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Pepita Jiménez Juan Valera Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Pepita Jiménez

Juan Valera

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

· La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

· Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

· A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Nescit labi virtus.

El señor Deán de la catedral de..., muertopocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo,que, rodando de unas manos en otras, ha veni-do a dar en las mías, sin que, por extraña fortu-na, se haya perdido uno solo de los documen-tos de que constaba. El rótulo del legajo es lasentencia latina que me sirve de epígrafe, sin elnombre de mujer que yo le doy por título aho-ra; y tal vez este rótulo haya contribuido a quelos papeles se conserven, pues creyéndolos cosade sermón o de teología, nadie se movió antesque yo a desatar el balduque ni a leer una solapágina.

Contiene el legajo tres partes. La primeradice: Cartas de mi Sobrino; la segunda, Para-lipómenos; y la tercera, Epílogo.-Cartas de mihermano.

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Todo ello está escrito de una misma letra,que se puede inferir fuese la del señor Deán. Ycomo el conjunto forma algo a modo de novela,si bien con poco o ningún enredo, yo imaginéen un principio que tal vez el señor Deán quisoejercitar su ingenio componiéndola en algunosratos de ocio; pero, mirado el asunto con másdetención y, notando la natural sencillez delestilo, me inclino a creer ahora que no hay talnovela, sino que las cartas son copia de verda-deras cartas, que el señor Deán rasgó, quemó odevolvió a sus dueños, y que la parte narrativa,designada con el título bíblico de Paralipóme-nos, es la sola obra del señor Deán, a fin decompletar el cuadro con sucesos que las cartasno refieren.

De cualquier modo que sea, confieso queno me ha cansado, antes bien me ha interesadocasi la lectura de estos papeles; y como en el díase publica todo, he decidido publicarlos tam-bién, sin más averiguaciones, mudando sólo los

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nombres propios, para que, si viven los que conellos se designan, no se vean en novela sin que-rerlo ni permitirlo.

Las cartas que la primera parte contieneparecen escritas por un joven de pocos años,con algún conocimiento teórico, pero con nin-guna práctica de las cosas del mundo, educadoal lado del señor Deán, su tío, y en el Semina-rio, y con gran fervor religioso y empeño deci-dido de ser sacerdote.

A este joven llamaremos don Luis deVargas.

El mencionado manuscrito, fielmente tras-ladado a la estampa, es como sigue.

ICartas de mi sobrino22 de marzo Querido tío y venerado maestro: Hace

cuatro días que llegué con toda felicidad a estelugar de mi nacimiento, donde he hallado bien

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de salud a mi padre, al señor vicario y a losamigos y parientes. El contento de verlos y dehablar con ellos, después de tantos años de au-sencia, me ha embargado el ánimo y me harobado el tiempo, de suerte que hasta ahora nohe podido escribir a usted.

Usted me lo perdonará. Como salí de aquí tan niño y he vuelto

hecho un hombre, es singular la impresión queme causan todos estos objetos que guardaba enla memoria. Todo me parece más chico, muchomás chico; pero también más bonito que el re-cuerdo que tenía. La casa de mi padre, que enmi imaginación era inmensa, es sin duda unagran casa de un rico labrador; pero más peque-ña que el Seminario. Lo que ahora comprendoy estimo mejor es el campo de por aquí. Lashuertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendastan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez aambos, corre el agua cristalina con grato mur-mullo. Las orillas de las acequias están cubier-

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tas de hierbas olorosas y de flores de mil clases.En un instante puede uno coger un gran ramode violetas. Dan sombra a estas sendas pompo-sos y gigantescos nogales, higueras y otrosárboles, y forman los vallados la zarzamora, elrosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillosque alegran estos campos y alamedas.

Yo estoy encantado con las huertas, y to-das las tardes me paseo por ellas un par dehoras.

Mi padre quiere llevarme a ver sus oliva-res, sus viñas, sus cortijos; pero nada de estohemos visto aún. No he salido del lugar y delas amenas huertas que le circundan.

Es verdad que no me dejan parar con tan-ta visita.

Hasta cinco mujeres han venido a verme,que todas han sido mis amas y me han abraza-do y besado.

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Todos me llaman Luisito o el niño de donPedro, aunque tengo ya veintidós años cumpli-dos. Todos preguntan a mi padre por el niñocuando no estoy presente.

Se me figura que son inútiles los librosque he traído para leer, pues ni un instante medejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosade broma, es cosa harto seria. Mi padre es elcacique del lugar.

Apenas hay aquí, quien acierte a com-prender lo que llaman mi manía de hacermeclérigo, y esta buena gente me dice, con uncandor selvático, que debo ahorcar los hábitos,que el ser clérigo está bien para los pobretones;pero que yo, soy un rico heredero, debo casar-me y consolar la vejez de mi padre, dándolemedia docena de hermosos y robustos nietos.

Para adularme y adular a mi padre, dicenhombres y mujeres que soy un real mozo, muysalado, que tengo mucho ángel, que mis ojos

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son muy pícaros y otras sandeces que me afli-gen, disgustan y avergüenzan, a pesar de queno soy tímido y conozco las miserias y locurasde esta vida, para no escandalizarme ni asus-tarme de nada.

El único defecto que hallan en mí es el deque estoy muy delgadito a fuerza de estudiar.Para que engorde se proponen no dejarme es-tudiar ni leer un papel mientras aquí perma-nezca, y además hacerme comer cuantos pri-mores de cocina y de repostería se confeccionanen el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hayfamilia conocida que no me haya enviado algúnobsequio. Ya me envían una torta de bizcocho,ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, yaun tarro de almíbar.

Los obsequios que me hacen no son sóloestos presentes enviados a casa, sino que tam-bién me han convidado a comer tres o cuatropersonas de las más importantes del lugar.

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Mañana como en casa de la famosa PepitaJiménez, de quien, usted habrá oído hablar, sinduda alguna. Nadie ignora aquí que mi padrela pretende.

Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cincoaños, está tan bien, que puede poner envidia alos más gallardos mozos del lugar. Tieneademás el atractivo poderoso, irresistible paraalgunas mujeres, de sus pasadas conquistas, desu celebridad, de haber sido una especie de donJuan Tenorio.

No conozco aún a Pepita Jiménez. Todosdicen que es muy linda. Yo sospecho que seráuna beldad lugareña y algo rústica. Por lo quede ella se cuenta, no acierto a decidir si es bue-na o mala moralmente; pero sí que es de grandespejo natural. Pepita tendrá veinte años; esviuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija dedoña Francisca Gálvez, viuda como usted sabe,de un capitán retirado

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Que le dejó a su muerte Sólo su honrosa es-pada por herencia, según dice el poeta. Hasta laedad de diez y seis años vivió Pepita con sumadre en la mayor estrechez, casi en la miseria.

Tenía un tío llamado don Gumersindo,poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, deaquellos que en tiempos antiguos una vanidadabsurda fundaba. Cualquier persona regularhubiera vivido con las rentas de este mayoraz-go en continuos apuros, llena tal vez de tram-pas y sin acertar a darse el lustre y decoro pro-pios de su clase; pero don Gumersindo era unser extraordinario: el genio de la economía. Nose podía decir que crease riqueza; pero teníauna extraordinaria facultad de absorción conrespecto a la de los otros, y en punto a consu-mirla, será difícil hallar sobre la tierra personaalguna en cuyo mantenimiento, conservación ybienestar hayan tenido menos que afanarse lamadre naturaleza y la industria humana. No sesabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta

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la edad de ochenta años, ahorrando sus rentasíntegras y haciendo crecer su capital por mediode préstamos muy sobre seguro. Nadie poraquí le critica de usurero, antes bien le calificande caritativo, porque siendo moderado en todo,hasta en la usura lo era, y no solía llevar más deun diez por ciento al año, mientras que en todaesta comarca llevan un veinte y hasta un treintapor ciento y aún parece poco.

Con este arreglo, con esta industria y conel ánimo consagrado siempre a aumentar y a nodisminuir sus bienes, sin permitirse el lujo decasarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera,llegó don Gumersindo a la edad que he dicho,siendo poseedor de un capital importante sinduda en cualquier punto y aquí consideradoenorme, merced a la pobreza de estos lugareñosy a la natural exageración andaluza.

Don Gumersindo, muy aseado y cuida-doso de su persona, era un viejo que no inspi-raba repugnancia.

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Las prendas de su sencillo vestuario esta-ban algo raídas, pero sin una mancha y saltan-do de limpias, aunque de tiempo inmemorial sele conocía la misma capa, el mismo chaquetón ylos mismos pantalones y chaleco. A veces seinterrogaban en balde las gentes unas a otras aver si alguien le había visto estrenar una pren-da.

Con todos estos defectos, que aquí y enAras partes muchos consideran virtudes, aun-que virtudes exageradas, don Gumersindo ten-ía excelentes cualidades: era afable, servicial,compasivo, y se desvivía por complacer y serútil a todo el mundo, aunque le costase trabajo,desvelos y fatiga, con tal de que no le costaseun real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas,se hallaba en todas las reuniones y fiestas,cuando no eran a escote, y las regocijaba con laamenidad de su trato y con su discreta aunquepoco ática conversación. Nunca había tenidoinclinación alguna amorosa a una mujer deter-

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minada; pero inocentemente, sin malicia, gus-taba de todas, y era el viejo más amigo de re-quebrar a las muchachas y que más las hiciesereír que había en diez leguas a la redonda.

Ya he dicho que era tío de la Pepita.Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella acumplir los diez y seis. Él era poderoso; ellapobre y desvalida.

La madre de ella era una mujer vulgar, decortas luces y de instintos groseros. Adoraba asu hija, pero continuamente y con honda amar-gura se lamentaba de los sacrificios que por ellahacía, de las privaciones que sufría y de la des-consolada vejez y triste muerte que iba a teneren medio de tanta pobreza. Tenía, además, unhijo mayor que Pepita, que había sido gran ca-lavera en el lugar, jugador y pendenciero, aquien después de muchos disgustos había lo-grado colocar en la Habana en un empleíllo demala muerte, viéndose así libre de él y con elcharco de por medio. Sin embargo, a los pocos

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años de estar en la Habana el muchacho, sumala conducta hizo que le dejaran cesante, yasaetaba a cartas a su madre pidiéndole dinero.La madre, que apenas tenía para sí y para Pepi-ta, se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y desu destino con paciencia poco evangélica, ycifraba toda su esperanza en una buena coloca-ción para su hija que la sacase de apuros.

En tan angustiosa situación empezó donGumersindo a frecuentar la casa de Pepita y desu madre y a requebrar a Pepita con más ahíncoy persistencia que solía requebrar a otras. Era,con todo, tan inverosímil y tan desatinado elsuponer que un hombre que había pasadoochenta años sin querer casarse pensase en tallocura cuando ya tenía un pie en el sepulcro,que ni la madre de Pepita, ni Pepita muchomenos, sospecharon jamás los en verdad atre-vidos pensamientos de don Gumersindo. Así esque un día ambas se quedaron atónitas y pas-madas cuando, después de varios requiebros,

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entre burlas y veras, don Gumersindo soltó conla mayor formalidad y a boca de jarro la si-guiente categórica pregunta:

-Muchacha, ¿quieres casarte conmigo? Pepita, aunque la pregunta venía después

de mucha broma y pudiera tomarse por bromay, aunque inexperta de las cosas del mundo,por cierto instinto adivinatorio que hay en lasmujeres, y sobre todo en las mozas, por cándi-das que sean, conoció que aquello iba por loserio, se puso colorada como una guinda y nocontestó nada. La madre contestó por ella:

-Niña, no seas malcriada; contesta a tu tíolo que debes contestar: tío, con mucho gusto;cuando usted quiera.

Este tío, con mucho gusto; cuando ustedquiera, entonces, y varias veces después dicenque salió casi mecánicamente de entre lostrémulos labios de Pepita, cediendo a las amo-nestaciones, a los discursos, a las quejas y hastaal mandato imperioso de su madre.

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Veo que me extiendo demasiado enhablar a usted de esta Pepita Jiménez y de suhistoria; pero me interesa, y supongo que debeinteresarle, pues si es cierto lo que aquí asegu-ran, va a ser cuñada de usted y madrastra mía.Procuraré, sin embargo, no detenerme en por-menores, y referir, en resumen, cosas que acasousted ya sepa, aunque hace tiempo que falta deaquí.

Pepita Jiménez se casó con don Gumer-sindo. La envidia se desencadenó contra ella enlos días que precedieron a la boda y algunosmeses después.

En efecto, el valor moral de este matri-monio es harto discutible; mas para la mucha-cha, si se atiende a los ruegos de su madre, asus quejas, hasta a su mandato; si se atiende aque ella creía por este medio proporcionar a sumadre una vejez descansada y libertar a suhermano de la deshonra y de la infamia, siendosu ángel tutelar y su providencia, fuerza es con-

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fesar que merece atenuación la censura. Porotra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del co-razón, en el secreto escondido de la mente ju-venil de una doncella, criada tal vez con reco-gimiento exquisito e ignorante de todo, y saberqué idea podía ella formarse del matrimonio?Tal vez entendió que casarse con aquel viejo eraconsagrar su vida a cuidarle, a ser su enferme-ra, a dulcificar los últimos años de su vida, a nodejarle en soledad y abandono, cercado sólo deachaques y asistido por manos mercenarias, y ailuminar y dorar, por último, sus postrimeríascon el rayo esplendente y suave de su hermo-sura y de su juventud, como ángel que tomaforma humana. Si algo de esto o todo estopensó la muchacha, y en su inocencia no pe-netró en otros misterios, salva queda la bondadde lo que hizo.

Como quiera que sea, dejando a un ladoestas investigaciones psicológicas que no tengoderecho a hacer, pues no conozco a Pepita

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Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa pazcon el viejo durante tres años; que el viejo pa-recía más feliz que nunca; que ella le cuidaba yregalaba con un esmero admirable, y que en suúltima y penosa enfermedad le atendió y velócon infatigable y tierno afecto, hasta que el vie-jo murió en sus brazos, dejándola heredera deuna gran fortuna.

Aunque hace más de dos años que perdióa su madre, y más de año y medio que enviudó,Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura,su vivir retirado y su melancolía son tales, quecualquiera pensaría que llora la muerte del ma-rido como si hubiera sido un hermoso mance-bo. Tal vez alguien presume o sospecha que lasoberbia de Pepita y el conocimiento cierto quetiene hoy de los poco poéticos medios con quese ha hecho rica, traen su conciencia alterada ymás que escrupulosa; y que, avergonzada a suspropios ojos y a los de los hombres, busca en la

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austeridad y en el retiro el consuelo y reparo ala herida de su corazón.

Aquí, como en todas partes, la gente esmuy aficionada al dinero. Y digo mal como entodas partes; en las ciudades populosas, en losgrandes centros de civilización, hay otras dis-tinciones que se ambicionan tanto o más que eldinero, porque abren camino y dan crédito yconsideración en el mundo; pero en los pueblospequeños, donde ni la gloria literaria o científi-ca ni tal vez la distinción en los modales, ni laelegancia ni la discreción y amenidad en el tra-to, suelen estimarse ni comprenderse, no hayotros grados que marquen la jerarquía socialsino el tener más o menos dinero o cosa que lovalga. Pepita, pues, con dinero y siendo ademáshermosa, y haciendo, como dicen todos, buenuso de su riqueza, se ve en el día considerada yrespetada extraordinariamente. De este puebloy de todos los de las cercanías han acudido apretenderla los más brillantes partidos, los mo-

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zos mejor acomodados. Pero, a lo que parece,ella los desdeña a todos con extremada dulzu-ra, procurando no hacerse ningún enemigo, yse supone que tiene llena el alma de la más ar-diente devoción, y que su constante pensamien-to es consagrar su vida a ejercicios de caridad yde piedad religiosa.

Mi padre no está más adelantado ni ha sa-lido mejor librado, según dicen, que los demáspretendientes; pero Pepita, para cumplir elrefrán de que no quita lo cortés a lo valiente, seesmera en mostrarle la amistad más franca,afectuosa y desinteresada. Se deshace con él enobsequios y atenciones; y, siempre que mi pa-dre trata de hablarle de amor, le pone a rayaechándole un sermón dulcísimo, trayéndole ala memoria sus pasadas culpas, y tratando dedesengañarle del mundo y de sus pompas va-nas.

Confieso a usted que empiezo a tener cu-riosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo

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hablar de ella. No creo que mi curiosidad ca-rezca de fundamento, tenga nada de vano ni depecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepi-ta; yo mismo deseo que mi padre, en su edadprovecta, venga a mejor vida, olvide y no re-nueve las agitaciones y pasiones de su moce-dad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa yhonrada. Sólo difiero del sentir de Pepita enuna cosa: en creer que mi padre, mejor quequedándose soltero, conseguiría esto casándosecon una mujer digna, buena y que le quisiese.Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver siella puede ser esta mujer, pesándome ya algo -ytal vez entre en esto cierto orgullo de familia-que si es malo quisiera desechar, los desdenes,aunque melifuos, de la mencionada joven viu-da.

Si tuviera yo otra condición, preferiríaque mi padre se quedase soltero. Hijo únicoentonces, heredaría todas sus riquezas, y, comosi dijéramos, nada menos que el cacicato de este

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lugar; pero usted sabe bien lo firme de mi reso-lución.

Aunque indigno y humilde, me sientollamado al sacerdocio, y los bienes de la tierrahacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo enmí del ardor de la juventud y de la vehemenciade las pasiones propias de dicha edad, todohabrá de emplearse en dar pábulo a una cari-dad activa y fecunda. Hasta los muchos librosque usted me ha dado a leer, y mi conocimientode la historia de las antiguas civilizaciones delos pueblos del Asia, unen en mí la curiosidadcientífica al deseo de propagar la fe, y me con-vidan y excitan a irme de misionero al remotoOriente. Yo creo que, no bien salga de este lu-gar, donde usted mismo me envía a pasaralgún tiempo con mi padre, y no bien me veaelevado a la dignidad del sacerdocio, y aunqueignorante y pecador como soy, me sienta reves-tido por don sobrenatural y gratuito, merced ala soberana bondad del Altísimo, de la facultad

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de perdonar los pecados y de la misión de en-señar a las gentes, y reciba el perpetuo y mila-groso favor de traer a mis manos impuras almismo Dios humanado, dejaré a España y meiré a tierras distantes a predicar el Evangelio.

No me mueve vanidad alguna; no quierocreerme superior a ningún otro hombre. El po-der de mi fe, la constancia de que me sientocapaz, todo, después del favor y de la gracia deDios, se lo debo a la atinada educación, a lasanta enseñanza y al buen ejemplo de usted, miquerido tío.

Casi no me atrevo a confesarme a mímismo una cosa; pero contra mi voluntad, estacosa, este pensamiento, esta cavilación acude ami mente con frecuencia, y ya que acude a mimente, quiero, debo confesársela a usted; no mees lícito ocultarle ni mis más recónditos e invo-luntarios pensamientos. Usted me ha enseñadoa analizar lo que el alma siente, a buscar suorigen bueno o malo, a escudriñar los más

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hondos senos del corazón, a hacer, en suma, unescrupuloso examen de conciencia.

He pensado muchas veces sobre dosmétodos opuestos de educación: el de aquéllosque procuran conservar la inocencia, confun-diendo la inocencia con la ignorancia y creyen-do que el mal no conocido se evita mejor que elconocido, y el de aquéllos que, valerosamente yno bien llegado el discípulo a la edad de larazón, y salva la delicadeza del pudor, le mues-tran el mal en toda su fealdad horrible y entoda su espantosa desnudez, a fin de que leaborrezca y le evite. Yo entiendo que el maldebe conocerse para estimar mejor la infinitabondad divina, término ideal e inasequible detodo bien nacido deseo. Yo agradezco a ustedque me haya hecho conocer, como dice la Escri-tura, con la miel y la manteca de su enseñanza,todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobarlo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco ycon pleno conocimiento de causa. Me alegro de

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no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y encuanto cabe en lo humano, a la perfección, sa-bedor de todas las tribulaciones, de todas lasasperezas que hay en la peregrinación que de-bemos hacer por este valle de lágrimas y noignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, losembrado de flores que está, en apariencia, elcamino que conduce a la perdición y a la muer-te eterna.

Otra cosa que me considero obligado aagradecer a usted es la indulgencia, la toleran-cia, aunque no complaciente y relajada, sinosevera y grave, que ha sabido usted inspirarmepara con las faltas y pecados del prójimo.

Digo todo esto porque quiero hablar a us-ted de un asunto tan delicado, tan vidrioso, queapenas hallo términos con que expresarle. Enresolución, yo me pregunto a veces: este propó-sito mío, ¿tendrá por fundamento, en parte almenos, el carácter de mis relaciones con mipadre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido

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perdonarle su conducta con mi pobre madre,víctima de sus liviandades?

Lo examino detenidamente y no hallo unátomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario:la gratitud lo llena todo. Mi padre me ha criadocon amor; ha procurado honrar en mí la memo-ria de mi madre, y se diría que al criarme, alcuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigocuando pequeño, trataba de aplacar su irritadasombra, si la sombra, si el espíritu de ella, queera un ángel de bondad y de mansedumbre,hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, queestoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me hareconocido, y además, a la edad de diez añosme envió con usted, a quien debo cuanto soy.

Si hay en mi corazón algún germen devirtud; si hay en mi mente algún principio deciencia; si hay en mi voluntad algún honrado ybuen propósito, a usted lo debo.

El cariño de mi padre hacia mí es extra-ordinario, es grande; la estimación en que me

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tiene, inmensamente superior a mis mereci-mientos. Acaso influya en esto la vanidad. En elamor paterno hay algo de egoísta; es como unaprolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yole tuviese, mi padre le consideraría como crea-ción suya, como si yo fuera emanación de supersonalidad, así en el cuerpo como en el espí-ritu. Pero de todos modos, creo que él me quie-re y que hay en este cariño algo de indepen-diente y de superior a todo ese disculpableegoísmo de que he hablado.

Siento un gran consuelo, una gran tran-quilidad en mi conciencia, y doy por ello lasmás fervientes gracias a Dios, cuando adviertoy noto que la fuerza de la sangre, el vínculo dela naturaleza, ese misterioso lazo que nos une,me lleva, sin ninguna consideración del deber,a amar a mi padre y a reverenciarle. Seríahorrible, no amarle así, y esforzarse por amarlepara cumplir con un mandamiento divino. Sinembargo, y aquí vuelve mi escrúpulo, mi

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propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar,o de aceptar sólo una pequeña parte de loscuantiosos bienes que han de tocarme porherencia, y de los cuales puedo disfrutar ya envida de mi padre, ¿proviene sólo de mi menos-precio de las cosas del mundo, de una verdade-ra vocación a la vida religiosa, o proviene tam-bién de orgullo, de rencor escondido, de queja,de algo que hay en mí que no perdona lo quemi madre perdonó con generosidad sublime?Esta duda me asalta y me atormenta a veces;pero casi siempre la resuelvo en mi favor, ycreo que no soy orgulloso con mi padre; creoque yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesi-tara, y me complazco en ser tan agradecido conél por lo poco como por lo mucho.

Adiós, tío; en adelante escribiré a usted amenudo y tan por extenso como me tiene en-cargado, si bien no tanto como hoy, para nopecar de prolijo.

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28 de marzo Me voy cansando de mi residencia en este

lugar, y cada día siento más deseo de volvermecon usted y de recibir las órdenes; pero mi pa-dre quiere acompañarme, quiere estar presenteen esa gran solemnidad y exige de mí que per-manezca aquí con él dos meses por lo menos.Está tan afable, tan cariñoso conmigo, que seríaimposible no darle gusto en todo. Permaneceré,pues, aquí el tiempo que él quiera. Para com-placerle me violento y procuro aparentar queme gustan las diversiones de aquí, las girascampestres y hasta la caza, a todo lo cual leacompaño. Procuro mostrarme más alegre ybullicioso de lo que naturalmente soy. Como enel pueblo, medio de burla, medio en son deelogio, me llaman el santo, yo por modestiatrato de disimular estas apariencias de santidado de suavizarlas y humanarlas con la virtud dela eutropelia, ostentando una alegría serena y

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decente, la cual nunca estuvo reñida ni con lasantidad ni con los santos. Confieso, con todo,que las bromas y fiestas de aquí, que los chistesgroseros y el regocijo estruendoso, me cansan.No quisiera incurrir en murmuración ni sermaldiciente, aunque sea con todo sigilo y de mípara usted; pero a menudo me doy a pensarque tal vez sería más difícil empresa el morali-zar y evangelizar un poco a estas gentes, y máslógica y meritoria que el irse a la India, a la Per-sia o la China, dejándose atrás a tanto compa-triota, si no perdido, algo pervertido. ¡Quiénsabe! Dicen algunos que las ideas modernas,que el materialismo y la incredulidad tienen laculpa de todo; pero si la tienen, pero si obrantan malos efectos, ha de ser de un modo extra-ño, mágico, diabólico, y no por medios natura-les, pues es lo cierto que nadie lee aquí libroalguno ni bueno ni malo, por donde no atino acomprender cómo puedan pervertirse con lasmalas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en

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el aire las malas doctrinas, a modo de miasmasde una epidemia? Acaso (y siento tener estemal pensamiento, que a usted sólo declaro),acaso tenga la culpa el mismo clero. ¿Está enEspaña a la altura de su misión? ¿Va a enseñary a moralizar en los pueblos? ¿En todos susindividuos es capaz de esto? ¿Hay verdaderavocación en los que se consagran a la vida reli-giosa y a la cura de almas, o es sólo un modo devivir como otro cualquiera, con la diferencia deque hoy no se dedican a él sino los más menes-terosos, los más sin esperanzas y sin medios,por lo mismo que esta carrera ofrece menosporvenir que cualquiera otra? Sea como sea, laescasez de sacerdotes instruidos y virtuososexcita más en mí el deseo de ser sacerdote. Noquisiera yo que el amor propio me engañase;reconozco todos mis defectos; pero siento en míuna verdadera vocación, y muchos de ellospodrán enmendarse con el auxilio divino.

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Hace tres días tuvimos el convite, del quehablé a usted, en casa de Pepita Jiménez. Comoesta mujer vive tan retirada, no la conocí hastael día del convite; me pareció, en efecto, tanbonita como dice la fama, y advertí que tienecon mi padre una afabilidad tan grande, que leda alguna esperanza, al menos miradas las co-sas someramente, de que al cabo ceda y aceptesu mano.

Como es posible que sea mi madrastra, lahe mirado con detención y me parece una mu-jer singular, cuyas condiciones morales no atinoa determinar con certidumbre. Hay en ella unsosiego, una paz exterior, que puede provenirde frialdad de espíritu, y de corazón, de estarmuy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendopoco o nada, y pudiera provenir también deotras prendas que hubiera en su alma; de latranquilidad de su conciencia, de la pureza desus aspiraciones y del pensamiento de cumpliren esta vida con los deberes que la sociedad

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impone, fijando la mente, como término, enesperanzas más altas. Ello es lo cierto que, obien porque en esta mujer todo es cálculo, sinelevarse su mente a superiores esferas, o bienporque enlaza la prosa del vivir y la poesía desus ensueños en una perfecta armonía, no hayen ella nada que desentone del cuadro generalen que está colocada, y, sin embargo, posee unadistinción natural, que la levanta y separa decuanto la rodea. No afecta vestir traje aldeano,ni se viste tampoco según la moda de las ciu-dades; mezcla ambos estilos en su vestir, demodo que parece una señora, pero una señorade lugar. Disimula mucho, a lo que yo presu-mo, el cuidado que tiene de su persona; no seadvierten en ella ni cosméticos ni afeites; perola blancura de sus manos, las uñas tan biencuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcri-tud con que está vestida, denotan que cuida deestas cosas más de lo que se pudiera creerse enuna persona que vive en un pueblo y que

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además dicen que desdeña las vanidades delmundo y sólo piensa en las cosas del cielo.

Tiene la casa limpísima y todo en un or-den perfecto. Los muebles no son artísticos nielegantes; pero tampoco se advierte en ellosnada pretencioso y de mal gusto. Para poetizarsu estancia, tanto en el patio como en las salas ygalerías, hay multitud de flores y plantas. Notiene, en verdad, ninguna planta rara ni ningu-na flor exótica; pero sus plantas y sus flores, delo más común que hay por aquí, están cuidadascon extraordinario mimo.

Varios canarios en jaulas doradas animancon sus trinos toda la casa. Se conoce que eldueño de ella necesita seres vivos en quien po-ner algún cariño; y, a más de algunas criadas,que se diría que ha elegido con empeño, puesno puede ser mera casualidad el que sean todasbonitas, tiene, como las viejas solteronas, variosanimales que le hacen compañía: un loro, unaperrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos,

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tan mansos y sociables, que se le ponen a unoencima.

En un extremo de la sala principal hay al-go como oratorio, donde resplandece un niñoJesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules ybastante guapo. Su vestido es de raso blanco,con manto azul lleno de estrellitas de oro, ytodo él está cubierto de dijes y de joyas. El alta-rito en que está el niño Jesús se ve adornado deflores, y alrededor macetas de brusco y laureo-la, y en el altar mismo, que tiene gradas o esca-loncitos, mucha cera ardiendo.

Al ver todo esto no sé qué pensar; peromás a menudo me inclino a creer que la viudase ama a sí misma sobre todo, y que para recreoy para efusión de este amor tiene los gatos, loscanarios, las flores y al propio niño Jesús, queen el fondo de su alma tal vez no esté muy porencima de los canarios y de los gatos.

No se puede negar que la Pepita Jiménezes discreta: ninguna broma tonta, ninguna pre-

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gunta impertinente sobre mi vocación y sobrelas órdenes que voy a recibir dentro de pocohan salido de sus labios. Habló conmigo de lascosas del lugar, de la labranza, de la últimacosecha de vino y de aceite y del modo de me-jorar la elaboración del vino; todo ello con mo-destia y naturalidad, sin mostrar deseo de pa-sar por muy entendida.

Mi padre estuvo finísimo; parecía remo-zado, y sus extremos cuidadosos hacia la damade sus pensamientos eran recibidos, si no conamor, con gratitud.

Asistieron al convite el médico, el escri-bano y el señor Vicario, grande amigo de lacasa y padre espiritual de Pepita.

El señor Vicario debe de tener un altoconcepto de ella, porque varias veces me hablóaparte de su caridad, de las muchas limosnasque hacía, de lo compasiva y buena que erapara todo el mundo, en suma, me dijo que erauna santa.

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Oído el señor Vicario y fiándome en sujuicio, yo no puedo menos de desear que mipadre se case con la Pepita. Como mi padre noes a propósito para hacer vida penitente, éstesería el único modo de que cambiase su vida,tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de queviniese a parar a un término, si no ejemplar,ordenado y pacífico.

Cuando nos retiramos de casa de PepitaJiménez y volvimos a la nuestra, mi padre mehabló resueltamente de su proyecto; me dijoque él había sido un gran calavera, que habíallevado una vida muy mala y que no veía me-dio de enmendarse, a pesar de sus años, siaquella mujer, que era su salvación, no le quer-ía y se casaba con él. Dando ya por supuestoque iba a quererle y a casarse, mi padre mehabló de intereses; me dijo que era muy rico yque me dejaría mejorado, aunque tuviese varioshijos más. Yo le respondí que para los planes yfines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y

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que mi mayor contento sería verle dichoso conmujer e hijos, olvidado de sus antiguos deva-neos. Me habló luego mi padre de sus esperan-zas amorosas, con un candor y con una vivaci-dad tales, que se diría que yo era el padre y elviejo, y él un chico de mi edad o más joven.Para ponderarme el mérito de la novia y la difi-cultad del triunfo, me refirió las condiciones yexcelencias de los quince o veinte novios quePepita había tenido, y que todos habían llevadocalabazas. En cuanto a él, según me explicó,hasta cierto punto las había también llevado;pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas,porque Pepita le distinguía tanto y le mostrabatan grande afecto, que, si aquello no era amor,pudiera fácilmente convertirse en amor con ellargo trato y con la persistente adoración que élle consagraba. Además, la causa del desvío dePepita tenía para mi padre un no sé qué defantástico y de sofístico que al cabo debía des-vanecerse. Pepita no quería retirarse a un con-

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vento ni se inclinaba a la vida penitente; a pesarde su recogimiento y de su devoción religiosa,harto se dejaba ver que se complacía en agra-dar. El aseo y el esmero de su persona pocotenían de cenobíticos. La culpa de los desvíosde Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgu-llo, orgullo en gran parte fundado; ella es natu-ralmente elegante, distinguida; es un ser supe-rior por la voluntad y por la inteligencia, pormás que con modestia lo disimule; ¿cómo,pues, ha de entregar su corazón a los palurdosque la han pretendido hasta ahora? Ella imagi-na que su alma está llena de un místico amor deDios, y que sólo con Dios se satisface, porqueno ha salido a su paso todavía un mortal bas-tante discreto y agradable que le haga olvidarhasta a su niño Jesús. Aunque sea inmodestia,añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser esemortal dichoso.

Tales son, querido tío, las preocupacionesy ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las

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cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mispropósitos y pensamientos de que me hablacon frecuencia, y sobre las cuales quiere que démi voto.

No parece sino que la excesiva indulgen-cia de usted para conmigo ha hecho cundiraquí mi fama de hombre de consejo: paso porun pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitasy me piden que les muestre el camino que de-ben seguir. Hasta el bueno del señor Vicario,aun exponiéndose a revelar algo como secretosde confesión, ha venido ya a consultarme sobrevanos casos de conciencia que se le han presen-tado en el confesionario.

Mucho me ha llamado la atención uno deestos casos, que me ha sido referido por el Vi-cario, como todos, con profundo misterio y sindecirme el nombre de la persona interesada.

Cuenta el señor Vicario que una hija suyade confesión tiene grandes escrúpulos porquese siente llevada, con irresistible impulso, hacia

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la vida solitaria y contemplativa; pero teme, aveces, que este fervor de devoción no vengaacompañado de una verdadera humildad, sinoque en parte le promueva y excite el mismodemonio del orgullo.

Amar a Dios sobre todas las cosas, bus-carle en el centro del alma donde está, purifi-carse de todas las pasiones y afecciones terrena-les para unirse a Él, son ciertamente anhelospiadosos y determinaciones buenas; pero elescrúpulo está en saber, en calcular si nacerán ono de un amor propio exagerado. ¿Naceránacaso, parece que piensa la penitente, de queyo, aunque indigna y pecadora, presumo quevale más mi alma que las almas de mis seme-jantes; que la hermosura interior de mi mente yde mi voluntad se turbaría y se empañaría conel afecto de los seres humanos que conozco yque creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, nosobre todas las cosas, de un modo infinito, sinosobre lo poco conocido que desdeño, que deses-

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timo, que no puede llenar mi corazón? Si midevoción tiene este fundamento, hay en ellados grandes faltas: la primera, que no está ci-mentada en un puro amor de Dios, lleno dehumildad y de caridad, sino en el orgullo; y lasegunda, que esa devoción no es firme y vale-dera, sino que está en el aire, porque ¿quiénasegura que no pueda el alma olvidarse delamor a su Creador, cuando no le ama de unmodo infinito, sino porque no hay criatura aquien juzgue digna de que el amor en ella seemplee?

Sobre este caso de conciencia, harto alam-bicado y sutil para que así preocupe a una lu-gareña, ha venido a consultarme el padre Vica-rio. Yo he querido excusarme de decir nada,fundándome en mi inexperiencia y pocos años;pero el señor Vicario se ha obstinado de talsuerte, que no he podido menos de discurrirsobre el caso. He dicho, y mucho me alegraríade que usted aprobase mi parecer, que lo que

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importa a esta hija de confesión atribulada esmirar con mayor benevolencia a los hombresque la rodean, y en vez de analizar y desentra-ñar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tra-tar de cubrirlas con el manto de la caridad,haciendo resaltar todas las buenas cualidadesde ellos y ponderándolas mucho, a fin de amar-los y estimarlos; que debe esforzarse por ver encada ser humano un objeto digno de amor, unverdadero prójimo, un igual suyo, un alma encuyo fondo hay un tesoro de excelentes pren-das y virtudes, un ser hecho, en suma, a imageny semejanza de Dios. Realzado así cuanto nosrodea, amando y estimando a las criaturas porlo que son y por más de lo que son, procurandono tenerse por superior a ellas en nada, antesbien profundizando con valor en el fondo denuestra conciencia para descubrir todas nues-tras faltas y pecados, y adquiriendo la santahumildad y el menosprecio de uno mismo, elcorazón se sentirá lleno de afectos humanos, y

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no despreciará, sino valuará en mucho el méri-to de las cosas y de las personas; de modo que,si sobre este fundamento descuella luego y selevanta el amor divino con invencible pujanza,no hay ya miedo de que pueda nacer este amorde una exagerada estimación propia, del orgu-llo o de un desdén injusto del prójimo, sino quenacerá de la pura y santa consideración de lahermosura y de la bondad infinitas.

Si, como sospecho, es Pepita Jiménez laque ha consultado al señor Vicario sobre estasdudas y tribulaciones, me parece que mi padreno puede lisonjearse todavía de ser muy queri-do; pero si el Vicario acierta a darla mi consejo,y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá ahacerse una María de Ágreda o cosa por el esti-lo, o lo que es más probable, dejará a un ladomisticismos y desvíos, y se conformará y con-tentará con aceptar la mano y el corazón de mipadre, que en nada es inferior a ella.

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4 de abril La monotonía de mi vida en este lugar

empieza a fastidiarme bastante, y no porque lavida mía en otras partes haya sido más activafísicamente; antes al contrario, aquí me paseomucho a pie y a caballo, voy al campo, y porcomplacer a mi padre concurro a casinos y reu-niones; en fin, vivo como fuera de mi centro yde mi modo de ser; pero mi vida intelectual esnula; no leo un libro ni apenas me dejan unmomento para pensar y meditar sosegadamen-te; y como el encanto de mi vida estribaba enestos pensamientos y meditaciones, me parecemonótona la que hago ahora. Gracias a la pa-ciencia que usted me ha recomendado paratodas las ocasiones, puedo sufrirla.

Otra causa de que mi espíritu no estécompletamente tranquilo es el anhelo, que cada

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día siento más vivo, de tomar el estado a queresueltamente me inclino desde hace años. Meparece que en estos momentos, cuando se hallatan cercana la realización del constante sueñode mi vida, es como una profanación distraer lamente hacia otros objetos. Tanto me atormentaesta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi admi-ración por la belleza de las cosas creadas por elcielo, tan lleno de estrellas en estas serenas no-ches de primavera y en esta región de Andaluc-ía, por estos alegres campos, cubiertos ahora deverdes sembrados, y por estas frescas y amenashuertas con tan lindas y sombrías alamedas,con tantos mansos arroyos y acequias, con tan-to lugar apartado y esquivo, con tanto pájaroque le da música, y con tantas flores y hierbasolorosas, esta admiración y entusiasmo mío,repito, que en otro tiempo me parecían avenirsepor completo con el sentimiento religioso quellenaba mi alma, excitándole y sublimándole envez de debilitarle, hoy casi me parece pecami-

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nosa distracción e imperdonable olvido de loeterno por lo temporal, de lo increado y supra-sensible por lo sensible y creado. Aunque conpoco aprovechamiento en la virtud, aunquenunca libre mi espíritu de los fantasmas de laimaginación, aunque no exento en mí el hom-bre interior de las impresiones exteriores y delfatigoso método discursivo, aunque incapaz dereconcentrarme por un esfuerzo de amor en elcentro mismo de la simple inteligencia, en elápice de la mente, para ver allí la verdad y labondad, desnudas de imágenes y de formas,aseguro a usted que tengo miedo del modo deorar imaginario, propio de un hombre corporaly tan poco aprovechado como yo soy. La mis-ma meditación racional me infunde recelo. Noquisiera yo hacer discursos para conocer a Dios,ni traer razones de amor para amarle. Quisieraalzarme de un vuelo a la contemplación esen-cial e íntima. ¿Quién me diese alas, como depaloma, para volar al seno del que ama mi al-

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ma? Pero, ¿cuáles son, dónde están mis méri-tos? ¿Dónde las mortificaciones, la larga ora-ción y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios mío,para que Tú me favorezcas?

Harto sé que los impíos del día presenteacusan, con falta completa de fundamento, anuestra santa religión de mover las almas aaborrecer todas las cosas del mundo, a despre-ciar o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temer-la casi, como si hubiera en ella algo de diabóli-co, encerrando todo su amor y todo su afecto enel que llaman monstruoso egoísmo del amordivino, porque creen que el alma se ama a sípropia amando a Dios. Harto sé que no es así,que no es ésta la verdadera doctrina, que elamor divino es la caridad y que amar a Dios esamarlo todo, porque todo está en Dios, y Diosestá en todo por inefable y alta manera. Hartosé que no peco amando las cosas por el amor deDios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud;porque, qué son ellas más que la manifestación,

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la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no séqué extraño temor, qué singular escrúpulo, quéapenas perceptible e indeterminado remordi-miento me atormenta ahora, cuando tengo,como antes, como en otros días de mi juventud,como en la misma niñez, alguna efusión deternura, algún rapto de entusiasmo, al penetraren una enramada frondosa, al oír el canto delruiseñor en el silencio de la noche, al escucharel pío de las golondrinas, al sentir el arrulloenamorado de la tórtola, al ver las flores o almirar las estrellas. Se me figura a veces que hayen todo esto algo de delectación sensual, algoque me hace olvidar, por un momento al me-nos, más altas aspiraciones. No quiero yo queen mí el espíritu peque contra la carne; pero noquiero tampoco que la hermosura de la mate-ria, que sus deleites, aun los más delicados,sutiles y aéreos, aun los que más bien por elespíritu que por el cuerpo se perciben, como elsilbo delgado del aire fresco cargado de aromas

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campesinos, como el canto de las aves, como elmajestuoso y reposado silencio de las horasnocturnas, en estos jardines y huertas, me dis-traigan de la contemplación de la superiorhermosura, y entibien ni por un momento, miamor hacia quien ha creado esta armoniosafábrica del mundo.

No se me oculta que todas estas cosas ma-teriales son como las letras de un libro, son co-mo los signos y caracteres donde el alma, aten-ta a su lectura, puede penetrar un hondo senti-do y leer y descubrir la hermosura de Dios,que, si bien imperfectamente, está en ellas comotrasunto o más bien como cifra, porque no lapintan, sino que la representan. En esta distin-ción me fundo, a veces, para dar fuerza a misescrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo:si amo la hermosura de las cosas terrenales ta-les como ellas son, y si la amo con exceso, esidolatría; debo amarla como signo, como repre-sentación de una hermosura oculta y divina,

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que vale mil veces más, que es incomparable-mente superior en todo.

Hace pocos días cumplí veintidós años.Tal ha sido hasta ahora mi fervor religioso, queno he sentido más amor que el inmaculadoamor de Dios mismo y de su santa religión, quequisiera difundir y ver triunfante en todas lasregiones de la tierra. Confieso que algún senti-miento profano se ha mezclado con esta purezade afecto. Usted lo sabe, se lo he dicho mil ve-ces; y usted, mirándome con su acostumbradaindulgencia, me ha contestado que el hombreno es un ángel, y que sólo pretender tanta per-fección es orgullo; que debo moderar esos sen-timientos y no empeñarme en ahogarlos deltodo. El amor a la ciencia, el amor a la propiagloria, adquirida por la ciencia misma, hasta elformar uno de sí propio no desventajoso con-cepto; todo ello, sentido con moderación, vela-do y mitigado por la humildad cristiana y en-caminado a buen fin, tiene, sin duda, algo de

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egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyoa las más firmes y nobles resoluciones. No espues, el escrúpulo que me asalta hoy el de miorgullo, el de tener sobrada confianza en mímismo, el de ansiar gloria mundana, o el de sersobrado curioso de ciencia; no es nada de esto;nada que tenga relación con el egoísmo, sino encierto modo lo contrario. Siento una dejadez,un quebranto, un abandono de la voluntad, unafacilidad tan grande para las lágrimas, lloro tanfácilmente de ternura al ver una florecilla boni-ta o al contemplar el rayo misterioso, tenue yligerísimo de una remota estrella, que casi ten-go miedo.

Dígame usted qué piensa de estas cosas;si hay algo de enfermizo en esta disposición demi ánimo.

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8 de abril Siguen las diversiones campestres, en que

tengo que intervenir muy a pesar mío. He acompañado a mi padre a ver casi to-

das sus fincas, y mi padre y sus amigos se pas-man de que yo no sea completamente ignoranteen las cosas del campo. No parece sino que pa-ra ellos el estudio de la teología, a que me hededicado, es contrario del todo al conocimientode las cosas naturales. ¡Cuánto han admiradomi erudición al verme distinguir en las viñas,donde apenas empiezan a brotar los pámpanos,la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don-Bueno ¡Cuánto han admirado también que enlos verdes sembrados sepa yo distinguir la ce-bada del trigo y el anís de las habas; que conoz-ca muchos árboles frutales y de sombra, y que,aun de las hierbas que nacen espontáneamente

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en el campo, acierte yo con varios nombres yrefiera bastantes condiciones y virtudes!

Pepita Jiménez, que ha sabido por mi pa-dre lo mucho que me gustan las huertas de poraquí, nos ha convidado a ver una que posee acorta distancia del lugar, y a comer las fresastempranas que en ella se crían. Este antojo dePepita de obsequiar tanto a mi padre, quien lapretende y a quien desdeña, me parece a me-nudo que tiene su poco de coquetería, digna dereprobación; pero cuando veo a Pepita después,y la hallo tan natural, tan franca y tan sencilla,se me pasa el mal pensamiento e imagino quetodo lo hace candorosamente y que no la llevaotro fin que el de conservar la buena amistadque con mi familia la liga.

Sea como sea, anteayer tarde fuimos a lahuerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo másameno y pintoresco que puede imaginarse. Elriachuelo que riega casi todas estas huertas,sangrado por mil acequias, pasa al lado de la

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que visitamos; se forma allí una presa, y cuan-do se suelta el agua sobrante del riego, cae enun hondo barranco poblado en ambas márge-nes de álamos blancos y negros, mimbrones,adelfas floridas y otros árboles frondosos. Lacascada, de agua limpia y transparente, se de-rrama en el fondo, formando espuma, y luegosigue su curso tortuoso por un cauce que lanaturaleza misma ha abierto, esmaltando susorillas e mil hierbas y flores, y cubriéndolasahora con multitud de violetas. Las laderas quehay a un extremo de la huerta están llenas denogales, higueras, avellanos y otros árboles defruta. Y en la parte llana hay cuadros de horta-liza, de fresas, de tomates, patatas, judías y pi-mientos, y su poco de jardín, con grande abun-dancia de flores, de las que por aquí máscomúnmente se crían. Los rosales, sobre todo,abundan, y los hay de mil diferentes especies.La casilla del hortelano es más bonita y limpiade lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de

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la casilla hay otro pequeño edificio reservadopara el dueño de la finca, y donde nos agasajóPepita con una espléndida merienda, a la cualdio pretexto el comer las fresas, que era el prin-cipal objeto que allí nos llevaba. La cantidad defresas fue asombrosa para lo temprano de laestación, y nos fueron servidas con leche dealgunas cabras que Pepita también posee.

Asistimos a esta gira el médico, el escri-bano, mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sinfaltar el indispensable señor Vicario, padre es-piritual, y más que padre espiritual, admiradory encomiador perpetuo de Pepita.

Por un refinamiento algo sibarítico, nofue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo delhortelano, ni ningún otro campesino quien nossirvió la merienda sino dos lindas muchachas,criadas y como confidentas de Pepita, vestidasa lo rústico, si bien con suma pulcritud y ele-gancia. Llevaban trajes de percal de vistososcolores, cortos y ceñidos al cuerpo, pañuelos de

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seda cubriendo las espaldas, y descubierta lacabeza, donde lucían abundantes y lustrososcabellos negros, trenzados y atados luego for-mando un moño en figura de martillo, y pordelante rizos sujetos con sendas horquillas, poracá llamados caracoles. Sobre el moño o casta-ña ostentaban cada una de estas doncellas unramo de frescas rosas.

Salvo la superior riqueza de la tela y sucolor negro, no era más cortesano el traje dePepita. Su vestido de merino tenía la mismaforma que el de las criadas, y, sin ser muy cor-to, no arrastraba ni recogía suciamente el polvodel camino. Un modesto pañolito de seda negracubría también, al uso del lugar, su espalda ysu pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado niflor, ni joya, ni más adorno que el de sus pro-pios cabellos rubios. En la única cosa que notepor parte de Pepita cierto esmero, en que seapartaba de los usos aldeanos, era en llevarguantes. Se conoce que cuida mucho sus manos

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y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlasmuy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosasy sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es dis-culpable en la flaqueza humana, y al fin, si yono estoy trascordado, creo que Santa Teresatuvo la misma vanidad cuando era joven, locual no le impidió ser una santa tan grande.

En efecto, yo me explico, aunque no dis-culpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido,tan aristocrático, tener una linda mano! Hastase me figura, a veces, que tiene algo de simbóli-co. La mano es el instrumento de nuestrasobras, el signo de nuestra nobleza, el medio pordonde la inteligencia reviste de forma sus pen-samientos artísticos, y da ser a las creaciones dela voluntad, y ejerce el imperio que Dios conce-dió al hombre sobre todas las criaturas. Unamano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, deun trabajador, de un obrero, demuestra noble-mente ese imperio; pero en lo que tiene de másviolento y mecánico. En cambio, las manos de

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esta Pepita, que parecen casi diáfanas como elalabastro, si bien con leves tintas rosadas, don-de cree uno ver circular la sangre pura y sutil,que da a sus venas un ligero viso azul; estasmanos, digo, de dedos afilados y de sin parcorrección de dibujo, parecen el símbolo delimperio mágico, del dominio misterioso quetiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerzamaterial, sobre todas las cosas visibles que hansido inmediatamente creadas por Dios y quepor medio del hombre Dios completa y mejora.Imposible parece que quien tiene manos comoPepita tenga pensamiento impuro, ni idea gro-sera, ni proyecto ruin que esté en discordanciacon las limpias manos que deben ejecutarle.

No hay que decir que mi padre se mostrótan embelesado como siempre de Pepita, y ellatan fina y cariñosa con él, si bien con un cariñomás filial de lo que mi padre quisiera. Es locierto que mi padre, a pesar de la reputaciónque tiene de ser por lo común poco respetuoso

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y bastante profano con las mujeres, trata a éstacon un respeto y unos miramientos tales, que niAmadís los usó mayores con la señora Orianaen el periodo más humilde de sus pretensionesy galanteos; ni una palabra que disuene, ni unrequiebro brusco e inoportuno, ni un chistealgo amoroso de estos que con tanta frecuenciasuelen permitirse los andaluces. Apenas si seatreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes»; yen verdad que si lo dijese no mentiría, porquelos tiene grandes, verdes como los de Circe,hermosos y rasgados, y lo que más mérito yvalor les da es que no parece sino que ella no losabe, pues no se descubre en ella la menor in-tención de agradar a nadie ni de atraer a nadiecon lo dulce de sus miradas. Se diría que creeque los ojos sirven para ver y nada más quepara ver. Lo contrario de lo que yo, según heoído decir, presumo que creen la mayor partede las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen delos ojos un arma de combate y como un aparato

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eléctrico o fulmíneo para rendir corazones ycautivarlos. No son así, por cierto, los ojos dePepita, donde hay una serenidad y una pazcomo del cielo. Ni por eso se puede decir quemiren con fría indiferencia. Sus ojos están lle-nos de caridad y de dulzura. Se posan con afec-to en un rayo de luz, en una flor, hasta en cual-quier objeto inanimado; pero con más afectoaún, con muestras de sentir más blando, huma-no y benigno, se posan en el prójimo, sin que elprójimo, por joven, gallardo y presumido quesea, se atreva a suponer nada más que caridady amor al prójimo, y, cuando más, predilecciónamistosa, en aquella serena y tranquila mirada.

Yo me paro a pensar si todo esto será es-tudiado; si esta Pepita será una gran comedian-ta; pero sería tan perfecto el fingimiento y tanoculta la comedia, que me parece imposible. Lamisma naturaleza, pues, es la que guía y sirvede norma a esta mirada y a estos ojos. Pepita,sin duda, amó a su madre primero, y luego las

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circunstancias la llevaron a amar a don Gumer-sindo por deber, como al compañero de su vi-da; y luego, sin duda, se extinguió en ella todapasión que pudiera inspirar ningún objeto te-rreno, y amó a Dios, y amó las cosas todas poramor de Dios, y se encontró quizás en una si-tuación de espíritu apacible y hasta envidiable,en la cual, si tal vez hubiese algo que censurar,sería un egoísmo del que ella misma no se dacuenta. Es muy cómodo amar de este modosuave, sin atormentarse con el amor; no tenerpasión que combatir; hacer del amor y del afec-to a los demás un aditamento y como un com-plemento del amor propio.

A veces me pregunto a mí mismo si alcensurar en mi interior esta condición de Pepi-ta, no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo loque pasa en el alma de esa mujer, para censu-rarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma, no es lamía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasiónalguna que vencer; todas mis inclinaciones bien

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dirigidas, todos mis instintos buenos y malos,merced a la sabia enseñanza de usted, van sinobstáculos ni tropiezos encaminados al mismopropósito; cumpliéndolo se satisfarían no sólomis nobles y desinteresados deseos, sino tam-bién mis deseos egoístas, mi amor a la gloria,mi afán de saber, mi curiosidad de ver tierrasdistantes, mi anhelo de ganar nombre y fama.Todo esto se cifra en llegar al término de la ca-rrera que he emprendido. Por este lado se meantoja a veces que soy más censurable que Pe-pita, aun suponiéndola merecedora de censura.

Yo he recibido ya las órdenes menores; hedesechado de mi alma las vanidades del mun-do; estoy tonsurado; me he consagrado al altar,y, sin embargo, un porvenir de ambición sepresenta a mis ojos y veo con gusto que puedoalcanzarle y me complazco en dar por ciertas yvalederas las condiciones que tengo para ello,por más que a veces llame a la modestia en miauxilio, a fin de no confiar demasiado. En cam-

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bio esta mujer ¿a qué aspira ni qué quiere? Yola censuro de que se cuida las manos; de quemira tal vez con complacencia su belleza; casi lacensuro de su pulcritud, del esmero que poneen vestirse, de yo no sé qué coquetería que hayen la misma modestia y sencillez con que seviste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser desaliña-da? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma puray limpia, ¿no puede complacerse en que elcuerpo también lo sea? Es extraña esta malevo-lencia con que miro el primor y el aseo de Pepi-ta. ¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra?¡Pero si no quiere ser mi madrastra! ¡Si no quie-re a mi padre! Verdad es que las mujeres sonraras; quién sabe si en el fondo de su alma no sesiente inclinada ya a querer a mi padre y a ca-sarse con él, si bien, atendiendo a aquello deque lo que mucho vale mucho cuesta, se pro-pone, páseme usted la palabra, molerle antescon sus desdenes, tenerle sujeto a su servidum-

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bre, poner a prueba la constancia de su afecto yacabar por darle el plácido sí. ¡Allá veremos!

Ello es que la fiesta en la huerta fue apa-ciblemente divertida: se habló de flores, de fru-tos, de injertos, de plantaciones y de otras milcosas relativas a la labranza, luciendo Pepitasus conocimientos agrónomos en competenciacon mi padre, conmigo y con el señor Vicario,que se queda con la boca abierta cada vez quehabla Pepita, y jura que en los setenta y pico deaños que tiene de edad, y en sus largas peregri-naciones, que le han hecho recorrer casi toda laAndalucía, no ha conocido mujer más discretani más atinada en cuanto piensa y dice.

Cuando volvemos a casa de cualquiera deestas expediciones, vuelvo a insistir con mi pa-dre en mi ida con usted a fin de que llegue elsuspirado momento de que yo me vea elevadoal sacerdocio; pero mi padre está tan contentode tenerme a su lado y se siente tan a gusto enel lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo me-

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ro y mixto imperio como cacique, y adorando aPepita y consultándoselo todo como a su ninfaEgeria, que halla siempre y hallará aún, tal vezdurante algunos meses, fundado pretexto pararetenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vinode yo no sé cuántas pipas de la candiotera; yatiene que trasegar otro; ya es menester binar losmajuelos; ya es preciso arar los olivares y cavarlos pies a los olivos; en suma, me retiene aquícontra mi gusto; aunque no debiera yo decir«contra mi gusto», porque lo tengo muy grandeen vivir con un padre que es para mí tan bueno.

Lo malo es que con esta vida temo mate-rializarme demasiado; me parece sentir algunasequedad de espíritu durante la oración; mifervor religioso disminuye; la vida vulgar vapenetrando y se va infiltrando en mi naturale-za. Cuando rezo padezco distracciones; nopongo en lo que digo a mis solas, cuando elalma debe elevarse a Dios, aquella atenciónprofunda que antes ponía. En cambio, la ternu-

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ra de mi corazón, que no se fija en objeto con-digno, que no se emplea y consume en lo quedebiera, brota y como que rebosa en ocasionespor objetos y circunstancias que tienen muchode pueriles, que me parecen ridículos, y de loscuales me avergüenzo. Si me despierto en elsilencio de la alta noche y oigo que algún cam-pesino enamorado canta, al son de su guitarramal rasgueada, una copla de fandango o derondeñas, ni muy discreta ni muy poética, nimuy delicada, suelo enternecerme como si oye-ra la más celestial melodía. Una compasiónloca, insana, me aqueja a veces. El otro día co-gieron los hijos del aperador de mi padre unnido de gorriones, y al ver yo los pajarillos sinplumas aún y violentamente separados de lamadre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo con-fieso, se me saltaron las lágrimas. Pocos díasantes trajo del campo un rústico una terneritaque se había perniquebrado; iba a llevarla almatadero y venía a decir a mi padre qué quería

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de ella para su mesa; mi padre pidió unas cuan-tas libras de carne, la cabeza y las patas; yo meconmoví al ver la ternerita, y estuve a punto,aunque la vergüenza me lo impidió, decomprársela al hombre, a ver si yo la curaba yconservaba viva. En fin, querido tío, menesteres tener la gran confianza que tengo yo conusted para contarle estas muestras de senti-miento extraviado y vago, y hacerle ver conellas que necesito volver a mi antigua vida, amis estudios, a mis altas especulaciones, y aca-bar por ser sacerdote para dar al fuego que de-vora mi alma el alimento sano y bueno quedebe tener.

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14 de abril Sigo haciendo la misma vida de siempre y

detenido aquí a ruegos de mi padre. El mayor placer de que disfruto, después

del de vivir con él, es el trato y conversación delseñor Vicario, con quien suelo dar a solas lar-gos paseos. Imposible parece que un hombre desu edad, que debe de tener cerca de los ochentaaños, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes mecanso yo que él, y no queda vericueto ni lugaragreste, ni cima de cerro escarpado en estascercanías, a donde no lleguemos.

El señor Vicario me va reconciliando mu-cho con el clero español, a quien algunas veceshe tildado yo, hablando con usted, de pocoilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menu-do, este hombre, lleno de candor y de buendeseo, tan afectuoso e inocente, que cualquieraque haya leído muchos libros y en cuya almano arda con tal viveza como en la suya el fuegode la caridad unido a la fe más sincera y más

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pura! No crea usted que es vulgar el entendi-miento del señor Vicario; es un espíritu inculto,pero despejado y claro. A veces imagino quepueda provenir la buena opinión que de él ten-go, de la atención con que me escucha; pero, sino es así, me parece que todo lo entiende connotable perspicacia y que sabe unir al amorentrañable de nuestra santa religión el apreciode todas las cosas buenas que la civilizaciónmoderna nos ha traído. Me encantan, sobretodo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicasmanifestaciones de sentimentalismo, la natura-lidad, en suma, con que el señor Vicario ejercelas más penosas obras de caridad. No hay des-gracia que no remedie, ni infortunio que noconsuele, ni humillación que no procure restau-rar, ni pobreza a que no acuda solícito con unsocorro.

Para todo esto, fuerza es confesarlo, tieneun poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya

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devoción y natural compasivo siempre está élponiendo por las nubes.

El carácter de esta especie de culto que elVicario rinde a Pepita va sellado, casi se con-funde con el ejercicio de mil buenas obras; conlas limosnas, el rezo, el culto público y el cui-dado de los menesterosos. Pepita no da sólopara los pobres, sino también para novenas,sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altaresde la parroquia brillan a veces adornados debellísimas flores, estas flores se deben a la mu-nificencia de Pepita, que las ha hecho traer desus huertas. Si en lugar del antiguo manto, vie-jo y raído que tenía la Virgen de los Dolores,luce hoy un flamante y magnífico manto deterciopelo negro bordado de plata, Pepita esquien lo ha costeado.

Éstos y otros tales beneficios, el Vicarioestá siempre decantándolos y ensalzándolos.Así es que, cuando no hablo yo de mis miras,de mi vocación, de mis estudios, lo cual embe-

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lesa en extremo al señor Vicario, y le trae sus-penso de mis labios; cuando es él quien habla yyo quien escucho, la conversación, después demil vueltas y rodeos, viene a parar siempre enhablar de Pepita Jiménez. Y al cabo, ¿de quiénme ha de hablar el señor Vicario? Su trato conel médico, con el boticario, con los ricos labra-dores de aquí, apenas da motivo para tres pala-bras de conversación. Como el señor Vicarioposee la rarísima cualidad en un lugareño deno ser amigo de contar vidas ajenas ni lancesescandalosos, de nadie tiene que hablar sino dela mencionada mujer, a quien visita con fre-cuencia, y con quien, según se desprende de loque dice, tiene los más íntimos coloquios.

No sé qué libros habrá leído Pepita Jimé-nez, ni que instrucción tendrá; pero de lo quecuenta el señor Vicario se colige que está dota-da de un espíritu inquieto e investigador, don-de se ofrecen infinitas cuestiones y problemasque anhela dilucidar y resolver, presentándolos

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para ello al señor Vicario, a quien deja agrada-blemente confuso. Este hombre, educado a larústica, clérigo de misa y olla como vulgarmen-te suele decirse, tiene el entendimiento abierto atoda luz de verdad, aunque carece de iniciativa,y, por lo visto, los problemas y cuestiones quePepita le presenta le abren nuevos horizontes ynuevos caminos, aunque nebulosos y mal de-terminados, que él no presumía siquiera, queno acierta a trazar con exactitud, pero cuya va-guedad, novedad y misterio le encantan.

No desconoce el padre Vicario que estotiene mucho de peligroso, y que él y Pepita seexponen a dar, sin saberlo, en alguna herejía;pero se tranquiliza porque, distando mucho deser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedi-llo, tiene confianza en Dios, que le iluminará, yespera no extraviarse, y da por cierto que Pepi-ta seguirá sus consejos y no se extraviará nun-ca.

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Así imaginan ambos mil poesías, aunqueinformes, bellas, sobre todos los misterios denuestra religión y artículos de nuestra fe. In-mensa es la devoción que tienen a María Santí-sima, Señora nuestra, y yo me quedo absorto dever cómo saben enlazar la idea o el conceptopopular de la Virgen con algunos de los másremontados pensamientos teológicos.

Por lo que relata el padre Vicario, entre-veo que en el alma de Pepita Jiménez, en mediode la serenidad y calma que aparenta, hay cla-vado un agudo dardo de dolor; hay un amor depureza contrariado por su vida pasada. Pepitaamó a don Gumersindo como a su compañero,como a su bienhechor, como al hombre a quientodo se lo debía; pero la atormenta, la aver-güenza el recuerdo de que don Gumersindo fuesu marido.

En su devoción a la Virgen se descubreun sentimiento de humillación dolorosa, untorcedor, una melancolía que influye en su

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mente el recuerdo de su matrimonio indigno yestéril.

Hasta en su adoración al niño Dios, re-presentado en la preciosa imagen de talla quetiene en su casa, interviene el amor maternal sinobjeto, el amor maternal que busca ese objetoen un ser no nacido de pecado y de impureza.

El padre Vicario dice que Pepita adora alniño Jesús como a su Dios, pero que le ama conlas entrañas maternales con que amaría a unhijo, si le tuviese, y si en su concepción nohubiera habido cosa de que tuviera ella queavergonzarse. El padre Vicario nota que Pepitasueña con la madre ideal y con el hijo ideal,inmaculados ambos, al rezar a la Virgen Santí-sima, y al cuidar a su lindo niño Jesús de talla.

Aseguro a usted que no sé qué pensar detodas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco loque son las mujeres! Lo que de Pepita me cuen-ta el padre Vicario me sorprende; y si bien mása menudo entiendo que Pepita es buena, y no

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mala, a veces me infunde cierto terror por mipadre. Con los cincuenta y cinco años que tiene,creo que está enamorado, y Pepita, aunquebuena por reflexión, puede sin premeditarlo nicalcularlo, ser un instrumento del espíritu delmal; puede tener una coquetería irreflexiva einstintiva, más invencible, eficaz y funesta aúnque la que procede de premeditación, cálculo ydiscurso.

¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pe-sar de las buenas obras de Pepita, de sus rezos,de su vida devota y recogida, de sus limosnas yde sus donativos para las iglesias, en todo locual se puede fundar el afecto que el padre Vi-cario la profesa, no hay también un hechizomundano, no hay algo de magia diabólica eneste prestigio de que se rodea y con el cual em-boba a este cándido padre Vicario, y le lleva yle trae y le hace que no piense ni hable sino deella a todo momento?

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El mismo imperio que ejerce Pepita sobreun hombre tan descreído como mi padre, sobreuna naturaleza tan varonil y poco sentimental,tiene en verdad mucho de raro.

No explican tampoco las buenas obras dePepita el respeto y afecto que infunde, por logeneral, en estos rústicos. Los niños pequeñue-los acuden a verla las pocas veces que sale a lacalle y quieren besarla la mano; las mozuelas lesonríen y la saludan con amor, los hombrestodos se quitan el sombrero a su paso y se in-clinan con la más espontánea reverencia y conla más sencilla y natural simpatía.

Pepita Jiménez, a quien muchos han vistonacer; a quien vieron todos en la miseria, vi-viendo con su madre; a quien han visto des-pués casada con el decrépito y avaro don Gu-mersindo, hace olvidar todo esto, y aparececomo un ser peregrino, venido de alguna tierralejana, de alguna esfera superior, pura y radian-te, y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a

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algo como admiración amantísima a todos suscompatricios.

Veo que distraídamente voy cayendo enel mismo defecto que en el padre Vicario cen-suro, y que no hablo a usted sino de PepitaJiménez. Pero esto es natural. Aquí no se hablade otra cosa. Se diría que todo el lugar está lle-no del espíritu, del pensamiento, de la imagende esta singular mujer, que yo no acierto aún adeterminar si es un ángel o una refinada coque-ta llena de astucia instintiva, aunque los térmi-nos parezcan contradictorios. Porque lo que escon plena conciencia estoy convencido de queesta mujer no es coqueta ni suena en ganarsevoluntades para satisfacer su vanagloria.

Hay sinceridad y candor en Pepita Jimé-nez. No hay más que verla para creerlo así. Suandar airoso y reposado, su esbelta estatura, loterso y despejado de su frente, la suave y puraluz de sus miradas, todo se concierta en un rit-

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mo adecuado, todo se une en perfecta armonía,donde no se descubre nota que disuene.

¡Cuánto me pesa de haber venido poraquí y de permanecer aquí tan largo tiempo!Había pasado la vida en su casa de usted y enel Seminario; no había visto ni tratado más quea mis compañeros y maestros; nada conocía delmundo sino por especulación y teoría; y depronto, aunque sea en un lugar, me veo lanza-do en medio del mundo, y distraído de misestudios, meditaciones y oraciones, por milobjetos profanos.

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20 de abril Las últimas cartas de usted, queridísimo

tío, han sido de grata consolación para mi alma.Benévolo como siempre, me amonesta usted yme ilumina con advertencias útiles y discretas.

Es verdad: mi vehemencia es digna de vi-tuperio. Quiero alcanzar el fin sin poner losmedios; quiero llegar al término de la jornadasin andar antes paso a paso el áspero camino.

Me quejo de sequedad de espíritu en laoración, de distraído, de disipar mi ternura enobjetos pueriles, ansío volar al trato íntimo conDios, a la contemplación esencial, y desdeño laoración imaginaria y la meditación racional ydiscursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómosin ver la luz he de lograr el goce del amor?

Hay mucha soberbia en mí, y yo he deprocurar humillarme a mis propios ojos, a finde que el espíritu del mal no me humille, per-

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mitiéndolo Dios, en castigo de mi presunción yde mi orgullo.

No creo, a pesar de todo, como usted meadvierte, que es tan fácil para mí una fea y nopensada caída. No confío en mí; confío en lamisericordia de Dios y en su gracia, y esperoque no sea.

Con todo, razón tiene usted que le sobraen aconsejarme que no me ligue mucho enamistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bas-tante de estar ligado con ella.

No ignoro que los varones religiosos y lossantos, que deben servirnos de ejemplo y de-chado, cuando tuvieron gran familiaridad yamor con mujeres fue en la ancianidad, o es-tando ya muy probados y quebrantados por lapenitencia, o existiendo una notable despropor-ción de edad entre ellos y las piadosas amigasque elegían; como se cuenta de san Jerónimo ysanta Paulina, y de san Juan de la Cruz y santaTeresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo

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punto espiritual, sé que puede pecar por de-masía. Porque Dios no más debe ocupar nues-tra alma, como su dueño y esposo, y cualquieraotro ser que en ella more ha de ser sólo a títulode amigo o siervo o hechura del esposo, y enquien el esposo se complace.

No crea usted, pues, que yo me jacte deinvencible y desdeñe los peligros y los desafíe ylos busque. En ellos perece quien los ama. Ycuando el rey profeta, con ser tan conforme alcorazón del Señor y tan su valido, y cuandoSalomón, a pesar de su sobrenatural e infusasabiduría, fueron, conturbados y pecaron, por-que Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debotemer yo, mísero pecador, tan joven, tan inex-perto de las astucias del demonio, y tan pocofirme y adiestrado en las peleas de la virtud?

Lleno de un provechoso temor de Dios, ycon la debida desconfianza de mi flaqueza, noolvidaré los consejos y prudentes amonestacio-nes de usted, rezando con fervor mis oraciones

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y meditando en las cosas divinas para aborre-cer las mundanas en lo que tienen de aborreci-bles; pero aseguro a usted que hasta ahora, pormás que ahondo en mi conciencia y registrocon suspicacia sus más escondidos senos, nadadescubro que me haga temer lo que usted teme.

Si de mis cartas anteriores resultan enco-mios para el alma de Pepita Jiménez, culpa esde mi padre y del señor Vicario, y no mía; por-que al principio, lejos de ser favorable a estamujer, estaba yo prevenido contra ella con pre-vención injusta.

En cuanto a la belleza y donaire corporalde Pepita, crea usted que lo he consideradotodo con entera limpieza de pensamiento. Yaunque me sea costoso el decirlo, y aunque austed le duela un poco, le confesaré que si al-guna leve mancha ha venido a empañar el se-reno y pulido espejo de mi alma, en que Pepitase reflejaba, ha sido la ruda sospecha de usted,

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que casi me ha llevado por un instante a que yomismo sospeche.

Pero no. ¿Qué he pensado yo, qué he mi-rado, qué he celebrado en Pepita, por dondenadie pueda colegir que propendo a sentir porella algo que no sea amistad y aquella inocentey limpia admiración que inspira una obra dearte, y más si la obra es del Artífice soberano, ynada menos que su templo?

Por otra parte, querido tío, yo tengo quevivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes,tengo que verlas, y no he de arrancarme losojos. Usted me ha dicho mil veces que me quie-re en la vida activa, predicando la ley divina,difundiéndola por el mundo, y no entregado ala vida contemplativa en la soledad y el aisla-miento. Ahora bien; si esto es así como lo es,¿de qué suerte me había yo de gobernar parano reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme enridículo cerrando en su presencia los ojos, fuer-za es que yo vea y note la hermosura de los

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suyos; lo blanco, sonrosado y limpio de su tez;la igualdad y el nacarado esmalte de los dien-tes, que descubre a menudo cuando sonríe; lafresca púrpura de sus labios; la serenidad ytersura de su frente, y otros mil atractivos queDios ha puesto en ella. Claro está que para elque lleva en su alma el germen de los pensa-mientos livianos, la levadura del vicio, cadauna de las impresiones que Pepita produce,puede ser como el golpe del eslabón que hiereel pedernal y que hace brotar la chispa que todolo incendia y devora; pero yendo prevenidocontra este peligro, y reparándome y cubrién-dome bien con el escudo de la prudencia cris-tiana, no encuentro que tenga yo nada que rece-lar. Además que, si bien es temerario buscar elpeligro, es cobardía no saber arrostrarle y huirde él cuando se presenta.

No lo dude usted; yo veo en Pepita Jimé-nez una hermosa criatura de Dios, y por Dios laamo como a hermana. Si alguna predilección

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siento por ella, es por las alabanzas que de ellaoigo a mi padre, al señor Vicario y a casi todoslos de este lugar.

Por amor a mi padre desearía yo que Pe-pita desistiese de sus ideas y planes de vidaretirada, y se casase con él; pero, prescindiendode esto, y si yo viese que mi padre sólo tenía uncapricho, y no una verdadera pasión, me ale-graría de que Pepita permaneciese firme en sucasta viudez, y cuando yo estuviese muy lejosde aquí, allá en la India o en el Japón, o en al-gunas misiones más peligrosas, tendría un con-suelo en escribirle algo sobre mis peregrinacio-nes y trabajos.

Cuando, ya viejo, volviese yo por este lu-gar, también gozaría mucho en intimar con ella,que estaría ya vieja, y en tener con ella colo-quios espirituales y pláticas por el estilo de lasque tiene ahora el padre Vicario. Hoy, sin em-bargo, como soy mozo, me acerco poco a Pepi-ta; apenas la hablo. Prefiero pasar por encogi-

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do, por tonto, por mal criado y arisco, a dar lamenor ocasión, no ya a la realidad de sentir porella lo que no debo, pero ni a la sospecha ni a lamaledicencia.

En cuanto a Pepita, ni remotamente con-vengo en lo que usted deja entrever como vagorecelo. ¿Qué plan ha de formar respecto a unhombre que va a ser clérigo dentro de dos otres meses? Ella, que ha desairado a tantos,¿por qué había de prendarse de mí? Harto meconozco y sé que no puedo, por fortuna, inspi-rar pasiones. Dicen que no soy feo, pero soydesmañado, torpe, corto de genio, poco ameno;tengo trazas de lo que soy: de un estudiantehumilde. ¿Qué valgo yo al lado de los gallardosmozos, aunque algo rústicos, que han preten-dido a Pepita; ágiles jinetes, discretos y regoci-jados en la conversación, cazadores comoNembrot, diestros en todos los ejercicios decuerpo, cantadores finos y celebrados en todaslas ferias de Andalucía, y bailarines apuestos,

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elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairadotodo esto, ¿cómo ha de fijarse ahora en mí y hade concebir el diabólico deseo y más diabólicoproyecto de turbar la paz de mi alma, dehacerme abandonar mi vocación, tal vez deperderme? No, no es posible. Yo creo buena aPepita, y a mí, lo digo sin mentida modestia,me creo insignificante. Ya se entiende que mecreo insignificante para enamorarla, no para sersu amigo; no para que ella me estime y llegue atener un día cierta predilección por mí, cuandoyo acierte a hacerme digno de esta predileccióncon una santa y laboriosa vida.

Perdóneme usted si me defiendo con so-brado calor de ciertas reticencias de la carta deusted, que suenan a acusaciones y a fatídicospronósticos.

Yo no me quejo de esas reticencias; ustedme da avisos prudentes, gran parte de los cua-les acepto y pienso seguir. Si va usted más alláde lo justo en el recelar, consiste, sin duda, en el

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interés que por mí se toma, y que yo de todocorazón le agradezco.

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4 de mayo Extraño es que en tantos días ya no haya

tenido tiempo para escribir a usted; pero tal esla verdad. Mi padre no me deja parar y las visi-tas me asedian.

En las grandes ciudades es fácil no reci-bir, aislarse, crearse una soledad, una Tebaidaen medio del bullicio; en un lugar de Andaluc-ía, y sobre todo teniendo la honra de ser hijodel cacique, es menester vivir en público. No yasólo hasta al cuarto donde escribo, sino hastami alcoba penetran, sin que nadie se atreva aoponerse, el señor Vicario, el escribano, miprimo Currito, hijo de doña Casilda, y otrosmil, que me despiertan si estoy dormido y mellevan donde quieren.

El casino no es aquí mera diversión noc-turna, sino de todas las horas del día. Desde lasonce de la mañana está lleno de gente que char-

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la, que lee por cima algún periódico para saberlas noticias, y que juega al tresillo. Personas hayque se pasan diez o doce horas al día jugando adicho juego. En fin, hay aquí una holganza tanencantadora, que más no puede ser. Las diver-siones son muchas, a fin de entretener dichaholganza. Además del tresillo se arma la timbi-rimba con frecuencia y se juega al monte. Lasdamas, el ajedrez y el dominó no se descuidan.Y, por último, hay una pasión decidida por lasriñas de gallos.

Todo esto, con el visiteo, el ir al campo ainspeccionar las labores, el ajustar todas lasnoches las cuentas con el aperador, el visitar lasbodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar yperfeccionar los vinos, y el tratar con gitanos ychalanes para compra, venta o cambalache delos caballos, mulas y borricos, o con gente deJerez que viene a comprar nuestro vino paratrocarle en jerezano, ocupa aquí de diario a loshidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En

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ocasiones extraordinarias hay otras faenas ydiversiones que dan a todo más animación,como en tiempo de la siega, de la vendimia yde la recolección de la aceituna; o bien cuandohay feria y toros aquí o en otro pueblo cercano,o bien cuando hay romería al santuario de al-guna milagrosa imagen de María Santísima, adonde, si acuden no pocos por curiosidad ypara divertirse y feriar a sus amigas cupidos yescapularios, más son los que acuden por devo-ción y en cumplimiento de voto o promesa.Hay santuario de estos que está en la cumbrede una elevadísima sierra, y con todo no faltanaún mujeres delicadas que suben allí con lospies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espi-nas y piedras, por el pendiente y mal trazadosendero.

La vida de aquí tiene cierto encanto. Paraquien no sueña con la gloria, para quien nadaambiciona, comprendo que sea muy descansa-da y dulce vida. Hasta la soledad puede lograr-

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se aquí haciendo un esfuerzo. Como yo estoyaquí por una temporada, no puedo ni debohacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, nohallaría dificultad, sin ofender a nadie, en ence-rrarme y retraerme durante muchas horas odurante todo el día, a fin de entregarme a misestudios y meditaciones.

Su nueva y más reciente carta de ustedme ha afligido un poco. Veo que insiste usteden sus sospechas y no sé qué contestar parajustificarme, sino lo que ya he contestado.

Dice usted que la gran victoria en ciertogénero de batallas consiste en la fuga; que huires vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que elApóstol y tantos santos Padres y Doctores handicho? Con todo, de sobra sabe usted que elhuir no depende de mi voluntad. Mi padre noquiere que me vaya; mi padre me retiene a pe-sar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues,vencer por otros medios, y no por el de la fuga.

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Para que usted se tranquilice, repetiré quela lucha apenas está empeñada, que usted velas cosas más adelantadas de lo que están.

No hay el menor indicio de que PepitaJiménez me quiera. Y aunque me quisiese, seríade otro modo que como querían las mujeresque usted cita para mi ejemplar escarmiento.Una señora bien educada y honesta en nuestrosdías no es tan inflamable y desaforada comoesas matronas de que están llenas las historiasantiguas.

El pasaje que aduce usted de san JuanCrisóstomo es digno del mayor respeto, perono es del todo apropiado a las circunstancias.La gran dama que en Of, Tebas o DióspolisMagna, se enamoró del hijo predilecto de Jacob,debió de ser hermosísima; sólo así se concibeque asegure el Santo ser mayor prodigio el queJosef no ardiera que el que los tres mancebosque hizo poner Nabucodonosor en el hornocandente no se redujesen a cenizas.

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Confieso con ingenuidad que, lo que esen punto a hermosura, no atino a representar-me que supere a Pepita Jiménez la mujer deaquel príncipe egipcio, mayordomo mayor ocosa por el estilo del palacio de los faraones;pero ni yo soy como Josef, agraciado con tantosdones y excelencias, ni Pepita es una mujer sinreligión y sin decoro. Y aunque fuera así, aunsuponiendo todos estos horrores, no me explicola ponderación de san Juan Crisóstomo sinoporque vivía en la capital corrompida, y semi-gentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella cor-te, cuyos vicios tan crudamente censuró, ydonde la propia emperatriz Eudoxia dabaejemplo de corrupción y de escándalo. Perohoy, que la moral evangélica ha penetrado másprofundamente en el seno de la sociedad cris-tiana, me parece exagerado creer más milagro-so el casto desdén del hijo de Jacob que la in-combustibilidad material de los tres mancebosde Babilonia.

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Otro punto toca usted en su carta que meanima y lisonjea en extremo. Condena ustedcomo debe el sentimentalismo exagerado y lapropensión a enternecerme y a llorar por moti-vos pueriles, de que le dije padecía a veces;pero esta afeminada pasión de ánimo, ya queexiste en mí, importando desecharla, celebrausted que no se mezcle con la oración y la me-ditación y las contamine. Usted reconoce yaplaude en mí la energía verdaderamente va-ronil que debe haber en el afecto y en la menteque anhelan elevarse a Dios. La inteligencia quepugna por comprenderle ha de ser briosa; lavoluntad que se le somete por completo es por-que triunfa de sí misma, riñendo bravas bata-llas con todos los apetitos, y derrotando y po-niendo en fuga todas las tentaciones; el mismoafecto acendrado y ardiente, que, aun en criatu-ras simples y cuitadas, puede encumbrarse has-ta Dios por un rapto de amor, logrando cono-cerle por iluminación sobrenatural, es hijo, a

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más de la gracia divina, de un carácter firme yentero. Esa languidez, ese quebranto de la vo-luntad, esa ternura enfermiza, nada tienen quehacer con la caridad, con la devoción y con elamor divino. Aquello es atributo de menos quemujeres; éstas son pasiones, si pasiones puedenllamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí,tiene usted razón de confiar en mí, y de esperarque no he de perderme porque una piedad re-lajada y muelle abra las puertas de mi corazóna los vicios, transigiendo con ellos. Dios mesalvará y yo combatiré por salvarme con suauxilio; pero, si me pierdo, los enemigos delalma y los pecados mortales no han de entrardisfrazados ni por capitulación en la fortalezade mi conciencia, sino con banderas desplega-das, llevándolo todo a sangre y fuego y des-pués de acérrimo combate.

En estos últimos días he tenido ocasiónde ejercitar mi paciencia en grande y de morti-ficar mi amor propio del modo más cruel.

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Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequiode la huerta, y la convidó a visitar su quinta delPozo de la Solana. La expedición fue el 22 deabril. No se me olvidará esta fecha.

El Pozo de la Solana dista más de dos le-guas de este lugar, y no hay hasta allí sino ca-mino de herradura. Tuvimos todos que ir acaballo. Yo, como jamás he aprendido a mon-tar, he acompañado a mi padre en todas lasanteriores excursiones en una mulita de paso,muy mansa, y que, según la expresión de Dien-tes, el mulero, es más noble que el oro y másserena que un coche. En el viaje al Pozo de laSolana fui en la misma cabalgadura.

Mi padre, el escribano, el boticario y miprimo Currito iban en buenos caballos. Mi tíadoña Casilda, que pesa más de diez arrobas, enuna enorme y poderosa burra con sus jamugas.El señor Vicario en una mula mansa y serenacomo la mía.

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En cuanto a Pepita Jiménez, que imagina-ba yo que vendría también en burra con jamu-gas, pues ignoraba que montase, me sorprendióapareciendo en un caballo tordo muy vivo yfogoso, vestida de amazona, y manejando elcaballo con destreza y primor notables.

Me alegré de ver a Pepita tan gallarda acaballo, pero desde luego presentí y empezó amortificarme el desairado papel que me tocabahacer al lado de la robusta tía doña Casilda ydel padre Vicario, yendo nosotros a retaguar-dia, pacíficos y serenos como en coche, mien-tras que la lucida cabalgata caracolearía, correr-ía, trotaría y haría mil evoluciones y escarceos.

Al punto se me antojó que Pepita me mi-raba compasiva, al ver la facha lastimosa quesobre la mula debía yo de tener. Mi primo Cu-rrito me miró con sonrisa burlona, y empezóenseguida a embromarme y atormentarme.

Aplauda usted mi resignación y mi vale-rosa paciencia. A todo me sometí de buen ta-

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lante, y pronto hasta las bromas de Currito aca-baron al notar cuán invulnerable yo era. Pero¡cuánto sufrí por dentro! Ellos corrieron, galo-paron, se nos adelantaron a la ida y a la vuelta.El Vicario y yo permanecimos siempre serenos,como las mulas, sin salir del paso y llevando adoña Casilda en medio.

Ni siquiera tuve el consuelo de hablar conel padre Vicario, cuya conversación me es tangrata, ni de encerrarme dentro de mí mismo yfantasear y soñar, ni de admirar a mis solas labelleza del terreno que recorríamos. Doña Ca-silda es de una locuacidad abominable, y tuvi-mos que oírla. Nos dijo cuanto hay que saberde chismes del pueblo, y nos habló de todas sushabilidades, y nos explicó el modo de hacersalchichas, morcillas de sesos, hojaldres y otrosmil guisos y regalos. Nadie la vence en nego-cios de cocina y de matanza de cerdos, segúnella, sino Antoñona, la nodriza de Pepita Jimé-nez, y hoy su ama de llaves y directora de su

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casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues vay viene a casa con recados, y, en efecto, es muylista; tan parlanchina como la tía Casilda, perocien mil veces más discreta.

El camino hasta el Pozo de la Solana esdelicioso; pero yo iba tan contrariado, que noacerté a gozar de él. Cuando llegamos a la ca-sería y nos apeamos, se me quitó de encima ungran peso, como si fuese yo quien hubiese lle-vado a la mula y no la mula a mí.

Ya a pie, recorrimos la posesión, que esmagnífica, variada y extensa. Hay allí más deciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo,todo bajo una linde; otro tanto o más de olivar,y, por último, un bosque de encinas de las máscorpulentas que aún quedan en pie en todaAndalucía. El agua del Pozo de la Solana formaun arroyo claro y abundante, donde vienen abeber todos los pajarillos de las cercanías, ydonde se cazan a centenares por medio de es-partos con liga o con red, en cuyo centro se co-

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locan el cimbel y el reclamo. Allí recordé misdiversiones de la niñez y cuantas veces habíaido yo a cazar pajarillos de la manera expresa-da.

Siguiendo el curso del arroyo, y sobre to-do en las hondonadas, hay muchos álamos yotros árboles altos, que, con las matas y hierbas,crean un intrincado laberinto y una sombríaespesura. Mil plantas silvestres y olorosas cre-cen allí de un modo espontáneo, y por ciertoque es difícil imaginar nada más esquivo,agreste y verdaderamente solitario, apacible ysilencioso que aquellos lugares. Se concibe allíen el fervor del mediodía, cuando el sol vierte atorrentes la luz desde un cielo sin nubes, en lascalurosas y reposadas siestas, el mismo terrormisterioso de las horas nocturnas. Se concibeallí la vida de los antiguos patriarcas y de losprimitivos héroes y pastores, y las apariciones yvisiones que tenían las ninfas, de deidades y deángeles, en medio de la claridad meridiana.

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Andando por aquella espesura, hubo unmomento en el cual, no acierto a decir cómo,Pepita y yo nos encontramos solos; yo al ladode ella. Los demás se habían quedado atrás.

Entonces sentí por todo mi cuerpo un es-tremecimiento. Era la primera vez que me veíaa solas con aquella mujer y en sitio tan aparta-do, y cuando yo pensaba en las aparicionesmeridianas, ya siniestras, ya dulces y siempresobrenaturales, de los hombres de las edadesremotas.

Pepita había dejado en la casería la largafalda de montar, y caminaba con un vestidocorto que no estorbaba la graciosa ligereza desus movimientos. Sobre la cabeza llevaba unsombrerillo andaluz colocado con gracia. En lamano el látigo, que se me antojó como varita devirtudes, con que pudiera hechizarme aquellamaga.

No temo repetir aquí los elogios de su be-lleza. En aquellos sitios agrestes se me apareció

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más hermosa. La cautela que recomiendan losascetas de pensar en ella, afeada por los años ypor las enfermedades; de figurármela muerta,llena de hedor y podredumbre, y cubierta degusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; ydigo a pesar mío, porque no entiendo que tanterrible cautela fuese indispensable. Ningunaidea mala en lo material, ninguna sugestión delespíritu maligno turbó entonces mi razón nilogró inficionar mi voluntad y mis sentidos.

Lo que sí se me ocurrió fue un argumentopara invalidar, al menos en mí, la virtud de esacautela. La hermosura, obra de un arte sobera-no y divino, puede ser caduca y efímera, des-aparecer en el instante; pero su idea es eterna yen la mente del hombre vive vida inmortal unavez percibida. La belleza de esta mujer, tal co-mo hoy se me manifiesta, desaparecerá dentrode breves años; ese cuerpo elegante, esas for-mas esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmenteerguida sobre los hombros, todo será pasto de

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gusanos inmundos; pero si la materia ha detransformarse, la forma, el pensamiento artísti-co, la hermosura misma, ¿quién la destruirá?¿No está en la mente divina? Percibida y cono-cida por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedorade la vejez y aun de la muerte?

Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nosacercamos. Así serenaba yo mi espíritu y miti-gaba los recelos que usted ha sabido infundir-me. Yo deseaba y no deseaba a la vez que llega-sen los otros. Me complacía y me afligía almismo tiempo de estar solo con aquella mujer.

La voz argentina de Pepita rompió el si-lencio, y, sacándome de mis meditaciones, dijo:

-¡Qué callado y qué triste está usted, se-ñor don Luis! Me apesadumbra el pensar quetal vez por culpa mía, en parte al menos, da austed hoy un mal rato su padre trayéndole aestas soledades, y sacándole de otras más apar-tadas, donde no tendrá usted nada que le dis-traiga de sus oraciones y piadosas lecturas.

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Yo no sé lo que contesté a esto. Hube decontestar alguna sandez, porque estaba turba-do; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita,diciendo galanterías profanas, ni quería tampo-co contestar de un modo grosero.

Ella prosiguió: -Usted me ha de perdonar si soy malicio-

sa; pero se me figura que, además del disgustode verse usted separado hoy de sus ocupacio-nes favoritas, hay algo más que contribuye po-derosamente a su mal humor.

-¿Qué es ese algo más? -dije yo-, pues us-ted lo descubre todo o cree descubrirlo.

-Ese algo más -replicó Pepita- no es sen-timiento propio de quien va a ser sacerdote tanpronto; pero sí lo es de un joven de veintidósaños.

Al oír esto, sentí que la sangre me subía alrostro y que el rostro me ardía. Imaginé milextravagancias; me creí presa de una obsesión.Me juzgué provocado por Pepita, que iba a

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darme a entender que conocía que yo gustabade ella. Entonces mi timidez se trocó en atrevi-da soberbia, y la miré de hito en hito. Algo deridículo hubo de haber en mi mirada; pero, oPepita no lo advirtió, o lo disimuló con benévo-la prudencia, exclamando del modo más senci-llo:

-No se ofenda usted porque yo le descu-bra alguna falta. Esta que he notado me pareceleve. Usted está lastimado de las bromas deCurrito y de hacer (hablando profanamente) unpapel poco airoso, montado en una mula man-sa como el señor Vicario, con sus ochenta años,y no en un brioso caballo, como debiera un jo-ven de su edad y circunstancias. La culpa es delseñor Deán, que no ha pensado en que ustedaprenda a montar. La equitación no se opone ala vida que usted piensa seguir, y yo creo quesu padre de usted, ya que está usted aquí, debi-era en pocos días enseñarle. Si usted va a Persiao a China, allí no hay ferrocarriles aún y hará

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usted una triste figura cabalgando mal. Tal vezse desacredite el misionero entre aquellosbárbaros, merced a esta torpeza, y luego seamás difícil de lograr el fruto de las predicacio-nes.

Estos y otros razonamientos más adujoPepita para que yo aprendiese a montar a caba-llo y quedé tan convencido de lo útil que es laequitación para un misionero, que le prometíaprender enseguida, tomando a mi padre pormaestro.

-En la primera nueva expedición quehagamos -le dije-, he de ir en el caballo másfogoso de mi padre, y no en la mulita de pasoen que voy ahora.

-Mucho me alegraré -replicó Pepita conuna sonrisa de indecible suavidad.

En esto llegaron todos al sitio en queestábamos, y yo me alegré en mis adentros, nopor otra cosa, sino por temor de no acertar asostener la conversación, y de salir con doscien-

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tas mil simplicidades por mi poca o ningunapráctica de hablar con mujeres.

Después del paseo, sobre la fresca hierbay en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sir-vieron los criados de mi padre una rústica yabundante merienda. La conversación fue muyanimada, y Pepita mostró mucho ingenio ydiscreción. Mi primo Currito volvió a embro-marme sobre mi manera de cabalgar y sobre lamansedumbre de mi mula, me llamó teólogo, yme dijo que sobre aquella mula parecía que ibayo repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con elfirme propósito de hacerme jinete, contesté alas bromas con desenfado picante. Me callé, contodo, el compromiso contraído de aprender laequitación. Pepita, aunque en nada habíamosconvenido, pensó sin duda, como yo, que im-portaba el sigilo para sorprender luego, cabal-gando bien, y nada dijo de nuestra conversa-ción. De aquí provino, natural y sencillamente,

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que existiera un secreto entre ambos lo cualprodujo en mi ánimo extraño efecto.

Nada más ocurrió aquel día, que merezcacontarse.

Por la tarde volvimos al lugar como hab-íamos venido. Yo, sin embargo, en mi mulamansa ya al lado de la tía Casilda, no me aburríni entristecí a la vuelta como a la ida. Durantetodo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sushistorias, y por momentos me distraje en vagasimaginaciones.

Nada de lo que en mi alma pasa debe serun misterio para usted. Declaro que la figura dePepita era como el centro, o mejor dicho, comoel núcleo y el foco de estas imaginaciones va-gas.

Su meridiana aparición en lo más intrin-cado, umbrío y silencioso de la verde enramadame trajo a la memoria todas las apariciones,buenas o malas, de seres portentosos y de con-dición superior a la nuestra, que había yo leído

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en los autores sagrados y los clásicos profanos.Pepita, pues, se me mostraba en los ojos y en elteatro interior de mi fantasía, no como iba acaballo delante de nosotros, sino de un modoideal y etéreo, en el retiro nemoroso, como aEneas su madre, como a Calímaco Palas, comoal pastor bohemio Kroco la sílfide que luegoconcibió a Libusa, como Diana al hijo de Aris-teo, como al Patriarca los ángeles en el valle deMambré, como a San Antonio el hipocentauroen la soledad del yermo.

Encuentro tan natural como el de Pepitase trocaba en mi mente en algo de prodigio. Porun momento, al notar la consistencia de estaimaginación, me creí obseso; me figuré, comoera evidente, que en los pocos minutos quehabía estado a solas con Pepita junto al arroyode la Solana, nada había ocurrido que no fuesenatural y vulgar; pero que después, conformeiba yo caminando tranquilo en mi mula, algún

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demonio se agitaba invisible en torno mío, su-giriéndome mil disparates.

Aquella noche dije a mi padre mi deseode aprender a montar. No quise ocultarle quePepita me había excitado a ello. Mi padre tuvouna alegría extraordinaria. Me abrazó, me besó,me dijo que ya no era usted solo mi maestro,que él también iba a tener el gusto de enseñar-me algo. Me aseguró, por último, que en dos otres semanas haría de mí el mejor caballista detoda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por con-trabando y de volver de allí, burlando al res-guardo, con una coracha de tabaco y con unbuen alijo de algodones; apto, en suma, parapasmar a todos los jinetes que se lucen en lasferias de Sevilla y de Mairena, y para oprimirlos lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de lospropios caballos del Sol, si por acaso bajaban ala tierra y podía yo asirlos de la brida.

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Ignoro qué pensará usted de este arte dela equitación que estoy aprendiendo; pero pre-sumo que no lo tendrá por malo.

¡Si viera usted qué gozoso está mi padre ycómo se deleita enseñándome! Desde el díasiguiente al de la expedición que he referido,doy dos lecciones diarias. Día hay, durante elcual, la lección es perpetua, porque nos le pa-samos a caballo. La primera semana fueron laslecciones en el corralón de casa, que está des-empedrado y sirvió de picadero.

Ya salimos al campo, pero procurandoque nadie nos vea. Mi padre no quiere que memuestre en público hasta que pasme por lo bienplantado, según él dice. Si su vanidad de padreno le engaña, esto será muy pronto porque ten-go una disposición maravillosa para ser buenjinete.

-¡Bien se ve que eres mi hijo! -exclama mipadre con júbilo al contemplar mis adelantos.

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Es tan bueno mi padre, que espero queusted le perdonará su lenguaje profano y suschistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interiorde mi alma, pero lo sufro todo.

Con las continuadas y largas lecciones es-toy que da lástima de agujetas. Mi padre merecomienda que escriba a usted que me abro lascarnes a disciplinazos.

Como dentro de poco sostiene que medará por enseñado, y no desea jubilarse de ma-estro, me propone otros estudios extravagantesy harto impropios de un futuro sacerdote. Unasveces quiere enseñarme a derribar, para lle-varme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a losternes y gente del bronce, con la garrocha en lamano, en los llanos de Tablada. Otras veces seacuerda de sus mocedades y de cuando fueguardia de Corps y dice que va a buscar susfloretes, guantes y caretas y a enseñarme laesgrima. Y por último, presumiendo tambiénmi padre de manejar como nadie una navaja,

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ha llegado a ofrecerme que me comunicará estahabilidad.

Ya se hará usted cargo de lo que yo con-testo a tamañas locuras. Mi padre replica queen los buenos tiempos antiguos, no ya los cléri-gos, sino hasta los obispos andaban a caballoacuchillando infieles. Yo observo que eso podíasuceder en las edades bárbaras, pero que ahorano deben los ministros del Altísimo saber es-grimir más armas que las de la persuasión. -Ycuando la persuasión no basta -añade mi pa-dre-, ¿no viene bien corroborar un poco los ar-gumentos a linternazos? -El misionero comple-to, según entiende mi padre, debe en ocasionesapelar a estos medios heroicos; y como mi pa-dre ha leído muchos romances e histonas, citaejemplos en apoyo de su opinión. Cita en pri-mer lugar a Santiago, quien, sin dejar de serapóstol, más acuchilla a los moros que les pre-dica y persuade en su caballo blanco; cita a unseñor de la Vera, que fue con una embajada de

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los Reyes Católicos para Boabdil, y que en elpatio de los Leones se enredó con los moros endisputas teológicas, y, apurado ya de razones,sacó la espada y arremetió contra ellos paraacabar de convertirlos, y cita por último, alhidalgo vizcaíno don Íñigo de Loyola, el cual,en una controversia que tuvo con un moro so-bre la pureza de María Santísima, harto ya delas impías y horrorosas blasfemias con que elmoro le contradecía, se fue sobre él espada enmano, y si el moro no se salva por pies, le in-funde el convencimiento en el alma por estilotremendo. Sobre el lance de san Ignacio contes-to yo a mi padre que fue antes de que el santose hiciera sacerdote, y sobre los otros ejemplosdigo que no hay paridad.

En suma, yo me defiendo como puedo delas bromas de mi padre y me limito a ser buenjinete sin estudiar esas otras artes, tan impro-pias de los clérigos, aunque mi padre aseguraque no pocos clérigos españoles las saben y las

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ejercen a menudo en España, aun en el día dehoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve orestaure la unidad católica.

Me pesa en el alma de que mi padre seaasí; de que hable con irreverencia y burla de lascosas más serias; pero no incumbe a un hijorespetuoso el ir más allá de lo que voy en re-primir sus desahogos un tanto volterianos. Losllamo un tanto volterianos, porque no acierto acalificarlos bien. En el fondo mi padre es buencatólico, y esto me consuela.

Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugarmuy animado. En cada calle hubo seis o sietecruces de Mayo llenas de flores, si bien ningunatan bella como la que puso Pepita en la puertade su casa. Era un mar de flores el que engala-naba la cruz.

Por la noche tuvimos fiesta en casa dePepita. La cruz, que había estado en la calle, secolocó en una gran sala baja, donde hay piano,y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poé-

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tico que yo había visto cuando niño, aunque nolo recordaba.

De la cabeza de la cruz pendían siete lis-tones o cintas anchas, dos blancas, dos verdes ytres encarnadas, que son los colores simbólicosde las virtudes teologales. Ocho niños de cincoo seis años, representando los Siete Sacramen-tos, asidos de las siete cintas que pendían de lacruz, bailaron a modo de una contradanza muybien ensayada. El Bautismo era un niño vestidode catecúmeno con su túnica blanca, el Ordenotro niño de sacerdote; la Confirmación, unobispito, la Extremaunción, un peregrino conbordón y esclavina llena de conchas; el Matri-monio, un novio y una novia, y un Nazarenocon cruz y corona de espinas la Penitencia.

El baile, más que baile, fue una serie dereverencias, pasos, evoluciones, y genuflexio-nes al compás de una música no mala, de algocomo marcha, que el organista tocó en el pianocon bastante destreza.

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Los niños, hijos de criados y familiares dela casa de Pepita, después de hacer su papel, sefueron a dormir muy regalados y agasajados.

La tertulia continuó hasta las doce, yhubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, porúltimo, chocolate con torta de bizcocho y aguacon azucarillos.

El retiro y la soledad de Pepita van ol-vidándose desde que volvió la primavera, de locual mi padre está muy contento. De aquí enadelante Pepita recibirá todas las noches, y mipadre quiere que yo sea de la tertulia

Pepita ha dejado el luto, y está ahora másgalana y vistosa con trajes ligeros y casi de ve-rano, aunque siempre muy modestos.

Tengo la esperanza de que lo más que mipadre me retendrá ya por aquí será todo estemes. En junio nos iremos juntos a esa ciudad, yya usted verá cómo, libre de Pepita, que nopiensa en mí ni se acordará de mí para malo ni

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para bueno, tendré el gusto de abrazar a ustedy de lograr la dicha de ser sacerdote.

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7 de mayo Todas las noches, de nueve a doce, tene-

mos, como ya indiqué a usted, tertulia en casade Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otrastantas señoritas del lugar, contando con la tíaCasilda, y van también seis o siete caballeritos,que suelen jugar a juegos de prendas con lasniñas. Como es natural, hay tres o cuatro no-viazgos.

La gente formal de la tertulia es la desiempre. Se compone, como si dijéramos, de losaltos funcionarios; de mi padre, que es el caci-que; del boticario, del médico, del escribano ydel señor Vicario.

Pepita juega al tresillo con mi padre, conel señor Vicario y con algún otro.

Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voycon la gente joven, estorbo con mi gravedad en

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sus juegos y enamoramientos. Si me voy con elestado mayor, tengo que hacer el papel demirón en una cosa que no entiendo. Yo no sémás juego de naipes que el burro ciego, el burrocon vista y un poco de tute o brisca cruzada.

Lo mejor sería que yo no fuese a la tertu-lia; pero mi padre se empeña en que vaya. Conno ir, según él, me pondría en ridículo.

Muchos extremos de admiración hace mipadre al notar mi ignorancia de ciertas cosas.Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquieraal tresillo, le tiene maravillado.

-Tu tío te ha criado -me dice debajo de unfanal, haciéndote tragar teología y más teologíay dejándote a obscuras de lo demás que hayque saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo yque no podrás bailar ni enamorar en las reu-niones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿quévas a hacer, desdichado?

A estos y otros discursos por el estilo hetenido que rendirme, y mi padre me está ense-

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ñando en casa a jugar al tresillo, para que, nobien lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita.También, como ya le dije a usted, ha queridoenseñarme la esgrima, y después a fumar y atirar la pistola y a la barra; pero en nada de estohe consentido yo.

-¡Qué diferencia -exclama mi padre-, en-tre tu mocedad y la mía!

Y luego añade riéndose: -En sustancia, todo es lo mismo. Yo tam-

bién tenía mis horas canónicas en el cuartel deguardias de Corps; el cigarro era el incensario,la baraja el libro de coro, y nunca me faltabanotras devociones y ejercicios más o menos espi-rituales.

Aunque usted me tenía prevenido acercade estas genialidades de mi padre, y de que porellas había estado yo con usted doce años, des-de los diez a los veintidós, todavía me aturdeny desazonan los dichos de mi padre, sobradolibres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer?

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Aunque no puedo censurárselos, tampoco selos aplaudo ni se los río.

Lo singular y plausible es que mi padre esotro hombre cuando está en casa de Pepita. Nipor casualidad se le escapa una sola frase, unsolo chiste de estos que prodiga tanto en otroslugares. En casa de Pepita es mi padre el propiocomedimiento. Cada día parece, además, másprendado de ella y con mayores esperanzas deltriunfo.

Sigue mi padre contentísimo de mí comodiscípulo de equitación. Dentro de cuatro ocinco días asegura que podré ya montar en Lu-cero, caballo negro, hijo de un caballo árabe yde una yegua de la casta de Guadalcázar, salta-dor, corredor, lleno de fuego y adiestrado entodo linaje de corvetas.

-Quien eche a Lucero los calzones encima-dice mi padre-, ya puede apostarse a montarcon los propios centauros; y tú le echarás cal-zones encima dentro de poco.

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Aunque me paso todo el día en el campoa caballo, en el casino y en la tertulia, robo al-gunas horas al sueño, ya voluntariamente, yaporque me desvelo, y medito en mi posición yhago examen de conciencia. La imagen de Pepi-ta está siempre presente en mi alma. ¿Será estoamor?, me pregunto.

Mi compromiso moral, mi promesa deconsagrarme a los altares, aunque no confirma-da, es para mí valedera y perfecta. Si algo quese oponga al cumplimiento de esa promesa hapenetrado en mi alma, es necesario combatirlo.

Desde luego noto, y no me acuse usted desoberbia porque le digo lo que noto, que el im-perio de mi voluntad, que usted me ha enseña-do a ejercer, es omnímodo sobre todos mis sen-tidos. Mientras Moisés en la cumbre del Sinaíconversaba con Dios, la baja plebe en la llanuraadoraba rebelde el becerro. A pesar de mis po-cos años, no teme mi espíritu rebeldías seme-jantes. Bien pudiera conversar con Dios con

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plena seguridad, si el enemigo no viniese a pe-lear contra mí en el mismo santuario. La ima-gen de Pepita se me presenta en el alma. Es unespíritu quien hace guerra a mi espíritu; es laidea de su hermosura en toda su inmaterialpureza la que se me ofrece en el camino queguía al abismo profundo del alma donde Diosasiste, y me impide llegar a él.

No me obceco, con todo. Veo claro, dis-tingo, no me alucino. Por cima de esta inclina-ción espiritual que me arrastra hacia Pepita,está el amor de lo infinito y de lo eterno. Aun-que yo me represente a Pepita como una idea,como una poesía, no deja de ser la idea, la poes-ía de algo finito, limitado, concreto, mientrasque el amor de Dios y el concepto de Dios todolo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago,no acierto a revestir de una forma imaginariaese concepto supremo, objeto de un afecto su-periorísimo, para que luche con la imagen, conel recuerdo de la verdad caduca y efímera que

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de continuo me atosiga. Fervorosamente pidoal cielo que se despierte en mí la fuerza imagi-nativa y cree una semejanza, un símbolo de eseconcepto que todo lo comprende, a fin de queabsorba y ahogue la imagen, el recuerdo de estamujer. Es vago, es obscuro, es indescriptible, escomo tiniebla profunda el más alto concepto,blanco de mi amor; mientras que ella se merepresenta con determinados contornos, clara,evidente, luminosa, con la luz velada que resis-ten los ojos del espíritu, no luminosa con la otraluz intensísima que para los ojos del espíritu escomo tinieblas.

Toda otra consideración, toda otra forma,no destruye la imagen de esta mujer. Entre elCrucifijo y yo se interpone, entre la imagendevotísima de la Virgen y yo se interpone, so-bre la página del libro espiritual que leo vienetambién a interponerse.

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No creo, sin embargo, que estoy haciendode lo que llaman amor en el siglo. Y aunque loestuviera, yo lucharía y vencería.

La vista diaria de esa mujer y el oír cantarsus alabanzas de continuo hasta al padre Vica-rio, me tienen preocupado; divierten mi espíri-tu hacia lo profano, y le alejan de su debidorecogimiento; pero no, yo no amo a Pepita to-davía. Me iré y la olvidaré.

Mientras aquí permanezca, combatiré convalor. Combatiré con Dios, para vencerle por elamor y el rendimiento. Mis clamores llegarán aÉl como inflamadas saetas, y derribarán el es-cudo con que se defiende y oculta a los ojos demi alma. Yo pelearé, como Israel, en el silenciode la noche, y Dios me llagará en el muslo y mequebrantará en ese combate, para que yo seavencedor siendo vencido.

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12 de mayo Antes de lo que yo pensaba, querido tío,

me decidió mi padre a que montase en Lucero.Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en estahermosa fiera como le llama mi padre, y me fuicon mi padre al campo. Mi padre iba caballeroen una jaca alazana.

Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuestoen aquel soberbio animal, que mi padre no pu-do resistir a la tentación de lucir a su discípulo;y, después de reposarnos en un cortijo que tie-ne a media legua de aquí, y a eso de las once,me hizo volver al lugar y entrar por lo másconcurrido y céntrico, metiendo mucha bulla ydesempedrando las calles. No hay que afirmarque pasamos por la de Pepita, quien de algúntiempo a esta parte se va haciendo algo venta-nera, y estaba a la reja, en una ventana baja,detrás de la verde celosía.

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No bien sintió Pepita el ruido y alzó losojos y nos vio, se levantó, dejó la costura quetraía entre manos y se puso a miramos. Lucero,que, según he sabido después tiene ya la cos-tumbre de hacer piernas cuando pasa por de-lante de la casa de Pepita, empezó a retozar y alevantarse un poco de manos. Yo quise calmar-le; pero como extrañase las mías, y tambiénextrañase al jinete, despreciándole tal vez, sealborotó más y más, empezó a dar resoplidos, ahacer corvetas y aun a dar algunos botes; peroyo me tuve firme y sereno, mostrándole que erasu amo, castigándole con la espuela, tocándolecon el látigo en el pecho y reteniéndole por labrida. Lucero, que casi se había puesto de piesobre los cuartos traseros, se humilló entonceshasta doblar mansamente las rodillas haciendouna reverencia.

La turba de curiosos, que se había agru-pado alrededor, rompió en estrepitosos aplau-sos. Mi padre dijo:

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-¡Bien por los mozos crudos y de arrestos! Y notando después que Currito, que no

tiene otro oficio que el de paseante, se hallabaentre el concurso, se dirigió a él con estas pala-bras:

-Mira, arrastrado; mira al teólogo ahora,y, en vez de burlarte, quédate patitieso deasombro.

En efecto, Currito estaba con la bocaabierta; inmóvil, verdaderamente asombrado.

Mi triunfo fue grande y solemne, aunqueimpropio de mi carácter. La inconveniencia deeste triunfo me infundió vergüenza. El ruborcoloró mis mejillas. Debí ponerme encendidocomo la grana, y más aún cuando advertí quePepita me aplaudía y me saludaba cariñosa,sonriendo y agitando sus lindas manos.

En fin, he ganado la patente de hombrerecio y de jinete de primera calidad.

Mi padre no puede estar más satisfecho yorondo; asegura que está completando mi edu-

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cación; que usted le ha enviado en mí un libromuy sabio, pero en borrador y desencuaderna-do, y que él está poniéndome en limpio y en-cuadernándome.

El tresillo, si es parte de la encuaderna-ción y de la limpieza, también está ya aprendi-do.

Dos noches he jugado con Pepita. La noche que siguió a mi hazaña ecuestre,

Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo quenunca había querido ni se había atrevido ahacer conmigo: me alargó la mano.

No crea usted que no recordé lo que re-comiendan tantos y tantos moralistas y ascetas;pero allá en mi mente pensé que exageraban elpeligro. Aquello del Espíritu Santo de que elque echa mano a una mujer se expone como sicogiera un escorpión me pareció dicho en otrosentido. Sin duda que en los libros devotos, conla más sana intención, se interpretan harto du-ramente ciertas frases y sentencias de la Escri-

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tura. ¿Cómo entender, si no, que la hermosurade la mujer, obra tan perfecta de Dios, es causade perdición siempre? ¿Cómo entender, tam-bién en sentido general y constante, que la mu-jer es más amarga que la muerte? ¿Cómo en-tender que el que toca a una mujer, en todaocasión y con cualquier pensamiento que sea,no saldrá sin mancha?

En fin, respondí rápidamente dentro demi alma a estos y otros avisos, y tomé la manoque Pepita cariñosamente me alargaba, y laestreché en la mía. La suavidad de aquella ma-no me hizo comprender mejor su delicadeza yprimor, que hasta entonces no conocía sino porlos ojos.

Según los usos del siglo, dada ya la manouna vez, la debe uno dar siempre, cuando llegay cuando se despide. Espero que en esta cere-monia, en esta prueba de amistad, en esta ma-nifestación de afecto, si se procede con pureza y

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sin el menor átomo de livianidad, no verá ustednada malo ni peligroso.

Como mi padre tiene que estar muchasnoches con el aperador y con otra gente decampo, y hasta las diez y media o las once sueleno verse libre, yo le sustituyo en la mesa deltresillo al lado de Pepita. El señor Vicario y elescribano son casi siempre los otros tercios.Jugamos a décimo de real, de modo que unduro o dos es lo más que se atraviesa en la par-tida.

Mediando como media tan poco interésen el juego, lo interrumpimos continuamentecon agradables conversaciones y hasta con dis-cusiones sobre puntos extraños al mismo juego,en todo lo cual demuestra siempre Pepita unalucidez de entendimiento, una viveza de ima-ginación y una tan extraordinaria gracia en eldecir, que no pueden menos de maravillarme.

No hallo motivo suficiente para variar deopinión respecto a lo que ya he dicho a usted

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contestando a sus recelos de que Pepita puedesentir cierta inclinación hacia mí. Me trata conel afecto natural que debe tener al hijo de supretendiente don Pedro de Vargas, y con latimidez y encogimiento que inspira un hombreen mis circunstancias, que no es sacerdote aún,pero que pronto va a serlo.

Quiero y debo, no obstante, decir a usted,ya que le escribo siempre como si estuviese derodillas delante de usted a los pies del confe-sionario, una rápida impresión que he sentidodos o tres veces; algo que tal vez sea una aluci-nación o un delirio, pero que he notado.

Ya he dicho a usted en otras cartas que losojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienenun mirar tranquilo y honestísimo. Se diría queella ignora el poder de sus ojos, y no sabe quesirven más que para ver. Cuando fija en alguienla vista, es tan clara, franca y pura la dulce luzde su mirada, que en vez de hacer nacer ningu-na mala idea, parece que crea pensamientos

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limpios; que deja en reposo grato a las almasinocentes y castas, y mata y destruye todo in-centivo en las almas que no lo son. Nada depasión ardiente, nada de fuego hay en los ojosde Pepita. Como la tibia luz de la luna es el ra-yo de su mirada.

Pues bien, a pesar de esto, yo he creídonotar dos o tres veces un resplandor instantá-neo, un relámpago, una llamada fugaz devora-dora en aquellos ojos que se posaban en mí.¿Será vanidad ridícula sugerida por el mismodemonio?

Me parece que sí; quiero creer y creo quesí.

Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, meinduce a conjeturar que no ha tenido nuncarealidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.

La calma del cielo, el frío de la indiferen-cia amorosa, si bien templado por la dulzura dela amistad y de la caridad, es lo que descubrosiempre en los ojos de Pepita.

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Me atormenta, no obstante, este ensueño,esta alucinación de la mirada extraña y ardien-te.

Mi padre dice que no son los hombres, si-no las mujeres las que toman la iniciativa, y quela toman sin responsabilidad, y pudiendo negary volverse atrás cuando quieren. Según mi pa-dre, la mujer es quien se declara por medio demiradas fugaces, que ella misma niega mástarde a su propia conciencia, si es menester, yde las cuales, más que leer, logra el hombre aquien van dirigidas adivinar el significado. Deesta suerte, casi por medio de una conmocióneléctrica, casi por medio de una sutilísima einexplicable intuición, se percata el que esamado de que es amado y luego, cuando seresuelve a hablar, va ya sobre seguro y con ple-na confianza de la correspondencia.

¿Quién sabe si estas teorías de mi padre,oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas,

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son las que me han calentado la cabeza y mehan hecho imaginar lo que no hay?

De todos modos, me digo a veces, ¿seríatan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y silo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro mo-do que como amigo, si la mujer a quien mi pa-dre pretende se prendase de mí, ¿no sería es-pantosa mi situación?

Desechemos estos temores fraguados, sinduda, por la vanidad. No hagamos de Pepitauna Fedra y de mí un Hipólito.

Lo que sí empieza a sorprenderme es eldescuido y plena seguridad de mi padre. Per-done usted, pídale a Dios que perdone mi orgu-llo; de vez en cuando me pica y enoja la tal se-guridad. Pues qué, me digo, ¿soy tan adefesiopara que mi padre no tema que, a pesar de misupuesta santidad, o por mi misma supuestasantidad, no pueda yo enamorar, sin querer, aPepita?

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Hay un curioso raciocinio, que yo mehago, y por donde me explico, sin lastimar miamor propio, el descuido paterno en este asun-to importante. Mi padre, aunque sin fundamen-tos, se va considerando ya como marido dePepita, y empieza a participar de aquella ce-guedad funesta que Asmodeo u otro demoniomás torpe infunde a los maridos. Las historiasprofanas y eclesiásticas están llenas de esta ce-guedad que Dios permite, sin duda, para finesprovidenciales. El ejemplo más egregio quizáses el del emperador Marco Aurelio, que tuvomujer tan liviana y viciosa como Faustina, y,siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo,nunca advirtió lo que de todas las gentes queformaban el Imperio Romano era sabido; pordonde, en las meditaciones o memorias quesobre sí mismo compuso, da infinitas gracias alos dioses inmortales porque le habían conce-dido mujer tan fiel y tan buena, y provoca larisa de sus contemporáneos y de las futuras

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generaciones. Desde entonces no se ve otra cosatodos los días, sino magnates y hombres prin-cipales que hacen sus secretarios y dan todo suvalimiento a los que le tienen con su mujer. Deesta suerte me explico que mi padre se descui-de, y no recele que, hasta a pesar mío, pudieratener un rival en mí.

Sería una falta de respeto, pecaría yo depresumido e insolente si advirtiese a mi padredel peligro que no ve. No hay medio de que yole diga nada. Además, ¿qué había yo de decir-le? Que se me figura que una o dos veces Pepitame ha mirado de otra manera que como suelemirar. ¿No puede ser esto ilusión mía? No; notengo la menor prueba de que Pepita deseesiquiera coquetear conmigo.

¿Qué es, pues, lo que entonces podría yodecir a mi padre? ¿Había de decirle que yo soyquien está enamorado de Pepita, que yo codicioel tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no esverdad; y sobre todo, ¿cómo declarar esto a mi

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padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia ypor mi culpa?

Lo mejor es callarme; combatir en silen-cio, si la tentación llega a asaltarme de veras, ytratar de abandonar cuanto antes este pueblo yde volverme con usted.

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19 de mayo Gracias a Dios y a usted por las nuevas

cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy losnecesito más que nunca.

Razón tiene la mística doctora santa Tere-sa cuando pondera los grandes trabajos de lasalmas tímidas que se dejan turbar por la tenta-ción; pero es mil veces más trabajoso el desen-gaño para quienes han sido, como yo, confiadosy soberbios.

Templos del Espíritu Santo son nuestroscuerpos; mas si se arrima fuego a sus paredes,aunque no ardan, se tiznan.

La primera sugestión es la cabeza de laserpiente. Si no la hollamos con planta valerosay segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderseen nuestro seno.

El licor de los deleites mundanos, porinocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y

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luego se trueca en hiel de dragones y veneno deáspides.

Es cierto; ya no puedo negárselo a usted.Yo no debí poner los ojos con tanta complacen-cia en esta mujer peligrosísima.

No me juzgo perdido; pero me sientoconturbado.

Como el corzo sediento desea y busca elmanantial de las aguas, así mi alma busca aDios todavía. A Dios se vuelve para que le déreposo, y anhela beber en el torrente de susdelicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyasondas claras ponen más blanco que la nieve;pero un abismo llama a otro abismo, y mis piesse han clavado en el cieno que está en el fondo.

Sin embargo, aún me quedan voz y alien-to para clamar con el Salmista: ¡Levántate, glo-ria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevale-cerá contra mí?

Yo digo a mi alma pecadora, llena dequiméricas imaginaciones y de vagos deseos,

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que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserablede Babilonia, bienaventurado el que te dará tugalardón, bienaventurado el que deshará con-tra las piedras a tus pequeñuelos!.

Las mortificaciones, el ayuno, la oración,la penitencia serán las armas de que me revistapara combatir y vencer con el auxilio divino.

No era sueño, no era locura: era realidad.Ella me mira a veces con la ardiente mirada deque ya he hablado a usted. Sus ojos están dota-dos de una atracción magnética inexplicable.Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos.Mis ojos deben arder entonces, como los suyos,con una llama funesta; como los de Amóncuando se fijaban en Tamar; como los delpríncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.

Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido.La imagen de ella se levanta en el fondo de miespíritu, vencedora de todo. Su hermosura res-plandece sobre toda hermosura; los deleites delcielo me parecen inferiores a su cariño; una

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eternidad de penas creo que no paga la biena-venturanza infinita que vierte sobre mí en unmomento con una de estas miradas que pasancual relámpago.

Cuando vuelvo a casa, cuando me quedosolo en mi cuarto, en el silencio de la noche,reconozco todo el horror de mi situación y for-mo buenos propósitos, que luego se quebran-tan.

Me prometo a mí mismo fingirme enfer-mo, buscar cualquier otro pretexto para no ir ala noche siguiente en casa de Pepita, y sin em-bargo voy.

Mi padre, confiado hasta lo sumo, sinsospechar lo que pasa en mi alma, me dicecuando llega la hora:

-Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luegoque despache al aperador.

Yo no atino con la excusa, no hallo el pre-texto, y en vez de contestar: -no puedo ir-, tomoel sombrero y voy a la tertulia.

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Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano,y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda.Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, yya no pienso más que en ella. Tal vez soy yomismo quien provoca las miradas si tardan enllegar. La miro con insano ahínco, por un estí-mulo irresistible, y a cada instante creo descu-brir en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyue-los de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancurasonrosada de la tez, ya la forma recta de la na-riz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidadde contornos y admirable modelado de la gar-ganta.

Entro en su casa, a pesar mío, como evo-cado por un conjuro; y, no bien entro en su ca-sa, caigo bajo el poder de su encanto; veo cla-ramente que estoy dominado por una magacuya fascinación es ineluctable.

No es ella grata a mis ojos solamente, sinoque sus palabras suenan en mis oídos como lamúsica de las esferas, revelándome toda la ar-

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monía del universo y hasta imagino percibiruna sutilísima fragancia que su limpio cuerpodespide, y que supera al olor de los mastranzosque crecen a orillas de los arroyos y al aromasilvestre del tomillo que en los montes se cría.

Excitado de esta suerte, no sé cómo juegoal tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, por-que estoy todo en ella.

Cada vez que se encuentran nuestras mi-radas se lanzan en ellas nuestras almas, y en losrayos que se cruzan se me figura que se unen ycompenetran. Allí se descubren mil inefablesmisterios de amor, allí se comunican sentimien-tos que por otro medio no llegarían a saberse, yse recitan poesías que no caben en lenguahumana, y se cantan canciones que no hay vozque exprese ni acordada cítara que module.

Desde el día en que vi a Pe ita en el Pozode la Solana no he vuelto a verla a solas. Nadale he dicho ni me ha dicho, y, sin embargo, noslo hemos dicho todo.

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Cuando me sustraigo a la fascinación,cuando estoy solo por la noche en mi aposento,quiero mirar con frialdad el estado en que mehallo, y veo abierto a mis pies el precipicio enque voy a sumirme, y siento que me resbalo yque me hundo.

Me recomienda usted que piense en lamuerte; no en la de esta mujer, sino en la mía.Me recomienda usted que piense en lo inesta-ble, en lo inseguro de nuestra existencia y en loque hay más allá. Pero esta consideración y estameditación ni me atemorizan ni me arredran.¿Cómo he de temer la muerte cuando deseomorir? El amor y la muerte son hermanos. Unsentimiento de abnegación se alza de las pro-fundidades de mi ser, y me llama a sí, y medice que todo mi ser debe darse y perderse porel objeto amado. Ansío confundirme en una desus miradas; diluir y evaporar toda mi esenciaen el rayo de luz que sale de sus ojos; quedar-me muerto mirándola, aunque me condene.

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Lo que es aún eficaz en mí contra el amor,no es el temor, sino el amor mismo. Sobre esteamor determinado, que ya veo con evidenciaque Pepita me inspira, se levanta en mi espírituel amor divino en consurrección poderosa. En-tonces todo se cambia en mí, y aun me prometela victoria. El objeto de mi amor superior seofrece a los ojos de mi mente como el sol quetodo lo enciende y alumbra, llenando de luz losespacios; y el objeto de mi amor más bajo, comoátomo de polvo que vaga en el ambiente y queel sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor,todo su atractivo no es más que el reflejo de esesol increado, no es más que la chispa brillante,transitoria, inconsistente de aquella infinita yperenne hoguera.

Mi alma, abrasada de amor, pugna porcriar alas, y tender el vuelo, y subir a esahoguera, y consumir allí cuanto hay en ella deimpuro.

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Mi vida, desde hace algunos días, es unalucha constante. No sé cómo el mal que padez-co no me sale a la cara. Apenas me alimento;apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpa-dos, suelo despertar azorado, como si me halla-se peleando en una batalla de ángeles rebeldesy de ángeles buenos. En esta batalla de la luzcontra las tinieblas yo combato por la luz, perotal vez imagino que me paso al enemigo, quesoy un desertor infame; y oigo la voz del águilade Patmos que dice: «Y los hombres prefirieronlas tinieblas a la luz», y entonces me lleno deterror y me juzgo perdido.

No me queda más recurso que huir. Si enlo que falta para terminar el mes mi padre nome da su venia y no viene conmigo, me escapocomo un ladrón; me fugo sin decir nada.

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23 de mayo Soy un vil gusano, y no un hombre; soy el

oprobio y la abyección de la humanidad; soyun hipócrita.

Me han circundado dolores de muerte, ytorrentes de iniquidad me han conturbado.

Vergüenza tengo de escribir a usted, y noobstante le escribo. Quiero confesárselo todo.

No logro enmendarme. Lejos de dejar deir a casa de Pepita, voy más temprano todas lasnoches. Se diría que los demonios me agarrande los pies y me llevan allá sin que yo quiera.

Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita.No quisiera hallarla sola. Casi siempre se meadelanta el excelente padre Vicario, que atribu-ye nuestra amistad a la semejanza de gustospiadosos, y la funda en la devoción, como laamistad inocentísima que él le profesa.

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El progreso de mi mal es rápido. Comopiedra que se desprende de lo alto del templo yva aumentando su velocidad en la caída, así vami espíritu ahora.

Cuando Pepita y yo nos damos la mano,no es ya como al principio. Ambos hacemos unesfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, pornuestras diestras enlazadas, todas las palpita-ciones del corazón. Se diría que, por arte diabó-lico, obramos una transfusión y mezcla de lomás sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentircircular mi vida por sus venas, como yo sientoen las mías la suya.

Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy le-jos, la odio. A su vista, en su presencia, meenamora, me atrae, me rinde con suavidad, mepone un yugo dulcísimo.

Su recuerdo me mata. Soñando con ella,sueño que me divide la garganta, como Judit alcapitán de los asirios, que me atraviesa las sie-nes con un clavo, como Jael a Sisara; pero, a su

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lado, me parece la esposa del Cantar de losCantares, y la llamo con voz interior, y la ben-digo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado,flor del valle, lirio de los campos, paloma mía yhermana.

Quiero libertarme de esta mujer y nopuedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espírituse infunde en mí al punto que la veo, y me po-see, y me domina, y me humilla.

Todas las noches salgo de su casa dicien-do: «esta será la última noche que vuelva aquí»,y vuelvo a la noche siguiente.

Cuando habla y estoy a su lado, mi almaqueda como colgada de su boca; cuando sonríese me antoja que un rayo de luz inmaterial seme entra en el corazón y le alegra.

A veces, jugando al tresillo, se han tocadopor acaso nuestras rodillas, y he sentido unindescriptible sacudimiento.

Sáqueme usted de aquí. Escriba usted ami padre que me dé licencia para irme. Si es

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menester, dígaselo todo. ¡Socórrame usted! ¡Seausted mi amparo!

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30 de mayo Dios me ha dado fuerzas para resistir y he

resistido. Hace días que no pongo los pies en casa

de Pepita, que no la veo. Casi no tengo que pretextar una enferme-

dad porque realmente estoy enfermo. Estoypálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuosocuidado, me pregunta qué padezco y me mues-tra el interés más vivo.

El reino de los cielos cede a la violencia, yyo quiero conquistarle. Con violencia llamo asus puertas para que se me abran.

Con ajenjo me alimenta Dios para pro-barme, y en balde le pido que aparte de mí esecáliz de amargura; pero he pasado y paso envela muchas noches, entregado a la oración, yha venido a endulzar lo amargo del cáliz una

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inspiración amorosa del espíritu consolador ysoberano.

He visto con los ojos del alma la nuevapatria, y en lo más íntimo de mi corazón haresonado el cántico nuevo de la Jerusalén celes-te.

Si al cabo logro vencer, será gloriosa lavictoria; pero se la deberé a la Reina de losÁngeles, a quien me encomiendo. Ella es mirefugio y mi defensa; torre y alcázar de David,de que penden mil escudos y armaduras devalerosos campeones; cedro del Líbano, quepone en fuga a las serpientes.

En cambio, a la mujer que me enamora deun modo mundanal procuro menospreciarla yabatirla en mi pensamiento, recordando laspalabras del Sabio y aplicándoselas.

Eres lazo de cazadores, la digo; tu co-razón es red engañosa, y tus manos redes queatan, quien ama a Dios huirá de ti, y el pecadorserá por ti aprisionado.

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Meditando sobre el amor, hallo mil moti-vos para amar a Dios y no amarla.

Siento en el fondo de mi corazón una in-efable energía que me convence de que yo lodespreciaría todo por el amor de Dios: la fama,la honra, el poder y el imperio. Me hallo capazde imitar a Cristo; y si el enemigo tentador mellevase a la cumbre de la montaña y me ofrecie-se todos los reinos de la tierra porque doblaseante él la rodilla, yo no la doblaría; pero cuandome ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le re-chazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que to-dos los reinos de la tierra; más que la fama, lahonra, el poder y el imperio?

¿La virtud del amor, me pregunto a veces,es la misma siempre, aunque aplicada a diver-sos objetos o bien hay dos linajes y condicionesde amores? Amar a Dios me parece la negacióndel egoísmo y del exclusivismo. Amándole,puedo y quiero amarlo todo por Él, y no meenojo ni tengo celos de que Él lo ame todo. No

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estoy celoso ni envidioso de los santos, de losmártires, de los bienaventurados, ni de losmismos serafines. Mientras mayor me repre-sento el amor de Dios a las criaturas y los favo-res y regalos que les hace, menos celoso estoy ymás le amo, y más cercano a mí le juzgo, y másamoroso y fino me parece que está conmigo. Mihermandad, mi más que hermandad con todoslos seres, resalta entonces de un modo dulcísi-mo. Me parece que soy uno con todo, y quetodo está enlazado con lazada de amor porDios y en Dios.

Muy al contrario, cuando pienso en estamujer y en el amor que me inspira. Es un amorde odio que me aparta de todo menos de mí. Laquiero para mí, toda para mí y yo todo paraella. Hasta la devoción y el sacrificio por ellason egoístas. Morir por ella sería por desespe-ración de no lograrla de otra suerte, o por espe-ranza de no gozar de su amor por completo,

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sino muriendo y confundiéndome con ella enun eterno abrazo.

Con todas estas consideraciones procurohacer aborrecible el amor de esta mujer; pongoen este amor mucho de infernal y de horrible-mente ominoso; pero como si tuviese yo dosalmas, dos entendimientos, dos voluntades ydos imaginaciones, pronto surge dentro de míla idea contraria; pronto me niego lo que acabode afirmar, y procuro conciliar locamente losdos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguiramándola sin dejar de consagrarme fervorosa-mente al servicio de Dios? Así como el amor deDios no excluye el amor de la patria, el amor dela humanidad, el amor de la ciencia, el amor dela hermosura en la naturaleza y en el arte, tam-poco debe excluir este amor, si es espiritual einmaculado. Yo haré de ella, me digo, unsímbolo, una alegoría, una imagen de todo lobueno y hermoso. Será para mí como Beatriz

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para Dante, figura y representación de mi pa-tria, del saber y de la belleza.

Esto me hace caer en una horrible imagi-nación, en un monstruoso pensamiento. Parahacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa yetérea imagen, esa cifra y resumen de cuantopuedo amar por bajo de Dios, en Dios y subor-dinándolo a Dios, me la finjo muerta como Bea-triz estaba muerta cuando Dante la cantaba.

Si la dejo entre los vivos, no acierto a con-vertirla en idea pura, y para convertirla en ideapura, la asesino en mi mente.

Luego la lloro, luego me horrorizo de micrimen, y me acerco a ella en espíritu, y con elcalor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo,no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nu-bes de color de rosa y flores celestiales, comovio el feroz Gibelino a su amada en la cima delPurgatorio, sino consistente, sólida, bien deli-neada en el ambiente sereno y claro, como lasobras más perfectas del cincel helénico; como

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Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión,y bajando llena de vida, respirando amor, loza-na de juventud y de hermosura, de su pedestalde mármol.

Entonces exclamo desde el fondo de miconturbado corazón: «Mi virtud desfallece;Dios mío, no me abandones. Apresúrate a veniren mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo».

Así recobro las fuerzas para resistir a latentación. Así renace en mí la esperanza de quevolveré al antiguo reposo no bien me aparte deestos sitios.

El demonio anhela con furia tragarse lasaguas puras del Jordán, que son las personasconsagradas a Dios. Contra ellas se conjura elinfierno y desencadena todos sus monstruos.San Buenaventura lo ha dicho: «No debemosadmirarnos de que estas personas pecaron, sinode que no pecaron.» Yo, con todo, sabré resistiry no pecar. Dios me protege.

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6 de junioLa nodriza de Pepita, hoy su ama de lla-

ves, es, como dice mi padre, una buena piezade arrugadillo; picotera, alegre y hábil comopocas. Se casó con el hijo del maestro Cencias yha heredado del padre lo que el hijo no heredó:una portentosa facilidad para las artes y losoficios. La diferencia está en que el maestroCencias componía un husillo de lagar, arregla-ba las ruedas de una carreta o hacía un arado yesta nuera suya hace dulces, arropes y otrasgolosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad;la nuera las del deleite, aunque deleite inocente,o lícito al menos.

Antoñona, que así se llama, tiene o se to-ma la mayor confianza con todo el señorío. Entodas las casas entra y sale como en la suya. Atodos los señoritos y señoritas de la edad de

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Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea,los llama niños y niñas, y los trata como si loshubiera criado a sus pechos.

A mí me habla de mira, como a los otros.Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me hadicho varias veces que soy un ingrato, y quehago mal en no ir a ver a su señora.

Mi padre, sin advertir nada, me acusa deextravagante; me llama búho, y se empeñatambién en que vuelva a la tertulia. Anoche nopude ya resistirme a sus repetidas instancias, yfui muy temprano, cuando mi padre iba a hacerlas cuentas con el aperador.

¡Ojalá no hubiera ido! Pepita estaba sola. Al vernos, al saludar-

nos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimosla mano con timidez, sin decimos palabra.

Yo no estreché la suya; ella no estrechó lamía, pero las conservamos unidas un breverato.

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En la mirada que Pepita me dirigió nadahabía de amor, sino de amistad, de simpatía, dehonda tristeza.

Había adivinado toda mi lucha interior;presumía que el amor divino había triunfadoen mi alma; que mi resolución de no amarla erafirme e invencible.

No se atrevía a quejarse de mí; no teníaderecho a quejarse de mí; conocía que la razónestaba de mi parte. Un suspiro, apenas percep-tible, que se escapó de sus frescos labios entre-abiertos, manifestó cuánto lo deploraba.

Nuestras manos seguían unidas aún.Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no erapara ella ni ella para mí; qué importaba sepa-ramos para siempre?

Sin embargo, aunque no se lo dije con pa-labras, se lo dije con los ojos. Mi severa miradaconfirmó sus temores; la persuadió de la irre-vocable sentencia.

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De pronto se nublaron sus ojos; todo surostro hermoso, pálido ya de una palidez tras-lúcida, se contrajo con una bellísima expresiónde melancolía. Parecía la madre de los dolores.Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos yempezaron a deslizarse por sus mejillas.

No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo des-cribirlo, aunque lo supiera?

Acerqué mis labios a su cara para enjugarel llanto, y se unieron nuestras bocas en un be-so.

Inefable embriaguez, desmayo fecundoen peligros invadió todo mi ser y el ser de ella.Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre misbrazos.

Quiso el cielo que oyésemos los pasos y latos del padre Vicario que llegaba, y nos sepa-ramos al punto.

Volviendo en mí, y reconcentrando todaslas fuerzas de mi voluntad, pude entonces lle-

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nar con estas palabras, que pronuncié en vozbaja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:

-¡El primero y el último! Yo aludía al beso profano; mas, como si

hubieran sido mis palabras una evocación, seofreció en mi mente la visión apocalíptica entoda su terrible majestad. Vi al que es por ciertoel primero y el último, y con la espada de dosfilos que salía de su boca me hería en el alma,llena de maldades, de vicios y de pecados.

Toda aquella noche la pasé en un frenesí,en un delirio interior, que no sé cómo disimu-laba.

Me retiré de casa de Pepita muy tempra-no.

En la soledad fue mayor mi amargura. Al recordarme de aquel beso y de aque-

llas palabras de despedida, me comparaba yocon el traidor judas que vendía besando, y conel sanguinario y alevoso asesino Joab cuando,

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al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo enlas entrañas.

Había incurrido en dos traiciones y endos falsías.

Había faltado a Dios y a ella. Soy un ser abominable.

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11 de junioAún es tiempo de remediarlo todo. Pepi-

ta sanará de su amor y olvidará la flaqueza queambos tuvimos.

Desde aquella noche no he vuelto a su ca-sa.

Antoñona no aparece por la mía. A fuerza de súplicas he logrado de mi

padre la promesa formal de que partiremos deaquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquíse celebra con fiestas lucidas, y en cuya vísperahay una famosa velada.

Lejos de Pepita me voy serenando y cre-yendo que tal vez ha sido una prueba este co-mienzo de amores.

En todas estas noches he rezado, he vela-do, me he mortificado mucho.

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La persistencia de mis plegarias, la hondacontrición de mi pecho han hallado gracia de-lante del Señor, quien ha mostrado su gran mi-sericordia.

El Señor, como dice el Profeta, ha enviadofuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alum-brado mi inteligencia, ha encendido lo más altode mi voluntad y me ha enseñado.

La actividad del amor divino, que está enla voluntad suprema, ha podido en ocasiones,sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración dequietud afectiva. He desnudado las potenciasinferiores de mi alma de toda imagen, hasta dela imagen de esa mujer; y he creído, si el orgu-llo no me alucina, que he conocido y gozado, enpaz con la inteligencia y con el afecto, del biensupremo que está en el centro y abismo delalma.

Ante este bien todo es miseria; ante estahermosura es fealdad todo; ante esta felicidadtodo es infortunio; ante esta altura todo es baje-

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za. ¿Quién no olvidará y despreciará por elamor de Dios todos los demás amores?

Sí, la imagen profana de esa mujer saldrádefinitivamente y para siempre de mi alma. Yoharé un azote durísimo de mis oraciones y pe-nitencias, y con él la arrojaré de allí, como Cris-to arrojó del templo a los condenados mercade-res.

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18 de junioÉsta será la última carta que yo escriba a

usted. El veinticinco saldré de aquí sin falta.

Pronto tendré el gusto de dar a usted un abra-zo.

Cerca de usted estaré mejor. Usted me in-fundirá ánimo y me prestará la energía de quecarezco.

Una tempestad de encontradas afeccionescombate ahora mi corazón.

El desorden de mis ideas se conocerá enel desorden de lo que estoy escribiendo.

Dos veces he vuelto a casa de Pepita. Heestado frío, severo, como debía estar; pero¡cuánto me ha costado!

Ayer me dijo mi padre que Pepita estáindispuesta y que no recibe.

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En seguida me asaltó el pensamiento deque su amor mal pagado podría ser la causa dela enfermedad.

¿Por qué la he mirado con las mismas mi-radas de fuego con que ella me miraba? ¿Porqué la he engañado vilmente? ¿Por qué la hehecho creer que la quería? ¿Por qué mi bocainfame buscó la suya y se abrasó y la abrasócon las llamas del infierno?

Pero no; mi pecado no ha de traer comoindefectible consecuencia otro pecado.

Lo que ya fue no puede dejar de haber si-do, pero puede y debe remediarse.

El veinticinco, repito, partiré sin falta. La desenvuelta Antoñona acaba de entrar

a verme. Escondí esta carta como si fuera una mal-

dad escribir a usted. Yo me levanté de la silla para hablar con

ella de pie y que la visita fuera corta.

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En tan corta visita me ha dicho mil locu-ras que me afligen profundamente.

Por último, ha exclamado al despedirse,en su jerga medio gitana:

¡Anda, fullero de amor, indinote, malde-cido seas; malos chuqueles te tagelen el drupo,que has puesto enferma a la niña y con tus re-trecherías la estás matando!

Dicho esto, la endiablada mujer meaplicó, de una manera indecorosa y plebeya,por bajo de las espaldas, seis o siete ferocespellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas elpellejo. Después se largó echando chispas.

No me quejo; merezco esta broma brutal,dado que sea broma. Merezco que me atenacenlos demonios con tenazas hechas ascuas.

¡Dios mío haz que Pepita me olvide; haz,si es menester, que ame a otro y sea con él di-chosa!

¿Puedo pedirte más, Dios mío?

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Mi padre no sabe nada, no sospecha na-da. Más vale así.

Adiós. Hasta dentro de pocos días, quenos veremos y abrazaremos.

¡Qué mudado va usted a encontrarme!¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuánperdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lasti-mada mi alma!

...........IIParalipómenos No hay más cartas de don Luis de Vargas

que las que hemos transcrito. Nos quedaría-mos, pues, sin averiguar el término que tuvie-ron estos amores, y esta sencilla y apasionadahistoria no acabaría, si un sujeto, perfectamenteenterado de todo, no hubiese compuesto la re-lación que sigue.

***

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Nadie extrañó en el lugar la indisposiciónde Pepita, ni menos pensó en buscarle una cau-sa que sólo nosotros, ella, don Luis, el señorDeán y la discreta Antoñona sabemos hasta lopresente.

Más bien hubieran podido extrañarse lavida alegre, las tertulias diarias y hasta los pa-seos campestres de Pepita durante algún tiem-po. El que volviese Pepita a su retiro habitualera naturalísimo.

Su amor por don Luis, tan silencioso y tanreconcentrado, se ocultó a las miradas investi-gadoras de doña Casilda, de Currito y de todoslos personajes del lugar que en las cartas dedon Luis se nombran. Menos podía saberlo elvulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie lepasaba por la imaginación, que el teólogo, elsanto, como llamaban a don Luis, rivalizasecon su padre, y hubiera conseguido lo que nohabía conseguido el terrible y poderoso don

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Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante,esquiva y zahareña viudita.

A pesar de la familiaridad que las señorasde lugar tienen con sus criadas, Pepita nadahabía dejado traslucir a ninguna de las suyas.Sólo Antoñona, que era un lince para todo, ymás aún para las cosas de su niña, había pene-trado el misterio.

Antoñona no calló a Pepita su descubri-miento, y Pepita no acertó a negar la verdad aaquella mujer que la había criado, que la idola-traba y que, si bien se complacía en descubrir yreferir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelode maldicientes, era sigilosa y leal como pocaspara lo que importaba a su dueño.

De esta suerte se hizo Antoñona la confi-denta de Pepita, la cual hallaba gran consueloen desahogar su corazón con quien, si era vul-gar o grosera en la expresión o en el lenguaje,no lo era en los sentimientos y en las ideas queexpresaba y formulaba.

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Por lo dicho, se explican las visitas de An-toñona a don Luis, sus palabras y hasta los fe-roces, poco respetuosos y mal colocados pelliz-cos, con que maceró sus carnes y atormentó sudignidad la última vez que estuvo a verle.

Pepita no sólo no había excitado a Anto-ñona a que fuese a don Luis con embajadas,pero ni sabía siquiera que hubiese ido.

Antoñona había tomado la iniciativa, yhabía hecho papel en este asunto, porque así loquiso.

Como ya se dijo, se había enterado de to-do con perspicacia maravillosa.

Cuando la misma Pepita apenas se habíadado cuenta de que amaba a don Luis, ya An-toñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzarsobre él aquellas ardientes, furtivas e involun-tarias miradas que tanto destrozo hicieron, mi-radas que nadie sorprendió de los que estabanpresentes, Antoñona, que no lo estaba, habló aPepita de las miradas. Y no bien las miradas

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recibieron dulce pago, también lo supo Anto-ñona.

Poco tuvo, pues, la señora que confiar auna criada tan penetrante y tan zahorí de cuan-to pasaba en lo más escondido de su pecho.

*** A los cinco días de la fecha de la última

carta que hemos leído empieza nuestra narra-ción.

Eran las once de la mañana. Pepita estabaen una sala alta al lado de su alcoba y de sutocador, donde nadie, salvo Antoñona, entrabajamás sin que llamase ella.

Los muebles de aquella sala eran de pocovalor, pero cómodos y aseados. Las cortinas yel forro de los sillones, sofás y butacas, eran detela de algodón pintada de flores; sobre unamesita de caoba había recado de escribir y pa-peles; y en un armario, de caoba también, bas-tantes libros de devoción y de historia. Las pa-redes se veían adornadas con cuadros, que eran

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estampas de asuntos religiosos; pero con elbuen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil enun lugar de Andalucía, de que dichas estampasno fuesen malas litografías francesas, sino gra-bados de nuestra Calcografía, como el Pasmode Sicilia, de Rafael; el San Ildefonso y la Vir-gen, la Concepción, el San Bernardo y los dosmedios puntos, de Murillo.

Sobre una antigua mesa de roble, sosteni-da por columnas salomónicas, se veía un con-tadorcillo o papelera con embutidos de concha,nácar, marfil y bronce, y con muchos cajoncitosdonde guardaba Pepita cuentas y otros docu-mentos. Sobre la misma mesa había dos vasosde porcelana con muchas flores. Colgadas en lapared había, por último, algunas macetas deloza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedray otras plantas, y tres jaulas doradas con cana-rios y jilgueros.

Aquella sala era el retiro de Pepita, dondeno entraban de día sino el médico y el padre

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Vicario, y donde a prima noche entraba sólo elaperador a dar sus cuentas. Aquella sala era yse llamaba el despacho.

Pepita estaba sentada, casi recostada enun sofá, delante del cual había un velador pe-queño con varios libros.

Se acababa de levantar, y vestía una ligerabata de verano. Su cabello rubio, mal peinadoaún, parecía más hermoso en su mismo desor-den. Su cara, algo pálida y con ojeras si bienllena de juventud, lozanía y frescura, parecíamás bella con el mal que le robaba colores.

Pepita mostraba impaciencia; aguardabaa alguien.

Al fin llegó, y entró sin anunciarse la per-sona que aguardaba, que era el padre Vicario.

Después de los saludos de costumbre, yarrellanado el padre Vicario en una butaca allado de Pepita, se entabló la conversación.

***

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-Me alegro, hija mía, de que me hayasllamado; pero sin que te hubieras molestado enllamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálidaestás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importanteque decirme?

A esta serie de preguntas cariñosas em-pezó a contestar Pepita con un hondo suspiro.Después dijo:

-¿No adivina usted mi enfermedad? ¿Nodescubre usted la causa de mi padecimiento?

El Vicario se encogió de hombros y miró aPepita con cierto susto, porque nada sabía, y lellamaba la atención la vehemencia con que ellase expresaba.

Pepita prosiguió: -Padre mío, yo no debí llamar a usted, si-

no ir a la iglesia y hablar con usted en el confe-sonario, y allí confesar mis pecados. Por des-gracia, no estoy arrepentida; mi corazón se haendurecido en la maldad, y no he tenido valor

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ni me he hallado dispuesta para hablar con elconfesor, sino con el amigo.

-¿Qué dices de pecados ni de dureza decorazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de serlos tuyos, si eres tan buena?

-No, padre, yo soy mala. He estado enga-ñando a usted, engañándome a mí misma, que-riendo engañar a Dios.

-Vamos, cálmate, serénate; habla con or-den y con juicio para no decir disparates.

-¿Y cómo no decirlos cuando el espíritudel mal me posee?

-¡Ave María Purísima! Muchacha, no des-atines. Mira, hija mía: tres son los demoniosmás temibles que se apoderan de las almas, yninguno de ellos, estoy seguro, se puede haberatrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Le-viatán, o el espíritu de la soberbia; el otroMamón, o el espíritu de la avaricia; el otro As-modeo, o el espíritu de los amores impuros.

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-Pues de los tres soy víctima; los tres medominan.

-¡Qué horror!... Repito que te calmes. Delo que tú eres víctima es de un delirio.

-¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es, pormi culpa, lo contrario. Soy avarienta, porqueposeo cuantiosos bienes y no hago las obras decaridad que debiera hacer; soy soberbia, porquehe despreciado a muchos hombres, no por vir-tud, no por honestidad, sino porque no loshallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha cas-tigado; Dios ha permitido que ese tercer enemi-go, de que usted habla, se apodere de mí.

-¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablurase te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si loestás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre?Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoyde que mi amigo don Pedro de Vargas hahecho el milagro. ¡El demonio es el tal don Pe-dro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yoel asunto tan mollar y tan maduro como estaba.

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-Pero si no es don Pedro de Vargas dequien estoy enamorada.

-¿Pues de quién entonces? Pepita se levantó de su asiento; fue hacia

la puerta; la abrió; miró para ver si alguien es-cuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; seacercó luego al padre Vicario, y toda acongoja-da, con voz trémula, con lágrimas en los ojos,dijo casi al oído del buen anciano:

-Estoy perdidamente enamorada de suhijo.

-¿De qué hijo? -interrumpió el padre Vi-cario, que aún no quería creerlo.

-¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida,frenéticamente enamorada de don Luis.

La consternación, la sorpresa más doloro-sa se pintó en el rostro del cándido y afectuososacerdote.

Hubo un momento de pausa. Después di-jo el Vicario:

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-Pero ese es un amor sin esperanza; unamor imposible. Don Luis no te querrá.

Por entre las lágrimas que nublaban loshermosos ojos de Pepita brilló un alegre rayode luz; su linda y fresca boca, contraída por latristeza, se abrió con suavidad, dejando ver lasperlas de sus dientes y formando una sonrisa.

-Me quiere -dijo Pepita con un ligero ymal disimulado acento de satisfacción y detriunfo, que se alzaba por cima de su dolor y desus escrúpulos.

Aquí subieron de punto la consternacióny el asombro del padre Vicario. Si el santo de sumayor devoción hubiera sido arrojado del altary hubiera caído a sus pies, y se hubiera hechocien mil pedazos, no se hubiera el Vicario cons-ternado tanto. Todavía miró a Pepita con incre-dulidad, como dudando de que aquello fuesecierto, y no una alucinación de la vanidad mu-jeril. Tan de firme creía en la santidad de donLuis y en su misticismo.

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-¡Me quiere! -dijo otra vez Pepita, contes-tando a aquella incrédula mirada.

-¡Las mujeres son peores que pateta! -dijoel Vicario-. Echáis la zancadilla al mismísimomengue.

-¿No se lo decía yo a usted? ¡Yo soy muymala!

-¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. Lamisericordia de Dios es infinita. Cuéntame loque ha pasado.

-¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero,que le amo, que le adoro; que él me quieretambién, aunque lucha por sofocar su amor ytal vez lo consiga; y que usted, sin saberlo, tienemucha culpa de todo.

-¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso deque tengo yo mucha culpa?

-Con la extremada bondad que le es pro-pia, no ha hecho usted más que alabarme a donLuis, y tengo por cierto que a don Luis le habráusted hecho de mí mayores elogios aún, si bien

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harto menos merecidos. ¿Qué había de suce-der? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinteaños?

-Tienes razón que te sobra. Soy un mente-cato. He contribuido poderosamente a esta obrade Lucifer.

El padre Vicario era tan bueno y tanhumilde, que al decir las anteriores frases esta-ba confuso y contrito, como si él fuese el reo yPepita el juez.

Conoció Pepita el egoísmo rudo con quehabía hecho cómplice y punto menos que autorprincipal de su falta al padre Vicario, y le hablóde esta suerte:

-No se aflija usted, padre mío; no se aflijausted, por amor de Dios. ¡Mire usted si soyperversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quierohacer responsable de ellos al mejor y más vir-tuoso de los hombres! No han sido las alaban-zas que usted me ha hecho de don Luis, sinomis ojos y mi poco recato los que me han per-

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dido. Aunque usted no me hubiera habladojamás de las prendas de don Luis, de su saber,de su talento y de su entusiasta corazón, yo lohubiera descubierto todo oyéndole hablar, puesal cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me hefijado además en la gallardía de su persona, enla natural distinción y no aprendida eleganciade sus modales, en sus ojos llenos de fuego y deinteligencia, en todo él, en suma, que me pareceamable y deseable. Los elogios de usted hanvenido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a des-pertarle. Me han encantado porque coincidíancon mi parecer y eran como el eco adulador,harto amortiguado y debilísimo, de lo que yopensaba. El más elocuente encomio que me hahecho usted de don Luis no ha llegado, ni conmucho, al encomio que sin palabras me hacíayo de él a cada minuto, a cada segundo, dentrodel alma.

-¡No te exaltes, hija mía! -interrumpió elpadre Vicario.

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Pepita continuó con mayor exaltación: -Pero ¡qué diferencia entre los encomios

de usted y mis pensamientos! Usted veía y tra-zaba en don Luis el modelo ejemplar del sacer-dote, del misionero, del varón apostólico; yapredicando el Evangelio en apartadas regionesy convirtiendo infieles, ya trabajando en Espa-ña para realzar la cristiandad, tan perdida hoypor la impiedad de los unos y la carencia devirtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo,en cambio, me le representaba galán, enamora-do, olvidando a Dios por mí, consagrándomesu vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, misostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba co-meter un robo sacrílego. Soñaba con robársele aDios y a su templo, como el ladrón, enemigodel cielo, que roba la joya más rica de la vene-rada custodia. Para cometer este robo he des-echado los lutos de la viudez y de la orfandad yme he vestido galas profanas; he abandonadomi retiro y he buscado y llamado a mí a las gen-

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tes; he procurado estar hermosa; he cuidadocon infernal esmero de todo este cuerpo mise-rable, que ha de hundirse en la sepultura y hade convertirse en polvo vil, y he mirado, porúltimo, a don Luis con miradas provocantes, y,al estrechar su mano, he querido transmitir demis venas a las suyas este fuego inextinguibleen que me abraso.

-¡Ay, niña! ¡Qué pena me da lo que te oi-go! ¡Quién lo hubiera podido imaginar siquiera!

-Pues hay más todavía -añadió Pepita-.Logré que don Luis me amase. Me lo declarabacon los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tanardiente como el mío. Su virtud, su aspiración alos bienes eternos, su esfuerzo varonil tratabande vencer esta pasión insana. Yo he procuradoimpedirlo. Una vez, después de muchos díasque faltaba de esta casa, vino a verme y mehalló sola. Al darme la mano lloré; sin hablarme inspiró el infierno una maldita elocuenciamuda, y le di a entender mi dolor porque me

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desdeñaba, porque no me quería, porque pre-fería a mi amor otro amor sin mancilla. Enton-ces no supo él resistir a la tentación y acerco suboca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nues-tras bocas se unieron. Si Dios no hubiera dis-puesto que llegase usted en aquel instante, ¿quéhubiera sido de mí?

-¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüen-za! -dijo el padre Vicario.

Pepita se cubrió el rostro con entrambasmanos y empezó a sollozar como una Magda-lena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, másbellas que lo que don Luis había dicho en suscartas. Su blancura, su transparencia nítida, loafilado de los dedos, lo sonrosado, pulido ybrillante de las uñas de nácar, todo era paravolver loco a cualquier hombre.

El virtuoso Vicario comprendió, a pesarde sus ochenta años, la caída o tropiezo de donLuis.

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-¡Muchacha -exclamó-, no seas extremosa!¡No me partas el corazón! Tranquilízate. DonLuis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado.Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios osperdonará y os hará unos santos. Cuando donLuis se va pasado mañana, clara señal es de quela virtud ha triunfado en él, huye de ti, comodebe, para hacer penitencia de su pecado, cum-plir su promesa y acudir a su vocación.

-Bueno está eso -replicó Pepita-; cumplirsu promesa... acudir a su vocación... ¡y matar-me a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por quéme ha engreído, por qué me ha engañado? Subeso fue marca, fue hierro candente con que meseñaló y selló como a su esclava. Ahora, queestoy marcada y esclavizada, me abandona, yme vende, y me asesina. ¡Feliz principio quieredar a sus misiones, predicaciones y triunfosevangélicos! ¡No será! ¡Vive Dios que no será!

Este arranque de ira y de amoroso despe-cho aturdió al padre Vicario.

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Pepita se había puesto de pie. Su ademán,su gesto tenían una animación trágica. Fulgu-raban sus ojos como dos puñales; relucían co-mo dos soles. El Vicario callaba y la miraba casicon terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos.No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leo-na.

-Pues qué -dijo, encarándose de nuevocon el padre Vicario-, ¿no hay más que burlarsede mí, destrozarme el corazón, humillármele,pisoteármele después de habérmelo robado porengaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me la pagará! Sies tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué memiro prometiéndomelo todo con su mirada? Siama tanto a Dios, ¿por qué hace mal a una po-bre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es reli-gión esto? No; es egoísmo sin entrañas.

La cólera de Pepita no podía durar mu-cho. Dichas las últimas palabras, se trocó endesfallecimiento. Pepita se dejó caer en una

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butaca, llorando más que antes, con una verda-dera congoja.

El Vicario sintió la más tierna compasión;pero recobró su brío al ver que el enemigo serendía.

-Pepita, niña -dijo-, vuelve en ti; no teatormentes de ese modo. Considera que élhabrá luchado mucho para vencerse; que no teha engañado; que te quiere con toda el alma,pero que Dios y su obligación están antes. Estavida es muy breve y pronto se pasa. En el cieloos reuniréis y os amaréis como se aman losángeles. Dios aceptará vuestro sacrificio y ospremiará y recompensará con usura. Hasta tuamor propio debe estar satisfecho. ¡Qué novaldrás tú cuando has hecho vacilar y aun pe-car a un hombre como don Luis! ¡Cuán hondaherida no habrás logrado hacer en su corazón!Bástete con esto. ¡Sé generosa, sé valiente!Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanzade tu pecho el fuego del amor impuro; ámale

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como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guar-da su imagen en tu mente, pero como la criatu-ra predilecta, reservando al Creador la másnoble parte del alma. No sé lo que te digo, hijamía, porque estoy muy turbado; pero tú tienesmucho talento y mucha discreción, y me com-prendes por medias palabras. Hay además mo-tivos mundanos poderosos que se opondrían aestos absurdos amores, aunque la vocación ypromesa de don Luis no se opusieran. Su padrete pretende; aspira a tu mano por más que túno le ames. ¿Estará bien visto que salgamosahora con que el hijo es rival del padre? ¿No seenojará el padre contra el hijo por amor tuyo?Mira cuán horrible es todo esto, y domínate porJesús Crucificado y por su bendita madre MaríaSantísima.

-¡Qué fácil es dar consejos!-contestó Pepi-ta sosegándose un poco-. ¡Qué difícil me esseguirlos, cuando hay como una fiera y desen-

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cadenada tempestad en mi cabeza! ¡Si me damiedo de volverme loca!

-Los consejos que te doy son por tu bien.Deja que don Luis se vaya. La ausencia es granremedio para el mal de amores. Él sanará de supasión entregándose a sus estudios y con-sagrándose al altar. Tú, así que esté lejos donLuis, irás poco a poco serenándote, y conser-varás de él un grato y melancólico recuerdo,que no te hará daño. Será como una hermosapoesía que dorará con su luz tu existencia. Sitodos tus deseos pudieran cumplirse... ¿quiénsabe?... Los amores terrenales son poco consis-tentes. El deleite que la fantasía entrevé, congozarlos y apurarlos hasta las heces, nada valecomparado con los amargos dejos. ¡Cuánto me-jor es que vuestro amor, apenas contaminado yapenas impurificado, se pierda y se evaporeahora, subiendo al cielo como nube de incienso,que no el que muera, una vez satisfecho, a ma-nos del hastío! Ten valor para apartar la copa

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de tus labios, cuando apenas has gustado ellicor que contiene. Haz con ese licor una liba-ción y una ofrenda al Redentor divino. En cam-bio, te dará Él de aquella bebida que ofreció a laSamaritana; bebida que no cansa, que satisfacela sed y que produce vida eterna.

-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno esusted! Sus santas palabras me prestan valor. Yome dominaré, yo me venceré. Sería bochornoso,¿no es verdad que sería bochornoso que donLuis supiera dominarse y vencerse, y yo fueraliviana y no me venciera? Que se vaya. Se vapasado mañana. Vaya bendito de Dios. Mireusted su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse consu padre y no le he recibido. Ya no le veré más.No quiero conservar ni el recuerdo poético deque usted habla. Estos amores han sido unapesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.

-¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgi-ca, valiente.

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-¡Ay, padre mío! Dios ha derribado misoberbia con este golpe; mi engreimiento erainsolentísimo, y han sido indispensables losdesdenes de ese hombre para que sea yo todolo humilde que debo. ¿Puedo estar más postra-da ni más resignada? Tiene razón don Luis; yono le merezco. ¿Cómo, por más esfuerzos quehiciera, habría yo de elevarme hasta él, y com-prenderle, y poner en perfecta comunicación miespíritu con el suyo? Yo soy zafia aldeana, in-culta, necia; él no hay ciencia que no compren-da, ni arcano que ignore, ni esfera encumbradadel mundo intelectual a donde no suba. Allá seremonta en alas de su genio, y a mí, pobre yvulgar mujer, me deja por acá, en este bajo sue-lo, incapaz de seguirle ni siquiera con una leví-sima esperanza y con mis desconsolados suspi-ros.

-Pero, Pepita, por los clavos de Cristo, nodigas eso ni lo pienses. ¡Si don Luis no te des-deña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no

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le entiendes ni por esas majaderías que ahíestás ensartando! Él se va porque tiene quecumplir con Dios; y tú debes alegrarte de quese vaya, porque sanarás del amor, y Dios tedará el premio de tan grande sacrificio.

Pepita, que ya no lloraba y que se habíaenjugado las lágrimas con el pañuelo, contestótranquila:

-Está bien, padre; yo me alegraré; casi mealegro ya de que se vaya. Deseando estoy quepase el día de mañana, y que, pasado, vengaAntoñona a decirme cuando yo despierte: «Yase fue don Luis.» Usted verá cómo renacen en-tonces la calma y la serenidad antigua en micorazón.

-Así sea -dijo el padre Vicario, y conven-cido de que había hecho un prodigio y de quehabía curado casi el mal de Pepita, se despidióde ella y se fue a su casa, sin poder resistir cier-tos estímulos de vanidad al considerar la in-

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fluencia que ejercía sobre el noble espíritu deaquella preciosa muchacha.

*** Pepita, que se había levantado para des-

pedir al padre Vicario, no bien volvió a cerrar lapuerta y quedó sola, de pie, en medio de la es-tancia, permaneció un rato inmóvil, con la mi-rada fija, aunque sin fijarla en ningún objeto, ycon los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado aun poeta o a un artista la figura de Ariadna,como la describe Catulo, cuando Teseo laabandonó en la isla de Naxos. De repente, co-mo si lograse desatar un nudo que le apretabala garganta, como si quebrase un cordel que laahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos,vertió un raudal de llanto, y dio con su cuerpo,tan lindo y delicado, sobre las losas frías delpavimento. Allí, cubierta la cara con las manos,desatada ya la trenza de sus cabellos y en des-orden la vestidura, continuó en sus sollozos yen sus gemidos.

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Así hubiera seguido largo tiempo, si nollega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antesde entrar y verla, y se precipitó en la sala.Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Anto-ñona mil extremos de furor.

-¡Vea usted -dijo-, ese zángano, pelgar,vejete, tonto, que mana se da para consolar asus amigas! Habrá largado alguna barbaridad,algún buen par de coces a esta criaturita de mialma, y me la ha dejado aquí medio muerta, yél se ha vuelto a la iglesia a preparar lo conve-niente para cantarla el gorigori, y rociarla con elhisopo y enterrármela sin más ni más.

Antoñona tendría cuarenta años, y eradura en el trabajo, briosa y más forzuda quemuchos cavadores. Con frecuencia levantabapoco menos que a pulso una corambre con tresarrobas y media de aceite o de vino y la planta-ba sobre el lomo de un mulo, o bien cargabacon un costal de trigo y lo subía al alto desván,donde estaba el granero. Aunque Pepita no

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fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo ensus brazos, como si lo fuera, y la puso con mu-cho tiento sobre el sofá, como quien coloca laalhaja más frágil y primorosa para que no sequiebre.

-¿Qué soponcio es éste? -preguntó Anto-ñona-. Apuesto cualquier cosa a que este zan-guango de Vicario te ha echado un sermón deacíbar y te ha destrozado el alma a pesadum-bres.

Pepita seguía llorando y sollozando sincontestar.

-¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes.¿Qué te ha dicho el Vicario?

-Nada ha dicho que pueda ofenderme -contestó al fin Pepita.

Viendo luego que Antoñona aguardabacon interés a que ella hablase, y deseando des-ahogarse con quien simpatizaba mejor con ellay más humanamente la comprendía, Pepitahabló de esta manera:

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-El padre Vicario me amonesta con dul-zura para que me arrepienta de mis pecados;para que deje partir en paz a don Luis; para queme alegre de su partida; para que le olvide. Yohe dicho que sí a todo. He prometido alegrarmede que don Luis se vaya. He querido olvidarley hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, nopuedo; es un empeño superior a mis fuerzas.Cuando el Vicario estaba aquí, juzgué que teníayo bríos para todo, y no bien se fue, como siDios me dejara de su mano, perdí los bríos yme caí en el suelo desolada. Yo había soñadouna vida venturosa al lado de este hombre queme enamora; yo me veía ya elevada hasta él porobra milagrosa del amor; mi pobre inteligenciaen comunión perfectísima con su inteligenciasublime; mi voluntad siendo una con la suya;con el mismo pensamiento ambos; latiendonuestros corazones acordes. ¡Dios me lo quita yse lo lleva, y yo me quedo sola, sin esperanza niconsuelo! ¿No es verdad que es espantoso? Las

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razones del padre Vicario son justas, discretas...Al pronto me convencieron. Pero se fue; y todoel valor de aquellas razones me parece nulo;vano juego de palabras; mentiras, enredos yargucias. Yo amo a don Luis, y esta razón esmás poderosa que todas las razones. Y si él meama, ¿por qué no lo deja todo y me busca, y seviene a mí y quebranta promesas y anula com-promisos? No sabía yo lo que era amor. Ahoralo sé: no hay nada más fuerte en la tierra y en elcielo. ¿Qué no haría yo por don Luis? Y él pormí nada hace. Acaso no me ama. No, don Luisno me ama. Yo me engañé; la vanidad me cegó.Si don Luis me amase, me sacrificaría suspropósitos, sus votos, su fama, sus aspiracionesa ser un santo y a ser una lumbrera de la Igle-sia; todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdo-ne... es horrible lo que voy a decir, pero lo sien-to aquí en el centro del pecho; me arde aquí, enla frente calenturienta: yo por él daría hasta lasalvación de mi alma.

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-¡Jesús, María y José! -interrumpió Anto-ñona.

-¡Es cierto, Virgen Santa de los Dolores,perdonadme, perdonadme... estoy loca... no sélo que digo y blasfemo!

-Sí, hija mía, ¡estás algo empecatada!Válgame Dios y cómo te ha trastornado el juicioese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú,no lo tomaría contra el cielo, que no tiene laculpa; sino contra el mequetrefe del colegial, yme las pagaría o me borraría el nombre quetengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traérteleaquí de una oreja, y obligarle a que te pidaperdón y a que te bese los pies de rodillas.

-No, Antoñona. Veo que mi locura es con-tagiosa, y que tú deliras también. En resolución,no hay más recurso que hacer lo que me acon-seja el padre Vicario. Lo haré aunque me cuestela vida. Si muero por él, él me amará, él guar-dará mi imagen en su memoria, mi amor en sucorazón, y Dios, que es tan bueno, hará que yo

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vuelva a verle en el cielo con los ojos del alma,y que allí nuestros espíritus se amen y se con-fundan.

Antoñona, aunque era recia de veras ynada sentimental, sintió, al oír esto, que se lesaltaban las lágrimas.

-Caramba, niña -dijo Antoñona-, vas aconseguir que suelte yo el trapo a llorar y queberree como una vaca. Cálmate y no pienses enmorirte ni de chanza. Veo que tienes muy exci-tados los nervios. ¿Quieres que traiga una tazade tila?

-No, gracias. Déjame... ya ves como estoysosegada.

-Te cerraré las ventanas, a ver si duermes.Si no duermes hace días, ¿cómo has de estar?¡Mal haya el tal don Luis y su manía de metersecura! ¡Buenos supiripandos te cuesta!

Pepita había cerrado los ojos; estaba encalma y en silencio, harta ya de coloquio conAntoñona.

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Ésta, creyéndola dormida, o deseandoque durmiera, se inclinó hacia Pepita, puso conlentitud y suavidad un beso sobre su blancafrente, le arregló y plegó el vestido sobre elcuerpo, entornó las ventanas para dejar el cuar-to a media luz y se salió de puntillas, cerrandola puerta sin hacer el menor ruido.

*** Mientras que ocurrían estas cosas en casa

de Pepita, no estaba más alegre y sosegado enla suya el señor don Luis de Vargas.

Su padre que no dejaba casi ningún díade salir al campo a caballo, había querido lle-varle en su compañía; pero don Luis se habíaexcusado con que le dolía la cabeza, y don Pe-dro se fue sin él. Don Luis había pasado solotoda la mañana, entregado a sus melancólicospensamientos, y más firme que roca en su reso-lución de borrar de su alma la imagen de Pepitay de consagrarse a Dios por completo.

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No se crea, con todo, que no amaba a lajoven viuda. Ya hemos visto por las cartas lavehemencia de su pasión; pero él seguía en-frenándola con los mismos afectos piadosos yconsideraciones elevadas de que en las cartasda larga muestra, y que podemos omitir aquípara no pecar de prolijos.

Tal vez, si profundizamos con severidaden este negocio, notaremos que contra el amorde Pepita no luchaban sólo en el alma de donLuis el voto hecho ya en su interior, aunque noconfirmado; el amor de Dios; el respeto a supadre, de quien no quería ser rival, y la voca-ción, en suma, que sentía por el sacerdocio.Había otros motivos de menos depurados qui-lates y de más baja ley.

Don Luis era pertinaz, era terco; teníaaquella condición que bien dirigida constituyelo que se llama firmeza de carácter, y nada hab-ía que le rebajase más a sus propios ojos que elvariar de opinión y de conducta. El propósito

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de toda su vida, lo que había sostenido y decla-rado ante cuantas personas le trataban, su figu-ra moral, en una palabra, que era ya la de unaspirante a santo, la de un hombre consagradoa Dios, la de un sujeto imbuido en las más su-blimes filosofías religiosas, todo esto no podíacaer por tierra sin gran mengua de don Luis,como caería, si se dejase llevar del amor de Pe-pita Jiménez. Aunque el precio era sin compa-ración mucho más subido, a don Luis se le figu-raba que si cedía iba a remedar a Esaú, y a ven-der su primogenitura, y a deslustrar su gloria.

Por lo general los hombres solemos serjuguete de las circunstancias; nos dejamos lle-var de la corriente, y no nos dirigimos sin vaci-lar a un punto. No elegimos papel, sino toma-mos y hacemos el que nos toca; el que la ciegafortuna nos depara. La profesión, el partidopolítico, la vida entera de muchos hombrespende de casos fortuitos, de lo eventual, de locaprichoso y no esperado de la suerte.

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Contra esto se rebelaba el orgullo de donLuis con titánica pujanza. ¿Qué se diría de él, y,sobre todo, qué pensaría él de sí mismo, si elideal de su vida, el hombre nuevo que habíacreado en su alma, si todos sus planes de vir-tud, de honra y hasta de santa ambición se des-vaneciesen en un instante, se derritiesen al ca-lor de una mirada, por la llama fugitiva deunos lindos ojos, como la escarcha se derritecon el rayo débil aún del sol matutino?

Estas y otras razones de un orden egoístamilitaban también contra la viuda, a par de lasrazones legítimas y de substancia; pero todaslas razones se revestían del mismo hábito reli-gioso, de manera que el propio don Luis noacertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyen-do amor de Dios, no sólo lo que era amor deDios, sino asimismo el amor propio. Recordaba,por ejemplo, las vidas de muchos santos, quehabían resistido tentaciones mayores que lassuyas, y no quería ser menos que ellos. Y recor-

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daba, sobre todo, aquella entereza de san JuanCrisóstomo, que supo desestimar los halagosde una madre amorosa y buena y su llanto ysus quejas dulcísimas y todas las elocuentes ysentidas palabras que le dijo para que no laabandonase y se hiciese sacerdote, llevándolepara ello a su propia alcoba, y haciéndole sen-tar junto a la cama en que le había parido. Ydespués de fijar en esto la consideración, donLuis no se sufría a sí propio en no menospreciarlas súplicas de una mujer extraña a quien hacíatan poco tiempo que conocía, y el vacilar aúnentre su deber y el atractivo de una joven, talvez más que enamorada, coqueta.

Pensaba luego don Luis en la alteza sobe-rana de la dignidad del sacerdocio a que estaballamado, y la veía por cima de todas las institu-ciones y de las míseras coronas de la tierra;porque no ha sido hombre mortal, ni caprichodel voluble y servil populacho, ni irrupción oavenida de gente bárbara, ni violencia de amo-

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tinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel,ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismoParáclito quien la ha fundado. ¿Cómo por elliviano incentivo de una mozuela, por una la-grimilla quizás mentida, despreciar esa digni-dad augusta, esa potestad que Dios no conce-dió ni a los arcángeles que están más cerca desu trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre laobscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando yasoñaba ser pastor, atando y desatando en latierra para que Dios ate y desate en el cielo, yperdonando los pecados, regenerando a lasgentes por el agua y por el espíritu, adoc-trinándolas en nombre de una autoridad infali-ble, dictando sentencias que el Señor de lasalturas ratifica luego y confirma, siendo inicia-dor y agente de tremendos misterios, inasequi-bles a la razón humana, y haciendo descenderdel cielo no como Elías la llama que consume lavíctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho

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carne y el torrente de la gracia, que purifica loscorazones y los deja limpios como el oro?

Cuando don Luis reflexionaba sobre todoesto, se elevaba su espíritu, se encumbraba porcima de las nubes en la región empírea y la po-bre Pepita Jiménez quedaba allá muy lejos, yapenas si él la veía.

Pero pronto se abatía el vuelo de su ima-ginación, y el alma de don Luis tocaba a la tie-rra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tanjoven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepitacombatía dentro de su corazón contra sus másfuertes y arraigados propósitos, y don Luistemía que diese al traste con ellos.

Así se atormentaba don Luis con encon-trados pensamientos, que se daban guerra,cuando entró Currito en su cuarto sin decir«oxte ni moxte».

Currito, que no estimaba gran cosa a suprimo mientras no fue más que teólogo, le ve-neraba, le admiraba y formaba de él un concep-

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to sobrehumano desde que le había visto mon-tar tan bien en Lucero.

Saber teología y no saber montar des-acreditaba a don Luis a los ojos de Currito; perocuando Currito advirtió que sobre la ciencia ysobre todo aquello que él no entendía, si bienpresumía difícil y enmarañado, era don Luiscapaz de sostenerse tan bizarramente en lasespaldas de una fiera, ya su veneración y sucariño a don Luis no tuvieron límites. Curritoera un holgazán, un perdido, un verdaderomueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal.A don Luis, que era el ídolo de Currito, le su-cedía como a todas las naturalezas superiorescon los seres inferiores que se les aficionan.Don Luis se dejaba querer, esto es, era domina-do despóticamente por Currito en los negociosde poca importancia. Y como para hombrescomo don Luis casi no hay negocios que la ten-gan en la vida vulgar y diaria, resultaba que

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Currito llevaba y traía a don Luis como un za-randillo.

-Vengo a buscarte -le dijo-, para que meacompañes al casino, que está animadísimo hoyy lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonte-ando y hecho un papamoscas?

Don Luis, casi sin replicar, y como si fue-ra mandato, tomó su sombrero y su bastón, ydiciendo «Vámonos donde quieras» siguió aCurrito que se adelantaba, tan satisfecho deaquel dominio que ejercía.

El casino, en efecto, estaba de bote en bo-te, gracias a la solemnidad del día siguiente,que era el día de San Juan. A más de los señoresdel lugar, había muchos forasteros, que habíanvenido de los lugares inmediatos para concu-rrir a la feria y velada de aquella noche.

El centro de la concurrencia era el patio,enlosado de mármol, con fuente y surtidor enmedio y muchas macetas de don-pedros, gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo

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de lona doble cubría el patio, preservándole delsol. Un corredor o galería, sostenida por co-lumnas de mármol, le circundaba, y así en lagalería, como en varias salas a que la galeríadaba paso, había mesas de tresillo, otras conperiódicos, otras para tomar café o refrescos, y,por último, sillas, banquillos y algunas butacas.Las paredes estaban blancas como la nieve delfrecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros quelas adornasen. Eran litografías francesas ilumi-nadas, con circunstanciada explicación bilingüeescrita por bajo. Unas representaban la vida deNapoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras,las aventuras de Matilde y Malek-Adel; otras,los lances de amor y de guerra del Templario,Rebeca, Lady Rowerna e Ivanhoe; y otras, losgalanteos, travesuras, caídas y arrepentimien-tos de Luis XIV y la señorita de la Vallière.

Currito llevó a don Luis, y don Luis sedejó llevar, a la sala donde estaba la flor y natade los elegantes, dandies y cocodés del lugar y

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de toda la comarca. Entre ellos descollaba elconde de Genazahar, de la vecina ciudad de...Era un personaje ilustre y respetado. Habíapasado en Madrid y en Sevilla largas tempora-das, y se vestía con los mejores sastres, así demajo como de señorito. Había sido diputadodos veces, y había hecho una interpelación alGobierno sobre un atropello de un alcalde-corregidor.

Tendría el conde de Genazahar treinta ytantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jac-taba además de tremendo en paz y en lides, endesafíos y en amores. El conde, no obstante, y apesar de haber sido uno de los más obstinadospretendientes de Pepita, había recibido las con-fitadas calabazas que ella solía propinar a quie-nes la requebraban y aspiraban a su mano.

La herida que aquel duro y amargo confi-te había abierto en su endiosado corazón, noestaba cicatrizada todavía. El amor se había

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vuelto odio, y el Conde se desahogaba a menu-do, poniendo a Pepita como chupa de dómine.

En este ameno ejercicio se hallaba el con-de cuando quiso la mala ventura que don Luisy Currito llegasen y se metiesen en el corro, quese abrió para recibirlos, de los que oían el ex-traño sermón de honras. Don Luis, como si elmismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontrócara a cara con el Conde, que decía de este mo-do:

-No es mala pécora la tal Pepita Jiménez.Con más fantasía y más humos que la infantaMicomicona quiere hacernos olvidar que nacióy vivió en la miseria hasta que se casó conaquel pelele, con aquel vejestorio, con aquelmaldito usurero, y le cogió los ochavos. La úni-ca cosa buena que ha hecho en su vida la talviuda es concertarse con Satanás para enviarpronto al infierno a su galopín de mando, ylibrar la tierra de tanta infección y de tanta pes-te. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y

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por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! SabeDios si estará enredada de ocultis con algúngañán, y burlándose del mundo como si fuesela reina Artemisa.

A las personas recogidas, que no asisten areuniones de hombres solos, escandalizará sinduda este lenguaje, les parecerá desbocado ybrutal hasta la inverosimilitud; pero los queconocen el mundo confesarán que este lenguajees muy usado en él, y que las damas más boni-tas, las más agradables mujeres, las más honra-das matronas suelen ser blanco de tiros no me-nos infames y soeces, si tienen un enemigo, yaun sin tenerle, porque a menudo se murmura,o mejor dicho, se injuria y se deshonra a vocespara mostrar chiste y desenfado.

Don Luis, que desde niño había estadoacostumbrado a que nadie se descompusiese ensu presencia ni le dijese cosas que pudieranenojarle, porque durante su niñez le rodeabancriados, familiares y gente de la clientela de su

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padre, que atendían sólo a su gusto, y despuésen el Seminario, así por sobrino de Deán, comopor lo mucho que él merecía, jamás había sidocontrariado, sino considerado y adulado, sintióun aturdimiento singular, se quedó como heri-do por un rayo cuando vio al insolente Condearrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de in-mundo lodo la honra de la mujer que amaba.

¿Cómo defenderla, no obstante? No se leocultaba que, si bien no era marido, ni herma-no, ni pariente de Pepita, podía sacar la carapor ella como caballero; pero veía el escándaloque esto causaría cuando no había allí ningúnprofano que defendiese a Pepita, antes bientodos reían al Conde la gracia. Él, casi ministroya de un Dios de paz, no podía dar un mentís yexponerse a una riña con aquel desvergonzado.

Don Luis estuvo por enmudecer e irse;pero no lo consintió su corazón, y pugnandopor revestirse de una autoridad que ni sus añosjuveniles, ni su rostro, donde había más bozo

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que barbas, ni su presencia en aquel lugar con-sentían, se puso a hablar con verdadera elo-cuencia contra los maldicientes y a echar enrostro al Conde, con libertad cristiana y conacento severo, la fealdad de su ruin acción.

Fue predicar en desierto, o peor que pre-dicar en desierto. El Conde contestó con pullasy burletas a la homilía; la gente, entre la quehabía no pocos forasteros, se puso de lado delburlón, a pesar de ser don Luis el hijo del caci-que; el propio Currito, que no valía para nada yera un blandengue, aunque no se rió, no defen-dió a su amigo, y éste tuvo que retirarse, vejadoy humillado bajo el peso de la chacota.

*** -¡Esta flor le falta al ramo! -murmuró en-

tre dientes el pobre don Luis cuando llegó a sucasa, y volvió a meterse en su cuarto, mohíno ymaltratado por la rechifla, que él se exageraba yse figuraba insufrible. Se echó de golpe en un

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sillón, abatido y descorazonado, y mil ideascontrarias asaltaron su mente.

La sangre de su padre, que hervía en susvenas, le despertaba la cólera y le excitaba aahorcar los hábitos, como al principio le aconse-jaban en el lugar, y dar luego su merecido alseñor Conde; pero todo el porvenir que se hab-ía creado se deshacía al punto, y veía al Deán,que renegaba de él; y hasta el Papa, que habíaenviado ya la dispensa pontificia para que seordenase antes de la edad, y el prelado dioce-sano, que había apoyado la solicitud de la dis-pensa en su probada virtud, ciencia sólida yfirmeza de vocación, se le aparecían para re-convenirle.

Pensaba luego en la teoría chistosa de supadre sobre el complemento de la persuasiónde que se valían el apóstol Santiago, los obisposde la Edad Media, don Íñigo de Loyola y otrospersonajes, y no le parecía tan descabellada la

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teoría, arrepintiéndose casi de no haberla prac-ticado.

Recordaba entonces la costumbre de undoctor ortodoxo, insigne filósofo persa contem-poráneo, mencionada en un libro reciente escri-to sobre aquel país; costumbre que consistía encastigar con duras palabras a los discípulos yoyentes cuando se reían de las lecciones o nolas entendían, y, si esto no bastaba, descenderde la cátedra sable en mano y dar a todos unapaliza. Este método era eficaz, principalmenteen la controversia, si bien dicho filósofo habíaencontrado una vez a otro contrincante delmismo orden, que le había hecho un chirlo des-comunal en la cara.

Don Luis, en medio de su mortificación ymal humor, se reía de lo cómico del recuerdo;hallaba que no faltarían en España filósofos queadoptarían de buena gana el método persiano;y si él no le adoptaba también, no era a la ver-

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dad por miedo del chirlo, sino por considera-ciones de mayor valor y nobleza.

Acudían, por último, mejores pensamien-tos a su alma y le consolaban un poco.

-Yo he hecho muy mal -se decía-, en pre-dicar allí; debí haberme callado. Nuestro SeñorJesucristo lo ha dicho: «No deis a los perros lascosas santas, ni arrojéis vuestras margaritas alos cerdos, porque los cerdos se revolverán con-tra vosotros y os hollarán con sus asquerosaspezuñas». Pero no, ¿por qué me he de quejar?¿Por qué he de volver injuria por injuria ¿Porqué me he de dejar vencer de la ira? Muchossantos Padres lo han dicho: «La ira es peor aúnque la lascivia en los sacerdotes.» La ira de lossacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas yha causado males horribles. Esta ira, consejeratremenda, tal vez los ha persuadido de que eramenester que los pueblos sudaran sangre bajola presión divina, y ha traído a sus encarniza-dos ojos la visión de Isaías, y han visto y han

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hecho ver a sus secuaces fanáticos al mansoCordero convertido en vengador inexorable,descendiendo de la cumbre de Edón, soberbiocon la muchedumbre de su fuerza, pisoteandoa las naciones como el pisador pisa las uvas enel lagar, y con la vestimenta levantada y cubier-to de sangre hasta los muslos. ¡Ah no, Diosmío! Voy a ser tu ministro, Tú eres un Dios depaz, y mi primera virtud debe ser la manse-dumbre. Lo que enseñó tu Hijo en el sermón dela Montaña tiene que ser mi norma. No ojo porojo, ni diente por diente, sino amar a nuestrosenemigos. Tú amaneces sobre justos y pecado-res, y derramas sobre todos la lluvia fecunda detus inexhaustas bondades. Tú eres nuestro Pa-dre, que estás en el cielo y debemos ser perfec-tos como Tú, perdonando a quienes nos ofen-den, y pidiéndote que los perdones porque nosaben lo que se hacen. Yo debo recordar lasbienaventuranzas. Bienaventurados cuando osultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal de

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vosotros. El sacerdote, el que va a ser sacerdote,ha de ser humilde, pacífico, manso de corazón.No como la encina, que se levanta orgullosahasta que el rayo la hiere sino como las hierbe-cillas fragantes de las selvas y las modestasflores de los prados, que dan más suave y gratoaroma cuando el villano las pisa.

En éstas y otras meditaciones por el estilotranscurrieron las horas hasta que dieron lastres, y don Pedro, que acababa de volver delcampo, entró en el cuarto de su hijo para lla-marle a comer. La alegre cordialidad del padre,sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieronsacar a don Luis de la melancolía ni abrirle elapetito. Apenas comió; apenas habló en la me-sa.

Si bien disgustadísimo con la silenciosatristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta,pudiera resentirse, como don Pedro era hombreque se levantaba al amanecer y bregaba muchodurante el día, luego que acabó de fumar un

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buen cigarro habano de sobremesa, acom-pañándole con su taza de café y su copita deaguardiente de anís doble, se sintió fatigado, y,según costumbre, se fue a dormir sus dos o treshoras de siesta.

Don Luis tuvo buen cuidado de no poneren noticia de su padre la ofensa que le habíahecho el conde de Genazahar. Su padre, que noiba a cantar misa y que tenía una índole pocosufrida, se hubiera lanzado al instante a tomarla venganza que él no tomó.

Solo ya don Luis, dejó el comedor para nover a nadie. Y volvió al retiro de su estanciapara abismarse más profundamente en sus ide-as.

*** Abismado en ellas estaba hacía largo rato,

sentado junto al bufete, los codos sobre él, y enla derecha mano apoyada la mejilla, cuandosintió cerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado

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a la entrometida Antoñona, que había penetra-do como una sombra, aunque tan maciza, y quele miraba con atención y con cierta mezcla depiedad y de rabia.

Antoñona se había deslizado hasta allí sinque nadie lo advirtiese, aprovechando la horaen que comían los criados y don Pedro dormía,y había abierto la puerta del cuarto y la habíavuelto a cerrar tras sí con tal suavidad que donLuis, aunque no hubiera estado tan absorto, nohubiera podido sentirla.

Antoñona venía resuelta a tener una con-ferencia muy seria con don Luis; pero no sabíaa punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo,había pedido, no se sabe si al cielo o al infierno,que desatase su lengua y que le diese habla, yhabla no chabacana y grotesca, como la queusaba por lo común, sino culta, elegante e idó-nea para las nobles reflexiones y bellas cosasque ella imaginaba que le convenía expresar.

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Cuando don Luis vio a Antoñona arrugóel entrecejo, mostró bien en el gesto lo que lecontrariaba aquella visita, y dijo con tono brus-co:

-¿A qué vienes aquí? Vete. -Vengo a pedirte cuenta de mi niña -

contestó Antoñona sin turbarse-, y no me he deir hasta que me la des.

Enseguida acercó una silla a la mesa, y sesentó en frente de don Luis con aplomo y des-caro.

Viendo don Luis que no había remedio,mitigó el enojo, se armó de paciencia y, ya conacento menos cruel, exclamó:

-Di lo que tengas que decir. -Tengo que decir -prosiguió Antoñona-,

que lo que estás maquinando contra mi niña esuna maldad. Te estás portando como un tuno.La has hechizado; le has dado un bebedizo ma-ligno. Aquel angelito se va a morir. No come, niduerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha te-

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nido dos o tres soponcios sólo de pensar en quete vas. Buena hacienda dejas hecha antes de serclérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste poraquí y no te quedaste por allá con tu tío? Ella,tan libre, tan señora de su voluntad, avasallan-do la de todos y no dejándose cautivar de nin-guno, ha venido a caer en tus traidoras redes.Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelode que te valiste. Con tus teologías y tiquismi-quis celestiales, has sido como el pícaro y de-salmado cazador, que atrae con el silbato a loszorzales bobalicones para que se ahorquen enla percha.

-Antoñona -contestó don Luis-, déjame enpaz. Por Dios, no me atormentes. Yo soy unmalvado, lo confieso. No debí mirar a tu ama.No debí darle a entender que la amaba; pero yola amaba y la amo aún con todo mi corazón, yno le he dado bebedizo ni filtro, sino el mismoamor que la tengo. Es menester, sin embargo,desechar, olvidar este amor. Dios me lo manda.

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¿Te imaginas que no es, que no está siendo, queno será inmenso el sacrificio que hago? Pepitadebe revestirse de fortaleza y hacer el mismosacrificio.

-Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz -replicó Antoñona-. Tú sacrificas voluntaria-mente en el altar a esa mujer que te ama, que esya tuya, a tu víctima; pero ella, ¿dónde te tienea ti para sacrificarte? ¿Qué joya tira por la ven-tana, qué lindo primor echa en la hoguera, sinoun amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dioslo que no tiene? ¿Va a engañar a Dios y a decir-le: «Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí telo sacrifico; no le querré yo tampoco?» Dios nose ríe; si Dios se riera, se reiría de tal presente.

Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar aestos raciocinios de Antoñona, más atroces quesus pellizcos pasados. Además, le repugnabaentrar en metafísicas de amor con aquella sir-vienta.

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-Dejemos a un lado -dijo-, esos vanos dis-cursos. Yo no puedo remediar el mal de tudueña. ¿Qué he de hacer?

-¿Qué has de hacer? -interrumpió Anto-ñona, ya más blanda y afectuosa y con voz in-sinuante-. Yo te diré lo que has de hacer. Si noremediares el mal de mi niña, le aliviarás almenos. ¿No eres tan santo? Pues los santos soncompasivos y además valerosos. No huyas co-mo un cobardón grosero, sin despedirte. Ven aver a mi niña, que está enferma. Haz esta obrade misericordia.

-¿Y qué conseguiré con esa visita? Agra-var el mal en vez de sanarle.

-No será así; no estás en el busilis. Tú irásallí, y con esa cháchara que gastas y esa labiaque Dios te ha dado, le infundirás en los cascosla resignación, y la dejarás consolada; y si ledices que la quieres y que por Dios sólo la de-jas, al menos su vanidad de mujer no quedaráajada.

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-Lo que me propones es tentar a Dios, espeligroso para mí y para ella.

-¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Puessi Dios ve la rectitud y la pureza de tus inten-ciones, ¿no te dará su favor y su gracia para queno te pierdas en esta ocasión en que te pongocon sobrado motivo? ¿No debes volar a librar ami niña de la desesperación y traerla al buencamino? Si se muriera de pena por verse asídesdeñada, o si rabiosa agarrase un cordel y secolgase de una viga, créeme, tus remordimien-tos serían peores que las llamas de pez y azufrede las calderas de Lucifer.

-¡Qué horror! No quiero que se desespere.Me revestiré de todo mi valor; iré a verla.

-¡Bendito seas! ¡Si me lo decía el corazón!¡Si eres bueno!

-¿Cuándo quieres que vaya? -Esta noche a las diez en punto. Yo estaré

en la puerta de la calle aguardándote y te lle-varé donde está.

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-¿Sabe ella que has venido a verme? -No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía;

pero yo la prepararé con buen arte, a fin de quetu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no lahagan caer en un desmayo. ¿Me prometes queirás?

-Iré. -Adiós. No faltes. A las diez de la noche

en punto. Estaré a la puerta. Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera

de dos en dos escalones y se plantó en la calle.

*** No se puede negar que Antoñona estuvo

discretísima en esta ocasión, y hasta su lenguajefue tan digno y urbano, que no faltaría quien lecalificase de apócrifo, si no se supiese con lamayor evidencia todo esto que aquí se refiere, ysi no constasen, además, los prodigios de quees capaz el ingénito despejo de una mujer,

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cuando le sirve de estímulo un interés o unapasión grande.

Grande era, sin duda, el afecto de Anto-ñona por su niña, y viéndola tan enamorada ytan desesperada, no pudo menos de buscarremedio a sus males. La cita a que acababa decomprometer a don Luis fue un triunfo inespe-rado. Así es que Antoñona, a fin de sacar pro-vecho del triunfo, tuvo que disponerlo todo deimproviso, con profunda ciencia mundana.

Señaló Antoñona para la cita la hora delas diez de la noche, porque ésta era la hora dela antigua y ya suprimida o suspendida tertuliaen que don Luis y Pepita solían verse. La se-ñaló, además, para evitar murmuraciones yescándalo, porque ella había oído decir a unpredicador que, según el Evangelio, no haynada tan malo como el escándalo, y que a losescandalosos es menester arrojarlos al mar conuna piedra de molino atada al pescuezo.

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Volvió, pues, Antoñona a casa de su due-ño, muy satisfecha de sí misma y muy resueltaa disponer las cosas con tino para que el reme-dio que había buscado no fuese inútil, o noagravase el mal de Pepita en vez de sanarle.

A Pepita no pensó ni determinó prevenir-la sino a lo último, diciéndole que don Luisespontáneamente le había pedido hora parahacerle una visita de despedida, y que ella hab-ía señalado las diez.

A fin de que no se originasen habladurías,si en la casa veían entrar a don Luis, pensó enque no le viesen entrar, y para ello era tambiénmuy propicia la hora y la disposición de la casa.A las diez estaría llena de gente la calle con lavelada, y por lo mismo repararían menos endon Luis cuando pasase por ella. Penetrar en elzaguán sería obra de un segundo; y ella, queestaría allí aguardando, llevaría a don Luis has-ta el despacho, sin que nadie le viese.

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Todas o la mayor parte de las casas de losricachos lugareños de Andalucía son como doscasas en vez de una, y así era la casa de Pepita.Cada casa tiene su puerta. Por la principal sepasa al patio enlosado y con columnas, a lassalas y demás habitaciones señoriles; por laotra, a los corrales, caballeriza y cochera, coci-nas, molino, lagar, graneros, trojes donde seconserva la aceituna hasta que se muele; bode-gas donde se guarda el aceite, el mosto, el vinode quema, el aguardiente y el vinagre en gran-des tinajas, y candioteras o bodegas donde estáen pipas y toneles el vino bueno y ya hecho orancio. Esta segunda casa o parte de casa, aun-que esté en el centro de una población de veinteo veinticinco mil almas, se llama casa de Cam-po El aperador, los capataces, el mulero, lostrabajadores principales y más constantes en elservicio del amo, se juntan allí por la noche; eninvierno, en torno de una enorme chimenea deuna gran cocina, y en verano, al aire libre o en

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algún cuarto muy ventilado y fresco, y estánholgando y de tertulia hasta que los señores serecogen.

Antoñona imaginó que el coloquio y laexplicación que ella deseaba que tuviesen suniña y don Luis requerían sosiego y que noviniesen a interrumpirlos, y así determinó queaquella noche, por ser la velada de San Juan, laschicas que servían a Pepita vacasen en todossus quehaceres y oficios, y se fuesen a solazar ala casa de campo armando con los rústicos tra-bajadores un jaleo probe de fandango, lindascoplas, repiqueteo de castañuelas, brincos ymudanzas.

De esta suerte la casa señoril quedaría ca-si desierta y silenciosa, sin más habitantes queella y Pepita, y muy a proposito para la solem-nidad, transcendencia y no turbado sosiego queeran necesarios en la entrevista que ella teníapreparada, y de la que dependía quizás, o de

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seguro, el destino de dos personas de tantovaler.

Mientras Antoñona iba rumiando y con-certando en su mente todas estas cosas, donLuis, no bien se quedó solo, se arrepintió dehaber procedido tan de ligero y de haber sidotan débil en conceder la cita que Antoñona lehabía pedido.

Don Luis se paró a considerar la condi-ción de Antoñona, y le pareció más aviesa quela de Enone y la de Celestina. Vio delante de sítodo el peligro a que voluntariamente se aven-turaba, y no vio ventaja alguna en hacer recata-damente y a hurto de todos una visita a la lindaviuda.

Ir a verla para ceder y caer en sus redes,burlándose de sus votos, dejando mal al Obis-po, que había recomendado su solicitud de dis-pensa, y hasta al Sumo Pontífice, que la habíaconcedido, y desistiendo de ser clérigo, le pa-recía un desdoro muy enorme. Era además una

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traición contra su padre, que amaba a Pepita ydeseaba casarse con ella. Ir a verla para desen-gañarla más aún, se le antojaba mayor refina-miento de crueldad que partir sin decirle nada.

Impulsado por tales razones, lo primeroque pensó don Luis fue faltar a la cita sin darexcusa ni aviso, y que Antoñona le aguardaseen balde en el zaguán; pero Antoñona anun-ciaría a su señora la visita, y él faltaría, no sóloa Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, conuna grosería incalificable.

Discurrió entonces escribir a Pepita unacarta muy afectuosa y discreta, excusándose deir, justificando su conducta, consolándola, ma-nifestando sus tiernos sentimientos por ella, sibien haciendo ver que la obligación y el Cieloeran antes que todo, y procurando dar ánimo aPepita para que hiciese el mismo sacrificio queél hacía.

Cuatro o cinco veces se puso a escribir es-ta carta. Emborronó mucho papel; le rasgó en-

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seguida, y la carta no salía jamás a su gusto. Yaera seca, fría, pedantesca, como un mal sermóno como la plática de un dómine; ya se deducíade su contenido un miedo pueril y ridículo,como si Pepita fuese un monstruo pronto a de-vorarle; ya tenía el escrito otros defectos y luna-res no menos lastimosos. En suma, la carta nose escribió, después de haberse consumido enlas tentativas unos cuantos pliegos.

-No hay más recurso -dijo para sí donLuis-, la suerte está echada. Valor, y vamos allá.

Don Luis confortó su espíritu con la espe-ranza de que iba a tener mucha serenidad y deque Dios iba a poner en sus labios un raudal deelocuencia, por donde persuadiría a Pepita, queera tan buena, de que ella misma le impulsase acumplir con su vocación, sacrificando el amormundanal y haciéndose semejante a las santasmujeres que ha habido, las cuales, no ya handesistido de unirse con un novio o con unamante, sino hasta de unirse con el esposo, vi-

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viendo con él como con un hermano, según serefiere, por ejemplo, en la vida de San Eduardo,rey de Inglaterra. Y después de pensar en esto,se sentía don Luis más consolado y animado, yya se figuraba que él iba a ser como otro sanEduardo, y que Pepita era como la reina Edita,su mujer; y bajo la forma y condición de la talreina, virgen a par de esposa, le parecía Pepita,si cabe, mucho más gentil, elegante y poética.

No estaba, sin embargo, don Luis todo loseguro y tranquilo que debiera estar despuésde haberse resuelto a imitar a San Eduardo.Hallaba aún cierto no sé qué de criminal enaquella visita que iba a hacer sin que su padrelo supiese, y estaba por ir a despertarle de susiesta y descubrírselo todo. Dos o tres veces selevantó de su silla y empezó a andar en buscade su padre; pero luego se detenía y creía aque-lla revelación indigna, la creía una vergonzosachiquillada. Él podía revelar sus secretos; perorevelar los de Pepita para ponerse bien con su

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padre, era bastante feo. La fealdad y lo cómicoy miserable de la acción se aumentaban, notan-do que el temor de no ser bastante fuerte pararesistir era lo que a hacerla le movía. Don Luisse calló, pues, y no reveló nada a su padre.

Es más; ni siquiera se sentía con la desen-voltura y la seguridad convenientes para pre-sentarse a su padre, habiendo de por medioaquella cita misteriosa. Estaba asimismo tanalborotado y fuera de sí por culpa de las encon-tradas pasiones que se disputaban el dominiode su alma, que no cabía en el cuarto, y como sibrincase o volase, le andaba y recorría todo entres o cuatro pasos, aunque era grande, por locual temía darse de calabazadas contra las pa-redes. Por último, si bien tenía abierto el balcónpor ser verano, le parecía que iba a ahogarseallí por falta de aire, y que el techo le pesabasobre la cabeza, y que para respirar necesitabade toda la atmósfera, y para andar de todo elespacio sin límites, y para alzar la frente y ex-

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halar sus suspiros y encumbrar sus pensamien-tos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóvedadel cielo.

Aguijoneado de esta necesidad, tomó susombrero y su bastón y se fue a la calle. Ya en lacalle, huyendo de toda persona conocida y bus-cando la soledad, se salió al campo y se internópor lo más frondoso y esquivo de las alamedas,huertas y sendas que rodean la población yhacen un paraíso de sus alrededores en un ra-dio de más de media legua.

*** Poco hemos dicho hasta ahora de la figu-

ra de don Luis. Sépase, pues, que era un buenmozo en toda la extensión de la palabra: alto,ligero, bien formado, cabello negro, ojos negrostambién y llenos de fuego y de dulzura. La co-lor trigueña, la dentadura blanca, los labiosfinos, aunque relevados, lo cual le daba un as-pecto desdeñoso, y algo de atrevido y varonil

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en todo el ademán, a pesar del recogimiento yde la mansedumbre clericales. Había, por últi-mo, en el porte y continente de don Luis aquelindescriptible sello de distinción y de hidalguíaque parece, aunque no lo sea siempre, privativacalidad y exclusivo privilegio de las familiasaristocráticas.

Al ver a don Luis, era menester confesarque Pepita Jiménez sabía de estética por instin-to.

Corría, que no andaba, don Luis poraquellas sendas, saltando arroyos y fijándoseapenas en los objetos, casi como toro picado deltábano. Los rústicos con quienes se encontró,los hortelanos que le vieron pasar, tal vez letuvieron por loco.

Cansado ya de caminar sin propósito, sesentó al pie de una cruz de piedra, junto a lasruinas de un antiguo convento de San Franciscode Paula, que dista más de tres kilómetros dellugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones,

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pero tan confusas que ni él mismo se dabacuenta de lo que pensaba.

El tañido de las campanas que, atrave-sando el aire, llegó a aquellas soledades, lla-mando a la oración a los fieles, y recordándolesla salutación del Ángel a la Sacratísima Virgen,hizo que don Luis volviera de su éxtasis y sehallase de nuevo en el mundo real.

El sol acababa de ocultarse detrás de lospicos gigantescos de las sierras cercanas,haciendo que las pirámides, agujas y rotos obe-liscos de la cumbre se destacasen sobre un fon-do de púrpura y topacio, que tal parecía el cie-lo, dorado por el sol poniente. Las sombrasempezaban a extenderse sobre la vega, y en losmontes, opuestos a los montes por donde el solse ocultaba, relucían las peñas más erguidas,como si fueran de oro o de crista hecho ascua.

Los vidrios de las ventanas y los blancosmuros del remoto santuario de la Virgen, pa-trona del lugar, que está en lo más alto de un

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cerro, así como otro pequeño templo o ermitaque hay en otro cerro más cercano, que llamanel Calvario, resplandecían aún como dos farossalvadores, heridos por los postreros rayosoblicuos del sol moribundo.

Una poesía melancólica inspiraba a la Na-turaleza, y con la música callada que sólo elespíritu acierta a oír, se diría que todo entonabaun himno al Creador. El lento son de las cam-panas, amortiguado y semiperdido por la dis-tancia, apenas turbaba el reposo de la tierra, yconvidaba a la oración sin distraer los sentidoscon rumores. Don Luis se quitó su sombrero; sehincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedes-tal le había servido de asiento, y rezó con pro-funda devoción el Angelus Domini.

Las sombras nocturnas fueron pronto ga-nando terreno; pero la noche, al desplegar sumanto y cobijar con él aquellas regiones, secomplace en adornarle de más luminosas estre-llas y de una luna más clara. La bóveda azul no

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trocó en negro su color azulado; conservó suazul, aunque le hizo más obscuro. El aire eratan diáfano y tan sutil, que se veían millares ymillares de estrellas fulgurando en el éter sintérmino. La luna plateaba las copas de los árbo-les y se reflejaba en la corriente de los arroyos,que parecían de un líquido luminoso y transpa-rente, donde se formaban iris y cambiantes co-mo en el ópalo. Entre la espesura de la arboledacantaban los ruiseñores. Las hierbas y floresvertían más generoso perfume. Por las orillasde las acequias, entre la hierba menuda y lasflores silvestres, relucían como diamantes ocarbunclos los gusanillos de luz en multitudinnumerable. No hay por allí luciérnagas ala-das ni cocuyos, pero estos gusanillos de luzabundan y dan un resplandor bellísimo. Mu-chos árboles frutales, en flor todavía, muchasacacias y rosales sin cuento embalsamaban elambiente, impregnándole de suave fragancia.

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Don Luis se sintió dominado, seducido,vencido por aquella voluptuosa naturaleza, ydudó de sí. Era menester, no obstante, cumplirla palabra dada y acudir a la cita.

Aunque dando un largo rodeo, aunquerecorriendo otras sendas, aunque vacilando aveces en irse a la fuente del río, donde al pie dela sierra brota de una peña viva todo el caudalcristalino que riega las huertas, y es sitio deli-cioso, don Luis, a paso lento y pausado, se diri-gió hacia la población.

Conforme se iba acercando, se aumentabael terror que le infundía lo que se determinabaa hacer. Penetraba por lo más sombrío de lasenramadas, anhelando ver algún prodigio es-pantable, algún signo, algún aviso que le retra-jese. Se acordaba a menudo del estudiante Li-sardo, y ansiaba ver su propio entierro. Pero elcielo sonreía con sus mil luces y excitaba aamar; las estrellas se miraban con amor unas aotras; los ruiseñores cantaban enamorados;

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hasta los grillos agitaban amorosamente suselictras sonoras, como trovadores el plectrocuando dan una serenata; la tierra toda parecíaentregada al amor en aquella tranquila y her-mosa noche. Nada de aviso, nada de signo,nada de pompa fúnebre: todo vida, paz y delei-te. ¿Dónde estaba el Ángel de la Guarda?

¿Había dejado a don Luis como cosa per-dida, o, calculando que no corría peligro algu-no, no se cuidaba de apartarle de su propósito?¿Quién sabe? Tal vez de aquel peligro resultaríaun triunfo. San Eduardo y la reina Edita seofrecían de nuevo a la imaginación de don Luisy corroboraban su voluntad.

Embelesado en estos discursos, retardabadon Luis su vuelta, y aún se hallaba a algunadistancia del pueblo, cuando sonaron las diez,hora de la cita, en el reloj de la parroquia. Lasdiez campanadas fueron como diez golpes quele hirieron en el corazón. Allí le dolieron mate-rialmente, si bien con un dolor y con un sobre-

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salto mixtos de traidora inquietud y de regala-da dulzura.

Don Luis apresuró el paso a fin de no lle-gar muy tarde, y pronto se encontró en la po-blación.

El lugar estaba animadísimo. Las mozassolteras venían a la fuente del ejido a lavarse lacara, para que fuese fiel el novio a la que le ten-ía, y para que a la que no le tenía le saltase no-vio. Mujeres y chiquillos, por acá y por allá,volvían de coger verbena, ramos de romero uotras plantas, para hacer sahumerios mágicos.Las guitarras sonaban por varias partes. Loscoloquios de amor y las parejas dichosas y apa-sionadas se oían y se veían a cada momento. Lanoche y la mañanita de San juan, aunque fiestacatólica, conservan no sé qué resabios del pa-ganismo y naturalismo antiguos. Tal vez seapor la coincidencia aproximada de esta fiestacon el solsticio de verano. Ello es que todo eraprofano, y no religioso. Todo era amor y galan-

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teo. En nuestros viejos romances y leyendassiempre roba el moro a la linda infantina cris-tiana y siempre el caballero cristiano logra suanhelo con la princesa mora, en la noche o en lamañanita de San Juan, y en el pueblo se diríaque conservaban la tradición de los viejos ro-mances.

Las calles estaban llenas de gente. Todo elpueblo estaba en las calles, y además los foras-teros. Hacían asimismo muy difícil el tránsito lamultitud de mesillas de turrón, arropía y tosto-nes, los puestos de fruta, las tiendas de muñe-cos y juguetes y las buñolerías, donde gitanasjóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando elaire con el olor del aceite, ya pesaban y servíanlos buñuelos, ya respondían con donaire a lospiropos de los galanes que pasaban, ya decíanla buenaventura.

Don Luis procuraba no encontrar a losamigos y, si los veía de lejos, echaba por otrolado. Así fue llegando poco a poco, sin que le

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hablasen ni detuviesen, hasta cerca del zaguánde casa de Pepita. El corazón empezó a latirlecon violencia, y se paró un instante para sere-narse. Miró el reloj: eran cerca de las diez ymedia.

-¡Válgame Dios! -dijo-, hará cerca de me-dia hora que me estará aguardando.

Entonces se precipitó y penetró en el za-guán. El farol que lo alumbraba de diario dabapoquísima luz aquella noche.

No bien entró don Luis en el zaguán, unamano, mejor diremos una garra, le asió por elbrazo derecho. Era Antoñona, que dijo en vozbaja:

-¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido,mostrenco! Ya imaginaba yo que no venías.¿Dónde has estado, peal? ¡Cómo te atreves atardar, haciéndote de pencas, cuando toda lasal de la tierra se está derritiendo por ti, y el solde la hermosura te aguarda!

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Mientras Antoñona expresaba estas que-jas no estaba parada, sino que iba andando yllevando en pos de sí, asido siempre del brazo,al colegial atortolado y silencioso. Salvaron lacancela, y Antoñona la cerró con tiento y sinruido; atravesaron el patio, subieron por la es-calera, pasaron luego por unos corredores y pordos salas, y llegaron a la puerta del despacho,que estaba cerrada.

En toda la casa remaba maravilloso silen-cio. El despacho estaba en lo interior y no lle-gaban a él los rumores de la calle. Sólo llega-ban, aunque confusos y vagos, el resonar de lascastañuelas y el son de la guitarra, y un levemurmullo, causado todo por los criados de Pe-pita, que tenían su jaleo probe en la casa decampo.

Antoñona abrió la puerta del despacho,empujó a don Luis para que entrase, y al mis-mo tiempo le anunció diciendo:

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-Niña, aquí tienes al señor don Luis, queviene a despedirse de ti.

Hecho el anuncio con la formalidad debi-da, la discreta Antoñona se retiró de la sala,dejando a sus anchas al visitante y a la niña, yvolviendo a cerrar la puerta.

*** Al llegar a este punto, no podemos menos

de hacer notar el carácter de autenticidad quetiene la presente historia, admirándonos de laescrupulosa exactitud de la persona que lacompuso. Porque si algo de fingido, como enuna novela, hubiera en estos Paralipómenos, nocabe duda en que una entrevista tan importantey transcendente como la de Pepita y don Luisse hubiera dispuesto por medios menos vulga-res que los aquí empleados. Tal vez nuestroshéroes, yendo a una nueva expedición campes-tre, hubieran sido sorprendidos por deshecha ypavorosa tempestad, teniendo que refugiarse

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en las ruinas de algún antiguo castillo o torremoruna, donde por fuerza había de ser famaque aparecían espectros o cosas por el estilo.Tal vez nuestros héroes hubieran caído en po-der de alguna partida de bandoleros, de la cualhubieran escapado merced a la serenidad yvalentía de don Luis, albergándose luego, du-rante la noche, sin que se pudiese evitar, y soli-tos los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez,por último, el autor hubiera arreglado el nego-cio de manera que Pepita y su vacilante admi-rador hubieran tenido que hacer un viaje pormar, y aunque ahora no hay piratas o corsariosargelinos no es difícil inventar un buen naufra-gio, en el cual don Luis hubiera salvado a Pepi-ta, arribando a una isla desierta o a otro lugarpoético y apartado. Cualquiera de estos recur-sos hubiera preparado con más arte el coloquioapasionado de los dos jóvenes y hubiera justifi-cado mejor a don Luis. Creemos, sin embargo,que en vez de censurar al autor porque no ape-

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la a tales enredos, conviene darle gracias por lamucha conciencia que tiene, sacrificando a lafidelidad del relato el portentoso efecto queharía si se atreviese a exornarle y bordarle conlances y episodios sacados de su fantasía.

Si no hubo más que la oficiosidad y des-treza de Antoñona y la debilidad con que donLuis se comprometió a acudir a la cita, ¿paraqué forjar embustes y traer a los dos amantescomo arrastrados por la fatalidad a que se veany hablen a solas con gravísimo peligro de lavirtud y entereza de ambos? Nada de eso. Sidon Luis se conduce bien o mal en venir a lacita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona hab-ía ya dicho que don Luis espontáneamente ven-ía a verla, hace mal o bien en alegrarse de aque-lla visita algo misteriosa y fuera de tiempo, noechemos la culpa al acaso, sino a los mismospersonajes que en esta historia figuran y a laspasiones que sienten.

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Mucho queremos nosotros a Pepita; perola verdad es antes que todo, y la hemos de de-cir, aunque perjudique a nuestra heroína. A lasocho le dijo Antoñona que don Luis iba a venir,y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía losojos encendidos y los párpados un poquito in-flamados de llorar, y que estaba bastante des-peinada, no pensó desde entonces sino en com-ponerse y arreglarse para recibir a don Luis. Selavó la cara con agua tibia para que el estragodel llanto desapareciese hasta el punto precisode no afear, mas no para que no quedasen hue-llas de que había llorado; se compuso el pelo desuerte que no denunciaba estudio cuidadoso,sino que mostraba cierto artístico y gentil des-cuido, sin rayar en desorden, lo cual hubierasido poco decoroso; se pulió las uñas, y comono era propio recibir de bata a don Luis, se vis-tió un traje sencillo de casa. En suma, miró ins-tintivamente a que todos los pormenores detocador concurriesen a hacerla parecer más

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bonita y aseada, sin que se trasluciera el menorindicio del arte, del trabajo y del tiempo gasta-dos en aquellos perfiles, sino que todo ello res-plandeciera como obra natural y don gratuito;como algo que persistía en ella, a pesar del ol-vido de sí misma, causado por la vehemenciade los afectos.

Según hemos llegado a averiguar, Pepitaempleó más de una hora en estas faenas detocador, que habían de sentirse sólo por losefectos. Después se dio el postrer retoque yvistazo al espejo con satisfacción mal disimula-da. Y, por último, a eso de las nueve y media,tomando una palmatoria, bajó a la sala dondeestaba el Niño Jesús. Encendió primero las ve-las del altarito, que estaban apagadas; vio concierta pena que las flores yacían marchitas; pi-dió perdón a la devota imagen por haberla te-nido desatendida mucho tiempo, y, postrándo-se de hinojos, y a solas, oró con todo su corazóny con aquella confianza y franqueza que inspira

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quien está de huésped en casa desde hace mu-chos años. A un Jesús Nazareno, con la cruz acuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la caña porirrisorio cetro y la áspera soga por ligadura delas manos, o a un Cristo crucificado, sangrientoy moribundo, Pepita no se hubiera atrevido apedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo todavía,risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepi-ta le pidió que le dejase a don Luis; que no se lellevase, porque él, tan rico y tan abastado detodo, podía sin gran sacrificio desprenderse deaquel servidor y cedérsele a ella.

Terminados estos preparativos, que nosserá lícito clasificar y dividir en cosméticos,indumentarios y religiosos, Pepita se instaló enel despacho, aguardando la venida de don Luiscon febril impaciencia.

Atinada anduvo Antoñona en no decirleque iba a venir, sino hasta poco antes de lahora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la

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pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena deansiedad y de angustia, desde que terminó susoraciones y súplicas con el Niño Jesús hasta quevio dentro del despacho al otro niño.

La visita empezó del modo más grave yceremonioso. Los saludos de fórmula se pro-nunciaron maquinalmente de una y otra parte,y don Luis, invitado a ello, tomó asiento en unabutaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y ano corta distancia de Pepita. Pepita estaba sen-tada en el sofá. El velador se veía al lado de ellacon libros y con la palmatoria, cuya luz ilumi-naba su rostro. Una lámpara ardía además so-bre el bufete. Ambas luces, con todo, siendogrande el cuarto, como lo era, dejaban la mayorparte de él en la penumbra. Una gran ventanaque daba a un jardincillo interior estaba abiertapor el calor, y si bien sus hierros eran como latrama de un tejido de rosas-enredaderas y jaz-mines, todavía por entre la verdura y las floresse abrían camino los claros rayos de la luna,

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penetraban en la estancia y querían luchar conla luz de la lámpara y de la palmatoria. Pene-traban además por la ventana-vergel el lejano yconfuso rumor del jaleo de la casa de campo,que estaba al otro extremo; el murmullo monó-tono de una fuente que había en el jardincillo, yel aroma de los jazmines y de las rosas que ta-pizaban la ventana, mezclado con el de los don-pedros, albahacas y otras plantas que adorna-ban los arriates al pie de ella.

Hubo una larga pausa, un silencio tandifícil de sostener como de romper. Ninguno delos dos interlocutores se atrevía a hablar. Era,en verdad, la situación muy embarazosa. Tantopara ellos el expresarse entonces, como paranosotros el reproducir ahora lo que expresaron,es empresa ardua; pero no hay más remedioque acometerla. Dejemos que ellos mismos seexpliquen, y copiemos al pie de la letra sus pa-labras.

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*** -Al fin se dignó usted venir a despedirse

de mí antes de su partida -dijo Pepita-. Yo hab-ía perdido ya la esperanza.

El papel que hacía don Luis era de muchoempeño, y, por otra parte, los hombres, no yanovicios, sino hasta experimentados y curtidosen estos diálogos, suelen incurrir en tonterías alempezar. No se condene, pues, a don Luis por-que empezase contestando tonterías.

-Su queja de usted es injusta -dijo-. He es-tado aquí a despedirme de usted con mi padre,y como no tuvimos el gusto de que usted nosrecibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron queestaba usted algo delicada de salud, y todos losdías hemos enviado recado para saber de usted.Grande ha sido nuestra satisfacción al saberque estaba usted aliviada. ¿Y ahora, se encuen-tra usted mejor?

-Casi estoy por decir a usted que no meencuentro mejor -replicó Pepita-; pero como

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veo que viene usted de embajador de su padre,y no quiero afligir a un amigo tan excelente,justo será que diga a usted, y que usted repita asu padre, que siento bastante alivio. Singular esque haya venido usted solo. Mucho tendrá quehacer don Pedro cuando no le ha acompañado.

-Mi padre no me ha acompañado, señora,porque no sabe que he venido a ver a usted. Yohe venido solo, porque mi despedida ha de sersolemne, grave, para siempre quizás, y la suyaes de índole harto diversa. Mi padre volverápor aquí dentro de unas semanas; yo es posibleque no vuelva nunca, y, si vuelvo, volveré muyotro del que soy ahora.

Pepita no pudo contenerse. El porvenir defelicidad con que había soñado se desvanecíacomo una sombra. Su resolución inquebranta-ble de vencer a toda costa a aquel hombre, úni-co que había amado en la vida, único que sesentía capaz de amar, era una resolución inútil.Don Luis se iba. La juventud, la gracia, la belle-

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za, el amor de Pepita no valían para nada. Es-taba condenada, con veinte años de edad y tan-ta hermosura, a la viudez perpetua, a la sole-dad, a amar a quien no la amaba. Todo otroamor era imposible para ella. El carácter dePepita, en quien los obstáculos recrudecían yavivaban más los anhelos; en quien una deter-minación, una vez tomada, lo arrollaba todohasta verse cumplida, se mostró entonces connotable violencia y rompiendo todo freno. Eramenester morir o vencer en la demanda. Losrespetos sociales, la inveterada costumbre dedisimular y de velar los sentimientos, que seadquieren en el gran mundo y que pone diquea los arrebatos de la pasión y envuelve en gasasy cendales y disuelve en perífrasis y frases am-biguas la más enérgica explosión de los malreprimidos afectos, nada podían con Pepita,que tenía poco trato de gentes y que no conocíatérmino medio; que no había sabido sino obe-decer a ciegas a su madre y a su primer mando,

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y mandar después despóticamente a todos losdemás seres humanos. Así es que Pepita hablóen aquella ocasión y se mostró tal como era. Sualma, con cuanto había en ella de apasionado,tomó forma sensible en sus palabras, y sus pa-labras no sirvieron para envolver su pensar ysu sentir, sino para darle cuerpo. No habló co-mo hubiera hablado una dama de nuestros sa-lones, con ciertas pleguerías y atenuaciones enla expresión, sino con la desnudez idílica conque Cloe hablaba a Dafnis, y con la humildad yel abandono completo con que se ofreció a Boozla nuera de Noemi.

Pepita dijo: -¿Persiste usted, pues, en su propósito?

¿Está usted seguro de su vocación? ¿No temeusted ser un mal clérigo? Señor don Luis, voy ahacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instan-te que soy una ruda muchacha; voy a prescin-dir de todo sentimiento, y voy a discurrir confrialdad, como si se tratase del asunto que me

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fuese más extraño. Aquí hay hechos que sepueden comentar de dos modos. Con amboscomentarios queda usted mal. Expondré mipensamiento. Si la mujer que con sus coqueter-ías, no por cierto muy desenvueltas, casi sinhablar a usted palabra, a los pocos días de verley tratarle, ha conseguido provocar a usted, mo-verle a que la mire con miradas que augurabanamor profano, y hasta ha logrado que le dé us-ted una muestra de cariño, que es una falta, unpecado en cualquiera y más en un sacerdote; siesta mujer es, como lo es en realidad, una luga-reña ordinaria, sin instrucción, sin talento y sinelegancia, ¿qué no se debe temer de ustedcuando trate y vea y visite en las grandes ciu-dades a otras mujeres mil veces más peligrosas?Usted se volverá loco cuando vea y trate a lasgrandes damas que habitan palacios, que hue-llan mullidas alfombras, que deslumbran condiamantes y perlas, que visten sedas y encajes yno percal y muselina, que desnudan la cándida

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y bien formada garganta, y no la cubren con unplebeyo y modesto pañolito; que son más dies-tras en mirar y herir; que por el mismo boato,séquito y pompa de que se rodean son másdeseables por ser en apariencia inasequibles;que disertan de política, de filosofía, de religióny de literatura; que cantan como canarios, y queestán como envueltas en nubes de aroma, ado-raciones y rendimientos, sobre un pedestal detriunfos y victorias, endiosadas por el prestigiode un nombre ilustre, encumbradas en áureossalones o retiradas en voluptuosos gabinetes,donde entran sólo los felices de la tierra, titula-das acaso, y llamándose únicamente para losíntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para losdemás la Excelentísima Señora Duquesa o laExcelentísima Señora Marquesa. Si usted hacedido a una zafia aldeana, hallándose envísperas de la ordenación, con todo el entu-siasmo que debe suponerse, y si ha cedido im-pulsado por capricho fugaz, ¿no tengo razón en

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prever que va usted a ser un clérigo detestable,impuro, mundanal y funesto, y que cederá acada paso? En esta suposición, créame usted,señor don Luis y no se me ofenda, ni siquieravale usted para marido de una mujer honrada.Si usted ha estrechado las manos con el ahíncoy la ternura del más frenético amante; si ustedha mirado con miradas que prometían un cielo,una eternidad de amor, y si usted ha... besado auna mujer que nada le inspiraba sino algo quepara mí no tiene nombre, vaya usted con Dios,y no se case usted con esa mujer. Si ella es bue-na, no le querrá a usted para marido, ni siquie-ra para amante; pero, por amor de Dios, no seausted clérigo tampoco. La Iglesia ha menesterde otros hombres más serios y más capaces devirtud para ministros del Altísimo. Por el con-trario, si usted ha sentido una gran pasión poresta mujer de que hablamos, aunque ella seapoco digna, ¿por qué abandonarla y engañarlacon tanta crueldad? Por indigna que sea, si es

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que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree us-ted que la compartirá y que será víctima deella? Pues qué, cuando el amor es grande, ele-vado y violento, ¿deja nunca de imponerse?¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de unmodo irresistible? Por los grados y quilates desu amor debe usted medir el de su amada. Y¿cómo no temer por ella si usted la abandona?¿Tiene ella la energía varonil, la constancia queinfunde la sabiduría que los libros encierran, elaliciente de la gloria, la multitud de grandiososproyectos, y todo aquello que hay en su culti-vado y sublime espíritu de usted para distraerley apartarle, sin desgarradora violencia, de todootro terrenal afecto? ¿No comprende usted queella morirá de dolor, y que usted, destinado ahacer incruentos sacrificios, empezará por sa-crificar despiadadamente a quien más le ama?

-Señora -contestó don Luis haciendo unesfuerzo para disimular su emoción y para queno se conociese lo turbado que estaba en lo

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trémulo y balbuciente de la voz-. Señora, yotambién tengo que dominarme mucho paracontestar a usted con la frialdad de quien opo-ne argumentos a argumentos como en una con-troversia; pero la acusación de usted viene tanrazonada (y usted perdone que se lo diga), estan hábilmente sofística, que me fuerza a des-vanecerla con razones. No pensaba yo tenerque disertar aquí y que aguzar mi corto inge-nio; pero usted me condena a ello, si no quieropasar por un monstruo. Voy a contestar a losextremos del cruel dilema que ha forjado usteden mi daño. Aunque me he criado al lado de mitío y en el Seminario, donde no he visto muje-res, no me crea usted tan ignorante ni tan pobrede imaginación que no acertase a representár-melas en la mente todo lo bellas, todo lo seduc-toras que pueden ser. Mi imaginación, por elcontrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso.Excitada por la lectura de los cantores bíblicos yde los poetas profanos, se fingía mujeres más

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elegantes, más graciosas, más discretas que lasque por lo común se hallan en el mundo real.Yo conocía, pues, el precio del sacrificio quehacía, y hasta lo exageraba, cuando renuncié alamor de esas mujeres, pensando elevarme a ladignidad del sacerdocio. Harto conocía yo loque puede y debe añadir de encanto a una mu-jer hermosa el vestirla de ricas telas y joyas es-plendentes, y el circundarla de todos los primo-res de la más refinada cultura, y de todas lasriquezas que crean la mano y el ingenio infati-gable del hombre. Harto conocía yo también loque acrecientan el natural despejo, lo que pu-len, realzan y abrillantan la inteligencia de unamujer el trato de los hombres más notables porla ciencia, la lectura de buenos libros, el aspectomismo de las florecientes ciudades con los mo-numentos y grandezas que contienen. Todoesto me lo figuraba yo con tal viveza y lo veíacon tal hermosura, que no lo dude usted, si yollego a ver y a tratar a esas mujeres de que us-

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ted me habla, lejos de caer en la adoración y enla locura que usted predice, tal vez sea un des-engaño lo que reciba, al ver cuánta distanciamedia de lo soñado a lo real y de lo vivo a lopintado.

-¡Estos de usted sí que son sofismas! -interrumpió Pepita-. ¿Cómo negar a usted quelo que usted se pinta en la imaginación es máshermoso que lo que existe realmente? Pero¿cómo negar tampoco que lo real tiene máseficacia seductora que lo imaginado y soñado?Lo vago y aéreo de un fantasma, por bello quesea, no compite con lo que mueve materialmen-te los sentidos. Contra los ensueños mundanoscomprendo que venciesen en su alma de ustedlas imágenes devotas; pero temo que las imá-genes devotas no habían de vencer a las mun-danas realidades.

-Pues no lo tema usted, señora -replicódon Luis-. Mi fantasía es más eficaz en lo que

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crea que todo el universo, menos usted, en loque por los sentidos transmite.

-¿Y por qué menos yo? Esto me hace caeren otro recelo. ¿Será quizás la idea que ustedtiene de mí, la idea que ama, creación de esafantasía tan eficaz, ilusión en nada conformeconmigo?

-No, no lo es; tengo fe de que esta idea esen todo conforme con usted; pero tal vez esingénita en mi alma; tal vez está en ella desdeque fue creada por Dios; tal vez es parte de suesencia; tal vez es lo más puro y rico de su ser,como el perfume en las flores.

-¡Bien me lo temía yo! Usted me lo confie-sa ahora. Usted no me ama. Eso que ama ustedes la esencia, el aroma, lo más puro de su alma,que ha tomado una forma parecida a la mía.

-No, Pepita; no se divierta usted en ator-mentarme. Esto que yo amo es usted, y ustedtal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tandelicado esto que yo amo, que no me explico

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que pase todo por los sentidos de un modogrosero y llegue así hasta mi mente. Supongo,pues, y creo, y tengo por cierto, que estaba an-tes en mí. Es como la idea de Dios, que estabaen mí, que ha venido a magnificarse y, desen-volverse en mí, y que, sin embargo, tiene suobjeto real, superior, infinitamente superior a laidea. Como creo que Dios existe, creo que existeusted y que vale usted mil veces más que laidea que de usted tengo formada.

-Aún me queda una duda. ¿No pudieraser la mujer en general, y no yo singular y ex-clusivamente, quien ha despertado esa idea?

-No, Pepita; la magia, el hechizo de unamujer, bella de alma y de gentil presencia, hab-ían, antes de ver a usted, penetrado en mi fan-tasía. No hay duquesa ni marquesa en Madrid,ni emperatriz en el mundo, ni reina ni princesaen todo el orbe, que valgan lo que valen lasideales y fantásticas criaturas con quienes yo hevivido, porque se aparecían en los alcázares y

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camarines, estupendos de lujo, buen gusto yexquisito ornato, que yo edificaba en mis espa-cios imaginarios, desde que llegué a la adoles-cencia, y que daba luego por morada a misLauras, Beatrices, Julietas, Margaritas y Eleono-ras, o a mis Cintias, Glíceras y Lesbias. Yo lascoronaba en mi mente con diademas y mitrasorientales, y las envolvía en mantos de púrpuray de oro, y las rodeaba de pompa regia, como aEster y a Vasti; yo les prestaba la sencillez bucó-lica de la edad patriarcal, como a Rebeca y a laSulamita; yo les daba la dulce humildad y ladevoción de Ruth; yo las oía discurrir comoAspasia o Hipatia maestras de elocuencia; yolas encumbraba en estrados riquísimos, y poníaen ellas reflejos gloriosos de clara sangre y deilustre prosapia, como si fuesen las matronaspatricias más orgullosas y nobles de la antiguaRoma; yo las veía ligeras, coquetas, alegres,llenas de aristocrática desenvoltura, como lasdamas del tiempo de Luis XIV en Versalles, y

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yo las adornaba, ya con púdicas estolas, queinfundían veneración y respeto, ya con túnicasy peplos sutiles, por entre cuyos pliegues airo-sos se dibujaba toda la perfección plástica delas gallardas formas; ya con la coa transparentede las bellas cortesanas de Atenas y Corinto,para que reluciese, bajo la nebulosa velatura, loblanco y sonrosado del bien torneado cuerpo.Pero ¿qué valen los deleites del sentido, ni quévalen las glorias todas y las magnificencias delmundo, cuando un alma arde y se consume enel amor divino, como yo entendía, tal vez consobrada soberbia, que la mía estaba ardiendo yconsumiéndose? Ingentes peñascos, montañasenteras, si sirven de obstáculo a que se dilate elfuego que de repente arde en el seno de la tie-rra, vuelan deshechos por el aire, dando lugar yabriendo paso a la amontonada pólvora de lamina o a las inflamadas materias del volcán enerupción atronadora. Así, o con mayor fuerza,lanzaba de sí mi espíritu todo el peso del uni-

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verso y de la hermosura creada, que se le poníaencima y le aprisionaba, impidiéndole volar aDios, como a su centro. No, no he dejado yopor ignorancia ningún regalo, ninguna dulzura,ninguna gloria; todo lo conocía y lo estimaba enmás de lo que vale cuando lo desprecié por otroregalo, por otra gloria, por otras dulzuras ma-yores. El amor profano de la mujer no sólo havenido a mi fantasía con cuantos halagos tieneen sí, sino con aquellos hechizos soberanos ycasi irresistibles de la más peligrosa de las ten-taciones: de la que llaman los moralistas tenta-ción virgínea, cuando la mente, aún no desen-gañada por la experiencia y el pecado, se fingeen el abrazo amoroso un subidísimo deleite,inmensamente superior, sin duda, a toda reali-dad y a toda verdad. Desde que vivo, desdeque soy hombre, y ya hace años, pues no es tangrande mi mocedad, he despreciado todas esassombras y reflejos de deleites y de hermosuras,enamorado de una hermosura arquetipo y an-

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sioso de un deleite supremo. He procuradomorir en mí para vivir en el objeto amado; des-nudar, no ya sólo los sentidos, sino hasta laspotencias de mi alma, de afectos del mundo yde figuras y de imágenes, para poder decir conrazón que no soy yo el que vivo, sino que Cris-to vive en mí. Tal vez, de seguro, he pecado dearrogante y de confiado, y Dios ha querido cas-tigarme. Usted entonces se ha interpuesto en micamino y me ha sacado de él y me ha extravia-do. Ahora me zahiere, me burla, me acusa deliviano y de fácil; y al zaherirme y burlarme seofende a sí propia, suponiendo que mi falta mela hubiera hecho cometer otra mujer cualquiera.No quiero, cuando debo ser humilde, pecar deorgulloso defendiéndome. Si Dios, en castigode mi soberbia, me ha dejado de su gracia, har-to posible es que el más ruin motivo me hayahecho vacilar y caer. Con todo, diré a usted quemi mente, quizás alucinada, lo entiende de muydiversa manera. Será efecto de mi no domada

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soberbia; pero repito que lo entiendo de otramanera. No acierto a persuadirme de que hayaruindad ni bajeza en el motivo de mi caída.Sobre todos los ensueños de mi juvenil imagi-nación ha venido a sobreponerse y entronizarsela realidad que en usted he visto; sobre todasmis ninfas, reinas y diosas, usted ha descollado;por cima de mis ideales creaciones, derribadas,rotas, deshechas por el amor divino, se levantóen mi alma la imagen fiel, la copia exactísimade la viva hermosura que adorna, que es laesencia de ese cuerpo y de esa alma. Hasta algode misterioso, de sobrenatural, puede haberintervenido en esto, porque amé a usted desdeque la vi, casi antes de que la viera. Mucho an-tes de tener conciencia de que la amaba a usted,ya la amaba. Se diría que hubo en esto algo defatídico; que estaba escrito; que era una predes-tinación.

-Y si es una predestinación, si estaba es-crito -interrumpió Pepita-, ¿por qué no some-

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terse, por qué resistirse todavía? Sacrifique us-ted sus propósitos a nuestro amor. ¿Acaso nohe sacrificado yo mucho? Ahora mismo, al ro-gar, al esforzarme por vencer los desdenes deusted, ¿no sacrifico mi orgullo, mi decoro y mirecato? Yo también creo que amaba a ustedantes de verle. Ahora amo a usted con todo micorazón, y sin usted no hay felicidad para mí.Cierto es que en mi humilde inteligencia nopuede usted hallar rivales tan poderosos comoyo tengo en la de usted. Ni con la mente, ni conla voluntad, ni con el afecto atino a elevarme aDios inmediatamente. Ni por naturaleza ni porgracia subo ni me atrevo a querer subir a tanencumbradas esferas. Llena está mi alma, sinembargo, de piedad religiosa, y conozco y amoy adoro a Dios; pero sólo veo su omnipotenciay admiro su bondad en las obras que han salidode sus manos. Ni con la imaginación aciertotampoco a forjarme esos ensueños que ustedme refiere. Con alguien, no obstante, más bello,

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entendido, poético y amoroso que los hombresque me han pretendido hasta ahora; con unamante más distinguido y cabal que todos misadoradores de este lugar y de los lugares veci-nos, soñaba yo para que me amara y para queyo le amase y le rindiese mi albedrío. Ese al-guien era usted. Lo presentí cuando me dijeronque usted había llegado al lugar; lo reconocícuando vi a usted por vez primera. Pero comomi imaginación es tan estéril, el retrato que yode usted me había trazado no valía, ni con mu-cho, lo que usted vale. Yo también he leído al-gunas historias y poesías; pero de todos loselementos que de ellas guardaba mi memoria,no logré nunca componer una pintura que nofuese muy inferior en mérito a lo que veo enusted y comprendo en usted desde que le co-nozco. Así es que estoy rendida y vencida yaniquilada desde el primer día. Si amor es loque usted dice, si es morir en sí para vivir en elamado, verdadero y legítimo amor es el mío,

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porque he muerto en mí y sólo vivo en usted ypara usted. He deseado desechar de mí esteamor, creyéndole mal pagado, y no me ha sidoposible. He pedido a Dios con mucho fervorque me quite el amor o me mate, y Dios no haquerido oírme. He rezado a María Santísimapara que borre del alma la imagen de usted, yel rezo ha sido inútil. He hecho promesas alsanto de mi nombre para no pensar en ustedsino como él pensaba en su bendita Esposa y elSanto no me ha socorrido. Viendo esto, he teni-do la audacia de pedir al cielo que usted se dejevencer, que usted deje de querer ser clérigo,que nazca en su corazón de usted un amor tanprofundo como el que hay en mi corazón. DonLuis, dígamelo usted con franqueza, ¿ha sidotambién sordo el cielo a esta última súplica? ¿Oes acaso que para avasallar y rendir un almapequeña, cuitada y débil como la mía, basta unpequeño amor, y para avasallar la de usted,cuando tan altos y fuertes pensamientos la ve-

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lan y custodian, se necesita de amor más pode-roso, que yo no soy digna de inspirar, ni capazde compartir, ni hábil para comprender siquie-ra?

-Pepita -contestó don Luis-, no es que sualma de usted sea más pequeña que la mía, sinoque está libre de compromisos, y la mía no loestá. El amor que usted me ha inspirado es in-menso; pero luchan contra él mi obligación, misvotos, los propósitos de toda mi vida, próximosa realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin te-mor de ofender a usted? Si usted logra en mí suamor, usted no se humilla. Si yo cedo a su amorde usted, me humillo y me rebajo. Dejo alCreador por la criatura, destruyo la obra de miconstante voluntad, rompo la imagen de Cristo,que estaba en mi pecho, y el hombre nuevo,que a tanta costa había yo formado en mí, des-aparece para que el hombre antiguo renazca.¿Por qué, en vez de bajar yo hasta el suelo, has-ta el siglo, hasta la impureza del mundo, que

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antes he menospreciado, no se eleva usted has-ta mí por virtud de ese mismo amor que metiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué nonos amamos entonces sin vergüenza y sin pe-cado y sin mancha? Dios, con el fuego purísimoy refulgente de su amor, penetra las almas san-tas y las llena por tal arte, que así como un me-tal que sale de la fragua, sin dejar de ser metal,reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las al-mas se hinchen de Dios, y en todo son Dios,penetradas por donde quiera de Dios, en graciadel amor divino. Estas almas se aman y se go-zan entonces, como si amaran y gozaran a Dios,amándole y gozándole, porque Dios son ellas.Subamos juntos, en espíritu, esta mística y difí-cil escala; asciendan a la par nuestras almas aesta bienaventuranza, que aun en la vida mor-tal es posible; mas para ello es fuerza que nues-tros cuerpos se separen, que yo vaya a dondeme llama mi deber, mi promesa y la voz del

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Altísimo, que dispone de su siervo y le destinaal culto de sus altares.

-¡Ay, señor don Luis! -replicó Pepita todadesolada y compungida-. Ahora conozco cuánvil es el metal del que estoy forjada y cuán in-digno de que le penetre y mude el fuego divi-no. Lo declararé todo, desechando hasta la ver-güenza. Soy una pecadora infernal. Mi espíritugrosero e inculto no alcanza esas sutilezas, esasdistinciones, esos refinamientos de amor. Mivoluntad rebelde se niega a lo que usted pro-pone. Yo ni siquiera concibo a usted sin usted.Para mí es usted su boca, sus ojos, sus negroscabellos, que deseo acariciar con mis manos; sudulce voz y el regalado acento de sus palabrasy que hieren y encantan materialmente misoídos; toda su forma corporal, en suma, que meenamora y seduce, y al través de la cual, y sóloal través de la cual se me muestra el espírituinvisible, vago y lleno de misterios. Mi alma,reacia e incapaz de esos raptos misteriosos, no

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acertará a seguir a usted nunca a las regionesdonde quiere llevarla. Si usted se eleva hastaellas, yo me quedaré sola, abandonada, sumidaen la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merez-co la muerte; la deseo. Tal vez al morir, des-atando o rompiendo mi alma estas infamescadenas que la detienen, se haga hábil para eseamor con que usted desea que nos amemos.Máteme usted antes, para que nos amemos así;máteme usted antes y, ya libre mi espíritu, leseguirá por todas las regiones y peregrinaráinvisible al lado de usted, velando su sueño,contemplándole con arrobo, penetrando suspensamientos más ocultos, viendo en realidadsu alma, sin el intermedio de los sentidos. Peroviva, no puede ser. Yo amo en usted, no ya sóloel alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo,y el reflejo del cuerpo en los espejos y en elagua, y el nombre y el apellido, y la sangre, ytodo aquello que le determina como tal donLuis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el

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modo de andar y no sé qué más diga. Repitoque es menester matarme. Máteme usted sincompasión. No: yo no soy cristiana, sino idóla-tra materialista.

Aquí hizo Pepita una larga pausa. DonLuis no sabía qué decir y callaba. El llanto ba-ñaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguiósollozando:

-Lo conozco; usted me desprecia y hacebien en despreciarme. Con ese justo despreciome matará usted mejor que con un puñal, sinque se manche de sangre ni su mano ni su con-ciencia. Adiós. Voy a libertar a usted de mi pre-sencia odiosa. Dios para siempre.

Dicho esto, Pepita se levantó de su asien-to, y sin volver la cara, inundada de lágrimas,fuera de sí, con precipitados pasos se lanzóhacia la puerta que daba a las habitaciones inte-riores. Don Luis sintió una invencible ternura,una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepitamuriese. La siguió para detenerla, pero no llegó

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a tiempo, Pepita pasó la puerta. Su figura seperdió en la obscuridad. Arrastrado don Luiscomo por un poder sobrehumano, impulsadocomo por una mano invisible, penetró en posde Pepita en la estancia sombría.

*** El despacho quedó solo. El baile de los criados debía de haber con-

cluido, pues no se oía el más leve rumor. Sólosonaba el agua de la fuente del jardincillo.

Ni un leve soplo de viento interrumpía elsosiego de la noche y la serenidad del ambien-te. Penetraban por la ventana el perfume de lasflores y el resplandor de la luna. Al cabo de unlargo rato, don Luis apareció de nuevo, salien-do de la obscuridad. En su rostro se veía pinta-do el terror, algo de la desesperación de Judas.

Se dejó caer en una silla; puso ambos pu-ños cerrados en su cara y en sus rodillas amboscodos, y así permaneció más de media hora,

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sumido sin duda en un mar de reflexionesamargas.

Cualquiera, si le hubiera visto, hubierasospechado que acababa de asesinar a Pepita.

Pepita, sin embargo, apareció después.Con paso lento, con actitud de profunda me-lancolía, con el rostro y la mirada inclinados alsuelo, llegó hasta cerca de donde estaba donLuis, y dijo de este modo:

-Ahora, aunque tarde, conozco toda la vi-leza de mi corazón y toda la iniquidad de miconducta. Nada tengo que decir en mi abono;mas no quiero que me creas más perversa de loque soy. Mira, no pienses que ha habido en míartificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, hasido una maldad atroz, pero instintiva; unamaldad inspirada quizá por el espíritu del in-fierno, que me posee. No te desesperes ni teaflijas, por amor de Dios. De nada eres respon-sable. Ha sido un delirio; la enajenación mentalse apoderó de tu noble alma. No es en ti el pe-

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cado sino muy leve. En mí es grave, horrible,vergonzoso. Ahora te merezco menos que nun-ca. Vete; yo soy ahora quien te pide que te va-yas. Vete; haz penitencia. Dios te perdonará.Vete; que un sacerdote te absuelva. Limpio denuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé minis-tro del Altísimo. Con tu vida trabajosa y santano sólo borrarás hasta las últimas señales deesta caída, sino que, después de perdonarme elmal que te he hecho, conseguirás del cielo miperdón. No hay lazo alguno que conmigo teligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Ereslibre. Básteme el haber hecho caer por sorpresaal lucero de la mañana; no quiero, ni debo, nipuedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infierode tu ademán, lo veo con evidencia; ahora medesprecias más que antes, y tienes razón endespreciarme. No hay honra, ni virtud, ni ver-güenza en mí.

Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambasrodillas, y se inclinó luego hasta tocar con la

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frente el suelo del despacho. Don Luis siguió enla misma postura que antes tenía. Así estuvie-ron los dos algunos minutos en desesperadosilencio.

Con voz ahogada, sin levantar la faz de latierra, prosiguió al cabo Pepita:

-Vete ya, don Luis, y no por una piedadafrentosa permanezcas más tiempo al lado deesta mujer miserable. Yo tendré valor para su-frir tu desvío, tu olvido y hasta tu desprecio,que tengo tan merecido. Seré siempre tu escla-va, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no tra-erte a la memoria la infamia de esta noche.

Los gemidos sofocaron la voz de Pepita alterminar estas palabras.

Don Luis no pudo más. Se puso en pie,llegó donde estaba Pepita y la levantó entre susbrazos, estrechándola contra su corazón, apar-tando blandamente de su cara los rubios rizosque en desorden caían sobre ella, y cubriéndolade apasionados besos.

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-Alma mía -dijo por último don Luis, vidade mi alma, prenda querida de mi corazón, luzde mis ojos, levanta la abatida frente y no teprosternes más delante de mí. El pecador, elflaco de voluntad, el miserable, el sandio y elridículo soy yo, que no tú. Los ángeles y losdemonios deben reírse igualmente de mí y notomarme por lo serio. He sido un santo postizo,que no he sabido resistir y desengañarte desdeel principio, como hubiera sido justo, y ahorano acierto tampoco a ser un caballero, un galán,un amante fino, que sabe agradecer en cuantovalen los favores de su dama. No comprendoqué viste en mí para prendarte de ese modo.Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarascay pedantería de colegial, que había leído loslibros devotos como quien lee novelas, y conellos se había forjado su novela necia de misio-nes y contemplaciones. Si hubiera habido vir-tud sólida en mí, con tiempo te hubiera desen-gañado y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La

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verdadera virtud no cae tan fácilmente. A pesarde toda tu hermosura, a pesar de tu talento, apesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubieracaído, si en realidad hubiera sido virtuoso, sihubiera tenido una vocación verdadera. Dios,que todo lo puede, me hubiera dado su gracia.Un milagro, sin duda, algo de sobrenatural serequería para resistir a tu amor; pero Dioshubiera hecho el milagro si yo hubiera sidodigno objeto y bastante razón para que le hicie-ra. Haces mal en aconsejarme que sea sacerdo-te. Reconozco mi indignidad. No era más queorgullo lo que me movía. Era una ambiciónmundana como otra cualquiera. ¡Qué digo,como otra cualquiera! Era peor: era una ambi-ción hipócrita, sacrílega, simoniaca.

-No te juzgues con tal dureza -replicó Pe-pita, ya más serena y sonriendo a través de laslágrimas-. No deseo que te juzgues así, ni paraque no me halles tan indigna de ser tu compa-ñera; pero quiero que me elijas por amor, li-

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bremente, no para reparar una falta, no porquehas caído en un lazo que pérfidamente puedessospechar que te he tendido. Vete si no meamas, si sospechas de mí, si no me estimas. Noexhalarán mis labios una queja si para siempreme abandonas y no vuelves a acordarte de mí.

La contestación de don Luis no cabía yaen el estrecho y mezquino tejido del lenguajehumano. Don Luis rompió el hilo del discursode Pepita sellando los labios de ella con los su-yos y abrazándola de nuevo.

*** Bastante más tarde, con previas toses y

resonar de pies, entró Antoñona en el despachodiciendo:

-¡Vaya una plática larga! Este sermón queha predicado el colegial no ha sido el de lassiete palabras, sino que ha estado a punto deser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de

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que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos dela mañana.

-Bien está -dijo Pepita-, se irá al momento. Antoñona volvió a salir del despacho y

aguardó fuera. Pepita estaba transformada. Las alegrías

que no había tenido en su niñez, el gozo y elcontento de que no había gustado en los prime-ros años de su juventud, la bulliciosa actividady travesura que una madre adusta y un maridoviejo habían contenido y como represado enella hasta entonces, se diría que brotaron derepente en su alma, como retoñan las hojasverdes de los árboles cuando las nieves y loshielos de un invierno rigoroso y dilatado hanretardado su germinación.

Una señora de ciudad, que conoce lo quellamamos conveniencias sociales, hallará ex-traño y hasta censurable lo que voy a decir dePepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo,era una criatura muy a lo natural, y en quien no

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cabían la compostura disimulada y toda la cir-cunspección que en el gran mundo se estilan.Así es que, vencidos los obstáculos que seoponían a su dicha, viendo ya rendido a donLuis, teniendo su promesa espontánea de quela tomaría por mujer legítima, y creyéndose conrazón amada, adorada, de aquél a quien amabay adoraba tanto, brincaba y reía y daba otrasmuestras de júbilo, que, en medio de todo, ten-ían mucho de infantil y de inocente.

Era menester que don Luis partiera. Pepi-ta fue por un peine y le alisó con amor los cabe-llos, besándoselos después.

Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata. -Adiós, dueño amado -le dijo-. Adiós,

dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tupadre si tú no quieres atreverte. Él es bueno ynos perdonará.

Al cabo los dos amantes se separaron.

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Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosaalegría se disipó, y su rostro tomó una expre-sión grave y pensativa.

Pepita pensó dos cosas igualmente serias:una de interés mundano, otra de más elevadointerés. Lo primero en que pensó fue en que suconducta de aquella noche, pasada la embria-guez del amor, pudiera perjudicarle en el con-cepto de don Luis. Pero hizo severo examen deconciencia, y, reconociendo que ella no habíapuesto ni malicia ni premeditación en nada, yque cuanto hizo nació de un amor irresistible yde nobles impulsos, consideró que don Luis nopodía menospreciarla nunca, y se tranquilizópor este lado. No obstante, aunque su confesióncandorosa de que no entendía el mero amor delos espíritus, y aunque su fuga a lo interior dela alcoba sombría había sido obra del instintomás inocente, sin prever los resultados, Pepitano se negaba que había pecado después contraDios, y en este punto no hallaba disculpa. En-

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comendóse, pues, de todo corazón a la Virgenpara que la perdonase; hizo promesa a la ima-gen de la Soledad, que había en el convento demonjas, de comprar siete lindas espadas de oro,de sutil y prolija labor, con que adornar su pe-cho y determinó ir a confesarse al día siguientecon el Vicario y someterse a la más dura peni-tencia que le impusiera para merecer la absolu-ción de aquellos pecados, merced a los cualesvenció la terquedad de don Luis, quien, de locontrario, hubiera llegado a ser cura, sin reme-dio.

Mientras Pepita discurría así allá en sumente, y resolvía con tanto tino sus negociosdel alma, don Luis bajó hasta el zaguán acom-pañado por Antoñona.

Antes de despedirse, dijo don Luis sinpreparación ni rodeos:

-Antoñona, tú, que lo sabes todo, dime,quién es el conde de Genazahar y qué clase derelaciones ha tenido con tu ama.

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-Temprano empiezas a mostrarte celoso. -No son celos; es curiosidad solamente. -Mejor es así. Nada más fastidioso que los

celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese Condeestá bastante tronado. Es un perdido, jugador ymala cabeza, pero tiene más vanidad que donRodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niñale quisiera y se casase con él y como la niña leha dado mil veces calabazas, está que trina.Esto no impide que se guarde por allá más demil duros, que hace años le prestó don Gumer-sindo, sin más hipoteca que un papelucho, porculpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que elpan. El tonto del Conde creyó, sin duda, quePepita, que fue tan buena de casada, que hizoque le diesen dinero, había de ser de viuda tanrebuena para él, que le había de tomar por ma-rido. Vino después el desengaño con la furiaconsiguiente.

-Adiós, Antoñona -dijo don Luis y se salióa la calle, silenciosa ya y sombría.

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Las luces de las tiendas y puestos de la fe-ria se habían apagado y la gente se retiraba adormir, salvo los amos de las tiendas de jugue-tes y otros pobres buhoneros, que dormían alsereno al lado de sus mercancías.

En algunas rejas seguían aún varios em-bozados pertinaces e incansables, pelando lapava con sus novias. La mayoría había desapa-recido ya.

En la calle, lejos de la vista de Antoñona,don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos.Su resolución estaba tomada, y todo acudía a sumente a confirmar su resolución. La sinceridady el ardor de la pasión que había inspirado aPepita; su hermosura; la gracia juvenil de sucuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se lepresentaban en la imaginación y le hacían di-choso.

Con cierta mortificación de la vanidad re-flexionaba, no obstante, don Luis en el cambioque en él se había obrado. ¿Qué pensaría el

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Deán? ¿Qué espanto no sería el del Obispo? Ysobre todo, ¿qué motivo tan grave de queja nohabía dado don Luis a su padre? Su disgusto,su cólera cuando supiese el compromiso queligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo dedon Luis y le inquietaban sobremanera.

En cuanto a lo que él llamaba su caída,antes de caer, fuerza es confesar que le parecíapoco honda y poco espantosa después de habercaído. Su misticismo, bien estudiado con lanueva luz que acababa de adquirir, se le antojóque no había tenido ser ni consistencia; quehabía sido un producto artificial y vano de suslecturas, de su petulancia de muchacho y desus ternuras sin objeto de colegial inocente.Cuando recordaba que a veces habría creídorecibir favores y regalos sobrenaturales, y habíaoído susurros místicos, y había estado en con-versación interior, y casi había empezado acaminar por la vía unitiva, llegando a la oraciónde quietud, penetrando en el abismo del alma y

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subiendo al ápice de la mente, don Luis se son-reía y sospechaba que no había estado porcompleto en su juicio. Todo había sido presun-ción suya. Ni él había hecho penitencia, ni élhabía vivido largos años en contemplación, niél tenía ni había tenido merecimientos bastan-tes para que Dios le favoreciese con distincio-nes tan altas. La mayor prueba que se daba a sípropio de todo esto, la mayor seguridad de quelos regalos sobrenaturales de que había gozadoeran sofísticos, eran simples recuerdos de losautores que leía, nacía de que nada de eso habíadeleitado tanto su alma como un te amo dePepita, como el toque delicadísimo de una ma-no de Pepita jugando con los negros rizos de sucabeza.

Don Luis apelaba a otro género dehumildad cristiana para justificar a sus ojos loque ya no quería llamar caída, sino cambio. Seconfesaba indigno de ser sacerdote, y se allana-ba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño

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cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos,criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y sien-do modelo de maridos al lado de su Pepita.

*** Aquí vuelvo yo, como responsable que

soy de la publicación y divulgación de esta his-toria, a creerme en la necesidad de interpolarvarias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.

Dije al empezar que me inclinaba a creerque esta parte narrativa o Paralipómenos eraobra del señor Deán, a fin de completar el cua-dro y acabar de relatar los sucesos que las car-tas no relatan; pero entonces aún no había yoleído con detención el manuscrito. Ahora, alnotar la libertad con que se tratan ciertas mate-rias y la manga ancha que tiene el autor paraalgunos deslices, dudo de que el señor Deán,cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado lade su tintero en escribir lo que el lector habráleído. Sin embargo, no hay bastante razón para

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negar que sea el señor Deán el autor de los Pa-ralipómenos.

La duda queda en pie, porque en el fondonada hay en ellos que se oponga a la verdadcatólica ni a la moral cristiana. Por el contrario,si bien se examina, se verá que sale de todo unalección contra los orgullosos y soberbios, conejemplar escarmiento en la persona de donLuis. Esta historia pudiera servir sin dificultadde apéndice a los Desengaños místicos del P.Arbiol.

En cuanto a lo que sostienen dos o tresamigos míos discretos, de que el señor Deán, aser el autor, hubiera referido los sucesos de otromodo, diciendo mi sobrino al hablar de donLuis, y poniendo sus consideraciones moralesde vez en cuando, no creo que es argumento degran valer. El señor Deán se propuso contar loocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvoatinado en no meterse en dibujos y en no sacarmoralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en

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ocultar su personalidad y en no mentar su yo,lo cual no sólo demuestra su humildad y mo-destia, sino buen gusto literario, porque lospoetas épicos y los historiadores, que debenservir de modelo, no dicen yo aunque hablende ellos mismos y ellos mismos sean héroes yactores de los casos que cuentan. JenofonteAteniense, pongo por caso, no dice yo en suAnábasis, sino se nombra en tercera personacuando es menester, como si fuera uno el queescribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas.Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obrasin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes dedarse la famosa batalla en que murió el jovenCiro, revistando este príncipe a los griegos ybárbaros que formaban su ejército, y estando yacerca el de su hermano Artajerjes, que habíasido visto desde muy lejos, en la extensa llanu-ra sin árboles, primero como nubecilla blanca,luego como mancha negra, y, por último, conclaridad y distinción, oyéndose el relinchar de

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los caballos, el rechinar de los carros de guerra,armados de truculentas hoces, el gruñir de loselefantes y el son de los instrumentos bélicos, yviéndose el resplandor del bronce y del oro delas armas iluminadas por el sol; sólo en aquelinstante, digo, y no de antemano, se muestraJenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filasy explicándole el murmullo que corría entre losgriegos, el cual no era otro que lo que llamamossanto y seña en el día, y que fue en aquellaocasión Júpiter salvador y Victoria. El señorDeán, que era un hombre de gusto y muy ver-sado en los clásicos, no había de incurrir en elerror de ingerirse y entreverarse en la historia atítulo de tío y ayo del héroe, y de moler al lectorsaliendo a cada paso un tanto difícil y resbala-dizo con un párate ahí, con un ¿qué haces?¡mira no te caigas, desventurado! o con otrasadvertencias por el estilo. No chistar tampoco,ni oponerse en alguna manera, hallándose pre-sente, al menos en espíritu, sentaba mal en al-

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gunos de los lances que van referidos. Por todolo cual, a no dudarlo, el señor Deán, con la mu-cha discreción que le era propia, pudo escribirestos Paralipómenos, sin dar la cara, como sidijéramos.

Lo que sí hizo fue poner glosas y comen-tarios de provechosa edificación, cuando tal ocual pasaje lo requería; pero yo los suprimoaquí, porque no están en moda las novelas ano-tadas o glosadas, y porque sería voluminosaesta obrilla si se imprimiese con los menciona-dos requisitos.

Pondré, no obstante, en este lugar, comoúnica excepción, e incluyéndola en el texto, lanota del señor Deán sobre la rápida transfor-mación de don Luis de místico en no místico.Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobretodo.

-Esta mudanza de mi sobrino -dice-, nome ha dado chasco. Yo la preveía desde que meescribió las primeras cartas. Luisito me alucinó

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al principio. Pensé que tenía una verdaderavocación, pero luego caí en la cuenta de que eraun vano espíritu poético; el misticismo fue lamáquina de sus poemas, hasta que se presentóotra máquina más adecuada.

¡Alabado sea Dios, que ha querido que eldesengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Malclérigo hubiera sido si no acude tan en sazónPepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcan-zar la perfección de un brinco hubiera debidodarme mala espina, si el cariño de tío no mehubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielose consiguen enseguida? ¿No hay más que lle-gar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino,que cuando estuvo en ciertas ciudades de Amé-rica era muy mozo y pretendía a las damas consobrada precipitación, y que ellas le decían conun tonillo lánguido americano: -¡Apenas llega yya quiere!... ¡Haga méritos si puede! Si estopudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá elcielo a los audaces que pretenden escalarle sin

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méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Muchohay que afanarse, mucha purificación se necesi-ta, mucha penitencia se requiere para empezara estar bien con Dios y a gozar de sus regalos.Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienenalgo de místico, no hay don ni favor sobrenatu-ral, sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio.Jámblico no tuvo poder para evocar a los ge-nios del amor y hacerlos salir de la fuente deEdgadara, sin haberse antes quemado las cejasa fuerza de estudio y sin haberse maltratado elcuerpo con privaciones y abstinencias. Apolo-nio de Tiana se supone que se maceró de lolindo antes de hacer sus falsos milagros. Y ennuestros días, los krausistas, que ven a Dios,según aseguran, con vista real, tienen que leer-se y aprenderse antes muy bien toda la Analíti-ca de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso yprueba más paciencia y sufrimiento que abrirselas carnes a azotes y ponérselas como una brevamadura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser

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un varón perfecto, y... ¡vean ustedes en lo queha venido a parar! Lo que importa ahora es quesea un buen casado, y que, ya que no sirve paragrandes cosas, sirva para lo pequeño y domés-tico, haciendo feliz a esa muchacha, que al finno tiene otra culpa que la de haberse enamora-do de él como una loca, con un candor y unímpetu selváticos.

Hasta aquí la nota del señor Deán, escritacon desenfado íntimo, como para él solo, puesbien ajeno estaba el pobre de que yo había dejugarle la mala pasada de darla al público.

Sigamos ahora la narración.

*** Don Luis, en medio de la calle a las dos

de la noche, iba discurriendo, como ya hemosdicho, en que su vida, que hasta allí había élsoñado con que fuese digna de la Leyenda áu-rea se convirtiese en un suavísimo y perpetuoidilio. No había sabido resistir las asechanzas

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del amor terrenal; no había sido como unsinnúmero de santos, y entre ellos San VicenteFerrer, con cierta lasciva señora valenciana,pero tampoco era igual el caso; y si el salirhuyendo de aquella daifa endemoniada fue enSan Vicente un acto de virtud heroica, en élhubiera sido el salir huyendo del rendimiento,del candor y de la mansedumbre de Pepita,algo de tan monstruoso y sin entrañas, como sicuando Ruth se acostó a los pies de Booz, di-ciéndole Soy tu esclava; extiende tu capa sobretu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié yla hubiera mandado a paseo. Don Luis, cuandoPepita se le rendía, tuvo, pues, que imitar aBooz y exclamar: Hija, bendita seas del Señor,que has excedido tu primera bondad con éstade ahora. Así se disculpaba don Luis de nohaber imitado a San Vicente y a otros santos nomenos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvola proyectada imitación de San Eduardo, tam-bién trataba de cohonestarle y disculparle. San

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Eduardo se casó por razón de Estado, porquelos grandes del reino lo exigían, y sin inclina-ción hacia la reina Edita; pero en él y en PepitaJiménez no había razón de Estado, ni grandesni pequeños, sino amor finísimo de ambas par-tes.

De todos modos, no se negaba don Luis, yesto prestaba a su contento un leve tinte de me-lancolía que había destruido su ideal, que habíasido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieronideal alguno no se apuran por esto, pero donLuis se apuraba. Don Luis pensó desde luegoen sustituir el antiguo y encumbrado ideal conotro más humilde y fácil. Y si bien recordó adon Quijote, cuando, vencido por el caballerode la Blanca Luna, decidió hacerse pastor, mal-dito el efecto que le hizo la burla, sino quepensó en renovar con Pepita Jiménez, en nues-tra edad prosaica y descreída, la edad venturo-sa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y deBaucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal

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en aquellos campos amenos, fundando en ellugar que le vio nacer un hogar doméstico, lle-no de religión, que fuese a la vez asilo de me-nesterosos, centro de cultura y de amistosaconvivencia, y limpio espejo donde pudieranmirarse las familias; y, uniendo, por último elamor conyugal con el amor de Dios para queDios santificase y visitase la morada de ellos,haciéndola como templo, donde los dos fuesenministros y sacerdotes, hasta que dispusiese elcielo llevárselos juntos a mejor vida.

Al logro de todo ello se oponían dos difi-cultades que era menester allanar antes, y donLuis se preparaba a allanarlas.

Era una el disgusto, quizás el enojo de supadre, a quien había defraudado en sus máscaras esperanzas. Era la otra dificultad de muydiversa índole y en cierto modo más grave.

Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvoen su papel no defendiendo a Pepita de los gro-seros insultos del conde de Genazahar, sino con

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discursos morales, y no tomando venganza dela mofa y desprecio con que tales discursosfueron oídos; pero, ahorcados ya los hábitos yteniendo que declarar en seguida que Pepitaera su novia y que iba a casarse con ella, donLuis, a pesar de su carácter pacífico, de sus en-sueños de humana ternura y de las creenciasreligiosas que en su alma quedaban íntegras yque repugnaban todo medio violento, no acer-taba a compaginar con su dignidad el abstener-se de romper la crisma al Conde desvergonza-do. De sobra sabía que el duelo es usanzabárbara; que Pepita no necesitaba de la sangredel Conde para quedar limpia de todas lasmanchas de la calumnia, y hasta que el mismoConde, por mal criado y por bruto, y no porquelo creyese ni quizás por un rencor desmedido,había dicho tanto denuesto. Sin embargo, apesar de todas estas reflexiones, don Luis co-nocía que no se sufriría a sí propio durante todasu vida, Y que por consiguiente, no llegaría a

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hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si noempezaba por hacer el de Fierabrás, dando alConde su merecido, si bien pidiendo a Dios queno le volviese a poner en otra ocasión semejan-te.

Decidido, pues, al lance, resolvió llevarlea cabo en seguida. Y pareciéndole feo y ridículoenviar padrinos y hacer que trajesen en boca elhonor de Pepita, halló lo más razonable buscarcamorra con cualquier otro pretexto.

Supuso además que el Conde, forastero yvicioso jugador, sería muy posible que estuvie-se aún en el casino hecho un tahúr, a pesar delo avanzado de la noche, y don Luis se fue de-recho al casino.

El casino permanecía abierto, pero las lu-ces del patio y de los salones estaban casi todasapagadas. Sólo en un salón había luz. Allí sedirigió don Luis, y desde la puerta vio al condede Genazahar, que jugaba al monte, haciendode banquero. Cinco personas nada más apun-

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taban, dos eran forasteros como el Conde; lasotras tres eran el capitán de caballería encarga-do de la remonta, Currito y el médico. No pod-ían disponerse las cosas más al intento de donLuis. Sin ser visto, por lo afanados que estabanen el juego, don Luis los vio, y apenas los vio,volvió a salir del casino, y se fue rápidamente asu casa. Abrió un criado la puerta; preguntódon Luis por su padre, y sabiendo que dormía,para que no le sintiera ni se despertara, subiódon Luis de puntillas a su cuarto con una luz,recogió unos tres mil reales que tenía de su pe-culio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijodespués al criado que le volviese a abrir, y sefue al casino otra vez.

Entonces entró don Luis en el salón don-de jugaban, dando taconazos recios, con es-truendo y con aire de taco, como suele decirse.Los jugadores se quedaron pasmados al verle.

-¡Tú por aquí a estas horas! -dijo Currito.

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-¿De dónde sale usted, curita? -dijo elmédico.

-¿Viene usted a echarme otro sermón? -exclamó el Conde.

-Nada de sermones -contestó don Luiscon mucha calma-. El mal efecto que surtió elúltimo que prediqué me ha probado con evi-dencia que Dios no me llama por ese camino, yya he elegido otro. Usted, señor Conde, hahecho mi conversión. He ahorcado los hábitos;quiero divertirme, estoy en la flor de la moce-dad y quiero gozar de ella.

-Vamos, me alegro -interrumpió el Con-de-; pero cuidado, niño, que si la flor es delica-da, puede marchitarse y deshojarse temprano.

-Ya de eso cuidaré yo -replicó don Luis-.Veo que se juega. Me siento inspirado. Ustedtalla. ¿Sabe usted, señor Conde, que tendríachiste que yo le desbancase?

-Tendría chiste, ¿eh? ¡Usted ha cenadofuerte!

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-He cenado lo que me ha dado la gana. -Respondonzuelo se va haciendo el moci-

to. -Me hago lo que quiero. -Voto va... -dijo el Conde; y ya se sentía

venir la tempestad, cuando el capitán se inter-puso y la paz se restableció por completo.

-Ea -dijo el Conde, sosegado y afable-,desembaúle usted los dinerillos y pruebe fortu-na.

Don Luis se sentó a la mesa y sacó delbolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenaral Conde, porque casi excedía aquella suma a laque tenía él de banca, y ya imaginaba que iba aganársela al novato.

-No hay que calentarse mucho la cabezaen este juego -dijo don Luis. Ya me parece quele entiendo. Pongo dinero a una carta, y si salela carta, gano, y si sale la contraria, gana usted.

-Así es, amiguito; tiene usted un enten-dimiento macho.

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-Pues lo mejor es que no tengo sólo ma-cho el entendimiento, sino también la voluntad;y con todo, en el conjunto, disto bastante de serun macho, como hay tantos por ahí.

-¡Vaya si viene usted parlanchín y si sacaalicantinas!.

Don Luis se calló; jugó unas cuantas ve-ces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casisiempre.

El Conde comenzó a cargarse. -¿Si me desplumará el niño? -dijo-, Dios

protege la inocencia. Mientras que el Conde se amostazaba,

don Luis sintió cansancio y fastidio y quisoacabar de una vez.

-El fin de todo esto -dijo- es ver si yo mellevo esos dineros o si usted se lleva los míos.¿No es verdad, señor Conde?

-Es verdad. -Pues ¿para qué hemos de estar aquí en

vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y, si-

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guiendo su consejo de usted, debo recogermepara que la flor de mi mocedad no se marchite.

-¿Qué es eso? ¿Se quiere usted largar?¿Quiere usted tomar el olivo?

-Yo no quiero tomar olivo ninguno. Alcontrario. Curro, dime tú: aquí, en este montónde dinero, ¿no hay más que en la banca?

Currito miró, y contestó: -Es indudable. -¿Cómo explicaré -preguntó don Luis-,

que juego en un golpe cuanto hay en la bancacontra otro tanto?

-Eso se explica -respondió Currito-, di-ciendo: ¡copo!

-Pues, copo -dijo don Luis dirigiéndose alConde-; va el copo y la red en este rey de espa-das, cuyo compañero hará de seguro su epifan-ía antes que su enemigo el tres.

El Conde que tenía todo su capital mue-ble en la banca, se asustó al verle comprometi-

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do de aquella suerte; pero no tuvo más queaceptar.

Es sentencia del vulgo que los afortuna-dos en amores son desgraciados al juego; peromás cierta parece la contraria afirmación.Cuando acude la buena dicha acude para todo,y lo mismo cuando la desdicha acude.

El Conde fue tirando cartas, y no salíaningún tres. Su emoción era grande, por másque lo disimulaba. Por último, descubrió por lapinta el rey de copas y se detuvo.

-Tire usted -dijo el capitán. -No hay para qué. El rey de copas. ¡Mal-

dito sea! El curita me ha desplumado. Recojausted el dinero.

El Conde echó con rabia la baraja sobre lamesa.

Don Luis recogió todo el dinero con indi-ferencia y reposo.

Después de un corto silencio habló elConde:

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-Curita es menester que me dé usted eldesquite.

-No veo la necesidad. -¡Me parece que entre caballeros!... -Por esa regla el juego no tiene término -

observó don Luis-; por esa regla lo mejor seríaahorrarse el trabajo de jugar.

-Déme usted el desquite -replicó el Con-de, sin atender a razones.

-Sea -dijo don Luis-; quiero ser generoso. El Conde volvió a tomar la baraja y se

dispuso a echar nueva talla. -Alto ahí -dijo don Luis-; entendámonos

antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva bancade usted?

El Conde se quedó turbado y confuso. -Aquí no tengo dinero -contestó-; pero me

parece que sobra con mi palabra. Don Luis entonces con acento grave y re-

posado dijo:

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-Señor Conde, yo no tendría inconvenien-te en fiarme de la palabra de un caballero y enllegar a ser su acreedor, si no temiese perder suamistad que casi voy ya conquistando; perodesde que vi esta mañana la crueldad con quetrató usted a ciertos amigos míos, que son susacreedores, no quiero hacerme culpado paracon usted del mismo delito. No faltaba mássino que yo voluntariamente incurriese en elenojo de usted prestándole dinero, que no mepagaría, como no ha pagado, sino con injurias,el que debe a Pepita Jiménez.

Por lo mismo que el hecho era cierto, laofensa fue mayor. El Conde se puso lívido decólera, y ya de pie, pronto a venir a las manoscon el colegial, dijo con voz alterada.

-¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacer-te entre mis manos, hijo de la grandísima!...

Esta última injuria, que recordaba a donLuis la falta de su nacimiento, y caía sobre elhonor de la persona cuya memoria le era más

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querida y respetada, no acabó de formularse,no acabó de llegar a sus oídos.

Don Luis por encima de la mesa, que es-taba entre él y el Conde, con agilidad asombro-sa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho,armado de un junco o bastoncillo flexible ycimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, le-vantándole al punto un verdugón amoratado.

No hubo ni grito ni denuesto ni alborotoposterior. Cuando empiezan las manos suelencallar las lenguas. El Conde iba a lanzarse sobredon Luis para destrozarle si podía; pero la opi-nión había dado una gran vuelta desde aquellamañana, y entonces estaba en favor de donLuis. El capitán, el médico y hasta Currito, yacon más ánimo, contuvieron al Conde, quepugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.

-Dejadme libre, dejadme que le mate -decía.

-Yo no trato de evitar un duelo -dijo elcapitán-; el duelo es inevitable. Trato sólo de

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que no luchéis aquí como dos ganapanes. Fal-taría a mi decoro si presenciase tal lucha.

-Que vengan armas -dijo el Conde-: noquiero retardar el lance ni un minuto... En elacto... aquí.

-¿Queréis reñir al sable? -dijo el capitán. -Bien está -respondió don Luis. -Vengan los sables -dijo el Conde. Todos hablaban en voz baja para que no

se oyese nada en la calle. Los mismos criadosdel casino, que dormían en sillas, en la cocina yen el patio, no llegaron a despertarse.

Don Luis eligió para testigos al capitán ya Currito. El Conde a los dos forasteros. Elmédico quedó para hacer su oficio, y enarbolóla bandera de la Cruz Roja.

Era todavía de noche. Se convino en hacercampo de batalla de aquel salón, cerrando antesla puerta.

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El capitán fue a su casa por los sables ylos trajo al momento debajo de la capa que paraocultarlos se puso.

Ya sabemos que don Luis no había em-puñado en su vida un arma. Por fortuna, elConde no era mucho más diestro en la esgrima,aunque nunca había estudiado teología ni pen-sado en ser clérigo.

Las condiciones del duelo se redujeron aque, una vez el sable en la mano, cada uno delos dos combatientes hiciese lo que Dios le di-era a entender.

Se cerró la puerta de la sala. Las mesas y las sillas se apartaron en un

rincón para despejar el terreno. Las luces secolocaron de un modo conveniente. Don Luis yel Conde se quitaron levitas y chalecos, queda-ron en mangas de camisa y tomaron las armas.Se hicieron a un lado los testigos. A una señaldel capitán, empezó el combate.

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Entre dos personas que no sabían parar nidefenderse la lucha debía ser brevísima, y lofue.

La furia del Conde, retenida por algunosminutos, estalló y le cegó. Era robusto; teníaunos puños de hierro, y sacudía con el sableuna lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cua-tro veces tocó a don Luis, por fortuna siemprede plano. Lastimó sus hombros, pero no lehirió. Menester fue de todo el vigor del joventeólogo para no caer derribado a los tremendosgolpes y con el dolor de las contusiones. Todav-ía tocó el Conde por quinta vez a don Luis, y ledio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue defilo, aunque de soslayo. La sangre de don Luisempezó a correr en abundancia. Lejos de con-tenerse un poco, el Conde arremetió con másira para herir de nuevo; casi se metió bajo elsable de don Luis. Éste, en vez de prepararse aparar, dejó caer el sable con brío y acertó conuna cuchillada en la cabeza del Conde. La san-

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gre salió con ímpetu, y se extendió por la frentey corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe,dio el Conde con su cuerpo en el suelo.

Toda la batalla fue negocio de algunossegundos.

Don Luis había estado sereno, como unfilósofo estoico, a quien la dura ley de la nece-sidad obliga a ponerse en semejante conflicto,tan contrario a sus costumbres y modo de pen-sar; pero no bien miró a su contrario Por tierra,bañado en sangre y como muerto, don Luissintió una angustia grandísima y temió que lediese una congoja. Él, que no se creía capaz dematar un gorrión, acaso acababa de matar a unhombre. Él, que aún estaba resuelto a ser sacer-dote, a ser misionero, a ser ministro y nunciodel Evangelio hacía cinco o seis horas, habíacometido o se acusaba de haber cometido ennada de tiempo todos los delitos, y de haberinfringido todos los mandamientos de la ley deDios. No había quedado pecado mortal de que

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no se contaminase. Sus propósitos de santidadheroica y perfecta se habían desvanecido pri-mero. Sus propósitos de una santidad más fácil,cómoda y burguesa, se desvanecían después. Eldiablo desbarataba sus planes. Se le antojabaque ni siquiera podía ya ser un Filemón cristia-no, pues no era buen principio para el idilioperpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo deun sablazo.

El estado de don Luis, después de las agi-taciones de todo aquel día, era el de un hombreque tiene fiebre cerebral.

Currito y el capitán, cada uno de un lado,le agarraron y llevaron a su casa.

*** Don Pedro de Vargas se levantó sobresal-

tado cuando le dijeron que venía su hijo herido.Acudió a verle; examinó las contusiones y laherida del brazo, y vio que no eran de cuidado;pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a

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tomar venganza de aquella ofensa, y no setranquilizó hasta que supo el lance, y que donLuis había sabido tomar venganza por sí, a pe-sar de su teología.

El médico vino poco después a curar adon Luis, y pronosticó que en tres o cuatro díasestaría don Luis para salir a la calle, como si talcosa. El Conde, en cambio, tenía para meses. Suvida, sin embargo, no corría peligro. Habíavuelto de su desmayo, y había pedido que lellevasen a su pueblo, que no dista más que unalegua del lugar en que pasaron estos sucesos.Habían buscado un carricoche de alquiler y lehabían llevado, yendo en su compañía su cria-do y los dos forasteros que le sirvieron de testi-gos.

A los cuatro días del lance se cumplieron,en efecto, los pronósticos del doctor, y donLuis, aunque magullado de los golpes y con laherida abierta aún, estuvo en estado de salir, y

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prometiendo un restablecimiento completo enplazo muy breve.

El primer deber que don Luis creyó quenecesitaba cumplir, no bien le dieron de alta,fue confesar a su padre sus amores con Pepita,y declararle su intención de casarse con ella.

Don Pedro no había ido al campo ni sehabía empleado sino en cuidar a su hijo duran-te la enfermedad. Casi siempre estaba a su ladoacompañándole y mimándole con singular ca-riño.

En la mañana del día 27 de junio, despuésde irse el médico, don Pedro quedó solo con suhijo, y entonces la tan difícil confesión para donLuis tuvo lugar del modo siguiente:

-Padre mío- dijo don Luis-: yo no deboseguir engañando a usted por más tiempo. Hoyvoy a confesar a usted mis faltas y a desechar lahipocresía.

-Muchacho, si es confesión lo que vas ahacer mejor será que llames al padre Vicario.

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Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absol-veré de todo, sin que mi absolución te valgapara nada. Pero si quieres confiarme algúnhondo secreto como a tu mejor amigo, empieza,que te escucho.

-Lo que tengo que confiar a usted es unagravísima falta mía, y me da vergüenza...

-Pues no tengas vergüenza con tu padre ydi sin rebozo.

Aquí don Luis, poniéndose muy coloradoy con visible turbación dijo:

-Mi secreto es que estoy enamorado de...Pepita Jiménez, y que ella...

Don Pedro interrumpió a su hijo con unacarcajada y continuó la frase:

-Y que ella está enamorada de ti, y que lanoche de la velada de San Juan estuviste conella en dulces coloquios hasta las dos de la ma-ñana, y que por ella buscaste un lance con elconde de Genazahar, a quien has roto la cabeza.Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay

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perro ni gato en el lugar que no esté ya al co-rriente de todo. Lo único que parecía posibleocultar era la duración del coloquio hasta lasdos de la mañana; pero unas gitanas buñoleraste vieron salir de la casa, y no pararon hastacontárselo a todo bicho viviente. Pepita,además, no disimula cosa mayor; y hace bien,porque sería el disimulo de Antequera. Desdeque estás enfermo viene aquí Pepita dos vecesal día, y otras dos o tres veces envía a Antoñonaa saber de tu salud; y si no han entrado a verte,es porque yo me he opuesto, para que no tealborotes.

La turbación y el apuro de don Luis su-bieron de punto cuando oyó contar a su padretoda la historia en lacónico compendio.

-¡Qué sorpresa! -dijo-, ¡qué asombrohabrá sido el de usted!

-Nada de sorpresa ni de asombro, mucha-cho. En el lugar sólo se saben las cosas hacecuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado

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tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas ymátalas callando; miren el santurrón y el gatitomuerto, exclaman las gentes, con lo que ha ve-nido a descolgarse! El padre Vicario, sobre to-do, se ha quedado turulato. Todavía estáhaciéndose cruces al considerar cuánto traba-jaste en la viña del Señor en la noche del 23 al24, y cuán variados y diversos fueron tus traba-jos. Pero a mí no me cogieron las noticias desusto, salvo tu herida. Los viejos sentimos cre-cer la hierba. No es fácil que los pollos engañena los recoveros.

-Es verdad: he querido engañar a usted.¡He sido un hipócrita!

-No seas tonto: no lo digo por motejarte.Lo digo para darme tono de perspicaz. Perohablemos con franqueza: mi jactancia es inmo-tivada. Yo sé punto por punto el progreso detus amores con Pepita, desde hace más de dosmeses; pero lo sé porque tu tío el Deán, a quienescribías tus impresiones, me lo ha participado

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todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye lacontestación que le di, documento importantí-simo de que he guardado minuta.

Don Pedro sacó del bolsillo unos papeles,y leyó lo que sigue:

Carta del Deán. -«Mi querido hermano:siento en el alma tener que darte una mala noti-cia; pero confío en Dios, que habrá de conceder-te paciencia y sufrimiento bastantes para queno te enoje y acibare demasiado. Luisito meescribe hace días extrañas cartas, donde descu-bro, al través de su exaltación mística, una in-clinación harto terrenal y pecaminosa haciacierta viudita guapa, traviesa y coquetísima,que hay en ese lugar. Yo me había engañadohasta aquí creyendo firme la vocación de Luisi-to, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia deDios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar;pero las cartas referidas han venido a destruirmis ilusiones. Luisito se muestra en ellas máspoeta que verdadero varón piadoso, y la viuda,

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que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirácon poco que haga. Aunque yo escribo a Luisitoamonestándole para que huya de la tentación,doy ya por seguro que caerá en ella. No debieraesto pesarme, porque si ha de faltar y ser galan-teador y cortejante, mejor es que su mala condi-ción se descubra con tiempo, y no llegue a serclérigo. No vería yo, por lo tanto, grave incon-veniente en que Luisito siguiera ahí y fueseensayado y analizado en la piedra de toque ycrisol de tales amores, a fin de que la viuditafuese el reactivo por medio del cual se descu-briera el oro puro de sus virtudes clericales o labaja liga con que el oro está mezclado; perotropezamos con el escollo de que la dicha viu-da, que habíamos de convertir en fiel contraste,es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pa-saría, pues, de castaño obscuro el que resultasetu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalomonstruoso, y para evitarle con tiempo te es-cribo hoy a fin de que, pretextando cualquiera

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cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuantoantes mejor».

Don Luis escuchaba en silencio y con losojos bajos. Su padre continuó:

-A esta carta del Deán contesté lo que si-gue:

Contestación. -«Hermano querido y ve-nerable padre espiritual: mil gracias te doy porlas noticias que me envías y por tus avisos yconsejos. Aunque me precio de listo, confiesomi torpeza en esta ocasión. La vanidad me ce-gaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, seme mostraba tan afable y cariñosa, que yo melas prometía felices. Ha sido menester tu cartapara hacerme caer en la cuenta. Ahora com-prendo que, al haberse humanizado, al hacer-me tantas fiestas y al bailarme el agua delante,no miraba en mí la pícara de Pepita sino alpapá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré:me mortificó y afligió un poco este desengañoen el primer momento; pero después lo re-

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flexioné todo con la madurez debida, y mi mor-tificación y mi aflicción se convirtieron en gozo.El chico es excelente. Yo le he tomado muchomás afecto desde que está conmigo. Me separéde él y te le entregué para que le educases, por-que mi vida no era muy ejemplar, y en estepueblo, por lo dicho y por otras razones, sehubiera criado como un salvaje. Tú fuiste másallá de mis esperanzas y aun de mis deseos, ypor poco no sacas de Luisito un Padre de laIglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeadomi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarmesin un heredero de mi casa y nombre, que mediese lindos nietos, y que después de mi muertedisfrutase de mis bienes, que son mi gloria,porque los he adquirido con ingenio y trabajo,y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez lapersuasión en que estaba yo de que no habíaremedio, de que Luis iba a catequizar a los chi-nos, a los indios y a los negritos de Monicongome decidió a casarme para dilatar mi sucesión.

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Naturalmente puse mis ojos en Pepita Jiménez,que no es de la piel de Barrabás, como imagi-nas, sino una criatura remonísima, más benditaque los cielos y más apasionada que coqueta.Tengo tan buena opinión de Pepita, que si vol-viese ella a tener diez y seis años y una madreimperiosa que la violentara, y yo tuviese ochen-ta años como don Gumersindo, esto es, sí vieraya la muerte en puertas, tomaría a Pepita pormujer para que me sonriese al morir como sifuera el ángel de mi guarda que había revestidocuerpo humano, y para dejarle mi posición, micaudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene yadiez y seis años, sino veinte, ni está sometida alculebrón de su madre, ni yo tengo ochentaaños, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peoredad, porque empiezo a sentirme harto averia-do, con un poquito de asma, mucha tos, bastan-tes dolores reumáticos y otros alifafes, y, sinembargo, maldita la gana que tengo de morir-me. Creo que ni en veinte años me moriré, y

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como le llevo treinta y cinco a Pepita, calcula eldesastroso porvenir que le aguardaba con esteviejo perdurable. Al cabo de los pocos años decasada conmigo hubiera tenido que aborrecer-me, a pesar de lo buena que es. Porque es bue-na y discreta no ha querido sin duda aceptarmepor marido, a pesar de la insistencia y de laobstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuántose lo agradezco ahora! La misma puntita devanidad, lastimada por sus desdenes, se embo-ta ya al considerar que si no me ama, ama misangre, se prenda del hijo mío. Si no quiere estafresca y lozana hiedra enlazarse al viejo tronco,carcomido ya, trepe por él, me digo, para subiral renuevo tierno y al verde y florido pimpollo.Dios los bendiga a ambos y prospere estosamores. Lejos de llevarte al chico otra vez, leretendré aquí hasta por fuerza, si es necesario.Me decido a conspirar contra su vocación. Sue-ño ya con verle casado. Me voy a remozar con-templando a la gentil pareja unida por el amor.

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¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? Envez de ir de misionero y de traerme de Austra-lia, o de Madagascar, o de la India varios neófi-tos con jetas de a palmo, negros como la tizna, oamarillos como el estezado y con ojos de mo-chuelo, ¿no será mejor que Luisito predique encasa y me saque en abundancia una serie decatecumenillos rubios, sonrosados, con ojoscomo los de Pepita, y que parezcan querubinessin alas? Los catecúmenos que me trajese depor allá sería menester que estuvieran a respe-table distancia para que no me inficionasen, yéstos de por acá me olerían a rosas del Paraíso,y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y ju-garían conmigo, y me besarían, y me llamaríanabuelito, y me darían palmaditas en la calvaque ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuandoestaba yo en todo mi vigor no pensaba en lasdelicias domésticas; mas ahora, que estoy tanpróximo a la vejez, si ya no estoy en ella, comono me he de hacer cenobita, me complazco en

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esperar que haré el papel de patriarca. Y noentiendas que voy a limitarme a esperar quecuaje el naciente noviazgo, sino que he de tra-bajar para que cuaje. Siguiendo tu compara-ción, pues que transformas a Pepita en crisol ya Luis en metal, yo buscaré, o tengo buscadoya, un fuelle o soplete utilísimo que contribuyaa avivar el fuego para que el metal se derritapronto. Este soplete es Antoñona, nodriza dePepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afectaa su dueño. Antoñona se entiende ya conmigo,y por ella sé que Pepita está muerta de amores.Hemos convenido en que yo siga haciendo lavista gorda y no dándome por entendido denada. El padre Vicario, que es un alma de Dios,siempre en Babia, me sirve tanto o más queAntoñona, sin advertirlo él, porque todo se levuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepitacon Luis; de suerte que este excelente señor,con medio siglo en cada pata, se ha convertido¡oh milagro del amor y de la inocencia! en pa-

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lomito mensajero, con quien los dos amantes seenvían sus requiebros y finezas, ignorándolotambién ambos. Tan poderosa combinación demedios naturales y artificiales debe dar un re-sultado infalible. Ya te le diré al darte parte dela boda, para que vengas a hacerla, o envíes alos novios tu bendición y un buen regalo.»

Así acabó don Pedro de leer su carta, y alvolver a mirar a don Luis, vio que don Luishabía estado escuchando con los ojos llenos delágrimas.

El padre y el hijo se dieron un abrazomuy apretado y muy prolongado.

*** Al mes justo de esta conversación y de es-

ta lectura, se celebraron las bodas de don Luisde Vargas y de Pepita Jiménez.

Temeroso el señor Deán de que su her-mano le embromase demasiado con que el mis-ticismo de Luisito había salido huero, y cono-

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ciendo además que su papel iba a ser poco airo-so en el lugar, donde todos dirían que teníamala mano para sacar santos, dio por pretextosus ocupaciones y no quiso venir, aunque enviósu bendición y unos magníficos zarcillos, comopresente para Pepita.

El padre Vicario tuvo, pues, el gusto decasarla con don Luis.

La novia, muy bien engalanada, parecióhermosísima a todos y digna de trocarse por elcilicio y las disciplinas.

Aquella noche dio don Pedro un baile es-tupendo en el patio de su casa y salones conti-guos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros,las señoras y señoritas y las mozas del lugarasistieron y se mezclaron en él como en la so-ñada primera edad del mundo, que no sé porqué llaman de oro. Cuatro diestros, o, sino dies-tros, infatigables guitarristas, tocaron el fan-dango. Un gitano y una gitana, famosos canta-dores, entonaron las coplas más amorosas y

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alusivas a las circunstancias. Y el maestro deescuela leyó un epitalamio en verso heroico.

Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosqui-llas, mostachones, bizcotelas y mucho vino pa-ra la gente menuda. El señorío se regaló conalmíbares, chocolate, miel de azahar y miel deprima, y varios rosolis y mistelas aromáticas yrefinadísimas.

Don Pedro estuvo hecho un cadete: bulli-cioso, bromista y galante. Parecía que era falsolo que declaraba en su carta al Deán del reúmay demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita,con sus más graciosas criadas y con otras seis osiete mozuelas. A cada una, al volverla a suasiento, cansada ya, le dio con efusión el co-rrespondiente y prescrito abrazo, y a las menosserias algunos pellizcos, aunque esto no formaparte del ceremonial. Don Pedro llevó su galan-tería hasta el extremo de sacar a bailar a doñaCasilda, que no pudo negarse, y que, con susdiez arrobas de humanidad, y los calores de

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julio, vertía un chorro de sudor por cada poro.Por último, don Pedro atracó de tal suerte aCurrito, y le hizo brindar tantas veces por lafelicidad de los nuevos esposos, que el muleroDientes tuvo que llevarle a su casa a dormir lamona, terciado en una borrica como un pellejode vino.

El baile duró hasta las tres de la madru-gada; pero los novios se eclipsaron discreta-mente antes de las once y se fueron a casa dePepita. Don Luis volvió a entrar con luz, conpompa y majestad, y como dueño y señor ado-rado, en aquella limpia alcoba, donde poco másde un mes antes había entrado a obscuras, llenode turbación y zozobra.

Aunque en el lugar es uso y costumbre,jamás interrumpida, dar una terrible cencerra-da a todo viudo o viuda que contrae segundasnupcias, no dejándolos tranquilos con el reso-nar de los cencerros en la primera noche delconsorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro

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tan venerado y don Luis tan querido, que nohubo cencerros ni el menor conato de que reso-nasen aquella noche; caso raro, que se registracomo tal en los anales del pueblo.

...........

IIIEpílogo. Cartas de mi hermano La historia de Pepita y Luisito debiera

terminar aquí. Este epílogo está de sobra, peroel señor Deán le tenía en el legajo, y ya que nole publicamos por completo, publicaremos par-te; daremos una muestra siquiera.

A nadie debe quedar la menor duda enque don Luis y Pepita, enlazados por un amorirresistible, casi de la misma edad, hermosaella, él gallardo y agraciado, y discretos y llenosde bondad los dos, vivieron largos años, go-zando de cuanta felicidad y paz caben en latierra; pero esto, que para la generalidad de las

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gentes es una consecuencia dialéctica bien de-ducida, se convierte en certidumbre para quienlee el epílogo.

El epílogo, además, da algunas noticiassobre los personajes secundarios que en la na-rración aparecen, y cuyo destino puede acasohaber interesado a los lectores.

Se reduce el epílogo a una colección decartas, dirigidas por don Pedro de Vargas a suhermano el señor Deán, desde el día de la bodade su hijo hasta cuatro años después.

Sin poner las fechas, aunque siguiendo elorden cronológico, trasladaremos aquí pocos ybreves fragmentos de dichas cartas, y puntoconcluido.

*** Luis muestra la más viva gratitud a An-

toñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepi-ta; pero esta mujer, cómplice de la única faltaque él y Pepita han cometido, y tan íntima en la

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casa y tan enterada de todo, no podía menos deestorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola,Luis ha logrado que vuelva a reunirse con sumarido, cuyas borracheras diarias no queríaella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha pro-metido no volver a emborracharse casi nunca;pero no se ha atrevido a dar un nunca absolutoy redondo. Fiada, sin embargo, en esta semi-promesa, Antoñona ha consentido en volverbajo el techo conyugal. Una vez reunidos estosesposos, Luis ha creído eficaz el método home-opático para curar de raíz al hijo del maestroCencias, pues habiendo oído afirmar que losconfiteros aborrecen el dulce, ha inferido quelos taberneros deben aborrecer el vino y elaguardiente, y ha enviado a Antoñona y a sumarido a la capital de esta provincia, donde lesha puesto de su bolsillo una magnífica taberna.Ambos viven allí contentos, se han proporcio-nado muchos marchantes y probablemente seharán ricos. Él se emborracha aún algunas ve-

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ces; pero Antoñona, que es más forzuda, le sue-le sacudir para que acabe de corregirse.

*** Currito, deseoso de imitar a su primo, a

quien cada día admira más, y notando y envi-diando la felicidad doméstica de Pepita y deLuis, ha buscado novia a toda prisa, y se hacasado con la hija de un rico labrador de aquí,sana, frescota, colorada como las amapolas, yque promete adquirir en breve un volumen yuna densidad superiores a los de su suegradoña Casilda.

*** El conde de Genahazar, a los cinco meses

de cama, está ya curado de su herida, y, segúndicen, muy enmendado de sus pasadas inso-lencias. Ha pagado a Pepita, hace poco, más dela mitad de la deuda, y pide espera para pagarlo restante.

***

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Hemos tenido un disgusto grandísimo,aunque harto le preveíamos. El padre Vicario,cediendo al peso de la edad ha pasado a mejorvida. Pepita ha estado a la cabecera de su camahasta el último instante, y le ha cerrado la en-treabierta boca con sus hermosas manos. Elpadre Vicario ha tenido la muerte de un bendi-to siervo de Dios. Más que muerte parecíatránsito dichoso a más serenas regiones. Pepitano obstante, y todos nosotros también, lehemos llorado de veras. No ha dejado más quecinco o seis duros y sus muebles, porque todolo repartía de limosna. Con su muerte habríanquedado aquí huérfanos los pobres si Pepita noviviese.

*** Mucho lamentan todos en el lugar la

muerte del padre Vicario, y no faltan personasque le dan por santo verdadero y merecedor deestar en los altares, atribuyéndole milagros. Yono sé de esto; pero sé que era un varón excelen-

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te, y debe haber ido derechito a los cielos, don-de tendremos en él un intercesor. Con todo, suhumildad y su modestia y su temor de Dioseran tales, que hablaba de sus pecados en lahora de la muerte, como si los tuviese, y nosrogaba que pidiésemos su perdón y que rezá-semos por él al Señor y a María Santísima.

En el ánimo de Luis han hecho hondaimpresión esta vida y esta muerte ejemplaresde un hombre, menester es confesarlo, simple yde cortas luces, pero de una voluntad sana, deuna fe profunda y de una caridad fervorosa.Luis se compara con el Vicario, y dice que sesiente humillado. Esto ha traído cierta amargamelancolía a su corazón; pero Pepita, que sabemucho, la disipa con sonrisas y cariño.

*** Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos

unas candioteras que no las hay mejores enEspaña, si prescindimos de Jerez. La cosecha deaceite ha sido este año soberbia. Podemos per-

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mitirnos todo género de lujos, y yo aconsejo aLuis y a Pepita que den un buen paseo porAlemania, Francia e Italia, no bien salga Pepitade su cuidado y se restablezca. Los chicos pue-den, sin imprevisión ni locura, derrochar unoscuantos miles de duros en la expedición y traermuchos primores de libros, muebles y objetosde arte para adornar su vivienda.

*** Hemos aguardado dos semanas para que

sea el bautizo el día mismo del primer aniver-sario de la boda. El niño es un sol de bonito ymuy robusto. Yo he sido el padrino, y le hemosdado mi nombre. Yo estoy soñando con quePeriquito hable y diga gracias.

*** Para que todo les salga bien a estos ena-

morados esposos, resulta ahora, según cartasde la Habana, que el hermano de Pepita, cuyastunanterías recelábamos que afrentasen a lafamilia, casi y sin casi va a honrarla y a encum-

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brarla haciéndose personaje. En tanto tiempocomo hacía que no sabíamos de él, ha aprove-chado bien las coyunturas y le ha soplado lasuerte. Ha tenido nuevo empleo en las aduanas,ha comerciado luego en negros, ha quebradodespués, que viene a ser para ciertos hombresde negocios como una buena poda para losárboles, la cual hace que retoñen con más brío,y hoy está tan boyante, que tiene resuelto in-gresar en la primera aristocracia titulando demarqués o de duque. Pepita se asusta y se es-candaliza de esta improvisada fortuna, pero yole digo que no sea tonta; si su hermano es yhabía de ser de todos modo un pillete, ¿no esmejor que lo sea con buena estrella?

*** Así pudiéramos seguir extractando, si no

temiésemos fatigar a los lectores. Concluire-mos, pues, copiando un poco de una de lasúltimas cartas.

***

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Mis hijos han vuelto de su viaje bien desalud, y con Periquito muy travieso y precioso.

Luis y Pepita vienen resueltos a no volvera salir del lugar, aunque les dure más la vidaque a Filemón y a Baucis. Están enamoradoscomo nunca el uno del otro.

Traen lindos muebles, muchos libros, al-gunos cuadros y no sé cuántas otras baratijaselegantes que han comprado por esos mundos,y principalmente en París, Roma, Florencia yViena.

Así como el afecto que se tienen y la ter-nura y cordialidad con que se tratan y tratan atodo el mundo ejercen aquí benéfica influenciaen las costumbres, así la elegancia y el buengusto con que acabarán ahora de ordenar sucasa servirán de mucho para que la cultura ex-terior cunda y se extienda.

La gente de Madrid suele decir que en loslugares somos gansos y soeces, pero se quedanpor allá y nunca se toman el trabajo de venir a

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pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguienen los lugares que sabe o vale, o cree saber yvaler, no para hasta que se larga, si puede, ydeja los campos y los pueblos de provinciasabandonados.

Pepita y Luis siguen el opuesto parecer, yyo los aplaudo con toda el alma.

Todo lo van mejorando y hermoseandopara hacer de este retiro su edén.

No imagines, sin embargo, que la aficiónde Luis y Pepita al bienestar material haya en-tibiado en ellos, en lo más mínimo, el senti-miento religioso. La piedad de ambos es másprofunda cada día, y en cada contento o satis-facción de que gozan o que pueden proporcio-nar a sus semejantes ven un nuevo beneficiodel cielo, por el cual se reconocen más obliga-dos a demostrar su gratitud. Es más: esa satis-facción y ese contento no lo serían, no tendríanprecio, ni valor, ni substancia para ellos, si la

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consideración y la firme creencia en las cosasdivinas no se lo prestasen.

Luis no olvida nunca, en medio de su di-cha presente, el rebajamiento del ideal con quehabía soñado. Hay ocasiones en que su vida deahora le parece vulgar, egoísta y prosaica,comparada con la vida de sacrificio, con la exis-tencia espiritual a que se creyó llamado en losprimeros años de su juventud; pero Pepita acu-de solícita a disipar estas melancolías, y enton-ces comprende y afirma Luis que el hombrepuede servir a Dios en todos los estados y con-diciones, y concierta la viva fe y el amor deDios, que llenan su alma, con este amor lícitode lo terrenal y caduco. Pero en todo ello poneLuis como un fundamento divino, sin el cual, nien los astros que pueblan el éter, ni en las floresy frutos que hermosean el campo, ni en los ojosde Pepita, ni en la inocencia y belleza de Peri-quito, vería nada de amable. El mundo mayor,toda esa fábrica grandiosa del Universo, dice él

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que sin su Dios providente le parecería subli-me, pero sin orden, ni belleza, ni propósito. Yen cuanto al mundo menor como suele llamaral hombre, tampoco le amaría si por Dios nofuera. Y esto, no porque Dios le mande amarle,sino porque la dignidad del hombre y el mere-cer ser amado estriban en Dios mismo, quienno sólo hizo el alma humana a su imagen, sinoque ennobleció el cuerpo humano, haciéndoletemplo vivo del Espíritu, comunicando con élpor medio del Sacramento, sublimándole hastael extremo de unir con él su Verbo increado.Por estas razones, y por otras que yo no aciertoa explicarte aquí, Luis se consuela y se confor-ma con no haber sido un varón místico, extáticoy apostólico, y desecha la especie de envidiagenerosa que le inspiró el padre Vicario el díade su muerte; Pero tanto él como Pepita siguencon gran devoción cristiana dando gracias aDios por el bien de que gozan, y no viendo ba-

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se, ni razón, ni motivo de este bien, sino en elmismo Dios.

En la casa de mis hijos hay, pues, algunassalas que parecen preciosas capillitas católicas odevotos oratorios; pero he de confesar que tie-nen ambos también su poquito de paganismo,como poesía rústica amoroso-pastoril, la cualha ido a refugiarse extramuros.

La huerta de Pepita ha dejado de serhuerta, y es un jardín amenísimo con sus arau-carias, con sus higueras de la India, que crecenaquí al aire libre, y con su bien dispuesta, aun-que pequeña estufa, llena de plantas raras.

El merendero o cenador, donde comimoslas fresas aquella tarde, que fue la segunda vezque Pepita y Luis se vieron y se hablaron se hatransformado en un airoso templete, con pórti-co y columnas de mármol blanco. Dentro hayuna espaciosa sala con muy cómodos muebles.Dos bellas pinturas la adornan: una representaa Psiquis, descubriendo y contemplando exta-

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siada, a la luz de su lámpara, al Amor, dormidoen su lecho, otra representa a Cloe cuando lacigarra fugitiva se le mete en el pecho, donde,creyéndose segura, y a tan grata sombra, sepone a cantar, mientras que Dafnis procurasacarla de allí.

Una copia hecha con bastante esmero enmármol de Carrara, de la Venus de Médicis,ocupa el preferente lugar, y como que presideen la sala. En el pedestal tiene grabados, enletras de oro, estos versos de Lucrecio:

Nec sine te quidquam dias in luminis orasExoritur, neque fit laetum, neque amabile quid-quam.