceso) dosmundos hasta entonces incomunicados: el de losindígenas pobladores del México profundo y elde los «estimados señores» del México blanco.

Y en sintonía, otra vez, la intención del cronista:conseguir que realidades que comúnmente no se to-caban, se encontrasen al menos en la última frontera.Y el ejercicio lo incluyó. Camino a Chiapas, a unforo en medio de la selva que era bautizado comoAguascalientes en homenaje a la ciudad que reunió alos ejércitos populares de la Revolución en 1914,sitio parteaguas en la memoria histórica nacional, Vi-lloro se zambulló en el barro junto al resto de los queparecían haber esperado un alzamiento popular parasalir de camping, sintió que esa ironía le hincaba, yaun así, mostró respeto: «El solo hecho de caminarcon la mochila a cuestas ya era un acto de fe».

En el microbús [se sentó] junto a Andrés Aubry,exsacerdote, historiador, encargado del archivode la diócesis. Hace veinte años decidió vivir enChiapas y memorizar todos sus árboles, todossus ríos, todos sus pájaros. Habló del estado conla pericia de un jardinero que anticipa los brotesde una planta.

Desde el camping, desde el México profundo(parece decir), también se puede mirar, y mirar bien.

Aquel hombre era un «exsacerdote», marca Vi-lloro y hace coincidir la singularidad de este comúncon la del dramaturgo, el economista liberal deveni-do vegetariano, el propio ejército mexicano que lesdesea «buen viaje», y tantos otros «exalgo» que via-

jaban en pos de convertirse en otra cosa. Y el cro-nista, ¿qué movía al cronista en aquel safari?, ¿solouna historia que contar; las mil preguntas que hilanel texto y que parecen conducirlo de la curiosidad ala confirmación de su propia, posible, militancia?Todos iban al claro de la selva, dice, con más pre-guntas que respuestas. También él:

¿Le picaba [a Marcos] el pasamontañas de al-godón [...] o se trataba de un involuntario signode suficiencia?¿Es Marcos solo una máscara visible que se su-bordina...?¿Dispone de un temple excepcional para sopor-tar el peso de su leyenda...?¿Por qué no se levantaron antes?¿Cómo harían [...] para proseguir la transforma-ción retórica de México?¿Cómo entender los actos nimios que nos cons-tituyen [a los mexicanos, a los hombres, a losescritores] en la guerra y en la paz?

Y a medida que avanza el relato es eso que ve-mos del cronista frente a su espejo retrovisor, con-ciente, al fin, de que una cabeza le corona el cuello:preguntas-tesis que van pariendo su ornitorrinco deprosa. Preguntas de un periodista, preguntas de ciu-dadanía. En el México de 1994, solo podían seruna misma cosa. «[...] [L]a sociedad ha abiertocaminos que facilitan su organización [decía esemismo año Sara Moirón], y la misión del periodista[es] una piedra que cae en el centro de lo que pare-ce un tranquilo lago».

En su visita anterior a Chiapas Villoro había cono-cido a un hombre a quien le decían así, el Periodista.

Durante varios días se unió a nuestro grupo yconvirtió la visita en una enciclopédica revisión

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del estado. Me extrañó que tuviera tanto tiempolibre y le pregunté por su trabajo:–Nunca voy al periódico: me pagan por no es-cribir. Soy demasiado crítico –dijo con resigna-da ironía.Este es el silencio que buscan los ganaderos, loscaciques, los dueños de las grandes fincas.

Difícil que este hijo de su padre, el cartaginés,pudiera llegar a Chiapas con la misma credencial. Yya lo había marcado al inicio: «Los periodistas lle-garon antes que los militares a la zona de conflicto»:«los periodistas» ...¡ellos!; quien llegaba ahora aAguascalientes era «el cronista». Y ser cronista enla América Latina no podía distar demasiado de esatradición de escritura rigurosa que, decía el Gaboen su discurso del Nobel (1982), parece tambiénuna aventura de la imaginación.

Un ejercicio de selección, de exhumación de locomún desconocido. Esa es la ética del periodismoque le llega a Villoro de raíz; pero con ella, desde laesquina, tira su piedra al lago y la quietud se revuelvey ya no es invisible el testigo. Una vez que ha capta-do y puesto en evidencia el signo de la mezcla entrecarnaval y apocalipsis, el cronista no cabe ya en susleeping bag. Cuando lo intenta, es el texto quiense rebela.

II

(La crónica quiere una moto; el cronis-ta, una salida)

El cronista le entró al México de 1994 por el lateraly la crónica, traidora, lo fue empujando al centrodel ruedo. Al estilo de Montalván, el relato zapatis-ta de Villoro se discute a sí mismo y coloca al autorsobre el finísimo hilo que sujeta sus argumentos;

dejando entrever un tejido de cuestionamientos,posiciones críticas en torno al proceso que narra yque se escurren entre el fresco y la denuncia.

Entre los «ultras», los «hooligans del izquierdis-mo» y las «almas intensas», afloran sus matices ymotivaciones, y a medida que avanza por la selva,son sus percepciones las que marcan puntos de girodentro de la historia (o, al menos, en la forma enque la leemos). A la fuerza, «el cronista» se hizopersonaje: quizá, el único.

Ni siquiera Marcos tendrá este tratamiento en lascrónicas que Villoro reúne en este libro: «El señor delos espejos», como le llamó Vázquez Montalbán alsubcomandante, ya era su propio personaje, y elautor no sucumbiría a la tentación de secuestrarlo,como tal, al terreno de su literatura de no ficción.Para Villoro, habría significado un doble atentado: alos objetivos políticos de Marcos y a la literatura.

Cuando se dobla sobre la letrina en un claro de laselva, el relato ha tomado su nivel y el autor ha en-tendido el «pasamontañas de vengadores de películade serie B» como ningún otro cronista del zapatismo:ni los de 1994, ni los que han venido después. Tantoes así que la usa él mismo, cronista/personaje, paravolver a conjurar, como al inicio, su propia invisibi-lidad: como los objetos en el espejo retrovisor, «laexperiencia de la otredad» aparece entonces máscerca de lo que aparenta y se va pareciendo, dice,«a nuestro barrio». La relevancia del suceso se hadesplazado ahora de los ojos del autor al sucesomismo, dejando que autor, testigo, personaje, sefundan en un ente que se parece al lector: a un lec-tor que también tiene un pasamontañas de algodónsobre los ojos, y del que no habíamos percibido niun asomo.

Pero en la encrucijada que supone volver a «es-tar sin protagonizar», la crónica todavía será, comolos discursos del propio Marcos, «genial», o no

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«será». Un alma intensa había propuesto prohibirlas bromas: «Obviamente, este personaje escapa-do de Kundera, no había leído las mil y una cartasdel subcomandante Marcos». Villoro sí. Y habíavisto películas de serie B y leído la crónica latinoa-mericana sedienta de exotismo. Lo tenía todo paraarmar su pastiche.

Y así, la conferencia [el ejercicio de escritura]sería aún divertida picaresca hasta que una voz [ellector, esta ponencia] pregunta:

–¿Cuándo [Marcos] se va a quitar la máscara?[¿Cuándo va este testigo a decirme si es Marcossolo una máscara que se subordina, si le vio tem-ple, si iba a durar más que su leyenda, si consiguióexplicarse por qué no se levantaron antes los chia-

panecos, si tenían con qué seguir, si ha entendido,al fin, de qué estamos hechos entre la guerra y lapaz?].

–¿Me quito el pasamontañas? –consulta Mar-cos a los convencionistas, y un pavor de fin de mun-do [desnuda, por fin, al lector de esta crónica]: unlector del México blanco, untado hasta el cuello debarro y de canela.

–¡No! –dicen a coro. Marcos sonríe, y nuestroIsmael disfruta, mientras da cuenta de la última pa-radoja de Aguascalientes.

Villoro le entró al México de 1994 por el lateral,y salió por la misma puerta. Después de todo, delpaís más inenarrable del Continente no te despidessolo en el Puente de las Américas. c

DIEGO RIVERA: Epopeya del pueblo mexicano. El México antiguo, 1929-1935

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En el mes de agosto de 1989 asistí al II Festival de Culturas delCaribe que se celebraba por aquel entonces en la ciudad deCancún. Formaba parte de la delegación artística y literaria

de Cuba, solo comparada en cantidad numerosa de miembros conla mexicana. En la composición de ambas sí saltaba la diversidad:en la de Cuba primaba la representación de la música, y en la deMéxico, la literatura. Desde la cena de bienvenida ocurrieron losprimeros acercamientos cómplices de confraternidad y rapportentre mexicanos y cubanos. En el grupo de escritores anfitrionessobresalían dos figuras que se habían tomado muy en serio el delei-te turístico cultural de aquel encuentro: reían todo el tiempo, disfru-taban a plenitud las cenas opíparas y bromeaban con inteligencia eingenio. También se destacaban por su afabilidad, de ahí que lacalidez mostrada de inmediato hacia la cubana que estaba al frentede la muestra de libros de su país me facilitó acercármeles. Les hicemanifiesta la posibilidad de publicarlos en Cuba, luego de saber, porlas síntesis biográficas que teníamos cada uno de los delegados, quese trataba de Álvaro Mutis y Juan Villoro. El primero, colombianode nacimiento pero mexicano por adopción, tenía tanto una obrapoética y narrativa de solidez incuestionable, como una bibliografíacrítica de suficiente respaldo laudatorio. La escritura del segundoapenas se conocía en Cuba, pero sí su filiación a un eminente filóso-fo y académico mexicano que había sido jurado del Premio Casaen el género de ensayo en 1967.

VITALINA ALFONSO

Rencuentro en La Habanacon un amigo entrañable*

* Palabras de presentación de Espejoretrovisor, La Habana, Fondo Edito-rial Casa de las Américas, col. La Hon-da, 2013.Re

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A decir verdad, albergaba cierto recelo al hacerlela propuesta de publicación a Villoro y que luego lalectura de sus textos no me convenciera lo suficientecomo para defender ante la dirección de la EditorialArte y Literatura, del Instituto Cubano del Libro, cuánimportante era que se le publicase, no solo para dara conocer a un escritor joven sino porque se desta-caba por encima de muchos de sus contemporáneos,igual de desconocidos. Su esmerado empeño porsaber de las letras en Cuba, de sus gentes y modosde vida –con afán sociológico y periodístico nadadisimulado–, y su locuacidad y afecto espontáneosen cada encuentro que teníamos en salones, ómni-bus, cenas, charlas de pasillos, me pusieron en ungran compromiso. Tres libros suyos traje para elegiry luego proponer: uno de cuentos y dos de crónicas,fundador –uno de estos últimos, Palmeras de la brisarápida– de la colección de relatos de viaje de Alian-za Editorial Mexicana.

Me fue difícil la elección, pues cada uno de ellosofrecía aristas muy diferentes, pero igualadas encalidad y maestría narrativa. Albercas, su segundolibro de cuentos publicado, me pareció el más idó-neo, a pesar de que su título era un sinónimo de «pis-cina» de uso coloquial mexicano. De ninguno de lossiete cuentos que integraban el volumen había sidotomado el título, pero de una manera u otra, conexplicitez o sin ella, la alberca aparecía referencia-da: como escenario de un breve episodio, elemen-to paisajístico advertido de manera fugaz por elnarrador, en los marcos de un sueño, en el vértigode una situación límite, o simplemente evocada trasuna descripción de contornos cerrados y traslúci-dos. Al mismo tiempo, muy diversas eran sus tra-mas, pues el lector hallaba tanto una historia deamores de juventud interrumpidos por accidentesimpredecibles, como un crimen pasional narrado porsu propio protagonista, entre otras tan o más suge-

rentes. Y ¿qué decir de su prosa? Refinada, colo-quial y con un manejo metafórico encomiable. Antetantos méritos mi propuesta de publicación fueaceptada de inmediato, y en menos de dos añosJuan Villoro estaba en Cuba presentando Albercasa viva voz. En el transcurso del tiempo previo a sullegada a La Habana, viajé al D.F., y allí fue mi mejory más atento cicerone. No me llevó a Teotihuacánpero sí a conocer a Sergio Pitol, a Tito Monterrosoy a Bárbara Jacobs; suficiente para estar eterna-mente agradecida.

Aún no habíamos arribado a la era de los e-mailspero fuimos consolidando nuestra amistad median-te cartas y libros enviados a través de amigos soli-darios. De esa manera fui atesorando en mi biblio-teca cada título nuevo que publicaba, a los cualessiempre les he debido una reseña, no así las lectu-ras, pues hasta mi hija, siendo niña, leyó a Villorocuando le puse en sus manos un ejemplar dedicadoa ella de la historia de El profesor Zíper y la fabu-losa guitarra eléctrica. Otro nuevo encuentro enLa Habana ocurrió en el año 2004 y para esa fechaya era mi amigo Juan, el escritor mexicano, autorde un montón de títulos y con reconocimientos lite-rarios internacionales de indudable trascendencia.Por avatares de nuestras vidas y malas jugadas quenos hace con frecuencia la avanzada tecnología,perdimos por un largo período la comunicación enel ciberespacio. Hace apenas dos meses nos volvi-mos a rencontrar mediante el e-mail y supe de estanueva posibilidad, ofrecida ahora por el FondoEditorial Casa de las Américas, de contar con otraedición cubana de parte de su obra, y acepté conentusiasmo la propuesta de presentarla. Entonces,como Juan afirma en las páginas introductorias deeste volumen (editado con rigor por Iris Cano), con-firmé que «la literatura es una ilusión de cercanía»,pues al tenerlo en mis manos me he remontado a

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veinticuatro años atrás, cuando me sumergí teme-rosa en la lectura del cuento «Espejo retrovisor»,pórtico de Albercas, y que ha dado título también aesta selección de tres décadas de escritura.

Aunque Juan ha escrito y publicado novelas, tea-tro, ensayos y literatura para niños, el cuento y lacrónica periodística no solo fueron los géneros enque se inició como escritor, y a los que se ha man-tenido fiel, sino que se han complementado entre sídesde entonces. Sus crónicas, si bien remiten a si-tuaciones de la realidad en que se ha visto inmerso(viajes, visitas sensacionales, acontecimientos polí-ticos y deportivos, etcétera), tienen una peculiar ma-nera de trasmitir la historia, que sin llegar a ser fic-ción arrastran al lector por caminos similares, debidoa la caracterización de los personajes entrevistadoso recreados, las asociaciones literarias constantescomo apoyatura para enfatizar sus juicios distancia-dos, y su particular visión acerca de cómo el sucesoy sus protagonistas se representan en los mediosde publicidad. Pienso que es esta la razón por lacual solo a estos dos géneros se circunscribe la se-lección que comprende Espejo retrovisor: son sucarta de presentación y, al mismo tiempo, la confir-mación de su perenne continuidad creativa.

En cuanto al orden de los nueve cuentos incluidosen el volumen, el autor afirma, en sus palabras intro-ductorias, que aparecen en sentido inverso a comofueron escritos «para sugerir que toda lógica es re-trospectiva y que fabular consiste en invertir el ordende la trama». A pesar de las tan distantes épocas enque fueron escritos, lo cual entraña inevitable diver-sidad en la manera de narrar, ciertos hilos conducto-res los interconectan, especialmente en lo referentea motivos temáticos y a la voz narrativa en primerapersona, casi de manera preponderante. El dramade la escritura, el refugio en esta para canalizar cul-pas y obsesiones, y la búsqueda de un clímax para

lograr las palabras exactas es, a grandes rasgos, unmotivo temático que se simultanea con el de la obse-sión por recuperar lo que se ha perdido tras el pasoinexorable de los años (un amor de juventud, o de laadultez, desgastado y maltrecho, o la memoria delos mejores aportes de una amistad eterna). En loscuentos escritos en fechas más recientes, más allá dela solemnidad de la trama que se aborde, ya se per-fila, y hasta consolida, una constante de la prosa quenos llegará de forma plena con las crónicas: los usosde un humor intelectual y de una sátira mordaz, ca-paces de hacernos reflexionar con la misma intensi-dad y rapidez con que soltamos la carcajada. Sím-bolos patrios, los vaivenes de la política en su país yen todo el mundo, la globalización aplastante, las mi-tificaciones y aficiones, propiciadas y sedimentadaspor la publicidad, no escapan al látigo de Villoro. Enla narración «Forward Kioto» lapidariamente dicede México: «[allí] el que trata de convencer, se debi-lita» y sobre el D.F.: «[allí] ningún ultraje se repartemejor que la mirada». «Mariachi», por su parte, esuna historia de amor en la que se satiriza la construc-ción de este personaje como símbolo del machismomexicano a ultranza. Su narrador-protagonista no tieneotra alternativa que recurrir a un siquiatra para que loayude a lidiar con el rechazo que experimenta haciala imagen de sí que le han prefabricado. Comenta alpaso: «Antes de acostarme en el diván cometí el errorde ver su asiento: tenía una rosca inflable. Tal vez aotros pacientes les ayude saber que su doctor tienehemorroides. Alguien que sufre de manera íntimapuede ayudar a confesar horrores».

Las diez crónicas, por su parte, se suceden sinun orden cronológico que obedezca a la escritura oa la publicación. Según Villoro, fueron selecciona-das por él a partir de cierta recurrencia temática.Quizá si algo las «ordena» internamente son aque-llos grandes centros de atención reiterados en su

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labor de reportero: la política nacional; el fútbol y elfanatismo que lo envuelve; figuras que han dejadoen él una impronta imperecedera, tanto por sus ac-ciones como por su trascendencia en las artes, enla historia o en su formación literaria; y los viajes,en los cuales, con frecuencia, concurren varios deestos centros. Provenientes de entrevistas realiza-das a Andy Warhol, Mick Jagger y Salman Rushdie,el lector hallará, en las crónicas respectivas, su aná-lisis cáustico y objetivo de una vida y una obra exal-tadora de la Nada (la de Warhol), la calidez y cer-canía que puede hallarse tras la luz de ciertos astrosde la música, si el periodista descubre cómo estre-mecer su orgullo (el de Mick Jagger) y el dolor so-lapado pero también traslúcido del destierro cuan-do se busca, incansablemente, la memoria de lainfancia (en Rushdie).

De su cercanía periodística a todos los suce-sos de Chiapas hay aquí tres crónicas espléndi-das donde nos revela su visión personalísima de dosfiguras de la historia mexicana, tan aparentementelejanas en vida y obra y, sin embargo, tan en sinto-nía: el subcomandante Marcos y el nonagenariopadre de Juan, Luis Villoro. Casi en tono ditirámbi-co nos narra en las dos primeras («Los convidadosde agosto» y «Un mundo muy raro») el desarrollo dela Convención Nacional Democrática Zapatista,de 1994, y la marcha del Ejército Zapatista de Li-beración Nacional al D.F., en 2001, para exigir loscumplimientos de los Acuerdos de San Andrés. Car-gadas de intertextualidades literarias y humor co-rrosivo hacia lo farsesco de muchas de las accionespolíticas registradas, sobresalen estas crónicas porla magistral capacidad de describir la teatralidad encada acción del subcomandante Marcos, el poderejercido por esa teatralidad en las masas seguido-ras y fanáticas, y la manipulación de ambos proce-sos por la publicidad. Lo resume así Villoro: «La

multitud aguardaba su discurso con una expecta-ción que en la cultura de masas solo puede compe-tir con una reunión de los Beatles»; «La idolatríaque despierta el subcomandante compite con Ha-rry Potter entre los niños, el Che entre los nostálgi-cos de los setenta y el Mel Gibson entre las chicasque deciden sus emociones en la pantalla». La cró-nica «Mi padre el cartaginés» es un hermoso ho-menaje a la trayectoria de vida de Luis Villoro, a lamanera fructífera en que volcó su condición de des-terrado en sus estudios prehispánicos, a cómo re-vivió el mundo indígena acercándose en su vejez aMarcos y su ejército, convirtiéndose en su segui-dor. De esta forma afianzó su identidad mexicana yse volvió contemporáneo. Como afirma Villoro altérmino de esta crónica, «para el hijo de un profe-sor, entender es una forma de amar», y él ha sabidohacerlo al comprender la elección de su padre dequerer tener una tercera residencia.

No debo seguir comentando los textos aquíreunidos. Solo he querido mostrar un pequeño bo-cado de cardenal para que el total deleite les lleguea todos a solas, cuando las páginas de Espejo re-trovisor vayan «despellejándose» al paso de la lec-tura personal de cada uno de ustedes, como tanmagistralmente describe el acto de la lectura el fas-cinante bibliotecario de su pieza teatral Conferen-cia sobre la lluvia. No obstante, no quiero dejarde aludir a «El rey duerme...», crónica que no porazar es la puerta que cierra este sólido libro. Detodas, es la más literaria y, a su vez, la menos «fic-cionalizada», si pudiera permitírseme este neologis-mo. Fue incluida en el libro de ensayos De eso setrata pero aparece aquí como crónica por su es-tructura narrativa. A lo largo del recuento de suasistencia como oyente a un seminario de todo unsemestre impartido por Harold Bloom en la universi-dad de Yale, Villoro entrecomilla sus apuntes de lo

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teorizado por el crítico, polemiza con él acerca de suvisión de los personajes shakesperianos, humaniza aesa leyenda de la crítica que es Bloom mediantesus descripciones físicas y, por si fuera poco, a ma-nera de complemento, alude a las ganancias de untexto clásico cuando una virtuosa traducción saltasiglos y lo vuelve más contemporáneo.

La reunión en Espejo retrovisor de tantos tex-tos con fechas de escritura muy distantes les otorgaa estos, como a las traducciones virtuosas, otramanera de ser interpretados, pues en esta nuevaagrupación dialogan entre sí, se rejuvenecen aque-llos más distantes y por afinidades electivas pode-mos sentirnos más lejos de los más recientes. Ras-

treando su pasado y presente literarios, Juan Villo-ro ha tratado de redescubrirse, como ante aquellapluralidad de espejos que veía en la peluquería a lacual lo llevaban de niño, como comentó en una re-ciente entrevista. De igual forma también ha tratadode mostrarnos parte de su identidad, como la quebuscó en el espejo retrovisor de una camioneta enmedio de la selva mexicana. La publicación en Cubade esta antología y el placer que provoca su lecturanos ha permitido rencontrarnos a nosotros con quienes ya un maestro de las letras mexicanas contem-poráneas y un amigo entrañable. Gracias, Juan.

La Habana, 29 de noviembre de 2013 c

DIEGO RIVERA: La tierra esclavizada, 1923-1927